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Rito de la Penitencia según la iglesia Oriental

En la iglesia Oriental se producen dos líneas de desarrollo penitencial: de la


penitencia como proceso de sanación y de la penitencia como proceso de excomunión.

Proceso de sanación:

Testificada sobre todo por Clemente de Alejandría Orígenes. Para ambos autores, el
proceso penitencial puede ser un proceso de sanación individual, por el que el pecador
se cura de la enfermedad del pecado, guiado por un “médico” o director espiritual
(llamado pnumatikós), considerado como verdadero “hombre o amigo de Dios”, cuya
función es guiar , corregir, orar, acompañar al pecador, y en alguna medida garantizarle
el perdón de Dios.

Este proceso de sanación puede ser conducido de forma pública y privada, y el


“espiritual” puede ser una persona ordenada o alguien no ordenada (laico o monje), que
posee dicho carisma.

Proceso de excomunión:

Los testimonios más importantes son el de Orígenes y de la Didascalia de los Apóstoles.


Orígenes, además de ofrecer una clarificadora tipología de pecados (inevitables, ligeros;
graves curables en proceso de sanación; mortales que exigen excomunión), describe con
claridad la estructura del proceso de excomunión, que consta de dos pasos:

a) Confesión o reconocimiento del pecado, que basa en Lv 5, 5; Sal 32 y no tiene


porque ser pública.

b) Excomunión promulgada por el obispo delante de la comunidad, con diversas


correcciones, y cumplimiento de la penitencia, no pudiendo el penitente
particular en la oración comunitaria y eucaristía.

c) Reconciliación, hecha con la imposición de manos, durante la oración o súplica


sacerdotal del obispo, que se compara con la purificación e introducción del
leproso a la comunidad.

La Didascalia de los apóstoles, afirma que los pecados que se someten a penitencia son
los pecados de malicia, que suponen cierto obstinación por parte del pecador. Distingue
dos momentos:

a) Uno de corrección y cierta auto-excomunión, que puede ser decidido por el


mismo sujeto, el cual se parta de la comunidad en orden a provocar en sí la
conversión y obtener el perdón.

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b) Excomunión litúrgica más severa, impuesta por el obispo y aceptada por el
pecador, dentro de 1 y 3 meses de duración, y conlleva a la expulsión de la
comunidad y la pública corrección, asistido con solicitud y caridad de los
responsables. Su puesto está al lado de los catecúmenos, y la vuelta de la
comunión plena significa distinguiendo diversos grados: el de los que lloran
(flentes) a las puerta de las iglesia; el de los que pueden escuchar la Palabra
(Audentes); en los que pueden permanecer en la asamblea, pero de rodillas
(genuflexi), y el de los que permanecen en la asamblea de pie (stantes).

La reconciliación o “paz de la iglesia” la da el obispo con la imposición de las manos.


Esta hace las veces del bautismo para el pecador, porque recibimos la comunicación del
Espíritu por la imposición de las manos y por el bautismo.

Desarrollo del sacramento de la penitencia:

En la Iglesia primitiva, la confesión se practicaba ante toda la asamblea; pero,


posteriormente y por razones de índole pastoral, a partir de una orden del patriarca de
Constantinopla Nectario, la práctica comunitaria de la confesión fue disminuida en dicha
ciudad, y paulatinamente en los demás patriarcados; y se concluyó definitivamente que
la confesión de los pecados se realizara ante el sacerdote de una manera individual,
debido a que el presbítero, además de escuchar la Confesión, guía e instruye de una
forma que hace de la confesión una renovación o prolongación del santo Bautismo.
«Me atrevo a decir que el manantial de lágrimas que surge después del Bautismo es aún
más importante que el mismo: nosotros, que recibimos el Bautismo desde infantes,
volvemos a mancillarlo; sin embargo, por medio de las lágrimas lo devolvemos a su
pureza original», dice san Juan Clímaco.

El sacramento de la Penitencia y la concepción de oriente:

"La plenitud y el perdón de los pecados deben ser predicados en todos los pueblos,
empezando por Jerusalén. Vosotros seréis los testigos" (Lc. 24:46-47). Y más que
testigos, porque el Señor confiere a los Apóstoles el poder del perdón: "Recibid el
Espíritu Santo, aquellos a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados y a
quienes los retuviereis les serán retenidos" (Jn. 20:22-23).

El texto clásico de San Cipriano, Obispo de Cartago, expresa bien la práctica de la


Iglesia: "Que cada uno confiese sus pecados mientras está aún en este mundo, mientras
su confesión puede ser aceptada y mientras el perdón y la satisfacción concedidas por
los Obispos son agradables al Señor."

Es, pues, el Obispo escucha las confesiones de los pecadores y otorga el perdón. Con la
multiplicación de las comunidades cristianas y el crecimiento de la Iglesia el Obispo
delega a los Sacerdotes este poder.

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"La Confesión es el reconocimiento de la culpabilidad, seguido de la absolución...
El confesor es un terapeuta de Dios, un médico enviado a curar las almas." Por lo tanto
no debemos ocultarlo nada.

Importancia de su etimología

Los padres llaman a este Sacramento "Metanía" del griego: "metá": cambio,
conversión, y "nus": mente, corazón, profundidad del hombre. Metanía quiere decir
entonces la vuelta del corazón, el cambio de mente. Ese término se ajusta mejor al
concepto fundamental de terapéutica espiritual que el término latino "Penitencia."

Esta penitencia verdadera es un retorno del ser humano hacia su estado natural. Cuando
el hombre vuelve a su propia naturaleza, la comunión con Dios se hace posible y se
efectúa la reconciliación.

Los Padres aseguran que ella ha de ser constante hasta la muerte. Dice san Isaac el Sirio:
«La penitencia es necesaria para cualquiera que procura la Salvación, sea pecador o
justo; porque la perfección no conoce límites. Aún la perfección de los adelantados
espiritualmente mengua. Por eso la penitencia no cesa sino hasta la muerte.» La literatura
monástica nos platica de san Sisoe: cuando estaba por apartarse de este siglo, su rostro
radiaba como el sol. Los padres lo cercaban y él les dijo: «He aquí que veo a los ángeles
acercándose para llevarme, y yo les suplico me dejen un rato más para arrepentirme.» Los
ancianos le decían: «Tú no necesitas de arrepentimiento, padre nuestro.» Les contestó:
«En verdad, dudo si lo he iniciado.» Entonces todos comprendieron qué sublime estatura
de santidad había alcanzado.

Distinción entre Oriente y Occidente:

Como ocurre en todos los Sacramentos, así también en el de la Confesión, el sacerdote


jamás emplearía la fórmula: «Yo te absuelvo de tus pecados», sino que pide
humildemente que el Señor acepte la confesión de los fieles: «Oh Señor, Dios nuestro,
quien has concedido a Pedro y a la adúltera el perdón de los pecados por medio de las
lágrimas, y has justificado al publicano cuando reconoció sus culpas, acepta la
confesión de tu siervo (N…) […] pues a Ti sólo pertenece el poder de remitir los
pecados […]» (Eucologio, Sacramento de la Confesión). La confesión es dirigida a Dios:
«Cristo está presente invisiblemente para escuchar tu confesión.» Y Dios es quien
perdona y otorga en abundancia su misericordia.

El padre confesor es hombre de oración que tiene paz interior y procura encaminar a
los fieles en las sendas del Señor. Por eso, la Confesión es concebida como un contacto
personal, una relación viva entre padre e hijo, en la que no hay necesidad de
separadores ni de confesonarios; basta tener en esta reunión el icono de nuestro Señor
Jesucristo que confirma su Presencia. Es bueno, pues, darnos vergüenza por el estado
pecaminoso y el comportamiento indebido que tenemos, pero aún es mucho más

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importante tener la humildad para confesarlo, y el deseo y la esperanza para corregir
el camino: «Dad frutos dignos de conversión» (Lc 3: 8).

La oración de la absolución es otorgada al confesado como un sello de alegría de la Gracia


de Dios que lo acompañará en su lucha espiritual, y no es, por tanto, un arma mágica de
justificación. Entonces, la costumbre de pedir absolución antes de la Comunión sin
confesarse propiamente es ajena a la Tradición de la Iglesia. El sacerdote recita en una
oración del Oficio: «[…] no te preocupes en cuanto a los pecados que has confesado,
sino que vete en paz.» La absolución es el sello de la Confesión sacramental y no un
protocolo preparatorio antes de la Comunión. Ni una sola vez el hombre puede
aproximarse a la santa Comunión con una sensación de estar «justificado»; y todas las
oraciones y plegarias, personales y comunitarias, piden por «el perdón y la remisión de
nuestros pecados y ofensas», como decimos en la Letanía. Entonces la frecuente
Comunión no implica frecuente «absolución» sino constante penitencia y «espíritu
contrito»; sin embargo, en ciertos momentos de pesadez en el corazón y de gravedad en
la conciencia, el hombre necesita acudir a la medicina de la confesión; es entonces
cuando el padre confesor ora sobre la cabeza del penitente la absolución confirmando
la reconciliación con la Iglesia y la reincorporación en el Cuerpo del Señor.
Únicamente en ocasiones de enfermedades graves o mentales se otorga la absolución
sin confesión previa.

¿Cuándo hay que hacer la primera confesión? Teodoro Balsamón, Patriarca de


Antioquía, gran canonista ortodoxo, indica la edad de 7 años, y esta práctica es la
recomendable.

¿Dónde hay que hacer la confesión? En la iglesia, frente a la imagen de Cristo, ante las
puertas del Iconostasio, teniendo ante nosotros el Santo Evangelio. Sólo a los enfermos
les está permitido confesarse en la casa, en el hospital o en cualquier otro lugar.

Rito de la Penitencia

Sacerdote: Bendito sea Dios, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

Él o los penitentes dicen:

Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros (tres veces). Santísima
Trinidad, ten piedad de nosotros, Señor, sé propicio con nuestros pecados. Maestro,
perdona nuestras culpas. Santo, visita y sana nuestras dolencias, por Tu Nombre.

Señor, ten piedad. (tres veces).

Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Ahora y siempre y por los siglos de los
siglos. Amén.

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu
reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada

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día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden; no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del maligno.

Sacerdote: Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, oh Padre, Hijo y Espíritu Santo,
ahora y siempre y por los siglos de los siglos.

Coro: Amén.

A continuación un lector o uno de los asistentes dice:

Venid, adoremos y postrémonos delante de Cristo.

Venid, adoremos y postrémonos delante de Cristo, nuestro Rey y nuestro Dios.

Venid, adoremos y postrémonos ante el mismo Cristo, nuestro Rey y nuestro Dios.

Salmo 50

Piedad de mí, Señor, en tu bondad y en tu ternura borra mi pecado. Lávame de toda mi


maldad, de mi pecado límpiame, Señor. Reconozco lo grande de mi culpa y mi pecado
está siempre ante mí, Contra Ti solo pequé y lo malo a tus ojos hice, es así muy justa tu
sentencia y recto tu juicio.

Tu sabes que culpable yo he nacido y pecador mi madre me engendró. Tú amas la


verdad del corazón y en tu interior me enseñas tu saber. Rocíame con hisopo y seré
limpio, lávame y seré más blanco que la nieve. Hazme sentir el gozo y la alegría y
exulten mis huesos quebrantados. Aparta tu rostro de mis culpas y borra de mí toda
maldad. Oh Dios, crea en mí un corazón puro y renueva la firmeza de mi espíritu. No
me quieras echar de tu presencia ni retires de mí tu Santo Espíritu. Devuélveme tu gozo
salvador y hazme fuerte con un alma generosa. Mostraré a los pecadores tus caminos y
hacia Ti volverán los extraviados. Dios, mí salvador, líbrame del crimen y celebrará mi
lengua tu justicia. Señor, abre mis labios y mi boca anunciará tus alabanzas. Porque no
es sacrificio lo que quieres y si ofrezco un holocausto no lo aceptas. Mi sacrificio es un
espíritu arrepentido, pues no desprecias el corazón humilde.

Haz el bien a Sión por tu bondad y refuerza las murallas de Jerusalén. Aceptarás
entonces sacrificios y víctimas en tu altar se ofrecerán.

¡Ten piedad de nosotros, Señor, ten piedad de nosotros! Faltos de toda defensa, los
pecadores te ofrecemos esta súplica o Ti, Dueño nuestro: ¡Ten piedad de nosotros!

Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Ten piedad de nosotros, Señor, pues hemos puesto en Ti nuestra confianza. No


descargues tu ira sobre nosotros ni te acuerdes de nuestras culpas. Míranos de nuevo
con ternura y sálvanos de nuestros enemigos, porque Tú eres nuestro Dios y nosotros tu
pueblo, todos somos obra de tus manos y sobre nosotros se ha invocado tu nombre.

Ahora y siempre y por los siglos de los siglos Amen.

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¡Ábrenos la puerta de la misericordia, oh bendita Madre de Dios! No permitas que nos
descarriemos los que confiamos en Ti. Que por Ti seamos libres de las tentaciones,
porque Tú eres la salvación del pueblo cristiano.

Ahora él (o los) penitente(s) se arrodilla(n) e inclina(n) la cabeza y dice tres veces:

Hemos pecado, Señor; ¡perdónanos!

Sacerdote: Roguemos al Señor.

Coro: Señor, ten piedad.

Sacerdote: Dios nuestro Salvador, que, por medio del Profeta Natán, perdonaste a David
sus pecados, que recibiste la súplica que te hizo Manasés para el perdón de los pecados,
recibe a tus siervos que se arrepienten de los pecados que han cometido. Por tu amor a
la humanidad, acepta su arrepentimiento, y perdónales todas sus culpas, pues Tú
perdonas los pecados y las faltas. Señor, Tú has dicho que no quieres la muerte del
pecador, sino que deseas que se convierta y viva y nos has mandado perdonar los
pecados hasta setenta veces siete, pues tu misericordia es tan inmensa como tu majestad.
Y si tuvieses en cuenta los pecados, Señor, ¿quien podrá resistir?

Tú eres el Dios de los arrepentidos y Te glorificamos, oh Padre, Hijo y Espíritu Santo,


ahora y siempre y por los siglos de los siglos.

Coro: Amén.

Padre, Señor del cielo y de la tierra, te confieso todo lo oculto y manifiesto de mi


corazón, todo lo que he hecho hasta este momento. Te pido perdón por todo, oh justo
Juez; dame tu gracia para que no peque más.

Hermano(s) que has (han) venido a Dios y a mí, no te confiesas (se confiesan) conmigo,
sino con Dios, a Quien represento.

En este momento se escuchan las confesiones individualmente, después de haber hecho un minucioso
examen de conciencia. Terminadas las confesiones, el Sacerdote dice:

Sacerdote: Hijo(s) mío(s) no te has (se han) confesado con mi humildad; yo, pobre
pecador, no puedo perdonar los pecados en la tierra, sino solo Dios, que, con su voz
imperecedera habló, después de su Resurrección, a los Apóstoles, diciendo: A los que
perdonareis los pecados, les serán perdonados; y a los que los retuviereis, les serán
retenidos; a causa de estas palabras yo puedo deciros: Todo lo que habéis confesado
ante mí, todo lo que habéis omitido por ignorancia o por olvido, que Dios os lo perdone
en esta vida y en la otra.

Y da la absolución con una de las siguientes fórmulas:

Sacerdote: Que nuestro Señor Jesucristo, que dio a sus santos discípulos y apóstoles el
poder de perdonar los pecados de los hombres, te perdone todos tus pecados y todas tus
faltas, y yo su indigno ministro, que he recibido de los mismos apóstoles la autoridad de
hacer lo mismo, te desligo de toda excomunión, si está dentro de mis facultades y tu

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tienes necesidad de ello. Luego te absuelvo de todos los pecados que has confesado,
delante de mi indignidad, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Otra fórmula, que es usada entre los griegos:

Sacerdote: Que Dios, quien perdonó a David, por medio de Natán el Profeta, a Pedro
que lloró amargamente por haberlo negado, a la pecadora al derramar lágrimas sobre
sus pies, al publicano y al hijo pródigo, que El te perdone, por medio de mí pecador, en
esta vida y en la otra y te haga comparecer sin culpa ante su temible tribunal, pues es
bendito por los siglos de los siglos. Amén.

Al pronunciar cualquiera de las fórmulas anteriores, el Sacerdote impone el epitrajilion sobre la cabeza
del penitente y traza sobre él la señal de la Cruz. En caso de urgencia, solo será pronunciada cualquiera de
estas formulas y esa bastará para la absolución.

Se termina el Oficio, diciendo:

Verdaderamente es justo el celebrarte, oh Madre de Dios, para siempre bienaventurada


y exenta de pecado, la Madre de nuestro Dios. Tú eres más venerable que los
Querubines, más gloriosa que los Serafines. Te celebramos a Ti, que diste al mundo al
Verbo Dios, sin dejar de ser Virgen, y que eres la verdadera Madre de Dios.

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