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BUENAS Maneras
DEL SACERDOTE

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_ Biblioteca Nacional de España


Biblioteca Nacional de España
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L. BRANCHEREAU '
SUPERIOR DEL SEMINARIO DE ORLEANS

URBANIDAD
BUENAS MANERAS
SACERDOTE
TRADUCCIÓN HECHA SOBRE LA DECIMA EDICION FRANCESA

POR EL

P. Dionisio Fierro Gasea


ESCOLAPIO

BARCELONA PARÍS
GUSTAVO GILI VIC ET AMAT
EDITOR EDITORES Y LIBREROS
45, Universidad, 45 11, Calle Cassette, 11
MCMVI

4^
B/N/Wera N^ofimd^spaña
Biblioteca Nacional de España
URBANIDAD

BUENAS MANERAS DEL SACERDOTE

Biblioteca Nacional de España


Es propiedad. Reservados todos
los derechos. Queda hecho el de­
pósito que marca la Ley.

Fidel Giró, impresor. — Calle de Valencia niím 233, Barcelona.

Biblioteca Nacional de España


^137tO

URBANIDAD
BUENAS MANERAS
SACERDOTE
POR

L. BRANCHEREAU
SUPERIOR DEL SEMINARIO DE ORLEANS

Traducción hecha sobre la décima edición francesa


POK EL

P. DIONISIO FIERRO GASCA


ESCOLAPIO

CON LICENCIA

BARCELONA 4, PARÍS
GUSTAVO GILI I
VIC ET AMAT
EDITOR EDITORES Y LIBREROS
I
45, Universidad, 45 V 11, Calla Cassette, 11
rfG'.STEOGENLRAí-
MCMVI

1 propiedad u£_n/'CTi al_


Biblioteca Nacional de Esi íWik *9 ABft.
VICARIATO GENERAL
DC LA
BIÓCESIS DE BARCELONA

Por lo que á Nos toca, concedemos


Nuestro permiso para publicarse el li­
bro titulado: c Urbanidad y buenas

MANERAS DEL SACERDOTE», eSCritO Cn


francés por el R. Abate L. Branchereau
y traducido al castellano por el R. P.
Dionisio Fierro Gasea, Escolapio, me­
diante que de Nuestra orden ha sido exa­
minado y no contiene, según la censura,
cosa alguna contraria al dogma católico
y d la sana moral. Imprímase esta li­
cencia al principio ó final del libro, y
entríguense dos ejemplares del mismo,
rubricados por el Censor, en la Curia
ele Nuestro Vicariato.
Barcelona, 20 de Enero de igoó.
BL VICARIO GENERAL,

Ricardo, Obispo de Eudoxia

Por mandado de Su Señoría

Lie. yosé M. de Ros, Pbro.


Srio. Can.

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• >* ». *\
\v. ■ >) f ¡
jfTl €xcmo. y limo. Señor

¡)r. J). Juarj Soldevila y ¡(omero


dignísimo Jírzobispo de Zaragoza.

Excmo. y Rmo. Señor ; . 4%

Las atenciones y delicadezas de que he sido siempre objeto


por parte de V. E. Erna, me animan d dedicarle la traduc­
ción de este « Tratado de Urbanidad* que, escrito exclusiva­
mente para Eclesiásticos por M. L. Branchereau, mereció
tantos elogios del gran Obispo de Orleans, Mgr. Dupan-
loup, y tuvo tan buena acogida entre el clerofrancés.
Dígnese aceptarlo V. E. Rma., mientras con el mayor
rendimiento besa el anillo pastoral de V. E. Rma. su humilde
y devotísimo siervo

P. Dionisio Fierro Gasea, Escolapio.

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Carta de Mgr. Dupanloup, Obispo de Orleans.

Señor Superior y Amigo mío muy querido:

¡ Urbanidady buenas maneras eclesiásticas! ¡ Cuánto desea­


mos lo mismo usted que yo que las conozca bien nuestro Cle­
ro joven' ¡ Cuánto pesar hemos tenido ambos viendo á sacer­
dotes, por otra parte muy excelentes, que violaban sus más
elementales preceptosi Nos reíamos y á la vez gemíamos,
porque eran evidentes su sencillez y rectitud; pero no que­
daba en buen lugar la dignidad del carácter sacerdotal; se
achicaba 6 se impedía el fruto del ministerio, y quedaban
comprometidos los asuntos más delicados.
Es verdad que para muchos esa falta de mundo, que con
tanta frecuencia lleva consigo la falta de habilidad, procede
de vacíos de la primera educación; y no falta qnien ha di­
cho de ésta, que, una vez que se ha ido, ya no vuelve.
Sin embargo, no admito sin restricción ni correctivo axio­
ma tan descorazonador, que anularía todos nuestros esfuer­
zos para la educación secundaria^ imposibilitando por com­
pleto la educación superior de nuestros Seminarios. Pero veo
en esto un motivo más para atender con más solicitud y ca­
riño á nuestros jóvenes clérigos, casi todos hijos delpueblo,
y salidos de las aldeas, y para prepararlos mejor á fin de
que lleguen á ser príncipes, príncipes de la Casa del Señor.
Cuando los enviemos al mundo adornados con la corona del
sacerdocio, no les preguntará la sociedad de dónde vienen, á
no ser que lo revelen ellos con su lenguaje inculto y sus ma­
neras poco corteses.
Por esto he devorado con el interés más vivo el manus­
crito de usted, y le he exigido su publicación, creyendo que
afinar y civilizar las almas de los futuros directores de al­
mas es una parte integrante, y quizá no poco descuidada, de
la educación sacerdotal.
He creído ver en la obra de usted todas las cualidades
propias para conseguir ese fin.
Aplaudo primero el título, al cual ha sabido usted ser
siempre fiel. No ha sido su ideal la Urbanidad en general.

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y mueho píenos la Urbanidad mundana; es la Urbanidad
revestida de gravedad, sagrada hasta cierto punto, que dis­
tingue al Sacerdote completo, desde las funciones más au­
gustas hasta las relaciones más familiares, por la sencilla
razón de que siendo siempre sacerdote, debeparecerlo siempre.
Tampoco ha costado á usted mucho ligar esa perpetua ob­
servancia de las relaciones sociales más distinguidas á las
virtudes más elevadas, de las cuales no es sino brillo y deli­
cioso aroma. En el fondo no es el libro de usted sino un tra­
tado de los deberes exteriores del pastor, del pastor cual lo
desean y piden d Dios los verdaderos cristianos. Es didác­
tico y completo, ordenado y regular como un Tratado de
moral eclesiástica, de la cual parece ser calco y ampliación.
De ahí, sin duda, ese tono de benévola moderación en la
censura que tan bien sabe conservar usted; esos miramientos
para con ciertas ridiculeces y extravagancias más bien indi­
cadas que dibujadas; esos retratos, simplemente esbozados,
de originales que acabará la malicia de sus lectores, que no
se considerarán obligados á toda la discreción de usted, ni
comprenderán como usted que es necesario ser amable y
cortés hasta,y sobre todo, con los que no lo son.
Por lo demás, aunque circunspecta y caritativa no es me­
nos justa y delicada la critica de usted. A veces la Bruylre
y Joubert, observador desapiadado el uno, y el otro mora­
lista tan prudente como delicado, concluyen por hundir bien
el dardo que usted apenas muestra, abriendo la llaga que
marca usted como ligero rasguño. Son citas y adornos no
del todo vulgares que dan á su libro un aire de semejanza
con el tipo de urbanidad que usted nos ha trazado.
Después de haberle leído á usted, sus lectores, que serán
muchos, no pensarán menos en Dios, pero aun pensará?!
mucho menos en sí mismos y tnucho más en los hombres con
quie?ies mantengan relaciones de negocios, de sociedad y de
ministerio.
Con los sentimientos de la amistad más sincera soy de us­
ted en nuestro Señor Jesucristo
f Félix, Obispo de Orleans.

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J'7 /os Jemmorr/f/ora

1
Amigos míos:
Para vosotros he emprendido esta obra, y á vos­
otros la dedico.
Si la materia en ella tratada está lejos de igua­
lar en importancia d las que todos los días se pro­
ponen á vuestra meditación, no deja de merecer por
eso vuestra atención más decidida., no pudiendo
omitir su estudio sin comprometer gravemente
vuestro futuro ministerio.
Trabajáis en el Seminario para ser doctos pole­
mistas, elocuentes predicadores, hábiles catequis­
tas, discretos casuistas é ilustrados directores. Y
lo que vale más todavía, ponéis empeño en hacer
vuestra fe más viva, vuestra piedad más tierna y
más generosos y abnegados vuestros amores á Dios,
á la Iglesia y á las almas. Nobles esfuerzos, que re­
gocijan el corazón de vuestros Superiores, siendo
para la Iglesia la fuente de las más preciosas espe­
ranzas.
Sin embargo, algo más os piden la Religión y
la Sociedad. Quieren que á la eminencia en la doc­
trina y al brillo de la santidad unáis esas maneras
distinguidas, esa dicción pura, ese continente dig­
no, sencillo y majestuoso á la vez, que dan á cono­
cer al hombre^ bien educado.
.T N - ■ UCf
^ ^at^nal de España
Obligados á vivir en medio del mundo, á tratar
con el mundo y á mezclaros en las cosas del mun­
do, no podéis despreciar sus costumbres, ni desco­
nocer sus maneras, ni ignorar su lenguaje. Es de
absoluta necesidad que, sin dejar de ser hombres
de Dios, tratéis de ser también hombres de buena
sociedad. Imitaréis de esta manera al Apóstol que
hacia profesión de acomodarse á todos los gustos y
á todas las exigencias, para ganar más almas para
Jesucristo.
El libro que publico tiene por objeto ayudaros á
adquirir el complemento necesario de la educación
sacerdotal. En forma metódica hallaréis en él un
resumen práctico de los deberes sociales con que os
veréis bien pronto obligados á cumplir. A vuestros
ojos irá apareciendo el ideal del sacerdote fino,
tal á lo menos como he podido concebirlo, siéndoos
fácil apropiaros todos sus rasgos para reproducir­
los en vosotros.
Estimables votos de honorables personajes me
han asegurado que he llegado al fin que me había
propuesto, permitiéndome esperar que no os será
inútil mi obra. Es la única recompensa que ambicio­
no. Mi más dulce consuelo será saber que os serán
provechosos estos consejos que me inspira el afecto
que os profeso, y que, meditándolos, seréis sacer­
dotes dignos de la confianza de la Iglesia y del res­
peto de los pueblos.

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'/ . : N ,

■'.O.fo./ a

URBANIDAD

Conveniencias sociales eclesiásticas

INTRODUCCIÓN

1. De muchas maneras ha sido definida la Urba­


nidad.
La Bruyére quiere que sea una especie de aten­
ción á hacer que con nuestras palabras y con nues­
tros actos queden los demás satisfechos de nosotros
y de si mismos.
Según Duclós, es la expresión ó imitación de las
virtudes sociales.

2. Hablando con propiedad, no hay unidad en la


primera definición. Indica, es verdad, el fin á que
debe conducirnos la Urbanidad; pero no dice qué es
lo que la constituye, esto es, no revela las condicio­
nes con que obtendremos que los demás queden
satisfechos de nosotros y de sí mismos.
La segunda es más explícita, pero demasiado ge-

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1
— 4 —

neral. Hay virtudes sociales, cuyo ejercicio no sólo


no exige la práctica de la Urbanidad, sino que le son
completamente extrañas. Nadie dirá jamás que el
hombre honrado que paga sus deudas ejecuta un
acto de Urbanidad, como no se dirá que ha sido im­
político el ladrón nocturno que carga con todo lo que
existe en una tienda.
Hay, pues, que distinguir, y haremos la distinción
nosotros mostrando cuáles son las virtudes sociales
de que es expresión la Urbanidad.

3. Tres grados principales hallamos en los debe­


res que con respeto á nuestros semejantes nos impo­
nen las relaciones sociales.
Hállase en primer lugar la justicia^ que consiste
en no violar los derechos de los demás, por lo cual
debemos respetar su vida, sus bienes y su reputa­
ción. Su papel es puramente negativo.
No se contenta la caridad con no impedir al pró­
jimo el ejercicio de su derecho; va más allá, dándole
generosamente ayuda y protección; le socorre en las
necesidades, le ayuda en las penurias, y, lejos de
arrebatarle lo que le pertenece, le hace entrar á la
parte en lo que posee. Es el segundo grado.
Hay un matiz más delicado todavía en el tercero.
No hay quien no experimente la necesidad eminente­
mente social de recibir de parte de sus semejantes
testimonios de estimación, de deferencia y de simpa­
tía. Ya no se trata aquí de derechos en el verdadero
sentido de la palabra, y que son objeto de la justicia.
Tampoco aparece por ningún lado ese otro derecho
secundario, si bien tan real como el primero, que nos
impone la obligación de ser caritativos. Todo des­
cansa en una conveniencia que revela el sentimiento,
y sabe apreciar admirablemente el tacto. En la fide­
lidad á las leyes dictadas por esta conveniencia con­
siste la Urbanidad.

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—s-
4. Y definiremos la Urbantoad, diciendo que es:
La atenta y delicada solicitud de manifestar á
todos con nuestra conducta exterior nuestra esti­
mación y nuestra benevolencia.

5. Aclaremos con un ejemplo estas nociones.


Advierto que tengo en mi poder los bienes de
otro, y los restituyo. Se me ofrece la ocasión de per­
judicar al prójimo en su persona ó en su fortuna, y
no le perjudico. En todo esto no he sido ni cortés ni
caritativo: no he sido más que justo.
Me encuentro un pobre en mi camino. Contemplo
su miseria, y escucho su petición, que me enternecen
moviéndome á darle una limosna. Cedo ante aquella
buena inspiración, abro el portamonedas, y socorro
al desgraciado que me tiende la mano. El acto que
acabo de ejecutar ni es de justicia ni de Urbanidad:
es un acto de caridad.
Pasa cerca de mí una persona conocida, la saludo
descubriéndome y haciendo una inclinación. En mi
proceder no hay un acto de justicia ni tampoco de
caridad: es un puro acto de Urbanidad.
Pero, aunque distinta de la Justicia y de la Cari­
dad, en muchos casos puede la Urbanidad asociarse
á estas dos virtudes embelleciendo su ejercicio.
Si al presentarme al acreedor para pagarle la
deuda, le hablo con cortesía y delicadeza; y si acom­
paño la limosna, que doy al pobre, con una sonrisa
benévola, ó con palabras de conmiseración y simpa­
tía, soy cortés y urbano, al mismo tiempo que soy
justo y caritativo.

6. En el sentido estricto de la palabra no com­


prende la Urbanidad sino los actos ó palabras cuyo
objeto directo es la manifestación del aprecio y de la
benevolencia; por ejemplo: un saludo, un cumplido,
una atención delicada.

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1
— 6

En sentido más general, se confunde con lo que se


ha convenido en llamar buen tono, trato social, con­
veniencias sociales.
Así comprendida la Urbanidad, está constituida
por un conjunto de reglas, prácticas, usos, maneras
de ser, de hablar y obrar, que forman todo el cere­
monial de las gentes bien educadas.
No es arbitraria esta extensión, no siendo difícil
conocer que el buen tono y las conveniencias socia­
les, generalizando más la palabra, se unen tan ínti­
mamente con la Urbanidad, que no son más que su
manifestación. De las prescripciones que imponen,
hay muchas que aparecen manifiestamente fundadas
en los miramientos debidos á las personas con quie­
nes se vive, en el temor de herir su delicadeza, de
darles en rostro, y de molestarlas en la cosa más in­
significante. Cualesquiera que sean el sentido y el
origen, por lo mismo que son observadas en la buena
sociedad, y que en virtud de un convenio tácito entre
las personas que conocen el trato del mundo vienen
á convertirse en leyes, exige su observancia la con­
sideración que unos á otros se deben, y no hay quien
pueda infringirlas sin faltar más ó menos grave­
mente á las exigencias de la sociedad. De ahí viene
el que nos sean siempre desagradables tanto la tor­
peza de los que las olvidan, como la indiferencia de
los que prescinden de ellas.
En sus matices infinitos, las conveniencias socia­
les se dirigen todas sin excepción, aunque de una
manera indirecta, á la manifestación de la benevo­
lencia y del aprecio, y por eso, conformándonos con
la costumbre, las referimos uniéndolas estrecha­
mente á la Urbanidad.

7. De lo que acabamos de decir se sigue que la


Urbanidad consiste esencialmente en las formas ex­
teriores: no es el aprecio ni la benevolencia; es nada

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más que su manifestación. Permítenos esta observa­
ción conocer todo el valor de la distinción que se ha
hecho entre la verdadera y la falsa Urbanidad.
Pero según el sentido en que se tome esta pala­
bra, es exacta ó inexacta la distinción.
1. " Puede ser verdadera y puede ser falsa la Ur­
banidad en cuanto se conforma ó no con las reglas
admitidas en la buena sociedad. Hay hombres que
por ignorancia, ó por falta de tacto y de costumbre,
aplican muy torpemente las reglas del trato social;
á pretexto de aparecer políticos, se salen de lo sen­
cillo y natural; y en el cumplimiento de los debe­
res sociales revelan que les falta aquella elegante
soltura que acompaña siempre á las maneras del
hombre bien educado. Estos tienen Urbanidad/'«isa.
Puede citarse como ejemplo el personaje de Moliére
que suplica ridiculamente á la persona á quien sa­
luda que se retire algunos pasos para poder hacer la
tercera inclinación.
2. ° Mas sería inexacta y sin fundamento la dis­
tinción, si entendiéramos por Urbanidad verdadera
la que revela los verdaderos sentimientos del cora­
zón, y por falsa la que expresa los que no se tienen.
En este segundo caso falta á la Urbanidad el carác­
ter moral que tiene en el primero; mas no por eso
dejará de ser Urbanidad. Más aún, tiene entonces
gran precio y no pequeño valor, porque si no hay
virtud en ella, es un homenaje rendido á la virtud.

8.¿Puede un hombre serio practicar esos actos


propios de la Urbanidad que acabamos de definir?
¿Qué aprecio debe hacer de ellos particularmente el
sacerdote?
Responderemos con toda claridad á esta doble
pregunta, pero permítasenos hacer una pequeña di­
gresión.
Habla la historia de una secta de filósofos que, so

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— 8 —

pretexto de aplicarse únicamente al ideal del deber,


se habían propuesto pasar por encima de todas las
conveniencias sociales, despreciar los usos admiti­
dos, y no tener en cuenta las reglas del trato social.
Es proverbial la ridicula grosería de los cínicos.
Cierto que no tienen adeptos entre nosotros aque­
llos extraños filósofos, pero subsiste todavía la ten­
dencia que se propusieron erigir en ley, y que tiene
la raíz y el principio en la secreta oposición que
hallamos en nosotros mismos á cuanto pueda impo­
nernos alguna violencia.
No será, pues, inútil repetir una y mil veces en
las primeras páginas de esta obra, cuánta es la im­
portancia de la Urbanidad, apoyando en argumentos
positivos la necesidad de estudiar sus reglas y de
conformarse con ellas.

9. En primer lugar hay que hacer presente la es­


tima en que han tenido la Urbanidad las sociedades
cultas de todos los tiempos, con lo cual presentare­
mos una demostración preliminar fundada en el co­
nocimiento del género humano.
En todos los tiempos y en todos los pueblos en­
contramos el código de las buenas maneras y del
trato social al lado del de las leyes destinadas á man­
tener en los Estados el orden, la obediencia y la jus­
ticia. Las civilizaciones más atrasadas nos ofrecen
esta legislación escrita, no en los libros, sino en las
costumbres, que vale mucho más.
Cuna el Oriente de las sociedades humanas, lo ha
sido también de la Urbanidad que fué practicada allí
con todo rigor. Conserva la Sagrada Escritura pre­
ciosos recuerdos de las costumbres observadas por
los judíos y por los pueblos vecinos en sus relaciones
sociales. La historia de Abrahán y de los Patriarcas,
de David y de Salomón, y más tarde de los monar­
cas asirlos, medos y persas, de que hace mención la

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— 9 —

Biblia, nos descubre la existencia de un ceremonial


muy complicado ya, en las comidas, en el recibi­
miento hecho íl los huéspedes, en las audiencias con­
cedidas por los soberanos, etc., etc.
Es cierto que el carácter republicano de Grecia y
de Roma hizo adoptar á aquellos pueblos formas más
sencillas, y, sobre todo, 'menos expresivas ¡y respe­
tuosas que las del Oriente. Sin embargo, tuvieron
también su trato social.
Referíanlo los griegos al culto de la Belleza que
fué el rasgo característico de aquella civilización.
Eminentemente artista y dotado maravillosamente
de delicadeza y buen gusto, no podía dejar de esti­
mar aquel pueblo la Urbanidad en sus relaciones so­
ciales. Al aticismo del lenguaje sabía unir el de su
trato y el de sus maneras: uno y otro le eran igual­
mente estimables. Toda una teoría de trato social
encierra la oración que decían ante la Divinidad:
^Concédenos que nada digamos que no agrade^y
que nada hagamos que no sea bien recibido.>
Más sencilla, más viril, más abierta que la nues­
tra, la Urbanidad romana, dice Champagny, tenía lo
mismo que la nuestra formas convencionales, mati­
ces diversos, rodeos, insinuaciones, censuras y disi­
mulos muy políticos. Si aquellos hombres se tutea­
ban, no lo hacían con el rebajamiento de nuestros
descamisados; sabían distinguir entre el lenguaje del
campesino frMsífcMsj y el del hombre culto (urbanus);
conocían la delicadeza (comitas), el arte de ser ama­
bles (humanitas)] tenían conocimiento del mundo
(urbanitas), y poseían aquel aplomo y aquella aptitud
que llamaban los Atenienses (dexteritas). Podríamos
encontrar fácilmente un millar de ejemplos en las
cartas de Cicerón (1).
Al tomar posesión del mundo moderno la Iglesia,
(i) Les Césars. t. III p. i66.

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1
llamada con tanta razón la gran escuela del respeto^
no tuvo inconveniente en romper con aquellas tradi­
ciones antiguas. Las enseñanzas del Evangelio sobre
la eminente dignidad del hombre, creado á imagen
de Dios, y elevado por el bautismo á la participación
de su naturaleza divina, inauguraron en la sociedad
una Urbanidad nueva, más elevada y más moral que
la Urbanidad pagana. Con la transformación de las
costumbres dió el espíritu cristiano al trato social
un carácter de gravedad, de dignidad y de distinción
desconocidos hasta entonces; carácter que, ni es el
abyecto servilismo de Oriente, ni la orgullosa inde­
pendencia de Grecia y Roma; es el respeto que el
hombre debe al hombre, es la benevolencia fundada
en la fraternidad que une entre sí á todos los miem­
bros de la familia humana.
La finura y delicadeza, de que tanto se envanecen
las sociedades modernas, han sido inspiradas por el
cristianismo, haciéndolas bajo este concepto, como
bajo todos los demás, muy superiores á las socieda­
des antiguas (1).
No nos proponemos ¡traer aquí la historia de la
Urbanidad y del trato social de los pueblos cristia­
nos. Atendiendo únicamente á nuestro país, diremos
que en este punto ha tenido siempre la Francia in-

(l) Es muy notable la diferencia que existe entre las naciones


católicas en las que ejerce toda su poderosa influencia el Cristia­
nismo y las naciones protestantes, con respecto á la delicadeza y
al trato social. cLas Religiones del Norte, dice M. de Custines,
están basadas en el espíritu del libre examen y de la independen­
cia, que hacen á los hombres demasiado orgullosos y bien poco
sociales, puesto que los aisla en lugar de unirlos... El Catolicismo,
con su respeto á las jerarquías, con su sumisión á la fuerza que
legitima con su fe, con sus hábitos de meditación y recogimiento,
dispone los espíritus á la verdadera política que no es otra cosa
que el arte de dar á cada uno, sin ninguna clase de violencias, lo
que socialmente se le debe. Jamás he encontrado un Religioso ó
una Religiosa de mal tono. (La España bajo Fernando Vil).

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— 11 —

contestable superioridad, siendo en todo tiempo el


país clásico del buen tono, de la elegancia y de la
distinción en el trato social.
Célebre es la etiqueta de la Corte de nuestros re­
yes. Era un ceremonial severo y complicado en que
todo estaba determinado con cuidado especialísimo
hasta en los más insignificantes pormenores. Su ori­
gen se remonta á Carlomagno, habiendo concurrido
á su perfeccionamiento San Luis y Luis XIV. Todas
las Cortes de Europa se adaptaron más ó menos á
ella, pudiéndose decir que ha servido de tipo á la mo­
derna política (1).
No podemos dejar de decir que, no contenta la
Iglesia con animar á las sociedades formadas por
ella á la práctica de la Urbanidad, nos presenta en
su Liturgia el código más perfecto. ¿A quién no ha
llamado la atención el carácter de nobleza y de ma­
jestad que acompaña siempre á sus ceremonias?
¿Dónde podríamos encontrar manifestación más her­
mosa y verdadera de las consideraciones que nos
debemos los unos á los otros? ¡Con qué decencia, con
qué respeto, con qué miramientos tan exquisitos se
trata á las personas y aun á las cosasi El orden más
perfecto acompaña á la determinación de las catego­
rías; el inferior presta al superior los obsequios que
le debe, y hasta el igual honra á su igual con aten­
ciones llenas de dignidad y delicadeza. Es la más ex­
quisita Urbanidad elevada á la altura de acto reli­
gioso.
(l) Puede haber exceso en las mejores cosas, y hasta en la
política. Prueba de ello es la muerte de Felipe III, Rey de Espa-
fia, causada por la escrupulosa fidelidad á las reglas de la etiqueta.
Presidia el Consejo aquel Principe, y se quejó del humo de un
brasero que le molestaba tanto más, cuanto acababa de salir de
una enfermedad grave. Desgraciadamente había salido el oficial
encargado del fuego, y, á pesar de lo urgente del caso, nadie se
atrevió á reemplazarlo. Aquella mal entendida delicadeza costó la
vida del monarca.

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10. Sirviéndonos de semejantes testimonios, pre­
sentaremos algunas consideraciones que fijarán el
elevado alcance moral y social de la Urbanidad, con­
cluyendo por inspirar afición;
1. ° Una atención, si es fiel y sincera expresión
del respeto que nos inspira el prójimo, es siempre ac­
to bueno y bien visto desde el punto de vista moral.
Por el contrario, cuando para manifestar la male­
volencia y el desprecio que se sienten, se falta volun­
taria y deliberadamente á las reglas del trato social,
se viola la virtud de la caridad, y con frecuencia se
peca contra la de la justicia.
2. ° Aun atendiendo solamente á su manifestación
exterior, tiene la Urbanidad un valor moral imposi­
ble de desconocer.
Por poca sinceridad que se reconozca en ella, exi­
ge siempre esfuerzo y violencia, indicadores de la
intervención de alguna virtud. Rara vez aparece
cortés el hombre encenagado en el vicio. Y si lo es
en ocasiones en que se ve que hace esfuerzos espe­
ciales, ya aparecerá tal cual es en las relaciones, de
intimidad y de familia, que ocupan no despreciable
parte de la vida,
Además, es difícil que la práctica de las virtudes
sociales no obligue á ejecutar algunos actos interio­
res, teniendo sobre el que se manifieste fiel muy sa­
ludable influencia; y es que el hombre interior y el
hombre exterior tienden siempre á la mutua confor­
midad (1).
Más aún: aunque no fuera más que mera fórmula,
sería siempre la Urbanidad por lo menos un home­
naje rendido á la virtud. Que es preferible, sin duda.
(i) <La Urbanidad es á la bondad lo que la palabra es al pen­
samiento. Su ínñuencia se ejerce no sólo en los modales, sino en
la inteligencia y en el corazón; modera y dulcifica todos los senti­
mientos, todas las opiniones y todas las palabras» (Joubert, Pen-^
sees y VIII, II8).

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— la­
cón respecto á la moral, el estado de una sociedad
en que todos tratan de practicar las virtudes sociales,
y en que se envanecen apareciendo poseerlas los
que ni siquiera las conocen, á aquel otro estado en
que sin pudor ni moderación se ostenta el vicio á las
miradas de todos
3.° Pero nadie ignora que la Urbanidad forma el
encanto de la sociedad, simplificando las relaciones
de los hombres entre sí, y llevando á la vida humana
la gracia y el agrado- Ya lo hemos dicho, damos mu­
cha importancia á los testimonios de afectuoso apre­
cio, que forman lo que llamamos Urbanidad, hirién­
donos profundamente los desprecios, los desdenes y
las faltas de atención y simpatía, llegando hasta sen­
tir menos la injusticia propiamente dicha.
Y ¿acaso no toman de la Urbanidad las relaciones
sociales el carácter de elevación, de dignidad y deli­
cadeza que tan poderosamente contribuyen á hacér­
noslas estimables? A todo el mundo agrada el hom­
bre cortés: se busca su compañía; distrae y recrea
su conversación; y con gusto se entra con él en rela­
ciones de amistad ó de negocios. Por el contrario, el
que carece de formas y desconoce la Urbanidad, des­
agrada y ofende; se hace difícil su compañía, disgus­
tando y molestando á todos. Se le estimará, si apare­
ce en él la virtud, pero jamás inspirará simpatía al­
guna.
Luego tiene grandísima importancia el encanto
exterior de las relaciones de los hombres. Es nece­
sario que se hagan gratos los unos á los otros, siendo
ésta una de las condiciones esenciales de la sociedad
que ha establecido Dios entre ellos. Sin esto, no sólo
nos veremos privados de uno de los más puros y más
legítimos goces de la vida, sino que se harán difíci­
les y hasta poco menos que imposibles las relaciones,
llegando por lo tanto con menos perfección á los fi­
nes de las sociedades

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— 14 —

Condúcenos la precedente observación al estudio


de las otras ventajas de la Urbanidad. Es eficacísimo
medio de ejercer sobre nuestros semejantes verda­
dero ascendiente para conseguir de ellos cuanto po­
demos desear.
No es despreciable este elemento de éxito en el
manejo de los negocios. Cierto es que es muy conve­
niente que nos sirvamos de las consideraciones to­
madas de la razón y de la justicia para ejercer in-
fiuencia en el espíritu de los hombres; pero aunque
llegue á convencer la demostración de la verdad,
sola la Urbanidad es capaz de persuadir, teniendo
mayor dominio sobre la voluntad la persuasión que
la convicción, y siendo su acción al mismo tiempo
que más lenta, más fuerte y más seductora. Un jo­
ven secretario de embajada pedía consejos á un vie­
jo diplomático para tener éxito en la difícil carrera
que comenzaba. No recibió más contestación que ésta
Séfino{í). ¡Cuántos asuntos de importancia verda­
dera han quedado comprometidos, llegando á veces
á un verdadero fracaso, por una falta de delicadeza
y de Urbanidad! ¡Y cuántos también han debido su
maravilloso resultado á las maneras seductoras del
agradable proceder de un hombre delicado!
¿Será posible que no puedan aplicarse á los ecle­
siásticos tales observaciones?
Es para ellos la Urbanidad instrumento de celo,
más bien que medio de hacerse amables, y condición
de éxito en los negocios. Con frecuencia se aceptará
su ministerio entre las gentes del mundo, ejerciendo
sobre ellas influencia sacerdotal, cuando haya con­
seguido hacerse simpático atrayéndoselas con los en­
cantos de la amabilidad y de la buena sociedad, y
hallando en la Urbanidad los más preciosos recursos
para obtener cuanto desea. Si es fino v delicado el
(i) M. Réaume, Guide du jeunepréire, p. 123.

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— IS —

sacerdote, no sólo no se huirá de él, sino que se le


buscará. Se considerará feliz todo el mundo en tener
con él relaciones de cortesía que pasarán á ser rela­
ciones de amistad y confianza, concluyendo por
otras relaciones que llevarán consuelos más impor­
tantes al corazón del Ministro de Jesucristo.
Con la finura y delicadeza, se atraerá las almas
el sacerdote, siendo con frecuencia el primer paso
en el camino de su conversión. Si no las tiene, no
podrá tener acción alguna sobre ellas; desanimadas
por su trato, concluirán por alejarse completamente.
¿Cuántos serían buenos cristianos, si tuvieran la fe­
licidad de tener relaciones con eclesiásticos finos y
delicados!
¿Quiere decir que en sus maneras se ha de some­
ter el sacerdote á todos los refinamientos y á tódas
las delicadezas que prescribe la etiqueta á las gen­
tes del mundo? No. Debe ser fino y delicado, debe
ser político, pero no con la misma política del mun­
do: debe tener su política propia en armonía con la
gravedad de su carácter, con la santidad de sus fun­
ciones y con la posición especialísima que ocupa en
la sociedad. El mundo le exige á lo menos esta polí­
tica, y es de absoluta necesidad que la tenga.
Diremos por fin, que la Urbanidad bien practica­
da contribuye poderosamente á mantener en la so­
ciedad, sin rozamientos y sin violencias, la jerarquía
que debe existir entre los individuos que la forman.
Es muy notable que el rasgo característico de las
costumbres y hábitos en las grandes crisis revolucio­
narias haya sido siempre la supresión de las reglas
de Urbanidad, como consecuencia de la pretendida
igualdad que se quería establecer entre los hombres.
La Urbanidad ha sido siempre la expresión, la ma­
nifestación de las desigualdades sociales. Por medio
de fórmulas en el lenguaje y en los hechos distingue
con la mayor sencillez, pero también con la mayor

Biblioteca Nacional de España


— i6

claridad, las diferentes categorías, poniendo á todos


en el lugar que les conesponde, subordinando el in­
ferior al superior, siendo de esta manera principio
1
de orden y armonía en la sociedad. Suprimidla, y
pronto, muy pronto, reemplazará la confusión á ese
orden y á esa armonía.
Por eso ven con dolor los hombres serios que se
cambian las antiguas tradiciones de la Urbanidad
francesa, creyendo descubrir síntomas del peor au­
gurio en la despreocupación que tiende á substituir­
las, porque es imposible que al mismo tiempo que la
Urbanidad no desaparezca el respeto, del cual es ver­
dadera manifestación. Y no deja de adivinarse fácil­
mente el menoscabo fatal que con la falta de respeto
tendrían la subordinación y la dependencia, sin las
cuales no tienen existencia posible las sociedades.
No quisiéramos que á esta observación se diera
un alcance que está muy lejos de nuestras intencio­
nes, pudiéndosenos acusar de este modo de exagera­
ción al tratar de la influencia social de la Urbanidad.
Convenimos en que debe preponderar esta influen­
cia, pero hay aquí evidente analogía que es menester
dejar bien sentada.

11. Debe empeñarse en ser cortés el que ha de


mantener relaciones sociales con sus semejantes,
porque aunque sea una eminencia, jamás será com­
pleta si le falta esta cualidad. Sería una desgracia
que desconociese el sacerdote esta especie de semi-
moral que da á la moral propiamente dicha su re­
mate, su perfección. Si fuera hombre de mundo,
creeríase obligado á observar sus leyes; pero prue­
ban las consideraciones que preceden, que lejos de
dispensarse de esta obligación el sacerdote, está
más rigurosamente obligado. ¿No es, como sacerdo­
te, el representante del respeto y de la benevolencia?

Biblioteca Nacional de España


— t7 —

12. Tres son las condiciones que llaman más par­


ticularmente nuestra atención, y que deben tenerse
presentes al practicar la Urbanidad que la Sociedad
nos hace obligatoria.
1. ^ Si queremos ser verdaderamente corteses, he­
mos de ser virtuosos. Independientemente de los
sentimientos de que es la manifestación más directa,
exige la Urbanidad, en el más alto grado, las virtu­
des fundamentales del cristianismo, la mortificación
y la humildad.
Para el fiel cumplimiento de las reglas del trato
social, es necesario reprimirse y contenerse, sacri­
ficando las propias comodidades é imponiéndose pri­
vaciones; en una palabra, es necesario mortificarse.
Y como la humildad enseña al cristiano á some­
terse en todo á los demás, dispónelo admirablemen­
te á ofrecerles, sin apenas molestarse, el testimonio
de la deferencia y del respeto que les debe.
Jamás ha habido hombres más corteses que los
Santos. Quizá no llegaron á conocer algunos el ce­
remonial de las gentes del mundo, pero practicando
constantemente las virtudes de que es expresión ese
ceremonial, no se han dado á conocer menos por su
exquisita amabilidad. No nombraremos más que á
San Carlos Borromeo, á San José de Calasanz, á
San Francisco de Sales, á Santa Juana Francisca de
Chantal y á San Vicente de Paúl.
2. ® La segunda condición, complemento de la pri­
mera, y que la reemplaza en parte, en caso de nece­
sidad, es el tacto en el trato social. Llamamos tacto
á ese sentimiento delicado, casi siempre instintivo,
como lo son ordinariamente los sentimientos, que,
previniendo todo razonamiento, nos hace distinguir
lo que conviene de lo que no conviene, inspirándo­
nos las palabras, las maneras, los procederes más
propios para agradar á los demás, presentándonos
en todo tiempo prontos á servir á todo el mundo, y

TJHIYuRSIDaD, «
fNacional de España
*- 18 -

atentos á no mortificar á nadie. Es el verdadero


maestro de la Urbanidad. Los libros nos dan á cono­
cer las reglas; el tacto revela los infinitos matices de
que en su aplicación son susceptibles tales reglas.
No es difícil encontrar entre el pueblo personas que
no han recibido instrucción ni educación alguna, y
que á través de la incorrección de su lenguaje des­
cubren el trato social más exquisito: tienen el verda­
dero tacto. Y si es cierto que es un don de la natu­
raleza esta preciosísima facultad, también es verdad
que se desarrolla con la educación, y así como no
hay un hombre que carezca de él en absoluto, tampo­
co hay ninguno en que no pueda aumentarlo y perfec­
cionarlo un poco de reflexión y de buena voluntad.
3.® Ya hemos dicho que las reglas de [la Urbani­
dad se componen en gran parte de hábitos conven­
cionales introducidos por la costumbre, y que hay
necesidad de conocer. La primera iniciación debe
recibirse en la familia: después se llega á un conoci­
miento más preciso y completo estudiándolas en los
libros que se han escrito sobre la materia; pero el
medio de alcanzar la verdadera perfección en la
ciencia, y, sobre todo, en el arte del trato social, se
halla en la observación atenta de las personas cultas
entre las cuales se tiene la suerte de vivir.
Es menos teórica que práctica la Urbanidad; como
tal tiene infinidad de matices, siendo por consiguien­
te sumamente difícil dar reglas para todos y cada
uno, debiendo verlos y observarlos en su aplicación.
Fuera de las costumbres sociales, de que hablan y
hasta donde llegan los tratados de Urbanidad, están
el contmente, las maneras, el tono, la palabra, el ges­
to del hombre bien educado, detalles á que no alcan­
za el lenguaje. La naturalidad, gracia y facilidad,
llevan consigo una dignidad, una expansión y una
gravedad, que no pueden sentirlas sino los que son
testigos presenciales.

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— 19 —

En todo tiene siempre gran importancia la obser­


vación que aconsejamos aquí como el medio más se­
guro para instruirse en las Reglas de la Urbanidad.
Con ella y conservando siempre su propia fisonomía,
se aproximan más los hombres en las costumbres de
la vida, se uniforman más en los usos y en los hábi­
tos, acostumbrándose á hacer las mismas cosas de
la misma manera. De ahí es que el que no es obser­
vador, y no sabe ver cómo hablan y cómo obran los
que le rodean, concluye por tener maneras singula­
res, estrafalarias y ridiculas.
Esta influencia de la observación en lo que á la
Urbanidad se refiere, explica las diferencias que se
notan entre las personas que pertenecen al gran
mundo, y las que han pasado su vida, y sobre todo
su infancia, en un medio menos elevado.
Inmediatamente se conoce al hombre fino y bien
educado. Si tenemos la suerte de encontramos ó de
vivir con él, observémosle, sigámosle en los deta­
lles de su vida. Démonos cuenta de su manera de
obrar en todas sus cosas, de las consideraciones que
sabe guardar á cada uno, de las fórmulas del lengua­
je que emplea, etc., etc. De esta manera, insensible­
mente y sin trabajo y hasta sin estudio, adquirire­
mos hábitos de corteses. El trato social se transmite
como por tradición en la buena sociedad: allá hay
que ir á buscarlo.

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1

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PARTE PRIMERA

URBANIDAD Y BUENAS MANERAS DEL


SACERDOTE EN LA VIDA PRIVADA

13. En cinco capítulos dividiremos esta primera


parte. Trataremos del cuidado con que debemos
atender: l.“ A lo que se refiere á nuestro cuerpo;
2° á los vestidos; 3.° á la habitación; 4.° á la pos­
tura; y 5.° á la vida eclesiástica.

CAPÍTULO I
DEL CUIDADO QUE DEBEMOS TENER DE NUESTRO CUERPO

14. La limpieza del cuerpo tiene importancia ex­


cepcional, siendo condición esencial de salubridad y
previniendo gran número de enfermedades.
No tenemos inconveniente en afirmar que para el
hombre que vive en sociedad es una virtud, así como
es un vicio el descuido de la limpieza; y así como
agrada á todo el mundo aquélla, del mismo modo
causa éste universal repulsión. Nos complacemos en
vivir con los que saben ser estrictamente fieles á las
reglas de la limpieza, y nos disgusta la presencia de
los que la descuidan, sobre todo, cuando ese descuido
y esa negligencia llegan á ser inconcebibles, causán-

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don os molestia y fastidio con sola su presencia, no
pudiendo soportar el hedor que exhalan.
El primer deber que imponen la Urbanidad y el
trato social es la limpieza. Entraremos, por lo tanto,
en algunos pormenores.

15. Es necesario cambiar con frecuencia la ropa


interior, á lo menos una vez á la semana, y dos veces
en el verano por la abundancia de transpiración (1).

16. ¿Qué diremos de los baños, empleados como


medio de la conservación de la limpieza del cuerpo?
Sabemos que los antiguos los usaban con frecuen­
cia (2). Hoy se hace menos uso de los mismos, no
siendo tan absolutamente necesarios como entonces,
porque hemos substituido el lino y el algodón á la
lana que en aquellos tiempos se empleaba para ropa
interior. Sin embargo, se emplean mucho en los paí­
ses cálidos, y en nuestro clima no los descuidan las
personas amantes de la limpieza. Algunas obras de
urbanidad para uso de las gentes del gran mundo,
aconsejan que se tome un baño cada mes (3). Sin for­
mular reglas en absoluto, recomendamos con mucho
gusto que no se descuide esta precaución, que tanto
sirve para la conservación de la limpieza, y que tan­
tas ventajas ofrece con respecto á la salud.

(x) Hay personas cuyos pies, en continua transpiración, despi­


den olor detestable. Los que padecen e-ta enfermedad, deben
cambiar las medias todos los días. (N. del A.) Sin garantizar la re­
ceta, el remedio para impedir la gran transpiración de los pirs con­
siste en lavarlos con agua muy caliente, pasándolos inmediatamente
por agua fría. (N. del T.)
(2) En la ciudad de Buenos Aires no puede arrendarse ningu­
na casa si no está provista de baño En el Colegio de los Padres
Escolapios, los alumnos se bañan todos los días, siendo obligato­
rio por lo menos dos veces á la semana en el invierno (N. del T.)
(3) Boitard, Guide manuel de la bonne compagnie, p. 413.

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- 23 —

17. Esta última observación hay que tenerla más


presente todavía con respecto á los baños de pies,
que deben ser más frecuentes que los baños comple­
tos. Los pies se ensucian más fácilmente por la mar­
cha constante y por el sudor que es más copioso. Es
muy conveniente tomar un baño de pies, á lo menos
cada mes en el invierno y cada semana en el verano.
18. También deben ser las manos objeto de aten­
ción especial; son los miembros del cuerpo que están
más á la vista, notándose inmediatamente, cuando
no están limpias. El hombre de buena sociedad se
distingue especialmente por la tersura de las manos.
Si un seglar bien educado debe conservar limpias las
manos, ¡cuánto más un sacerdote, cuyas manos es­
tán destinadas á manejar los más santos misterios!
Deben lavarse todas las mañanas, y durante el
día siempre que sea necesario, especialmente si ha
habido necesidad de tocar algo no muy aseado. Mu­
chos hay que las lavan antes de presentarse á la
mesa, costumbre que desearíamos ver extendida por
todas partes hasta considerarla como una obliga­
ción. Durante el día basta lavarlas con agua fría,
aunque es más conveniente hacer uso también del
jabón, principalmente en la mañana, y más aún en el
invierno. En esta estación se cierran generalmente
los poros, siendo muy difícil limpiar bien las manos
que no conservan cierta humedad natural. Sin la
precaución que señalamos, difícilmente puede qui­
tarse la suciedad que se les adhiere (1).
(l) Los sabañones son la enfermedad de los niños; provienen
de la deficiencia de circulación de la sangre en las extremidades.
Un doctor en medicina nos dice que si desde niño se adquiere la
costumbre de conservar las manos limpias, lavándolas con frecuen­
cia, estregándolas mucho y secándolas bien, se evita en gran parte
esa plaga que tanto hace padecer en nuestros climas á los niños y
jóvenes. Algunos recomiendan el aceite en que se ha freído sardi­
na salada. (N. del T.)

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— 24 —

El frío es causa de que se produzcan en las ma­


nos ciertas grietas que á veces concluyen por con­
vertirse en verdaderas llagas, que, á parte la incomo­
didad y el vivo dolor que causan, ofrecen el inconve­
niente de tener las manos en continuo estado de
suciedad, dándoles aspecto repelente. Hay diversos
medios, tanto para precaver ese mal, cuanto para cu­
rarle (1).

19. La limpieza de las manos tiene por comple­


mento el cuidado de las uñas. l.° Deben cortarse de
tiempo en tiempo, de modo que ni estén demasiado
largas ni demasiado cortas; la mejor medida es el
mismo largo del dedo. 2.° Deben cortarse en forma
circular, según la forma de las extremidades de los
dedos, y no en punta, como se va haciendo de moda
entre las gentes del mundo. 3.° Deben limpiarse to­
das las mañanas y siempre que sea necesario; es des­
cuido imperdonable permitir que se vea en las uñas
el borde negro, propio sólo de personas poco cultas.

20. Todos los días deben lavarse la cara, el cue­


llo y las orejas; generalmente basta el agua fresca
que puede aplicarse con la mano ó con un paño mo­
jado; si es necesario para quitar más eficazmente la
suciedad, puede hacerse uso de algunas clases de vi­
nagre ó de otras esencias propias del tocador. La
limpieza de las orejas exige atención especial, siendo

(l) La Gazette de Médecine trae la receta siguiente contra las


grietas: cHe aquí un remedio simplicísimo para evitar y curar las
grietas de las manos en el invierno. Frótense las manos con jugo
de cebolla, calentándolas después, repitiendo muchas veces al día
la operación hasta que estén curadas completamente; para esto no
hay más que abrir una cebolla por medio, frotando con ella las
manos. Para evitarlas es muy bueno adquirir la costumbre de
tomar, después de lavadas las manos, un poco de miel, como un
garbanzo, y frotarse con ella las mano;.

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— 25 —

causa de que aparezcan no muy limpias las cavidades


sinuosas de tales órganos, el contacto de los cabellos
y la más ó menos abundante destilación que se hace
por el canal auricular. Es muy bueno aplicar primero
el mondaoídos, y, después de bien lavadas, se secan
pasando la toalla alrededor del pabellón de la oreja.

21. Debemos hacer mención especial de la lim­


pieza de la boca y de los dientes. Consecuencia del
descuido que tienen muchas personas, es la fetidez
del aliento, la negrura de los dientes, la caries, y des­
pués muchos de los terribles dolores de muelas, bas­
tando para desterrar tales inconvenientes algunas
precauciones sencillísimas.
1. ® Conviene tener especial cuidado en quitar,
por medio del limpiadientes y después de cada co­
mida, los restos alimenticios que quedan entre los
mismos. No conviene emplear los alfileres ni los
mondadientes de metal: lo más sencillo y cómodo es
la pluma de ganso convenientemente cortada.
2. ® Todas las mañanas deben restregarse los
dientes interior y exteriormente con una toalla; si se
emplea el cepillo, debe procurarse que sea suave;
los cepillos duros ó ásperos gastan el esmalte de los
dientes, irritando también las encías. Hecho esto,
debe lavarse la boca con agua, mezclada con algu­
nas gotas de agua de Botot ó de otra preparación se­
mejante. No hay que tener mucha confianza en los
anuncios de los diarios.
3.® Cuando á pesar de estos cuidados se ensucian
ó se cargan de tártaro los dientes, debe acudirse de
tiempo en tiempo á un inteligente dentista que sepa
limpiarlos sin deteriorarlos.

22. Ya que hemos nombrado el tocador, no es­


tará de más decir algo de las esencias perfumadas y
de.las aguas.olorosas.

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— 26 —

Hay que tener presente, primero, que con estas pa


labras no designamos las diferentes composiciones,
1
más ó menos aromáticas, que, como hemos dicho, se
emplean para lavar la boca, las manos y la cara, y
cuyo uso ha sido siempre muy bien visto.
Hablamos de los perfumes propiamente dichos,
con que se impregnan los guantes, los vestidos, los
pañuelos, etc., como son el almizcle, el ambar gris,
etcétera, etc.
El uso de semejantes perfumes, tan reprobado por
las reglas de la mortificación cristiana y de la modes­
tia eclesiástica, es altamente opuesto á la urbanidad
y al buen gusto. Ya dijo Montaigne: ^Para oler bien
es preciso no exhalar olor alguno.■> En esta materia
está conforme el mundo con el moralista satírico. Ni
aun á las mujeres les está bien el uso de perfumes en
las reuniones mundanas: ¿cómo no ha de parecer ex­
traño un eclesiástico tan afeminado y tan sensual?
No son pocos los casos en que se alega la necesi­
dad de corregir el mal olor que exhala á veces el
cuerpo por efecto de ciertas enfermedades.
Pero no hallamos el por qué de tales excusas.
La observancia de las reglas de la limpieza, que
hemos dado antes, bastará casi siempre para preve­
nir los inconvenientes de que se trata. Además están
en uso en el tocador algunas confecciones que no ex­
halan olor alguno, y que tienen la propiedad de co­
rregir las emanaciones fétidas que pudieran moles­
tar á aquellos con quienes nos reunimos. Bien pode­
mos emplearlas en caso de necesidad.

23. Entre las gentes de mundo ocupa un lugar


muy importante el aliño del pelo. En este punto pa­
rece que ha estado entre nosotros muy arraigada la
vanidad, pues hallamos en las historias que ya tenían
á gloria los francos llevar bien pobladas cabelleras,
considerándolas como signo de nobleza. En tiempo

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— 27 —

de Luis XIV desapareció la cabellera natural para


ser reemplazada por enormes pelucas; pero no tardó
en reaparecer en formas distintas en los siguientes
reinados. Estuvo muy en boga entonces el cabello
rizado, encrespado y ensortijado. Se le sujetaba por
detrás con una cinta, dejándolo caer por la espalda
á manera de cola, ó se le elevaba formando anillos
hasta hacerle aparecer en dos ó tres pisos.
Hasta los eclesiásticos adoptaron aquella ridicu­
lez que duró hasta la Revolución (1). Vino después
la moda republicana á lo victima, á lo Tito.
Prevaleció esta moda en los tiempos del Imperio
y de la Restauración. Apareció el pelo corto por de­
trás, pero largo por delante y elevado en la parte
alta de la frente en forma de tupé. No hace muchos
años que se introdujo una moda nueva, la de dividir
el cabello en dos partes por una raya, en medio de la

(l) Un pasaje curioso de la Vida de M. Emery manifiesta


cuánto había contribuido á la decadencia de la severidad y gra­
vedad de las costumbres sacerdotales, á fines del siglo XVIII, la
pasión por los rizos y ensortijados.
Ni aun el Seminario de San Sulpicio se libró de abuso semejan­
te. Difícilmente podríamos imaginar hoy el estado á que llegó la
vanidad del cabello. Todos los días asistía el peluquero al arreglo
del pelo de los Seminaristas, obteniendo una rentita de ocho mil
libras al afio.
Para suprimir desorden semejante, y hacer volver á los Semina­
ristas al verdadero camino de la modestia, necesitó M. Emery
desplegar toda su habilidad y todas sus energías. Para oponerse
al rizado del pelo, tuvo necesidad de sostener grandes controver­
sias, probando con la autoridad y con la razón lo ridículo y lo
inconveniente de semejante costumbre; y después de haber dedi­
cado tres conferencias á deducir y desarrollar los considerandos
de la reforma que quería implantar, concluyó promulgando algu­
nas reglas prácticas; entre otras la prohibición absoluta de la
entrada del peluquero en el Seminario, para rizar el pelo.
Llovieron las reclamaciones: murmuraron y se quejaron muchos
seminaristas, y reclamó el peluquero contra el nuevo Reglamento
que le originaba tantas pérdidas; pero mantúvose inflexible M.
Emery, y desapareció el abuso.

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— 28 —

cabeza ó á uno de los lados. Esperamos que no tar­


dará en venir el cambio: entre tanto tenemos hoy la
costumbre de llevarlo tieso en forma de escobilla.
No pretendemos ni discutir ni apreciar estas mo­
das: nos bastará decir cuatro palabras sobre lo que
con respecto á la cabellera exige la decencia ecle­
siástica.
1. ° Los Cánones de la Iglesia prohiben general­
mente á los Clérigos llevar largo el cabello. Según
esta regla conviene cortarlo de tiempo en tiempo, de
modo que no traspase los límites que le señalan la
costumbre y la práctica de la generalidad.
2. ° Es soberanamente ridicula en los Clérigos la
extremada solicitud por el cabello, porque está en
abierta oposición con la modestia y sencillez de nues­
tro estado, y, denotando desmesurada vanidad, es se­
ñal de poquedad de espíritu; jamás se perdonaría un
hombre serio la ligereza de pasar tiempos y tiempos
en el espejo para arreglarse el cabello (1). Además
es señal de corazón mundano y de pobreza de espíri­
tu ese deseo de agradar que se revela con semejante
vanidad.
Censura San Pablo á las mujeres cristianas que
caen en ridiculez semejante: Non in tortis crini-
bus (2). ¡Cómo lo censuraría en los ministros de Je­
sucristo!
Del tocador del sacerdote debe desterrarse todo
rizado y todo arreglo artificial del cabello que supon-
(1) Citaremos las graves palabras de Bossuet. tAsí prodiga
las horas el mundo, perdiendo miserablemente el tiempo; y lo
pierde hasta cuidando el cabello, que es lo menos necesario y lo
más inútil La naturaleza, tan económica en todo, ha puesto sin
orden el cabello en la cabeza como secreción superflua. Y lo que
ha considerado superduo la naturaleza, ha venido á ser negocio de
gran importancia para la vanidad, que se hace ingeniosa y hábil
en el estudio de bagatelas y en el empleo de pasatiempos. (Ser­
món sobre el veslido.)
(2) (Timot II. 9.)

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— 29 —
ga cuidados exquisitos, sobre todo, si es necesario
acudir á la industria del peluquero, al empleo de te­
nacillas candentes, etc., etc.
3. ° Hay ciertos arreglos del cabello muy en boga
en el mundo, que no sólo son contrarios á la senci­
llez que debe ser el ornamento del Clérigo que vive
según su profesión, sino que hasta son de pésimo
gusto: tal es, por ejemplo, la costumbre de dividir el
cabello por medio de una raya que tan poco tiene de
eclesiástico, y que tan mal se harmoniza con el traje
talar. Destruye el simbolismo de la corona de cabe­
llos no discontinuos que debe rodear la tonsura del
sacerdote lo mismo que la del Religioso.
Por eso la vista de un Clérigo con la raya en la
cabeza despierta involuntariamente la idea de esos
cantores seglares vestidos de sotana y sobrepelliz,
contrastando notablemente el aire y los modales con
la santa y noble gravedad de las sagradas vestidu­
ras.
Sería mucho mejor no soñar con la elegancia;
pero ya que se quiere aparecer tal, convendrá recor­
dar que la primera condición para serlo es confor­
marse en un todo con las reglas del buen gusto.
No hay que añadir que lo que dejamos sentado de
los cabellos divididos por la raya, se ha de decir tam­
bién de los que semejan escobillas.
4. ° No olvidemos la obligación de llevar corona
que impone la Iglesia á los Clérigos. Los sacerdotes
que aprecian en todo su valor su estado, consideran
como de mucha importancia este punto. Sabido es
que el mundo observa con sorpresa esta negligencia,
considerándonos menos sacerdotes á sus ojos. Con­
viene renovar la corona cada ocho días.
5. ° In vitium ducit culpaefuga. No busquemos
la afectación y el estudio en lo que al cabello se re­
fiere; pero guardémonos del desaliño y de la negli-

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— 30 —

gencia. Capillos, ha dicho San Agustín, nec spargal


1
negligentia, nec componat industria (1).
Después de emplear el escarpidor será bueno ha­
cer uso de la lendrera para limpiar la caspa que se
acumula con tanta facilidad, terminando la opera­
ción con el cepillo. Y cuando se lleva el cabello lar­
go convendrá repetir lo mismo (2) algunas veces en
el día, pues no conviene aparecer en público con el
pelo desgreñado y en desorden.
6.“ Digamos algo sobre el uso de pomadas tan
común en todo el mundo para la conservación del
cabello.
Hace un siglo era moda empolvorear el pelo, sir­
viéndose del almidón aromatizado para blanquear
el cabello. Nadie se acuerda hoy de semejante uso
que tuvo su origen en el siglo XVI, y llegó á su esta­
do álgido en el XVIII.
Las pomadas, llamadas así porque entre sus com­
ponentes entraba en otro tiempo jugo de manzana
(pomme en francés), son un compuesto craso para
dar á los cabellos lustre y flexibilidad. Las personas
de gravedad no las emplean: mucho menos deben
emplearlas los eclesiásticos.
Lo mismo diremos de las substancias que se em­
plean para teñir el pelo: llevémosle tal cual nos lo ha
dado la naturaleza; no debe causarnos vergüenza su
blancura, que, si se considera extravagancia y algo
más en la gente del gran mundo teñirse el cabello,
no tenemos palabras para calificar la ridiculez de los
sacerdotes.
No diremos lo mismo de las diferentes preparacio­
nes para prevenir la calvicie; pero hay que tener en

(1) Epist 211 ad Móntales.


(2) Lo más conveniente y conforme con el estado clerical es
llevar corto el cabello Es ridiculez todo lo que exige demasiada
solicitud en materia semejante. (N. del T.)

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— 3» —
cuenta que está por inventar todavía la substancia
que ha de servir para tal objeto. No seamos juguetes
del charlatanismo.
7° Si por la caída del cabello os véis obligados
á recurrir á la peluca, tratad de que no sea ridicula,
ni en cuanto al color, ni en cuanto á la forma, tenien­
do gran cuidado en arreglarla convenientemente y
en peinarla todos los días. Creemos, sin embargo,
salvo más sabio parecer, que sólo en caso de verda­
dera necesidad, y cuando lo exija la salud, podrá
acudirse á tal expediente. No hay deshonra en ser
calvo, como no la hay en ser canoso: además es
siempre algo ridicula y extravagante la figura que
hace hacer la peluca.

24. De los cabellos pasaremos á la barba.


Estuvo en otros tiempos en uso lo mismo la barba
larga, que completamente rapada, ó en parte larga
y en parte limpia, estando, como todo, sometida al
imperio de la moda. Los antiguos la llevaron al natu­
ral, larga; no tardó en aparecer la moda de raparla.
Se cree que los inventores de semejante costumbre
fueron los egipcios, conservándose hasta nuestros
días. Sin embargo, se mantiene la primera costum­
bre en Oriente que es el país tradicional por exce­
lencia.
Hoy por hoy cada cual sigue su gusto en esta ma­
teria: unos conservan la barba completa: otros, las
patillas, el bigote, la mosca, etc.
El clero ha seguido más ó menos las costumbres
sociales respecto de la barba. Pero en nuestros paí­
ses occidentales, los eclesiásticos llevan hoy la barba
rapada enteramente; y mientras ninguna orden se dé
en contrario, deber es de todos guardar la cos­
tumbre. /
Síganse las reglas siguientes:
l.“ Hay sacerdotes que dejan crecer las patillas;
no deja de ser reprobable tal costumbre.

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— 3« — 1
2.^ Hay que afeitarse ó hacerse afeitar con fre­
cuencia, para no llevar la barba demasiado crecida.
Los que acostumbran hacer ó recibir visitas deben
observar más estrictamente esta regla, no pudién­
dose determinar la frecuencia, por depender de va­
rias circunstancias. Hay quien se afeita todos los
días: ni lo vituperamos, ni lo juzgamos necesario.
Otros lo hacen una vez á la semana, y no deja de ser
demasiado poco; lo más aceptable es un día sin otro.

ÍS. Las reglas de la limpieza, que acabamos de


presentar, son generales; las hay especiales para los
que hacen uso del tabaco.

26. No queremos ni referimos siquiera á la de­


testable costumbre de masticarlo. Desconocido por
completo en la buena sociedad, no hacen uso de él
sino los marineros y la gente baja.

27. No sucede lo mismo con el cigarro: relegado


en otro tiempo á los cuarteles y tabernas, se ha propa­
gado ya á todas las clases sociales, y ha tomado en to­
dos los países proporciones asombrosas. Todas las
edades, todos los estados y todas las condiciones so­
ciales cuentan numerosos fumadores. «Esta desgra­
ciada costumbre, dice M. Boitard, que nos ha venido
de los salvajes de América hace cuatrocientos años,
no se propagó por Francia sino en el reinado de
Luis XIV, primero entre la marinería, después entre
el ejército, y por fin entre los hombres de condición
más humilde. Sólo bajo el imperio llegó á la clase
media, porque estaba de moda entonces darse aires
de soldado... Si la afición al cigarro continúa intro­
duciéndose en la sociedad, como se extiende en un
vestido de paño la mancha de grasa hedionda, no pa­
sarán muchos años sin que haya hecho su aparición
en algunos salones. No digo que no; pero entonces se

Biblioteca Nacional de España


— 33

habrán concluido en Francia el buen tono y el deco­


ro, y ¡adiós cortesanía francesal» Tal es el juicio que
formó un hombre de mundo sobre el uso del cigarro,
considerado desde el punto de vista del trato social.
¿Qué hubiera dicho de los sacerdotes que fuman?
A Dios gracias, á pesar de lamentables excepcio­
nes, no se ha dejado arrastrar el clero francés por
ese tan triste capricho. Porque hay que tener pre­
sente que jamás fuma un sacerdote sin herir más ó
menos los sentimientos del pueblo; y si no llega á per­
der toda la estimación pública, no deja de aparecer á
los ojos de los seglares sin el carácter especial de de­
coro, de dignidad, de modestia; en una palabra, sin
la santidad que tan poderosamente contribuye á
granjearse el respeto de todos. Ya no es el sacerdote
que quisieran representarse, que desean hallar en el
altar, en el pulpito, en el confesionario. Parece que
al acercarse al militar y al marino, se ha alejado de
aquel tipo de vida sacerdotal, de que tan viva y deli­
cada idea se ha formado el mundo. Nos decía en una
ocasión un hombre que ha viajado mucho: «Me he
encontrado con muy buenos sacerdotes que tenían
costumbre de fumar; pero no he encontrado en nin­
guna parte un sacerdote santo y fumador.»
Podría probarse con gran copia de argumentos.
l.° Tiene mucho de sensual el hábito del cigarro.
Enerva la voluntad, la afemina, le quita esa energía
viril, ese desapego de los sentidos, sin lo cual es en­
teramente imposible elevarse á una santidad emi­
nente. 2 ° Lleva consigo más ó menos considerable
pérdida de tiempo; y aun nos atreveríamos á decir
que la necesidad de apagar la sed y de refrescar los
labios conduce á hábitos poco sacerdotales (1).
(l) Sin aplaudir el hábito del cigarro en el Sacerdote, hay
que decir que en Espafia y en la América española no es tan mal
mirado el Sacerdote que fuma. Hoy está de tal modo extendido
entre el Clero de todas las categorías, desde los señores Obispos

/
^ tlKlVKSIDáD. ts ^
* V. _ ^. Bibliot^a, cional de España
1

34 —

Por eso trabajan con tanto ahinco los obispos para


reprimir tan malhadada costumbre, alejando de ella,
en cuanto pueden, á los sacerdotes encomendados á
su dirección.
La salud es el único motivo que puede justificar
el hábito del cigarro en el sacerdote (1). Nada deci­
mos si en algunos casos, bien raros por cierto, pres­
criben los médicos semejante tratamiento. Pero nos
permitiremos dar á los eclesiásticos que se ven pre­
cisados á fumar, los dos consejos que siguen:
l.“ Que se abstengan rigurosamente de fumar en
público, en las calles, en los coches y en cualquier
clase de reunión. Es un remedio de que han de ser­
virse en particular y en secreto. 2.° Que tomen las
precauciones necesarias para no molestar á nadie.
El aliento de los fumadores, los vestidos y los obje­
tos de su uso, y hasta las mismas habitaciones, se ha­
llan lastimosamente impregnadas del olor del tabaco.
Y en un sacerdote no deja de ser inconveniente de
importancia. Se remediará algún tanto lavándose la
boca con frecuencia, especialmente después de fu­
mar. Si no es suficiente, podrá recurrirse á alguna
substancia aromática que se disolverá en la boca,
como un poco de cachunde, una pastilla de menta,
etcétera. Convendrá también tender al aire y al sol
los vestidos, abrir con frecuencia las ventanas de la

basta el último Clérigo, que ya somos una honrosa excepción los


no fumadores. (N del T.)
(l) No son indi-cutibles las propiedades higiénicas del ciga­
rro. Aún en nuestros tiempos hánse pronunciado enérgicamente
contra ese narcótico ilustres eminencias médicas. Según los mismos,
es perjudicial á la salud su uso Causa dolores de cabeza, hace
disminuir el apetito, y hasta perderlo por completo por la gran
cantidad de saliva que. hay que gastar. Puede llegar hasta pertur­
bar las funciones intelectuales, produciendo el atontamiento; y
aunque haya temperamentos que puedan r sislir estos malos efec­
tos, otros son víctimas de los mismos (Véa^e Le(ons sur le Tabac,
por el doctor Imbert Gourbeyre, Clermont Ferrand).

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— 35 —

habitación en que se fuma, y aun emplear algunos


desinfectantes para hacer desaparecer el mal olor.

28. También se usa el tabaco en polvo ó rapé.


Comenzó á usarse entre nosotros en los tiempos de
la reina Catalina de Médicis, á quien se propuso como
remedio contra la jaqueca. En todas partes encontró
la oposición más fuerte,siendo objeto de burlas y des­
precios los desgraciados consumidores, que no tarda­
ron mucho en ser llevados á los tribunales, y condena­
dos á castigos más ó menos severos. Jacobo I, rey de
Inglaterra, prohibió su uso en todo su reino; Amu-
ratlV, de Turquía, condenó á los que tomasen polvo
de tabaco á que les cortasen los labios y la nariz. En
Breve dirigido á los canónigos de Sevilla en 1624, pro­
hibió el papa Urbano VIII tomarlo en las iglesias de
aquella diócesis, bajo pena de excomunión. En 1650
extendió la prohibición Inocencio X á la Basílica del
Vaticano.
Pero triunfó de todos los obstáculos el polvo ma­
ravilloso: fué tal el número de los consumidores, que
se hizo imposible la represión, adquiriendo el polvo
de tabaco derecho de ciudadanía en Francia. Sin
embargo, pasó algún tiempo, y tuvo un lastimoso
percance el hábito del polvo. En el proceso de cano­
nización de San Vicente de Paúl, alegó el Promotor
de la fe, contra la heroicidad de las virtudes del
santo sacerdote, que tomaba tabaco en polvo. Para
contestarle hubo necesidad de presentar copia de la
prescripción del médico mandando á San Vicente
que lo tomase.
No tan severos como aquel Promotor de la fe, de­
jaremos en paz las tabaqueras y á los consumidores
de polvo, pero recomendando á los eclesiásticos jó­
venes á quienes nos dirigimos las siguientes reglas:
1.‘ No se debe tomar el polvo de tabaco sino
cuando se está seguro de que es verdaderamente

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_ 36 -

útil, no dejándose engañar del capricho. Sabido es


que, contraído el hábito de tomar polvo, se hace una
verdadera necesidad. ¿Y para qué añadir más nece-
1
cidades á las que nos ha impuesto la naturaleza?
Además tiene el inconveniente de ser muy costoso,
y es necesario aumentar mucho el presupuesto de
gastos.
2. ® Hay que prescribirse un limite que jamás
debe traspasarse; no hay punto en que más deba re­
comendarse la moderación.
3. ® Ni por la forma ni por las dimensiones debe
tener nada de grotesco, trivial ó ridículo la taba­
quera.
4. ® Cuando se toma polvo delante de otras perso­
nas, no se les puede ofrecer, aunque se sepa que tie­
nen el hábito de tomarlo. Unicamente podría hacerse
cuando hay mucha familiaridad.
5. ® Tampoco debe pedirse á no ser en el mismo
caso de gran familiaridad. Con mayor razón debe
evitarse abrir la tabaquera que está sobre la mesa ó
escritorio ajeno (1).
6. ® Cuando se toma un polvo al aire libre, debe
tenerse especial cuidado en evitar que pueda volar á
los ojos de los demás.
7. ® Hay que tener cuidado de no dejar caer el
polvo, causando molestia á los compañeros. Jamás

(i) Estaba un día Federico el Grande, de Prnsia, apoyado en


la ventana, y parecía que miraba con mucba atención á lo que se
hacia en la plaza. Aprovechóse un paje del momento en que lo
creyó más entretenido, para acercarse pausadamente á la mesa en
que había dejado el Rey la tabaquera ricamente guarnecida de
diamantes Tomó un polvo, y la volvió á dejar en su lugar. Vol­
vióse Federico que lo había visto, y le dijo: s¿Parece que te gusta
el polvo? iquél <no tienes tabaquera?—No, Majestad, respondió el
paje temblando.—Echate esa al bolsillo, porque es muy pequeña
para los dos>. El Rey fué generoso en la corrección; pero el paje
había faltado gravemente á las reglas de Urbanidad. (M. Boitard,
P. 399).

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— 37 —
debe caer en el pan ó en el plato durante la comida,
y mucho menos en los corporales, cuando se dice la
santa Misa. Hay sacerdotes que para evitar seme­
jante inconveniente, y por espíritu de religión, se
abstienen de tomar polvo antes de celebrar. No deja
de ser plausible.
8. * El aseo es una virtud que deben cultivar con
esmero los que toman polvo. Hemos conocido y co­
nocemos algunos que son intachables en esto, mere­
ciendo ser presentados como modelos Pero nos obli­
ga la verdad á confesar que los ejemplos opuestos
son mucho más numerosos.
No hay quien no experimente fastidio á la vista de
ciertos consumidores de polvo que llevan la cara, las
manos, los vestidos hechos una miseria, dejando es­
capar de las narices regueros negruzcos que se
extienden por los labios y caen á la sotana, á los
libros y á los papeles.
9. ® Debe tenerse especial cuidado en renovar
con asiduidad el pañuelo. No creemos exigir mucho,
si imponemos la obligación de cambiarlo todos los
días.
10. ® No hay que adquirir la costumbre de tomar
el polvo de una manera extravagante, excéntrica.
Jamás se aspirará con estrépito, acompañado de con­
torsiones y visajes.

29. Terminaremos haciendo algunas observacio­


nes sobre las reglas de aseo que deben tenerse muy
presentes al ejecutar ciertos actos, que, si no se pone
gran cuidado, pueden molestar á los presentes, como
limpiarse las narices, toser, escupir y estornudar.
Véase lo que á este propósito dice en la Guide du
jeune PrStre M. Reaume:
« Aunque no hay quien no tenga necesidad de es­
cupir y de limpiarse las narices, no hay duda que
tiene el acto mucho de repugnante, y que es nece-

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- 38

sario tomar muchas precauciones para no molestar


á los que nos acompañan. Jamás hagáis ni esfuer­
zos violentos ni contorsiones; debéis usar un pa­
ñuelo muy limpio, que emplearéis de modo que
esté vuelto á vosotros el lado de que os servís; lo
sacaréis por completo del bolsillo, tomándolo en
cuanto podáis por el centro. Una vez que hayáis
terminado, lo recogeréis con gran cuidado y lo me­
teréis con todo aseo en el bolsillo. Parece inútil de­
cir que nunca ha de mirarse el pañuelo después de
usado y por el lado que sirvió: no hay nada que des­
agrade más (1).
» Sirve también el pañuelo para recibir la saliva,
pues es altamente descortés escupir en los pisos,
por las ventanas ó en cualquiera otra parte. Dig­
nos de loa son los que, circunspectos, cumplen con
estas necesidades de la naturaleza con tanta habi­
lidad como delicada sencillez, haciéndose verdade­
ramente insoportables los que revelan hábitos de
descuido y desaseo.»
A tales observaciones no añadiremos más que
una palabra.
Cuando hay necesidad de toser ó de estornudar
delante de algunas personas, es muy conveniente
poner el pañuelo delante de la boca para no salpi­
carlas con saliva. Conviene también volverse un
poco á un lado.

(1) Jamás se llevará plegado el pafiuelo. Desde la primera vez


que se emplea, hay que desplegarlo y ponerlo en el bolsillo con
cierto desaliño. (N. del T )

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39 —

CAPÍTULO II

EL VESTIDO

30. Lo más visible en la persona es el vestido


que le da su forma y expresión exterior. En las rela­
ciones sociales viene á ser el intérprete de los pensa­
mientos y de los sentimientos del alma, sirviéndonos
de él para atestiguar á aquellos con quienes vivimos
la deferencia y estima que nos merecen.
El vestido fija la posición de las diferentes clases
sociales. En el orden administrativo, judicial y mili­
tar hay un uniforme obligatorio, con el cual distin­
guimos los diferentes grados en la jerarquía de tales
cuerpos, contribuyendo al mismo tiempo á inspirar
á las gentes el respeto que se merece la autoridad
de que son depositarios y representantes.
Tampoco ha mirado la Iglesia con indiferencia el
vestido: ha dado á los Religiosos y á los demás Clé­
rigos un vestido especial que los distingue de los le­
gos. Ha querido principalmente que en las sagradas
ceremonias vistan sus Ministros hábitos magníficos,
propios para herir la imaginación de las muchedum­
bres, dando origen en ellas á sentimientos piadosos, y
haciendo recordar á los mismos eclesiásticos la gran­
deza y santidad de las funciones que desempeñan.
Desde el punto de vista de las relaciones sociales
tiene gran importancia el vestido, debiendo ser prac­
ticadas con fidelidad las reglas del buen tono y del
trato social que á él se refieren. Las gentes del mun­
do las consideran obligatorias: ¿podrán prescindir de
ellas los Sacerdotes?
31. Antes de dar los pormenores de tales reglas.

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40 —

será bueno citar una página de San Francisco de


Sales, en que se encuentran admirablemente reuni­
das y perfectamente justificadas.
« Quiere San Pablo que las mujeres piadosas (y lo
mismo se dice de los hombres) usen vestidos hones­
tos, y que se adornen con pudor y sobriedad. Pero
la honestidad de los vestidos y de los demás ador­
nos depende de la materia, de la forma y del aseo.
En cuanto al aseo debe ser siempre constante en
nuestros vestidos, que jamás deben tener manchas
ni deben estar muy usados. El aseo exterior es en
cierto modo expresión del aseo interior. Dios nues­
tro Señor exige el aseo del cuerpo en los que se
acercan al altar y están encargados del sosteni­
miento de la piedad. En cuanto á la materia y for­
ma del vestido, la honestidad tiene en cuenta mu­
chas circunstancias del tiempo, de la edad, de la
calidad, de la compañía y de la ocasión de mo­
mento. Se viste mejor en los días de fiesta, y mejor
todavía según la solemnidad de los mismos...
» Sé aseada. Pilotea; jamás uses nada que revele
descuido y desaliño; el empleo de algo desagrada­
ble revela desprecio de las personas con quienes se
alterna. En cuanto á mí, desearía que mis devotos
y devotas fuesen los mejor vestidos de la concu­
rrencia, pero los menos ostentosos y presumidos,
y, como se dice en los Proverbios, vestidos de gra­
cia, honestidad y dignidad. Dice San Luis que debe
vestir cada uno según su condición, de modo que
no puedan decir los buenos y los sabios: Hacéis
más de lo que podéis; ni los jóvenes: No alcanzáis á
donde debéis»(1).
Es imposible hablar con más delicadeza, con ma­
yor discreción y con más grande primor; y prueba
este pasaje, que San Francisco de Sales, que tan per-
(i) Iniroducción á ¡a Vida devota^ c. 25

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— 41 —

fectamente conocía el sentimiento de la piedad, es­


taba muy lejos de ignorar ni aun el último grado de
trato social.

32. Ha querido la Iglesia que, aun fuera de las


ceremonias sagradas, vistan los Sacerdotes con dig­
nidad á la vez que con sencillez.
Jamás debemos perder de vista este doble carác­
ter del vestido eclesiástico.
1. ° Nunca debe haber en el vestido del Sacerdote
ni negligencia ni afectación. La negligencia nace más
bien de la pereza y del desorden, que del espíritu de
pobreza. Es además desprecio de las costumbres
que han llegado hasta nosotros, y falta de considera­
ción hacia las personas con quienes se trata.
Por otro lado, la afectación, la presunción y la
elegancia en el vestido son señal de espíritu apocado
y vanidoso. Exige la severidad de nuestro vestido,
que huyamos de defectos semejantes, más aún que
las gentes del mundo (1).
Deben observar la siguiente regla tanto los legos
como los sacerdotes. V estíos como los hombres más
graves de vuestra profesión, de modo que nada ten­
ga vuestro vestido que llame la atención y se atrai­
ga las miradas de los demás. Que jamás se diga en
vuestro derredor: AM va un pisaverde. Pero tened
cuidado también de que no se diga lo contrario.
El vestido es á la persona lo que el estilo al pen­
samiento: es un accesorio importante que hay que
tener en cuenta, pero sólo secundariamente.
2.“ Según este principio, no debe ser rico ni de
(i) El vestido modesto revela la modestia del que lo usa; muy
complicado, no deja de llevar complicaciones á las maneras de las
personas más sencillas. No todos los hombres pueden llevar un
vestido acomodado á sus costumbres; pero todos acomodan inevi­
tablemente sus costumbres al vestido que llevan. (Joubert, Pen-
séts. VIII, 192).

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_ 42 —

mucho precio el vestido del Sacerdote. Debe ser an­


tes pobre, con tal que no sea grosero.
3. ° Cada prenda tiene su forma, y exige el decoro
que se siga siempre la costumbre. La tiranía de la
moda obliga á las gentes de mundo á cambiar con
frecuencia la forma de los vestidos. Aunque el traje
talar de los eclesiásticos se oponga por su naturale­
za á las frecuentes variaciones del capricho, puede,
sin embargo, sufrir algunas modificaciones. Convie­
ne no adoptar innovaciones, sino cuando se ha he­
cho universal su uso, para no aparecer amigo de no­
vedades.
Cualquiera que sea la forma del traje, conviene
exigir que esté bien hecho, no debiendo ser ni dema­
siado largo ni demasiado corto, ni muy ancho ni muy
estrecho, ni debe tener un corte que carezca de gra­
cia en absoluto, ni hacer pliegues y bolsas irregula­
res. Un traje mal cortado es siempre muy ridículo.
4. ° Conviene también que estén debidamente ajus­
tados los vestidos. Hay personas á quienes caen mal
todos los vestidos, porque no saben ponérselos.
5.° Puede ser digno de elogio el vestido pobre y
grosero; pero no puede excusarse bajo ningún con­
cepto el vestido manchado y sucio. Débese, pues, te­
ner gran cuidado en no manchar los vestidos. Se
atenderá á no sentarse ni apoyarse en objetos que
pueden ensuciar, y á no estregarse contra las pare­
des, á no limpiar en el vestido ni los dedos, ni la plu­
ma, ni otra cosa cualquiera, á no dejar caer sobre sí
nada en la comida, á andar con precauciones en las
calles enlodadas, etc., etc.
Y como, á pesar de toda la vigilancia empleada,
concluirán por mancharse los vestidos, no debe omi­
tirse el limpiarlos y quitarles las manchas en tiempo
oportuno.
Hay que hacer uso del cepillo para quitar el polvo
y el barro.

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— 43 —
6° Aunque, según Mgr. de la Motte, Obispo de
Amiens, sea menos reprensible en el vestido un ras­
gón que una mancha, no debe, sin embargo, tolerar­
se aquél. La Iglesia ha recomendado en sus Conci­
lios toda vigilancia en este punto. Non pannosi sint
clerici, aut in vestibus laceri.
En consecuencia revisaremos ó haremos revisar
de tiempo en tiempo las diferentes prendas que for­
man nuestro ajuar, adquiriendo la costumbre de
cambiarlas todas las mañanas ó todas las tardes. ¿Les
falta algo en el talón á las medias, lo mismo que al­
gún botón á la sotana, ó hay algún descosido en los
codos, en la orla, en los sobacos, en la abertura de
los bolsillos? ¿no se deja caer por algún lado el rue­
do de la media?
¿Los alamares del cinturón, si se usa, están en su
lugar? ¿no ha desaparecido alguno? ¿No están dema­
siado gastados y deshilados los bordes del cinturón?
¿Está todavía en buen uso el alzacuello? ¿Conserva el
sombrero los cordones que sirven para levantar las
alas? ¿no está el mismo sombrero grasiento, gastado,
horadado, sesgado, etc.?
7. ° Cuando hay necesidad de componer un vesti­
do. debe hacerse con toda habilidad, procurando que
no discrepen en el color los pedazos que puedan aña­
dirse, y que se disimulen en cuanto sea posible las
costuras, de modo que apenas se note el remiendo.
Por eso será necesario ponerlos siempre en manos
hábiles. Y como cuando es de poca importancia el
remiendo será muy conveniente que lo hagamos nos­
otros mismos, conviene estar siempre provistos de
todo lo necesario;
8. ° Llega el tiempo 'en que hay necesidad de re­
novar los vestidos. No es posible someter á las mis­
mas reglas á todos; depende la práctica de la posi­
ción social, de la fortuna y del medio en que se vive.
En cuanto á la ropa interior, es libre cada uno de

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— 44 —

hacer lo que tenga por conveniente. Respecto de la ,1


exterior, atendida la posición en que viven la gene­
ralidad de los eclesiásticos, no hay inconveniente en
que gasten un traje algo usado y aun remendado;
pero en manera alguna podrá permitirse un vestido
lleno de piezas ó remiendos. No hay que olvidar la
obligación que tenemos de unir la sencillez á la dig­
nidad y al decoro. Cierto es que no han faltado san­
tos Sacerdotes que no han temido desafiar las sus­
ceptibilidades y delicadezas del mundo; pero podría­
mos citar muchos verdaderamente ejemplares que se
han conducido de otro modo. Además, hay detalles
en la vida de los Santos, que no siempre es conve­
niente imitar, áno ser queseamos santos también nos­
otros. No eran ricos los vestidos de nuestro Señor
Jesucristo, pero nada tenían que llamase la atención
por lo vetustos. El repartírselo los soldados después
de la crucificación revela que no eran despreciables

33. Sirven las reglas anteriores para todas las


prendas de nuestro vestido indistintamente. Dare­
mos otras referentes á la materia y forma de cada
una.

34. Prendas de la cabeza para el eclesiástico son


el sombrero^ el bonete y el solideo.

35. Se introdujo entre nosotros el sombrero en


tiempo de Carlos VI. Usado primero sólo en el cam­
po, ya en tiempo de lluvia solamente, ya en todo
tiempo y lugar, fué reemplazando poco á poco el
gorro., la caperuza, la esclavina y la birreta que
se usaron hasta entonces. En tiempo de Francisco I
concluyó por operarse por completo esta revolución.
La forma del sombrero ha sufrido no pocas varia­
ciones. En un principio fué plano y con alas muy an­
chas. No tardó mucho en redondearse el interior.

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— 45 —

que volvió á aplanarse después, para volver á redon­


dearse en seguida. Lo mismo sucedió con las alas;
se llevaron plegadas, después sueltas ó plegadas, ya
de un lado, ya de los dos ó de los tres. En el si­
glo XVni, prevaleció esta última forma, quedando
transformado en tricornio. En tiempo de la Revolu­
ción tomó la forma de sombrero de copa, como lo
usan hoy los seglares.
A pesar de las prohibiciones que se hicieron á los
Eclesiásticos, fué muy pronto usado universalmente
el sombrero. Hasta la Revolución lo usaron de la
misma forma que los seglares, salvo las plumas, los
galones y bordados cuyo empleo se les prohibió
constantemente.
Daremos algunas reglas prácticas respecto del
sombrero.
1. ® Está universalmente prohibido al Clero el
sombrero de copa, y debe mantenerse en todo rigor
tal prohibición.
2. ° El sombrero clerical es redondo y de copa
poco elevada; las alas son anchas, y se las levanta
un poco, formando ya dos, ya tres puntas (1).
Aunque de fecha relativamente reciente, al prin­
cipio del siglo XIX fué considerado el tricornio
como el verdadero sombrero clerical. Lo usan toda­
vía en Roma el Papa y los Cardenales; pero su for­
ma desaliñada ha hecho que muchos sacerdotes lo
hayan reemplazado hace algunos años por el som­
brero de teja, que se usa ya casi exclusivamente. El
Eclesiástico debe acomodarse, ya á la costumbre de
su Diócesis, ya á las prescripciones de su Obispo,
cuando se sirva ordenar algo.
3.® El sombrero debe ser de fieltro, de castor, de

(i) En España se usa exclusivamente el sombrero de dos pun­


tas, llamado de teja. Sería, si, de desear que se hiciesen un poco
más largos. (N. del T.)

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_ 46 —

seda ó de otra materia semejante. No es permitido


el sombrero de paja (1), aunque sea negro.
4. ° Los sombreros de los señores Obispos llevan
borlas de oro ó de seda. Los Prelados inferiores á
los Obispos tienen también algunas prerrogativas,
pero el simple sacerdote no lleva más que una borla
negra (2). Y sería preferible que no llevase ninguna.
5. ° Fabrlcanse hoy sombreros que pueden ple­
garse y ponerse en el bolsillo sin que se deterioren:
tienen el inconveniente, por su misma flexibilidad, de
no tomar nunca una forma bien determinada, dando
al que lo usa un aire de despreocupación y desenvol­
tura. Podrán ser tolerados en los viajes, pero no es
posible permitirlos estando de asiento en un lugar.
6. ° Hay á veces sacerdotes que usan sombreros
de alas tan estrechas, que se aproximan en la forma
á los que llevan algunos seglares, y no son los más
recomendables: es una extravagancia que hay que
evitar á toda costa.
7. ° Debe llevarse el sombrero recto, cubriendo
la parte más alta de la cabeza, sin introducirlo dema­
siado. Jamás se llevará tirado para atrás ni inclina­
do á los lados, por ser de muy mal gusto.

36. El birrete ó bonete cuadrado es la prenda


que se usa en el coro y en las ceremonias religiosas.
En gran número de Diócesis de Francia tiene.cuatro
puntas (3). En otros países no tiene más que tres, y
(1) En América es muy común, y está aceptado, el sombrero
negro de paja. (N. del T.)
(2) Ni en España ni en América tienen borlas los sombreros
de los simples sacerdotes. He visto en América algún Canónigo
que llevaba una borla en el sombrero. (N. del T )
(3) En España se usa exclusivamente el bonete de cuatro pun­
tos, ya con borla, ya sin ella. Lo mismo ha sucedido hasta hace
poco en la América española, de donde se va desterrando para
reemplazarlo por el birrete ó bonete romano de tres puntas. (N. del
Traductor).

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— 47 —

se coloca de modo que cae á la izquierda el lado que


no tiene punta. Es la forma común y regular. Sin
embargo, fuera de las ceremonias religiosas, se auto­
riza á los doctores para usar el de cuatro puntas.
Jamás se llevará esta prenda fuera de casa; en
casa reemplaza cómodamente al sombrero, á menos
que la autoridad diocesana no haya limitado su uso
á solas las ceremonias religiosas.

37. El solideo, que en otros tiempos lo usaban


hasta los seglares, ha quedado hoy para los ecle­
siásticos exclusivamente.
Se usa en todas partes con ó sin sombrero, no
siendo prenda esencial. Se le coloca en la parte pos­
terior de la cabeza, de modo que quede completa­
mente cubierta la corona. Es ridiculez llevarlo cerca
de la frente ó en lo alto de la cabeza como un gorro.
Debe excluirse los solideos que se aproximan á la
forma de gorros, y deben ser desechados .cuando es­
tán grasientos ó sucios.

38. Las prendas de que hablamos son las únicas


que puede usar el Sacerdote fuera del dormitorio.
Cierta sensible libertad va introduciendo entre nos­
otros la gorra (1). Hemos visto Eclesiásticos que re­
vestidos de capa se han cubierto con la gorra á ma­
nera de solideo en una ceremonia sagrada. No en­
contramos palabras bastante fuertes para protestar
contra tal olvido del más elemental decoro. La go­
rra, prenda exclusiva de los seglares, no debe estar
en la cabeza de un sacerdote ni en público ni aun en
la habitación en que se recibe las visitas.
(l) En Espa&a no e: mal visto el Sacerdo e que usa cierta
especie de gorro que por la forma consideran ya todos como gorro
eclesiástico No puede admitirse el detestable uso de esas gorras
cun visera que presentan al Sacerdote como un píllete, ó como
jftono sabio de la gente toreril. (N. del T.)

Biblioteca Nacional de España


- 48 -

No hay necesidad de hablar de la gorra con vise­


ra. No hay sacerdote que sepamos haya tenido el mal
gusto de usarla.
39. Vestidos interiores. Nuestro vestido interior
es el calzón corto (1) que recuerda la bracea de los
antiguos Galos (2).
Usábase universalmente en Francia antes de la
Revolución; abandonáronlo entonces los seglares,
reemplazándolo con el pantalón.
No puede dejar de reprobarse á los sacerdotes
que traten de imitarlos. Además de oponerse á ello
la práctica general, produce mal efecto el pantalón
bajo la sotana, y hay muchas Diócesis en que está
formalmente prohibido.
Como el calzón corto queda enteramente cubierto
con el traje talar, es inútil entrar en pormenores
tanto respecto de la forma como de la materia del
mismo. Conviene que sea de color negro ú obscuro.

40. La Sotana, del italiano sottana, derivada de


sotto, debajo, porque la sotana se usa debajo del
manteo; pertenecía en otros tiempos á la vestimenta
de diferentes profesiones. Hace ya mucho tiempo
que la prescribió la Iglesia á los Clérigos como hábi­
to propio de su orden. Poco á poco se ha convertido
en el traje característico del Clero y de las Corpora­
ciones Religiosas.
No es la misma la forma de la sotana en todos los
países. Haciendo caso omiso de las modificaciones
accidentales que ha sufrido, puede decirse que con­
siste en un ropaje de color negro, cerrado por delan-

(1) No deja de ser muy chocante ver á un Sacerdote enseñan­


do el pantalón largo, sobre todo, si es de color. (N. del T )
(2) De ahí el nombre de Gallia braccata dado por los Romanos
á la parte meridional de la Galia.

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— 49

te, cubriendo todo el cuerpo desde el cuello hasta


los pies. Menciónase particularmente esta circuns­
tancia en los Concilios que por lo mismo la llaman
vestem talarem.
Sabido es que los Sacerdotes pertenecientes á
Ordenes Religiosas tienen obligación de llevarla
aún dentro de casa. Nada diremos de esta Regla,
que por otra parte contribuye en gran manera á
granjear mucha estima y consideración á los Sacer­
dotes.
Daremos respecto de la forma de esta prenda al­
gunas reglas especiales:
l.° La tela más á propósito es el paño para el in­
vierno, y el merino, la alpaca ó algún otro análogo
para el verano.
2° Cuídese de que no sea tan ancha que dé al
que la lleve aspecto extravagante; pero hay que te­
ner también cuidado en no llevarla tan estrecha y
tan rellena de algodón hacia el pecho que parezca la
casaca de un oficial. La higiene, la modestia y el
buen gusto deben obligarnos á renunciar á semejan­
tes sotanas.
3. “ Según el reglamento canónico, la sotana debe
llegar hasta el talón, pues ya hemos dicho que se lla­
ma vestís talaris. La sotana que no alcanza al tobi­
llo no tiene gracia alguna.
4. ® Hay quien usa la sotana de mangas estre­
chas y provista de botones como una levita: son pre­
feribles las mangas redondas, un poco anchas, con
vueltas.
5. ° La sotana debe estar enteramente cerrada
por delante, debiendo llevar en toda su longitud bo­
tones que generalmente son muy pequeños y están
muy próximos, y por lo regular son de clin. No es
digna de imitación la negligencia de los que los abo­
tonan de dos en dos, ó de los que abotonan los infe­
riores á pretexto de andar con más comodidad, y de-
4

J ^ —— a/íjíoí^/Nacional de España
— so —

jan sueltos los del pecho para poder introducir con


más facilidad la mano.
1
6° Si se levanta la sotana para evitar el barro
conviene hacerlo sin exageración y de manera deco­
rosa. M. Tromson, en sus Examens particuliers, pro-
hibe levantarla más de la rodilla.
7. ° Haremos notar la falta de decoro en algunos
eclesiásticos que permiten que por las aberturas de
los bolsillos se vean alguna vez los calzones y hasta
la camisa. Para evitar semejante indiscreción, bas­
tará con tomar algunas precauciones, cuando se
quiere mirar el reloj ú otro objeto de los que se lle­
van en el bolsillo. Si dependiera de la forma especial
de la sotana, habría que hacer alguna advertencia al
sastre.
8. ° Al hablar de la sotana, no podemos pasar en
silencio la delicada cuestión de la cola (1).
Según varias declaraciones de la Sagrada Con­
gregación de Ritos, los simples Sacerdotes no tienen
derecho á llevar la sotana arrastrando. En efecto,
fuera de Francia, sólo los Obispos y Prelados usan
semejante distinción, y sólo cuando ofician solemne­
mente. En Roma sólo el Papa lleva sotana con cola
en las ceremonias pontificales; los oficiales asisten­
tes, aun los Cardenales, no dejan arrastrar la suya.
Para la misa rezada el Papa no usa sino sotana re­
donda.
Sabido es que hace algunos años se ha introduci­
do entre nosotros una práctica contraria. Los Ecle­
siásticos de segundo orden, lo mismo que los Obispos,
acostumbran llevar cola. Es abuso incalificable.
Se alega, es verdad, la pompa de las sagradas ce­
remonias que obliga á los encargados de las mismas
á llevarlas todas arrastrando.

(l) La cola no se usa en EspaSa ni en América; creo que es


exclusiva de Francia. (N. del T.)

Biblioteca Nacional de España


— 5» —

Pero en primer lugar, la primera condición en las


ceremonias religiosas es que se haga todo según las
reglas establecidas. ¿A dónde iríamos á parar con los
principios invocados por los defensores de la cola?
Hay en la Iglesia una jerarquía, cuyos diferentes
grados se distinguen exteriormente por las insignias
y ornamentos más ó menos suntuosos. Los Prelados
se diferencian de los simples Sacerdotes, y éstos de
los Diáconos y Subdiáconos, que á su vez tienen de­
recho á usar de vestiduras que están prohibidas á los
simples Clérigos. Tales matices tienen su razón de
ser y hay que respetarlos.
Además, en esto como en todo, cuando reemplaza
el capricho á la regla, se da lugar á baturrillos y ano­
malías que ofenden y son muy poco á propósito para
dar magnificencia y esplendor á las ceremonias.
De doce á quince Eclesiásticos que asistan á una
función religiosa, habrá unos que llevarán cola, y
otros que no la llevarán. Se verá á un venerable sa­
cerdote que hará de Preste y llevará sotana redon­
da, mientras que los que sirven como Ministros, per­
tenecientes al Clero joven, mostrarán su rozagante
sotana, haciendo el papel de Prelados muy ilustres,
teniendo lo que se llama con razón el mundo al
revés.
¿Qué diríamos, si tratásemos de la diversidad en
la forma y en la longitud que tales colas presentan?
Las hay redondas y puntiagudas: éstas tienen longi­
tud desmesurada; aquéllas, apenas esbozadas, pa­
rece que se avergüenzan de sí mismas y cuanto se
atreven á manifestarse.
Añádese el embarazo que ocasiona en una cere­
monia en que toman parte gran número de oficiantes
esa muchedumbre de colas extendidas, los desastres
á que las mismas se exponen, y la molestia que cau­
san á los que las llevan. Hay muchos que para evitar
tales inconvenientes llevan la cola alzada; pero en

Biblioteca Nacional de España


— S2 —

primer lugar nada hay más desagradable, y, se­


gundo, si jamás se ha de soltar, ¿para qué llevarla?
Dejemos, pues, á los obispos y á los prelados la
majestad y la amplitud de la sotana con cola, y por
modestia contentémonos con la sotana redonda, con
el vestís talaris que nos prescriben los Cánones, y
todo estará en su lugar.
Por lo demás, comienza una reacción en favor de
la ley en la mayor parte de las Diócesis. Cada día
aparece mayor el número de sotanas regulares entre
nosotros, y esperamos que muy pronto desaparece­
rán las anomalías.
9.° La sotanilla (1). — Hay casos en que están
autorizados los sacerdotes para reemplazar la sotana
con una prenda más corta, y que por lo mismo se
llama sotanilla.
Es un hábito negro, con cuello recto, cerrado por
delante hasta la cintura por medio de una línea de
botones más grandes y colocados á mayor distancia
que los de la sotana. Está abierto por la parte infe­
rior, y no llega más que un poco más abajo de las ro­
dillas, terminando como una levita. Regularmente
se usa con calzón corto.
Va desapareciendo el uso de la sotanilla tan ex­
tendida en otro tiempo, no habiendo por qué sentirlo
cuando es más digna y decorosa la sotana.

41. El ceñidor. — Puede ser de seda, pero es más


comunmente de lana.
El ceñidor propiamente dicho es doble, y se em­
plea poco más ó menos como el cíngulo que sujeta el
alba. Cuando es sencillo, toma el nombre de cintu­
rón, y se anudan juntas las dos extremidades. Pode­
mos también servirnos de cordones para sujetar lo
mismo el ceñidor que el cinturón. Conviene que las
(i) Nü está en uso en España ni en América. (N. del T.)

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— S3 —
dos puntas caigan un poco á la izquierda donde se
sujetan la una con la otra.
El ceñidor debe llevarse á la altura del estómago:
se sujeta, bien apretándolo, bien sujetándolo con ala­
mares, de manera que no baje hasta el vientre, pues
revela mucha negligencia.
Se le reemplaza á veces con un cordón de lana
negra, uso que han adoptado muchas congregacio­
nes recientemente establecidas.
Observando en todo su rigor los cánones de la
Iglesia, no es parte esencial del traje clerical el ceñi­
dor: en muchos países no lo conocen los simples sa­
cerdotes; pero ha estado en uso en Francia desde
tiempo inmemorial, y entre nosotros sería singula­
ridad vituperable aparecer en público sin este acce­
sorio.
42. El alzacuello. — Parece ser que en otro tiem­
po no era más que el cuello de la camisa vuelto
sobre los vestidos superiores (1).
Hay que tener especial cuidado en conservar lim­
pio el alzacuello. Un sacerdote que lleva limpio el
alzacuello parece que tiene mucho en su favor res­
pecto de la limpieza de su vestido. Si lo lleva sucio,
aunque por otra parte vaya bien vestido, revelará
mucho descuido en su porte.

43. El manteo es una prenda de cendal, de me­


rmo ó de cualquiera otra materia de lana, que se
lleva sobre la sotana: se le sujeta al cuello con cintas
ó con un fiador.
En Italia (2) donde se usa habitualmente, ha con-
(:) No está en uso en EspaBa. En América he visto á algunos
Sacerdotes ejemplares cpie lo usaban azul, en la forma y con el
nombre de faja. (N. del T.)
(2) En España se lleva también el manteo como en Italia; hay
alguna diferencia, principalmente en el cuello, que en España es

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— 54 —

servado la forma de verdadero manto ó capa que en­


vuelve todo el cuerpo formando en derredor gran
cantidad de pliegues que dan á este vestido verda­
dera amplitud.
En Francia no es más que una banda larga del
ancho de las espaldas, rizada en su longitud y guar­
necida con una cinta de seda. Llega hasta la tierra,
terminando en cola larga.
El manteo era de etiqueta rigurosa en otro tiempo
fuera de casa (1), y no había eclesiástico que se atre­
viera á salir sin él por la ciudad. En la iglesia podía
ser reemplazado con la sobrepelliz. Por eso reco­
mienda M. Tronson en sus Exámenes^ que los cléri­
gos asistan á la misa con sobrepelliz ó á lo menos
con manteo largo. En París y en algunas otras dió­
cesis se usa todavía con frecuencia; pero general­
mente va desapareciendo de Francia, salvo raras
excepciones, y lo sentimos, porque el manteo da
cierta amplitud y gran majestad al vestido eclesiás­
tico, siendo en ciertas solemnidades un complemento
obligado; pareciendo que sin él falta algo á nuestro
vestido. No aconsejaremos que se use, si nadie lo
emplea en el país, pero hacemos votos porque se res­
tablezca, y aplaudimos el celo de algunos obispos
que trabajan por restablecerlo en sus diócesis (2).
Añadiremos que, como puede presentarse el caso
en que deba usarlo el eclesiástico, por ejemplo, en la
audiencia de un príncipe, no puede estar sin manteo
ningún sacerdote.
muy estrecho y en Italia muy ancho, cayendo vuelto sobre los
hombros y espalda. (N, del T )
(l) En España es de rigorosa etiqueta el manteo para salir de
casa los Sacerdotes. (N. del T.)
<2) También se va omitiendo el manteo en España, reempla­
zándolo por el sobretodo, que podrá ser más cómodo, pero no reve­
la lo mismo la dignidad del Sacerdote. Sería de desear que nues­
tros Sacerdotes jóvenes abandonasen la moda del sobretodo y usa­
sen siempre el manteo. (N. del T.)

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3

- 55 —
Cuando se usa fuera de las habitaciones puede
levantarse, principalmente en Francia, donde se
arrastra la cola (1).
44. Sobretodo. — Llamamos así á la prenda que
se lleva en invierno sobre la sotana.
1. “ Debe ser rigurosamente negro: no se admiten
vivos de ninguna clase que pueden usar sólo los obis­
pos y otros prelados.
2. ° En cuanto á la materia, deben ser rigurosa­
mente de paño ó de otro tejido de lana; no pueden
admitirse las pieles ni otros artículos de pasama­
nería.
3. ° Hay que tener especial cuidado en que no
tenga nada de raro y extravagante. La gente de
mundo ha adoptado para el sobretodo formas y mo­
das que no pueden convenir en manera alguna á
los sacerdotes. Serían altamente ridículos el paletó,
el gabán ú otra cosa parecida que cubrieran la so­
tana.

45. Calzado. — Entre las gentes del mundo hay


no pocas exigencias respecto del calzado. Para con­
siderar á uno bien portado se necesita que todo sea
sin tacha, en cuanto al calzado.
1. ° Las medias han de ser de lana, estambre, fila-
diz, etc., pero siempre de color negro: la seda es de­
masiado lujo, y el algodón presenta el inconveniente
de perder el color. Hay que tener cuidado en llevar­
las siempre bien tirantes, y en no dejarlas caer de
talón.
2.° Los zapatos pueden ser de cuero ordinario ó

(l) En España no tienen cola los manteos; pueden plegarse ó


recogerse algo; pero no es recomendable la costumbre de los que
lo llevan recogido en el brazo, como llevan el gabán los jóvenes
elagantes ó á estilo de torero. (N. del T.)

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1

S6
tapetado; pueden ser de terciopelo, de paño ó de fiel­
tro; el satín es demasiado elegante é indica afec­
tación.
No deben tener formas groseras ni estar clavetea­
dos de modo que sean demasiado pesados y hagan
mucho ruido. Para la iglesia convendría tener zapa­
tos sin clavos en la suela.
En otros tiempos se sujetaban los zapatos con
hebillas sobre el empeine del pie; es de desear
que se restablezca esta costumbre que se va per­
diendo (1).
Los zapatos deben ser de cuero enteramente
negro; si son de cuero ordinario, convendrá darles
lustre con frecuencia. No falta quien usa zapatos de
charol, práctica no muy conforme con la modestia
sacerdotal; sin embargo, no vituperamos el uso, aun­
que es más conveniente emplear el cuero que puede
lustrarse con frecuencia.
3. ° Puede hacerse uso de las pantuflas, pero
han de ser negras ó de color obscuro, y ni por la ma­
teria ni por los adornos ha de constituir elegancia
afectada.
4. ° Zuecos, cauchos, galochas, polainas, chan­
clos. — Todas estas especies de calzado pueden
usarse sin ningún inconveniente en tiempo de frío y
humedad. Los chanclos, los zuecos y las polainas,
pueden llevarse por las calles y en los viajes; los
cauchos y galochas no pueden permitirse más que
dentro de casa, á no ser que se viva en el campo. No
hay que decir que todas estas especies deben evi­
tarse en las ceremonias religiosas, y mucho más en el
altar; lo mismo debe decirse de los chapines.
5.® Botas y botines. — Excepto cuando se va de

(l) Los Sacerdotes que pasan por más modestos y ejemplares


sujetan los zapatos sobre el empeine del pie con unas cintas de
seda negra.

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- 57 —
viaje, no parece muy conveniente el uso de botas y
botines entre los sacerdotes (1).

46. Guantes. — Nada hay prescrito ni en cuanto


á la materia ni en cuanto al color de los guantes,
pues no deben usarse sino como preservativo con­
tra el frío.
Los guantes de etiqueta pueden ser de seda, de
filadiz, de paño y aun de piel, y han de ser rigurosa­
mente negros. La modestia y sencillez del estado
sacerdotal rechazan por completo los guantes de
lustre.

47. Adornos de oro y de plata. — Las gentes del


mundo emplean diferentes objetos de oro y de plata,
por ejemplo, anillos, cadenas para el reloj, guarda­
pelos, binóculos, etc., etc El Eclesiástico debe huir
de todo esto, no haciendo jamás ostentación de obje­
tos preciosos. Sólo exceptuamos las hebillas de los
zapatos, que deben ser de plata.
Advertiremos de paso, que es contra las reglas
del buen gusto llevar sobre la sotana cadenas ó cor­
dones, aunque sean de seda negra y sirvan para su­
jetar algo. Hay, es verdad, algunos Sacerdotes gra­
ves que se permiten estas cosas, pero tal empleo ni
es laudable ni imitable.

48. Los Sacerdotes, lo mismo que los seglares, se


visten con más ó menos elegancia, según las circuns­
tancias. Pueden distinguirse en esto tres clases de
trajes. Traje de casa, traje de etiqueta ó de ceremo­
nia, y traje medio.

(l) La bota ó botín es de uso corriente en España entre el Cle­


ro joven especialmente, usando al mismo tiempo calcetín blanco
de hilo. Baste con decir que no lo hacen asi los Sacerdotes más
modestos y ejemplares. (N. del T.)

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- 58 -

1. ° Traje de casa. —ser sencillo, y, si se


quiere, algo desaliñado, pero conviene que sea siem­
pre digno, de modo que los que se presenten en la
casa parroquial, en ningún caso se vean molestados
por la demasiada soltura de los sacerdotes que allí
habitan. Se puede estar enteramente descubierto, ó
llevar sólo solideo, ó bonete, si se permite en la Dió­
cesis fuera de la Iglesia. Pero como ya hemos dicho,
debe abstenerse el sacerdote, aun en su propia casa,
de usar gorro, gorra y gorra con visera, etc.
Jamás debe estar sin sotana, bien que puede estar
gastada y hasta remendada, con tal que esté limpia.
A veces puede dispensarse de llevar alzacuello y
ceñidor (1). Algunos sacerdotes usan bata. No vitu­
peraremos esta costumbre, pero nos parece que se­
mejante traje podrá usarse sólo en el dormitorio.
Para calzado pueden emplearse las pantuflas y
galochas, sobre todo en las pequeñas poblaciones.
2. ° Traje medio. — Llamamos así al traje con
que se presenta en público el sacerdote en circuns­
tancias ordinarias. Debe ser más ó menos pulcro, se­
gún las localidades. No exige el trato social lo mismo
del sacerdote que vive en una población pequeña,
que del que vive en la capital.
No puede prescindir del sombrero, de la sotana,
del alzacuello y del ceñidor (2), usando siempre za­
pato. Todo esto, aunque no sea nuevo, ha de estar
bien conservado: no es posible admitir una sotana
remendada.
En los pueblos pequeños puede usarse bastón; en
las ciudades no se permite el bastón á ningún sacer­
dote.

(t) En EspaSa no eslá permitido ni aun en familia la supre­


sión del alzacuello. (N del T.)
(2) Ya hemos dicho que en España no se usa el ceñidor ó
banda. Se usa en algunas Repúblicas de América. (N. del T.)

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— S9 —
3 ° Traje de etiqueta. — Este traje es de rigor,
cuando se ha de visitar á alguna persona de alta
categoría, cuando ha de asistirse á alguna ceremonia
ó fiesta muy solemne, por ejemplo, á un entierro, á
una boda, á una distribución de premios, á un ban­
quete, etc., y cuando se espera en casa alguna visita
de personas de categoría.
Todas las prendas han de ser nuevas ó casi
nuevas.
Creemos conveniente que en tales casos se reem­
place el alzacuello liso por el de lentejuelas (1). Si
se ocupa un puesto distinguido entre el Clero, estará
muy en su lugar el ceñidor ó banda de seda. Lo mis­
mo diremos del manteo y de los guantes.
Los zapatos deben estar recién lustrados.
Se dejan en el vestíbulo el manteo (2), la esclavina
y los zuecos. Lo mismo se hacía en otro tiempo con
el sobretodo, que se dejaba para tomar el manteo.
Desde que ha dejado de usarse el manteo, ha inva­
dido los salones el sobretodo. Creemos, sin embargo,
que en circunstancias muy solemnes es mejor seguir
la antigua costumbre y suprimir el sobretodo, aun­
que sea necesario presentarse con sotana sola.

CAPITULO III
LA HABITACIÓN

49. Tomada en su estricto sentido, habitación es


la casa en que se vive ó el cuarto que se ocupa en la
(1) No está ya en uso el alzacuello con lentejuelas; pero la pe­
chera del mismo que cubre la camisa puede ser más ó menos rica,
según las circunstancias. (N. del T.)
(2) Siendo en España el manteo el verdadero traje de etiqueta
del Sacerdote, jamás lo deja en el vestíbulo, á no ser para asistir á
un banquete. (N. del T.)

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6o
casa. Pero en la acepción más general se entiende
también todo el mobiliario de las diversas dependen­
cias de la casa.
Presentaremos las reglas que la Urbanidad im­
pone á un Eclesiástico con relación á este doble
objeto.
I. — La habitación del Eclesiástico.

50. Rara vez es dado al sacerdote escoger la casa


en que ha de habitar: tiene que tomar generalmente la
casa de la Parroquia. Hay casos, sin embargo, en
que se le consulta en la construcción de la misma
casa; y es más común que se acuda á él para la dis­
tribución conveniente de los demás departamentos.
No entraremos en pormenores respecto de las
condiciones de una casa parroquial bien construida,
limitándonos sólo á considerarla desde el especial
punto de vista del trato social, que es lo que más nos
interesa.
1. ° Ha de haber un vestíbulo donde estén la
puerta de entrada á las habitaciones de la planta
baja y la escalera que conduce á los pisos superio­
res. No está bien que haya necesidad de pasar por la
cocina para dirigirse á las demás habitaciones; y
raya en descortesía que tengan que pasar por ella
las personas más respetables.
2. ° Jamás, bajo pretexto alguno, ha de servir de
comedor la cocina. Nada hay más chocante que ver
á un sacerdote comiendo en la cocina, aun estando
solo.
3. ° En la planta baja debe haber una pieza para
recibir á las personas extrañas, sobre todo del sexo
femenino: ha de ser diferente de la habitación propia
del Cura y aun de su despacho. Lo más conveniente
es tener una pieza que tenga puerta con vidrios, para
que vean lo que allí se hace los que entran y salen.

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— 6i —

4. ° Además del comedor debe haber un salón


donde se reúnan los invitados, y que puede servir
también para las recepciones solemnes. Si no le hay
puede hacer sus veces el despacho ó escritorio.
5. ° Es indispensable tener una habitación libre
en los pisos altos, á disposición de los huéspedes.
6. ° No hay inconveniente en que en la casa pa­
rroquial, por lo menos en las poblaciones pequeñas,
haya un corral destinado á las aves, una cuadra para
el caballo, un establo para alguna vaca lechera, etcé­
tera, etc. Pero todo esto ha de estar conveniente­
mente dispuesto y conservado con la mayor limpieza.
No conviene que la casa parroquial ofrezca el as­
pecto de una casa de labranza, ni que para entrar en
ella haya necesidad de pasar por un patio lleno de
estiércol.
II. — Mobiliario.

51. El mobiliario, lo mismo que el vestido, debe


estar en armonía con la condición y fortuna, ó más
bien con la posición social de cada uno. Tener mue­
bles más ricos y lujosos de lo que permite la condi­
ción, es verdademente vituperable, lo mismo que te­
nerlos de calidad inferior á lo que puede cada uno.
Y ¿cuál es el término medio en que puede vivir cada
uno? Es imposible fijarlo de una manera absoluta:
varía infinitamente, según los tiempos y los lugares.
En las ciudades se tolera y se exige más lujo que
en los pueblos. Y, atendido el progreso realizado
por las industrias y por las artes, hay objetos hoy, al
alcance de todas las fortunas, que en otro tiempo
eran reputados como muy lujosos.
La única regla que puede seguirse es ver hasta
dónde alcanzan las personas más respetables de la
misma condición y fortuna, y hacer lo que hacen
ellas. En una palabra, ha de ser tal, que nadie en-

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62 —

cuentre desproporción entre el mobiliario y nuestra


condición, ni por carta de más ni por carta de menos.

52. Hagamos aplicación de estos principios.


El Sacerdote, por su carácter y por sus funciones,
ocupa un término medio entre la clase pobre y la
clase rica: es el lazo de unión de las dos. Debe, pues,
en el exterior, aproximarse á la una y á la otra:
l.“ Síguese de aquí que el Eclesiástico no debe
hacer ostentación en su mobiliario de la elegancia y
del lujo de las clases elevadas de la sociedad: opon-
dríase con ello al espíritu de pobreza, de sencillez y
de modestia que tanto recomiendan los santos Cáno­
nes de la Iglesia. Semejante conducta sorprendería
á los ricos, á quienes se acercaría demasiado, y á los
pobres, que no se atreverían á entrar en su casa. Los
excesivos gastos que se vería obligado á hacer, dis­
minuirían notablemente sus recursos, y se incapaci­
taría para las buenas obras que debe sostener.
Pero también se sigue que no conviene que sea
tan pobre nuestro mobiliario que en nada se dife­
rencie del de las ínfimas clases de la sociedad. El
trato social que tan en cuenta debe tener un sacer­
dote, el respeto que á sí mismo se debe como minis­
tro de la Religión, la consideración de que tiene ne­
cesidad para ejercer su ministerio con provecho del
prójimo, tanto entre los ricos como entre los pobres,
se lo prohíben unánimemente.
Sin embargo, hay que decir que no es el mismo
para todos el justo medio. El Prelado debe tener en
su mobiliario cosas más ricas y elegantes que el sim­
ple Sacerdote. Nuestras costumbres lo colocan en el
más alto grado de la escala social, y conviene que el
ajuar de su casa responda á la eminencia de su dig­
nidad.
Asimismo pueden permitirse en este artículo más
que los simples sacerdotes un Vicario General, un
Canónigo v un Párroco de ciudad.

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r
■FW

— 63 —

Además, el mueble que en la ciudad no se concep­


túa lujoso, lo será con frecuencia en una parro­
quia de pueblo. Conocemos pueblos que han visto
con sorpresa suelos encerados y paredes empapela­
das en las casas parroquiales; mientras que en las
ciudades son cosas tan comunes, que no llaman la
atención.
¿Qué hará, pues, en la práctica un eclesiástico en
cuanto al arreglo de su mobiliario? l.° Deberá exami­
nar la categoría que le dan en la sociedad su posi­
ción y su carácter, con relación á las diferentes cla­
ses de que se compone. 2.° Considerará la clase de
muebles que se permiten los de su clase. 3.“ Y des­
pués escogerá para su servicio un mobiliario algo
inferior al de la misma clase.
Si sigue esta regla, se encontrará en el justo me­
dio, y pondrá á salvo al mismo tiempo, tanto las exi­
gencias de la modestia sacerdotal, como las conve­
niencias de su posición: estará tan distante de la mez­
quindad como del fausto mundano; y no excitará ni
las suceptibilidades de los ricos ni la envidiadla des­
esperación de los pobres, siendo lo que debe ser y
como debe ser.

53. Haremos algunas aplicaciones que aclararán


las reglas dadas (1):
1. ° Según el principio establecido arriba, está de­
más en la habitación del sacerdote lo que puede con­
siderarse artículo de lujo. Tales son las alfombras
de su cuarto y del salón, la cristalería, las curiosida­
des artísticas, los artículos de fantasía, etc., etc.
2.“ Los muebles necesarios ó útiles deben presen-

(l) Los pormenores á que vamos á descender corresponden


especialmente á una casa parroquial de pueblo. Los hemos sacado
en su mayor parle de la obra titulada: Du ton ei des manieres d'un
eccUsiastique dans le monde, por un hombre de mundo.

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— 64 —

tar, tanto en la forma como en la materia, el doble


sello de la sencillez y del aseo.
En consecuencia:
Las cómodas, escritorios, armarios, camas, etc.,
no deben ser de madera preciosa, ni presentar ricas
incrustaciones, dorados ó relieves muy estudiados.
Pueden ser de roble, de nogal, de cerezo, etc. La
forma ha de ser severa, sin ofrecer nada de grosero
ó vulgar.
Las sillas serán de nogal ó de otra madera equi­
valente, y aparejadas con paja ó enea. No son lujo
extraordinario los sillones de la misma madera y ar­
mados con tapicería ó terciopelo de lana.
Las ventanas podrán tener cortinillas de algodón
ó lana, pero nunca de seda; y lo mismo se ha de de­
cir de las de la cama.
El servicio de la mesa, que estará en el aparador
ó armario, será, poco más ó menos, como sigue:
Las jarras y vasos de vidrio blanco; pueden usar­
se copas, que podrán ser de diferentes dimensiones,
como se practica hoy en el mundo, y como diremos
en otro lugar. Puede, sin embargo, dispensarse de
semejante lujo el sacerdote, sin faltar al trato social.
Se permiten los cubiertos de plata, pero no decimos
lo mismo de los de oro y de plata sobredorada. A fal­
ta de cubiertos de plata, debe tener á lo menos una
docena de cubiertos plateados. Si parece demasiado
elevado el precio, puede contentarse con cubiertos
más modestos, pero no con los más vulgares, por
ejemplo, de hierro ó de estaño ordinario.—La vajilla
no será de plata; pero puede ser de porcelana.—Los
cuchillos de plata ú oro para los postres, así como
los sostenedores para apoyar el cuchillo y tenedor,
serían objeto de lujo en el ajuar del sacerdote. Pue­
de tener escalfador ó estufillas, con tal que no sean
de metal precioso.
3.° Daremos la lista del mobiliario conveniente á

Biblioteca Nacional de España


- 6s -

cada una de las habitaciones de la casa del sacer­


dote.
En todas las habitaciones ha de haber algún obje­
to de devoción: un Crucifijo, una imagen de la San­
tísima Virgen, etc.
El ajuar del vestíbulo se reducirá á algunas sillas
de paja destinadas á las personas que esperan el mo­
mento de ser recibidas.
El comedor, además de las sillas, tendrá un apa­
rador ó armario y una mesa en medio de la habita­
ción: en él podrá estar también el lavabo, si no hay
lugar más á propósito. En ningún caso se colocará
en la cocina.
El salón de recepciones será lo mejor de la casa:
tendrá grandes cortinas en las ventanas. En la chi­
menea podrá haber un reloj de sobremesa con un
objeto de piedad, ó mejor un Crucifijo ó una imagen
de la Santísima Virgen. Habrá también dos cándele
ros ó dos lámparas. En verano estará tapada la chime­
nea ó alcobilla; pero en invierno debe estar provista
de un caballete sencillo, una badila, unas tenazas,
una escobilla de hogar y un fuelle. — En las paredes
habrá algunos cuadros religiosos. Una cómoda ó
consola, sillas y algunos sillones. — Entre las gentes
del mundo hay en medio del salón una mesa redonda,
más ó menos lujosa y elegante, provista de un rico
tapete, y sobre ella libros y objetos curiosos; no es
obligatoria esta mesa en la casa parroquial; puede
tolerarse, sin embargo, si es sencilla.
Después del salón, la mejor habitación ha de ser
la sala de familia. Debe tener los objetos siguientes:
Una cama con cortinas y con una cubierta del mismo
color; á los pies de la cama, una alfombrita, ó á lo
menos una esterita, una mesa de noche limpia con su
puertecilla. En la chimenea, los mismos objetos poco
más ó menos que en el salón. En la cómoda ó cerca,
una aljofaina y un jarro con agua, una botella, un

'■a ^adipnal de España


— 66 —
vaso y una cucharita, un azucarero, un frasco de vi­
nagre de tocador y una pastilla de jabón. Todos es­
tos objetos estarán mejor en una mesa de tocador.
1
Habrá también un espejo aunque sea pequeño, no
tanto para ornato, cuánto para servirse de él. En las
ventanas habrá á lo menos visillos; en las paredes
algunos cuadros ó grabados. Un escritorio en cuyo
cajón habrá papel ordinario y de cartas, sobres, plu­
mas, tinta, polvos ó papel secante, obleas, lacre, tin­
tero, cortaplumas, tijeras y cuchillo de madera.
Quedará completo el mobiliario con algunas sillas y
dos sillones.
La habitación del jefe de la casa tendrá el mismo
ajuar poco más ó menos, debiendo aparecer en todo
la modestia y la sencillez.

54. No basta tener un mobiliario conveniente; es


necesario saber conservarlo, y aunque esto corres­
ponde á los domésticos, no debe por eso dejar de
prestarles atención el jefe de la casa; tiene aquí par­
te importante su solicitud:
1.^ Debe cuidar de que cada objeto esté en su
lugar. Nada da á los extraños peor idea de una casa,
que verlo todo en desorden y confusión.
Hay objetos pertenecientes al ajuar doméstico, que
no deben aparecer á la vista de todo el mundo, de­
biendo tratarlos de modo que se tengan en su lugar.
Hay otros que tienen lugar lijo y determinado, y
en él deben encontrarse. Los utensilios de la cocina
estarán en la cocina; las provisiones, las frutas, dul­
ces, etc., en la despensa; la ropa blanca y los vesti­
dos, en las alhacenas; cuanto sirve para el tocador
no debe salir del cuarto de dormir...
Los muebles estarán en su pieza correspondiente:
siempre es posible el orden entre todos los objetos,
cualesquiera que sean. Una cocina bien dirigida y
bien conservada ofrece un espectáculo de orden y de

Biblioteca Nacional de España


— 67 —

aseo admirables. Con mayor motivo puede obtener­


se el mismo resultado en las demás dependencias de
la casa.
Las sillas y sillones se colocarán á lo largo de las
paredes, un poco separados de las mismas, de modo
que ofrezcan un golpe de vista agradable. El vela­
dor, si lo hay, ha de estar en medio, y los demás
muebles ocupen el lugar que exigen su forma y su
destino.
En la biblioteca estarán ordenados los libros, dis­
puestos simétrica y regularmente con el corte hacia
adentro y el título en la parte superior; podrá haber
también algunos en el escritorio para el uso coti­
diano, pero nada autoriza 'el que se tengan en las
sillas ó por el suelo. La cama estará bien hecha, cu­
bierta con una colcha bien estirada, cayendo á los dos
ados las cortinas que formarán pliegues regulares.
2° Si conviene mucho que esté en orden el ajuar,
no es menos conveniente que esté sumamente asea­
do. El jefe de una casa debe ser muy exigente en
este punto, y vigilar mucho á los domésticos para
que conserven la limpieza más completa.
Las habitaciones han de ser barridas con frecuen­
cia; y las más frecuentadas, como el salón, el come­
dor, la sala de familia, lo han de ser todos los días.
Si el piso no está encerado, se lavará de tiempo en
tiempo.
Los pisos de madera encerada requieren cuidados
especiales. Jamás se pasará un día sin secarlos, estre­
gándolos con frecuencia y renovando la cera cuando
sea necesario. El piso encerado, mal cuidado, hace
peor vista que el no encerado ó que otro piso cual­
quiera.
Generalmente se dispensa menos que la pobreza
la negligencia con pretensiones de lujo.
No debe olvidarse el sacudir el polvo de las pare­
des y de los techos, teniendo cuidado de limpiar las

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— es­
telas de araña. Lo mismo decimos de los muebles,
armarios, mesas, sillas, etc. La chimenea, que es el
mueble más visible y más adornado, será objeto de
muy atenta vigilancia, tanto más, cuanto es más fácil
que caiga en ella el polvo, si no se tiene exquisito
cuidado.
Los vidrios están más expuestos á ensuciarse, y
por consiguiente á perder su transparencia, lo cual
se considera como imperdonable falta.
Hay que hacerlos lavar de cuando en cuando, y,
sobre todo, secarlos y limpiarlos todos los días des­
pués de barrer.
Las cortinillas de la cama ó de las ventanas, las
colgaduras y las fundas de las sillas, etc., especial­
mente cuando son blancas, deben lavarse siempre
que se deje sentir la necesidad.
No hay cosa que más contribuya al mal aspecto y
al desaliño de una habitación que la suciedad de las
cortinas y de las fundas de las sillas.
3.° En la conservación del mobiliario entran tam­
bién las composturas y la renovación de las diferen­
tes partes, á medida que se vayan deteriorando. Ja­
más debe verse en una habitación bien amueblada
vidrios rotos, pisos con hoyos ó agujeros, cortinas
rasgadas, muebles en piezas, sillas mancas, etc. Hay
casas en que es necesario sentarse con muchas pre­
cauciones: son tan poco sólidos los sillones y las si­
llas, que, á pesar de todo el cuidado que se pone al
apoyarse, puede ser uno víctima de algún percance.
Percance no muy grave en general, pero desagra­
dable siempre para el huésped ó convidado, y más
aún para el jefe de la familia.

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rr

— 69 —

CAPÍTULO IV

LA APOSTURA

55. La apostura resulta de los diferentes estados


de reposo ó de movimiento que pueden tomar los
miembros del cuerpo y que dan á la persona su ex­
presión y carácter propios.
En la vida social nuestra primera obligación es
una apostura digna y honesta.
La posición que tomamos tiene la propiedad de
expresar las disposiciones íntimas del alma, hacién­
dolas en cierto modo visibles, concluyendo por ser
un verdadero lenguaje, más inteligible que la palabra
misma Se nos revela en esta propiedad la naturaleza
eminentemente social del hombre. En efecto, el ca­
rácter expresivo de nuestro exterior no puede tener
otro fin providencial que nuestras relaciones con
nuestros semejantes; y sólo en esas relaciones halla­
mos la realidad, ya que la expresión supone una inte­
ligencia que se apodera de ella y la comprende. La
apostura viene á ser así una de las principales par­
tes de la Urbanidad.
Nos sentimos naturalmente inclinados á juzgar á
un hombre por su apostura; y cuando es atento el
observador, rara vez deja de ser infalible tal crite­
rio. «Nada hay, dice La Bruyére, tan sencillo, tan de­
licado y tan imperceptible en que no entren maneras
que nos descubren. Entra un tonto: ni sale, ni se
sienta, ni se levanta, ni se calla, ni está derecho, co­
mo lo está un hombre inteligente (1).
Nos enseña la Escritura que se conoce al hombre
(ij Caracteres, cap. 2.

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1
— 70 —

por su exterior: Por la vista es conocido el hombre,


y por el aire de la cara es conocido el cuerdo. El ves­
tido del cuerpo y la risa de los dientes, y el andar
del hombre dan muestras de él (1).

56. Debemos fijarnos en esto tanto más, cuanto


en la manera de presentarnos estamos expuestos á
cometer multitud de faltas más ó menos groseras, de
las que no nos daremos cuenta, pero que ofenden en
gran manera á las personas con quienes alternamos:
son los resabios, los hábitos extraños, los gestos ridí­
culos, las posturas no convenientes, que dan á nues­
tra persona un aire altivo, precipitado, simple ó li­
gero.
57. Con gran claridad y completa precisión ex­
presa y funda el Concilio de Trento el principio ge­
neral, según el cual debe regular su apostura el Ecle­
siástico. «Conviene en absoluto, dice, que los Cléri­
gos, llamados á ser la herencia del Señor, arreglen
de tal modo su vida y costumbres, que sus vestidos,
sus ademanes, su paso, su conversación, lo mismo
que toda su conducta, no ofrezcan ni revelen sino
gravedad, recato y religión (2).
En estas tres últimas palabras están perfectamen­
te resumidas las reglas que en su exterior deben ob­
servar los sacerdotes.
Se tolerará en un hombre de mundo y hasta se
considerará como derroche de amabilidad, si es jo­
ven, cierta ligereza en sus maneras, un poco de de­
senvoltura, algo de vivacidad, de jovialidad y de es­
pontaneidad; no así en un Eclesiástico. Gravitas
(1) Eclesiástico, XIX, 26, 27.
(2) Sic decet omnino clericos, in sorlem Domini vocatos, vitam
moresque suos omnes componere. ut habiiu^ incessu, sermone^
aliisque omnibus rebus nihil nisi grave, modernium ac religione ple­
num praeseferant. XII. cap, i, De Ref,)

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— 71 —

tuam personam decet. Por joven que sea un Sacer­


dote, es necesario que aparezca un hombre por la
apacible gravedad de sus maneras y por la modesta
dignidad de su continente. Se le exige seriedad:
una jovialidad alocada contrastaría demasiado, ya
con el traje que lleva, ya con las funciones que ejer­
ce y con el carácter sagrado que reviste y que le ha­
ce representante de Jesucristo.
Bien están en el militar el arrojo, la arrogancia y
el aire decidido y resuelto; en el Sacerdote serían un
contrasentido: deben brillar en su persona la humil­
dad y la mansedumbre, que tan bien dicen con su es­
tado. Trabajará, por tanto, por ser moderado, man­
so, prudente, circunspecto, y, si hay que caer en
algún exceso, que sea más bien en la timidez que en
la presunción y arrogancia.
En fin, exige la profesión del Sacerdote que,
cuando esté en compañía de otras personas, se haga
notar por la piedad y por la devoción. Pasa la vida
entre las cosas santas; la oración forma su principal
empleo; conversa con Dios más que con los hombres;
sus estudios y sus funciones lo elevan habitualmente
á la esfera de lo sobrenatural: debe ser su exterior
un reflejo del cielo. Con especial cuidado ha de evi­
tar la afectación y los visajes: debe ser natural ente­
ramente. Pero no olvide que jamás, ni á los ojos del
mundo, puede dejar de ser el hombre de Dios, por­
tándose de manera que los que le tratan lo reconoz­
can siempre como á tal.
Daremos algunos pormenores sobre los diversos
elementos que componen la apostura, con lo cual se
comprenderán mejor estos principios.
58. La primera condición de la apostura es la
actitud bien determinada, que resulta de la posición
que toman la cabesa, el cuerpo y los miembros.

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— 72 =

59. La cabeza debe tenerse ordinariamente rec­


ta, siendo defectuoso llevarla habitualmente incli­
nada ya á un lado, ya á otro, tanto dejándola caer
hacia adelante, como echándola para atrás.
No debe moverse sin cesar, ni hay que mecerla á
lo bobo, como si no pudiera mantenerse en equili­
brio, ni volverla como una veleta.
No quiere decir que debemos tenerla tiesa é in­
móvil, lo que nos daría aire de estirados y soplados.
Se puede, y aun se debe, comunicarle algún movi­
miento, obrando de modo que ni sean frecuentes ni
bruscos tales movimientos: han de ser naturales, sin
afectación, de modo que no expresen sino sentimien­
tos delicados.
Respecto de este punto, observaremos de paso
que á juicio de los que han hecho estudio de la mí­
mica, la cabeza significa benevolencia, cuando se in­
clina adelante; humildad, sumisión y respeto, cuando
se abaja; arrogancia y orgullo, cuando se echa para
atrás; firmeza, cuando se conserva enteramente rec­
ta; valor, cuando, elevándose los hombros, se hunde
echándose algo hacia atrás; y piedad, cuando se in­
clina ya á la izquierda, ya á la derecha.

60. El cuerpo sigue, poco más ó menos, en la po­


sición que se le ha de dar, las mismas reglas que la
cabeza; esto es, que es bueno tenerlo habitualmente
recto. Por consiguiente, se ha de evitar echar el pe­
cho hacia adelante, lo que da aire de orgulloso é im­
portante; encorvar las espaldas, que además de fati­
gar el pecho, comunica á la persona una expresión
poco graciosa; en fin, inclinar el cuerpo ya á un lado
ya á otro, denotando molicie ó desidia.
61. El movimiento y la posición de los miembros
contribuyen mucho á dar distinción á la actitud del
cuerpo.

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— 73 —
Cuando tratemos de las diferentes actitudes que
debe tomar el cuerpo según las circunstancias,
hablaremos con más extensión de la positura de los
pies y de las piernas. Aquí nos contentaremos con
hablar de la postura y movimientos de los brazos y
de las manos:
1. ° Generalmente, no estando ocupadas las ma­
nos, conviene tenerlas caídas á los lados, teniendó
extendidos los brazos, ó bien colocadas en el pecho á
la altura de la cintura, de modo que la derecha se
apoye en la izquierda.
2. ® A veces es permitido cruzar los brazos, espe­
cialmente cuando hay que permanecer mucho tiem­
po en la misma posición, por ejemplo, cuando se oye
un discurso. Pero en sociedad y en la mesa no se
puede permitir tomar actitud semejante, que revela­
ría no poco desenfado.
3. ® Cuando no se ocupa más que una mano, se
coloca muy bien la otra en el pecho, ó se emplea
para ciertos ademanes.
4. ® Hay modos de colocar los brazos y las manos,
que son inaceptables: tales como meter las manos en
los bolsillos, introducirlas en el chaleco ó sotana, te­
nerlas cruzadas en la cabeza ó apoyadas en las ca­
deras.
5. ® Lo mismo se dirá de ciertos movimientos de
las manos que revelan mucha ligereza ó gran igno­
rancia del trato social: estregarlas constantemente,
llevarlas al cabello ó á los ojos; introducir los dedos
en la boca, en la nariz ó en las orejas; limpiarse las
uñas; mover los objetos que penden de la cadena del
reloj, el ceñidor ó banda ú otro objeto cualquiera;
sobajar un papel; dar vueltas á una silla; extender
los brazos flojamente desperezándose; tener los bra­
zos y las manos en continuo movimiento.
6. ® Está permitido, y hasta es conveniente, hacer
uso del ademán para dar más expresión á lo que se
dice; pero hay que atenerse á ciertas reglas.
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— 74 —

Todos los movimientos han de ser moderados.


Cuando hablamos, no deben permanecer inmóviles
los brazos; mas tampoco deben moverse y agitarse
inconsideradamente y sin regla, como los hilos del
telégrafo.
Hay que evitar todo ademán indecoroso, expre­
sivo de algo hiriente ó poco noble: tales como gol­
pearse en la pierna, amenazar con el puño á su inter­
locutor, hacer ademán de golpearle, tomarle del
brazo, agarrarle los botones ó el cuello de la sotana,
sacudirle con fuerza, etc. El ademán ha de ser sen­
cillo y gracioso, sobre todo en la conversación fami­
liar, sin hacer nada que nos pueda dar aires de cómi­
cos, de declamadores, ni aun de oradores.
Todos los movimientos han de ser expresivos, no
debiendo emplearlos sino para dar energía á la pala­
bra y evitando producir los inútiles, contraproducen­
tes y violentos ó extremados. Debe obrarse de modo
que no sean intempestivos; esto es, que no se produz­
can ni demasiado tarde ni demasiado pronto. Deben
acompañar á la expresión hablada del pensamiento
que representan; acaso podrán precederle un poco,
pero jamás podrán seguirle (1).
Las observaciones que preceden se aplican á la
actitud que debe darse al cuerpo en general. Añadi­
remos algo respecto á la postura que conviene guar­
dar cuando se está de pie, sentado, de rodillas ó an­
dando.

62. I. Reglas que hay que observar estando


de pie:
1.^ Los pies han de estar el uno frente al otro, y
no el uno delante del otro como en disposición de
emprender la marcha.

(i) Véase Traite de la predication, por M. Hamon, t. I. 3 a p.


c, II. art. 3.

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— 75 —
2.^ Las piernas no deben estar demasiado separa­
das: podría decirse de los que tienen este defecto que
creen que les va á faltar bastante base para el cen­
tro de gravedad.
3. ^ No debe cargarse el cuerpo sobre una pierna
más que sobre otra.
4. ^ En fin, no es muy cortés, cuando se está de
pie, apoyar la espalda ó el hombro en la pared, en
algún mueble, etc.

63. M. Reglas para estar sentado:


1. “ Regularmente hay que tener las piernas ver­
ticales formando en las rodillas ángulo recto.
2. ® Hay personas que, estando sentadas, tienen
juntas las puntas de los pies y los talones separados,
lo que es de muy mal tono, siendo lo decente lo con­
trario, esto es, aproximar los talones y separar las
puntas de los pies.
3. ^ Se va propagando la costumbre de cruzar los
pies y aun las piernas, cuando se está sentado. Esta
postura no es tan modesta como tener los dos pies en
tierra; y ha de evitarse en absoluto, cuando se está
en la Iglesia ó en presencia del Superior.
Si se cree que se puede hacer uso alguna vez de
semejante libertad, hágase á lo menos con cierta de­
cencia, evitando, por ejemplo, poner horizontal la
pierna que se pone encima, de manera que aparezca
vertical la planta del pie mostrando la suela, ó tener
en continuo movimiento la pierna sobrepuesta, etc.
4. ^ No es permitido, estando sentado, abrazar
las rodillas con las manos cruzadas.
5. ^ Lo mismo se ha de decir de apoyar el codo en
el brazo de la silla, sosteniendo la cabeza con la
mano.
6. ^ Se evitará tener vuelta la silla propia, hacer­
la bailar, apoyándola ya en un pie ya en otro, y ser­
virse de ella como de columpio para mecerse.

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- 76 -

7. “ No se evitará menos poner los pies en los tra-


vesaflos de la silla propia ó en los de la del vecino, ó
en otra cualquiera, ó sobre los caballetes. Creemos
1
inútil recomendar que no se los levante en el aire
apoyándolos en una mesa ó en la campana de la chi­
menea.
8. " Desviar mucho las piernas estando sentado
indica demasiada libertad; tener las rodillas riguro­
samente apretadas es señal de encogimiento. Hay
que evitar lo mismo lo uno que lo otro.
64. III. Reglas para estar de rodillas.
Para orar es costumbre ponerse de rodillas; en
este caso debe ser intachable la apostura. Cuando es
lo que debe ser, ofrece el más perfecto modelo de
belleza la actitud del hombre que ora. No profane­
mos ese tipo augusto, tomando, cuando estamos de
rodillas, posturas inconvenientes, grotescas y hasta
impropias: nos imponen semejante deber el respeto á
Dios á quien hablamos, y á los hombres á los que
debemos edificar. Así que, estando de rodillas:
1. “ No han de cruzarse los pies poniendo uno so­
bre otro.
2. ^ No ha de apoyarse la espalda en los muebles,
bancos ó sillas que estén detrás.
3. ^^ No es estar de rodillas tenderse perezosa­
mente en una silla vuelta sobre los dos pies de de­
lante, apoyando, aunque sea poco, las rodillas en los
barrotes de atrás.
4.^ No hay que acurrucarse sobre los talones.
5. ^ Cuando haya una almohadilla ó reclinatorio,
pueden ponerse en él los codos ó los puños teniendo
juntas las manos, ó se tienen apoyados los brazos
cruzados. No hay que inclinarse demasiado sobre el
reclinatorio, ni sostener con las manos la cabeza ó la
barba. Hay que abstenerse de llevar las manos á los
cabellos, á la nariz, á las orejas; moverlas, etc., etc.

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— 77 —

6.® Si nos arrodillamos en un taburete, no ten­


dremos los pies suspendidos en el aire: hay que tocar
el suelo con las puntas.

65. IV. Reglas para andar:


1. ® Al andar debe evitarse lo mismo la excesiva
lentitud que da aires de callejero, que la exagerada
precipitación, que ofendería á la modestia. El hombre
de buen tono jamás corre por las calles, fuera de ca­
sos verdaderamente excepcionales que lo ponen en
semejante necesidad.
2. ® Al andar no conviene hacer el péndulo con
los brazos como quien va poniendo estorbos. Pueden
llevarse largos pero sin tensión violenta, y pueden
también cruzarse por delante.
3. ® Cuando se lleva bastón ó paraguas, se ten­
drán en la mano derecha, pudiendo emplearlos para
apoyarnos. No deben llevarse con pretensiones de
elegante, ni subirlos y bajarlos á semejanza de lan­
cero (1) ó de ordenancista. Pueden llevarse también
en la izquierda, pero de modo que no moleste á los
que van detrás. Mas será altamente descortés lle­
var al hombro el bastón ó paraguas, y más aún col­
gar de ellos paquetes y otras chucherías.
4. ® Al andar no debe llevarse alta la cabeza, ni
volverla para mirar á una y otra parte. El hombre
bien educado mira sólo adelante para evitar los obs­
táculos ó peligros que pudiera encontrar á su paso.
5. ® Se ha de evitar andar con cierta pesadez lo
mismo que con afectada elegancia. Hablando San
Jerónimo de los eclesiásticos que caen en este último
defecto, dice que en su andar más parecen preten-
(!) El autor dice; Vair d'un su’sse de Cathedral. En Francia y
Bélgica acompaña en todas las ceremonias religiosas un soldado
vestido casi como un alabardero, llevando siempre la lanza veatical.
Como en España no se conoce este personaje, he traducido á seme-
’auta de laneeto. (N. del T.)

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1

- 78
dientes que clérigos: Hos magis sponsos dixeris
quam clericos.
6.^ Hay gentes que al andar se cubren de barro
por pura torpeza. Para evitar semejante inconve­
niente hay que pisar con precaución: no deben ro­
zarse uno con otro los pies, ni levantar el talón de
manera que salte el barro.
66. La expresión del rostro es sin disputa la parte
más importante de la apostura. El semblante es el
espejo del alma; nada hay que pueda igualar al po­
der de la expresión de que está dotado. Cuantos mo­
vimientos nos agitan interiormente, el amor, el odio,
la alegría, la tristeza, la resignación, la impaciencia,
el placer, el fastidio, la tranquilidad y la indignación,
se reflejan en el rostro con extraordinaria ñdelidad.
El aire que toma el semblante, da á la apostura su
carácter, y al semblante se dirigen principalmente
todas las miradas, juzgándose al hombre por lo que
revela el rostro. De aquí la necesidad de estudiar su
actitud y sus movimientos.

67. El conjunto de los rasgos de la cara debe


ofrecer una expresión que nada tenga de ridiculez,
acomodándola sin exageración á las circunstancias
en que nos encontramos.
Guardémonos, en primer lugar, de esas contorsio­
nes y de esos gestos á que con frecuencia nos habi­
tuamos sin darnos cuenta, y que podría proporcionar
un buen encontrón á un caricaturista. No hay más
que observar las fisonomías que se nos presentan en
los lugares públicos para que reconozcamos la im­
portancia de esta advertencia.
Habitualmente, y si no exigen determinada expre­
sión las circunstancias, nuestro semblante debe apa­
recer dulce, bondadoso, tranquilo, modesto y serio.
Hay quienes tienen constantemente el rostro preocu-

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— 79 —

pado, triste, sombrío, disgustado, creyendo que se


hacen de este modo más interesantes; y se engañan.
Otros llevan siempre la sonrisa en los labios; es
cierto que podemos reirnos, cuando hay por qué,
pero reirnos sin ton ni son es señal de ligera estupi­
dez, y hasta de idiotismo- No dejará jamás de ser un
arte el saber reirse y hacer el serio á tiempo.
Si nos hallamos entre personas que están satisfe­
chas por algún acontecimiento feliz, nuestro sem­
blante debe tener la expresión de placer en harmo­
nía con el sentimiento de tales personas, manifestando
de esta manera nuestras simpatías: exceptúase el
caso en que alguna causa nos obliga á manifestarnos
con semblante severo. La Escritura ha dicho: Per
tristitiam vultus corrigitur animus delinquentis.
Y observaremos una conducta opuesta, si nos en­
contramos entre personas sumidas en el dolor: en
tales casos estaría fuera de su lugar la expresión de
alegría. Nuestra alma debe hallarse dominada por
un sentimiento de tristeza que se revelará en los ras­
gos de nuestro semblante.
Lo mismo sucederá, cuando seamos víctimas de
alguna desgracia privada, y cuando esté desolado
todo el mundo por alguna desgracia pública. Apare­
cer en tales casos contento ó despreocupado, revela­
ría perversidad de corazón, faltando gravemente á
las atenciones más elementales.
Pero, cualquiera que sea la expresión de nuestro
semblante, obraremos de modo que no aparezca ex­
tremada, y menos aún exagerada. La moderación y
la naturalidad dicen perfectamente aquí con el ca­
rácter grave del sacerdote. Cierto es que hay que
manifestar simpatía, pero no es posible caer en den­
gues y remilgos, con lo que faltaríamos al verda­
dero fin.

68. La fisonomía resulta de la situación y movi-

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1

— So —

mientos de las diferentes partes del rostro. Hay tres


principalmente que tienen gran poder de expresión
y que merecen mención particular: son la.frente, los
ojos y la boca.
I^Bl frente ha de estar serena. Debemos procurar
no arrugarla: la frente arrugada comunica á la fiso­
nomía aire de tristeza, severidad y disgusto que re­
pelen á todo el mundo; ó también de preocupación
que jamás debe aparecer en las relaciones sociales.
Conviene que los ojos expresen modestia, benevo­
lencia y dulzura. Hay que evitar el volverlos y revol­
verlos constantemente en las órbitas, que da cierto
aire de ferocidad, y el tenerlos siempre abiertos, in­
móviles y fijos en un objeto determinado, aparecien­
do absortos y distraídos.
Evítese también el guiñarlos, que sabe á caranto­
ñero. Al conversar con alguien, no debe tenerse fija
constantemente la vista en el interlocutor, pues ade­
más de que indica poca modestia, creeríase que que­
remos penetrar hasta en los más recónditos pliegues
de su alma, para leer lo que en ella pasa; mas tampoco
hay que tenerlos siempre bajos, pues pareceríamos
ó demasiado orgullosos ó grandemente turbados.
En fin, jamás debemos tratar de evitar encontrar­
nos con la mirada del interlocutur; se nos podría
tildar de hipócritas ó de fingidos. Todos desconfían
de los que nunca miran á la cara.
Generalmente se tiene cerrada la boca: la boca
siempre abierta revela estupidez; lo mismo se dice
de la habitual expresión de sonrisa. No hay que tener
los labios siempre apretados, ni siempre abiertos, ni
morderlos continuamente; jamás debe enseñarse la
lengua; sacarla y pasarla por los labios es muy poco
decente. Es señal de disgusto bostezar, cuando se
está con otras personas: no se puede prohibir el que
uno se fastidie, pero no debe manifestarse.

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— 8i

69. Para no omitir nada de cuanto se refiere á la


apostura, indicaremos algunos movimientos estrepi­
tosos que la urbanidad prescribe que se compriman
ó que se moderen.
1. ® No es de buen tono hacer ciujir los dedos, ya
1 etorciéndolos, ya golpeando los unos con los otros.
Lo mismo diremos de tabalear sobre una mesa ó so­
bre un mueble, y de cualquier otro ruido que pueda
hacerse con las manos ó con los pies.
2. ® Es de muy mal gusto tararear un aire á me­
dia voz estando en sociedad. En cuanto á silbar na­
da diremos, pues esto es propio de los mozos encar­
gados de las caballerizas.
3. ® Dice la Escritura que el insensato levanta la
voz, cuando se ríe, mientras que el hombre prudente
se contenta con sonreírse en silencio. No pretende­
mos prohibir en absoluto la carcajada (1); pero ésta
ha de ser muy rara y sólo en los casos en que venga
involuntariamente. Hay que evitar reírse con gran
estrépito, de modo que se oiga desde lejos, pues re­
vela gran falta de modestia. Hay, en fin, lo que lla­
maríamos grandes risotadas propias del vulgo, y
que tanto desdicen del hombre de buena sociedad.
4. ® Ya hemos indicado que no es decente boste­
zar estando en compañía de otras personas: menos lo
es todavía bostezar haciendo ruido, efecto ordinario
de disgusto muy profundo.
5. ® Hay muchos que tienen la mala costumbre
de hacer estrépito muy desagradable con las nari­
ces. Unos resuellan con gran estruendo, otros inte­
rrumpen la conversación para abrir y cerrar en se­
guida las fosas nasales, echando afuera el aire sin
necesidad ninguna, vicios muy poco halagüeños, y
costumbres no muy decorosas que no tienen más

(i) En Chile nadie se ríe á carcajadas; es muy fácil por esto dis­
tinguir á un chileno del que no lo es. (N. del T )

.TKVO Gil
V XJUlVERSlBA'l, 46
* MibUp^cal^^ional c/e£spaña
82 —
1
fundamento que el capricho, y de que hay necesidad
de corregirse cuanto antes, si se ha caído en ellos.
6.° Ya hemos dado arriba las reglas de aseo que
deben observarse al toser, escupir y limpiarse las
narices. Hay muchos que en estas operaciones hacen
considerable ruido, no muy grato al oído. Es una
manía inconveniente que nunca podrá justificarse.
Lo mismo se dice de los que lo hacen á cada paso
sin necesidad alguna; no saben ciertamente que can­
san y molestan. Y es más intolerable todavía, cuan­
do por hacerlo se interrumpe á los que leen ó ha­
blan. Han de tenerse presentes las siguientes re­
glas: 1.^ No hay que toser, escupir ó sonarse, sino
cuando hay verdadera necesidad, y no á cada mo­
mento y á cada paso; 2.^ para hacerlo, hay que elegir
tiempo á propósito, esto es, cuando no se moleste
á los que hablan ni á los que escuchan; 3.® cualquie­
ra que sea el instante elegido, se hará con el menor
ruido posible, ahogando aún con el pañuelo el peque­
ño ruido que se haga.
7° Lo que acabamos de decir se aplica igual­
mente á los eructos, borborigmos, hipos, estornudos,
etcétera. Si de ningún modo podemos impedir ta­
les accidentes, que no siempre dependen de la volun­
tad, debemos á lo menos hacer esfuerzos para mode­
rarlos. Hay casos en que es de todo punto imposible
contenerlos, lo que sucede especialmente con el hipo;
entonces lo mejor es dejar la compañía y salir hasta
que haya pasado el acceso.

CAPITULO V
DE LA VIDA DEL ECLESIÁSTICO

70. Los Cánones disciplinarios de la Iglesia pres­


criben á los sacerdotes algunas regí as relativas á las

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- 83 -
ocupaciones que han de tener durante el día, á las
distracciones que pueden permitirse y el género de
vida que les conviene llevar. Encontramos en ellos
una hermosa expresión del profundo y delicado sen­
timiento que respecto de la vida sacerdotal anima á
la Iglesia. Fielmente practicadas esas reglas, dan á
la persona del sacerdote lo que podríamos llamar su
carácter social.
La vida eclesiástica no se parece á ninguna otra;
es una vida especial, un ideal concebido é impuesto
por la Religión á sus ministros, á fin de realizar á
los ojos de todo el mundo cuanto de más puro y ele­
vado existe en sus máximas. Y tanto como la Iglesia,
exige el público que ajustemos á ellas nuestra con­
ducta. El vive á sus anchas, pero quiere que el sa­
cerdote viva como sacerdote, imponiéndole obliga­
ciones rigurosas y absolutas.
71. Entre los deberes de que vamos á tratar apa­
rece en primera fila la fidelidad á la ley de la resi­
dencia, y por consiguiente la renuncia á los viajes.
La facilidad extremada de las comunicaciones y
la rapidez con que se salvan hoy las más largas dis­
tancias, han introducido en nuestras costumbres el
hábito de viajar que no alcanzaron á conocer nues­
tros padres. Esta clase de recreación se ha hecho
una necesidad, un descanso considerado imprescin­
dible. Es sobre todo elemento en cierto modo in­
dispensable para las vacaciones que todos los años
se toman en el verano las profesiones liberales.
Era imposible que fuera extraño el clero á seme­
jante movimiento. Cada día se multiplican más y más
entre nosotros los viajes, y nada hay más común hoy
que encontrar en los coches y en los ferrocarriles,
sacerdotes que aprovechan las vacaciones para re­
correr el país.
Y es verdad que sería muy duro prohibir á los

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84 - 1
eclesiásticos los viajes de recreo. La necesidad de la
distracción, el agotamiento de las fuerzas y el deco­
ro son razones muy poderosas para permitírseles.
Sin embargo, en materia tal deben andar con caute­
la; no pueden considerarse autorizados para obrar
con tanta libertad como los seglares, y han de tener
presente que han de ser raras y cortas las ausencias
que pueden permitirse.
Sabido es, primero, con cuánto rigor les imponen
la obligación de la residencia las leyes canónicas, si
están encargados de alguna parroquia; y estas leyes
no hacen más que interpretar el derecho natural y
divino.
Además, por rápidos que sean los viajes, gracias
á los progresos modernos, son muy costosos. Jamás
se perdonarán los buenos sacerdotes el dinero que
cercenan á las obras buenas y á la adquisición de li­
bros útiles, para gastarlo en largas peregrinaciones
que no tienen más objeto que la diversión.
Nadie ignora que las frecuentes ausencias de los
sacerdotes, edifican muy poco á los fieles, y hacen
que murmuren los feligreses, quejándose de la poca
constancia de sus pastores para permanecer con
ellos. Y se maravillan más aún los habitantes de los
países recorridos ante la muchedumbre de eclesiás­
ticos que viajan.
No hay necesidad de decir que tales ausencias son
también perjudiciales á los sacerdotes, por ser poco
favorables al espíritu de recogimiento y de oración
de que deben estar animados; y porque se exponen á
ver y oir muchas cosas que pueden ser para ellos
origen de muchas tentaciones;y, en fin, porque llevan
consigo gran pérdida de tiempo que ya no puede re­
cuperarse.
Debemos, por consiguiente, ser muy sobrios en
emprender viajes. Tal abuso daría por resultado el
cambio radical de las costumbres sacerdotales y la

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- 85 -

introducción de maneras y hábitos opuestos á la ho­


nestidad y gravedad que exige nuestro carácter.

72. Pero si importa mucho que hagamos pocos


viajes, no importa menos que observemos con pun­
tualidad las reglas de la modestia de que jamás po­
drá dispensarse un sacerdote.
Los viajes son causa de grandes cambios en nues­
tros hábitos, y no dejan de serlo también de mucha
disipación. Además, la necesidad de esparcimiento,
que es el pretexto ordinario, hace que se crea con
facilidad que está permitido todo. Hay Sacerdotes
que son modelo de circunspección, de regularidad
y de espíritu sacerdotal, y, cuando están fuera de
su casa, hacen ostentación de tal abandono en su
manera y en su lenguaje, que causan el asombro
de cuantos lo presencian. Se les ve entregarse con
solicitud á las fiestas de recreo de que en tiempo
ordinario se hubieran abstenido escrupulosamente,
llevando una vida más bien laica que clerical. Bien
se ve á dónde pueden conducir abusos semejantes.
Acordémonos de que la gravedad de nuestro carác­
ter, que debe acompañarnos siempre, exige de nues­
tra parte gran severidad de apostura y de lenguaje,
y con mucho mayor rigor del que puede exigirse á
los seglares (1).

73. No basta con que un Párroco se muestre fiel


á la ley de la residencia, privándose de toda clase de
salidas inútiles; es necesario que en medio del rebaño
que se le ha encomendado, lleve una vida de soledad
y retiro.
Hay sacerdotes para quienes son peso inaguanta-

(l) Podrá consultarse con fruto, respecto de la conducta que


deben observar en los viajes los sacerdotes, el Cap. XIV de la
Práctica del celo eclesiástico, por el Abate Dubois.

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1
— sa­
ble la paz y el silencio, tratando de huir de ellos en
cuanto les es posible. Siempre fuera de su casa, asis­
ten á todas las reuniones y á todas las fiestas. Hom­
bres de salón más bien que de oficina, pasan el tiem­
po en la disipación y en el ruido, entre conversacio­
nes vanas y diversiones más vanas todavía. No deja
de manifestarse severo el mundo con semejantes sa­
cerdotes. Siendo tan elevada la idea que se ha for­
mado de la perfección sacerdotal, nota con pena que
los sacerdotes hacen profesión de acomodarse á las
costumbres de los seglares, viendo en ello señal cier­
ta de decadencia.
Añadiremos que semejante olvido del decoro lle­
va siempre consigo infaliblemente el olvido de otras
cosas de grandísima importancia. Enseña la expe­
riencia que los Eclesiásticos muy metidos en el
mundo pierden poco á poco la gravedad y dignidad
que les son propias. Midiéndose por aquellos que los
acompañan, adoptan modos, lenguaje y continente,
cuya ligereza y cuyo desenfado forman con el ropa­
je que visten un contraste extraño. «Señor Cura, dijo
un día un hombre de mundo á un célebre predicador
que no había sabido preservarse de semejante peli­
gro, usted me asusta desde la cátedra sagrada, pero
en el salón me da usted ánimo.» Lección cruel que
harán bien en meditar los Sacerdotes aficionados á
las sociedades de disipación.
Es verdad que la vida del sacerdote en la casa
parroquial no es la del monje en el Convento. Tiene
deberes que cumplir con la sociedad en medio de la
cual vive, y no le permite el decoro aislarse siem­
pre y en absoluto de toda relación exterior. Puede
sentarse á la mesa de sus feligreses, y asistir á su
salón, pero sea de ello lo que se quiera, ha de ser con
moderación, haciendo ver que más que ceder á una
inclinación, no hace más que cumplir con un deber.

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- 87 -
74. Aunque pueda cultivar el sacerdote algunas
relaciones con el mundo, guardando siempre los lí­
mites del decoro, se privará rigurosamente de sus
diversiones, de sus fiestas públicas y de sus espec­
táculos.
Esta observación hay que tenerla presente en pri­
mer lugar, por lo que hace á los teatros, sean cuales
fueren. El género más ó menos libre de las piezas
que se representan, el carácter de los actores y la
naturaleza del público que asiste, todo se reúne para
cerrarnos la puerta. Es evidente que allí no está
nuestro lugar. Por lo demás, en este punto está en
perfecta conformidad la opinión pública con el rigor
de las leyes canónicas, y no habría quien no se sor­
prendiera viendo á un sacerdote tomando parte en
una fiesta de teatro.
Extiéndese esta prohibición á todo lo que tiene
carácter de exhibición ó de un ejercicio cuyo objeto
es la diversión del público; tales como las carreras
de caballos, los circos, los toros, la prestidigitación,
sonambulismo, conciertos, etc., etc.
No exceptuamos más que aquellas reuniones pú­
blicas, cuyo objeto sea exclusivamente científico ó li­
terario, como un concurso, una conferencia, etc., con
la condición precisa de que nada se haga ó diga que
no pueda escuchar y ver un sacerdote.
En las reuniones íntimas ó de familia, y donde no
se reúne sino un público selecto, en general podrán
tomar parte los Eclesiásticos, exceptuando los bailes
ó cosas semejantes. Nos parece que harán bien en no
asistir á las reuniones conocidas con el nombre de
tertulias, aunque no sean precisamente para bailar.

75. Los Sagrados Cánones prohíben á los Cléri­


gos ordenados in sacris la caza, sobre todo la que se
hace con mucho aparato, con perros y armas de
fuego.

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— 88 —
Muchos estatutos peculiares de las Diócesis de
Francia han conservado esta prohibición, amenazan­
do á los infractores con penas más ó menos severas.
Prescindiendo de las leyes canónicas, y conside­
rando la caza desde el punto de vista del decoro, no
dudamos afirmar que la caza no es ejercicio propio
del sacerdote. Los fieles se escandalizan al ver á un
sacerdote que, armado de carabina, atraviesa los
campos persiguiendo á las liebres y perdices. Hay
tal oposición entre un Sacerdote tal cual debe ser y
un Sacerdote cazador, que nada ni nadie pueden des­
truir el mal efecto que produce en nuestras costum­
bres actuales la vista de éste.
Estas observaciones se dirigen á la caza propia­
mente dicha: nada decimos de algunas diversiones
análogas, como la pesca, por ejemplo, que no han
prohibido nunca las leyes canónicas, y á que pueden
dedicarse alguna vez los sacerdotes sin faltar á los
deberes de su estado.
Porque hay que observar que el Eclesiástico serio
y grave no se dedicará á ella con mucha frecuencia,
perdiendo lastimosamente el tiempo que tanto vale.
Tampoco debe olvidar el respeto á las leyes que se
expondría á infringir, si se entregase por completo á
esta clase de recreación. Además que, violándolas,
podría proporcionarse más de un disgusto; y es ma­
nifiesto que en esto, como en todo, debe dar ejemplo
el sacerdote.

76, Sería caer en un rigorismo extravagante pro­


hibir á los sacerdotes toda clase de pasatiempos.
No excluye la santidad que se desea ver en ellos los
juegos honestos tan necesarios para el cuerpo como
para el espíritu; pero hay también ciertos límites
que han prescrito los Cánones de la Iglesia y el de­
coro, y que no es posible traspasar.
Hay juegos que son permitidos: tales son entre

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— ag­
ios de salón, el billar, las damas, el ajedrez, etc.,
y entre los de patio, las bochas, los bolos, el toneli-
11o (1), etc. Pero hay otros que han prohibido siem­
pre los Cánones: tales son los juegos de azar.
Muchos Concilios particulares y [no pocos cano­
nistas comprenden en esta prohibición los naipes; y
la verdad es que tal juego ha sido considerado siem­
pre en oposición con la gravedad del carácter sacer­
dotal. Hay muchos juegos de naipes que son de azar,
y aun lo son aquellos en que entran por mucho el
cálculo y la habilidad del jugador. Además, pueden
apasionar demasiado y provocar sin medida la afi­
ción á la ganancia. Por eso han creído muchos Sa­
cerdotes, muy honorables, que debían abstenerse de
tales juegos, que por otra parte están enteramente
desterrados de los Seminarios y de algunas Comuni­
dades Religiosas, donde se permiten otros juegos.
Puede decirse en general, y salvo circunstancias
especiales, que el Sacerdote debe abstenerse de ju­
gar á los naipes. Será fácil que se vean comprome­
tidos alguna vez, y no puedan negarse sin faltar á
las reglas de la discreción y de la caridad. El tacto
y el decoro serán la mejor regla en esta materia.

77. Cualesquiera que sean los juegos permitidos


á que pueda entregarse el Sacerdote, jamás debe ol­
vidar las reglas siguientes:
1.^ No conviene que juegue en un lugar público,
donde podría ser espectáculo para las muchedum­
bres. En cuanto le sea posible, no debe aparecer en
público el Sacerdote sino durante las funciones de
su ministerio. Si después de haberlo visto en el altar,
en el confesionario y en el púlpito, se le ve tomar
parte en las diversiones públicas, por inocentes que
sean, no puede dejar de ser motivo de extrañeza y
(l) Nosotros tenemos un juego equivalente <La rana».

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— 9° —

aun de escándalo. Impóngase, pues, la regla de no


tener estos recreos sino en secreto, en el círculo de
algunos amigos, y, si puede ser, en la misma casa
parroquial.
2. ^ Aun en las diversiones permitidas, ha de im­
ponerse siempre moderación y mesura; no debien­
do ser para ól el juego una ocupación ni aun un pasa­
tiempo, sino un recreo que exigen la salud y el deco­
ro. Debe, pues, tomarlo con gran sobriedad, porque
es tan precioso el tiempo del Sacerdote, que sería
profanación sacrilega pasarlo inútilmente en el jue­
go. Téngase presente esta observación, particular­
mente respecto del juego de naipes; pasar en tal
juego dos y tres horas seguidas es abuso intole­
rable; y ¿qué sería si se repitiera muchas veces á la
semana? ¿y si se hiciera cada día? Murmuraría el
mundo de abuso tan escandaloso.
3. ^ Para dar más interés al juego se permite po­
ner dinero, pero deben ser de tal naturaleza las
apuestas que no pueda perderse considerable canti­
dad. Si las apuestas traspasan ciertos límites pres­
critos por la decencia, dejaría el juego de ser re­
creo para convertirse en especulación, siendo muy
difícil evitar que intervengan la pasión y esa espe­
cie de furor de codicia, que caracteriza á los jugado­
res de profesión.

78. Considerado todo desde el punto de vista del


decoro, ¿cuáles la ocupación que conviene á un sa­
cerdote en el interior de su casa?
Creemos poder afirmar que su ocupación es el es­
tudio: no puede hallar más útil empleo de sus ocios,
ni más conveniente á su ministerio, ni más á propó­
sito para granjearse la consideración y el respeto de
todos.
¿No podría también distraerse en ciertos trabajos
manuales?

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- 91 -

Generalmente hablando, y considerados los hábi­


tos y costumbres de nuestra sociedad, no sienta bien
en el Sacerdote el trabajo mecánico. Lo que en otros
tiempos pudo permitirse, siendo hasta laudable y
edificante, sería mirado hoy con muy malos ojos,
haciendo al ministro de la Religión objeto de despre­
cio. Nadie aprobaría la conducta del Sacerdote que,
á pretexto de imitar á San Pablo, pretendiera ga­
narse la vida con el trabajo de sus manos.
No pretendemos prohibir en absoluto semejante
trabajo, y lo permitiremos únicamente con las si­
guientes condiciones:
1. ® La clase de trabajo no ha de oponerse á la
dignidad sacerdotal, ya en sí mismo, ya en la manera
de ejecutarlo. Daría en rostro ver á un Sacerdote
ocupado en las faenas del campo, ó trabajando como
albañil, herrero, etc. Pero dedicarse en el interior de
su casa á la encuadernación, al torno, á algunos tra­
bajos de carpintería, á cultivar las flores, á podar los
árboles y á regar las verduras de su jardín ó huerto,
no puede ser mal visto.
2. ® No debe entregarse á los trabajos que acaba­
mos de indicar sino por recreo, y no como artesano
que trabaja en su oficio. No conviene que sea el Sa­
cerdote carpintero, tornero, encuadernador, etc.
3. ® No está bien que, por dedicarse á esta clase de
trabajos, pierda la decencia y gravedad exterior con
que debe aparecer en público. No sería decoroso
que, para ejecutar algún trabajo de este género, se
quitase la sotana cambiándola por la blusa ó por
otro traje que no se avenga bien con su carácter, ó
que esté tan sucia y sea tan andrajosa la sotana que
lleva que sea imposible recibir en tal estado á las
personas que le visiten.

79. No sería menos inconveniente al Sacerdote


la profesión mercantil que el trabajo manual.

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_ 92 —

El comercio propiamente dicho, esto es, ese gé­


nero de industria que consiste en comprar para ven­
der con ganancia lo comprado, ha sido mirado siem­
pre como opuesto al desinterés sacerdotal, prohibién­
dolo expresamente los Cánones de la Iglesia. Menos
severos son, en verdad, con el comercio impropia­
mente dicho, que consiste en vender los productos,
ya de la industria, ya de los campos, ya en revender
con utilidad los objetos que ha comprado para su uso.
Considerado todo desde el punto de vista del de­
coro, parece que esta última clase de comercio no
puede ejercerse sino con cautela, teniendo presente:
1. “ Que se faltaría á la decencia, si un Sacerdote
hiciera profesión de vender los objetos que hubiera
fabricado por sí mismo; por ejemplo, fotografías, en­
cuadernación de libros, etc. Si tal hiciera, parecería
artesano que trabaja para ganar.
2. ° Que no es raro encontrar curas en las Parro­
quias rurales que tienen gusto por la agricultura,
que dan valor con su trabajo, ya á los terrenos ane­
xos á la Casa parroquial, ya á los que arriendan ó
les pertenecen en propiedad. De este modo se hallan
en la necesidad de vender los granos, el vino, los
animales, etc. Cuando se reduce ésto á los campos
próximos á la Casa parroquial, nada tenemos que
objetar; pero si se trata de explotación agrícola, si
la Casa parroquial se transforma en verdadera casa
de labranza, si el Sacerdote se convierte en agricul­
tor, no hay quien no vea el despropósito y desorden
de un hecho semejante.
3. ° Que fuera de este caso, no hay inconveniente
en que el sacerdote venda las verduras de su huerto,
los huevos de sus gallinas, la mantequilla y la leche
de sus vacas, etc. Y por cierto que nada de reprensi­
ble hay en esta práctica; sin embargo, puede dar lu­
gar á hablillas y murmuraciones en la vecindad.
Será siempre más digno y más seguro abstenerse.

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— 93 —

4. ° Como las especulaciones de la bolsa son hoy


verdadera industria, parécenos que desde todos los
puntos de vista están mal en el Sacerdote. l.° Según
la opinión común no es muy honrosa semejante ocu­
pación, por consiguiente está peor en un eclesiástico
que en cualquier otra persona. 2.° Sabido es que las
jugadas de bolsa llevan consigo á veces catástrofes
financieras, que son siempre escandalosas, y que lo
serían más en un ministro de la Iglesia. 3.° Seme­
jante industria presenta tal carácter de codicia y de
afición al dinero, esencialmente opuesto al desinte­
rés y al espíritu de pobreza que deben ser el alma del
Sacerdote, que no puede avenirse bien con un minis­
tro de Jesucristo.
5. ° Podría preguntarse todavía si la prohibición
del comercio impuesta á los Clérigos por los Cáno­
nes de la Iglesia y por las conveniencias sociales se
ha de entender tan rigurosamente, que se les prohíba
asociarse á ciertas operaciones rentísticas, en las
cuales intervienen no con su industria y solicitud,
sino con su capital. Creemos que no; y si así fuera,
habría que reprobar la conducta de los Sacerdotes
que poseen acciones de canales, de ferrocarriles, et­
cétera, lo que sería demasiado duro. Nos parece, con
todo, que hay casos en que sería más conveniente no
intervenir en semejantes Compañías. Tal sería una
empresa particular cuyas acciones no se cotizan en
la Bolsa, especialmente si el Sacerdote no fuera uno
de los principales socios. Y deberá abstenerse más
aún, si ha de aparecer personalmente responsable en
las operaciones hechas ó que se han de hacer, de modo
que pudiera aparecer comprometido en la catástrofe
eventual á que están siempre expuestas empresas
semejantes.
6. ° Para acabar diremos algo de las especulacio­
nes mercantiles que tienen por objeto las obras de
caridad: por ejemplo, las librerías religiosas para la

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94 —

propaganda de buenos libros, la fabricación de orna­


mentos y de objetos para el culto, etc. ¿Puede apare­
cer un sacerdote á la cabeza de semejantes indus­
trias á pretexto de que su fin no es enriquecerse, sino
únicamente prestar un servicio á sus hermanos ó fie­
les, proporcionándoles objetos de buena calidad por
módico precio?
Están por la afirmativa autoridades muy respeta­
bles, ejemplos muy ilustres y argumentos más ó me­
nos especiosos.
Sin embargo, creemos que debemos dejar á otra
clase de personas este género de especulación.
l.° Entregándose á esto el Sacerdote excita la envi­
dia y los celos de los seglares que viven de la misma
industria, y que se quejan amargamente de la com­
petencia que se les hace. 2° Haga lo que quiera, pa­
sará siempre á los ojos del público como industrial,
especulador y comerciante; y como la codicia no
deja nunca de avivarse, es de temer que llegue á
serlo algún día. 3.° El fin caritativo de una empresa
mercantil no ahorra los numerosos inconvenientes
que lleva consigo el comercio, como son los litigios,
la necesidad de comparecer ante los tribunales para
defender sus intereses ó para responder á las acusa­
ciones, el peligro de las quiebras, las relaciones poco
sacerdotales con obreros, acreedores, deudores, et­
cétera. Todo esto es muy cierto que no está bien en
el que viste sotana. 4.® Sabido es que casi nunca pro­
ducen resultados satisfactorios las tales empresas, ni
en las mejores condiciones. Consintiéndolo así la
Providencia, nos enseña que no tenemos la gracia y
el don de mostrador, y que nos conduciremos mejor
viviendo alejados de tales empresas.

80. No son muchas las Diócesis en que Sacerdo­


tes, muy excelentes por otra parte, no tengan la pre-

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r
— 9S —
tensión de buenos curanderos (1). Más de una vez ha
tenido que levantar su voz contra semejante manía
la autoridad diocesana, por los inconvenientes que
de ello resultan. Expondremos algunas observacio­
nes sobre la materia.
No hablamos de los consejos de higiene y medi­
cina que puede y á veces está obligado á dar el Sa­
cerdote. En las Parroquias rurales principalmente se
encontrará alguna vez el Sacerdote en la precisión
de prestar servicios de esta naturaleza, ya advir­
tiendo ciertas imprudencias peligrosas, ya indicando
los medios y las precauciones que hay que tomar
contra las indisposiciones graves ó ligeras de las
personas que visita. Aconsejar un baño de pies, una
cataplasma, una tisana, una ayuda, etc., no es ejer­
cer la medicina ni hacer de curandero.
Tampoco decimos nada de los casos de necesidad
en que puede encontrarse. Hay un sacerdote que ha
estudiado Medicina siguiendo los cursos regulares
de esta ciencia, y un día se encuentra en presencia de
un enfermo atacado de apoplejía, y no habiendo mé­
dico, le cura. Servirse en tal ocasión de la ciencia
que posee, no es más que hacer una obra de miseri­
cordia.
Tampoco deja de haber dificultades en que ejerza
la profesión el sacerdote prescribiendo ó adminis­
trando por sí mismo los remedios á los enfermos que
recurren á él. Sin mencionar los Cánones que prohí­
ben á los Sacerdotes cosas semejantes, indicaremos
que el decoro mismo le impide ejercer las funciones
de médico y especialmente de cirujano.
Además: l.° Si no tiene título, se expone á la per­
secución de los médicos y á la comparecencia ante

(l) En Espafia no se dan esta clase de sacerdotes curanderos;


pero algo de ello hay en algunas regiones de América (N. del T.)

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96
los tribunales, de donde le ha de resultar una conde­
nación segura que siempre es desagradable.
1
2. ° Los cuidados que deben tenerse con los en­
fermos y las operaciones propias de la medicina y
cirujía no están conformes con la mesura y con la
decencia, que deben ser ornamento del sacerdote,
resultando de ahí pretextos para la censura y aun
para la calumnia.
3. ° Bien conocidas son las graves consecuencias
que tienen los errores y las faltas aun involuntarias
del médico en el ejercicio de su profesión. Desgracia
grande sería imputar á un sacerdote la muerte de
una persona que fué mal atendida por él.
4. ° Confirmando lo precedente, añadiremos que,
colocándonos en la realidad de los hechos, veremos
que el sacerdote médico, ni es buen médico, ni buen
sacerdote. Según el común sentir, hay entre uno y
otro incompatibilidad manifiesta. Más aún, es muy
raro que el sacerdote médico no lleve sobre sí el es­
tigma del ridículo, castigo que impone siempre el
público á los delitos contra el decoro.
Seamos, pues, lo que somos, médicos de las al­
mas, dejando la profesión de médicos de los cuerpos
á los que tienen el nombre de tales.

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SEGUNDA PARTE

URBANIDAD Y BUENAS MANERAS DE


LOS ECLESIÁSTICOS EN LAS RELACIONES
CON LOS DEMÁS

’ 81. Los actos de la vida privada no están com­


prendidos en los deberes sociales, y, por consiguien­
te, tampoco están sujetos á las leyes de la Urbanidad,
sino indirectamente. No hay duda que al ejecutar se­
mejantes actos debemos tener en cuenta la presen­
cia de nuestros semejantes, de la cual no podemos
prescindir enteramente. En sí mismos, y en substan­
cia, puede decirse que se refieren sólo á nosotros
mismos.
Distínguense, por lo tanto, esencialmente de los
actos de la vida social que tienen por término inme­
diato y próximo á los demás, siendo por lo mismo
lazo y fundamento de la sociedad.
Llamamos relaciones al conjunto de tales actos, y
en ellos nos ocuparemos en esta segunda parte.
La multitud de relaciones, que nos unen mutua­
mente, pueden reducirse para los eclesiásticos á cin­
co categorías, á saber: 1.^ De simple ocasión; 2.* de
negocios; 3.* de sociedad; 4.^ de cohabitación; 5.^ de
ministerio.

Gic/‘
,i xjfJIVEKSíDaS. 45 ^
nal de España
- 98 -

capitulo i

RELACIONES DE SIMPLE OCASIÓN

82. Salimos de casa, y ya nos encontramos con


gran número de personas conocidas y desconocidas
que forman lo que llamaremos público. Por el solo
hecho de semejante encuentro, se establecen entre
ellas y nosotros relaciones de naturaleza distinta, en
que tienen aplicación las reglas de Urbanidad.
En efecto. 1.® Nos acercamos á personas con las
cuales nos entretenemos algunos instantes.
2. " Otras veces, sin acercarnos á ellas, les mani­
festamos nuestra benevolencia ó nuestro respeto con
un saludo más ó menos profundo.
3. * En fin, en todo caso, y cualesquiera que sean
las personas con quienes nos encontramos, les guar­
damos ciertas consideraciones á las que no pode­
mos faltar sin oponernos á las reglas del trato so­
cial.
Diremos qué es lo que nos pide la Urbanidad en
estos tres casos.

Artículo 1

Del acceso.
83. Se requieren varias condiciones para que po­
damos acercarnos á una persona fuera de su casa.
1.^ Es necesario que se encuentre, lo mismo que
nosotros, en la calle ó en un camino.
No es decoroso pararse ante la ventana ó puerta
de una casa para conversar con los que están dentro.

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— 99 —

Lo hace el vulgo; pero no puede permitírselo ningún


hombre de buena sociedad; como tampoco está ad­
mitido que desde dentro de la casa llame nadie á los
que pasan por la calle.
2. ® No ha de estar muy distante la persona con
quien queremos hablar. Sería del más feo gusto lla­
mar en voz alta al que pasa por el extremo opuesto
de la plaza ó de la calle; tampoco podemos manifes­
tarle por signos que tenemos algo que decirle.
3. ^ No está conforme con las reglas de la buena
educación que un inferior detenga en la calle á un
Superior para conversar con él; sería pasar por enci­
ma del respeto á que tiene derecho la superioridad.
El tacto dará á conocer las excepciones que pue­
de tener esta regla general. Por ejemplo; en un lugar
público me encuentro con un Superior á quien no he
visto hace mucho tiempo: será delicadeza de mi par­
te adelantarme á ofrecerle mis respetos. Y una vez
cumplido este deber me retiraré, á no ser que mani­
fieste deseos de que prolongue la visita.
4. ® Hay alguna dificultad, cuando no está sola la
persona á quien queremos acercarnos, ó cuando va­
mos acompañados nosotros.
En uno y otro caso está generalmente admitido
que sigamos nuestra marcha para no molestar al
tercero, que no sabría qué hacer, mientras conversá­
ramos nosotros.
Y debe obrarse así, principalmente, cuando el ter­
cero es Superior. Por ejemplo: Un Coadjutor conoci­
do mío, pasa con su Párroco ó con otro Eclesiástico
de más elevada jerarquía, á quien no conozco bas­
tante para poder adherirme á ellos: me guardaré
bien de detener al Coadjutor. De la misma manera,
acompañando á uno de mis superiores, me encuentro
con un amigo; es evidente que en tal caso no puedo
acercarme á él, sin faltar al respeto que debo á la
persona que me honra con su compañía.

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En fin; la falta de Urbanidad que acabamos de in­
dicar será más grave todavía, si, no contentos con
juntarnos á una persona, cuando está acompañada ó
cuando no vamos solos, tenemos que comunicarle
algún secreto. El acompañante tendría que mante­
nerse alejado y permanecer solo en la calle hasta
haber concluido. Sea lo que fuere, tendría razón en
mostrarse ofendido.
5.° Aunque se encuentren reunidas todas las
condiciones enunciadas antes, se necesita, para poder
acercarse á otro en la calle, que haya verdadero mo­
tivo que justifique semejante paso, porque las calles
y las plazas no son lugares á propósito para entrete­
nerse con los amigos. Se juzga que los que pasan se
dirigen á sus negocios, tanto los unos como los otros;
es, pues, muy conveniente que no se molesten mu­
tuamente deteniéndose para platicar.

84. Los hombres bien educados observan al en­


contrarse un ceremonial cuyas prescripciones nos
deben ser conocidas hasta en sus más insignificantes
pormenores.
El tal ceremonial prescribe las expresiones de
benevolencia, de afecto ó de respeto que deben ofre­
cerse en semejantes casos, y que consisten en salu­
darse y darse la mano, y, en algunos casos particula­
res, en abrazarse.

85. El saludo es un testimonio de respeto usado,


aunque con formas muy diferentes, casi en todos los
pueblos civilizados. Consiste principalmente en incli­
narse ante la persona á quien se acerca, en señal de
sumisión ó dependencia.
Debemos observar las siguientes reglas al salu­
dar á una persona:
1.^ El tal testimonio de respeto no se da sino
cuando se está cerca de la persona á quien se quiere

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/u A
— loi — IZ . . V^-
' y ' . \ f,
saludar, de modo que la distancia que la separe
de tres ó cuatro pasos á lo más.
2. ® Se quita el sombrero con la mano derecha, á
no ser que se tenga en ella bastón ó paraguas, pues
parecería entonces que pretendíamos golpear al que
quisiéramos saludar.
3. ® Se está descubierto enteramente hasta que la
persona de más respeto suplique á la otra que se cu­
bra, y ésta debe hacerlo inmediatamente, si se halla
en un lugar público ó permite la costumbre estar
cubierto.
4. ^ Mientras se está descubierto, se ha de tener
el ala del sombrero con la mano derecha; el brazo,
extendido, apoyándose en el lado, y la abertura del
sombrero hacia dentro; la otra mano podrá estar pen­
diente ó apoyada en el pecho. Cuando se prolonga la
conversación puede cambiarse el sombrero á la mano
izquierda.
5. ® Al mismo tiempo que se descubre se hace in­
clinación más ó menos profunda, según la dignidad
de las personas.
Para un igual ó inferior basta la simple inclina­
ción.
Ante un superior ó ante una persona que, sin ser
jerárquicamente superior al que saluda, ocupa ele­
vada posición en la sociedad, debe encorvarse la es­
palda.
Al saludar á una persona eminente, á un cardenal,
á un príncipe, á un obispo, debe hacerse inclinación
profunda, de modo que puedan tocarse las rodillas
con las manos.
6. ^ Al hacer esta inclinación se ha de procurar
no imitar al vulgo que echa un pie atrás, estregando
en la tierra, como si se quisiera aplastar algo (1).

(l) Parece ser que esta costumbre es una variante de la genu­


flexión que se hacia en otro tiempo con bastante frecuencia.

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7.® No es muy cortés levantar la cabeza para
mirar á la persona á quien se saluda, mientras se
encorvan el cuerpo y los hombros.
86. Con mucha frecuencia, las personas que se
conocen se dan, al encontrarse, lo que vulgarmente
se llama un apretón de manos:
1.“ Debe darse siempre con la derecha.
2. ° Cuando se da entre dos amigos ó entre dos
personas, en cierto modo iguales ó entre las cuales
hay gran familiaridad, ambas se tienden la mano y
se la aprietan en señal de afecto.
3. ° Si se encuentran un inferior y un superior,
no debe presentar la mano primero el inferior; toca
al superior tomar la iniciativa. En efecto, se trata
aquí, no de una prueba de respeto, sino de una señal
de interés afectuoso, que implica más familiaridad
que deferencia.
4. ° Cuando ofrece la mano un superior será des­
cortés apretarla con fuerza, y sobre todo sacudirla
como hace el vulgo. Bastará poner respetuosamente
la diestra en la de él. Si el superior fuera obispo ó
cardenal, al tomarle la mano debe besarse el anillo.
5. ° Cuando no hay lazo de amistad íntima entre
los que se encuentran, y con mayor razón cuando no
se conocen, no deben darse la mano.
6. ° Hay países en que es costumbre que los sa­
cerdotes den la mano á las señoras al saludarlas;
nuestras costumbres eclesiásticas de Francia prohi-
ben generalmente semejante familiaridad, y segura­
mente hacemos bien. Creemos, sin embargo, que si
una señora presenta la mano al sacerdote que la sa­
luda, sería torpeza rehusar la fineza que se le hace.
Pero en tal caso debe evitarse con cuidado apretar
la mano: permitirse tal cosa sería algo más que des­
cortesía.

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— 103 —
87. Hay casos en que al saludar es permitido
abrazarse; pero ténganse presentes las observacio­
nes que siguen;
1. ® El abrazo es prueba de afecto que no se da á
toda clase de personas. El uso no lo tolera sino entre
parientes próximos, íntimos amigos y miembros de
una comunidad. Sólo con este título se abrazan dos
eclesiásticos conocidos al encontrarse después de
larga ausencia: se consideran con razón como for­
mando entre sí una familia de hermanos.
Aun en el mundo no se saluda de esta manera á
las señoras, sino cuando son parientes muy próxi­
mos los hombres. Con mayor razón debe permanecer
fiel á esta regla el sacerdote. Puede abrazar á su ma­
dre, á sus tías, á sus hermanas, á sus sobrinas; pero
nada más.
2. " Hay muchas familias entre cuyos miembros
es costumbre abrazarse en la noche, cuando se reti­
ran, y en la mañana, al levantarse. Fuera de la vida
de familia no se abraza ordinariamente sino en cir­
cunstancias especiales, á saber; al volverse á encon­
trar después de una ausencia prolongada ó de un viaje
largo; cuando hay que separarse por mucho tiempo;
el primer día del año; al felicitar á alguno en su
fiesta onomástica; y al dar el pésame ó el parabién.
3. ^ La decencia no permite que se den en todas
partes pruebas de este afecto. Las personas bien
educadas se abstienen de abrazarse en un lugar pú­
blico, en la calle, ante gran concurrencia; en una
palabra, cuando no se está en la intimidad de la vida
privada. En tales casos, conviene, aún entre parien­
tes próximos, no darse más que un apretón de manos.
Sin embargo, ha establecido el uso una excepción
en obsequio de los que marchan ó llegan. Les es per­
mitido, cualquiera que sea el lugar de despedida ó
de encuentro, á sus padres, amigos y parientes que
los despiden ó han salido á recibirlos.

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■1
— 104 —
88. Al mismo tiempo que se saluda, que se da la
mano ó que se abraza, según las circunstancias, se
dirigen, al encontrarse, algunas palabras que ha con­
sagrado el uso:
1.® El saludo.
2° Las preguntas que pueden hacerse.

89. La fórmula de saludo más respetuosa, es


como sigue:
Eminentísimo, Excelentísimo, IIustrisimo Se­
ñor. Señor Marqués, Señora Duquesa, Señor Gober­
nador, Señor Alcalde, me cabe la satisfacción, ten­
go el alto honor de saludar á V. Em., á V. E., á
V. S., á su Señoría, etc.
Estas expresiones se emplean para saludar á per­
sonajes muy ilustres por su dignidad, posición, edad,
etcétera.
En el saludo que se dirige á personajes menos
elevados basta con decir: Señor don N., Señora N.,
tengo el gusto de saludar á usted.
De este modo se saludará también á los superio­
res á quienes se ve con frecuencia, y, más aún. si se
vive en su compañía, cualquiera que sea su dig­
nidad.
A los inferiores ó iguales se dirá simplemente
Buenos días Señor N., Señora N., etc.
Es de muy mal tono decir simplemente: Buenos
dias, buenas noches. Adiós. ¿Cómo está usted?
¿cómo va? ¿qué tal? etc.
Si hay muchas personas á quien no puede apli­
carse la misma fórmula, se repetirá el saludo cuan­
tas veces sea necesario, pero si se puede aplicar á
todas en general, se dirá en plural.
Por lo común no es conveniente designar con su
nombre á la persona que se saluda. Así no se dirá
Buenos días, Señor don N. Sin embargo, es bueno
hacerlo en algunos casos. La gente de pueblo se en-

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— 105 —
vanece cuando la saludan con su nombre propio.
Y acaso será muy conveniente cuando queremos dar
á conocer á la persona á quien saludamos que no
nos es desconocido su nombre, siendo una manera
delicada de darle gusto.
De las fórmulas indicadas más arriba resulta que,
si tienen algún título las personas á quienes saluda­
mos, debemos expresarlo. Se dirá, pues: Señor Mi­
nistro, Señor Gobernador, Señor Canónigo^ etc. Si
el título lleva el calificativo Monseñor (1), basta con
esta palabra, y no hay necesidad de nombrar el título
diciendo Monseñor Arzobispo, sino simplemente
Monseñor. Delante del título se pone ordinariamente
la palabra Señor. Así decimos: Señor Duque, Señora
Baronesa; en el seno de la intimidad se usa el título
solo; así se dice: Doctor, Marqués, mi querido cura,
etcétera.

90. Entre personas conocidas es costumbre, al


saludarse, dirigirse algunas preguntas que preceden
á cualquier materia de conversación.
l.° Cuando la persona saludada es igual ó infe­
rior, es cortés pedirle noticias de su salud; para ello
se emplean las fórmulas que ha consagrado el uso:
¿Cómo está usted? ¿Cómo está su salud? Pero no
hay que preguntarle nunca con estas palabras:
¿Cómo le va á usted? ¿Qué vida lleva usted? etc. Es
una rusticidad no esperar la respuesta á tales pre­
guntas. El saludado debe responder inmediatamente:
Muy bien, gracias á Dios, y usted ¿cómo está? A las
preguntas sobre la salud, etc.,_ se contesta simple­
mente con el muy bien, gracias, y usted ¿cómo está?
pues sería altamente ridículo creerse obligado á dar
explicaciones de su salud.

(l) En América se usa el Monseñor; en España decimos Exmo


Señor, limo. Señor, &. (N. del T.)

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n

— io6 —

2.0 Después de haber preguntado por la salud


propia, puede preguntarse también por otras perso­
nas. Mas es necesario para esto: l.° Que haya cierta
igualdad. 2.° Que se conozca á las personas de las
cuales se piden noticias. 3.° Que estén con el interlo­
cutor en tales relaciones que la pregunta sea una
delicadeza con relación á él mismo.
En estas condiciones, es necesario, al preguntar,
emplear fórmulas á propósito.
Es preferible no pedir noticias en general; han de
nombrarse las personas cuyo estado de salud se de­
sea conocer. Y si se quiere hacer una pregunta co­
lectiva que comprenda á toda la familia, no hay que
decir como el vulgo: ¿Y en su casa? sino: ¿Está bien
de salud la familia? ó también: ¿Cómo están en su
casa de usted? ó lo que es más distinguido: ¿y en tal
lugar? nombrando el nombre del lugar en que se
vive, sobre todo si es palacio ó castillo (1).
Las reglas dadas en los dos casos precedentes
suponen que se trata de una pregunta á la cual se
sabe ya de antemano lo que se ha de responder. Si
la persona á quien se saluda ha estado enferma, ó
si sabemos que hay enfermos en la familia, serán
muy diferentes las preguntas que hagamos: entran
en las que podremos y aun deberemos hacer en la
conversación; no tienen fórmulas determinadas. Ge­
neralmente hablando, se dirigen igualmente á toda
clase de personas y aun á los Superiores.

91. A las fórmulas que acabamos de presentar


sucede cualquier clase de conversación, separándose
después:
1.^ La conversación con una persona á quien se

(l) Completaremos con algunos detalles las fórmulas de salu­


do que preceden en la tercera parte de esta obra. Capitulo Del
iraio social en la conversación.

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— 107 —
ha salido al encuentro en público, ha de ser corta;
ya hemos dicho que la plaza ó la calle no son lugares
para conferenciar. El que se dirige á sus negocios no
gusta de que se le detenga mucho tiempo en el cami­
no, y está por consiguiente muy poco dispuesto á es­
cuchar largas historias. Hay quien tiene la manía de
detener de intento á los que van y vuelven, para ago-
viarlos con molestas habladurías, á pesar de la inco­
modidad del calor ó del frío. En una de sus sátiras
ha trazado Horacio un cuadro encantador de seme­
jante capricho, que es lo más molesto para los que
llegan á ser víctimas (1).
2. ^ La persona más digna debe dar la señal de
separación; si no la hace, se callará el inferior. Sin
embargo, si le llama á otra parte un negocio urgen­
te, podrá tomar la iniciativa el inferior haciendo pre­
sente la necesidad que tiene de retirarse.
3. ® Las ceremonias de la separación son las mis­
mas que las del encuentro. Se saludan diciendo:
A Dios, hasta la vista. Y cuando se procede con más
solemnidad se ofrece su casa, sus servicios, etc.
(l) Ibavi forte vía sacra, sicut ?neus est mos,
Nescio quid meditans nugarum. et totas in illis:
Accurrit quídam notus mihi nomine tantusn,
Arreptaque manu : — Quid agis, dulcissime reuam?
— Suaviter, ut nunc est inquam; et cupio omnia quae vis.
Quum assectaretut: Numquid vis? Occupo; at Ule,
Noris nos, inquit, docti sumus................................
..................................... Misere discedere quaerens.
Iré modo oeyus, interdum consistere; in aurem
Dicere nescio quid puero. Quum sudor &d irnos
Manaret talos.....................................................
.......................................... Quum quidlibet Ule
Garriret, vicos, urbem laudaret. Ut illi
mi respondeban: t. Misere cupis, inquit, abire,
fanidudum video; sed nil agis usque tenebo,»

Demilto auriculas ut iniquae mentis assellus


Quum gravius dorso subiet onus.
/Lib. I, Sat. IX )

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— io8 —

Artículo II

Del saludo sin acercarse.

92. Exige á veces la educación que sin acercar­


nos á las personas que encontramos, les demos una
prueba de nuestra consideración.
¿Cuáles son las circunstancias y cuál es el cere­
monial que se ha de observar al hacerlo?
Entre nosotros se acostumbra saludar, sin decir
nada, en los siguientes casos:
1. ® Cuando han tenido la fineza de saludarnos,
debemos contestar al saludo (1).
2. ° Cuando van en compañía dos personas, y la
una saluda al que pasa porque la conoce, debe tam-
bié saludar la otra, aunque no la conozca.
3. “ Debemos saludar á las personas que encon­
tramos y con las cuales mantenemos relaciones so­
ciales. Lo mismo se ha de decir aun de las personas
desconocidas con las cuales nos cruzamos fuera de
un lugar público, por ejemplo, en un jardín, en un pa­
tio, en una escalera, en el corredor de una casa á
donde se va á hacer una visita. El encuentro en esos
lugares priva dos constituye cierta especie de rela­
ción que exige el saludo.
4. ® Requiere la Urbanidad que se salude, donde
quiera que se encuentren, á las personas constituidas

(i) Esta regla no tiene excepción. El que nos saluda, aunque


sea niño, tiene derecho á que le volvamos el saludo. Un nifiito de
cinco ó seis años se extrañaba ante su mamá que le había enseña­
do á saludar á los sacerdotes, de que no le volvían el saludo. Te­
nía razón. No hay obligación de obrar, en tal caso, como si nos
encontrásemos con una persona de alta categoría; pero con una
sonrisa benévola, con un ademán, con un movimiento de cabeza,
debemos manifestar que nos hemos dado cuenta de su delicadeza.

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1
— log —

en dignidad; por ejemplo, á un Príncipe, á un Obispo,


á un Ministro, á un Gobernador, á un General, etc.
5.® Es costumbre entre los Eclesiásticos, Reli­
giosos y Religiosas saludarse mutuamente. Debe
mantenerse fielmente esta práctica fundada en el
respeto que merece toda persona consagrada á Dios,
y no obran bien algunos Eclesiásticos que con facili­
dad prescinden de ella. Hemos oído á algunos sacer­
dotes que se quejaban de no ser saludados por algu­
nos seminaristas que pasaban á su lado.
6.0 El que presta un servicio ó se manifiesta cor­
tés y delicado, por ejemplo, permitiendo que le pre­
cedan en un paso estrecho ó cediendo la acera, etc.,
tiene derecho á un saludo, y en algunos casos á que
le dé las gracias el que ha sido objeto de la fineza (1).
7.® Cuando se entra en un ómnibus, en una sala
de espera, en la estación de ferrocarriles, en la ante­
sala de un hombre de negocios, en una oficina públi­
ca, donde quiera que se encuentre cierto número de
personas reunidas, excepto en la calle y en la plaza
pública, hay obligación de saludar colectivamente,
sin inclinación, descubriéndose sólo un instante.

(1) El siguiente hecho de que hemos sido testigos muestra hasta


qué punto puede llegar este olvido. Teníamos el honor de acom­
pañar en viaje á un Señor Obispo, y al marchar, había tenido la
delicadeza el jefe de la Estación de reservar para el Prelado una
berlina con la plancha de reglamento reservada', debíamos ir solos.
Llegamos á una Estación en que había gran aglomeración de pa­
sajeros, que se apresuraban á entrar en el tren, cuando vimos dos
Eclesiásticos atrasados y que buscaban lugar en vano. Notando su
dificultad, abrió el Señor Obispo la portezuela, y les dijo gracio­
samente. «Señores, aquí tienen fugar.» Volvieron la cabeza loados
pasajeros, y sin saludar, sin dar las gracias, sin manifestar ni agra­
decimiento ni respeto, entraron, pasaron por delante del Prelado,
se instalaron el uno frente al otro en el interior del vagón, y allí
continuaron, como en su casa, estrepitosa y alegre conversación.
Llegados á su destino, salieron por donde entraron, no dándose
cuenta, sin duda, de la gravísima falta de Urbanidad que habían
cometido.

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93. Puede preguntarse á quién toca tomar la ini­
ciativa en el saludo de que tratamos.
Desde dos puntos de vista puede hacerse esta
pregunta:
1. ^ Cuando'se encuentran dos personas, la menos
digna debe saludar antes, comenzando á hacerlo un
poco antes de hallarse frente á frente del Superior á
quien quiere honrar. Si son de igual categoría poco
más menos, se saludarán á la vez.
2. ^ Cuando son iguales dos personas que van
juntas, cada una saluda á los conocidos que encuen­
tra; si la una es Superior, el inferior no debe saludar
sino cuando lo haya hecho el Superior, porque come­
tería una falta de delicadeza, ya dando una lección
al Superior que, debiendo saludar, se olvida ó rehú­
sa hacerlo, ya obligándole á saludar á un desconoci­
do, ante el cual tendría que quitarse el sombrero,
para obrar como el inferior que le acompaña. Es me­
jor que se abstenga éste ó que se espere.

94. Muy sencillas son las reglas que se han de


observar en estos casos.
1.^ No hay necesidad de detenerse para saludar.
2. " Cuando se está frente á la persona ó un poco
antes de llegar á ella, se descubre. En cuanto á la
manera de descubrirse hay que observar: (a) que hay
que quitarse el sombrero enteramente, no bastando
con llevar hacia él la mano, como hacen los milita­
res, ni con moverlo un poco; (6) que debe quitarse
con la diestra; (c) que no es suficiente levantarlo,
como se hace en las aclamaciones, sino que hay ne­
cesidad de bajarlo más ó menos, según la dignidad
de la persona á quien se saluda.
3. ^ Al bajar el sombrero, se hace una inclinación,
cuya profundidad varía. Generalmente se hace en
frente; sin embargo, al hacerla, hay que volverse un
poco hacia el lado de la persona, lo que es mayor se­
ñal de respeto.

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— Ill —

4.® Generalmente, sobre todo en la ciudad, se sa­


luda sin decir nada; pero bien pueden darse los bue­
nos días si se pasa muy cerca de la persona; es ma­
yor familiaridad, pero también revela más afecto.
Así saludan las gentes sencillas, y hay que contes­
tar á su saludo.
5. ^ Por rápida que sea esta manifestación de res­
peto, la hace de la manera más benévola el hombre
delicado y cortés. Ya hemos indicado algunos mati­
ces principales; la sonrisa, el ademán amistoso, la
inclinación poco profunda y la más prolongada, con­
tribuirán á hacerlo más expresivo y simpático.

95. Al saludo que se debe á los que nos encon­


tramos en nuestro camino, únense ciertas señales de
respeto que hacia ciertos objetos de piedad nos im­
pone la Religión.
Ante el Santísimo Sacramento llevado á un en­
fermo ó en una procesión pública, nos pondremos de
rodillas, cualquiera que sea el lugar, permaneciendo
en tal actitud hasta que haya pasado.
Si nos encontramos con una procesión ó con un
entierro, nos descubriremos, y si no es demasiado
larga, nos detendremos.
Ante una cruz, una Iglesia ó un Cementerio nos
descubriremos un momento. Debe también hacerse
lo mismo al pasar por una estatua bendita, expuesta
á la veneración de los fieles; pero no se observa esta
regla con las estatuas que están en las esquinas de
las calles y sobre las puertas de las casas.
Cuando pasean juntas muchas personas, toca al
superior tomar la iniciativa del saludo. Sin embargo,
paseando un Eclesiástico con otros seglares, puede
y debe dar la señal para este acto religioso, á no ser
que los seglares que le acompañan sean de muy alta
categoría.

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Artículo III
De las consideraciones debidas al ptiblico.

96. Comprendemos bajo este título diferentes de­


beres á que tienen derecho hasta las personas desco­
nocidas que encontramos á nuestro paso, al salir de
casa. Aunque extrañas, están unidas con nosotros
por los lazos de la sociedad, y son más 6 menos dig­
nas de aprecio. No podemos prescindir, con respecto
á ellas, de las reglas de la Urbanidad. Aparentar,
cuando se está en público, que nada tenemos que ver
con los que van y vienen, y conducirnos como si
realmente estuviéramos solos, sin guardar atención,
ni tener consideración á nadie, es señal del más re-
ftnado egoísmo y de la educación más detestable.
Aun en tales casos se da á conocer el hombre bien
educado y amigo de sus semejantes.
97. Pueden reducirse á los puntos siguientes las
reglas de la buena educación con respecto al público.
1.^ Hay que obrar de modo que nadie se ofenda ó
se escandalice por nuestra apostura, por nuestra voz
y por la libertad de nuestras maneras. El público
tiene derecho á que se le respete: delante de él hay
que estar siempre con decencia y dignidad, no ejecu­
tando acciones que desdigan de la buena educación
y de las sanas costumbres.
2.^ Débese tener sumo cuidado en no molestar á
los demás para no molestarse á sí mismo. Por lo
tanto, cuando no hay más que un paso estrecho, cui­
daremos de no dar con el codo ni atropellar á los de­
más para ir más aprisa, sino que esperaremos tran­
quilamente nuestro turno. Así también, cuando hay
mucha gente, nos escurriremos para no rozar á los
demás ni rozarnos á nosotros mismos. Para eso nos

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í 113 —

colocaremos un poco de lado, examinando bien la


ruta que hay que tomar para no tropezar con la per­
sona que viene por el lado opuesto. Cuando hay lodo,
hay que tomar las precauciones necesarias, para no
salpicar á los que van á nuestro lado. Si estamos en
un coche público, no debemos meternos á abrir ó ce­
rrar las puertecillas sin preguntar antes á los demás
si puede servirles de incomodidad. Al entrar en un
ómnibus ó al salir de él, hay que cuidar mucho de no
pisar á los viajeros y de no caer sobre los mismos,
apoyándonos. Nos libraremos de tales dificultades,
asiéndonos á la barra de hierro que hay en la parte
alta del ómnibus. Si nos hallamos en una reunión
que trata de escuchar un discurso ó de contemplar
algún espectáculo, es por demás sabido que no debe­
mos estorbarles haciendo ruido, ni colocamos de ma­
nera que quitemos la vista á los espectadores.
3. ^ Exige la buena educación que guardemos al­
gunos miramientos y deferencias á los ancianos, á
las señoras, á las personas constituidas en dignidad
en la Iglesia ó en el Estado, aunque nos sean desco­
nocidos. Por eso conviene cederles la acera en las
calles, y cuando no hay más que un sendero estre­
cho para pasar, ofrecerles cortésmente el paso; y
convidarles en un coche público con el lugar que
ocupamos, si es más molesto el que ocupan.
4. ^ Hay obsequios de poca importancia que debe
prestar siempre el hombre cortés y delicado, sobre
todo si se acude á su cortesanía.
Por ejemplo, dar la dirección que necesita un pa­
sajero ó un extranjero; dar cuenta á los vecinos, con
toda discreción, de un accidente cualquiera que haya
sobrevenido ó de un peligro que amenace; ayudar á
bajar de un coche ó subir al mismo, y á pasar algún
lugar peligroso; ofrecer el paraguas en caso de tor­
menta, etc.
Pero no hay que confundir los cumplidos delica-

Ü11IVKKSIDAD, «
^ .. ^Blt^Hoteca Nocj 'al de España
— II4 —

dos de la caridad con el importuno celo de una obse­


quiosidad afectada. Hay hombres que se hacen can­
sados á puro de pretender ser agradables; será,
pues, bueno que se tengan presentes ciertos matices
de circunstancias y de personas que nos dará á co­
nocer el tacto. Por eso la cautela, que impone al sa­
cerdote el carácter sacerdotal, no le permite prestar­
se á todas las deferencias que obligan al seglar: por
ejemplo, si se trata de cubrir con el paraguas á una
señora ó de darle el brazo para que se apoye.
5. ^ Aunque debe manifestarse cierta benevolen­
cia á los desconocidos que se encuentran en las ca­
lles ó en los coches públicos, no nos permitiremos lo
que pueda denotar familiaridad: por ejemplo, entrar
de buenas á primeras en conversación con ellos, di­
rigirles preguntas inútiles, etc.
6. ^ Cuando necesitamos alguna indicación, lo más
conveniente y seguro es acudir á los agentes de vigi­
lancia ó revendedores que están parados en las esqui­
nas. Hay que acercarse á ellos con mucha cortesía,
quitarse el sombrero, poniéndoselo inmediatamente,
y saludarlos diciendo: Señor ó Señora, (jamás se
omite este título en las ciudades) ¿me hace V. elfavor
de indicarme donde está tal calle? Dada la direc­
ción, se retira, dándoles las gracias.

Capítulo II

De las relaciones de negocios.


98. Vamos á hablar particularmente de las rela­
ciones que podemos tener: l.“ con los comerciantes;
2.^ con los abogados; 3.“^ con los empleados de ofici­
na ó escritorio; 4.“ con los médicos.

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— ns —

I. Relaciones con los comerciantes.

99. Hay que observar las reglas siguientes:


1. ® En las tiendas se entra sin llamar. No hay que
imitar á aquellos desmañados que están un cuarto de
hora golpeando en la puerta hasta que por fin les
abren.
2. ^ Si no hay nadie en la tienda, se dan algunos
golpes en la puerta interior, diciendo: ¿No hay quien
despache? Pero jamás digáis: A la tienda.
3. " Al presentarse el comerciante ó un empleado,
le saludaremos descubriéndonos; pero nos volvere­
mos á cubrir inmediatamente, porque en un alma­
cén no hay que cumplir con los mismos deberes que
en un salón. Jamás se pregunta por la salud, sino se
conoce á las personas.
4. ® Sin fijarnos mucho en las preguntas del co­
merciante, pediremos inmediatamente lo que desea­
mos; pero hay que hacerlo con cortesía, diciendo:
Señor ó Señora, deseo tal cosa; ¿tendría, usted la
amabilidad de mostrarme tal cosa?
5. ^ Si tienen que desenvolver y descomponer gran
número de mercancías, habrá que pedir dispensen
por la molestia que se les ha causado.
6. " Por regla general no hay que regatear. En
las tiendas serias, á donde es más seguro acudir, no
hay para qué hacerlo. Sería inútil, porque á causa
de la mucha competencia se vende al precio más
bajo posible. Si el objeto parece algo caro, se puede
preguntar en algunos casos si es el último precio.
Una vez que haya contestado el comerciante, no hay
para qué insistir, nos retiraremos sin comprar.
7. ® No murmuraremos de la calidad del género,
teniendo siempre faltas que sacar pasando plaza de
despreciadores, y simulando que no lo encontramos
de nuestro gusto. Si los objetos presentados son de

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— ii6 —

calidad inferior á lo que deseamos, diremos que no


hay de lo que buscamos. Pero cuando lo encontre­
mos bueno en sí, no lo despreciaremos, como aque­
llos compradores de que hablan los Proverbios: Ma­
lum est, malum est, dicit omnis emptor, et cum
recesserit, tune gloriabitur.
8. ^ Al retirarnos daremos las gracias, saludare­
mos y dejaremos al comerciante con la esperanza de
que hemos de volver.
9. ® Aunque generalmente no hay obligación de
comprar los géneros que se han presentado, no sería
muy digno retirarse sin comprar nada después de
haber hecho sacar muchos paquetes. Para que no
tenga ocasión de murmurar el vendedor, hay que
comprar siquiera un objeto de poco valor.
10. ^ Debe pagarse al contado; y si se tiene cuen­
ta abierta en la casa, hay que ser exacto en pagar
las facturas en la época fijada. Lo exigen así tanto la
probidad como el decoro.
11.“ Jamás se recibirá con aspereza y con cólera
al comerciante ó empleado que presenta una cuenta,
ni se exigirá descuento si no hay derecho. En una
palabra, hay que obrar de modo que nuestros abas­
tecedores no nos crean avaros ó tacaños.
12.“ Exigen las costumbres de la sociedad que en
algunos casos se dé propina á los mozos de los que
nos venden. Hay que mostrarse generoso, siendo
ésta la manera de ser mejor servido (1).
(i) Notaremos aquí algo relativo á los vendedores ambulantes
que recorren los pueblos, siendo sus victimas principalmente los
sacerdotes. No hay que dejarse alucinar por las seductoras ofertas
que hacen ó por la perspectiva de la baratura. Casi nunca dejan de
engañar. Sabido es que los progresos de las artes y de la indus­
tria han introducido en diferentes ramas del comercio fabricacio­
nes fraudulentas, de las cuales no es posible librarse sino cono­
ciendo la probidad de los fabricantes y vendedores. Por eso no
hay que comprar para la Parroquia ni para las necesidades propias
sino en almacenes conocidos

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— II7 —

II. — Relaciones con los abogados,


hombres de negocios.

100. Comprendemos bajo este título á los funcio­


narios públicos, tanto civiles como militares, Magis­
trados, Notarios, Abogados, Relatores, etc. Las si­
guientes son las reglas que hay que observar con
todos ellos:
1. ^ Generalmente reciben en su estudio, donde
hay que conducirse como se haría en una sala de vi­
sitas. Hay que estar descubierto, aunque se esté solo
y aunque no haya llegado todavía el dueño.
2. ® Al acercarse, se saluda, sin preguntar por el
estado de su salud, á no ser que se tenga alguna inti­
midad con ellos; para sentarse hay que esperar que
ofrezcan asiento.
3. ® Una vez sentado, hay que explicar clara y
brevemente el asunto que nos lleva á su despacho 6
escritorio. El fastidio mayor para un funcionario
público es encontrarse con hombres que no saben
dar cuenta del asunto menos importante sin largas é
interminables explicaciones. Al hablarle, hay que
tener presente que tiene necesidad hasta del minu­
to, y debemos tener escrúpulo de hacérselo perder.
4.^ Evacuado el negocio, hay que retirarse en
el acto. Al levantarse se deja la silla en su lugar, se
saluda y se dan las gracias despidiéndose.
5.^ Si hay necesidad de hacer antesala antes de
ser recibido, ya para esperar turno, ya por otro
asunto cualquiera, no está permitido impacientarse.
Tampoco se pretenderá pasar antes que los que lle­
garon primero.
6.^ A veces, cuando se trata de altos funciona­
rios, hay que pedir audiencia: deberá pedirse por es­
crito, presentándose en el momento señalado en la
respuesta.

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— í i8 —

7.® Cuando el funcionario, en cuya casa hemos


1
sido recibidos, no recibe gratuitamente, hay que te­
ner presentes algunas reglas en cuanto al pago de
honorarios. No es posible tratarlo como al que nos
proporciona la compra, ó como al sirviente que re­
cibe su salario. La delicadeza y el decoro exigen
que se le tengan todos los miramientos para no herir
su amor propio; podiendo presentarse dos casos:
Si ha sido de larga tramitación el negocio, cuan­
do se termine, se escribirá al abogado que nos ha
servido dándole las gracias por sus buenos oficios y
suplicándole que se sirva pasar la cuenta.
Si no se trata más que de una consulta en el es­
critorio del abogado ó del procurador, por ejemplo,
antes de retirarse se le pregunta cortésmente lo que
se le debe. No hay que hablar como en el comercio:
iCuánto es? ¿Cuánto vale? Hay que decir: ¿Ten­
dría usted la amabilidad de decirme de qué le soy
de-udor?
En ningún caso es posible regatear, y, sin decir
nada, se deja sobre la mesa ó escritorio la suma pe­
dida, ó mejor aún, si es considerable, se envía con un
sirviente.

III. — Relaciones con los empleados de oficinas.

101. A causa de lo complejo de la administra­


ción son muy numerosos hoy los empleados de ofi­
cinas.
Se les acusa generalmente de no ser muy delica­
dos al recibir á las personas que tienen que tratarlos.
No nos hemos encontrado en nuestros asuntos con
personas tan adustas, y creemos que por regla gene­
ral peca de exagerada tal acusación. Conocemos á
algunos empleados tan finos y delicados como pueda
serlo la persona más cortés. Hay que advertir que

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í — II9 —

no se les puede exigir que reciban á los desconoci­


dos, que llegan á reclamar su ministerio, con las con­
sideraciones y respetos con que se recibe en el salón
á los que llegan de visita. Tampoco pueden ser impo­
líticos; pero, como reciben á tantos cada día, hay
que ser indulgentes con ellos. Además, si se tienen
motivos alguna vez para hablar de su falta de deli­
cadeza, ¿no los tendrán también ellos para quejarse
hasta de la altiva aspereza con que se los trata al
ocuparlos? Para poder decir que alguno falta á la
Urbanidad, es necesario que cada uno practique to­
das sus reglas. Y no hay que olvidar esta máxima,
cuando haya necesidad de presentarse en alguna
oficina.

102. Muy sencillas son las reglas que para tales


casos se prescriben:
1. ^ Se entra sin llamar, se descubre dirigiéndose
al empleado que se busca.
2. " Luego que se ha encontrado, se le saluda sin
cumplido alguno, contentándose con decir; Buenos
Mas, caballero, ó tengo el gusto ó el honor de salu­
dar d usted. Generalmente no se levantará para re­
cibir; pero, si es cortés, volverá el saludo, descu­
briéndose un instante, é invitará á sentarse.
3. ^ Nos podemos cubrir inmediatamente como lo
hará también él, después de habernos saludado; y si
el negocio que nos ocupa requiere que pasemos al­
gún tiempo en el escritorio, aceptaremos la silla que
nos ofrecerán, y nos sentaremos.
4. ® Al hablarle, no debemos tomar el tono impera­
tivo de un amo que manda y quiere que se le obedez­
ca en el acto. Sería gran descortesía Tampoco de­
bemos tener aire de pordiosero que pide una limos­
na, pues sería poca dignidad: hay que tener la mo­
desta gravedad del hombre bien educado que pide
un favor.

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1
5.^ La exposición del asunto ó negocio ha de ser
sencilla, concisa y clara.
6® Cuando se ha obtenido lo que se desea, se deja
sobre el escritorio, si hay lugar, la cantidad que se
debe; después se dan las gracias y se saluda descu­
briéndose, y volviendo á cubrirse, se retira.
7.® Podrá suceder que el negocio que se ha trata­
do exija del empleado muchos pasos, considerable
trabajo en las pesquisas y en la redacción, y largas
consultas. Es muy natural que, terminado todo, se
le haga una visita para darle las gracias por su celo
y buena voluntad.

IV. — Relaciones con los médicos.

103. La honrosa profesión que ejerce el médico


le da derecho al respeto; pero merece también reco­
nocimiento y afecto por los servicios que nos presta,
servicios importantes, frecuentemente muy penosos,
y que no pueden pagarse con dinero. Hay que con­
ducirse de modo que se manifieste sin cesar este do­
ble sentimiento que abrigamos hacia él.
1. ° Al dirigirle la palabra, debemos decir: Señor
Doctor. La fórmula: Mi querido Doctor y supone in­
timidad ó superioridad social.
2. ° Al darle cuenta de nuestra enfermedad hay
que evitar las lamentaciones inútiles sobre nuestro
mal, sobre la molestia del tratamiento y sobre el
poco éxito que ha tenido. No hay que aparecer enfu­
rruñado ó descontento. Por el contrario, hay que
probarle que nos son agradables sus visitas, esfor­
zándonos para sonreimos, si es necesario, alargán­
dole la mano, ó por otro signo cualquiera.
3.0 Le expondremos la enfermedad con la mayor
claridad posible, suprimiendo los detalles que pue­
dan aparecer inútiles. Cuando dudemos si será con-

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veniente dar á conocer ciertas particularidades, ex­
presaremos la duda diciendo; No sé qué valor ten­
drán estas observaciones.
4. ® Si quiere tomarnos el pulso, le ofreceremos el
brazo derecho.
5. ° Le daremos las gracias afectuosamente des­
pués de cada visita, pidiéndole que nos dispense por
el trabajo que le imponemos.
6. ® Aceptaremos con buena voluntad y sin cum­
plimiento los remedios que nos haya prescrito. El
orden providencial y la práctica de desprendimiento,
lo mismo que la delicadeza, nos imponen esta obliga­
ción. Nada hay más molesto para un médico que un
enfermo que no atiende más que á la satisfacción de
su capricho.
7.® Pasada la enfermedad, hay que hacerle una
visita de reconocimiento. En esa visita hay que su­
plicarle que envíe la cuenta, á no ser que se prefiera
hacerlo por carta.
8.® Cuando hayamos de ir al estudio del médico,
observaremos lo que hemos dicho más arriba al tra­
tar de los abogados.
Terminada la visita, si sabemos ya cuáles son los
honorarios, debemos dejar sobre el escritorio ó so­
bre la chimenea la cantidad fijada, envuelta en un
papel. Pero si no sabemos qué honorarios cobra el
Doctor á quien consultamos, le suplicaremos cortés-
mente que nos diga de qué le somos deudores. Si so­
mos ricos y queremos hacer las cosas honrosamente,
nada preguntaremos; y, al retirarnos, depositaremos
sohre el escritorio, como sin darnos cuenta, pero de
modo que nos observe, una suma que sabemos que
sobrepuja á lo que nos hubiera pedido. Pero hay que
ser discretos, no sea que, pensando que damos con
exceso, no alcancemos á dar lo necesario.
De todas maneras, no conviene regatear los ho­
norarios, como hemos dicho al hablar del abogado.

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CAPITULO III

DE LAS RELACIONES DE SOCIEDAD

104. Llamamos con este nombre á las diferentes


relaciones cuyo objeto es aproximarnos los unos á
los otros, apretando los lazos sociales que nos unen,
probando así más íntimamente la felicidad que re­
sulta de vivir en sociedad.
Estas relaciones son las siguientes: l.° Las visi­
tas; 2° las comidas; 3.° el juego y el paseo; 4.° la hos­
pitalidad; 5.° las que tienen su origen en los naci­
mientos, matrimonios y defunciones.

Artículo I

De las visitas.

105. Sabido es que las visitas ocupan principal


lugar en la vida de las gentes de mundo; también
tienen su importancia en la vida del Sacerdote que
no debe multiplicarlas sin tasa, pero que tampoco
puede prescindir de ellas en absoluto.
Pueden ser activas ó pasivas, según que se hacen
ó se reciben.

1. — De las visitas activas.

106. Hacer una visita no es otra cosa que pre­


sentarse en el domicilio de una persona pidiéndole
una entrevista, no para exigirle algo ó para hablar-

Bibliotqca Nacional de España


f — 123 —
le de algún negocio, sino para cumplir con ella con
un deber de cortesía.
Las circunstancias en que conviene cumplir con
este deber son las siguientes:
1. ° Cuando se llega á algún lugar es obligatoria
la visita á las personas con las cuales se han de man­
tener relaciones de sociedad ó de negocios, ya como
inferior, ya como igual. Se hace más ó menos pronto
según los casos y según la dignidad de las personas.
Por ejemplo. El Cura que llega á una Parroquia,
debe al alcalde de la población una visita que ha de
hacer en el término de veinticuatro horas. Ha de ha­
cer otra durante los ocho primeros días al Cura Pá­
rroco de la Capital del Arciprestazgo, á no ser que
esté muy distante; á sus compañeros más próximos,
y á las familias más respetables de la parroquia. Du­
rante el primer mes visitará á las otras familias
principales de la Parroquia y á los compañeros ve­
cinos que no pudo visitar en los ocho primeros días.
2. ° Cuando se deja un lugar donde se ha estado
algún tiempo, para ir á establecerse en otro, se hace
á las mismas personas una visita de despedida, y ha
de ser pocos días antes de salir.
3 “ Cuando se establece en algún lugar un Supe­
rior jerárquico, sus súbditos deben hacerle la prime­
ra visita en los primeros días después de su llegada.
4. ° La invitación á una comida, se haya acep­
tado ó no, exige generalmente una visita dentro de
los ocho días siguientes. Sin embargo, puede dispen­
sarse de esta obligación, cuando se trata de una in­
vitación que se renueva con frecuencia, y que, por lo
mismo, no ofrece cierto carácter de solemnidad.
5. ® Se hace lo mismo, cuando se recibe una visi­
ta. Según las estrictas reglas de la etiqueta, sería de
desear que se devolviese dentro de las primeras
veinticuatro horas. A lo menos no debe dejarse pa­
sar la semana

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— 124 —

6.° Un servicio importante de parte de un amigo


1
ó de un protector exige una visita de agradecimiento.
1° Si una persona conocida ha sido víctima de
una desgracia ú objeto de algún suceso próspero,
entra en la delicadeza que se le haga una visita de
pésame ó de felicitación.
8. ° Podrá suceder que tenga el deber de visitar á
algunas personas con ocasión de su fiesta onomásti­
ca. En esto deberá seguir la costumbre del lugar en
que se halla, los precedentes establecidos y otras
circunstancias. Esta visita se hace la víspera (1).
9. ° Diremos algo de lo que acostumbran hacer las
personas que tienen relaciones de amistad. Es muy
extenso el círculo y se va haciendo más y más con
las facilidades que da el empleo de las tarjetas. Las
visitas de año nuevo se hacen á personas á las cua­
les no se las ve en el resto del año. Hay diferentes
categorías. Las de más cumplimiento son las de la
víspera ó del día anterior: vienen después las del
mismo día, de la semana y del mes. Generalmente,
las de la víspera y de la antevíspera son de pura ce­
remonia, y deben hacerse por tarjeta. Y cuando se
quiere dar muestras de interés particular hacia al­
guna persona, se le hace más adelante otra visita me­
nos oficial. Los inferiores deben tomar siempre la
iniciativa.
10. Las visitas que acabamos de enumerar son
obligatorias; pero las hay que no tienen igual carác­
ter. Son de esta clase las que se hacen á los parien­
tes y amigos, ya por algún hecho determinado, ya
sin más que para conservar las buenas relaciones
con ellos, pasando algunos momentos agradables en
su compañía. Como no tienen carácter oficial, se su­
pone que existe cierta especie de familiaridad entre

(l) En España se visita en el mismo día de la fiesta onomás­


tica, no en la víspera como en Francia (N. del T.)

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— 125 —

las personas que las hacen. En cuanto á la frecuencia,


darán la pauta las conveniencias y el corazón. La
vecindad, la mayor ó menor intimidad, la situación
física ó moral, la edad, etc., son circunstancias que
pueden limitar ó aumentar estas visitas. Bajo este as­
pecto, está en general menos obligado á hacerlas nu­
merosas, un Eclesiástico cuyo tiempo está muy ocu­
pado. Y aunque le sea dado multiplicar las visitas
cuyo motivo son el celo y la caridad, debe disminuir
cuanto pueda el número de las que no son sino de
mero pasatiempo, porque es muy cuerdo no perder
el tiempo.
107. El tiempo consagrado á las visitas por el
uso es el comprendido entre el almuerzo y la comi­
da (1) esto es, entre medio día y las cinco de la tarde.
Cuando se hacen las visitas de ceremonia, sobre
todo en las ciudades, hay que hacerlas en este tiem­
po precisamente. A otras horas del día no se nos re­
cibirá: las Señoras se verían precisadas á pasar la
vida en el tocador; sería para las personas visitadas
causa de mucho desconcierto, y podría decirse del
visitante, ó que no conoce las costumbres, ó que,
cuando elige hora no acostumbrada, desea que no le
reciban.
Por la misma razón evitaremos hacer visitas á los
que sabemos que están ausentes: sería gran falta de
urbanidad.
Sin embargo, hay alguna excepción á las reglas
generales que hemos dado.
1.® La hora de visita á las personas que comen á
medio día, es desde la una hasta las siete de la tarde.
No hay tanto rigor en los pueblos como en las ciuda-
(l) No hay que olvidar que la obra es francesa. En España
varía mucho la hora de la visita según las provincias. Generalmen­
te, la hora fijada es de 3 á 6 de la tarde, y, cuando hay mucha
intimidad, de 9 á 11 déla noche (N. del T.)

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126

des. Hechas á hombres, y sobre todo á Eclesiásticos,


puede haber más libertad, cuando se conocen las
1
costumbres de las personas.
2.° Sucede lo mismo cuando, tanto en las ciudades
como en los pueblos, se visita á los amigos más ínti­
mos ó á los más próximos parientes. Sin ceñirnos á
las leyes de la etiqueta, podemos visitarlos á cual­
quier hora del día, seguros de que siempre nos han
de recibir con gusto. Sin embargo, no hemos de usar
de esta libertad, sino cuando estemos seguros de po­
der hacerlo. Hasta con nuestros amigos debemos
evitar el ser importunos, obrando de modo que nues­
tra presencia jamás sea causa de confusión.

108. En las visitas debemos observar las reglas


siguientes:
l.° Si no son íntimas ó familiares, hay que hacer
uso de toda etiqueta. En tiempo de lluvia ó barro se
evitará cuanto sea posible el presentarse con los ves­
tidos ó calzado enlodados.
2° Al llegar al domicilio de la persona que se de­
sea ver, se llama con el timbre, campana ó aldaba,
pero haciendo poco ruido, no agitando fuertemente
la campana ni dando golpes redoblados. Si en la
puerta no hay llamador, campanilla ó timbre, sobre
todo si da á un patio ó vestíbulo, podrá entrarse sin
llamar. Sin embargo, es de mejor gusto no hacerlo,
aunque no sea más que para que se presente algún
sirviente que anuncie ó introduzca al visitante.
3. ° Si, después de haber llamado algunas veces,
no responden ni abre nadie, se introduce la tarjeta do­
blada en la punta superior de la derecha, en el bu­
zón si le hay, ó por debajo de la puerta, y se retira.
4. ° Si desde adentro dicen; Pase usted adelante,
se entrará con el sombrero en la mano. Si sale á
abrir algún sirviente, se le saluda descubriéndose li­
geramente, pero sin expresar fórmula alguna que

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f

— 127 —

exprese respeto, y sin pedirle noticias de su salud.


Después, quitado el sombrero, se dice: £síd visible
el Señor tal ó la Señora cual. Hay que notar que
después de Señor ó Señora debe decirse su nombre,
ó su título; por ejemplo: el Señor Marqués, la Señora
Condesa, el Señor Gobernador, el Señor Alcalde, et­
cétera. No se dirá nunca: el Señor, la Señora, pues
estas fórmulas breves están reservadas únicamente
á los sirvientes. Sin embargo, en estos últimos tiem­
pos ha prevalecido la costumbre de decir Monseñor
sin aditamento ninguno (1).
5. ® Cuando haya respondido afirmativamente el
doméstico, entraremos sin esperar más. En caso con­
trario, nos guardaremos mucho de insistir diciendo:
Sé positivamente que el Señor Don fulano está, y de­
seo verle. Hay que quedar satisfechos con la respues­
ta del sirviente, dejando la tarjeta, si hay para'qué,
y nos retiraremos sin manifestarnos víctimas de en­
gaño. Si no nos conoce el sirviente, preguntará á
quien ha de anunciar, y responderemos: Al Señor N.
6. ° Ya en la casa de la persona á quien visitamos,
no debemos estar cubiertos, aunque esté ausente el
dueño, y aunque no haya nadie.
7. ® Se dejará en el vestíbulo los zuecos, el man­
teo (2) y el paraguas. Si se trata de una visita de
mucha etiqueta, ante la cual hay que presentarse
en cuerpo para una visita oficial, se dejará tam­
bién el bastón (3), pero en las visitas ordinarias se

(1) En Espafla no se usa la palabra Monseñor', se dice simple­


mente el Señor Obispo ó Arzobispo En Amériea se va introdu­
ciendo la palabra Monseñor (N. del T.)
(2) El manteo es prenda de etiqueta en España, y jamás se
presenta en visita ningún sacerdote sin manteo. (N. del T.)
(3) En las visitas de cumplido se deja en el recibimiento ó an­
tecámara el abrigo, paraguas, etc.; pero conservando el sombrero
y el bastón que no se dejan de la mano durante la visita; jamás se
depositará el sombrero sobre ningún mueble. (N. del T.)

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128 —
1
lleva consigo. El sombrero se lleva también en la
mano (1).
8° Si nos introduce el mismo dueño de la casa,
nos invitará á pasar los primeros después de abrirnos
la puerta del salón. Aceptaremos la fineza sin repli­
car; pero si fuese la señora, no aceptaremos, porque
es costumbre que entren primero las señoras, aun en
su propia casa.
9. “ Al estar en presencia de las personas á quie­
nes se hace la visita, las saludaremos bien poseídos
de nosotros mismos, sin manifestar torpeza ni emba­
razo. El saludo se hace, como se ha indicado más
arriba, dirigiéndonos á la señora de la casa, al señor,
á cada uno de los miembros de la familia, á cada una
de las personas presentes que conozcamos, y por fin
y colectivamente, á las personas que nos son desco­
nocidas (2). Hay que practicar todos estos saludos
por orden, sosegadamente, sin precipitación y sin
revelar falta de costumbre.
10. ° No nos sentaremos, mientras no nos inviten;
pero en el momento en que hagan algún movimiento
para darnos silla, la tomaremos por nosotros mis­
mos. Cuando se nos invite á sentarnos no responde-
(1) Es testimonio de respeto hacia la persona que se visita
tener en la mano el sombrero. No puede seguirse la costumbre de
los que dejan el sombrero en el vestíbulo; es una derogación de
las tradiciones de cultura de la buena sociedad.
Empezóse una discusión en un salón aristócrata sobre este pun­
to de etiqueta. No podían entenderse los contrincantes, y dirigién­
dose la señora de la casa á su anciana abuelita, señora muy res­
petable y de gran mundo que había escuchado en silencio hasta
entonces, le preguntó qué pensaba de aquella disputa tan acalora­
da —Hija mía, respondió la anciana, desde que me conozco sólo
dos hombres han entrado en mi casa sin llevar el sombrero en la
mano. ¡Cuáles? replicó la señora. — El peluquero y el mayordomo.
Jamás lo hubiera consentido á otro hombre
(2) Así se hace también en América; pero en España, después
de saludar á los dueños de la casa, se saluda colectivamente á los
demás, y sólo se da la mano á los amigos íntimos. (N. del T.)

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129 —

remos como algunos: Muchas gracias, no estoy can­


sado, 6 no se moleste usted... es propio únicamente
de las gentes del pueblo. Diremos simplemente: gra­
cias, y nos sentaremos. Elegiremos con preferencia
una silla, por exigirlo así la modestia; pero si se nos
ofreciese un sillón, lo aceptaremos sin cumplidos, y
dando las gracias. Lo mismo haremos al elegir el
lugar que hemos de ocupar, que será siempre el últi­
mo; en caso de ofrecérsenos el primero, lo ocupare­
mos también sin excusas.
11. “ Jamás nos sentaremos en un confidente ó en
un sofá al lado de una señora, á no ser que nos invite
ella, que no lo hará, por cierto.
12. ° Para sentarnos, esperaremos á que lo hayan
verificado los dueños de la casa. Si quedasen de pie,
sería decirnos que desean que sea corta nuestra
visita.
13. “ Debemos conservar en la mano el sombrero
y el bastón, si no se nos invita á dejarlos. Si se nos
invita, nos levantaremos y los dejaremos en un lugar
á propósito. El sombrero lo pondremos sobre una
consola, una cómoda ó una mesa; pero nunca en el
suelo, ni sobre la alcobilla, ni en una cama, sobre
todo si es de señora (1).
14. “ Ya sentados, conversaremos sobre cualquier
materia con gravedad, soltura y sencillez, siendo
nuestra apostura noble y digna, pero desembarazada,
y sin altercados. No hay necesidad de advertir que
si estamos próximos á la chimenea, nos guardaremos
muy bien de escupir, no habiendo quien se atreva á
hacerlo ni en el piso ni en la alfombra.
15. “ Si durante la visita llegase nuevo visitante,
se levantarán todos los hombres.

(i) Ya hemos dicho que en ningún caso se deja el sombrero


sobre ningún mueble; si se nos invita á dejar el sombrero, siempre
hay alguien que lo tomará poniéndolo donde debe estar (N. del T.)

//
f
UHlVEKSiDAS, Í5 ^
"dona! de España
— 13° —
16. ° La visita ordinaria no ha de prolongarse más
de quince minutos, y no consultaremos nuestro reloj
para saber si es hora. Cuando lo creamos oportuno,
nos levantaremos para despedirnos. Si se nos pidiera
que nos quedásemos más tiempo, y creyéramos que
hay sinceridad en el ruego, cederemos, continuando
cinco ó diez minutos, y nos retiraremos.
Hay que tener presente que esta regla no habla
sino con las visitas de etiqueta. Las que se hacen á
los amigos pueden durar algo más; pero cuando visi­
temos á personas ocupadas, no abusemos de seme­
jante libertad. Las visitas demasiado largas son
azote de los hombres ocupados (1).
17. ° Hay casos en que nuestras visitas han de ser
más cortas aún. (a) Cuando veamos que están para
salir, que se espera ó se llama á las personas que nos
reciben, cuando se las avisa, por ejemplo, que está
ya el coche en la puerta, (b) Si llega un nuevo visi­
tante que suponemos que tiene algún negocio que
tratar con los dueños de la casa, de manera que su­
pongamos que tanto el uno como los otros no han de
llevar á mal nuestra salida, (c) Cuando espera en la
antesala alguien para hablar después de salir nos­
otros. (d) Cuando conocemos, sea como quiera, que
es impedimento nuestra presencia, (e) Cuando la per­
sona que nos recibe tiene la poca delicadeza de mirar
el reloj, (f) Cuando de intento se deja que decaiga la
conversación, (g) Cuando se hacen ciertos movimien­
tos ó ademanes que denotan impaciencia, disgusto,
etcétera, etc.
Siempre que nos hallemos en tales ó semejantes
circunstancias, no prolonguemos la visita más allá

(l) Hemos oído hablar de un sacerdote que estuvo tres horas


en una visita que hacía por primera vez. Después de algún tiempo
le ofrecieron un refresco que aceptó, después del cual volvió otra
vez al salón. Llegaron i preer que ya no se iría.

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- 13» —
de dos ó tres minutos, retirándonos después de haber
cambiado algunas palabras.
18.° Conviene mucho saber escoger el momento
de terminar una visita: no nos retiraremos en el acto,
cuando haya tenido lugar alguno de los incidentes
arriba mencionados; es mayor delicadeza seguir la
conversación, como si nada hubiéramos conocido,
levantándonos para marchar después de algunos mo­
mentos. Exceptúase el caso en que sea manifiesta la
obligación de retiramos inmediatamente, por ejem­
plo, para dar una lección á los que con poca delica­
deza nos hubieran dado á conocer que les fastidiaba
nuestra visita.
Sea que creamos que debemos interrumpir la vi­
sita,. sea que la hayamos prolongado hasta el mo­
mento que nos hubiéramos prescrito, no hemos de
elegir, para retirarnos, ni el momento en que ha de­
caído la conversación (1), ó cuando está en silencio
todo el mundo, ni cuando relata alguna historia uno
de los asistentes. El hombre hábil aprovecha la oca­
sión de decir una palabra graciosa, espiritual, llena
de intención, y después se levanta y da por terminada
la visita sm esperar que tomen otros la palabra.
19. ° Levantados ya para retirarnos, no tomare­
mos la silla para colocarla en su lugar ordinario,
sino que la dejaremos donde está; tomaremos el bas­
tón y el sombrero, y saludaremos como cuando en­
tramos. Si las personas de la casa conocen el trato
social, nos acompañarán hasta la puerta del salón
que abrirán por sí mismas; las saludaremos allí, sal­
dremos, y volveremos á saludar antes de que se cie­
rre la puerta. Si la puerta da á la calle, nos cubri­
remos, pero si da á una escalera, tendremos el
sombrero en la mano hasta perder de vista á las per-
(l) La Vizcondesa Bestard de la Torre dice á este propósito;
« Para abandonar el salón se aprovechará el momento en que la
conversación no esté muy animada.» (N. del T)

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1

— 132 —
sonas, y entonces se cerrará la puerta. Volviéndo­
nos á medias, saludaremos por última vez y nos cu­
briremos.
20. ° Debemos observar algunas reglas cuando
se nos quiera acompañar. Aceptaremos la fineza, sin
dificultad y sin excusas, hasta la puerta del salón, y
no permitiremos que salgan más afuera, si son seño­
ras, ó si hay otras visitas que habría que dejar solas
para acompañarnos. Fuera de estos dos casos, mani­
festaremos alguna excusa, y, si insisten, les dejare­
mos obrar con libertad.
21. ° Hay casos en que, tanto para entrar como
para salir, puede adoptarse un método más fácil y
sencillo. Cuando en el salón hay mucha gente, como
sucede, por ejemplo, en casa de un personaje público
en día de gran recepción, al llegar se saluda sola­
mente al dueño de la casa, y, para no dar origen á
cierta confusión, al fin de la visita podremos salimos
sin hacer ruido y sin saludar á nadie.
22. ° Una palabra sobre las visitas colectivas que
se hacen en compañía de una ó varias personas.
Salvo el caso en que hay que presentarse oficial­
mente en cuerpo, no conviene que nos presentemos
muchos á la vez. El máximum lo forman cuatro per­
sonas. No debemos llevar con nosotros niños de poca
edad, ni tampoco personas absolutamente desconocí-
cas de aquellos á quienes visitamos, y que pudieran
hablarse en nuestra compañía por casualidad, á no
ser que á pedido suyo quisiéramos presentarlas. En
este último caso, después de haber saludado al en­
trar, presentaremos á nuestros acompañantes nom­
brándolos por su nombre y por sus títulos, y dando á
conocer brevemente el motivo de la presentación. Al
subir y bajar las escaleras cederemos la pared á las
personas más honorables, si es que en ella hay pasa­
manos; pero, si no le hay, les cederemos el lado del
pasamanos.

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— '33 —
Entran primero las personas de más dignidad. Si
no hay gran diferencia de categoría, y uno de los
acompañantes invita á otro á pasar, lo hará así el se­
gundo después de alguna resistencia; pero en la
puerta siguiente hará éste al primero la misma invi­
tación, que será aceptada. Cuando son dos las perso­
nas, y la una ha de presentar á la otra, entrará pri­
mero la que presenta. La persona más digna debe
hacer los honores de la visita, llevar la conversación,
dar la señal de despedida, etc. Al salir parece lo más
natural que se siga un orden inverso del seguido para
entrar; esto es, que deben quedar las últimas las per­
sonas más dignas. De este modo no estarán obliga­
das á esperar en el rellano á que hayan salido todos,
para saludar por última vez.

109. En las visitas hechas á grandes personajes,


por ejemplo, al Papa, al Rey, á un Cardenal, á un
Obispo, hay que observar reglas especiales.
1.® Nadie se presenta en la residencia del Papa
sino después de haber obtenido audiencia con hora y
día fijo. El saludo de las visitas ordinarias se reem­
plaza por tres genuflexiones, ó, más bien, doblando
tres veces las dos rodillas é inclinándose tres veces,
la primera á la entrada de la cámara, la segunda en
medio, y la tercera cerca del Padre Santo. Se perma­
nece de rodillas y se le besa el pie, esto es, el zapato
ó pantufla del Papa. Invitados por el Papa, nos levan­
taremos, y contestaremos en italiano ó latín á las pre­
guntas que se digne dirigirnos. Al hablarle diremos
Beatissime Pater ó Sanctitas Vestra, evitando el
tuteo hasta en latín. Expondremos nuestra petición
ú objeto de la audiencia que hemos solicitado, y, des­
pués que nos haya contestado y nos haya dado per­
miso el Papa, nos retiraremos andando hacia atrás,
ó á lo menos de modo que no demos la espalda al
Padre Santo, haciendo al dirigirnos á la puerta las

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134 —
tres postraciones en los mismos lugares que al en­
trar.
2. * También es necesario haber obtenido audien­
cia para visitar al Rey ó á un Príncipe soberano. En
lugar de las tres genuflexiones, se hacen tres incli­
naciones profundas, y se permanece en pie. Y si in­
vita á sentarse, no se hace sin alguna resistencia.
Al personaje á quien se visita hay que dar el tra­
tamiento que le corresponda, y no se levanta sino
cuando da permiso. Al retirarse se anda como en la
audiencia del Papa, de modo que no se le dé la espal­
da, y haciendo las mismas inclinaciones que al en­
trar (1).
3. ^ Cuando se visita á un Cardenal ó á un Obis­
po, se hace una inclinación profunda. Llegados al
Prelado, se le besa el anillo, siendo muy conveniente
ponerse de rodillas para recibir la bendición. Cuando
invita, hay que sentarse en el acto, y no se retira sin
que haya dado permiso.

110. Hace algún tiempo que se sigue la costum­


bre de reemplazar las visitas por tarjetas, que, por lo
mismo, se llaman tarjetas de visita. Y tiende á gene­
ralizarse y á propagarse más y más el uso, ya por
ser muy cómodo, ya por ahorrar tiempo, y por ser

(l) No carece de peligros esta manera de andar, necesitándose


cierta habilidad Llegó un día al Seminario de San Sulpicio, duran­
te la recreación, el Cardenal Sambruschini, Nuncio de Francia bajo
la Restauración. Viendo á los Seminaristas que se paseaban en
grupos formados por dos líneas, una de las cuales andaba de es­
paldas, dijo al Superior. «Felicito á estos jóvenes que se ejercitan
en andar hacia atrás. Si lo hubiera sabido hacer yo en una oca­
sión. me hubiera evitado un mal rato.» Contó entonces, que cuan­
do dejó la Nunciatura de Portugal habiendo ido á despedirse del
Rey, para acomodarse á la etiqueta tuvo que retirarse andando de
espalda Por desgracia se pisó el inantco, dió un paso en falso, y
cayó de espaldas en presencia del rey y de toda la corte.

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— i3S —•
én ciertos casos inmejorable expediente para salir de
algunas dificultades.
Digamos algo de la forma de estas tarjetas-,
1.“ Se emplea una cartulina delgada, poco más
ó menos como la que se usa para los naipes.
2. ° Las dimensiones son de un decímetro de lon­
gitud y medio de anchura. Los personajes eminentes,
por ejemplo, los Obispos, Gobernadores, etc., las
usan un poco más grandes.
3. ® Han de ser blancas: conviene que la superfi­
cie sea lisa y satinada; pero no hay necesidad de que
sea lustrosa.
4. ® Hay personas que hacen uso de extraordina­
ria elegancia; las tienen con canto dorado, con viñe­
tas y guarnición ó cenefa. Nada de esto deben tener
las tarjetas de visita del Sacerdote.
5. ® Pueden ser impresas, litografiadas ó escritas
de mano, pero no con lápiz.

111. En la tarjeta se pone: 1.® el título si se tiene,


por ejemplo. El Conde, El Marqués-, 2.® el nombre (1),
y cuando puede originarse alguna equivocación, se
pone el primer apellido; 3.® el rango ó profesión, por
ejemplo: Cura-párroco de N.-, 4 ® el domicilio, cuando
no es conocido, indicando la calle y el número, escri­
tos en caracteres más pequeños en la parte inferior
de la tarjeta (2). 5.® Cuando reemplaza la tarjeta á
una visita de despedida, se ponen las iniciales S. D.
(se despide), que pueden escribirse con lápiz. Cuando
las gentes del mundo envían tarjeta para anunciar
(ij En España, las tarjetas de la nobleza no tienen más que
el título, por ej. el barón de san Vicente ferrer, sin nombre;
la dirección pocas veces, y en la parte inferior, á la derecha, con
la corona correspondiente en el centro. (N. del T.)
(2) Mal se ha censurado esta práctica, cuya omisión tiene la
dificultad de no poder devolver por tarjeta las visitas que se reci­
ben por tarjeta.

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— i3é -

su matrimonio, se ponen en la tarjeta las iniciales


S. C. (se casa). (1)
Respecto de estas fórmulas hay algo que decir:
1. ° Hay casos en que la dignidad de la persona
dispensa de añadir otra cosa. Un Obispo no pone en
sus tarjetas más que estas palabras El Obispo de N.
2. ° Los hombres nunca ponen en la tarjeta, antes
del nombre la palabra: El Señor, cuando sirve para sí
solo la tarjeta; pero si hubiera de servir para marido
y mujer, se pone (2) Los Señores N. N. Las mujeres
ponen Señora 6 Señorita. Las señoras viudas ponen
simplemente: La Señora de N. Si un Cura-párroco
no pusiera su nombre en la tarjeta, debería poner El
Señor Cura de N. (3), pues el anuncio de sola la digni­
dad corresponde únicamente á los personajes muy
elevados, por ejemplo, álos Obispos.
3. ° Los demás sacerdotes ponen después del
nombre la palabra Presbítero, ú otra que exprese su
cargo, etc.

(1) Un Eclesiástico, no muy habituado á las costumbres


sociales, recibió una tarjeta con estas dos iniciales. No sabiendo
lo que significaba, creyó que seria gran delicadeza, si en la tarjeta
con que contestaba ponía las mismas iniciales. Recibió, pues, la
familia una tarjeta en esta forma.
N. N. Presbítero
S. C.
Júzguese las bromas con que sería recibida tal misiva.
(2) En España no se pone la palabra Señores, por ej;
Leonidas Zaballa
y
Teresa C. de Zaballa
Alfonso I, 12.
En las taijetas de las Señoras no se pone dirección ninguna, ni
Señoras. Las jóvenes solteras no deben emplear tarjetas hasta que
hayan cumplido los treinta años. (N. del T)
(3) En España rara vez se encuentra la tarjeta de un Párroco,
Regente ó Economo de alguna Parroquia sin el nombre Creemos
que solo estaría bien en el Cura y podría poner; El Cura Párroco
de N. (N. del T.)

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— '37 —
4.® Los Religiosos pueden poner en las tarjetas:
El P. N., añadiendo la dignidad ó título, pero no se­
ría admisible la fórmula R. P. N., pues nadie se da
á sí mismo el tratamiento de Reverendo.

112. Hay tres modos de emplearlas tarjetas de


visita;
El primero, cuando, no hallando á las personas
en su domicilio, se deja la tarjeta como prueba de
que se ha hecho la visita. Por regla general, es muy
legítimo y conveniente emplear las tarjetas en tales
casos, y tal es el verdadero fin de su introducción.
Sin embargo, como entre amigos no se guardan
cumplimientos, no se deja tarjeta, sino cuando hay
motivos especiales, por ejemplo, si se trata de des­
pedida y no se puede volver.
Si lleva uno mismo la tarjeta, doblará la punta,
que es la señal convenida de no haberla mandado
por un sirviente ó encargado. Habiendo tal costum­
bre, no dejará de ser falta el doblarla, cuando se
manda por tercero.
La tarjeta doblada se coloca en la chimenea ó se
entrega á un sirviente. Seria faltar á la delicadeza
entregarla á uno de los parientes de aquel á quién
se visita, ó á otra persona honorable de la familia.
Si no hay quien la reciba, se pone en el buzón ó por
debajo de la puerta.

113. La segunda manera de emplear las tarjetas


de visita consiste en llevarlas á las personas á quie­
nes se desea dar esta prueba de benevolencia sin in­
tención de verlas, aunque estén en casa. Es lo que
llamamos visita por tarjeta, y son muy sencillas las
reglas que se han de observar.
Nos presentaremos en el domicilio de la persona,
y sin preguntar si está ó no está en casa, entregare­
mos la tarjeta al sirviente y nos retiraremos. En

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- 138 -

este caso no se dobla la tarjeta; sin embargo, va ex­


tendiéndose la costumbre contraria. Hay quién en
lugar de doblar la tarjeta escribe con lápiz las dos
iniciales E. P. (en persona). Puede tolerarse en una
persona ilustre que, teniendo muchas ocupaciones,
va por sí misma á dejar la tarjeta, manifestando así
el aprecio que hace de las personas que honra de
esta manera. Fuera de este caso, sería muy preten­
cioso
La costumbre de la visita por tarjeta es muy acep­
table, manteniéndonos dentro de los límites de la
prudencia. Podemos emplearlas especialmente en
las visitas de Año nuevo, cuando se hacen la víspera
ó el mismo día. El gran número que hay que hacer y
recibir en tales días es motivo más que suficiente
para no tratar de ver á las personas de la casa á
donde vamos. Ya hemos dicho más arriba que des­
pués de esta primera visita por tarjeta, conviene á
veces hacer otra personalmente durante el mes.
114. El tercer modo de emplear las tarjetas con­
siste en enviarlas por tercero, esto es, por un sirvien­
te ó por el correo.
Se acostumbra enviar estas tarjetas sin doblar, ya
sin sobre, ya con él, poniendo en el sobre la direc­
ción de la persona á quien se dirige. De esta última
manera debe hacerse, cuando se manda la tarjeta por
correo; en este caso hay que poner sello. Téngase pre­
sente que para disfrutar de la rebaja del franqueo
concedida á las tarjetas, no ha de cerrarse el sobre.
En cuanto á esta forma de mandar las tarjetas de
visita, es sabido que no es tan cortés como hacer la
visita personalmente, ó llevarla por sí mismo. Sería
falta de Urbanidad y gran olvido de la cortesanía,
emplear ese medio con personas á quienes nos unen
los lazos de amistad íntima, ó á quien se debe visita
por las razones que indicaremos más abajo.

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— «39 —

Sin embargo, hay casos en que es admisible el en­


vío de la tarjeta, y son los siguientes:
1.® Cuando hemos recibido esta señal de cor­
tesía.
2.® Cuando se nos ha enviado esquela impresa
con ocasión de un Bautizo, de un Matrimonio ó de
una Defunción.
3.® Cuando estamos muy distantes de las perso­
nas que visitaríamos, si estuvieran cerca, y con las
cuales no nos ligan tales lazos que nos creamos en el
deber de escribir una carta.
4.® Cuando no tenemos relaciones íntimas y di­
rectas con las personas, aunque estén presentes, y
consideremos que estamos obligados á manifestar
esta cortesía.
Encerrada dentro de estos límites es muy legíti­
ma, y debe conservarse, la feliz innovación de enviar
tarjetas. Nos ofrece un medio fácil de mantener rela­
ciones de cortesía con gran número de gentes á las
cuales no podemos en manera alguna visitar. Ade­
más es un matiz últil entre los diversos grados de
intimidad en las relaciones sociales. En fin, contribu­
ye á dar más valor á las visitas en persona, que se
convierten en especialísimo testimonio de respeto y
de cariño.

115. Sin embargo, cuando no estaba tan extendi­


do el uso de la tarjeta, para emplearla era necesario
ocupar cierto rango en la sociedad. Hoy, sin faltar á
la cortesía, pueden emplearla todos los hombres,
cualquiera que sea su posición, tanto independiente
como subordinada.
Limitamos no obstante esta libertad á los que
ocupan una posición en la sociedad, á los que tienen
un título, empleo ó profesión, y que viven una vida
social. Por consiguiente, no deben tenerla los niños,

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i
140

ni aun los jóvenes que no han terminado sus estudios


clásicos y frecuentan todavía las aulas (1).
Ciñéadonos al clero, el sacerdote, cualquiera que
sea su posición, preceptor ó profesor, ó solo sacerdo­
te, puede enviar tarjetas; pero no pueden enviarlas
ni tenerlas, por lo que hemos dicho más arriba, los
alumnos de Colegio.
Aun los Clérigos del Seminario "creemos que de­
berán abstenerse también de ellas.
Las visitas que han de hacer son obligatorias, y
deben hacerlas por sí mismos; el envío de una tarje­
ta sería de su parte demasiada presunción.
Sin embargo, puede ofrecerse en esto una dificul­
tad. Supongamos que el Seminarista no halla las
personas que busca. En tal caso dejará su tarjeta de
visita el hombre de sociedad. ¿Qué hará él?
1. ® Si le es posible volver sin gran molestia, se­
ría mejor que lo hiciera, á no ser que la visita sea
obligatoria en aquel momento.
2. ° Si no puede volver sino con gran dificultad,
tiene el recurso de suplicar á los sirvientes que den
cuenta á los amos, cuando vuelvan, ó de escribir un
billete en que exprese el sentimiento de haber hecho
el viaie en vano.
3. ® En fin, no estará fuera de su lugar, si en se­
mejante caso deja una tarjeta con su nombre escrito
á mano.

II.—las visitas que se reciben.

116. Si el visitante tiene deberes para con la per-

(1) Un joven estudiante acababa de obtener con buen éxito el


Grado de Bachiller. Entusiasmado, se encargo unas tarjetas que
decían N. Bachiller. (l er Ejercicio). El pobre mozo se había ima­
ginado que con el nuevo título era todo un personaje.

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— I4I —

sona que visita, á su vez las tiene también ésta, y pue­


den reducirse á los siguientes:
1. ° Hay que vigilar á los sirvientes para que no
hagan esperar mucho tiempo á las visitas; por lo tanto
se ordenará al doméstico encargado que lo deje todo
apenas oiga llamar. Convendrá recomendarle de
tiempo en tiempo que debe ser cortés y recibir bien
á los que llaman, y se le enseñarán das fórmulas que
ha de emplear para recibirlos. En todo esto no hay
que fiarse mucho de la inteligencia de los sirvientes,
que no pueden tener el tacto, la delicadeza y el senti­
miento de la necesaria cortesía en tales circunstan­
cias. Así que se les dirá: l.° Que no deben dirigir á las
visitas la pregunta: ¿Cómo está usted?. 2.° Si se les ha
encargado que digan que no está en casa el señor,
que tengan cuidado en no expresarse de la manera
siguiente: Me ha encargado el Señor que diga que
no está en casa; sino que digan simplemente: No está
el Señor. 3.° Que ^cualquiera que sea la persona que
llega, no les pregunten qué es lo que quieren, ni les
dirijan ninguna otra pregunta indiscreta. 4.° Que pre­
gunten cortésmente lo que sea necesario: ¿Quién es
usted? ó ¿cómo se llama usted? ¿A quién debo
anunciar? ¿Tendrá el señor la bondad de decirme
su nombre?
No nos quedemos satisfechos con ser corteses: de­
ben serlo también nuestros sirvientes, y no debemos
creer que nos rebajamos enseñándoles hasta los por­
menores más insignificantes; está en nuestro interés,
más que en el de nadie, porque en general recaerán
en nosotros sus descuidos y torpezas.
2. ® Las visitas deben ser recibidas en el salón, á
donde han de ser introducidas y donde han de espe­
rar, si es necesario; siendo muy conveniente que en
invierno haya sido calentado. Si no lo ha sido, se po­
drán recibir sin inconveniente en el escritorio ó sala
de labor.

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— 142 —

3.° Aunque sea uno gran personaje, jamás deberá


hacer esperar á la visita; y si ha habido necesidad de
hacer esperar, hay que presentar las excusas. Cuan­
do entran en la sala en que han de ser recibidas, hay
que levantarse y adelantarse un poco, para probar­
les los buenos deseos y placer que causa su presen­
cia.
4. ° Después de saludarlas, se les ofrecerá una
silla, mejor aún un sillón, si le hay. Al ofrecerla, no
se dirá: Señor 6 Señora, tómese la molestia de sen­
tarse, que no está bien dicho; ó Siéntese usted, que
está peor todavía, sino que se dirá: Sírvase usted
sentarse, sírvase usted tomar asiento.
Hay que tener presente que no es cortés ofrecer
la silla en que estamos sentados, ni la que ocupa
otra persona. Si no hay más que un sillón ocupado por
una visita anterior, y llega otra visita de más alta ca­
tegoría, la primera visita deberá ceder su asiento.
El lugar más digno es el ángulo de la chimenea más
distante de la puerta, y debe ofrecerse á la visita,
cuando es sola, ó á la persona más digna, cuando son
varias.
5. ° Después de haber ofrecido asiento á la visita
debemos rogarle que deje el bastón y el sombrero.
En el mundo se ruega también á las señoras que se
quiten el abrigo (1); pero un Eclesiástico no debe es­
perar semejante cortesía. No se hará en las simples
visitas, que acostumbran á ser cortas.
6. ° Con nuestro continente, con nuestros adema­
nes y con nuestras palabras hemos de hacer ver á
las visitas que nos consideramos muy honrados en
recibirlas. Nos guardaremos bien de hacer pensar
que nos molestan, que encontramos muy larga la vi­
sita, etc. Ni al principio, ni en el curso de la visita.
(i) En España es costumbre que las Señoras dejen en la ante­
sala los abrigos, sombrillas, boas, etc. (N. del T.)

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w

— 143 —
hemos de manifestar disgusto ni impaciencia; no
consultaremos el reloj, ni miraremos á la ventana,
como quien espera á alguien. Si nos llaman á otra
parte asuntos de importancia, lo diremos sencillamen­
te, manifestando sentimiento; pero si no tenemos
ningún negocio de esta clase, aguantaremos con pa­
ciencia y resignación la visita, sea la que fuere.
Sin embargo, no está prohibido, cuando se puede
sin aparecer descortés, desembarazarnos de un im­
portuno, por ejemplo, haciendo que nos llame un sir­
viente; pero hay que emplear con sobriedad este me­
dio, teniendo cuidado de que no se descubra con
facilidad nuestra estratagema.
7° Toca al que recibe la visita mantener la con­
versación y no dejarla decaer. Si la visita es tímida,
si se turba con facilidad y se manifiesta sobrecogida,
habrá necesidad de alentarla y animarla con pregun­
tas que revelen benevolencia. Pero no hay que mani­
festar que hemos notado su encogimiento, ni tomar
aire paternal y de protector, á no ser que se trate de
un jovencito. Debemos conducirnos de modo que se
retire satisfecha de sí misma la visita; con esto lo
quedará también de nosotros.
8. ® Si durante la visita se nos entregan cartas,
no las abriremos; si conoce el trato social la visita,
nos invitará á leerlas; lo que haremos rápidamente,
á no ser que sepamos que sin inconveniente pode­
mos diferir su lectura. Hay casos, por ejemplo, si en
el sobre se lee urgente^ en que podremos, pidiendo
antes dispensa, rogar que nos permitan leer la carta.
9. ® Si nos llamaran en el momento de recibir
una visita, toca á la visita y no á nosotros levantar
la sesión. Si olvidase la cortesía hasta prolongar la
visita desmesuradamente, podríamos suplicarle cor-
tésmente que nos dispensara.
10. Cuando la visita hace ademán de querer salir,
si es visita de etiqueta, nos levantaremos sin decir

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— 144 —
nada. Si es visita de amistad, manifestaremos gran de­
seo de que se prolongue un poco; pero si persiste en
querer retirarse, no seguiremos instando. Conviene
ser corteses, pero no importunos; ó más bien, la pri­
mera regla de la cortesanía consiste en evitar cuanto
puede molestar é importunar.
11. Cuando se retire la visita, observaremos lo
que sigue: l.° Todos se levantan al mismo tiempo y
la saludan. 2° Si no hay más que señoras, la acom­
pañan hasta la puerta del salón, deteniéndose allí.
3.° Si hay caballeros, sólo ellos acompañan la visita
hasta la puerta de entrada que da á la escalera ó á
la calle, saludándola allí, y dejando la puerta entre­
abierta hasta que se pierde de vista. 4.° En las ciu­
dades, salvo casos excepcionales, como el de una vi­
sita muy respetable, no se le acompaña más allá de
la puerta que da á la escalera. Allí concluye ordina­
riamente el domicilio. En el campo se ocupa gene­
ralmente toda la casa, á la cual están anexas otras
dependencias, como el patio, el jardín, y donde ade­
más son menos frecuentes que en la ciudad las visi­
tas; por lo tanto se acompañará á la visita hasta el
límite de la propiedad que se habita, por ejemplo,
hasta la puerta del patio de entrada, ó hasta la salida
del jardín. A veces, para honrar á una visita y tener
el placer de estar más tiempo con ella, será cortés
acompañarla un gran trecho del camino, especial­
mente cuando ha venido de muy lejos. 5.° Cuando,
ya por razón de la dignidad de la visita, ya por otra
circunstancia, se acompaña hasta la puerta que
da á la calle, si tiene coche la persona á quien se
acompaña, se espera á que suba, y cuando haya co­
menzado á andar el coche, se saludará cerrando la
puerta.
12. Algo varían las reglas anteriores, cuando
sale una visita y quedan otras en el salón de donde
sale. En tal caso, si está sola para hacer los honores

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— 145 —
de la casa la persona que recibe, acompañará á
la visita hasta la puerta del salón: ésta le suplica
que se quede, y sin hacerse rogar, vuelve á las
visitas que quedan, y que no sería propio dejarlas
solas.
Cuando son personajes muy eminentes las visitas,
tanto las que salen como las que entran, por ejemplo,
Obispos, hay que dedicarse á ellos exclusivamente;
si quedan ellos, no es permitido acompañar ni hasta
la puerta del salón á la persona que sale; si se reti­
ran, se dejan solas las otras visitas, y se las acompa­
ña hasta su coche.
Cuando hay muchos para recibir á la vez mu­
chas visitas, es necesario que al salir cada visi­
ta, salga también una de las personas á acompañar­
le, y entre tanto acompañan los demás á las otras
visitas.
13. Hoy, si no hay motivo particular, no se acos­
tumbra ofrecer refrescos. Sin embargo, en el campo,
cuando llegan de lejos las visitas y no hay necesidad
de observar con ellas toda la etiqueta, conviene ofre­
cerlos, y tal es también la costumbre que se observa
en muchas partes. Es un vestigio de la antigua hos­
pitalidad, que debemos conservar.

Artículo II

De la mesa.

Explicaremos primero las reglas que prescribe el


usoen cuanto á la manera de comer y beber, y da­
remos después las que debemos observar cuando nos
convidan ó convidamos á una comida.
r/
(i
UmVEKSlO^Dgg 'ac/ona/ de España
1
— 146 —

1.—Reglas concernientes á la manera de conducirse


en la mesa y de comer.

117. No hay tratado de Urbanidad que no repro­


duzca el diálogo del céjebre Delille y del Presbítero,
señor Cosson, profesor de Literatura.
Imaginábase éste que conocía muy á fondo las re­
glas de la etiqueta y las costumbres de la buena so­
ciedad. Vanagloriábase un día del modo de salir de
un gran banquete á que había sido invitado.
—Me parece,—le dijo Delille,—que habrá cometi­
do usted muchas patochadas.
—¿Qué es eso?—contestó con viveza el Presbítero
Cosson muy intranquilo,—creo haber hecho como
los demás
— ¡Qué presunción! Apuesto á que no ha practica­
do nada de lo que han hecho los otros... Y primera­
mente, ¿qué hizo usted de la servilleta al sentarse á
la mesa?
—¿De la servilleta? lo que hace todo el mundo: la
desplegué, la extendí sobre mí, y puse una punta en
la embotonadura.
—Perfectamente; fué usted el único que lo hizo: no
se pone de muestra la servilleta; se la extiende sobre
las rodillas. Y ¿qué hizo usted para comer la sopa?
—Lo que hacen todos según creo: tomé en una
mano la cuchara y en otra el tenedor.
—¡El tenedor! no hay quien emplee el tenedor
para comer la sopa; pero sigamos. ¿Qué comió us­
ted después de la sopa?
—Un huevo fresco.
—¿Y qué hizo usted de la cáscara?
—Lo que hacen los demás; la dejé al sirviente.
— ¿Sin romperla?
—Sin romperla.

Biblioteca Nacional de España


- 147 -

—Perfectamente, jamás se come un huevo sin


quebrar la cáscara. ¿Y después del huevo?
—Pedí el cocido.
—¡El cocidol nadie usa expresión semejante; se
pide la vaca (1). ¿Y después?
—Supliqué al señor presbítero de Radonvilliers
que me enviase un poco de ave.
—¡Desgraciadol se pide pollo ó polla: la palabra
ave la emplean solo las gentes del pueblo. Pero nada
ha dicho usted de la manera de pedir de beber.
—Como todos, pedí Champagne ó Burdeos á los
que lo tenían más cerca.
—¿No sabe usted que se pide vino de Champagne,
vino de Burdeos? Pero díganos cómo comió usted
el pan.
—Como todos con seguridad: lo corté con toda
limpieza con el cuchillo.
—iAh! se parte el pan, no se corta... Adelante:
¿cómo tomó usted café?
—¡Vaya! como todos esta vez. Quemaba, y de
poco en poco lo echaba en el platillo.
—¡Muy bien! ha hecho usted lo que no hace nadie
seguramente Todos toman el café en la taza y nadie
en el platillo.
Ya ve usted querido Cosson que no ha dicho ni
hecho usted nada que no sea opuesto á la costumbre.

118. Lejos está el presbítero Delille de haber


agotado en la lección dada á su amigo el repertorio
de las faltas que se pueden cometer en la mesa. In­
dicaremos las principales:
1.® No debemos sentarnos muy distantes de la

(i) No se olvide que en España, de no ser comida de etiqueta,


después de la sopa se sirve el cocido; nunca se dice: la vaca. (Nota
del Traductor).

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1
— 148 —

mesa; no es costumbre y apareceríamos torpes y en­


cogidos.
2. ° Parece ser que en otros tiempos se acostum­
braba desplegar la servilleta sujetándola en la embo­
tonadura ó en el cuello de la sotana. De esta manera
se atendía á la limpieza del vestido. Hoy se usa ge­
neralmente extendiéndola sobre las rodillas y no em­
pleándola sino para limpiar los dedos. Hace algún
tiempo, es verdad, que se está restableciendo la an­
tigua costumbre que siguen personas muy bien edu­
cadas. Sin embargo, hasta nueva orden debe seguir­
se la actual.
3. ° No deben levantarse las mangas de la sotana,
como si fuéramos á lavarnos las manos, ó como tra­
bajadores que ponen manos á la obra.
4. ° No apoyaremos los codos en la mesa, ni nos
inclinaremos sobre el plato, ni moveremos las pier­
nas, ni incomodaremos al vecino con nuestros movi­
mientos. Manifiesta todo esto no sé qué ansiedad y
qué glotonería, contra las cuales debemos estar
siempre muy en guardia.
5. ° Lo mismo decimos de la precipitación con que
comen algunos. Un Padre de la Iglesia, Clemente de
Alejandría, decía á este propósito con aspereza que
no consentería la delicadeza de nuestros idiomas:
Suibus vel canibus propter voracitatem símiles
sunt mugís quam hominibus. Comeremos con pau­
sa; debemos ejecutar esta acción, como las demás,
con calma y dignidad. No apareceremos absortos en
la función animal que ejecutamos, sino que nos con­
duciremos como hombres, como cristianos, y espe­
cialmente como sacerdotes.
6.° Haremos lo posible para evitar lo que puede
desagradar á los que están sentados á la misma
mesa. Por ejemplo: l.° hacer en el plato ó en el vaso
mezclas impropias y contrarias á las buenas costum­
bres; — beber de modo que quede en el vaso la hue-

Biblioteca Nacional de España


— 149 —

lia de los labios; — dejar caer de la boca alguna par­


te de los alimentos, y lanzarlos tosiendo, sobre la
mesa ó sobre los vecinos; — hacer, comiendo, ruido
desagradable con los labios, dientes, nariz, etc.; —
manchar torpemente el mantel, los vestidos, limpian­
do en aquél, el cuchillo ú otro objeto, ó dejando caer
cualquier cosa; — servirse rudamente de los dedos,
meterlos en la boca, tocar con ellos los alimentos; —
tomar de la fuente alguna cosa, con el tenedor, cucha­
ra ó cuchillo de que nos servimos, ó con que come­
mos; — volver á la fuente lo que se ha puesto ya en
el plato, cuando se ha tocado, ó estaba usado el plato.
7.® Nada hemos de echar al suelo, y mucho me­
nos el agua ó vino que no queremos beber; en tal
caso se entrega el vaso al sirviente para que nos
traiga otro.
8.° Tomaremos convenientemente la cuchara, el
tenedor y el cuchillo, y sabremos servirnos de ellos.
La cuchara se toma siempre con la derecha; la
extremidad del mango se apoya de un lado en los de­
dos índice y mayor, y se aprieta por el otro lado con
el pulgar; por consiguiente no se tomará con toda la
mano, ni por la mitad del mango. Tampoco hay que
olvidar que no se ha de introducir en la boca por el
lado, sino por la punta, y sólo á medias.
El tenedor se toma como la cuchara, cuando hay
que comer legumbres; pero cuando se ha de comer
carne, se tomará con el pulgar y el mayor, apoyando
en él el índice. Pero, si nos hemos de servir simultá­
neamente del tenedor y del cuchillo, como cuando
se come carne que hay que cortar en trozos, muchos
que siguen la costumbre inglesa, toman el tenedor
con la Izquierda, no sólo cuando tienen que emplear
el cuchillo con la derecha, sino también para llevar
los bocados á la boca, lo que es más expedito y más
cómodo. Creemos que puede seguirse este método,
que se ha generalizado mucho en nuestros días.

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— ISO -

El cuchillo no sirve sino para cortar lo que he­


1
mos de comer; debiendo dejarlo, cuando no se nece­
sita. Jamás lo emplearemos para llevar á la boca los
trozos, aunque sean de fruta ó de queso; tampoco
puede tenerse en la mano mientras llevamos con ella
á la boca alguna cosa.
Generalmente, en las comidas de etiqueta, cada
individuo recibe para los postres, con la cucharita y
el tenedor, dos cuchillos, uno de acero y otro de plata
ó de plata sobredorada. El primero sirve para el
queso, y el segundo para las frutas.
Tres advertencias hemos de añadir á lo que pre­
cede: l.° Cuando llevamos á la boca la cuchara ó el
tenedor, no imitaremos á los que tienden el brazo
formando semicírculo, sino que, sin tenerlo pegado
al cuerpo, esté tan próximo, que el codo no se ponga
á la altura de la vista. Ya hemos dicho que el cuchi­
llo debe dejarse después de haberlo empleado para
cortar algo: se colocará en la mesa, cerca del plato;
si hay sostenedor, se apoyará en él para no manchar
el mantel. — 2.° La cuchara y el tenedor quedarán
en el plato hasta que lo hayan retirado: no es de buen
tono dejarlos en la mesa ó ponerlos sobre el borde del
plato después de cada bocado. Concluido el plato se
deja el tenedor en la mesa á no ser que no hayamos
de emplearlo más. Pero la cuchara quedará en el
plato, y se retirará con el mismo, porque general­
mente no se usa la misma cuchara con diferentes
platos.
9. ° Cuando en el trozo que hemos llevado á la
boca hay algo que no podemos pasar, por ejemplo:
un huesecito, un nervio, una espina, un hueso de fru­
ta, etc., lo tomaremos con la derecha, y lo dejare­
mos en un lado del plato.
10.“ Cuando quiera un sirviente cambiar el plato,
debemos tomarlo por nosotros mismos para entre­
gárselo después de quitar el tenedor, si no queremos

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— I5I —

que lo retiren también. El sirviente tomará el plato


poniendo otro en su lugar.
11.® Se sirve á la mesa, ó bien entregando la fuen­
te que da la vuelta al rededor de la mesa, ó bien ha­
ciendo pasar de mano en mano, ó también haciendo
plato para cada uno.
En el primer caso, teniendo la fuente el sirviente
nos serviremos, tomando, ya con la mano, si lo per­
mite la naturaleza de lo que se .sirve, ya con la cu­
chara 6 tenedor que hay en lamínente.
En el segundo, mientras nos servimos, no permi­
tiremos que quede la fuente en manos de otro con­
vidado que nos la presente; la tomaremos, sirvién­
donos como en el caso anterior.
En el tercer caso, tomaremos con la derecha el
plato que se nos sirve, presentando con la izquierda
el que tenemos. Si lo sirve un sirviente haremos lo
mismo que al cambiar de plato.
Cuando nos servimos nosotros mismos, debemos
tener presente: — l.° No hemos de servirnos mucho.
— 2.° Tomaremos la parte más próxima, y no revol­
veremos la fuente para hallar lo que más nos place:
es una inmortificación, á la vez que una grosería. —
3.“ No haremos resbalar por los bordes de la fuente
hasta poner en nuestro plato lo que queremos tomar,
sino que lo levantaremos con la cuchara. — 4.® No
dejaremos la cuchara con tanta torpeza que entre
toda en la fuente; generalmente es mejor dejarla con
la parte cóncava hacia abajo.
12. ® Por último daremos las reglas que hay que te­
ner presentes respecto de la bebida.
Nunca se bebe, ni se ofrece la bebida ni antes ni
mientras la sopa. Cuando hayamos de beber podre­
mos servirnos nosotros mismos. Para esto no toma­
remos la botella por la parte más saliente como con
tan poca delicadeza hacen hoy muchos, sino por el

Biblioteca Nacional de España


— 152 —

cuello de la misma (1). Después no dejaremos devol­


1
ver á taparla con el corcho; primero porque el cor­
cho hace su oficio; y segundo, porque, no tapándola,
podrían creer algunos convidados no bien intencio­
nados que pensábamos volver á beber pronto. En el
vino pondremos siempre agua (2).
Si los vecinos no tienen nada en las copas, es cor­
tés ofrecerles; pero no les ofreceremos agua, si no
la piden, ni tomaremos su copa para llenarla.
Si se nos ofrece, tomaremos la copa con la dere­
cha, y la presentaremos dando las gracias.
En ciertas casas, y especialmente en las comidas
de etiqueta, sirven bebidala los sirvientes; y en tal
caso no se tiene la copa en la mano, sino que se deja
en la mesa.
Cuando hayamos de beber, tomaremos la copa
con la derecha, y la llevaremos á los labios después
de limpiarlos con la servilleta, si hay necesidad. Al
beber observaremos; l.° Que no hemos de beber con
tanta precipitación que el líquido rebase los labios y
llegue á caer en los vestidos. — 2.° Que no debemos
mirar á nadie, sino que hemos de tener los ojos ba­
jos. — 3.° Que no hemos de probar el vino. — 4.° Que
no hemos de enjugamos la boca con estrépito. Ja­
más beberemos con la boca llena.
Antes de beber no trincaremos imitando á las
gentes del pueblo que se creen en la obligación de
saludar á todos cada vez que beben (3).
(1) Asistí á un banquete y algunos convidados o'^recían vino
tomando la botella por la panza; uno de mis vecinos, que había
aprendido en las tradiciones de su familia el sentimiento de la
verdadera cultura, se inclinó hacia mí, diciéndome: «Hace cuarenta
años se hubiera creído ofendido un hombre culto, si se le hubiera
convidado á beber de este modo).
(2) No es común en España poner agua al vino, y aún es vi­
tuperable, por haber copas en la mesa para los vinos y para el
agua (N. del T.)
(3) En España no existe esta costumbre; cada uno bebe cuan-

Bíblioteca Nacional de España


— «S3 —
Al pedir ú ofrecer vino no diremos: Unto, blanco,
Champagne, Burdeos, etc., sino vino tinto, vino
blanco, vino de Champagne, vino de Burdeos, etc.
13. ° Al fn de la comida, podremos emplear limpia­
dientes; pero para limpiar los dientes, no nos servi­
remos de los dedos, ni del cuchillo, ni de la serville­
ta; podemos, sí, colocarnos ésta delante de la boca,
y en general hasta es conveniente hacerlo.
14. ° Al fin de la comida se pone á veces delante de
cada comensal un platillo con una taza de agua tem­
plada aromatizada. No imitaremos la torpeza de los
que dejan pasar esta agua: después de enjuagamos
la boca, la volveremos á echar en el platillo (1). Mo­
jaremos los dedos en la que queda, enjugándolos
con la servilleta.
No está bien no aceptar el agua de enjuagar la
la boca, como creen que pueden hacerlo algunos;
pero basta también con lavarse los dedos.
Si nos enjuagamos la boca, ha de ser sin hacer
ruido, pues no debemos hacer creer que estamos en
el tocador.

119. No estarán mal aquí algunas observaciones


sobre la manera de comer los diferentes alimentos
de que ordinariamente se componen las comidas.
Potaje y sopa.—iPB-lpotz-ie. y la sopase toman con
la cuchara sola; no emplearemos ni el tenedor ni los
dedos para juntar el pan, las pastas ó las legumbres.
— 2.° No soplaremos en el caldo: si está caliente, nos
contentaremos con moverlo pausadamente para que
se enfríe. — 3.° No estrujaremos el pan y las legum­
bres para hacer del todo una especie de papilla. —
do le place. En Chile, entre la gente de medio pelo hay verdadero
derroche de saludos cada vez que se bebe. (N. del T.)
(l) En España no existe semejante costumbre, y aun esta pro­
hibido enjuagarse la boca en la mesa; el agua empléase para lavar­
se ligeramente los dedos. (N. del T.)

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— >54 —
4.® No echaremos vino en el plato. — 5.^ No llenare­
1
mos tanto la cuchara, que el caldo vuelva á caer en
el plato. — 6,® No tomaremos en varias veces lo que
hemos puesto en la cuchara. — 7.® Cuando no pode­
mos tomar con lo cuchara el caldo que queda, no
acercaremos el plato á la boca, ni derramaremos en
la cuchara lo que hay en el plato. Jamás se permite
cosas semejantes quien conoce el trato social. Se
puede decantar un poco el plato, pero no levantarlo
totalmente como se hace con una taza (1).

120. El pan. —1.® Sino se ha partido antes el pan,


y tenemos necesidad de partirlo, no hay que secar el
cuchillo en el pan sino en la servilleta. — 2.® Tendre­
mos cuidado de no morder el pan del comensal que
está cerca de nosotros. -3.® Se le divide en partes que
se colocarán á la izquierda y que serán bastante pe­
queñas para poder introducirlas de una vez en la
boca (2). — 4.® Cuando sea posible, la tal división no
se hace con el cuchillo, sino con los dedos. — 5.® Nun­
ca haremos uso del pan para rebañar el plato. Lleva­
remos el pan á la boca directamente con la mano.
Comeremos con el tenedor ó cuchara lo que se pueda
tomar en el plato, dejando lo demás. — 6.® Cuando
hayamos concluido de comer, no nos entretendre­
mos ya en mordiscar el pan, ya en hacerlo pedacitos

(1) Ninguna persona medianamente educada decanta el plato


para concluir con lo que hay en él: ni siquiera es permitido tocar
el plato (N. del T.)
(2) En Espafia es falta de urbanidad cortar el pan en pedacitos
pequefios y ponerlos á la izquierda. La rebanada de pan se puede
corlar no enteramente, sino en pedacitos que han de quedar algo ad­
heridos, y puesta á la mano izquierda, se van separando con los
dedos los pedacitos. Cuando es mesa de algo de etiqueta se sirve
á cada comensal un panecillo, y de él va tomando con los dedos lo
que necesita: jamás se emplea el cuchillo para partir el pan.
(N. del T.)

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— «55 —
con los dedos, ni en quitarle la miga para hacer boli­
tas, etc — 7.° Si necesita pan nuestro adlátere, y lo
tenemos á nuestro alcance, será cortés ofrecérselo,
pero ha de ser en un plato, y no con la mano, y menos
con la punta de nuestro cuchillo.

121. La carne. — l.° En cuanto al nombre que he­


mos de dar á las carnes, hay que notar que no he­
mos de decir hervido sino vaca; ni ave, sino pollo,
pato, etc. (1). — 2.° La carne se corta generalmente
con el cuchillo en pedacitos y se lleva á la boca con
el tenedor. — 3.° No deben cortarse los pedazos sino
á medida que los vamos comiendo, ni hemos de ha­
cer en el plato una especie de picadillo para comerlo
como las legumbres. — 4.° Jamás tomaremos la car­
ne con los dedos, ni llevaremos los huesos á la boca
para chuparlos. — 5.° Es también descortés tomar
con la mano un hueso para sacar con ayuda del cu­
chillo la carne que está adherida. Los huesos han de
quedar en el plato; y emplearemos el tenedor y el
cuchillo para sacar la carne, dejando lo que no se
pueda sacar de este modo.

122. El pescado. — El pescado se come como la


carne, con la diferencia de que no se emplea el cuchi­
llo si no es para sacar la escama (2). Si aceptamos la
cabeza, debemos procurar comerla con toda limpieza
y habilidad; si no sabemos, debemos rehusarla. — Si
comemos sardinas, no las hemos de extender en el
pan con la manteca con ayuda del cuchillo, sino que
las tomaremos con el tenedor como otro pescado
cualquiera.
(l) No se sirven en España los cocidos en las mesas de etique­
ta, aunque sean el genuino plato español. Empleamos los nombres
de ave. pescado, carne, asado, etc. (N del T )
(z) En las mesas de etiqueta el pescado se come con tenedor
y con una pala especial que se usa en vez de cuchillo. (N. del T.)

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— 156 —

123. Cangrejos, langostinos, camarones, etc. —


Estos dos últimos crustáceos se comen con los dedos.
Se levanta la corteza calcárea que cubre las diferen­
tes partes y se chupa con los labios lo que queda den­
tro. Lo mismo se toman las patas de los cabrajos y
de la langosta; pero la parte más considerable que
forma la cola, se come como la carne con tenedor y
cuchillo.
124. Ostras. — l.° Las ostras se toman de la
fuente con la mano colocándolas en el plato. A veces
presenta el sirviente á cada convidado el plato que
contiene cierto número. Si hay más de las que se han
de comer, se toman algunas colocándolas en el pro­
pio plato, dejando las demás. — 2.° Generalmente
están ya abiertas, y quitada la concha superior. Si
no lo están, las abrirá cada uno, no con la punta del
cuchillo, sino aplicando la paite media de la hoja en
el lugar en que se unen las dos conchas, sirviéndose
para esta operación de un paño para no mancharse
los dedos. — 3.° Cuando está abierta la ostra, se em­
plea el cuchillo para separar la carne de la concha
inferior á la cual está adherida. — 4.° Hecho esto, se
aplica la ostra á los labios y se sorbe. O también si­
guiendo la costumbre general ya hoy en la alta so­
ciedad y entre las personas cultas, después de sepa­
rada la carne de la concha se toma con un tenedor
de dos puntas destinado á este uso, llevándola así á
la boca. Sea como quiera, jamás emplearemos para
esto el cuchillo.

125. Los huevos. — Cuando se sirven los huevos


preparados con manteca en tortilla, al plato, etc., se
comen como las legumbres, con el tenedor; si se han
preparado con leche como cremas, natillas, etc., se
comen, como las cosas de leche, con la cuchara.
Cuando hayamos de tomar un huevo pasado por

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— '57 —
agua, hay que observar lo que sigue;—1." Se le coloca
en la huevera de modo que esté en la parte superior
la punta más ancha.-2.° Se le corta ó casca circular­
mente y se quita la parte superior de la cáscara. El
procedimiento más elegante y más cómodo consiste
en romper la cáscara al rededor con el tenedor, me­
tiendo uno de los dientes del mismo en el huevo para
acabar la operación. — 3.° No se ha de chupar la al­
búmina que hay en la superficie, sino que se ha de
tomar con la cucharita. — 4.° Se toma sal con el cu­
chillo, ó mejor con la cucharita que debe estar en el
salero, y nunca con los dedos; se coloca la sal en el
borde del plato y se pone en el huevo con ayuda del
cuchillo; después se emplea nuevamente la cucharita
para mezclarla con la yema del huevo. Hecho esto,
se mojan rebanaditas de pan, y lo que no se puede
tomar con las rebanaditas se saca y se lleva á la
boca con la cucharita. — 6.° Cuando se ha terminado
se rompe la cáscara, se vuelve la huevera en el plato
en que se coloca también la cucharita, y se entrega
todo al sirviente. — 7.° Tomando huevos en cáscara,
hay que evitar ciertas faltas que llaman más la aten­
ción: por ejemplo, emplear el cuchillo para mezclar
la sal, y chupar el huevo en seguida; echar el huevo
en el plato y después de revolver la clara y la yema,
tomarlo todo con el tenedor ó mojando pan en él;
sorber el huevo en parte ó totalmente, etcétera.—
8.® A veces se toman con manteca los huevos ence­
rados. En tal caso se extiende la manteca en las reba­
naditas de pan antes de mojarlas en el huevo.

126. Las verduras. — La mayor parte de las ver­


duras se toman de la fuente con la cuchara, y se co­
men con el tenedor. No deben aplastarse de modo
que las convirtamos en caldo; ni tampoco hemos de
emplear los dedos para llevarlas al tenedor.
No conocemos otra excepción de la regla que aca-

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1

- «58 -
hamos de dar que las patatas con piel, las alcachofas
y los espárragos.
Las patatas con piel se toman de la fuente con la
mano; se limpian en el plato, se cortan en pedazos
con el cuchillo, que sirve también para ponerles man­
teca. Se llevan á la boca con la mano, como cual­
quier otra fruta. Por consiguiente, se evitará aplas­
tar las patatas en el plato, poniéndolas manteca y
comiéndolas con el tenedor.
También se toman de la fuente las alcachofas con
la mano. Si son muy grandes, se dividen en dos ó en
cuatro partes con el cuchillo, con la mayor limpieza
posible (1). Van separándose las hojas una por una,
y después de mojarlas en la salsa, se separa con los
dientes la parte blanca, que es la que se come, de la
parte verde, que se deja á un lado del plato. Cuando
ya no quedan hojas, se saca con el cuchillo la pelusa
que cubrían, y se emplea el cuchillo para comer la
parte carnosa á que se adhiere la pelusa.
Los espárragos se toman, ya con la mano, ya con
el tenedor, si lo hay en la fuente. Se sumerge en la
salsa la parte verde ó la cabeza del espárrago, se
lleva á la boca y se la separa con los dientes; la otra
parte se deja á un lado del plato. Hay quien separa
con el cuchillo la parte verde de la blanca, tomán­
dola con el tenedor. Esta manera de comer los espá­
rragos parece no conformarse tanto con las buenas
reglas (2).

127. La ensalada. — l.° La ensalada se toma de


la ensaladera empleando la cuchara y el tenedor que
habrá en ella. Téngase presente la regla dada más
(1) En algunas regiones de España se come la alcachofa muy
tierna con el tenedor, pues el cocinero ha quitado ya la parte lefio-
la En otras y en América se comen como dice el autor. (N. del T.)
(2) Sin embargo es la manera de comerlos hoy en España en
las mesas de etiqueta, y nadie los toma con los dedos (N, del

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— «59 —

arriba; esto es, que no debemos hacer resbalar lo que


queremos tomar por los bordes de la ensaladera para
hacerlo caer en nuestro plato. — 2.° Podemos comer
la ensalada, ya sola, ya con lo que autoriza la cos­
tumbre juntar con ella, esto, es el asado y la tortilla.
— 3.° En uno y otro caso cuidaremos de no des­
hacerla, y de no mezclarla de modo impolítico con
los otros alimentos. — 4.“ La comeremos con el tene­
dor, y nunca con los dedos.

128. Postres de leche. — Cualesquiera que sean,


los tomaremos siempre con la cuchara. Aplícase esta
regla aun á los que tienen forma consistente, y que
en rigor podíamos llevar á la boca con tenedor. —
A veces se sirve la crema en unas tacitas acompa­
ñadas de una cobertera, y se come en la misma taza
con cucharita. No se vuelve á poner la cobertera al
dejar el plato.

129. Los entremeses. — Según sean, se toman


con el cuchillo, tenedor ó cuchara, que se ponen en
el plato en que se sirven. Algunos, como los rabani-
tos, se toman y se comen con la mano (1). Los demás
se comen generalmente con el tenedor. Sin embargo,
la manteca (2) se extiende con el cuchillo en cada pe-
dacito de pan que se ha de comer; pero no deben ha­
cerse rebanadas, no permitiéndose esto sino para
tomar el té.

130. Tartas con confitura., con frutos, etc. — To­


maremos con el tenedor uno de los pedazos que se
presentan. Colocado en nuestro plato, lo cortaremos
en pedacitos, llevándolos á la boca con la mano; ó, si
(1) Tampoco se toman con el tenedor las aceitunas, como
hacen muchos (N. del T.)
(2) La manteca es verdadero entremés, aunque en algunos
países se sirva como postre.

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i6o
hay tenedores de postre, emplearemos el que está á
1
nuestra disposición para dividir y comer los pedaci-
tos de que hemos hablado.

131. .£■/— Hay quesos que se comen con


cuchara, otros se extienden sobre cada pedacito de
pan como la manteca, y otros, por fin, se parten en
pedacitos con el cuchillo y se ponen sobre el pan.
132. Frutas. — Se las toma del plato en que se
han servido, ya con los dedos, ya con la cuchara que
hay en el mismo plato. Jamás se empleará el cu­
chillo.
Se toman con la cuchara las fresas, frambuesas,
grosellas en racimo, cuando están limpias estas fru­
tas, lo mismo que las que se sirven á modo de ensa­
lada, como las naranjas, las nueces verdes, etc.
Las demás frutas, como manzanas, peras, nueces,
cerezas, etc., se toman con la mano.
Hay también reglas especiales que debemos cono­
cer para comer cada una de estas frutas.
1Los gajos de nuez verde, si están servidos en
el plato de cada convidado, se toman con los dedos,
se quita la parte que no puede comerse y la otra
parte se lleva de la misma manera á la boca.
2.^ Las manzanas y las peras se cortan en cua­
tro partes longitudinales, á saber, primero en dos
mitades, y cada mitad en otras dos: se limpia cada
cuarta parte en su longitud, y se divide con el cu­
chillo en partes que puedan llevarse á la boca con
los dedos ó con el tenedor de postre. Por lo tanto,
debe evitarse morder esta clase de frutas, cortarlas
irregularmente ó limpiarlas en espiral antes de cor­
tarlas, y tomar los pedacitos con la punta del cu­
chillo. Las manzanas de dama pueden morderse sin
cortarlas.
Dividida en dos partes la pera ó la manzana, no

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— i6i —

pondremos sobre el mantel la una parte mientras co­


memos la otra: sólo el pan se pone sobre el mantel.
3. ^ Los melocotones se cortan y se pelan como
las manzanas y las peras, pero los hay que no basta
levantar la piel para que caiga por sí misma: se
espolvorean con azúcar los pedazos en que se han
dividido, y se los come con la cuchara ó tenedor. No
pondremos los pedazos en el vaso de vino; sólo pue­
de permitirse en mesa muy ordinaria (1).
4. ^ Los albaricoques ni se cortan ni se pelan; se
los abre con los dedos, y se llevan los pedazos á la
boca del mismo modo. Los melocotones pequeñitos,
ó los que llamamos abridores, se comen como los
albaricoques.
5. ® Con más sencillez todavía se comen las cirue­
las; se muerden del mismo modo.
6. ® Para comer los higos se toman por el pezón
con la mano izquierda: se abren con el cuchillo en
cuatro partes longitudinales, de modo que queden
unidas en la parte inferior; se quita la piel de cada
parte sucesivamente con el mismo cuchillo y se toma
con los labios. Pueden, sin embargo, omitirse estas
reglas, cuando se comen higos muy pequeños.
!?■ Fresas, frambuesas y grosellas en racimo.—
Cuando se comen con azúcar, se toman con la cucha-
rita ó con el tenedor; no deben escacharse. Cuando
se comen sin aderezo ninguno, se toman con los
dedos.
8. ^ Las cerezas no ofrecen ninguna dificultad: se
las lleva á la boca por el mango ó pezón una por
una; se recibe el hueso en la derecha, y se deja en el
plato.
9. “ Las naranjas no ofrecen dificultad sino en
el modo de abrirlas; pueden seguirse dos procedi-

( ) En España se acostumbra servir el melocotón en vino, en


plato de postre, y se come con cucharita. (N. del T.)

-..B, Í6
limvSHSiD„6,
-■ Bibíjote^/¡Bcional de España
K
— |62 —

mien tos. El más sencillo y expedito es cortarlas


1
como las peras, y pelar en seguida cada cuarta parte
antes de comerla. El segundo consiste en cortar
horizontalmente la piel exterior de la naranja, sin
penetrar hasta la carne. En seguida se quita la piel
con los dedos, se separan unas de otras las celdillas
ó partes de que se compone la naranja, y en las cua­
les está la pulpa (1).
De cualquier manera que se abra la naranja, se
toman las partes con los dedos; se las espolvorea
con azúcar y se las lleva á la boca.
Cuando se sirven las naranjas á manera de ensa­
lada, se toman también las ronchas con los dedos. Si
se quiere, se puede tomar el líquido con una cucha-
rita; pero nunca se llevará el plato á la boca.
10.^ No tomaremos con los dientes las uvas: to­
maremos con la mano izquierda el pezón del racimo,
y sacaremos uno por uno los granos con la derecha
llevándolos á la boca. Sin embargo, se permite tomar
con los dientes los granitos de la uva llamada de Co-
rinto.
11Ordinariamente se abren con el cascanueces
las nueces, las avellanas y las almendras (2). Si no
tenemos cascanueces, emplearemos el cuchillo con
la mayor destreza posible, nunca las partiremos con
los dientes: es muy peligroso y de feísimo gusto.
Notaremos de paso que, cuando se come fruta de
hueso, como melocotón, albaricoque, etc., es descor­
tés abrir el hueso, como si fuera nuez ó almendra.
No hablamos sino de las frutas que se sirven gene-

(l) Hay otro método para comer la naranja, que consiste en


cortarla en dos partes longitudinales: de cada parte se cortan ga­
jos longitudinales, y apoyando en los extremos de los mismos el
tenedor se quita la corteza con el cuchillo; si la naranja está bien
sazonada, la corteza cede sin dificultad. (N. del T.)
(z) En EspaSa se sirven partidas 6 cascadas las nueces, ave­
llanas y almendras (N, del T )

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r —163 —

raímente en nuestras mesas. En cuanto á los frutos


raros y extraordinarios, si encontramos dificultad en
la manera de comerlos, no nos apuremos y atenda­
mos á la manera de los demás.
133. Frutas cocidas, compotas, en almibar. —
Estos postres se toman con la cuchara de la fuente
en que se sirven. Para comer las peras ó manzanas
cocidas se emplea la cucharita ó el tenedor. Las com­
potas se comen con la cuchara ordinaria ó con la cu­
charita; esta última se usa siempre para las frutas
en almíbar.
Sin embargo, se exceptúan:
l.° Las manzanas y peras cocidas, que se comen
con el tenedor.
2° Las frutas secas, como las peras y las man­
zanas secas al homo, los higos secos, las pasas de
Málaga, los dátiles, las ciruelas pasas, que se toman
y comen con la mano.
3.° Las castañas, que se toman también con la
mano. Se limpian en el plato, ya estregándolas entre
los dedos, ya valiéndose del cuchillo, llevándolas
inmediatamente á la boca.
134. Confites y bombones. — Si no hay cuchara,
los tomaremos con la mano del plato que nos sirven,
ó que nos ofrece un sirviente, y los llevaremos á la
boca del mismo modo (1).
135. Cada uno se pone azúcar en el café, que se
tomará con las tenacillas de plata que hay en el azu­
carero, ó con una cucharita. Sirve siempre el café
alguno de la familia. Se le revuelve un poco con la
cucharita para que se deshaga el azúcar, y para ace-

(i) Difícilmente habrá una mesa en que se presente una ban­


deja con confites y bombones sin que lleve la correspondiente cu­
chara: no puede aceptarse el recibirlos en la mano. (N. del T.)

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— i64 —
lerar el enfriamiento del café, si está demasiado ca­
liente. Hecho esto, lo tomaremos con la misma taza,
y nunca con el platillo, en el cual no lo hemos de
derramar ni aun para que se enfríe.

11. — Reglas que hemos de observar cuando se nos


convida á comer (1).
136. Cuando se recibe invitación verbal para una
comida, es de mal gusto hacerse rogar, esto es, rehu­
sar primero para acceder después. Debemos obrar
de modo que inmediatamente conozcamos si nos es
posible aceptar. En uno y otro caso daremos las gra­
cias respondiendo categóricamente que aceptamos ó
que sentimos mucho no poder hacerlo, y nada más.
Si la invitación se hace por carta, basta con con­
testar cuando no se acepta: el silencio es aceptación
tácita. Sin embargo, no faltan muchos que contes­
tan tanto en un caso como en otro, y creemos que es
mejor así. La más refinada etiqueta exige que se
conteste cuando no se acepta, y que, cuando se acepta,
se vaya el día anterior á la invitación á llevar la tar­
jeta á la casa que ha tenido tal fineza.
La respuesta en uno y otro caso se escribe en pri­
mera ó en tercera persona, en los términos siguien­
tes poco más ó menos.
a) Aceptando:
Muy Señor mió: Acepto agradecido la honrosa in­
vitación que se ha dignado enviarme para (se indica
el día). Si no sobreviene algún obstáculo insupera­
ble,será para mi una obligación acompañar á usted.
De usted afmo. S. S.
______ (La firma.)
(i) Puede alguna vez un Eclesiástico aceptar la invitación á
comer aun de personas del mundo; pero será en esto muy cauto.
Sobre todo que no adquiera la reputación de sacerdote á quien
gusta la buena mesa.

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r — i6s —
A un consocio;
Mi querido amigo:
Me apresuro d contestar d su amable invitación
diciéndole que seré (se indica el día) del número de­
sús comensales. Tendré sumo placer en pasar algu­
nas horas en compañía de usted, y, si no sobreviene
inconveniente insuperable, no faltaré d la cita.
Su agradecido compañero,
(La firma.)

En tercera persona:
N. N. saluda al Sr. N. N. y se considerard feliz
en poder asistir d la invitación que se ha dignado
hacerle para (se indica el día).
b) Rehusando:
Caballero:
Siento en el alma no poder acceder d la invita­
ción con que se ha dignado usted honrarme para
(indíquese el día). Dispense usted, pero tengo una
cita de extraordinaria importancia, para la cual
estoy comprometido, no siéndome posible volverme
atrds.
De usted, etc.
(La firma.)

En tercera persona:
N. N. tiene el honor de saludar al Sr. N. N. ma-
nifestdndole el sentimiento que experimenta al no
poder aceptar la invitación que se ha dignado diri­
girle, por tener necesidad de ausentarse, suplicdn-
dole se sirva excusarle.
Siquiera de una manera general debe indicarse
el motivo de la no aceptación, y no se dará más que
uno que ha de ser categórico. Si los multiplicamos,
manifestaremos que buscamos pretextos para ali­
viarnos cortésmente de una carga.
2.° Aceptada la invitación, hay que acudir, á no

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— i66 —

ser que sobrevenga algún inconveniente insupera­


ble. Si sobreviene, se deberá escribir inmediatamen­
te á la persona que nos invita, para hacérselo saber.
3. “ Excepto cuando hay gran familiaridad y cer­
tidumbre completa de que hemos de agradar, jamás
nos presentaremos á comer, si no se nos ha invitado.
Tampoco visitaremos á nadie á la hora de la comida,
obligando á que se nos invite. Si vamos á comer fue­
ra de nuestra casa, no hemos de llevar otro invitado
por nosotros. El antiguo uso de las sombras ha des­
aparecido por completo de nuestras costumbres (1).
4. ° Acudiremos á la casa del convite en traje de
visita, esto es, de toda etiqueta. Dejado en el vestí­
bulo lo que se acostumbra dejar cuando se va de vi­
sita, haremos que se nos introduzca en el salón, con­
duciéndonos en espera de la comida, como en las
visitas ordinarias.
Jamás consentiremos que se nos espere. Si oye­
ran lo que de ellos se dice los qpe tienen la mala
costumbre de llegar siempre tarde, y, sobre todo, si
oyeran lo que no se dice, cuando de tal manera ejer­
citan la paciencia de los demás, sin duda se corregi­
rían.
Pero, si hemos de evitar la falta de llegar tarde,
evitaremos también la de llegar demasiado pronto.
Molestaríamos á los que nos han invitado; como no
nos esperan aún, no están preparados para recibir­
nos, ó se ven en grandes apuros para hacerlo. Ade­
más, parecería que nos preocupamos demasiado con
el temor de faltar á la cita, á la cual queremos ser
fieles á todo trance.

(l) Summus ego, etprope me Viicus Thurinus, et infra.


Si memini, Varius; cum SetviUo Balatrone
Vibidius quos Maecenas adduxerat umbras
(Horat. Sat., II, 8, 90.)
..................................... loms est et pluribus utnbris.
^Hor., Episi , I, 5, 28.)

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— l6^ —
Él justo medio está en presentarse medio cuarto
dé hora antes de la hora fijada para sentarse á la
mesa. Puede llegarse un poco más tarde; pero gene­
ralmente, tratándose de comida de etiqueta, no con­
viene llegar más pronto.
5.® Se levantan todos cuando abre el sirviente la
puerta del salón, anunciando que está servida la
mesa. El señor ó la señora de la casa invitan á pa­
sar al comedor, dando ellos ejemplo, se dirigen hacia
la puerta del salón acompañados de la persona más
respetable del concurso. Síguenlos los demás invita­
dos por orden de dignidad.
Es costumbre eñ el mundo para pasar del salón
al comedor y para volver que los caballeros den el
brazo izquierdo á las señoras. En tal caso, el más
digno de los invitados ofrece el brazo á la señora de
la casa, saliendo el primero con ella. Sigue el dueño
de la casa dando el brazo á la señora más respeta­
ble, y van pasando sucesivamente todas las señoras
acompañadas, si es posible, de la misma manera.
Los caballeros que entraron solos, salen los últimos.
Cuando un caballero acompaña á una señora al co­
medor, si es muy estrecha la puerta para pasar dos
á la vez, cuida de pasar él primero, volviéndose un
poco de lado.
Por su ministerio quedan dispensados de esta
ceremonia los eclesiásticos; no se exceptúan más
que los señores Obispos. Creemos, sin embargo, que
si la señora de la casa ofreciera el brazo á un ecle­
siástico constituido en dignidad, y que fuera su prin­
cipal comensal, podría aceptar éste la fineza. Gene­
ralmente conocen bien el decoro eclesiástico las gen­
tes del mundo bien educadas. Desde el momento en
que una señora respetable y que conoce perfecta­
mente el trato social, ofrece el brazo á un sacerdote
en el caso de que se trata, puede deducir éste que, si
lo acepta, no ha de llamar la atención de nadie.

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1
— 168 —

6. “ Todos se van colocando á medida que llegan


al comedor.
Si hay tarjetas en los cubiertos, busca cada uno
la suya, comenzando por los lugares menos honro­
sos. Cuando ya se ha hallado, exige la costesía que
se avise á los comensales que han de ser vecinos, si
son conocidos.
Si no hay tarjetas, nadie se acerca á la mesa sino
á medida que el señor ó la señora de la casa asignan
á cada uno su lugar.
Tanto en uno como en otro caso, es poco político
poner mal talante ante el puesto que nos ha tocado,
como si fuera poco digno, invitar á otro comensal á
pasar delante de nosotros, etc. Casi siempre no pa­
san de ser meros gestos. Por lo demás tales gestos,
aunque sean sinceros, están fuera de tiempo. Ponen
en no pequeño apuro al anfitrión y á sus convidados.
Es cosa bien complicada y difícil para el señor de la
casa la distribución de puestos para una comida; no
debemos con nuestra etiqueta echar á perder su
plan. A él y no á nosotros toca establecer el orden
de su mesa; dejemos la responsabilidad que es suya
en absoluto.
7. ° Señalados los lugares, nos quedaremos de
pie delante de nuestra silla, y no nos sentaremos ni
desplegaremos la servilleta sino cuando hayan dado
la señal el señor ó la señora de la casa, sentándose
y desplegándola ellos.
8. ° Aunque nos hallemos en una mesa muy con­
currida, si somos eclesiásticos, no dejaremos de de­
cir con voz clara el Benedicte al comenzar la comida,
y de dar gracias al fin. Por desgracia, la omisión de
esta práctica religiosa es tan general hoy en el mun­
do, sobre todo entre los hombres, que apenas si se
dan cuenta de ella; pero no sería así, si no la permi­
tiera el sacerdote que imita en esto á las gentes del
mundo. La educación y el buen tono están confor-

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— lóg —

mes aquí con el precepto religioso, y lejos de retraer


al eclesiástico de esta práctica, deben inducirlo á po­
nerla por obra con más fidelidad.
9. ° Será sin duda superfluo hablar de la grosera
descortesía del que, estando sentado á la mesa, se
atreviera á enjugar con la servilleta el plato, el vaso
el cuchillo ó el cubierto. Sería acusar de negligencia
y de falta de aseo á las personas que reciben, y dar­
les con poca oportunidad y en público una lección
que había de serles molesta.
10. ° Por lo mismo hemos de evitar con exquisito
cuidado todo lo que de cerca ó de lejos, directa ó in­
directamente, tuviera visos de crítica de la comida á
que nos han invitado. Por lo tanto, sise nos sirve al­
gún plato no bien aderezado y con mal gusto, lo co­
meremos sin manifestar repugnancia; lo cual no sólo
será acto de cortesía, sino excelente práctica de
mortificación, que compensará los actos de sensuali­
dad á que con frecuencia se expone el que asiste á
grandes banquetes. Si tememos que puede hacernos
daño, haremos señal al sirviente para que retire el
plato.
Puede ser que encontremos algo no muy confor­
me, por ejemplo, un pelo, una mosca, etc.; en tal
caso nos guardaremos bien de hacerlo notar: disimu­
laremos cuanto podamos la repugnancia, ó, sin lla­
mar la atención, devolveremos lo que nos han ser­
vido.
No murmuraremos de los vinos, ni diremos que
hemos bebido del mismo país y del mismo año y los
encontramos mejores, etc.
11. ° Sinoes culto permitirnos la crítica ya del
orden general, ya de los pormenores de una comida
áque se nos ha invitado, será ridículo hacer grandes
elogios; entusiasmarnos desde el principio ante la
disposición y abundancia de los alimentos y ante la
riqueza y elegancia de los cubiertos; ponderar cada

* UMIVB1?SIDa3, í5
'■a Nacional de España
— 170 —

plato que se nos sirve ó cada especie de vino que se


1
nos ofrece. Todo esto es muy vulgar.
Sin embargo, en una comida de pocos invitados,
podremos permitirnos algunos elogios, con tal que
sean delicados y á tiempo. Por ejemplo, nos ofrece
un plato exquisito la señora de la casa, y sabemos
que ha intervenido ella en la preparación de aquel
plato, será bien recibida una pequeña lisonja de nues­
tra parte. Del mismo modo obraremos, cuando un vi­
ticultor ofrezca á sus convidados vino de su cosecha
ó un catador sirva al fin de la comida una botella á
que da mucha importancia. Exige la cortesía que se
manifieste satisfacción y que se diga una palabra en
su elogio sin apartarse de la verdad.
12. ° Jamás nos serviremos á nosotros mismos, ni
indicaremos tampoco al que hace los honores déla
mesa lo que deseamos. Esperaremos que tome la
iniciativa; sólo á él toca ofrecer á los convidados al­
guna especialidad en tiempo oportuno. No hay que
extender esta regla al agua y al vino, ni tampoco á
los entremeses ni á los aderezos que toma á su gusto
cada uno. Cuando nos hayamos servido, pondremos
en su lugar lo que resta. No imitaremos, por tanto, la
poca delicadeza de los que cargan con todo, ponién­
dolo cerca de sí sin ceremonia ninguna, como el jarro
de agua, la botella, el salero, etc., no pensando en la
molestia que pueden causar á los demás convidados.
13. ° No se aviene con las reglas de la sobriedad,
ni se puede tampoco aceptar en un banquete todo lo
que se presenta; hay que escoger, y en esto observa-
1 emos las siguientes reglas:
Siempre tomaremos sopa, aunque no nos guste,
pues nadie la rehúsa nunca.
Comeremos de los primeros platos que se presen­
ten, á no ser que sean perjudiciales á la salud: no de­
bemos hacer creer que estamos en espera de los
bocados más delicados.

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— I7I —
Si nos ofrecen un plato algo extraordinario, que
se sirve por nosotros principalmente, ó en cuya pre­
paración ha intervenido la señora de la casa, ó con
el cual quiere complacernos nuestro anfitrión, será
poco cortés rehusarlo: lo aceptaremos, aunque no
sea más que por complacer. Hasta los santos más
mortificados aceptarían en un caso semejante.
Pongamos límite á nuestro apetito, y no nos ex­
pongamos á que nos tengan por glotones. No olvide­
mos que casi siempre hay entre los comensales hom­
bres que viven para observar á los demás. Más que
nadie será blanco de sus observaciones satíricas un
eclesiástico. Debemos ser sobrios y hasta muy so­
brios, y tanto más, cuanto que en tales casos, está
uno expuesto á excederse algo sin darse cuenta.
Y esta regla la tendremos muy presente en los vinos,
tanto de mesa, como de postre de que tanto gasto se
hace hoy. No permitamos que nos ponga el sirviente
siempre que da la vuelta. Aceptaremos dos veces en
el curso de la comida, tomando en los postres un poco
de Málaga ó Jerez, y ya es suficiente. No olvidemos
que para esta clase de vinos, no se presenta la copa
grande, sino una de las copitas que completan el cu­
bierto de cada comensal, si la hay. Si no la hay, la
copa grande sirve para toda clase de vinos. También
seremos cautos con los postres de que se llenan las
mesas: no tomaremos de todos, porque se nos apli­
caría fácilmente la malicia de Boileau:
Todos los postres cata el golosillo.
Empanada ó bombón, crema ó pastel;
El primer mazapán se hizo para él;
Para él se hizo en Ruán el limoncillo.

14.° Acéptese ó no lo que se presenta, debemos


manifestar siempre la mayor cortesía.
Si aceptamos, no diremos simplemente. Si; ni

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— 172
1
aun: Sí, señor, ni: Si, gracias; ni: Con mucho gusto,
como si se nos dispensase un favor; ni: Como usted
quiera. Mucho menos nos contentaremos con un
simple movimiento de cabeza, á no ser que estemos
muy distantes y temamos que no se nos oiga. Dire­
mos, pues: Muchas gracias, señor', tomaré un poco,
ó también: Muchas gracias, con mucho gusto; ó
también: Si usted lo tiene á bien, tomaré un poco.
Si no aceptamos, no diremos: No; ni: No, gracias,
ni: No quiero, etc. Diremos: No, no me es posible;
muchas gracias, ó también: Doy á usted las gra­
cias, pero no tomaré. Nos guardaremos mucho de
añadir á nuestra negativa una razón como ésta: Me
hace mal; ó: No me gusta.
Cuando rehusamos, no debemos acompañar la ne­
gativa con melindres ó con énfasis, dando á conocer
con nuestros gestos, cuando se nos ofrece un plato
delicado, que nos hallamos muy por encima de las
debilidades de los que se mueren por tales deleites,
y que creeríamos que nos dejamos arrastrar de la
sensualidad, aceptando, Rehusaremos sencillamente
con grave dignidad.
Podrá suceder que nos pregunte el dueño de la
casa cuál de dos platos tiene nuestra preferencia;
por ejemplo la crema con vainilla ó con chocolate.
Si no nos place ni la una ni la otra, contestaremos
como hemos dicho arriba. Si aceptamos, no diremos:
Como usted quiera, ó: Me es igual. Hemos de decir:
Si d usted le parece, tomaré un poco de crema de
chocolate.
Cuando no hemos aceptado un plato, puede ser
que se nos pregunte qué otra cosa nos agrada. Si
queremos un plato que está para servirse, podremos
pedirlo, diciendo: tomaré fricandó (por ejemplo)
cuando lo sirvan; pero esperaré entre tanto. Se nos
instará para que lo tomemos en el acto, y accedere­
mos. Pero si nos agrada un plato de los que no se

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— '73 —

sirven entonces, como asado ó una crema, y estamos


al principio, daremos las gracias sencillamente.
15°. Si presenta los platos un sirviente que va re­
corriendo la mesa, tomaremos ó rehusaremos los
platos sin ningún cumplimiento. Si lo aceptamos, to­
maremos algo del plato, sin decir más; y para rehu­
sarle, nos bastará un ademán acompañado á lo más
de la palabra gracias.
16. ° Cuando el que hace los honores de la mesa
nos ofrece un plato que aceptamos, nos guardare­
mos bien de ofrecer el mismo plato al vecino, pues
no toca á los convidados reglamentar el orden del
servicio, como no les toca tampoco determinar los
lugares de la mesa. Así como hemos ocupado el lu­
gar que se nos ha señalado, de la misma manera
aceptaremos los honores que se nos hagan, y dejare­
mos que se nos sirva. De otro modo podría resultar
gran desorden en el servicio. Supongamos que la
persona más respetable y que ha sido servida la pri­
mera pasa el plato á su vecino; éste al suyo, y así
sucesivamente: resultará servido el primero el me­
nos digno. Los indiscretos que tuvieran la culpa de­
bieran llevar la penitencia en su pecado, y ya que
creen ó fingen creer que no merecen el plato que se
les sirve, no se les debe ofrecer más.
17. ° Si tenemos confianza y vemos que están
ocupados los dueños de la casa, podremos pedirles
permiso para servir ó para dividir una fuente que
tenemos delante; y con mayor razón lo haremos,
si nos lo suplican; pero si no nos creemos capaces de
hacerlo con expedición, no tomaremos parte, supli­
cando que nos dispensen. Ante todo hay que evitar
quedar en ridículo. Si se trata de trinchar, por ejem­
plo, un pollo, una vez terminada la operación, entre­
garemos la fuente al que preside para que haga él
los honores.
No nos encargaremos de arreglar la ensalada, si

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— 174 —

no tenemos la seguridad de condimentarla, á lo me­


nos regularmente: muy pocos saben arreglar bien la
ensalada (1). Después de poner la cantidad suficiente
de sal, aceite y vinagre (y en algunas provincias pi­
mienta) á que se puede añadir otros ingredientes, se
mezcla bien todo, y se gusta antes de entregarla ála
crítica, para ver si es necesario añadir algo más.
18. ° Cuando se necesita algo, no hay que levan­
tarse ni salir de la mesa, ni alargarse sobre la mis­
ma, para tomarlo, ni pedirlo á ningún comensal; se
pedirá á algún sirviente.
19. ° Cuando llamemos al sirviente, no diremos:
¡Mozo! ni ¡Muchacha! como se hace en las tabernas
y mesas redondas.
Si los conocemos, los llamaremos por su nombre,
y si no, les haremos una señal: podemos, por ejem­
plo, mostrarles el cuchillo para indicar que necesita­
mos pan. Enseñar la jarra ó botella vacías no es de
buen tono.
Si no podemos dar á entender por signos lo que
queremos, los llamaremos con un ademán.
En las fórmulas, tanto para pedir algo, como para
dar las gracias, no seremos descorteses, pero tam­
poco respetuosos. Sería demasía decir á un sirviente
por ejemplo: ¿Tendría usted la bondad de traerme
pan? Tengo el honor de dar á usted las gracias.
Hay que decir: ¿Quiere usted darme pan? Necesito
pan, etc. Y cuando nos haya dado lo que necesitá­
bamos, diremos simplemente: Gracias. Tampoco di­
remos esta palabra á cada instante; pues general­
mente se aceptan todos los servicios de los domésticos
durante la mesa sin decirles nada. No se les da las

(l) En Inglaterra es muy estimada esta habilidad. Se cuenta


de un gentil hombre francés, muy tronado, que vivió desterrado
en aquel país, y que recobró su fortuna aderezando las ensaladas,
para lo cual era muy buscado y muy bien pagado.

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— «75 —

gracias, ni cuando sirven agua ni vino, ni cuando


presentan un plato que se acepta, ni cuando cambian
el plato. En este último caso no haremos cumpli­
miento alguno, alegando que puede servirnos el mis­
mo plato, pues sería de muy mal gusto.
Cuando se habla á los sirvientes, no se les da el
título de señor.
20.° Es muy feo ponerse cosa alguna en el bol­
sillo, cuando se asiste á una comida á que se ha sido
invitado: jamás lo permite un hombre bien educado.
21°. Diremos algo sobre los brindis 6 saludos.
Toca al dueño de casa saludar, si lo cree conve­
niente. Si no lo hace, ó cuando ya lo ha hecho, po­
dremos ofrecer uno á nuestra vez principalmente á
él ó á los suyos. Sin embargo, para permitirnos esto
en una mesa extraña, es necesario: l.° Gozar de al­
guna consideración, y ocupar en la mesa uno de los
principales asientos. 2.° Estar seguros de que nues­
tro brindis no ha de herir á nadie, y de que ha de ser
escuchado con simpatía. 3.° Estar en estado de expe­
dirnos con acierto.
Por lo demás, es muy sencillo el ceremonial. Nos
levantaremos, y tomando con la derecha la copa que
ha de tener un poco de vino, pronunciaremos algu­
nas palabras bien sentidas, con las cuales haremos
saber á la persona á quien nos dirigimos nuestro
verdadero objeto. En señal de adhesión, ponen tam­
bién los comensales un poco de vino en las copas que
levantan con la derecha. No se acostumbra trincar,
si no es en familia (1). Para saludar, es necesario be­
ber todo el vino que hay en la copa.
22.° Si no hay motivos muy graves, no nos retira­
remos antes de acabar la comida, ni daremos la se-

(i) En España no existe esta costumbre ni aun en familia; pe-


ro sí existe en América donde tanto se acomodan á las costumbres
francesas. (N. del T.)

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— 176 —
ñal de salir, cuando han terminado todos. Tal señal
la da exclusivamente el Señor ó la Señora de la casa.
Cuando nos levantemos, recogeremos la servilleta
sin plegarla y la pondremos, no sobre la silla, sino
en la mesa, cerca de nuestro cubierto. En una co­
mida íntima, cuando somos amistad de la casa, se
nos podrá invitar á plegar la servilleta; es amistoso
modo de decirnos que está siempre puesto nuestro
cubierto, y que daremos mucho gusto, si de cuando
en cuando les acompañamos á comer. En tales casos,
y aunque no se nos invite á plegar la servilleta, no
dejaremos de plegarla; es una delicadeza que á nada
nos obliga. Hecho esto, nos levantaremos. Al reti­
rarnos de la mesa, dejaremos siempre la silla en su
lugar.
23. ° Levantados de la mesa, volveremos al salón
de la misma manera y con el mismo orden con que
llegamos al comedor. Conviene permanecer próxi­
mamente una hora con las personas en cuya casa
hemos comido. Sin embargo, los sacerdotes, cuyos
momentos son preciosos, poniendo por medio sus
ocupaciones, pueden dispensarse de esta regla. Pero
¡cuidadol no sea que conocido su modo de vivir, se
tenga tal excusa como una broma, siendo acogida
con sonrisas muy significativas.
24. ° Ya hemos dicho que la invitación á comer
exige una visita en los ocho días siguientes, aunque
no se haya aceptado; y con mayor motivo, si se ha
asistido.

III. — Reglas que han de observarse cuando invita­


mos nosotros mismos á una comida.

137. Estas reglas se refieren primero á la invita­


ción.
1.^ Raras veces invita á comer un Eclesiástico.

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— 177

Generalmente no se lo permite su posición; y aunque


sea rico, no le falta cómo emplear el dinero. Sin em­
bargo, de cuando en cuando puede invitar á su mesa
á las autoridades y personajes más importantes de
la población, y con mayor frecuencia podrá y deberá
convidar á sus colegas.
2.^ Cuando le obligue la cortesía á tales invita­
ciones, debe, ante todo, determinar bien el número y
la calidad de los invitados. El número, porque debe
guardar proporción con el lugar de que puede dispo­
ner, para que no se quejen los invitados si están
demasiado apretados, como tan bien lo pinta Boileau
en su Sátira III;
El uno sobre el otro amontonado
Vuelve á la izquierda, y come de costado.

La calidad, para que no haya en su mesa sino


personas de la misma clase y que no se molesten de
hallarse en la misma compañía. Es cierto que un
Cura Párroco puede invitar á su casa á todos sus feli­
greses en circunstancias muy solemnes, especial­
mente cuando están muy divididos y quiere reconci­
liarlos entre sí, pero la prudencia fué siempre muy
amiga del celo y de la caridad.
Si es indiscreto invitar al mismo tiempo á perso­
nas que no pueden estar juntas, hay también que te­
ner gran cuidado en no omitir en la invitación á aque­
llos cuya exclusión podría ser tan molesta para los
mismos como para los invitados. Hay personas que
jamás se separan en las invitaciones á no ser que
haya motivos muy especiales. Para no faltar en esto,
hay que tener tacto, circunspección y delicadeza.
3.® La invitación no ha de hacerse ni más de ocho
ni menos de cuatro días antes. Hecha antes, podrá ser
olvidada, y haciéndola más tarde del día indicado, po­
dríamos exponernos á dar pasos en balde,no podiendo
12 . »

G/.

* ÜMVSRS;
cqfWMona/ de España
t. -
- 178 -

los invitados acceder á nuestros deseos por tener com­


promisos anteriores. En rigor, y alegando alguna
excusa, puede limitarse al día anterior; pero nunca
ha de invitarse el mismo día, á no haber un motivo
especiallsimo.
4.^ Cuando queramos invitar á comer, es mejor
hacerlo exprofeso que aprovechar la ocasión, por
ejemplo, de encontrar á una persona, ó de una visita
que la misma nos hace, para tener con ella esta cor­
tesía. En este caso sería no pequeña falta de delica­
deza, si se invitase el mismo día ó la víspera, pues
parecería que no se había pensado antes en tal per­
sona.
5. ® La manera más amistosa y cordial de invitar
á comer, es dirigirse á la casa del que ha de ser invi­
tado, y hacerle la invitación de palabra. La fórmula
puede ser una de las que siguen: ¿Serla á usted po­
sible acompañarnos á comer tal dia? ó: ¿Nos hon­
rará usted tal día comiendo con nosotros? Cuando
es un amigo: Esperamos que será usted amable y
nos acompañará á comer tal dia. Dénos usted el
gusto de tenerlo á comer con nosotros tal dia.
Cuando la causa de la invitación sea la presencia de
un personaje eminente ó de un amigo de la persona
á quien se invita, se dará á conocer su nombre. Se
podrá decir: Hágame usted el obsequio de acompa­
ñar á comer tal dia á don fulano de tal.
6. ^ Cuando invitemos especialmente, no diremos
que será comida de confianza y sin cumplimiento (1).
1.^ Si no está sola la persona que queremos invi­
tar, esperaremos á que hayan salido las visitas, ó
(l) Un superior recibió una invitación en esta forma, y res­
pondió maliciosamente: Caballero, cuando me invitan, no me dis-
gusta que haya algo de ceremonia.
Conocida es la palabra del genial autor de la Gastronomía,
Recordad en el curso de la vida
Que es traición sin cumplido la comida.

Biblioteca Nacional de España


— 179 -

retirándonos, haremos por carta lo que no hemos


podido hacer de palabra.
8.® Las invitaciones á comer, especialmente cuan­
do son oficiales y tienen carácter de solemnidad, se
hacen frecuentemente por tarjeta. La forma más
cortés es la siguiente: N. N. saluda atentamente al
señor N. N. suplicándole se sirva honrarle acompa­
ñándole á comer tal día, á tal hora. O también:
N. N. tiene el honor de saludar al señor don N. N.,
stiplicándole, etc., etc.
En circunstancias menos solemnes, por ejemplo,
cuando un Eclesiástico invita á su mesa á algún co­
lega, vale más escribir en forma de carta. En tal
caso se podría decir: ¿Tendría usted la amabilidad
de venir á comer conmigo? Jamás se omitirá la
firma y la fecha.
Puede también añadirse en la parte inferior de la
carta: C. U. S. G. (Conteste usted, si gusta)^\o qae
se hará siempre si nos conviene saber con anticipa­
ción el número exacto de invitados.
El billete de invitación puede enviarse por correo
ó por un propio.

138. El cubierto debe ser el primer objeto de la


solicitud del dueño de la casa, teniendo presente de
una manera especial los siguientes puntos:
l.° Sobre la mesa ha de haber un mantel que la
cubra por completo, cayendo por todos los lados. En
otro tiempo se ponía también una gran servilleta,
que cubría solamente el centro de la mesa, y sobre
ella se colocaban las fuentes, quitándola á los pos­
tres. Aun hay quien la pone hoy, costumbre que no
vituperamos (1).

(•) Hoy está muy de moda la servilleta de que se habla y se


llama camino de mesa; se acostumbra tenerlo muy adornado con
dibujos y bordados. (N. del T.)

Biblioteca Nacional de España


1
— l8o —

2. ° Si es en la noche la comida, debe estar muy


iluminada la mesa, debiendo haber poco más ó me­
nos una luz por cada cuatro comensales.
3. ° En los grandes banquetes es hoy costumbre
colocar en medio de la mesa, y á veces en los ángulos,
canastitos de flores, ya naturales, ya artificiales. No
nos parece obligatorio semejante lujo; además esta­
ría fuera de su lugar en la mesa de un simple Sacer­
dote, fuera de algunos casos muy extraordinarios.
4. ° Han de estar extremadamente limpios los va­
sos, los platos, en una palabra, cuanto ha de presen­
tarse en la mesa y servir para los convidados. No
han de estar como aquellos vasos en que,
Del lacayo los dedos han quedado
En la mugre del vaso, sefial cierta
De que el vaso no fué bien estregado.

Se tendrá también cuidado de que la vajilla no


esté descantillada.
5.° El cubierto se compone de los objetos si­
guientes;
Un solo plato plano, á veces se sobrepone un pla­
to hondo; pero es mejor que los platos hondos estén
apilados ante el dueño de la casa, si ha de servir él la
sopa, ó sobre una mesa auxiliar, cuando preste este
servicio un doméstico.
Una servilleta plegada, no como en el armario,
sino con más elegancia, poniendo sobre ella un pe­
dazo de pan, ó más bien un panecillo.
Un cuchillo á la derecha (1), y á la izquierda el te­
nedor y la cuchara sobrepuesta de modo que cubra
el tenedor. Hace algún tiempo que se va introdu­
ciendo la costumbre de poner el tenedor á la iz-

(i) En España se colocan la cuchara y el cuchillo á la derecha


y el tenedor á la izquierda del plato. (N. del T.)

Biblioteca Nacionai de España


— i8i —

quierda y la cuchara á la derecha, cerca del tenedor.


Una ó más copas, que se ponen delante del plato
un poco á la derecha; deben ser colocadas con sime­
tría y gracia, y no han de estar vueltas.
6.° Las botellas y jarras se colocan al rededor
de la mesa de modo que cada convidado pueda ser­
virse por sí mismo.
En las mesas bien dispuestas hay una botella y
una jarra para cada dos convidados.
Hoy en los grandes banquetes se sirve el vino y el
agua en botellones de cristal blanco, y estos botello­
nes se tapan con tapón de cristal. Si se conserva el
uso de las botellas, deberán tener un tapón de cor­
cho movible, esto es, que lo puedan quitar los convi­
dados sin emplear el sacacorchos.
l.° Será bueno que en el comedor se coloquen
varias mesas, en una de las cuales han de estar los
platos limpios, y en la otra se colocarán los platos
usados para retirarlos. De esta manera será más
activo el servicio. (1)

(i) El mobiliario de un Sacerdote tal cual lo hemos descrito en


la primera parte, no le permite presentar en la mesa gran lujo de
vajilla. Basta con que esté todo bien limpio y que sea decente
aunque pobre. Ha de obrar de modo que no se quejen los convi­
dados de los pocos miramientos que han tenido con ellos.
Cediendo á las instancias de un sacerdote joven que había ob­
tenido una Parroquia, el superior de un Seminario, que lo había
tenido bajo su direción, fué á visitarle durante las vacaciones. El
nuevo Cura manifestóse muy complacido de la llegada de su an­
tiguo Superior que le dispensaba honor tan especial. Hízole reco­
rrer toda la Casa parroquial, le mostró todo su mobiliario, le abrió
hasta el aparador, haciéndole admirar una docena de hermosos
cubiertos de plata, que constituían su más rico adorno. Servida la
comida, se sentaron á la mesa. El Superior esperaba naturalmen­
te que saliesen los hermosos cubiertos; pero no En lugar de plata
no salló más que hierro, y el honorable convidado se consoló pen­
sando que según veía, su antiguo alumno guardaba sus riquezas
para mejor ocasión.

Biblioteca Nacional de España


— i82 —

139. La mesa de un Eclesiástico debe ser gene­


ralmente frugal, y sólo en casos especialísimos pue­
de salirse de esta regla; de todos modos convie­
ne que nunca llegue á lo que se permiten las gentes
del mundo.
Pero ya sea sencilla, ya sea más suntuosa la co­
mida, ha de estar dispuesta con cierto orden.
1." Los plates que forman una comida se reducen
á tres clases; designándolos con el nombre de l.°,2°
y 3.° servicio.
El primer servicio comprende: la sopa, el hervido
y el principio. Con esta palabra entendemos las dife­
rentes clases de carnes distintas de la vaca cocida ó
asada, con que comienza la comida. Tales son: la
cabeza de ternera, el fricandó, los adobados, las cos­
tillas, los cochifritos, los fiambres, las lenguas, los
pasteles, vol-au-vent,
Comprende el segundo servicio: los asados, ensa­
ladas y verduras. Añádense algunas fuentes confita­
das, como cremas, gelatinas, helados, etc., que se
designan con el nombre genérico de intermedios.
Constituyen el tercer servicio los postres cuyos
principales elementos son los quesos, frutas y cosas
de repostería.
Hay que añadir á los dos primeros servicios los
entremeses ya calientes, como los pastelitos; ya fríos
como las anchoas, el atún en escabeche, las ostras,
los rábanos, la manteca, etc. (1)
(i) La Vizcondesa de Bestard de la Torre señala los tres ser­
vicios siguientes: i" Servicio; Sopa; cuatro principios distintos;
aunque pueden bastar dos, uno ó dos de pescado; cuatro entre­
meses fríos, por ej. salchichón, aceitunas, mantequilla y pepinillos.
2.® Servicio: Asado que debe presentarse entero, y trincharlo el
dueño de la casa en la misma mesa ó en mueble f. propósito; entre­
meses variados: ensalada de lechuga, escarola, etc. ger Servicio;
Una tarta, pastel ó roscón; frutas del tiempo; frutas secas; paste­
lillos y galletas; carne de membrillo y queso que se quitará de la
mesa después de servirse.

Biblioteca Nacional de España


- 183 -

2.° Hay tres sistemas igualmente admisibles con


relación á la disposición de estos tres servicios.
Consiste el primero en hacerlos aparecer suce­
sivamente, de modo que al mismo tiempo nunca
haya más de uno en la mesa. Después de quitar
el hervido y los principios, se presentan los asados y
demás platos que los acompañan. Llegado el mo­
mento, desaparecen á su vez, y se sirven los postres.
Este es sistema más antiguo, más natural y más
magnífico; pero para emplearlo, hay que tener mu­
chos platos para que se presente bien provista la
mesa en cada servicio.
Consiste el segundo sistema en servir desde el
principio de la comida todos los platos, y aun los pos­
tres. Con este procedimiento puede aparecer suntuo­
sa una comida bastante mediana. Quizá por lo mismo
prevalece hoy, pues todo el mundo quiere aparecer
con lujo. Ofrece también la ventaja de permitir á los
convidados que se den cuenta desde el principio de
toda la lista de la comida á que están invitados.
Adoptado, es necesario tener estufillas para que no
se enfríen los platos que no se han de servir al prin­
cipio. Si no hay estufilla, y á pesar de todo hay em­
peño en emplear este sistema, hay que cuidar de que
se lleven las verduras en el momento de servirlas,
pues estos platos se enfrían con facilidad, y hay que
comerlos calientes.
El último sistema, introducido no hace mucho
tiempo y empleado solamente en las comidas, de
aparato, consiste en presentar en la mesa sólo los
postres. Una lista colocada delante de cada convida­
do le da á conocer el número y calidad de los platos
que se han de servir á todos.
3.° Cualquiera que sea el sistema adoptado, hay
que observar lo siguiente; l.“ La sopa se retira
apenas está servida; se la reemplaza por una fuente
destinada á esto, y que, por lo mismo, se llama plato

Biblioteca Nacional de España


— 184 —

de segunda mesa. Forma parte del primer servicio


2.° Los entremeses quedan en la mesa durante los
dos primeros servicios. — 3.“ Terminado el segundo
servicio, no debe quedar en la mesa más que el pos­
tre. Hay que hacer desaparecer entonces los sale­
ros, los talleres (vinagreras), las cucharas, los tene­
dores destinados al servicio, los cuchillos de trin­
char, las estufillas, las ruedas en que se colocaban
las fuentes y la cubierta del mantel, si se conserva
el uso. — 4.° Deben colocarse las fuentes con sime­
tría, de modo que presente la mesa golpe de vista
agradable. Consiste la simetría de las fuentes en
que formen una figura regular, y en que se pongan
unas enfrente de otras las que tengan analogía,
conservando esta simetría durante la comida, en
cuanto se pueda.

140. Algo sobre las bebidas, que comprende: l.°


los vinos; 2.° el café, el té y los licores.
1. Los vinos son de tres clases: vino común, vino
de intermedios y vino de postre.
Del primero se hace uso todo el tiempo de la co­
mida. No hay necesidad de que sea generoso, pero
tampoco debe ser despreciable.
Los vinos de intermedios se ofrecen á los convi­
dados entre los servicios: son vinos finos que deben
ser secos y de poca fuerza. En la mesa de un Sacer­
dote no deben aparecer sino en 'circunstancias muy
solemnes.
Los vinos de postre se sirven al fin de la comida,
primero los espumosos, después los generosos. En
comida ordinaria pueden suplirse con los vinos de
intermedio, especialmente en la mesa de un Sacer­
dote.
2. El café, cofisiderado en otro tiempo como obje­
to de lujo, se sirve hoy en todas las mesas en que
hay convidados. Ha de ser de la mejor clase y nada

Biblioteca Nacional de España


- i85 -

ha de dejar que desear la preparación, lo mismo


en cuanto á tostarlo, que en cuanto á molerlo y hacer­
lo. Se ha de servir bien caliente. Hay provincias en
que se sirve también leche.
El azúcar ha de ser blanco, servido en un azuca­
rero; no siendo obligatorias las tenacillas en la mesa
de un Sacerdote.
Se acostumbra hoy en todas partes ofrecer des­
pués del café algunos licores, que generalmente se
sirven en copitas destinadas á este objeto.
Entre las gentes del mundo, algunas horas des­
pués de la comida se sirve té: es un lujo de que pue­
de dispensarse el Sacerdote (1).

141. Digamos algo sobre los deberes del dueño


de la casa para con sus convidados, poniendo en pri­
mer lugar los que se refieren á la recepción y colo­
cación de los mismos.
1. ” Primero hay que dar órdenes á los sirvientes
encargando á cada uno lo que debe hacer, para que,
cuando lleguen los invitados, cada uno esté en su lu­
gar para servirles.
2. ® Debe hallarse en casa pronto á recibir á los
huéspedes media hora antes del tiempo señalado
para la comida. Ha de haber preparada una sala de
recibo, diferente del comedor, procurando que en in­
vierno esté caliente.
3. ® Si llega demasiado pronto algún imprudente,
no hay que sentirse molestado con su presencia, sino
portarse como si no se hubiera notado la indiscre­
ción que comete.
4.® El primer cuidado del dueño de la casa ha de

(l) Nada dice el autor del tabaco. En España es tan común


el tabaco que no hay ninguna mesa en que juntamente con el ca­
fé no se sirvan puros. Un sacerdote no debe presentarlos de mucho
precio; pero tampoco ha de ser tacaño. (N. del T.)

Biblioteca Nacional de España


— i86 —

ser recibir á todos de la manera más atenta posible:


su amabilidad suplirá con ventaja cuanto pudiera
parecer incompleto en su servicio (1). Ha de apare­
cer con semblante ingenuo, disimulando con cuida­
do las dificultades y preocupaciones que puedan do­
minarle, no presentándose ni inquieto ni distraído,
y teniendo cuidado de conservarse tan jovial y tan
satisfecho, como si no tuviera pena de ningún gé­
nero.
5. ° La exactitud en la presentación de la comida
es de rigor, debiéndose tomar todas las precaucio­
nes para que esté todo á tiempo. Hay casas en que,
como se dice, no se come nunca-, hay que esperar ho­
ras enteras para que sirvan la comida. Nada más
molesto para los invitados, muchos délos cuales pue­
den tener necesidad de comer á la hora. El atento
observador podría notar la dificultad en que se ha­
llan muchos, en las pausas prolongadas en la con­
versación, en el aire de disgusto y de distracción de
los invitados, en las miradas furtivas que de tiempo
en tiempo dirigen á la puerta del salón para ver si
llega el momento de abrirla, etc., etc. Si se atrasa
algún convidado, podrá esperársele un cuarto de
hora, pero no más, á no ser que sea un gran perso­
naje, y no haya entre los invitados quien le sea supe­
rior: si le hay, habrá que atemperarse á lo que diga
éste.
6. “ Llegada la hora y anunciada la comida, se
levanta el dueño de la casa é invita á los convidados
á pasar al comedor. Hace que salga primero la per­
sona más distinguida, saliendo él detrás, y á su lado,
si es bastante ancha la puerta; si tiene dos hojas, las
dos deben estar abiertas.
7.° Ya entrados, indica á cada uno el lugar que

(l) La amenidad y buena acogida, son un billete de invitación


que circula todo el año. (Joubert Penséis, VIII. 31.)

Biblioteca Nacional de Espáña


- i87 -

debe ocupar en la mesa, comenzando por las perso­


nas más respetables, y haciendo todo lo posible para
no herir la susceptibilidad de nadie, evitando las sin­
razones. Para esto ha debido concertar antes su
plan, disponiéndolo todo de modo que quede satisfe­
cho todo el mundo.
Se colocará en medio de la mesa al lado del que,
según la distribución hecha, es la persona más respe­
table. En principio general, jamás debe ceder tal lu­
gar: sin embargo, debería hacerlo, si recibiera un
convidado que hubiera sido su Superior jerárquico.
Un Obispo, tanto en casa del Cura Párroco, como en
el Seminario, etc., debe ocupar el lugar del dueño
de la casa.
Este lugar es el punto de partida para fijar los
demás asientos, tanto si lo ocupa el dueño de la casa,
como si ha debido cederlo á otro.
, Después viene el que se encuentra enfrente.
l.° Cuando el dueño de la casa ha cedido su lugar á
un Superior, debe ocuparlo él para hallarse en el cen­
tro del servicio, y poder atender á todo. Esta regla
no tiene excepción. 2.° Cuando queda en su lugar el
dueño de la casa, y tiene un alter ego al cual desea
confiar el cuidado del servicio, no siendo demasiado
inferior en dignidad á los otros invitados, puede co­
locarle en este lugar. 3.° En cualquier otro caso, el
dueño de la casa hará colocar frente á sí, en el se­
gundo centro de la mesa, al personaje más respeta­
ble de los asistentes.
Cualquiera que sea la persona colocada frente ^1
dueño de la casa, su lugar conserva siempre la pree­
minencia. El orden de los demás lugares será en el
orden siguiente: l.° y 2.° á la derecha é izquierda del
dueño de la casa ó del que ocupa su lugar; 3.° y 4.° á
la derecha é izquierda del lugar de enfrente; 5.° y 6.°
á la derecha é izquierda del dueño de la casa en se­
gunda fila. Y así sucesivamente.

Biblioteca Nacional de España


— i88 —

8. ° La colocación puede hacerse de palabra y en


el momento en que va á principiar la comida. Sin em­
bargo, cuando son muy numerosos los comensales,
conviene hacerla antes por medio de billetes ó tarje­
tas. De este modo no nos exponemos á distracciones
y olvidos. Estos billetes deben expresar claramente
el nombre y el título de las personas, y se colocan
sobre la servilleta.
Cuando hace uso de esta forma de colocación el
dueño de la casa, se contenta con llamar por su nom­
bre á las personas que están más próximas á él: los
demás buscan por sí mismos el lugar.
9. ° Colocados todos, se sienta y despliega la ser­
villeta el dueño de la casa; es la señal de comenzar
la comida.

142. Puesto en la mesa el dueño de la casa, debe


pensar poco en sí, y mucho en los demás; sin embar­
go, tratará de hacerlo sin encogimiento, con entera
libertad, jovial y satisfecho, manifestando en el sem­
blante y en todas sus maneras el placer que siente
de verse rodeado de sus amigos.
Si se produce algún desorden en el servicio, si no
se ejecutan sus órdenes; si comete alguna torpeza
algún sirviente, no debe alterarse, ni reprender, es­
forzándose por atenuar el mal, disimulándolo.
Hay dos modos de hacer los honores de una co­
mida.
Según el primero, que es más propio de los gran­
des banquetes, los sirvientes toman sucesivamente
las fuentes, hacen plato en los trinchadores ó en el
aparador, y lo sirven á los comensales. Es lo más
sencillo, quedando así muy reducida la tarea del
dueño de la casa; pero se necesitan para esto sirvien­
tes muy acostumbrados al servicio, y de esta mane­
ra manifiesta menos cordialidad en la mesa el dueño
de la casa.

Biblioteca Nacional de España


f
— 189 —
En las comidas ordinarias, sobre todo en las que
se dan en las casas parroquiales, el dueño de la casa
hace por sí mismo los honores de la mesa, y para
expedirse con acierto debe tener presente lo que
sigue:
1. ® Si hay ostras, comienza por ellas la comida.
Las hace circular un sirviente, ó mejor se colocan
en un plato á la izquierda del convidado.
2. ° El dueño de la casa tiene cerca de sí un rime­
ro de platos hondos para la sopa. En cada plato pon­
drá muy poca cantidad. Y antes de servir tendrá
cuidado de no deshacer el pan en la sopera. Ofrece
el primer plato al que está enfrente, si es el convi­
dado más digno; después á los de sus lados, entre­
gando los otros platos á los sirvientes que los van
pasando á los comensales. Sigue el mismo orden en
las otras fuentes, cuidando, cuanto le es posible, de
no encargar á un comensal honorable la entrega de
un plato, al que le sea inferior.
3. ® Se hace llevar sucesivamente las fuentes y
hace plato ofreciéndolo á cada uno, ó haciendo que
se lo pase el sirviente, siguiendo para esto el orden
de servicios. Los pastelillos se sirven después de la
sopa lo mismo que los camarones; siguen después la
carne, los principios, los asados, la ensalada, las ver­
duras y los postres de leche. El orden de los postres
es como sigue: las tartas, los quesos, las frutas, las
frutas cocidas, los dulces y confites. Los postres no
se ofrecen, se los hace pasar.
4. ® El trinchado de las carnes es punto importan­
tísimo en el servicio de la mesa. Si se halla en esta­
do de expedirse bien el dueño de la casa, á él le toca.
Si no, suplica á uno de los comensales que se sirva
hacerlo, eligiendo una persona con aptitudes, y con
la cual le liguen relaciones tan íntimas, que no haya
inconveniente en que le pida este favor. Jamás se di­

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1
— 190 —

rigirá á un convidado distinguido, á no ser que él


mismo se ofrezca (1).
5.° Trinchada una fuente, puede ofrecerse á cada
uno haciéndola pasar, ya de mano en mano, ya por un
sirviente, dependiendo de la naturaleza de las fuen­
tes y del número de convidados. En comidas muy
concurridas es imposible que pueda servir á todos
el dueño de la casa, y en tal caso ofrece un bocado
delicado á la persona á quien quiere honrar, ha­
ciendo pasar después la fuente; siendo más cortés
presentar las fuentes por un sirviente que hacerlas
pasar de mano en mano. A poco que la comida salga
de los términos familiares, se debe seguir siempre
este método.
6° Los platos que requieren cuchara se hacen
pasar por un sirviente; pueden colocarse antes las
cucharas cerca de cada convidado; pero es más con­
veniente y cómodo ponerla en el plato que se sirve á
cada uno.
7. ° En el servicio no se ha de mostrar tacañería
de ninguna clase. Por eso debe servirse de todas las
fuentes, y al trinchar y servir, no se deben economi­
zar algunas para poder presentarlas de nuevo.
8. ° Hay que ser finos en la manera de ofrecer
los platos, no empleando sino fórmulas corteses, sa­
zonándolas según la calidad de las personas (2).

(1) 1‘n la Guide-Manuel de la bonne compagnie, por M. Bol­


lard, pueden verse reglas bastante detalladas respecto de la disec-
ción de las carnes.
(2) El rasgo siguiente servirá de ejemplo práctico de lo que á
este propósito debe hacer el dueño de la casa «En tiempo de la
restauración, no siendo más que agregado á la Embajada, el Prín­
cipe Gortschakoffs fuá eficazmente recomendado al Príncipe de
Talleyrand. Reconociendo éste en el joven diplomático grandes
dotes, tuvo el gusto de educarlo oficialmente, si vale ésta palabra,
y le enseñó especialmente el gran arte de los diferentes matices
en las relaciones del mundo, ciencia que enseña á considerar á
cada uno según lo merece. — Estos matices, le decía, conviene

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— I9t —
No debemos instar mucho á los convidados para
obligarles á aceptar lo que les ofrecemos; sobre todo
no elogiemos los platos para moverlos más eficaz­
mente; sería una extravagancia inconcebible de
nuestra parte. Basta con ofrecer, y si no aceptan, no
se dice más.
9. ° No hemos de llevar el servicio de manera
que no tengan tiempo para comer nuestros huéspe­
des; y si no han concluido todos, no hagamos quitar
un servicio y poner otro. Pero tampoco hemos de ir
tan despacio, que haya entreactos interminables,
como sucede en los dramas.
Al hacer plato, no debemos cargarlos demasiado,
molestando á los invitados.
10. ® Si tenemos vinos de entremés y de postre,
podremos servirlos por nosotros mismos; aunque hoy
es más común que los sirva un doméstico, circulan­
do en la mesa. Le instruiremos lo suficiente, para
que al designar los vinos, no cometa una ridiculez.
Debe nombrar la cosecha á que pertenece el vino.
Hemos oído á un sirviente que, al mostrar el vino á
los convidados, les decía: Vino de intermedio, come'
tiendo gran torpeza.
distinguirlos hasta en los actos más indiferentes, pues en materia
de etiqueta nada hay que no deba estimarse. — |Ahl príncipe, res­
pondió el joven agregado, me ha dado usted á comer esta tarde la
lección de la vaca, que jamás olvidaré; sus ejemplos valen mas que
todos los consejos.— Sonrió Talleyrand con aire de satisfacción.—
Bien le dijo, ya veo que sabes observar. — Pero ¿cuál es la lección
de la vaca? Talleyrand tenía á comer una docena de personas, y
retirada la sopa, ofreció el hervido á todos los convidados. — Se-
fior Duque, decía á uno, con ademán de deferencia, y escogiendo
el mejor bocado, ¿tendría el honor de ofreceros vaca?—Señor Mar­
qués, decía al segundo, con sonrisa llena de gracia; ¿me honraría
ofreciendo á usted vaca? Y á un tercero con afabilidad tamil ar. —
Mi querido Conde, ¿le ofrecería á usted vaca? — A un cuarto con
benevolencia, — Barón, ¿quiere usted vaca? — En fin, á un caba­
llero que estaba al fin de la mesa, señalando la fuente con el cuchi­
llo, dijo moviendo la cabeza y con sonrisa benévola ¿Vaca?t

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— 192 —
1
11. ° El dueño de la casa hace la señal para con­
cluir. Cuando han terminado todos, recoge la servi­
lleta y se levanta
12. ° El café y los licores se sirven indistintamen­
te, ya en la mesa en que se ha comido, y entonces no
se levanta, sino después de haberlos tomado, ya en
el salón; es más distinguida esta última forma.
13. ° Los convidados salen del comedor por el
mismo orden de entrada.
14. ° El anfitrión está á disposición de sus huéspe­
des mientras están en su casa.
Dejarlos solos á pretexto de atender á sus asun­
tos, sería olvido de los deberes de hospitalidad. No
hay excusa capaz de satisfacer bastante, sino en caso
de necesidad imperiosa, y entonces, explicando esa
causa, se manifestará el gran sentimiento que se tie­
ne de dejarlos.

Artículo III

Del juego y del paseo.

143. Ya hemos expuesto en otro lugar (1) las re­


glas que prescriben los Santos Cánones y que deben
observar los sacerdotes en la elección de sus juegos
y en la manera de dedicarse á ellos. No parecerán
fuera de propósito algunas observaciones sobre el
mismo tema, considerado, no como simple recreo,
sino como relación de sociedad, que puede imponer­
nos deberes hacia los demás.

144. Muchas veces, entre las gentes del mundo,


se cree ser cortés con los huéspedes, proporcionán­
doles una partida de juego después de la comida. El
(l) Primera Parte cap. V, núms. 76 y 77, págs. 88 go.

Biblioteca Nacional de España


r

— »93 —

sacerdote que recibe en su casa, no está obligado


á acomodarse á esta práctica, y será muy bueno
que se abstenga, principalmente cuando son legos
los convidados. La casa parroquial no es casa de
juego.
Un paseo por el jardín, una conversación recrea­
tiva, aunque seria, en el salón, son las diversiones
más propias que puede ofrecer á sus convidados el
pastor que la habita.
Mas si creyera que debía seguir en esto las cos­
tumbres del mundo, convidando á los que ha tenido
el gusto de recibir en su casa á tomar parte en algu­
nos juegos honestos, hágalo con dignidad y decencia.
Por consiguiente:
Si se trata de juegos de salón, preparará una mesa
cubierta con tapete verde, suficientemente limpio, y
tratará de que esté bien iluminada cuando sea nece­
sario. Son de rigor á lo menos dos luces.
No pondrá á disposición de los jugadores, para el
juego, objetos que no sean nuevos ó que no estén á
lo menos en buen estado. Aplícase esta observación
principalmente á los naipes, que jamás deben estar
mugrientos, habiendo casos en que será mejor que
estén nuevos.

145. Sólo en circunstancias muy especiales pue­


de tener obligación un sacerdote de aceptar un par­
tido de juego. Ordinariamente puede negarse, que es
la mejor decisión que ha de tomar, cuando su inepti­
tud, muy excusable en verdad, le hace temer que no
pueda expedirse con honor.
Si acepta, observará fielmente las siguientes re­
glas:
1. ® Se guardará de aparecer dominado de la pa­
sión, lo mismo que de manifestar fastidio.
2. ® Será siempre delicado, no permitiéndose ja­
más hacer trampas. Si las hiciera su contrincante, no
— 194 —
manifestará que lo ha conocido; pero, terminada la
partida, se retirará.
3. * No se enojará si pierde, ni se pondrá alegre y
hasta insolente, si gana.
4. ® Hay jugadores que tienen la manía de pedir
consejos á todo el mundo para la dirección que deben
dar al juego. No los imitaremos: nuestro contrincante
ha comenzado la partida con nosotros y no con los
demás, y exige la delicadeza que la sostengamos
solos. Si no sabemos jugar, nos abstendremos.
5. ^ No altercaremos: si hay alguna diferencia,
sostendremos con discreción nuestro derecho; si in­
siste el contrario, cederemos, continuando la partida
sin manifestar mal humor.
6. ^ Cada juego tiene sus reglas que manda ob­
servar la cortesía, ciertas fórmulas de delicadeza
que jamás deja de emplear el hombre culto, y ciertos
cumplimientos que se deben unos á otros los jugado­
res. Trataremos de conocer semejantes usos, y los
observaremos con toda fidelidad.
7. ® Cuando juega á los naipes el vulgo, tiene las
cartas en la mano para que corte el contrario, en lu­
gar de dejarlas en la mesa; distribuyendo las cartas,
humedece con saliva el pulgar para separarlas más
fácilmente. El hombre bien educado se guarda mu­
cho de cometer semejantes descortesías.
8. ^ Concluida la partida, puede hablarse algunos
momentos de las peripecias que se han sucedido en
el juego; pero no debe prolongarse demasiado la
conversación sobre esto, pues indicaría sobra de
apego al juego. Sobre todo, trataremos de no imitar
á los que se pierden en interminables discursos sobre
la habilidad de sus maniobras, mala fortuna, falta
constante de juego, increíble suerte del contrario,
etcétera. Conócese bien la poca dignidad de seme­
jante lenguaje, inspirado por el amor propio humi­
llado y por el despecho que produce la falta de éxito.

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— *95 —

9. ® Cuando se cruza dinero, el que pierde debe


pagar sin observación y lo antes posible, cualquiera
que haya sido la puesta. En el mundo las deudas del
juego son consideradas deudas de honor.
10. ® Puede el que no juega atender al juego de los
otros; pero no debe aparecer como censor, ni dar
consejos, ni tomar partido en favor de uno ú otro ju­
gador, ni anunciar la pérdida 6 la ganancia de una
de las partes. El que se inmiscuye en el juego de los
demás nunca deja de molestar á los jugadores.

146. Sucede á veces en el mundo que los huéspe­


des se entregan á ciertas diversiones de salón llama­
das /Megos de sociedad^ juegos de prendas, en los
cuales se imponen penitencias. Si un sacerdote come­
te la imprudencia de tomar parte, se expone á burlas
y chascos muy desagradables. Lo mismo puede de­
cirse de las charadas, acertijos y cosas semejantes.
En esto es de rigor la más absoluta abstención
También sirve esta observación para la música.
No hay inconveniente alguno en que un sacerdote
oiga como tocan y cantan, con tal que las piezas no
hieran su oído sacerdotal; pero se negará, si se le
invita á cantar ó á tocar el piano. El mundo no debe
oirnos cantar sino en la iglesia.
147. A las reglas del juego pueden referirse tam­
bién las del paseo: puede ser á pie, á caballo ó en
coche.

148. Si el paseo es á pie, se observará en la colo­


cación el orden siguiente:
l.° Cuando pasean dos, va á la derecha la per­
sona más respetable; sin embargo, tiene excepciones
esta regla.
Cuando se pasea en un corredor, al fin del cual se
vuelve sobre sus pasos para volver á hacerlo indefi-

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ig6
nidamente, se toma alternativamente la derecha y
la izquierda, y de esta manera se está siempre en el
mismo lado del corredor. De otro modo, habría que
hacer á cada vuelta una evolución poco natural.
Si por razón del lugar en que se pasea es más có­
moda la izquierda, se dejará á la persona más respe­
table, tomando nosotros la derecha.
2. ° Cuando pasean tres de frente, debe ocupar
siempre el centro la persona más honorable. El que
le sigue en dignidad toma la derecha, y el tercero, la
izquierda.
3. ° Si pasean cuatro, pueden seguirse dos dife­
rentes sistemas. Puede considerarse al más digno
formando un centro; el segundo se coloca á su dere­
cha, el tercero á la izquierda del primero, y el cuarto
á la derecha del segundo.
Puede también considerarse á los dos más dignos
formando un doble centro. Se colocan como si estu­
vieran los dos solos: el segundo á la izquierda del
primero. El tercero y cuarto se consideran como
asistentes del primero y segundo, y se colocan, aquél
á la derecha del primero, y éste á la izquierda del
segundo. Las reglas litúrgicas adoptan esta última
colocación en las ceremonias sagradas.
En todos los casos hay que cuidar de no dar la es­
palda á la persona más digna.
Sabido es que las costumbres del mundo permi­
ten á un hombre que pasea con un señora darle el
brazo izquierdo. Es inútil recordar que en ningún
caso puede creerse autorizado á hacerlo ningún sa­
cerdote; como tampoco sería propio que diera el
brazo á uno de sus colegas ó á otro hombre; sólo á
los niños y jóvenes puede permitirse que se paseen
del brazo en las calles.

149. Si es en coche el paseo, se observará lo si­


guiente-

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— >97 —

1. ® Las personas más respetables suben las pri­


meras. Según esta regla, el que hace los honores in­
vita á subir, primero á las personas más eminentes,
si las hay; después á las señoras, á los ancianos y á
los demás según su-clase; él sube el último.
No se seguirá esta práctica cuando esté abierta
sólo la puerta de la derecha. En tal caso sube pri­
mero el que ha de ocupar la izquierda, para que no
pase por delante del personaje principal.
2. ® El dueño del coche fija la categoría de las
personas: los invitados suben cuando se les pide, sin
hacer cumplimientos. Queriendo Luis XIV probar á
un señor de la corte, que pasaba por ser hombre
muy fino, le invitó á subir al coche antes que él. El
señor subió sin titubear, dando respetuosamente las
gracias al rey, que le había invitado. Un cortesano
menos hábil se hubiera deshecho en excusas, y hu­
biera suplicado al Rey que subiera él primero.
3. ® Dentro del coche se clasifican los asientos
como sigue: 1.®, la derecha del fondo; 2.°, la izquierda
de ídem; 3 ®, la delantera frente al 1.®; y 4.®, la delan­
tera frente al 2.® Se ocupa estos lugares según se va
subiendo.
4. ® Para bajar se sigue el orden inverso. Los me­
nos respetables bajan primero.
5. ® En uno y otro caso, conviene ofrecer el apoyo
del brazo á un anciano, á un enfermo, etc. Nunca de­
jan de darlo á las señoras los seglares; pero el carác­
ter del Eclesiástico le dispensa de hacerlo.

150. Los paseos á caballo, tan frecuentes entre


las gentes del mundo, apenas si se usan hoy en tiem­
po ordinario entre los que visten sotana.
Sin embargo, hay casos en que un Eclesiástico
puede permitirse esta diversión.
Los que frecuentan las aguas termales, saben que
los bañistas acostumbran recorrer los alrededores

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1
— 198 —

durante la estación, dando espléndidos paseos á ca­


ballo, y nadie halla mal que imiten ese ejemplo los
Eclesiásticos. Tampoco los censuramos nosotros,
con tal que todo esté conforme con las reglas del
buen tono, y que no se ofenda con alguna ligereza la
modestia sacerdotal.
1. ° En semejantes casos lo primero que ha de
hacer un sacerdote es elegirse la compañía. No le
está prohibido que se asocie á seglares graves; pero
no estaría en su lugar, si tomara parte en una cabal­
gata en que entrasen señoras.
2. ° El personaje más respetable monta á caballo
el primero. Si es nuestro superior jerárquico ó un
anciano, será muy cortés tenerle el estribo.
3. ° El lugar de honor es el de la derecha; pero
si, teniendo la izquierda, hubiéramos de molestar al
Superior que ocupa la derecha, por ejemplo, envián­
dole el polvo, cambiaremos de lugar con él.
4. ° Cuando nos paseamos á caballo con un Supe­
rior de alta categoría, conviene que vaya él solo á la
cabeza. Si nos llama á su lado, será cortesía regular
el paso de modo que su caballo pase al nuestro todo
lo que es la cabeza.
5. ° Sería superfluo advertir que faltaría á la de­
cencia el Eclesiástico, si hiciera que piafase su ca­
ballo, ó manifestase sus habilidades caracoleando ó
galopando; hay que dejar estas cosas á los maestros
de equitación y á los jóvenes mundanos. Se va al
paso ó al trote.
6. ° Y sería todavía de peor tono, si, á pretexto de
causar sorpresa á alguien, le diera con la fusta al
caballo que monta: es una broma que jamás debe
permitirse.

151. Cualquiera que sea el paseo, debe tener un


fin: visitar una iglesia, un monumento, un sitio agra­
dable, una curiosidad, etc.

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— 199 —

Digamos algo sobre este asunto:


1. ® No puede permitirse un sacerdote visitar in­
distintamente toda clase de curiosidades: gran cau­
tela le prescribe con relación á estas cosas la modes­
tia de que hace profesión. Hay museos donde causaría
gran sorpresa encontrarle. Y aun cuando no nos esté
prohibida la entrada á un establecimiento conside­
rado en conjunto, puede haber tales pormenores ante
los cuales no podemos detenernos; por ejemplo, un
cuadro ó una estatua indecentes. Con mayor motivo
llamaría la atención oirnos juzgarlos como conoce­
dores y artistas.
2. ® Cualesquiera que sean los objetos que visite­
mos, los miraremos, pero sin tocarlos.
No nos atreveremos á tocar un vaso, un objeto de
arte, á hojear un libro, etc.
No imitaremos el mal gusto de los que escriben su
nombre en una pared ó en un mueble.
Si visitamos un jardín, no nos atreveremos á to­
car ni una flor, ni un fruto. Muchas veces, si nos
acompaña el propietario que es aficionado, nos ofre­
cerá una flor para que juzguemos de su aroma, y to­
mará algún fruto que nos ofrecerá para que lo guste­
mos: aceptaremos con satisfacción tal fineza, dándole
las gracias.
3. ® La decencia de nuestro estado nos impone
gran cautela, cuando el objeto de nuestra visita es
una Iglesia ó un lugar consagrado á la oración. No
hay que decir que al entrar se toma agua bendita; si
nos la ofrece alguno de los acompañantes, la acepta­
remos saludándole, y será muy cortés que la ofrez­
camos nosotros mismos, sobre todo, á un Superior.
Nos adelantaremos y después de haber tomado agua
bendita con los dedos índice y mayor de la derecha,
teniendo extendidos los demás, nos volveremos, é
inclinándonos hacia la persona á quien queremos
ofrecerla, después de darle, le permitiremos que

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pase adelante. No imitaremos á los que ofrecen agua
bendita á los que van detrás sin volverse á ellos,
ó la presentan con el índice, teniendo cerrados los
otros.
Hecho esto, nos pondremos de rodillas y rezare­
mos un poco, no olvidando el saludo al Santísimo
Sacramento ó á la Cruz, cuando pasemos por de­
lante.
No está prohibido que nos comuniquemos lo que
vemos, pero no con la libertad con que lo haríamos en
un lugar profano. Hablaremos en voz baja evitando
el chancear y reir; y no ha de parecer que seguimos
una conversación, de manera que los que nos ven
crean que hemos perdido el sentimiento de la santi­
dad del lugar en que nos encontramos.
Antes de sahr, nos pondremos nuevamente de ro­
dillas para saludar al Santísimo Sacramento, y al
salir tomaremos agua bendita.
4. ° Conservaremos siempre apostura digna y
grave. Considerando el mérito de los objetos y satis­
faciendo un deseo legítimo de ver y de conocer, no
apareceremos como fantasmas, cuyo tipo encontra­
mos con tanta frecuencia; no nos detendremos á cada
momento contemplando embobados los objetos más
insignificantes; ni en la manifestación de nuestras
sorpresas semejaremos hombres que salen por pri­
mera vez de su aldea, puestos fuera de sí á la vis­
ta de cualquier objeto. No pocas veces, en las dife­
rentes Exposiciones Universales que se han cele­
brado en París, ha llamado la atención la risible
manera de presentarse algunos sacerdotes que han
acudido, como todo el mundo, á admirar las maravi­
llas de nuestra industria. Muchos, por su demasiado
ingenuo y espontáneo deseo de ver y conocer, se han
hecho para el público observador objeto de maliciosa
curiosidad.
5.° Sería extravagante elogiar sin restricción ni

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pr
í
— 201 — I ,,

I
medida los lugares ó monumentos que visitan^jtej;
hallándolo todo encantador, soberbio, extraordiA^«
rio. Pero sería extravagancia también, y aun más'
molesta, criticar y despreciar porque sí las cosas
más hermosas. Hay hombres que para darse impor­
tancia, manifestar que han viajado mucho, y pasar
por hábiles y delicados apreciadores, lo desprecian
todo, compadeciéndose de la admiración de los de­
más. Por notable que sea un objeto, un edificio, un
sitio, han visto cosas mucho mejores, apareciendo
á sus ojos muy por debajo del concepto que se tiene
de ellos los monumentos más notables y las obras
más excelentes y más estimadas. En ciertos casos
puede convertirse en hiriente rusticidad tan vani­
dosa manía. Por eso, ante los habitantes de una ciu­
dad ó de un país, nos guardaremos mucho de criti­
car las curiosidades de aquella ciudad, ó de formar
de tal país desfavorable juicio. Si para complacer­
nos se nos propone una excursión, ó la visita de
algún monumento del cual se nos ha hecho un elogio
muy pomposo, será poco delicado de nuestra parte
hallar bastante molesta la excursión, y de ningún va­
lor el objeto que tanto se nos ha elogiado. Seremos
amigos de la verdad, pero con cortesía.

152. Con frecuencia se hallan en el caso de hacer


algunos pequeños gastos los paseantes, por ejemplo,
el alquiler de las sillas, la compra de refrescos, las
propinas, la limosna que se da á los pobres, etc. En
tales casos no hay necesidad de que aparezcamos
pródigos, pues sería un exceso vituperable; y mucho
menos magníficos, que es propio de príncipes y de
grandes Señores; pero debemos ser generosos, esto
es, hacer con nobleza lo que hemos de hacer.
En cuanto á las propinas hay que tener presente
que todo servicio debe ser remunerado. Los sirvien­
tes que nos han ayudado en algo, el mandadero que

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— 202 —

hemos ocupado, los que están de guardia en los luga­


res que visitamos, tienen perfecto derecho á nuestra
liberalidad; pero tengamos tacto para no ofrecer pro­
pina á personas que por su posición están muy por
encima de semejentes empleados: basta con darles
las gracias. En estos casos puede un Sacerdote rega­
lar algunas estampas ó medallas á los niños de aque­
llos á quienes está en la obligación de mostrarse
agradecido. Tal remuneración no herirá jamás y
será bien recibida.
¿Quién debe hacer los gastos de que acabamos de
hablar en los paseos colectivos?
1. ° Si han de ser de consideración puede uno en­
cargarse de pagar, diciendo á cada uno lo que le
toca al fin del paseo.
2. ® Cuando no se trata sino de gastos insignifi­
cantes, se paga por turno según viene bien á cada
uno. Hay que tener en cuenta que no debemos dejar
pasar el turno constantemente, procurando hallamos
presentes cuando hay que desembolsar algo.
3. ® Cuando el paseo es una partida de recreo á
que nos invitan, el que convida se encarga de todos
los gastos: no sería cortés ponerse en su lugar pa­
gando por él. Si no cumple con la obligación que
tiene, cada uno paga lo que le toca. Lo mismo se
dice, cuando en la compañía hay algún Superior
notablemente elevado sobre los demás y que es con­
siderado dux itineris.

Artículo IV

De la hospitalidad.

153. Los pueblos antiguos hicieron gran aprecio


de la hospitalidad, practicándola con solicitud y ge­
nerosidad, y siendo á sus ojos una de las primeras

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— 203 —
virtudes sociales. Habla de ella nuestro Señor Jesu­
cristo, como que ha de merecer á los escogidos la en­
trada en el cielo. La Escritura la menciona con elo­
gio, y en muchos lugares de sus cartas la recomien­
da con eficacia San Pablo á los fieles de su tiempo.
Aunque extranjero y desconocido, era recibido el
huésped con respeto donde se presentaba pidiendo
asilo. Se le rodeaba de solicitudes, atenciones y deli­
cadezas, le lavaban los pies y le festejaban. Entre él
y los que le habían recibido en su hogar se estable­
cía como un lazo de familia. Eran sagrados é invio­
lables los derechos de hospitalidad dada ó recibida,
respetándolos aún las naciones más bárbaras.
El Oriente ha conservado preciosos restos de es­
tas antiguas costumbres de las cuales se encuentran
huellas todavía en algunos monasterios.
Desde que los progresos modernos han multipli­
cado los recursos de alojamiento y alimentación,
que en otro tiempo era imposible encontrar, se
ha hecho menos necesaria, y por lo tanto menos fre­
cuente, la práctica de la hospitalidad (1). Sin embar.
go, no ha desaparecido de entre nosotros, y no será
inútil decir algo aquí de los deberes que impone,
tanto al que la da, como al que la recibe.

I. — Hospitalidad recibida
154. La primera cuestión que hay que resolver
se refiere al caso en que puede ser permitido á al­
guien pedir asilo para vivir más ó menos tiempo.
(i) De entre los diferentes países que hemos visitado, creemos
que ninguno es tan hospitalario como Chile No sólo los sacerdo­
tes, sino todas las clases del pueblo se distinguen por su afecto y
generosidad para con el que los visita. No sucede así en la culta
Europa, donde los países más ricos por su industria y su comercio,
como algunos del Norte, puede decirse que no conocen de ella sino
el nombre por haberlo leído en los libros. (N. del T.)

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— 204 —

1. ° Nos creeremos autorizados cuando para ello


recibamos invitación de un amigo, de un pariente ó
de un conocido. Sin embargo, hemos de tener pre­
sente que para aceptar una invitación de esta clase,
no ha de ser vana fórmula de cortesía, sino expre­
sión verdadera del deseo que se tiene de tenemos en
su compañía. Debe venir sobre todo del que tiene
derecho para hacerla, esto es, del mismo dueño de la
casa. De esta segunda conclusión se deduce que en
general hay que considerar como no hecha la invita­
ción, casi siempre indiscreta, que hace un seminaris­
ta á uno de sus condiscípulos para pasar algunos
días de vacaciones en casa de sus padres, pues sólo
á ellos toca invitar.
Aunque se nos invite en debida forma, debemos
excusarnos, si sabemos que no se hallan en estado
de recibirnos, que no lo pueden cumplir sin grandes
inconvenientes, que no ha de ser grata á todos nues­
tra presencia, etc., etc.
Además, si tenemos el honor de vestir sotana,
asegurémonos bien de que no ha de ser mal vista en
la familia que nos ha de recibir, que todo en ella se
hace con dignidad, que no nos exponemos á peligro
alguno viviendo en su compañía, y que nadie se ha
de escandalizar de vernos en aquella casa.
2. ° Para tomar la iniciativa de pedir hospitali­
dad, se necesita que haya mucha familiaridad. Po­
dremos pedirla como parientes próximos ó íntimos
amigos, sabiendo que seremos recibidos en su casa
con placer y cariño. Con todo, hemos de ser discre­
tos, precaviéndonos contra las ilusiones que podría­
mos forjarnos en esto.
Además, aunque nos creamos perfectamente au­
torizados para hacer uso de semejante libertad, no
dejemos de avisar por carta ó telegrama, anunciando
nuestra llegada, siendo éste el medio de evitar los
desagradables percances que resultan de la ausencia

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— 20S —

de las personas, ó de otras circunstancias que harían


importuna nuestra visita.
3. ® Fuera de los casos mencionados aquí, hay
que resignarse á pedir asilo en los hoteles, cuando
se viaja; es regla general. Cierto que es costosa la
hospitalidad que en ellos se encuentra, pero es pre­
ferible á la que se recibiría entre personas apenas
conocidas, y que acaso la dieran de mala gana y mur­
murando por detrás de la indiscreción del viajero im­
portuno. Si, después de instalados en el hotel, recibi­
mos de parte de algunas relaciones que viven en la
ciudad, vivas y ejecutivas instancias para alojarnos
en su casa, podremos acceder á sus deseos, agrade­
ciendo su fineza, y cambiaremos el hotel por la casa
hospitalaria que nos abre sus puertas.
4. ® En viaje deben observar los eclesiásticos las
mismas reglas que los seglares, y aunque sea más ó
menos difícil para ellos la estancia del hotel, en el
deben buscar albergue, cuando se ven obligados á
vivir fuera de su casa (1). Sin embargo, hay algunas
excepciones.
El sacerdote que viaja por su propia Diócesis,
puede, en general, presentarse en el Seminario pi­
diendo hospitalidad. El Seminario es la casa de los
Sacerdotes; se han educado en él, y se cree feliz pu-
diendo ofrecerles albergue. Sin embargo, salvo ca­
sos especiales, compréndese que solos los diocesanos
están comprendidos en esta regla.
Además, hay Comunidades en algunas ciudades,
en que se da hospitalidad á los sacerdotes que via­
jan. Cuando las hay, ellas son la casa de huéspedes
más á propósito para el sacerdote.
(ij En Chile se ofenderla gravemente al Cura de una Parro­
quia, si, deteniéndose en ella un sacerdote extraSo, se alojase en el
hotel, en lugar de pedir alojamiento en la Casa Parroquial; lo
mismo, poco más ó menos, se ha de decir de la República Argen­
tina. (N. del T.)

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— 2o6 —

Lo que acabamos de decir se refiere principal­


mente á las ciudades. Hay casos en que un sacerdo­
te se ve obligado á alejarse en un pueblo pequeño ó
aldea, en que no conoce á nadie. ¿Irá á llamar á la
puerta de la modesta posada del lugar? Creemos que
no. Estas posadas no son frecuentadas sino por bebe­
dores ó por gentes de la clase más humilde, y todos
se sorprenderían y se escandalizarían de ver á un
sacerdote llegar á semejantes lugares. En este caso
excepcional, lo único que puede hacer es pedir aloja­
miento al Cura, aunque sea desconocido, excusándo­
se con la necesidad en que se encuentra de pedirle
hospitalidad.

155. Síguese de lo dicho que, según las circuns­


tancias, se puede recibir hospitalidad en casa parti­
cular á título de pariente ó de amigo, en una Comu­
nidad ó en un hotel. ¿Cuáles son los deberes que
debe cumplir el huésped en estos casos?

156. El huésped recibido en una casa particular


para pasar algún tiempo, debe mostrarse delicado y
circunspecto, guardándose mucho de manifestar des­
contento y de quejarse del alojamiento, del regimen
y del servicio; en una palabra, ni dirá ni hará nada
que sea ó pueda aparecer acusación directa ó indi­
recta contra los dueños de la casa.
Al contrario, obrará de modo que su exterior ex­
prese contento y satisfacción.
Tratará de no ser molesto á nadie, evitando toda
curiosidad importuna, no apareciendo indiscreto, re­
tirándose de intento, cuando pudiera ser molesta su
presencia, y arreglándose de modo que á nadie dé
que hacer.
Y en tal caso, no olvidará el sacerdote que, como
tal, tienp grandes deberes que llenar. No sólo debe
aparecer grave en su continente, en su lenguaje y en

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r ■
— 207 —

sus maneras; debe ser algo más, debe ser edificante.


Jamás faltará á ninguno de los ejercicios de piedad;
con discreción y prudencia ha de mezclar en la con­
versación algunas palabras que se refieran á Dios; y
no desperdiciará la ocasión que se le ofrezca de ejer­
citar su celo sacerdotal entre las personas de la casa,
amos ó sirvientes.
El tacto y la exacta apreciación de las circunstan­
cias le enseñará á fijar el momento de la partida,
pues ha de tener cuidado en no hacerse molesto; el
exceso sería no pequeña falta.
Cuando se retire, dejará siempre á los sirvientes
una propina proporcionada á los servicios que le
hayan prestado y á la prolongación de la estancia.
Acaso por la intimidad de relaciones establecidas
entre él y la familia que ha tenido el gusto de hospe­
darle, se le ha iniciado en algún secreto que no con­
viene divulgar; y quizá haya tenido más veces oca­
sión de ser testigo de algunos pormenores de las
interioridades de la casa, que no conoce el público,
y que hay que disimular; en todas estas cosas es de­
ber sagrado el silencio.
Por fin, cuando ya esté en su casa, será convenien­
te que escriba una carta de acción de gracias.

157. Casi los mismos deberes impone la hospita­


lidad que se recibe en las Comunidades. No haremos
mención sino de la obligación de someterse á las re­
glas que se observen, y de no ser motivo de desor­
den; por ejemplo, quebrantando el silencio de manera
ruidosa, visitando en sus habitaciones á los diferen­
tes miembros de la Comunidad, cuando está prohi­
bido, molestándolos y perturbándolos en sus estudios,
en sus ejercicios, etc. Siempre que no haya gran
dificultad, debe seguir los ejercicios del Seminario
el sacerdote que se hospeda en él; comer á la hora y
en la mesa común, asistir á la oración por la mafia-

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— 2o8 —

na, al examen particular, á la lectura espiritual, á la


oración de la tarde y á los Oficios.
Hay casos en que, en compensación de la hospita­
lidad, exi^e una retribución fija la Comunidad; otras
veces no exige nada, pero toma con agradecimiento
la retribución voluntaria que se le ofrece. No se po­
drá dejar de arreglar esto con el Ecónomo, antes de
partir, como tampoco se omitirá la propina de los
sirvientes.

158. El hotel no impone las mismas obligaciones


á los que en él se alojan, que una casa particular ó
una Comunidad; hay en él más libertad, y no hay
que guardar las mismas consideraciones, lo mismo al
personal del hotel que á los pasajeros; sin embargo,
allí, como en un castillo ó en una casa de buena fami­
lia, tienen sus derechos la cortesía y el trato social:
son diferentes los matices, pero el fondo es el mismo.
No es posible que la libertad se convierta en licen­
cia, y que se permita esa desenvoltura, ese aspecto
altanero y esas maneras groseras que no pueden
existir en las costumbres de ciertas gentes.
«Ved, por ejemplo, dice un autor (1), aquel viajan-
»te; parece ser el amo de casa: habla á los sirvientes
* como á esclavos; su palabra es altiva, orgullosa,
» concisa y fuertemente acentuada. Está en la mesa:
» parece que es el rey del festín; toma el lugar que
» más le conviene, instalándose con toda comodidad;
» da el tono á la conversación; llama al mozo por la
» cosa más balad!; se burla de todos; refiere histo-
» rias y se ríe á mandíbula batiente; desprecia todos
»los platos, unos después de otros, etc...»
Se tolerará todo esto al viajante: ante semejantes
hechos el hombre sensato y cortés se encoge de hom-

(l) M. Dubois, Práctica del celo eclesiástico, cup. XIV.

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— 209 —

bros; pero un Sacerdote llamaría la atención hasta


de los menos delicados.
Si por las necesidades del viaje nos vemos obliga­
dos á alojamos en un hotel, nos haremos acompañar
de aquella modestia, de aquella dignidad y de aquel
respeto de nosotros mismos, que en todas partes de­
ben ser nuestro principal adorno.
Pediremos sin altivez lo que necesitamos, no mos­
trándonos demasiado exigentes.
Si tenemos que quejarnos de algo, si se nos ha
ofendido de algún modo, lo advertiremos áquien co­
rresponda; pues no conviene que se crea autorizado
cualquiera para molestar á un Sacerdote, sólo por­
que se sabe que está dispuesto á soportarlo todo.
Pero en medio de nuestra firmeza, hemos de presen­
tarnos tranquilos, moderados y sin arrebatos.
No hagamos que se formen de nosotros la idea de
sensualidad é inmortificación, y hay que tener pre­
sente esta observación, principalmente en la mesa.
No hemos de ser ni ligeros ni burlones. Un Sacer­
dote no puede permitirse bromas y donaires en pre­
sencia del abigarrado público de un hotel.
Tampoco están bien la mezquindad y las discusio­
nes, ni por lo que se refiere á la cuenta, ni por lo que
atañe á las propinas.

II. -— Hospitalidad dada.

159. Hemos de ser hospitalarios; sin embargo,


no hemos de tomar la iniciativa de ofrecer hospita­
lidad.
La primera condición para ofrecerla es que sea­
mos dueños de la casa. En una Comunidad toca al
Superior; en una familia, al jefe de la misma. Ya he­
mos dicho cómo debe considerarse la hospitalidad
ofrecida por un Seminarista á uno de sus condiscí­
pulos, en casa de sus padres.
H ___
/tíiSTMO G/4
UWIVffRSIDAD,
'acional de España
— 210 —

Para invitar á alguien á pasar una temporada en


nuestra casa, es necesario que estemos en situación
de poder recibirle convenientemente, atendida su ca­
lidad j posición, y que tengamos casa adecuada
para recibirle. Si no nos permiten nuestros recursos
esa clase de lujo y nuestra hospitalidad ha de servir
de tormento y malestar para nuestros huéspedes, y
de confusión para nosotros, debemos abstenemos
de invitar.

160. Cumplidas estas dos condiciones, podrá ser


delicadeza de nuestra parte invitar á un amigo á pa­
sar algunos días en nuestra compañía. En tal caso
no debemos olvidar;
1. “ Que hemos de preparar con anticipación el
cuarto que destinamos á nuestro convidado: por re­
gla general, ha de ser la mejor habitación. Sin em­
bargo, el dueño de la casa no dejará su pieza, á no
ser que se trate de recibir un Superior jerárquico de
alguna dignidad, y que no se tenga otra habitación
á propósito. El suelo ha de estar limpio, los muebles
bien aseados, la cama hecha, la mesa del tocador
provista de todos sus accesorios; en invierno, estará
encendida la alcobilla; habrá un escritorio con todos
los útiles, etc., etc.
2. ° Si se nos ha avisado la hora de llegada, no de­
jaremos de salir á esperar al huésped al apearse del
coche ó á la estación, ó á lo menos enviaremos á al­
guno de los nuestros, según las circunstancias. Ge­
neralmente no basta con él envío de un sirviente, pero
debe acompañar para recoger las maletas, etc. Cuan­
do es considerable la distancia, ó cuando se espera
á un personaje de nota, se saldrá á esperarle en
coche.
3. “ Después de los primeros saludos, y de mani­
festar la satisfacción que sentimos, y de hacer las
preguntas de rúbrica sobre los accidentes felices ó

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— 211 —

desgraciados del viaje, se conducirá al huésped á la


casa, siendo acto de cortesía acompañarle á la ha­
bitación que se le ha preparado. Entonces hay que
hacerle comprender, diciéndolo con las mismas pa­
labras ó de otro modo, que esíd en su casa.
4,“ La primera noche, cuando se retire á descan­
sar, le acompañaremos de nuevo á su habitación,
examinándola por nosotros mismos, por si faltase
algo.
5.0 Mientras esté en nuestra compañía, le hare­
mos ver que estamos á su disposición. Le daremos
todo el tiempo que quiera; sin embargo, lo dejare­
mos en completa libertad, y no le estorbaremos en
sus costumbres.
6." Si no puede ser espléndida nuestra hospitali­
dad, ha de ser á lo menos cordial y generosa.
7.0 Si para atender al huésped hemos tenido que
molestarnos algo, cambiando alguna cosa de la dis­
posición interior de nuestra casa, obligando á algún
miembro de la familia a dormir fuera, etc., lo hare­
mos de modo que él no se dé cuenta.
8. ” Si ha de prolongarse por algún tiempo la es­
tancia, proporcionaremos con delicadeza á nuestro
huésped algunos ratos de recreo, por ejemplo: una
excursión para visitar las curiosidades de los alre­
dedores, etc.
9. ” Por fin, una reunión en derredor de nuestra
mesa y en honor de nuestro huésped completará la
serie de obligaciones que nos impone en tales cir­
cunstancias el título de dueños de la casa.
161. Concluiremos con algunas observaciones
sobre las atenciones á que tiene derecho el que re­
cibe hospitalidad en una Comunidad.
l.° Los que por su cargo tienen obligación de aten­
der á lo temporal, tienen en este punto muchos debe­
res de importancia.

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— 218 —

El primer cuidado ha de ser dar á los sirvientes,


y sobre todo al portero, las instrucciones necesarias
para recibir á los de fuera de una manera conforme.
No se les debe hacer esperar en la puerta; no se les
ha de hablar de manera tosca y descortés; no se les
han de dar de malagana las direcciones que piden;
no se les ha de negar la entrada en la casa, ni que
llamen á las personas que deseen ver. Tienen nece­
sidad de mucho tacto los sirvientes, para no cometer
en todo esto grandes torpezas; y hay que estar muy
sobre sí para no hacerles indicaciones de que podrían
abusar con descrédito y confusión de los amos (1).
El salón en que se recibe á los extraños, no debe
ostentar nada que parezca lujo; pero ha de estar muy
aseado, y todo en verdadero orden; siendo tal el as­
pecto general, que no llame la atención de los de
fuera, ni se avergüencen por ello los de dentro.
En cuanto á la hospitalidad propiamente dicha,
ha de darse con dignidad y sencillez, pero sobretodo
con cordialidad, solicitud y atención. Con frecuencia
dejan bastante que desear en esto las casas en que se
practica la vida regular. Acostumbrados á una espe­
cie de armonía preestablecida, en cuya virtud no hay
más que seguir su camino para encontrar lo necesa­
rio, nadie se da cuenta de las dificultades en que pue­
de hallarse un extraño no acostumbrado á semejan­
te mecanismo, y en el que á veces no piensa nadie.
2.® El huésped tiene derecho á agasajos y aten­
ciones especiales de parte de los que le reciben.

(i) Quejábase el Superior de un Seminario de que el portero


llevaba á su habitación gente desconocida, que con frecuencia no
tenían más objeto que pedir limosna, añadiendo que no había que
juzgar a los hombres por solo el vestido. Algunos días después, se
presentó uno de los más ilustres personajes de la ciudad, y pregun-
tó por el Super.or. Recordó la lección el portero, y mirando á su
hombre con cierta descontianza, le dijo: «Dígame usted, señor, ¿es
para pedirle limosna?»

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— 213 —

Primero, exige la cortesía, que nada se haga que


por su naturaleza pueda humillarle ó herirle, por
ejemplo: riéndose de su turbación, de su vestido, de
su actitud, etc. Un extraño, en medio de una comuni­
dad, cuyas costumbres le son desconocidas, turba­
do acaso por la emoción que experimenta, aparece
muchas veces con maneras y continente tales que
lleva tras sí las miradas de todos, dándole aire muy
extraño. Y aun será menos lícito, sobre todo entre
jóvenes siempre dispuestos á reirse de todo el mun­
do. Un momento de reflexión sobre tan inexcusable
falta de cortesía, de que nos haríamos culpables
con tan irrespetuoso proceder, bastará sin duda para
comprimir tan impolítica explosión.
Jamás dejaremos de descubrirnos y de saludar á
los extraños, cuando nos encontremos con ellos en
las escaleras, corredores, patios, etc., creyéndonos
obligados siempre á prestarles los pequeños servi­
cios de que tengan necesidad; y nos ofreceremos
para ahorrarles toda dificultad, cuando les sea nece­
saria una dirección, cuando busquen á alguien, cuan­
do no sepan qué lugar han de ocupar en algún ejer­
cicio, etc.
En los corredores estrechos les invitaremos á pa­
sar los primeros.
Si llegamos á la habitación de un miembro de la
Comunidad que está ocupado con alguien, nos reti­
raremos discretamente, no pretendiendo jamás ha­
cer ver á la visita que debe cedernos su puesto. Lo
cederemos nosotros mismos, si cuando estamos, por
ejemplo, en la habitación del Superior, llegase un
extraño para hablar con él. En tal caso nos levanta­
remos inmediatamente para salir, y de ningún modo
nos quedaremos, á no ser que el Superior nos obligue
á permanecer, rogando al mismo tiempo á la visita
que tenga la amabilidad de esperar.
Este encuentro puede ser también en una ante­

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— 214 —

sala, cuando esperamos tumo. Es cortés rogar


al extraño que llega que pase el primero, debien­
do á veces insistir para que acepte; aunque si
tiene delicadeza y no tiene mucha prisa, rehusará,
dando las gracias y sometiéndose á la ley general.
Exceptuaremos el caso en que el recién llegado sea
un personaje muy importante que manifiestamente
debe pasar antes que nadie.
No hay que decir que ante los extraños debemos
prestar atención á la postura, al continente y á las pa­
labras, para no hacer ni decir nada que pueda serles
motivo de escándalo ó de amenguar su aprecio á la
casa.
3.° Si tuvieran libertad todos para introducir sin
discernimiento ni regla á toda clase de personas en
una habitación común, desaparecerían de ella la paz,
el silencio, la soledad que se va á buscar allí, que­
dando igualmente suprimidos el olvido del mundo y
la libertad que forman el encanto de la vida interior;
por lo tanto, hay que recibir las visitas en el salón.
Cuando por excepción se hace en los lugares re­
gulares, hay que cuidar de que no se produzcan ni
turbación ni mortificación, y de que no se interrumpa
el orden de los ejercicios.
Generalmente no son admitidos los extraños á en­
trar en una casa de Religiosos y á visitar á sus mo­
radores sino con ciertas condiciones. Además, en ca­
sos tales, están obligados á conformarse con el orden
que allí se sigue, sobre todo en lo que se refiere á la
ley del silencio. Si quebrantan esta regla porque no
la conocen, se podrá en muchos casos darla á cono­
cer, ofreciéndoles, por ejemplo, ir á pedir el permiso
que debieron haber pedido ellos, haciéndoles com­
prender, con la mayor delicadeza, que no se puede
hablar en el lugar en que se encuentran... Pero si
conocen la regla, es mejor callarse y dejarlos, á no
ser que queramos darles una lección.
Sucederá á veces que, habiendo visita, nos llamen

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— 215 —

áalgTín ejercicio de Comunidad. Generalmente, nos


excusaremos con toda la delicadeza posible, acompa­
ñando á la visita que se habrá levantado ya, y despi­
diéndonos. Nadie puede ofenderse de esta manera de
obrar. Sabido es que los que viven en Comunidad
tienen obligaciones á que no pueden faltar en manera
alguna; y veces hay en que se han escandalizado
algunos de verles seguir práctica contraria. Sin em­
bargo, bueno será añadir que hay sus excepciones;
el tacto y la discreción nos enseñarán cuándo con­
viene prescindir de esta regla (1).

(i) Conocido es el hermoso rasgo que nos refiere el Autor de


€EI Espíritu de San Francisco de Sales. (III.* p., sección 32 )
Fué el Santo Obispo de Ginebra á visitar la Gran Cartuja, sien­
do recibido con grandes manifestaciones de honor y de respeto
por Dom Bruno de Agringues, General de la Orden. Después de
los primeros saludos, condujo Dom Bruno al Santo Obispo á la
habitación que se le había preparado, conversó con él algún tiem­
po sobre cosas del cielo, y le suplicó que le dispensase, si no le
hacía compañía más tiempo, pues debía irse i su celda á prepa­
rarse para rezar Maitines. l e manifestó San Francisco que veía
muy bien aquella exactitud en la observancia, y se retiró el Reli­
gioso. Pero apenas salió, encontró al Procurador de la casa, que
le preguntó dónde había dejado al Señor Obispo. «Lo he dejado
en su habitación, y le he pedido su venia para retirarme á mi celda
á prepararme para los Maitines á causa de la fiesta de mañana.»
«Cierto, le dijo el Procurador, que conoce bastante mal la etiqueta
V. P ¡Acaso tenemos muchas veces, en estos desiertos. Prelados
como el señor Obispo de Ginebra? No sabe V. P. que se complace
Dios en los sacrificios de la hospitalidad y de la beneficencia? To­
davía tendrá tiempo V. P. para cantar las alabanzas del Señor, y
no le faltarán Maitines ¿Quién puede acompañar á ese Prelado me­
jor que V. P ? iqué vergüenza para la casa que así le haya aban­
donado V. P.» — «|Es verdadi creo, hijo mío, que tenéis razón, y
que no he obrado bien.» Volvióse, pues, al Santo Obispo y le
dijo; «Exmo. Señor, al salir, he encontrado á uno de nuestros Pa­
dres, y me ha dicho que había cometido una indiscreción deján­
doos solo. Así lo creo, y vuelvo á pediros que me dispenséis y que
excuséis mi torpeza, pues os aseguro que tgnorans feci. No com­
prendí que cometía una falta > Asombrado quedó el Señor Obispo
ante aquella notable franqueza, ante aquel candor, ingenuidad y
sencillez, y decía que le maravillaba más aquello, que si le hubiera
visto hacer un milagro.

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1
— 2I6 —

CAPITULO V

DE LA URBANIDAD EN LAS CIRCUNSTANCIAS ESPECIALES


DE NACIMIENTO, MATRIMONIO Y DEFUNCIÓN

162. En estas circunstancias imponen las costum­


bres sociales diferentes deberes de que no puede
prescindir un sacerdote.

\,—Nacimiento.

163. Generalmente no se da parte de un nacimien­


to sino entre personas que se profesan cierta intimi­
dad, y se hace por carta ó por visita. La cortesía obli­
ga á dar las gracias del mismo modo; esto es, por
carta, por tarjeta ó por una visita de parabién.

164. Cuando nos consideremos obligados á acep­


tar la invitación de asistencia á un bautizo, observa­
remos lo siguiente:
1. ° Nos dirigiremos á la casa de los padres del
recién nacido antes de la ceremonia, para acompa­
ñar la familia á la iglesia.
2. ° Generalmente hay coches; tomaremos el que
se nos ha designado, teniendo presente lo dicho en
otro lugar.
3. ° No entraremos en la iglesia sino según nos
toque; en estos casos ningún invitado puede preceder
al padre del niño.
4. ° En el lugar santo nos conduciremos con gran
modestia y con no menor circunspección, manifes­
tando exteriormente los sentimientos de religión y
de respeto que debe inspirarnos la piadosa ceremo-

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— 217 —

nía á que asistimos. No imitaremos la libertad de las


gentes del mundo que se lo permiten todo en tales
casos.
5.® No saldremos de la iglesia sin haber orado
ante el Santísimo Sacramento.
165. La mayor dificultad está, cuando se nos ha
invitado para ser padrinos del recién nacido:
1. ® Sabido es que no está conforme con el espíri­
tu de los santos Cánones que sea padrino un ecle­
siástico. Como todas las leyes déla Iglesia está llena
ésta de sabiduría. El padrinazgo no es pura ceremo­
nia; constituye una segunda paternidad, que en algu­
nos casos ha de reemplazar á la primera; por consi­
guiente nacen de ahí relaciones que no están muy en
harmonía con los deberes del sacerdote.
2. ® Aceptada la invitación, nos informaremos de
las costumbres del país con respecto á las formali­
dades á que debemos sujetarnos, pues no son las
mismas en todas partes. Es bueno que antes de las
ceremonias nos expliquen lo que debemos hacer y
decir para no aparecer desmañados y confusos. Tam­
bién hemos de enterarnos de los gastos que debemos
hacer. El eclesiástico debe aparecer aquí generoso y
espléndido; pues sería mejor rehusar el honor que,
después de aceptarlo, obrar con mezquindad y mi­
seria.
3. ® Cuando se va á la iglesia en coche, el prime­
ro es á costa del padrino; ocúpalo él juntamente con
la madrina y el niño que llevan la nodriza ó la ma­
trona.
4. ® En la iglesia se ha de entrar en el orden si­
guiente:
El padrino y la madrina.
El niño llevado por la nodriza ó la matrona.
El padre acompañado de los parientes y personas
invitadas.

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— 218 —

5.° El padrino debe dar algunas propinas que


varían según la calidad y la fortuna de las personas,
pero que alcanzan siempre á un gasto considerable.
Despuí^s del Bautizo, el padrino ofrece al sacer­
dote que lo ha administrado, una caja de dulces en
la que debe haber una moneda de plata ó de oro.
A los oficiales de la iglesia, sacristán, pertiguero,
monaguillos, propinas más ó menos considerables.
Al salir de la Iglesia es conveniente dar algunas
monedas á los pobres que esperan en la puerta.
El padrino ha de dar dulces á la madre del niño (1),
á la madrina, á la nodriza, á los sirvientes, etc.; debe,
pues, hacer provisión en grande; se entregan en caja,
en cucurucho ó en bolsa. No hay que decir que sería
algo más que mezquindad trivial contentarse con in­
vitar á las personas á tomar dulces de una caja que
se les presentase.
Entre las gentes del mundo, es costumbre que
ofrezca el padrino á la madre y á la madrina un re­
galo de mayor valor, pero generalmente suplen los
dulces, y creemos que si es Sacerdote el padrino, no
debe pasar de ahí.
En fin, sabido es que está obligado el padrino á
hacer á su ahijado el primer día del año un obsequio
más ó menos precioso por vía de aguinaldo.

II. — Matrimonio.

166. De tres partes se compone la ceremonia del


Matrimonio: acto civil, matrimonio religioso y con­
vite de bodas.

(1) La víspera de la ceremonia debe el padrino remitir & la


madrina cajas de bombones, bolsas de grajeas, etc. y á la madre del
niño gran cantidad de los mismos dulces para que los distribuya
entre sus amigos que no lo sean del padrino. (N. del T.)

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r —219 —

1. ® Al acto civil no han de asistir sino los futuros


esposos, los testigos y los parientes más próximos.
No hay inconveniente en que asista el Sacerdote (1).
2. ® Todos los invitados deben estar en la Iglesia
durante la ceremonia religiosa; naturalmente, tiene
allí su lugar el sacerdote, amigo ó pariente de los
futuros, mas, aunque sea muy próximo pariente, no
debe acompañar á la novia. Después de la misa, pa­
san á la Sacristía todos los invitados para firmar el
acta matrimonial (2). Llegados allí, saludan á los re­
cién casados, dirigiéndoles algunas palabras de para­
bién.
3. ® En general, no está en su lugar el Eclesiás­
tico que asiste al banquete de boda (3), por la libertad
que reina allí, y por eso con justa razón lo han pro­
hibido formalmente diversos Estatutos diocesanos.
Si por razones graves y excepcionales cree que debe
asistir, ha de ser con condición expresa de que no se
han de traspasar los límites de la delicadeza. Si des­
pués hay baile, el sacerdote debe retirarse del lugar
de la diversión. Y sería mucho más conveniente que
en este caso no asistiera al banquete.
4. ® Los que han asistido á una boda tienen dere­
cho á una visita de los recién casados en la quincena
que sigue á la celebración del matrimonio. Esta vi­
sita ha de ser devuelta antes de pasar los ocho pri­
meros días.
5.® La carta invitando á una boda exige que se

(1) En España, según las últimas disposiciones, el matrimonio


civil se considera celebrado asistiendo un representante de la ley
al matrimonio religioso. (N del T.)
(2) En España no es costumbre que pasen á la sacristía todos
los invitados. (N. del T.)
(3) En algunas provincias de España preside la mesa el Pá­
rroco que ha celebrado la boda. Dadas nuestras costumbres cris­
tianas, nada más natural que presida el sacerdote semejante acto.
(N. del T.)

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— 220 —

asista ó que se excuse. La simple carta con que se da


parte, exige visita por tarjeta.

III. — Defunción.

167. Anuncio de la defunción. — Apenas muere


una persona, los miembros de la familia ó los parien­
tes más próximos están obligados á dar la noticia
por carta á aquellos con quienes el difunto mantenía
relaciones de amistad ó de negocios. Esta carta debe
contener también la invitación á los funerales.
Sin embargo, los parientes más próximos y los
más íntimos amigos tienen derecho á un aviso más
especial.
Hay pueblos en que el día de la muerte se envía
una simple invitación para el entierro, á las relacio­
nes que tenía el difunto en la localidad.
La carta en que se da parte, propiamente ha­
blando, se envía más tarde, cuando se invita á los
funerales (1).
Se contesta, ya asistiendo á las exequias, ya por
tarjeta, ya en persona, y, si hay algo de intimidad
con la familia, por carta de pésame ó con una visita.
168. Funerales. —1.“ Invitados á los funerales,
si vivimos en el mismo lugar, tenemos obligación de
asistir, á no ser que nos hallemos legítimamente im­
pedidos.
2.° Es conveniente que nos presentemos en traje
de riguroso luto, esto es, de negro enteramente; sin
embargo, sólo los parientes más próximos están obli­
gados á este vestido. El Eclesiástico puede llevar en

(i) Respecto de la redacción de estas cartas, véase lo que se


dice en la III parte.

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r — 221 —

invierno sobretodo ó capa (1); pero creemos que para


estos casos basta la simple esclavina. El traje más
propio, si lo permite la costumbre, es el manteo de
etiqueta.
3. ® A la hora señalada nos dirigiremos á la casa
mortuoria, y si hay buzón en la puerta, pondremos
nuestra tarjeta doblada.
4. ° Al entrar en la sala destinada á recibir á los
invitados, iremos directamente á saludar á los pa­
rientes más próximos, encargados de presidir el
duelo. Si los conocemos, les apretaremos la mano
sin decir una palabra, saludando á los presentes con
una inclinación de cabeza. ¡Después esperaremos en
silencio, en actitud digna y triste. No será cortés
entregarse entonces á hablar cuanto nos ocurra,
como hacen muchos.
5. “ Puesto en marcha el cortejo, seguiremos á
pie y en silencio, y está muy bien que vayamos des­
cubiertos. Es verdad que hoy se cubren ya muchos,
y esta práctica está de moda. Puede ser legítima
excusa el temor de enfermarse marchando descu­
biertos por las calles, pero creemos que, en cuanto
pueda, debe el Sacerdote dar aquí ejemplo de fideli­
dad á la regla.
6. ® Si se nos invita á llevar los cordones ó cintas
del ataúd, aceptaremos el honor. El orden de las
cuatro personas encargadas de esta función, comen­
zando por las más respetables, es el siguiente: 1.®, á
la derecha é izquierda de atrás; 2°, á la derecha
é izquierda de adelante.
En los funerales de un Sacerdote debe seguirse el
mismo orden desde el momento en que se levanta
el cadáver hasta la entrada en la Iglesia; pero en la

(l) Ya hemos dicho en otra parte que en España el traje de


etiqueta para los Eclesiásticos es el manteo, y éste debe llevarse
en los entierros, con exclusión de cualquier otro. (N. del T.)

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Iglesia, como se coloca el cuerpo de manera que
esté la cabeza hacia el altar, los que están cerca
del catafalco, se colocan en orden inverso. Durante
la ceremonia hay que permanecer en los cuatro án­
gulos del catafalco (1).
El vestido de los sacerdotes encargados de este
acto debe ser sotana y manteo, y no el traje de coro
como se practica alguna vez.
7. ® El encargado del ceremonial indica las sillas
que han de ocuparse en la Iglesia; las más próximas
al altar son para las personas más dignas; general­
mente están cubiertas con tapetes negros, haciendo
todos los gastos la familia.
8. ® Durante los Oficios, los Eclesiásticos que for­
man en el duelo, no deben seguir el canto del coro.
9. ® Después del Responso, dada la señal, y si es
costumbre, van todos por turno á echar agua ben­
dita sobre el cadáver, á no ser que se practique esta
ceremonia en el Cementerio. Colócanse después en­
tre el catafalco y la puerta de la Iglesia. Conviene
saludar con inclinación de cabeza á la familia, si se
pasa por delante de ella. En algunos lugares sólo en
el Cementerio se da esta señal de respeto.
10. ® Cuando no seamos parientes próximos ó ín­
timos amigos del difunto, y está lejos el Cementerio,
podremos retirarnos.
11. ® Pero si nos resolvemos á acompañar el cadá­
ver hasta el Cementerio, lo que es siempre preferi­
ble, seguiremos al acompañamiento del mismo modo
que para ir de la casa mortuoria á la Iglesia, y espe­
raremos en el Cementerio á que esté todo concluido.
Se deja que salga primero el Clero, después la fami­
lia, y nosotros después (2).
(1) Como en España no entran en la Iglesia los cadáveres no
se hace nada de esto (N. del T.)
(2) Nuestras costumbres son muy diferentes; el acompañamien­
to sale antes que el Clero y la familia. (N. del T.)

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r
— 223 —

12,® Lo que acabamos de decir de los funerales


se practica también en las misas que se dicen el día
séptimo y en el aniversario. Pero en lugar de ir á la
casa del difunto, se va directamente á la Iglesia, á la
hora determinada, y en estos casos se exige más
rigurosamente el traje de luto.

169. En todo lo que precede hemos supuesto que


el Sacerdote forma parte del duelo propiamente
dicho.
En muchos lugares, es costumbre que los Sacer­
dotes, que asisten á una ceremonia fúnebre, acompa­
ñen al Clero en hábito de coro, que es lo que sucede
generalmente en los pueblos. Digna de aprobación
nos parece esta costumbre desde todos los puntos de
vista: debiera seguirse universalmente en todos los
funerales, y principalmente en los de los Sacerdotes
y Religiosos, exceptuando, es verdad, á los parien­
tes más próximos, que se colocan, como es natural, á
la cabeza del duelo.
El ceremonial que en tales casos se sigue es muy
sencillo. Se va á la Sacristía, se acompaña al Clero á
la casa mortuoria, se vuelve con él á la Iglesia, con­
formándose en todo con las reglas del coro.

170. Luto. — El luto es una manifestación exte­


rior del dolor que sentimos por la muerte de una per­
sona querida. Ha entrado y entra todavía en las cos­
tumbres de todos los pueblos. Pero las reglas que
hemos de seguir, ya en los símbolos que lo constitu­
yen, ya en los diferentes grados á que alcanza y en
cuanto á su duración, no son en todas partes las mis­
mas. Haremos algunas indicaciones generales.

171. —Entre nosotros son estas las señales exte­


riores;
1.^ El color de los vestidos es generalmente ne-

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— 224 —

gro, salvo en algunos casos en que se admite algo de


blanco.
2. ^ Los hombres llevan en el sombrero, ó, si son
militares, en el brazo y en la empuñadura de la es­
pada, una gasa negra.
3. ° Está admitido universalmente que los que es­
tán de luto usen papel, sobres y tarjetas de luto. Si
para cerrar las cartas se emplea lacre, debe ser ne­
gro, excepto en las de negocios.
4;° Hay que abstenerse de todo lo que sea incom­
patible con el dolor que se experimenta, siendo pro­
hibidos en este tiempo los cantos, las diversiones, los
banquetes ofrecidos ó aceptados, y hasta las visitas.
5.° Estas manifestaciones de luto alcanzan no sólo
á los parientes, sino también á los sirvientes propios
y á los del difunto.
Los gastos de los vestidos son de cuenta de los
amos y herederos.

172. Advertiremos, sin embargo, que no obligan


en el mismo grado las prescripciones dadas, siendo
más ó menos rigurosas según que se trata de luto ri­
guroso, de medio luto, 6 de luto aliviado.
En el luto riguroso han de ser de lana y rigurosa­
mente negros los vestidos. Durante las primeras se­
manas no se sale de casa sino para ir á la Iglesia.
Después se podrá salir algo, pero sólo para hacer vi­
sitas de pésame ó de amistad, estando dispensados
hasta de asistir á los funerales por difuntos que no
son de la familia.
En el luto ordinario, se permite la seda, aunque es
todavía de rigor el color negro. Están menos estric­
tamente prohibidas las salidas, pero debemos abste­
nernos de todo lo que parezca diversión.
En el luto aliviado, no son rigurosamente de co­
lor negro los vestidos: se permiten las salidas y las
recepciones, bien que más raras que de ordinario.

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— 225 —
173. La duración del luto, según la calidad de las
personas cuya muerte se llora, se gradúa hoy en el
mundo como sigue:
Por el marido un año y seis semanas; á saber:
seis meses de luto riguroso, tres de luto ordinario y
lo restante de luto aliviado.
Por el padre, la madre y la esposa, un año de luto
riguroso, y algunas semanas de aliviado.
Por los abuelos, seis meses de luto riguroso y
otros seis de luto aliviado.
Por hermanos, tres meses de luto riguroso y otros
tantos de luto aliviado.
Por tíos, seis semanas de luto riguroso y otras
seis de aliviado.
Por primos hermanos, tres semanas de luto rigu­
roso y otras tres de aliviado, y por primos segundos,
dos semanas de luto ordinario (1).
La duración del luto era más prolongada en otro
tiempo de lo que es hoy, y en algunos países que
conservan las antiguas tradiciones, se acostumbra
prolongar este testimonio de sentimiento y de reli­
gioso recuerdo de los difuntos por más tiempo del
que hemos fijado. Por eso en muchas partes se con­
tinúa por un año el luto riguroso por los padres, her­
manos, marido, esposa, abuelos y tíos, sin distinción
alguna.
Síganselas costumbres del país. La prolongación

(l) Muy diferentes son nuestras costumbres. La viuda conser­


va dos años el luto: riguroso el primer año, perdiendo algo de su
austeridad en los seis primeros meses del segundo, y siendo de
alivia en los seis restantes. La misma gradación se observa en el
de los padres, que dura año y medio; el de los abuelos dura un
año, el de los hermanos, diez meses; el de los tíos, seis meses; y
el del primo ó sobrino tres meses. El muqdo exige esto, pero el ca­
riño puede hacerlo durar más, y se ven personas que llevan luto
toda su vida por la muerte de los padres, del esposo á de los hi­
jos. (N, del T.)
15
/
DNIVSRSÍDaO, i5
■6*-Lcl
% Ll de España
— 226 —

del luto 66 en sí laudable, y debe conservarse la cos­


tumbre que la autoriza ó prescribe.

174. Las indicaciones precedentes son para las


gentes del mundo, y muy bien puede conocerse que
no se refieren á los Eclesiásticos. ¿En qué ha de con­
sistir el luto de éstos?
1. ° Está claro que los viajes de recreo, los ban­
quetes ofrecidos y aceptados, y las visitas de pura
cortesía les están prohibidos tan rigurosamente como
á los seglares. Lo mismo puede decirse de la asis­
tencia á ciertas ceremonias, cuyo carácter no había
de estar muy conforme con las tristezas del luto;
como son las distribuciones de premios, las veladas
literarias, las representaciones dramáticas en los Co­
legios, Seminarios, etc. Sólo en circunstancias espe­
ciales y ante estricto deber podría tomar parte en
solemnidades de esta clase un sacerdote que está de
luto. Puede, sí, asistir á las ceremonias religiosas
que se celebran en la Iglesia (1). Mas en lo tocante á
su ministerio, nada puede ni debe influir el luto
2.“ Hay sacerdotes ejemplares que, cuando muere
algún pariente próximo, creen que deben llevar una
gasa como ceñidor. Salvo mejor parecer, creemos
que harían mejor en no modificar su hábito: ya es
símbolo de tristeza, tanto por el color, como por la
forma, el traje eclesiástico, pues significa la muerte
al mundo y á sus vanidades, de que debemos hacer
profesión. ¿Para qué añadir nuevos signos de luto?
Los Religiosos no lo hacen, y sería muy conveniente
que tampoco lo hicieran los Sacerdotes.
Pero si nada debe cambiar el Sacerdote de su tra­
je ordinario, no se dice lo mismo de los sirvientes,
que deben vestir de negro, esto es, como se practica

(i) Creemos que no sólo puede, sino que debe. (N. del T.)

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— 227 —

en las casas de los seglares, debiendo pagar los lutos


el sacerdote.
3.® A pesar de la costumbre en contrario, aconse­
jaremos á los Sacerdotes que no cambien, cuando
estén de luto, el papel de cartas, los sobres y tarje­
tas. Creemos que sabe á afectación aun entre las
gentes del mundo; ¿y no estaría bien que, aun en medio
de su dolor, se conformase el sacerdote con la senci­
llez y con la modestia que piden la supresión de se­
mejantes símbolos? Entiéndase, sin embargo, que no
extendemos esta prohibición á las esquelas mortuo­
rias, que deben ser de luto riguroso.

CAPÍTULO IV

RELACIONES DE FAMILIA

175. Son transitorias y momentáneas las relacio­


nes de que hemos tratado hasta este capítulo. Las de
que hablamos aquí son, en cierto modo, permanentes.
Y es tanto más importante hablar de estas últimas,
cuanto con más facilidad se olvidan las reglas del
trato social. ¡Cuántos se pasan de finos con los extra­
ños á quienes ven raras veces, y son ásperos, desa­
gradables y hasta groseros en el interior de la fami­
lia! Diríase que, al franquear el umbral de su casa,
se transforman en otro hombre. Es extravagancia
inexcusable contra la cual debemos prevenirnos
todos de una manera especial.
Con gran finura ha dicho Joubert. «Hay que lle-
»var el terciopelo interiormente: esto es, hay que
• manifestar amabilidad, antes que á nadie, á los
• que viven con nosotros.» (1).
(i) Penséis, VIII. 30.

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228 —

Recomendamos este pensamiento á los que en su


casa aparecen menos amables y menos delicados
que fuera de ella.
Bajo tres diferentes formas se presenta para el
Sacerdote la vida de familia: l.“ la vida de Comuni­
dad en un Seminario, en un Colegio, en cualquiera
sociedad de Eclesiásticos que hacen vida común; 2.°
la vida de Cura-Párroco; 3.“ la vida de palacio ó en
familia bastante bien acomodada. Con todos estos
títulos enunciaremos la cortesía relativa á la vida de
familia.

Artículo I

La Comunidad.

176. Inestimables ventajas ofrece á los Sacerdo­


tes que la practican la vida común: es eminentemen­
te favorable al vuelo que toma la inteligencia en el
estudio; mejor que en medio alguno se adquiere y se
conserva en ella la perfección del sacerdote; y las
privaciones que impone hallan abundante compen­
sación en la preciosa regularidad que en ella reina,
en la paz de que allí se disfruta y en los encantos
de una sociedad enteramente fraternal.
Mas para gozar plenamente de tales ventajas,
hay que cumplir fielmente con los deberes que lleva
consigo, cuidando de no faltar á ninguna de las con­
sideraciones que se deben unos á otros los diferentes
miembros de la comunidad.

177. Cuéntase en primer lugar la observancia de


las reglas, que es auténtico testimonio de respeto y
deferencia hacia la autoridad que gobierna.
Además, al obligarse á vivir en comunidad, con­
traen los miembros de una misma familia espiritual

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— 229 —
la obligación de la regularidad; por eso se sienten
más ó menos molestados, cuando alguno, sin bastan­
tes motivos, prescinde de ella. El Reglamento es para
las comunidades particulares, lo que las leyes para
las sociedades políticas: se constituyen y viven por
él únicamente, y por él se unen y se disponen en ar­
monioso concierto para obrar de la misma manera y
tender á un mismo fin. Los que lo quebrantan moles­
tan á la comunidad y faltan á las consideraciones
que mereée.
Es, pues, la fidelidad al Reglamento, para los Sa­
cerdotes y Clérigos que viven juntos en un Semina­
rio, en un Colegio, en una Casa religiosa cualquiera,
la primera ley del buen tono y del trato social: es la
expresión de la igualdad enteramente fraternal que
debe reinar entre ellos. Sometidos todos á la misma
observancia, no sólo no deben oponerse á ella, sino
que hasta huirán de las exenciones y privilegios
siempre odiosos en una Comunidad. Hacer lo que
hacen los demás y abstenerse de una práctica desde
el momento en que no puede ser general, tal es para
ellos la máxima fundamental. Quién no quiera acep­
tar el yugo, absténgase de sujetarse á la vida común
que exige esencialmente uniformidad en la subordi­
nación y en la obediencia (1).
Por eso no hablaremos cuando obliga la ley del
silencio; asistiremos con puntualidad á los ejercicios,
no faltando nunca y no llegando tarde; pediremos
los permisos y dispensas que se exijan; desempeña­
remos exactamente y á conciencia los empleos que
se nos encomienden; respetaremos religiosamente
las observancias más insignificantes, y hasta aque-
(l) Quién haya vivido en Comunidad, ha podido notar que la
regularidad y el trato social se hallan de ordinario reunidos en
los mismos individuos. Los mejor educados y los más delicados en
lo que se refiere á la Urbanidad, son también los más edificantes y
los más ejemplares.

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— 23° —
lias costumbres tradicionales que no están escritas,
pero que ha sancionado y erigido en ley una costum­
bre inmemorial.

178. A la observancia del reglamento destinado á


establecer la uniformidad se une el cuidado de evitar
todo lo que pueda aparecer singular y extravagante.
Sabido es que quien se deja arrastrar de tales de­
fectos no hace nada como los demás: tiene su ma­
nera propia y peculiar de andar, de estar de pie, de
vestirse, de hablar y de comer: los actos más senci­
llos y más ordinarios toman en su persona carácter
peculiar, forma extravagante y aspecto inesperado
que sorprende. Es verdad que todos los hombres
deben tener su fisonomía por la cual sean ellos mis­
mos; pero hay multitud de puntos en que debemos
tratar de conformarnos con la manera de ser y de
obrar de los demás hombres. Siempre causará des­
agrado el extravagante que desprecie esta regla; y
si en todas partes causa desagrado, lo causa mayor,
sin duda, en una comunidad.
En comunidad, más aún que en la vida ordinaria,
se necesita cierta semejanza de costumbres, de hábi­
tos, de modales, de maneras y de prácticas por las
cuales se revelen la unión de los corazones y la mar­
cha de todos á un fin común. Es una especie de so­
ciedad doble, en que á las relaciones ordinarias que
conservan entre sí los que viven en medio del mundo,
añádense y se sobreponen otras relaciones más nu­
merosas, más delicadas y más íntimas. Pero estas
relaciones establecen una especie de fusión y com­
penetración entre las existencias individuales, y exi­
gen por lo mismo que sean asimiladas más comple­
tamente. En semejante estado no pueden pasar
inadvertidas las extravagancias y las singularidades
que se revelarán llamando la atención de todos. Por
eso son menos toleradas allí las singularidades.

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— ájí —

Deben, pues, ejercer gran vigilancia sobre sí mis*


mos los eclesiásticos que practican la vida común, y
ha de ser tanto más acentuada esta vigilancia cuanto
más de temer es en ellos la singularidad, cuyo des­
arrollo provoca más aún la vida que llevan que la
vida de libertad que hay en el mundo. La soledad y
el aislamiento obligan á prescindir más de los hábi­
tos sociales, cuyo sentimiento se conserva con las re­
laciones de sociedad; el continuo trato de las mismas
personas, que hace que seamos menos circunspectos,
favorece la inclinación á la singularidad, por débil
que sea el germen que de ella tengamos; en fin, la
misma uniformidad que produce la regla, tiende con
la exageración á dar origen á modos de hablar y
obrar más ó menos extravagantes, á maneras excén­
tricas que se afianzan más y más con la edad, y de
que, al cabo de algún tiempo, es muy difícil despren­
derse.

179. Una comunidad, como tal, tiene derecho á


que la respeten todos los que la constituyen.
Supone, es verdad, entre sus miembros lazos de
fraternidad que no pueden avenirse con las moles­
tias y con las violencias; pero no olvidemos que la
sociedad de sacerdotes y de clérigos no es reunión de
estudiantes: es una personalidad moral, tanto más
digna de consideraciones y miramientos, cuanto los
que la forman son respetables por si mismos, por su
carácter y por el hábito que llevan.
Por lo tanto no puede uno permitirse en presencia
de sus colegas la misma libertad y los mismos des­
ahogos que en el secreto de su habitación ó delante
de dos ó tres amigos íntimos.
El traje ha de ser propio: los reglamentos de los
seminarios que han servido de modelo para la for­
mación de las comunidades eclesiásticas, prescriben
que jamás nos dejemos ver fuera de nuestra habita-

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— 232 —

cíón sin estar enteramente vestidos, esto es, sin el


traje talar con todos sus accesorios. La sotana debe
estar abotonada por completo; el calzado lo ha de
formar no las plantillas, sino los zapatos muy lim­
pios; y si en la cabeza se lleva algo, ha de ser som­
brero ó bonete, pero nunca gorra.
La postura ha de ser modesta en los ejercicios co­
munes: no se cruzarán las piernas, ni se estará con
cierta flojedad, ni se bostezará, etc. En el comedor
se cumplirán las reglas prescritas para la comida,
y en los recreos se ha de ser modesto y recatado.
En una palabra, debemos portarnos, en todos estos
casos, como ante una persona que nos mereciera
todo respeto.

180. La delicadeza prescribe también en la vida


común que nada nos permitamos que haga sufrir á
los que viven con nosotros. Para ello necesitamos
gran cuidado sobre nosotros mismos, tacto exquisito,
y, más que todo, espíritu mortificado. El hombre que
vive en sociedad, debe pensar en los demás en los
detalles todos de su vida, no menos que en sí mismo,
de modo que á nadie sirva de molestia, y está tanto
más obligado cuanto más intimidad hay entre los
que forman la sociedad.
En esta clase de vida en que con tanta frecuencia
nos encontramos unos y otros, asistiendo á los mis­
mos ejercicios, habitando bajo un mismo techo, co­
miendo en la misma mesa, concíbese que diariamente
haya innumerables ocasiones de roces y de contra­
riedades.
En una comunidad se puede hacer sufrir:
Con la locuacidad ó taciturnidad. Hay grandes
parlanchines que toman por su cuenta la conversa­
ción, no dejando á los otros ni tiempo para respirar,
y hay también caracteres tímidos, indolentes, melan­
cólicos, cuyo mutismo nos desespera.

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— 233 —

Con la causticidad y el espíritu de censura. Hay


quien siempre está dispuesto á criticar y á reprobar,
condenando de modo hiriente los defectos, el tonillo,
los ademanes, la pronunciación y la incorrección del
lenguaje de sus hermanos, mortificándolos con sus
burlas, ridiculizándolos y humillándolos sin com­
pasión.
Haciéndose los importantes, pretenciosos y vani­
dosos, siempre más ó menos molestos para los que
viven en su compañía. Toda sociedad, y sobre todo
si es comunidad, supone en sus miembros cierta
igualdad, en cuya virtud todos tienen los mismos de­
beres, pero también los mismos derechos. De ahí que
se hacen odiosos é insoportables los que quieren do­
minar y hacer de directores y mandones, empu­
ñando un cetro tiránico al cual tiene que rendirse el
mundo entero.
Con la falta de aseo en su persona y vestidos y
con sus repugnantes hábitos de comer, de tomar
polvo, de sonarse y de escupir. Esta falta de aseo
molesta más, cuando se encuentra en objetos que son
de uso común ó en lugares que frecuenta la comuni­
dad: por ejemplo, manchar las paredes, echando
tinta; arrojar, sin tomar precauciones, á los corredo­
res las basuras del cuarto, los recortes de papel,
etcétera; echar por las salas, galerías y escaleras
asquerosos gargajos; y (¿será necesario llegar á estos
pormenores?) entrar sin cierto cuidado en algunos
lugares que, por su naturaleza, exigen limpieza es­
pecial, y si ésta no existe, pronto será imposible lle­
garse á ellos, no tardando en convertirse para toda
la casa en lugares de verdadera ignominia.
Con intenciones más ó menos egoístas que moles­
tan de mil modos, abriendo ó cerrando, porque sí, las
ventanas de las salas en que están reunidos, ce­
rrando las puertas con ruido, marchando por los
corredores con estrépito, incomodando á sus compa-

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— 234 —

fieros en el trabajo, en los ejercicios de piedad, en


el sueño, etc.
Con curiosidad indiscreta. No debemos molestar
á los demás exigiéndoles confianzas que no pueden
tener con nosotros; jamás huronearemos en sus libros
y papeles, ni abriremos sus muebles ó cajones, etcé­
tera; ni inspeccionaremos los paquetes y cartas que
reciban.
Con la libertad y falta de cumplimiento con que
se tratan unos á otros. Cuando se encuentran reuni­
dos varios para conversar, hay que atender á la con­
versación, no leer las cartas y el diario; no se puede
cuchichear, sobre todo mientras habla alguno; cuan­
do se tiene necesidad de algún servicio, hay que pe­
dirlo cortésmente, etc.

181. No hay familia que no tenga secretos que no


es posible revelar. En la familiaridad de la vida
común ocurren muchos incidentes cuya divulgación
entre personas extrañas es muy desagradable. Por
lo tanto trataremos todos de ser muy circunspectos
en las comunicaciones exteriores, no diciendo nada
que pueda ceder en descrédito de la casa. No habla­
remos mal ni del régimen interior, ni del reglamento,
ni de los superiores, ni del espíritu general, ni del
tono y maneras, ni de la regularidad, ni de los estu­
dios. Si ha tenido lugar algún acontecimiento des­
agradable, lo callaremos. Todos estamos interesados
en el honor de la familia, que en cierto sentido vale
más que el nuestro. La comunidad de que formamos
parte es nuestra familia según la gracia; debemos,
pues, estar grandemente interesados en su honor. Se­
remos, es cierto, circunspectos y modestos cuando se
trate de elogiarla y ensalzarla, hablaremos de ella con
humildad, como lo hacía San Vicente de Paúl, cuan­
do se trataba de su congregación, pero nos absten­
dremos de cuanto pueda parecer censura ó desdoro.

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— 235 —

182. Acabamos de decir que la Comunidad es


una familia; basta con esto para comprender el ca­
rácter especial de las relaciones que deben existir
entre sus miembros. Debe encontrarse en ella afec­
tuosa caridad, confianza, sencillez, cortesía y delica­
deza; todo lo cual forma el encanto de la vida íntima,
de que es santuario y testigo el hogar doméstico.
Pero el fondo común de delicadeza y cortesía tiene
varios matices, según sean las relaciones con el Su­
perior, con los iguales y con los inferiores.

183. En la Comunidad ocupan los Superiores el


lugar que en la familia corresponde á los padres. La
conducta de los inferiores con respecto á ellos será
manifestación de afectuosa subordinación y de res­
petuosa confianza.
l.° Al dirigirles la palabra ó al hablar de ellos,
no han de ser insolentes ni familiares nuestras fór­
mulas.
Es soberanamente ridículo emplear, para desig­
nar á los Superiores de una comunidad eclesiástica,
ciertos títulos que pueden parecer agradables, pero
que en realidad son del peor gusto.
Al contestarles, conviene evitar las formas inte­
rrogativas que apenas si podrían estar bien emplea­
das con los inferiores: ¿Qué sé yo? ¿Qué me impor­
ta? ¿por qué no? ¿qué quiere usted que haga^
Al hablar de ellos, jamás dejaremos de anteponer
al nombre ó título la palabra Señor. Por consiguien­
te jamás diremos: El Superior, el rector; sino: el
señor Superior, el señor Rector, el Padre Superior,
el Padre Rector, etc.
Al saludarles, cuando los buscamos, nos inclina­
remos diciendo: A disposición de usted, señor Rector,
y no les diremos con el saludo vulgar: ¿Lómo está
usted? El nos saludará, y entonces contestaremos:
Muy bien, señor Rector, muchas gracias.

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— 236 —

Jamás nos serviremos, al hablarles, de lenguaje


amanerado, afectado, por ejemplo, en tercera perso­
na, con el pretexto de manifestarles más respeto, ver­
bigracia: ¿Me permitiría el señor Rector} etc. Sería
demasiada ceremonia.
2.° No sólo en las palabras, sino más bien en los
hechos, ha de manifestarse el respeto á los superio­
res.
La deferencia que se les debe exige que en todo
lugar se les ceda el primer puesto. Si, cuando se pre­
sentan en algún punto, ocupamos el lugar más hon­
roso y más digno, lo cederemos inmediatamente.
Cuando tiene el Superior algún lugar reservado, pro­
pio de él mismo, por ejemplo, en el coro, nadie debe
ocuparlo, aunque esté ausente.
Cuando entra en la habitación de un inferior, debe
éste levantarse, descubrirse, salirle al encuentro y
ofrecerle la silla.
Al hablarles hay que estar descubierto, lo mismo
que al saludarlos y al pasar por delante. Sin embar­
go, cuando nos paseemos por un patio ó jardín, no
hay necesidad de saludar ó de descubrirnos cada
vez que nos encontramos ó nos cruzamos con el Su­
perior.
Cuando habla el Superior, ya en público, ya en
particular, hay que escucharle; por consiguiente, no
se puede conversar con otros, leer ó hacer algo que
pudiera parecer falta de atención.
Reirnos de modo que parezca que los humillamos
ante sus pequeñas originalidades ó ante los capri­
chos ó genialidades que tengan, sobre todo cuando
son ancianos, ante su lenguaje ó falta de memoria,
cuando platican, ante sus olvidos y distracciones, no
sería sólo falta de urbanidad y de cortesía, sería una
rusticidad, y, á veces, señal de corazón pervertido.
Cuando, en tiempo de recreo, se une el Superior á
uno de los grupos, hay que saludarlo y ofrecerle el

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— 237 —

lugar del medio. Sería descortés continuar la con­


versación comenzada, sin tener en cuenta su pre­
sencia: se debe, ó interrumpir el discurso, ó mejor,
exponer el asunto de que se trata pidiéndole su opi­
nión, diciendo por ejemplo: Hablábamos de esto,
¿qué le parece á usted, señor Rector? Y desde este
instante ha de ser el Superior el centro de la conver­
sación, evitando entretenerse con el vecino.
Hay seminaristas que, en lugar de tomar parte en
la conversación del grupo á que pertenecen, y que
preside el Superior, tienen la vista fija en otro grupo
vecino, cambian sonrisas y hasta palabras con los
que lo forman, manifestando con esto, que sería más
grata la recreación con ellos que con el grupo en que
se ven obligados á permanecer. No hay quien no co­
nozca la falta de cortesía que hay en esto.
La delicadeza en la vida común obliga al respeto
á los superiores, aunque estén ausentes. Será falta
censurarlos ante los compañeros, remedarlos, ridi­
culizarlos, vituperar su conducta, desnaturalizar sus
intenciones, culparlos de parcialidad, de injusticia,
etcétera.
3.° Al respeto debemos añadir la delicadeza para
con los superiores. Es obligatoria la visita á los mis­
mos á su llegada ó partida, lo mismo que el primer
día del año, y en casos semejantes: por ejemplo, en
los Seminarios, con ocasión de las Ordenes.
Si están enfermos, les atenderemos con la caridad
que exija su estado, ofreciéndonos con la mejor vo­
luntad para servirles. No hay que añadir que no tie­
ne lugar aquí la prescripción de más arriba, de no
preguntarles cómo les va. En tales circunstancias es
muy cortés y delicado informarnos de su estado de
salud, y mostrarles cuánto nos interesamos por ellos.
También es delicadeza, cuando se presenta la oca­
sión, manifestarles afecto, confianza y estima, lo mis­
mo que gratitud, dándoles pruebas de rendimiento

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238

filial. La vida común ofrece todos los días millares


de ocasiones para manifestar tales sentimientos, y un
1
buen corazón no las deja escapar.
Hay faltas de cortesía hacia nuestros superiores,
y que vamos á indicar aquí; hacen caer en ellas, el
olvido, la ligereza, la falta de educación, la timidez,
y acaso otros motivos menos recomendables todavía,
Nos referimos á la poca diligencia con que nos pone­
mos á su lado en tiempo de recreación, y á la espe­
cie de aislamiento en que los dejamos, y que siempre
es más ó menos mortificante para ellos. Exige la más
elemental cortesía no sólo que no huyamos de ellos,
cuando se nos acercan, sino que salgamos á su en­
cuentro, cuando se presentan en el lugar de recreo
y parece que vienen hacia nosotros. Hay casos en
que se ven precisados á retirarse los que los acom­
pañan; entonces debemos nosotros ir á ellos no obh-
gándoles á probar fortuna en otros grupos.
No desperdiciaremos la ocasión de prestarles al­
gunos servicios. Si son ancianos ó están enfermos y
han de atravesar algún paso difícil, les ofreceremos
el apoyo de nuestro brazo; si tienen algún objeto que
les molesta, les suplicaremos que nos permitan lle­
varlo; y si viajamos con ellos, les invitaremos á to­
mar el lado más cómodo del camino.
4.° Trataremos también de corresponder á las
delicadezas que tengan con nosotros, asegurándoles
que nos consideramos muy honrados.
Si nos ofrecen agua bendita al entrar en la iglesia
ó al salir de ella, no retiraremos torpemente la mano
como no falta quienes lo hacen, creyendo ser por
esto más políticos, imaginándose que sería irrespe­
tuoso aceptarla.
Si nos invitan á entrar delante, por ejemplo, en
su habitación, lo haremos sin dificultad. Entre igua­
les ó entre personas cuya superioridad relativa no
esta bien determinada, se puede, en ciertos casos, re-

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r — 239 —
nunciar á tal honor; pero, cuando es cierta é innega­
ble la superioridad, no podemos negarnos.
Cuando nos dirijan la palabra, y cuando, para
manifestarnos interés, nos hagan alguna lisonja, nos
guardaremos de poner semblante ceñudo ó mohíno.
No falta quien cree hacerse así más importante,
cuando no se hace sino tosco y ridículo.
No es cortés rehusar un ofrecimiento benévolo
que nos hace el Superior, creyendo que nos agrada,
cuando, en realidad, nos es algo molesto; por ejem­
plo, si nos invita á acompañarle en un paseo ó en un
viaje, manifestaremos que nos consideramos muy
honrados, y aceptaremos, á no ser que haya algún
impedimento serio que pueda servirnos de excusa.
De la misma manera, si se toma la molestia de en­
tregarnos una obra, un artículo de periódico ó revis­
ta, cuya lectura supone que nos ha de interesar, no
lo rehusaremos á pretexto de que no tenemos tiem­
po ó de que no nos convienen esas lecturas; sería
contestar á un acto de delicadeza con otro de rustici­
dad; lo aceptaremos dando las gracias; siempre nos
será factible leerlo ó dejarlo de leer.
5. ‘ Jamás nos permitiremos darles lecciones. Si
nos reprenden por alguna falta, nunca les diremos
que también ellos caen en las mismas.
Podrá suceder que, estando en su compañía, ad­
virtamos que se nos ofrece la ocasión de cumplir con
algún deber suyo y nuestro á la vez, por ejemplo:
saludar á alguien ó contestar á algún saludo: no se­
remos los primeros en hacerlo; y si vale la pena, y
es manifiesta su distracción, le avisaremos respetuo­
samente; en caso contrario, nos abstendremos.
6. ° No apareceremos molestados ni cortados en
su presencia; jamás ha sido opuesto el respeto á la
libertad. Hay que evitar la inconsideración y la char-
latanatería en presencia del Superior; hay que
prescindir también de la afectación de un mutismo

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— 240 — 1
absoluto: podríamos infundirle la sospecha de que
no nos es grata su compañía, ó de que delante de
él estamos siempre en guardia.
7° No abusaremos de la confianza que nos dé: si
nos comunica algún secreto, sabremos guardarlo;
si nos permite entrar en su habitación, respetaremos
religiosamente sus secretos, y nada tomaremos sin
su venia; cuidaremos más que los nuestros los libros
ó cuadernos que nos preste, no dejándolos á otros,
y devolviéndolos cuando los hayamos desocupado.
8.° Con respecto á ellos tendremos muy presente
la regla dada arriba relativa á la conclusión de las
visitas. No eternicemos las que les hacemos; expli­
cado nuestro asunto y oída su respuesta, les dare­
mos las gracias, y nos despediremos saludándolos.

184. Los miembros de una Comunidad deben mi­


rar como hermanos á sus iguales, estándoles unidos
con los vínculos de la caridad más cordial.
1.0 Esta caridad ha de ser igual con todos, exclu­
yendo tanto las antipatías que alejan á ciertos com­
pañeros, haciéndonos enojosa su compañía, como las
simpatías demasiado vivas, que obligan á reducir
nuestro afecto á muy pocas personas; excesos que se
oponen por igual á la unión fraterna que es el alma
de todas las Comunidades. Cierto es que es imposi­
ble que la semejanza ú oposición de caracteres, de
gustos y de costumbres no produzcan innumerables
matices en el mutuo afecto que se profesan muchos
cuando viven juntos. Pero deben estar de tal mane­
ra eclipsados estos matices por la virtud superior
que los domina que, haciendo enmudecer las prefe­
rencias secretas, se apliquen todos á ser con los de­
más igualmente amables.
2.° No hay que confundir la caridad que une á los
compañeros con la familiaridad excesiva: la primera
supone el respeto; la segunda lo excluye enteramen-

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241 —

te; pero el respeto debe ser siempre el fundamento


de las relaciones de los Sacerdotes y de los aspiran­
tes al Sacerdocio; por lo tanto, hay que evitar la fa­
miliaridad y la desenvoltura hasta en los desahogos
de la intimidad. Cuidaremos mucho que ni en el tono,
ni en el lenguaje, ni en las maneras, haya nada que
sepa á obrero ó estudiante: nada de juegos de ma­
nos, de empujones, de ademanes impropios. Saluda­
remos cuando nos acerquemos á alguno, ó cuando
nos encontremos ó crucemos con él. Al llegar á la
puerta de un compañero, ni la abriremos ni entrare­
mos en la habitación antes de haber llamado y de
haber oído la contestación. El compañero visitado
se levanta para recibir las órdenes que le damos.
Jamás nos tutearemos; en una palabra, nos tratare­
mos en todos los casos como se tratan gentes bien
educadas.
3.° La ayuda, la protección y el apoyo que nos
podemos prestar mutuamente cuando vivimos jun­
tos, es sin duda una de las primeras ventajas de la
vida de Comunidad, que á cada momento nos propor­
ciona ocasiones propicias para prestarnos buenos
servicios expresión viva de la caridad que une los
corazones. Citaremos algunos ejemplos:
Prestar á los compañeros lo que necesitan.
Asistirles en sus necesidades.
Procurar que nada les falte en el comedor.
Mostrarnos en todo momento amables y benévo­
los para con ellos.
Animarlos, si son tímidos, dirigiéndoles la pala­
bra en el recreo, avalorando con delicadeza lo que
dicen para darle más importancia, y haciendo entrar
en la conversación algo que pueda interesarles.
Consolarlos en las aflicciones que les manda el
Señor, en sus contratiempos, en las penas reales ó
imaginarias, manifestándoles que tomamos parte en
ellas.
i6
Gn
urtív ‘•RSíDaB, íS
--- - -Bibliotec^i fiona¡ de España
— í4« —
Observar con especialidad tan fraternales aten­
ciones para con los recién llegados, que no conocen
todavía las costumbres de la casa, m los lugares ni
las personas, y con frecuencia se ven obligados
á soportar las tentaciones de la tristeza, del desa­
liento, del fastidio, teniendo por lo mismo mayor ne­
cesidad de ser sostenidos, ayudados y fortificados.
4.“ La igualdad que reina entre los hermanos no
deja de admitir ciertas preferencias; y hasta el buen
orden las exigen. En esto hay que acomodarse á las
reglas prescritas y tomar sin ceremonia ni cumpli­
miento de ningún género el lugar que nos hubieran
señalado. Con mal entendida humildad no manifes­
taremos deseos de colocarnos más abajo de los que
deben colocarse detrás de nosotros; pero tampoco
pretenderemos ocupar un lugar más elevado de lo
que nos corresponde.
Cuando no existe orden determinado, nos coloca­
remos donde podamos, sin elegir.
5. ° Sucede á veces que provocan la risa inciden­
tes inesperados en los ejercicios comunes: tal como
una imprudencia que se ha cometido, una falta en la
lectura, un acto de sencillez al recitar una lección ó
en una alocución pública, una distracción extraordi­
naria, etc. En tales casos es muy difícil contenerse,
pues sabido es que nada hay más espontáneo ni más
involuntario que la risa; sin embargo, sea el que
sea, nos guardaremos de mortificarle, pues siempre
es humillante el que se rían á costa de uno, siendo
para ciertos caracteres una prueba bien dolorosa; y
hasta podiendo resultar consecuencias un tanto eno­
josas para el desarrollo de la inteligencia, y más
aún, para aquel arrojo que deben tener hasta cierto
punto los que están obligados á aparecer en públi­
co. No hay cosa que haga á uno más tímido y cor­
tado, que el temor de ser víctima de la burla y de la
risa. La caridad y la cortesía se unen aquí para

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— 243 —
imponer delicadas precadciones; el corazón bueno
sufre siempre viendo á los demás humillados.

185. No omitimos los deberes que en una 'comu­


nidad impone á los Superiores la urbanidad en sus
relaciones con los inferiores.
Entre los miembros de una misma Comunidad
pueden distinguirse tres diferentes grados de infe­
rioridad: la que resulta de la subordinación jerár­
quica, en cuya virtud están obligados todos á obede­
cer á un mismo jefe; la que resulta de la edad y de
la necesidad de ser enseñado, formado y dirigido; y
por fin la que nace de la posición social.
La primera es la de los Directores y Profesores
de un Seminario ó de un Colegio con relación al Su­
perior; la segunda, la de los alumnos con respecto á
sus maestros; y la tercera, la de los sirvientes.
■ Estos distintos matices en la inferioridad determi­
nan y fijan matices análogos en los deberes á que
dan derecho.

186. Debe recordar el Superior de una Comuni­


dad que no es sino primus inter pares-, su conducta
ha de tener el doble carácter de la bondad y del res­
peto. No es propio que les manifieste aquella delica­
da deferencia que indica sumisión, ni aquella fría y
mesurada cortesía de que se sirve el mundo para con
los desconocidos. Mas tampoco le estará bien que, al
hablar, tome el acento familiar y libre de que nos
servimos con los niños y jóvenes, ni el tono protec­
tor que revela la superioridad con demasiada evi­
dencia. Trabajará para hacer sentir lo menos posi­
ble la preeminencia que le da su título, pensando en
ello cuanto pueda. Por el contrario, manifestará en
todas las ocasiones que los considera como compa­
ñeros, como colaboradores llamados á ayudarle en
el cumplimiento de su tarea, y cuya capacidad y mé­
rito tiene en no pequeña estima.

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— 244 —
Según estos principios:
Contestará con toda cortesía cuando le saluden,
y, si quedan ante él con el sombrero en la mano, les
invitará á cubrirse.
Cuando vayan á verlo á su habitación, se levan­
tará para recibirlos, acompañándolos después hasta
la puerta.
Jamás les dirigirá una censura, ni les hará una
observación mortificante, ni los humillará en manera
alguna delante de un inferior.
Con discreción y prudencia los iniciará en los
asuntos de la casa, aunque no sea más que para ma­
nifestarles confianza y mostrarles el aprecio que
hace de sus luces.
Obrará de modo que les sea grato encontrarlo,
estando siempre dispuesto á recibir sus comunicacio­
nes y sus quejas.
Si están enfermos ó han sido victimas de una des­
gracia, los visitará en su habitación dándoles testi­
monio de interés y simpatía.
Podrá suceder que en algunos casos padezca
algún olvido con respecto á ellos, y se deje llevar de
algún ímpetu que pueda mortificarlos: entonces no
se creerá humillado, yendo á ofrecerles, con afecto y
con dignidad á la vez, sus excusas y la expresión de
sus sentimientos.
Semejantes pasos no sólo no debilitan la autori­
dad, sino que la solidifican y robustecen.

187. Aunque sean niños pequeñitos, tienen dere­


cho á las consideraciones de sus maestros los alum­
nos de un Seminario ó Colegio. No es difícil com­
prender que tales consideraciones se matizan y se
gradúan según la edad de los mismos: no es posible
tratar lo mismo á un filósofo que á un alumno de las
clases inferiores. Y si se trata de Seminaristas ade­
lantados ya en las órdenes, y á punto de ser promo-

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— 245 —

vidos al Sacerdocio, será conveniente tratarlos casi


como compañeros. Por lo tanto, se dará á conocer á
los jóvenes y aun á los mismos niños el respeto que
ellos merecen y el sentimiento de su propia dignidad;
disposición admirable, mucho más importante que la
suficiencia, y que quizá no han tratado de desarrollar
bastante en el alma de sus discípulos los encargados
de la educación.
Por eso, al hablar de los niños, sean los que fue­
ren, no los tutearemos, ni los llamaremos con apo­
dos, ni emplearemos palabras groseras é injuriosas.
En las reprensiones que les dirijamos y en las
penitencias que les impongamos, no deben traslu­
cirse nunca la animosidad y la pasión. Es necesario
hacerles comprender que el proceder de sus maes­
tros para con ellos está siempre dirigido por la razón
é inspirado por el afecto.
No nos permitiremos con nuestros alumnos nin­
guna soflama; su inferioridad los coloca en estado de
no poder contestarnos en el mismo tono, y sería
de nuestra parte cobardía é injusticia.
No nos haremos odiosos con nuestra severidad,
pues perderíamos toda nuestra influencia desperdi­
ciando el fruto de nuestro ministerio; pero tampoco
nos empeñaremos en hacernos populares: molesta­
ríamos á nuestros compañeros, y, tarde ó temprano,
nos granjearíamos la falta de consideración y el des­
precio. El aprecio y la estimación no se consiguen
sino cuando se hace ver que no se los busca.
Hay que evitar también en las relaciones con los
alumnos ó en su presencia, cierto género de familia­
ridad que debilita siempre más ó menos toda autori­
dad; no tomaremos un aire gruñón, ridículo ó solapa­
do, ni faltaremos al respeto que nos debemos á nos­
otros mismos ó debemos á nuestros semejantes, etc.
Hay maestros que no temen confiar á sus alumnos
las pequeñas diferencias que pueden tener ó con el

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— 246 —

Superior ó con los otros compañeros, y, lo que es


peor, se olvidan á veces hasta hacerlas manifiestas
delante de ellos: es indiscreción y escándalo de que
nadie se aprovecha.
188. La Urbanidad para con los sirvientes se re­
duce á tres palabras: dignidad, benevolencia y cir­
cunspección.
Examinémonos muy atentamente, para que los
sirvientes, que son más perspicaces de lo que gene­
ralmente se cree, nada observen en nuestro modo de
ser, en nuestras conversaciones, en los hábitos de
nuestra vida, que les ofenda, los escandalice y nos
rebaje en su estimación. ¡Qué impresiones tan sensi­
bles reciben los sirvientes en Comunidades eclesiás­
ticas, donde todo debiera edificarlos!
La dignidad no debe oponerse jamás á la benevo­
lencia. Debemos ser para con nuestros servidores
más amigos que amos. En cuantas ocasiones se pre­
senten les daremos pruebas de bondad, de manse­
dumbre y de afabilidad.
Por el Bautismo han sido hechos nuestros herma­
nos en Jesucristo, y acaso sea más rica que la nues­
tra la corona que tienen reservada en el cielo; y esto
no debemos olvidarlo, cuando tratemos con ellos.
Sin embargo, obraremos de modo que nuestras
relaciones con los sirvientes, aunque buenas y cari­
tativas, sean circunspectas. Los sirvientes ocupan
lugar aparte en la Comunidad; no deben, por lo
tanto, llegar hasta las intimidades de la misma. Por
consiguiente, no ha de haber con ellos desahogos,
confianza y conversaciones. Sobre todo, nada les
revelaremos que no deban saber, ya en lo que á nos­
otros toca, ya en lo que toca á los demás.

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— 247 —

Artículo II

La Casa parroquial.

189. La Casa parroquial es la habitación sacer­


dotal por excelencia; allí pasa la vida de la mayor
parte de los sacerdotes.
Diferentes elementos componen la sociedad que
en ella habita; en algunos casos los padres del señor
Cura, y algunos sirvientes. Daremos, por consi­
guiente, la lista de los deberes que impone la Urba­
nidad, según la diferente categoría de las personas.

I. — Cortesía mutua entre el Cura y sus Vicarios


(Coadjutores').

190. La obligación de vivir bajo un mismo techo


y comer en la misma mesa, que prescriben hoy gran
número de las Diócesis de Francia á los Curas y
Coadjutores, establece entre ellos una sociedad ín­
tima que se compone á la vez de la vida doméstica y
de la vida de Comunidad.
Tal sociedad supone á veces algo más que la habi­
tación bajo el mismo techo y la asistencia á la misma
mesa. Exige consideraciones, delicadezas y expan­
siones; todo un conjunto de atenciones y de procedi­
mientos delicados que harán que el Párroco y el Vi­
cario (Coadjutor) sean, más que individuos que viven
juntos, compañeros unidos entre sí de modo que sus
relaciones recíprocas han de ser un remedio contra
el aislamiento y un alivio á las penas y tristezas de
su laborioso ministerio.
Si se comprendiera y practicara así la vida de la
casa parroquial, estaría ciertamente llena de encan­

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— 248 —

tos, y desaparecerían ó á lo menos se suavizarían


las asperezas que á veces se encuentran en ella.
Están, pues, igualmente interesados el Párroco y
los Coadjutores en que en sus relaciones reine la
verdadera cortesía.
Mas, para que así suceda, está claro que la inicia­
tiva ha de partir de los Coadjutores: son más jóve­
nes; su condición jerárquica los subordina al Cura
Párroco, á quien deben sumisión, deferencia y res­
peto. Serán para con él corteses y afables, empeñán­
dose en serle gratos, prestándole con gusto todos los
servicios que puede esperar de ellos, siendo con res­
pecto á él lo que son los hijos para con su padre. Con
mayor razón serán fieles á estas reglas, si es anciano
el Cura Párroco, tomando su delicadeza entonces
carácter más filial, y estoy por decir, más religioso.
Tales son los deberes de los Coadjutores
Mas también tiene los suyos el Cura Párroco. Si
no corresponde á la cortesía de los Coadjutores, está
claro que, á pesar de las mejores intenciones, éstos se
cansarán pronto. Es necesario que todos hagan lo que
esté de su parte, poniendo en todo la mejor voluntad.

191. Véanse los siguientes pormenores:


l.“ Los hombres bien educados se saludan, cuan­
do se encuentran y cuando se separan. Este acto de
cortesía es especialmente obligatorio la primera y la
última vez que se reúnen en el día. Será muy puesto
en su lugar, que al encontrarse el Coadjutor con el
Cura Párroco, ya en la Casa Parroquial, ya en la Sa­
cristía, se dirija á él, saludándolo con la fórmula de
costumbre. Es inútil decir que el Cura Párroco debe
contestar á tal saludo; en la noche deben saludarse
del mismo modo antes de retirarse; cosa muy fácil y
seguramente preferible á la costumbre de encon­
trarse y retirarse sin decirse una palabra y sin cam­
biar la más insignificante señal de respeto.

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— 249 —

2. ° El uso ha introducido en la sociedad ciertas


fórmulas de lenguaje que deben emplearse, ya para
pedir algo, ya para dar las gracias después de reci­
bido, y cuesta bien poco por cierto. ¿Por qué no se
han de someter á él dos ó más sacerdotes que viven
juntos? ¿Por qué, estando sentados á la mesa, no se ha
de pedir cortésmente lo que se necesita, en lugar de
contentarse con una palabra apenas articulada, y á
veces con un gesto indicando el objeto que se desea?
3. ° Hay Casas parroquiales en que se come, sin
que se hable una sola palabra, encontrándose difícil­
mente una Comunidad de Religiosos en que sea más
absoluto el silencio. Todos llegan á la hora indicada,
y se sientan á la mesa sin tener en cuenta que ya está
sentado ó se sienta al mismo tiempo otro compañero.
Se sirven sin cumplimiento ninguno, y sin decir pa­
labra, retirándose como llegó el que concluye pri­
mero. Parece que se trata de esas fondas en que via­
jeros completamente desconocidos se sientan unos
después de otros á tomar un bocado á la llegada del
tren. ¿Será que están muy desavenidos los sacerdo­
tes que obran de manera semejante? pudiera ser;
pero la mayor parte de las veces nada tienen el uno
contra el otro. Son costumbres que se han adquirido,
falta de trato social, con que se ha formado un ca­
rácter taciturno y triste. Y sucede á veces algo más
singular; en lugar de hablar con el compañero, se
toma un diario ó un libro, y se lee durante la comida.
No sucede lo mismo en la Casa parroquial en que
es conocido el trato social.
A la hora marcada, llegan el Cura Párroco y los
Coadjutores que se saludan dirigiéndose algunas pa­
labras corteses. Sentados á la mesa, no les cuesta tra­
bajo hallar materia para una conversación interesan­
te, creyéndose todos obligados á tomar parte en ella.
Dada la señal por el Cura Párroco, se levantan, y, si
no tienen algún asunto urgente, se retiran al jardín

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— 250 —

á pasar juntos el tiempro de recreo, continuando la


conversación comenzada. De este modo puede decir­
se que viven juntos, que están en sociedad, hacién­
dose más llevadera la soledad de la Casa parroquial.
4. ° Una palabra más sobre la comida de la Casa
parroquial. Se tratan cuestiones muy delicadas, lle­
gando á veces á discusiones muy difíciles. Libre de
los cuidados de la casa, se preocupa el Coadjutor con
lo que puede proporcionar más ó menos comodidad
entre las cosas ordinarias; mientras que, obligado el
Párroco á atender á todo, tiene cuenta con el presu­
puesto. Concíbese que, considerada la cuestión bajo
dos aspectos tan distintos, lleguen á apreciaciones
enteramente opuestas. Aproxímense más el uno al
otro, y ambos se harán concesiones [mutuas. Un pe­
queño esfuerzo de generosidad de aquí, y algo más
de mortificación de allá, completarán la aproxima­
ción, y concluirán por estar enteramente conformes.
Lo peor en esto podrá ser el terminar estableciendo
un doble régimen, pero tal conclusión es demasiado
odiosa y demasiado rara, para que pasemos á ocu­
parnos en ella.
5. ° Los Coadjutores tienen obligación de no au­
sentarse, á lo menos mucha parte del día, de no comer
ó cenar fuera de la Casa parroquial, de no dormir
fuera, de no aceptar cargos en otra parroquia, como
cantar una misa solemne, bendecir un matrimonio,
predicar un sermón, etc., sin haber pedido permiso
al Párroco: lo exigen imperiosamente la urbanidad
y el buen orden. En cuanto al Párroco es evidente
que no tiene obligación de pedir la venia del Coadju­
tor, cuando cree conveniente hacer algún viaje, y,
hasta en muchos casos, no obraría bien revelándole
el objeto y las causas de sus ausencias. Pero si es
posible, y lo es generalmente, bueno será que el Pá­
rroco dé alguna señal de confianza á los coadjutores.
A lo menos, debe avisarle siempre, cuando sale de

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— 251 —

la parroquia por algún tiempo, como un día ó dos.


Es poco agradable al Coadjutor conocer la ausencia
del Párroco únicamente por la sirvienta.
6. ° Añádese á este capítulo el de la franqueza y
mutua confianza que se deben el Párroco y los Coad­
jutores. Hay cosas que no pueden decirse; pero sin
perjuicio de la discreción pueden hacerse muchas
confianzas que sirven para apretar los lazos de la
sociedad, haciendo más afectuosas y más íntimas las
relaciones. Nada más desagradable que vivir con
espíritus cerrados que hacen misterio de todo, obran
de manera tenebrosa, disimulan sus designios, y pa­
rece que están siempre tramando conspiraciones.
7. ° Si la delicadeza y la urbanidad deben dirigir
las relaciones que en el interior de la casa conservan
entre sí el Párroco y los Coadjutores, ¡cuánto más
necesarias son en las que actúan como testigos per­
sonas de fu eral
Entre las clases humildes, las cuestiones del ho­
gar se publican sin circunspección alguna; pero las
gentes bien educadas disimulan con esquisito cuida­
do esas inevitables miserias, obrando de modo que
jamás son del dominio público los pequeños alterca­
dos que turban la paz del hogar doméstico. Sería
muy de desear, seguramente, que la Casa parroquial
estuviera libre de semejantes discusiones, y que la
paz reinase como soberana en el corazón de todos.
Si no es así por desgracia, hay que evitar el escán­
dalo, no dando cuenta al público de nuestros dis­
gustos.
Primero, no tendremos confianzas indiscretas so­
bre los caprichos de nuestros compañeros, sobre su
carácter poco accesible, sobre sus exigencias faltas
de razón, sobre la poca delicadeza de sus procederes
y sobre la rudeza de sus maneras. Guárdese bien un
Párroco de quejarse de las pretensiones de populari­
dad é influencia que abriga un Coadjutor; y á su vez

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— 252 —

el Coadjutor no se olvide de la cortesía hasta acusar


al Párroco de celoso, avaro, etc. ¿Qué bien podría
resultar de semejantes desahogos? i Ah! Hay muchos
que ponen todo empeño en difamarnos: ¡qué desgra­
cia si nosotros mismos proporcionamos armas á su
malicia!
La Sacristía y hasta la misma Iglesia son á veces
teatro de semejantes escándalos, de discusiones más
que animadas y de lecciones humillantes que se dan
públicamente. No hay que decir que no puede excu­
sarse nada de esto, que es muy poco edificante y del
más pésimo gusto.
Hay sacerdotes que aunque viven en comunidad
no pueden encontrarse en público sin que en casi to­
das las cosas se hallen en oposición. Basta con que
afirme una cosa el uno para que la contradiga el
otro; no habiendo quien no comprenda que tales actos
no son indicio del cor unum et anima una.
Cierto es que no se exige que el Párroco y el
Coadjutor salgan siempre juntos; ni tampoco es posi­
ble; sin embargo, el hallarlos siempre separados y
aislados daría no poco que sospechar. Por eso, exige
la cortesía que, invitados á un banquete, no vayan el
uno después del otro, pues, debiendo hacer una visita
que tiene el mismo objeto, deben presentarse juntos.
Esta observación nos trae la cuestión de las rela­
ciones de amistad que pueden tener fuera de casa el
Párroco y los Coadjutores y especialmente de las
invitaciones á comer.
A causa de la preeminencia puede aceptar siem­
pre el Párroco la invitación que se hace á él solo:
hay también ciertas comidas de etiqueta á que no
debe ser invitado el Coadjutor.
Tampoco falta éste á ninguna regla aceptando las
invitaciones que tienen carácter personal.
Pero cuando fuera mortificante para el Párroco
su exclusión, y pudiera indicar de parte de la familia

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— 253 -

cierto desprecio, en ninguna manera debería acep­


tar el Coadjutor. Debe excusarse cortésmente, de­
jando en caso de necesidad entrever el motivo de su
negativa.

II.— Urbanidad del Sacerdote para con sus padres


que viven en la Casa parroquial

192. Ha dicho el Señor; Honora patrem tuum et


matrem tuam. Lejos de estar dispensados de esta
ley los Sacerdotes, están obligados á su cumplimien­
to con más rigor y más religiosamente que los segla­
res; y en éste, como en otros puntos, deben ser el mo­
delo de los que les están confiados.
Por consiguiente:
1. ® Manifestarán á sus padres respeto, amor y
deferencia, cumpliendo todos los deberes de la pie­
dad filial.
2. ° Es señal de pobreza de espíritu avergonzarse
de la pobreza de sus padres, de la sencillez de sus
vestidos, de la incorrección y tosquedad de su len­
guaje y de la falta de práctica; es inexcusable esta
debilidad en el Sacerdote.
3. ° Ni aun los defectos de los padres, por nota­
bles que sean, dispensan á los hijos de tributarles los
honores debidos; son independientes de sus cualida­
des personales los títulos que á nuestro respeto tie­
nen nuestros padres.
4. ® Es un deber sagrado ayudarles en cuanto nos
es posible, cuando están enfermos ó tienen alguna
necesidad, mitigar las molestias y las incomodidades
de la vejez, devolviéndoles de este modo lo que de
ellos se ha recibido.
5. ° Jamás les hablaremos de su ancianidad: si
ellos mismos hablan, diciendo que les queda poco
tiempo de vida, desviaremos hábilmente la conver-

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— 254 —

sación, y sin hacerles concebir esperanzas evidente­


mente falsas é ilusorias, no les haremos entrever que
consideramos próximo su fin.
6.° Es muy común hoy entre los jóvenes y aun
entre hombres ya formados emplear las denomina­
ciones propias de los niños, papá y mamá. Hemos
oído á hombres de sesenta años emplear estas mis­
mas expresiones. Es una extravagancia. Querido
papá., querida mamá, dice M. Botard, es una pueri­
lidad entre los jóvenes que han cumplido ya los doce
años: las señoritas lo usan hasta los veinticinco años,
pero no hacen bien (1).» Estarían más fuera de su lu­
gar estas fórmulas empleadas por un Sacerdote, que
al hablar de sus padres ó al dirigirles la palabra,
debe decir: padre y madre; también son afectuosas
estas palabras, siendo más dignas.
193. ¿Conviene que tenga consigo el Párroco uno
ó varios parientes?
Entre los motivos que ha tenido la Iglesia para
prohibir el matrimonio á los sacerdotes ha sido el
principal, sin disputa, el librarlos de las molestias y
solicitudes de la familia, proporcionándoles de esta
manera la independencia que tanto necesitan para
ejercer su ministerio.
Luego si hubiera de vivir el sacerdote rodeado de
parientes, tendría entre ellos los inconvenientes de
una familia propiamente dicha. Veríase con frecuen­
cia impedido y molestado en el cumplimiento de las
funciones sagradas; disminuiría notablemente su dig­
nidad, y en no pocos casos sería comprimido y neu­
tralizado el fervor de su caridad y de su abnegación.

194. Diremos, sin embargo, que, aunque entra en


los deseos de la Iglesia que viva el sacerdote sepa-

(l) Guide-Manuel de la bonne compagnie, p. 58.

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— 255 —

rado de su familia, no hay ley que le prohíba recibir


en la Casa parroquial alguno de sus miembros. En
las prescripciones que contienen los Santos Cánones
con respecto á la vida y costumbres de los Eclesiás­
ticos, suponen expresamente que está permitido tal
uso. Conviene advertir que hay casos en que se lo
impone como deber la piedad filial. En fin, hay que
reconocerlo, quedan suficientemente compensados
con preciosas ventajas los inconvenientes que pue­
den resultar al sacerdote de vivir en compañía de
sus parientes.
Sería muy rigurosa la prohibición absoluta, y no
malo que tenga límites prudentes la tolerancia.
Primero, no han de ser muchos los parientes que
vivan en casa del Sacerdote; porque es intolerable
ver en la Casa parroquial una legión de hermanos
y hermanas, de sobrinos y sobrinas, etc. La casa
del Párroco no tendría la fisonomía que debe tener,
pareciendo más bien un hogar ordinario; resultaría
también al sacerdote, rodeado de tanta familia, un
gasto muy considerable, cuyas consecuencias toca­
rían los pobres y las obras buenas; se ofendería la
delicadeza del sentimiento público, y semejante olvi­
do de las conveniencias provocaría infaliblemente el
desprecio y la murmuración.
Y no sólo deben ser pocos en número los miem­
bros de la familia que vivan con el Sacerdote; han
de ser también intachables. iQué escándalo tan
grande para la Parroquia, si fuera de otra maneral
Imagínese, por ejemplo, al Párroco predicando con­
tra las tabernas, la embriaguez, el juramento, la
blasfemia, cuando sabe todo el mundo que caen en
los mismos defectos su padre ó su hermano que vi­
ven en la misma casa. Y ¡qué sería, principalmente,
si fueran testigos los feligreses de la vida poco mo­
desta y menos edificante de la hermana ó de la so­
brina del Párroco!... Por eso, es esencial que antes

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— 256 —
que reciba el Párroco á uno de sus parientes para
vivir en su casa, esté bien seguro de su intachable
conducta. Debe ser echado de la Casa parroquial
todo el que exponga á la burla y al desprecio el ca­
rácter sagrado del Sacerdote, y debe serlo aunque
sea su misma madre.
Debe tener también en cuenta, si, atendida la
edad de la persona que quiere tener en su casa, po­
dría ser bien vista en tal lugar.
Generalmente, aunque sea piadosa y ejemplar, no
puede tenerse á una joven en la Casa parroquial, y con
muy buen acuerdo lo han prohibido los Estatutos de
muchas Diócesis. Hay en esto algo que se opone á la
honestidad aun á los ojos del mundo. Cierto es que
si se trata de una parienta muy próxima, no hay pe­
ligro ni inconveniente para el Párroco; pero aun en
esto hay que tener en cuenta á las demás personas
que habitan en la casa y los que acuden llevados de
sus asuntos, para quitar la ocasión de toda sospecha.
Tampoco es indiferente el carácter de las perso­
nas llamadas á vivir en la casa parroquial. El sacer­
dote debe alejar de su casa á todo pariente ó parienta
que por su mal humor haya de ser motivo de dis­
gusto para todos los demás que viven en la casa;
pues vale más que todo la paz interior. El buen ejem­
plo y las consideraciones que debe á los demás y su
misma tranquilidad hacen mayor esta obligación.
Y no hay que olvidar que muchas veces los parientes
ó parientas que el Párroco ha admitido á vivir en la
Casa parroquial, han sido elementos de discordia y
origen de divisiones intestinas, y por consiguiente,
fuente de sinsabores y de penas para él mismo.

195. Cuando después de tomadas todas las pre­


cauciones, cree un sacerdote que tiene motivos sufi­
cientes para recibir en su casa á un miembro de su
familia, atenderá con especial cuidado á prevenir los

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257 —

inconvenientes que en las mejores condiciones resul­


tan de semejantes uniones.
l.° Cuidará de que sean propios de su cíaselos
vestidos de los parientes que viven en la Casa parro­
quial. Cierto es que la estancia en la casa de un Sa­
cerdote no es motivo suficiente para que se eleven
los que allí viven sobre los demás de su clase La
modestia debe ser el alma de su porte, pues no deja­
ría de ser molesto ver á la madre ó á la hermana del
Párroco, que dan ejemplo de lujo y afectación en su
manera de aparecer en público. Sin embargo, debe
reinar el aseo y algo más gusto que en la casa pa­
terna. Los parientes del Párroco están obligados, en
cuanto al exterior, á las mismas exigencias que él
mismo; por lo tanto, no conviene que ni él ni ellos
sean señalados como tacaños y mal aliñados.
Por eso, nada debe cambiarse ni en la materia ni
en la forma de los vestidos; hay que usarlos como en
la aldea, pero cuidando de que estén siempre muy
aseados. Si no son nuevos, á lo menos no han de apa­
recer remendados.
2° El Sacerdote debe tener y exigir considera­
ciones para sus parientes que viven en su misma
casa.
Si está él solo, comerán á su misma mesa, y lo
mismo harán cuando, ya habitual, ya accidental­
mente, coman con él otros sacerdotes. Sin embargo,
en general será mejor, en este caso, que los parientes
del Párroco coman aparte, pues su presencia podría
causar alguna molestia á los invitados, que no po­
drían hallarse entre ellos con la misma libertad. Con
mayor razón obrará de este modo, cuando haya reu­
nidos en su casa gran número de Eclesiásticos, pues
entonces no estarían bien entre ellos los parientes,
y menos las parientas.
No deja de ser difícil de determinar el lugar en
que el Sacerdote ha de colocar á sus parientes en la

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- 258 -

mesa. Si se trata de sus padres, sabido es que deben


ocupar un puesto de honor; sin embargo, hay casos
en que la discreción se impone para no seguir esta
regla, por ejemplo, cuando hay personas extrañas
distinguidas. En tal caso se puede colocar al padre
ó á la madre frente, y á los invitados á los lados, que
serán por cierto servidos en primer lugar (1).
Podrá confiarles algunos trabajos, ya en el jardín
ó huerto, ya en la casa, teniendo cuidado de no reba­
jarlos. Por consiguiente, debe saber escoger conve­
nientemente las ocupaciones que les ha de dar.
En su manera de obrar con respecto á los mismos
y en las palabras que les dirija ha de aparecer siem­
pre digno y respetuoso, procurando que lo sean tam­
bién los de casa, que jamás apearán el título de Se­
ñor, Señora, Señorita.
3.° Pero si está obligado el Sacerdote á guardar
consideraciones á los miembros de su familia que
viven en su compañía, no debe darles parte alguna
en el gobierno y administración de la Parroquia, ni
en cuanto atañe á su ministerio. Puede, es verdad,
confiarles hasta cierto punto el cuidado de sus nego­
cios temporales, pero con mucha prudencia aun en
esto, y ha de estar bien seguro de que no quedarán
comprometidos ni su dignidad ni la paz de su casa.
En cuanto á las funciones ó atribuciones parro­
quiales es de absoluta necesidad que los padres del
Párroco sean completamente extraños. No sólo no
deben inmiscuirse en los asuntos de la Parroquia,
en la dirección de las Obras, en el buen gobierno de
la Iglesia, etc.; pero ni siquiera han de intervenir en
las cuestiones de los derechos de estola y de los ho-

(ij Hemos conocido á un Obispo, que, sentado á la mesa de


un Sacerdote, no fué servido sino después de la madre del anfitrión,
mujer de estado humilde que comía en la misma mesa. La piedad
filial hizo olvidar aquí la cortesía.

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— *59 —

norarios de las misas. Son cosas tan delicadas, que


no pueden ser tratadas sino entre el Párroco y los
feligreses, sin que medie tercera persona, y sobre
todo, sin la intervención de sus padres.
4. ° La presencia de las personas de que trata­
mos, puede ser causa de algunas dificultades en la
Casa parroquial, por sus relaciones con los Coadju­
tores.
Bien entendido que éstos dependen únicamente
del Párroco, y jamás pueden tener que dilucidar
ninguna cuestión con sus padres.
Además, el Sacerdote ha de exigir de sus parien­
tes, como condición indispensable para vivir con él,
que en ningún caso han de faltar al respeto debido á
sus compañeros en el sacerdocio, que no les han de
dirigir jamás palabras que puedan molestarles, que
no se han de permitir observaciones hirientes, y que
han de ser delicados y corteses delante de ellos.
5. ° Haremos mención, por fin, de otra especie de
solicitud que debe tener el Sacerdote para con los
parientes que han de vivir en su compañía. Para im­
pedir que tomen parte en las zacapelas de la Parro­
quia y para prevenir otros muchos inconvenientes,
se manejará de modo que no sean muy frecuentes
las relaciones de éstos con sus feligreses.
En caso de necesidad, y haciendo uso de toda su
prudencia, circunspección y respeto, pero siempre
con firmeza, les prohibirá ir de casa en casa para
llevar y traer noticias, haciendo de la Casa parro­
quial un lugar público de comadres.
El silencio y la discreción forman el carácter pro­
pio de la Casa parroquial y de las personas que ha­
bitan en ella.

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1
— 26o —

m. Urbanidad del Párroco y de los Coadjutores


en sus relaciones con los sirvientes.

196. La servidumbre del Párroco ofrece una fi­


sonomía sui generis que á los ojos del observador
toma un carácter particular, con rasgos muy cono­
cidos.
Hay sirvientes que son modelo de fidelidad, de
circunspección, de modestia y de cortesía; pero, hay
que confesarlo también, no son lo mismo en todas
partes. Con no poca frecuencia, por desgracia, la
sirvienta del Párroco (1), si encuentra en la debilidad
ó incuria de su Señor ocasión favorable para que
broten los defectos que tenía en gérmen, cuando en­
tró en la Casa parroquial, se convierte en un sér in­
soportable.
Orgullosa de la posición que ocupa en la Casa pa­
rroquial, y de la confianza que se ha depositado en
ella, se cree un personaje á quien debe considera­
ciones todo el mundo, no debiéndolas ella á nadie.
Su parada es altiva, su mirada fija, su voz altanera.
En su persona expresa todo el sentimiento de su im­
portancia y la necesidad de dominar. Trata con im­
pertinente altivez á los feligreses y al Coadjutor, y
no pocas veces el mismo desgraciado Párroco se
ve obligado á soportar el yugo de la orgullosa sir­
vienta, y á reconocer que ha dejado de ser dueño de
su casa.
Hay que hacerla también justicia; generalmente
es fiel: trata á conciencia los intereses de la casa,
pero de tal manera que se hace odiosa; su estúpida
codicia irrita; y bajo la influencia de semejante mu­
jer, pronto deja de ser asilo de caridad y de hospita-

(l) En EspaQa se U llama Casera; no le sienta mal el retrato


que de ella hace el Autor. (N. del T.)

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— 201 —
lidad la casa del Sacerdote. Las primeras víctimas
son los que habitan en ella, teniendo que sufrir hasta
los Sacerdotes vecinos, pues es muy raro, cuando
se sientan á la mesa de su compañero, que no sean
blanco del mal humor de la doméstica, siempre preo­
cupada con sus mezquinos cálculos, temiendo no
se arruine su Señor recibiendo tanto huésped. De ahí
es que se retraen poco á poco, y no tarda la reputa­
ción de la terrible sirvienta en hacer de la Casa pa­
rroquial solitario desierto á donde no llegan sino los
más atrevidos.
Tiene universal capacidad para decidir y resolver
en el acto: tiene ribetes de teóloga y casuista; sin ti­
tubear da á conocer su opinión (1). Con el mayor
gusto administraría la Parroquia, y reglamentaría
cuanto concierne al culto divino, no faltando mucho
á veces para que se crea con autoridad para conce­
der las dispensas.
Su curiosidad no reconoce límites: quiere saberlo
todo, y no se consideran poco felices los feligreses
que tienen que hablar con el Párroco, si antes de
avistarse con él, no han tenido que soportar el inte­
rrogatorio impertinente é indiscreto de la doméstica,
que á veces lleva su indiscreción hasta escuchar los
discursos que no se dirigen á ella. De esta manera,
está al corriente de todo, y nada sucede en la Parro­
quia que no pertenezca á su dominio.
Podríamos llevar más lejos este retrato; pero he­
mos dicho ya bastante para conocer cómo puede ser

(i) Los predicadores de Retiros espirituales eclesiásticos han


descrito la escena de una comida en una Casa parroquial, en la
que, mientras discuten entre si los convidados sobre algún punto
de doctrina referente á su ministerio, se escucha al'á lejos algo
destemplada la voz de la sirvienta, que, atendiendo al servicio, si­
gue á su modo la conversación, y se cree autorizada para dar su
opinión. Podemos afirmar que el tal cuadro no es simple pro­
ducto de la imaginación.

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— 202 —

comprometido el ministerio sacerdotal por una sir­


vienta á quien se ha dado demasiada libertad.

197. Será, pues, la sirvienta objeto de especial


vigilancia para el Párroco.
l.° Es inútil recomendar la prudencia y discre­
ción de que deberá servirse en la elección de sir­
vienta. Exenta de vicios groseros que serían grandí­
simo escándalo en la Casa parroquial, debe reunir
numerosas cualidades, muy raras por desgracia. Es
cierto que no siempre hay donde escoger, y con fre­
cuencia se debe contentar el Párroco con una per­
fección muy relativa.
2° Contratada una sirvienta, hay que presentar­
le el programa de sus deberes, señalándole con toda
precisión los límites de su incumbencia. No sólo se
la ha excluir de cuanto se refiere más ó menos al
gobierno espiritual y temporal de la Parroquia, sino
que hasta en lo que toca á la administración de la
Casa parroquial, su poder ha de ser limitado, de­
biendo dar cuenta de todo. Debe saber que no es la
señora de la casa.
3.° Como nunca llegarán á la realización las
utopías socialistas sobre la igualdad perfecta de to­
dos los miembros de la sociedad humana, conviene
que se conserve la distancia que separa á los amos
de los sirvientes. En la Casa parroquial, más que en
ninguna parte, hay peligro de que se elimine esa dis­
tancia, y sin embargo, se ve bien que en ninguna
parte es más necesaria.
Por consiguiente, evitará el Párroco, con la ma­
yor solicitud, todo cuanto pueda hacer olvidar á la
sirvienta el rango que ocupa, siempre inferior á su
Señor.
Fuera las íntimas confianzas con que el Párroco
le da á conocer sus penas, sus dificultades, etc.
Hay que evitar en absoluto ese tono festivo, jovial

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— 263 —
y familiar, esa franqueza en las maneras que esta­
blecen necesariamente una especie de aproximación
é igualdad.
Hay que abstenerse de tener largas sesiones en la
cocina, por ejemplo: comer y pasar las veladas de
invierno, calentarse durante el día, etc. Costumbres
deplorables, pero que se siguen en no pocas Casas
parroquiales.
No sólo no debe sentarse á la mesa la sirvienta,
pero ni aun se ha de tolerar que coma en la misma
sala que su amo. Se ha visto á veces que mientras
comían juntos el Párroco y el Coadjutor, la sir­
vienta, de pie ó sentada, comía también en un rincón
de la sala: es abuso intolerable.
Al momento y con toda severidad deberán repri­
mirse las insolencias y libertades de lenguaje que
pudiera permitirse la sirvienta en la Casa parro­
quial.
En fin, manifestando á la sirvienta bondad y be­
nevolencia, se mostrará siempre el Párroco digno y
grave, exigiéndole constantemente el respeto y la de­
ferencia debidos á su carácter sacerdotal y de que
podría prescindir con mucha facilidad.
4.° No basta que sea cortés y delicada con su amo
la sirvienta de un Párroco, lo ha de ser también con
todo el mundo, con los Coadjutores y demás sacerdo­
tes que habitan en la Casa parroquial, con los que allá
se dirijan para visitar á su compañero, y con los fe­
ligreses que la frecuenten para asuntos propios. Los
sirvientes son como una extensión de la personalidad
de los amos, que son más ó menos responsables de
la conducta de los mismos. Además, importa mucho
que se reciba bien en la Casa parroquial, y que el te­
mor de un recibimiento poco cortés no aleje á los que
deben acudir para sus negocios espirituales.
Al Párroco toca vigilar que nada deje que desear
en esto la sirvienta.

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204 —

5.® No diremos que debe el Párroco despedir á la


sirvienta siempre que, debidamente avisada, vuelve
á caer en las faltas de que se le ha reprendido. lAhl
estaría expuesto á andar de mal en peor; sin embar­
go, lo hará, y sin compasión, si son de tal naturaleza
los defectos, que sean verdadero escándalo y serio
obstáculo para el bien.

198. No hemos hablado hasta ahora sino del modo


de ser del Párroco con respecto á la sirvienta: son to­
davía más delicadas las relaciones del Coadjutor con
la servidumbre de la Casa parroquial.
l.° En cuanto al continente, gravedad y rigor de
las relaciones, aplícase al Coadjutor cuanto hemos
dicho referente al Párroco.
2° En principio, no toca á él dar órdenes ni re­
prender á la sirvienta. Si tiene alguna queja, debe
dirigirse al Párroco, que es el único que puede ma­
nifestar autoridad, y hacerlo sin inconveniente al­
guno. Si son justas las quejas, el Párroco no podrá
dejar de hacer justicia.
3.® Entre las pequeñas miserias que se notan con
más frecuencia en la Casa parroquial, hay que men­
cionar las desavenencias que por diferentes motivos
pueden originarse entre el Coadjutor y la sirvienta.
De ahí viene para el primero una posición difícil,
desagradable, llena de desabrimientos: es una espe­
cie de guerra de alfilerazos, sin dignidad y sin deli­
cadeza, cual puede esperarse de una persona sin
educación. Guárdese bien el Coadjutor, víctima de
semejantes chismes, de contestar de la misma mane­
ra, descendiendo á cuestiones vulgares en que se
comprometería sin provecho. La regla de conducta
que debe seguir en tales casos es tratar de no dar
motivo para ninguna cuestión, de disimular casi
siempre, haciendo aparecer como que no se da cuen­
ta de la malevolencia de que es víctima. En fin.

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— 26s —

cuando sea demasiado directo el insulto, llamará á


la sirvienta á su deber con palabras moderadas, pero
enérgicas.
4. ° Si no debe hacer advertencias á la sirvienta,
tampoco debe recibirlas de ella. Vénse á veces sir­
vientas de Casas parroquiales que se atreven á re­
prender al Coadjutor, indicándole la marcha que
debe seguir, y hasta prescribiéndole las reglas á que
debe someterse en el ejercicio de su ministerio. Se las
ve que le advierten que es muy pesado en la misa,
demasiado paciente en el confesonario y muy largo
en el pulpito, les hablan de sus penitentes, de la fre­
cuencia de sus confesiones y comuniones, etc... Todo
esto es indiscreto por demás. Cuando sucedan tales
cosas, advertirá severamente y con dignidad á la sir­
vienta, que se mete en lo que nada le importa; gene­
ralmente no habrá necesidad de otra cosa (1).
5. ° Por grave que sea la causa del disgusto del
Coadjutor con respecto á la sirvienta, tendrá mucho
cuidado para que no llegue al dominio del público
de la Parroquia. Los defectos de las sirvientas de las
Casas parroquiales son siempre bastante conocidos
de los feligreses, que tienen siempre los ojos abier­
tos para saber lo que allí pasa. Por eso, debe andar
el Coadjutor con gran cautela; si le preguntan, no
debe contestar, dando á entender así que le son
poco gratas semejantes preguntas.

(l) Acababa de ser colocado en una Parroquia como Coadju­


tor un sacerdote joven. Pocos dias después fué llamado á adminis­
trar el bautismo; era para él la primera vez. Se dirigía á la Igl -
sia, cuando le llamó la sirvienta desde la cocina, diciendo: «Señor
Coadjutor, no olvide usted la materia y la forma.» Había oído ha­
blar d- esto en la mesa, sin comprender el sentido, y creía que,
repitiéndolas en aquel caso, iba á dar al Coadjutor idea elevada
de su capacidad. Aquella atrevida mujer hablaba de la materia y
de la forma como hablaba del Pireo el mono de la Fontaine.

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— 266

Artículo III

El Palacio y la Casa de la clase media

199. Hay muchos casos en que puede verse obli­


gado el Eclesiástico á vivir entre las gentes del mun­
do en los palacios y en las casas más ó menos opu­
lentas. A veces busca la familia un capellán para
poder oir la misa en su oratorio; ó también para que
se encargue de la educación de los niños.

200. Habitar en esas casas y con esos empleos no


es contrario ni á la dignidad ni al decoro de las cos­
tumbres eclesiásticas; pero no faltan casos en que
se presentan inconvenientes más ó menos notables, y
por lo tanto sólo con cierta restricción y cautela pue­
de ser autorizado.
Primero, un empleo retribuido en una familia par­
ticular es menos propio de la dignidad sacerdotal
que cualquier otra función del ministerio, ya parro­
quial, ya del profesorado, pues aun en las mejores
condiciones sabe algo á servidumbre.
Además, no siempre conviene al sacerdote respi­
rar el aire de un palacio ó de una casa de seglares:
reina allí una comodidad no muy en harmonía con
las costumbres eclesiásticas; con todas sus seduccio­
nes, desarróllase el placer, la disipación y la vida
mundana, y evidentemente no son el mejor medio en
que puede pasar la vida el sacerdote.
Peligroso para el sacerdote, cualquiera que sea
su edad ó su virtud, lo es mucho más para un semi­
narista, poco asegurado todavía en su vocación, de
imaginación viva, sin experiencia, y que tiene virtud
poco acrisolada para defenderse contra las ilusiones
y los atractivos del mundo.
Conviene, pues, no aceptar colocación de esta

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— 267 —

especie sino por graves motivos, rodeándose de


cuantas precauciones exige la prudencia.

201. Sin embargo, se presenta la cuestión de con­


veniencia personal. La educación de uno ó más niños
es uno de los principales motivos para llevar á un
Eclesiástico al palacio de los potentados, y esto no
deja de ser honroso; pero hay que tener en cuenta
que entre las diferentes ocupaciones que exige la
educación de los niños, existen, desde el punto de
vista de la dignidad y de la importancia, diferentes
matices y especial orden jerárquico.
Ponemos en primer lugar al profesor encargado
por sus Superiores de desempeñar una cátedra en un
Colegio. Siguen después: el preceptor encargado de
la educación particular; el pasante á quién confían
los padres el cuidado de vigilar y de hacer traba­
jar á su hijo durante las vacaciones. Generalmen­
te se busca para esto, no un Sacerdote, sino un
Clérigo del Seminario, y es más á propósito. Se ve á
veces á sacerdotes con título y funciones de profeso­
res que pasan las vacaciones con la familia de uno de
sus alumnos para hacerles estudiar. Puede suceder
que alguna vez se vea obligado á hacerlo; por eso no
vituperaremos esta práctica en absoluto; pero, gene­
ralmente, no es de alabar, y, por honor á la corpora­
ción á que pertenece y por el de su dignidad, no debe
comprometerse en manera alguna, pues desciende en
su clase aceptando un empleo semejante: se achica á
los ojos de su discípulo que, en su perspicacia de
niño, no hará el mismo aprecio del maestro á cuyas
clases asiste en el Colegio, que del pasante á quien
lo confía la familia en las vacaciones. Hay que temer
además que la amistad contraída con la familia que
lo ocupa, le haga perder después la independencia
que necesita y la imparcialidad que debe reinar
siempre en la dirección y gobierno de su clase.

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— 268 —

202. Tampoco tomaremos cargo semejante en


una familia, sino después de conocido bien su carác­
ter religioso y moral. ¿Hasta dónde llega su honora­
bilidad? ¿Goza de la consideración general? ¿Reina en
ella la regularidad? ¿Sorprenderá á alguien ó será
motivo de escándalo la presencia de un sacerdote
entre aquella familia?
Por desgracia hay hoy gran número de familias
que, aunque dignas de estimación según el mundo,
no son cristianas: el traje talar no está allí en su
lugar. ¿Quiere decir que para aceptar una coloca­
ción en un palacio, hay que asegurarse primero de
que los que en él habitan practican fielmente todos
los deberes religiosos? No, ciertamente; pero es
necesario, á lo menos, que se respete allí la reli­
gión, que no sean absolutamente extraños á toda
práctica que impone, y que se honre el traje talar y
el carácter sacerdotal. Por eso creemos que no debe
habitar el sacerdote en un palacio en que no se fre­
cuenta la Iglesia, ni se guarda la ley de la abstinen­
cia, y se hace profesión de incredulidad combatiendo
nuestros dogmas de palabra y por escrito: no es
aquel el lugar del Sacerdote.
Es también objeto de preocupación seria la com­
posición de la familia entre la cual ha de aceptar una
colocación un Sacerdote. Cierto es que no puede exi­
girse aquí la aplicación rigurosa de las reglas canó­
nicas con respecto á la cohabitación en la Casa parro­
quial; sin embargo, hay que llenar ciertas condicio­
nes. Un sacerdote no estaría bien en una familia que
se compone de muchas jóvenes.
No hay que añadir que no puede aceptar un clé­
rigo el cargo de que se trata sin el competente
permiso de la autoridad eclesiástica de que es súb­
dito. El Sacerdote debe contar con la voluntad de su
Obispo, y el Seminarista con la del Rector del Semi­
nario; en cuanto á la fijación de los honorarios sería

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— z6g —

mejor que interviniese una tercera persona en su


lugar.
203. Supuestas todas las condiciones, ¿qué con­
ducta observarán el Sacerdote ó Clérigo que se ha
colocado en un palacio, obligándose á hacer de pro­
fesor ó pasante?

204. El mayor peligro para él en la vida que co­


mienza, será el olvido de la gravedad de las costum­
bres sacerdotales, dejándose llevar hasta tomar
insensiblemente un lenguaje, un continente y unas
costumbres no muy en harmonía con la santidad de
su carácter. Aun en medio del mundo, ¿qué digo? allí
más que en parte alguna, hemos de ser siempre lo
que somos, hombres de Dios. Por lo tanto, nos mani­
festaremos exteriormente y sin respeto humano, fie­
les á todas nuestras prácticas religiosas. Jamás, al
sentarnos á la mesa, omitiremos la Bendición y la
Acción de gracias al levantarnos.
En nuestro lenguaje y en todo nuestro exterior
evitaremos aparecer ligeros, siendo sobre todo muy
severos en lo que se refiere á las costumbres, no per­
mitiéndonos ninguna broma con que podamos ofen­
derlas, ninguna jovialidad, ni familiaridad, ni intimi­
dad con las personas de diferente sexo que habitan
en la casa ó que pasan por ella, sobre todo, si son jó­
venes.
Mucha sobriedad en la comida, y más circunspec­
ción aún con los vinos y licores.
Si nos invitan á fumar, estando aún en la mesa,
nos negaremos en absoluto, y con mayor motivo no
seremos los primeros en ofrecer.
Llevaremos siempre bien marcada la corona, y
jamás nos presentaremos en público sino con el traje
talar y todos sus accesorios.
No tomaremos parte en ningún juego que esté

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— 270 —

mal al Sacerdote; no saldremos de caza; si hay algún


banquete de boda, no asistiremos. No hay que añadir
que no es el lugar del que tiene la honra de ves­
tir sotana, la sala en que hay baile, aunque sea de
familia.
Hemos oído muchas veces, y estamos muy confor­
mes con ello, que la piedad y un continente digno y
sacerdotal es el medio más eficaz para ganarse e%
aprecio y la confianza el Sacerdote llamado á vivir
en un palacio; mientras que los defectos contrarios
dan por resultado el perder todas las consideraciones
hasta de los menos escrupulosos. Si en esto es fiel,
hallará indulgencia en otros puntos; pero si no lo es,
cuente con que se le ha de juzgar con extremada
severidad. Las familias son en esto mucho más pers­
picaces y exigentes de lo que puede creerse.
Tengan presente los Seminaristas que en las vaca­
ciones hacen de pasantes, y creen de buen tono to­
marse ciertas libertades en sus maneras, avergon­
zándose de aparecer piadosos y circunspectos, que
no adquirirán así la reputación de hombres que cono­
cen el trato social, no consiguiendo otra cosa que el
rebajamiento de su persona, de su traje y de su
carácter.

205. El Eclesiástico no debe ser exigente y sus­


ceptible; por el contrario, debe aparecer humilde,
modesto y sin pretensiones en todo lo que se refiere
á su persona; pero hay consideraciones debidas á su
traje y á su carácter, á las cuales no puede renun­
ciar.
No permitirá que se le trate sin el comedimiento
propio, como se trata á un sirviente; que aparezcan
ante él con mirada altanera, desdeñosa y desprecia­
tiva; que al hablarle, se empleen fórmulas descorte­
ses, y que se le dé á conocer que es el dominguillo de
la casa

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— 271 —

No puede dejar de tener en cuenta, tanto el lugar


que ocupa en la mesa, como el orden con que se le
sirve. Si no es aún Sacerdote, se le debe servir y ha
de estar colocado delante de los niños, y sobre todo
delante de sus discípulos, cualquiera que sea su
edad. Si es Sacerdote, debe ocupar un lugar más
elevado todavía.
Si hay que andar mucho, por ejemplo, el domingo
para oir misa, cuando está muy distante la Iglesia,
no puede admitirse que el preceptor ó pasante vaya
á pie y en coche sus discípulos.
Podríamos publicar los detalles, pero basta con
los que hemos dado, para que se comprenda nuestro
pensamiento.
Rara vez se faltará de una manera semejante, so­
bre todo, con un Eclesiástico que sabe hacerse res­
petar por la gravedad de su conducta y por la digni­
dad de su comportamiento. Pero sise llegase á faltar
¿cómo procederá? En algunos casos podría hacer á
quien conviniera una observación cortés y mesurada,
pero generalmente será mejor someter el hecho á los
superiores para que juzguen.

206. Una de las más estimables ventajas que


puede sacar un Eclesiástico joven de su estancia en
un palacio, es poder adquirir mejor que en parte al­
guna la teoría y la práctica del trato social. Debe,
pues, estudiar especialmente la vida social, ya que de
tanta importancia considera el mundo ese estudio. Si
al principio falta en algo, que sea por exceso de cau­
tela. De este modo á lo menos no errará y se le ex­
cusará con tanta mayor facilidad, cuanto se com­
prenderá mejor la razón de su conducta, viendo en
ello una señal de su prudencia.
Ya hemos dicho en otra parte que la observación
es el medio único para instruirse en las reglas del
trato social. No hay más que observar: hay que darse

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— 272 —

cuenta del lenguaje que se emplea, del comporta­


miento en el salón, en la mesa, en el paseo; hay que
distinguir entre lo que es propio é impropio del Ecle­
siástico en el modo de hablar y de obrar de que cada
día es testigo. Y después, pasando de la teoría á la
práctica, sin afectación y sin melindres, procurará
imitar los modales que tiene todos los días á la vista.
Hasta creemos que en muchísimos casos puede
un joven pedir consejo sobre materia tan delicada, y
suplicar que se le corrija cuando falte. Lo más
común será que entre los que habitan en el palacio
encuentre alguna persona discreta, prudente, llena
de bondad y de benevolencia para con él, perfecta­
mente al corriente de las costumbres, y dispuesta á
darle parte en lo que sabe; y será no pequeña for­
tuna que no debe desperdiciar.

207. Algo sobre los títulos que debe dar á las di­
ferentes personas de la casa.
Hablando con el dueño ó con la dueña de la casa:
el Señor tal, la Señora cual ó también: el Señor Con­
de, la Señora Marquesa, y nunca el Señor ó la Se­
ñora simplemente. Ya hemos dicho que esta última
fórmula es propia sólo de los sirvientes.
Para nombrar al discípulo, se servirá del nombre
del Bautismo' Julio, Carlos, etc., sin anteponer Se­
ñor; pero antepondrá esta palabra hablando de los
hermanos de más edad, aunque en la familia se los
llame con sólo el nombre; dirá pues: el Señorito
Emilio, etc. La misma regla se seguirá para nombrar
á las jóvenes y aun á las niñas de corta edad; se dirá,
pues: la Señorita Julia, la Señorita Maria.
En cuanto á los demás que forman parte de la fa­
milia, se empleará, para nombrarlos, el nombre del
Bautismo ó simplemente de familia usado en la casa,
poro haciendo preceder siempre las palabras: Señor
y Señora, Señorita y Señorito.

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— i73
A los sirvientes, tanto hombres como mujeres, se
les designa generalmente con el nombre del Bautis­
mo: se seguirá la costumbre de la familia, pero
nunca se antepondrá el título de Señor ó Señora^ ni
Señorita.

208, El Eclesiástico, ya sea capellán, ya sea pre­


ceptor ó pasante, tiene categoría á parte entre los
que viven en el palacio. Aunque ligado á la familia
más íntimamente que los que en ella son recibidos,
no forma parte de la misma. El tacto ha de indicarle
la línea de conducta que exige tal situación, á veces
demasiado delicada. Procurará, pues, ser circuns­
pecto y discreto, no tratando de saber lo que no debe
saber, ni de oir lo que no debe oir.
En ciertos casos desean reunirse los miembros de
una familia, para tener sus comunicaciones sin testi­
gos. El Eclesiástico, que vive entre aquella familia,
adivinará las circunstancias, y cuando note que se
desea tratar de asuntos secretos y que es un obs­
táculo su presencia, pero que no se atreven á decír­
selo, se retirará inmediatamente.
Aunque no tengan carácter tan Intimo las conver­
saciones, tratará de no intervenir con frecuencia.
Después de la comida, se dirigirá al salón con la fa­
milia é invitados; pero, pasados algunos momentos,
se retirará. Si se desea que permanezca más tiempo,
se lo dirán, suplicándole que se quede, y accederá.
Si nada se le dice, es señal de que se aprueba su se­
paración, y de que hubiera sido un obstáculo su pre­
sencia, si hubiera seguido más tiempo. No faltan
preceptores jóvenes, por otra parte muy buenos y
hasta excelentes, pero poco experimentados, algo
olvidadizos en esta materia, hasta creerse obligados
á permanecer en el salón hasta lo último. No hay que
ser huraño, pero tampoco conviene ser pesado, hasta
el punto desquitar la libertad á los demás, hacién-
V-
UHIVSRS'.D.VS. 45
— 274 —

dose molesto. La presencia de un Eclesiástico en una


reunión mundana, aunque honesta, causa siempre
cierto encogimiento, haciendo que sean los demás
menos expansivos y que estén con menos libertad.

209. Nos lleva esta observación á hablar de la


actitud que debe tomar en la conversación de la
mesa ó del salón, el sacerdote que vive en palacio.
Ante todo, debe consistir en un prudente medio entre
la taciturnidad que sería considerada como señal de
incapacidad ó de mal humor, y la locuacidad, que
denota espíritu ligero, sin tacto, y no pocas veces sin
juicio. La perfección está en hablar con moderación,
con propiedad y á tiempo. En otra parte hablaremos
de las propiedades de la conversación; aquí nos con­
tentaremos con añadir algo relativo á la materia de
que tratamos.
El Eclesiástico que vive en un palacio ha de cui­
dar mucho de que sea intachable su conversación.
Su pronunciación ha de ser correcta sin sabor de
la gente del campo. Pero á pretexto de tener pro­
nunciación distinguida guárdese de hablar como al­
gunos maestros de aldea que cambian á veces los
finales de las palabras para aparecer más correctos:
por ejemplo, para acentuar bien la terminación ado^
dicen bacalada.
La elocución ha de ser correcta, siempre digna,
pero también sencilla y natural.
Deberá poner gran cuidado en no decir nada des­
edificante, jamás dirá una palabra libre ó insubstan­
cial, ni hará objeto de sus murmuraciones y censu­
ras á la autoridad eclesiástica, al Seminario ó á otros
sacerdotes.
Y ¿cómo se conducirá, si alguien se permite en
presencia del Capellán ó del preceptor algunas liber­
tades en contra de las buenas costumbres ó de la re­
ligión? l.° Jamás ni por nada les es permitido asentir

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— *75 —
á lo que dijeren ni aun con una sonrisa, siendo lo
menos que pueden hacer mantenerse en actitud
grave y silenciosa. 2° Si no se trata sino de una
palabra dicha con ligereza y sin malévola inten­
ción, bastará la actitud de que acabamos de hablar-
3.“ Pero si la conversación concluye por ser malé­
vola é impía, si se propasa hasta el insulto ó la pro­
vocación, si se dicen palabras injuriosas contra el
Obispo, los Superiores Eclesiásticos y el clero, en
tal caso, el Eclesiástico que está presente, aunque
sea simple Seminarista, tiene otros deberes: deberá
protestar enérgicamente. Y si no le permiten obrar
así las circunstancias, ó si cree ver en ello más in­
convenientes que ventajas, y no halla mejor partido
que retirarse, se levantará de la mesa. Y yo diría
que no debe vivir el Eclesiástico en una casa en que
tales conversaciones se permiten; y serían cierta­
mente de la misma opinión los Superiores, si se los
consultara.

210. Las relaciones con los sirvientes llevarán el


sello de la modestia y de la dignidad; ni arrogancia
ni familiaridad. Jamás ninguna sesión prolongada en
la cocina; conversaciones raras y cortas, y sólo para
las cosas necesarias, sobre todo con las niñeras; no
debe aparecer exigente y raro, sino que se pedirá
con mansedumbre lo que se necesite; se evitará con
cuidado todo altercado y toda discusión; y si hay que
presentar algunas quejas razonables, se dirigirá al
Señor ó á la Señora de la casa, pero sólo cuando no
haya otro medio.
No pocas veces se han maravillado algunas fami­
lias respetables de la actitud de los Eclesiásticos ad­
mitidos en sus casas, en sus relaciones con los sir­
vientes. En esto hay que tener siempre mucha
delicadeza y no menos circunspección: es uno de los
puntos en que se revela el hombre educado.

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— 276 —

211. La presencia de un Eclesiástico en un pala­


cio, generalmente tiene por objeto la educación de
uno ó más niños.
Hay que tener presente que entre los alumnos en­
comendados á un sacerdote no ha de haber ninguna
niña por poca edad que tenga: en esto hay que ser
inflexible.
A los padres toca fijar la extensión del programa
de las materias, indicar el número de horas consa­
gradas diariamente á las clases, al estudio, al recreo,
en una palabra, trazar el reglamento del día. El pre­
ceptor debe acomodarse á la voluntad de los mismos;
pero debe exigir que se le deje el tiempo necesario
para dedicarse á los ejercicios espirituales que cons­
tituyen su primera obligación.
Con esta restricción, se entregará enteramente á
la educación de los niños que se le han encomenda­
do. Considerará el cumplimiento de esta tarea como
deber de conciencia, trabajando con celo, respon­
diendo así á las esperanzas de la familia que lo ha
llamado. No satisfecho con instruir á sus discípulos,
aprovechará todas las ocasiones para formar su co­
razón en la piedad, en la virtud y en los más eleva­
dos sentimientos. Conservando siempre el ascen­
diente que debe tener sobre ellos, nada omitirá para
conciliarse su afecto y confianza; ha substituido á sus
padres, y conviene que tenga su solicitud y su ter­
nura.
Los niños educados en sus casas son generalmen­
te consentidos, mal criados, lo que es causa de no po­
cas dificultades para el preceptor. Con frecuencia se
apelará de su sentencia á otro tribunal más indulgen­
te, de donde resultan los conflictos de jurisdicción
que ceden siempre en perjuicio del bien moral de los
niños. Convendrá mantenerse firme y enérgico no
sólo con los mismos, sino contra los abuelitos, la ma­
má, la tía, todos los cuales tienen la deplorable debi-

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— 277 —

lidad de ceder á sus caprichos, de creer en las enfer­


medades que inventa la pereza, de temer siempre
que no se tengan para con aquellos idolillos todas las
contemplaciones y todos los miramientos necesarios.
Para vencer tantos obstáculos necesita el preceptor
mucha paciencia, no menos prudencia y sumo tacto.
La cuestión de los castigos es la más delicada: en
esta materia hay que encerrarse en los límites traza­
dos por el programa, no dando jamás golpes.
No hay que decir que toda la solicitud de un Ecle­
siástico con respecto á sus alumnos se reduce al or­
den intelectual y moral: lo demás toca á las ayas y
sirvientas; y si se quisiera someter á esto al precep­
tor, se negará en absoluto.

212. Diremos algo de las relaciones que puede y


debe conservar el Seminarista tanto con la familia
que lo ocupó como preceptor en las vacaciones,
como con sus alumnos.
Estas relaciones dependen mucho de las circuns­
tancias y de los vínculos más ó menos íntimos que
ha podido establecer la estancia en la misma casa.
Cuando ha pasado todo oficialmente y con frial­
dad, sin que el Seminarista haya sido objeto de nin­
guna atención especial, nada hay que hacer. Se se­
paran todos políticamente sin más obligaciones que
las generales y que cumplen mutuamente, cuando
se encuentran las personas conocidas.
Por regla general, no sucede así. La familia ha
sido buena y afectuosa con el joven preceptor; le han
hecho algunos obsequios en testimonio de satisfac­
ción y gratitud; le han manifestado deseos de que
vuelva el año próximo; le han visitado después que
ha entrado en el seminario; y le ha escrito algunas
cartas el alumno que ha simpatizado con el precep­
tor, En tales condiciones tiene evidentemente el pre­
ceptor algunos deberes que llenar con una familia tan

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— 278 —

buena y tan cumplida, pero guárdese mucho de tras­


pasar los verdaderos límites.
Contestará, si le escribe el alumno.
1
No está obligado á devolver las visitas que se le
han hecho durante el curso: le excusa suficientemen­
te el Reglamento del Seminario; pero no dejará de
manifestar viva gratitud.
El l.° de Enero ó en los últimos días de Diciembre
deberá escribir una carta para manifestar sus deseos
de que pasen un año muy feliz, añadiendo alguna
palabra de agradecimiento por la buena acogida que
le hicieron en su casa y por las simpatías de que fué
objeto. Si es sacerdote, ¿basta una tarjeta; pero un
Seminarista debe escribir una carta.
Hará lo mismo, cuando en la familia haya habido
algún acontecimiento feliz ó desgraciado y de que se
le haya dado parte.
En fin, cuando se ordene de sacerdote, será con­
veniente que se les participe, pidiéndoles sus oracio­
nes, é invitándolos á asistir, ya á la ceremonia de la
ordenación, ya á la primera misa.

CAPÍTULO V
RELACIONES DEL MINISTERIO

213. En la vida del Sacerdote no hay detalle al­


guno en que no pueda aparecer como tal; sin embar­
go, en ninguna parte se revela mejor su carácter que
en el ejercicio de su sagrado ministerio: en ese ejer­
cicio ha de ser todo en él no sólo recogido y modes­
to, sino celestial y divino, porque ya no está allí el
hombre, está nuestro Señor Jesucristo.
La Iglesia ha tenido especialísimo cuidado de tra-

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— 279 —
zar á sus ministros las reglas que han de seguir en
circunstancias tan solemnes; y vamos á dar aquí las
que se refieren á la materia de que tratamos. Es la
urbanidad eclesiástica en lo que tiene de más santo
y elevado.

214. Justo es que consideremos en primer lugar


al Sacerdote ofreciendo el divino Sacrificio.
1. ® Revestido de los ornamentos sagrados para
salir al altar, está ya fuera de las relaciones ordina­
rias de la vida social. A nadie saludará fuera de lo •
que ordenan las reglas litúrgicas; extraño á cuanto
sucede en lo exterior, no dirigirá la palabra á los
presentes, ni aun levantará la vista para mirar á los
que llegan: otra manera de proceder sería motivo de
gran escándalo para los fieles.
2. ° No es lugar ni tiempo de dirigir advertencias,
de hacer encargos, ni de corregir las pequeñas faltas
que pudiera haber en el canto, en las ceremonias y
en la actitud de los acólitos, etc. Hay sacerdotes que
llevados, sin duda, de laudable celo, aunque están
ya en el altar, atienden á la dirección de los que ac­
túan en el coro y en el presbiterio, uniendo en cierto
modo á las funciones de celebrante el oficio de Maes­
tros de ceremonias. Es cosa muy extraña que no de­
jará de llamar la atención de los fieles; y lejos de
contribuir á la majestad y belleza del oficio divino,
esa inmistión del celebrante en las atribuciones que
no le corresponden, no hace más que introducir la
confusión y el desorden.
3. ° En el altar principalmente se ha de manifes­
tar hombre divino el Sacerdote, revelando á los ojos
de todos la santidad del Sacerdocio de Jesucristo de
que está revestido. Y no será así, si llega á descu­
brirse en él alguna debilidad de impaciencia, de cu­
riosidad, de ligereza, de tosquedad y de falta de mor­
tificación. Debe poner en práctica entonces las pala-

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1
— 28o —
bras del Santo Concilio de Trento: Nihil nisi grave,
moderatum, ac religione plenum.
4. ° No debe hacer padecer á los fieles con su ex­
cesiva lentitud, pero tampoco los escandalizará con
demasiada celeridad; entre los dos extremos es más
vituperable el segundo: aquél podrá ser objeto de
murmuración para los que tienen poca devoción;
éste será para todos un triste desengaño, disminuirá
y hasta destruirá la buena idea que se habían for­
mado del sacerdote, pudiendo tener como consecuen­
cia la alteración de la fe cristiana en las almas.
5. ° Exigen también la religión y la edificación que
en el altar observe el Sacerdote las rúbricas sagra­
das con piedad y naturalidad, edificando á todos los
fieles.
Hay Sacerdotes que ejecutan las ceremonias sin
dignidad y sin respeto; hacen las inclinaciones y ge­
nuflexiones, extienden las manos, etc., de una mane­
ra poco decorosa y hasta grotesca; para ir más apri­
sa, truncan esos venerables signos, los convierten
en verdaderas muecas, en que no es posible recono­
cer los piadosos símbolos instituidos por la Iglesia.
Otros, con mal entendida devoción, chupan el
cáliz por largo tiempo y con gran ruido en la comu­
nión.
Hay quienes, al pronunciar las palabras litúrgi­
cas, caen en un tartamudeo escandaloso; unos dan á
la voz un tono melindroso y afectado, creyendo que
es más devoto; otros, en lugar de articular perfecta­
mente, no dejan oir más que un garganteo sordo é
ininteligible; éstos, con maniática ridiculez, recorren
todas las notas del diapasón, y rezan como si canta­
ran; aquellos introducen en el rezo exclamaciones,
ruidos inarticulados, suspiros y hasta palabras extra­
ñas al texto litúrgico: son otras tantas ridiculeces
que hay que evitar en absoluto.
6.° Diremos algo sobre algunas extravagancias

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— 28i —

que fácilmente hará evitar un delicado sentimiento


de caridad. Al decir la misa después de algunos sa­
cerdotes, se siente dolorosa impresión de fastidio.
Los corporales están con señales de polvo de tabaco
y aun con otras manchas más repugnantes; la patena
tiene impresas las huellas de los dedos, á veces hasta
queda saliva de que se han servido para quitar las
partículas; el cáliz ha sido mal purificado, está inte­
riormente húmedo, y en el exterior se ve la huella de
los labios.
Bastaría un poco de cuidado y algo de precau­
ción para evitar semejantes negligencias.

215. Por razón de su ministerio son llamados los


Eclesiásticos á tomar parte en los Oficios públicos
que se celebran en la Parroquia, ya como oficiantes
en el altar, ya como cantores en el coro.
Advertiremos lo siguiente:
l.° Exige la majestad del culto divino que no se
vea negligencia alguna en su actitud y continente.
Ocupan en la tierra el lugar de los ángeles en las
adoraciones que tributan á Dios aquellos bienaven­
turados espíritus. Si están penetrados del verdadero
sentimiento de la excelencia de tan gran ministerio,
unirán á los actos interiores de alabanza y de ora­
ción la actitud exterior que los simbolice. Y no su­
cederá así, si se ve á los eclesiásticos que se inclinan
en el coro sin reverencia, que se apoyan con deja­
dez, que vuelven la cabeza á un lado y á otro; que
cruzan las piernas; que, estando de rodillas, de
pie ó sentados, toman posiciones impropias; que
manifiestan fastidio con bostezos continuos y es­
pecialmente estrepitosos, extendiendo los brazos,
etcétera, etc.
2° No hay que decir hasta dónde llegaría el es­
cándalo, si se viera al sacerdote que se ríe ó con­
versa al cantar ó al asistir á los divinos Oficios.

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— 282 —
1
3. ° En otros tiempos estaba prohibido, á lo me
nos en algunas iglesias, tomar polvo durante los di
vinos Oficios; hoy está admitida semejante práctica;
pero creemos que ofende al público que lo observa
ofrecer polvo á los que están en el Coro: es una fami
liaridad apenas admisible en un salón, y que debe
prohibirse severamente en el lugar santo.
4. ° Se ha censurado con frecuencia á los canto­
res de las iglesias los gestos y contorsiones que ha­
cen al cantar, lo mismo que esforzar de tal modo la
voz que los sonidos que producen parecen más ge­
midos que canto. También notaremos ese canto pe­
sado, golpeado, sacudido que se oye á veces, espe­
cialmente en las aldeas. Cuidará mucho el sacerdote
de no caer en semejantes defectos, que se oponen al
decoro, y quitan á los divinos Oficios el carácter
de piedad que los distingue.
Debemos ser dignos, graves y juiciosos en el
canto como en todas las cosas; cierto es que no todos
tienen canto agradable; pero en las maneras de can­
tar hay una perfección relativa á que podemos y de­
bemos llegar todos.

216. Si, como Maestros de ceremonias, estamos


encargados de la dirección de cualquier fiesta que se
celebra en público, tengamos presente que además
de conocer con toda exactitud nuestro ministerio, de­
bemos poseer en alto grado las reglas de la delica­
deza.
1. '‘ Nuestro continente ha de respirar gravedad,
modestia y decoro; no tomaremos aire de hombres
azorados y precipitados en los movimientos; jamás
correremos.
2. ^ Apareceremos dignos sin afectación; no nos
daremos la importancia del que lleva un mundo so­
bre sus hombros, pues caeríamos en el ridículo.
A nadie trataremos con aspereza; con suavi­

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— 283 —

dad y benevolencia avisaremos al que cometa alguna


falta, pero de manera que nadie se dé cuenta, si es
posible; y para dirigir á los demás no introduciremos
en las ceremonias perturbaciones que ofenderían
más gravemente que la falta cometida.
4. ® Para reprender nos serviremos de las fórmu­
las más delicadas; de nuestros labios no han de salir
expresiones que revelen torpeza, imprudencia ó igno­
rancia.
5. ® Jamás tomaremos á nadie del brazo ó de los
hombros, ni empujaremos ni atropellaremos á nin­
guno.
6. ^ No nos enojaremos, ni con nuestros adema­
nes manifestaremos impaciencia, cólera ó descon­
tento.
7. ^ Cumpliremos con todas estas reglas aun con
los que son inferiores á nosotros. En cuanto á los Su­
periores, especialmente si son venerables por la
posición, nos presentaremos más circunspectos y res­
petuosos todavía. Sólo en casos de distracción evi­
dente y grave pasaremos á reprenderlos.
Tanto como agrada con su moderación contribu­
yendo á la belleza de la función litúrgica que dirige,
tanto desagrada el que falta á dicha moderación,
ofendiendo á todos con sus maneras altivas, bruscas
é imperiosas. Ha de recordar que no es oficial mili­
tar que hace ejecutar una maniobra, sino ángel del
Señor, encargado de mantener el orden en el San­
tuario, y de dar á las pompas sagradas de la Religión
el celestial carácter de paz, de piedad y de grandeza
que les es propio.

217. Hablemos ahora del rezo privado del Oficio


Divino.
l.° Nada se opone ni por lo que se refiere á la li­
turgia, ni por lo que respecta á la Urbanidad, á que
rece el sacerdote en público el Oficio divino: por

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— 284 —
ejemplo, en una carretera, en un jardín, en el tren,
etcétera. Sin embargo, no sería propio rezarlo en un
lugar muy concurrido. Se ofendería y hasta se escan­
dalizaría el público al vernos rezarlo en la calle, en
la plaza pública, en medio de un concurso grande y
alborotado.
2° Si se reza el Oficio Divino en una sala, en
una Iglesia, en un Oratorio, ante otras personas que
oran ó estudian, exige la discreción que no los dis­
traigamos levantando mucho la voz. Hay Eclesiásti­
cos que son causa de mucha molestia para sus ve­
cinos.
3.° Digamos algo sobre el rezo del Oficio Divino
en coche.
Si nos hallamos entre personas conocidas, ó con
las cuales hemos adquirido relaciones durante el
viaje, será político pedirles que nos dispensen que in­
terrumpamos la conversación para rezar. En caso
semejante, y por regla general, se callan todos por
respeto al que reza, y es lo más propio. Sin embargo,
no deja de llamar la atención que haya Eclesiásticos
que, menos delicados que muchos seglares, mientras
reza uno de sus compañeros, continúan á su lado la
conversación en voz alta, riendo y chanceándose, sin
percatarse de que le distraen en aquel acto religioso.
Cualquiera que sea la conducta que quiera seguir la
sociedad, se ve cuán fuera de su lugar está el Sacer­
dote que, al rezar el Oficio Divino, lo interrumpe para
tomar parte en la conversación que se sigue cerca
de él.

218. Todo Sacerdote empleado en el Santo Minis­


terio, tiene obligación grave de administrar los Sacra­
mentos á los que los piden. No hay necesidad de que
insistamos mucho en este deber. Diremos sólo que
hay Sacerdotes que faltan, á la vez, á la caridad y á
la cortesía, por la poca exactitud en su cumplimiento.

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- 285 -
Señalada la hora para un bautizo ó para una
boda, si se ha anunciado que á una hora fija estará en
el Confesionario, hay que ser exacto.
Y SI hay circunstancias de las cuales ha sido im­
posible prescindir, por ejemplo, la visita á un enfer­
mo que está para morir, habrá necesidad de pedir
dispensa.
Siempre es de pésimo gusto hacerse esperar; pero
es más vituperable todavía en un Sacerdote que debe
ser modelo de caridad, siendo muy severas en este
punto las gentes del mundo. Todos hemos sido testi­
gos de las impaciencias, murmuraciones, invectivas
de familias, aunque muy cristianas, que esperan en
vano media hora, una hora ó más en la iglesia al sa­
cerdote que no ha vuelto todavía de un paseo, ó que
no quiere molestarse. No hay que añadir que hoy, en
ciertos países principalmente, tal negligencia podría
ser causa de graves inconvenientes.

219. Si debe ser exacto el sacerdote, cuando se


trata de su ministerio, puede sin duda exigir la mis­
ma exactitud á los fieles á quienes sirve; sin embar­
go, no debe manifestarse ni muy susceptible, ni de­
masiado estricto.
Más de una vez se han escandalizado los seglares
viendo á los sacerdotes que al administrar algún sa­
cramento se han dejado arrebatar de la ira, porque
se les había hecho esperar, prorrumpiendo hasta en
el lugar santo en invectivas amargas, manifestando
así que carecían de mansedumbre y de paciencia.
No hagamos sufrir á los demás y estemos prontos
á sufrir de parte de todos; ésta es la máxima que de­
bemos practicar en casos semejantes.
Sin embargo, no deben parar en debilidad la con­
descendencia y la paciencia. Exige el interés gene­
ral que sean todos exactos en las funciones parro­
quiales; muy laudables son los esfuerzos del Párroco

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286 —

que trabaja para obtener semejante resultado, aun­


que acompañe las advertencias con algunas repren­
siones.

220. Las gentes del mundo se maravillan del des­


cuido y falta de respeto exterior con que administran
los santos Sacramentos algunos sacerdotes. Al ver­
los tratar con tal desahogo é indiferencia las cere­
monias de la Religión, se ven precisados á pregun­
tarse ¡triste es decirlo!, si semejantes sacerdotes creen
verdaderamente en la eficacia sobrenatural de los
augustos símbolos que aplican. Importa, pues, mu­
cho que al conferir el ministro los Sacramentos, esté
penetrado de la excelencia de la función que ejerce.
Por lo tanto: l.° Se pondrá algunos instantes de
rodillas ante el altar, antes de dar principio, para
reanimar su fe, pidiendo á Dios su auxilio y manifes­
tando á los ojos de todos que conoce toda la grandeza
de aquel acto. 2.° Al administrar el Sacramento, dirá
con devoción y penetrándose bien de su significado,
las palabras litúrgicas, haciendo reposadamente y
con respeto las ceremonias sagradas. 3." Terminado
el acto, se recogerá todavía un instante ante el altar
para dar gracias á Dios.
Cumpliendo de esta manera con el sagrado minis­
terio, podremos dar á los asistentes, muchos de los
cuales son enteramente extraños á toda práctica re­
ligiosa, una muy preciosa enseñanza, una predica­
ción muda, pero muy elocuente, y en ocasiones la
primera causa del despertar de su fe y de la vuelta
á Dios.
En la administración de los Sacramentos debe
cuidar mucho el sacerdote de la modestia de los ojos.
El espectáculo de las pompas del mundo que apare­
cen entonces á su vista; la presencia de objetos que
le pudieran ser peligrosos; la vigilancia poco bené­
vola de que pudiera ser motivo; en fin, la actitud y

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— 487 —

recogimiento tan propios de su carácter y del minis­


terio que ejerce, se le imponen por igual. No llamen
su atención ni los rostros ni los vestidos; cierto que
no puede dispensarse de ver, pero no mire.

221. Al administrar ciertos Sacramentos, es cos­


tumbre dirigir algunas palabras á los asistentes, ya
sea una exhortación, ya preguntas que hay que hacer­
les. Diremos algo sobre las fórmulas que pueden em­
plearse:
1. ® Más tarde hablaremos del abuso del tutear.
Es inútil decir que en la administración de los Sacra­
mentos lo ha de evitar en absoluto el sacerdote.
Cualquiera que sea la persona á quien se dirige, aun­
que sea un niño, un discípulo, sobrino ó sobrina, dirá
siempre usted. Esta regla se aplica con el mismo ri­
gor en el confesonario. Según la expresión de San
Pablo, el sacerdote no conoce á nadie según la carne.
2. ° En las preguntas que, según el Ritual, deben
hacerse, no se debe anteponer al nombre el título de
señor, señora., señorita, ni tampoco el de marqués,
conde, duque, etc. Pero pueden emplearse estas pa­
labras en las alocuciones propiamente dichas.
3. ° Preséntase alguna dificultad respecto del títu­
lo en el Santo Tribunal. Si los penitentes son grandes
personajes que tienen derecho á tales calificativos,
se les conservarán. Así se dirá: V. E., V. A., V. M.
A un Religioso se le dice: padre mió, hermano
mió, según las circunstancias, y puede añadirse el
epíteto de respeto ó de afecto: Reverendo padre, que­
rido hermano mió.
A un sacerdote se le puede decir: querido herma­
no mió, etc.
Si se confiesa un hombre de mundo, se le dirá:
hermano mió, amigo mió, etc. Si se teme que puede
hallar demasiada familiaridad en tales denominacio­
nes se podrá decir: señor, señor mió.

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— 288 —

A un niño, á un joven, á un hombre, si no es no­


tablemente de más edad, se dirá muy bien: mi queri­
do hijo, mi querido Julio, mi querido Adolfo, etc.
La elección de tales títulos es muy delicada,
cuando se trata de una penitente. Empleará el con­
fesor expresiones paternalmente afectuosas que re­
velen caridad; pero en su lenguaje ha de evitar con
mucho cuidado cuanto pueda saber á afectación y
melindre, y, con más rigor aún, toda expresión que
pudiera provocar ó indicar otro sentimiento que el
de la caridad como virtud sobrenatural.
El confesor puede servirse de las siguientes ex­
presiones al hablar á sus penitentes:
A una religiosa: hermana mía, madre mía. A
una señora del mundo puede decir también: herma­
na mia, hija mía, y muy rara vez, señora-, para ello
se necesitaría estar ante una persona de elevada al­
curnia.
Dirigiéndose á una señorita ó á una señora mucho
más joven que el confesor puede decirle: hija mía',
pero nunca la llamará por el nombre de pila.
Sin duda que estas reglas son generalísimas y no
se refieren á todos los casos: el tacto y la delicadeza
del sentimiento, según las circunstancias, harán en­
contrar las expresiones más apropiadas á la situa­
ción relativa del penitente y del confesor.
Diremos, en fin, que si es difícil alguna vez encon­
trar la denominación conveniente, nos queda el re­
curso de no usar ninguna; vale más abstenerse que
cometer una imprudencia; sin embargo, no alaba­
mos al confesor que, á pretexto de no encontrarse en
estas dificultades, no emplea ningún título al hablar á
sus penitentes. Semejante práctica contribuiría á dar
á las alocuciones íntimas del santo Tribunal una for­
ma demasiado abstracta, quitándoles algo del carác­
ter paternal que deben tener; no es paternal el que,
al dirigirse á alguien, le habla de cualquier modo.

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— 289 —

222. También el ministerio de la predicación im­


pone al sacerdote importantes deberes por lo que
toca á la cortesía.
1. ° El respeto al auditorio y más aún el que se
debe á la palabra de Dios, exigen que jamás suba al
púlpito el predicador sin haberse preparado conve­
nientemente. Esta precaución es rigurosa, aunque
sea el más hábil orador del mundo, y aunque ha­
ble á la gente más sencilla. El sermón bien prepara­
do debe escribirse, á lo menos en lo substancial.
Cuando se ha de hablar de manera que se exponga á
decir más ó de manera distinta de como se desea, no
sólo es necesario haberlo escrito, se ha debido apren­
der de memoria.
2. ° Tendrá cuidado el orador en no ofender el
decoro del púlpito. Su actitud y su continente han de
revelar modestia y piedad: vale más que se haga no­
tar por la timidez que por la osadía y el desplan­
te. El auditorio gusta de que el orador lo mire con
respeto.
Hay oradores que al dar principio al discurso, ex­
tienden en el borde del púlpito un gran pañuelo blan­
co: otros obligan al auditorio á esperar mucho tiem­
po á que abra la boca, como si hubiera de pronun­
ciar algún oráculo; otros manifiestan que buscan los
aplausos, al gesticular, al pronunciar de una manera
afectada ó pretenciosa, etc., y hay también quienes,
á pretexto de la fatiga, hacen que se les lleve un
vaso de agua azucarada para quitar la sed. Todo
esto es de pésimo gusto.
No hablamos de otras ridiculeces más graves en
que caen algunos predicadores, hiriendo á unos,
apostrofando á otros, saliéndose de mil maneras de
los límites de la moderación y de la caridad, cam­
biando también el púlpito en tribuna política, ó subs­
tituyendo la palabra de Dios por declamaciones in­
teresadas, etc.
— 290 —

3.® Después de bajar del pulpito procure el ora­


dor no caer en las extravagancias y ridiculeces á
que tantas veces expone la vanidad.
Escuchemos lo que á este propósito dice Mgr. De-
vie, Obispo de Belley (1).
«Tengo que hablaros ahora de algo más impor-
> tante y más fácil de retener: del modo de predicar,
»No faltan predicadores que sienten la necesidad de
> saber qué piensan de sus discursos, no perdonando
> medio para llegar á conseguirlo. El medio menos
» hábil y que más los vende es excusarse de no haber
» tenido tiempo para prepararlo y aprenderlo. Pero
» quedan cogidos en la trampa, si se les toma la pala-
» bra y se hace coro con ellos. Se les dice cortésmen-
»te, y ya cuentan con ello, que se les ha oído con
»gusto, que no se conoció dificultad alguna, que tie-
»nen mucho talento, etc. Hay quienes llevan más
»lejos el olvido de la delicadeza, y se adelantan álos
» aplausos, haciendo notar lo más elocuente de sus
» discursos y que ha debido ser escuchado con más
• interés.... Hay quienes tienen más refinado el amor
» propio: estudian en las caras el efecto que han pro-
» ducido, largan alguna palabra que pueda dar mo-
> tivo para que se hable de ellos; hacen como que re-
» chazan modestamente pero con cierta debilidad los
» elogios y aplausos que han provocado; vuelven á
»traer la conversación á lo mismo, cuando comienza
ȇ decaer, y hallan siempre injusto el que no se
»haya formado de sus talentos la misma opinión que
»se han formado ellos mismos....
«Después de comer se trató de ir á visitar á una
■> familia distinguida que vive en el campo. A la ca-
* beza iba el predicador, y veíase que se preparaba
> á recoger gran cantidad de enhorabuenas. No se

(l) Correspondance d'un anden directeur de séminaire avec un


Jeune freiré. Lettres 28 et 29.

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— 291 —

»engañaba: se le felicitó de todos los modos.... Esta-


» ba conversando yo con otros compañeros, cuando
» oí á dos Señoras muy vivas que hablaban muy cerca
»de nosotros. A pesar mío oí su conversación, y quise
» entender algo parecido á lo que me dice usted de los
• predicadores de París. No se le entendía, decían, te-
»nía poca gracia, gangueaba, etc.... Pero lo que me
»sacó de mis casillas, y casi me traicionó con una ex-
»clamación involuntaria, fué oir á una de las Señoras
»que decía levantándose: — No hay medio de volver-
> nos atrás: hay que darle la limosna de una mentira.»

223. La cortesía del catequista es el complemen­


to de la del predicador. El cargo del catequista es
sagrado. Es de rigor que el sacerdote ó clérigo que
explica se vista de sobrepelliz (1). No debe olvidar que
en semejante ocupación ha de aparecer culto, aun
cuando tenga que habérselas con niños groseros. No
los tuteará, ni injuriará, ni los pondrá en ridículo,
sobre todo, no los maltratará golpeándolos. Tampoco
los tratará con demasiada familiaridad, tomando un
tono chocarrero y festivo, empleando en las explica­
ciones comparaciones bajas y triviales, contando
para hacer reir á pretexto de llamar la atención, his­
torias grotescas y de mal gusto.
El Catequista, lo mismo que el orador, debe pre­
sentarse con dignidad ante su auditorio. El respeto á
los niños no excluye la energía necesaria para man­
tenerlos atentos, ni la bondad suave y paternal que
hay que emplear al tratar con ellos y al hablarles,
ni el desaliño y sencillez propios de la clase de ins­
trucción que se les hace, ni el genio festivo y de buen
gusto sin lo cual con frecuencia sería imposible pi­
car la curiosidad y fijar la atención.

(l) En España, lo mismo que en América, el catequista sube al


púlptto ó habla desde el l're^b.terio cwn manteo (N del T.)

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— *92 —

224. Diremos también algo del comportamiento


en la Sacristía. Ordenan los Sagrados Cánones que
se guarde en ella religioso silencio: In sacristía
ipsa silentium servetur accurate.
No es arbitraria esta regla que descansa en una
muy fina cortesía.
La Sacristía está contigua á la Iglesia y forma
una dependencia de la misma, no podiendo ser con­
siderada como lugar profano. En ella toman y dejan
los Sacerdotes los ornamentos sagrados; se prepa­
ran con la oración para salir al altar; y allí, después
de haber descendido, se entregan á la acción de gra­
cias, Hay algunas ceremonias sagradas que se reali­
zan en ella. Se ve, pues, lo fuera de su lugar que es­
tán allí las conversaciones y los entretenimientos,
el reir á carcajadas, y el hacerla teatro de discusio­
nes políticas, teniendo el diario en la mano; tratarla,
en una palabra, con tan poco respeto como un salón
y una plaza pública.
Tan deplorable franqueza sería más enojosa aún,
SI nos entregásemos á ella en presencia de los oficia­
les seglares de la Iglesia, más ó menos mezclados
siempre con los sacerdotes que frecuentan la Sacris­
tía: juntaríase entonces al mal ejemplo dado y á la
especie de escándalo que sería su consecuencia, el
siempre gravísimo inconveniente de hacer partici­
pes de las confianzas enteramente sacerdotales á
personas que deben ser extrañas en absoluto. No
hay que decir más para patentizar el desorden que
de tal abuso resultaría.

225. Terminaremos este capítulo con algunas


consideraciones sobre la percepción de honorarios á
que tiene derecho el sacerdote.
Son de dos clases: los unos se le deben á título de
justicia; los otros son obsequios que les hace la ge­
nerosidad de los fieles.

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— 293 —
226. En cuanto á los primeros, haremos dos ob­
servaciones.
1.“ Si es legítimo y hasta necesario por un lado
que exija el Sacerdote los honorarios que le corres­
ponden, debe por otro tener mucho cuidado en
no aparecer como comerciante que reclama el va­
lor de sus ventas. Ha de ser generoso con los pobres
y moderado y digno con todos: debe abstenerse de
toda discusión y debate sobre la cantidad de lo que
se le debe; estará fuera del orden quejarse desde el
púlpito de la morosidad de algunos de sus feligreses.
Sobre todo se necesitan circunstancias gravísimas
para resolverse á quejarse. Sería mucho mejor en
caso semejante que se declarase parte la fábrica.
2. ° Vénse inclinados los fieles á considerar como
precio de sus sagradas funciones lo que dan al Sa­
cerdote. De ahí las expresiones impropias que em­
plea el pueblo, y que casi no pertenecen al idioma.
Penetrado el sacerdote, cual conviene, del respeto
que se debe á su ministerio, se guardará bien de ser­
virse de ellas. Jamás dirá: Tal persona me debe una
misa, ó no me ha pagado la misa, sino: tal perso­
na me debe, ó no me ha enviado los honorarios de
la misa. Tampoco dirá: Un entierro de segunda cla­
se vale tanto; sino los honorarios de un entierro de
segunda clase son tanto.
Como se ve, tienen aquí gran importancia los ma­
tices y las delicadezas del lenguaje.

227. La segunda clase de honorarios comprende


las ofrendas libres ó voluntarias de los fieles.
Entre estas ofrendas, hay algunas que autoriza
la costumbre y se piden en forma de limosna. Son
suplemento á la insuficiencia de la renta que pasa la
Nación, y son muy legítimas.
Pero hay que tener presente:
l.“ Que el sacerdote no ha de pedir por sí mis-

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— 294 —

mo estas limosnas, pues con ello rebajaría su ca­


1
rácter.
2° Debe vigilar á los encargados para que no
falten á la cortesía y delicadeza.
3.“ Jamás se quejará amargamente de la mez­
quindad de la colecta.
4.° No manifestará mal humor á los que dan poco
ó no dan nada.
Sobre todo, no debe olvidar sus deberes hasta el
punto de poner dificultades en el ejercicio de su
ministerio en favor de los mismos.
Fuera de las colectas regulares, hay casos en que
se hacen al Párroco ó Sacerdote obsequios de más ó
menos considerable valor: como en una primera co­
munión, con ocasión de un matrimonio, etc.
¿Conviene aceptar siempre tales obsequios?
No dudamos asegurar que, en principio general, es
mucho mejor rehusarlos: Primero, perjudican nota­
blemente á la independencia del Sacerdote, y benefi­
cian más ó menos á los que los hacen. En segundo
lugar, no puede creerse que sean siempre efecto de
generosidad espontánea. Muchas veces obliga la
necesidad á seguir la costumbre, aunque con violen­
cia y repugnancia. En muchos casos son carga muy
pesada para los que se creen en el deber de hacerlos.
Añadiremos que es una de las causas de ese
deplorable lujo que despliegan hoy ciertos sacerdo­
tes. La mayor parte de los adornos que convierten
su habitación en una especie de bazar son obsequios
que se le han hecho.
Conocemos á sacerdotes muy ejemplares que se
han impuesto la obligación de no aceptar nada sino
con la condición de emplearlo en socorrer á los po­
bres ó en adornar la Iglesia. Es una habilidad pia­
dosa que aconsejamos á aquellos compañeros nues­
tros á quienes se haga esta clase de obsequios.

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PARTE tercera
URBANIDAD Y DELICADEZA DE LOS ECLE­
SIÁSTICOS EN EL LENGUAJE

228. El principal fundamento de la vida social es


el lenguaje, ese misterioso agente por el cual entran
en comunidad de sentimientos y de pensamientos las
almas, haciéndose en cierto modo sensibles.
Se nos ofrece bajo dos aspectos diferentes.
En su forma ordinaria, ó como lenguaje hablado,
es instrumento de la conversación, convirtiéndose
así en condición indispensable del comercio que
mantienen entre sí los hombres.
Fijado por la escritura, da origen á la correspon­
dencia epistolar, precioso medio de comunicación
que aun á distancias larguísimas facilita las relacio­
nes sociales.
En dos secciones diferentes hablaremos de la Ur­
banidad y de la delicadeza del lenguaje desde este
doble punto de vista.

SECCIÓN PRIMERA
DE LA CONVERSACIÓN

229. Es la conversación á las relaciones sociales


lo que es el alma al cuerpo: les comunica vida impri­
miéndoles movimiento.

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— 296 —
Los espíritus cultivados hallan en ella el más no­
ble y el más grato de sus recreos; es un pasatiempo
lleno de encantos en el que descansa y toma nuevo
vigor la inteligencia, fatigada por una aplicación de­
masiado asidua al estudio ó á los negocios.
Uniendo lo útil á lo agradable, es preciosísimo
medio para adquirir sin trabajo y sin fatiga numero­
sos y variados conocimientos. Conocido es el partido
que de ella supieron sacar los antiguos filósofos en la
instrucción de sus discípulos. Conversando inculca­
ban sus máximas. Los Diálogos de Platón no son
sino conversaciones familiares sobre las materias
más elevadas de la filosofía.
Añadiremos que quien posee el arte de conversar
tiene en sus manos un instrumento de gran potencia
para insinuarse en el espíritu de sus semejantes, para
llevar á la realización una empresa difícil y para con­
ducir á buen fin un negocio delicado.
En Francia, más que en parte alguna, tiene verda­
dera importancia este arte: se estima y se cultiva de
una manera especial. En otros países se habla para
comunicarse lo que es necesario; entre nosotros se
habla por el gusto que se encuentra hablando; nos en­
tregamos á la conversación por la conversación (1).
Por eso la sociedad francesa ha sido notable en todo
tiempo por el encanto de sus conversaciones, bri­
llando principalmente en los desahogos y en las
libertades de la charla familiar la oportunidad, la
facilidad, la vivacidad, el humor, la amabilidad, la
gracia y la delicadeza de los antiguos galos, que
como herencia se transmite entre nosotros.
No hay necesidad de decir que nuestra lengua
sencilla, clara, rica y flexible, se presta mejor que
ninguna otra á la manifestación de las más íntimas
expansiones. Delicada y maliciosa en las bromas.
(l) Mmc de Stael, De fAilemagne, partie, chap. n.

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— 297 —
amable y tierna en la compasión, exacta y precisa en
la exposición, viva y animada en las discusiones, pa­
rece que ha sido hecha exprofeso para ser admirable
instrumento de la conversación.
No quiere decir esto que en nuestra sociedad no
haya más que habladores perfectos. Innumerables
son las faltas que se cometen en la conversación; y
debe ser tanto mayor la solicitud por conocerlas para
evitarlas, cuanto más nos hieren por la naturaleza
delicada del placer que busca el hombre platicando
con sus semejantes.
Indicaremos las principales, enumerando las dife­
rentes reglas que hay que tener presentes en la con­
versación.

CAPÍTULO PRIMERO
DE LAS PROPIEDADES FÍSICAS DE LA CONVERSACIÓN

230. Considerada la palabra en lo que podríamos


decir su sentido material, hay que distinguir el movi­
miento orgánico que la produce, la voz que es como
su substancia, y la articulación que la modifica. Para
que sea intachable ha de reunir, bajo este triple as­
pecto, diferentes condiciones.

231. Hay que notar algunos defectos más ó me­


nos molestos á los que nos oyen, y que pueden acom­
pañar al órgano de la boca.
l.° Como consecuencia del defecto en la confor­
mación de la lengua, ó por la falta de dientes, dejan
salir algo de saliva cuando hablan algunas personas.
Con un poco de atención nos podremos librar de este
inconveniente, muy desagradable en todo tiempo

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1

ág8 —

para los que rtoS escuchan. Por eso, al hablar, hay


que evitar que pase la lengua de los dientes llegando
hasta los labios, y hacer que se mueva sucesiva­
mente entre las dos concavidades dentarias, superior
é inferior.
2. ° Hay quien ha adquirido la fea costumbre de
acercarse á los interlocutores de tal manera que
llega á soplarles el rostro: este defecto es todavía
más molesto, cuando los que incurren en él tienen
aliento fétido, enfermedad no poco frecuente aunque
en diferente grado. Para quitar esta gran dificultad,
bastará con tomar algunas precauciones muy senci­
llas: por ejemplo, no acercarse demasiado á los que
escuchan, ó, si hay que hacerlo, no hablarles de
frente, sino un poco de lado.
3. ° Evitaremos hacer gestos al hablar, abrir des­
mesuradamente la boca, redondearla exageradamen­
te, dejar que se vean demasiado los dientes, etc.

232. Conviene también regular la voz en cuanto


al timbre, intensidad y tono.
1. ° Hay voces cuyo timbre suave, agradable,
simpático, es una cualidad que no tiene precio en la
conversación. Pero también se encuentran con fre­
cuencia voces toscas, destempladas, estridentes, que
no pueden ser oídas sin experimentar una impresión
desagradable. Defecto que no es posible remediar,
puesto que depende de la misma naturaleza del ór­
gano de la boca, pero que se puede atenuar notable­
mente; y se conseguirá reteniendo los chorros de
voz, comprimiendo su desarrollo y suavizando lo
que tiene de áspero. Pero hay que atender mucho á
no viciar la naturaleza queriendo corregirla: la sua­
vidad afectada de la voz llamaría más la atención
que la aspereza nativa que puede presentar.
2. ° Desde la antesala oigo á Teodecto: toma
cuerpo su voz á medida que se aproxima; ya ha en-

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— 299 —
trado; se ríe, grita, revienta; se tapa las orejas; es
un trueno (1).
No debemos dar á la voz sino la fuerza que nece­
sita para que se nos oiga distintamente. Hablemos,
pero no voceemos.
Hay quienes caen en el extremo opuesto, pare­
ciendo que no quieren tomarse el trabajo de emitir
sonidos perceptibles. Es necesario para escucharles
aplicar los oídos con no poca dificultad: en unos es
timidez; en otros ridicula pretensión; en muchos ma­
nía. En todo caso es defecto que molesta, pues ha­
blamos para que nos oigan.
Varía según las circunstancias el desarrollo que
hemos de dar á la voz. Hay que hablar más fuerte
en medio de una calle ó de una plaza muy concurri­
da, que en un salón; en un círculo numeroso, que
hablando con una sola persona; discutiendo con ve­
hemencia, que refiriendo una anécdota.
3.® En la simple conversación, lo mismo que en
cualquier ejercicio de la palabra, conviene acentuar
la voz; esto es, elevarla y bajarla, haciéndole reco­
rrer una serie de inflexiones que determina el buen
gusto. Sin esta cualidad la palabra resulta monóto­
na, insulsa, y en lugar de cautivar la atención, convi­
da al sueño.
Sin embargo, hay que evitar en esto algunos de­
fectos.
Las inflexiones han de ser precisas sin que tengan
nada que ofenda al oído. Han de estar en relación
con los pensamientos expresados por las palabras.
No han de dar á la voz expresión lánguida y melin­
drosa. Hay quienes no pueden hablar sin que á su
voz acompañen la ternura y las lágrimas.
Es sentimentalismo ridículo, muy diferente del
verdadero sentimiento. No se han de multiplicar de
(l) Caracteres. De la sociéü et de la conversation.

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— 300 —

modo, que al conversar se crea que están cantando


alguna melodía. Hablar no es cantar. En fin, al acen­
tuar la voz, trataremos de no llevar á la conversa­
ción familiar la solemne expedición del púlpito. No
debemos confundir las situaciones y los estilos, y
trataremos siempre de ser naturales antes que nin­
guna otra cosa.

233. No es suficiente que la voz hiera agradable­


mente el oído con los sonidos que produce; para que
se convierta en palabra, ha de articularse. El buen
lenguaje requiere articulación muy pura: sin ella
no habrá más que una confusa é incoherente reu­
nión de sonidos en que nada podrá oirse con distin­
ción.
Con no poca frecuencia la imperfección en la ar­
ticulación viene del mal hábito contraído al pronun­
ciar las consonantes débilmente y sin resolución, no
imprimiendo á los órganos un movimiento bastante
enérgico. También puede resultar de ciertos vicios
orgánicos ó nerviosos que pueden desaparecer ordi­
nariamente con algunos esfuerzos vigorosos. Y son
los principales: el tartamudeo, el tartaleo, el balbu­
ceo, el titubeo y el habla brososa.
l.° El tartamudeo es cierta dificultad más ó me­
nos grande en la palabra, que proviene, ó de la mala
disposición de la lengua, ó de la debilidad de los mús­
culos de la boca, ó también de un estado nervioso y
espasmático. Se caracteriza por la repetición sofre­
nada de las mismas silabas, y, muchas veces, por la
imposibilidad de pronunciar ciertas letras. Defecto
muy desagradable que hace la conversación suma­
mente difícil, sobre todo, cuando es muy marcado.
Sin embargo, no es mal que no tenga remedio. Se ha
imaginado una especie de gimnasia de la boca, con la
cual se puede llegar á corregir en parte el tartamu­
deo', recurso preciosísimo que no deben despreciar

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— 3°» —
los que no tienen la pronunciación suficientemente
correcta (1\ CL*
2. ° El tartaleo consiste en la desordenada préidfi^j
pitación debida también generalmente á un vicio or­
gánico, ó á lo menos á una predisposición nerviosa,
que hace que al hablar salgan de un solo golpe gran
número de sílabas que no se articulan. Muchos, sin
caer en el tartaleo propiamente dicho, hablan con
tal precipitación que no es posible seguirlos. Si nota­
mos en nosotros este defecto, hay necesidad de tra­
bajar á toda costa para moderar la rapidez de la
articulación. Contribuirá poderosamente á obtener
este resultado la solicitud con que tratemos de dar
su acentuación á cada una de las palabras.
3. ° El balbuceo se diferencia del tartamudeo.
Este consiste en la dificultad de la pronunciación;
aquél en la de expresarse. Un orador que no está
bien preparado, un niño que no sabe bien la lección,
una persona impresionada por la timidez, balbucean.
El balbuceo se traduce por la perplejidad y por la
trabajosa repetición de las mismas sílabas y de las
mismas palabras. Estar sobre sí al hablar y trabajar
por adquirir, con el ejercicio, el hábito de la palabra
y cierto arrojo, son los únicos medios para evitar el
balbuceo.
4. ° La dificultad de que resulta el balbuceo pro­
duce á veces un vicio de pronunciación no menos mo­
lesto: el titubeo. Consiste en prolongar la última
sílaba de la palabra, ó en hacer oir no sé qué sonido
inarticulado, esperando encontrar la palabra que se
quiere decir ó el pensamiento que se quiere expre­
sar. La elocución de la persona que titubea es lán­
guida y trabajosa; no marcha, se arrastra.
Más común de lo que se piensa es este vicio de­
testable y se contrae con suma facilidad. Encuéntra-
(l) Iraití eompltt dt tous Its vites de la párele., por Colombat.

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— 302 —

se con frecuencia entre los estudiantes que, como


les falta la memoria, titubean ridiculamente para
llenar los vacíos de sus recitados; y después, desde
los bancos de la escuela, lo llevan á la vida social.
En este punto deben ser inexorables los maestros.
Pasada cierta edad, es difícil corregir el titubeo',
se conseguirá, sin embargo, trabajando por darse
cuenta de defecto tan desagradable, después impo­
niéndose la obligación rigurosa de suprimir en su
lenguaje toda emisión de voz que no necesita la pro­
nunciación de las palabras que se emplean. Antes
que recurrir á semejante medio para llenar los va­
cíos es preferible que callemos.
5.° El habla brozosa es verdadero vicio de pro­
nunciación. Consiste en una articulación imperfecta
y demasiado afeminada, y á veces en la total supre­
sión de la R. Hay quienes hablan á media lengua
creyendo que dan con esto más elegancia y más gra­
cia á su palabra. No hay nada más pretencioso; y es
muy sensible que haya Eclesiásticos que caigan en
semejante ridiculez. No censuramos á los que incu­
rren en esta falta por defecto orgánico. Sin embar­
go, hay que tener presente que también ha consegui­
do el arte corregir á la naturaleza y que con ejerci­
cios bien dispuestos se llega á articular la R tan bien
como cualquier otra letra (1).

CAPITULO II

DE LAS PROPIEDADES GRAMATICALES DE LA


CONVERSACIÓN

234. Las propiedades gramaticales de la conver-


(l) Colombat, I.* parte, p. 202 y siguientes.

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— 303 —
sación no son más que la observancia de las reglas
del idioma en que se habla. Estas reglas se refieren
á la pronunciación, á la elección de las palabras y á
la construcción de la frase.

235. En todas las lenguas hay una pronunciación


admitida por la sociedad y sancionada por los gra­
máticos; hay que estudiarla y seguirla. Sin entrar en
pormenores que nos harían olvidar nuestro plan, in­
dicaremos las faltas que con más frecuencia se come­
ten con respecto á la conversación.
1. ° Muchas veces se incurre en elisiones no auto­
rizadas por el uso.
Muchismo, por muchísimo.
Suscrito, por subscrito, sosticio, por solsticio.
Astinencia, aviento, por abstinencia, adviento.
2. ° Se articulan muy débilmente ó más bien no
se articulan algunas consonantes, como esperiencia,
por experiencia', en este defecto se incurre muchas
veces en las finales de los participios en ado, como
alabao, por alabado.
3. ® Se articulan consonantes que no deben arti­
cularse; por ejemplo, extricto, por estricto; ó se subs­
tituye una consonante por otra, y hasta se pronun­
cian consonantes que no están escritas; como/xjyo,
por pollo, majndnimo, por magnánimo, márchesen,
por márchense.
4. ® No se da á las sílabas la cantidad que deben
tener; como intérvalo, por intervalo, telégrama, por
telegrama (1).

(l) El autor habla de la pronunciación de las é cerrada, e


abierta y e muda y también de la pronunciación del diptongo oi
Como en España nada de ésto tenemos nosotros, he suprimido los
dos párrafos correspondientes. (N. del T.)

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— 304 —
236. Hay una dificultad especial con respecto á
la pronunciación de las palabras extranjeras (1).

237. La pronunciación ha de ser exacta y co­


rrecta; pero no afectada. Hay pronunciación propia
de la oratoria y declamación; y otra que conviene
mejor á la conversación familiar, cuyo carácter es la
sencillez y el desaliño.
238. De la buena elección de las palabras resulta
la pureza del lenguaje.
1. ° Se falta á la pureza empleando palabras com­
pletamente extrañas á la lengua. En todas nuestras
provincias hay un lenguaje popular y gran número de
sus voces ni son, ni han sido jamás españolas. Con
facilidad emplean palabras latinas á las cuales dan
inflexión española los que están habituados al latín.
Los Eclesiásticos deben andar con mucho cuidado en
esto: así se dice libidinoso, por lujurioso; vulto, por
semblante, etc.
Se emplean palabras españolas pero de tal ma­
nera alteradas que forman verdaderos barbarismos;
por ejemplo, catredal, por catedral;hespital por hos­
pital, etc.
2. ° Se toman las palabras españolas en un sen­
tido que no les es propio: confeccionar significa pre­
parar medicamentos según arte (Academia); estará,
pues, mal usado en sentido de hacer un vestido.
3. ° Seducidos por una apariencia de sinonimia
despreciamos en el uso de las voces ciertos matices
que requiere el buen lenguaje. No debemos olvidar

(l) Respecto de ésto dice la Gramática de la Academia: cLos


términos latinos ó de otras lenguas, usados en la nuestra, 7 los
nombres propios extranjeros se acentuarán con sujeción á las le­
yes prosódicas para las dicciones castellanas, v. g. tránseai. accésit
Amicns. Lyín, Licéstcr. Schubert. Windsor etc., (N. del T.)

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— 305

que no hay en los idiomas tantos sinónimos como pa­


rece. Dejar, abandonar, desamparar: el primero se
emplea hablando de una cosa en general, pero que
puede volverse á tomar; el segundo, para indicar
que no se volverá á tomar; el tercero, añade la par­
ticularidad de cierta obligación que se tiene para
con lo que se deja: por ejemplo, el padre que desam­
para d sus hijos.
Empleadas las palabras en su sentido propio,
exacto y preciso, por el que tanto se han distinguido
nuestros mejores escritores, constituyen la primera y
principal perfección del lenguaje.
4.® No debemos hacer uso de un proverbio ó re­
frán sino cuando nos son bien conocidos los términos,
y vemos que está bien hecha la aplicación.

239. A la pureza del lenguaje hay que añadir la


corrección que mira, no ya á la elección de las pala­
bras, sino á las relaciones de concordancia y régimen
en la frase.
No es menos reprensible el solecismo que el bar-
barismo; por lo tanto no hacen bien ciertas personas
que, huyendo del dictado de puristas, creen poder
desprenderse de las reglas, empleando construccio­
nes que rechaza en absoluto la gramática.
No seamos puristas en el sentido de afectación,
pedantismo ó rebusco, sino correctos, hasta severa­
mente correctos. Una frase intachable, no es preten
ciosa, ni denota más afectación que la mal cons­
truida. No hay que temer, pues, que seamos exigen­
tes en esto, porque llevaría infaliblemente á la
alteración del lenguaje el olvido de las reglas de la
gramática, si se hiciera general.
Dejando para el estudio de los casos particulares
las obras especiales que tratan de la corrección del
lenguaje, indicaremos solamente algunas faltas que
con más frecuencia se cometen cuando se habla.

X
UM1VBRS:%'4% A/ac^a/ de España
1
^ 306 —

1. “ Faltas con respecto al número: por ejemplo,


gentilhombreSy por gentileshombres;ferroscarriles^
por ferrocarriles; Ciemposuelos distan tantas le­
guas de Madrid, por dista; porque Ciempozuelos es
singular.
2. ° Errores con respecto al género. Algunos di­
cen; EL sobrepeine, por la sobrepelliz; el azumbre,
por LA azumbre; el troje, por la troje; el urdimbre,
por LA urdimbre, etc.
3. ° Faltas en cuanto á los tiempos y modos del
verbo: Ayer he visto á tu hermano, por vi á tu her­
mano. Si estarías en casa, te lo dijera todo, por st
ESTUVIERAS en casa, te lo diría todo. Cuando ven­
drás á verme, por cuando vengas á verme.
4. ° Defectos en el uso de los verbos ser y estar:
el primero se emplea para expresar que una per­
sona ó cosa tiene tal 6 cual condición; el segundo
para explicar la situación que ocupan ó el estado en
que se hallan; por ejemplo: El laurel es verde; las
uvas ESTÁN verdes. Antonio es ciego, lo es siempre;
Antonio está ciego, en aquel momento.
5. ° Faltas que se cometen en el empleo del ar­
tículo. El clima de la Francia-, el comercio de la
España; por el clima de Francia; el comercio de
España; la alma, la Africa, por el alma, el
Africa.
6. ° Defectos por el uso de la elipsis: La minaron
por tres partes; pero con ninguna se pudo volar lo
que parecía menos fuerte. Se entiende con ninguna
mina-, hay que sacar este nombre del verbo mina­
ron, y se ve que es muy violento.
7. ° Defectos por el abuso del pleonasmo: Lo vi
con estos mismos ojos, está muy bien dicho; pero no
así: subamos arriba; bájelo usted abajo, etc.
8. ° Defectos en el empleo de los complementos:
El juez prendió á una jitana,-lpí. tomó declaración
y LE castigó, en lugar de le tomó declaración y la

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— 307 —
castigó. Vieron-LOS ladrones y \x.s prendieron, por
vieron k los ladrones y los prendieron.
9.° Diversas incorrecciones: uyamos, por huya­
mos; baliente, por valiente; hacia atrás, por hacia
atrás; forjar un palacio, construir una reja, rasgar
un cántaro, quebrar un papel. Adjuntar., por remitir
adjunto; hacer política, por dedicarse á la política',
hacer el amor, por galantear; hacerse ilusiones, por
forjarse ilusiones, etc., etc.

CAPÍTULO III

DE LAS PROPIEDADES LITERARIAS DE LA CONVERSACIÓN

240. La Gramática enseña á hablar con pureza y


corrección; la Retórica con elegancia y soltura.
Hay bellezas literarias en la conversación, como
las hay en el foro, en la tribuna parlamentaria y en
el púlpito; pues, aunque sea muy familiar una conver­
sación, debe sujetarse á las reglas del buen gusto, y
es por lo tanto susceptible de cierta elegancia y de
alguna gracia; para lo cual se requieren varias con­
diciones.

241. El lenguaje del que quiere expresarse con


elegancia ha de ser muy limpio y muy exacto.
Hay muy pocos que dejen de emplear al hablar lo
que se llama ripio en buena literatura, palabras que
sirven para muletillas, que nada valen y de nada
aprovechan. A veces tienen por objeto suplir un
pensamiento que se nos ha escapado, ó una expresión
que no podemos recordar; lo más común es decirlas
por costumbre y sin darse cuenta.
Recargado de tan inútiles palabras, carece el dis-

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_ 308 —

curso de la rapidez necesaria, se hace flojo, difuso,


engorroso, incapaz de producir otra cosa que el can­
sancio y el fastidio. Para llegar á la limpieza del
lenguaje hay que tener gran cuidado en cercenar
toda expresión superflua. Damos á continuación al­
gunos ripios que más se emplean: Pues, como digo.
— iSabe usted? — ¿Me entiende usted? — ¿Qué quie­
re? — Pero, si no hay remedio. — Asi es el mundo.
— ¿Me explico? — ¡Dios mío! — ¿Y bien? — Enton­
ces. — Pues entonces. — De manera, etc. Hay quien
no puede expresar un pensamiento sin que intro­
duzca una ó muchas de estas palabras, vengan como
vinieren. *

242. El lenguaje, para ser elegante, ha de unir á


la limpieza y precisión la digpidad y la nobleza. No
puede admitirse ninguna frase ni ninguna palabra
trivial, grosera ó malsonante. El Eclesiástico debe
ser excesivamente pulcro en esto. Una expresión,
que nada diría en los labios de un soldado, podría
ser motivo de gran escándalo en los de un sacerdote.
Se aplica muy bien aquí la sentencia de San Ber­
nardo: In ore laicorum nugoe nugoe sunt, in ore
sacerdotum, blasphemice.
La dignidad del lenguaje exige que se evite en
primer lugar, y en absoluto, toda palabra ó frase que
parezca juramento ó blasfemia: Por vida de sanes,
Voto á tal. Por Dios, ¡Jesús, Jesús! (con impacien­
cia), ¡Qué diablos!, ¡Qué demonios!, etc.
Lo mismo decimos de toda esa serie de palabrejas
y frases groseras que son propias solo de la gente de
la calle. Así se oye decir: Meter la pata, por cometer
un desacierto; cerrar el ojo, largarse al otro barrio,
estirar la pata, por morir ¡tener carpanta, -por tener
apetito; hinchar los morros, por abofetear; tener
canguelo, por tener miedo; empiparse, por enfadar­
se; no me mamo el dedo, por «o soy lerdo; hinchár-

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— 309 —
sele á uno las narices, por incomodarse; tener malas
tripas, por ser avieso; estar cargado, por estar inco­
modado; tomar el pelo, por hurlarse, pitorrearse,
por burlarse; etc., etc.
No hemos querido presentar más que algún ejem­
plo entre los muchos que por desgracia se oyen to­
dos los días aun entre gentes bien educadas. Fuera
de su lugar semejantes expresiones, lo estarían más
aún, si con ellas se molestase á alguno de los oyentes,
por ejemplo, designando con ofensa su estado, su ca­
rácter, su profesión, etc.
Un día, ante un concurso formado por la mejor
sociedad, soltó el Mariscal Augereau la palabra pe-
quin, término de la soldadesca empleado en el pri­
mer Imperio para designar á la clase media. Estaba
presente el príncipe de Talleyrand, y preguntó qué
significaba aquella palabra. «En el ejército, replicó
» el Mariscal, llamamos pequin todo lo que no es mi-
> litar. — Nosotros, dijo Talleyrand, llamamos mili-
»tar todo lo que no es civil.■>
Hay formas del lenguaje que, sin ser tan triviales
como las que preceden, tienen no sé qué de común y
vulgar, faltándoles aquella distinción de que debe
acompañar su lenguaje el hombre bien educado, so­
bre todo cuando dirige la palabra á personas muy
respetables.
Si ofrecemos un refresco ó un pastel á una visita
de respeto, no la invitaremos á beber una copa ni á
tomar un bocado.
Rogando á uno que venga á comer con nosotros,
no le diremos que venga á comer la sopa.
El pueblo dice de un sacerdote recién ordenado
que se ha hecho cura (1). Nosotros diremos con más
propiedad que se ha ordenado de sacerdote.

(l) En América se dice recibirse de sacerdote como en Francia.


(N. del T.)

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1

— 3*0 —
En nuestra casa, dicen en los pueblos: en la buena
sociedad se dice, en casa. En el seno de la familia se
dice hablando del hogar doméstico: Estamos aquí
como en nuestra casa. Con respecto á los usos y cos­
tumbres de la propia nación comparándolos con los
de las naciones extrañas: Asi se habla, asi se hace
en nuestro país.
En fin, hay metáforas atrevidas, proverbios popu­
lares y juegos de vocablos de mala ley, formas de
lenguaje que se cree que son festivas, pero que al
hablar jamás las dice un hombre de gusto.
En general, no emplearemos ninguna expresión
figurada ó proverbial sin estar seguros de que es de
uso corriente en la buena sociedad.

243. Sin embargo, no debe degenerar en afecta­


ción la dignidad de nuestro lenguaje; el estilo debe
ser sencillo en la conversación, pudiendo decirse
que es su primero, su peculiar carácter.
De muchas maneras puede faltarse á la sencillez
del lenguaje.
1. ° Por una falsa delicadeza que obliga á lla­
mar las cosas no por sus nombres, empleando en lu­
gar de la palabra propia la perífrasis ó las expresio­
nes que se consideren más escogidas. Cierto es que
hay objetos que no debemos nombrar, pero no caiga­
mos respecto de este punto en una circunspección ri­
dicula y afectada. Hay quien no se atreve á emplear
en la conversación las palabras asno, vomitar, cer­
do, etc... Es llevar muy lejos la delicadeza. Ninguna
de estas palabras puede dejar de ser bien admitida
con tal que esté usada con propiedad.
2. ° Por vanidad. Hay quien cree que se da cierto
aire de ostentación empleando expresiones enfáticas
y extraordinarias para designar las cosas más sen­
cillas.

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— 311 —

Asi dicen: Mi tilburi, mi cabriolé, mi calesa, etc,,


en lugar de decir simplemente, mi coche.
Mi cámara, en lugar de mi cuarto, mi habitación.
Mi gente, en lugar de mis sirvientes.
Denos usted lúe, en lugar de encienda usted la
lámpara.
3. ° Por afectar corrección. Siendo todo correcto,
no hay que pretender parecerlo; sobre que en la
charla familiar es esencial el disimulo del trabajo de
la forma.
Hay en la sociedad quien ni es natural ni espon­
táneo en la conversación. En todas sus frases se nota
tal labor de eruditos, tal fuerza de afectación, tal
arreglo de las palabras, que revela no poco esfuerzo
del espíritu.
Dirlase que, cuando hablan, tratan de resolver los
más difíciles problemas de la Gramática. «Están,
dice La Bruyére, como envueltos en frases y peque­
ños giros de palabras, y se han ensayado los gestos
y la apostura; son puristas, y no se atreven á decir
una palabra, aunque pueda producir el efecto más
maravilloso; nada acertado se les escapa, ni dicen
una palabra con libertad; hablan con propiedad, y
fastidian» (1).
Han de ser, pues, cortas, sencillas y naturales
nuestras frases, no revelándose jamás el arte, y, en
cuanto lo permita la corrección, evitemos especial­
mente el uso de los imperfectos y pluscuamperfectos
de subjuntivo. Las terminaciones en ase y iese repe­
tidas con ft ecuencia dan al estilo aire de extraordi­
nario pedantismo, opuesto enteramente á la sencillez
del lenguaje familiar. Generalmente se pueden evi­
tar semejantes formas, y es lo mejor evitarlas,
cuando se puede.
4.° Por el uso demasiado frecuente de los tér-
(l) La Bruyére, De la société et de la canversalion.

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— 312 —
I
minos técnicos. Lo mismo en la conversación que
en situaciones más solemnes, hay que emplear siem­
pre la palabra que con más propiedad indique el ob­
jeto; pero no debe confundirse la palabra propia con
la palabra técnica. Las palabras técnicas constitu­
yen el lenguaje peculiar de las ciencias, de las artes
y de la industria. Se han hecho ya tan generales mu­
chas de estas palabras, que sin inconveniente alguno
pueden ya usarse en la buena sociedad; pero sería
afectación inadmisible emplearlas indistintamente,
siendo más conformes al buen gusto emplear los tér­
minos algo generales para no dar al lenguaje carác­
ter científico.
Así no diremos como los médicos hidrofobia, en
lugar de rabia; columna vertebral, por espalda; es­
pasmo, por convulsión ó ataque de nervios; epista­
xis, porflujo de sangre de las narices; dispepsia,
por enfermedad de estómago’, coriza por catarro
nasal.
Ni como los matemáticos; un esferóide, por una
bola; tener un movimiento rotativo ascensional, por
volver y subir; estar saturado de vapor ó de electri­
cidad, por cargado, etc.
Un sastre podrá decir; aquí tiene usted un vestido
bien concluido-, el hombre de buena sociedad diría
mejor bien hecho.
5.° Por exageración. Es defecto muy común en
estos tiempos dar interés á lo que se dice, recurrien­
do inmediatamente á expresiones hiperbólicas; creen
que no dice bastante el superlativo, y traspasan los
límites de la verdad y de la naturalidad para dar más
energía al pensamiento. ¡Cuánto no se abusa de las
palabras enormemente, excesivamente, prodigiosa­
mente, etc.! No es raro oir; Ese joven tiene un cora­
zón prodigioso. Se cree que es poco decir; Ese joven
tiene un corazón muy afectuoso, muy agradecido,
muy sensible.

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r.

— 3*3 —

Un objeto no es grande ni hermoso: es adorable,


encantador, sobrehumano, divino.
Un acontecimiento sorprendentey extraordinario
pasa á serfabuloso, fenomenal.
Un espectáculo capaz de excitar la admiración y
el entusiasmo, es delirante, pasmoso.
Según la Academia, la palabra espléndido, que
está tan de moda, significa: magnifico, liberal, os­
tentoso; no debe, pues aplicarse sino á objetos cuya
belleza, riqueza y brillo se apartan de lo ordinario,
ofreciendo á la vista un espectáculo grandioso. Ade­
más, como es enfática, debe emplearse con mucha so­
briedad en la conversación. Pero es que hoy, en la­
bios de muchos, todo es espléndido: una pieza de
agradable música, una narración interesante, una
flor, un grabado, etc., son espléndidos (1).
En otros tiempos se decía de un sacerdote que era
celoso, caritativo, desinteresado: hoy es muy poco;
los que hablan á la moda, dicen: Es un prodigio de
celo, de caridad, de desinterés.
Se cree que no significamos nada cuando deci­
mos: este camino está intransitable; hay que de­
cir está imposible. Y muchos aplican á todo la pala­
bra imposible: una situación imposible, un lenguaje
imposible, una fisonomía imposible.
Con razón ha dicho Madame Swetchine: «Las ex-

(l) La siguiente anécdota probará lo mucho que se abusa de


esta palabra. Viajaba por los alrededores de Niza Alfonso Karr, y
encontró en un vagón á dos parisienses, una señorita y un joven
hermano suyo. No tardó en fijarse el escritor en las incorrecciones
de su lenguaje, y quedó más sorprendido cuando, sacando el jo­
ven de un canasto una ala de gallina, exclamó: Esto es esplendido.
La aplicación de tát epíteto á un trozo de ave hizo saltar del asiento
á Alfonso Karr que, no podiendo contenerse, dijo al parisiense
«^Qutrrá ust'-d decir el paisaje que se despliega á nuestra vista,
porque realmente es espléndido?» — «¿El paisaje?, replicó el jo-
yen mirando á la ventana, es verdad. Señor, jes bonito)»

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— 3»4 —

presiones exageradas desafinan con la idea y hieren


el oído de los espíritus equilibrados.» (1).
Terminaremos este capítulo con una observación.
Muchas de las faltas que hemos indicado traen su
origen de la persuasión en que se vive de que para
dar originalidad y energía al estilo, para pintar los
objetos de modo que sorprendan más, para no ser
monótonos ni vulgares, hay que saber desprenderse,
cuando llega el caso, de la vulgaridad de las fórmu­
las ordinarias, y crear locuciones insólitas. Y se está
en un error. El que sabe hablar el idioma propio, ha­
llará fácilmente palabras para expresar todos los
matices de su pensamiento y todas las variedades
del sentimiento, sin salir de los límites de la propie­
dad y del gusto. Muy bien ha dicho Joubert: *-De to­
dos los idiomas brota oro» (2). Buena prueba son
de esta verdad los escritos de nuestros grandes
maestros.

CAPITULO IV
DE LAS PROPIEDADES SOCIALES DE LA CONVERSACIÓN

244. Las costumbres sociales han introducido


cierto número de fórmulas más ó menos respetuosas
que es conveniente emplear para llamar ó para nom­
brar á alguno, ausente ó presente; el buen uso de se­
mejantes fórmulas es indicio verdadero de educación
completa.

(1) Obras escogidas de Madame Swetchine, pág, 23, vol. n de la


(Colección de Autores Católicos», Barcelona, Juan Gilí, editor.
(2) Pensées, XXII.

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— 3>S —
245. Recordaremos primero la regla de Urbani­
dad que exige que, excepto cuando hay mucha fami­
liaridad, al dirigir la palabra, debemos emplear el
pronombre usted, y el verbo en tercera persona. To­
dos los pueblos modernos han adoptado esta costum­
bre como de mayor respeto. Sabido es que, para imi­
tar mejor las costumbres de Roma y Atenas, preten­
dieron suprimir esta costumbre los revolucionarios
del 89. Pero oponíase mucho á nuestros hábitos el
tuteo, para que pudiera arraigar entre nosotros; y no
tardó en desaparecer.
Los Sacerdotes deben mirar mucho cómo emplean
el tú. Conviene que en sus mutuas relaciones se abs­
tengan por completo del pronombre de segunda per­
sona, empleando siempre el Usted.
El tuteo (1) es entre nosotros expresión que indica
mucha familiaridad y aun diríamos vulgar confian­
za, que no dice muy bien con el tono de respetuosa
dignidad que debe ser ley rigurosa entre los Ecle­
siásticos. Impertinente en sí, es causa de hábitos de
lenguaje más impertinentes aún. La primera conse­
cuencia de su empleo es la supresión de toda fórmu­
la de respeto, incompatible siempre con el tratamien­
to vulgar de tú por tú\ y es natural que se substituya
esa fórmula con otras mucho menos dignas, y, por
consiguiente, menos sacerdotales.
Con razón, los que estiman en algo la cortesía en
el trato de los Eclesiásticos deploran la invasión del
tuteamiento entre el clero.
Los Reglamentos de los Seminarios lo prohíben
en absoluto: por desgracia, tal! prohibición es impo­
tente para arrancar de raíz un hábito contraído en
los bancos de las escuelas. Sensible es, y hay que

(l) Lo mismo se dice en España: no se concibe cómo puede


haber sacerdotes y hasta Regulares que llaman de tú á todo el
mundo. (N. del T.)

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1
3i6 —

convenir en que la supresión de tan fea costumbre


contribuirá no poco á dar á nuestras relaciones el
carácter de gravedad y de respeto que deben tener
siempre.

246. Impropio en sí, el tuteamiento entre sacer­


dotes llama más la atención en ciertos casos en que
debe evitarlo el tacto más rudimentario.
Por eso: l.° nos guardaremos muy bien de em­
plearlo hablando con un Superior cualquiera. El
Coadjutor no debe tutear al Párroco, ni el Profesor
de un Colegio ó Seminario, al Rector. ¿Qué diríamos
de un simple Sacerdote, si se permitiera tutear á un
Eclesiástico constituido en dignidad, á un Vicario
General por ejemplo, y suprimir el tratamiento de
Ilustrisimo ó Exento. Señor antes del nombre de un
Obispo, porque ha sido su condiscípulo? Evidente­
mente sería grave olvido de la cortesía.
2.° Cuando creamos que podemos tutear, procu­
raremos no traspasar los límites de una conversa­
ción íntima, y jamás lo haremos en público.
La gente del mundo y especialmente la bien edu­
cada, se extrañan siempre de que se tuteen los sacer­
dotes. Tampoco está bien que se tuteen los profeso­
res de un colegio en presencia de los alumnos; per­
derían de este modo parte de la consideración que
se les debe, exponiéndose á muchas faltas de respe­
to (1). Diremos, por fin, que jamás deben tutearse los

(l) Tenían los profesores de un Colegio la detestable costum­


bre de qne hablamos, tuteándose y suprimiendo el título Señor en
presencia de sus discípulos. Un alumno recién llegado, creyó que
era costumbre de la casa tratar con tanta confianza á los marstros,
y teniendo que hacer por escrito el extracto de una conferencia
religiosa U encabezó simplemente con estas palabras; Análisis de
la Conferencia religiosa dada por fulano, indicando sin más cum­
plimientos el nombre del Profesor.

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— 317 —

sacerdotes en presencia de un Obispo ó de otra per­


sona de elevada dignidad; podrían darse por ofen­
didos.
247. El tuteamiento que entre sí se permiten los
eclesiásticos nos lleva á hablar de la libertad que
con frecuencia se toman los sacerdotes, especial­
mente de los pueblos, de tutear á los feligreses y aun
á las señoras de los mismos.
Que se emplee con los niños, ¡pase! aunque mejor
sería no hacerlo; pero, cuando esos niños han creci­
do y se han convertido en hombres, hay que emplear
con ellos otro lenguaje. No hay que decir que es
más estricta esta regla cuando se trata de las niñas.
El sacerdote que conoce las delicadezas de la corte­
sía, jamás tuteará á ninguna niña que pase de doce
años: lo contrario es abuso, mírese como se quiera.
248. Terminaremos diciendo algo del tutea­
miento á los padres. Debemos á la Revolución
francesa esta detestable costumbre que descono­
cieron en absoluto los tiempos anteriores. Para
justificarla, se alega que revela mayor afecto. No es
más que un fútil pretexto. Los niños á quienes se
acostumbra á llamar de usted á sus padres, no los
aman ni los respetan menos. Decimos de usted á los
que respetamos. ¿Quién tiene más derecho al respeto
y á la consideración de nuestra parte que nuestros
padres? Hasta el divino precepto parece que reduce
á este deber todas las obligaciones que tenemos para
con nuestros padres. Honora patrem tuam et ma-
trem tuam. Y como el sacerdote debe ser el más
respetuoso de los hijos, al hablar á sus padres, se
guardará muy bien de emplear esta fórmula tan des­
envuelta y descomedida; tiene que dar ejemplo de ve­
neración en cierto modo religiosa, á que tienen dere­
cho los padres de parte de los hijos.

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1
- 318 -
249. No deja de ofrecer alguna 'dificultad el em­
pleo de los títulos consagrados por el uso para de­
signar á algunas personas.
Al Papa se le dice Santísimo Padre, y si se le ha­
bla en latín Beatissime Pater.
A los reyes y emperadores majestad, señor, vues­
tra majestad.
A los principes de la sangre, alteza, vuestra al­
teza.
A los cardenales, eminencia, eminentísimo se­
ñor.
A los arzobispos y obispos con gran cruz, exce­
lentísimo señor.
A los demás obispos, ilustrisimo señor.
A los religiosos, reverendo Padre. Si son Her­
manos, hermano.
A las religiosas, reverenda Madre. Si son de obe­
diencia, hermana.
A los miembros de las Congregaciones que no
toman el título de Padre ó Madre, se les dice sim­
plemente hermano, hermana-, pero, si son Superio­
res de sus comunidades, Rdo. hermano, Rda. her­
mana.
A los hombres en general que no entran en las
categorías anteriores, se les dice simplemente, señor.
A las mujeres, señora, y cuando no están casadas,
señorita. ,
Hay también títulos honoríficos, bajo forma abs­
tracta, á que tienen derecho algunos personajes emi­
nentes.
Hablando del Papa se dice Su Santidad.
Hablando de un rey ó de un emperador. Su Ma­
jestad.
Hablando de un príncipe, princesa, infante ó in­
fanta, Su Alteza.
Hablando de un cardenal, Su Eminencia.
Hablando de un arzobispo ú obispo con gran
cruz. Su Excelencia.

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T
— 3:9 —

Hablando de otro obispo cualquiera, Su Ilustri-


sima.
Cuando se habla con ellos se usan de cuando en
cuando todos estos títulos; sobre todo, siempre que
se contesta si ó no. Por ejemplo: Exorno. Señor.
No, limo. Señor.
Cuando están ausentes el emperador ó rey, y
se habla de ellos, puede decirse Su Majestad el Rey,
Su Majestad el Emperador, ó simplemente el Rey, el
Emperador; lo mismo se dice de los hombres ilustres
que han muerto hace mucho tiempo. Así decimos,
Cisneros, Cervantes, Torquemada, Gonzalo de Cór­
doba, etc. A veces también nombramos del mismo
modo á los grandes hombres de tiempos más próxi­
mos, pero no es lo más cortés.
Se emplean también estas fórmulas respetuo­
sas cuando se habla á alguien de sus parientes
más próximos: su señor padre, su señora madre, su
señora hermana, no pudiendo suprimir estos títulos
sino cuando se emplean epítetos más corteses; por
ejemplo: su venerable padre, su excelente madre,
su caritativa hermana. Se sigue esta regla hablan­
do de los padres, de los hijos, de los hermanos, de
los tíos y de los primos hermanos; en los demás pa­
rientes se suprime el dictado. Asi se dice: Ayer vi á
su prima.
Es falta de cortesía nombrar á una persona
que está presente con el pronombre él, ella, con él,
con ella. No se dirá, pues: El me lo ha dicho, ella
me lo mandó, no estuve con él, no la vi; sino: El
señor me lo ha dicho, la señora me lo mandó, no es­
tuve con el señor, no vi á la señora.
Es cortés emplear de cuando en cuando los tí­
tulos Majestad, Alteza, Eminentísimo señor, Ilus-
trísimo señor, etc , pero no conviene usarlos á cada
paso. Se atenderá á la dignidad de la persona y á la
mayor ó menor intimidad que con ella tengamos. Un

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- 320 —

comensal de un señor Obispo que á cada paso estu­


viera repitiendo ¿'m Ilustrisima, Ilustrisimo señor,
se haría enormemente pesado.
250. Hay casos en que á los apelativos señor 6
señora debe añadirse el título, dignidad ó empleo de
la persona. l.° Así se dice: El señor duque, la señora
condesa, el señor vizconde, el señor gobernador, et­
cétera. Delante de los títulos Príncipe y Princesa no
se pone el Señor, sino Alteza. No se dirá: el señor
Príncipe de Asturias, sino Su Alteza el Príncipe de
Asturias.
2° En el orden militar, desde el grado de capitán,
se acostumbra añadir á la palabra Señor el nombre
que dice la graduación: e/ señor capitán, el señor
coronel, el señor general de brigada, etc.
Los militares, cuando hablan á sus jefes, nunca
anteponen la palabra Señor. Así dicen simplemente:
mi general, mi coronel, etc. Es necesario tener mu­
cha intimidad para decir simplemente: general, co­
ronel.
3. " En el orden civil se añade el título al dirigir
la palabra á alguien, cuando los empleos son cargos
honoríficos más que profesiones. Señor ministro, se­
ñor embajador, señor presidente, señor gobernador,
señor alcalde, señor rector, señor decano, señor
doctor, etc.
En España se dice: la señora presidenta, la seño­
ra gobernadora, la señora alcaldesa, aunque está
mejor decir la señora del presidente, del goberna­
dor, del alcalde, etc.
Hablando con las personas que tienen título tam­
bién se antepone en España el dictado señor-, señor
abogado, señor notario, señor arquitecto, señor mé­
dico, etc.
4. ° En el orden eclesiástico se dirá también: El
señor arcediano, el señor vicario general, el señor

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— 32*
deán, el señor canónigo, el señor cura, el señor ca­
pellán. El mismo dictado Señor se emplea también
hablando con ellos. Cuando hablamos con un sacer­
dote cualquiera, cuya dignidad ó empleo nos son des­
conocidos, empleamos simplemente la fórmula Señor
Cura.
Todos estos títulos se enuncian, cuando nos llega­
mos á la persona; pero en el curso de la conversa­
ción se emplea únicamente el dictado Señor, sin el tí­
tulo honorífico ó profesional.
Hablando de un ausente puede añadirse ó supri­
mirse el dictado Señor no faltando á ninguna regla
de cortesía. Así podemos decir: Vi al embajador de
Rusia, estuve en casa del ministro, etc. Hablando
de una dignidad eclesiástica está más conforme con
las reglas de cortesía en un sacerdote hacer uso del
dictado Señor. No está bien decir simplemente el car­
denal, el arzobispo, el obispo; debe decirse: el señor
cardenal, el señor arzobispo, el señor obispo, sobre
todo, cuando somos súbditos de los mismos.

251. Hay también que tener en cuenta las expre­


siones para indicar las relaciones de familia.
Las palabras Esposo y Esposa se usan general­
mente en estilo elevado y administrativo, mas no en
la conversación. No se dice mi esposa, mi esposo, ni
su Señora esposa, su Señor esposo (1).
Las palabras marido y mujer no se emplean
cuando se habla á una mujer de su marido, ni á un
marido de su mujer. No se dirá: Ofrezca usted mis
respetos á su marido, óásu Señor marido;á su mu-

(!) Varían macho en esto nuestras costumbres. No es de mal


tono en España que la Señora diga mi marido, mi esposo; como tam­
poco lo es que diga el caballero, mi esposa, mi mujer, mi señora.
También se dice: su esposa, su señora; su marido, su esposo. (N. del
Traductor.)

/
UmVBRSíDAO. i5
^ ^ _ . Bibliotectth tional de España
M o__
— 3*2 —

jer^ ó d su Señora mujer. Debe emplearse el nombre


propio: Don N., la Señora N,, ó el título, si lo tiene:
La Señora Condesa, el Señor Conde (1). Pero si ha­
blando de una Señora ausente se nombra á su esposo,
puede decirse muy bien: su marido, lo mismo que al
hablar de un hombre ausente, puede decirse su
mujer. Ellos se sirven de estos calificativos mutua­
mente: Mi marido está enfermo; mi mujer no está
en casa. Algunos creen que se dan aire de distinción
reemplazando estas expresiones por estas otras Fu­
lana, Zutana, para nombrar á su consorte; pero se
engañan. En otros tiempos, los más grandes Señores
y hasta los Reyes no tenían dificultad en decir mi
mujer.
También las palabras hijo, hija presentan algu­
nas dificultades en el uso. Hablando de los hijos de
padres ausentes se dice su hijo, su hija. Su hijo de
usted se dice también hablando á los padres del hijo
varón; pero hablando de la hija debe decirse la Seño­
rita tal, poniendo el nombre de bautismo ó de fami­
lia. Sin embargo, los padres pueden decir mi hija.
Jamás dicen los padres nuestra señorita, ni se dice
á ellos tampoco vuestra señorita.
Para designar los ascendientes en general, se usa
la expresión nuestros padres ó nuestros abuelos;
para designar los más próximos, nuestros abuelos
en cemún, y en particular, abuelo y abuela.
(l) Había llegado el Rey Luis Felipe á una aldea en que te­
nía uno de sus castillos y donde era muy querido; se le hizo la más
brillante recepción. Salió á recibirlo la población en masa, llevan­
do su alcalde á la cabeza, el cual le dirigió la palabra. El Rey con­
testó muy emocionado Después, apeando su dignidad, se mezcló
entre la muchedumbre, conversó familia rm nte con todos, sedu­
ciendo á todo el mundo con la sencillez de sus maneras. El Alcal­
de estabs fuera de sí — ¡Ahí Majestad, exclamó, no es completa
la Resta. |Qué desgracia! ¡que no haya traído á su mujerl —Cierto,
Señor Alcalde, contestó Luis Felipe, lo siento tanto como usted;
pero alguien debía quedarse para guardar la casa.

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— 323 —
La palabra nuera no se emplea en buena socie­
dad; se dice hija política: en presencia de los padres
políticos se dice simplemente como hablando de la
hija, la Señorita tal, con el nombre de familia ó de
bautismo. En el mismo caso será bueno reemplazar
la palabra yerno por el nombre de bautismo ó de fa­
milia. Los padres dicen muy bien mi hija política,
mi yerno.
Si no hay mucha familiaridad, no es político lla­
mar muchacho ó moso á un joven. Por eso no se dirá
á un padre: Su moso de usted. Tampoco será culto
llamar mozo al sirviente de una familia decente.

252. Generalmente el adjetivo wío, tuyo, suyo,


colocado delante de un título que expresa grado je­
rárquico, significa que la persona á que se refiere es
jerárquicamente superior ó inferior á la designada
por el título, según que exprese superioridad ó infe­
rioridad. Se ha de hablar de modo que esté conforme
el sentido de las palabras.
Un súbdito ó vasallo dirá bien mi rey; un soldado,
mi capitán; un sacerdote, mi Obispo; un coadjutor,
mi Párroco Pero sólo el Rey puede decir mi minis­
tro, y sólo el Obispo puede decir mi Vicario Gene­
ral (1).

(i) Viajaba por Bélgica con un sacerdote de su diócesis un Vi­


cario General de la Diócesis de ••*. Presentáronse juntos á decir
misa en una Iglesia, y mientras se preparaba el Vicario General
en una de las capillas, se dirigió á la Sacristía á pedir autorización
su compañero, que debía celebrar el primero. Según las leyes ca­
nónicas, se le pidieron las licencias de su Obispo. cNo las tengo,
contestó; pero pueden dirigirse ustedes i mi Vicario General que
está en aquella capilla.» A éstas palabras hubo en la Sacristía un
ligero movimiento de que no pudo darse cuenta. Cuchichearon un
poco. Después le acompañaron para que se lavase las manos: un
Sacerdote le ayudó á revestirse y le acompañó al altar en el cual
se encendieron cuatro velas. (Según veo, se dijo él, ésta debe ser
la cos'.umb.e de éste país.» Y dejó que siguiera la bola. Duha la

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— 3*4 —
No poca delicadeza y muy exquisito tacto supone
la fidelidad á todas estas reglas.

253. En las diferentes relaciones de la vida so­


cial hay que emplear fórmulas de lenguaje apropia­
das á las circunstancias para no ser impolítico ni
demasiado ceremonioso. Estas fórmulas varían, se­
gún que se dirigen á iguales, á inferiores ó á supe­
riores. No se habla lo mismo al dirigirse á un hom­
bre de una aldea que al tratar con uno de buena
sociedad. Con un niño se emplean fórmulas más sen­
cillas y más amistosas que con un hombre ya for­
mado.
Indicaremos algo respecto de esto
l.° Ya hemos dado todos los pormenores de las
fórmulas de los saludos, y sería inútil repetirlos.
2 ° Las fórmulas para ofrecer algo, son: ¿Ten­
dría el honor de ofrecer á usted? ¿Seria en mi un
atrevimiento si rogase á usted que tomase...? Per­
mítame usted que le ofrezca. ¿Me haría usted el ho­
nor de aceptar...? Hágame usted el obsequio de
aceptar Los diferentes matices de estas fórmulas
puede conocerlos fácilmente cualquiera.
En tales casos y en otros por el estilo, si creemos
necesario que entre en nuestras fórmulas la palabra
honor, lo que no deja de ser siempre una delicadeza,
hemos de poner mucho cuidado en expresamos bien,
no sea que se entienda lo contrario de lo que deci­
mos. Por ejemplo, si en lugar de decir: Querría usted
hacerme el favor, dijéramos: Querría usted tener el

misa, y mientras daba gracias, otro sacerdote íué á buscar al Vi­


cario General: «Señor, le dijo, su Obispo acaba de terminar la
misa y lo espera á usted » Muy extrañado el Vicario, se dirigió á
la Sacristía, hallando allí no á su Obispo, sino á su amigo. Se re­
veló todo el misterio; fué una equivocación que resultó de la falta
que cometió el sacerdote al llamar al Vicario mi Vicario General,

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— 32$ —
honor; equivocación ridicula que demostraría que
no entendemos lo que decimos.
3. ° Si pedimos un favor, podremos decir: Tenga
usted la bondad^ ó sea usted tan bueno que me con­
ceda. Las fórmulas: Quiere usted tener la bondad
de... ó quisiera usted tener la bondad de... son algo
solemnes. En lugar de bondad se puede poner agra­
do; pero es más propia la primera, dirigiéndonos á
superiores; la segunda es más familiar. Hágame
usted el obsequio, se dice á los inferiores ó iguales.
Cualquiera que sea la persona á que nos dirigi­
mos, y cualquiera que sea la circunstancia, jamás se
pedirá un objeto no expresando más que el nombre
del mismo: por ejemplo ¿la sal? ¿el pan? sólo puede
disimularse cuando nos dirigimos á un sirviente; aun
entonces sería mejor decir: Si usted gusta.
4. ° Las fórmulas para agradecer un favor que se
nos ha hecho, son: Dígnese usted aceptar la expre­
sión de mi gratitud. — Tengo el honor de dar á us­
ted las gracias. — Muchas gracias. — Se lo agra­
dezco á usted como usted puede imaginar.—Gracias.
La primera es demasiado pomposa, y sólo en cir­
cunstancias muy raras puede emplearse; la última es
demasiado familiar.
5. ° Si nos vemos obligados á pedir que se nos
repita una palabra que no hemos oído, no diremos:
¿qué?¿cómo? ¿eh? ¿dice usted? diremos: Dispénseme
usted; no he entendido, ó no he oido.
6. ° Si queremos que se nos dispense una falta,
una descortesía, un desprecio, no diremos como se
dice generalmente: Suplico d usted que me dispense,
sino: Sirvase usted dispensarme. Dispénseme usted
la distracción, ó simplemente: Dispénseme usted.
7. “ Para afirmar ó conceder, se dice simplemente
Si, Señor. Cuando se rehúsa ó se niega, es más cor­
tés no contentarse con la fórmula No, Señor. Hay
que añadir algunas palabras para atenuar el mal

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— 326 —
efecto. No, Señor, no puedo pasar d creerlo, 6 mu­
cho lo siento, pero no soy de la misma opinión.

CAPITULO V

DE LAS PROPIEDADES MORALES DE LA CONVERSACIÓN

251. Las propiedades morales de la conversación


se refieren menos á las fórmulas del lenguaje que á
las disposiciones morales, esto es, á las virtudes de
que ha de ser expresión la conversación.

255. El primer escollo que han de evitar al ha­


blar ciertos espíritus es el molesto defecto de hablar
mucho. No hemos de ser de esos hombres que, ape­
nas entran en un salón, toman la palabra monopoli­
zándola por completo. Una vez que comienzan no
concluyen jamás, no podiendo interrumpírseles ni
para decir una sola palabra. Generalmente están do­
tados de fuerte y retumbante voz, y gracias á la
potencia de su garganta, reducen bien pronto al
silencio al que tiene la pretensión de interrumpirles.
Dueños del campo, se entregan á la intemperancia
de una locuacidad sin medida. Diríase que es para
ellos de imperiosa necesidad el hablar; brotan de sus
labios las palabras como el arroyo de la fuente, sin
interrupción y sin descanso.
El hombre locuaz tiene talento por regla general.
Sabe muchas cosas, da gusto, se expresa con elegan­
cia y con gracia; pero le falta una cualidad esencial,
el tacto. El malhadado prurito de hablar, que le
domina, le quita el sentido práctico de lo que se debe
á sí mismo, y de lo que debe á los demás. Olvida que
la conversación es un diálogo en que han de tomar

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“ 327 -
parte todos, y violando ese derecho, fastidia y mo­
lesta á todo el mundo. Añadamos que con frecuencia
es indiscreto é inconsiderado. ¿Cómo es posible que
en los borbotones de palabras que salen de su boca,
no haya muchas que no ha podido madurar la refle­
xión y que ni son exactas, ni vienen á tiempo, des­
provistas como están de circunspección y de buen
sentido?
Por eso es un personaje molesto en toda sociedad
el hombre locuaz, que en ninguna parte encuentra
ni aprecio ni simpatía, y á quien se teme y de quien
se huye en todo lugar.
Cuando creamos que podemos hacernos locuaces,
trataremos de reprimirnos y contenernos con tanto
mayor cuidado, cuanto, si no nos vigilamos á nos­
otros mismos, podemos llegar á serlo en grado su­
perlativo (1).

(i) La Señora L...., que quedó viuda siendo muy joven, esia>
ba dotada de mucha viveza; era una máquina de palabras, y adi-
gíanse sus amigas, porque á pesar de la indulgente amistad que
con ella se tenía, se la encontraba ridicula, y no pocas veces inso­
portable. Uno de sus mejores amigos, M. T...,, se propuso darle
una severa lección para corregirla de aquel defecto, aunque tuvie­
ra que perder su amistad. Durante muchos días le habló con entu­
siasmo del mérito y del talento de un joven á quien conocía muy
bien; despertando en el ánimo de la Señora L. .. vivos deseos de
conocer á aquel fénix de la sociedad. M. L. le prometió presentár­
selo cuanto antes »
cEn efecto, al día siguiente recibió á los dos la Señora con la
afabilidad que la distinguía. El joven estaba dotado de un físico
agradable y de una gracia muy distinguida. Saludó con mucho
cumplimiento á la Señora, y silenciosamente, como lo hacen los
hombres de verdadero y modesto mérito, se sentó en el sillón que
le ofreció la Señora L.... Al punto tomó ella la palabra; prolon­
góse casi una hora la conversación, después de la cual se despidie­
ron y se retiraron los dos caballeros.
cLa misma tarde, se presentó M. T. en un salón en que sabía
que había de encontrar á la Señora L... ; se le acercó preguntán­
dole qué había pensado del joven. — Precisamente estaba hablan­
do de él con estas S ñoras: Es un joven muy agradable, de mu-

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— 3*8 —
Enojoso en sí el defecto de que tratamos, lo sería
mucho más aún en un joven, cuya palabra debe pre­
sentar el doble carácter de modestia y de circunspec­
ción. La Escritura ha dicho: Adolescens, loquera in
tua causa vix. Deseamos que al hablar recuerden
esta sentencia nuestros jóvenes, á quienes toca prin­
cipalmente contestar cuando les preguntan. No les
prohibimos, sobre todo si ya no son niños, que hagan
algunas preguntas y observaciones con tino, pero
deben recordar que no les toca á ellos dirigir la con­
versación, ni fijar materia, ni tomar la iniciativa,
háblese de lo que se quiera, ni hacer el principal
gasto.
Pero téngase presente que si condenamos la locua­
cidad, no podemos aprobar la taciturnidad, que es
otro exceso contra el cual debe prevenirse el que
vive en sociedad. Si en una conversación tienen to­
dos derecho á hablar, todos tienen también la obliga­
ción; su encanto é interés dependen del concurso de
todos. Antes que permanecer silencioso y aburrido
en una reunión, conviene no salir de casa.

256. Hay otra cualidad que debe tener la conver­


sación, y es que se observe la ley del respeto. Y en
primera línea, en la categoría de las cosas dignas de
respeto, hay que poner la Religión y cuanto á ella se
refiere. Como ministro suyo, tendrá presente el sa­
cerdote cuanto la edificación puede exigirle.
No se le pide que hable siempre de cosas de pie-

cho mérito, y cuya conversación es viva como una centella... Ami­


ga mía, aSadió dirigiéndose á la Sefiora de la casa, hay que traba­
jar para que se lo presente á usted este caballero. — Con mucho
gusto, dijo M. T; pero mi joven tiene una debilidad que le hace
perder gran parte de sus encantos, y no todos son tan indulgen­
tes como la Sefiora. — ¿Una debilidad, dice usted! pues no la he
conocido. — |Ahl Señora, es sordo muio.a (M. Boitard, p. 443J.

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r
— 329 —
dad, pues sería hasta indiscreción en ciertas ocasio­
nes. Pero:
1. ° Es absolutamente necesario que se abstenga
de pronunciar palabras que pudieran indicar en él
falta de respeto á Dios y á las cosas santas, permi­
tiéndose, por ejemplo:
Criticar y censurar á la Iglesia, sus instituciones,
su conducta y su disciplina.
Juzgar malévolamente al Papa, á los Obispos, al
Clero y á las Ordenes Religiosas.
Gastar bromas, cuyo objeto directo ó indirecto
sea la Religión, como las que se refieren á los San­
tos, á los milagros, á las prácticas de piedad y á las
ceremonias sagradas.
Aplicar abusiva é inconsideradamente los textos
de la sagrada Escritura que es la palabra de Dios.
Se la cita á veces de un modo chocarrero, haciendo
de los textos sagrados juegos de palabras, retruéca­
nos y alusiones no muy delicadas y hasta indecentes.
Hay en esto, más que abuso, profanación. Lo mismo
puede decirse de las palabras de la liturgia.
Emplear el nombre sacrosanto de Dios sin refle­
xión, impropiamente y ácada momento. Hay muchos
para quienes viene á ser especie de muletilla de que
se sirven sin respeto alguno: ¡Ay Dios mió! qué tra­
bajo; Dios mío ¡qué calor!; Dios mió ¡qué malo está
el tiempo! Descubríase Newton cuando pronunciaba
ú oía pronunciar el nombre de Dios: no lo emplee­
mos nosotros como una palabra vulgar; y se ve que
no pedimos mucho.
2. ° No sólo no hemos de decir nada de irrespetuo­
so contra la Religión: hay ocasiones en que el sacer­
dote está obligado á manifestar en la conversación,
y de una manera positiva, su fe y su piedad.
Si cree que no siempre conviene reprender las
palabras impías y temerarias que se digan en su pre­
sencia, debe á lo menos con dignidad y delicadeza, y

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— 33° —

aunque sea muy joven, hacer ver que se le clavan en


lo más íntimo del corazón.
Cuando tenga autoridad, no temerá introducir de
tiempo en tiempo en la conversación algunas pala­
bras de edificación que eleven las almas á Dios. Por
regla general, no llaman la atención de las gentes
del mundo: antes bien se sorprenden de no oir de los
labios del sacerdote ni una palabra cristiana en el
curso de la conversación.
Ha de obrar de modo que su tono, el carácter de
sus apreciaciones y juicios y la naturaleza de sus
discursos den á la conversación fisonomía, no sólo
seria y grave, sino también sobrenatural y piadosa.

257. También la moral ha de ser objeto de res­


peto para el Sacerdote. Aun más que circunspecto
ha de ser infiexivamente severo el lenguaje del sa­
cerdote con respecto á las costumbres. Hasta los del
mundo se recatan en este punto, y aunque sea bas­
tante licenciosa su vida privada, tienen buen cuidado
de no ofender los oídos delicados en medio de una
sociedad decente. Sería gran vergüenza que fuéra­
mos nosotros menos cautos en nuestro hablar de lo
que son ellos. Por lo tanto:
1. ° No emplearemos expresiones demasiado li­
bres que puedan reproducir imágenes poco decen­
tes, ó que no admita por impropias la buena socie­
dad. Hoy más que nunca hay susceptibilidad en
esto.
2.° No llevaremos la conversación á ciertas mate­
rias bastante delicadas.
Hay cosas que pueden tratarse en una clase de
anatomía ó de moral, pero que deben estar muy le­
jos de la conversación.
3.° No contaremos historias ligeras: si nos vemos
obligados á relatar algunos escándalos, seremos so­
brios, y hasta demasiado sobrios, en los pormenores.

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r
— 33 : —
4. ° Causaría no poca molestia oir á un Eclesiás­
tico haciendo el chistoso en cuanto se refiere al amor
y á la galantería, lo mismo que en los desordenes de
las costumbres del mundo: en tales materias debe
aparecer extremadamente severo.
5. ° Si hay que hablar de personas de diferente
sexo, nada dirá de lo perteneciente á su físico: jamás
ha de dar á entender un Sacerdote que está entera­
do de la fealdad ó hermosura de una mujer: no po­
dría pasar por conocedor de semejantes cualidades
sin ser causa de gravísimo escándalo (1).

258. La libertad de la conversación familiar no


puede hacernos pasar los límites de la discreción.
La regla está en decir lo que se puede decir, y en ca­
llar lo que se puede callar. Para no faltar á esta re­
gla son de todo punto necesarias dos cualidades pre-
ciosímas: el tacto por el cual distinguimos lo que se
puede de lo que no se puede decir; y la atención que
nos ahorra las distracciones, estando siempre de
guardia sobre nuestras palabras.
Sírvannos las observaciones siguientes:
l.° Jamás revelaremos un secreto, debiendo con­
siderar como tal, no sólo el que se nos ha comunica­
do con obligación de guardarlo, sino también el que

(i) Daremos más fuerza á esta observación con el siguiente


rargo de San Francisco de Sales referido por su amigo el Señor
Obispo de Belley
«Se le hablaba de una señorita con quien se había casado un
gran Señor, llevado de su hermosura. — He oído decir, añadió el
Santo, que era muy graciosa — ¿Por qué emplea usted, le dije, la
palabra specieuse, no siendo francesa, sino saboyana?— No es, me
contestó, ni francesa ni saboyana, pero sí muy eclesiástica, por
que cuando hombres como nosotros hablamos de ese sexo, no es­
tán bien en nosotros las palabras beau, belle y beauié, porque en
cierto modo revelan el juicio que se han formado los ojos y que
debemos moderar con términos más modestos y ordinarios. (Espí­
ritu de San Francisco de Sales.)

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— 332 —
no lleva tal imposición, y por su naturaleza pide la
reserva.
El hombre discreto no revela un hecho, sino cuan­
do está seguro de que, de hacerse público, no puede
tener consecuencias deplorables. Y tal cautela debe
tenerla especialmente el sacerdote, llamado por su
cargo á ser depositario de tantas confidencias ínti­
mas. Siendo el guardador de tantos secretos, no pue­
de dejar de ser la misma discreción.
2. ° No hay mucha cordura en soltar inconsiderada­
mente alguna palabra que sea motivo de discusiones
entre los presentes. Dos parientes, dos amigos han
tenido una desavenencia; ha habido falta de conside­
ración y delicadeza, y la llaga está muy lejos de ce­
rrarse. Pero se reconcilian por fin, y se trata de evi­
tar cuanto puede renovar la idea de las lamentables
cuestiones que hubo entre ellos. ¿Quién se atrevería
á hacer la más insignificante alusión en su presen­
cia? Si tal hiciéramos, Íes crearíamos la posición más
difícil.
Otro ejemplo. Se sabe que no están acordes en un
punto dos personas, y que la discrepancia ha produ­
cido con frecuencia entre ellas cuestiones muy vi­
vas y muy sensibles disgustos. ¿Quién sería capaz de
renovar la cuestión para levantar nuevas tempesta­
des? ¡Cuántas veces han producido esas distraccio­
nes incomodidades sin número, é insolubles dificul­
tades en el seno de una sociedad donde siempre rei­
naron el buen humor y la cordialidadl
3. ° Por la misma razón evitaremos cualquier alu­
sión que pueda ser desagradable á nuestros interlo­
cutores; tales como las que despertasen en ellos eno­
josos recuerdos, las que les recordasen aconteci­
mientos dolorosos, faltas cometidas, confusiones que
han tenido, y reveses que se han experimentado. Si
ha habido en sus familias sentencias judiciales ¡poco
honrosas, quiebras ó desórdenes notorios y públicos.

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— 333 —
jamás los mencionaremos en su presencia. Con ru­
deza algo brutal decía un antiguo proverbio; No hay
que mentar la cuerda en casa del ahorcado (1).
4.“ Si grande ha de ser nuestra circunspección,
cuando hablamos con personas conocidas, ya para
no revelarles lo que no conviene que sepan, ya para
no causarles desagrado ni crearles dificultades, ma­
yor debe ser todavía, cuando nos son desconocidas.
Compréndese cuán fuera de su lugar estarían enton­
ces las confidencias y los desahogos. Por lo tanto,
nuestra norma ha de ser huir de toda apreciación
temeraria y de todo juicio que pueda comprometer á
las personas. Cométense imperdonables ¡impruden­
cias de esta clase, y hay millares de anécdotas que
nos traen á la memoria los percances y el asombro
de muchos habladores irreflexivos que después de
dar rienda suelta á su locuacidad, después de formar
juicios, de criticar y de censurar á troche y moche,
y de revelar secretos importantes, han comprendido,
aunque tarde, que los desconocidos depositarios de
aquellos secretos eran tales que hubieran querido no
habérselos confiado jamás (2).

(1) En confirmación de éste proverbio véase el siguiente suce­


so, que no es muy antiguo. Habían llegado á una Parroquia á dar
un retiro dos misioneros, y acompañados del Párroco iban de ca­
sa en casa para obligar más á los feligreses á acudir á la Iglesia
para escachar la palabra de Dios y confesarse. Llegaron á la casa
de un anciano alejado de Dios hacía mucho tiempo; y le convida­
ron como á los demás. Suponiendo por algunas palabras que ha­
blaba entre dientes, que le asustaba la dificultad de la conversión,
le dijeron; cjQué teme ustedj sin duda que no ha muerto ni haro
hado á nadie > Perdió el color el anciano, quedó desconcertado el
Párroco, y los misioneros, testigos de aquella turbación, no adivi­
naron la cansa hasta que, después de salir de aquella casa, supieron
que el hijo de aquel hombre había sido condenado por asesino á
trabajos forzados.
(2) Durante el destierro que sufrió Mon. Beaumont, Arzobispo
de París, salió un día al campo, separándose bastante de la casa
en que vivía. Saliéronle al encuentro dos Eclesiásticos enviados á

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— 334 —

5.° Seremos discretos en nuestras palabras, pero


no apareceremos llenos de misterios. No es muy cor­
tés aparentar que se tienen secretos que no es posible
comunicar á otros: cuando se ha recibido alguna
confidencia, conviene guardarla, pero sin envane­
cerse de haberla recibido. Hay quienes creen darse
importancia con esto, y no hacen sino caer en el más
extravagante ridículo. Si se habla de una cuestión
cualquiera, de un negocio, de un incidente casual,
no tardan en exclamar: Había tenido noticias de
sumo interés, pero no podía hablar del hecho. —
Siento mucho no poder revelar todo lo que sé. —

una misión por su Obispo Aquellos dos sacerdotes, jóvenes y de


bastante buen humor, se dirigieron al anciano, muy modestamente
vest do, lo trataron sin cumplimiento alguno, le hicieron varias
pregunta», concluyendo por encargarle que avisase al Párroco ve­
cino que al día siguiente estarían á comer en su casa. Cumplió el
encargo el Prelado, pidiendo al Párroco que le tratara sin distin­
ción de ningún género, deseando guardar el más absoluto incógni­
to. Sentáronse alegremente á la mesa, hablaron mucho dirigiéndo­
se al buen hombre á quien hicieron objeto de sus bromas Antes
de despedirse preguntáronle irónicamente los dos atolondrados
jóvenes, si quería algo para su Obispo. — tSí, respondió el des­
conocido, desearía escribirle,» y una malévola sonrisa se retrató
en los labios de aquellos dos caballeretes. Le presentaron papel
y pluma, y escribió en su presencia estos términos, cllustrísimo
Señor La casualidad me ha hecho encontrarme con los Visitadores
de U. S., en los que he encontrado mucha viveza y buen humor,
pero creo que necesitan algunas lecciones de Urbanidad y de esa
caritativa cortesía que enseña á tratar á los ancianos con distinción
y respeto. Soy de U. S.

f Cristóbal, Arzobispo de París.>

Aquellos jóvenes habían sido tan impolíticos que fueron leyen­


do cuanto escribía el Prelado, preparados sin duda á reírse Mas,
cuando vieron la firma, abrieron los ojos, quedando enteramen­
te confusos. Echáronse álos pies del Ilustre Prelado, suplicándole
que no les impusiera aquella carga tan pesada. — cLlévenla uste­
des, Señores, les dijo, y aunque es dura la lección, no será me­
nos saludable.» (M. Réaume, Guide du jeune prHre.)

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— 335 —

Ayer tuve conocimiento, pero desgraciadamente


fue comunicación muy intima y sólo para mi.— No
pensaria usted de esta manera si, como yo, estuvie­
ra usted al corriente de lo que pasa.
Hay otros que, sin caer en semejante defecto, exa­
geran la discreción, extendiéndola á las cosas más
insignificantes. Siempre entonados, forzados, confu­
sos, no osan responder á las más insignificantes pre­
guntas que les dirigen, guardando el secreto con
tanta solicitud y ansiedad, como guarda sus tesoros
el que está de viaje. Siempre se hace molesta, eno­
josa y difícil la conversación con tales entes.
6.° Hay una especie de indiscreción que no con­
siste en decir mucho sino en querer saber demasia­
do: es la indiscreción de los curiosos. ¿Queremos
que se respeten nuestros secretos? comencemos por
respetar los de los demás. Hay casos de verdadera
confusión ante individuos que nos atormentan y
muelen á preguntas, como si quisieran arrancarnos
á la fuerza lo que en manera alguna queremos de­
cir. Rechazados una vez, vuelven á la carga con
diferente táctica. Hay que sufrir sitios en forma.
Jamás importunaremos á nadie con nuestras pre­
guntas; hay materias que por su naturaleza son sa­
gradas, y por las que no puede ser preguntado nadie.
Es gran indiscreción pedir á alguien pormenores de
su vida íntima, de su familia ó de su fortuna, á no
ser que haya dado motivo él mismo. Si nuestro in­
terlocutor conoce los secretos de una administración
ó de un centro cualquiera; por ejemplo, si tiene el
honor de formar parte del Consejo episcopal, nos
guardaremos mucho de interrogarle sobre los secre­
tos en que está iniciado como tal. Si advertimos que
guarda silencio en un asunto, en un incidente deque
tratamos, ó que responde con una evasiva á la pre­
gunta que se le ha dirigido, es seguro que se trata
de un misterio que no debemos profundizar nosotros.

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— 436 —

259. El camino más expedito para agradar en la


conversación es ser modesto.
El hombre modesto se olvida de sí mismo; cuando
habla, no trata de ponerse de relieve, de llamar la
atención, de darse importancia, apareciendo preocu­
pado únicamente con dar gusto á los demás.
Con no poco ingenio y con igual delicadeza sienta
La Bruyére el principio en que descansa la necesi­
dad de manifestar semejantes disposiciones en la
conversación.
«El ingenio de la conversación, dice, consiste me­
nos en manifestar mucho ingenio, que en hacer que lo
revelen los demás. Está con nosotros incondicional­
mente el que sale de nuestra conversación contento
de nosotros y satisfecho de sí mismo. No quieren
llamar nuestra atención los hombres; quieren com­
placernos; buscan menos aparecer intruídos y hasta
graciosos, que la aprobación y aplausos de los otros;
y el placer más delicado es causarlo á los demás (1).»
Muchos son los defectos en que puede incurrirse.
Tener siempre en los labios las palabras yo, mi:
hay quien no puede hablar cuatro palabras sin que
salga á relucir este pronombre. En cuanto á mi, no
pienso. Por lo que á mi toca, no lo deseo, etc., cos­
tumbre muy común, mas no por eso menos detesta­
ble. Indica mezquina y vulgar vanidad, especie de
culto del jyo y miserable egoísmo que hace no pen­
sar más que en sí, ni referirlo todo sino á sí, ni admi­
rar más que á sí mismo.
Como tipo de vanidad particularmente molesto
hay que contar al jactancioso.
El jactancioso ó presumido tiene constantemente
en los labios la relación de los hechos en que tomó
parte principal, y sobre todo honrosa. Cualquiera
que sea la materia de la conversación hallará siem-
(l) Caratürts, Conversation.

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— 337 —

pre modo y manera de apropiarse no escasa parte


de gloria en lo que cuenta. ¿Se habla del resultado
de un negocio? «Yo fui, dice, el que aconsejó que se
siguiese aquel procedimiento, sin el cual hubiera
fracasado infaliblemente. > —¿Se lamenta una des­
gracia que acaba de suceder? «Si se hubiera seguido
mi opinión, otra cosa hubiera sucedido.»—¿Se trata
de un acontecimiento político que se ha producido
con gran estupefacción de todos? «Ya hace diez años,
dice, que había anunciado yo esta catástrofe.» Son
increíbles los éxitos que ha obtenido en todo, y aun
son más increíbles los aplausos que le llegan de
todas partes, y los elogios que él da á conocer á todo
el mundo serían inocentes, si no fuera más desver­
gonzado todavía.
Entre el jactancioso y el hombre importante no
hay más que un matiz apenas perceptible. Éste se
complace en hablar de sí y de todo lo que á él se re­
fiere, trabajando por poner de relieve todo lo que
puede enaltecerlo. Sus abuelos eran ilustres, y su
nobleza muy antigua: tiene gran nombre y gran for­
tuna, y le gusta que lo sepan todos. Si fuera necesa­
rio, si alguien lo olvidara, haría recordar que tiene
derecho á tales y cuales honores. Está en comunica­
ción con los más ilustres personajes, que hablan con
él, le escriben y le honran con su amistad. «El Ilus-
trísimo Señor Obispo de N. le ha comunicado el gran
proyecto que está para realizar.» — «Su Eminencia
el Cardenal N. le ha pedido consejo en tal negocio.»
— «Las cartas que ha recibido de los Señores Obis­
pos N. N. están unánimes en manifestarle los mis­
mos sentimientos.» — «Mi antiguo amigo el Duque
de N. me ha comunicado una noticia muy extraña.»
— «Mi penitente, la Señora Marquesa de N., me ha
propuesto esta mañana una obra excelente.» — «Co­
miendo la semana pasada en el palacio del Príncipe
de N., me contaron durante la comida...» No hay

\nal de España
- -
posibilidad de pasar con él un cuarto de hora sin que
hieran nuestros oídos los nombres pomposos de Ex­
celencia, Ilustrísima, Eminencia, Marqués y Mar­
quesa, Conde y Condesa, etc.
Su correspondencia es numerosa: en todo está
metido, iniciado en los secretos más íntimos y al co­
rriente de los negocios de mayor interés; es hombre
de suma importancia; cuenta con muy poderosos
protectores. Si entramos algo en sus interioridades,
nos dice, bajo el más riguroso sigilo, que en él ha es­
tado el que no haya sido elevado á más alta digni­
dad; pero no es ambicioso, porque conoce las dificul­
tades que llevan consigo los puestos elevados; los ha
renunciado modestamente, y está persuadido de que
en adelante lo dejarán tranquilo.
Generalmente es también charlatán el hombre
importante.
No están vendiendo específicos en las plazas pú­
blicas todos los charlatanes. Se los encuentra en
todas partes, en las asambleas políticas, en los salo­
nes del mundo elegante y en las reuniones eclesiás­
ticas. No venden, es cierto, medicinas para curar
todos los males; pero convidan con su protección y
mediación, dando consejos cuyo éxito ha de ser infa­
lible: indican la marcha que hay que seguir en los
negocios más delicados, y aseguran bajo palabra de
honor que, si se siguen como ellos dicen, son infali­
bles. Para todo cuentan con expedientes y recetas:
su ciencia es universal, su experiencia no tiene lími­
tes; y ponen la una y la otra á nuestra disposición, y
seremos muy ciegos seguramente, si no nos aprove­
chamos de ellas.
Se ha dicho del charlatán que promete más de lo
que puede cumplir. ¿Quién será capaz de contar su
número?
El tipo del árbitro nos revela un nuevo matiz de va­
nidad. Hay innumerables cuestiones en que queda per-

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— 339 —

pleja la modestia: aun cuando esté segura de haber


hallado la verdad, se manifiesta con mucha cautela,
temiendo ofender á los que siguen la opinión con­
traria. El árbitro desconoce la duda y la afirma­
ción moderada, quedando reducidas todas sus afir­
maciones á esta doble fórmula; «esto es así, y eso no.>
Parece que lo ha leído todo, lo ha pesado todo, lo
ha profundizado todo; se creería que está dotado del
privilegio de infalibilidad; no sólo son absolutas sus
decisiones; son sin apelación. No hay que pensar en
oponerle objeciones y en discutir con él. Acaso con
algún miramiento, nos haría comprender que so­
mos unos ignorantes, unos tontos. El árbitro no ad­
mite contradicción, porque está seguro de la verdad
de lo que piensa; sus juicios son algo más que jui­
cios: son oráculos.
El tono del árbitro va generalmente unido al pe­
dantismo. El pedante es hombre almidonado, grave,
serio, que jamás habla sino con pompa y solemnidad.
Su lenguaje es culto, cargado de palabras retumban­
tes, plagado de citas con que pone de manifiesto una
erudición con frecuencia dudosa y siempre mal diri­
gida.
Preséntase como el profesor en la cátedra; la
entonación, el ademán, las palabras revelan al hom­
bre lleno de sí mismo, impregnado de ciencia, admi­
rándose y buscando que le admiren todos, pero no
consigue sino ponerse en ridículo.
La misma pretensión de hacer ostentación de su
mérito da origen á otro carácter de índole entera­
mente opuesta: el erudito á la violeta. El erudito á
la violeta no se sirve de los medios graves y entona­
dos del pedante: es bullicioso, delicado, vivaracho.
Su conversación está salpicada de donaires, de sali­
das ingeniosas, de dichos agudos y de oportunidades
traídas con mucha felicidad. Su frase es elegante y
acicalada; la dicción escogida y los giros rebuscados;

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— 340 —

pero todo es afectado, y por lo tanto, poco natural.


Cuantos le escuchan reciben la impresión desagra­
dable de un hombre que procura producir efecto,
queriendo á toda costa aparecer ingenioso. No es
ciertamente ese buen natural, esa viveza franca y
sencilla, esa sencillez llena de encantos que forman
el carácter del verdadero ingenio, del ingenio que
agrada, aunque no lo intenta. Es la quinta esencia de
lo estirado, en que bajo la máscara de lo natural se
dejan sentir el esfuerzo y la pretensión; pero se reve­
la y no consigue su objeto.
Todos estos defectos, aunque molestos en extre­
mo, no dejan de ser muy comunes: no hay sociedad
en que no se encuentren en mayor ó menor escala;
y como la vanidad está más ó menos arraigada en el
corazón de todos los hombres, debemos estar siem­
pre en el estribo para que no nos arrastre. En esto
podrá sernos muy útil la práctica de la humildad
cristiana. Seamos humildes, y seremos modestos in­
defectiblemente.

260. La caridad, que es la virtud social por exce­


lencia, debe presidir siempre á nuestras conversa­
ciones, siendo su alma y su vida. La conversación
del que sólo tiene en sus labios palabras benévolas,
además de ser verdadera expresión de un alma
buena y cariñosa, tendrá siempre grandes simpatías,
aunque el tal no carezca de imperfecciones.
Seamos caritativos, primero con los presen­
tes. Nos abstendremos de dirigirles ni censuras, ni
injurias, ni palabras ofensivas. La aspereza, la in­
quina, la venganza y la antipatía son sentimientos
cuya manifestación en la conversación no está me­
nos reprobada por la urbanidad que por la moral.
Si hay que reprender á alguno, no escogeremos el
tiempo de la conversación tan propio para ensanchar
los corazones; tanto más que resultaría para todos

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— 341 —

una situación difícil. Se puede ser severo en ciertos


casos, pero en la conversación hay que ser siempre
amable.
Hay que exceptuar el caso en que el deber obliga
á reprender incontinenti alguna infracción de las re­
glas de urbanidad ó de hacer cesar historias licen­
ciosas, impías ó vituperables por cualquier concepto.
Tampoco diremos palabras zumbonas y burlonas
que puedan confundir á alguno de nuestros interlo­
cutores. Cierto es que nos podemos permitir algunas
bromas inocentes, pero hay que estar muy seguros
de que nadie ha de quedar ofendido. Hay caracteres
susceptibles que se molestan por todo; naturalezas
tímidas que se ruborizan ante la menor broma que
se les dirija, y no saben contestar; almas afligidas
que, bajo el peso del dolor agudo, no están en disposi­
ción de reirse. No hagamos á esas personas objeto
de nuestros chistes, aunque sean los más inofensivos.
Nos enseña la experiencia que se oyen siempre con
mucha pena las bromas sobre las deformidades del
cuerpo, sobre el nombre, sobre la manera de pro­
nunciar, y, en general, sobre todo lo que se refiere al
exterior de la persona.
Si queremos ser tenidos por contertulios amables
y distinguidos, jamás hemos de soltar una palabra
menos cortés; sacrificaremos las agudezas mordaces,
si prevemos que puede disgustarse á alguno de nues­
tros interlocutores obligado á reirse como los de­
más. El placer de poner de manifiesto nuestro talen­
to no nos ha de hacer olvidar otro placer superior,
más delicado, más elevado, el placer que proporciona
la bondad del corazón.
No hay quien no estime en mucho el cuidado de
no ofender á nadie, sea quien fuere, mientras todo
el mundo huye del que adolece del defecto contra­
rio; son siempre temidos y detestados los burlones
de profesión. Nada les favorece la risa que causan.

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— 34* —
1
quedando siempre las simpatías de la sociedad por
la víctima que inmolan en aras de su egoísmo.
Mas para practicar la caridad no basta con no
ofender; hay que trabajar para ser agradables; y para
el mejor resultado obsérvense las reglas siguientes:
Hay que saber decir á cada uno lo que pueda sa­
tisfacerle, lo que tenga conocido y que se refiera á
su empleo y profesión; hay que hablarle de su fami­
lia, de su país, de sus éxitos.
Hay que proporcionar á los interlocutores, con de­
licadeza y habilidad, la ocasión de que puedan reve­
lar su talento, sus conocimientos, sus aptitudes.
Hay que manifestar que sabemos apreciar el mé­
rito, el carácter, la ciencia, el talento.
Si son tímidos y encuentran dificultades en todo,
hay que darles libertad, dirigirles la palabra, poner­
les la respuesta en los labios para hacerlos entrar en
la conversación.
En las palabras que se les dirijan hay que ser
siempre bondadosos, amables, francos, sencillos y
cordiales.
Hay que obrar de manera que se retiren contentos
de nosotros y de sí mismos, y persuadidos de habernos
dejado buen concepto de su talento y de sus maneras.

261. Derecho particular tienen los ausentes á que


no se falte á la caridad en la conversación; no pue­
den defenderse, y es cobardía cruel aprovecharnos
de tal circunstancia para desollarlos sin compasión.
En una de las paredes de su comedor hizo escribir
San Agustín los siguientes versos:
Quisquís amat dictis absentem rodere vitani^
Hanc mensam veiiiam noverit esse sibi.

Hermosa máxima en cuyo espíritu debieran ins­


pirarse todas las conversaciones. Haría desaparecer
las murmuraciones, las críticas, las burlas satíricas

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— 343 —

y malévolas que con tan deplorable facilidad nos


permitimos hoy.
Un hombre distinguido goza de la general estima­
ción, y acaso ocupa un puesto elevado en la Iglesia ó
en el Estado. Por desgracia, no ha estado exento de
algunas debilidades que, llegado el caso, no se echa­
rán en saco roto; y no es intachable tampoco su vida
privada. Nada ha llegado á noticia del público, y por
consiguiente tiene perfecto derecho á que nadie se
ocupe en él para desollarlo; pero llega un murmura­
dor y se complace en rasgar el velo que cubría las
debilidades de aquel hombre.
Sin calcular las consecuencias de sus impruden­
tes revelaciones, sin pensar en el irreparable perjui­
cio que va á causar á un hombre que no le ha hecho
mal alguno, aja de intento una reputación intacta
hasta entonces, comprometiendo acaso los más gra­
ves y más sagrados intereses.
Para él es una fortuna una aventura escandalosa;
está al corriente de cuanto sucede, siendo muy com­
pleto en este género su repertorio. Su actividad para
recogerlo no es superada sino por la que tiene para
propagarlo; y no estaremos con él un cuarto de hora
sin que nos inicie en sus malévolas historias; diríase
que contándolas se halla en su elemento; para él es
una necesidad la murmuración, un goce á que lo sa­
crifica todo, hasta la amistad.
De esta clase de hombres ha dicho el Salmista;
Acuerunt linguas suas sicut serpentis; venenum
aspidum sub labiis eorum. Metáfora atrevida, pero
verdadera, y que ha pasado al lenguaje popular,
pues llamamos lenguas viperinas á las de los mur­
muradores. Por lo demás, son en general incapaces
de sostener una conversación seria esos criticones.
Metedlos en la historia, en la filosofía, en una ciencia
cualquiera, permanecerán mudos, pues ni saben ha­
blar ni tienen talento sino para infamar.

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— 344 —

El censor se distingue del murmurador-, no se


ocupa en contar, sino en apreciar, en juzgar, ó más
bien en censurar; es severo; más todavía, es inexo­
rable, y rara vez hallan gracia en él las obras y la
conducta de los demás. Díríase que él sólo tiene ta­
lento, que él sólo obra bien y sólo él tiene la ciencia
de gobierno. Jamás aplaude. Los libros, que lee y
admira el mundo entero, no son para él más que las­
timosas composiciones, en que á la futileza del fondo
se añade lo imperfecto de la forma; los oradores,
que arrebatan á las muchedumbres, no son más que
declamadores sin ciencia y sin solidez; los más re­
nombrados publicistas son pobres semiciegos, sin
penetración y sin talento.
Si es sacerdote, la materia en que principalmente
se ha de cebar su fantasía será la administración de
la Diócesis. Que su Obispo sea demasiado duro ó de­
masiado indulgente, que disponga cosas nuevas ó
que suprima lo antiguo, todo será para él igualmen­
te reprensible. No conoce el por qué de las medidas
que se han tomado; le falta el fundamento de un jui­
cio razonable; no está iniciado en las confidencias
que después de muy madura deliberación han movi­
do á la autoridad á obrar de aquel modo: el más ele­
mental buen sentido, lo mismo que la caridad y el
respeto, debían imponerle silencio. ¡Nadal han obra­
do mal el Obispo y su consejo; y ni siquiera admite
en su favor las circunstancias atenuantes. Aque­
lla promoción es efecto de favor no merecido; aque­
lla humillación se debe á prevención apasionada é
injusta; esta orden es intempestiva y revela que no
conocen los tiempos ni á las personas... Tales son las
sentencias absolutas y sin apelación que pronuncia.
No saldrán mejor librados los compañeros: su ca­
rácter, sus talentos, su vida, su ministerio irán pa­
sando por delante de él con una severidad de que no
hay ejemplo.

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— 345 —

y es lo más triste que se forman tales apreciacio­


nes en presencia de los seglares que se asombran y
se escandalizan.
El Bumbón es una variedad del censor. Este es
grave y serio en sus diatribas, acomete con el encar­
nizamiento de la pasión; por regla general sus juicios
están muy cargados de hiel y de rencor. Aquél se
ríe echándolo todo á la broma; no es malvado, no tie­
ne animosidad contra nadie; pero trata de divertirse,
y para conseguirlo encuentra buenos todos los me­
dios. ¡Desgraciado del que ha sido víctima de su ob­
servación! tiene talento especial para conocer los
defectos y las ridiculeces, para ofrecerlos al público
exagerándolos y para presentarlos en un cuadro có­
mico que entusiasma. Gracias á su desapiadado aná­
lisis se hacen perfectamente ridiculas las fisonomías
más graves; no se contenta con describir, represen­
ta, porque es un verdadero cómico. La expresión del
rostro, la entonación de la voz, el acento, el estilo,
el ademán, la elección de sus víctimas quedan repro­
ducidos en su imitación sarcástica con relieve asom­
broso.
No hay que envidiar semejante talento, que no
puede granjearnos nunca ni estimación ni afecto.
Como nada hace sufrir más y nada se perdona con
más dificultad, que el haber sido objeto de burla,
convertido en personaje cómico, los zumbones tienen
generalmente muy pocos amigos. Los desprecian
hasta aquellos que se han reído á su costa, temiendo
con razón que algún día han de ser por ellos objeto
de las burlas del público.
No damos más pormenores, porque no debemos
olvidar que no escribimos un Tratado de Moral sino
un libro de Urbanidad.

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346

CAPÍTULO VI
DE LAS PROPIEDADES RELATIVAS Á LOS DIFERENTES
ELEMENTOS DE LA CONVERSACIÓN

262. En este capítulo trataremos de las reglas


especiales que hay que observar en la conversación,
con respecto á las narraciones, informes, pregun­
tas, discusiones, cumplidos, bromas y citas.

263. El que ha de pasar por hombre social ha de


poseer en algún grado el arte de narrador. Cierto es
que sin estar dotado de excepcional gracia, se puede
desempeñar bien este papel en la conversación; por­
que hay muy pocos que sean sobresalientes. Pero á
lo menos, so pena de pasar por tonto, hay que estar
en estado de referir un hecho de modo que se pueda
dar gusto.
Para comenzar nos podremos aventurar á contar
alguna anécdota breve y sencilla; con el tiempo y
aplicándonos, podremos llegar á iniciarnos en este
difícil arte, sabiendo tener pendiente á una reunión
de una narración hecha con habilidad. Demos algu­
nos pormenores:
1. ® Si no contamos con talento para referir algo,
guardemos silencio y no nos expongamos á un fra­
caso tan doloroso para nosotros como molesto para
los demás, metiéndonos imprudentemente en un ca­
llejón sin salida.
2. ® Aunque seamos los narradores más felices,
evitaremos las demasías: no hay quien no se canse
hasta de los cuentos, cuando son demasiados.
3. ® Obraremos de modo que nuestras anécdotas
ó cuentos se sucedan con la mayor naturalidad: han

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— 347 —

de salir de la conversación misma. No hay quien no


se ría de ciertos cuentistas que hacen extraordina­
rios esfuerzos, y que dan al discurso un sesgo ente­
ramente forzado para aprovechar la ocasión de refe­
rir los cuentos que tienen preparados. Todos los que
hacen acopio de anécdotas y que en otro tiempo fue­
ron designados con el nombre de decidores, se expo­
nen á caer en tales extravagancias.
4. ° No repetiremos las mismas historias, ni los
cuentos que son conocidos de todos. Y cuando tema­
mos que puedan conocer lo que vamos á contar, an­
tes de hablar, preguntaremos si han oído hablar de
cosa semejante.
5. ° Al comenzar á referir algo, no lo anunciare­
mos como cosa muy divertida que ha de hacer reir
mucho: podríamos exponernos á algún grave per­
cance. No sé por qué espíritu de contradicción hay
cosas que se escuchan con la mayor sangre fría,
cuando debieran provocar la risa más bulliciosa, y
sólo porque se han anunciado antes como tales.
Nunca digáis, al referir la historia,
Escuchad este chiste; es muy gracioso.
¿Sabéis bien si el que escucha está ganoso.
De encomendar el cuento á la memoria? (i)

6. ° Por lo mismo no debemos reirnos, cuando re­


ferimos una historia muy divertida: cuanto mayor
sea nuestra seriedad, mayor será la risa de los que
nos escuchan. Se ha notado que los grandes cómicos
tienen siempre un continente serio.
7. ° No iremos en busca de la denominación de
chachareros, presentando como hechos innegables
cuentos que hemos inventado nosotros. Hasta en el
juego debe presidir siempre el amor á la verdad: si no
estamos seguros de la autenticidad de nuestra narra-
(l) La Fontaine,

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— 34» —

eíón, no la garantiremos, procurando ser siempre,


por lo menos, verosímiles.
8. ° No atribuiremos á persona conocida ó que
todavía vive una anécdota que no tiene novedad al­
guna, que han traído los diarios, ó anda en las colec­
ciones de cuentos.
9. ° Nuestros cuentos no deben ser muy extensos:
causaríamos fastidio con seguridad.
10. ° Nuestra narración ha de ser clara, sencilla,
viva y rápida: bien traídos los diversos incidentes; el
estilo ha de ofrecer alguna variedad en la forma, y
cada frase no ha de comenzar con la muletilla pues,
Señor. En fin, para concluir, hemos de presentar al­
gún rasgo ingenioso, algún chiste, alguna broma de
buen gusto, alguna reflexión moral, algún incidente
que nadie esperaba, que venga á ser el desenlace,
y que satisfaga la curiosidad de la reunión.
11. ° No imitaremos á los narradores que, á pre­
texto de ser exactos y completos, divagan en porme­
nores minuciosos y de ningún interés, sin acordarse
de que con tales digresiones y recorriendo circuns­
tancias de tan poco valor, hacen perder el hilo de su
historia. En este defecto caen los hombres del campo,
cuando refieren algún hecho.
12. ° Acabado el cuento, dejaremos á la concu­
rrencia absoluta libertad para sus apreciaciones y
juicios; no mendigaremos sus aplausos insistiendo en
los episodios más ingeniosos, y repitiendo y comen­
tando una palabra, procurando sobre todo ser mo­
destos.

264. Es muy posible que en una reunión nos vea­


mos obligados á analizar un sermón, una disertación
ó un alegato; á hacer la exposición de una sesión
científica, literaria, dramática, etc., ó la descripción
de una máquina, de un monumento, de una obra ar­
tística, de un paisaje, de una ciudad, etc.

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— 349 —

Tales informes forman la parte más difícil de una


conversación.
1. ° Jamás nos impondremos tal obligación, si no
tenemos la seguridad de salir airosos de la empresa,
y aun para esto mismo, hemos de considerar si tie­
nen aptitud y gusto los concurrentes, y estar se­
guros de que nos comprenderán y manifestarán in­
terés.
2. “ Cuando se trata de explicar un asunto muy
complicado, cuya descripción exige cierto espíritu de
análisis, nos prepararemos antes hasta escribiendo,
si es necesario.
3. ° El informe debe ser claro, metódico, rápido é
interesante: es muy vulgar aparecer pesado y fasti­
dioso.
4. ° Si se trata de analizar un discurso, un libro,
una obra literaria, hay que dar á conocer la materia
en primer lugar; dividirla en diferentes partes; enu­
merar y exponer con toda rapidez las ideas más sa­
lientes; indicar los capítulos principales; citar algu­
nos pasajes, si nos lo permite la fidelidad de la memo­
ria, terminando con algunas apreciaciones propias y
algunas recapitulaciones.
5. ° Si hacemos el resumen de un drama, daremos
á conocer el tiempo y el lugar de la escena, el asun­
to, los principales personajes, el nudo y el desenlace
y los lances más conmovedores.
6. ° En la relación de una sesión literaria, científi­
ca ó artística, describiremos el lugar, si lo vale; ha­
remos notar la concurrencia; expondremos breve­
mente todos los sucesos, diciendo cuál ha sido la im­
presión que ha producido.
7. “ La descripción de un objeto artístico, de un
instrumento científico, etc., no puede hacerla sino el
que sea competente.
8. ® Cualquiera que sea la materia de nuestro in­
forme, si advertimos que causa fastidio, sin dar se-

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1

— 350 —
ñales de que hemos conocido la molestia que causa­
mos, abreviaremos, terminando inmediatamente.

265. En la conversación se puede y aun se debe


hacer preguntas á las personas con quienes conver­
samos; pero hay que asegurarse bien para no herir
la delicadeza.
l.° Las preguntas que hagamos se han de inspi­
rar ya en el interés que se tiene por cada uno y por
todo lo que á él toca, ya en el deseo de aprovechar­
nos de las lecciones de su saber y de su experiencia.
2° Al hacerlas, no tomaremos la entonación de
superioridad ó de protección. No apareceremos como
maestros que interrogan á sus discípulos ó como su­
perior que quiere dar libertad á su inferior, haciéndo­
le tomar parte en la conversación.
3. ° Tampoco preguntaremos con ademán distraí­
do ó indiferente manifestando que no tenemos inte­
rés alguno en lo que preguntamos.
4. ° Tendremos presentes las reglas dadas más
arriba y que conviene no olvidar, cuando se pre­
gunta.
5. ° No multiplicaremos desmesuradamente las pre­
guntas, para no parecemos á un juez de primera
instancia que hace soportar un interrogatorio. Hasta
el interés que queremos mostrar debe tener sus lí­
mites al darse á conocer.
6. ° No repetiremos la pregunta á que ya se nos ha
contestado; si así lo hiciéramos, manifestaríamos que
nuestras preguntas son meras fórmulas á que no da­
mos importancia alguna: esta descortesía es muy
común entre hombres distraídos.

266. Las discusiones son en la conversación el


escollo en que se estrellan muchos hombres: no po­
cas veces degeneran en disputas, suscitan proposi­
ciones hirientes, siendo origen de muchas discordias.

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— 351 -
l.“ Debemos saber guardar un término medio en­
tre excluir totalmente las discusiones en la conver­
sación familiar y disputar sin cesar y sobre cuanto
existe. Es extravagante ridiculez estar siempre con­
forme con la opinión de todos. El espíritu serio que
ha reflexionado y estudiado, debe tener sus maneras
de ver, de juzgar y de apreciar á los hombres y los
sucesos; sin esto no tendría conciencia de sí. Es ne­
cesario que á veces se oponga á lo sostenido por sus
interlocutores; tanto más que, para estar conforme
con todos, sería necesario sostener sucesivamente el
si y el no, hallándose así en oposición consigo mis­
mo. Además que la discusión bien dirigida da vida
é interés á la conversación. Conocido es el dicho
de un antiguo á un interlocutor demasiado compla­
ciente que se obstinaba en seguir siempre su opi­
nión. «Por favor, amigo mío, que crean todos que
somos dos». Se ha dicho también con la misma opor­
tunidad: «La peor de las monotonías es la de la afir­
mación» (1).
Además, los ergoiistas que disputan de todo y
pican en cuanto existe, que hallan siempre medios
para sostener la verdad y exactitud de las proposi­
ciones más evidentes, prontos siempre á decir: Con­
tra te, son el azote de las reuniones. Cualquiera que
sea la proposición que presentemos, podemos estar
seguros de que han de encontrar en ella algo á que
oponerse. Sentad una sentencia moral que aunque
en general es verdadera, no deja de tener alguna
excepción: no dejarán de haceros oposición con las
tales excepciones. Si al contar un hecho padecemos
alguna distracción, y dejamos escapar la más ligera
inexactitud, sostendrán que es falso nuestro aserto.
Bastará que sigamos una opinión, para que sigan
ellos la contraria.
i) Joubert, Pensées, VIII, 59-

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— 352 —
T,a manía de contradecir es una de las extrava­
gancias más desagradables. Es imposible que las pa­
labras tengan en la conversación la precisión y exac­
titud que les da un matemático en la demostración
de un teorema: en la libertad de la conversación fa­
miliar hay que dejar pasar muchas cosas que pudie­
ran rechazarse ó discutirse, contentándonos con opo­
nernos á las que, por su importancia, no pueden
tolerarse; pero aun en tal caso conviene obrar con
sobriedad. En la discusión no se puede pecar por
carta de más ni por carta de menos.
2.° Inmenso es el campo de la discusión, pero no
pretendemos ni medir su extensión ni trazarle lími­
tes. La notable variedad de materias, en que puede
ocuparse el espíritu del hombre, da tema para mul­
titud de polémicas interesantes. Diremos, sin embar­
go, que hay dos terrenos sobre los cuales no se pue­
de discutir sino con muchísima cautela: la religión
y la politica.
Primeramente las conversaciones familiares no
son á propósito para discutir en materias religiosas,
que son demasiado serias é importantes. Muchos de
los que están en la reunión no son capaces ni de com­
prender ni de seguir tales discusiones, exponiéndose
á recibir muy honda impresión: no pocas veces el que
toma á su cargo la defensa de la religión ni es bas­
tante instruido, ni está bastante ducho en la contro­
versia, exponiéndose á un fracaso que representará
en la causa de que se ha presentado defensor. Si se
nos provoca, contestaremos sencillamente que no es
favorable momento, que si sinceramente quiere ilus­
trarse, estamos prontos á dar toda clase de explica­
ciones, pero con toda oportunidad. Cuando en nues­
tra presencia se dirijan ataques contra nuestra Re­
ligión haciendo burla de ella, no nos empeñaremos
inmediatamente en una discusión: algunas palabras
serias, una sentencia grave, si para ello tenemos au-

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— 353 —

toridad, un dicho agudo lanzado con oportunidad,


bastarán para reducir al silencio al provocador in­
discreto.
La política es la segunda materia en la cual no
hay que discutir sino con gran cautela. Conocidas
son las divisiones en política de la sociedad france­
sa (1), y nadie duda del valor con que cada partido
def ende su bandera. Con semejantes disposiciones,
la discusión política parará siempre en riña violenta.
¿Y qué bien puede resultar de semejantes debates?
3.° Cuando se discute hay que dar libertad y
tiempo al adversario para que se explique, para co­
nocer á fondo la oposición que existe entre su opi­
nión y la que creemos nosotros que podemos defen­
der: hay que escuchar con calma, con atención y sin
interrumpirle. Cuando hablan todos á la vez, y na­
die escucha, no puede decirse que se sostiene una
discusión; es más bien una batahola (2).
(1) Si dividida está Francia, no lo está menos España, ni
es menor ni de menos importancia la división que en política exis­
te entre el Clero, (N. del T.)
(2) £l siguiente rasgo pone de relieve y de un modo ingenio­
so las extravagancias que acabamos de indicar.
Uno de los defectos que he notado en los parisienses es la ma­
nía de querer conversar todos á la vez sin escuchar y sin respon­
der. Me han invitado á comer en muchas casas: aunque no hubie­
ra más que diez 6 doce en la mesa, se formaban al ñn de la comi­
da tres ó cuatro conversaciones; ó más bien formaba cada uno la
suya; y lo peor es que no hay un solo comensal que no hable en
voz alta, como si tuviera la pretensión de ser él el único escucha­
do; aquel ruido le pone á uno sordo...
Esta misma tarde acabo de impedir que se desafiaran y que aca­
so se mataran dos honrados parisienses. Se impugnaban mutua­
mente con gran aspereza: el uno no oía lo que decía el otro. Ad­
vertí que estaban tan acalorados y que se entendían tan mal, que
con palabras distintas los dos sostenían la misma opinión. Me se­
paré de ellos un instante, rasgué dos hojas de mi líbrito de memo­
rias y ofrecí una á los dos contrincantes, después de haber escrito
algunas palabras, y diciendo al primero — ¿No es esto lo que sos­
tiene usted? Sí, eso es lo que digo, y lo niega él, contestó.—Eso es
23

<al de España
— 354

4. ° Empeñada la discusión, hay que tratar con ab­


soluta buena fe. No tengamos la pretensión de hacer
valer nuestra opinión sólo porque es nuestra: defen­
1
dámosla, porque la creemos verdadera, y abandoné­
mosla lealmente, apenas conozcamos que es falsa.
El hombre recto y sincero no busca en la discusión
la satisfacción de su amor propio sino el triunfo de
la verdad.
Por lo tanto, escuchadas las razones del adversa­
rio, las contestaremos directamente y con solidez,
sin entregarnos á digresiones superfinas, á sutile­
zas sofísticas y á recriminaciones por incidentes ex­
traños al fondo de la cuestión.
Si nada tenemos que contestar, nos rendiremos,
ya declarándonos vencidos, ya diciendo que halla­
mos poderosas las consideraciones alegadas y que
las meditaremos.
5. ° Obraremos de modo que jamás ofenda la for­
ma de nuestras discusiones; se puede ser cortés aun
combatiendo al adversario. No ha de haber en nues­
tras palabras manifestación alguna de desprecio de
su capacidad, ni desconfianza en su sinceridad. Por
el contrario, hay tanta delicadeza como caridad en
manifestar que sabemos apreciar lo que nos dice, en
aplaudir sus conocimientos, en hacer resaltar el ta­
lento con que discute y en rendir homenaje á su
buena fe.
Jamás emplearemos esos giros descorteses que
tan fácilmente se escapan en la discusión. Es ab­
surdo, es ridiculo, carece de sentido común y no
lo que yo entiendo, y él no quiere admitirlo, replicó el segundo.
Les supliqué entonces que comparasen las dos hojas, y vieron con
sorpresa que las dos decían lo mismo y que por lo tanto estaban
enteramente conformes los dos. No pudieron contener la risa. Les
hice que se abrazaran, y me volví á mi casa á escribir estas refle­
xiones sobre la manía de hablar muchos á la vez, y sobre el peli­
gro que hay en no querer escuchar. (Andrieux, Melantes en prose.)

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— 355 -

viene á pelo lo que dice usted... Es falso, es una im­


postura, miente usted, etc. Es mejor usar los si­
guientes giros ú otros semejantes: Mucho siento no
poder ser de la opinión de usted en este punto. El
conocimiento que tengo del hecho discrepa algún
tanto de lo que acaba de decir usted. — ¿Quién sabe
si habrá sufrido usted alguna equivocación? Los
recuerdos que conservo yo no están conformes con
la narración de usted.
Podrá suceder que en el calor de la discusión se
escape alguna palabra no muy conforme:¡la retirare­
mos inmediatamente después de haberlo advertido,
pidiendo dispensa.
Si á pesar de todas nuestras precauciones, cono­
cemos que la discusión se convierte en controversia
personal é hiriente que los ánimos se agrian, y que
la división de los espíritus va á pasar al corazón,
terminaremos en el acto dando nuevo giro á la con­
versación.
6.° La mayor parte de las disputas se quedan sin
resultado positivo: la victoria queda indecisa, con­
servando los adversarios su opinión respectiva.
A veces concluyen con la victoria del uno y con la
derrota del otro. Si conocemos que la discusión ter­
mina ventajosamente para nosotros; que han resuelto
la cuestión los espectadores; que en la dificultad y
confusión del adversario se revela ya su derrota, no
daremos el golpe de gracia metiéndolo, como ex­
presa el dicho vulgar, en un callejón sin salida.
Tampoco apareceremos con aires de vencedores, ni
abusaremos de nuestra posición para aplastar al
contrario, burlándonos de él, etc.: más que des­
cortesía, sería horrible crueldad. En tal caso cambia­
remos de materia, haciendo olvidar, si es posible,
con nuestros cumplidos en obsequio de nuestro con­
trincante, la humillación que acaba de sufrir.
l.° Además de las reglas generales que debemos

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- 356 —
observar en las discusiones, hay otras particulares
con relación á las personas. Un joven no debe discu­
tir con un anciano, ni tampoco con un superior, espe­
cialmente, si está constituido en dignidad. La discu­
sión supone cierta especie de igualdad entre los
adversarios. Si el superior propone la discusión, y
después de dar su opinión, nos pide la nuestra, mani­
festándonos que desea escucharnos, podremos discu­
tir; pero comenzaremos excusándonos, presentando
nuestros argumentos con modestia, no llevando las
cosas al extremo, y apareciendo satisfechos, en caso
de necesidad, de haber presentado una prueba que
puede ser atacada.

267. Algo sobre los cumplidos. No se trata aquí


de los discursos estudiados con que elogiamos en
circunstancias solemnes á alguna persona que nos
merece alta consideración. Queremos hablar de las
frases llenas de bondad, de las alusiones delicadas
con que en la conversación familiar queremos hacer
resaltar el mérito de una persona.
No hemos de confundir los cumplidos con las li­
sonjas. El cumplido es un testimonio de aprecio y
benevolencia completamente desinteresada: hay en
él vivo propósito de ser agradables á las personas á
quienes se obsequia, de animarlas, de ofrecerles una
recompensa legítima que halla el hombre de bien en
la aprobación de sus semejantes: hay que conside­
rarlo como elemento de la vida social. Hasta los San­
tos emplearon estas fórmulas de cortesía.
La lisonja consiste en aplaudir á un hombre para
ganárselo, esperando obtener de él algún favor. No
se inspira sino en el egoísmo, ni tiene más móvil que
el interés: no es manifestación de caridad y benevo­
lencia, sino medio indirecto de satisfacer la codicia ó
ambición. Por eso, la desechan las personas honra­
das, sintiendo por ella nada más que desprecio.

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— 357 —

Para no faltar en el difícil arte de hacer cumpli­


dos, hay que observar las siguientes reglas:
1.'‘ No los haremos con todos ni á cada paso, por
ser muy molesto.
2. ^ Seremos sobrios, no avaros de nuestros elo­
gios: hay casos en que son necesarias algunas pala­
bras lisonjeras. Se ha distinguido un amigo por una
acción brillante, acaba de tener un gran éxito ó de
recibir un señalado honor; sería gran descortesía, si
ante semejantes hechos permaneciésemos en silen­
cio. Hay que manifestar, siquiera con palabras, que
tomamos parte y nos gozamos en sus éxitos.*
3. ® No es indiferente tampoco la calidad de las
personas. Los cumplidos pueden ser más frecuentes
de parte del Superior para animar al inferior. Rara
vez deberá dirigirlos el inferior, porque podrían pa­
recer lisonjas. Puede emplearse el cumplido entre
iguales ó casi iguales, con tal que sea con cierta par­
simonia: es un medio de conservar las buenas rela­
ciones.
4. ^ Se dice que á veces se permite mentir en los
cumplidos; pero no es así, ni desde el punto de vista
de la moral, ni desde el de la cortesía. — No lo es
desde el punto de vista de la moral, porque ya es un
desorden considerada en sí la mentira, y la circuns­
tancia del cumplido no puede hacerle perder este
carácter. — Tampoco lo es desde el punto de vista de
la cortesía, porque el elogio basado en la mentira es
un insulto, una burla, una lección más bien que un
elogio.
Podemos exagerar algo; podemos comparar la
persona a quien dirigimos el cumplido con un perso­
naje histórico al cual no puede igualar. No es un en­
gaño, porque todos saben que en tales casos no pue­
den tomarse las palabras al pie de la letra.
Humillábase un día San Vicente de Paúl ante un
sujeto de alta categoría, diciendo que era hijo de un

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1
— 35» —

pobre campesino, y que había sido pastorcito. El ca­


ballero, hombre de talento, contestó que también
David, uno de los reyes más grandes del mundo,
había salido de entre los rebaños de ovejas para
ocupar el trono. Era imposible hablar mejor y con
más delicadeza.
Sin embargo, hay que obrar de modo que en la
comparación no haya demasiada desproporción en
los términos; que se haga con delicadeza y agra­
dando, y que no peque por lo pomposa y preparada.
Es fácil caer en ridículo.
5.^ Las principales cualidades del cumplido, des­
pués de la verdad, son la oportunidad y la delica­
deza. Son oportunos, cuando los trae naturalmente
el giro de la conversación y no aparecen rebuscados
y forzados.
Luis XIV invitó á uno de sus generales, que vol­
vía victorioso de la guerra, á que se sentase á su
lado: el general quedó confundido, agradeciendo se­
mejante honor. — «Acérquese usted, general, dijo
sonriendo el Rey; me gusta más verlo á usted á mi
lado que frente á frente.»
Son delicados, cuando es ingeniosa la forma y el
giro elegante: sobre todo, cuando no son directos, y
más que expresar el elogio, dejan que se adivine.
Hay siempre algo molesto en el elogio del que está
presente y á boca de jarro, diciéndole, por ejemplo,
que tiene mucho talento, que está dotado de eminen­
tes cualidades, etc.
Los elogios hechos de esta manera llenan de con­
fusión, y no tienen objeto, pues hieren en lugar de
ser gratos.
Cuando entró en París el Mariscal de Sajonia des­
pués de la espléndida victoria de Fontenoy, se le hizo
detener para registrar el coche. «Pase, V. E., le dijo
el empleado de consumos, porque los laureles no
pagan.» He ahí un cumplido delicado.

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f'
— 359 —

268. Cuando es de buena ley, la broma forma el


encanto de la conversación familiar. La risa á que
mueve, alivia las fatigas del cuerpo y las del espíritu;
y, gracias á esa salsa, es la más grata de las recrea­
ciones la conversación. Sólo puede condenarla el
excesivo rigorismo.
Los antiguos moralistas consideraban la broma
de buena ley como ejercicio de una virtud especial
que llamaban eutropelia.
Pero no es muy fácil embromar agradablemente.
Muchas veces aun los maestros en este arte moles­
tan por el abuso que hacen de sus talentos.
« Se está de mal humor, dice La Bruyere, y por
»todas partes salta esta clase de insectos. El buen
> bromista es una pieza muy rara. El que ha nacido
> tal, difícilmente conserva mucho tiempo su puesto,
» pues no es muy común que se haga querer el que
> hace reir.
»Hay muchos genios torpes, muchos más murmu-
»radores ó censores, pocos delicados. Para chancear
»con gracia y satirizar con agudeza sobre materias
» de poca importancia, se necesita tener muy buenas
»formas, mucha urbanidad y hasta mucha fecundi-
» dad; gastar bromas de esta manera, es crear, es
» sacar algo de nada» (1).
La broma consiste generalmente en la expresión
de un contraste, de una disparidad de ideas inespera­
da que causa agradable sorpresa. Es una observación
delicada que pone de relieve una cualidad, una ridi­
culez, una extravagancia: es una agudeza feliz con
que se da un giro picante, una forma viva é ingenio­
sa ó una máxima ó precepto moral. Se distinguen
tres matices, la agudeza, el juego de palabras y el
calembour (equívoco).
La agudeza se refiere á las cosas ó al pensamien-
(i) Caracteres. De la société et de la conversation.

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— 3^0
1
to, mas no á la frase: tal es el rasgo mordaz de la ma­
yor parte de los epigramas
La siguiente anécdota encierra una broma de
buen gusto.
Estaba sentada á la mesa y junto á un Regente de
Audiencia una Señora: le preguntó qué vino le gus­
taba más, el Burdeos ó el Borgoña. — «Confieso á
usted. Señora, respondió el Magistrado, que me gus­
ta tanto revisar los documentos de este proceso, que
después de examinados, suspendo la sentencia hasta
después de ocho días».
juego de palabras es una agudeza feliz que
existe en la expresión del pensamiento: resulta de la
homonimia de dos palabras. La lengua y el ingenio
francés se prestan admirablemente á esta clase de
bromas, siendo muy usada entre nosotros. Véase un
ejemplo.
Se dice que Rivarol gozaba en darse aires de gran
potentado. Conversaba un día con un gentilhombre,
algo molestado con sus pretensiones aristocráticas,
y recayó la conversación en lo que la Asamblea
Constituyente pensaba contra la Nobleza.
—Caballero, dijo Rivarol, creo que ha pasado
nuestro tiempo.
El caballero se echó á reir, y Rivarol replicó:
—¿Qué hay de singular en lo que acabo de decir?
—El plural que empleáis, respondió el Caballero.
Cuando el juego de palabras resulta de la simple
homonimia toma el nombre de calembour (1).
Decían un día á Quevedo que no se atrevería á
decir á la Reina «V. M. es coja» Quevedo tomó una
rosa y un clavel, y presentándolos á la Reina le dijo:
Entre el clavel y la rosa, V. M. es-coja.

(i) Calembour, que otros escriben Calembourg, parece que se


deriva del nombre del Presbítero Calemberg, personaje festivo de
las leyendas alemanas.

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— 36i —

Sean como se quiera las bromas que empleemos,


debemos tener presente las siguientes reglas:
1.° Han de ser de buen gusto. Los talentos culti­
vados y finos tienen especial instinto para distinguir
con toda seguridad un juego de palabras insulso de
una expresión mordaz: ese instinto es para las cosas
del espíritu lo que es para el sabor el sentido del
gusto. Antes de soltar una agudeza hay que medi­
tarla y así aprenderemos á desechar:
Toda palabra, por graciosa que sea, que ofenda á
la caridad, á la religión y á la moral: no sería legíti­
ma la risa á que moviese.
Toda palabra que reproduzca imágenes repug­
nantes. Hay cosas que no permite nombrar la buena
educación, y no conviene embromar con ellas. Hay
quien se complace en arrastrarse por terrenos tan
bajos, creyendo dar pruebas de talento arrastrando
allá á sus oyentes: dan verdaderas pruebas de gro­
sería.
Toda palabra de carácter bufón y chocarrero; el
bromista se distingue esencialmente del payaso: éste
provoca la carcajada, y aquél la risa fina y delicada
de la gente culta.
Toda palabra forzada, alambicada, sutil. No está
bien que obliguemos á que nos pidan explicaciones.
Una broma que necesita explicación es lo mismo que
un fusil que hace corto.
Toda palabra que carece de la sal ática que es el
condimiento necesario para el verdadero chiste. La
broma de buena ley debe tener un carácter vivo, ha
de ser presentada con un giro agradable, en forma
lacónica, con bastante claridad para ser comprendi­
da, pero dejando siempre que adivine algo el talento
del que escucha. Si no sabemos embromar de esta
manera, no tomemos semejante oficio.
2. ° Nuestras agudezas han de ser inéditas; los do­
naires muy conocidos no pueden pasar sino como

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— 3^2 —
anécdotas, y sería un despropósito atribuírselos á sí
mismo....
3.® En fin, si tenemos habilidad para hacer reir,
debemos emplearla con moderación. La profesión de
bromista es difícil y peligrosa. Para obtener éxito se
necesita no pequeña dosis de ingenio, de viveza, de
delicadeza y de oportunidad. Quien no tenga en gra­
do eminente estas cualidades, no debe entregarse á
la manía de decir donaires, pues no pasará de ser un
payaso ó un bufón. Hay que advertir también que, á
fuerza de atormentar la imaginación .para hallar
chistes y donaires, se concluye por echar á perder
el gusto y la cordura.
Además, aunque fuéramos los hombres más inge­
niosos del mundo, deberíamos temer cansar con las
bromas demasiado frecuentes. Las personas serias y
graves aceptan con gusto de vez en cuando las agu­
dezas sencillas que en las conversaciones alegres
son el adorno ó la piedra preciosa que realza la be­
lleza del bordado.
En fin, ¿quién no ve que no está muy conforme
con la profesión de decidor de chistes, la gravedad
tan propia del carácter sacerdotal, y que todos quie­
ren ver en él? Ni aun los seglares que hacen seme­
jante profesión gozan de la consideración y aprecio
que inspira el respeto: el instinto dice á todo el mun­
do que no puede tener espíritu serio, el que desde la
mañana hasta la noche se ocupa en divertir con sus
bromas á las reuniones.
269. Es permitido y hasta laudable apoyar con
algunas citas las proposiciones sentadas: bien esco­
gidas y mejor traídas, dan gracia y encanto á la con­
versación familiar. Se empleaban más todavía en
otro tiempo por la erudición clásica y literaria que
en tanto grado poseían los hombres de buena socie­
dad. Hoy, lo mismo que en tiempo de nuestros abue-

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— 3^3 —
los, es bien visto este ornato en una conversación de
gusto delicado, cuando se emplea convenientemente.
Pero nos guardaremos de traer demasiadas citas
y con poca oportunidad, para no caer en el pedantis­
mo, escollo muy de temer en esta materia.
Nuestras citas han de ser traídas, como si salie­
ran del mismo giro de la conversación: cuando son
forzadas, indican pueril pretensión de erudición.
Las buenas citas han de ser ingeniosas en cuanto
á la aplicación á la materia de que se trata, pudien-
do hacerse esta aplicación de muchos modos.
En efecto, puede comprender el texto citado:
1. ° La confirmación, la ilustración y el desarrollo
de un pensamiento notable y sorprendente enuncia­
do por algún contertulio. No tendrá interés alguno
un texto traído en apoyo de un pensamiento fútil y
sin alcance de ningún género. «Hay citas, dice Jou-
bert, que deben emplearse para dar más fuerza al
discurso, para darle colores más vivos; en una pa­
labra, para redondear los períodos. Hay otras que
son buenas para dar extensión y espacio, como suele
decirse, para realzar el discurso. Tales son las de
Platón.» (1).
2. ° Un cumplido. Por regla general hay gran de­
licadeza en el cumplido hecho en forma de cita, y por
consiguiente indirectamente.
Ya hemos citado el ingenioso elogio que se hizo
de San Vicente de Paúl. En otra ocasión humillábase
el mismo Santo ante las manifestaciones que en su
honor hacía el Príncipe de Condé, alegando, como
lo hacía con frecuencia, lo humilde de su nacimien­
to. Contestóle el Príncipe con este verso
Moribus et vita nobilUatur homo.

3/ Un contraste, que resulta de una exageración


(i) Joubert, Pensées, XXIIÍ, lOO.

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1
— 3f>4

festiva; y se verifica cuando, á propósito de una cir­


cunstancia nimia, se cita una frase relacionada con
un objeto grandioso, con el cual tiene algún pare­
cido; pero hay que tener mucho tacto para no dejarse
llevar del mal gusto.
Cazaba un día el célebre Taima en el bosque de
Rambouillet; encontrólo un guardia que no lo cono­
cía, y le preguntó con qué permiso cazaba en aquel
bosque: se pone en pie el trágico, y contesta con el
mayor énfasis-
Con el mismo derecho
Que tiene el genio vasto en sus designios
Sobre el hombre vulgar de ingenio estrecho.

Completamente aturdido con tales palabras para


él enteramente incomprensibles, inclínase profun­
damente, diciendo: |Ay! no lo sabía, caballero; y dejó
á Taima que continuase cazando tranquilamente.
4.° Una contestación enérgica, una retorsión
mordaz de cualquier observación maliciosa y difícil,
ó una alusión delicada á un hecho que acaba de rea­
lizarse.
El abate Legris-Duval, amigo del Cardenal de
Cheverus, y discípulo como él entonces del Colegio
de Luis el Grande, estaba encargado, el miércoles de
Ceniza, de la Oración fúnebre del Carnaval, y tomó
por texto aquel pasaje de Horacio:
Multis Ule bonis Jlebilis occidit,

Al oirlo un gracioso, se volvió hacia uno de los


compañeros, muy conocido por su buen apetito, y le
dijo:
Nulli Jiebilior quam tíbi (i)

Para que no sea afectada y presuntuosa la cita.


(l) Vida del Cardenal de Cheverus.

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— 365 —

ha de ser corta- una frase, una línea, un verso. Los


grandes trozos recitados se parecen á lecciones
aprendidas de memoria: carecen del carácter de
improvisación que debe distinguir á la conversación,
y además tienen el inconveniente de interrumpir el
hilo del discurso. Hay que recordar que se trata de
las citas traídas en el curso de la conversación. Sise
suplica á un literato que recite en un salón algunos
versos ó un trozo de prosa que se sabe que conserva
en la memoria, puede y aun debe condescender con
semejantes súplicas.
Las citas tomadas de autores desconocidos ó en
lengua que ignoran los contertulios dan aire de pe­
dantes á los que las emplean.
Los textos de las Escrituras, cuando es seria la
materia de que se trata, y los clásicos, tanto latinos,
como de la lengua patria, son las fuentes comunes á
donde hemos de acudir, prestándose admirablemente
para el caso las sentencias breves y mordaces de
Horacio. En las sátiras y epístolas de este poeta se
encuentra inagotable tesoro de citas variadas que
tienen la ventaja de no aparecer jamás presuntuosas.
Si se toman las citas de autores griegos, alema­
nes, ingleses, etc., hay que traducirlas á la lengua
patria, á no ser que consistan en dos ó tres palabras
que conoce todo el mundo.
Un Eclesiástico no debe citar jamás ni aun los pa­
sajes intachables de autores inmorales ó impíos, pues
indicaría que no le son desconocidos.
Cuando se citan algunos pasajes, es muy delicado
escogerlos de autores que son familiares á los que
están presentes, contentándose con comenzar el
texto, y dejándoles el placer de terminarlo. El inter­
locutor queda agradablemente lisonjeado, cuando se
le pone en ocasión de lucir sus conocimientos.
No hemos de prodigar las citas; no hemos de re­
cargar con ellas la conversación, ni aduciremos texto

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- 366 —
tras texto como lo haría el teólogo para probar una
1
tesis: en otros tiempos existía esta mala costumbre.
Los libros, los sermones, las defensas de los aboga­
dos, las conversaciones privadas eran un tejido de
citas de autores antiguos molestamente acumuladas.
El buen gusto ha hecho desaparecer estos abusos:
Ne quid nimis.
Las observaciones anteriores se aplican á \ospro­
verbios ó refranes que son verdaderas citas sacadas,
no de los libros, sino del público. Los refranes son
frases generalmente llenas de intención, en que se
anuncian verdades prácticas, concisas, pero delicada
y agradablemente. Recuerdan las sentencias de que
se servían los sabios de la antigüedad para comuni­
car sus enseñanzas, y de que nos traen tan admira­
bles ejemplos los Sagrados Libros. Con razón se ha
dicho que son un compendio de la sabiduría de las
naciones: de este modo no puede tener dificultad en
emplearlos el hombre de buena sociedad, trayendo-
los en la conversación y confirmando con ellos sus
afirmaciones. Sin embargo, hay que tener presente;
l.° Que han de ser bien escogidos, pues los hay tan
groseros, que no pueden tener lugar en una conver­
sación honesta. 2.° Que se han de citar con oportu­
nidad, porque ha dicho el sabio: Ex ore fatui repro-
babitur parabola, non enim dicit illam in tempore
suo. 3.° Que no se han de emplear con exceso: la con­
versación del hombre cortés no debe parecerse á los
discursos de Sancho Panza.
Cuando se enuncia un refrán se emplea general­
mente esta fórmula: Como dice el refrán; pero no, si
es un dicho popular que conoce todo el mundo.

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— 3^7 —

CAPITULO VII
REGLAS QUE DEBE OBSERVAR EL QUE ESCUCHA EN LA
CONVERSACIÓN

270. «La atención del que escucha, ha dicho Jou-


bert, sirve de acompañamiento en la música del dis­
curso (1).» Pensamiento ingenioso en que se nos re­
vela la importancia del arte de escuchar.
A primera vista, no parece difícil este arte, pero
quien reflexione un poco, advertirá que si hay pocos
decidores sin tacha, no hay muchos más interlocuto­
res sin defecto.
La atención es el primer deber que impone la ur­
banidad al que escucha. Negar la atención al que
habla ó prestarla á medias únicamente, es darle á
entender que carece de interés lo que dice, y que no
se le hace caso alguno.
La falta de atención en la conversación es gran
falta de cortesía, y mejor diríamos, una injuria.
l.° Durante la conversación es impropio ocu­
parse en trabajo alguno; no se debe leer ni escribir;
no debe tenerse en las manos un objeto que ocupe la
atención, por ejemplo, un libro para cortarlas hojas,
hilos para entrelazarlos, papel para doblarlo, etcé­
tera. Por sencilla que sea la ocupación, siempre dis­
trae, llevándose la atención del espíritu: hay por lo
menos algo de distracción que cansa al interlocutor.
Véase, pues, la falta que cometen los que en socie­
dad leen una carta ó un diario, estando hablando los
demás, y mientras cuenta una anécdota ó trata de un
negocio alguno de ellos.
(i) Joubert. Pensées, XIII, 62.

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— 368 —
2. ° Por la misma razón evitaremos hacer señas
á alguno de los interlocutores y sonreimos con otros,
ó tener apartes con alguno de los más próximos. En
todo esto hay gran descortesía. Si hay que decir algo
importante y que urge á alguno, es mucho mejor lla­
marlo aparte después de pedida la venia de los
demás, y alejarse algo con él para no interrumpir la
conversación.
3. ° Hay quien tiene los ojos distraídos ó fijos en
un objeto, señal de distracción que conviene evitar.
Cuando se nos hable, hemos de volver la vista al que
nos dirige la palabra; no fijándola siempre en él, pues
sería muy impolítico: se obrará de modo que se bajen
y se dirijan á él los ojos alternativamente.
4. ° Es altamente descortés dormirse en la con­
versación; si se apodera de nosotros el sueño de
modo que no nos es posible vencernos, nos retirare­
mos (1).

(i) «Solo una vez estuvo en Bourg de Iré el P. Lacordaire. Allá


se dirigió Momtalembert con Alberto de Broglie y Agustín Cochin ...
En uno de sus viajes le acompasó un am go que conocí. Era M.
Monsell, hoy Lord Elmy, aunque irlandés y católico, subsecretario
entonces del Ministerio de la Guerra...
«Por la noche tratábamos de todas las naciones de Europa, ha­
blando todas las lenguas. Llegó el Correspondant que traía un artí­
culo de Lacordaire sobre la Historia de la Iglesia y del Imperio ro­
mano en el siglo IV, por Alberto de Broglie. Deseábamos escuchar
su lectura, y suplicamos á M. de Montalembert, que sabía leer con
naturalidad y entusiasmo incomparables, que nos diese el triple
gusto de leernos un artículo tan bien escrito y en presencia del que
había dado ocasión para escribirlo... Después de leer algunas pá­
ginas, M. Monsell inclinó la cabeza y quedó dormido, y á la pá­
gina siguiente ya roncaba. M. de Montalembert se para y exclama;
Monsell, dormir, puede pasar; pero roncar, es demasiado. M. Mon­
sell se despertó, sobresaltado, y con flema más inglesa que irlan­
desa eos testó: iQuél amigo ¡ya es hora de ir al parlamento? Con­
servamos la frase como el recuerdo más cariñoso de M. Monsell,
y cuando nos dormimos alguno en la lectura, decimos inmediata­
mente. «Es la hora del Parlamento» (Memorias de un realista, por
M. de Falloux. Tomo II, p. 244 )

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369

5.“ Cuando se nos habla, estaremos atentos pero


sin afectación: no imitemos á los que con la cándida
admiración que les produce un narrador interesante,
lo devoran en cierto modo con los oios, escuchándole
con el cuerpo inclinado y la boca abierta.

271. No sólo se propone el que habla llamar la


atención del concurso: se propone llevar á su alma
los pensamientos y los sentimientos que expresa, y
de que está embargada la suya. Tal es el objeto esen­
cial del lenguaje entre los hombres.
Debe el que escucha manifestar en su continente
y en todo el exterior de su persona que, por lo que á
él toca, se consigue este objeto. Por lo tanto, hará
ver que: l.° cree lo que dicen; 2.^ que le interesa;
3.° que le entusiasma.

272. Al escuchar una narración, no es posible


aparecer incrédulo sin negar la sinceridad y el
discernimiento del narrador; pero creer cuanto se
dice es exceso de sencillez que nos hará objeto de
risa.
Hay, pues, un termino medio entre la credulidad
que lo admite todo, y el escepticismo que no cree
nada.
1.® Cuando cuenta un hecho verosímil por natu­
raleza un hombre serio; y, sobre todo, cuando pro­
testa que lo ha presenciado él mismo, ó que lo ha sa­
bido por testigos irrecusables, ó que ha podido probar
la verdad, aunque no parezcan concluyentes las
pruebas, no es posible aparecer dudando de la vera­
cidad: no se exige más en el comercio de la vida
para admitir aun los más importantes hechos.
2° Si tenemos fundados motivos para dudar; si
nos parece que no están en su lugar ni la veracidad,
ni la censura del narrador; si el hecho pasa de los
límites de lo verosímil; sin prorrumpir en exclama-
24

^ UmVSRSiDAB. 45
— ^Biblioteca fí§^naMe Españ^
— 370 —

Clones, sin dar á conocer claramente nuestra incre­


dulidad, dejaremos en suspenso nuestro asentimiento
pero con circunspección. Diremos, por ejemplo: ¡Qué
caso tan raro! Cierto, caballero, que si lo contase
otro, nos seria difícil creerlo.
3. ° Aunque sepamos con toda seguridad que es
falso lo que se cuenta en nuestra presencia, si no te­
nemos motivos especiales, no dejaremos en mal lugar
al narrador; pero tampoco daremos señales de creer
lo que en realidad no creemos. Callaremos, y, si se
nos pregunta, contestaremos sencillamente: Es muy
posible. El Señor N. debe estar seguro de la verdad
de lo que cuenta.
4. “ Sólo ante una impostura manifiesta daremos
á conocer nuestra incredulidad; y aun en tal caso,
vale más no decir que es mentira, contentándonos
con manifestar que no somos tan tontos, con un silen­
cio significativo, con una palabra ingeniosa, con una
ligera sonrisa: todos nos comprenderán, y habremos
conseguido nuestro objeto.
273. El narrador se propone ganarse á sus oyen­
tes, picar y satisfacer su curiosidad y procurarles un
pasatiempo agradable. Hay, pues, que dejarle el
inocente placer de creer que consigue su objeto. Por
eso, aunque sea larga é insulsa la narración, tenga­
mos calma, y escuchemos hasta el fin sin dar á cono­
cer el fastidio que nos causa. Esta manifestación de
algo que no sentimos no es mentir; es legítima señal
de la benevolencia que exigen de nosotros la caridad
y la urbanidad.
l.° No demos señales de impaciencia, de fastidio,
de cansancio, bostezando, moviéndonos, pataleando,
sacando el reloj y manifestando que estamos disgus­
tados y en ascuas. Hay que tener cachaza y resigna­
ción, siendo aquí auxiliar útil de la urbanidad la
mortificación cristiana, porque quizá sea lo más difí-

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— 371

di de soportar en el comercio de la vida un parlan­


chín importuno é indiscreto.
2° Iremos más lejos aún, si queremos ser muy
políticos y muy benévolos. Daremos señales posi­
tivas del interés que nos inspira el cuento. Sería ridi­
culez y afectación fingir admiración y entusiasmo,
cuando no hay motivo para ello; prorrumpir en
exclamaciones de encanto ante una narración in­
sulsa; asegurar al molesto decidor que es el mejor
cuentista del mundo. Pero, cualquiera que sea el
cuento, manifestaremos con nuestro continente, con
un gesto, con una mirada, ó con algunas pala­
bras dichas con oportunidad, que lo hallamos intere­
sante.
3. ° Hay quien repite cien veces los mismos cuen­
tos, ó quien cuenta como nuevas anécdotas que todo
el mundo sabe. Sería humillante y molesto para el
narrador, si advirtiera que nada cuenta que pueda
ser interesante: no se lo manifestaremos, y le escu­
charemos hasta lo último, mostrando el mismo gusto
que si desconociéramos la anécdota por completo.
4. ° Sucede con frecuencia que por cualquier cir­
cunstancia, por ejemplo, por la llegada de una per
sona, por un accidente sin valor, etc., se interrumpe
la narración. Por regla general no se sigue la histo­
ria, si no lo piden los circunstantes, los cuales come­
terían una descortesía, si no lo hicieran así, porque
indicarían con semejante abstención que no hallaban
interés en lo que se les contaba. Cuando ha cesado
la causa de la interrupción y están todos dispuestos
á seguir la conversación, fácilmente se encuentra
coyuntura para manifestar al narrador el deseo de
escuchar el final de su cuento, diciendo, por ejemplo:
Si listed gusta, puede complacernos siguiendo su
interesante historia, ó también, y es mayor delica­
deza, recordándole el hecho ó lugar en que quedó:
Decía usted que...

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— 372 —

274. Es mayor cortesía manifestar que experi­


mentamos las mismas emociones y sentimientos del
que cuenta algo, que escucharle, aunque sea con
gran interés, lo que dice; pero compréndese bien que
hablamos de emociones y sentimientos honestos. Si
alguien se empeñase en inculcarnos otros, en hacer­
nos participar, por ejemplo, de sus odios y de sus
rencores, ó en excitar en nosotros impresiones peo­
res, no sólo no le manifestaremos simpatía, sino que
protestaremos con indignación.
En cualquier otra ocasión, es muy propio que ex­
presemos los sentimientos que por su naturaleza
están llamados á producir en los oyentes el discurso,
historia ó cuento.
Si oímos contar una historia festiva ó vemos cómo
describen una situación cómica, no permanezcamos
taciturnos; riámonos á placer y hagamos coro con
el narrador que se cree tan feliz con sus éxitos.
Si se trata de un asunto lúgubre, de un accidente,
de un hecho sensible, de un desorden grave, de una
desgracia pública, no nos reiremos, y, si no nos es
posible aparecer afligidos, estaremos serios y gra­
ves.
Si el discurso es patético, no diremos que hay
obligación de derramar lágrimas; pero manifestare­
mos con alguna frase que ha sabido llegar el orador
á nuestro corazón, y lo ha enternecido.
Si se trata de la narración de un suceso extraor­
dinario, manifestaremos sorpresa.
En la descripción de un monumento, de una fiesta,
de una ceremonia imponente, indicaremos que nos
hallamos maravillados en extremo.
Y si referimos un suceso pavoroso, haremos ver
que seguimos las peripecias de la narración.
Los cuadros de crímenes han de excitar nuestra
reprobación, y los de las virtudes, nuestros aplausos;
los del infortunio, nuestra compasión, etc.

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— 373 -

275. Puede suceder que haciendo el papel de


oyentes, introduzcamos algunas palabras que corten
el hilo de la conversación.
Hay tres clases de interrupciones: 1.® Las en que
es descortesía interrumpir. 2.® Las que pueden per­
mitirse cumpliéndose ciertas condiciones. 3.^ Las
obligatorias.

276. Interrupciones prohibidas:


1. ° Es altamente impolítico comenzar á tratar un
asunto nuevo, antes que haya terminado el discurso
el que habla.
2. ° So pretexto de que se ha contado mal un
cuento, ó se ha hecho mal el resumen de algo, etcé­
tera, nos guardaremos de imponer silencio al que
tiene la palabra para acabar lo que habla comen­
zado; sería muy humillante para el pobre narrador
interrumpido, y muy poco caritativo en nosotros:
generalmente se pondrían de su parte los oyentes
descontentos, obligándolos á manifestarse más exi­
gentes la orgullosa pretensión que hubiéramos ma­
nifestado, y sabrían aprovecharse de ella con todo
rigor y sin contemplación de ningún género, no fal­
tando casos, porque así es el mundo, en que halla­
rían más fría la versión del que interrumpe que del
interrumpido.
3. ® Tampoco es cortés rectificar ó completar una
narración, á no ser que, como después diremos, nos
obliguen á obrar de otro modo nuestro propio honor,
el interés del prójimo y el amor á la verdad ultra­
jada. Pero es faltar á las más elementales reglas del
trato social decir al que cuenta una anécdota: Se deja
usted tal circunstancia; no sabe usted referir bien
ese chiste; no presenta aquella situación con todo
el interés que tenia, etc.
4. ® Aun es peor todavía interrumpir el discurso
para hacer notar las incorrecciones del lenguaje ó

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— 374 —

la mala pronunciación. Esto no está permitido sino al


maestro respecto de sus alumnos, á lo más, á amigos
muy Intimos, y aun en estos dos casos no debe ha­
cerse ante numerosa concurrencia; tales correccio­
nes, siempre penosas para el que las sufre, á veces
mortifican profundamente el amor propio. Además,
£á quién no se escapan faltas de esta especie?
5. ° Es también falta de cortesía ayudar á un na­
rrador á terminar las frases; hay quien parece naci­
do para desempeñar este papel. Se para un poco el
que habla, ya porque no encuentra la expresión más
adecuada, ya porque ha querido aprovecharse de la
pausa para dar interés á la narración: se apresuran á
ponerle en los labios la palabra que creen que no en­
cuentra, revelando así á todos la dificultad, ó des­
truyendo el efecto que se había propuesto producir.
Hay que advertir que los que caen en tal falta no son
capaces de construir una frase con toda corrección
ni de referir el más insignificante rasgo histórico.
No se puede ayudar al que cuenta, si no pide él mismo
que se renueven sus recuerdos, ó cuando se encuen­
tra en situación verdaderamente angustiosa, y de la
cual no le es posible salir.
6. ° Aun es mayor la falta de trato social en que
incurren otros, y más terrible también para el narra­
dor: se le adelantan, y mientras él maneja con todo
el arte los incidentes de su historieta para sorpren­
der más agradablemente á los circunstantes con un
desenlace inesperado y hábilmente traído, se oye á
tales indiscretos que, en lugar de escuchar en silen­
cio hasta el fin, exclaman, cuando menos se espera:
Apuesto á que concluye con esto. Hay casos en que
conocen el cuento, y con más inoportunidad destru­
yen el ingenioso artificio del narrador, manifestando
de repente el desenlace final que tenía en suspen­
so la atención de los asistentes moviendo su curio­
sidad.

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— 375 —
277. Interrupciones permitidas.
1.° Es muy puesto en razón y alguna vez hasta
muy cortés manifestar con exclamaciones á tiempo
y con algunas observaciones muy breves, el senti­
miento que produce en nosotros la relación; es uno
de tantos modos de manifestar nuestras simpatías al
narrador.
2. ° Se puede también interrumpir para hacer re­
petir algunas frases que no hemos entendido bien, ó
para pedir ciertas explicaciones. Sin embargo, hay
que andar en esto con cautela. Si no tenemos espe­
cial interés en hacerlo, no molestaremos ni al que ha­
bla, ni á la concurrencia que escucha, con preguntas
inoportunas ó exigiendo explicaciones y manifesta­
ciones que nadie necesita. Si nos tomamos esta li­
bertad, nos dirigiremos al interlocutor en tiempo y
forma convenientes, pidiendo antes dispensa. Se pue­
de decir, por ejemplo. Dispénseme usted; no he en­
tendido la pregunta que se dignó hacerme usted.
O también: Permítame usted que le pida queme ex­
plique esto. Dispénseme usted que le interrumpa.,
pero no quiero perder ni un incidente de su his­
toria.
• 3.® Cuando tengamos amistad y confianza con un
cuentista que divaga mucho, y especialmente si es­
tamos apurados, ó vemos que están fastidiados ya
todos, valiéndonos de la amistad que nos une, podre­
mos invitarle á abreviar el cuento ó á llegar pronto
al desenlace, diciéndole por ejemplo. En fin, conclu­
ye usted con...-, etc., Y por último! ¿que sucedió?
4.® Si cometiera alguien la descortesía de injuriar
á uno de los presentes burlándose de él ó cargándo­
le de calumnias, el derecho de legítima defensa au­
toriza á éste á protestar con dignidad, interrumpien­
do al insultador. "En igualdad de circunstancias es
cierto que guardaron silencio los Santos: es lo más
perfecto; pero no creemos que puede imponerse el

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— 376 —
precepto de hacerlo de la misma manera; y hay ca­
sos en que no nos atreveríamos á aconsejarlo.
278. Interrupciones obligadas. Cuando se atreve
alguien á sostener proposiciones licenciosas, impías
y blasfemas, ó á desgarrar la reputación ajena con
maledicencias y hasta con calumnias, puede suceder
que haya obligación de poner fin A semejantes dis­
cursos, cerrando la boca al indiscreto é imponién­
dole silencio.
Cuando olvida su deber un inferior en presencia
de su Superior jerárquico, tiene éste el derecho y el
deber de llamarlo al orden. Según los casos, podrá
hacer uso de miramientos y de prudencias; pero abs­
tenerse por completo, sería confesar debilidad de su
parte.
Creemos que, si no hay motivos especialísimos,
impone la misma obligación la igualdad. Sm embar­
go, es necesario tener bastante autoridad personal
para esperar que pueda obtener éxito la interrup­
ción.
En cuanto al inferior, vale más generalmente que
guarde silencio, contentándose con desaprobar, con
ademán circunspecto y serio, las palabras imperti­
nentes que oye. En algunos casos sería mejor pro­
testar, retirándose.

Sección II
De la correspondencia

279. La correspondencia es una conversación


por escrito. Es el complemento de la conversación
hablada que, con ayuda de tan precioso auxiliar,
salva las distancias, no estando limitada á los estre­
chos límites de un gabinete ó de un salón. Gracias

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— 377 —

al ingenioso procedimiento de la escritura, la palabra


que no podemos dejar oir se encierra en los pliegues
de una carta, y, puesta en el correo, transmite á todos
los lugares con entera fidelidad nuestros pensa­
mientos más íntimos. De este modo, por medio de la
correspondencia, se conservan las relaciones de fa­
milia, de amistad y de negocios, á pesar de las dis­
tancias, y se estrechan y se multiplican los lazos so­
ciales.
Conocido es el desarrollo que ha adquirido en
nuestros días este medio de comunicación. Todas las
clases sociales envían y reciben cartas; y no hay sa­
cerdote alguno que no pase más ó menos por esta
necesidad.
De ahí la obligación que todo el mundo tiene, y
nosotros especialmente, de conocer las reglas del
arte epistolar. V debe ser tanto mayor la solicitud
por instruirse, cuanto se cometen generalmente mu­
chas faltas en la redacción de las cartas, habiendo
muy pocos que escriban como se debe escribir. En
la buena sociedad hay en este punto no poca severi­
dad. Una carta mal redactada es causa de enojosas
preocupaciones contra el que la ha escrito, y no po­
cas veces se ha considerado como la prueba feha­
ciente de mala educación ó de incapacidad.

CAPITULO I
LA URBANIDAD EN LA CORRESPONDENCIA

280. Los que escriben muchas cartas, saben per­


fectamente el tiempo que hay que consagrarles. El
Eclesiástico, cuyos momentos valen tanto, no debe
multiplicar sus relaciones epistolares: al contrario,

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- 378 -
1
tratará de disminuirlas cuanto le permita la corte­
sía. Sin embargo, aunque se trabaje mucho para dis­
minuirlas, no es posible suprimirlas completamente.
La posición que se ocupa, imperiosas circunstancias,
las costumbres sociales imponen en este punto cier­
tas leyes que no es posible quebrantar.
Vamos á tratar de formular estas leyes, circuns­
cribiéndolas cuanto podamos, atendida la materia de
que se trata.
Las cartas que puede haber necesidad de escribir
se reducen á tres clases: cartas de negocios, cartas
de cortesía y cartas familiares.

I — Cartas de negocios

281. Llamamos cartas de negocios todas las que


tienen por objeto un resultado positivo. Redúcense á
esta categoría las de administración, de consulta,
de corrección, de dirección^ etc.
Entre estas cartas las hay que son estrictamente
obligatorias, y que en conciencia no podemos ni re­
tardar ni omitir. Tales son las que llevan en sí el
éxito de asuntos que debemos tratar por razón de
nuestro cargo. No hay Sacerdote que de tiempo en
tiempo no esté obligado á escribir esta clase de car­
tas: debe contarlas en la misma categoría que los
otros deberes de su ministerio, y considerar como
falta la negligencia de que se hace culpable en este
punto.
Hay que contar en primer lugar la corresponden­
cia administrativa del Párroco con la Curia Eclesiás­
tica. Hay muchísimos casos en que el Sacerdote que
está encargado de la dirección de una parroquia,
debe escribir, ya al Obispo, ya al Vicario General,
para dar cuenta de los sucesos más notables, indicar
las dificultades, ponerlos al corriente de los asuntos

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— 379 —

en que han de intervenir, pedirles, cuando se nece­


sita, dirección y consejo; y á lo menos, para contes­
tar, cuando le escriban. En este punto se cometen
muchas veces descuidos imperdonables (1).
Hay otras cartas que no son obligatorias, pero
son muy útiles: pueden ser para el Sacerdote instru­
mento de su celo, medio de hacer bien á las almas
y de procurar la gloria de Dios. El sacerdote piado­
so é ilustrado se gobierna por la prudencia para sa­
ber lo que puede y lo que debe hacer en este punto.
No siempre conviene hacer todo lo que puede ser
útil: entre dos bienes hay que escoger el mayor.
Debe examinar sobre todo si, en frente de las ven­
tajas que proporciona la correspondencia, no hay in­
convenientes de mayor valía que puedan obligar á
suprimirla. Tal sería, por ejemplo, para un Sacer­
dote, el peligro de adquirir compromisos mezclándo­
se imprudentemente en negocios que no son de su
incumbencia, dando por escrito consejos en cuestio­
nes muy delicadas, de vocación, matrimonio, testa­
mento, etc.
Lo mismo decimos de las cartas directivas que al­
gunos confesores escriben á sus penitentes. En esta
clase de cartas, especialmente cuando son algo ex­
tensas, se pierde mucho y se gana muy poco. No des­
aprobamos que un venerable y anciano sacerdote
conserve relaciones epistolares de esta clase, como
lo han hecho muchos santos Directores; pero son
ejemplos que hay que imitar con mucha cautela y
circunspección. En un joven sacerdote hay grave
imprudencia en hacerlo, á no ser que esté claramen­
te indicada la utilidad de la correspondencia y nada
haya que temer por otro lado. A las cartas escritas á

(l) Conocemos á un Superior eclesiástico que tuvo que escri­


bir ocho cartas sobre un asunto de importancia, antes de obtener
la correspondiente contestación del inferior.

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— s8o —
las mujeres, lo mismo que á las conversaciones con
ellas, puede muy bien aplicarse aquella sentencia:
Sermo rarus, brevis et austeras (1).

II. — Cartas de cortesía.

282. Se llaman así las que, sin tener un fin posi­


tivo, están prescritas por la urbanidad.
Por eso, está muy bien que no pudiendo hacer
una visita, escribamos una carta:
1. ° Contestando á las que se nos han escrito, á no
ser que estemos dispensados por razones especiales.
2. ® Para dar las gracias á un autor que nos ha fa­
vorecido con una de sus obras.
3. ° En testimonio de gratitud por un favor notable
que se nos ha hecho.
4. ° Al aviso de algún suceso feliz ó desgraciado,
acaecido á un pariente, á un bienhechor, á un amigo
íntimo, para felicitarlos ó darles el pésame.
5. ° Cuando nos ha sobrevenido un accidente des­
graciado ó una buena suerte, para dar parte á nues­
tras relaciones y á los que se interesan en nuestra
felicidad.

(l) Véase Dubois Práctica del celo ..., n.® 291 y siguientes. —
El Rdo. P. Petetot, encargado en los primeros afios del sacerdocio
de un catecismo de perseverancia para Señoritas, se propuso la
regla muy prudente de no tener con ellas correspondencia
alguna. En una ocasión creyó una de ellas que debía escribir
una larga carta en que le comunicaba sus penas y disgustos, espe­
rando obtener de su caridad algunos consuelos y consejos El mo­
mento era bastante delicado, y no pocos hubieran pensado sin
duda que el celo sacerdotal les imponía la obligación de condes­
cender con el deseo de aquella alma puesta á tanta prueba No
fué la misma la opinión del prudente sacerdote. Esta fué su res­
puesta. tSefiorita, es triste; pero (qué haremos?» Petetot.
Después de tan lacónica respuesta, se concibe que no podía
continuar la correspondencia; y efectivamente, no continuó.

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f - 381 -

6. ° Para felicitar en las Pascuas y á fines y prin­


cipio de año á nuestros Superiores, bienhechores
y amigos á quienes no podemos felicitar personal­
mente.
7. ® Para hacer lo mismo con algunos, procurando
que sean los menos, en el día de su fiesta.
8. ° Cuando se nos ha honrado, mandándonos una
invitación, cualquiera que sea.
Hay que conservar todas estas costumbres: son
la manifestación de deberes sociales fundados en la
caridad y en los miramientos que unos á otros se de­
ben los hombres. Los que conocen el trato social tie­
nen gran cuidado en no faltar en esto.

III. — Cartas familiares.

283. Entran en esta categoría todas las cartas


que se escriben entre parientes y amigos, y tienen
por objeto, ó la mutua expresión de sus afectos y sen­
timientos, ó la comunicación de noticias algo intere­
santes.
Es con seguridad un alivio muy legítimo, cuya ne­
cesidad sienten algunas almas: no las reprobamos,
ni aún en el sacerdote.
El hecho es bueno, pero hay que tener en cuenta el
abuso. Hay bastante distancia entre la carta familiar
motivada por el afecto que nos inspira un amigo con
quien deseamos mantener relaciones epistolares, y
la carta inútil y frívola, cuyo único obieto es man­
dar y recibir noticias. Si debe privarse de conversa­
ciones inútiles el Sacerdote cuyos momentos perte­
necen á Dios y á las almas ¿no ha de hacer siquiera
lo mismo con la correspondencia con frecuencia muy
extensa y absolutamente inútil?
Hagamos lo que está bien; pero no traspasemos
los límites, no nos dejemos arrastrar por la afición á

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— 3*2 — 1
las relaciones epistolares, á no ser que nos obligue
la necesidad. Quien vea en sí tendencia tal, piense
con frecuencia si dedica á escribir cartas bastante
inútiles el tiempo precioso que estaría mejor emplea­
do en otros trabajos.
284. Concluiremos con una recomendación muy
importante.
En el despacho del correo hemos de ser muy
exactos, escribiendo sin dilación las cartas que nos
parezcan útiles, y más aún, si son obligatorias; en
esto se revela principalmente el espíritu del orden.
Hay quien lleva siempre atrasada la corresponden­
cia. la carta por escribir es para ellos un trabajo de
que huyen más y más. o los imitemos, y, como ellos,
no contraigamos la necesidad de comenzar con ex­
cusas todas nuestras cartas, agotando cuanta futili­
dad puede decirse con este fin, procurando disimu­
lar nuestra pereza ó negligencia con pruebas que
serían verdaderas mentiras, si se tomasen en serio.
Es un principio de moral que jamás dejemos para
mañana lo que podamos hacer hoy, y se aplica á la
correspondencia tanto como á cualquiera otra cosa.
Hay casos en que las dilaciones en las cartas pueden
tener serios inconvenientes, comprometer intereses
de importancia, ó á lo menos causar terribles desa­
zones. Además, ¿qué ganancia podemos tener nos­
otros? Acumúlanse las contestaciones de modo que
concluirán por darnos una ocupación verdaderamen­
te abrumadora, y de que no podemos salir sino per­
diendo mucho tiempo, fatigándonos demasiado y
abandonando otras ocupaciones.
Nos impondremos la obligación de tener el correo
en regla, con lo cual evitaremos las murmuraciones
y las quejas de nuestros corresponsales, quedando
suficientemente compensada la pequeña violencia
que nos hagamos con la viva satisfacción que podre-

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I — 383 —

mos proporcionarnos. Nada hay que atormente y


preocupe tanto como la correspondencia atrasada.

CAPITULO II

REDACCIÓN DE LAS CARTAS

285. El hombre serio, reflexivo, que se propone


escribir una carta, debe tener en cuenta la materia
que en ella ha de tratar, el orden que ha de seguir,
la forma que le ha de dar y el estilo que ha de em­
plear. El objeto de la carta, las circunstancias en
que se escribe, la posición relativa y el carácter,
tanto del que la escribe, como de aquél á quien va
dirigida, han de ser los puntos de partida para la re­
dacción de la carta.

286. En cuanto al objeto de la carta, importa


mucho que antes de tomar la pluma se haya exami­
nado con cuidado, enumerando exactamente todos
los puntos que ha de tratar. Si no se toman estas
disposiciones tan sencillas, se omitirán en la exposi­
ción muchos puntos, se tratarán otros á medias, y no
se guardará el orden conveniente.
Cuando se escribe una carta, hay que hacer en
pequeño lo que con más reflexión y más maduro exa­
men se hace, cuando se trata de escribir un libro ó
de arreglar un sermón.

287. Con delicado tacto hemos de distinguir lo


que puede de lo que no puede decirse. Muchos tras­
ladan á sus cartas la falta de miramientos que los
distinguen en la conversación, hablan de todo sin
mesura, dan noticias que convendría tener ocultas,

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— 3*4 —
hacen confidencias comprometedoras, revelan sin
respeto su sentir, juzgan á troche y moche las perso
ñas y las cosas, censuran, se entregan á incalifica­
bles violencias de lenguaje, etc.
Para evitar semejante peligro hemos de recordar
dos cosas:
1. ® Que si la palabra articulada desaparece á me­
dida que se pronuncia, no sucede lo mismo con la pa­
labra escrita; queda como testigo, siempre pronto á
deponer en favor ó en contra del que la ha escrito:
Script a manent.
2. ^ Que no puede decirse lo que podrá resultar
de una carta, puesta en el correo ó entregada al man­
dadero. No sólo está expuesta á perderse, sino que,
aunque sea lo más íntima que se pueda pensar, hay
un gran cúmulo de circunstancias que pueden hacer­
la llegar á manos extrañas, y á veces hacerla públi­
ca. ¡Cuántas cartas destinadas á íntimos amigos han
pasado de la cartera del destinatario á las columnas
de los periódicosl ¡Cuántas otras, confidenciales por
naturaleza, se hallan hoy en las BibliotecasI Cierto
que es un peligro que no hay que temer en gene­
ral; sin embargo, la indiscreción de una carta pue­
de tener sensibles consecuencias que no es posible
calcular (1).

(i) Lo probará bien el caso siguiente que escogemos entre


millares:
Acababa de tomar posesión de la parroquia de N. un sacerdote.
La recepción fué grandiosa, todos habían rivalizado en celo para
manifestar sus simpatías al nuevo Párroco. El Alcalde, que presidía
el Concejo Municipal, le dirigió un caluroso discurso á que con­
testó el Párroco con toda la amabilidad que le distinguía. Aquellos
principios prometían la más edificante conformidad de miras en­
tre las dos potestades.
Algunos días después escribió el Párroco una carta á un com­
pañero que tenía la parroquia muy próxima.
«Querido compañero: Hermosa fué mi toma de posesión en N. He
sido muy bien recibido en esta Parroquia, y parece que están to—

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- 3«S -
Será muy conveniente que antes de escribir una
carta nos digamos á nosotros mismos: «Si lo que me
propongo comunicar á mi corresponsal, llegase al
público, ¿me ruborizaré y arrepentiré de haberlo es­
crito?»
Si dudamos, nos resolveremos á no escribirlo.
Para mejor evitar el escollo que hemos indicado, y
para no exponerse á cometer indiscreciones casi siem­
pre irreparables, acostumbran algunos á dejar dormir
sus cartas más ó menos tiempo antes de enviarlas.
Leyéndolas de nuevo con la cabeza tranquila,pueden
corregir muchas cosas, y hasta suprimir la carta to­
talmente. Ejemplo que no cuesta mucho trabajo imi­
tar, sobre todo en algunas cartas delicadas, en las
cuales hay que meditar y pesar todas las palabras.

288. Hay cartas que exigen unidad de materia ó


á lo menos materias de la misma naturaleza. Cuén-
tanse entre otras las administrativas ó comerciales;
las de negocios, especialmente cuando se dirigen á
personajes de alta categoría ó á desconocidos; y en
general, las que no tienen el carácter de cartas fami­
liares.
Y aun en estas últimas debe desterrarse la diver­
sidad de objetos en algunos casos que nos revelará

dos muy bien dispuestos. El alcalde es un zopenco; pero es bueno,


y espero que nos hemos de entender, etc...
Salió la carta, y al día siguiente se presentó en la Casa Parroquial
el Señor Alcalde. Su semblante demudado revelaba una emoción
profunda, sus labios estaban contraídos, y la có’era le subía al
rostro. «Señor Cura, exclamó sacando del bolsillo la carta fa­
tal, ¡conoce usted ésta tirma?» Calcúlese el aturdimiento y el es­
tupor del pobre Párroco, que, no podiendo negar la autenticidad
del documento, se vió obligado á soportar las justas invectivas del
Alcalde.—Véase la explicación del enigma. El encargado de llevar
la carta se la dejó caer del bolsillo por casualidad; y un indiscre­
to la encontró en la carretera, y la leyó, l o demás se adivina
fácilmente.
as c/¿;'

■ jsnmsiM».»,
ráe España
- 386 -
el tacto: verbigracia, siempre que sea de tal grave­
dad la materia y presente carácter tan especial, que
se crea que la impresión producida debe excluir cual­
quiera otro recuerdo ó sentimiento. Por ejemplo. Da
parte un amigo á otro amigo de un hecho profunda­
mente triste, tanto para el uno como para el otro;
se ha asistido á la muerte del padre ó del amigo
de ambos, y se describen los incidentes de aquella
escena dolorosa; ó bien se da el pésame con oca­
sión de una pérdida cruel que se acaba de experi­
mentar. No se concibe que en tales casos se termine
una carta, aunque sea familiar, con las anécdotas in­
sustanciales que forman la crónica de la localidad.

289. Fuera de estos casos especiales, pueden tra­


tarse toda clase de materias en la correspondencia
íntima: es una conversación, una charla en que se
comunica á los amigos cuanto puede interesarles;
una especie de diario, cuya variedad embelesa. Lo
alegre y lo triste, lo ligero y lo grave, lo sagrado y
lo profano, todo cabe en ella sin inconveniente al­
guno. Sin embargo, aun asi hay que hacer uso de la
selección y del discernimiento.
El tacto, gran maestro del trato social, enseñará
á no decir al que escribimos sino lo conveniente á su
edad, cultura intelectual, hábitos, ocupaciones, gus­
tos, de modo que nos comprenda fácilmente y le cau­
semos placer. Las cartas escritas á los niños no de­
ben tratar de lo que se contiene en las escritas á un
hombre ya formado. Si el amigo á quien nos dirigi­
mos es comerciante ó industrial, no le daremos no­
ticias de lo que pasa en la república de las letras,
que con seguridad no le han de interesar mucho. Si
á un poeta y á un artista les hablamos de compras y
de ventas, al contado ó á plazos, puede creerse que
no nos comprenderán, ó que á lo menos no picare­
mos su curiosidad

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f
— 387 —
Aparte de la esfera común á todos los hombres,
hay otra esfera especial donde se revuelve el pensa­
miento de cada uno, y en ella hay que buscarlos, si
queremos entretenerlos agradablemente. Hablar á
cada uno de lo que conoce mejor ó le guste más, es
atención y delicadeza cuyo secreto poseen sólo las
personas bien educadas.

290. Entre los objetos que pueden tratarse en las


cartas hay uno que merece mención especial: nos re­
ferimos á los encargos de saludos que se transmiten
al corresponsal, ya para él, ya pidiéndole que los co­
munique á otras personas.
Tales encargos no se hacen á personas entera­
mente desconocidas, ó con quienes no se tienen más
relaciones que las de negocios; pues suponen más ó
menos la intimidad de las cartas familiares.
Fuera de este caso, conviene siempre ofrecer, aun
á un Superior eminente, los saludos de las personas
que nos están unidas con los lazos de la sangre ó de
la amistad, si tienen el honor de ser de él conocidas.
Por eso, aunque sea dirigida la carta al Señor Obis­
po, se dirá muy bien al terminarla: Me encargan mi
madre, mis hermanos, etc., que sea para V. E. in­
térprete de sus respetuosos homenajes, y de sus fe­
licitaciones de Pascua, de fin de año y de año nue­
vo. Y cuando haya mucha intimidad: Me encargan
que transmita á V. E. sus expresiones de cariño, di-
ciéndole las cosas más gratas, etc.
Mayor cuidado hay que tener para hacer al co­
rrespondiente encargos de esta especie.
No está bien encargar á un Superior que comuni­
que nuestros recuerdos á un inferior suyo, y espe­
cialmente, cuando el Superior es de alguna cate­
goría. Se faltaría á la cortesía, si se encargase á
un Obispo que trasmitiese las expresiones de cariño
á alguno de sus Secretarios.

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- 388 —
Tampoco es propio que el encargado de comuni­
car los recuerdos ó saludos sea por su condición so­
cial muy inferior á la persona que los comunica ó
aquella á quien se dirigen. Por lo tanto, nunca en­
cargará el que pertenece á la primera clase social,
en carta dirigida á un sirviente, que comunique sus
afectos ó saludos á su amo.
Cuando supliquemos á un Superior que sea intér­
prete de nuestros sentimientos cerca de alguien, lo
haremos de manera que tal petición sea una delica­
deza respecto del mandatario; y lo será, si se dirigen
nuestros cumplidos á personas que le están íntima­
mente unidas, no formando con él más que uno solo.
Suplicamos al senyor Obispo que se sirva ofrecer
nuestros respetos á sus padres ó á sus hermanos ó
hermanas; con esta demostración de honor en obse­
quio de sus más próximos parientes lo honramos á él
mismo.
Podremos prescindir de esta regla, cuando escri­
bimos á un amigo íntimo ó á un compañero; pero aun
en este caso pudiera haber una ligera descortesía, si
el encargo se diera únicamente atendiendo á la con­
sideración de nuestra persona. Por ejemplo, si escri­
biendo á un amigo le pidiéramos que fuese á dar
nuestros recuerdos particulares á nuestros propios
padres, hermanos ó amigos.
El colegial puede decir, cuando escribe á su her­
mana: «Abraza de mi parte á nuestros padres, etcé­
tera», pero jamás se dan tales órdenes fuera del re­
cinto del hogar (1).

291. No siempre es indiferente seguir cualquier


orden en la redacción de las cartas.

(t) Escribía un Seminarista á su Director en las vacaciones, y


le suplicaba que abrazáse de su parte al Superior y á los demás
Directores. El bueno del ioven no sabía lo que se decía.

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r — 389 —
1En primer lugar hablaremos á nuestro corres­
pondiente de lo que se refiere á él y á los suyos. Si
tenemos que comunicarle algo que sabemos le ha de
interesar vivamente causándole gran placer, eso será
lo primero de que le hablaremos. Tal delicadeza le
ha de ser agradable en demasía. Y no hablando de
nosotros sino en segundo lugar, practicaremos á la
vez dos virtudes, la caridad y la modestia.
2. ° Cuando nada tengamos que decir de la per­
sona á quien nos dirigimos, trataremos de los dife­
rentes asuntos por orden de importancia. No obli­
guemos á un hombre ocupado á recorrer tres
páginas de pamplinas para llegar á encontrar en la
última una noticia importante. Además de echar por
tierra las reglas de la lógica, tiene otros inconvenien­
tes también semejante modo de obrar. Puede suceder
que, no encontrando nada que le llame la atención al
principio de la carta, deje de leerla hasta el fin, ó la
deje para más tarde; y de este modo no se dará
cuenta de la noticia importante, y urgente quizá, que
queríamos comunicarle.
3. ° Hay casos en que el orden que censuramos
oculta un designio hábil. Deseamos obtener algo á
que en apariencia no damos importancia alguna; des­
pués de un preámbulo más ó menos largo, introdu­
cimos como furtivamente la petición en cualquier
lugar de la carta. A veces, cuando queremos saber
con exactitud lo que nos dicen algunas personas, hay
que comenzar á leer sus cartas por el fin. No quere­
mos censurar en absoluto esta pequeña delicadeza,
aunque parece que no está conforme en todo con la
sencillez cristiana.
4. ° Si queremos tener en cuenta las reglas de la
lógica, nos conduciremos de manera que los asuntos
tratados en una carta se encadenen y en cierto modo
se llamen los unos á los otros; sin embargo, no es ne­
cesario prescindir de las transiciones.

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— 390 —
292. Sucede con frecuencia que hay que poner
posdatas en las cartas, que pueden ser de tres clases;
ya se hayan omitido por olvido, en el cuerpo de la
carta, los detalles que contienen, ya han llegado á
nuestra noticia demasiado tarde, ó ya se hayan deja­
do de intento.
1. ° Las primeras suponen siempre alguna negli­
gencia, y no pueden ponerse en manera alguna
cuando se escribe á Superiores muy elevados. Tam­
poco se emplean escribiendo á una persona respeta­
ble sin pedir antes dispensa: con los amigos hay más
libertad.
Jamás se pondrá en la posdata como cosa olvi­
dada ninguna expresión de cariño con respecto al
mismo correspondiente. Por ejemplo: Olvidaba dar
d usted las gracias por su obsequio, ó felicitar á
usted, ó decirle toda la parte que tomo en su dolor,
etcétera; porque es algo que jamás debe olvidarse.
2. ° Son legítimas las posdatas que tienen por ob­
jeto hechos que han llegado tarde á nuestra noticia.
Sin embargo, cuando se escribe á personajes muy
elevados, y no es demasiado larga la carta, conven­
drá escribirla otra vez.
3. ° De intento se dejan en la posdata algunos
pormenores que no hubieran estado en su lugar en el
fondo de la misma por su carácter especial. Puede
acaecer esto en las cartas de género elevado, en que
sólo se trata un objeto.

293. Atención no despreciable merece el estilo


en la redacción de las cartas; cuanto menos valor in­
trínseco tiene el asunto de que se trata, tanto más
importa que sea elegante y pulida la forma destinada
á dar valor á tales bagatelas.

294. Cualquiera que sea el género del estilo, si


ha de ser bueno, ha de atenerse á las reglas de la

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— 39' —

gramática y al diccionario. Lo mismo que los demás


géneros literarios, quedan sometidas á esta regla las
cartas.
Si no pueden tolerarse en la conversación familiar
algunas infracciones de las reglas del buen lenguaje
y que se escapan en la rapidez de la improvisación,
menos se dispensan en una carta escrita con todo
reposo y con toda la madurez de la reflexión.
1 No emplearemos sino palabras rigurosamente
castellanas; si hay necesidad de hacer uso de alguna
palabra ó frase que no es propia del idioma, la subra­
yaremos, ó pediremos que se nos permita emplearla,
ó la colocaremos de modo que se comprenda fácil­
mente que acudimos á aquel barbarismo, no por des­
conocimiento del idioma, sino con un fin particular.
2. ° Las frases estarán construidas con toda
regularidad; si nos parece dudosa la forma que se nos
presenta en primera linea, consultaremos una buena
gramática (1). Si después del estudio, todavía tene­
mos como poco regular la frase, tomaremos otro
giro.
3. ° Evitaremos con toda escrupulosidad toda ne­
gligencia en el estilo, las malas concordancias, las
desinencias semejantes, las repeticiones de palabras,
los giros de frases pesadas y difusas, las expresiones
redundantes, etc.
4. ° A la corrección gramatical hay que añadir la
ortografía que es al lenguaje escrito lo que la pro­
nunciación al hablado. En nuestro idioma hay varias
letras que se prestan á muchas faltas de ortografía;
la rapidez con que nos vemos obligados á escribir
las cartas, puede atenuar la gravedad de las mis­
mas, pero no excusarlas. El hombre instruido no ne­
cesita reflexionar más para escribir bien que para

(i) Quien quiera escribir correctamente, debe tener siempre á


mano una buena gramática y un buen diccionario.

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392
pronunciar bien. Hay que decir también que hoy es­
tán más propagados los conocimientos ortográficos,
considerados en todas partes de importancia suma.
5.° El mejor medio para hacer desaparecer las
incorrecciones y las faltas en que hubiéramos incu­
rrido, es volver á leer las cartas antes de cerrarlas:
es de rigor, cuando se escribe á un Superior ó á un
personaje digno de respeto.

2%. Sabido es que hay un estilo propio de car­


tas, llamado estilo epistolar. Sus principales cua­
lidades son: la sencillez, la naturalidad y la gracia.
No están bien en una carta las expresiones poéticas,
los períodos redondeados y los adornos propios de
la oratoria. El estilo epistolar es el sermo pedestris
de los antiguos. No olvidemos que las cartas son
nada más que conversaciones correctas; pero serían
profundamente ridiculas en la conversación las for­
mas oratorias y las énfasis de los discursos acadé­
micos. Nos abstendremos, por lo tanto, en nuestra
correspondencia, tanto del estilo sublime, como del
que llaman templado los retóricos empleando úni­
camente el sencillo; para llegar á esto nos figurare­
mos que estamos conversando con la persona á quien
escribimos, trasladando al papel lo que le diríamos
de viva voz, si estuviera presente. Pero no hay que
confundir la sencilles con la trivialidad, y mucho
menos con la tosquedad del lenguaje popular.
2. ° Aunque exige trabajo la redacción de una
carta, se desea encontrar en ella el carácter de im­
provisación que se hace sin esfuerzo alguno: nada de
frases demasiado largas, nada de giros muy pulidos
y complicados, nada de paréntesis: todo ha de ser
corriente, fácil, desembarazado, natural, sin afec­
tación.
3. ® La gracia del estilo epistolar consiste en pre­
sentar los pensamientos en forma agradable, elg-

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I — 393 —

gante, ingeniosa, que les dé un giro fino y delicado,


haciéndolos más apasionados, más vivos con el uso
de las comparaciones, antítesis, contrastes; con las
alusiones y citas; en una palabra, con los mil y mil
recursos que para agradar sabe encontrar un ta­
lento cultivado. Por eso, tienen encanto especial en
las cartas las bagatelas ó asuntos sencillos.
Escribía San Gregorio de Nacianzo á su pariente
Nicóbulo, enseñándole la gracia del estilo epistolar:
«Sin ella, le decía, la carta es árida, triste, monó-
> tona; por el contrario, con ella se ameniza, y corre
»con suavidad el estilo. La gracia admite todo lo
» que puede avivar el espíritu, como las sentencias
• picantes, los refranes citados con oportunidad, las
»anécdotas de poca extensión, las interrupciones fes-
»tivas, etc. La púrpura se emplea solo en las guar-
» niciones, y la carta no permite la elegancia rebus-
»cada. No es aceptable el estilo figurado sino con la
» condición de que ha de aparecer rara vez y mo-
» destamente. Dejemos á los retóricos los apóstro-
»fes, las antítesis, las cláusulas con miembros distri-
»buidos simétricamente, y, si alguna vez tenemos
»la pretensión de plagiarlos, sea sin afectación. No
» puede terminar mejor que trascribiendo el rasgo
»siguiente de un apólogo: Disputábanse un día la
»realeza las aves, y cada una trató de adornar de
»la mejor manera posible su plumaje] sólo el águi-
»la pensó que su mejor adorno era no tener nin-
» guno. Según mi opinión, la mejor carta es la que
»saca toda su compostura de la sencillez, de la faci-
»lidad y de la naturalidad con que está escrita.»

296. Pero aun conservando todo su carácter el


estilo epistolar, varía según la naturaleza de las car­
tas, ya serias, ya ligeras, tanto tristes como alegres
y según la cualidad respectiva de los correspondien­
tes. No hay que olvidar estas circunstancias.

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— 394 -

Si escribimos á nuestros Superiores, tratemos de


ser respetuosos principalmente. Nuestras peticiones,
nuestras observaciones y hasta nuestras quejas, de­
ben ser expuestas con circunspección y con lengua­
je perfectamente digno. No gastemos mucha confian­
za, y, cuando lo hagamos, no olvidemos la preemi­
nencia de la persona á que nos dirigimos.
Si escribimos á un inferior, seremos benévolos y
amables. So pretexto de hacer uso de nuestra auto­
ridad, no empleemos formas imperativas y acerbas.
Si concedemos un favor, que sea con agrado, y no á
disgusto, como si cediéramos á la violencia; cuando
neguemos lo que se nos pide, ha de expresar nuestro
lenguaje cuánto sentimos la negativa. Si hemos de
censurar, ha de ser de manera afectuosa y expansiva,
templando con alguna palabra suave la amargura de
nuestras censuras. En las prohibiciones haremos in­
tervenir toda la benignidad y todos los miramientos
posibles, pareciendo nuestros mandatos más bien sú­
plicas que órdenes.
El estilo de las cartas á los iguales ha de llevar el
sello de la confianza, de la familiaridad y de la sen­
cillez. Ha de ser un desahogo en que ha de tomar
más parte el corazón que la cabeza, y en que no ha de
aparecer el trabajo de la forma, y, si aparece, ha de
ser con espontaneidad.
Si es triste el asunto de una carta, el estilo ha de
ser grave; y si es festivo, será más fluido y ligero.
En la correspondencia sobre mística y sobre po­
lémica religiosa, filosófica ó científica, deberá ele­
varse algo, y tomar acento serio y solemne, propio
de tales asuntos.
El estilo de la correspondencia administrativa, lo
mismo que el de las cartas de negocios, ofrece un
matiz no despreciable. Debe ser grave, conciso, y
sobre todo, claro: excluye todo ornato, los chistes,
las bromas, el sentimentalismo y la elocuencia. Se

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— 39S —

contenta con exponer breve y claramente el asunto


de que se trata; de presentar, si es necesario, con cla­
ridad y método, las razones que nos mueven en sen­
tido determinado, añadiendo en ocasiones la refuta­
ción de los argumentos que se han aducido.
No se desecharán las fórmulas y los términos téc­
nicos empleados en las diferentes industrias, que es
lo que da á las cartas de negocios su carácter y co­
lorido propios, ganando con esto en precisión y cla­
ridad.
Hay que evitar un escollo: en las cartas de algu­
nos industriales y comerciantes, más fuertes en la
alza y baja de las ventas públicas y en los precios de
las lanas y azúcares, que en las reglas de la lengua
patria, se estampan frases como éstas:
He recibido la suya, 10 del pasado.—Por la suya
29 del corriente. — Lo ponemos á usted en buen ca­
mino.—Me avisa usted de haberme expedido.-Esta
espera responder á la suya, etc., y otras cuyo len­
guaje se guardará muy bien de emplear ningún hom­
bre de gusto.

297. Ya vemos que son muy incompletos los con­


sejos que preceden; para suplir lo que falta, convi­
damos á nuestros lectores con los numerosos mode­
los del género epistolar que tenemos.
1. ° De entre los antiguos podrán leer con aprove­
chamiento las cartas familiares de Cicerón, obra
maestra del genio, de la naturaleza y de la cortesía,
lo mismo que las de Séneca y de Plinio el Joven.
2. ° Los Padres de la Iglesia han escrito gran nú­
mero de cartas, muchas de las cuales merecen ser
citadas. Indicaremos especialmente las de San Jeró­
nimo, San Ambrosio, San Agustín, San Basilio y
San Gregorio de Nacianzo.
3. ° En fin, en los tiempos modernos, nos han le­
gado cartas muy extensas, en que llegan á la mayor

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— 396 —
perfección, San Francisco de Sales, Santa Teresa,
Bossuet, Fenelón, Madame de Sevigné, Madame de
Maintenón, Racine, P. Isla, Guevara, Cadahalso,
Martínez de la Rosa, etc., etc.

CAPITULO III

DE I.AS FORMAS EPISTOLARES.

298. Hay muchos que encabezan las cartas con


algún símbolo piadoso, como una cruz, ó con las fór­
mulas siguientes, íntegras ó en abreviatura, L. J. C.
Laudetur Jesus Christus; A. M. D. G. Ad majorem
Dei gloriante I. H. S., etc.
Esta práctica, tan laudable como cristiana, tiene
en su favor numerosas autoridades, y no deben omi­
tirla las personas piadosas, y mucho menos los sacer­
dotes.
299. La fecha la forman la indicación del lugar
en que se escribe, el día, el mes y el año. Hay casos
en que debe ponerse hasta la hora. Es sencilla la fór­
mula, y no hay dificultad alguna. Zaragoza, 31 de
Diciembre de 1904 (1).
(l) Kn Espt&a se fechan las cartas á la cabeza del pliego en
que se escribe;
Zaragoza, 31 de Diciembre de 1904
Alfonso I.” 27. dup. 2.“
Después se pone la dirección de la persona á quien se escribe;
Sefior Don Fulano de Tal
Madrid
Hortaleza 16 pral.
De esta manera somos dos reces políticos, in Iicando que vale­
mos nosotros muy poco para que nos tenga presente la persona
á quien escribimos y damos nuestra dirección; y que tenemos en

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— 397 —

300. Puede ofrecerla, sí, la elección del título que


se pone al principio de la carta:
El Papa, el Rey, los Príncipes, los Cardenales,
los Obispos, los Religiosos y las Religiosas tienen
derecho á títulos especiales que hemos enumerado
ya en otra parte (págs. 318 y 319.)
Encabezaremos la carta escrita al Papa con las
palabras Santísimo Padre; si escribimos en latín,
Beatissime Pater; en la escrita al Rey, Señor; en las
de los Príncipes de la sangre. Serenísimo Señor; en
las de los Cardenales, Eminentísimo Señor; en las
de los Arzobispos y Obispos con gran Cruz, Exce­
lentísimo Señor; en las de los demás Obispos, Ilus-
trisimo Señor; en las de los Religiosos ó Religiosas,
Reverendísimo Padre^ Reverendísima Madre, si son
Generales de las Ordenes; Muy Reverendo Padre,
Muy Reverenda Madre; si son Provinciales ó del
Consejo ó Definitorio General, y Reverendo Padre ó
Reverenda Madre en las de los demás Religiosos.
Nada se añade á estos títulos, excepto cuando hay
alguna intimidad ó confianza con las personas, y se­
gún la categoría.
A los demás se les trata diciendo simplemente:
Muv Señor mío. Muy Señora mía de toda mi con­
sideración y respeto.
Si el correspondiente tiene algún título ó cargo
honorífico, hay que ponerlo después de la palabra Se­
ñor ó Señora, y antes, si tiene gran Cruz ó tiene
Grandeza de España, se pone Excelentísimo Señor, y
si no la tiene Muy Ilustre. Por ejemplo: Excslentisi-

gran estima á la persona á quien nos dirigimos, y en prueba de


ello presentamos su dirección después de su nombre. No se hace
uso de estos detalles con personas de la familia 6 muy íntimas. En
las cartas del interior, que no salen de la población en que se reside,
las petitorios ó de solicitud, se pone la fecha arriba, y debajo de
la firma, al final de la carta, la dirección. (N. del T.)

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— 398 -
mo Señor Marqués de Cerraldo. Muy Ilustre Señor
Barón de San Vicente Ferrer.
Cuando tengan dos ó más títulos, nombraremos’
solamente uno, pero el más honroso. Por ejemplo:
Si un Título es alcalde de una ciudad, no diremos:
Señor Alcalde; sino Señor Barón. Y en caso de que
tenga varios títulos igualmente honrosos, pondremos
el que guarde más conformidad con la naturaleza de
la carta.
2. ° Sucede á veces que los títulos anteriores se
reemplazan con otro título de amistad, de compañe­
rismo, añadiendo, según los casos, un epíteto de res­
peto, de afecto, etc.
Muchos de los que tienen una ocupación análoga,
ó tratan en el mismo negocio, pueden decir escri­
biéndose mutuamente: Muy Señor mió y estimado
colega; Muy Señor mió y respetable colega:
Los miembros de una misma Sociedad Religiosa
ó Seglar; por ejemplo, los Sacerdotes, los Religio­
sos, los Médicos, los Abogados, etc., son compañe­
ros y pueden decirse: Muy Señor mió y querido
compañero; Mi Reverendo y querido Padre; etc.
Los amigos pueden decirse también: Mi querido
amigo, Mi respetable amigo; etc.
Un penitente, puede decir escribiendo á su Con­
fesor: Muy Señor mió y querido Padre; Muy Señor
mío y venerado Padre; etc. Esta fórmula es muy co­
rriente en la correspondencia de un Seminarista con
el Superior del Seminario, con el Director ó con al­
gún venerable sacerdote que le ha ayudado en su
educación. Hay que notar que al querido ó venera­
do Padre debe preceder el título si lo tiene, por
ejemplo: Señor Superior y venerado Padre, etc.
3. ° Generalmente, esto es, cuando no tiene título
alguno el correspondiente, ni hay con él relación al­
guna, se emplea la expresión: Muy Señor mío, Muy
Señora mía, etc., sin añadir más.

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— 399 —

4. ° Puede ser cortés á veces añadir algún título


de respeto ó de afecto, como: Mi respetable Señor,
Mi estimado Señor; pero esta última fórmula es fa­
miliar, y no puede emplearse en las cartas dirigidas
á un Superior.
Para poder decir. Mi estimada Señora ó Señorita,
debe haber gran intimidad.
5. ® No es político encabezar la carta con el apelli­
do de la persona á quién se escribe, como se hace en
el comercio. Pero en las cartas muy familiares pue­
de decirse: Mi querido amigo Pedro, etc.
6. ® Aunque es siempre cortés emplear la palabra
Señor á la cabeza de la carta, el Superior ó el igual
pueden reemplazarla con palabras más afectuosas.
Cuando el Señor Obispo escribe á uno de sus Párro­
cos, puede decir muy bien: Mi querido Párroco, Mi
querido Cura. Un caballero puede decir también á
otro caballero: Mi querido Conde, Mi muy querido
amigo. Generalmente, además de superioridad é
igualdad, exigen estas fórmulas cierta confianza.
No es necesario añadir que sería gran descor­
tesía si las empleasen los inferiores. Faltaría á la
delicadeza el Seminarista que, escribiendo al Rector
del Seminario, á su Párroco, á su Director ó á una
persona respetable ó colocada socialmente en cate-
tegoría muy superior á la suya, encabezase la carta
diciendo: Mi querido Rector, Mi querido Párroco;
y faltaría más aún, si escribiera: Querido Rector,
Querido Párroco, etc. En todas estas expresiones
hay familiaridad. Creemos, sin embargo, que po­
drían tolerarse: Mi querido Padre, Mi querido
Maestro, Mi querido Bienhechor; etc., atendido el
especial sentimiento de gratitud y de piedad filial
que expresan estas fórmulas. Y las aprobaríamos
por completo, si llevasen al mismo tiempo algunos
términos de respeto, como: Mi querido y venerado
Padre, etc.

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— 400 —

7.® Cuando se escribe á la gente del campo ó de


los pueblos que no están acostumbrados á que se les
dé el título de Señoresj y que acaso lo tomarían como
insulto, puede encabezarse la carta diciendo: Mi que­
rido Juan, Pedro, Diego, etc.
8° En fin, se hace más gasto del corazón que de
la etiqueta en las cartas escritas á los miembros de
la familia, á amigos muy íntimos, á niños y jóvenes,
de los cuales se es protector y padre. Desaparece la
palabra Señor, que es reemplazada por fórmulas dic­
tadas por el afecto; pero tratando de ser siempre
digno, huyendo de los remilgos y mimos.

301. Las palabras puestas á la cabeza forman el


primer miembro de la primera frase de la carta. No
es propio continuar la frase con las palabras; Exce­
lentísimo Señor; Señor; etc., sobre todo, cuando ya
están empleadas.
Cuando se escribe á un Príncipe, á un Ministro, á
á un Obispo ó á cualquier otra persona con derecho
á uno de estos títulos honoríficos: Santidad, Majes­
tad^ Altesa, Excelencia, Eminencia, Reverencia,
etcétera, hay que dar el título en la primera frase.
Escribiendo al Rey, diremos: Suplico á Vuestra Ma­
jestad me permita, etc.
Sin embargo, hay que andar con alguna adver­
tencia en estas repeticiones.
1. “ Jamás deben comenzar frase los títulos con
que se encabeza la carta. Por lo tanto no diremos:
Excelentísimo Señor, suplico: sino Suplico, Exce­
lentísimo Señor, de modo que antes del título haya
á lo menos una palabra.
2. ® No sucede lo mismo con los términos Majes­
tad, Excelencia, etc.., qae muy bien comen­
zar la frase; Vuestra Majestad no ignora.
3 ° En cuanto al empleo simultáneo de los dos
términos, hay que advertir que nunca se pone Señor

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r —7—
/ m

— 401 — V:;
después de Vuestra Majestad, ni Serenísimo Señor,
después de Alteza, etc., sino antes. No diremos:
Vuestra Majestad, Señor; Vuestra Alteza, Serenísi­
mo Señor, sino: Conjuro, Señor, d Vuestra Majes­
tad á que, etc. Dígnese, Serenísimo Señor, etc. Vues­
tra Alteza, etc.
4. ° Tiene aplicación aquí el axioma: Todo lo [que
abunda daña. Es conveniente, y hasta necesario, re­
petir los títulos y calificativos de que hemos habla­
do; pero hay que evitar el exceso en que caen cier­
tos individuos que los repiten hasta la saciedad.
5. ° Requiere la etiqueta que, cuando se escribe al
Rey, á la Reina, á los príncipes ó princesas de la
sangre, no se les dirija la palabra directamente, sino
de un modo indirecto, en esta forma: Vuestra Majes­
tad se ha dignado, etc. También debemos emplear
de cuando en cuando el mismo giro, cuando escribi­
mos á un personaje que tiene derecho á los títulos de
Eminencia, Excelencia, etc.; pero no hay obligación
de hacerlo constantemente.

302. Se terminan las cartas generalmente con al­


gunas fórmulas corteses que forman la conclusión ó
epílogo de las mismas.
La cortesía de los antiguos era en este punto su­
mamente sencilla. Los griegos terminaban las cartas
diciendo: xiíf*, sé feliz: los latinos; Vale, pásalo
bien.
Nuestros republicanos de 1873 adoptaron una fór­
mula casi tan sencilla; ponían al concluir la carta:
Salud y fraternidad (1).
Nuestra urbanidad católica no ha podido adoptar
esta novedad, y no han caído en desuso entre nos-

(1) Sabemos que un subdelegado de la República de aquella


época, hombre por otra parte muy honrado, concluía así las cartas
que escribía al Obispo de su Diócesis.

ASt WO

tiniVCRSIBA», 46
Q ^.Biblioteca Nac/oj de España
— 402 —

otros las conclusiones tan llenas de delicadeza de


nuestros padres: son muy respetuosas y muy dignas,
inspiradas como están por la caridad y humildad cris­
tianas; conviene conservarlas, cueste lo que cueste.
Nada hay que exija más tacto y delicadeza que la
redacción de una carta. Hay que tener en cuenta mil
matices que suponen ó establecen entre los hombres
las relaciones sociales, por lo cual no se dirá ni de­
masiado mucho ni demasiado poco, conservándose
siempre en los límites de la cortesía y del buen gusto.
En las cartas se revelan más que en ninguna parte la
delicadeza del espíritu y la bondad del corazón (1).

303. La conclusión ó epílogo de las cartas se


compone de varios elementos.
1. ® Hay muchos casos en que se pide la venia para
expresar los sentimientos que nos embargan. Para
lo cual puede adoptarse alguna de las siguientes fór­
mulas: De usted atento seguro servidor. Con esta
ocasión se ofrece de usted atento y seguro servidor.,
6 se repite de usted atento y seguro servidor. Que­
da de usted siempre agradecido y atento seguro
servidor, etc.
Ninguna de estas fórmulas es obligatoria; hay
más expresión en las cartas familiares; y hasta en
las más elevadas, dirigidas á personas de alta ca­
tegoría, se concluye con la expresión de respeto sin
más preámbulo.
2. ® Hay muchos modos de indicar al correspon­
diente los sentimientos que hacia él se experimen-

(l) Un hombre respetable recibió un dia una carta escrita por


un joven, protegido suyo. Por todo epílogo se leía; Reciba usted el
aprecio, etc.— El autor, no muy al corriente de las fórmulas episto­
lares, había observado que las cartas que él veía en los libros se
terminaban generalmente con esta fórmula .. Concluyendo la suya
del mismo modo, creyó ingenuamente que revelaba buen tono y
exquisita cortesía.

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— 403 —

tan. Se le ofrece la seguridad^ la expresión, el ho­


menaje, siendo la más respetuosa la última fórmula,
que se empleará cuando se escriba á personajes emi­
nentes, á quienes se quiere manifestar especial defe­
rencia. El homenaje implica idea de sumisión é in­
ferioridad.
La primera fórmula indica menos. Parécenos que
está bien usada, sobre todo por un Superior que es­
cribe á su súbdito. Si aseguro á uno cualquiera mis
sentimientos, es lo mismo que decirle implícitamen­
te que mis mejores disposiciones para con él son un
bien con el cual debe considerarse muy feliz, y que
mi palabra es una garantía.
La segunda fórmula es un término medio; la pa­
labra expresión es vaga y no determina ó fija nin­
guno de los matices indicados arriba; se emplea
cuando por un lado no es cortés aparecer dispensan­
do protección, y por otro no hay necesidad de dar
testimonio de inferioridad y dependencia.
3.° La expresión de los sentimientos forma la par­
te principal del epílogo de una carta, distinguiendo
tres diferentes á los cuales se reducen los demás;
respeto, afecto y estimación.
Las conclusiones que expresan respeto se deben
á todo Superior sin excepción, empleándolas también
para con aquellos cuya posición, carácter y costum­
bres sociales indican cierta especie de preeminencia.
Cuando un eclesiástico escribe á otro á quien no tra­
ta familiarmente, pero que ocupa una posición rela­
tivamente elevada; por ejemplo, de Vicario General,
de Canónigo, de Arcipreste, etc., le ofrece sus res­
petos. Lo mismo debe hacerse, cuando se escribe á
una Señora, á no ser que sea parienta ó exista otra
relación cualquiera. Esta fórmula es susceptible de
diferentes matices, ya se ofrezca el respeto, 6 el pro­
fundo respeto, ó el respeto profundísimo. 'EXrespeto
profundísimo conviene al Papa, al Rey, á un Prín­

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— 404 —

cipe de la sangre, á un Cardenal. El profundo res­


peto se expresa en las cartas que se dirigen á un
Obispo, á un Ministro, á un gran personaje, al Supe­
rior General, cuando el que escribe es miembro de
una Comunidad Religiosa. V el respeto á todas las
demás personas no comprendidas en la enumeración
anterior.
Pueden darse también otros matices á estas fór­
mulas, cambiando la palabra respeto por otras, como
veneración, sumisión respetuosa, homenajes. — La
primera tiene sabor religioso; no debe emplearse
sino con personas sagradas ó respetables por la emi­
nencia de su santidad.—No puede ofrecerse la sumi­
sión respetuosa sino á un Superior Jerárquico. La
palabra homenajes en plural se emplea con frecuen­
cia entre las gentes del mundo, cuando se escribe á
una Señora. Creemos que el matiz especial que le da
el sentido hace que no esté bien en la pluma de un
Sacerdote en semejantes circunstancias: es mejor
contentarse con la palabra ordinaria respeto.
Las conclusiones que indican afecto se emplean
con diversas modificaciones. 1.* entre amigos; 2.® en­
tre parientes; 3.^ de Superior á inferior, cuando la
Superioridad implica algo de paternal, por ejemplo,
en las cartas de un Obispo á uno de sus Párrocos, de
un Párroco á sus Coadjutores, de un Rector de Semi­
nario ó de Colegio á sus alumnos, de un confesor á
sus penitentes; 4.® entre los miembros de una familia
religiosa, á no ser que haya diferencia notable de
edad ó dignidad; 5.® alguna vez, de inferior á Supe­
rior, pero en este caso hay que añadir algo que ex­
prese respeto á la palabra que indica afecto. Tam­
bién se distinguen varios grados en esta fórmula.
De Superior á inferior se puede decir afecto, adhe­
sión, ternura y amistad, pudiendo ser modificadas
estas expresiones con los epítetos vivo, cordial, in­
alterable, etc.

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— 405 —

De inferior á Superior no es propia la palabra


amistad: son corrientes las de adhesión y afecto con
tal se añada un testimonio de respeto, por ejemplo,
respetuoso afecto, afecto y respeto, adhesión filial,
etcétera.
La palabra íemwra supone especial carácter de
intimidad: no puede emplearse indistintamente.
De igual á igual, la palabra más propia es la de
amistad, ó cualquiera otra que tenga el mismo sen­
tido.
¿Puede hacerse entrar la palabra amor? Creemos
que fuera del estilo poético, aplicado este término á
otro objeto distinto de Dios, designa un sentimiento
cuya manifestación no puede hacer la pluma de un
sacerdote.
Réstanos hablar de la conclusión que significa
aprecio. Pertenecen á ella las conclusiones de todas
las cartas oficiales, esto es, de las dirigidas á desco­
nocidos, con los cuales no se tienen sino relaciones
de comercio y administración, 3 á los funcionarios
públicos, cuando se les escribe como á tales. En una
palabra, son las de todas las cartas de administra­
ción y de negocios.
Las siguientes son las conclusiones adoptadas en
estas cartas: comenzamos por las de menos cumpli­
miento (1).
Reciba usted ó acepte mis saludos. Esta fórmula
está muy puesta en orden, pero sería hiriente para
algunas personas. Mas se la puede hacer más cortés,
añadiendo algunas palabras y diciendo, por ejemplo:
Reciba usted mi cordial ó un cordial saludo (2).
(1) Como las costumbres españolas no están enteramente con­
formes con las francesas, no es posible traducir literalmente estos
capítulos. Lo hacemos con cierta libertad, acomodándonos al texto
en cuanto podemos; pero tenemos que suprimir mucho. (N. del T.)
(2) Nosotros decimos; Saluda á mted afecliiosamenle ó cordial-
mente, etc, (N del T )

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— 406 —
También se puede decir: Reciba usted la expre­
sión de mis sentimientos de aprecio^ 6 también: Soy
de usted con el mayor aprecio. Esto es frío y algo
cauteloso, pero hay casos en que no se puede decir
más, aunque pueden aplicarse algunos epítetos y
cambiar algo el sentido. Alta estima, perfecta esti­
mación, sincero aprecio, dicen más que la palabra
aprecio simplemente.
Emplean estas fórmulas: l.° Las personas de alta
categoría, cuando escriben á las que les son jerár­
quicamente inferiores, pero que ocupan más elevada
posición que el vulgo. Por ejemplo, un Gobernador á
un alcalde. 2.® Las personas de la clase media, cuan­
do se escriben oficialmente; por ejemplo, un alcalde
á otro alcalde; un juez de paz ó un Notario á uno de
sus compañeros (1).
La fórmula más cortés de esta clase es la que ex­
presa consideración, alta consideración, perfecta
consideración, consideración distinguida, alta y
respetuosa consideración; pero sólo pueden em­
plearse en circunstancias especiales. En efecto, aun­
que y estima quieren decir lo mismo en
el fondo, el primer término tiene sentido más noble,
más elevado y más distinguido. Por lo tanto, según
se practica comúnmente, para poder emplearlo, es
necesario que tanto el que escribe la carta, como el
que la recibe, ocupen elevada posición social por su
fortuna, por su nombre, por su talento ó por sus
obras. Tales son en el orden civil un Príncipe, un Mi­
nistro, un Consejero de Estado, un Senador, un Go­
bernador, etc., y en el eclesiástico, un Obispo, un Vi­
cario General, un Canónigo, un Párroco de Capital,
el Superior de una Comunidad, etc.
Síguese de aquí que no deben ofrecer su conside-

(l) Todas estas fórmulas se cambian en EspaDa en la corres­


pondencia oficial por Dios guarde á usted muchos años. (N. del T )

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f■
— 4Óy -»

fación, por regla general, un Seminarista, un Coad­


jutor, un Profesor, ni aun Regente ó Ecónomo. Tam­
poco es propio que se la ofrezcan dos hombres de
condición demasiado desigual.
Para poder ofrecer á alguien la consideración
han de cumplirse dos condiciones. 1.*^ Posición algo
elevada. 2.® Cierta igualdad social.
A veces se dice sentimientos distinguidos en
lugar de consideración distinguida; ó también con
distinción, etc. Parécenos que se han censurado con
razón estas expresiones que, tomadas en su verda­
dero sentido, son un cumplido que se hace uno á sí
mismo.
4. ° Ofrecidos los respetuosos y afectuosos senti­
mientos, etc., se añade con que me ofrezco de usted
atento servidor, con que quedo de usted, con que
tengo el honor de quedar de usted, soy de usted de­
votísimo ss., etc.
Se ha querido saber cuál de estas fórmulas es pre­
ferible: todas son corteses en nuestra opinión; sin
embargo, en la buena sociedad se ha distinguido
entre ellas algo que conviene conocer.
La segunda, aunque en la apariencia es menos
respetuosa, debe preferirse en las cartas dirigidas á
los Reyes y Príncipes, Fuera de este caso empleare­
mos las otras tres indistintamente, cuando escribamos
á personas dignas de respeto.
5. ° Concluye, por fin, el epílogo de las cartas con
el título que toma el autor de las mismas con res­
pecto á la persona á quien escribe.
La fórmula de mayor cumplimiento y más cortés
es: Su muy humilde y muy obediente servidor.
A veces se abrevia esta fórmula quitando uno de
los epítetos, y también se alarga añadiendo algunas
palabras. Cuando se escribe al Papa, después de la
palabra siervo, se añade: hijo muy sumiso. Cuando
se escribe al Rey, se añade: v fiel súbdito. Escri-

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— 4o8 —

hiendo á un compañero, se puede decir: humildí­


simo y muy aficionado siervo y hermano.
En las cartas ordinarias, se pone esta fórmula in­
mediatamente después de: con que tengo el honor, ó
con que me honro de ser. Pero en las de más cumpli­
miento, y especialmente cuando se escribe á un per­
sonaje muy elevado, se repite delante el titulo que
encabeza la carta, y hasta el expresado en el fondo
de la misma. Se dirá:
Con los cuáles tengo el honor de ser,
Excmo. Sr.,
de V. E. humildísimo siervo.

En las cartas íntimas y familiares que se escriben


á los amigos y parientes se suprime el humildísimo
siervo, poniendo en su lugar otro más afectuoso. En
tal caso se dirá: Su amigo de todo corazón; su apa­
sionado amigo, su amante y apasionado hijo, todo
suyo, etc., etc.
Hay casos en que no puede emplearse ninguno de
los anteriores calificativos.
Sería altamente ridículo, por ejemplo, que escri­
biendo á su sastre un caballero de alta categoría,
para encargarle un traje, se llamará: Su humildísimo
siervo. Como tampoco sería propio que emplease los
títulos afectuosos de las cartas íntimas. Todo se
evita no empleando ningún calificativo, y terminando
las cartas con estas palabras simplemente;
Reciba usted las seguridades de mi aprecio, ó
también Saluda á usted...
Hay otro modo más sencillo de salir del paso, y
consiste en escribir en forma de billete, de esta
manera:
N. N. saluda al Sr. N. y le ruega que se sirva
enviarle...
La carta escrita á un amigo íntimo ó á uno de

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r
— 409 —
nuestra familia, se termina á veces con estas pala­
bras: Tu amigo que te abrasa... Aunque nada pueda
oponerse á esto, se ve la delicadeza que hay que
tener para emplear esta fórmula. Está claro que no
puede escribirse á cualquiera, diciéndole: Te abraso,
y sólo podría hacerse cuando se quisiera tomar la ini­
ciativa de darle á conocer todo el interés que nos
inspira cuando está presente; pero, bien entendido,
que además del mutuo afecto supone superioridad ó
igualdad. Y aun creemos que en tal caso es necesa­
rio que haya relaciones de mucha intimidad para
poder terminar así una carta.

304. Para concluir haciendo un resumen de esta


larga exposición, daremos como modelo algunas con­
clusiones completas.
1.^ La conclusión ó epílogo de una carta escrita
al Soberano propio, se formula de esta manera:

A los reales pies de Vuestra Majestad,


humildísimo y obedientlsimo siervo y fiel súbdito.

Cuando es Soberano extraño, se termina la carta


del mismo modo, pero suprimiendo el súbdito fiel.
Si el destinatario es Príncipe de sangre real, las
palabras Señor y Majestad se reemplazan con las
Serenísimo Señor y Altesa.
2.® Al concluir la carta dirigida á un Obispo, se
dirá:
Dígnese aceptar el homenaje del respeto pro­
fundo con que tiene el honor de besar el anillo pas­
toral
de V. S. lima.
su humildísimo y obedientlsimo siervo.

3.® El Sacerdote constituido en dignidad, que es­

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— 410 —

cribe á un alto empleado del Gobierno, por ejemplo,


á un Gobernador, debe concluir así su carta;
Acepte V. S. la expresión de la respetuosa consi­
deración con que tengo el honor de ser,
Señor Gobernador
su humilde y obediente servidor.
4.® El Eclesiástico, que escribe á alguno de sus
Superiores en orden jerárquico, concluirá de la ma­
nera siguiente:
Dígnese V. S. aceptar los sentimientos de res­
peto (en algunos casos, de respeto filial ó filial res­
peto) con que tengo el honor de ser,

Señor Arcediano
Señor Vicario General
Señor Deán
Señor Cura
Su muy humilde y obedientlsimo servidor.
5. ® El Eclesiástico, que escribe á otro Eclesiás­
tico de su misma categoría poco más ó menos, dice
muy bien:
Reciba usted el testimonio de singular afecto
con que soy,
Señor y carísimo compañero
Todo suyo en N. S. Jesucristo
6. ° El Seminarista que escriba al Rector del Se­
minario, dirá;
Sírvase usted aceptar los sentimientos de respe­
to filial ó de rendimiento respetuoso y filial con que
soy,
Señor Rector
Su muy humilde y obedientlsimo servidor é hijo
en N. S. Jesucristo.

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r-T-:

— 411 —

7.“ En la carta escrita á uno de los Directores,


dirá de esta manera:
Acepte usted la expresión de los sentimientos de
respetuosa adhesión con que soy,
Muy venerado y querido Padre
Su muy sumiso y muy apasionado hijo...
8.° El discípulo que escribe á su maestro, dirá:
Acepte usted la expresión de los sentimientos
respetuosos con que soy,
Señor y venerado Maestro,
su muy obediente servidor y agradecido discípulo...
9. ° El Superior que escribe á uno de sus inferio­
res con los cuales está unido por lazos de afecto, por
ejemplo, el Párroco á su Coadjutor ó á un joven Se­
minarista de su parroquia, dirá:
Confie usted, amigo mió, en el apasionado afecto
con que soy todo suyo, ó su más rendido, ó también:
Reciba usted las seguridades de mi viva y sincera
amistad, ó los mejores sentimientos, ó mis senti­
mientos más afectuosos, etc.
305. El epílogo ó conclusión de la carta se ter­
mina con la firma correspondiente. Hay casos espe­
ciales en que convienen entre sí dos personas en es­
cribirse sin firma para guardar el secreto de su co­
rrespondencia. Fuera de estos casos, jamás envía su
carta sin firma el hombre que sabe estimarse.
La carta anónima es una falta contra la lealtad,
el valor y la cortesía.
Se permite añadir á la firma algún título ó seña
particular que sirve para determinar mejor la per­
sona que escribe, como. Vicario General, Canónigo,
Deán, Párroco, Ecónomo 6 Regente, Coadjutor, etc.
Los miembros de una Congregación Religiosa indi-

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412 —

can ordinariamente esta cualidad con abreviatura,


por ejemplo, Sch. P. (de las Escuelas Pías) (1).
Téngase presente que no está bien añadir á la
firma alguna divisa política, literaria, científica ó as­
cética (2).

306. Las fórmulas propuestas más arriba se em­


plean únicamente en las cartas propiamente tales.
Las cartas llamadas de invitación no están sujetas
á semejantes formularios: son más sencillas (3).

(1) A veces acompañan su fírmalos Religiosos y Religiosas de


un título de humildad escrito en abreviatura El hecho siguiente
revela cuánto importa no equivocarse en el sentido de las inicia­
les que expresan ese título:
Mme. Luisa de Francia, hija de Luís XV, Carmelita Profesa, fir­
maba generalmente poniendo después de su nombre las iniciales
R. C I , esto es, Religiosa Carmeliia indigna Un personaje eleva­
do recibió de la Princesa una carta firmada de esta manera, y, no
comprendiendo el sentido de las iniciales misteriosas, contestó con
una carta muy cortés y muy respetuosa; pero con la dirección si­
guiente: f A Sor Teresa de San Agustín R. C. I.> La humilde Car­
melita se rió mucho de la equivocación, que causó después no poca
confusión al que la había cometido.
(2) Respecto de la firma hay que tener presente en España
que cuando el que escribe es un personaje, firma con sólo el ape­
llido las cartas particulares: por ej.: «Mella»
La Nobleza de la sangre fírma las cartas á los extraños prece­
diendo el título al nombre por ej.: c El Barón de San Vicente Fe­
rrer.» La de la milicia lo mismo — «El general Cavero.»
Cuando se escribe á los amigos llevan solo el nombre de pila;
cuando á desconocidos, el nombre y el apellido, especialmente
si no se tiene título nobilario.
Las Señoras escriben á los extraños ó simples conocidos firman­
do con la inicial de su nombre seguida del apellido de su padre,
si es soltera, y del de su marido, si es casada.
Las Señoras, que escriben á individuos de su familia, firman con
solo el nombre de pila, y con el nombre y apellido para los amigos
de confianza. La señora joven, casada ó soltera, no da su nombre
completo, sino solamente la inicial. — (N. del T.)
(3) Como es tan diferente la esquela mortuoria de los france­
ses de la que se emplea en España, hemos creído muy propio dar
la de España en lugar de la que trae el autor. (N. del T.)

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— 4«3 —
Una esquela de defunción se escribe en España
de la manera siguiente:
El SeSor Don N. N., falleció el 1.° de Enero
DE 1905, EN Atea, provincia de Zaragoza, después
DE recibir los SANTOS SACRAMENTOS Y LA BENDICIÓN
PONTIFICIA.
Su desconsolada esposa Señora N. N., sus hijos,
Don N. y Doña N., sus hijos politicos Don N. N., y
Doña N. N., su hermana Doña N. N,, sus nietos, so­
brinos, primos y demás parientes, tienen el senti­
miento de participar á sus amigos y relacionados
tan sensible pérdida, rogándoles lo tengan presente
en sus oraciones.
Como se ve, no hay firma: la esquela concluye
pidiendo oraciones por el difunto.

CAPÍTULO IV
DE LA FORMA MATERIAL DE LAS CARTAS

307. Cualquiera que sea el destinatario, la carta


debe escribirse, no en un papel cualquiera, sino en
papel de cartas. Si no se tiene á mano, hay que pe­
dir dispensa.
El papel debe ser de buena calidad, sin labores y
satinado, pero no tan delgado que se transparente,
pues habría dificultad en leer lo escrito, siendo per­
mitido solamente, cuando hay que enviar cartas muy
largas á mucha distancia, como medio para evitar los
muchos sellos.
Ha de usarse pliego completo (1), no siendo jamás
(i) En América está muy en uso la hoja de papel en 4.° tim­
brado, y no se escribe más que por una cara. (N. del T.)

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— 414 —

permitido dejar de cumplir esta regla, ni aún en los


simples billetes.
El papel que se emplea entre nosotros es de cua­
tro clases.
En 16.° que se emplea únicamente para los bille­
tes: lo usa mucho el mundo elegante, por lo cual no
podemos aconsejar á un Sacerdote que lo gaste; sin
embargo, por la comodidad, tiende á generalizarse
más cada día.
En 8.° — Es el que más se emplea, para la mayor
parte de las cartas, aun para las que se dirigen á los
Superiores. La introducción de los sobres ha hecho
más respetuoso su empleo de lo que era antes; y sólo
en casos especiales obliga la cortesía á escribir en
papel de mayores dimensiones.
En 4.°—Era en otros tiempos el destinado para es­
cribir á los Superiores: hoy ha sido reemplazado por
el papel en 8." Sin embargo, cuando se ha de escri­
bir á un personaje respetable, debe emplearse el pa­
pel en 4.°
El in-folioiX) debe emplearse cuando se escribe á
un Soberano, á un Príncipe, á un Ministro, y siempre
ha de ser especial la forma de la carta, ya atendida la
importancia de la materia, ya por cualquier otro
motivo.
El papel de cartas de color blanco, no tiene pre­
tensión alguna de elegancia ni singularidad: es el
más propio. Hay algún papel blanco que presenta al­
gún matiz más ó menos cargado de azul: puede em­
plearse especialmente para cartas familiares; pero
no emplearemos nunca el papel rosado, anaranjado,
amarillo, etc., sobre todo, cuando escribamos á
nuestros Superiores. Sería de gusto raro en una Se­
ñorita mundana, pero en un hombre grave sería afec­
tación imperdonable.

(!) En EspaCa se llama papel ministro, ( N. del T.)

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— 4«5 —

Lo mismo decimos del papel de punta redonda con


adornos, viñetas, etc. Todo es afectación y mal gusto.
Los cuerpos administrativos, las Comunidades,
los hombres de negocios, emplean papel con mem­
brete en la parte superior y á la izquierda; como tal
empleo es de mucha utilidad, debe conservarse. Hay
quien, remedando el membrete, pone sus iniciales:
como hallamos semejante práctica aprobada por
buenos autores, no podemos censurarla.
Lo esencial es que el pliego empleado esté limpio,
que no haya más escrito ni impreso que la carta, que
no esté manchado ni ajado, que no tenga señales de
haber estado debajo de algún objeto sucio, etc.
Fabrícase hoy papel rayado en sentido de la es­
critura: puede emplearse, pero no es posible permi­
tir la escritura de una carta en papel rayado con lá­
piz como los cuadernos de los niños. Si tememos que
no hemos de poder escribir recto sin rayar, haremos
uso de la falsilla.

308. La tinta ha de ser negra, de buena calidad,


y tan obscura que se pueda leer fácilmente. Se ex­
perimenta muchas veces verdadera fatiga en desci­
frar cartas cuya tinta es tan clara que apenas se
destaca del papel.
Las tintas azules, verdes, encarnadas, etc., deno­
tan afectación: no las debe emplear el hombre serio.
Hay tintas que, aunque negras, presentan un tamiz
azulado; también las proscribe la Urbanidad.
Cuando escribamos á algún personaje ilustre, no
debemos emplear polvos ó arena para secar la tinta;
y si los empleamos pondremos cuidado en hacer des­
aparecer toda huella que quede en la carta.

309. No siempre puede ser elegante y con buena


forma la letra de las cartas; pero á lo menos ha de
ser legible. La negligencia en este punto, además de

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— 4*6 —

costar penosísimo trabajo al destinatario, expone


muchas veces á lastimosas equivocaciones.
Hemos de tener cuidado especial en el empleo de
las letras por lo que se refiere á la ortografía, lo
mismo que de los puntos, acentos, comas, diéresis,
puntos de la i, etc. La corrección de la escritura exi­
ge estos signos; suprimiéndolos ó descuidándolos se
violan las leyes de la Ortografía.
Hay que escribir por completo todas las palabras
de la carta, no permitiéndose las abreviaturas, sino
cuando se escribe á los más íntimos amigos. Excep-
túanse sólo las palabras. Señor, Señora, Señorita,
Don y Doña, podiendo escribirse D., Sr. D., Sra. D.*
Pero no pueden emplearse semejantes abreviaturas
cuando se dirigen al mismo correspondiente, ó
cuando designan personas íntimamente relacionadas
con la persona á quien se escribe: Le ruego á Vd. Se­
ñor, Su Señor padre, su Señora Madre, etc.
La fecha se escribe con números; y no se opone
la Urbanidad á que se escriban lo mismo las canti­
dades de dinero. Sin embargo, no carece de inconve­
nientes esta práctica, pues puede una mano extraña
añadir un cero á la suma escrita en cifras, aumen­
tando así fraudulentamente la cantidad; mas no nos
toca á nosotros esta consideración. Todos los demás
números deben escribirse con todas las letras. Por
lo tanto escribiremos: Espero hoy á siete personas,
y no: Espero hoy 7 personas. Y podrá escribirse tam­
bién: El 31 de Diciembre de 1905, tengo que pagar
una cuenta de 1000 pesetas, y mejor: de mil pesetas.
Esta regla se aplica especialmente al título que
encabeza la carta. Hemos tenido á la vista la carta
escrita por un Sacerdote á su Obispo, encabezada
con solo estas letras: Sr. No era un cualquiera el autor
de aquella carta, y tenemos seguridad de que no tuvo
intención de insultar á su obispo; pero desconocía el
a ó c de la Urbanidad.

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— 417 —
Hay que evitar á todo trance los tachones y las
entrerrenglonaduras que son siempre mayor ó me­
nor indicio de precipitación ó negligencia.
Cuando escribamos á una persona distinguida, á
un príncipe, es regla sin excepción: por larga que
sea la carta, hay que volverla á escribir. En circuns­
tancias ordinarias, si es muy extensa la carta y no
hay tiempo para escribirla otra vez, puede permitir­
se algún tachón ó entrerrenglonadura, aun cuando
se escriba á personas que nos merecen todo respeto;
pero entonces hay que pedir dispensa.
Con los amigos íntimos puede obrarse con más
libertad y más familiarmente; pero hay que escribir
de manera que no parezcan un borrador las cartas.
Concluiremos con algunas observaciones sobre
la manera de firmar:
Hay quien escribe la firma ilegible, creyendo dar­
se gran importancia con esto. Es un error. Concí­
bese y aun se justifica, cuando es un gran personaje
que tiene que echar muchas firmas cada día sobre
gran número de documentos, y está seguro por otra
parte que no ha de haber equivocación posible. En
otro caso, es una extravagancia no firmar de manera
legible. La firma tiene por objeto dar á los escritos
que salen de nuestra pluma el carácter de autentici­
dad que pueden necesitar; y ¿cómo se conseguirá ese
objeto, si reemplazamos nuestro nombre con unos
garabatos en que es de todo punto imposible distin­
guir letra alguna?
Lo mismo decimos de la dirección, cuando hay
que darla.
La firma puede ir acompañada de una rúbrica,
esto es, de algunos rasgos trazados debajo ó ende-
rredor del nombre: esta contraseña, destinada á di­
ficultar la falsificación de la firma, es legalmente
exigida en ciertos casos, por ejemplo, en los docu­
mentos públicos. Se acostumbra rubricar siempre
27

ü IV WiBl^^c^a/íioÁ 1/ de España
- 418 -
que se firma, y conviene no dejar esta costumbre.
Sin embargo, no hay que caer en la falta de algunas
personas, cuya rúbrica es una pequeña obra maes­
tra de caligrafía. Si no queremos darnos aires de
maestros de escritura, nos contentaremos con añadir
á nuestra firma algunos trazos, en que no [puedan
revelarse ni arte ni trabajo. El hombre serio y ocu­
pado no se entretiene en rodear su nombre de dibu­
jos ni arabescos.

310. A las reglas sobre la escritura de las cartas


hay que añadir algunas prescripciones respecto al
espacio que hay que dejar en blanco.
En las cartas familiares puede escribirse en toda
la superficie del papel sin dejar espacio alguno, pero
cuando tiene carácter de cumplimiento la carta, no
es cortés escribirlo todo. Hay que observar las re­
glas siguientes:
1. ° Por poco respeto que nos merezca nuestro
correspondiente, ha de presentar la carta más ó me­
nos margen, según la dignidad de la persona, y será
poco más ó menos tres centímetros. Sin embargo,
hay que decir que hoy tiende á disminuir y desapa­
recer casi por completo, cuando se emplea papel en
8.° En ningún caso se marcará doblando el papel, y
mucho menos con una línea de lápiz.
2. ® Tampoco debe comenzarse la carta en lo más
alto del papel. En las solicitudes, lo mismo que cuan­
do se escribe á un gran personaje, debe comenzarse
debajo de la mitad del papel. En los demás casos
conviene dejar la distancia de diez centímetros.
3. ® Las demás páginas se comienzan en la mitad
del espacio dejado en la primera, debiendo terminar
todas de modo que puedan escribirse todavía una ó
dos líneas.
4. ® Sucede á veces que hace corto el papel, y se
escribe en el margen y en los demás espacios que

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— 419 —

quedan en blanco: sólo se puede tomar esta libertad


entre amigos muy íntimos. Cuando se cree que pue­
de permitirse lo mismo con personas que merecen
respeto, hay que excusarse. Jamás se consentirá en
carta de etiqueta, dirigida á una persona constituida
en dignidad. Vale más gastar un pliego más.
5.° Hay quien cree que en las cartas de etiqueta
escritas á personas muy respetables no debe escri­
birse más que en el anverso, dejando en blanco el
reverso. No hay que seguir tal ejemplo: debe escri­
birse en las dos caras.

311. Conviene multiplicar los apartes: con ellos


se distinguen mejor las diferentes materias de que
trata la carta, y llaman más la atención del lector.
No podemos dar reglas precisas para ello; diremos,
sí, que haremos punto y aparte, cuando el asunto de
que vamos á hablar es diferente del anterior. Hay
quien para hacer punto y aparte comienza la línea
siguiente donde se termina la anterior: nada hay que
apoye tal costumbre. Es mucho mejor seguir la prác­
tica adoptada por los impresores, según la cuál, se
deja únicamente en blanco, al principio de la línea si­
guiente, el espacio que ocuparían tres ó cuatro letras.
312. También está sujeta á reglas la disposición
material de los diferentes elementos de una carta.
1. ® La fecha se escribe, ya al principio, á la de­
recha, en lo más alto de la página, ya al fin, á la iz­
quierda, y un poco más abajo de la firma. La prime­
ra forma es preferible en las cartas de negocios; la
segunda es más propia en las cartas de etiqueta, so­
bre todo cuando se dirigen á los superiores. Cuando
se escribe á los amigos, es indiferente poner la fecha
antes ó después.
2. ° Cuando se escribe á un personaje muy eleva­
do, y en forma de grande etiqueta, en lo más alto de

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— 4*0 —

la primera página, y en el lugar de la fecha, que debe


quedar para lo último, se pone el nombre y el título
del destinatario, por ejemplo:
A Su eminencia, el Cardenal N.
Los cuerpos administrativos escriben en todas
sus cartas, por regla general, esta dirección interior,
pero no en la parte alta, sino en la parte baja de la
primera página. En este último caso es menos cor­
tesía que precaución para evitar equivocaciones.
3. ° El encabezamiento forma siempre una línea
con aparte y se coloca en la parte media del espacio
que queda en blanco á la cabeza de la carta. No se
omite esta formalidad sino en las cartas íntimamen­
te familiares en que pueden entrar ya en la primera
línea las palabras colocadas generalmente á la ca­
beza:
Bien sabe usted, amigo mió, con qué placer, etc.
4. ° La firma no puede comenzar página: es nece­
sario que se haya escrito á lo menos una línea del
texto anterior. Y se escribirá también de modo que,
puesta la firma, puedan escribirse algunas líneas de­
bajo. Mucho menos podrá dividirse, de manera que
quede la mitad en una página y la otra mitad en otra.
5. ° Para la disposición de los elementos de que se
compone el epílogo de la carta, consúltense los mo­
delos que hemos dado más arriba.

313. Hay dos modos de cerrar las cartas, ya se


emplee ó no el sobre.
1 " El doblado sin sobre se hace como sigue: Se
doblan hacia adentro los dos extremos de la carta.
Se hace un tercer doble en el mismo sentido y en el
lado del margen sobre los dos primeros dobles, de
modo que se cubra toda la carta, excepto una anchu­
ra de dos ó tres centímetros: la anchura que queda
se dobla sobre la anterior que se introduce en ella.
Para doblar un billete, una tarjeta de invitación ó

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— 4*« —
una esquela de defunción se sigue este procedimiento
sencillísimo
Se doblan en tres partes en el sentido de la an­
chura por medio de dos dobles de las mismas dimen­
siones poco más ó menos. El doble superior, esto es,
el que pertenece á la cabeza del billete se dobla so­
bre el otro, introduciéndolo en él.
2° El uso de los sobres, universal hoy, ha facili­
tado mucho el doblado de las cartas.
Cuando el sobre es oblongo, se dobla la carta
transversalmente en tres ó cuatro partes, según la
magnitud relativa del uno y de la otra.
Si es cuadrado el sobre, se dobla primero el pa­
pel en su anchura y después otra vez en su'longitud.
Hay quien sigue el orden inverso comenzando por la
longitud; generalmente se pliega de este modo cuan­
do se emplea papel en 4.°, pero con el papel en 8.° ó
en 16.”, es preferible la primera forma.
Para honrar á la persona á quien escribimos, de­
bemos emplear sobre grande, aunque sea pequeño
el papel; en tal caso doblaremos la carta una sola
vez en sentido de su anchura. Pero no ha de haber
gran desproporción entre la carta doblada y el sobre:
tampoco es necesario que éste quede enteramente
ocupado, siendo preferible que peque el sobre por
ancho antes que por estrecho, para no tener que do­
blar la carta irregularmente para introducirla.
No hay necesidad de decir que no debe darse
vuelta al sobre para que sirva segunda vez.
Aunque sujeto como todas las cosas á no peque­
ños inconvenientes, principalmente á cuanto se re­
fiere al secreto de la correspondencia, se ha exten­
dido universalmente el uso del sobre haciéndose obli­
gatorio en absoluto para las cartas de etiqueta; y
aunque no lo sea para las ordinarias, no puede ne­
garse que es muy útil. Exceptúanse solamente los
billetes y las esquelas de defunción.

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— 422

Si no hay mucha familiaridad, no pueden ponerse


muchas cartas dentro del mismo sobre.

314. Doblada una carta, debe ser cerrada y se­


llada.
1. ° Cuando se emplea el sobre, la forma del mismo
indica el lugar del sello. Si la carta se dobla trans­
versal y longitudinalmente, el sello se coloca en la
parte media de los dos dobles, introducido el uno en
el otro. El billete doblado entre pliegues se sella en
uno de los ángulos.
2. ” Las cartas se sellan con lacre, con obleas y
con goma: el lacre es de rigor, cuando se escribe á
personas de alta categoría por ser lo más culto. Fa­
brícase de diferentes colores. Las señoras distingui­
das emplean el lacre dorado, rosado, verde, etc. El
más común es el lacre encarnado. Los cuerpos ad­
ministrativos y los hombres graves emplean éste
únicamente, y con él debemos sellar nuestras cartas.
Hemos hablado arriba del uso del lacre negro,
cuando se está de luto, pero hay que advertir que no
es admisible sino en la correspondencia familiar y
para las esquelas de defunción. Las cartas de eti­
queta de los cuerpos administrativos ó de negocios
deben cerrarse con lacre rojo, aunque se esté de
luto. Lo mismo decimos déla orla negra de los sobres.
Hay que lacrar las cartas pulidamente y con gus­
to. El cuidado que hay que poner, la destreza que se
necesita y el tiempo que se pierde, han sido causa
sin duda de que poco á poco vaya desapareciendo el
empleo del lacre (1).

(l) Indicaremos el inconveniente material que ofrece el lacre.


Ablandado por el calor, puede desaparecer el sello que se ha im­
preso en él. Por eso aconseja la Administración de correos que no
se emplee para sellar las cartas que han de pasar por las regiones
tropicales.

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- 4^3 -
Antes de la introducción de los sobres engoma­
dos, se cerraban las cartas familiares con obleas:
hoy sólo se cierran de este modo los billetes, siendo
enteramente indiferente el color de las mismas, de­
biendo, sí, ser pequeñas.
Es de muy mal gusto reemplazarlas con hostias
cortadas irregularmente.
Hace algunos años estuvo muy en boga entre nos­
otras el empleo de la goma para cerrar las cartas.
Este procedimiento se ha hecho casi universal des­
pués de la introducción de los sobres engomados,
por ser más expedito y más cómodo, es muy admisi­
ble y creemos que se puede recurrir á él para toda
clase de cartas, hasta para las de etiqueta. Sin em­
bargo, en éstas hay que emplear también el lacre
que se pone en su lugar ordinario.
315. Las reglas del buen tono prohíben termi­
nantemente la presión de la oblea ó del lacre con
otra cosa que con un sello, por ejemplo, con los de­
dos, con un alfiler, con una moneda ó con una me­
dalla.
Los sellos son de dos clases; unos llevan el es­
cudo de armas de la persona ó de la familia; otros,
las iniciales de su nombre y apellido; y otros un em­
blema ó divisa. Cuando el que escribe no es ni Obis­
po, ni gentilhombre, debe optar por los dos últimos.
Cuando se ha de escoger un sello con emblema ó di­
visa, se ha de procurar que sea: l.° modesto, 2° de
buen gusto, 3.“ conforme con el estado de la persona
que lo emplea. El Eclesiástico debe preferir un em­
blema piadoso.

316. La dirección ó sobrescrito merecen tanto


mayor atención cuanto de las omisiones ó descuidos
pueden resultar gravísimos inconvenientes y mucho
mayores que las reglas de la cortesía.

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— 424 —
Indicaremos primero el riesgo á que se exponen
los que tienen mucha correspondencia. Escrita la
carta, debe ponerse inmediatamente la dirección
para no incurrir en equivocaciones siempre desagra­
dables.
Para evitar semejante inconveniente, no ha de
sellarse seguidamente toda la correspondencia, po­
niendo después seguida también la dirección.

317. La dirección comprende las señas del desti­


natario y el lugar en que vive.
318. Señas del destinatario; comprenden: el ti­
tulo, el nombre y \s. profesión.
1. ° Los títulos más comunes, son: Señor, Señora
y Señorita.
Cuando la persona á quien escribimos tiene título
especial hay que substituirlo á los anteriores. Por eso
escribiendo al Papa, al Rey, á un Cardenal, á un
Príncipe, á un Obispo, á un Ministro, á un Embaja­
dor, á un Abad ó Superior de Ordenes Religiosas, en
lugar de Señor se pondrá Santísimo Padre, Su Ma­
jestad, Emmo. Señor, Serenísimo Señor, Excmo.
Señor, limo. Señor, Rmo. Padre, A las Reinas,
Princesas y Religiosas se las llama Su Majestad,
Serenísima Señora, Rma. Madre, respectivamente.
Para un Religioso, se escribirá: Rdo. Padre, ó
Muy Rdo. Padre, ó Rdo. Hermano, ó Muy Rdo. Her­
mano. Para una Religiosa: Rda. Madre ó Sor.
Antiguamente se comenzaba la dirección con la
letra A ó con Al Excmo. Señor; hoy se emplea toda­
vía en los títulos Su Santidad, Su Majestad; pero
se la suprime generalmente con Señor, Señora, Se­
ñorita.
2.° El segundo elemento de las señas del desti­
natario lo forma el nombre: este elemento es indis­
pensable; sin él no habría más que confusión.

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— 425 —

Cuando se escribe á personas que tienen una po­


sición oficial que los designa suficientemente, basta
indicarla sin poner el nombre.
Es descortesía añadir el nombre al sobrescrito de
una carta destinada á un Soberano y á un Obispo.
En los casos ordinarios ó comunes puede enun­
ciarse ó suprimirse el nombre á voluntad; pero es
mejor expresarlo en dos casos: 1.® Cuando expresa
título nobiliario: por ejemplo, Exento. Señor Mar­
qués de Cerralbo, Ministro de Estado. 2.® Cuando
tiene la carta carácter personal, de modo que se di­
rige más bien que al funcionario público á la persona
misma. Si no se toma esta precaución, podrá ser
leída la carta en el despacho del personaje oficial á
quien se escribe; y para evitar con más seguridad se­
mejante inconveniente, cuando se escriba al jefe de
un Negociado una carta que él solo debe leer, se pon­
drá encima de la dirección la palabra Particular 6
Personal.
3.° A veces hay que dar á conocer el empleo ó la
profesión, si honran al que los tiene, y son causa de
que se le escriba, ó si no se puede distinguir sin él al
destinatario.
Si puede expresarse el empleo de dos maneras se
toma la más honrosa. No se escribirá Señor N. N.,
Presbítero; sino Señor N. N., Párroco.

319. Designación del lugar. Hay que expresar


el lugar en el sobrescrito con más . ó menos pre­
cisión. Cuando se indica completamente, hay que
escribir la Provincia, el Partido Judicial y el pueblo.
1. ® La Provincia se indica de esta manera: Pro­
vincia de Guadalajara. No es necesaria la Provincia
cuando se dirige la carta á la misma capital.
2. ® La indicación del Partido Judicial es necesa­
ria, cuando no va dirigida á la misma Cabeza de
Partido.

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— 426 —
3.® El domicilio se expresa por el lugar en que
vive el destinatario, la calle y el número. Es cortesía
poner el nombre del palacio ó quinta en que vive el
correspondiente, si los tiene.
Cuando el destinatario tiene apartado de Correos,
se pone el número del apartado: por ejemplo, apar­
tado 847, ó casilla 847.

320. Cuando se trata de un personaje eminente y


muy conocido en el país, por lo cual no hay que te­
mer confusión alguna, es cortesía y delicadeza no
fijar mucho el lugar en que habita. Sabido es que ha
habido personajes que han recibido la corresponden­
cia con este solo sobrescrito. Señor D. N. N., Eu­
ropa. Ejemplo muy raro que no traemos para que se
imite; pero encierra un pensamiento que puede apli­
carse alguna vez con discreción. Cuando se escribe
á un Obispo basta con indicar la ciudad y el palacio
episcopal: es descortés añadir la calle y el número.

321. Del modo siguiente deben ordenarse los ele­


mentos del sobrescrito. En la primera línea se es­
cribe Señor, Excnio. Señor, etc. Corresponde á la
cabeza de la carta si tiene tres dobles; pero si tiene
cuatro ó está dentro del sobre, corresponde al doble
que lleva el sello.
En la segunda línea, un poco á la izquierda, se es­
criben el nombre y los títulos del destinatario: Don
N. N., Presbítero.
En la tercera línea, la profesión ó empleo, si hay
que ponerlos. Cuando se suprime el nombre, lo co­
rrespondiente á la tercera línea pasa á la segunda.
En la cuarta línea se escribe el domicilio: Alfon­
so /, 27 dup., 2.°, ieq.
En la quinta línea, el lugar; por ejemplo, Zara­
goza.
En la sexta línea se pone el nombre de la Provin-

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— 427 —
cia (1), á derecha ó izquierda, si no se puso á la dere­
cha de la primera línea.
Hay que advertir que las palabras del sobres­
crito que sirven para designar la persona no pueden
escribirse abreviadas, evitando especialmente la falta
que se comete escribiendo Sr. en lugar de Señor.

MODELOS DE DIRECCIONES Ó SOBRESCRITOS

A Su Majestad.
El Emperador de Austria-Hungría.
Viena.

A Su Eminencia.
El Cardenal N.
Prefecto de la S. C. de la Propaganda.
Roma (Italia).

A Su Excelencia.
Excmo. Señor Arzobispo de Zaragoza
en su Palacio episcopal de
Zaragoza.

A Su Excelencia.
Excmo. Señor Ministro de Estado.
Madrid.

(l) En EspaCa, se designa la Provincia en la parte superior, á


la derecha. (N. del T.)

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- 428 -

Señor Don
Mariano Ucelay, Banquero.
5 de Marzo. 1.® triplicado, pral., derecha
Zaragoza.

Excelentísima Señora
Duquesa de Villahermosa,
en su palacio.
Madrid.

Señor Don
N. N.
Cura-Párroco de
(Calatayud) Atea.

Señor Rector
del Seminario Conciliar de
Zaragoza.

Muy Reverendo P. José Godos,


Provincial de las Escuelas Pías de Aragón,
en las de
Zaragoza.

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— 4*9 —

CAPÍTULO V

MODO DE EXPEDIR LAS CARTAS

322. Se puede mandar las cartas á su destino:


l.°, por un propio; 2°, con una persona de confianza
que quiera encargarse de ellas; 3.°, por el correo.
1. ® El primer medio, que se empleó antes univer­
salmente, apenas si está en uso hoy.
Hay que notar que se habla de un propio, y no de
un encargado cualquiera, como un cochero, un con­
ductor de diligencias, etc. Sabido es que la ley cas­
tiga con multa el envío de cartas por esta clase de
portadores, aunque esté incluida en un paquete la
carta que se manda, esté 6 no esté cerrada; dato más
que suficiente para no enviar las cartas de esta ma­
nera.
2. ® En ciertos casos particulares se puede confiar
una carta á una persona que se dirige al lugar en
que reside el destinatario; pero tenemos muchas ra­
zones para que se haga así muy rara vez. Además de
ser un encargo más ó menos gravoso, es con frecuen­
cia mal cumplido. Las tales cartas llegan más tarde y
con menos seguridad que por el correo.
Y si alguna vez nos resolvemos á enviar una car­
ta valiéndonos do otra persona, ha de ser de manera
que no se han de ofender ni la misma ni el destinata­
rio. Añaden algunos autores que debe entregarse
abierta la carta (1). Si la persona conoce el trato so­
cial, la cerrará ella misma en nuestra presencia.
Nos parece demasiada delicadeza, y no sabemos
(i) Manuel de la bonne compagnie, por M. Boitard p. 83.

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— 430 —
si está conforme la práctica con regla semejante (1).
Nadie se ofende porque se le entregue cerrada una
carta dirigida á un tercero. Además, puede suceder
que, si no cerramos la carta, y el encargado no co­
noce esta operación, la entregue al destinatario como
la ha recibido; y con seguridad se ofenderá éste por
entregársele una carta abierta, que es no pequeña
descortesía.
3.“ El medio más sencillo, seguro y expedito es
el correo, del cual se puede hacer uso siempre sin
faltar á ninguna regla. La única dificultad está en el
franqueo, por lo cual haremos algunas observacio­
nes. En otros tiempos era regla general no franquear
las cartas; hoy se hace todo lo contrario. La suma fa­
cilidad de franquear las cartas con los sellos de co­
rreos y la multa que impone el Gobierno á las cartas
no franqueadas explican bien este cambio.
No hay, pues, en ningún caso falta de cortesía en
franquear. Al contrario, la hay casi siempre en no
hacerlo. El único caso en que podrá enviarse sin
franqueo la carta es cuando contestamos á un desco­
nocido que nos pide consejo en algún negocio de su
pertenencia (2).
Notaremos de paso que cuando escribimos á una
persona con la cual no mantenemos correspondencia
habitual, en la carta que exige contestación debemos
incluir un sello de correos. Tal precaución, que á na­
die ofende, quita toda dificultad.
Los sellos deben colocarse de un modo regular, y
en cuanto se pueda en la parte superior, á la dere-

(1) En Espafia sería gran descortesía faltar á esta regla, tanto


de parte del que entrega la carta, como de la del que la recibe (N.
del T.)
(2) Aún en este caso sería descortesía no franquear la carta,
á no ser que tengamos motivos especiales para proceder así (N.
del T.)

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— 431 —
cha. El valor de los sellos depende del peso de la
carta y del lugar á donde se dirige. No hay necesidad
de dar aquí más noticias, pues están en el Anuario de
Correos.

CONCLUSIÓN

323. No puede dejar de contener infinidad de de­


talles un libro que trata de la Urbanidad y de las re­
glas de la cortesanía, siendo éste nuestro pensa­
miento dominante en la redacción de este libro.
Nuestro propósito ha sido formular principios y
reglas generales y presentar las innumerables apli­
caciones que de tales principios se derivan; abrir
horizontes, ofreciendo diferentes puntos de vista, y
explorar y describir con fidelidad la región que de­
bíamos recorrer. Hemos tenido necesidad de ser
explícitos V precisos dando forma práctica á nues­
tros consejos. Hemos tomado de la mano á nuestro
discípulo, y conduciéndole á través de todas las fases
de la vida social, indicándole los matices que distin­
guen y caracterizan las relaciones de los hombres
entre sí, nos hemos empeñado en mostrarle cómo
debe presentarse, obrar y hablar.
Quizá se censure en nosotros el haber sido dema­
siado prolijos y el habernos entretenido en infinidad
de pequeñeces, cuando debiéramos habernos redu­
cido á trazar grandes rasgos.
Quien nos objete de este modo, no ha comprendido
sin duda que en la vida exterior tienen no pequeña
importancia las cosas más insignificantes Si quere­
mos darnos cuenta de la distancia que separa á un
hombre de otro, con respecto al trato «ocial, que es lo
que hace que las maneras de éste tengan una no-

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— 432 —
bleza y una distinción que agradan á todos, mientras
las de aquél son vulgares y comunes, nos encontra­
remos con no pequeña dificultad para definirlo. Son
nonadas, es cierto, pero ¡cuánta importancia tienen
estas nonadas en la vida social I
Una nota falsa es suficiente para destruir la más
agradable melodía; una pincelada mal dada quita á
un cuadro todo su valor, encubriendo en cierto modo
su belleza. De la misma manera, una postura impro­
pia, un movimiento desgraciado, una palabra dicha
sin oportunidad, pueden imprimir en el hombre el es­
tigma de la descortesía.
Por consiguiente, en la exposición de la Urbani­
dad, ciencia eminentemente práctica, nuestro trabajo
ha debido ser de multiplicación de detalles, ofreciendo
muchas aplicaciones.
Es cierto que no hemos apurado la materia: fal­
tan muchos rasgos en los cuadros que hemos deli­
neado, y no son pocas las recomendaciones que po­
drían hacerse todavía. No lo hemos dicho todo, pero,
sí, lo suficiente para llamar la atención, para dar á
nuestros jóvenes lectores idea de un hombre fino,
para ponerlos en aptitud de llegar á serlo, desarro­
llando en ellos el tacto de las conveniencias. Y si,
después de leernos, queda siempre novicio en la
ciencia de la sociedad y del mundo nuestro discípulo,
habrá conseguido por lo menos iniciarse en ella. Sus
propias reflexiones acabarán lo que hemos comen­
zado nosotros.
Sólo nos falta pedir á Nuestro Señor Jesucristo,
Verbo encarnado, tipo divino de toda perfección y de
toda belleza, que bendiga esta obra y la haga fe­
cunda. El ha querido que en su Iglesia sean los sa­
cerdotes expresión viva, no sólo de su santidad y de
su religión, sino también de su modestia, de su man­
sedumbre y de aquel inexplicable encanto cuyo dis­
tintivo apareció en el exterior de su persona y que

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— 433 —

ejerció en rededor suyo tan suave imperio. Hemos


pretendido poner á la vista de los Seminaristas y Sa­
cerdotes jóvenes ese lado de la vida de nuestro ado­
rable modelo, desarrollado, extendido y aplicado á
los diferentes estados de la vida social. ¡Ojalá encuen­
tren en nuestros consejos recursos para llevar más
y mejor á la práctica la perfección que requiere su
vocación y que el mundo desea hallar en ellos! Ut
perfectus sit homo Dei, ad omne opus bonum in-
structus (1).
(i) I Tim, III, 17.

3.
r .■
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APÉNDICE

MODELOS DE CARTAS

DE CONSEJO

Beato Juan de Avila, d una persona virtuosa.


Tengo por providencia de nuestro Señor el haber
caído á vuestra merced en suerte sufrir esa persona;
porque ¿cómo se ha de cumplir lo que muchos años
ha le fué mostrado, que había de padecer en todo sin
sacar una pajica, si así no? Y también ¿cómo había
de aprender paciencia, mortificación y humildad, si­
no en estas tales guerras con esa persona y con las
demás de su casa? Porque aunque tenga usted mu­
chos y buenos propósitos de padecer y de mortificar­
se, si no hay quien los ejercite, sueño son más que
verdades; en la guerra se conoce la fortaleza, que
fuera de ella todo es blasonar...

Acuérdese Vm. de los desprecios que hicieron á


nuestro Señor, y no pare hasta holgarse de ser así
tratado, y téngase por muy dichoso el día que tal le
acaeciere por dar algún placer á nuestro Señor...
No es pequeño negocio vencerse un hombre cuanto
más en lo que es inclinado. Y no es de pequeña esti­
ma delante de Dios ser despreciado de los que le ha­
bían de servir... Así que, reciba Vm. eso de la mano
de Dios como muy particular merced, y agradézca­
selo, y aprovéchese de ella hasta que no se halle sin

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— 436 —
ella, como decía el Santo Job: Compañero fué de
avestruces y hermano de dragones.
Y en lo que toca al castigar, esté avisado que no
lo haga, cuando el corazón está alterado, sino déjelo
pasar, y después corregir por amor, más como quien
ruega que como quien riñe...
Aprenda también á disimular cosas. Y aunque le
parezca que no salen con tan buena crianza, como
Vm. querría, pase por ello; porque á veces se es­
conde nuestra ira y soberbia con decir que preten­
demos que nuestro criado haga lo que debe...
Así que, convendrá disimular muchas veces, y
como decía uno que está aquí, á otra persona muy
viva: «Señor, hágase Vm. tonto, y cuando sea me­
nester reprender sea con blandura, diciendo: catad
que deseo vuestro bien, y me da pena ver que no
sois el que deseo, ni el que nuestro Señor quiere, y
esto es lo que me da pena más que la falta que me
hacéis», y así con blandura corregir. Y cuando esto
no basta, por mejor tengo darles alguna penitencia
de ayuno ó cosa semejante, que herir con palo ni
mano. Mas si fuese mucha la perseverancia, sufrirse
ha, darle con el bordón, y en todo esto ha de andar
la oración por ellos, qre sin ésta no hay nada hecho;
y quien no entiende que tener criados es tener seño­
res, y tener á quien sufrir y por quien rogar, no sabe
qué es tenerlos, ni imita á nuestro Señor ni al trato
que tenía con sus discípulos. ¡Oh qué blando, qué
amoroso, qué sufrido, qué orar por ellos, qué sufnr
por ellos 1

Beato Juan de Avila, á un Sacerdote


Charissime: Cuando considero la poca salud de
V. R., con otras circunstancias, que todo junto le es
penosa la cruz, no me maravillo que se queje de mí

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— 437 —
por no ayudarle á la llevar con escribirle algunas
veces. Y por otra parte, como veo tanta imposibili­
dad en mí para hacer esto por mis indisposiciones,
que cada día crecen; mas dame gran pena oir quejas,
pues de ninguna cosa sirven sino de penarme. Supli­
co á V. R. tenga entendido ser esto así, y procure­
mos ambos de ir con nuestras cruces al Señor que
llevó la suya, pidiéndole que nos dé su gracia para
llevar con contentamiento lo que El de su mano nos
envía.
Y cierto. Padre mío, yo tengo temor que el amor
de nuestra sensualidad, del cual tenemos mucho y lo
poco que tenemos del verdadero amor de Jesucristo
y crucificado nos hace estimar en mucho nuestros
trabajos y quejarnos de la falta del consuelo; porque
si de verdad nos hubiésemos aborrecido, como el
Señor manda por amor de El, holgaríamos de que
tomase satisfecho de nosotros, castigándonos las
ofensas que contra él hemos cometido; y también
tendríamos por merced señalada comer á una mesa
con él, aunque sea hiel y vinagre; porque su compa­
ñía es tan gran bien y tan para desear, que aunque
sea en tormentos se debe preciar en mucho, que por
este camino se gana su compañía en el reino de los
cielos, donde dará el Señor parte del panal de miel
que él come á los que aquí la dió, y á los que con él
bebieron hiel y vinagre.
Esfuércese V. R. en la gracia del Señor, y haga
buen rostro á la cruz, y no espere en lo que ya queda
de la vida sino un trabajo sobre otro; los cuales,
cuanto más crecidos fueren, tanto más los tome por
prenda de su salvación y por señales de que el des­
canso está cerca; que ya sabe que al fin de los cami­
nos está una cuesta para subir á la ciudad; la cual,
aunque por una parte cansa mucho, por venir sobre
cansancio, mas por otra parte da grande consuelo,
por ser trabajo que da fin á los trabajos, entrando el

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— 438 —
hombre en la ciudad deseada; y este postrer trabajo
que á la vejez suele venir, es el buen vino de la Cruz,
el cual el Señor guarda para dar á sus amigos á la
postre, como cuando convirtió el agua en vino; bé-
balo V. R. con alegría, porque de él se entiende:
Inebriamini, charissimi, y por medio de él esperaré
uno de aquellos de los cuales está escrito; Inebria-
buntur ab ubertate dotnus tuce, et torrentes volu-
ptatis tue potabis eos. Y no piense que tardará mucho
este día, pues nuestro carro es tan flaco y tantos gol­
pes le dan, que cuando no pensemos será quebrado,
y diremos: Laqueus contritus est, et nos liberati
sumus.
DE PESAME

Santa Teresa de Jesús, al muy Ilustre señor don


Sancho Ddvila.

Jesús

La gracia del Espíritu Santo sea siempre con


V. m. He alabado á nuestro Señor, y tengo por gran
merced suya, lo que V. m. tiene por falta, dejando
algunos extremos de los que V. m. hacía por la
muerte de mi señora la marquesa su madre, en que
tanto todos hemos perdido. Su Señoría goza de Dios
y ojalá todos tuviésemos tal fin.
Muy bien ha hecho V. m. en escribir su vida, que
fué muy santa, y soy yo testigo de esta verdad. Beso
á V. m. las manos, por la que me hace en querer en­
viármela, que tendré yo mucho que considerar y ala­
bar á Dios en ella. Esa gran determinación que
V. m. no siente en sí de no ofender á Dios, como
cuando se ofrezca ocasión de servirle y apartarse de
no enojarle, no le ofenda, es señal verdadera de que
lo es el deseo de no ofender á su Majestad....

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— 439 —

...Suplico á V. m. que al señor don Fadrique y á


mi señora doña María mande V. m. dar un recado de
mi parte, que no tengo cabeza para escribir á sus
señorías, y perdóneme V. m. por amor de Dios.
Su divina Majestad guarde á V. m., y dé la santi­
dad que yo le suplico. Amen.
De Avila, diez de Octubre de mil quinientos y
ochenta.
Indigna sierva de V. m. y su hija.—Teresa de
Jesús.

Bolonia, 29 de Diciembre de 1774.


El P. Isla á su hermana.
Hija, hermana y señora mía: Tarde llegan á mi
noticia tus trabajos, y tarde llegan á tus trabajos mis
consuelos. Pero éstos ¿de qué sirven? Los únicos que
confortan son los del cielo. Estos creo que los habrás
tenido muy prontos y muy eficaces. Así me lo pro­
meten tu religión, tu piedad y tus talentos. Para
nuestro amado Nicolás se acabaron ya las miserias
de esta vida. No sólo piadosa sino prudentísimamente
se debe esperar que goza ó está seguro de gozar la
felicidad de la eterna vida, reflexionando cómo vivió
la mayor parte de la temporal. Fiel á Dios, ejemplar
al mundo, amado de todos é imitado de muy pocos.
Cinco años de una muerte civil se los habrá tomado
en cuenta la divina Misericordia, en satisfacción de
los defectos que lleva consigo nuestra miserable hu­
manidad. Envidio su muerte, compadezco la tuya,
haciéndome cargo de las consecuencias que necesa­
riamente se siguen á esta falta. Pero aquí de tu cora­
zón, aquí de tu grande espíritu, ó por mejor decir,
aquí de tu religión. Hállaste en el lance en que has
de mostrar que eres filósofa cristiana y estoica á la
evangélica. No hay otra filosofía ni otro verdadero

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— 440 —

estoicismo que el del Evangelio. Este es el que úni­


camente nos hace superiores á todas las desgracias
humanas: fuera de él sólo hay verbosidad, magnífi­
cas palabras, grande aparato de sentencias y nada
más. Un mes ha que llegó á mis oídos esta noticia,
por una voz vaga esparcida en Bolonia. No la des­
precié para acudir prontamente al alivio del difunto,
por los sufragios propios y los ajenos; porque cada
correo la estaba temiendo desde el primer insulto del
accidente; pero vivía con alguna débil esperanza de
que fuese incierta, mientras no la tuviese yo directa­
mente, hasta que ayer me la confirmó Fray Joaquín
en su carta con fecha de 21 de Noviembre. Sea Dios
bendito por todo...........................................................

Deseo saber cómo se ha portado contigo en este


lance el capellán mayor del Santo Apóstol, y deseo
también que descargues en mi pecho tus trabajos, ya
que no puedo aliviártelos de otra manera. Saluda á
los que te pareciere, tenme tan presente en tus ora­
ciones como yo te tengo en mis sacrificios, y manda
á tu amante hermano. — José Francisco.

Beato Juan de Avila, d un amigo.


Sea nuestro Señor bendito por todo lo que ha
hecho, pues allende de haberse cumplido su santa vo­
luntad, lo cual debe ser al cristiano grande alegría,
ha hecho muy grande merced á vuestro hermano é
hijo vuestro en alzarle el destierro que en este mundo
padecía, y llevarlo á su propia tierra que es la vista
del mismo Dios. No conviene, y por ninguna vía con­
viene, que los que le amábamos estemos de esto pe­
nados, pues el amor verdadero bienes verdaderos ha
de desear á quien ama, y gozarse cuando le vienen.

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— 44' —

Y estos tales no los hay en este mundo, aunque todos


juntos á uno se den. Gocémonos, pues, en el Señor
que multiplicó su misericordia con nuestro amado, y
por medio de quitarle una vida transitoria y que no
tiene más de vida que el nombre, lo llevó á la que de
verdad lo es y eternalmente.
¿Qué pudiérades vos, hermano, con ser su padre,
desearle ni buscarle que tan bien le estuviera como
lo que el celestial Padre ha hecho con él? Hale sa­
cado de la peligrosa guerra de este mundo y llevá-
dole á la tierra de paz donde goce de las victorias
que aquí ganó contra los pecados, que son los enemi­
gos de Dios. Y pues quien tiene corazón del mundo
se suele gozar cuando su hijo es prosperado en los
bienes del mundo, el padre cristiano que ha de tener
corazón de cristiano, que es celestial, gócese con más
razón con haber venido á su hijo un reino, que aun­
que no se vea acá, no por eso deja de ser verdadero,
antes por eso más cierto y verdadero porque no es á
estos ojos visibles. No penséis que se os ha muerto,
pues no es muerto quien con Dios vive. No lloréis,
pues él goza de la fuente perpetua de la alegría. Y si
á vos os hace falta con su ausencia, acordaos que los
padres por el bien de los hijos suélenlos enviar a
otras tierras, y con saber que están bien sufren con
paciencia y alegrfa la pena que la ausencia suele
dar................................................................................

El Señor quiso que vuestro hijo fuese delante para


que vuestro corazón no tuviese acá que amar, pues
no tenía sino á él, y allá se fuese vuestro pensamien­
to do va vuestro amor; para que muriendo en este
mundo viváis á las cosas del servicio de Dios, y os
sea grande ayuda para eso vuestro hijo muriendo
como lo era viviendo: lo uno llevándoos el corazón
consigo, lo otro rogando al Señor por vos.................

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— 442 —

V entre tanto será bien hacer algunas buenas


obras por el difunto, porque si alguna cósale detiene
en el purgatorio, el Señor se la suelte. Sea Cristo
vuestro consuelo. Amén.

Beato Juan de Avila, á una Abadesa.


Muy Reverenda Señora: Desde acá veo cuál está
el corazón de Vm. con la saeta que el Señor le ha ti­
rado, tan aguda para herir, y tan dificultosa de salir.
Juzgo por mi corazón algo de la pena del de Vm., y
lo demás saco por lo que el deudo tan cercano y el
amor tan entrañable juntos á una atormentarán ese
corazón. Menester es medicina del cielo, y plega al
Señor se la quiera enviar, pues él ha enviado la
llaga. Señora, no sé en trabajo tan grande otro me­
jor consuelo que mirar que esto fué á provecho del
Cardenal, mi Señor, que es en gloria, pues aunque
dejó su cuerpo acá en la tierra, debemos confiar en la
misericordia de Jesucristo, que llevó su ánima al
cielo, que ni la misericordia de Dios ni la vida de él
otra cosa nos consienten pensar, por incrédulos que
seamos. Muy bien está. Señora, gozando de aquél
por quien en esta vida tantos trabajos pasó, y te­
niendo por galardón al mismo á quien en esta vida
tanto sirvió.
[Oh, válgame Diosl y si cuando estaba en esta vida,
tanto era su regocijo en las cosas de Dios, que lo ape­
gaba á quien le miraba, ¡qué tal estará ahora en el
cielo en fiestas perpetuas, sirviendo y viendo servir á
nuestro Señor con mayor aparato que él deseaba!
Muy alegre está. Señora, aquél a quien amamos: en
ninguna manera quiere estar acá, y si nos viese llo­
rar, nos lo reprendería; aunque sí ve, y sí reprende,
y por eso es razón que se ponga templanza en ello;

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— 443 —
decíame él algunas veces que el consuelo de sus tra­
bajos era esperar que lo había de llevar Nuestro Se­
ñor de este mundo en camino de salvación; y no
osaba él con su humildad, de la cual Dios tan abun­
dantemente le dotó, decir que había de ir luego al
cielo, sino que se embarcaría para el purgatorio, y
de allí iría á lo alto....................................................

Mas volviendo á la plática de nuestra pérdida,


témplenos el dolor de ella el gozo que de la ganan­
cia de él tenemos. Bendito sea Dios que así lo or­
denó, que si á nuestro amado padre le había de ir
bien gozando de su Dios en el cielo, nos costase á
nosotros tan gran soledad en la tierra, y tan verda­
dero dolor en el corazón. Señora, recio trance nos es
éste, carecer de quien así nos amaba, y así nos apro­
vechaba en uno y en otro. Cayósenos el árbol, á cuya
sombra descansábamos; no puede ser menos sino
quemarnos el calor del sol y la rezura del frío que
nos dará en descubierto. ¿Qué diremos ó qué hare­
mos? Sea el nombre de Jesucristo bendito, que nos
quiso atribular para purgar nuestros pecados y des­
pertar nuestros ojos que estaban muertos de sueño.

Testigo me es Jesucristo que tuviera por gran


merced de él poder ir á llorar con Vm. la común pér­
dida... Él sea consuelo de Vm. como Vm. ha menes­
ter, y como yo deseo.

DE FELICITACION

Don Antonio de Guevara, á Mosén Puche.


Mozo señor y recién casado caballero: Casarse
mosén Puche con doña Marina Gralla, y doña Ma­
rina Gralla casarse con mosén Puche, desde acá les
doy el parabién del casamiento, y desde acá ruego á

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m

444 —

Dios se goce el uno del otro por tiempo muy largo.


Casarse mosén Puche con mujer de quince años, y ca­
sarse doña Marina con marido de diecisiete, si yo no
me engaño, asaz tiempo les queda para gozar del
matrimonio, y aun para llorar el casamiento. Solón
Solonino mandó á los atenienses que no se casasen
hasta tener edad de veinte años. Prometeo mandó á
los egipcios que no se casasen hasta los treinta años.
Si mosén Puche y doña Marina Gralla fueran de
Egipto, como son de Valencia, no escapaban ellos
de ser castigados, y aun sus hijos desheredados. Por
los regalos que recibí de vuestra madre, y por el
amor que tuve con vuestro padre en el tiempo que
fui inquisidor en Valencia, aun me pesa de veros en
tan tierna edad casado y de tan gran carga cargado;
porque tan pesada carga como es el matrimonio, ya
no tenéis licencia para dejarla ni tenéis edad para
sufrirla.........................................................................

Las propiedades de la mujer casada son: que ten­


ga gravedad para salir fuera, cordura para gobernar
la casa, paciencia para sufrir al marido, amor para
criar los hijos, afabilidad para con los vecinos, dili­
gencia para guardar la hacienda, cumplida en cosas
de honra, amiga de la buena compañía y muy ene­
miga de liviandades de moza.
Las propiedades del hombre casado son: que sea
reposado en el hablar, manso en la conversación,
fiel en lo que se le confiere, prudente en lo que acon­
sejare, cuidadoso en proveer su casa, diligente en cu­
rar su hacienda, sufrido en las importunidades de la
mujer, celoso en la crianza de los hijos, recatado en
las cosas de honra, y hombre muy cierto con todos
los que trata.................................................................

No hay en el mundo marido, por loco é insensato


que sea, que no le parezca su mujer mucho mejor en

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— 44S —

sábado cuando amasa, que no el domingo cuando se


afeita. No estoy bien con las mujeres que no saben
otra cosa sino acostarse á la una, levantarse á las
once, comer á las doce y parlar hasta la noche, . .

Créanme en esto las señoras, en que ocupen siem­


pre sus hijas; porque les hago saber, si no lo saben,
que de los ociosos momentos y de los livianos pensa­
mientos se vienen á hacer los malos recaudos. No
más, sino que nuestro Señor sea en vuestra guarda.
De Granada, á 4 de mayo de 1524 años.

DE NOTICIAS

El P. Fray Enrique Flórez,


á don Fernando López de Cárdenas.
Amigo y Señor: Volví de mi viaje con salud, á
Dios gracias, sin embargo de los muchos fríos que
hizo diariamente sin interrupción hasta fin de Julio.
Los vientos fuertes no me permitieron reconocer los
sitios donde no pudo entrar el coche; pero, sin em­
bargo de muchos riesgos, de precipicios y angostura
de caminos, reconocí lo principal que deseaba, y es­
tuve en los monasterios de Cardeña, Arlanza, Silos,
San Juan de Ortega, pasando hasta Montes de Oca
en busca del sitio de la antigua ciudad episcopal de
Auca. La catedral de Burgos me franqueó los libros
de su archivo sobre donaciones y privilegios, y quedo
trabajando sobre ellos. De historia natural no hallé
más que petrificaciones, porque la gente no se ha de­
dicado más que a sus labores.
Me alegro que usted se divierta, descubriendo cu­
riosidades naturales y artificiales; pero en lo que mira
á letras desconocidas, no necesita fatigarse en copiar,
porque lo que no entiendo no me tira.
Por acá han templado ya los calores, y espero su-

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— 446 —
ceda lo mismo por allá, para que usted se pasee y las
madamas. Yo me vuelvo á meter en las prensas de
mis impresores para acabar de pagar mis pecados;
pero quedo siempre á las órdenes de usted. Madrid,
y Agosto 29 de 69. — Besa la mano, etc. — Fray En­
rique Flóres.

DE NEGOCIOS

El P. Isla, d su cuñado.
Villagarcia, á 27 de mayo de 1757.
Amado hermano y amigo: Ya, gracias á Dios,
puedo hablar despacio y con sosiego desde mi amada
huronera espiritual, donde entré con la mayor felici­
dad el día 21, á las nueve de la mañana. No puedo
ponderar mi complacencia de verme en la dulce
quietud de mi suspirado centro, ni me harto de besar
con el corazón estas santas paredes, ya que no me
permitan hacerlo con la boca los justos respetos que
me retraen de toda exterioridad. Muy gruesos han
de ser los cables que me vuelvan á arrancar de este
suavísimo retiro, y á lo menos han de lidiar con toda
mi posible resistencia..................................................

Tan lejos estuvieron de coartarme la libertad


para que no transitase por la Corte, que antes me es­
timularon más á que no omitiese este tránsito los su­
jetos de mayor autoridad y de mayor peso para mí.
Por lo que toca á tus ascensos, aunque pudiera
producir algo más mi influjo presencial, siempre era
temible que sólo adelantase esperanzas alegres y
buenas palabras de que abunda el ministro, como
todos aseguran; pues en cuanto al señor Taboada,
así tu carta como mi estudiado silencio, le harán sin
duda más fuerza, que las mayores instancias verba­
les. Conozco su genio íntimamente, y sé que le ofen-

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— 447 —

den más que le estimulan los recuerdos de lo que


una vez llega á ofrecer que tendrá presente; pero las
ocasiones no se proporcionan á su honor con tanta
facilidad, como á otros, porque ninguna busca, y es­
pera á que todas se le vengan á las manos; política
que no sólo es conforme á su inclinación y á su dic­
tamen, sino muy necesaria respecto del jefe de quien
es colateral...................................................................

Llego á lo último de la carta, donde no quisiera


llegar nunca, que es al fatal estado en que se halla
la salud de esa amada prenda de tu corazón y el
mfo. Ya me faltan voces para explicar mi senti­
miento, pero en cambio me sobra dolor para pade­
cerle, y necesito de toda la asistencia de Dios para
conformarme. Clamé cuanto pude á la virgen del
Pilar por su salud, por su vida y por su fecundidad;
nada de esto debe convenirnos, y es preciso resig­
narnos..........................................................................
En primera ocasión os remitiré las devotas pren­
das de mi peregrinación que os traigo prevenidas; y
mientras tanto, dando muchos abrazos á nuestra
pobre enferma, con mil respetos y cariños á padres
y á las niñas, ruego á nuestro Señor que te guarde
como necesita tu amante hermano y amigo. — Jhs. —
José Francisco. — Nicolás mío.

Don Antonio de Soils,


á don Alonso Carnero,
Secretario de Estado y Guerra.
Señor y amigo mío: Siempre falta tiempo cuando
se toma la pluma para las cartas, y por acá le ocu­
pan las misiones de la Cuaresma, como por allá las
máscaras de carnestolendas. Celebro con la solemni­

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— 44» —

dad que debo las noticias que Vm. me envía de su


salud y la de mi señora doña María Teresa: yo quedo
mejor de mis achaques, aunque ya empieza la sangre
á dar algunas señales, que acuerdan del sangrador
y amenazan con el médico.
Es para mí de gran vanidad la censura que se me
ha hecho de mi libro en esa tertulia discreta, que se
ha dignado decirle: hacile est, como dijo Julio, ver-
bum aliquod ardens notare; pero la misma cortedad
del reparo me deja gustoso y agradecido, cuando pu­
diera yo creer que se me disimulaban otros de ma­
yor tomo. Diré lo que se me ofrece, por mandár­
melo Vm. y por hacer el caso que debo de lo que han
reparado esos señores, dándome ante todas cosas
por honrado y convencido.
Usé de la palabra zabordas, porque la hallé usada
en los historiadores de las Indias, pareciéndome que
alguna vez hermosean la narración las palabras an­
tiguas, en lo cual fué notado Salustio, porque las usó
con sobrada frecuencia. Hallé esta voz en el Tesoro
de la lengua castellana, por término náutico, y su
significación es tocar el bajel, que es algo menos que
zozobrar: si no bastare esto, lo borraremos en la se­
gunda impresión, ó se sacará entre las erratas: que
el corrector hará lo que yo le dijere y esos señores
me advirtieren.
Al otro reparo de que no diga el estado en que
puso Cortés el gobierno de aquella república, res­
pondo: que el argumento y título del libro es de la
Conquista de Méjico, y que en ésta no hubo más lan­
ces que los que van referidos, y que tuvo su poco de
arte el hacer desear la segunda parte; á que añado
que el elogio de Cortés tendrá su lugar, cuando se
refiera su muerte: si esto no bastare, baste la piedad
de esos señores, que á mi parecer, y según lo que me
ha dicho la experiencia, serán piadosos por el mismo
caso que son lectores.

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— 449

He besado la mano al señor don Alonsb de Vi-


nuesa, y hablado á mi amo con toda la eficacia que
he sabido, en las pretensiones de Vm., y lo conti­
nuaré hasta ver si se puede conseguir algo de su con­
veniencia: que mis instancias serán buenas para la
memoria de S. E., puesto que para la voluntad tiene
el señor don Alonso todo lo que ha menester en la
recomendación de Vm.
Dije á esta señora de las vitelas lo que Vm. me
escribe, y se dió por convencida de la ocupación de
las máscaras, quizá por no quitarse la suya.
Sírvase Vm. ponerme á los pies de mi señora
doña N., y guarde Dios á Vra. — Don Antonio de
Solis.

DE SUPLICA

Don Antonio de Solis,


á don Juan Lucas Cortés, del Consejo de S. M.
He recibido dos de Vm. en pocos días: una de los
10 de septiembre, y otra de los 10 de noviembre; la
última acusando la mía de 5 de septiembre, que ha
sido mucho no haber corrido la fortuna de otras
mías que en número de más de veinte me escribe el
señor Marqués de Aitona haberse hallado ahora en
el correo, con fechas algunas de ahora tres años.
Vea Vm. quién ha de tener ánimo de mover la plu­
ma, cuando está en mano de un desapiadado arren­
dador de las estafetas el evacuar de todo su valor y
excelencia la útilísima invención de este género de
correspondencia y unión de entendimientos distan­
tes; yo á lo menos he quedado altamente herido, y
tanto más del pensar que me ha dañado mi misma
diligencia de haber escrito con extraordinarios, y te­
ner cuidado de que mis pliegos se metiesen en el
parte; los que, no llevándose ni debiéndose cobrar
portes de ellos, por ir dotado el correo de quien le

1(.
DjqyaRsiBAfi.tó
hacid^aj/Je
BipJ¡p{eca 'e España
— 45° —

despacha, á buena cuenta de esta puntualidad se han


quedado en un canto de un baúl en la casa del correo
mayor.
Señor mío: Ambas cartas de Vm. me tocan el
punto de su comodidad, que yo quisiera fuera la que
es razón y se le debe por sus méritos, si hubiere
quien lo sepa conocer; pero la resolución de volverse
á su casa la sé en tiempo que, aunque yo quisiera
aconsejarle lo contrario, no le alcanzaría mi consejo
en estado de poderlo abrazar......................................

Los meses pasados envié una minuta de un me­


morial á un amigo en Madrid, para que se diese
á S. M. en mi nombre, pidiendo alguna comodidad ó
puesto de letras proporcionado al que estoy sir­
viendo; con esta ocasión escribí á los Señores de la
Cámara, y al Señor Conde de Villaumbrosa; con que
tengo prevenido lo que Vm. me apuntó en una de sus
cartas, de que sería bien que le escribiese. También
escribí, y he escrito algunas veces, al Señor Duque
de Medina; con que no sé la ocasión que pudo tener
don Jerónimo Velázquez para decir que se había
echado menos carta mía, si no es que han sido tan
desgraciadas éstas, que se perdieron con las demás
en las ratoneras del bendito Cassiani, arrendador
del correo mayor de Madrid; una escribí, entre
otras, al Señor Duque, respondiendo ála de S. E., en
que me favoreció condoliéndose conmigo de la pér­
dida de mi buen tío.......................................................

No tuviera yo mayor gusto que poder contribuir


á su deseo de Vm., enviándole de aquí una licencia
para tener libros prohibidos; pero el Señor Cardenal
Barberino, Prefecto de la Congregación del Santo
Oficio, y la misma Congregación anda tan estrecha

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— 451 —

en esto, que yo, hallándome aquí en el puesto que ten­


go, he alcanzado una con dificultad para cinco años.

Guarde Dios á Vm. como deseo. Roma y fe­


brero 8 de 1664 años. — Amigo y servidor. — Don
Nicolás Antonio. — Señor Don Juan Lucas Cortés,

Don Antonio de Soils,


al Exento. Señor Conde de Oropesa,
del Consejo de Estado.
Exemo. Señor. Ni V. E. debe negar la benignidad
de sus oídos á un criado antiguo de su casa, ni yo,
que reconozco á esta dicha el carácter de mi primera
estimación, puedo colocar mejor la humildad de mi
ruego, que donde puse la obligación de mi obe­
diencia.
Este libro, que mereció tal vez algunos reparos
de V. E., quedando con la vanidad que se aprobaba
lo que no se corregía: ita enim magis credam cce-
tera Ubi placeré, si quoedam displicuisse cogno-
vero (1); este libro, pues, tan favorecido entonces;
necesita hoy de V. E. para llegar con algún decoro
á los reales pies de S. M., enmendada también á la
sombra de V. E. la corta suposición de su dueño.
No dejo de conocer que busco á V. E. desde más
lejos que solía, porque los negocios de mayor peso,
á que V. E. rindió el hombro, me han puesto su
atención de V. E. en otra región, donde apenas que­
dará perceptible mi cortedad; pero los grandes cui­
dados nunca llegan á estrechar los términos de la
Providencia, y en ella tienen su lugar determinado
las cosas menores.
(i) Plinio Lib. III, ep. 13.

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— 4S2 —

Dijera lo que siento de los méritos de V. E. (y di­


jera lo que dicen todos); pero sólo esta verdad es
intolerable á sus oídos de V. E.; callaré, pues, con­
tra la razón y contra el voto común, por no contra­
decir una modestia, que amenaza con su indignación
y se defiende con mi respeto: nec minus consideraba
quid aures ejus pati possinty quam quid virtutibus
debeatur (1).
Débame V. E. en obsequio suyo esta violencia ó
mortificación de mi silencio, y séame lícito decir al
origen de nuestra felicidad, cuya suma prudencia
supo mandar lo que pedía la causa pública y lo que
deseaban todos:
Felix arbitrii princeps qui congrua mundo
Judical, el primus sentit quod cernimus omnes.
Guarde Dios á V. E. muchos años, como desea­
mos y hemos menester sus criados. — Don Antonio
de Solis.

Antonio Pérez, al Rey.


Suplico á V. M., por quien es se lo suplico, que es
la mayor consideración y mérito que puedo antepo­
ner á su real ánimo y natural, que aplique la consi­
deración un poco, y el brazo de ese ánimo, que tal es
la piedad, al oficio que deseo de V. M. para ayuda al
remedio de mis trabajos y al consuelo de mis hijos y
mujer. Serle ha muy glorioso á V. M. que en medio
de las victorias de su espada obre tales piedades el
ánimo, para que conozca el mundo que nació para lo
uno como para lo otro; que aunque hay ya ejemplos
de todo, el que \. M. diere en mi favor será seña­
lado como por el más piadoso subjecto destos siglos.
Antonio Pérez
(l) id. in paneg. Trajan.

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!

453 —

Don Francisco Pérez Bayer,


á don Juan de Santander.
Mi estimado dueño y favorecedor: Suplico á
usted se sirva reservarme para otra ocasión el favor
de escribir al Escorial, recomendándome á aquellos
padres, porque he encontrado una ocasión muy
oportuna y buena compañía hasta Griñón, y de allí
pasaré á Palomeque, curato de mi dignidad (á donde
tenía yo que haber ido tiempo hace); y así me deten­
dré como unos cuatro días en el viaje que dirigiré á
Polau, donde tengo mi villeggiatura, y hasta la
antevíspera de la Asunción no iré á Toledo. Así que
mi viaje al Escorial lo diferiré hasta después de San
Miguel, y podrá entonces venir conmigo el mu­
chacho árabe de quien hablé esta mañana, que es á
quien allí necesito más. Tampoco he tenido carta de
la Granja, si ya no es que el alabardero se tarde en
traérmela, como sucedió con la última. No lo dejo
por esto, sino es por lo que llevo insinuado, ni creerá
nadie sino que voy al Escorial, pues á todos lo he di­
cho así, y ya no pienso salir de casa sino mañana
muy temprano á decir misa......................................
Besa las manos de Vmd. su muy afecto y recono­
cido servidor y Capellán. — Pérez Bayer.

Don Bernardo Friarte,


al señor don Juan de Santander.
Amigo y señor; De oficio se le piden á Vmd. los
dos papeles de que me da noticia. Del de Barán no lo
tenía; pero sí del de el Abad Mazerati ó Maserati,
que de ambos modos lo he encontrado escrito. Quizá

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— 454 —

si los hubiese tenido presentes me habrían ahorrado


alguna parte del ímprobo trabajo que me ha costado
formar un escrito de sesenta pliegos. No obstante,
acaso contendrán alguna especie que yo no haya po­
dido alcanzar, y sobre todo, no me quedará el escrú­
pulo de haber dejado de consultar esos dos pape­
les más.
He tenido presentes los autos de las conferencias
del Congreso de Badajoz y Yelves, impresos en un
tomo en folio, á dos columnas, con el texto original
en una de ellas, y la traducción italiana en la otra.
No había visto este libro hasta esta ocasión, en que
me le ha prestado un amigo.
También he tenido presente el Manifiesto legal,
cosmográfico é histórico que de resultas del Con­
greso, y autos en él obrados, escribió y publicó en
un tomo en folio don Luis de Cerdeño y Monzón,
uno de los comisarios plenipotenciai ios del Con­
greso.
Doy á Vmd. gracias por sus noticias, y le revalido
la verdadera amistad con que queda todo de Vmd. —
Bernardo Iriarte. — Hoy 27.

El Duque de Villahermosa,
á don fosé Pellicer de Ossau y Tovar.
Tengo muy en la memoria á mis amigos para ser­
virlos en las ocasiones que se les ofreciere, y de la
misma suerte para valerme de ellos. El Marqués de
Villalba, protonotario de la corona de Aragón, que
se halla aquí diputado por la bolsa de nobles mayo­
res, queriendo hacer en su año algún servicio al
reino, ha reconocido cuántos años há que no se pro­
siguen los Anales dél. Desea que en su tiempo se
continúe, y, si fuere posible, se dé á la estampa otro

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— 455" —

rolumen, continuando al canónigo Bartolomé Leo­


nardo. V habiendo mirado los cuadernos que por su
obligación han hecho los cronistas don Francisco de
Urrea, el doctor Juan Francisco Andrés y don Fran­
cisco de Sayas, ha visto que hay materiales para lle­
nar dos cuerpos. No están en la disposición ni en
estilo que se puedan dar á la estampa, y es necesario
que entren en manos de quien los perfeccione, au­
mente y corrija.
Con esta ocasión, deseando, por el lustre de este
remo, que esta obra salga con toda perfección, y que
antes exceda que desdiga á los autores que han es­
crito nuestros Anales, he considerado que nadie
puede tomar esto por su cuenta y cumplirlo, sino
es Vmd., en quien concurre todo lo que podemos
desear, y hallarse con su origen y conocida nobleza
tan antigua deste reino, y del cronista y de los de
Castilla años há; con que por obligación debe no ex­
cusarse de este trabajo. Pero antes de disponer acá
con los diputados que esto se cometa á Vmd., quiero
que me diga con toda amistad si gustará de encar­
garse deste trabajo, y qué conveniencias ha menes­
ter que se le hagan, para que con estas noticias lo
vaya disponiendo. Tengo en mi poder hartos papeles
originales, de que Vmd. se podrá servir, demas de
los que hay en el archivo del reino. Vmd se sirva de
responderme luego; que para que esta carta llegue
segura á sus manos, va encaminada por la del señor
Duque de Híjar, mi primo, que la remita al señor
Rey Gómez. — Guarde Dios á Vmd. muchos años.
— Zaragoza, 3 de Octubre de 1662. Amigo y servidor
de Vmd. — El Duque de Villahermosa, Conde de
Luna y de Ficadillo.

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— ^$6 —

DE ENCARGO

Felipe II, al famoso pintor Ticiano.


El Rey, Amado nuestro: Vuestra carta de 7 de
Marzo, he recibido y visto por ella como tenéis aca­
badas algunas pinturas de las que os he mandado
hacer, de que he holgado mucho, y os tengo en ser­
vicio el cuidado y diligencia que en ello habéis usa­
do. Bien quisiera que me hubiérades escrito particu­
larmente cuáles eran estas pinturas que tenéis aca­
badas: y pues el daño que recibió el Adónis se le hizo
aquí cuando lo descogieron para verle, y ahora las
pinturas que me enviarédes estarán libres de correr
este peligro: y os encargo mucho que luego en reci­
biendo ésta, envolváis muy bien las pinturas que tu-
viéredes acabadas, de manera que se puedan traer
sin que reciban daño en el camino, y las entreguéis
al embajador Francisco de Vargas, á quien yo escri­
bo y mando que con el primer correo que viniere, si
se pudiere, ó por la mejor vía y manera que le pare­
ciere, me las envíe con la mayor brevedad que sea
posible. Vos haréis de manera que por lo que se hu­
biere de hacer de vuestra parte no se difiera ésta;
que en ello me haréis mucho servicio.
De lo que toca á vuestras cosas, me avisaréis si
se han cumplido; porque á no haberse hecho, yo
mandaré escribir al Duque de Alba, ¡de manera que
se cumplan. De Bruselas, á 4 de Mayo de 1556. — Yo
El Rey. — G. Peresius.

El Conde de Bloridablanca, al señor Arzobispo


de Toledo.
Excelentísimo Señor: Satisfecho el Rey del celo

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— 4S7 —

de vuecencia y del amor que tiene tan acreditado á


su real persona, ha resuelto confiar á su cuidado la
educación y crianza de don Luis de Vallabriga y sus
dos hermanas, en la forma y con las facultades con­
tenidas en la adjunta copia del real Decreto expedi­
do al Consejo y Cámara sobre el asunto.
Y espera su majestad que, para el mejor desem­
peño de esta confianza, cuidará vuecencia de reco­
ger á dicho don Luis á Toledo, y de poner á sus her­
manas, luego que se hallen en disposición para ello,
en algún convento ó colegio fuera de Madrid. Lo
participo á vuecencia, de orden de su majestad, para
su gobierno y satisfacción, rogando á Dios le guarde
muchos años. San Ildefonso, 14 de Agosto de 1785. —
El Conde de Floridablanca. — Señor Arzobispo de
Toledo.
DE RECOMENDACION

Santa Teresa de Jesús, al Ilustrisimo señor don


Alvaro de Mendoza Obispo de Avila, en Olmedo.
Jesús.
La gracia del Espíritu Santo sea con V. S. siem­
pre. Amén. Yo estoy buena del mal que tenía, aun­
que no de la cabeza, que siempre me atormenta este
ruido. Mas con saber que tiene V. S. salud, pasaré
yo muy bien mayores males. Beso á V. S. las manos
muchas veces por la merced que me hace con sus
cartas, que nos son harto consuelo; y ansí le han re­
cibido estas madres, y me las vinieron á mostrar
muy favorecidas, y con razón....................................
En el negocio del maestro Daza, no sé qué diga,
que tanto quisiera que V. S. hiciera algo por él, por­
que veo lo que V. S. le debe de voluntad; que aun­
que no fuera después nada, me holgara. Este dice
tiene tanta, que si entendiese que daáV. S. pesa-

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— 458 —
dumbre en suplicar le haga merced, no por eso le
dejaría de servir, sino que procuraría no decir jamás
á V. S. le hiciese mercedes. Como tiene esta volun­
tad tan grande y ve que V. S. las hace á otros, y ha
hecho, un poco lo siente, pareciéndole poca dicha
suya. En lo de la canongía él escribe á V. S. lo que
hay. Con estar cierto, que si alguna cosa vacare, an­
tes que V. S. se vaya, le hará merced, queda conten­
to, y el que á mí me daría esto, es porque creo á
Dios y al mundo parecería bien, y verdaderamente
V. S. se lo debe. Plegue á Dios haga algo porque
deje V. S. contentos á todos, que aunque sea menos
que canongía, lo tomará, á mi parecer. En fin, no
tienen todos el amor tan desnudo á V. S. como las
descalzas, que sólo queremos que nos quiera, y nos
e guarde Dios muchos años. Pues mi hermano bien
puede entrar en esta cuenta, que está ahora en el lo­
cutorio, besa las manos muchas veces á V. S., y Te­
resa los pies. Todas nos mortificamos, de que nos
mande V. S. le encomendamos á Dios de nuevo;
porque ha de ser ya esto tan entendido de V. S. que
nos hace agravio. Danme priesa por ésta, y ansí no
me puedo alargar más. Paréceme que con que diga
V. S. al maestro, si algo vacare se lo dará, estará
contento.
Indigna sierva, y súbdita de V. S. — Teresa de
Jesús.

El P. Isla, á su hermana.
Pontevedra, 19 de septiembre de 1761.
Querida María Francisca: la esquela adjunta es
de un tío de la mujer del guarda de aduanas José
Lorenzo, hombre muy de bien, que es mis pies y mis
manos para todo lo que aquí se me ofrece. Es menes­
ter echar toda el agua por ti y por tus conocidos para

Biblioteca Nacional de España


— 459 —

amparar á ese pobre; y más pidiendo una cosa tan


justa como el que se le permita volver á su casa
en tiempo tan crítico para que no se le pierda la cose­
cha, ofreciendo fianzas para estar á derecho. En es­
tos términos no puede negarse el juez á la gracia que
se le pide, y sólo pudiera no haber lugar á ella en un
caso atroz y capital, de lo que está muy distante el
presente, al que ha dado lugar la perversa índole
del querellante, quien, según me han informado, es
un procurador ocasionado, provocativo, maligno y
revoltoso, como lo espera convencer mi ahijado en
su justa defensa. Toma esto con todo calor y empeño,
y á Dios, que te me guarde cuánto desea tu amante
hermano y padrino. — Jhs. — José Francisco. — Mi
querida Maria Francisca.

DE ACCION DE GRACIAS

Del Padre Isla, á su hermano.


Crespelano, 4 de junio de 1769.
Amado hermano y amigo: Recibióse la carta de
8 de marzo, y con ella el socorro que la acompañaba.
Este llegó tan á tiempo, que el pobre interesado no
tenía con qué pagar los remiendos de una camisa.
Discurre qué gracias á nuestro Señor por tan amo­
rosa providencia, y qué agradecido quedaría á la
caritativa mano que tan generosamente aliviaba su
extrema necesidad. Aunque fué grande este con­
suelo, no es comparable con el que le causó la noti­
cia de que todavía viven todas las personas que le
tocan tan de cerca y tiene metidas dentro de su cora­
zón, repartiendo con ellas fielmente el mérito de sus
trabajos, que, aunque grandes, son muy ligeros res­
pecto de lo mucho que tiene que satisfacer................

Un estrecho abrazo de mi parte á la bella mano

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— 46 o —
que escribió la postdata de tu carta. Páguela Dios el
tierno consuelo que me dió. Creo que le tendrán
grande en saber de su hijo y de mi aquellas pobres y
buenas gentes de mi último cuartel, á quienes tanto
estimé.
El 7 de febrero te escribió Gaetano Pasquali por
mano de unos pobres medio paisanos que se apare­
cieron aquí....................................................................
El socorro llegó á puerto seguro, de que ya tiene
aviso el interesado aunque todavía no le haya perci­
bido tu más amante hermano y amigo. — Jhs. — José
Francisco.

El Cardenal don Francisco de Lorenzana, Arsobispo


de Toledo., á doña Maria Teresa Vallabriga.
Muy Señora mía y de mi mayor respeto: He reci­
bido carta-orden del Excmo. Señor Conde de Flori-
dablanca en que me comunica haberse dignado Su
Majestad confiar á mi cuidado la educación de sus
hijos, el Señor Don Luis y hermanas, en lo que he
tenido particular satisfacción, por los altos respetos á
que se dirige, y me persuado lo será también de la
de usía.
Espero que, conforme á la real intención, me dis­
pensará usía sus preceptos con la seguridad de que
apetezco el mayor consuelo de usía, y ejercitar mi
obediencia en su obsequio.
Nuestro Señor guarde á usía muchos años. San
Ildefonso, y Agosto 17 de 1785. — Besa la mano de
usía su más afecto servidor y Capellán, Francisco,
Arzobispo de Toledo. — Mi Señora doña Maria Te­
resa Vallabriga.

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— 4^1

Coronel don José Cadahalso. De Gacel d Ben-


beley.
Acabo de llegar á Barcelona. Lo poco que he vis­
to de ella, me asegura ser cierto el informe de Ñuño.
El juicio que formé por instrucción suya del genio
de los catalanes es tan acertado, y tal la utilidad de
este principado, que por un par de provincias seme­
jantes pudiera el rey de los cristianos trocar sus dos
Américas. Más provecho redunda á su corona, de la
industria de estos pueblos, que de la pobreza de tan­
tos millones de indios. Si yo fuera Señor de toda Es­
paña, y me precisaran á escoger los diferentes pue­
blos de ella por mis criados, haría á los catalanes
mis mayordomos.
Esta plaza es de las más importantes de la Penín­
sula, y por tanto su guarnición es numerosa y lucida,
porque entre otras tropas, se hallan aquí las que lla­
man guardias de infantería española. Un individuo
de este cuerpo está en la misma posada que yo, des­
de antes de la noche que llegué. Ha congeniado su­
mamente conmigo por su franqueza, cortesanía y
persona. Es muy joven, y su vestido es el mismo que
el de los soldados rasos; pero sus modales le distin­
guen fácilmente del vulgo soldadesco. Extrañé esta
contradicción, y ayer en la mesa, que en estas posa­
das llaman redonda porque no tienen asiento prefe­
rente, viéndole tan familiar y tan bien recibido por
los oficiales más viejos del cuerpo, que son tan res­
petables, no pude aguantar más mi curiosidad acer­
ca de su clase, y así le pregunté quién era. Soy, me
dijo, cadete de este cuerpo, y de la compañía de aquel
caballero, señalando á un anciano venerable, con la
cabeza cubierta de canas, el cuerpo lleno de heridas
y el aspecto guerrero. Sí, señor, y de mí compañía.

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— 4-62 —

dijo el viejo. Es nieto y heredero de un compañero


mío que mataron á mi lado en la batalla de Campo-
Santo; tiene veinte años de edad, y cinco de servi­
cio; hace mejor el ejercicio que todos los granaderos
del batallón; es un poco travieso como los de su cla­
se y edad; los viejos no lo extrañamos, porque son
lo que fuimos, y serán lo que somos. No sé qué gra­
do es ese de cadete, dije yo. Esto se reduce, dijo otro
oficial, á que un joven de buena familia sienta plaza,
sirve doce ó catorce años, haciendo siempre de sol­
dado raso, y después de haberse portado como es
regular se arguya de su nacimiento, es promovido al
honor de llevar una bandera con las armas del Rey
y divisas del regimiento. En todo este tiempo suelen
consumir sus patrimonios por la indispensable decen­
cia con que se tratan, y por las ocasiones de gastar
que se les presentan, siendo su residencia en esta ciu­
dad, que es lucida y deliciosa, ó en la corte, que es
costosa. Buen sueldo gozarán, dije yo, para estar
tanto tiempo sin el carácter oficial, y con gastos,
como si lo fueran. El prest del soldado 'raso, y nada
más, dijo el primero; en nada se distinguen sino en
que no toman ni aun eso, pues lo dejan con alguna
gratificación más al soldado que cuida sus armas y
fornitura. Pocos habrá, insté yo, que sacrifiquen de
ese modo su juventud y patrimonio. ¿Cómo pocos?
saltó el muchacho. Somos cerca de doscientos, y si
se admiten todos los que pretenden ser admitidos,
llegaremos á dos mil. Lo mejor es, que nos estorba­
mos mutuamente para el ascenso, por el corto nú­
mero de vacantes, y grande de cadetes. Pero más
queremos estar montando centinela con esta casaca
que dejarla. Lo más que hacen algunos es beneficiar
compañías de caballería ó dragones, cuando la oca­
sión se presenta, si se hallan ya impacientes de es­
perar, y aun así quedan con tanto afecto al regi­
miento, como si viviesen en él. ¡Gracioso cuerpo! ex-

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— 4^3 —
clamé yo, en que doscientos nobles ocupan el hueco
de otros tantos plebeyos sin más paga que el honor
de la nación! ¡Gloriosa nación que produce nobles tan
amantes de su rey! ¡Poderoso rey que manda á una
nación cuyos nobles individuos no anhelan más que
á servirle, sin reparar en qué clase ni con qué premiol

De Gacel á Ben-Beley.
¿Quién creyera que la lengua tenida por la más
hermosa de Europa dos siglos ha, se vaya haciendo
una de las menos apreciables? Tal es la priesa que
se dan los españoles á echarla á perder. El abuso de
su flexibilidad, digámoslo así; la poca economía en
frases y figuras de muchos autores del siglo pasado,
y la esclavitud de los traductores del presente á sus
originales, han despojado á este idioma de sus natu
rales hermosuras, cuales eran laconismo, abundan­
cia y energía. Los franceses han hermoseado el
suyo, al paso que los españoles han desfigurado
el que tanto habían perfeccionado. Un párrafo de
Montesquieu y otros coetáneos tiene tal abundancia
de las tres hermosuras referidas que no parecían ca­
ber en el idioma francés; y siendo anteriores en un
siglo, y algo más, los autores que han escrito en
buen castellano, los españoles del día parece que
han hecho asunto formal de humillar el lenguaje de
sus padres. Los traductores é imitadores de los
extranjeros son los que más han lucido en esta em­
presa. Como no saben su propia lengua, porque no
se dignan de tomarse el trabajo de estudiarla, cuando
se hallan con alguna hermosura en algún original
francés, inglés ó italiano, amontonan galicismos,
Ualianismos y anglicismos, con lo cual consiguen
todo lo siguiente:

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— 464 —

1.® Defraudan el original de su verdadero mérito,


pues no dan la verdadera idea en la traducción;
2. °, añaden al castellano mil frases impertinentes;
3. °, lisonjean al extranjero, haciéndolo creer que la
lengua española es subalterna á las otras; 4.®, aluci­
nan á muchos jóvenes españoles, disuadiéndoles del
indispensable estudio de su lengua natural.
Sobre estos particulares suele decir Ñuño: Algu­
nas veces me puse á traducir, siendo muchacho, va­
rios trozos de literatura extranjera; porque, así como
algunas naciones no tuvieron á menos el traducir
nuestras obras en los siglos en que éstas lo merecían,
así debemos nosotros portarnos con ellas en lo ac­
tual. El método que seguí fué éste: Leía un párrafo
del original con todo cuidado; procuraba tomarle el
sentido preciso; lo meditaba mucho en mi mente; y
luego me preguntaba á mí mismo: ¿Si yo hubiese de
poner en castellano la idea que me ha producido esta
especie que he leído, cómo lo haría? Después reca­
pacitaba si algún autor antiguo español había dicho
cosa que se le pareciese. Si me figuraba que sí, iba á
leerlo, y tomaba todo lo que juzgaba ser análogo á lo
que deseaba. Esta familiaridad con los españoles del
siglo XVI y algunos del xvii, me sacó de muchos apu­
ros; y sin esta ayuda es formalmente imposible el sa­
lir de ellos, á no cometer los vicios de estilo que son
tan comunes.
Más te diré. Creyendo la transmigración de las
artes tan firmemente como cree la de las almas cual­
quiera buen pitagorista, he creído ver en el caste­
llano y latín de Luis Vives, Alonso Matamoros, Pe­
dro Ciruelo, Francisco Sánchez, llamado el Bró­
cense, Hurtado de Mendoza, Ercilla, Fr. Luis de
Granada, Fr. Luis de León, Garcilaso, Argensola,
Herrera, Alava, Cervantes y otros, las semillas que
tan bien han cultivado los franceses de la mitad
última del siglo pasado, de que tanto fruto han sa-

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— 4¿S —
cado los del actual. En medio del justo respeto que
siempre han observado las plumas españolas en ma­
terias de religión y de gobierno, he visto en los refe­
ridos autores excelentes trozos, así de pensamientos
como de locución, aun en las materias frívolas de
pasatiempo gracioso; y en aquéllas en que la crítica,
con sobrada libertad, suele mezclar lo frívolo con lo
serio, y que es precisamente el género que más
atractivo tiene en lo moderno extranjero, hallo mu­
cho en lo antiguo nacional, así en lo impreso, como
en lo inédito. En fin, concluyo que, bien entendido y
practicado nuestro idioma, según lo han manejado
los autores arriba dichos, no necesitamos echarlo á
perder en la traducción de lo que se escribe bueno ó
malo en lo restante de Europa, y á la verdad, pres­
cindiendo de lo que se ha adelantado en física y ma­
temática, no hacen absoluta falta las traducciones.
Esto suele decir Ñuño, cuando habla seriamente
en este punto.

DE POLITICA

Don Gaspar de Jovellanos, al General francés


Horacio Sebastiani.
Señor General:
Yo no sigo un partido: sigo la santa y justa causa
que sigue mi patria, que unánimemente adoptamos
los que recibimos de su mano el augusto encargo de
defenderla y regirla, y que todos hemos jurado se­
guir y sostener á costa de nuestras vidas. No lidia­
mos, como pretendéis, por la Inquisición, ni por so­
ñadas preocupaciones, ni por interés de los grandes
de España; lidiamos por los preciosos derechos de
nuestro Rey, nuestra Religión, nuestra constitución
y nuestra independencia. Ni creáis que el deseo de
conservarlos esté distante del de destruir los obstá-

/ ^Bibliilelak
'a'd^al de España
1
466 —

culos que puedan oponerse á este fin; antes por el


contrario, y para usar de vuestra frase, el deseo y
propósito de regenerar la España, y levantarla al
grado de esplendor que ba tenido algún día, es mira­
do por nosotros como una de nuestras principales
obligaciones. Acaso no pasará mucho tiempo sin
que la Francia y la Europa entera reconozcan que
la misma nación que sabe sostener con tanto valor y
constancia la causa de su Rey y de su libertad con­
tra una agresión tanto más injusta, cuanto menos de­
bía esperarlo de los que se decían sus primeros ami­
gos, tiene también bastante celo, firmeza y sabidu­
ría para corregir los abusos que la condujeron in­
sensiblemente á la horrorosa suerte que la prepara­
ban. No hay alma sensible que no llore los atroces
males que esta agresión ha derramado sobre unos
pueblos inocentes, á quienes, después de pretender
denigrarlos con el infame título de rebeldes, se nie­
ga aún aquella humanidad que el derecho de la gue­
rra exige y que encuentra en los más barbaros ene­
migos. ¿Pero á quienes serán imputados estos males?
¿A los que los causan violando todos los principios de
la naturaleza y la justicia, ó á los que lidian genero­
samente para defenderse de ellos, y alejarlos de una
vez para siempre de esta grande y noble nación?
Porque, Señor General, no os dejéis alucinar: estos
sentimientos que tengo el honor de expresaros son
de la nación entera, sin que haya en ella un solo
hombre bueno, aun entre los que vuestras armas opri­
men, que no sienta en su pecho la noble llama que
arde en el de sus defensores. Hablar de nuestros
aliados fuera impertinente, si vuestra carta no me
obligase á decir en honor suyo, que los propósitos
que les atribuís son tan injuriosos como ajenos de la
generosidad con que la nación inglesa ofreció su
amistad y sus auxilios á nuestras provincias, cuando
desarmadas y empobrecidas, los imploraron desde

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— 467 —

los primeros pasos de la opresión con que la amena­


zaban sus enemigos.
En fin, Señor General, yo estaré muy dispuesto á
respetar los humanos y filosóficos principios que,
según nos decís, profesa vuestro rey José, cuando
vea que, ausentándose de nuestro territorio, reco­
noce que una nación cuya desolación se hace ac­
tualmente á su nombre por vuestros soldados, no es
el teatro más propio para desplegarlos. Este sería
ciertamente un triunfo digno de su filosofía; y vos.
Señor General, si estáis penetrado de los sentimien­
tos que ella inspira, deberéis gloriaros también de
concurrir á éste triunfo para que os toque alguna
parte de nuestra admiración y de nuestro reconoci­
miento.
Sólo en este caso me permitirán mi honor y mis
sentimientos entrar con vos en la comunicación que
me proponéis, si la suprema Junta general lo apro­
base. Entretanto, recibid. Señor General, la expre­
sión de mi sincera gratitud por el honor con que per­
sonalmente me tratáis, seguro de la consideración
que os profeso. Sevilla, 24 de Abril de 1809.

FAMILIAR

A don Manuel Lope.


En fin. Dios provee siempre á los más necesitados
y desamparados: costumbre antigua suya y muy de
aquella corte suprema; no de estas bajas, donde se
tiene por caballería desamparar á los solos. .Digo
que en la mayor soledad socorre Dios; y hace más,
que socorre enseñando con una pluma en falta de
dos amigos, para que aprendan los hombres cuán
poco valen las amistades de este siglo, pues una plu­
ma, con cuán poco pesa, me suple la falta de dos ami­
gos. Con ésta me entretengo solo y sin vuestras mer-

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— 468 —

cedes. Ya lo oigo que dice Vm. que no me entretiene


la pluma, sino porque hablo con mis amigos absen­
tes, y que absentes y presentes me entretienen. Eso
será finca mía, que sé sacar de escorpiones triaca.
¿Qué mayor escorpión que un amigo que huye del
que le ama? Mire y considere Vm. cuánto mayor ve­
neno es el del que huyendo mata, que el del que aco­
metiendo hiere. Pues espere Vm. un poco, porque no
le quede lengua para responder, que el escorpión es
más leal que el amigo que huye, que hiere acome­
tiendo, y el amigo huyendo, que es como decir á trai­
ción Pero baste desto esto: y digo que á lo menos
Vm. me diga quiénes son los bellacones por quien
Vm. está con salud para banquetearse en su casa y
no para comer de dieta en mi choza, porque yo sepa
quienes son los que con cara de amigos me saludan
al lado de Vm. Hola, nadie se ofenda, que dos espa­
das tengo á mi cabecera, una damasquina y otra es­
cocesa, que no me ciño ya armas ordinarias: que á
golpes tan extraordinarios tales armas se requieren.
No rompa Vm. este papel, porque yo sepa lo que es­
cribí, si me acusare dello: que no quiero otros des­
cargos en mi defensa sino mis culpas. Dije espadas,
porque quiero ver si me valen más que la pluma, que
de cortar más la pluma que ellas, yo tengo experien­
cia buena. De Vm.—Antonio Péres.

Del Padre Isla, á su hermana.


Bolonia, ál de Octubre de 1781.
Amada hija, hermana y señora mía: No te puedo
ponderar el gusto con que recibí juntas tus dos car­
tas de 28 de Agosto y 9 de Septiembre. Este es el úni­
co consuelo que me ha quedado en esta miserable
vida, ó á lo menos el que aprecio infinitamente más

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— 469 —
que todos cuantos ella me pueda proporcionar. Su­
puesta esta verdad, mira si tendrás valor para ne­
gármele siempre que lo puedas hacer sin perjuicio
de tu preciosa salud, que estimo más que la mía. Mas
ajes habituales no son pocos ni poco molestos, baldado
todo el lado izquierdo, casi enteramente perdida la
vista de él, continuas convulsiones, poco menos que
universal temblor de todos los miembros, tanta debi­
lidad en las piernas, que no puedo estar en pie ni de­
cir misa sino raras veces, y siempre con grande tra­
bajo; á cuatro pasos que dé, luego me canso, me falta
la respiración y casi me ahogo...

Estoy tan lejos de querer llevarte ventajas en todo


como de concederte que yo te las lleve en el entendi­
miento, ni que tú me las hagas en el amor. Démonos
ambos por buenos; pero bajo el supuesto de que yo
te envidio muchas cosas, y en mi ninguna hay que
no sea digna de compasión.
Hago gran aprecio de la memoria con que me fa­
vorece mi señora doña Manuela Gayoso, mujer de
mi amigo Urbina. Te suplico la asegures de mi sumo
reconocimiento, como también de la continua memo­
ria que hago en todos mis sacrificios de nuestro ama­
do coronel.
No estimo menos el recuerdo que hace de mi
nuestra tenienta Antolina, á quien finamente corres­
pondo, doliéndome mucho de la muerte de su suegro
y mi antiguo condiscípulo don José Robledo, que tie­
ne y tendrá mucha parte en todos mis sacrificios.
Si te hiciere una visita don Vicente de Soto y
Valcarce, natural de Villafranca, provisor que fué
del Obispado de Guadix, recíbele con la estimación
y agrado que se merece por sí mismo y por ser her­
mano de otro hermano mío de mi misma provincia,
mozo de prendas muy singulares y que en el día es
toda mi confianza. Espero que tendrás tú tanto gusto

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— 470 — 1
en conocerle, como yo tengo en la comunicación con
su hermano.
Dirás (como si lo oyera), ¿cuándo se acaba esta
eternísima y pesadísima carta? Ten paciencia, que se
acabó; sólo falta el protestarme, ratificarme y confir­
marme tu amante hermano por toda la conjugación
de verbo amo, amas, amam, amatum.—José Fran­
cisco.—Her mana y señora doña Francisca de Isla y
I/Osada,

Don Leandro Fernández de Moratln,


a Don Pablo Forner.
Carísimo: Tengo ya pasaporte y recomendaciones
del Rey para afufarlas á Francia á principios de
Mayo; esto es, el 7 ú 8: regularmente no te escribiré
hasta que me fije en París: si quieres algo para allá,
no dudes mandarme, y también si quieres que dé al­
guna carta tuya á Florián, puedes enviármela; pero
debe ser á vuelta de correo. Mi viaje será largo, si
alguna circunstancia inopinada no me hace volver
fuera de tiempo: creo que podré adelantar allí mucho
y si no me equivoco, ganará mi salud otro tanto en
aquella tierra fría y húmeda: tus nervios y los míos
no son para resistir esta Numidia.
Aquí no hay más novedades que las de la Gaceta.
Don Luis está mejor. Vinagrillo pobre y alegre, y
muy obsequiador de farsantas. Melón gordo y apren­
sivo. Pons escribiendo diccionarios poéticos. Malo,
altamente persuadido de la bondad de sus obras he­
chas y por hacer, y hablando eternamente á Metas-
tasio.
Siento no ver á Bernabeu antes de irme, y siento
mucho más no poder llevar un par de amigos hacia
allá, siquiera hasta que pudiera remudarlos con otro
par de franceses; pero lo que importa es marchar, y

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- 471 —

pronto, porque el calor aprieta. Manda cuanto gus­


tes. Vive alegre, y adiós. Hoy 25. — Moratin.

FESTIVA

Don Antonio de Guevara, á una sobrina.


Sobrina querida y señora lastimada: Después que
vimos lo que escriben de allá por una carta, y supi­
mos la ocasión de vuestra tristeza, tengo por imposi­
ble hayáis vos allá tanto llorado, cuanto acá todos
vuestros deudos hemos reído. No os maravilléis, se­
ñora, desto que digo, que así fué, así es y así será;
que á do unos perecen, otros se salvan; y á do unos
se afaman, otros se infaman; y á do unos ríen, otros
lloran; y la causa desto es, que como hay tantas mu­
danzas en esta vida y no hay cosa estable en ella,
jamás los hombres tienen un querer ni cosa ninguna
en un ser. Así como en una parte de la mar hace bo­
nanza y en otra tempestad, y en una parte de la tierra
atruena y en otra hace sol, así acontece muchas ve­
ces á los hombres, á unos de los cuales les duela la
cabeza de reir, y á otros les escuecen los ojos de
llorar.............................................................................
.... Hannos acá dicho, y hemos por una carta
sabido, que se os murió una vuestra perrilla, de
parto, la muerte de la cual os ha causado tanta pena,
que os dió luego una recia calentura, y estáis muy
mala en la cama; y para deciros la verdad, aquella
vuestra pena fué la causa de toda nuestra risa . . .
Don Gaspar de Guevara, vuestro primo y mi so­
brino, me ha mucho rogado, y con palabras muy
tiernas persuadido á que os vaya á visitar ú os envíe
á consolar; y para más me convertir, ha jurado y
perjurado que en el grado que yo sentí la muerte de
doña Francisca mi hermana, tanto y más habéis vos
sentido la muerte de vuestra perrilla. Un niño cuan-

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1

— 472 —

do nace, ni sabe andar, ni sabe comer, ni sabe ha­


blar; mas junto con todo esto luego sabe llorar; de
manera que no está la culpa en que lloremos sino en
aquello por qué lloramos. Nuestra madre Eva lloró
por su hijo Abel, Jacob lloró por Josef, David lloró
por Absalón, Ana lloró por Tobías, Jeremías llo­
ró por Jerusalén, la Magdalena lloró por sus peca­
dos, San pedro lloró por su reniego, y Cristo nuestro
Dios lloró por su amigo Lázaro; y vos, señora, por
la muerte de una perrita, el cual lloro jamás de nadie
lo oí ni aun en libro lo leí. ...................................
Dejadas, pues, señora, las burlas aparte, sea la
conclusión de todo esto, que os dejéis de llorar y os
comencéis á levantar, porque de otra manera no lo
atribuiremos ya á burla, sino á locura. No más, sino
que nuestro Señor sea en vuestra guarda, y á mí dé
su gracia que le sirva. De Burgos, á 8 de febrero
de 1524.

El Padre Isla a su hermana.


Villagarcla, á 28 de Marzo de 1755.
Hija mía: Tus flemones, por un lado; la flema con
que la nieve ha tomado esto de estarse regodeando
sobre los puertos, por otro; la que en consecuencia
de la misma gasta don Antonio de la Piña en la Co­
ruña y en el Ferrol, sin que yo me atreva á conde­
narla; los dolores que afligen á madre con tanta por­
fía; y el tener desahuciado á este Padre Rector, sin
que pueda vivir, sino que sea por una especie de mi­
lagro, perdiendo en él mucho todos, y yo un buen
amigo, me han retirado el gusto de manera que sólo
siento en suspirar, y aun esto me lo recatea el cora­
zón, porque está muy sofocado. Añádese á esto que
en las primaveras y en los otoños regularmente se
me desenfrena la hipocondría, siendo éstas las flores

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- 473 —
y los'frutos que produce mi terreno. [Hoy extraño
menos esta visita porque sólo la dilación de la tuya,
aunque faltaran los demás motivos alegados, basta­
ría para desazonarme toda la gracia: y así por lo que
toca á esta carta no temo que me repitas la desver­
güenza de llamarme «el atrevido gracioso*, y estará
más en su lugar el epíteto del «vejete insulso», ó el
de «Marica con barbas». Con efecto, teniendo pobla­
do de cerdas el corazón para algunas cosas, cuando
se trata de perder á quien quiero bien, le tengo tan
lampiño, que es una lástima. En fin, hija mía, no está
gracia en casa, ni lo estará ya hasta que te vea, que
será cuando Foncebadón lo permita, el Cebrero dé
licencia y á don Antonio de Piña se le antoje.—Tu
amante, Pepe.—Mi amada Maruja.

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f

Indice
PágS.
Carta de Mgr. Dapanloup, Obispo de Orleans .... VII
A LOS Seminaristas.................................................................................... 1
INTRODUCCIÓN. — Nociones de Urbanidad y de cor­
tesía ¿Porqué han de practicarse? Medios que tenemos. .

PARTE PRIMERA
URBANIDAD Y BUENAS MANERAS DEL SACERDOTE EN LA VIDA
PRIVADA

CAPITULO I. — Del cuidado que debemos tener de nuestro


cuerpo, — Limpieza de los pies, manos, rostro, etc. —
Perfumes. — Cabellera. — Uso del tabaco. — Diversas
precauciones.......................................................................... 2I
CAPITULO II. — Del vestido. — Reglas generales con res­
pecto al vestido, prendas diferentes. — Traje de casa, tía
je de etiqueta, traje medio..................... • . . . . 39
CAPÍTULO III. — De la habitación. — Condiciones déla
Casa Parroquial. — Mobiliario. — Cuidado que debe te­
nerse ..................................................................................... 59
CAPÍTULO IV. — De la Apostura. — Reglas generales
de la apostura del Eclesiástico. — Actitud del cuerpo,
de los miembros, de la cabeza. — Compostura de la vis­
ta. — Reglas particulares.......................................... ..... • 69
CAPÍTULO V. — De la vida del Eclesiástico. — Viajes.—
Comunicación con las gentes. — Espectáculos. — Jue­
gos. — Caza. — Trabajos mecánicos. — Comercio. —
Ejercicio de la Medicina..................................................... 82

SEGUNDA PARTE

URBANIDAD Y BUENAS MANERAS DE LOS ECLESIÁSTICOS EN SUS


RELACIONES CON LOS DEMÁS

CAPÍTULO I. — Relaciones de simple ocasión. — Del


encuentro. — Del saludo. — Deberes para con el pú­
blico en general ................................................ 97
CAPÍTULO II. — Relaciones de negocios. — Relaciones
con los comerciantes, — con los abogados, — con los
empleados de escritorio, — con los médicos . . . . 114

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— 476 —
1
P<g«.
CAPÍTULO III. — Relaáones de sociedad...........................122
Artículo I. — De las visitas. — Visitas que se hacen y
visitas que se reciben.......................................................... 122
Artículo II. — De la mesa. — Modo de sentarse á la
mesa. — Reglas que hemos de observar cuando se nos
invita y cuando invitamos................................................ 145
Artículo III. — Deljuego y del paseo. — Reglas que he­
mos de observar en el juego — Juegos de sociedad. —
Música de Salón. — Paseos á caballo, á pie, en coche. 192
Artículo IV. — De la hospitalidad..................................... 202
CAPÍTULO V. — De la Urbanidad en las circunstancias
especiales de Nacimiento, Matrimonio y Defunción . . . 216
CAPÍTULO VI — Relaciones de familia........................... 227
Artículo I. — La Comunidad. — Deberes generales. —
Deberes para con los Superiores, para con los iguales,
para con los inferiores..................................................... 228
Artículo II. — La Casa Parroquial — Deberes mutuos
de los sacerdotes que habitan en ella. — Deberes para
con los padres y demás parientes del Párroco, si residen
en la misma. — Deberes para con los sirvientes . . . 247
Artículo III. — El palacio y la casa de la clase media, 266
CAPÍTULO VIL — Relaciotus del ministerio — El sacer-
cerdote en el Altar. — en el coro, — administrando los
sacramentos, — en el Púlpito, — en la Sacristía. — Ho­
norarios del Sacerdote..................................................... 278

TERCERA PARTE

URBANIDAD Y DELICADEZA DE LOS ECLESIÁSTICOS EN EL LENGUAJE

SECCIÓN I

DE LA CONVERSACIÓN

CAPÍTULO I. — De las propiedades físicas déla conversa'


Clon — Órgano de la palabra. — Voz. — Articulación . 297
CAPÍTULO 11. — De las propiedades gramaticales de la
conversación. — Pronunciación.— Pureza. — Corrección. 302

Biblioteca Nacional de España


477 —
P^g«-
CAPÍTULO III. — De las propiedades literarias de la con
versación. — Elegancia. — Dignidad. — Sencillez . 307

Capítulo IV. — De las propiedades sociales de la con


versación. — Tuteamiento. — Diferentes fórmulas . 314

CAPITULO V. — De las propiedades morales de la conver


sación — Moderación. — Decoro — Discreción.—Mo
desda. — Caridad.......................................................... 326

CAPÍTULO VI —De las propiedades relativas á los di


ferentes elementos de la conversación. — Narraciones.
Extractos. — Preguntas. — Discusiones. — Cumplidos
— Bromas. — Citas..................................................... 346
CAPÍTULO VIL —Reglas que debe observar el que escu~
cha en la conversación. — Escuchar. — Manifestar in
terés — No interrumpir................................................ 367

SECCIÓN II

DK LA CORRESPONDENCIA

CAPÍTUt OI. — La Urbanidad en la Conespondencia. —


Cartas de negocios. — Cartas de etiqueta. — Cartas fa­
miliares ......................................................................................377
CAPÍTULO II. — Redacción de las cartas. — Objeto ó ma­
teria de la carta.— Orden. — Estilo epistolar. . . . 383
Capítulo III. — De las fórmulas epistolares. — Princi­
pio de la carta. — Cuerpo ó fondo de la carta. — Fin ó
epílogo de la carta...................................................................... 396
Capítulo IV —De la forma material de las cartas.—
Papel. — Tinta. — Escritura. — Espacios en blanco.—
Plegado de la carta. — Sello. —Dirección .... 413
CAPÍTULO V. — Modo de expedir las cartas. Por un pro­
pio. — Por una persona que nos dispensa un favor. —
Por el correo. — Franqueo...................................................... 439
Conclusión.................................................................................43!
APÉNDICE. — Modelos de cartas....................................... 435

Biblioteca Nacional de España


BBÜTBVfl BILI, E01TflB.-BHBBELfl|ia
El Guía del Seminarista, por el Abate H. Dubois, Autor
de fEu SACERDOTE SANIO» y «PRÁCTICA DEL CELO ECLESIÁS­
TICO», versión castellana, por el Roo. D. Valeriano Puertas
Nava, Pbro.

OBRAS DEL ILMO. Y RMO. SR- D. ANTOLIN LOPEZ PELAEZ


Obispo de yaca.
La Censura Eclesiástica, Obra premiada.
Cuestiones Canónicas.
Los daños del libro.

OBRAS DEL R- P- RAMON RUIZ AMADO S. J.


Los Peligros de la Fe en los actuales tiempos. Confe­
rencias.
La Enseñanza popular de la Religión, según la Encíclica
^Acerbo nimist, de N. S. P. Pío X.
La leyenda del Estado enseñante. Apuntes histórico críticos,
OPUSCULOS SELECTOS PARA PROPAGANDA
Abejas místicas de San Francisco de Sales ó la Vida
devota bajo el emblema de las abejas, versión española por
D. Enrique Massaguer.
Yo ¿para qué nací? Para salvarme. Á las jóvenes cristia­
nas. Recuerdo que para consolidar el fruto de los santos Ejer­
cicios les dedica el P. Pedro Aguilera, de la Compañía de jesús.
Ministerio de Angeles, método de ayudar á Misa. Arre­
glado por un Padre de la Compañía de jesús.
Mes de Maria. Breves ejercicios piadosos para honrar á la Santí­
sima Virgen en el mes de lasjlores, por el P. Longinos Navás, S. J.
Ramillete de Dictámenes espirituales,para los
días de retiro por el P. Longinos Navás S. J.
Pensamientos de San Agustín, entresacados de varios auto­
res, por el P J. R. Agustino
OBRAS DE EDUCACION
El Niño, por Mons. Dupanloup, Obispo de Orleans^ versión
española por el R. P. Antolín S. Fernández.
del Inmhculado Corazón de Maria.
X.OS niños mal educados, Estudio psicológico^ anecdótico y
práctico^ por Fernando Nicolay, versión española por D. An­
tonio García Llansó. — Tercera edición.

Biblioteca Nacional de España


La educación de las Jóvenes, por Fenelón, versión espa­
ñola por D • LUISA Repolles de Yus.
Á los jóvenes. Consejos del P. Olivaint, recogidos por el
P. Ch. Clair, de la Compañía de yesús^ versión española por el
R. P. Antolín S. Fernández, Misionero Hijo del Inmaculado Co-
razón de Marta
El Trabajo (Trabajo en general, Trabajo manual, Trabajo
intelectual. Trabajo espiritual, Observaciones), por la Condesa
Zamoyska, versión española por la Srta. Corina de Carlos,
prólogo del Ilmo. Y Rmo.Sr. López Pkláez, Obispo de Jaca.
Dios en la Escuela, El Colegio Cristiano, Conferencias
dominúales^ por Monseñor Baunard, versión española por el
Rdo. P. Dionisio Fierro Casca, Escolapio.
La Educación musical, por Alberto Lavignac, Profesor
del Conservatorio de Paris^ versión española por D. Felipe Pe-
drell, Profesor del Conservatorio de Madtid. — Segunda edición.

OBRAS DEL R, P. FR. SAMUEL EIJAN, 0. F. M.


Despertador Antoniano, /devocionario completo de los Asocia­
dos de la Pía Unión de San Antonio de Padua. Libro recomendado
á los miembros de la Pía Unión por el Director del Centro Na­
cional de España.
Vida Popular de San Antonio de Padua y medios para
propagar su culto entre los fieles.
El Lirio entre espinas ó el Apóstol de María Inmaculada
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Las Virtudes del Religioso, por el Roo P. Benito Valuy,
de la Compañía de Jesús, versión española por el Rdo. P. Dioni­
sio Fierro Gasca, Escolapio.

Las Hijas de María, su conducta en el mundo, Confe­


rencias traducidas del francés por el Rdo. P Dionisio Fierro
Gasca, Escolapio.—Segunda edición.
Mes de María, por el Rdo. P. Dionisio Fierro Gasca, Es­
colapio.
Conveniencia de definir como dogma de fe la Asun­
ción de la Virgen, por el Rdo. P. Fr. .Eusebio de la Asun­
ción, Carmelita.

El Reverendo P. de Tournely y la Sociedad de Padres


del Sagrado Corazón. Reseña kistórico-biográfica.
El Crucifijo, por el R. Abate Chaffanjon, traducción por
el R. P. Dionisio Fierro Gasca, Escolapio.
Tratado completo de Religión, por el Rdo. D. Cayetano
Soler, Pbro.
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OBRAS VARIAS
El Evangelio explicado en las Dominicas, Brtves discur­
sos sobre las principalesfiestas del año y Ejercicios espirituales, por el
sacerdote Kafael Frassinetti, versión española por el Dr. don
Jos¿ Ignacio ValentI,
¿Qué es Canto Gregoriano? Su naturaleza é historia, por un
Padre Benedictino del Monasterio de Silos (Burgos).
Música Religiosa, ó Comentario teórico práctico del Motu Pro­
pio, por el l<. P. L. Serrano, O. S. B. del Monasterio de Silos.
El Libro de los Afligidos (Consuelos para el dolor), por
el Autor de los c Avisos espirituales>, versión española por
juan de Dios S. Hurtado — Segunda edición.
Arte de cuidar á los enfermos, Manual teórico-práctico
para uso de las familias en general y de las religiosas enfermeras en
particular, por L. Grenet, Canónigo, versión española por D. Juan
DE Dios S. Hurtado.—Segunda edición.
Avisos espirituales para la santificación de las almas,
tomo I.—Avisos espirituales para las mujeres que viven
en el mundo, tomo 11.—Avisos espirituales para las almas
que aspiran á la perfección, tomo III
Las luchas del alma, Instrucciones á las Hijas de María y á
las personas piadosas, por el Abate Edelin, traducción por el
R. P. Dionisio Fierro Gasca, Escolapio.
Nuestra Señora de Lourdes, Relatos, por el R. P. L. José
María Cros, S. J. traducción por el R. P. Antonio Vilade-
VALL, S J. — Segunda edición corregida é ilustrada.

Enseñanza gráfica. Lecciones de cosas en 650 graba­


dos, por G. COLOMB.—Segunda edición de loo.ooo ejemplares.
Principios y problemas de Geometría, por el doctor E.
Fontseré, Catedrático de la Universidad de Barcelona.
Nuevo Diccionario Enciclopédico ilustrado de la Len­
gua castellana, por Miguel de Toro y Gómez. — Segunda
edición.
La Cueva de Hércules, Leyenda histórica del siglo VIH,
por el Rdo. P. Esteban Moréu, de la Compañía de Jesús.
Química popular, por el Dr. Casimiro Brugués, Profesor
de la Universidad de Barcelona, con un Prólogo del Dr José Ca­
sares, Decano de la Facultad de Farmacia en la Universidad de
Barcelona.—Edición ilustrada con multitud de grabados
El Libro de las Tierras vírgenes, por Rudvard Kipling,
versión española por Ramón D. Perés, con ilustraciones de José
Triadó

Biblioteca Nacional de España


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