You are on page 1of 5

CON EL PUEBLO Y POR EL PUEBLO: BREVE COMENTARIO DE UNA POSIBILIDAD IMPOSTERGABLE

Martín Enrique Vargas Canchanya – UNMSM

“Con el pueblo claro que se puede”… Con esta enérgica frase Indira Huilca, congresista de
la agrupación de izquierda Frente Amplio (FA), concluyó su juramento el día que asumió
su cargo. Gracias a esta apelación al pueblo, ella inscribió su discurso en un instante en
que la bancada fujimorista, hoy mayoritaria en el Congreso, la rodeaba de pifias por haber
aludido a las víctimas de la dictadura de Alberto Fujimori. Desde el primer momento en
que fue articulada, aquella frase en cuestión mereció el aplauso de los sectores
progresistas debido, sobre todo, al gesto desafiante que pareció acompañarla, mientras
que, por su parte, hubo quienes se limitaron a considerarla como una estrategia retórica
más. Sin embargo, transcurridos varias semanas de ese hecho anecdótico y habiendo sido
esa frase repetida una y otra vez por los medios de comunicación, llama la atención que el
poder enunciativo de la misma aún sea reconocible y, al margen de su autor, nos siga
planteando un impasse. ¿Qué implica que un congresista se ponga del lado del pueblo y se
asuma a sí mismo como un portavoz?

A juzgar por el análisis planteado por el profesor Marcos Mondoñedo, los efectos de esta
aparente “incorrección retórica” van más allá de una mera ruptura con el repertorio
verbal exigido por el protocolo de la ceremonia. De esa manera, este piensa, por ejemplo,
que, a diferencia de lo que ocurre cuando el pueblo es mencionado como un significante
cualquiera, aquel gesto introduciría una nominación por la cual esta instancia cobraría
una presencia real. Por otro lado, desde cierto punto de vista pragmático, es posible
suponer también que la apelación al pueblo habría permitido a la congresista autorizarse
a sí misma ante lo hostil del auditorio y, mediante esto, invocar un amparo y construir un
espacio en el cual posicionarse. Sin embargo, si asumimos de antemano que el gesto de
Huilca puede ser interpretado como una declaración ética de principios políticos, tal como
lo sugiere Mondoñedo, quizás una mejor hipótesis sea aquella que establece que esta
apelación al pueblo significa, en realidad, el reconocimiento de un sujeto político.

De acuerdo con el filósofo Alain Badiou, un sujeto político es aquel que se pronuncia en el
abierto producido por la distancia insalvable entre el Estado y la gente que este se arroga
representar (Badiou, 2008: 91). La forma en que se visibiliza dicho sujeto viene a ser
dispuesto por el volumen de la comunidad. Badiou entiende a la comunidad política en los
términos de una continua "eclosión" de lo imposible de una situación social (Badiou,
2012: 206). Esto quiere decir que ella no conoce una arjé, tal como, en efecto, lo piensa la
filosofía política. Tampoco adviene como encarnación de un ideal transhistórico o
responde a personificaciones poéticas como aquellas que difunden los medios de
comunicación y recrean la propaganda y el marketing. La comunidad política, tal como es
posible definirla en relación a un sitio acontecimiental, es aquello que inconsiste como un
resto y que perturba la escena de lo social. Por eso, una vez que es reconocido desde lo
abierto que instala, solo es posible nombrarlo genéricamente, según su multiplicidad
anónima e irreductible. En ese contexto, "pueblo" es un nombre para aludir a la
comunidad. Es este el que en un discurso de fidelidad acontecimiental viene a soportar su
carácter imposible.

Una vez aclarado este concepto, leamos de nuevo la frase esgrimida por Huilca:

Con el pueblo claro que se puede…

Desde cierta perspectiva, esta expresión posee ante todo un sentido afirmativo de
carácter absoluto: se está con el pueblo y en ello se fundamenta la autoridad para poder
actuar. Por otro lado, cabe advertir que, al mismo tiempo, a través suyo se plantea un
enunciado condicional: solo si se está con el pueblo se puede actuar. A partir de estos
detalles es verosímil considerar, en consecuencia, que en esa frase se distinguen dos
dimensiones contrapuestas de sentido: por un lado, seguridad y, por el otro, condición.
Hay un sentimiento de seguridad porque se sabe que se actúa en alianza con el pueblo.
Por otro lado, hay una restricción acerca de si hay una manera de actuar que no sea sin su
apoyo. Este último matiz de sentido deja implícita la idea de que cualquier acción política
ha de ser con el pueblo. Un régimen distinto podría cancelar, antes bien, su propia
posibilidad. Así, en la medida que enfatiza que el poder es un hacer compartido y que
depende de una relación entre las partes, la fórmula que estamos comentando es en sí
misma desestabilizadora de toda noción de autoridad última. El enunciado que le
corresponde es el siguiente: el poder no mana de la autoridad de un cargo; tampoco es
una propiedad exclusiva e intrínseca de algún fuero. Puesto en boca de un representante
congresal esto significa ir en contra de la idea de que el ejercicio de la representación es
una fuente de poder.

Es una discusión banal preguntarse por si Huilca sabía o no aquello que estaban en
potencia en sus palabras al momento de enunciarlas. En cambio, lo que sí es importante y
algo que resulta evidente es que este giro abre una brecha en el conjunto establecido de
significados en el que supuestamente su juramentación debía inscribirse como tal. Hemos
dicho que en este corte se descubre el reconocimiento de un sujeto político y ahora
podemos decir la razón: aquí cuando se habla de “pueblo” se designa a la comunidad, es
decir, al otro del disenso. Esta instancia es común en tanto que universal: incluye a todos
y a cualquiera. Asimismo, se vincula con el disenso, dado que aquello múltiple que habla
lo hace desde distintas orillas de la vida cotidiana (¿Cómo podría haber consenso si antes
no se reconocen las diferencias existentes?) Visibilizar un sujeto es, pues, lo propio de
esta expresión. Mediante ella, la figura del congresal se destaca como la de un portavoz y
el pueblo viene a ser imaginado como un interlocutor. Cosa diferente es jurar por el
Pueblo que no existe y asumir su espacio como el de una casilla vacía sobre la cual
inscribir la voz del líder político. Aquí representar no es hablar por el que está presente
en otro lado, confundido detrás de las palabras de los otros. Todo lo contrario, es un
diálogo; un continuo, coordinado y mutuo reconocerse dentro de un espacio que se va
construyendo. El poder es en sí mismo esa construcción y quien lo habita viene a existir
con otros.

Pueblo y poder -uno real y el otro, imaginario y simbólico- son dos partes fundamentales
del procedimiento político, tal como es pensado al interior de la democracia capitalista.
En esa circunstancia, una expresión como la de Huilca reafirma el estatuto real del
primero y, si bien no niega la incidencia del otro, al menos nos obliga a pensarlo como la
creación de un espacio en conjunto. En oposición a esta postura, aquellos discursos poco
solidarios con la democracia muchas veces justifican su accionar apelando al pueblo como
principio valedero. Sin embargo, en ese empeño no se atreven a afirmar en su exceso la
existencia múltiple de la comunidad, sino que suelen izar las banderas del llamado al
orden e insisten en restaurar unos límites perdidos. De ese modo, antes que evidenciar
que el pueblo existe, estos consienten su supresión (a veces también su desaparición) en
nombre del poder-Uno que define su trazo.

En la escena local, un ejemplo de esta postura es el fujimorismo. Aquel también se


apropia del término “pueblo” (“Fuerza popular”) y hoy lo hace con vehemencia para
atribuirse una importante cuota de poder en el Congreso ("el pueblo nos ha elegido, ergo,
impondremos nuestro plan de gobierno"). Sin embargo, aunque en el léxico del
fujimorismo “pueblo” aparece invocado como un fundamento real, la diferencia con la
postura democrática estriba en que ese uso es solo simbólico (metafórico) y obedece a
una mirada estrictamente formalista en torno a la dinámica política. Así, mientras la frase
de Huilca pone énfasis en la existencia del pueblo, en el discurso del fujimorismo este no
existe sino como parte de su propio relato. Por otra parte, a diferencia de un interés por
subrayar la ficción del poder y vindicar la soberanía del sujeto, en este caso, en cambio, se
antepone a cualquier reclamo la fatalidad del poder y la hegemonía de una voz. Todo ello
conduce a que su discurso, en vez de singularizar su posición como interpelativa, ostente,
por el contrario, el estatuto de una pura excrecencia parlante.

Lo excrecencial es, en términos de la ontología de Badiou, la pura representación sin


presentación. En ese sentido, da cuenta de algo que solo tiene una existencia en el plano
de lo simbólico. Un ejemplo práctico al respecto es pensar en los ideales abstractos de la
Raza, el Espíritu y la Nación. Todos ellos son excrecencias en la medida que carecen de
encarnaciones concretas y, al estar desvinculados de un aparecer, pululan en los discursos
a nivel de meros tópicos retóricos que solo sirven como sustento de fantasías delirantes.
En función de este concepto, cuando decimos que el discurso fujimorista es excrecencial
debe entenderse, pues, que en él un nombre como el de pueblo asoma carente de una
función universal y, en vez de ello, lo que presupone es una casilla vacía, que solo entra
en juego de acuerdo a un rol predeterminado y que en nada tiene que ver con lo vario y lo
múltiple de la vida. Pueblo, en el fondo, remite a una formación estática a la que nunca
podríamos adjudicarle una voz propia y que, por eso, necesita de la Voz del otro para
llegar a ser. De ese modo, si adquiere visibilidad, solo se inscribe como una excrecencia:
más allá del discurso que lo articula su ser es irreconocible. Por otro lado, no habla de lo
común en lo múltiple del vivir, sino simplemente de aquello que formaría parte de un
relato en particular. ¿Qué relato? Aquel que, en este caso, giraría en torno al caudillo
Fujimori.

Cada caudillo es siempre el pastor de “su” pueblo y tal afirmación resulta también válida
para el fujimorismo supérstite. Bien visto, el fujimorismo no es más que eso que se cuenta
una y otra vez, en la noche oscura del presente, con el objeto de disipar los temores y
vislumbrar una salvación posible cada vez que algo activa el recuerdo del apocalipsis de
los años 80 y 90. El fujimorismo no es en absoluto un proyecto de emancipación popular,
sino, antes bien, una especie de relato de salvación colectiva. Tal es la causa de que no
articule ni proponga un ideario, sino que todo en su discurso se sostenga en un guion
narrativo articulado en torno a la historia personal de su líder. Este es convocado bajo un
semblante excepcional como el héroe modernizador, el guerrero pacificador y el mesías
redentor. Dados esos términos, el pueblo del que hablan sus prosélitos es siempre uno y
autorreferencial: el pueblo de su caudillo.

Aquí “pueblo” no funciona como nombre propio. Carente de cualquier potencia


acontecimiental y desvinculado a una escena del mundo, es aquello que, salvado una y
otra vez al borde del abismo, aparece como el reverso obsceno del viejo e impotente
aparato estatal. En su exceso es inscrito como “cómplice” y "cliente", destinatario al que
hay que satisfacer con migajas extraídas de su propia y negada libertad. Por todo lo
anterior, en este discurso “pueblo” no puede ser el nombre de un sujeto. Es, por el
contrario, el objeto de un discurso. Debido a que reside en un no-lugar y no tiene voz,
importa solo porque es metáfora de una unidad perdida y en su vacío representa aquello
que el caudillo silencia solo para poder alzar el monumento de su Voz.

En oposición a este procedimiento que torna excrecencial al pueblo, se encuentra la virtud


de una enunciación como la de Huilca. Esta rompe con cualquier promesa de salvación y
en el lado del pueblo visibiliza un sujeto múltiple que interpela y asoma como
interpelable. A través de ese procedimiento, no solo plantea la convocatoria de la
comunidad (imposible) como un proyecto posible, sino que, además, - y es esto lo que
creo- conduce a pensar esta instancia en relación a un espacio habitable y por habitar.
Este esfuerzo se aleja de la idea de hablar en nombre del pueblo, que no hace más que
ficcionalizar lo subjetivo y presentar como lo único real al poder que lo convoca y lo llama
a ser. Asimismo, nos pone en guardia contra la imagen de la figura del pastor y su rebaño,
cuyo efecto pernicioso tal vez sea la de suturar la apertura por la cual adviene una verdad
en la política.

Hoy la izquierda peruana es criticada por ser una masa informe sin cuerpo legal y
normativo (llámese "partido"). En contraste, el fujimorismo es visto con cierta simpatía
por algunos politólogos debido a que ostenta la dignidad “invaluable” de ser una fuerza
vigorosamente corporeizada (partidaria) allí donde algo o alguien ha de tener el poder.
Sin embargo, al momento de indagar por lo verdadero tras el incansable ir y venir de las
luchas intestinas por el dominio, tal vez sea necesario cuestionarse si, en el fondo, la
verdad de la política se juega en esas formalidades tan reclamadas. ¿Es la verdad de la
democracia el efecto de una metaestructura política?

En un país como el nuestro, informal, carente de sólidas instituciones y continuamente


asediado por la anomia, hay quienes señalan que lo que hace falta es la instauración de un
orden inflexible y a cualquier costo. Es eso lo que exigen, por ejemplo, quienes reclaman a
viva voz la mano dura, enarbolan la intransigencia política y defienden la pena de muerte.
También es esta la bandera del partido Fuerza Popular, el cual hoy quiere presentarse
ante la prensa como paradigma de un estricto cumplimiento de las formalidades
democráticas. Sin embargo, ante el peligro de vernos inmersos en un puro formalismo de
la ventriloquía discursiva ¿es eso suficiente? ¿Basta con apegarnos de modo implacable al
texto de la Ley? ¿Es la máxima realización de la democracia la propiedad y el decoro de
las palabras en un discurso de buenas intenciones oratorias? ¿Hace falta más
representación, un pastor que guíe a un rebaño despojado de voz?

La política, decíamos líneas arriba, es con el pueblo. Es ese el contenido para su aparente
formalidad sin forma. Por otro lado, la verdad de la política no adviene ni puede advenir
como el efecto de normas y disposiciones legales. No se prescribe por decreto entre gallos
y medianoche ni sale en primera plana en los periódicos oficiales. Lo verdadero de la
política es otra cosa y no tiene que ver con los juramentos y las proclamas proferidas en
oficiosos balconazos. Su esencia es una acción conjunta, un coexistir que abre múltiples
mundos o modos nuevos de existencia. En tanto construcción de un espacio por habitar es
la inscripción del cuerpo comunitario tal como es, múltiple y vivo. Es la afirmación de un
dispositivo igualitario que trae al presente una nueva forma de vínculo entre los sujetos.
Su requisito previo es justamente ese: reconocer la voz del otro, distinguir la incidencia
múltiple y varia de un sujeto. En el marco de esto, importa más construir un espacio de
diálogo que abismarse en las ficciones del poder, resulta imprescindible oír y portar la
voz antes que buscar mesiánicas encarnaciones de una palabra cósmica o trascendente.
Estas son las cosas que, sin lugar a dudas, faltan por hacer en la escena política nacional y
esperemos que gestos como los de Indira Huilca sean una buena señal de que los tiempos
están cambiando.

Referencias:
BADIOU, A. Condiciones. México: Siglo XXI editores, 2012.
--------------. Lógicas de los mundos. El ser y el acontecimiento 2. Buenos Aires: Manantial, 2006.

You might also like