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los años sesenta y setenta (1)


El ciclo revolucionario

En 1959, la revolución cubana echó fuego a la pólvora de un


ciclo revolucionario que se prolongaría durante veinte años.
Acentuados por la Guerra Fría y el conflicto ideológico que la
caracterizaba, los efectos a menudo traumáticos de las rápi-
das transformaciones sociales de la posguerra y el frecuente
colapso de las instituciones democráticas bajo el peso del mi-
litarismo o del populismo alimentaron, en la década de 1960,
un clima imbuido de utopías revolucionarias y violentas reac-
ciones contrarrevolucionarias. En muchos casos, el camino del
nacionalismo y el socialismo confluyeron en el terreno político
e ideológico, inspirados por el régimen castrista y la teoría y
praxis revolucionarias de Ernesto Guevara -que influyeron en
el nacimiento de numerosos movimientos guerrilleros-, o en el
terreno económico, donde la Teoría de la Dependencia propició
un desenlace socialista de las injusticias y contradicciones de
la economía global. También incidió en el terreno religioso, en
el que la Teología de la Liberación teorizó el diálogo y la cola-
boración entre cristianismo y marxismo. Finalmente, en el plano
internacional, el antiamericanismo se robusteció y se extendió
a gran parte del continente, creando serias preocupaciones en
los Estados Unidos acerca de su hegemonía en el hemisferio.

La edad de la revolución

Desde la revolución cubana de 1959 hasta la revolución san-


dinista en Nicaragua veinte años después, América Latina vivió una lar-
ga etapa revolucionaria. "Revolución" devino palabra clave de la época,
reclamada por todos los sectores para legitimar el propio pensamiento
y la propia acción, el horizonte hacia el cual parecía deber dirigirse la
región entera. La revolución, socialista pero nacional, fue invocada tan-
162 Historia de América Latina

to por los revolucionarios como por los reformistas, para mostrar que
ellos también intentaban remover las raíces del orden existente (empe-
zando por el chileno Eduardo Frei, acaso el más importante, quien en
1964 asumió el gobierno anunciando la "revolución en libertad"). Ade-
más, y por paradójico que pueda parecer, la invocaban incluso quienes
tanto hicieron por combatirla, en especial los regímenes militares que
surgieron como hongos hacia mediados de los años sesenta, los cuales
no se limitaron a la contrarrevolución, sino que se propusieron trans-
formar el orden político y social.
El hecho mismo de que "revolución" se convirtiese en la palabra clave
es indicativo de varias cosas. La primera es que las grandes transforma-
ciones sociales y económicas que tuvieron lugar durante y después de
la guerra (y continuaron a un ritmo acelerado a lo largo de gran parte
de los años sesenta) exigían respuestas que no llegaron, no lo hicieron
a tiempo o fueron insuficientes. La segunda es que, una vez más, como
ya había sucedido en los años treinta e incluso luego de 1945, en la ma-
yoría de los casos las instituciones democráticas no parecían ofrecer res-
puestas ni a los revolucionarios ni a quienes combatían la revolución.
Ya sea allí donde, luego de la guerra, la democratización había sido blo-
queada por un retorno autoritario y conservador, o donde, en cambio,
se habían impuesto regímenes populistas, en la mayoría de los casos
quedó demostrada su ineficacia. En los primeros porque la demanda
de participación acumulada y por tanto tiempo comprimida tendió a
abrumarla, y en el segundo porque la lógica de la confrontación amigo-
enemigo, típica de los populismos, la había reducido a escombros. La
tercera razón es que la fuerza del horizonte revolucionario señalaba
la gran vitalidad, en amplias franjas de la población, de un imaginario
político palingenésico, es decir, de ideologías que aspiraban a crear
una comunidad cohesionada y armónica, para las cuales la democracia
era un concepto social, más allá de la forma política que se le diera. Así,
si prometían curar las profundas heridas sociales, no lo harían con las
contundentes herramientas de la democracia parlamentaria, sino con
la fuerza de la violencia revolucionaria; en suma, a través de una suerte
de catarsis religiosa.
La revolución llevada a cabo en Cuba -cuya fecha hito es ello de
enero de 1959- bajo la guía de Fidel Castro tuvo diversas causas que la
inscriben como un caso peculiar en el panorama de las revoluciones
socialistas del siglo xx. Entre ellas se destaca la cuestión nacional, es
decir, el nudo irresuelto de la independencia cubana y las relaciones
con los Estados Unidos a partir de 1898, cuando la isla fue emancipada
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 163

sólo para caer bajo una suerte de protectorado político, económico y


militar estadounidense. A dicho panorama se sumaba la grave cuestión
social: mientras disfrutaba de discretos indicadores de niveles de vida
en América Latina, la expansión del cultivo de caña de azúcar y de las
relaciones de producción capitalistas en el campo había convertido a
la mayoría de los campesinos en braceros, desocupados durante gran
parte del año, cuando el trabajo en los cultivos se detenía. Más que por
el retraso y la miseria, la revolución fue facilitada por los efectos de los
profundos cambios de la estructura social cubana. El peso del capital
estadounidense en la economía de la isla transformó la cuestión social
y la cuestión nacional en caras de una misma moneda. A tales causas se
añadió, a partir de 1952, una explosiva cuestión política, cuando el gol-
pe de Fulgencio Batista clausuró los ya frágiles canales de la democracia
representativa y empujó a la insurrección a la generación de jóvenes
nacionalistas que se enfrentaba en la escena política. Puesto que, en los
años sucesivos, Batista se constituyó en uno de los más sólidos aliados de
la administración Eisenhower en la región, la cuestión política tendió a
confluir con la cuestión nacional, preludiando la confrontación entre
el régimen revolucionario y los Estados Unidos.
Las causas estructurales fueron acompañadas por otra circunstan-
cia igualmente decisiva: sobre ese inmenso pajar listo para arder, la
figura carismática del joven Fidel Castro tuvo el efecto de un fósforo
encendido.

Fidel Castro junto a otros atacantes del cuartel Moneada, al llegar a la


cárcel de la ciudad de Santiago de Cuba, en julio de 1953.
164 Historia de América Latina

Las principales y célebres etapas que hasta 1959 constelaron la mar-


cha triunfal de la revolución estarán ligadas al nombre de Fidel Castro:
desde el fallido asalto al cuartel Moneada en 1953 a la sucesiva fun-
dación del Movimiento 26 de Julio y desde la expedición del Granma
en noviembre de 1956 a la creación del foco guerrillero en la Sierra
Maestra, donde él y otros "barbudos", entre los cuales se destacarían el
comandante Raúl Castro, Ernesto "Che" Guevara y Camilo Cienfuegos,
echaron las bases del éxito militar junto al nuevo orden revolucionario.
A la victoria de la revolución contribuyeron también otras numerosas
fuerzas y factores , en particular la extrema polarización causada por el
gobierno autoritario de Batista y su brutal violencia. Esto les permitió a
los guerrilleros de la Sierra (hábiles en la invocación de un programa
político y una serie de ideales nacionalistas y democráticos) reunir, en
torno a la inevitabilidad de la vía insurreccional y a la preeminencia de
la guerrilla rural sobre la lucha de masas en la ciudad, a las fuerzas más
variadas y dispares. Entre ellas se contaban desde los estudiantes del Di-
rectorio Revolucionario a las organizaciones dellaicado católico; desde
los referentes de los partidos tradicionales a los comunistas del Partido
Socialista Popular (en un principio hostiles al método castrista); des-
de los liberales estadounidenses (contrarios al connubio entre la Casa
Blanca y los dictadores de América Latina) a los demócratas latinoame-
ricanos, decididos -en particular el venezolano Rómulo Betancourt- a
limpiar el área de los caudillos militares que aún les infligían estragos.

Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos, a comienzos de 1959. Oficina


de Asuntos Históricos de Cuba.
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 165

Muchos de ellos, sin embargo, abandonaron el proceso o fueron mar-


ginados y acabaron por combatir la revolución cuando Castro, tras una
fase inicial en la cual consintió la formación de un gobierno moderado,
se comprometió con decisión en el camino de la revolución social y del
antiimperialismo militante, en la patria y en el extranjero, dejando de
lado el compromiso de restablecer la democracia parlamentaria y el
imperio de la Constitución de 1940. Cuánto de ello estaba inscrito en
los ideales del líder revolucionario y en las condiciones estructurales de
la isla, y cuánto fue debido a una reacción a la obsesión estadounidense
por renovar la propia tutela sobre los destinos de Cuba es materia de
infinita controversia historiográfica y política. Lo que sí es cierto es que
la revolución adoptó reformas económicas, sociales y políticas que con
el tiempo se asemejaron al modelo socialista, coronadas con la explícita
adhesión a los principios del marxismo-leninismo y alIado soviético en
la Guerra Fría tras el intento de invasión patrocinado en abril de 1961
por los Estados Unidos en Bahía Cochinos.
En el terreno económico, el gobierno revolucionario procedió a la
nacionalización de la industria y los servicios, y a la realización de una
reforma agraria radical: en pocos años el estado asumió el control de
los medios de producción. No obstante, el proyecto de industrializar
la isla y diversificar la economía no dio los resultados esperados y, de-
bido a la complicidad del embargo estadounidense, a Cuba no le que-
dó más opción que integrarse al Consejo de Ayuda Mutua Económica
(COMECON) y confiarse a la generosa subvención soviética. En el te-
rreno social, la revolución actuó movida por una radical inspiración
igualitaria, ya sea en la política salarial y ocupacional, ya en el esfuerzo,
en gran parte exitoso, de mejorar y universalizar el acceso a la educa-
ción pública y a los servicios sanitarios. En el terreno político, los re-
volucionarios cubanos imaginaron una democracia popular o directa,
alimentada por la fuerza moral del "hombre nuevo" surgido de la ca-
tarsis revolucionaria, nada distinta, en sustancia, de aquella democracia
hostil al pluralismo propia de los otros populismos latinoamericanos. A
tal fin, hilvanaron un sistema de participación política alternativo a la
aborrecida "democracia burguesa", fundando numerosas organizacio-
nes de masas: desde los Comités de Defensa de la Revolución hasta la
Federación Cubana de Mujeres; de la Unión de Pioneros a la Federa-
ción Estudiantil, entre otras. Sin embargo, muy pronto, con el debili-
tamiento fisiológico del espíritu revolucionario y ante la necesidad de
hacer funcionar la maquinaria del estado y la economía, los organismos
del denominado "poder popular" perdieron el brillo y la espontanei-
166 Historia de América Latina

dad para convertirse, en su mayor parte, en órganos a través de los cua-


les se ramificaba el poder y el control social del Partido Comunista de
Cuba, el único permitido. A medida que se fue institucionalizando, el
régimen político de la revolución cubana asumió los rasgos típicos de
los regímenes socialistas de partido único e ideología de estado. Esto
fue sancionado por la Constitución de 1976 y nuevamente por la re-
forma constitucional de 2002, que definió como "irreversible" la vía
socialista en la cual Cuba se había embarcado. Hija en gran medida
de una cuestión nacional engangrenada, sin embargo, la revolución
cubana nunca abandonó por completo -incluso bajo la gruesa capa del
régimen socialista- su matriz populista originaria.
La revolución cubana encendió un polvorín puesto que, en especial
en los primeros años, trató de exportar su modelo de guerrilla armada,
financiando o adiestrando grupos, aunque sería erróneo suponer que
era el único foco de un fenómeno que en verdad tenía antiguas raíces
endógenas en todas partes. La revolución se llevó adelante mientras la
oleada autoritaria iniciada un decenio antes estaba en pleno reflujo, es
decir, cuando la mayor parte de los países en los que había golpeado
había vuelto a gobiernos constitucionales: de Perú a Colombia, y de
Venezuela a la Argentina. Caído Fulgencio Batista en Cuba, quedaban
pocas dictaduras verdaderamente tales, y sólo perduraban en países
pequeños y poco desarrollados, como Paraguay, Haití, Nicaragua y El
Salvador.
Pronto, una larga y poderosa oleada de convulsiones políticas y socia-
les tumbó gran parte de las democracias, incluso algunas antiguas y só-
lidas como las de Chile y Uruguay. Estas convulsiones no se expresaron
sólo por medio de las guerrillas armadas, punta de un iceberg con una
base más amplia, conformada por grandes movilizaciones y luchas socia-
les. De todas ellas fueron protagonistas los estudiantes y los trabajadores
urbanos, obreros y empleados, yen ciertos casos también se sumaron los
campesinos sin tierra, en especial en los países de mayoría aborigen o
mestiza, donde la cuestión rural e indígena tendió a superponerse. De
hecho, las primeras guerrillas fueron rurales y estaban inspiradas en lo
ocurrido en Cuba, a través de la doctrina del foco guerrillero elaborada
por Guevara -el médico argentino que tan destacado papel había cum-
plido junto a Fidel Castro-, sobre la base de la cual la voluntad y motiva-
ción ideológica de un núcleo de combatientes decididos y disciplinados
serían suficientes para provocar en el campo, sujeto a tan graves injusti-
cias, la chispa capaz de encender el incendio revolucionario, sin necesi-
dad de atender, por tanto, a las condiciones objetivas postuladas por el
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marxismo clásico. No por azar surgidas en países donde los movimientos


populistas no habían hallado salida y la integración social y política de las
masas había permanecido bloqueada, estas guerrillas no obstante falla-
ron en todas partes: en Guatemala y Perú, en Venezuela y Bolivia (donde
en 1967 fue asesinado el Che Guevara).

Ernesto Che Guevara es tomado prisionero y luego asesinado en La


Higuera, Bolivia, octubre de 1967.

Esto fue así por varias razones, diversas de país en país, entre las cuales
cabe enunciar la dura reacción de los gobiernos y de los militares loca-
les apoyados por los Estados Unidos; las condiciones a menudo distin-
tas de las vividas en Cuba y, por tanto, la dificultad de hacer pie entre
la población; las divisiones entre los revolucionarios, en muchos casos
adversos a los partidos comunistas locales, que repudiaban una estrate-
gia considerada aventurera, prenuncio de violentas represiones. Sólo
en Nicaragua se crearon, en los años setenta, las condiciones para el
triunfo de una guerrilla de aquel tipo, cuando la dictadura de la familia
Somoza acabó por aislarse de sus aliados externos e internos, hasta caer
bajo los golpes del vasto frente opositor conducido por los sandinistas
en 1979.
En los años setenta, mientras los movimientos armados de tipo rural
morían o languidecían, nacían otros nuevos, esta vez en los países más
desarrollados de la región, en los que predominaban las bases urbanas
y estudiantiles. En algunos casos nacieron de las costillas de los viejos
movimientos populistas y en lucha contra los regímenes militares, como
los Montoneros argentinos o los grupos surgidos en Brasil entre los
168 Historia de América Latina

años sesenta y setenta, ligados al Partido Comunista; en otros, debido a


la desilusión ante el reformismo de los partidos tradicionales, como lo~
Tupamaros uruguayos. Sin embargo, ni siquiera estos tuvieron éxito o,
si lo tuvieron en un primer momento, lo pagaron luego con intereses,
sufriendo violentas represiones. No obstante, este escenario indica, en
general, la fuerza y persistencia de los populismos porque, en diversas do-
sis y en forma más radical que en el pasado, solían proponer una mezcla
de marxismo y nacionalismo, autoritarismo político y democracia social.

Sello postal en homenaje a la reforma agraria, Perú, 1969.

En este marco, es posible identificar numerosos ejemplos de la vitalidad


del populismo como respuesta a las transformaciones y los conflictos en
curso. Desde el gobierno de Joao Goulart en Brasil, el viejo ministro de
Getúlio Vargas, depuesto por los militares en 1964, al retorno triunfal al
poder de Juan Domingo Perón en la Argentina en 1973, donde murió
al año siguiente. Desde la presidencia de Luis Echeverría en México en
los años setenta, que respondió a la carnicería con la que su predecesor
había tratado de acallar las protestas de 1968 intentando resucitar las
tradiciones revolucionarias del régimen, al caso (fundamental y trági-
co) de la victoria electoral en Chile, en 1970, de Salvador Allende y
su coalición de partidos marxistas y radicales. De tendencia análoga,
aunque expresada de diversas formas, fueron los numerosos populis-
mos militares -dictaduras imbuidas de nacionalismo y defensoras de la
integración social de las masas- que tendrían cabida en muchos países
donde antes el populismo había sido frustrado. Tales fueron los casos
del Perú del general Velasco Alvarado, que aplicó la reforma agraria,
o el Panamá del general Ornar Torrijos, quien se propuso mejorar las
condiciones de la población reapropiándose de la soberanía sobre el
Canal y de la riqueza que producía.
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 169

El desarrollo distorsionado y los conflictos sociales

Lo que es válido para la esfera política, donde por motivos históricos y


contingentes las instituciones democráticas fueron en casi todo el mun-
do abrumadas por la polarización entre revolución y contrarrevolución,
con mayor razón lo es para la esfera económica y social, donde las ten-
dencias maduradas al comienzo de la guerra y que explican el polvorín
en que cada vez más se fue convirtiendo América Latina, no sólo no
se aplacaron, sino que alcanzaron su culminación entre la década de
los sesenta y mediados de los años setenta, la etapa más dramática de
la historia latinoamericana del siglo XX. Durante esos años, las luchas
sociales rompieron a menudo los diques institucionales y los modelos
de desarrollo fueron en muchos casos impuestos manu militan.
El crecimiento económico continuó siendo bastante débil: un poco
más alto que en los dos decenios precedentes, en términos absolutos,
pero insatisfactorio dado que creció también la población (que recién
dio sus primeras señales de modernización demográfica, con una ligera
reducción, en la segunda mitad de los años setenta). En síntesis, el nivel
medio de crecimiento de la economía continuó rondando e12% anual:
demasiado poco para una región en la cual las masas presionaban en
busca de ocupación y la expectativa de ascenso social de los sectores
recientemente urbanizados permanecía frustrada. Como en el pasado,
avanzaba la industria pero se estancaba la agricultura, reduciendo la
población de la campaña. En este marco, el sector que más se desarro-
lló fue el de los servicios (denominado "terciario"), que no era índice
de modernidad, aunque sí marcaba la expansión del aparato público
o de los empleos marginales. Entonces, el desarrollo no se verificaba
en los sectores productivos, lo cual dice mucho tanto acerca del déficit
estructural de aquellas economías como sobre su incapacidad de absor-
ber mano de obra, ya sea la no calificada (que, junto a la proveniente
de las regiones rurales, se amontonaba en las villas en los márgenes de
la ciudad) o la especializada y escolarizada (que poblaba las universi-
dades, en muchos países al alcance de gran parte de las clases sociales
urbanas, donde nacieron los conflictos más violentos y las ideologías
más radicales).
En relación con el primer punto, se consolidó en América Latina
un perfil social peculiar, más semejante al de las áreas periféricas que
a la típica pirámide de la sociedad europea; un perfil en el cual el pro-
letariado urbano no ocupaba los escalones más bajos de la pirámide
social, donde en cambio yacían las muchedumbres del subproletariado,
170 Historia de América Latina

incrementado por doquiera y con rapidez a partir de 1960. En otras pa-


labras, se trataba de multitudes de marginados que no se caracterizab_a n
tanto por sus exiguos ingresos, por su pertenencia étnica o por ser en
gran parte jóvenes sin instrucción de origen rural reciente, sino por su
sustancial ajenidad a las instituciones públicas, por lo cual suele ser lla-
mado a menudo el sector informal. En lo que respecta a los estudiantes,
en cambio, aunque las diferencias de país a país sean enormes -con la
Argentina, Uruguay y Cuba en un extremo, y Guatemala y Haití en el
otro-, es posible identificar algunas tendencias comunes, dado que la
población escolar creció a un ritmo mayor que la población en general,
y que tal crecimiento contempló la enseñanza secundaria y superior,
universi taria.
A ello se añade el hecho de que la urbanización no se detuvo: in-
cluso se volvió más impetuosa, vaciando la campaña y sobre poblando
peligrosamente la ciudad. Tanto que, si en 1960 la población urbana
se calculaba en alrededor del 50%, veinte años más tarde alcanzaba
el 63%. También hay que agregar que el caudaloso flujo de capitales
extranjeros invertidos en aquellos años en la economía de la región
-más del doble respecto de las dos décadas precedentes- acrecentó la
dependencia (o, al menos, la percepción de que ese era el efecto), lo
cual, a pesar de sus efectos virtuosos en términos de ocupación y trans-
ferencia de tecnología, alimentó el nacionalismo antiimperialista de las
corrientes revolucionarias. A todo esto se agrega el hecho de que, en el
campo, las numerosas reformas agrarias introducidas a comienzos de
los años sesenta, en buena medida por el empuje de la Alianza para el
Progreso lanzada por la administración Kennedy, crearon expectativas
que se empantanaron ante la resistencia de los grandes propietarios
territoriales. Finalmente, la concentración de la riqueza, lejos de re-
ducirse, creció aún más, y en algunos casos alcanzó extremos sin igual,
como ocurrió en el Brasil de los años setenta, donde el 5% más rico de
la población detentaba poco menos de la mitad de la riqueza nacional,
contra apenas el 3,4% en manos del 30% más pobre.
Sin embargo, un panorama económico y social de los años sesenta y
setenta reducido a esos elementos sería parcial. Por ello, en el próximo
capítulo consideraremos algunos elementos que hasta ahora han per-
manecido en la sombra. Lo que importa subrayar aquí son los elemen-
tos de inestabilidad, capaces de provocar implosiones reales. Dichas
implosiones no se hicieron esperar, como tampoco faltaron grandes
conflictos sociales, por demás crónicos. En principio, estudiantiles, en
las mayores ciudades de América Latina: desde Córdoba, en la Argen-
Los años sesenta y setenta (1) . El ciclo revolucionario 171

tina, donde en 1969 las protestas cumplieron un rol clave al poner de


rodillas al régimen militar del general Onganía, hasta Ciudad de Mé-
xico, donde las reivindicaciones abrieron una brecha en la coraza del
régimen instaurado desde la revolución, que insistió, no obstante, en
la utilización de la violencia. También se produjeron conflictos rurales
por la recuperación de tierras comunitarias o por la distribución de
grandes propiedades parasitarias. A estos se sumaron conflictos prota-
gonizados por nuevos y amplios movimientos campesinos, a veces guia-
dos por líderes sindicales o dirigentes comunistas; más a menudo por
sacerdotes o laicos a cargo de movimientos católicos, incluida la Acción
Católica. De estos fueron emblema las organizaciones campesinas que
crecieron en el nordeste brasileño, el movimiento surgido en el Cuzco
en Perú, y los que se difundieron en México en los años setenta, o los
sindicatos rurales que maduraron en Chile durante la reforma agraria,
entre muchos otros. Por último, a este panorama es preciso agregar los
conflictos industriales, en especial en la industria minera en Chile, Perú
y Bolivia, donde los sindicatos habían crecido a la sombra del estado en
la era de los populismos, como en la Argentina, Brasil y México.
No obstante, todos estos movimientos fueron doblegados por la
oleada contrarrevolucionaria que barrió la región en aquellos años, y
a los que es común sumarles dos nuevas dimensiones, destinadas a asu-
mir mayor peso en el futuro. La primera es el indigenismo, entendido
como movimiento de reivindicación política y cultural de una especí-
fica comunidad étnica y cultural de origen precolombino, que asomó
en algunos grupos insurgentes, en especial en Bolivia. La segunda es el
feminismo, más político e intelectual pero minoritario, entre las muje-
res instruidas de los sectores medios, y más cultural y espiritual (y por lo
tanto a menudo tradicionalista) entre las de los sectores populares, que
tendría mayor influencia en las corrientes populistas.

Estructuralismo, desarrollismo, teoría de la dependencia

Entre fines de los años cincuenta y los años setenta cobraron forma y
comenzaron a establecerse las premisas intelectuales y maduraron las
consecuencias políticas del pensamiento económico elaborado en la
posguerra por Raúl Prebisch y la CEPAL. Dichas concepciones seña-
laban la estructura del mercado mundial como el principal obstáculo
para el desarrollo de la periferia, de la que América Latina era parte,
y al que suele referirse como estructuralismo. Este, sin embargo, en el
172 Historia de América Latina

transcurso de su parábola sufrió también profundas críticas y significa-


tivos cambios, debidos en gran parte a las corrientes que más impregna-
ron el panorama ideológico de la región en los años sesenta y setenta,
dialogando y confundiéndose entre sí: nacionalismo y marxismo.
En un primer momento, la corriente estructuralista asumió en Amé-
rica Latina la forma del denominado "desarrollismo", teoría del desa-
rrollo económico que inspiró a varios gobiernos, entre los cuales se
destacan el de Juscelino Kubitschek en Brasil entre 1956 y 1961 Y el de
Arturo Frondizi en la Argentina entre 1958 y 1962, Y que habían deja-
do una huella profunda en los primeros esfuerzos de integración co-
mercial realizados hasta ese momento: la Asociación Latinoamericana
de Libre Comercio (ALALC) y el Mercado Común Centroamericano
(MCCA) , ambos creados en 1960, o la Comunidad Andina de Naciones
(CAN), en 1969, entre otros. Al igual que los populismos que los ha-
bían precedido y que en todas partes pujaban por imponerse, también
fundaban el desarrollo sobre la base de la industria, el papel motor del
estado y la protección y expansión del mercado interno. No obstante,
a diferencia de aquellos, que habían hecho de la distribución de la ri-
queza el foco de la propia ideología, al punto de sacrificar a veces la sus-
tentabilidad económica, el desarrollismo inscribía su principal objetivo
político y fuente de su legitimidad en el desarrollo, dejando de lado la
típica sumisión populista de la economía a la política y profesando la
virtud de la tecnocracia. El mejor ejemplo de ello fue el compromiso
profuso del presidente Kubitschek y el arquitecto Oscar Niemeyer por
construir Brasilia, ubicada en el corazón del territorio y elevada a sím-
bolo de proyección hacia el interior (ya no más hacia el exterior) de la
vida nacional.
Pronto, el desarrollismo fue sometido a numerosas críticas. De parte
de los liberales, se lo fustigó por doblegar y distorsionar las leyes del
mercado con el fuerte intervencionismo público, pero la voz liberal
era tan débil en aquellos años que tuvo escasa incidencia. Mucho más
influyente fue la crítica marxista, que le imputaba en primer lugar su
permanencia plena en el ámbito de la economía capitalista, algo cierto
a todas luces, desde el momento en que el desarrollismo se proponía
aprovechar lo más posible las oportunidades del mercado mundial, en
lugar de volverles la espalda en nombre del socialismo. Se trataba de
atraer la mayor cantidad posible de capitales del exterior para ampliar
la industria nacional y volver más autónomo el mercado interno, como
sucedió con la instalación de las grandes empresas automotrices en la
mayor parte de los países latinoamericanos. Finalmente, a la crítica
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 173

marxista se superponía la nacionalista, que acusaba al desarrollismo de


replicar los lineamientos del desarrollo occidental sin proponer una vía
adecuada a América Latina y, por lo tanto, de funcionar como instru-
mento de perpetuación del dominio imperialista.

Vista de la ciudad dé Brasilia en construcción. La obra comenzó en 1956,


con Lúcio Costa como urbanista y Osear Niemeyer como arquitecto.

Así, a mediados de los años sesenta y a partir de estas críticas, surgió


la teoría de la dependencia, en la cual de un modo u otro abrevaron
todas las corrientes revolucionarias de la época, algunas más ligadas a la
tradición marxista clásica, otras -como la personificada por el sociólogo
brasileño Fernando Henrique Cardos 0- más eclécticas y con reminis-
cencias del estructuralismo. Se trató de una teoría que desde el inicio
se configuró como un esfuerzo por conjugar marxismo y nacionalismo,
o encaminar el desarrollo de América Latina hacia el horizonte revo-
lucionario del socialismo sobre la base del análisis de las "estructuras
de dominación" en el seno de las sociedades latinoamericanas y de la
doctrina leninista sobre el imperialismo. Los teóricos de la dependen-
cia condujeron ásperas batallas contra los intelectuales de otras escue-
las, en especial contra los liberales, a quienes criticaban la teoría de las
ventajas comparativas, en la medida en que inhibía la industrialización
de la región. También confrontaron con los teóricos de la moderniza-
ción que por entonces inspiraban la Alianza para el Progreso, porque
174 Historia de América Latina

elevaban a modelo el camino de los países occidentales más avanzados,


y además establecían un nexo entre modernización y democracia que
América Latina parecía desmentir. Pero si bien fueron tan eficaces so-
bre el terreno de la crítica que impregnaron con su pensamiento el
clima intelectual de la época, lo fueron mucho menos en el plano pro-
positivo, puesto que, al llegar a la conclusión de que el socialismo era la
única vía de salida de las injustas estructuras de la economía mundial,
no fueron tan específicos en aclarar de qué modo se haría ni qué socia-
lismo tenían en mente, por lo que su pensamiento se prestó a salidas
utopistas y numerosas vulgarizaciones.

La guerra civil ideológica: el frente revolucionario

En los años sesenta y setenta, América Latina se vio desgarrada por una
suerte de guerra civil ideológica, es decir, por una violenta confronta-
ción entre visiones del mundo inconciliables. Todos estaban conven-
cidos de que, hasta que no se impusieran a sus adversarios, la paz y la
justicia no serían alcanzadas. Dada la dimensión de masas alcanzada
por la sociedad y el boom de la escolarización, y dada la cada vez más
profunda diferencia de país a país, es comprensible que el panorama
ideológico fuese variado, aunque con algunos rasgos comunes, que por
ahora veremos en el frente revolucionario, antes de analizarlos, en el
próximo capítulo, en el frente opuesto.
En términos generales, para los revolucior~a " ios de la época la nota
dominante fue la apelación al marxismo (aunque a un marxismo "la-
tinoamericanizado", en la estela abierta muchos años antes por José
Carlos Mariátegui) y la difusión, a partir de los años sesenta, de la obra
de Antonio Gramsci. Claro que, en la búsqueda de una vía nacional al
socialismo, los marxistas de América Latina a menudo apelaron a cier-
tos rasgos de la tradición nacionalista, la cual, a medida que crecían
los conflictos y que el ciclo populista se cerraba, sometido a una nueva
oleada de militarismo, descubrió a su vez numerosos puntos de con-
tacto con el marxismo, a tal punto que resulta una empresa ímproba
medir cuánto el marxismo se nacionalizó y cuánto el nacionalismo se
empapó de marxismo. Todo ello agudizó la obsesión por la difusión
del comunismo en la región que, cómplice de la Guerra Fría, indujo
a sus enemigos al cada vez más brutal recurso a la violencia represiva.
La impresión es que tal mezcla radical de marxismo y nacionalismo
reprodujo, aunque en forma inédita y de un modo inconsciente, una
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 175

antigua y profunda esencia del universo ideal latinoamericano, rastrea-


ble en la tendencia al monopolio del poder y en la aversión al pluralis-
mo político en nombre de la homogeneidad del pueblo. También en la
hostilidad hacia las formas y procedimientos del estado de derecho y la
democracia liberal, condenada como formal, y la contraposición de una
genérica democracia sustancial, fruto de la igualdad impuesta por la re-
volución y, por último, en la prevalencia de un imaginario ético no prag-
mático, fundado en la fe y la voluntad más que en la razón y la convic-
ción, aspectos ya observados en los populismos y a su vez herederos de la
antigua concepción social organicista en su esencia holística. Con respec-
to a este último término, complejo, se aplica porque explica mejor que
otros la recurrente pulsión, tan intensa en la historia política e intelectual
latinoamericana, a concebir el orden social como una totalidad, esto es,
como un conjunto superior a las partes (en este caso los individuos), que
son por lo tanto sacrificables, ya sea en nombre de la revolución que pu-
rificaría aquel orden, o en el de la contrarrevolución, que expulsaría el
virus revolucionario. A tal punto era concebido de este modo que aquella
pulsión antigua, pero de profundos orígenes, es rastreable tanto en las
corrientes revolucionarias como en las contrarrevolucionarias.
Típico en tal sentido fue el guevarismo, es decir, la corriente marxista
que, inspirándose en el Che Guevara, tuvo incidencia en buena parte
de la región y que, más que cualquier otra, encarnó la vía latinoameri-
cana a la revolución. Dicha corriente era distinta tanto del marxismo
científico soviético como del marxismo rural chino, con el que sin em-
bargo tenía mayor afinidad; se encontraba mucho más lejos aún de los
socialismos en boga en Yugoslavia, Albania o en los partidos comunis-
tas de Europa occidental o de la propia América Latina. Sin embargo,
lo que de hecho la distinguió de la ortodoxia marxista no fueron sus
elementos fundamentales (la socialización de los medios de produc-
ción, la planificación económica, la dictadura del proletariado, el an-
tiimperialismo, etcétera), que Guevara compartió y profesó, acusando
al régimen soviético de haberlos traicionado o desnaturalizado, sino
la apelación a la ética y a la voluntad como principales motores de la
revolución, para superar las limitaciones impuestas por la realidad y la
razón. Todo esto hizo de él el apóstol del hombre nuevo, un hombre
que la revolución purificaba de egoísmos e imperfecciones, no distinto
de aquel, redimido del pecado y la esclavitud de las pasiones, caro a
la tradición cristiana. El propio Guevara y su sacrificio (su muerte en
combate) se convirtieron en el más sólido trait d'union simbólico entre
marxistas y católicos, cuyo encuentro fue por entonces tan frecuente e
176 Historia de América Latina

intenso que impregnó el panorama ideológico de la época. Un encuen-


tro por lo demás inherente al cruce genérico entre el nacionalismo (del
cual el catolicismo era el más sólido baluarte ideal) y el marxismo.
Múltiples ideologías de origen marxista y nacionalista hallaron nu-
merosos puntos de contacto en el boom de la sociología yen su enorme
influencia en América Latina, ejercida de modo directo e indirecto a
través de los sociólogos católicos o marxistas de Europa y los Estados
Unidos. A la par de la teoría de la dependencia y de la distinción entre
democracia formal y democracia sustancial que pobló por entonces la
vulgata revolucionaria, el auge de la sociología validó la firme convic-
ción de ambas corrientes de que el mal y las soluciones de los conflictos
y las injusticias que plagaban América Latina residían en las estructuras
sociales y que las instituciones eran meras superestructuras, apenas un
reflejo de las relaciones de dominación social. Esto fue así a tal punto
que el lenguaje del estructuralismo, tan familiar para los intelectuales
marxistas, imbuía incluso los documentos de la iglesia, que denunció,
a través del Episcopado Latinoamericano, reunido en el Consejo Epis-
copal Latinoamericano (CELAM) , las injusticias estructurales de las so-
ciedades de la región.

Una iglesia quebrada

Las convulsiones que sacudieron a la iglesia y el catolicismo de América


Latina entre los años sesenta y los ochenta son un factor clave para com-
prender el panorama político e ideológico, así como las más profundas
fibras y los perdurables traumas. Los elementos que las provocaron fue-
ron varios, comenzando por los conflictos originados por la moderni-
zación, la cual, al sacar a la superficie las violentas grietas sociales de la
región, interpelaba a la iglesia, que por su unidad y armonía se había
erigido siempre en mentora y defensora de los débiles. Esta época de
grandes cambios tampoco dejaba indemne a la institución: ya sea por-
que la secularización, de especial incidencia en los centros urbanos, la
obligaba a repensar los métodos de apostolado y las relaciones con las
diversas clases, o porque las convulsiones sociales ponían en crisis la
vida eterna, es decir, la relación de la jerarquía con los fieles y con el
propio clero.
El Concilio Vaticano II, realizado en Roma entre 1962 y 1965, vino
a catalizar los cambios en curso; de hecho, fue un poderoso detonante
para las transformaciones en este continente católico. La población,
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 177

los gobiernos e incluso las iglesias de América Latina fueron dándose


cuenta de su importancia, lo que no quita que alentase una imponente
agitación entre los católicos y, por reacción, en los sectores e institucio-
nes que concebían a la iglesia como el baluarte del orden. En 1968, fue
seguido por el gran estrépito que causaron los documentos aprobados
por el CELAM en la asamblea de Medellín, los cuales, de lenguaje iné-
dito y tono radical (en especial en materia social), tuvieron un enorme
impacto sobre los estados y las sociedades de la región. Finalizado el
Concilio, buena parte del clero latinoamericano confluyó en la ola de
renovación planteada por aquel, tratando de quebrar la obstinada re-
sistencia de las jerarquías eclesiásticas. Se trataba de jóvenes prelados
imbuidos de estudios sociológicos o de religiosos movilizados por el
contacto cotidiano con ambientes obreros y estudiantiles, o en condi-
ciones sociales intolerables.
La edad de oro de la révanche católica contra el liberalismo había
quedado atrás en estas sociedades a las que el rápido crecimiento de
la industria les confería un perfil de masas y en las cuales se extendía
la influencia de ideologías extrañas al catolicismo. En este marco, los
métodos de evangelización y los sistemas clericales eficaces treinta años
antes resultaban inadecuados. Como en Europa, muchos sacerdotes y
laicos hicieron propia la perspectiva clasista y la crítica social aprendida
en las fábricas, en las que desarrollaban su apostolado y donde la voz de
la iglesia sonaba lejana. Sin embargo, estas experiencias se toparon con
la censura de las autoridades eclesiásticas, quienes comprendieron la
creciente demanda de reformas tanto sociales como eclesiásticas, aun-
que en ciertos países (como Colombia y la Argentina) más que en otros
(como Brasil y Chile). Así, el Concilio legitimó en buena medida los
cambios, otorgando un nuevo rol allaicado católico y compartiendo el
espíritu de muchas iniciativas sociales anteriormente consideradas casi
como herejías, lo cual no anuló la resistencia ni detuvo la radicaliza-
ción del catolicismo progresista. Más aún, la iglesia se halló a menudo
dividida entre ambas trincheras en la guerra ideológica y política en
curso. No obstante, para comprender el impacto del Concilio en Amé-
rica Latina es preciso considerar también el trasfondo internacional
contra el que se recorta. El clima creado en la región por la revolución
cubana y la tendencia de los Estados Unidos a no ahorrar esfuerzos en
el combate contra el comunismo dieron un renovado vigor al nunca
domesticado antiimperialismo católico, el cual tenía profundas raíces y
no había aceptado jamás la alianza anticomunista de la Santa Sede con
los Estados Unidos, que veían al comunismo como la única amenaza
178 Historia de América Latina

que incumbía a América Latina, y que no dejó de encontrar un terreno


fértil común con el marxismo en la asidua búsqueda de una vía latinoa-
mericana al socialismo.
En realidad, no puede decirse que los religiosos progresistas repre-
sentasen la mayoría del clero; tampoco todos concebían la renovación
del mismo modo: los había más radicales, más moderados, más políti-
cos o más espirituales. Pero su impulso reformador creció en sintonía
con el que se ocultaba en aquellas sociedades en transición, a tal punto
que impregnaba los documentos del episcopado continental. Se produ-
jeron así documentos que, hasta fines de los años setenta, es decir, hasta
que comenzó a manifestarse la reacción de la Santa Sede y del clero
moderado, revelaron una peculiar y selectiva lectura de la renovación
conciliar. Se trató de una lectura latinoamericana, en la que la cuestión
social era preponderante y la denuncia de las injusticias se acoplaba a
soluciones radicales y, en los casos más extremos, a la justificación de
la violencia revolucionaria, que algunos religiosos eligieron sostener y
practicar, como el caso extremo de Camilo Torres, el sacerdote colom-
biano muerto en combate en 1966.

Camilo Torres. Fotografía de Hernando Sánchez.

En ese contexto nació la Teología de la Liberación, en la que la refuta-


ción del orden social y la condena del capitalismo se hizo más dura, la
deuda con las ciencias sociales más directa, el recurso a la crítica marxis-
ta más abierto y el enlace entre teología y praxis más orgánico. Muchos
de sus seguidores asumieron la búsqueda de justicia social como una
cruzada revolucionaria imprescindible para fundar un orden terrenal
coherente con el del Evangelio. En cambio, mucha menos atención
prestó el clero latinoamericano a los ejes de la actualización conciliar,
Los años sesenta y setenta (I). El ciclo revolucionario 179

como los relativos a la libertad religiosa, el ecumenismo y la democracia


política, es decir, aquellos que mejor ilustraban la apertura del diálogo
entre la iglesia y el mundo moderno. Al énfasis en la creación de una
sociedad justa y desprovista de opresiones no correspondió sin embar-
go una reflexión equivalente sobre la democracia y el pluralismo, temas
prácticamente ausentes del panorama ideológico de la época.
La onda expansiva de la renovación católica abrió una etapa de dra-
máticos conflictos en la iglesia y en la sociedad latinoamericanas. Se tra-
taba de conflictos doctrinarios, en los cuales el clero conservador acusó
a los renovadores de renegar de la misión sobrenatural de la iglesia
identificándola con una particular clase social (el proletariado) o con
una ideología. Vulgarizada, esta acusación se tradujo a menudo en la
de prestar colaboración a la subversión marxista, abriéndole la puerta
a feroces represiones, de las que muchos sacerdotes y militantes fueron
VÍctimas en los años setenta. También se produjeron conflictos discipli-
narios que, sumados a los rápidos cambios en las costumbres sociales,
se reflejaron en el fulminante incremento del abandono del sacerdocio
yen la caída de las vocaciones eclesiásticas; conflictos políticos e ideo-
lógicos, en fin, que trascendieron el terreno religioso e invistieron el
ámbito social y político. Todo ello se reveló inevitable, dado el poder
y enraizamiento social de la iglesia y la profesión de catolicidad de la
mayor parte de los regímenes políticos, que se vieron conmovidos en
sus fundamentos cuando la controversia se manifestó en forma radical
y masiva en el propio seno de la institución católica.

La Teología de la Liberación
Producto original de la reflexión teológica de un sector del clero latinoa-
mericano, la Teología de la Liberación tuvo sus raíces en la puesta al día
eclesial promovida por el Concilio Vaticano" y luego por la " Conferencia
del Episcopado Latinoamericano, realizada en Medellín en 1968, que
conjugó el esfuerzo de adaptar las enseñanzas conciliares a la realidad
continental, con el fermento social e ideológico de la época. En los
debates de Medellín se inspiró Gustavo Gutiérrez, el teólogo peruano que
la pergeñó y le dio nombre. A pesar de que se trataba de una corriente
bastante heterogénea, presentaba ciertas constantes. Ante todo, la
opción preferencial por los pobres, es decir, la determinación de la
dimensión social como terreno de la evangelización, que se realizaría
promoviendo la liberación del hombre de las estructuras sociales opreso-
180 Historia de América Latina

ras. En tal perspectiva, los teólogos de la liberación se propusieron


concientizar a los sectores populares sobre las injusticias s~ciales, en el
seno de las comunidades eclesiales de base, a través de pequeños
círculos en los que la lectura de la Biblia era el instrumento para interpre-
tar la realidad cotidiana, los que se difundieron ampliamente en los años
setenta y ochenta, en especial en Brasil, Chile, Perú y América Central. Se
trataba una teología fundada en la praxis, es decir, en la acción social,
respecto de la cual el clero desarrollaba no tanto una acción pastoral, sino
más bien una obra de organización y guía intelectual. Esto la indujo al
rechazo de la tradicional distinción teológica entre la esfera natural y
sobrenatural, ya emplear las categorías analíticas caras a la teoría de la
dependencia y el marxismo. Antiliberales en el plano ideológico y anticapi-
talistas en lo económico, los teólogos de la liberación invocaron en
algunos casos la revolución social, pero en general se atuvieron a un rol
de testimonio y estímulo de las reivindicaciones populares. Sobre los
aspectos más radicales de la Teología de la Liberación se abatió finalmen-
te, entre los años ochenta y noventa, la censura pontificia, preocupada
por la heterodoxia doctrinaria y la vena antijerárquica que introducían en el
seno de la iglesia. 4IIT

La Alianza para el Progreso y el fracaso del reformismo

Atrapado entre los extremos opuestos de la vía revolucionaria y la reac-


ción contrarrevolucionaria, el reformismo fracasó en América Latina.
Del mismo modo, fallaron los sujetos que en otras partes eran protago-
nistas: desde los sectores medios legalistas hasta el catolicismo demo-
crático, desde el socialismo reformista hasta los militares profesionales.
Sin embargo, a su existencia y crecimiento apostó el presidente John F.
Kennedy al entrar en la Casa Blanca en 1961, quien lanzó el más am-
bicioso proyecto de cooperación con América Latina concebido en los
Estados Unidos: la Alianza para el Progreso, presentada como un plan
Marshall para la región. Era lo que se esperaba después de la guerra,
pero que nunca había llegado; sin embargo, en sustancia fracasó.
Las preguntas al respecto son múltiples: ¿por qué Kennedy lanzó ese
plan; cuáles fueron sus premisas teóricas y objetivos? ¿Por qué fracasó?
Las razones que indujeron al joven presidente estadounidense a anun-
ciarla fueron varias. En principio, contó el imperativo impuesto por la
Guerra Fría y la Doctrina Monroe, de prevenir el nacimiento de una
"nueva Cuba", es decir, de regímenes comunistas en el área, cosa que
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 181

la Alianza para el Progreso se proponía lograr promoviendo el desa-


rrollo y el mejoramiento de las condiciones de vida, lo cual se llevaría
a cabo por medio de una cuidadosa estrategia contrarrevolucionaria.
Ello no obsta que el detallado plan de financiamiento y reformas so-
ciales propuesto a los países latinoamericanos correspondiese también
al genuino espíritu reformador de Kennedy y al proyecto de regenerar
el liderazgo político y moral de los Estados Unidos, bosquejado en la
región durante los años cincuenta.
El espíritu de la Alianza se basaba en la teoría de la modernización,
a cuyos principales exponentes debía su inspiración y elaboración, co-
menzando por Walt W. Rostow. Se trataba de una teoría que, partiendo
de la identificación de las etapas del desarrollo social en los países más
avanzados, se proponía estimular su reproducción en los de la periferia,
en este caso, en América Latina. Dicho enfoque fue objeto de duras
críticas por parte de los teóricos de la dependencia, para quienes la es-
tructura misma de las relaciones entre centro y periferia impedía a esta
última replicar el camino recorrido por el primero. En cambio, los teó-
ricos de la modernización sostenían que nada impedía a los países de
la periferia -si eran ayudados y encaminados- emprender un virtuoso
proceso de desarrollo, que no estaría privado de violentas desgarradu-
ras, pero cuyos frutos superarían largamente los sacrificios. Se concebía
entonces un proceso orgánico, no limitado a la esfera económica, sino
antes bien dirigido a crear las condiciones sociales favorables a la de-
mocracia política. Las ingentes ayudas económicas habrían estado des-
tinadas a activarlo, permitiendo el despegue del desarrollo industrial
en la región, que a su vez era causa de radicales cambios sociales y del
crecimiento de las clases medias, las cuales habían reducido la enorme
distancia entre la cima y la base de la pirámide social latinoamericana,
otorgando equilibrio y estabilidad a estas sociedades, presa de crónicas
convulsiones. Se entendía entonces que dichas sociedades, con un me-
jor pasar y guiadas por el innato espíritu democrático de los sectores
medios, acabarían fundando democracias sólidas y, por lo tanto, fieles
a Occidente ante el desafío global del comunismo.
En concreto, la Alianza para el Progreso consistía en un conspicuo
paquete de ayudas e inversiones económicas cercanas a los 20 000 mi-
llones de dólares, a realizarse a lo largo de una década. Sin embargo, su
caudal y objetivos trascendían en gran medida el ámbito económico, a
tal punto que, así como fue objeto de las críticas de marxistas y estruc-
turalistas, lo fue también de liberales y conservadores, contrarios tanto
al papel activo que el gobierno de los Estados Unidos y los de América
182 Historia de América Latina

Latina estaban llamados a desarrollar, como a las medidas que intenta-


ba promover, cuyo efecto habría sido el incremento del rol del estado
en las economías locales. A la cabeza de esas medidas se destacaban la
reforma agraria y fiscal, créditos para la industria, urgentes inversiones
públicas en el campo sanitario y educativo para reducir la brecha entre
clases y sectores sociales, etcétera, todo con el objetivo de obtener un
crecimiento promedio del 2,5% anual para los años sesenta y mejorar
los más importantes indicadores sociales, en forma sustancial y cuantifi-
cable en los precisos gráficos de la Alianza.
Sin embargo, la Alianza para el Progreso fracasó. Sobre ello no hay
dudas, aunque acerca de la responsabilidad de dicho fracaso existen
variadas versiones. Algunas de ellas acusan a Lyndon B. Johnson -quien
sustituyó a Kennedy después de su asesinato en 1963- de haber traicio-
nado su espíritu, mientras otras extienden el juicio a su recorrido ente-
ro y a sus premisas erradas. No obstante, es preciso señalar que obtuvo
algunos resultados, en particular en el campo educacional y sanitario,
donde en cualquier caso sus éxitos se vieron en gran medida frustrados
por el rápido crecimiento demográfico de la población latinoamerica-
na. En cuanto al crecimiento económico, si bien efectivo, no fue ni tan
veloz ni tan vigoroso como se esperaba. En lo que respecta a la refor-
ma agraria y fiscal, que debía servir para crear condiciones de mayor
equidad social, se encontraron en la mayor parte de los casos con la
resistencia de los potentados locales y la ineficacia administrativa de
los gobiernos latinoamericanos, por lo que el resultado fue en general
decepcionante. Donde más se evidencia el fracaso de sus ambiciosos
objetivos es en el hecho de que los sectores medios actuaron tal como
los teóricos de la modernización habían previsto, puesto que, asustados
por las movilizaciones de la clase obrera y el crecimiento del subproleta-
riado, tendieron a privilegiar el orden a la democracia y a sostener a los
nuevos regímenes autoritarios; en este contexto, la democracia política
no se amplió y pronto fue eliminada en gran parte de la región.
Volvamos entonces a la pregunta inicial: ¿por qué fracasó la Alianza
para el Progreso? De hipótesis y explicaciones está colmada la histo-
riografía. Para algunos, los fondos disponibles no eran equivalentes a
las ambiciones, y además fueron empleados para saldar viejas deudas.
Para otros, desde un principio estaba errado el diagnóstico acerca del
comportamiento de los sectores medios, los cuales, por posición social
y composición étnica, tenderían a hacer frente común con la elite ame-
nazada por el ascenso de las masas. Otros han observado que el paralelo
con el plan Marshall era engañoso, ya que lo ocurrido en Europa no
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 183

era posible aquí: mientras que los países europeos habían atravesado
la democracia y la industrialización, estos eran procesos a'ln pendien-
tes en las naciones latinoamericanas, portadoras de constantes tensio-
nes. Otros han observado que Kennedy precisaba un tipo específico de
aliados para dar cabida a su proyecto: hombres y partidos reformistas
y democráticos, anticomunistas pero no conservadores, de los que ca-
recía mayormente el continente, salvando algunas excepciones, como
el venezolano Rómulo Betancourt y el chileno Eduardo Frei, a cuyas
elecciones en 1964 los Estados Unidos dieron un gran apoyo. Esta au-
sencia acabó por hacer depender la suerte de la Alianza del apoyo de
gobiernos a menudo dispuestos a usar el anticomunismo como arma
para combatir la movilización social, con el resultado de daíi.ar a la
población.
Por último, también se ha focalizado la atención sobre las contra-
dicciones estadounidenses. En efecto, los Estados Unidos no habían
considerado un deber el hecho de que el cambio social que intentaban
promover sucediera en un contexto de paz social y política, porque
cuando advirtieron que las reformas eran fuente de peligrosa inestabili-
dad, antepusieron el imperativo de la seguridad al precio de renunciar
a las ambiciones de la Alianza. Eso se puso de manifiesto en 1964 con la
Doctrina Mann, con la cual el gobierno de Washington identificó el an-
ticomunismo y el crecimiento económico como su prioridad en Améri-
ca Latina, por sobre la democracia política y las reformas sociales. Por
último, es lícito afirmar que el fracaso de la Alianza para el Progreso se
debió también a ambiciones excesivas y a la sobrevaloración del poder
estadounidense para operar sobre la historia latinoamericana.

El Chile de Salvador Allende

En septiembre de 1970, el socialista Salvador Allende fue electo pre-


sidente de Chile al frente de una coalición llamada Unidad Popular,
compuesta de partidos en su mayoría marxistas -aunque también en
parte "burgueses"-, entre los cuales se contaba el Partido Comunista
Chileno. Tres aíi.os después fue destituido e inducido a suicidio por un
violento golpe de estado conducido por el general Augusto Pinochet,
que dio curso a una brutal represión e instauró una larga dictadura.
La historia de aquellos tres años hizo de Chile el mayor emblema del
punto muerto entre revolución y contrarrevolución, y de su resultado
trágico, pero también ocupó durante mucho tiempo el centro de la
184 Historia de América Latina

atención mundial, encarnando esperanzas y temores. Varios fueron los


factores que concurrieron a hacer del gobierno de la Unidad Popular
un caso mundial. El primero y más evidente era que por primera vez un
gobierno marxista nacía por la vía electoral y afirmaba querer construir
el socialismo con métodos democráticos, lo cual volvía a Chile un caso
único, distinto de todos aquellos en los que el modelo socialista se ha-
bía impuesto con la revolución, como la Unión Soviética, Europa orien-
tal, China y Cuba. Se trataba de un caso que ponía a todos, amigos y
enemigos, ante un desafío teórico y práctico de enormes dimensiones.
El segundo factor a tener en cuenta como un desafío radical era que
Chile se destacaba por su antigua y sólida democracia. Era, por lo tanto,
uno de los países menos sensibles a las sirenas del comunismo, cuya
capacidad de conquistar el gobierno de modo legal era percibida como
un terremoto. El tercer motivo es que el éxito de Allende en un país
democrático del hemisferio occidental era en sí mismo una delicada
crisis en el marco de la Guerra Fría. Su victoria en un país de régimen
político por tantos motivos similar al de algunos países europeos, Italia
en primer término, y por lo demás buque insignia de la Alianza para
el Progreso en los años sesenta, fue un shock para los Estados Unidos,
que no sólo lo vieron como una afrenta a su liderazgo y un excelente
instrumento propagandístico para los soviéticos, sino también como el
potencial detonante de un efecto dominó capaz de extender su influen-
cia a Europa. Tanto es así que Richard Nixon, quien llegó a la Casa
Blanca en 1969, se decidió desde el principio a acabar con él, por las
buenas o por las malas.
¿Qué había llevado a Allende a la victoria electoral? Hubo causas so-
ciales y políticas. En principio, Chile es el ejemplo típico de cómo las
transformaciones sociales se habían llevado a cabo con excesiva rapi-
dez. Crecimiento demográfico, escolarización, urbanización y todos los
otros fenómenos ya indicados cambiaron de hecho con gran velocidad
el panorama social del país, aunque el esfuerzo del gobierno demo-
cristiano de Eduardo Frei, entre 1964 y 1970, a través de la reforma
agraria y las ambiciosas reformas escolar y urbanística, no obtuvieran
los efectos esperados. A los conservadores les pareció demasiado audaz
ya la izquierda demasiado tímido. La víspera de las elecciones de 1970,
el partido de Frei no sólo había perdido el apoyo de los católicos más
radicalizados, que se pasaron a la coalición de Allende, sino que se vio
constreñido al centro de un sistema político dividido en tres partes, a
la cabeza de las cuales emergió precisamente Allende, aunque con el
36,3% de los votos y, por ende, sin mayoría en el Parlamento. La esci-
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 185

sión entre la derecha y el centro fue crucial para su victoria, así como su
acuerdo se revelaría decisivo para su caída.

Salvador Allende en el Palacio de la Moneda, casa de gobierno, una vez


electo presidente de Chile.

En cuanto al gobierno de Allende en sí, sus medidas fueron las típicas


de los gobiernos socialistas, aunque eran llevadas a cabo en un clima
de efervescencia revolucionaria y grandes movilizaciones que lo volvían
aún más amenazador a los ojos de la oposición. Además de nacionalizar
el cobre (la reserva clave del país) con el voto de todos los partidos, el
gobierno de la Unidad Popular llevó a cabo una radical reforma agra-
ria, tomó el control de numerosas industrias y nacionalizó el sistema
financiero, le imprimió un impuls~ a la economía mediante el crédito
y el gasto público, y sostuvo las reivindicaciones salariales de los trabaja-
dores. ¿Qué causó, por tanto, la crisis y el violento colapso? Las razones
fueron variadas y tampoco hay consenso entre los historiadores acerca
del peso de cada una de ellas. De hecho, la caída de Allende dividió a
Chile y al mundo tanto como los divide aún hoy la memoria de aque-
llo que lo causó. Entre otros, pesaron factores exógenos. Los Estados
Unidos hicieron todo lo posible para impedirle a Allende asumir la
presidencia en 1970, tanto por la vía constitucional como a través de un
camino violento y secreto. No obstante, fracasaron al no obtener el apo-
186 Historia de América Latina

yo de la Democracia Cristiana ni de las fuerzas armadas chilenas, que


permanecieron fieles a la Constitución. Entonces, el gobierno de Wash-
ington adoptó una política de boicot al gobierno de Allende y de sostén
financiero a sus opositores, con efectos importantes pero no decisivos.
Aquí entran a jugar factores endógenos, sin los cuales la hostilidad
de Washington no habría producido los efectos deseados. Entre ellos
tuvieron especial peso los económicos. La política económica de Allen-
de estimuló en el primer año un enorme crecimiento, aunque pronto
se mostró insostenible. Como ya había sucedido con la economía de
los populismos, la inflación se elevó y el gobierno se vio compelido a
importar cada vez más bienes para satisfacer la creciente demanda. En
poco tiempo, la balanza comercial y la solvencia financiera de Chile
colapsaron y la economía se precipitó en el caos: comenzaron a faltar
bienes de primera necesidad y se propagó el mercado negro. Esto no
hizo más que echar combustible a los ya encendidos conflictos sociales
que minaban el país y que estimularon el ansia de reacción social de la
burguesía y de buena parte de los sectores medios chilenos. Mineros,
transportistas, amas de casa y numerosos sectores, algunos próximos al
gobierno y otros en las antípodas, organizaron huelgas y protestas cada
vez más exaltadas.
Finalmente, las causas políticas fueron las que dieron el peor golpe
al gobierno, y esto fue así en dos sentidos. En primer lugar, la coalición
de Allende se mostró dividida entre quienes presionaban por acelerar
la transición al socialismo forzando el orden constitucional y los que,
por el contrario, consideraban prudente proceder por la vía legal para
no exponerse a una reacción violenta. No se obtuvo ni lo uno ni lo otro,
y se empujó a la oposición a unirse contra un gobierno que hacía uso
intenso de la retórica revolucionaria. En segundo lugar, la derecha con-
servadora y el centro democristiano, antes divididos, unieron sus votos
en el Parlamento con la creencia de que el gobierno estaba violando la
Constitución y llevando a Chile hacia el comunismo, hasta dejarlo en
minoría denunciando la inconstitucionalidad, lo cual allanó el camino
para lo que los militares se habían negado a hacer tres años antes, pero
que ahora contaba con un amplio apoyo: el violento golpe de estado
del 11 de septiembre de 1973.
9. los años sesenta y setenta {lO
El ciclo contrarrevolucionario

En América Latina, la oleada revolucionaria de los años sesenta


y setenta fue sofocada por una violenta oleada contrarrevolu-
cionaria, de gran envergadura, que condujo al nacimiento de
numerosos regímenes militares, incluso en países de sólida tra-
dición democrática. La Guerra Fría (y la Doctrina de la Seguri-
dad Nacional, su fruto) funcionó como legitimación de la acción
militar, que se injertó en la ya consolidada cepa del militarismo
latinoamericano. Quienes tomaron el poder por la fuerza no se
limitaron a restablecer el orden, sino que se propusieron desba-
ratar la coalición populista y transformar la estructura económi-
ca de los respectivos países, favoreciendo la acumulación del
capital necesario para el despegue industrial. Fueron regímenes
a veces tan largos que, a partir de los años setenta, se caracte-
rizaron no tanto por el elevado grado de represión indiscrimina-
da, sino por la decisión de dejar atrás el modelo desarrollista e
invocar las reformas neoliberales.

La era de la contrarrevolución

Colmados de vientos revolucionarios, los años sesenta y seten-


ta también estuvieron azotados por los vientos de la contrarrevolución,
que sostenía que la única manera de detener la revolución era una solu-
ción drástica y definitiva (es decir, revolucionaria). Esto fue así a punto
tal que los regímenes militares que asolaron la región en la segunda
mitad de los años setenta se denominaron a sí mismos "revoluciones".
No obstante, resulta evidente que no todos los gobiernos autoritarios
de la época fueron iguales, ni unívocas sus causas y fundamentos. Sus
diversos niveles de desarrollo o la gravitación que ejercían los Estados
Unidos en sus equilibrios internos -en el contexto de la Guerra FrÍa-
incidieron en profundidad sobre las formas y modalidades de gobier-
188 Historia de América Latina

no. Se trataba, en particular, de autocracias personalistas (como la de


la familia Somoza en Nicaragua y el general Alfredo Stroessner en Para-
guay), que mantuvieron el poder y afrontaron el desafío del cambio so-
cial empleando, por un lado, una fachada constitucional y cierta dosis
de paternalismo social, y por otro lado, la represión.
No obstante, en América Central (en especial en Panamá y El Salva-
dor), o en el área andina (Perú, Bolivia y Ecuador), diversos tipos de
autoritarismo se alternaron y combatieron entre sí: un autoritarismo
nacional y populista, y uno más tradicional, guardián del orden social
y fiel a la causa occidental en la Guerra Fría. En aquellos países en vía
de rápida transformación, en los cuales algún movimiento o régimen
populista se había afirmado con anterioridad, las fuerzas armadas
-dueñas del campo ante la fragilidad de las instituciones represen-
tativas- a menudo se hallaban divididas acerca de la forma de lograr
sus principales objetivos: la seguridad y el desarrollo. Para algunas de
ellas, no había seguridad sin desarrollo, por lo cual la prioridad era
llevar a cabo reformas sociales incisivas que permitieran integrar a las
masas. Para otros sectores militares era impensable el desarrollo en
tanto no se hubiera impuesto el orden, a fin de permitir el despegue
de la producción y la necesaria acumulación de capital. No es casual
que gran parte de estos países viviera entonces una larga etapa auto-
ritaria, aunque atravesada de una inestabilidad crónica, en la medida
en que los golpes se sucedían y las diversas facciones militares se susti-
tuían unas a otras. Algo así ocurrió en Bolivia, donde los oficiales con-
servadores derrocaron en 1971 al general populista Juan José Torres
e impusieron una dictadura brutal; o en Perú en 1975, donde los ofi-
ciales moderados destituyeron a los populistas de Velazco Alvarado,
entre otras asonadas.
Mientras en México el régimen que giraba en torno al PRI se man-
tenía firme, sin intervención militar, y afrontaba los nuevos desafíos
sociales (por un lado, con la represión de la policía, y por otro, alentan-
do nuevamente la parafernalia populista), en los demás países grandes
y desarrollados de la región se impuso una larga cadena de interven-
ciones militares, inaugurando un nuevo autoritarismo, fundador de
regímenes caracterizados como burocrático-autoritarios. Se conformó
entonces una cadena que invistió no sólo a Brasil y la Argentina, don-
de los militares ya habían invadido la arena política en el pasado, sino
también a Chile y a Uruguay, la democracia hasta entonces más sólida
del continente. Es así que quedaron en pie sólo unas pocas: la de Costa
Rica, donde el ejército había sido abolido en 1948 tras una guerra civil,
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionario 189

y otras, que se sostuvieron más allá de sus evidentes problemas, como


las de Colombia y Venezuela.

Representante del llamado "socialismo militar" latinoamericano, Juan


Francisco Velasco Alvarado ocupó la presidencia de facto de Perú entre
1968 y 1975. El autodenominado Gobierno Revolucionario de las Fuerzas
Armadas impulsó medidas como la reforma agraria, la reforma empre-
sarial y las reformas minera y pesquera, por las que expropió y estatizó
importantes sectores de la economía peruana.

¿Dónde, cuándo y por qué se manifestó este nuevo autoritarismo? El


primero y más largo de dichos regímenes fue el que se instauró en Brasil
en 1964, que se institucionalizó y se prolongó, si graves crisis políticas,
hasta 1985. Distinto fue el caso de la Argentina, donde un primer régi-
men, instalado en 1966 bajo la guía del general Onganía, no alcanzó a
consolidarse -doblegado por la reacción de la oposición y las divisiones
de los militares-, hasta el punto de verse forzado a abrirle las puertas a
su peor enemigo: Juan Domingo Perón, quien retornó triunfante a la
patria y venció en las elecciones presidenciales de 1973. Sin embargo,
pronto las diversas facciones del peronismo se debatieron entre ellas
y confrontaron con la tercera mujer de Perón, María Estela Martínez
(Isabel Perón), quien arribó al poder tras la muerte de su marido (el 1 o
de julio de 1974), pero se mostró incapaz de gobernar. Poco después,
el 24 marzo de 1976, el poder cayó nuevamente en manos de las fuerzas
190 Historia de América Latina

armadas, las cuales arrasaron toda forma de oposición, aunque fallaron


en su intento de consolidar el régimen, que colapsó debido a los resul-
tados económicos adversos, las divisiones en el ejército y la derrota en
la guerra de Malvinas en 1982. A su vez, de 1973 datan los dos golpes
de estado en que desembocaron las largas crisis de Uruguay y Chile,
punto de partida de los regímenes militares que se prolongaron hasta
1985 y 1989 respectivamente. El golpe en Uruguay llegó como culmi-
nación de un prolongado conflicto social y armado, y de la paralela
militarización del estado. El golpe en Chile fue el traumático punto de
inicio de una larga dictadura, en la que el poder personal del general
Pinochet se consolidó y comenzó, con las fuerzas armadas concertadas
con las tecnocracias civiles, una recuperación económica que inauguró
en América Latina la vía de las reformas neoliberales (un camino a lo
largo del cual marcharía con el tiempo el resto de los países, con distin-
tas modalidades).

Henry Kissinger (a la izquierda) junto al general Augusto Pinochet (de


frente), junio de 1976. Reuters.

¿Pero qué tenía de "nuevo" aquel autoritarismo, en particular en un


continente que había visto tantos? Lo que se verá a continuación acer-
ca de sus fundamentos sociales, los modelos económicos en los que se
inspiró y sobre su ideología lo aclarará mejor. Por ahora, basta obser-
var la intensidad del impulso "revolucionario" de las fuerzas armadas
(aunque menos de lo que parecía a primera vista), es decir, su ambi-
ción de regenerar la nación, y la determinación con la que tendieron
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionario 191

a hacerse cargo del poder como institución, repartiéndoselo entre las


diversas armas o delegándolo en un alto oficial sobre el que trataban
de ejercer el control. En tal sentido, a menudo se ha hablado de re-
gímenes militares institucionales, que en realidad se erigían en guar-
dianes de la cohesión política y la unidad ideológica de la comunidad
nacional. Guardianes de naciones entendidas como organismos, a los
que se creían llamados a mantener en armonía y equilibrio, erradi-
cando las que juzgaban como causas remotas de la inestabilidad po-
lítica, la agitación social y el subdesarrollo político; en suma, de sus
divisiones. En ese sentido, se trataba de causas que, para las fuerzas
armadas, abrevaban en el comunismo, es decir, en las fuerzas sociales,
en los modelos económicos y en las orientaciones ideológicas de las
cuales se nutría la mezcla entre marxismo y nacionalismo que crecía
entonces en la región y contra la cual desencadenaron su violencia.
No es casual que los países en los que se establecieron estos regíme-
nes fueran también aquellos en los que más fuertes y profundas ha-
bían sido las raíces del populismo, como la Argentina y Brasil, o don-
de por primera vez parecía posible lanzar el socialismo, como Chile y
Uruguay. Al respecto, la percepción de la amenaza que representaban
dichas corrientes para la alianza con Occidente y para la economía ca-
pitalista influyó en la naturaleza misma de estos regímenes. De hecho,
en los años sesenta fueron, en proporción, menos violentos y estuvie-
ron mejor dispuestos hacia los pilares económicos del desarrollismo;
en cambio, durante los años setenta se volvieron violentos hasta el
límite del terrorismo de estado y cambiaron radicalmente el modelo
económico, inclinándose hacia el neoliberalismo, como respuesta a
una amenaza que consideraron grave e inminente, y a la que se pro-
pusieron extirpar de raíz.
Un régimen militar típico fue el surgido en la Argentina en marzo
de 1976, cuando el gobierno de Isabel Perón se derrumbó víctima de
sus contradicciones internas y de su incapacidad para frenar tanto la
incontrolable espiral inflacionaria como la oleada terrorista que barría
el país, desgarrado por los atentados cometidos por la Alianza Antico-
munista Argentina (AAA), un grupo paramilitar de extrema derecha,
por un lado, y por el otro, por los Montoneros, la guerrilla peronista
que invocaba el socialismo nacional. En este marco, cuando las fuerzas
armadas tomaron el poder, no sólo no suscitaron protestas sino que a
muchos argentinos, en particular a los sectores medios, cansados de
tantos años de violencia y retórica revolucionaria, les pareció natural,
cuando no deseable. Ese consenso implícito y el clima de terror que
192 Historia de América Latina

reinaba en el país convencieron a las fuerzas armadas de que eran lo


bastante fuertes y legítimas para erradicar las raíces de la denominada
"subversión" de una vez y para siempre, sin reparar en los modos. Para
ello, los militares argentinos buscaron evitar el aislamiento internacio-
nal y recurrieron a una masiva represión clandestina, que involucraba
la desaparición de personas, secuestradas de sus casas por la noche, en-
cerradas en lugares secretos de detención, torturadas al extremo y por
lo general asesinadas, tras lo cual hacían desaparecer los cuerpos. Fuera
de toda norma y control legal, la represión se abatió a diestra y siniestra,
ya la violencia política se unió no pocas veces la violencia privada, todo
dentro de una apariencia de normalidad, cuyo punto cúlmine fue la
realización pacífica en la Argentina del campeonato mundial de fútbol
de 1978.
De hecho, la represión era la mayor argamasa entre las diversas fac-
ciones de las fuerzas armadas y el orden restaurado a hierro y fuego era
el único "éxito" que podían proclamar a los ojos de la población, ante
la cual no podían exhibir logros económicos como los que detentaban
el régimen brasileño y, en parte, el chileno. Finalizada la fase más inten-
sa de la represión, reaparecieron con fuerza las ;antiguas fracturas que
minaban a las fuerzas armadas argentinas, tanto respecto del modelo
económico (los nacionalistas pusieron palos en la rueda a los liberales)
como del tiempo y los modos de la liberalización del régimen. Este se
encontró cada vez más en el plano inclinado de los conflictos internos,
agravados por la debacle económica y la protesta contra las violaciones
de los derechos humanos, encabezada con coraje por las Madres de
Plaza de Mayo. Esto fue así hasta que el riesgo de vigorizar el régimen
y conferirle popularidad ocupando en 1982 las islas Malvinas, bajo so-
beranía británica pero reivindicadas desde siempre por la Argentina, se
les reveló fatídico.

El Brasil de los militares


Surgida del golpe de estado del 10 de abril de 1964, la dictadura brasileña
se prolongó hasta 1985; abarcó así una larga fase de la historia nacional
durante la cual Brasil cambió profundamente. En sus orígenes estaban los
temores expresados por los militares acerca de la seguridad y el desarro-
llo del país; seguridad que juzgaban amenazada por el gobierno a cargo
de Joao Goulart, a quien acusaban de simpatizar con Cuba y el mundo
comunista, separando de ese modo a Brasil de la causa occidental.
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionario 193

Joao Goulart, durante un desfile en Nueva York en 1962.

Respecto del desarrollo, creían que se encontraba obstruido por el


populismo del gobierno, al que acusaban de estimular el caos social
y dilapidar preciosos recursos alentando la organización campesina y
secundando las cada vez más numerosas luchas obreras, causa de la
inflación. Con esa percepción y el apoyo estadounidense, los militares
tomaron el poder mediante un golpe incruento, al que denominaron
revoIUr;BO. Se abrió entonces el largo régimen que pasó por varias y
diversas fases, y presentó no pocas peculiaridades en el panorama de
las dictaduras de la época. En el campo político y militar, gobernaron
a través de actos institucionales que les daban poder constituyente y,
a partir de 1968, poderes absolutos. Realizaron así profundas purgas
en la administración pública, en la universidad y en el ejército. Además,
prohibieron los partidos políticos tradicionales, ejercieron un estrecho
control sobre los medios de comunicación, desmantelaron las ligas
campesinas, impusieron sus funcionarios al frente de los estados de
la federación, mantuvieron abierto el Parlamento, aunque lo limitaron
en buena parte de sus funciones. Con ese propósito, impusieron un
bipartidismo coercitivo, es decir, un sistema político limitado y vigilado,
en el cual figuraba un partido de gobierno y uno de oposición modera-
da. Entre fines de los años sesenta y principios de los setenta, cuando
se organizaron protestas estudiantiles y sindicales, surgió la guerrilla y
la iglesia católica tomó distancia del gobierno, el régimen no titubeó en
194 Historia de América Latina

utilizar la fuerza. Se calcula que hubo cerca de 50 000 arrestados , 10


000 exiliados y varios centenares de asesinados y desaparecidos. La
tortura se volvió habitual; varios sindicatos fueron cerrados y numerosos
diputados expulsados del Parlamento. A partir de 1974, ya fuera porque
la represión había dado los resultados deseados, o porque la oposición
tendió a reunirse al amparo de la iglesia, o bien porque las divisiones
(siempre al orden del día entre los militares) minaron su disciplina, el
régimen abrió una larga fase de liberalización, que se vio obligado a
pilotear con el objetivo mayor de aterrizar en una democracia fuerte y
controlada.
Garantizada de este modo la seguridad, los militares se comprometieron
con el desarrollo, su principal meta, porque estaban convencidos de que,
en tanto Brasil no estuviese desarrollado, sería fácil presa del comunismo,
y también porque entendían que a la nación le correspondía un destino
de grandeza. El núcleo del proyecto era la profundización del proceso de
industrialización, extendiéndolo a los sectores más avanzados y aprove-
chando los inmensos recursos nacionales. Sus protagonistas serían el
estado, el capital privado nacional y el extranjero. En términos absolutos,
los resultados no fueron desdeñables, a tal punto que durante varios años
el producto nacional creció a un ritmo del 10% anual y se habló en todas
partes del milagro brasileño.
Brasil vivió una modernización autoritaria, durante la cual se elevaron las
exportaciones industriales y la ocupación laboral en la industria. Además
de autoritaria, esa modernización fue desigual. Invirtiendo la prioridad
populista, los militares postularon una política en dos fases (no proporcio-
nales): primero el crecimiento, luego el mejoramiento de las condiciones
sociales. Por un lado, se produjo un boom demográfico sin precedentes,
una rápida urbanización y una sustancial reducción del analfabetismo; por
otro, la desocupación continuó siendo muy elevada y, mientras los
salarios caían, la ya amplia brecha entre los sectores pudientes y la masa
de desheredados se ensanchó aún más. De este modo, los militares
modernizaron Brasil, pero dejaron pendiente el problema de su integra-
ción social. No obstante, durante largo tiempo contaron con un vasto e
implícito consenso, en especial entre los sectores medios, que se
beneficiaron del crecimiento económico, al igual que del orden social
restaurado por el régimen. Esto fue así hasta que, a mediados de los años
setenta, estos mismos sectores comenzaron a sufrir el peso de la
opresión y a hacer valer su voz para inducir al régimen a liberalizarse. l '
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionario 195

Del desarrollismo al neoliberalismo: la economía de los militares

No es posible afirmar que todos los regímenes militares que se impu-


sieron en la época en América Latina abrazaran el mismo dogma eco-
nómico. En tal sentido, ya hemos mencionado cómo, entre los años se-
senta y setenta, se inició la transición del modelo dirigista prevaleciente
luego de la crisis de 1929 -cuyos límites eran evidentes desde que se
rompió el enlace virtuoso entre crecimiento económico y distribución
de la riqueza- hacia un modelo liberal, es decir, abierto al mercado
mundial, que comenzaba a dirigirse hacia lo que luego se llamaría "glo-
balización". No obstante, más allá de las diferencias profundas, todos
tenían un objetivo común, antes político que económico. A excepción
de algunos de tendencia populista que se impusieron en los Andes o
en Centroamérica, el resto de los regímenes apuntó a desmantelar la
política económica de los populismos y las bases sociales que los habían
nutrido, y a la inversa, a imponer un gobierno destinado a desarrollar la
economía, es decir, más eficiente y competitivo, orientado a favorecer
la acumulación de capital interno y la atracción de los capitales exter-
nos necesarios para el despegue económico. A tal fin, los regímenes
desarrollistas y autoritarios de los años sesenta o los liberales (incluso
más autoritarios) de la década siguiente confiaron, por un lado, en la
eliminación de la política y, por otro, en los tecnócratas (formados en
las mayores academias estadounidenses), a quienes consignaron el ma-
nejo de la economía.
Las bases sociales y el modelo económico del nuevo autoritarismo
fueron explícitos en los regímenes de los años sesenta y tuvieron evi-
dentes rasgos clasistas. Esto ocurrió también en México, donde se gestó
un autoritarismo corporativo cimentado a lo largo del tiempo, aunque
bajo la enorme presión de la modernización. En general, se trató de
regímenes en los cuales el estado mantuvo un rol clave, de manera di-
recta (en especial en el campo de las industrias de base consideradas es-
tratégicas), o indirecta, asegurando las condiciones políticas y jurídicas
que los militares en el poder y sus aliados consideraban imprescindibles
para el desarrollo, esto es, para promover su premisa de la acumulación
de capital, un desarrollo que concebían anudado a la industria. Para
ello, era preciso una industria integrada, no sujeta a la importación de
bienes de capital y tecnología, sino en condiciones de asegurar el ciclo
productivo de los bienes vitales para el mercado interno en su totalidad.
Para profundizar el grado de industrialización y favorecer la transfe-
rencia tecnológica de los países más avanzados, confiaron en el capital
196 Historia de América Latina

privado nacional, pero sobre todo en el externo, que se esforzaron por


atraer en gran cantidad e inducir a inversiones productivas.
Ese modelo no se distanciaba en sí del desarrollista más que por la
radicalidad y los métodos autoritarios que en general adoptó. En su
base era explícita la convicción de que en estos países periféricos no
existían las premisas sociales y culturales para la democracia política,
la cual tendía a desembocar en el populismo, y a las que se endilgaba
la responsabilidad por la frustración del desarrollo. La solución -siem-
pre según estos regímenes- residía en la suspensión de la democracia
hasta tanto el desarrollo hubiera generado condiciones sociales que la
hicieran sostenible, lo que comportó la clausura de los Parlamentos
y los partidos, la censura a la prensa, la represión de la oposición y el
control de los sindicatos. Todos estos factores, además de neutralizar
a los movimientos populistas, crearían la calma social y la seguridad
jurídica requeridas por los capitales externos para arriesgar inversiones
productivas ingentes y de larga duración, que de hecho se triplicaron
en la segunda mitad de los años sesenta.
De allí surgieron las bases sociales de los nuevos autoritarismos, las
cuales comprendían, grosso modo, a los sectores medios excluidos por
los populismos, a los sectores burgueses y propietarios, y también a vas-
tos estratos de los sectores sociales intermedios y de un nuevo grupo
intelectual de formación tecnocrática, que siempre estuvo en la prime-
ra línea junto a los militares, proclamando la causa de la moderniza-
ción autoritaria. Esto comportó una transferencia masiva de recursos
de la coalición populista (de los asalariados en particular y los sectores
populares en general) a la nueva coalición social en el poder, que se
proponía conducir el desarrollo económico una vez liberado de obs-
táculos políticos. En este sentido, de un país a otro los resultados fue-
ron diversos. En proporción a las expectativas, los únicos que tuvieron
éxito fueron los dos países con el mayor mercado interno y en los que
estas políticas fueron sostenidas largo tiempo y con mayor coherencia:
Brasil y México, que a mediados de siglo concentraban el 42% de la
producción industrial latinoamericana, pero que a mitad de los años
setenta alcanzaban ya el 60%. Ello no quita que ambos dejaran una
pesada herencia a sus sucesores, en términos de desigualdad social y
endeudamiento externo.
Todo era peor en la Argentina y Chile, donde el pasaje a una fase
más madura de la industrialización encontraba límites estructurales
poderosos y donde la resistencia de las coaliciones populistas fue más
amplia. De hecho, en esos países los regímenes militares se propusieron
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionario 197

desanudar el modelo económico basado en la industria y el mercado


interno, y llevar a cabo una radical liberalización económica. Esto se
realizó dándole nuevo aliento a la teoría de las ventajas comparativas,
es decir, sacrificando la industria que había crecido al amparo del pro-
teccionismo y concentrándose en la producción de bienes requeridos
por el mercado mundial que se podían producir en condiciones venta-
josas -en particular, materias primas-, o bien proponiéndose desman-
telar la coalición de intereses conformada con el tiempo alrededor del
nacionalismo económico. Sin embargo, los resultados en la Argentina
y en Chile fueron distintos. Mientras que en el primer caso el intento
de introducir manu militan el modelo liberal fracasó, aunque no evitó
los enormes costos sociales, y la lucha intestina en las fuerzas armadas
distorsionó o limitó sus efectos, en el caso chileno fue introducido y
propulsado con mano de hierro, con resultados sobre cuya valoración
hay juicios en parte discordantes.

El Chile de Pinochet: vidriera neoliberal


La larga dictadura militar conducida por el general Augusto Pinochet
en Chile, que se prolongó desde 1973 hasta 1989, tuvo el típico hálito
regenerador de los regímenes de la época, en el sentido de que no se
concibió como un breve paréntesis autoritario debido a una peculiar cri-
sis, sino como el inicio de una nueva era en la historia nacional. Más que
otros regímenes, persiguió sus objetivos con nuevos y drásticos métodos,
no escatimando medios en la represión de los opositores, y lanzando a
los cuatro vientos las recetas económicas prevalecientes durante varias
décadas y creyendo en los libretos de los tecnócratas liberales, en su ma-
yoría formados en la escuela de Milton Friedman, los llamados Chicago
Boys. Sólo de ese modo -pensaban- y con el auxilio clave de un régimen
autoritario que impidiera la reacción política y sindical, Chile liquidaría el
aparato dirigista y proteccionista consolidado con los años, y considerado
un lastre para el desarrollo. Asimismo, aplicando la necesaria liberaliza-
ción, el país se embarcaría en el camino del crecimiento económico y
de la reducción de la pobreza, premisas clave del retorno a un sistema
democrático que el régimen suponía al final de aquel proceso (aunque
lo concebía, claro, como una democracia protegida, bajo la tutela de las
fuerzas armadas).
Con ese objeto, el régimen chileno aplicó en forma más radical en ciertos
momentos (en particular en los años setenta), y de modos más flexibles
198 Historia de América Latina

y heterodoxos en otros, las típicas recetas económicas liberales. Para


ello, redujo drásticamente el peso del estado en la economía, realizando
privatizaciones masivas; abrió el mercado nacional al comercio exterior,
obligando al sistema productivo local a volverse competitivo o desapa-
recer; liberalizó el mercado financiero y desreguló el mercado de trabajo;
eliminó el control sobre los precios e incentivó la exportación y la diversi-
ficación, entre otras acciones. El balance, no obstante, es complejo. Los
críticos ponen el acento en los costos sociales, que fueron enormes, tanto
que sólo una dictadura podía imponer una política económica tan radical.
La recesión de los primeros años llevó la tasa de desocupación más allá
del 15%; la causada por la caída del sistema financiero al inicio de los
años ochenta fue aún más grave, tanto que provocó vastas protestas, du-
ramente reprimidas. Hacia el final de la dictadura, el poder adquisitivo de
los salarios era más bajo que veinte años antes y el gasto social también
se había reducido. El crecimiento económico mismo, lejos de ser espec-
tacular, estuvo sujeto a fuertes oscilaciones.
Junto a los argumentos críticos existen, sin embargo, argumentos
favorables al balance económico de la dictadura. Fue su política -afirman
quienes valoran positivamente sus resultados- la que echó las bases del
largo, constante y extraordinario crecimiento económico chileno desde
mediados de los años ochenta, a tal punto que los gobiernos democráti-
cos que la sustituyeron, aunque se esforzaron por atenuar sus más
intolerables efectos sociales, no demolieron sus fundamentos. En efecto,
el régimen de Pinochet había revolucionado la estructura productiva
chilena, tornándola en general más eficiente y capaz de resistir, mejor que
las otras de la región, los desafíos del mercado global. Incluso había
conducido la transformación de un país, en gran medida agrícola y
prisionero de los vaivenes del precio internacional del cobre, hacia una
economía más articulada y con una base industrial más vasta, en el
vértice de la cual creció durante la dictadura una robusta clase empresa-
ria, a menudo beneficiada por sus lazos políticos con el régimen, pero
también fruto del despegue de la actividad productiva. Se trató de una
clase que le brindó amplio apoyo a Pinochet, como le aseguraron por
largo tiempo los vastos estratos de los sectores medios a los que la
modernización económica de la época le permitió mejorar su tren de vida,
a tal punto que, derrotado en el plebiscito de 1988 (posibilitado por la
Constitución que el propio régimen había redactado ocho años antes), el
general Pinochet dejó la presidencia con el apoyo del 43% de los
chilenos. Un porcentaje ciertamente elevado después de quince años de
gobierno dictatorial. . . ,
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionario 199

la antipolítica y la Doctrina de Seguridad Nacional

La ideología más o menos oficial de los regímenes militares fue la Doc-


trina de Seguridad Nacional (DSN), elevada a dogma en las academias
militares de la mayoría de los países, en la que se formaron los oficiales
que luego asumieron los gobiernos y estuvieron al frente de grandes
empresas públicas o de organismos destacados.
A menudo entendida como un trasplante, es decir, fruto del adoc-
trinamiento masivo de los ejércitos latinoamericanos en las escuelas
militares estadounidenses, en realidad la DSN tenía raíces locales más
profundas y antiguas. No es que la influencia profesional e ideológica
ejercida por las fuerzas armadas estadounidenses sobre las latinoameri-
canas fuese insignificante. De hecho, creció rápidamente, llevando a su
culminación el proceso iniciado durante la guerra, a través del cual la
influencia militar estadounidense había minado a la europea entre los
ejércitos de la región. Pero de ello se hablará luego; por ahora basta se-
ñalar que la DSN fue bien acogida porque expresaba ideas y valores que
les eran cercanos, empezando por el anticomunismo y siguiendo por
las funciones que les reconocía a las fuerzas armadas en la custodia de
la identidad y la unidad de la nación. Elementos todos que los ejércitos
de los grandes países latinoamericanos habían elaborado y asimilado
desde tiempo atrás y que, allí donde no se prestaban a ser interpreta-
dos en sintonía con los dictámenes de Washington, como en Perú o en
Panamá, desembocaron en regímenes militares populistas. Eso ocurrió
pese a que sus miembros habían frecuentado las mismas academias mi-
litares estadounidenses que sus pares argentinos, brasileños, chilenos o
uruguayos.
Ahora bien, ¿en qué consistía la DSN? Se trataba, ante todo, de una
doctrina típica de la Guerra Fría, que partía del presupuesto de que el
mundo estaba dividido en bloques, que el bloque occidental represen-
taba el mundo libre amenazado por un enemigo totalitario y que a él,
por historia y civilización, pertenecía y debía continuar perteneciendo
América Latina. Como tal, era una doctrina de reflejos prácticos inme-
diatos en el contexto inmediatamente posterior a la revolución cubana,
cuando América Latina se volvió la frontera más candente de la Guerra
Fría. Establecidas tales premisas, la DSN definía los rasgos fundamenta-
les de las naciones que deseaba proteger y preservar y los de la civiliza-
ción en la que quería que permanecieran. Una y otra se condensaban
en la noción de un Occidente cristiano, en nombre del cual dichos
regímenes buscaron legitimarse.
200 Historia de América Latina

Se trataba de una concepción que conducía a dos resultados, am-


bos familiares para el imaginario organicista que desde siempre atra-
jo a los militares. Imaginario común al de los mismos populismos que
combatían, de los cuales replicaban sus premisas (es decir, la idea de
nación como comunidad orgánica), invirtiendo el papel entre amigos
y enemigos, nación y antinación. El primer resultado era que la nación
por la cual velaban era un organismo dotado de una esencia, la cristian-
dad, abocada a la unidad con Occidente; el segundo, que un enemigo
atentaba contra una y otra. Ese enemigo era el comunismo, en boca
de todos por entonces y que, desde hacía un tiempo, había cobrado
sentidos cada vez más vagos y vastos en el vocabulario y el pensamiento
latinoamericanos. Concebido como el virus que amenazaba la esencia
y la unidad de la nación, el comunismo excedía los límites fJjos y se
confundía con otros fenómenos; de ahí que apareciese, a ojos de los
militares, como un enemigo enmascarado, interno e ideológico, que
acechaba en los rincones más recónditos e impensados. Interno porque
habitaba la más profunda fibra de la sociedad sin mostrar signos distin-
tivos; ideológico porque, al cultivar una visión del mundo incompatible
con la civilización occidental y cristiana, la erosionaba desde adentro.
Además, había tomado las armas invocando la revolución y con el tiem-
po también se distinguiría por su militancia, convicción ideal o estilo
de vida, que parecían extraños a la sociedad o dedicados a minar sus
bases "envenenando" a la juventud con su ideología. Establecidas esas
premisas, no sorprende que la represión no conociese límites precisos
y atacara, con especial intensidad, los ambientes intelectuales: estudian-
tes, docentes, periodistas, escritores, etcétera.
Más allá de la DSN y de su concepto de seguridad, estos regímenes
aspiraban al desarrollo; con ese propósito confiaron ampliamente en
los tecnócratas, que ostentaban la ciencia económica necesaria para ob-
tenerlo. Para ello, replicaron la horma -en un contexto más moderno-
de los regímenes oligárquicos de fines del siglo XIX y del positivismo
que los impregnaba. Al igual que aquellos, vieron en la política y sus
conflictos un factor que obstaculizaba y distorsionaba el desarrollo eco-
nómico y la armonía social. En suma, fueron regímenes antipolíticos
que, libres de los estorbos de la dialéctica política y social, crearon las
condiciones en las cuales aplicar las leyes y la ciencia del desarrollo eco-
nómico, con resultados muy variados.
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionario 201

la represión
La violencia política fue en gran medida la nota dominante de los años
sesenta y setenta en América Latina. Violencia revolucionaria en nombre
del pueblo y la justicia social, violencia contrarrevolucionaria en nombre
de la defensa del Occidente cristiano. Por intensidad y alcance, esta
última superó en gran medida a la primera, diferenciándose además de
los modos de ejercer la violencia en el pasado. No es casual que
durante los años setenta el problema de las violaciones a los derechos
humanos en las dictaduras latinoamericanas se impusiera en la opinión
pública mundial. En general, el panorama fue análogo en todas partes,
desde el Chile del general Pinochet hasta el Paraguay del general
Stroessner, de la Bolivia del general Bánzer al Uruguay, pasando por la
Argentina del general Videla. Países que, a través del plan Cóndor, se
prestaron asistencia recíproca para perseguir con mayor eficacia a los
opositores en los países vecinos y donde los arrestos , la tortura, los
asesinatos y la desaparición de personas se volvieron la norma. Al
respecto, es lícito hablar de estado terrorista, puesto que todos
ejecutaron vastas y brutales represiones, violando las propias leyes. La
cantidad de personas que sufrieron tortura y secuestros alcanza, en
total, varias decenas de miles, mientras que los que perdieron la vida
superaron los 200 en Uruguay, los 300 en Brasil y los 3000 en Chile.
Pero el caso donde la represión asumió formas más sistemáticas y
modalidades más siniestras fue el de la Argentina, donde el régimen
militar instalado en 1976 causó la desaparición de cerca de 11 000
personas, según las estimaciones oficiales, o 30 000, según algunas de
las organizaciones de derechos humanos .....

los Estados Unidos y su hegemonía en riesgo

Los años comprendidos entre la revolución cubana y la década de 1980,


cuando la Guerra Fría comenzó a dar los primeros signos de su ocaso,
fueron los de más intensa presencia estadounidense en la región, tan-
to en términos políticos y económicos, como diplomáticos y militares.
Incluso con el retorno a las intervenciones directas prohibidas desde la
época de la "buena vecindad" (como en 1965 en República Dominica-
na), por no referirnos a las operaciones secretas, abundantes entonces,
ni al cordón sanitario creado alrededor de Cuba con el embargo eco-
202 Historia de América Latina

nómico y su expulsión -decidida en 1962- de la Organización de los


Estados Americanos (OEA).
Si así fue se debió al hecho de que la influencia conquistada por los
soviéticos gracias al régimen de Castro imponía a los Estados Unidos
problemas inéditos de seguridad. Aunque no sólo eso, porque la mis-
ma revolución en Cuba y la oleada revolucionaria posterior, extendi-
da a gran parte de la región, les planteó el problema de la hegemonía,
es decir, de la credibilidad de su liderazgo y la capacidad de ejercerlo
en su propia zona de influencia, con el consenso de los gobernantes
y la población. Por primera vez después de la guerra, el fuerte vien-
to que soplaba contra Occidente en los países apenas emancipados
del dominio colonial o en vías de descolonización se sintió con fuer-
za también en América Latina, donde la reunión de nacionalismo y
socialismo encontraba en el antiimperialismo su punto de fusión, y
ponía en cuestión no sólo la potencia de los Estados Unidos, sino
los fundamentos de su civilización, esto es, el mercado, la democra-
cia política y el estado de derecho liberal. En síntesis, si los Estados
Unidos se encontraban entonces presentes en América Latina y si su
presencia acabó, la mayoría de las veces, por manifestarse de un modo
agresivo y nada beneficioso, fue porque la región era para ellos "la
más peligrosa del mundo", como señaló Kennedy, es decir, la frontera
de la Guerra Fría. Una frontera tan caliente que estuvo a un paso de
causar el incendio planetario en ocasión de la crisis de los misiles de
Cuba en octubre de 1962, cuando los espías aéreos estadounidenses
avistaron en la isla las rampas de los misiles soviéticos, listas para alojar
cabezas nucleares.
A esto se sumaba la debilidad del liderazgo estadounidense. El uso
creciente de la fuerza para combatir el comunismo en la región y su
alianza con las fuerzas armadas de los distintos países fue el segundo
pilar, junto a la ayuda económica, de la Alianza para el Progreso en los
años sesenta. Se trataba de una estrategia reformista para regenerar el
liderazgo político estadounidense en América Latina a favor del desa-
rrollo, que además buscaba frenar el desafío comunista, contra el cual
el gobierno estadounidense se preparó de diversos modos. En princi-
pio, actualizando la doctrina, es decir, estableciendo que, desde la óp-
tica de la seguridad hemisférica, las fuerzas armadas latinoamericanas
no estaban llamadas a velar contra una eventual agresión externa, sino
sobre la seguridad interna. El enemigo ya estaba en casa y, de acuerdo
con la Doctrina de la Seguridad Nacional, era preciso actuar contra
él. Desde ese punto de vista, la contrarrevolución se volvía la principal
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionario 203

función de los ejércitos continentales, los cuales estaban más que pre-
dispuestos a desplegarla.

Crisis de los misiles en Cuba. Fotografía tomada por el ejército estadouni-


dense en noviembre de 1962.

Las consecuencias de esta doctrina fueron profundas e inmediatas.


Desde 1962, la ayuda militar de los Estados Unidos a las fuerzas arma-
das latinoamericanas creció a ritmo sostenido. En 1963, el Southern
Command estadounidense fue transferido a Panamá para coordinar
mejor los generosos Military Assistance Programs ofrecidos a los mi-
litares del subcontinente, quienes se beneficiaron en gran manera al
recibir un creciente número de consejeros militares estadounidenses
(particularmente elevado en las repúblicas de América Central), o al
participar en cursos de adiestramiento y adoctrinamiento en Panamá
o en las academias militares norteamericanos. Se trataba de cursos
en los que los oficiales latinoamericanos eran instruidos en la guerra
irregular contra las guerrillas y la acción cívica, es decir, la actividad
civil destinada a quitarles a los guerrilleros el consenso de la pobla-
ción, como construir caminos o escuelas en lugares apartados donde
el estado estaba ausente. A esto se sumaba la obtención de nuevas y
204 Historia de América Latina

modernas armas, ligeras, precisas y fácilmente transportables, útiles


para combatir la guerrilla.
Si bien es cierto que estas acciones fortalecieron las relaciones en-
tre las fuerzas armadas latinoamericanas y el gobierno de los Estados
Unidos, deducir que todo corrió por cuenta de Washington desafía la
historia y los hechos. La historia, porque ya se ha visto que, en gran par-
te de los casos, las instituciones profesionales aseguraron a un mismo
tiempo la tutela de la seguridad y de la identidad nacional. Los hechos,
porque no se verifica relación efectiva entre la cantidad y la calidad de
la ayuda estadounidense a las fuerzas armadas latinoamericanas y su
grado de fidelidad política a Washington. De hecho, los militares ar-
gentinos y brasileños, que en los años sesenta se aliaron con los Estados
Unidos, por ejemplo, tenían relaciones menos intensas con sus colegas
estadounidenses que los peruanos o panameños, que en 1968 fundaron
regímenes populistas.
Los nuevos golpes de estado que tuvieron lugar en el área en los pri-
meros cinco años de la Alianza para el Progreso no representaron un
mayor éxito para la Casa Blanca, que se hallaba empeñada en acreditar-
se como fuente de progreso económico y democracia política. Es cierto
que en 1964la Doctrina Mann los legitimó al inscribir la lucha contra el
comunismo como prioridad absoluta de la política estadounidense. No
obstante, antes que poner de manifiesto su poderío, sancionó el fracaso
del gran diseño de John F. Kennedy, obligado a reconocer la propia
incapacidad para conciliar hegemonía y democracia, y a llegar a un
acuerdo, o directamente privilegiar los regímenes militares en nombre
de la seguridad.
Hasta qué punto los Estados Unidos estaban en dificultades, y a la
cola más que en la vanguardia de los eventos latinoamericanos, lo con-
firmó la administración Nixon. Primero, en 1969, cuando el informe
que el presidente encomendó a Nelson Rockefeller no hizo más que
avalar lo que el nuevo autoritarismo ya estaba haciendo, al afirmar que
los Estados Unidos no podían imponer a nadie el mejor modo de mar-
char hacia la democracia y que, allí donde esta había fracasado, los mili-
tares eran los únicos en condiciones de garantizar el orden, el progreso
y la lealtad internacional. Más tarde, en 1970, cuando no supo impedir
la victoria electoral de Salvador Allende en Chile ni pudo convencer
a los militares chilenos de bloquear su asunción, hasta que su brutal
intervención tres años después satisfizo la voluntad estadounidense de
liberarse de aquel gobierno incómodo, aunque al precio de fundar un
régimen más largo y menos dócil que lo deseado.
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionar,io 205

Las relaciones de los Estados Unidos con América Latina parecen


haber cambiado luego de 1976, con el arribo a la Casa Blanca de James
Carter, heredero natural de la tradición política de sus predecesores
demócratas y, por lo tanto, de sus intentos de reafirmar el liderazgo
político y moral estadounidense en el hemisferio, predicando y favo-
reciendo la democracia. Sin embargo, Carter se encontraba ante un
contexto distinto. Ya fuera en los Estados Unidos, donde el resultado de
la guerra de Vietnam, el escándalo Watergate y el shock petrolero, entre
otros factores, habían debilitado aún más el prestigio del país y con él
el poderío presidencial, o en América Latina, donde, salvo en América
Central, la amenaza comunista ya no dominaba el clima, sino que la
marea de represión y militarismo cubría gran parte de la región. Una
marea que, más allá del brete moral que creaban a los Estados Unidos
sus relaciones estrechas con regímenes de credenciales a veces sangui-
narias, los ponía también ante un serio problema político. ¿Cómo en-
frentar con eficacia a la Unión Soviética en el terreno de la libertad, los
derechos humanos y la democracia si los Estados Unidos no procura-
ban la vigencia de esos valores en su propia órbita?
Dadas esas premisas:, Carter basó su política en dos elementos clave.
El primero fue la localización de los conflictos, es decir, lejos de afron-
tar cada uno de ellos desde la óptica de la Guerra Fría, como un desafío
soviético en América Latina, se propuso desactivarlos reconduciéndo-
los a su dimensión local, es decir, nacional. De allí el tímido deshielo
con Cuba, la apertura inicial hacia los revolucionarios que accedieron
al poder en Nicaragua en 1979 y, en especial, la firma, en 1977, de los
acuerdos con el presidente panameño Ornar Torrijos, que preveían el
retorno del Canal a la soberanía de Panamá hacia 1999, con lo cual se
cerró la antigua herida a menudo invocada por el nacionalismo latino-
americano. El segundo punto fue el de los derechos humanos, a partir
de la decisión de imponer sU: respeto en el centro de la política hacia
América Latina, am'en'azando con sanciones a los regímenes que conti-
nuaran violándolos.
Sin embargo, la política de Carter tuvo escaso éxito y acabó pronto
en la mira de los republicanos y de las corrientes neoconservadoras,
que cobraban forma en los Estados Unidos. Ni su esfuerzo de localizar
los conflictos impidió que los sandinistas nicaragüenses virasen hacia
Cuba y que América Central deviniese un foco de la Guerra Fría, ni
la restitución a Panamá de la soberanía sobre el Canal aplacó el anti-
americanismo en América Latina, al tiempo que suscitó el rencor de
los conservadores de Washington. En fin, tampoco su política de dere-
206 Historia de América Latina

chos humanos -aplicada, no obstante, con gran circunspección- tuvo


efectos concretos: en los Estados Unidos generó la acusación de que
Carter debilitaba a los aliados, haciéndoles el juego a los soviéticos,
mientras que en las dictaduras latinoamericanas estimuló el siempre
latente nacionalismo.

1965, los marines en República Dominicana


Si el uso de la fuerza para imponer el orden en la propia esfera de in-
fluencia es índice de debilidad más que de fortaleza (en el temor de que
los medios pacíficos no basten para mantenerlo), los 18000 marines y
demás tropas enviadas porel presidente Lyndon B. Johnson en 1965
a República Dominicana fueron su emblema. Ello a pesar de que una
intervención militar destinada a imponer un gobierno leal, al tiempo que a
evitar la asunción de un presidente sospechado de simpatías comunistas
- algo evidente bajo todo punto de vista-, fue disfrazada como una acción
de paz para separar las facciones contrapuestas del ejército dominicano y
cubierta por una resolución de la OEA. No obstante, quedó ampliamente
demostrado que los marines favorecieron el éxito de la facción que al año
siguiente permitió la elección de Joaquín Balaguer, aliado de los Esta-
dos Unidos, e impidieron el retorno al poder del presidente Juan Bosch,
depuesto por los militares en 1963 tras apenas siete meses de gobierno.
De hecho, Bosch era considerado cercano a í-icel Castro y por lo tanto
una amenaza, pero había sido elegido democi áí icamente con cerca del
60% de los votos.
Varios son los factores que contribuyeron a hacer de esta intervención
militar un evento tan significativo en la historia·dominicana y latinoame-
ricana en general. El primero es que ningún caso se prestaba tan bien
para establecer un paralelismo con Cuba, ya fuera por su proximidad
geográfica - que hacía de Cuba el espacio natural para los revolucionarios
dominicanos-, o porque la República Dominicana había estado sujeta
durante décadas a la feroz dictadura de Rafael Trujillo y su familia -a quie-
nes los Estados Unidos les habían garantizado amistad y protección-, y
tenía una estructura económica y social semejante a la cubana en épocas
de Fulgencio Batista. Es cierto que en 1961 el asesinato del dictador
había contado con el beneplácito de los estadounidenses, ya decididos a
descartarlo en el clima de la Alianza para el Progreso. Pero también lo es
que la transición que se abrió tras su muerte les ofreció pocas garantías
contra la amenaza comunista, vista la elección de Juan Bosch y la convic-
Los años sesenta y setenta (11). El ciclo contrarrevolucionario 207

ción estadounidense de que aquel intelectual nacionalista y antiamericano


estaba siendo atraído por el ejemplo cubano.

Juan Bosch, durante un discurso en República Dominicana. El 25 de


septiembre de 1963, tras siete meses de gobierno, Bosch fue derrocado
por un golpe de estado.

El segundo motivo que hizo de aquella intervención militar un evento clave


en la historia regional y en las relaciones entre los Estados Unidos y
América Latina es que fue la primera vez desde los años veinte (cuando la
Buena Vecindad de Franklin Delano Roosevelt había proclamado la
doctrina de la no intervención) que las tropas norteamericanas desembar-
caron y combatieron en la región. Ni en la Guatemala de 1954, cuando
Dwight Eisenhower había pergeñado la acción para derrocar a Jacobo
Arbenz, ni en la Cuba de 1961, donde John F. Kennedy autorizó el fallido
desembarco de Bahía Cochinos en el intento de hacer caer el aún fresco
régimen castrista, habían entrado en acción las fuerzas armadas esta-
dounidenses. El hecho de que lo hicieran en la República Dominicana y
que fuesen decisivas para el resultado de aquella crisis da la medida del
grado de tensión sin precedentes que había alcanzado la Guerra Fría en la
región y de los medios a los que la Casa Blanca estaba dispuesta a
recurrir para mantener la fidelidad en el área. Además, pone de manifiesto
la precoz declinación del espíritu originario de la Alianza para el Progreso y
de la ya imparable polarización política de toda la región, precursora de la
violencia que marcaría la historia durante los siguientes años.

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