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La edad de la revolución
to por los revolucionarios como por los reformistas, para mostrar que
ellos también intentaban remover las raíces del orden existente (empe-
zando por el chileno Eduardo Frei, acaso el más importante, quien en
1964 asumió el gobierno anunciando la "revolución en libertad"). Ade-
más, y por paradójico que pueda parecer, la invocaban incluso quienes
tanto hicieron por combatirla, en especial los regímenes militares que
surgieron como hongos hacia mediados de los años sesenta, los cuales
no se limitaron a la contrarrevolución, sino que se propusieron trans-
formar el orden político y social.
El hecho mismo de que "revolución" se convirtiese en la palabra clave
es indicativo de varias cosas. La primera es que las grandes transforma-
ciones sociales y económicas que tuvieron lugar durante y después de
la guerra (y continuaron a un ritmo acelerado a lo largo de gran parte
de los años sesenta) exigían respuestas que no llegaron, no lo hicieron
a tiempo o fueron insuficientes. La segunda es que, una vez más, como
ya había sucedido en los años treinta e incluso luego de 1945, en la ma-
yoría de los casos las instituciones democráticas no parecían ofrecer res-
puestas ni a los revolucionarios ni a quienes combatían la revolución.
Ya sea allí donde, luego de la guerra, la democratización había sido blo-
queada por un retorno autoritario y conservador, o donde, en cambio,
se habían impuesto regímenes populistas, en la mayoría de los casos
quedó demostrada su ineficacia. En los primeros porque la demanda
de participación acumulada y por tanto tiempo comprimida tendió a
abrumarla, y en el segundo porque la lógica de la confrontación amigo-
enemigo, típica de los populismos, la había reducido a escombros. La
tercera razón es que la fuerza del horizonte revolucionario señalaba
la gran vitalidad, en amplias franjas de la población, de un imaginario
político palingenésico, es decir, de ideologías que aspiraban a crear
una comunidad cohesionada y armónica, para las cuales la democracia
era un concepto social, más allá de la forma política que se le diera. Así,
si prometían curar las profundas heridas sociales, no lo harían con las
contundentes herramientas de la democracia parlamentaria, sino con
la fuerza de la violencia revolucionaria; en suma, a través de una suerte
de catarsis religiosa.
La revolución llevada a cabo en Cuba -cuya fecha hito es ello de
enero de 1959- bajo la guía de Fidel Castro tuvo diversas causas que la
inscriben como un caso peculiar en el panorama de las revoluciones
socialistas del siglo xx. Entre ellas se destaca la cuestión nacional, es
decir, el nudo irresuelto de la independencia cubana y las relaciones
con los Estados Unidos a partir de 1898, cuando la isla fue emancipada
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 163
Esto fue así por varias razones, diversas de país en país, entre las cuales
cabe enunciar la dura reacción de los gobiernos y de los militares loca-
les apoyados por los Estados Unidos; las condiciones a menudo distin-
tas de las vividas en Cuba y, por tanto, la dificultad de hacer pie entre
la población; las divisiones entre los revolucionarios, en muchos casos
adversos a los partidos comunistas locales, que repudiaban una estrate-
gia considerada aventurera, prenuncio de violentas represiones. Sólo
en Nicaragua se crearon, en los años setenta, las condiciones para el
triunfo de una guerrilla de aquel tipo, cuando la dictadura de la familia
Somoza acabó por aislarse de sus aliados externos e internos, hasta caer
bajo los golpes del vasto frente opositor conducido por los sandinistas
en 1979.
En los años setenta, mientras los movimientos armados de tipo rural
morían o languidecían, nacían otros nuevos, esta vez en los países más
desarrollados de la región, en los que predominaban las bases urbanas
y estudiantiles. En algunos casos nacieron de las costillas de los viejos
movimientos populistas y en lucha contra los regímenes militares, como
los Montoneros argentinos o los grupos surgidos en Brasil entre los
168 Historia de América Latina
Entre fines de los años cincuenta y los años setenta cobraron forma y
comenzaron a establecerse las premisas intelectuales y maduraron las
consecuencias políticas del pensamiento económico elaborado en la
posguerra por Raúl Prebisch y la CEPAL. Dichas concepciones seña-
laban la estructura del mercado mundial como el principal obstáculo
para el desarrollo de la periferia, de la que América Latina era parte,
y al que suele referirse como estructuralismo. Este, sin embargo, en el
172 Historia de América Latina
En los años sesenta y setenta, América Latina se vio desgarrada por una
suerte de guerra civil ideológica, es decir, por una violenta confronta-
ción entre visiones del mundo inconciliables. Todos estaban conven-
cidos de que, hasta que no se impusieran a sus adversarios, la paz y la
justicia no serían alcanzadas. Dada la dimensión de masas alcanzada
por la sociedad y el boom de la escolarización, y dada la cada vez más
profunda diferencia de país a país, es comprensible que el panorama
ideológico fuese variado, aunque con algunos rasgos comunes, que por
ahora veremos en el frente revolucionario, antes de analizarlos, en el
próximo capítulo, en el frente opuesto.
En términos generales, para los revolucior~a " ios de la época la nota
dominante fue la apelación al marxismo (aunque a un marxismo "la-
tinoamericanizado", en la estela abierta muchos años antes por José
Carlos Mariátegui) y la difusión, a partir de los años sesenta, de la obra
de Antonio Gramsci. Claro que, en la búsqueda de una vía nacional al
socialismo, los marxistas de América Latina a menudo apelaron a cier-
tos rasgos de la tradición nacionalista, la cual, a medida que crecían
los conflictos y que el ciclo populista se cerraba, sometido a una nueva
oleada de militarismo, descubrió a su vez numerosos puntos de con-
tacto con el marxismo, a tal punto que resulta una empresa ímproba
medir cuánto el marxismo se nacionalizó y cuánto el nacionalismo se
empapó de marxismo. Todo ello agudizó la obsesión por la difusión
del comunismo en la región que, cómplice de la Guerra Fría, indujo
a sus enemigos al cada vez más brutal recurso a la violencia represiva.
La impresión es que tal mezcla radical de marxismo y nacionalismo
reprodujo, aunque en forma inédita y de un modo inconsciente, una
Los años sesenta y setenta (1). El ciclo revolucionario 175
La Teología de la Liberación
Producto original de la reflexión teológica de un sector del clero latinoa-
mericano, la Teología de la Liberación tuvo sus raíces en la puesta al día
eclesial promovida por el Concilio Vaticano" y luego por la " Conferencia
del Episcopado Latinoamericano, realizada en Medellín en 1968, que
conjugó el esfuerzo de adaptar las enseñanzas conciliares a la realidad
continental, con el fermento social e ideológico de la época. En los
debates de Medellín se inspiró Gustavo Gutiérrez, el teólogo peruano que
la pergeñó y le dio nombre. A pesar de que se trataba de una corriente
bastante heterogénea, presentaba ciertas constantes. Ante todo, la
opción preferencial por los pobres, es decir, la determinación de la
dimensión social como terreno de la evangelización, que se realizaría
promoviendo la liberación del hombre de las estructuras sociales opreso-
180 Historia de América Latina
era posible aquí: mientras que los países europeos habían atravesado
la democracia y la industrialización, estos eran procesos a'ln pendien-
tes en las naciones latinoamericanas, portadoras de constantes tensio-
nes. Otros han observado que Kennedy precisaba un tipo específico de
aliados para dar cabida a su proyecto: hombres y partidos reformistas
y democráticos, anticomunistas pero no conservadores, de los que ca-
recía mayormente el continente, salvando algunas excepciones, como
el venezolano Rómulo Betancourt y el chileno Eduardo Frei, a cuyas
elecciones en 1964 los Estados Unidos dieron un gran apoyo. Esta au-
sencia acabó por hacer depender la suerte de la Alianza del apoyo de
gobiernos a menudo dispuestos a usar el anticomunismo como arma
para combatir la movilización social, con el resultado de daíi.ar a la
población.
Por último, también se ha focalizado la atención sobre las contra-
dicciones estadounidenses. En efecto, los Estados Unidos no habían
considerado un deber el hecho de que el cambio social que intentaban
promover sucediera en un contexto de paz social y política, porque
cuando advirtieron que las reformas eran fuente de peligrosa inestabili-
dad, antepusieron el imperativo de la seguridad al precio de renunciar
a las ambiciones de la Alianza. Eso se puso de manifiesto en 1964 con la
Doctrina Mann, con la cual el gobierno de Washington identificó el an-
ticomunismo y el crecimiento económico como su prioridad en Améri-
ca Latina, por sobre la democracia política y las reformas sociales. Por
último, es lícito afirmar que el fracaso de la Alianza para el Progreso se
debió también a ambiciones excesivas y a la sobrevaloración del poder
estadounidense para operar sobre la historia latinoamericana.
sión entre la derecha y el centro fue crucial para su victoria, así como su
acuerdo se revelaría decisivo para su caída.
La era de la contrarrevolución
la represión
La violencia política fue en gran medida la nota dominante de los años
sesenta y setenta en América Latina. Violencia revolucionaria en nombre
del pueblo y la justicia social, violencia contrarrevolucionaria en nombre
de la defensa del Occidente cristiano. Por intensidad y alcance, esta
última superó en gran medida a la primera, diferenciándose además de
los modos de ejercer la violencia en el pasado. No es casual que
durante los años setenta el problema de las violaciones a los derechos
humanos en las dictaduras latinoamericanas se impusiera en la opinión
pública mundial. En general, el panorama fue análogo en todas partes,
desde el Chile del general Pinochet hasta el Paraguay del general
Stroessner, de la Bolivia del general Bánzer al Uruguay, pasando por la
Argentina del general Videla. Países que, a través del plan Cóndor, se
prestaron asistencia recíproca para perseguir con mayor eficacia a los
opositores en los países vecinos y donde los arrestos , la tortura, los
asesinatos y la desaparición de personas se volvieron la norma. Al
respecto, es lícito hablar de estado terrorista, puesto que todos
ejecutaron vastas y brutales represiones, violando las propias leyes. La
cantidad de personas que sufrieron tortura y secuestros alcanza, en
total, varias decenas de miles, mientras que los que perdieron la vida
superaron los 200 en Uruguay, los 300 en Brasil y los 3000 en Chile.
Pero el caso donde la represión asumió formas más sistemáticas y
modalidades más siniestras fue el de la Argentina, donde el régimen
militar instalado en 1976 causó la desaparición de cerca de 11 000
personas, según las estimaciones oficiales, o 30 000, según algunas de
las organizaciones de derechos humanos .....
función de los ejércitos continentales, los cuales estaban más que pre-
dispuestos a desplegarla.