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Esto puede ser cierto por lo que se refiere a algunos estudiosos, pero está
muy lejos de serlo respecto al público en general o, por otro lado, a los gurús
de la televisión, que desempeñan un papel tan preponderante en la formación
de la opinión pública. En éste como en tantos otros campos, los supuestos
intelectuales de la gente corriente todavía están basados en el pensamiento
científico del siglo diecinueve; y aunque acreditados estudiosos hayan
abandonado por fin la noción de que los grandes mitos “arcaicos” no son más
que un torpe y precientífico intento de explicar los fenómenos observados de
la naturaleza, sus opiniones ciertamente no han llegado a los redactores de
libros de texto ni han penetrado en la mente de la mayoría de las personas
“cultas” del mundo occidental.
***
Este conocimiento apenas puede ser efectivo a menos que tome en cuenta
cuál es de hecho la herencia humana específica (y la materia prima con la
que todos los puentes están construidos), la “tradición primordial” o “filosofía
perenne”. Éste es el fundamento de todo conocimiento humano de lo que
somos y de dónde estamos, y se podría decir que todas las doctrinas que han
servido para mantenernos humanos a lo largo de los siglos y permitirnos
hacer uso de nuestro patrimonio no han sido más que adaptaciones queridas
por Dios de esta sabiduría básica a las cada vez más desesperadas
necesidades de una humanidad “caída” –y que sigue cayendo.
Las religiones que los occidentales conocen más de cerca –las de origen
semítico y, quizás, el Budismo- son de carácter “histórico”, primero en el
simple sentido de tener una historia estrictamente comparable a la de las
instituciones humanas y los acontecimientos temporales, y en segundo lugar,
porque el relato de sus logros y de las vicisitudes que han sufrido ocupa un
lugar destacado en sus enseñanzas. El tiempo tal como lo experimentamos
en nuestras vidas cotidianas es el telón de fondo contra el que son observadas
y entendidas.
Por otra parte, las doctrinas “arcaicas” no tienen historia. Su relación con
el tiempo ordinario ha sido la de las rocas con el mar que las erosiona
paulatinamente. En ello radica su fuerza, en la medida en que recuerdan las
condiciones de antes del alba de la historia escrita, y también su debilidad,
por cuanto no pueden servir de modelos de acuerdo con los cuales los
hombres de nuestro tiempo podrían organizar sus vidas. En cierto sentido se
puede decir de ellas que reposan en la “ficción” de que nada ha cambiado,
nada ha sucedido desde el principio de los tiempos. Precisamente han
sobrevivido porque los acontecimientos en el tiempo han sido tratados como
si carecieran de sentido a no ser que pudieran ponerse en relación
retrospectivamente con los modelos pretemporales de la creación,
reintegrarlos en esos modelos, y así ser trascendidos en lo que se refiere a
su actualidad histórica. Al menos interiormente, han hecho que el tiempo se
detenga.
Sin embargo, estas respuestas no son del género que satisfaga a la mente
inquisitiva cuando se separa del conjunto de la personalidad y reclama que
todo sea traducido a sus propios términos específicos, y tampoco pueden
pasar de mano en mano como monedas. Por su naturaleza, estas respuestas
son vínculos de conexión entre el individuo y todo lo que existe; pero puesto
que no se refieren al hombre parcial sino al hombre entero, de ello se sigue
que el hombre entero debe ser apto para recibirlas, si han de tener algún
sentido para él. La división o la turbulencia, la oscuridad o la falsedad en
cualquier nivel de su ser, levantarán barreras en el camino a la comprensión
total; porque la totalidad solo puede ser comprendida por la totalidad: “No
son sus ojos los que están ciegos, sino los corazones que sus pechos
encierran”[1].
Siendo lo que somos, somos libres de ver este punto de vista como falso,
pero nos engañamos si lo descartamos sin ni siquiera preocuparnos de saber
de qué se trata y sin considerar –aunque solo sea un momento- la posibilidad
de que podamos equivocarnos. Porque ésta es la única herencia que tenemos.
Nuestro pasado humano no tiene otra cosa que ofrecernos. Y antes de
resignarnos a una pobreza abyecta (consolados, sin duda, por la vana
esperanza de que tarde o temprano la ciencia nos hará ricos), haríamos bien
en recordar la pregunta de Pascal sobre si al heredero de una fortuna se le
ocurriría desestimar sus títulos de propiedad como falsificaciones sin tomarse
la molestia de examinarlos. La locura, sin embargo, es más a menudo el
síntoma de un vicio que de una falta de inteligencia, y no es infrecuente que
la arrogancia provoque una Obstinada ceguera. Si la “historia son tonterías”
y nuestro pasado humano es un cuento de ignorancia y superstición,
podemos pretender ser gigantes; pero si somos los herederos de hombres
que eran más nobles que nosotros y que conocían más de lo que nosotros
conocemos, entonces somos pigmeos y debemos inclinar la
cabezaavergonzados.
***
“No puede hacerse ningún reproche a una persona por atacar a una
Tradición ajena en nombre de su propia creencia si lo hace por pura y simple
ignorancia”, dice Schuon; “sin embargo, cuando no es este el caso, la
persona será culpable de una blasfemia, porque al ultrajar la Verdad Divina
en una forma ajena simplemente se aprovecha de una oportunidad para
ofender a Dios sin tener que inquietar a su propia conciencia. Esta es la
explicación real del burdo e impuro celo desplegado por aquellos que, en
nombre de la creencia religiosa, dedican sus vidas a hacer que las cosas
sagradas parezcan odiosas…”[4] El estudio de ciertos aspectos del empeño
misionero cristiano hace pensar que en efecto obró un “celo burdo e impuro”,
pero este celo se intensificó al servicio de la pseudo religión del “progreso”.
Y por supuesto perdemos de vista esta certeza. Queda enterrada bajo los
escombros de los siglos. Pero la cámara más íntima todavía está allí y la
cerradura todavía girará aunque la llave pueda estar herrumbrosa; porque
la reserva de Gracia que constituye el centro de cada Revelación es
intemporal, inmune al proceso de decadencia que erosiona sus obras
accesorias temporales. Dios no se retira: somos nosotros los que nos vamos.
Siempre fue más natural para los cristianos que para otros suponer que
había aspectos de la vida humana que quedaban fuera de la órbita inmediata
de la religión. Estas cosas podían mantenerse en orden –o neutralizarse-
mientras los hombres actuasen como buenos cristianos en relación con ellas,
pero en sí mismas no pertenecían a la esfera de lo sagrado. Por este
resquicio, sin importancia mientras la mayoría de los occidentales pensaban
como buenos cristianos, se ha introducido el mundo totalmente profano de
nuestra época que sigue su propio camino y permite la supervivencia de la
religión como “asunto personal” –mientras no interfiera en terrenos más
importantes.
Gai Eaton