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para adultos
Versión íntegra
del Catecismo holandés
NUEVO CATECISMO
PARA ADULTOS
Tersión íntegra del Catecismo "Holandés
BARCELONA
EDITORIAL HERDER
1969
Versión castellana de DANIEL RUIZ BUENO, de la obra De meuwe katechismus, geloof ver-
kondigmg mor volwassenen, preparada por el Instituto Superior de Catequética de Nimega
Paul Brand, Hilversum-Amberes, L C.G Malmberg, 'S-Hertogenbosch, J J Romen&Zonen
Roermond-Maaseik 1966
Las citas del Nuevo Testamento están tomadas de la versión ecuménica dirigida por el padre
Serafín de Ausejo, Barcelona 21968
Sobrecubierta de A. TIERZ
V
Al escribir la presente Advertencia (octubre de 1968) ha trans-
currido un año y medio sin que el debate abierto haya terminado
A pesar de los deseos manifestados por la Santa Sede y el
propio Instituto de Nimega, no se logro evitar que, ante la enor-
me expectación que había despertado la obra, ésta apareciera pu-
blicada en inglés, por Burns Oates (Londres 1967) y Herder & Her-
der (Nueva York 1967), en alemán por Herder Verlag (Fnburgo
de Brisgovia 1967 en edición limitada fuera de comercio) y
Dekker & Van der Vegt (Nimega 1968), y, más recientemente,
en francés por Idoc - France (París 1968)
La difusión extraordinaria que tales versiones han ido dando
a la obra original, hacía del todo urgente la publicación en cas-
tellano de una versión que, autorizadamente, transmitiera el tex-
to tal como quedó aprobado por los obispos holandeses y, al
propio tiempo, suministrara con absoluta responsabilidad los da-
tos más importantes que legítimamente tiene derecho a conocer
cualquier lector que se interese por el presente libro y el debate
abierto en torno a él
Importa mucho señalar que en ningún momento sus críticos
más severos llegaron a denunciar la obra como herética Más
bien han ido señalando como controvertibles varias formulacio-
nes, sin que hasta el presente se haya divulgado una relación ofi-
cial de los puntos en litigio
No es éste el lugar apropiado para ofrecer un resumen de las
objeciones formuladas y la defensa de todos y cada uno de los
puntos debatidos Si se desea enjuiciar objetivamente la cues-
tión, resulta indispensable penetrarse del propósito que abrigan
los redactores de la obra y el objetivo principal que persiguen
El prólogo de los obispos holandeses (págs ix-x) y la nota preli-
minar sobre la utilización del libro (págs XI-XII) ilustran sumaria-
mente al respecto Pero una visión más completa sólo puede
lograrse recurriendo a otros subsidios Hemos pensado que ofre-
cería interés y cumpliría el fin propuesto la obnta preparada por
el profesor Josef Dreissen, de Aquisgrán (Diagnosis del Catecismo
Holandés Estructura y método de un libro revolucionario), que
publicamos simultáneamente con la versión castellana del Cate-
cismo
Ello no excluye, sin embargo, que, para una más completa
información del lector, se ofrezcan a su consideración en un Apén-
dice dieciocho puntos discutidos, de notoria importancia, apostilla-
dos con notas y aclaraciones de fuente segura. Hay noticia de que
en el seno de las comisiones se han discutido, por lo menos, treinta
puntos más de menor importancia, que no son conocidos con cer-
teza y de los cuales no cabe, por tanto, dar ninguna referencia
concreta
VI
Frente a la concepción ceñidamente dogmática del Catecismo
tridentino, nos hallamos ante una obra concebida y estructurada
partiendo de idénticos presupuestos doctrinales, pero orientada
hacia un objetivo pastoral que viene a ser la razón misma de su
existencia.
Es probable que la diferencia en el punto de partida de am-
bos catecismos acentúe otras diferencias, más de forma que de
fondo Ello explica que el magisterio del romano Pontífice reite-
rara en fecha reciente lo que constituye el fundamento de la fe
cristiana, adoptando la forma tradicional del Credo y explicitando
cuidadosamente los términos teológicos tradicionales cuya virtua-
lidad y significado, con el uso frecuente y el correr de los años,
pueden haberse debilitado u obscurecido para el común de los fieles
Cabe esperar confiadamente que, a través y por encima de to-
das las diferencias formales del texto discutido, la candad y la
ciencia teológica de los expertos llamados a resolver el problema
planteado darán a la postre con la solución adecuada, a mayor
gloria de Dios y provecho del pueblo fiel.
Octubre de 1968
Diciembre de 1968
VII
PRÓLOGO D E LA EDICIÓN ORIGINAL
IX
deber personal, pero no solitario, sino capaz de articular la co-
munidad.
Deseamos que este libro nos haga ser, por tanto, en primer
término un solo corazón y una sola alma con toda la Iglesia cató-
lica, en la que viven hombres tan distintos por su raza, cultura
y modo de pensar, como sólo pueden serlo los hombres. Pero
también que contribuya a fomentar al tiempo la conciencia de
unidad entre todos los cristianos. Lo que aquí se predica, es al
cabo el remo de Dios, cuya venida pedimos todos. Finalmente,
abrigamos también la esperanza cierta de que este libro podrá
servir para ahondar nuestra unidad con todos los hombres que
con nosotros pueblan el mismo mundo, y con nosotros comparten
las mismas preocupaciones y los mismos deseos. De este mundo,
de estas preocupaciones y de estos deseos habla el mensaje que
se contiene en este libro, i Ojalá los límites entre las creencias, que
aquí no se borran m se silencian, sean no precisamente barreras,
sino lugares de encuentro, a fin de iluminar y distinguir la exis-
tencia de todos nosotros'
X
SOBRE LA UTILIZACIÓN D E E S T E LIBRO
XI
a toda erudición; el fiel que piensa seriamente no debe hallar obs-
táculos innecesarios.
Para terminar, un ruego a católicos y no católicos. Cada pa-
labra que profiere un hombre puede dar lugar a falsas interpreta-
ciones ; un libro con tantas palabras se prestará a muchas de estas
interpretaciones erróneas. Trátese, pues, de entender siempre lo
escrito según el espíritu de toda la buena nueva. El que lea una
página, atienda también a las páginas que anteceden y a las .que
siguen. A veces se explica y explana allí lo que en una página se
echó de menos. En un libro que no trata de ofrecer una exposi-
ción al dedillo, sino de aproximarse a lo inefable, no se debe
desgajar una frase del conjunto.
El centro de esta predicación está en el mensaje de pascua.
Si de este libro se quitara la noticia de la resurrección de Jesús,
ninguna de sus páginas conservaría el menor valor.
La fe inconmovible en el mensaje de Jesús y el mandato di-
vino de exponer el misterio inefable de Dios en el lenguaje de
nuestro tiempo, son los dos elementos que han configurado el
presente Catecismo.
XII
ÍNDICE
ADVERTENCIA EDITORIAL V
LA LLAMADA A LO INFINITO 19
Reconocible por la razón 19 — No desprendido de la vida 20
LA RAYA BAJO LA CUENTA 20
No sólo finitos, sino frágiles y quebrados 20 — ¡ Ojalá nos
saliera al paso lo Absoluto! 22
XIII
EL MENSAJE QUE DE ÉL HEMOS OÍDO 22
Palabra de Dios 22 — Nos has creado para ti 24
RELIGIONES PRIMITIVAS 29
EL HINDUISMO 31
EL BUDISMO , 32
EL UNIVERSISMO CHINO 34
EL ISLAM 35
EL HUMANISMO Y EL MARXISMO 36
B. EL CAMINO DE ISRAEL
LA PALABRA DE DIOS 42
La palabra que revela 42 — Alianza 43 — La palabra en la
historia entera de Israel 44 — Narración de los orígenes 45
Fenómenos únicos en Israel: mesianismo, el sentido de la
historia, monoteísmo 45 — La experiencia de la cercanía
de Dios: Dios está presente por la palabra, la ley, la sabi-
duría 46
LA SAGRADA ESCRITURA 50
¿ Cómo nació la Biblia ? 50 — Los géneros literarios. Has-
ta qué punto se han de tomar a la letra las narraciones
XIV
bíblicas 52 — Los géneros literarios de la Biblia son aún
hoy día accesibles 57 — Los libros del Antiguo Testa-
mento el Pentateuco, los libros históricos, los libros poéti-
cos y sapienciales, los libros proféticos 58 — No es un libro
de edificación 62 — Bondad creciente 63 — El Espíritu 63
La Escritura, obra del Espíritu 64 — El sentido espiritual
de ia Escritura 64 — Niveles de ¡a vida de fe 65
EL ORIGEN DE JESÚS 75
La historia de la infancia 76 — Hijo del hombre 77 — Hijo
de Dios 78 — Mateo 79 — Lucas 79 — La madre del Se-
ñor 80 — El Verbo se hizo carne 81 — Imagen del ser de
Dios 82 — Aquí está también implicado el hombre 84 —
La celebración del nacimiento de Jesús 86 — La epifanía
del Señor 90 — Primer encuentro con Jerusalén 91 — Cria-
do en Nazaret 92 — Segundo encuentro con Jerusalén 92 —
La conciencia de Jesús 93
BAUTISMO Y TENTACIÓN 94
EL REINO DE DIOS 96
Cana 96 — Una gran luz 97 — ¿Qué significa el reino de
los cielos ' 9 7 — El reino de Dios aparece con Jesús 98 —
Las parábolas 99 — Parábolas del reino de los cielos ocul-
to 100 — Las ocho bienaventuranzas 101 — Se derriban las
fronteras 102 — La alegría 103 — El juicio 104 — El reino
en el tiempo 106 — La Iglesia predica a Jesús 107
XV
Perdónanos nuestras deudas 119 — Llamad y os abri-
rán 120 — El padrenuestro 122 — La originalidad del pa-
drenuestro 122
XVI
H E RESUCITADO Y AÚN ESTOY CON VOSOTROS . - . . . . 174
La piedra angular de la fe 174 — La mañana del primer
domingo 175 — Las apariciones 177 — Las apariciones
visibles, signos de su presencia invisible 178 — Unión por
la fe 179
XVII
toria de la Iglesia en pequeño: las órdenes religiosas 223 —
Humanización del mundo a partir de la venida de Cristo 225
Otra perspectiva de la historia del pueblo de Dios 226 —
¿ Quién pertenece al pueblo de Dios ? Sentidos de la palabra
Iglesia 226 — El estrato más profundo de la historia 227
LA CONFIRMACIÓN 247
Liturgia de la confirmación 247 — Conexión con el bautis-
mo 248 — El don del Espíritu Santo 248 — Algunas par-
ticularidades 249
LA REDENCIÓN 260
El hombre frente a la angustia 260 — Hinduismo y budis-
mo 261 — El islam 262 — El humanismo 263 — Marxis-
XVIII
mo 264 — El hombre libre en el espacio divino 267 —
Nuestra impotencia para salvarnos 267 — Nuestra lucha
contra el pecado y la miseria 267 — «Tú levantas mi ca-
beza» (Sal 3, 4) 268 — Redimidos por la muerte de Jesús 269
Resumen 272 — Donde otras doctrinas de salvación se su-
peran a sí mismas, ¿ es necesario ver la obra de Cristo ? 273
Los no cristianos nos evangelizan 275 — Elección 276
LA FE 279
Creer. Qué es y qué no es 279 — La fe conio tarea 281 —
¿Es razonable la fe? 282 — La duda 283 •— ¿Qué puede
hacer el cristiano en la duda ? 284
ESPERANZA 286
Confianza en el hombre 287 — La paciencia 288
AMOR 289
La médula del mensaje de Jesús 289 — Ama y haz lo que
quieras 290 — La medida del amor 291
LA EUCARISTÍA 319
«El memorial mío» 319 — Riqueza de significados 320 — La
estructura de la celebración 321 — Reunidos para conme-
morar 323 — La eucaristía es acción de gracias 324 —
Comida comunitaria 324 — «La nueva alianza es mi san-
XIX
gre» 326 — Muchos significados. Una sola vivencia 327 —
Presencia de Cristo en los signos 328 — Presencia de Jesús
en el año litúrgico 330 — La presencia eucarística no es
un hecho aislado de la totalidad de la vida cristiana 330 —
¿Cuánto dura la presencia eucarística? 331 — La Iglesia
guarda el pan del cielo 332 — Lo santo y lo profano 333
EL SACERDOCIO PASTORAL
Servicio 343 — El ministerio apostólico 343 — El ministe-
rio se transmite 344 — El Señor representado por hombres
vivos 345 — El pastor da su vida 345 — El pastor da la vida
de Cristo 346 — El obispo 346 — Los obispos son envia-
dos 347 — Relación entre el sacerdocio de Cristo, el sacer-
docio universal del pueblo de Dios y el de los pastores 348 —
Sacerdotes y diáconos 349 — El ministerio entre los otros
cristianos 350 — El colegio de los obispos y la infalibili-
dad 350 — Verdad y movimiento 351 — Unidad por medio
del sucesor de Pedro 352 — «No es que intentemos dominar
con imperio en vuestra fe, sino que colaboramos con vuestra
alegría...» (2 Cor 1, 24) 354 — La vocaciónal sacerdocio 354
MATRIMONIO Y FAMILIA
Nacido de otros hombres 365 — La creación del hom-
bre 366 — La familia, hogar donde germina el amor hu-
mano 366 — La sexualidad 367 — Homosexualidad 368 —
Amor y noviazgo 369 — Carácter transitorio del noviaz-
go 371 — El matrimonio en la historia 372 — El matrimonio
en el Antiguo Testamento 372 — El matrimonio en el
XX
Nuevo Testamento 373 — El matrimonio es un sacramen-
to 376 — El matrimonio, acontecimiento público 376 —
El matrimonio civil 377 — Sobre los matrimonios de los
no católicos 378 — Bajo la protección de la ley 378 — El
matrimonio mixto 381 — La castidad 384 — Amor fecun-
do 384 — Planificación de la familia 385 — Honra a tu
padre y a tu madre 386 — Educación para el amor 388 —
Educación para la virilidad y feminidad 389 — Educa-
ción para la independencia 391
XXI
El servicio a la palabra 426 — Misterio, no enigma 427 —
«Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,
37) 430
EL FALLO DEL CRISTIANO. EL PECADO 430
Lo que es pecado 431 — El misterio del mal 431 — Pe-
cados graves y menos graves 433 — Aversión a Dios 434
EL PERDÓN 435
Perdón y reparación 436 — La Iglesia, cauce del per-
dón 438 — El sacramento de la penitencia 438 — Evolu-
ción histórica de la penitencia 439 — Frecuencia de la con-
fesión 440 — La realización del sacramento de la peniten-
cia 441 — La confesión 441 — La penitencia 442 — La
absolución 443 — Contrición (o arrepentimiento) 443
DIOS 467
El que habita en luz inaccesible 467 — «Él nos ha creado»
(Sal 100) 468 — «Cuanto dista el cielo de la tierra.» Tras-
cendencia de Dios 469 — «Israel, hijo mío.» Inmanencia
de Dios 470 — Pura verdad 471 — El hombre Job habla
con Dios 471 — «No aborreces nada de lo que has crea-
do» 473 — «Todo lo que pidiereis al Padre en mi nom-
bre» 474 — «Con él estoy en la tribulación» (Sal 91) 475 —
Dios es muy otro de lo que nos imaginamos 476 — El
Dios viviente 477 — «Porque en Él fue creado todo» 478 —
Dios es amor 479
APÉNDICE I. PUNTOS DISCUTIDOS 481
XXII
PARTE PRIMERA
EL MISTERIO DE LA EXISTENCIA
EL HOMBRE SE PREGUNTA
3
Por eso comenzamos este libro con la pregunta por el sentido
de nuestra existencia. Esto no quiere decir que adoptemos desde
el comienzo un criterio no cristiano; sí, empero, que también nos-
otros los cristianos somos hombres que preguntan. Una y otra vez
queremos y debemos hacernos cargo de lo que nuestra fe res-
ponde a los interrogantes de nuestra existencia.
4
El sujeto a quien tal cuestión se dirige no puede permanecer
ante ella sin interés, quedándose al margen. Es algo que afecta al
objeto de la propia vida, a la propia felicidad. El pobre pajarillo
dentro de la sala cálida y luminosa se pregunta por la dirección
de su vuelo.
Pero ¿ no será tal vez una pregunta superflua, para gentes que
disponen de tiempo ? ¿ No será ilusión vana y no seriedad consis-
tente? Quien se entrega por completo a sus quehaceres, quien se
dedica a" su trabajo y a su familia, ¿ qué más ha de hacer aún ?
5
Una vida sin semejantes, es imposible, un hombre solo no po-
dría hablar, ni pensar, ni amar, es más, ni siquiera haber nacido
Nos necesitamos mutuamente, nos amamos unos a otros El
niño no tiene una madre solamente para que le cuide Esto acaso
lo pueda hacer un día una maquina No puede prescindir de su
madre como persona Toda la sociedad humana es una trama de
amistad, de confianza (en todos los órdenes confianza respecto a
la autoridad, el taxista, el maestro, los periodistas) y de amor La
convivencia es una respuesta importante a la pregunta sobre el
sentido de nuestra vida y sobre la felicidad El amor y la solida-
ridad son plenificacion de vida Todo un largo día de oficina puede
no tener para el sentimiento de una persona mas que un objeto,
una finalidad, estar por la noche en casa, con su mujer y sus hijos.
Conviviendo con las personas a quienes ama.
En el mundo
Así discurre nuestra vida, en convivencia con los demás Pero
vivimos también con las cosas, plantas y animales de este mundo.
Desde nuestro primer grito tomamos contacto con esta tierra,
palpando, asiendo, chupando, jugando, cambiando, trabajando, cons-
truyendo, calculando, pensando, admirando El hombre llena real-
mente su existencia modificando el mundo (desde el que friega
hasta el que construye cohetes espaciales) No es una existencia
sin sentido Es un cometido alegre que el hombre proporcione
a su mujer una existencia, una casa, y ella, por su parte, le cree
un hogar Juntos lo ordenan todo para que allí pueda haber una
cuna, donde el niño este seguro y caliente Los dos crean un
mundo en que puedan vivir los hijos
Y no solo en lo pequeño, pueblo a pueblo y hasta como huma-
nidad entera tratamos de hacer el mundo humano y habitable,
de «someterlo» por nuestro trabajo De este modo no sólo des-
arrollamos el mundo material, sino también a nosotros mismos
Por nuestro trabajo crecemos y nos hacemos hombres
6
Libertad creciente
El cuarto componente de nuestra existencia consiste en que
el hombre es también más que su cuerpo. Un animal, por su olfato
y vista, tiene sin duda noticia de las cosas y seres que le rodean,
pero no es capaz de tornar a sí. Por eso tampoco puede darse
cuenta de que existe. Sus reacciones están determinadas por estímu-
los y señales. No tiene libertad. También nosotros estamos deter-
minados por percepciones, impresiones y estímulos, pero en nos-
otros hay una claridad que se hace cargo conscientemente de todo,
hasta de nuestro mismo pensamiento, y lo hace objeto de refle-
xión. Tal es el misterio señero de nuestro «yo». Esto mismo nos
da a entender que somos responsables. No estamos sometidos por
entero a los estímulos y reflejos, como el animal, sino que po-
demos enfrentarnos con las cosas con una libertad muy concreta.
Este hecho de que somos un fragmento del mundo, capaz de pen-
sar y conmoverse, seres dotados de libertad creciente, que pueden
decidirse por el bien, es también algo que colma nuestra existencia.
La miseria
Esta descripción de nuestra existencia no sería sena y sin-
cera si nos paráramos aquí, pues incluso los sillares de nuestra
dicha y gloria están penetrados por nuestra miseria.
Comencemos por la convivencia. Podemos endulzarnos la vida
mutuamente, pero también amargárnosla, i Y qué amargura cuando
se defrauda la mutua confianza, con culpa o sin ella (por parte del
superior, del chófer, del esposo) ' i Y cuánta originalidad no se
pierde por el mero hecho de vivir con otros' Como le escribía
una vez un obrero del puerto a un sacerdote amigo, que celebraba
sus bodas de oro «La mayor parte de los hombres nacen como
originales y terminan como copias.»
Y el dulce amor, i con qué facilidad se convierte en pasión,
que degenera en crueldad inhumana' Ni la alianza de por vida que
concluyen el hombre y la mujer queda excluida de parejo azar.
i Cuánta incomprensión, cuánta desilusión, qué hondas heridas
pueden producirse entre ellos, precisamente por estar tan cerca
uno del o t r o ' Y dígase lo mismo de padres e hijos por estar tam-
bién tan juntos Muchos jóvenes matrimonios dieron micialmente
una respuesta clara y nítida a la pregunta de la vida. Pero duró
poco.
Así acaece también con el trabajo en el mundo, fuente, de
suyo, de gozo. El trabajo sirve para desarrollar al hombre, pero
también lo limita, i Y qué duro puede resultar, qué monótono y
opresor' El mismo cuerpo del hombre, irradiación de toda la
7
persona, puede degenerar en juguete de la pasión sin par. i Y qué
pronto se deteriora' ¿ Y quién, que sienta o vea dolor, osará
hablar aún de la gloria del cuerpo' i Y, luego, la fatiga'
Incluso aquello que constituye la corona del fíombre y que le
pone por encima del animal, su conciencia y libertad, i qué impo-
tentes, qué oscuras, qué trabadas se hallan en nosotros' ¿ Qué sa-
bemos propiamente ' ¿ Hasta qué punto somos «libres» en nuestros
impulsos' Y, lo que es aún peor, ¿cómo podemos hacer a ciencia
y conciencia lo que prohibe nuestro más hondo conocimiento,
nuestro más hondo querer. pereza, maldad, egoísmo, culpa ?
Por muchas veces que la vida diga «sí» a nuestra pregunta
por la felicidad, a través de esta respuesta se oye también un
«aún no» y un «no» Jamás llegamos a alcanzar el fin de nuestros
anhelos
8
y tiempo de perder;
tiempo de conservar,
y tiempo de arrojar.
Tiempo de rasgar,
y tiempo de coser;
tiempo de callar,
y tiempo de hablar.
Tiempo de amar,
y tiempo de odiar;
tiempo de guerra
y tiempo de paz» (Ecl 3, 1-8).
9
EL MUNDO EN EVOLUCIÓN
Mi origen
¿ Cómo empezó nuestra vida ? ¿ De dónde procede ? De nuestros
padres. Cada año se hacen nuevos descubrimientos sobre los pro-
cesos de la fecundación y la herencia. Pero todavía no podemos
predecir si realmente tendrá lugar un nacimiento ni calcular si
lo que ha de nacer será concebido niño o niña; menos aún hacer
pronósticos sobre su carácter. Pero podemos pensar que se harán
progresos en este sentido. Sin embargo, el nacimiento de un
nuevo ser, de un nuevo centro de pensamiento y de amor sigue
siendo un acontecimiento que escapa al alcance de padres y cientí-
ficos. Un nuevo hombre es algo irrepetible, que no podemos com-
prender del todo. Lo que yo soy, no es reducible a sólo un conglo-
merado de células que podemos analizar al microscopio. Cada vez
que surge un nuevo hombre tiene lugar el salto que lleva a una
nueva persona, el origen y comienzo absoluto de un «yo», que
antes no existía en modo alguno.
Y este comienzo absoluto, este origen, está propiamente en-
vuelto en la oscuridad. Sin embargo, el niño crece. En más de un
aspecto, su evolución no sigue un movimiento descendente, sino
ascendente. Quizá tal hecho nos proporciona una indicación sobre
el sentido de la existencia. Pero esta indicación no es inequívoca
y clara, pues, por otra parte, es cierto que el que se hace viejo, en
muchos aspectos sigue el curso de una evolución descendente.
Nuestro origen
Mas, si el origen de cada hombre no da respuesta, ¿la dará
tal vez el origen de la especie humana f Retrocedamos al pasado,
a nuestro propio pasado.
Nuestros padres. Nuestros abuelos. Según retrocedemos, co-
mienza a hacerse oscuro. Un nombre aislado, un acontecimiento
solitario. Sin embargo, bien pronto —para la mayor parte de las
gentes a comienzos del siglo x i x — oscuridad completa. Algunas
«viejas» familias conocen unos cuantos nombres que se remontan
a la edad media, pero no más lejos. La historia de nuestro pueblo,
en conjunto, se enraiza en los albores de la historia; pero el ori-
10
gen de las tribus que entonces inmigraron o habitaban ya en
nuestro suelo, se pierde rápidamente en la oscuridad. Cierto pa-
rentesco lingüístico entre pueblos de Europa y otros procedentes
de la India señala una vaga dirección en la noche del pasado. En
ciertos lugares del mundo se remonta la historia un poco más: en
el Cercano Oriente, en China; pero en ninguna parte sobrepasa
los cinco mil años.
Más atrás aún, tal vez encontremos algunas pinturas rupes-
tres, algún minúsculo símbolo de la fecundidad, los restos del fue-
go de algún campamento, ocultos bajo la tierra. En conclusión,
sólo unos escasos restos de cuerpos humanos, de los que des-
cendemos.
Evolución
¿No da todo esto respuesta alguna? Algo nos dice. Los ha-
llazgos de cráneos y esqueletos han puesto en evidencia algo que
antes no sabía aún nadie, y es que, cuanto más profundamente
descendemos en el pasado, tanto más primitiva aparece la forma
del hombre.
La ciencia conoce, antes del homo sapiens (el hombre actual),
al hombre de Neanderthal con frente y mentón hundidos. Antes
de él — este período se remonta a los 200 000 años — las diversas
formas de anthropus, con muy reducido ángulo facial, pero ya
erguido. Aquellos homínidos manejaban groseros utensilios de
piedra; cazaban, aunque no sabemos cómo. Si se retrocede aún
trescientos mil años — es decir, medio millón de años antes de
nuestra época— puede distinguirse una forma todavía más primi-
tiva, el ausfralopithecus, un ser de caracteres simiescos, pero más
cercano al hombre que los monos actuales.
Así pues, casi todo es incierto: las fechas y los períodos, los
eslabones entre las distintas fases. Sin embargo, una línea muy
notable se dibuja con creciente claridad: una especie animal que
vive en bosques y llanos va ascendiendo, en lenta evolución, hasta
nosotros.
La vida, pues, que late en mí procede del animal. Esto extra-
ñaba mucho a la gente en otro tiempo, y acaso no tanto porque
la cosa parezca indigna, pues la Sagrada Escritura hace descender
al hombre de algo muy inferior, a saber, del barro. La causa del
choque fue más bien el contraste con el relato d e la Escritura.
Por aquellos tiempos se veía demasiado la Sagrada Escritura
como un libro de historia natural, y no como una narración, es-
crita para iluminar con la luz de Dios al mundo existente.
Esta dificultad ha desaparecido hoy día por una mejor inte-
ligencia de la Sagrada Escritura. Además los hallazgos en la tie-
11
rra se multiplican, cada vez vemos mejor el grandioso espectácu-
lo la columna vertebral que se va enderezando lentamente, el
cráneo que va creciendo en tamaño y contenido, el animal que se
yergue hasta convertirse en hombre
El conjunto parece apuntar a una especie de respuesta. La vida
tiene una dirección, de una forma u otra, tiene un sentido Pero
esto no es una respuesta clara El origen de la humanidad perma-
nece fuera del alcance de nuestra percepción ¿ Cuando comenzó
el hombre ' ¿ Era ya el australopithecus uno de nosotros ' ¿ Quizá
el anthropoptthecics?
Naturalmente, la humanidad hubo de comenzar un día en unos
primeros hombres Aunque la transición se muestra como gradual
366 ante una observación exterior, la hominizacion, sin embargo, re-
presenta respecto del animal un modo de existir tan radicalmente
nuevo, que tuvo que haber un momento determinado en que ciertos
seres vivientes dejaron de ser «algo» y empezaron a ser «alguien»
Este comienzo ha desaparecido para siempre en la oscuridad de
la historia
12
más hermosas, ya no nos mira un ojo. ¿ Por qué comenzó mi vida ?
¿Vuela el pájaro «hombre» de la oscuridad a la oscuridad? El
pasado no nos da sobre ello respuesta clara. ¿ Nos la dará tal vez
el futuro?
13
No estamos seguros de nuestra vida ni de nuestra dicha. El sen-
tido de la vida es incierto.
¿ Será entonces toda la historia de la humanidad — el presen-
te, pasado y futuro—, será toda la evolución del universo con
sus dolores y angustias, con su amor y su alegría y sus ruinas,
una pura broma sin sentido ? ¿ Se trata de un proyecto absurdo,
que empezó un día y deberá acabarse otro, o que se repite infini-
tamente en los movimientos de dilatación y contracción de un
cosmos sin origen ni término? Nada de cuanto en el mundo hemos
interrogado, nos ha dado respuesta sobre ello.
14
satisfecho, enteramente en paz. Pero inmediatamente me atormen-
ta otro deseo. Me duelen los pies. Estoy solo.
Nada puede ser mi «todo».
Pero tal vez «alguien» pueda ser mi «todo». Ser totalmente
uno para otro, como hombre y mujer, verterse uno en otro y no
desear otra cosa que el amado, que se posee y del que es uno parte.
¿Es esto lo sumo, el cumplimiento de nuestro anhelo? Sin em-
bargo, también entonces hay momentos en que se le viene a uno a
las mientes lo que en una comedia de Claudel dice la mujer sobre su
gracia femenina: «Yo soy la promesa, imposible de cumplir, y en
esto está mi encanto.» Y así, por una parte y por otra, puede
haber desilusiones paralizadoras y hasta deprimentes.
No obstante, más sorprendentes que la tragedia de las aspi-
raciones insatisfechas son las experiencias en que late la alegría
de verse plenificado el uno en el otro y que, a pesar de ello, y
hasta precisamente por ello, abren más ancha perspectiva. Cuando
nos embarga una gran dicha, parécenos como si algo se agitara
al tiempo dentro de nosotros; se tiene sensación de que algo así
no puede darse sin más, por puro azar. Algo tan magnífico ¿no de-
berá estar a salvo en otro algo, que sea perfecto, cierto, bueno y
duradero? Se pregunta, por ejemplo, una joven pareja: «¿A quién
debemos que nuestro primer sentimiento de amor, inolvidable, se
convirtiera en amor de enamorado? Creíamos que nos dábamos
nuestro amor uno al otro, pero a veces no podemos menos que
pensar que somos dados uno a otro, que no es azar, sino que tenía
que ser así. ¿Por obra de quién?»
15
ni siquiera un beso,
ni tan solo una palabra.
M. VASALIS
16
La que agita el pañuelo
Mi mujer es aquella que marcha bajo la luz
por el campo de trigo, aquella que agita su pañuelo»
Me envía el último signo de amor
en este momento en que, a su pesar, me deja.
17
Sea como una caña en la corriente de tu gracia,
como una ola que se desparrama en último adiós sobre la
tibia arena,
como un campo de trigo bajo el sol
que siente el aliento de la brisa en el verano.
18
ambiente. Todos estos elementos explican realmente algo. Expli-
can las diversas formas de la conciencia: por qué este pueblo
traza la línea divisoria entre el bien y el mal de una manera y el
otro de otra; y lo que se dice de un pueblo, dicese de cada hombre.
Pues hay en la humanidad gran divergencia en lo que la concien-
cia manda como bueno y prohibe como malo. Todos, sin embargo,
estamos de acuerdo en hacer una distinción entre lo bueno y lo
malo, más profunda que la distinción entre lo útil y lo inútil,
lo agradable y desagradable.
Aun cuando nadie vea el mal que hago ni dañe por él direc-
tamente a nadie, mi conciencia me exhorta, me acusa, me turba;
pero sobre todo me anima y empuja a hacer lo bueno y recto. Los
demás me pueden ayudar a descubrir lo que es bueno y lo que no
lo es; pero frente a la responsabilidad, la vergüenza, los remordi-
mientos, el deseo de ser bueno, en una palabra, la convicción de
que debo obrar bien (o debí haber obrado) estoy yo solo. En
solitario siento mis remordimientos. Y a tal recinto ni siquiera la
madre cariñosa puede llegar con su ayuda. Aquí se oye otra voz.
i Mi propia estimación ? No, cuando la conciencia nos inculpa
no nos sentimos jueces. Sentimos algo más grande. ¿ Se atisban
tal vez inconscientemente los ojos de la humanidad entera? No,
se trata al parecer de la experiencia de «hallarnos solos con nues-
tra culpa».
El juicio de la conciencia engendra en nosotros sentimientos
profundos de temor e inquietud: el temor de no corresponder
al verdadero y más profundo destino de nuestra vida; pero, sobre
todo, la conciencia es fuente de honda y pura alegría: la alegría
de estar de acuerdo con nuestro fin y destino.
LA LLAMADA A LO INFINITO
19
la infinito. Por eso pudo decir san Pablo: «En efecto, desde la
creación del mundo, las perfecciones invisibles de Dios, tanto su
eterno poder como su deidad, se hacen claramente visibles, enten-
didas a través de sus obras» (Rom 1, 20).
No desprendido de la vida
El apóstol nos hace ver sin duda aquí el importante papel que
le toca a la razón en toda nuestra vida. Además señala especial-
mente la culpa como obstáculo. Pero eso no quiere decir que se
trate necesariamente de culpa personal, siempre que la razón huma-
na se abstiene de pronunciar un «sí» a cosa tan grande y decisiva.
El ambiente, la educación, la estructura psíquica hacen a menudo
casi imposible rendirse a la evidencia de todo aquello que apunta a
lo infinito. Los hechos muestran que, en general, hay que estar
familiarizados con Dios por la fe antes de que uno se incline a
la evidencia de tales indicios.
El creyente no debe gloriarse tampoco de haber conocido lo que
da sentido a la existencia humana, pues no posee tal conocimiento
gracias a su habilidad ni talento. Es merced que se le ha hecho.
20
la enfermedad, la desilusión y la maldad que imperan sobre la
tierra con un origen infinitamente bueno? No somos sólo finitos
— cualidad que de hecho reclama la realidad del infinito —, esta-
mos también rotos y consumidos. La culpa y la muerte atraviesan
de punta a cabo nuestra existencia finita.
¿De dónde procede esto? El ser perfecto que encontramos por
reflexión, no responde del absurdo, la suciedad y la muerte. ¿ Cómo
imaginarnos un ser infinito, que conserva en la existencia todo
lo bueno y bello al tiempo que todo lo sucio y repugnante?
Y el término es la muerte:
21
el agua por desgastar las piedras,
el aguacero por arrastrar las tierras,
así destruyes tú la esperanza del hombre.
Si un humano muere, ¿volverá a vivir?
Le abates, y él se va para siempre;
le desfiguras, y después le despides» (Job 14, 18-20).
Palabra de Dios
Corre por el mundo un mensaje de que Dios, el Infinito, se
reveló en Jesús de Nazaret:
22
Lo que era desde el principio, ltf que hemos oído, lo
que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contem-
plado y lo que nuestras manos hafl palpado acerca de
la Palabra de la vida, pues la vida se manifestó y hemos
visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna que
estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos vis-
to y oído, os lo anunciamos también a vosotros, para que
también vosotros tengáis comunión con nosotros. Pues
efectivamente nuestra comunión es con el Padre y con
su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que sea col-
mado nuestro gozo.
Éste es el mensaje que de él heínos oído y os anun-
ciamos : que Dios es luz y que en él no hay tiniebla al-
guna (1 Jn 1, 1-5).
23
Su vida nos enseña que la verdadera omnipotencia de Dios lucha
contra el dolor y el pecado de manera distinta, más misteriosa y
comprometida de lo que pudiéramos imaginar con nuestras ideas
sobre la omnipotencia. Así vence Él nuestra culpa y nuestra muer-
te para siempre. Por qué lo hace de esta manera, no lo sabemos.
Lo que sabemos es que se trata de un misterio de luz y bondad.
El que cree en Jesús, descubre algo del modo como Dios ve las
cosas.
24
ella — algo que en parte es propia fantasía de dudoso contenido.
Y cuando se hace claro que nos hemos forjado un Dios según
nuestras insanas imaginaciones, que le hemos visto donde no
estaba, puede suceder que súbitamente nos encontremos con las
manos vacías Lo divino que pensábamos ver, desaparece del hori-
zonte , sólo nos queda el vacío, en que gritamos ¿ Existes o no
existes tú, Dios m í o '
¿ Qué camino podemos hallar en la oscuridad, cuando han caído
derribados nuestros falsos dioses 7 Ningún otro sino el que pase
la prueba de la experiencia de la realidad humana, el camino que
no signifique fuga ante lo humano, sino que lleve derechamente al
más profundo desenvolvimiento del hombre 260 276
Este camino se nos ofrece en el hombre Jesús de Nazaret: Él
— el hijo del hombre— es el hombre y por ello justamente el ca-
mino que nos lleva al Dios vivo «A Dios no lo ha visto nadie
jamás El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, Él nos
lo declaro» (Jn 1, 18).
25
PARTE SEGUNDA
EL. CAMINO HACIA CRISTO
A. E L CAMINO DE LOS PUEBLOS
RELIGIONES PRIMITIVAS
29
tientas dan con él y lo encuentran» (Pablo a los atenienses, Act
17, 26-27).
Tras las cosas y en las cosas, veían actuar fuerzas que fueron
más o menos personificadas en espíritus y dioses Por medio de
ritos mágicos y también con oraciones y sacrificios, trató el hom-
bre de influir en el mundo suprasensible.
Prácticamente no se ha considerado jamás a la muerte como
acontecimiento en consonancia con el curso natural de las cosas.
Por eso se creyó que no afectaba al hombre entero Algo de la
persona debía persistir. Esta creencia, bien que en formas varias,
era universal
La fe de que un Dios era el Supremo, no aparece siempre, es
cierto, pero se encuentra hasta en las más remotas civilizaciones
No hay ámbito sobre la tierra, ni etapa de la civilización en que
no exista esta fe.
30
donde hacia el a ñ o 3000 a. de Cr. t u v o su cuna la civilización
sumeria. A orillas del N i l o s u r g i ó u n a g r a n c u l t u r a hacia el 2800
a. de Cr., j u n t o al I n d o hacia el 2500, en China hacia el 1500
antes de Cr. L u e g o siguen las civilizaciones de Méjico hacia el 1000
y el P e r ú hacia el 800 a. de Cr. S e supone o r d i n a r i a m e n t e que
en el origen de estas c u l t u r a s p r i m a r i a s h a y dependencias m u -
tuas. L a religión r e v e s t í a f o r m a s magníficas: templos, imágenes,
cantos. L a s g r a n d e s c u l t u r a s se c a r a c t e r i z a b a n , en g e n e r a l , p o r
el politeísmo. É s t e pudo h a b e r n a c i d o de f o r m a s v a r i a s : obje-
t i v a n d o d e t e r m i n a d o s aspectos, estados o formas locales del dios
supremo, o a d o r a n d o a sus v a s t a g o s celestes, o a ñ a d i e n d o a los
propios dioses los d e los pueblos vencidos. L a s m á s d e las veces
se reconoce e n t r e ellos a u n r e y de los dioses c o m o Altísimo. E n
Gen 14, Melquisedec es «sacerdote del Altísimo». 275
Nobles filósofos culminan a veces la religiosidad n a t u r a l exis-
t e n t e en un pueblo, p o r ejemplo, e n t r e los griegos.
Se prosiguió, pues, t a n t e a n d o y b u s c a n d o . M e z c l a d a s con culpa
(por e j . , el despotismo y la i m p u r e z a ) y con e r r o r e s (sobre todo
el fatalismo o fe en el h a d o ) , estas religiones h a n sido, sin em-
b a r g o , el camino por el que millones d e h o m b r e s e x p e r i m e n t a r o n
en sus vidas el m i s t e r i o de Dios. G r a n d e y p r o f u n d a es la sabidu-
ría q u e los h u m a n o s l o g r a r o n a f a n o s a m e n t e , g r a c i a s a u n a g r a n
aplicación y abnegación. Y podemos e s t a r convencidos de que
en la s a b i d u r í a de las diversas religiones a c t u a b a el V e r b o eterno,
n u e s t r o S e ñ o r J e s u c r i s t o , p o r m e d i o d e su E s p í r i t u S a n t o . N o a 37
pública luz, c o m o plugo a Dios r e v e l a r l o e n t r e los j u d í o s p a r a
todo el m u n d o , p e r o sí real y p r o f u n d a m e n t e .
EL HINDUISMO
31
«El hinduismo — dice Gandhi — es una incansable búsqueda
de la verdad. Es la religión de la verdad. La verdad es Dios.
Hemos conocido la negación de Dios, nunca la negación de la
verdad.» La abertura, flexibilidad y tolerancia del hinduismo no
tienen límites. En él caben el primitivo politeísmo y la más refi-
nada filosofía. De ahí que resulte imposible señalar a un dios de-
terminado como privativo de esta religión.
La realidad terrena, la vida, la alegría, la personalidad, el
amor, son para ellos apariencia engañosa y fuente de dolor. Sólo
puede uno escapar a él por la renuncia y el recogimiento (si-
guiendo el Advaita-Vedanta) o por determinados ejercicios de
recogimiento (siguiendo el Samkhya y el Yoga).
Ese escapar consiste en que el «yo» (Atman) refluya al todo
(Brahmán); en otros términos, en hacerse consciente — propia-
mente en no hacerse consciente, pues toda conciencia queda en-
tonces anulada— de que «Atman [es] igual a Brahmán». Sin con-
ciencia, sin sentimiento, amor ni personalidad, en perfecta unidad
con el todo, el hombre elude las vicisitudes de la existencia.
El que no sube tan alto, tiene que renacer después de su muer-
te, según la ley de su karma (de las acciones de su vida), reen-
carnación que puede ser más baja (en un animal), o más alta (en
en un tipo más perfecto de hombre). Es digno de consideración en
esta doctrina el que sea posible seguir un camino errado, sin
que este camino implique ingratitud o violación del amor. Así,
propiamente, no existe en ella la noción de pecado.
La rigurosa división de la sociedad en castas (1, sacerdotes;
2, guerreros; 3, comerciantes y labradores; 4, subordinados, y más
abajo aún los parias sin casta) está mantenida por la doctrina
de la transmigración de las almas.
Es impresionante ver el punto tan central que ocupan lo espi-
ritual e interno.
EL BUDISMO
32
ñera a la masa, señaladamente a las castas inferiores. Hacia
el año 500 a. de Cr. nació un hombre, por nombre Sidharta Gau-
tama, por sobrenombre Budha (el iluminado), que indicó un ca-
mino más armónico. Lo que libera al hombre no es la extrema
negación de sí mismo, sino el equilibrio: equilibrio entre el arte
de vivir y la renuncia de sí mismo. Ello conduce a la serenidad
y a la paz. La transmigración de las almas y el paso a una forma
de no-existencia (nirvana) son elementos comunes a hinduismo
y budismo. Pero éste es eminentemente práctico: «Sigue el ca-
mino y no preguntes por lo que aún no ha sido más allá de lo que
es. Obra solo y con tus propias fuerzas.» El budismo es una
liberación, por las propias fuerzas, del karma o acciones de la
vida. La meta consiste en escapar al dolor. La vida misma es
dolor.
Como primera gran experiencia en la vida de Buda se nos
relata que fue desde niño criado en palacios y jardines, donde
se le tuvo ajeno a todo sufrimiento; pero de pronto se puso a
pensar, una vez, en el dolor, la vejez y la muerte. El dolor, ense-
ña Buda, nace de la búsqueda apasionada de experiencias senso-
riales y de vida. Procura aturdir este deseo y así escaparás al to-
rrente de las cosas dolorosas, transitorias e inesenciales de que se
compone el mundo y nosotros mismos. Así llegarás al nirvana, la
existencia impersonal, que no sabe de dolor. Las ocho vías que
conducen a ella muestran la nobleza de la doctrina de Buda. La
primera es el claro conocimiento, es decir, la comprensión de la
visión descrita anteriormente. El segundo camino es el del bien
obrar, que consiste en tener buena voluntad, desinterés, en no querer
hacer daño a nadie. Así se continúa explicando una moral elevada
y pura. Esta doctrina de la liberación por las propias fuerzas se
propone seguir caminos sobrios, positivos y fundados en la más
comprobada experiencia, y en este sentido contrasta con el matiz
más ritualista y litúrgico del hinduismo. De Dios no se habla.
Buda no niega ni afirma nada sobre este punto.
El pecado y el amor no son aquí tampoco las verdaderas raí- 261
ees de la existencia. El karma, las fuerzas vitales, deben ser con- 431
ducidas, por decirlo así, por vías prácticas al bien. El arrepen-
timiento, tal como nosotros lo entendemos, es decir, como con-
ciencia de haber violado el amor, queda aquí excluido. La buena
voluntad es camino de liberación. No se trata de sentir compa-
sión por la miseria del otro, ni de una aspiración completa a Dios
y al prójimo, ni de lo que entienden los cristianos por caridad.
33
I
mahayana (el «gran vehículo») Sobre él trataremos más extensa-
273-274 mente al hablar de la redención. El mahayana se propagó sobre todo
por el Tíbet, China y Japón. Una forma clásica, más antigua, de bu-
dismo, el htnayana o «pequeño vehículo», conquistó el sureste de
Asia. En la India fue desapareciendo lentamente el budismo a
partir del siglo vil, de forma que el hinduismo sigue siendo la
religión más extendida. Pero, desde hace unos años, también allí
se propaga fuertemente la doctrina de Buda, sobre todo entre
los panas
EL UNIVERSÍSIMO CHINO
34
poráneo de Confucio. No es seguro que hayamos de contar estas
dos doctrinas entre las ideologías vivas de la humanidad actual.
Fuera de China es escaso su dinamismo. En su país de origen
están pasando ahora — no sabemos aún con qué resultado — por
la prueba del fuego del marxismo.
EL ISLAM
35
274-275 raras. En el capítulo sobre la redención se hablará de nuevo so-
bre esta religión.
EL HUMANISMO Y EL MARXISMO
36
EL ESPÍRITU DE DIOS EN TODO EL MUNDO
37
B. E L CAMINO D E ISRAEL
39
en todo humana (lucha por la existencia, por la comida, vestido
y vivienda), dentro de formas en parte ya existentes, tomando in-
cluso tal vez un nombre de Dios ya vigente en aquellos lugares,
lo auténticamente divino se abre paso. Una figura carismática,
Moisés, desempeña en estos acontecimientos una misión señera.
Unos cuatrocientos años antes, silencio. Un pueblo que vive
en Egipto. No sabemos más.
Pero antes del año 1700 a. de Cr., vivieron en Canaán, entre
el Jordán y el Mediterráneo, unos pastores que Israel considera
como sus antepasados: los «patriarcas». Son Abraham, Isaac y
Jacob, llamado también Israel. Ellos son el punto de partida de
las intervenciones de Dios en nuestra historia. Apenas cabe ima-
ginárnoslos puntualmente, dada la distancia de tiempo que nos
separa de ellos. Sí nos llama, empero, la atención el que algunos
usos y nombres que aparecen en estas narraciones sobre los pa-
triarcas, coincidan con lo que descifran modernas investigaciones
en las escrituras cuneiformes de la época.
40
de la tierra permaneció fiel a la revelación del desierto. El
hecho tuvo consecuencias: Yahveh le dio fuerza, unidad y paz.
41
el Dios nacional. Pero Yahveh permaneció. En el nuevo «desier-
to» de la cautividad fue sentido de nuevo. En medio de los otros
pueblos se le reconoce de una manera aún más consciente como
creador del cielo y de la tierra. Por la voz de sus profetas con-
duce a la patria un «resto», cuando, el año 539 a. de Cr., tuvo que
rendirse Babilonia a los persas.
LA PALABRA DE DIOS
42
modo comenzó a ponerse en claro el sentido de los acontecimien-
tos. Sólo por la palabra se hace la realidad enteramente real. La
obra de Yahveh solamente aparecía como tal cuando un gran
creyente la mostraba en los acontecimientos.
El efecto directo de la palabra hablada ha desaparecido las
más de las ve'ces en la oscuridad del pasado. No obstante, hay un
período que nos es mejor conocido y que proyecta bastante luz
sobre la función de la palabra en toda la historia de Israel. Es el
período de los profetas, que hablaban al pueblo de Yahveh. Por
su penetración en la fe, se orientaban según los designios de Dios.
Pero Israel no recibía a ciegas a todo el que pretendía hablar
en nombre de Yahveh. Había también falsos profetas. Los verda-
deros profetas se «acreditaban» en razón de su mensaje; éste
se acordaba con la fe pura en Yahveh, con la experiencia de lo
que en verdad es liberador, aportado propiamente por Dios. Este
mensaje fue continuamente objeto de nueva formulación, a través
de generaciones y siempre con creciente espiritualidad. No se acor-
daba con una religiosidad ligera y tibia, ni con los ensueños del
rey y del pueblo. Era muy a menudo un lenguaje duro que provo-
caba la división de los espíritus. Quien era puro de corazón reco-
nocía la alegría del mensaje, la verdadera vocación de Israel.
Alianza
¿Se podría resumir en un término el contenido del mensaje
dado a Israel?
Tal vez en el término «alianza». Alianza quiere decir mutua
unión y amistad. ¿ Unión y amistad entre quiénes ? Entre el pue-
blo mismo y entre Dios y el pueblo. No pueden separarse estas dos
formas de unidad. Estando unidos con Yahveh permanecían sóli- 271
damente unidos entre sí. Manteniendo la unidad entre sí, el pueblo 361-363
permanecía unido con Yahveh.
La predicación trata siempre de la alianza. Su objeto era po-
ner de manifiesto que lo mismo en la historia que en la vida de
cada hombre, la realidad más profunda ha de buscarse y verse
en el ofrecimiento que Dios nos hace de su amistad y fidelidad, y la 452
de la fidelidad y amistad de unos con otros.
43
50-52 La palabra en la historia entera de Israel
39-40 Qué matiz tenía y qué notificaba la palabra en tiempo de los
patriarcas, es muy difícil de saber puntualmente. Algo nos de-
latan los antiguos nombres de Dios; por ejemplo, «el Fuerte de
Jacob». Tal denominación alude a una alianza entre Dios y Ja-
cob. El comienzo de esta alianza está en Abraham, Isaac y Jacob.
Bien que muy implicada con una imagen primitiva del mundo
y de Dios, fue entonces cuando entró en el mundo esta alianza sin-
gular. Abraham vivía y pensaba ciertamente de modo muy distinto
que nosotros. Pero las experiencias que nosotros tenemos de Dios
las tuvo también él. Somos amigos del mismo Dios. Con razón lla-
mamos a este nómada semibárbaro padre de nuestra fe.
39-40 Del tiempo de la salida de Egipto, cuando comienza a dibu-
jarse la federación de las tribus, se nos han conservado fórmu-
las, como los antiguos «diez mandamientos». Los tres prime-
ros hablan de la alianza con Yahveh, los siete restantes de la
alianza de unos con otros. Y aquí vemos una vez más lo íntima-
mente que depende la unión de unos con otros de la unión de
todos con Yahveh.
Durante los siglos de los jueces surgieron nuevos acuerdos,
cánticos y narraciones que fueron afianzando más y más la alian-
za aún primitiva.
Bajo el reinado de David, para quien el mantenimiento de la
alianza era evidencia primera, nacieron, entre otros, los cánticos
litúrgicos, que llevan el nombre de «salmos». También por en-
42-43 tonces empieza a resonar la voz de admonición de los profetas.
Como ya hemos visto, ésta se dejará oir con mayor intensidad a
medida que avanzan los tiempos de la monarquía. Y denuncia
con negros tintes aquello que es contrario a la alianza: la infi-
delidad para con Yahveh y la dureza de corazón para con el
prójimo. Mediante la trágica imagen de la mujer amada que aban-
dona a su marido, pero a quien su marido no puede olvidar, ha-
blan los profetas del amor y de la ira de Yahveh, y de su deter-
minación de no romper jamás, por su parte, la alianza.
Mientras duraron las calamidades del cautiverio, este último
rasgo de la inagotable fidelidad de Dios aparece en primer plano
como motivo de consuelo y de fuerza. En aquel tiempo, en que
Israel tenía que vivir como rebaño minúsculo, sin patria y sin
templo, entre religiones seductoras e impresionantes, se dio más
clara cuenta de su alianza con Yahveh.
41-42 Esta actitud se mantuvo durante la restauración y dispersión
después del cautiverio. Mantenerse fiel a Yahveh significa hacer
historia y atender al futuro. Esta fe es expresada de múltiples
formas.
44
Narración de los orígenes 56
En los siglos que precedieron y siguieron a la cautividad reso- 252-254
naron también voces que proyectan la luz de Dios no sólo sobre el 408
sentido de la historia de Israel, sino también sobre el de la historia
de todo el linaje humano. La narración de los orígenes, que aparece
ahora al comienzo de la Biblia (Gen 1, 11: Adán y Eva, Caín, Noé,
Babel), recibió entonces su forma. En otra parte expondremos que,
en último término, estos capítulos no se proponen narrar deter-
minados hechos históricos, sino expresar la convicción de que
lo acontecido entre Dios e Israel acontece también entre Dios y
la humanidad entera: el ofrecimiento, por parte de Dios, de la
alianza, contrariada por nuestros pecados. Tal es el profundo
mensaje de estas narraciones imperecederas, que nos conciernen
a todos.
El mesianismo
El mensaje sobre la fidelidad de Dios hace que se produzca en
Israel un fenómeno único en el mundo: se aguarda algo de Dios.
Naturalmente, todo hombre ansia la salvación y todas las reli-
giones son siempre una doctrina de salvación. Pero sólo Israel
mantiene la conciencia viva de que esta redención es liberación
de nuestra humana infidelidad, es decir, liberación del pecado.
Sólo Israel tiene además conciencia de que la redención se
cumple en la historia. El mundo camina hacia una «meta». Esta
«meta» reviste desde David una forma concreta: Dios permane-
cerá fiel a la casa de David, como anuncia la voz de los profetas.
En el futuro surgirá de la casa de David una figura que prome-
terá la salvación en nombre de Yahveh. Israel esperaba al envia-
do de Yahveh: el¡ Mesías.
El sentido de la historia 86
El contacto inmediato con el Dios vivo hace a Israel sensible 55, 206
al sentido de la historia. También en esto se yergue Israel solita-
rio en el antiguo Oriente. Este pueblo minúsculo, con una cultura
muy inferior a la de los grandes imperios sus vecinos, llevó a
cabo una obra histórica que no tiene par. Cierto que también en
otros pueblos encontramos muchas narraciones y crónicas. Pero
sólo Israel se interesa por el trasfondo ulterior de los hechos y
su mutua dependencia. Israel está persuadido de que el Dios vivo
actúa en la historia.
45
Monoteísmo
La promesa y el sentido de la historia van estrechamente uni-
dos con otro rasgo de la religión de Israel: el culto de un solo Dios.
Sin duda se dan en otras partes formas de monoteísmo. Así
se dio, por ej., en Egipto el culto al sol por parte del faraón Ec-
natón, y en otras religiones se adoró a un solo Dios como el supre-
mo entre los otros dioses. Pero éstas nunca tienen la consecuencia,
concentración y fuerza que ostenta el verdadero Dios en Israel.
El monoteísmo no es en Israel primariamente una cuestión de
260-276 números. Se trata de algo más profundo y total, de algo que está
lleno de vida, a saber, que Él es único, incomparablemente activo
y salvador. Esta idea de Dios no tiene parangón, ni aun remoto, en
las religiones de aquella época.
46
La ley
Por la palabra se acerca Dios a nosotros. También está cerca 356-360
de nosotros por una forma particular de la palabra: la ley, que
es la expresión de la conciencia del pueblo. Por la ley «se tocaba»
a Dios. «Guardadlos y ponedlos en práctica (las leyes y manda-
mientos), porque así seréis sabios y prudentes a los ojos de los
pueblos. Cuando tengan noticia de estas leyes dirán con admira-
ción; esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente. Porque
¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como
lo está Yahveh, nuestro Dios, siempre que le invocamos ? Y ¿ cuál
es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos, como
toda esta ley que yo os presento hoy?» (Dt 4, 6-8).
«Los mandamientos de la ley no están en el cielo de forma
que puedas decir: ¿ Quién subirá por nosotros al cielo para ba-
járnoslos de allí?... Cerca de ti está la palabra, en tu boca y
corazón está...» (Dt 30, 12-14).
La sabiduría
Todavía hay otra expresión por la que Israel describe la pre-
sencia de Dios: la sabiduría. Sobre todo en tiempos tardíos se
empleó esta palabra, tan densa de sentido, para expresar la presen-
cia de Dios:
47
hay ya en las cosas, de lo que originariamente había sido pensado
por una sabiduría ya existente.
Se han hecho investigaciones sobre la migración de las aves. Se
ha llegado a descubrimientos de una admirable profundidad de
comprensión. Pero ¡ cuan grande no debe ser la sabiduría que,
con poder creador, ha hecho que se den en las aves todas esas
modalidades de vuelo!
Es encantadora la sabiduría de algunas personas — d e una pa-
trona u hotelera, de un amigo, de una amada— que saben en-
contrar el tono adecuado y la palabra suave que despierta alegría.
Pero ¡ qué sabiduría supone haber ideado este corazón que en-
cuentra tales palabras y no menos el otro que puede recibirlas!
A todo lo que existe antecede una sabiduría sutil y penetrante,
que hace crecer en el mundo la estructura, la vida, el conocimien-
to y la sabiduría. Esta sabiduría viene de Dios. Israel habla a ve-
ces de ella como de una realidad creada; otras veces, como de un
aspecto del mismo Dios. Es el semblante de Dios que se vuelve
hacia el mundo, que se ocupa de nosotros los hombres.
La admiración y agradecimiento va a veces tan lejos que se
habla sobre esta sabiduría como sobre una persona. No es que se
la piense como persona; es sólo un modo especial de representar-
la. Con imágenes poéticas se le hace decir:
48
Un moderno hombre de ciencia ha hecho notar que lo único al
parecer constante e inmóvil en la materia, que continuamente cam-
bia y se deshace, son las leyes de la naturaleza. Esto puede ser-
virnos, por similitud, para comprender mejor la forma en que se
presenta a Israel la sabiduría de Dios. En efecto, el libro de la
Sabiduría prosigue:
49
{
LA SAGRADA ESCRITURA
50
bien la historia del paraíso (Gen 2-3) es ejemplo de un tema an-
tiguo fijado y puesto por escrito en los medios yahvistas y elohístas.
En general, puede decirse que lo fundamental del Pentateuco (los
cinco primeros libros del Antiguo Testamento) se compuso en
esta fase.
El segundo período de los orígenes de la Escritura está rela-
cionado con el movimiento profético. Se lo puede fechar entre los
años 750 y 500. En este tiempo se compusieron no sólo la mayor
parte de los libros proféticos, sino también Josué, Jueces, 1-2 Sa-
muel, 1-2 Reyes. Además se refundió y coleccionó de nuevo la
literatura anterior. El ejemplo más saliente es la nueva redacción
de la ley en lenguaje profético, la «segunda ley» o Deuteronomio.
De ahí el nombre de escuela deuteronómica (D) que se da a la
literatura de este tiempo.
Finalmente, hay que mentar también la producción literaria re-
ligiosa después de la cautividad. Sus autores fueron sobre todo
sacerdotes. De ahí el nombre de escuela sacerdotal (P=alemán,
Priester). Esta escuela continúa la historiografía nacional (1-2 Pa-
ralipómenos, Esdras, Nehemías). En este tiempo se refundieron
definitivamente los antiguos libros ya existentes (el relato de la
creación de Génesis 1 pertenece a este período). Muchas leyes,
salmos y proverbios fueron admitidos en la Sagrada Escritura.
Hacia el año 200 surge en el seno de la comunidad de fe autén-
tica, formada por judíos que vivían fuera de Palestina, la versión
griega de la Sagrada Escritura. Se llamó la versión de los Setenta
y fue la Biblia preferentemente usada por los apóstoles.
Si quisiéramos caracterizar de forma brevísima los estilos de
las varias escuelas, diríamos que Y y E son primitivas, D cálida
y P clara. De este modo, la evolución entera de un pueblo se re-
fleja en la Escritura.
No hemos de imaginarnos el conjunto de este proceso como
si los autores fuesen conscientes de que estaban componiendo la
«Sagrada Escritura». Sobre la inspiración del Espíritu Santo en 64
la génesis de la misma hablaremos más adelante.
Digamos también unas palabras sobre las fases en que la Es- 204
critura fue admitida como canónica, es decir, como libro oficial-
mente sagrado. Sabemos que cuando, hacia el año 450 a. de Cr.,
los samaritanos se separaron de los judíos, se llevaron consigo el
Pentateuco («la Ley»). De ahí cabe deducir que por entonces sólo
el Pentateuco era tenido por canónico.
Hacia el 300 a. de Cr., como se puede demostrar, eran tenidos
por canónicos los libros proféticos y Josué hasta los Reyes inclu-
sive (que los judíos llamaban «libros proféticos»). Los restantes
libros (que los judíos llamaban «escrituras») no gozaban en el
51
Antiguo Testamento de una delimitación canónica tan precisa. Por
el tiempo en que se hizo la traducción griega de la Biblia, se suma-
ron, procedentes de la comunidad de fe auténtica de judíos que
vivían en la diáspora (o dispersión), algunos libros que no están
contenidos en la Biblia hebraica. Talen son: Tobías, Judit, partes
de Ester, 1-2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y par-
tes de Daniel.
Hasta el año 200 aproximadamente fueron estos libros propie-
dad indiscutida de la Iglesia. Pero llegó un momento en que no
parecieron tan adecuados para el diálogo con los judíos, los cuales,
hacia el año 100 d. de Cr., habían vuelto al canon hebreo. Esta
cuestión se convirtió entonces en motivo de discusión dentro de la
primitiva iglesia. La tradición católica los cuenta entre los libros
de la Biblia, la reforma calvinista no, la luterana los pone de
apéndice a la Biblia como lectura edificante. La cuestión no es tan
importante como pudiera parecer. El que estos libros, por lo de-
más muy hermosos en su mayoría, formen parte de la Escritura,
no significa que sean tan importantes como los otros. No enrique-
cen esencialmente la revelación.
52
tal como se describe; en el otro, se trata de enumerar con exacti-
tud hechos efectivamente acontecidos, reconózcase o no en ellos
la auténtica vida del hombre.
Sin darnos cuenta de ello, nosotros mismos empleamos frecuen-
temente, al hablar o escribir, distintos géneros literarios. El que
ha sido, por ejemplo, testigo de un accidente en que ha muerto
un niño, relatará el mismo hecho de modo muy distinto a la poli-
cía y a los padres de la víctima, o a su propia mujer. Tres géneros,
en cada uno de los cuales las mismas cosas se dicen de distinta
manera: unas se omiten y otras pasan a primer término. Diversas
personas usan frecuentemente de diversos «géneros literarios».
Hay quien narra con tal precisión y objetividad, sin interesarse
íntimamente por lo que dice, como si estuviera redactando un ates-
tado policíaco; otro exagera un tanto las cosas, a fin de captar en
su relato algo vivo del acontecimiento. Si no se conoce al que
habla, es fácil cometer un error. En el primer caso se dirá que al
que habla no le importa nada de lo ocurrido; en el segundo, que
miente. En realidad, se trata de dos lenguajes distintos.
Todo lo que se dice y escribe debe juzgarse según su género
literario. De lo contrario, la equivocación es segura. El género
puede distinguirse según familias, grupos sociales y regiones. Una
misma palabra puede evocar matices diferentes según el contexto,
la provincia, el autor.
También según el tiempo pueden darse distintos géneros lite-
rarios. Una breve palabra en nuestro tiempo puede contener tanta
pasión como la que expresa toda una larga parrafada de hace
30 años. Si no se tienen en cuenta estas diferencias, es fácil con-
fundir el sentido de lo que se dice.
De hecho, en la interpretación del Antiguo Testamento, se han
cometido equivocaciones. Si una distancia de unos centenares de
kilómetros o una treintena de años de historia dan lugar a equi-
vocaciones, ¡ qué fácil no será entender mal el Antiguo Testamen-
to, que nos introduce en un mundo totalmente otro que el nuestro,
y que está separado de nosotros por un intervalo de 2000 a 3000
años!
Estos errores han sido particularmente frecuentes en lo que
se refiere a los relatos históricos. Se ha querido interpretar las
narraciones de acuerdo con nuestras ideas actuales, como un in-
forme que ha de tomarse más o menos a la letra. Pero no siem-
pre es éste, en absoluto, el género literario de la Biblia. La narra-
ción, por ej., de la creación, con sus seis días, es un poema, cuyo
fondo no es otro sino que todo procede de la mano de Dios. La
forma es una invención maravillosa, pero no un informe. A ello
aludió ya, entre otros, santo Tomás de Aquino en el siglo XIII.
Que la narración sobre Adán y Eva no debe ser tomada por 44
53
452 relato histórico, es algo que sabemos de poco tiempo a esta parte.
408 Trata, como ya hemos dicho, del hombre. Esto, desde luego, se
sabía ya antes; pero, por faltar otras fuentes, se tomaban también
los nombres y pormenores como verdad histórica. Lo mismo hay
que decir de los capítulos 2-11 del Génesis.
A partir de Génesis 12, se sigue contando los sucesos como
historia, pero del modo como este pueblo entiende la historia. Lo
que importa a Israel es presentar en primer término las líneas fun-
damentales del acontecimiento. Y ya hemos visto antes cuáles son
estas líneas centrales: la alianza creadora de Dios, la humana
infidelidad, la salvación que sólo viene de Dios. Israel había expe-
rimentado estas cosas en acontecimientos. Como todos los gran-
des hechos humanos, aquellos acontecimientos iban ligados a gran-
des experiencias internas. Y también éstas forman parte de los
hechos. Un acontecimiento es como un témpano sobre el océano,
del que emerge una décima parte sobre el nivel del agua, otras
nueve partes quedan sumergidas. La experiencia interna constitu-
ye la mayor parte del acontecimiento. Un grupo de nómadas veja-
dos y oprimidos escapa a sus opresores a través de un brazo del
mar Rojo secado por el viento. Una impresionante experiencia, que
un pueblo entero no se cansa de contar. Pero entonces no se cono-
cía aún el arte de describir psicológicamente una experiencia íntima,
como acontece, por ej., en la novela moderna. Este género litera-
rio no existía por aquellas fechas.
¿ Cómo reproducir entonces en palabras las nueve décimas par-
tes del témpano, la conciencia de haber sido ayudados por Yahveh ?
Se llegó a la formulación de esta gran experiencia por medio de
un relato grandioso. Era el género literario de este pueblo. Se exa-
geraron los hechos exteriores para hacer justicia a la magnitud
de la experiencia. Así nacieron narraciones de inmortal belleza,
que, precisamente por sus hipérboles, nos hacen ver los aconte-
cimientos mucho mejor de lo que sería capaz una documentación
objetiva.
Así, por ejemplo, en el libro del Éxodo (17, 8-13) se describe
la batalla que el pueblo hubo de librar contra los amalecitas. So-
bre el monte estaba Moisés con los brazos extendidos. Si dejaba
caer los brazos, Israel era derrotado; cuando los levantaba, ven-
cía Israel. Por la tarde estaba tan cansado que dos hombres hubie-
ron de sostenerle los brazos. ¡ Qué acertadamente se expresa aquí
lo que sucedía: El caudillo puesto por Dios llevaba al pueblo a la
victoria! Toda la experiencia interior y exterior se condensa en
la imagen del hombre con los brazos extendidos.
El Antiguo Testamento está lleno de magníficos pasajes de esta
índole. Ya vimos que se trabajó durante siglos en la elaboración
de estos libros. De este modo se yuxtaponen a veces dos repre-
54
sentaciones de un mismo hecho. Así leemos, por ejemplo, en el
relato del paso del mar Rojo que un viento de oriente dejó seco
el brazo de mar (Éx 14, 21). Dios intervino mediante un conocido
fenómeno natural. Pero los salmistas y narradores que vinieron
luego, hallaron otra explicación que condensaba la misma expe-
riencia: el agua se levantó a derecha e izquierda como una mu-
ralla. También esta explicación se consignó en la narración, y se
puso inmediatamente después de la anterior (Éx 14, 22). Al relatar
de nuevo lo sucedido, pero en mayores dimensiones, se convirtió
este acontecimiento en prototipo de toda salvación.
55
4+4S Pero ¿hay derecho a llamar a esto empequeñecimiento? Todo
lo contrario, así tenemos vista libre para est? gran milagro de
Israel: su historia entera. Un pueblo ordinario con una historia
extraordinaria se destaca fundamentalmente de los otros. En esto
radica el verdadero caudillaje de Yahveh. Los relatos de libera-
ciones y los prodigios son la calderilla en que se extiende ante nos-
otros esta gran suma.
El milagro no está en que Dios hablara a Israel con frases sen-
sibles, sino en que de este pueblo minúsculo haya salido la voz
con que habla Dios a toda la humanidad. Tal es la profunda sig-
nificación de los pasajes en que leemos: «Dijo Dios...» Recono-
cemos la epifanía (aparición) de Dios en su diafama (transparen-
cia) en la historia y voz de Israel. No nos dejemos engañar por
las ilustraciones a la historia bíblica al estilo del siglo xix, en que
se dibujaban nubes, rayos y triángulos en el aire. En los trabajos
y en el hablar de hombres, nos dio Dios su revelación única.
44-45 Una cosa hay que tener aquí bien presente, y es que se trata
351-352 de verdadera historia. Israel fue realmente coriducido por sucesos
201-204 y palabras a lo largo de su historia. No se trata de un mito, ni de
316 una fábula intemporal. Aun los relatos de Génesis 1-11, que no
45 reproducen ningún acontecimiento determinado, dan a entender que
la humanidad avanza y se hace su propia historia.
56
revelación una voz exterior, de forma que, a pesar de todo, mu-
chas narraciones debieran entenderse literalmente.
Y viene ahora nuestra tercera respuesta, que esclarece una
parte esencialísima de todo el problema. A decir verdad, no im-
porta tanto conocer el grado de «literalidad» exterior. Entregué-
monos a la narración, tal como la tenemos delante. Metámonos en 202
ella. Podemos estar seguros de que la parte auténtica del aconte- 315-316
cimiento, las nueve décimas partes del témpano, penetrarán en
nuestra alma. El que vive los relatos, vive la historia de Israel.
Por eso no es tan trágico el que, durante tanto tiempo, se desco-
nociera la noción de género literario y se tomaran al pie de la
letra muchos relatos, por ejemplo, la historia del paraíso terrenal.
También así se comprendió el mensaje de la creación, del pecado
original y de la torre de Babel. ¿ Qué quita ni pone al mensaje
propiamente dicho creer que Dios habló a Abraham con palabras
sensibles o no ? También el que cree en la literalidad sabe que a
la postre no es eso lo que importa; lo importante es Dios, que
dirige un llamamiento al corazón del hombre.
57
eos están llenos de vida y humanidad auténtica. Propiamente ha-
blando, no envejecerán, mientras el hombre tenga cuerpo La Biblia
emplea palabras —abismo, roca, agua, luz, mano, oído, muerte,
vida— que entienden lo mismo el astronauta en la cabina espa-
cial que el ama de casa en la cocina.
El Pentateuco
La Biblia comienza con el libro del Génesis, que es como decir
«de los orígenes». Vienen al principio las narraciones de los co-
mienzos, a las que sigue la historia de los patriarcas.
El Éxodo, que quiere decir «salida», comienza prácticamente
con la vocación de Moisés, siguen las diez plagas de Egipto, el
comienzo del éxodo propiamente dicho, el relato del Sinaí y muchas
leyes.
El libro siguiente, Lemtico, recibe su nombre de los levitas,
que desempeñan un papel principal en el culto. Más de un lector
que comenzó lleno de ánimo la lectura de la Biblia, se estancó en
este libro, que contiene, en efecto, tras algunos relatos sobre Aarón
y sus hijos, innumerables prescripciones relativas al culto. Por lo
demás, no es de aconsejar leer la Biblia de un tirón, como no hay
quien eche mano de una estantería de libros para leerlos seguidos
de izquierda a derecha.
El libro de los Números se llama así por el censo del pueblo
que en él se contiene. Israel peregrina aún por el desierto. El libro
relata hechos de esta peregrinación y añade nuevas leyes.
El Deuteronomio, es decir, «segunda ley», resume en lenguaje
inflamado la ley y el éxodo. Este libro, compuesto durante la mo-
narquía, respira el espíritu de los profetas, y es una visión pro-
fética del éxodo. Termina con la muerte de Moisés. Estos cinco
libros (que en su conjunto se llaman «La ley» o el Pentateuco) se
atribuyen tradicionalmente a Moisés. Esto no quiere decir, natu-
ralmente, que él los escribiera materialmente, sino que, al comien-
zo de la legislación, fue él la figura descollante.
58
Los libros históricos
El libro de Josué describe episodios de la conquista de Canaán.
Termina con la federación de las tribus en Siquem.
El libro de los Jueces trae la historia del tiempo en que no
había rey en Israel. En tiempos de tribulación surgía un juez,
un liberador. En ningún otro libro de la Escritura se ve tan
claramente el primitivismo y barbarie de la humanidad con quien
quiso tratar Dios. Sólo lentamente la irá Él transformando según
sus deseos.
A Jueces sigue el libro de Rut, con su encantadora historia
sobre la juventud de una tatarabuela de David.
1-2 Samuel relatan los comienzos de la monarquía; 1-2 Reyes
hablan sobre los monarcas siguientes hasta la cautividad de Ba-
bilonia.
1-2 Crónicas relatan una vez más la historia desde David a
la cautividad de Babilonia. Al comienzo se aducen listas de nom-
bres desde Adán a David. El estilo del libro es «más exacto»,
pero de menos fuerza y colorido que los de Samuel y los Reyes.
Se presta especial atención al culto. El libro procede de círculos
sacerdotales de después del cautiverio.
Muy breves son los libros de Esdras y Nehemías, que narran
cómo los cautivos volvieron a las ruinas de Jerusalén, reconstru-
yeron la ciudad y reorganizaron la comunidad.
Siguen tres relatos sobre la intervención salvadora de Dios,
los libros de Tobías, Judií y Ester.
Al final de los libros históricos vienen 1-2 Macabeos, que na-
rran la lucha de los hermanos Macabeos contra los ocupantes si-
rios durante el siglo n a. de Cr.
59
alma del hombre veterotestamentario. Muchos salmos son atri-
buidos a David, Pero es un caso semejante al de Moisés y el
Pentateuco. David es la gran personalidad al comienzo de esta
forma literaria; de ahí que se atribuyan a su nombre muchos
salmos compuestos después de él. Se admite con certeza que en
el salterio hay salmos auténticamente davídicos; pero no sabemos
exactamente cuáles. Hay que buscarlos sobre todo en los 40 pri-
meros ; tal vez el 18 (17).
Asi como David es el hombre de los salmos y Moisés el de las
leyes, así muchas sentencias sabias son atribuidas a Salomón.
Por ejemplo, el libro de los Proverbios, que sigue a los salmos.
Se trata de una colección de máximas de vida práctica, resumidas
en breves proverbios. A las sentencias antecede un himno, en
que se cuenta el origen divino de la sabiduría.
El Eclesiastés es también un libro sapiencial, pero más corto
y de otro ambiente. Denuncia deficiencias conceptuales que apa-
recen en otras partes del Antiguo Testamento. Alguien lo ha
llamado la bancarrota del Antiguo Testamento. Precisamente por
ello, este libro, bellamente escrito, crítico y un tanto pesimista,
resulta ser una preparación para el Nuevo Testamento.
291 Sigue el Cantar de los cantares, título que está calcado sobre
ra el hebreo. Es una colección de arrebatados poemas de amor.
El libro de la Sabiduría es una Joa a la sabiduría de Dios y
a su acción en la historia de Israel.
El Eclesiástico (libro de la Iglesia) es una colección de má-
ximas de sabiduría práctica, compuesta hacia el 200 a. de Cr. por
un tal Jesús ben Sirac (Sirácida). Es cosa singular cómo esta
sabiduría, tan sobria y práctica, nos habla aún hoy día, siendo
así que el libro fue escrito para una sociedad patriarcal, total-
mente distinta de la nuestra.
60
su escuela. Los capítulos 40-55 (el «Deutero-Isaías») son particu-
larmente brillantes.
Sigue el libro de Jeremías, poeta muy delicado, dotado de
cálida sensibilidad para hombres, animales y plantas. En él pug-
nan la necesidad de ternura y la dureza de su mensaje. Jeremías
vivió en momentos de terrible vicisitud: inmediatamente antes de
la cautividad y a los comienzos de ella. A Jeremías siguen tinco
Lamentaciones, probablemente una liturgia que debía celebrarse
ante las ruinas de Jerusalén. No son del mismo Jeremías. Después
viene una profecía, atribuida a Baruc, discípulo de Jeremías, y
una carta a los cautivos, que se supone también de Jeremías. El
haber atribuido a Jeremías estas tres últimas obras es una prueba
de lo vivo que se conserva el recuerdo del gran profeta.
Con Ezequiél nos hallamos en plena época del cautiverio de
Babilonia. En su denso libro hay siempre algo que contemplar:
acciones simbólicas, visiones, comparaciones muy elaboradas. Ter-
mina con una visión esperanzadora de los tiempos nuevos y del
nuevo templo.
Daniel es de carácter completamente distinto a los anterio-
res. La primera parte consta de narraciones; la segunda, de vi-
siones en que, por medio de misteriosos ensueños, se presentan
las grandes fuerzas impulsoras de la historia. Siguen aún dos
narraciones: Susana y Bel y el dragón.
A estos cuatro «profetas mayores» siguen los doce «menores»,
así llamados por la menor extensión de sus escritos. Oseas, el
marido abandonado por su mujer. El matrimonio roto le hace
comprender el drama entre Yahveh e Israel. Joel, que hizo resonar
su voz en tiempo de una espantosa plaga de langostas. Amos, el
campesino del reino del norte, con lenguaje granítico, es el más
antiguo profeta, cuya palabra escrita ha llegado hasta nosotros.
Abdúts sólo nos ha dejado una página con oráculos de venganza,
que, sin embargo, _no debemos separar del resto del movimiento pro-
fético. Jonás, un libro que se halla desde luego entre los profetas
menores, pero que difiere mucho de ellos. Es una narración ficticia
que contiene el mensaje de que Dios se compadece de todos los
hombres. Miqueas es contemporáneo de Isaías. Su profecía con-
tiene las palabras sobre la descendencia de David, oriunda de Be-
lén, de donde saldría un día el Redentor. Muy breves son los
oráculos de Nakúm contra Nínive; los de Habacwc, con su potente
cántico al final, y los de Sofonías sobre el día de Yahveh.
Hay, finalmente, tres profetas del tiempo de la restauración
después de la cautividad. El primero es Ageo; sigue Zacarías,
cuya profecía, difícil, pero rica, habla también del futuro Redentor,
que será manso y montará sobre un pollino. Por fin, Malograos,
habla de la venida de Dios para desterrar toda miseria y necesidad.
61
No es un libro de edificación
Muchas cosas hemos dicho hasta aquí acerca del Antiguo Tes-
tamento ; pero quien ahora lo hojee por su cuenta, sentirá que
todos esos bellos y pulidos pensamientos se le deshacen como el
humo. El libro es, por sí mismo, de subyugante magnificiencia, y
al tiempo, áspero como un paisaje de montaña.
Nuestra perplejidad en la lectura puede provenir de que espe-
ramos encontrarnos con un libro piadoso y edificante, que sólo
nos pone delante hechos de la más exquisita pureza y bondad.
Pero ya en la historia (o historias) de los patriarcas tropezamos
con acciones rudas y crueles o con cosas inmorales para nuestro
modo de sentir, todo ello narrado con la mayor impasibilidad. Al
leerlo nosotros, es bien sepamos que la Biblia no es un libro edi-
ficante, sino reflejo de la realidad. Dios va de camino con una
humanidad primitiva. Sólo con el tiempo se irán refinando las
costumbres. En la historia de Abraham no se nos invita a hacer
todo lo que él hizo, sino a considerar las líneas de su conducta,
cómo, a todo evento, se mantuvo fiel a Yahveh. Es menester una
visión amplia para leer bien el Antiguo Testamento. Hay que
ser capaces de imaginar que las cosas pueden ser de otro modo
que entre nosotros.
La lectura no resultará tan difícil cuando los hechos son ex-
presamente calificados de malos, como en el pecado de Sodoma,
o simplemente narrados, como en el caso del engaño de las hijas
de Lot. Pero hay veces en que al parecer Dios los aprueba, por
ejemplo, en la trampa de Jacob para lograr la bendición de su
padre o en el exterminio de los habitantes de Canaán. Allí se dice
que fue Yahveh el que dio la orden de exterminio.
Sin embargo, también estos casos deben ser considerados como
imperfección primitiva. Para conservar puro el culto de Yahveh,
no se sabía entonces cosa mejor que aplicar los métodos de aquel
tiempo y de aquella civilización, o acaso fuera una necesidad el
aplicarlos. La mentalidad de Dios no había penetrado aún lo bas-
tante la mentalidad humana. Mucho era ya que se permaneciera
fiel a Yahveh.
Cuan imperfectas y humanas (demasiado humanas) fueron aún
las cosas en el Antiguo Testamento, vese claro por las palabras
de Jesús sobre el hecho de que un marido podía repudiar simple-
mente a su mujer. Así se permitió, dice Jesús, «por vuestra du-
reza de corazón». Las verdaderas intenciones de Dios no eran ésas.
Lo mismo hay que decir de las matanzas que narra el libro de
Josué, que no fueron, por lo demás, tantas como hacen suponer
las cifras indicadas (y mucho menores que el exterminio de los
indios en los Estados Unidos).
62
Bondad creciente 224-225
El Espíritu
En todo el Antiguo Testamento alienta una fuerza primigenia,
un violento y alto impulso de vida. Esta vitalidad no se echa de
menos en otros nobles movimientos de la humanidad; pero en
Israel se percibe con especial cercanía. Aquí es pura y fuerte,
dentro de la impureza y debilidad humanas. Este hálito de vida
tiene un nombre: Espíritu. Cuando el Espíritu de Yahveh se apo-
dera de alguien, éste se levanta sobre sí mismo.
Al comienzo, esta venida del Espíritu se manifestaba a nivel
63
188 primitivo. C u a n d o el E s p í r i t u de Y a h v e h v i n o sobre Sansón, éste
recibió fuerzas p a r a luchar.
C u a n d o alguien q u e d a lleno del E s p í r i t u de Dios, con esa ple-
n i t u d se enlazan fenómenos del propio ambiente cultural, como
la d a n z a y el éxtasis. P e r o tales fenómenos n o son lo esencial, y
d e s a p a r e c e n en u n a . c u l t u r a superior. L o s p r o f e t a s clásicos no
salen ya de sí mismos ( é x t a s i s ) . Y a n o están fuera del m u n d o , su
éxtasis se realiza en la concentración y en la libertad. S u inspi-
190-191 ración se hace p r o g r e s i v a m e n t e m á s clara y p u r a . E s t o car'acte-
305 riza al E s p í r i t u . Se t r a t a de u n estilo cada vez m á s habitual.
94 P a r a el futuro se a g u a r d a al rey sobre el que r e p o s a r á el E s -
p í r i t u (Is 11, 2 ) , y h a s t a el pueblo e n t e r o recibirá este E s p í r i t u
(Jl 2, 28). L a c o r o n a c i ó n del don del E s p í r i t u vino por J e s ú s , co-
m o revelan, e n t r e o t r o s , los acontecimientos de Pentecostés.
97, 172
199 El sentido espiritual de la Escritura
r
314-315
Todo esto cabe decir también del Nuevo Testamento. Que un
solo Espíritu anima a toda la Biblia, pruébalo su maravillosa uni-
dad. Lo que en el Antiguo Testamento tiende hacia lo alto, en
un estadio bajo y de forma primitiva, aparece en el Nuevo Testa-
mento espiritual y puro. Y si echamos una ojeada al conjunto,
64
como podemos hacerlo los que vivimos después de Cristo, presen-
tiremos ya en el Antiguo Testamento lo que el Espíritu hará con
la misma realidad en el Nuevo. Presentiremos en las viejas narra-
ciones, los designios y el impulso del Espíritu orientados hacia el
Nuevo Testamento. Cuando leemos, por ejemplo, sobre la lucha con-
tra el enemigo, sabemos que Cristo hará de esta lucha una lucha
contra el mal. Cuando leemos sobre el cordero sacrificado, pensare-
mos en el cuerpo taladrado de Cristo. Cuando se nos habla de la li-
beración de la esclavitud de Egipto, caemos en la cuenta de que en
la misma línea está la liberación de la impotencia del pecado. Así
pues, las antiguas narraciones vienen a- ser símbolos de la nueva
salvación.
De este modo se deben leer las Escrituras, puesto que un solo
Espíritu sopla por todas ellas. «La Escritura está emparentada
consigo misma.» Así pues, además de su sentido literal, las na-
rraciones bíblicas tienen — vistas en conjunto — un sentido espi-
ritual más profundo: son prefiguración de Cristo y de nuestra vida
en Cristo.
Por lo general, el autor veterotestamentario no tuvo concien-
cia de ello, pero sin duda compartía el presentimiento general en
Israel de que Dios se revelaría en algo nuevo. En este sentido
cabe decir que Ja significación espiritual más profunda no escapaba
totalmente al autor. El Señor y los apóstoles nos enseñaron que las
antiguas narraciones deben leerse como símbolos de nuestra vida
en Cristo.
Este ascenso del Antiguo Testamento hacia el Nuevo es un ju-
biloso reconocer a Cristo. Al tiempo hacemos nuestro aquel impulso
hacia arriba, que animaba en Israel. Volvemos también una y otra
vez de nuevo nuestra mirada a Cristo, que de lo contrario podría
perder a nuestros ojos su carácter excepcional. Sólo así nos hare-
mos cargo de la novedad que entraña el Nuevo Testamento. La
misma rudeza y crueldad de las antiguas narraciones cobra entonces
una significación especial: respiramos con alivio, pues podemos le-
vantarnos por encima de su letra y decir: afortunadamente, la in-
tención del Espíritu era a la postre otra. Leernos, por ejemplo, sobre
la guerra de Josué, y sabemos que, en último término, se trata de la
lucha que libró Jesús y en la que también nosotros entramos, la lu-
cha por la caridad, gozo y paz, que son frutos del Espíritu Santo.
Niveles de la vida de fe
¿Quiere ello decir que podemos sentirnos superiores a los
hombres de entonces ? ¡ N o ! Nosotros tenemos simplemente la
suerte de vivir en un estadio mucho más avanzado. Pero lo que
importa no es el estadio en que nos encontramos, sino la fe, la
65
fidelidad y bondad con que vivimos nuestro propio nivel de des-
arrollo.
Cada período de la historia de Israel es bueno a su manera.
Vamos a seguirlos brevemente.
39-42 Hasta David inclusive — podríamos decir — se concibe a Dios,
sobre todo, como donante del bienestar temporal: la tierra prome-
tida que mana leche y miel. Para conseguir y conservar esta
tierra, era necesario mantener la fidelidad a Yahveh y la fidelidad
de unos a otros. Los demás, los enemigos, quedaban excluidos.
Esta actitud se expresa, de forma muy característica, en el libro
de los Jueces, que revela un gran heroísmo y una robusta re-
ligiosidad.
41-42 En tiempo de los profetas, la alianza se fue desprendiendo pau-
42-43 latinamente de la idea del bienestar terreno. Ahora se trataba de
ser fiel a Yahveh por causa del mismo Yahveh. Se ve al prójimo
con más abertura. Servir a Yahveh significaba hacer bien al opri-
mido, a la viuda y al huérfano. El israelita se interesaba al mismo
tiempo por los otros pueblos y los otros hombres, que tienen tam-
bién una conciencia. «Vivir bien» ya no significa que a uno le
vayan bien las cosas, sino que abriga buenos sentimientos.
41-42 Después del destierro, los mejores descubren una unidad aún
más alta con la humanidad y, por ende, con Dios. Se percibe la
propia insuficiencia y al mismo tiempo, que no hay diferencia
con respecto al resto de los hombres, que tienen también dos ojos,
dos oídos y un corazón. En el libro de la Sabiduría se dice:
66
Por lo demás, aun dentro de nuestro mundo cristiano, siguen
conservando su actualidad estas tres etapas. Hay fases de la vida,
estadios de civilización, agrupaciones y personas, en las que sólo
se puede experimentar la fe cristiana en forma de bienestar (Dios
es bueno con nuestra familia, con nuestra nación). Otros atien-
den más a la pureza y rectitud de sus sentimientos. Finalmente, en
otros se da, sobre todo, una actitud de generosa abertura a todos los
hombres. Estas tres fases pueden darse simultáneamente en todos
los hombres. En las tres puede ser uno bueno, con tal que — a imi-
tación del mejor núcleo de Israel — se procure avanzar siempre. El
que no es capaz de ello, se fosiliza en su fase actual.
También en las grandes ideologías o religiones de la huma-
nidad se pueden distinguir los mismos estadios. El uno está más
avanzado que el otro. No se los puede medir por el mismo rasero.
Encontramos, pues, la religiosidad en el seno de un grupo cerra-
do ; un ulterior desarrollo de la conciencia personal y la práctica de
la bondad para con los demás; el sentimiento de ser hombre entre
los hombres y la espera de un redentor. Nosotros creemos que a
través de estas etapas ascendentes, está la humanidad entera cami-
no de Cristo.
En Israel, el pueblo en que nació Cristo, este ascenso tuvo
lugar de forma señera, favorecido por una clara visión de las re-
laciones entre Dios y el mundo. Tanteando, a través de mil sendas
y laberintos, dando muchas veces en callejones sin salida, pero
siempre perseverando en la búsqueda no deja el género humano
de avanzar. Siempre que se mantenga la fidelidad al Espíritu bue-
no, se llega a adquirir, consciente o inconscientemente, familia-
ridad con la manifestación humana de Dios, que es lo que vamos
a anunciar seguidamente.
67
PARTE TERCERA
EL HIJO DEL HOMBRE
EL HOMBRE QUE DIO TESTIMONIO DE LA LUZ
La palabra ^evangelio-»
Los acontecimientos que vamos a relatar fueron resumidos y
como cifrados, por quienes los narraron desde el principio, en la
palabra «evangelio» (en griego, evangelion). La palabra quiere
decir «buena nueva», «noticia alegre», «albricias», «mensaje de
alegría», algo así como una carta esperada o un recado en la puer-
ta, que súbitamente hace cambiar a un hombre abatido y le llena
de inesperada alegría.
En realidad, la palabra «evangelio» procede de tiempos cala-
mitosos. Fue dicha a los cautivos de Babilonia. Estaban prisio- 41-42
ñeros en tierra extraña. Allá lejos, al otro lado del desierto, yacía
Jerusalén entre escombros y cenizas. Pero, al cabo de los años, la
situación política tomó un giro favorable. El persa Ciro penetró
en el imperio babilónico y dio libertad a los cautivos. Entonces, un
profeta de la escuela de Isaías contempló en una visión cómo Dios
marcharía de nuevo con su pueblo camino de Jerusalén a través del
desierto. El profeta oyó una voz, probablemente interior, que
gritaba:
«Preparad en el desierto un camino a Yahveh,
trazad recta en la estepa una calzada para nuestro Dios.
Que todo valle sea elevado,
y todo monte y cerro sean rebajados...» (Is 40, 3-5).
Este grito estremecedor, envuelto en brillantes imágenes de
magnificencia oriental, expresa bien la majestad con que Dios quie-
re marchar en medio de su pueblo camino de Jerusalén, como
antaño en el éxodo de Egipto.
Idealmente, es enviado delante un heraldo camino de Jerusa-
lén. El heraldo debe subir a la cima de una colina y contemplar
las ruinas de Jerusalén:
71
pertenece ya al Nuevo Testamento: «La ley y los profetas llegan
hasta Juan...» (Le 16, 16). Pertenece a él como figura puesta jus-
tamente en la encrucijada. Es como un mojón entre dos períodos,
el antiguo y el nuevo. El camino hacia Cristo pasa por Juan.
Lo cual no vale solamente para esta vez, por un momento de la
historia, "sino por siempre. La conversión que Juan predicó será
siempre el camino que lleve al reino cuya cercanía anunció.
Juan no es, pues, figura que podamos olvidar, una vez apare-
cida la luz verdadera, que es Jesús. Juan es siempre actual, pues
incita a una preparación, que es siempre necesaria para todos. Por
eso en la vida de la Iglesia hay cuatro semanas al año, en las que
llega de nuevo a ella el grito del Bautista. Estas cuatro semanas
se llaman de «adviento».
El adviento
Adviento es, originariamente, una palabra latina que quiere
decir «llegada solemne». Desde el cuarto domingo anterior al
25 de diciembre hasta esta misma fecha, recuerda la Iglesia el
advenimiento o llegada del Señor.
La conmemoración litúrgica no es nunca mero recuerdo. Se
330 trata de acontecimientos que aún hoy día nos afectan. Esta con-
memoración quiere decir para nosotros: compromiso. Pero ni aun
así lo hemos dicho todo. En efecto, se podría concebir tal conme-
moración como si fuera el recuerdo que dedicamos a un difunto.
Entonces, revivimos en nuestro interior lo que ya acaeció hace
mucho tiempo. En la «celebración» litúrgica, por el contrario, no
revivimos los hechos tan sólo en nuestra conciencia, sino también
en la realidad. Pues todos los acontecimientos que conmemora la
liturgia suponen un encuentro concreto de Dios con los hombres.
Y Dios está pronto a comunicar a los hombres que lo rememoran
juntos, lo más auténtico que tuvo el acontecimiento pasado: su
propia gracia. Vivimos, por ende, el mismo encuentro con Dios
que quienes entonces presenciaron con corazón abierto el aconte-
cimiento. Más aún, lo vivimos más profundamente que quienes en-
tonces sólo corporalmente lo presenciaron, por ejemplo, uno que
durante la predicación de Juan pasara por allí de camino y no se
detuviera a oírla.
Así pues, celebrar el adviento quiere decir: estar imbuidos en
el anhelo por el advenimiento de Dios, porque creemos firmemente
en el mismo. Experimentamos el hecho de que Dios se acerca
más y más a nuestra oscuridad
42-43 Por eso, durante este período, se escogen muchos pasajes (lec-
60 ciones) de los profetas, que son los grandes vigías de Israel. El
libro de Isaías se usa con preferencia. Es el más monumental
74
entre los libros proféticos y abunda en textos mesiánicos. La gran-
diosa certidumbre, inspirada por la fe, de que Dios enviará a su
ungido y su salud, inspiró a Isaías palabras que conmueven aún
al hombre de hoy en su anhelo de hallar a Dios. «Tened buen
ánimo, no temáis, mirad que viene vuestro Dios.» Este profeta
es, en consecuencia, una de las tres grandes figuras que se nos po-
nen ante los ojos en la liturgia de adviento. También el conmove-
dor cántico del adviento: Rorate caeli de super, está tomado de
Isaías.
Ya hemos hablado de la segunda gran figura, es decir, Juan
Bautista. El pueblo cristiano se traslada espiritualmente a las
orillas del Jordán, y vive una vez más, con intensidad proporcio-
nada a su devoción, la atmósfera de gozosa expectación, y tam-
bién las serias admoniciones que conservan su valor para todas
las edades.
Finalmente, la liturgia nos hace leer en este tiempo todos los
relatos acerca de la más humana e inmediata de todas las pre-
paraciones : cómo vivió la madre el advenimiento del que fue ex-
pectación de los siglos. Y lo vivió de triple manera: en su seno,
en su fe (como nota la Escritura: Le 1, 45) y en la alegría mesiá-
nica del Magníficat.
Tres figuras apuntan, pues, a una sola, que no ha aparecido
aún. Pero la esperan en actitud diferente: Desde la nostalgia do-
lorida del profeta hasta la «expectación gozosa» de una joven
madre. De este modo se entremezclan en la liturgia de adviento
los símbolos de la desolación y de la alegría.
El adviento comprende todas las formas de la venida de Jesús.
La primera, naturalmente, su entrada histórica en el mundo; pero,
a su vez, también su venida en esta hora a nuestra sociedad huma-
na. Y ésta tampoco es presentada independiente de su segundo
advenimiento, de su revelación al fin de los tiempos. Con la evoca-
ción de este postrer advenimiento comienza, en efecto, el primer
domingo de adviento.
EL ORIGEN DE JESÚS
75
Hablaría, sin duda, el dialecto de los galileos, pues era oriun-
do de Galilea, la provincia judía del norte, medio pagana y no muy
estimada. Nazaret, un pequeño nido colgado de unas colinas, fue
su «patria chica». «¿Puede salir nada bueno de Nazaret?», pre-
gunta uno al oir hablar de él (Jn 1, 46). Tiene alrededor de trein-
ta años de edad (Le 3, 23). Su nombre tampoco es muy llamativo:
Yehoshua, que nosotros traducimos por Jesús.
76
palabras del evangelio inspiradas por la fe ? Ciertamente que no.
La historia de la infancia, según Mateo y Lucas, es una buena
nueva en si misma, que refleja con toda su sencillez, de manera
pura, la grandeza real de la aparición del Señor sobre la tierra,
y nos la refleja de tal forma que podemos celebrar con los he-
chos narrados no menos de tres fiestas: Navidad, Reyes y la Can-
delaria o Purificación.
Al hablar en este libro acerca de la vida de Jesús, espera-
mos mantenernos fieles al espíritu de los evangelios. No vamos a
intentar reconstruir por ellos una biografía, como si buscáramos
información sobre alguien que ha muerto. Queremos que los evan-
gelios nos hablen por sí mismos, con su sencilla claridad, y nos den
el mensaje de Alguien que vive.
77
Mateo porque a tres de ellas las pinta el Antiguo Testamento en una
situación de pecado o les¡ atribuye una profesión pecaminosa? En
todo caso, ahí están, junto a muchos hombres pecadores, como sig-
no indudable de que Jesús procede de una humanidad pecadora. Las
listas terminan en José. Por medio de él vinculan a Jesús con la
humanidad. Este varón modesto, que aparece en la aurora de
la Salud, este «pobre de Yahveh» era, según la ley, el anillo que
unía a Jesús con el pueblo de Israel: «el último de los patriarcas.»
Hijo de Dios
Al tiempo que el origen humano de jesús, consignan también
los evangelios su origen divino.
De algunas grandes figuras del Antiguo Testamento se cuenta
que fueron fruto de la oración. Tras ardientes deseos, tras ora-
ción y promesa de Dios, dio finalmente fruto un matrimonio hasta
entonces estéril. Así nacieron los antepasados de Israel, Isaac y
Jacob, así Sansón, Samuel y el niño de la casa de Acaz, que fue
el signo de la fidelidad de Dios en tiempos adversos. Así también
Juan Bautista. En estos relatos se expresa con especial claridad
lo que cabe decir de toda paternidad: que a fin de cuentas es de
Dios de quien se recibe un nuevo ser humano (cada vez único).
Nuestro lenguaje ordinario indica certeramente lo mismo, pues
solemos decir que los padres, han «tenido» un hijo, y no que lo
han «engendrado».
Entre todos los niños prometidos por Dios en Israel, Jesús
representa la cima más alta. Cuando él vino al mundo, había todo
45 un pueblo que pedía su nacimiento; una larga historia lo había
prometido. Era hijo de la promesa como ningún otro. El más
profundo anhelo de todo el género humano. Nació enteramente de
la gracia, enteramente de la promesa: «Concebido' por obra del
Espíritu Santo.» Era el regalo hecho por Dios a los hombres^
Esto dan a entender los evangelistas Mateo y Lucas al decir
que Jesús no tuvo su origen en la voluntad de un hombre. Procla-
man que este nacimiento sobresale infinitamente por encima del
nacimiento de todo hijo de hombre, y no tiene que ver con cuan-
to de por sí pueden los hombres. Tal es el profundo sentido del
artículo de la fe: «Nació de Santa María Virgen.» Nada hay en
el seno de la humanidad, nada en la fecundidad humana, que pu-
diera dar este fruto, pues de Él dependen toda humana fecundidad
y toda la génesis y evolución del linaje humano: todo fue creado
en Él. A nadie en último término debe la humanidad esta prome-
sa, sino sólo al Espíritu de Dios. El origen de Cristo no se debe
ni a la sangre, ni a la voluntad de la carne, ni a voluntad de varón,
sino sólo a Dios; desde infinita altura, desde infinita lejanía.
78
Mateo
Todo esto es narrado por Mateo y Lucas en palabras humanas
y sencillas que ponen de manifiesto lo que de nuevo vemos en Jesús.
Mateo dice: «El nacimiento de Jesucristo fue así. Su madre María
estaba desposada con José; y, antes de vivir juntos, resultó que
ella había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. Pero
José, su esposo, como era bueno y no quería denunciarla, deter-
minó repudiarla en secreto. Y mientras andaba cavilando en ello,
un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo
de David, no temas llevarte a casa a María tu esposa, porque lo
engendrado en ella es obra del Espíritu Santo"» (Mt 1, 18-20).
Lucas
Poseemos además el texto maravilloso del más delicado de los
evangelistas: el relato de la anunciación por Lucas (1, 26-38), una
meditación sobre un acontecimiento divino, en que, lo mejor que
se puede, se expresa la plenitud de gracia que supone para la his-
toria universal el advenimiento de Cristo.
Lucas nombra como mensajero de Dios a Gabriel, el ángel que,
en el libro de Daniel, anuncia el fin de los tiempos. Su aparición
significaría, por tanto, que ha llegado por fin el momento de la
misericordia de Dios. Incluso el mensaje está lleno de alusiones
a las anteriores promesas de Dios. Ya el saludo del ángel abre
todo un mundo de seguridad de la salvación en sentido del Anti-
guo Testamento. «Dios te salve, altamente dotada de gracia.» Cada
pueblo tiene su propio modo de saludar. Nosotros, un tanto vul-
garmente, nos deseamos «buenos días» o «buenas noches». En
griego se desea la alegría: Khaire, «alégrate». Éste es el saludo
que leemos en Lucas: «Alégrate, agraciada.» Esta interpelación
es, a par, mucho más que un saludo griego ordinario. Es un eco
de promesas proféticas, como la Sofonías:
79
T a l e s invitaciones están d i r i g i d a s a la «hija de Sión» q u e es
el p u e b l o de I s r a e l (especialmente J e r u s a l é n ) , personificado en la
imagen de u n a m u c h a c h a . «Señora S i ó n » , d i r í a m o s nosotros.
M a s los gritos de j ú b i l o de los p r o f e t a s se cumplieron a h o r a
en esta doncella, q u e r e p r e s e n t a a t o d o el p u e b l o d e I s r a e l y lo
incorpora. E n M a r í a está p r e s e n t e Israel y recibe el m e n s a j e que
Dios le envía al r e y Mesías.
M a r í a dijo al á n g e l : «¿ C ó m o s u c e d e r á esto ?, pues y o no
conozco varón.» E s t a p r e g u n t a es la i n t r o d u c c i ó n a la s e g u n d a
p a r t e del m e n s a j e : «El E s p í r i t u S a n t o d e s c e n d e r á s o b r e ti y el
p o d e r del . A l t í s i m o - t e e n v o l v e r á en su s o m b r a » ( L e 1, 35). L a
expresión «te envolverá en su s o m b r a » está t o m a d a del A n t i g u o
T e s t a m e n t o y evoca la n u b e luminosa que descendió como signo
185 de la presencia de D i o s s o b r e la t i e n d a del d e s i e r t o o el t e m p l o d e
J e r u s a l é n ( É x 40, 3 4 - 3 5 ; N ú m 9, 1 5 ; 2 C r ó 7, 2 ) . M u c h a s m á s alu-
siones al A n t i g u o T e s t a m e n t o contiene esta sola p á g i n a del e v a n -
gelio de Lucas.
80
hijos de otra María. Es muy verosímil que este Santiago y José no
se nombrarían sin más de no ser los mismos nombrados antes.
Juan 19, 27 hace particularmente improbable que María tuviera
otros hijos fuera de Jesús. Es interesante notar que, en el arte
cristiano, incluido el de la reforma protestante, no se representa
nunca a María con varios hijos.
La Iglesia celebra la anunciación a María el 25 de marzo,
nueve meses antes de navidad. Hay costumbre de rezar el ángelus
tres veces al día en horas indicadas por toque de campanas: a las
seis de la mañana, a las doce y a las seis de la tarde. En esta ora-
ción recordamos el misterio del Hijo de Dios hecho hombre.
(Col 1, 15-16).
O este cántico:
81
«Todo llegó a ser por medio de él,
y sin él nada se hizo de cuanto fue hecho» (Jn 1, 3).
«Todas las cosas fueron creadas por medio de él y con
miras a él» (Col 1, 16)
82
Hacia el año 300 de nuestra era, las tendencias mencionadas
antes se concretaron en la doctrina de un presbítero de Alejan-
dría por nombre Arrio. Arrio comparó a un Dios inventado y
excogitado por los hombres con la aparición de Jesús y declaró:
Cristo no es Dios, aunque sí una criatura de orden altísimo.
El primer concilio universal de la Iglesia, celebrado en Ni-
cea el año 325, se ocupó de esta cuestión. El concilio proclamó
que en Jesús apareció realmente Dios sobre la tierra como per-
sona, como la persona del Hijo.
El símbolo de la fe proclamado en Nicea es el credo que aún
ahora rezamos o cantamos en la misa después del evangelio: 319
«Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no hecho, consubstancial con el Padre.»
«¡ Engendrado, no hecho!» Se trata aquí de un auténtico ori- 478-480
gen (de un nacimiento) en Dios y de Dios, que no tiene que ver
con una creación.
Así, el Hijo procede del Padre.
83
este falso concepto por los monofisitas. Reconocían con gran re-
verencia (entre sus filas había muchos monjes) la unidad de la
persona de Cristo; pero entendían esto como si poseyera exclusi-
vamente una naturaleza: la divina. A pesar de la apariencia hu-
mana de Jesús, no había una realidad auténticamente humana. El
Hijo de Dios haría como si fuera hombre, pero sin serlo en
verdad. Dios habría andado por la tierra con apariencia de hombre.
También estos modos incorrectos de ver pueden afectar y en-
turbiar nuestra relación con Cristo, sobre todo entre gentes pia-
dosas. Se fijan tanto en la divinidad de Cristo, que ya no ven
más. Así, a veces se leen descripciones del niño Jesús en que
éste sólo aparentemente es un verdadero niño. Obra como si
viviera en realidad vida humana; pero no crece como un hombre,
no piensa y siente como un hombre. Es infinitamente perfecto y
sólo se rodea de una humanidad apariencial.
84
Los romanos tenían ciertamente la palabra «persona», como
término jurídico aplicable al ciudadano libre. Para ellos, pues,
un esclavo no era «persona». Los griegos conocían el concepto
de «individuo» como realización autónoma de la naturaleza hu-
mana universal. Pero la propiedad señera, que representa al hom-
bre en su plena dignidad —lo que expresamos con la palabra
persona —, sólo quedó esclarecido en estos grandes concilios. Por
cuanto el Hijo de Dios se hizo realmente hombre, se convirtió
la persona humana en un ser que no tiene límite en su dignidad.
Así nació la conciencia del valor y derechos del hombre, aun del
inválido o enfermo que, aparentemente es improductivo para
la sociedad. Humanamente hablando, por el reconocimiento de la 213
persona del prójimo se quitó su peor aguijón a la esclavitud, 225
aun antes de que su abolición se impusiera económica y socialmen- 63, 64-67
te. Hacen falta muchos siglos para que algo tan grandioso penetre 224-226
definitivamente en la humanidad. No podemos imaginar el cariz que 240-269
presentaría la humanidad de no haber venido Cristo. Ni cristia-
nos, ni marxistas, ni humanistas pueden imaginárselo. Se dice
fácilmente que dos mil años de cristianismo no han conducido a
nada. ¿ Cómo lo sabemos ? Nadie puede comprender en toda su
extensión lo que para el mundo significa la revelación de Dios.
En el arte se ve algo de ello. Un gran conocedor de la histo-
ria del arte, André Malraux, que no es cristiano, lo ha hecho
notar alguna vez. Los rostros del arte romano — así los ve
Malraux — son en primer término «naturalezas», fragmentos de
la universal naturaleza humana; en cambio, la cara de una ima-
gen medieval es una biografía. «Y las más bellas bocas del arte
gótico se asemejan a cicatrices que ha dejado la vida.»
85
La celebración del nacimiento de Jesús
No conocemos exactamente el día en que nació Jesús. Origi-
nariamente, no se sentía tal interés por la fecha del nacimiento del
Señor. Sólo se celebraba la fiesta de pascua en que se rememoraba
todo el misterio de Cristo. Pero en el siglo n i se sintió el deseo
de celebrar por separado su natividad.
Se" trata, pues, del mismo fenómeno que encontramos en las
narraciones evangélicas: primero, los grandes hechos salvadores
realizados por Cristo en su edad madura; y después, el deseo de
remontar «corriente arriba» y contemplar lo que aconteciera cro-
nológicamente antes.
Al no conocerse el día del nacimiento de Jesús, había libertad
para escoger la fecha más significativa. Se tomó espontáneamente
el tiempo del año en que los días comienzan a crecer. Así, el
25 de diciembre y el 6 de enero son, desde tiempos inmemoriales,
las fechas de la primera manifestación de Jesús sobre la tierra.
De este modo se reemplazaban fiestas paganas. Pero esto es
secundario. La razón más profunda es mucho más sencilla y hu-
mana. Con la venida de la nueva luz de la naturaleza, se festeja
la luz nueva que no se extinguirá jamás. Es una luz espiritual.
Por eso, importa poco que en nuestras ciudades siempre ilumina-
das o en el hemisferio sur apenas sea aplicable o no lo sea en
45 absoluto, este símbolo natural. La fe cristiana ama la naturaleza y
6, 178 la sigue de buen grado; pero no es una religión natural, del eterno
i, 206 retorno de las estaciones, sino una religión histórica, de hechos
reales que conservan eternamente su valor.
El nacimiento de Jesús es un hecho sucedido en la historia,
el hecho justamente por el que se cuenta toda la historia humana:
antes de Cristo y después de Cristo. El año 1 es el año del na-
cimiento de Cristo, una visión magnífica por la que Dionisio, el
Exiguo (o Pequeño), monje del siglo vi, sustituyó la antigua nu-
meración que partía de la fundación de Roma. Sin duda que en
relación con la noticia de Lucas, según la cual al comenzar Jesús
su vida pública tenía «unos treinta años» (Le 3, 23), atendió poco
Dionisio a «unos», indicación de cantidad aproximada. La conse-
cuencia es que, probablemente, erró de cuatro a siete cifras en el
cálculo. Pero el yerro no tiene importancia excesiva. Aunque
Jesús naciera unos años antes, el recuento por el anno Domini,
«en el año del Señor», conserva su profunda significación de que
con Jesús comenzó una nueva era de la humanidad.
El acontecimiento histórico de la aparición de Dios para nues-
330 tra salvación se actualiza para nosotros en la liturgia. Por eso
vamos a redactar este capítulo partiendo de nuestra celebración
anual de su venida. Esto no encierra dificultad, pues la liturgia
86
contiene desde el 25 de diciembre al 2 de febrero todos los rela-
tos importantes.
En la noche más oscura del año rememora la Iglesia el na-
cimiento de Jesús, y lo hace celebrando tres veces la eucaristía:
a media noche, a la aurora y de día, cada vez con nuevos cánticos
y oraciones. Esta costumbre procede de Jerusalén. Allí se cele-
braba primero una vigilia en Belén. A la aurora la procesión
llegaba a Jerusalén, y ya durante el día se celebraba otra reunión
en la iglesia principal de la ciudad. De ahí que la Iglesia siga
celebrando aún tres misas en la fiesta de Navidad.
Cuando los fieles se reúnen a medianoche, los monjes de las
órdenes contemplativas de todo el mundo han cantado ya durante
dos horas enteras los largos maitines de Navidad, más de una hora
de salmos, lecciones de Isaías, comentarios del papa León, Gregorio 216-217
Magno, Agustín y Ambrosio, todo ello un largo clamor de ad-
miración y pasmo ante el misterio. Así se ha preparado la Iglesia
contemplativa, mientras la mayoría de nosotros hace también los
preparativos para esta noche en que se cumplieron las profecías
y María y José se preparan para el nacimiento.
La misa de la noche comienza con un cántico acerca del eter-
no nacimiento del Hijo, engendrado por el Padre: «El Señor me
ha dicho: Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy.» La epís-
tola está tomada de la carta de san Pablo a Tito: «Porque ha apa-
recido la Gracia salvadora de Dios a todos los hombres» (Tit 2, 11).
Después de los interludios tomados de los salmos reales, la litur-
gia nocturna de la palabra llega a su punto culminante con el
sencillo relato del nacimiento: un censo general llevó a José y
María a Belén, la ciudad de David. «Y sucedió que, mientras
ellos estaban allí, se le cumplieron a María los días del alum-
bramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pa-
ñales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos
en la posada» (Le 2, 6-7).
Un pesebre se destina a dar de comer a los anímales. La luz
apareció, pues, como un pobre, para el que no hay lugar en la po-
sada. Pero la ciudad en que nace, permite reconocer su grandeza.
Es la ciudad regia de Belén, en la que se cumplen ahora las pro-
mesas hechas a David.
El evangelio cuenta también una aparición de ángeles: irrumpe
en la tierra la gloria de Dios. Los ángeles cantan:
87
son objeto de la buena voluntad de Dios. De ahí la nueva traduc-
ción. Este beneplácito divino, del que no se excluye a nadie, es
el gran tema de esta noche: «El amor no está en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos amó a nosotros, y
envió a su Hijo, propiciación por nuestros pecados» (Jn 4, 10).
Después del relato sobre el nacimiento, sigue una predicación
sobre el misterio que se celebra y luego viene la celebración del
banquete del Señor.
88
y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en las tinieblas
y las tinieblas no la vencieron...
89
de cerrada intimidad, y en este sentido también una fiesta de amor.
Siempre será deber cristiano mantenerse abierto al prójimo fuera
del propio ámbito vital. Sólo así tendrá nuestra celebración de la
Navidad algo de común con la actitud de Jesús, que deja la mo-
rada del Padre para venir a habitar entre los hombres.
Ocho días después del nacimiento del Niño, nos cuenta Lucas
que fue circuncidado. La Iglesia conmemora el hecho una semana
después, el día de Año Nuevo. Por la circuncisión, tal como la
prescribía la ley, Jesús fue admitido en el pueblo de Israel.
En esta ocasión recibió el Niño el nombre que ya llevaba an-
tes de nacer: Jesús, que quiere originariamente decir: «Yahveh
salva.» Es el mismo nombre que llevó el caudillo que introdujo al
pueblo en la tierra prometida: Yehoshua (Josué).
90
inocentes que, sin saberlo, derramaron su sangre por Jesús, se
celebra dentro de la semana de Navidad, el 28 de diciembre, fiesta
de los Santos Inocentes.
La huida a Egipto significaba que, al retorno, siguió Jesús el
mismo camino que antaño el pueblo de Israel en su salida de Egip-
to. Así lo nota Mateo: «...para que se cumpliera lo que dijo el
Señor por el profeta que dice: De Egipto llamé a mi Hijo»
(Mt 2, 15). Jesús es el Hijo escogido en grado muy superior al
pueblo de Israel. Por Él saldrá el mundo definitivamente y para
siempre de la casa de esclavitud.
91
están las lágrimas, que el ahora niño derramará más adelante sobre
esta ciudad (Le 19, 41-44). Simeón habló, en efecto, a la joven
04-105 madre no sólo del ensalzamiento, sino también de la caída de
47-149 muchos. Este niño desenmascarará interiormente a los hombres.
5, 169 Esto significará para María como siete espadas de dolor.
Criado en Nazaret
Jesús se crió en Nazaret. José era carpintero (Mt 13, 55). Tam-
bién Jesús ejerció esta profesión (Me 6, 3). Así pues, hasta los
30 años de su vida aproximadamente, estuvo dentro de un orden
social con su propia tarea, y vivió en una familia sencilla.
Hace un siglo todavía, nuestros abuelos gustaban de meditar en
la vida familiar de Nazaret. Les conmovía el ejemplo de paz, obe-
diencia y amor que cabe imaginar en la familia nazarena. De
ahí que, el año 1892, se introdujera en la Iglesia una fiesta en
honor de la sagrada familia, que se celebra el primer domingo des-
pués de Epifanía.
Pero la vida oculta de Jesús es también modelo para nosotros
en otro aspecto. Su vida en una aldehuela nos hace ver cómo es
Dios y cómo obra. Nazaret nos dice que el Hijo de Dios se nos
apareció en la vida ordinaria de la humanidad, en la vida, que
llevamos los hombres desde los cazadores de la prehistoria hasta
los habitantes de ciudades y campos de la actualidad, los padres de
familia, los chicos de la escuela, el ama de casa. La vida de fa-
milia y sociedad, con todas sus cargas y alegrías del trabajo, es
vida que, aparentemente, no hace historia. Y, sin embargo, de
esa vida sale el Hijo de Dios. Por ello vemos una vez más, con
un poco más: de claridad, quién es Dios. Dios es el que quiere
aparecerse de manera ordinaria, el que ha compartido en lo oculto
la vida diaria de los hombres, cercano a nuestras vidas particula-
res que no llaman la atención ni hacen historia. Nazaret nos hace
ver que Dios está con nosotros, en nuestro trabajo y en nuestra
vida familiar. Ésta es la finalidad que persigue la fiesta de la vida
oculta de Jesús, que se celebra el domingo después de Reyes.
92
«Hijo, ¿por qué lo has hecho así con nosotros' Tu padre y yo
te hemos buscado con dolor» (Le 2, 48).
Jesús recogió la palabra «padre» de labios de María y con-
testó que Él debía estar en las cosas de su Padre. Quería decir
de Dios, su Padre Sus padres no entendieron esta palabra, pero
María la guardó en su corazón.
I Qué significado tiene este incidente ? Para entenderlo, convie-
ne saber por qué lo narra Lucas Como ya hemos notado, para este 90
evangelista es siempre muy importante que Jesús se revele en ns 116
Jerusalén. Dios había prometido que allí se manifestaría a los 154155
hombres. Así sucedió por primera vez en la presentación de Jesús
en el templo. Entonces Jesús no podía aún hablar. Jerusalén ha-
bló en la persona de Simeón y Ana Allí se encontró por vez
primera con su Señor. En este episodio del Jesús de doce años,
habla ya Jesús Ahora se encuentra el Señor por vez primera con
Jerusalén Vemos por nuestros propios ojos cómo se cumplen las
promesas de Dios a su pueblo.
Lucas narró este acontecimiento tan humano para cerrar su rela-
to acerca de la juventud de Jesús. Un joven provinciano, pueble-
rino de Nazaret, aparece de pronto en la capital, la ciudad de
Dios, y siente con todas las fibras de su ser que aquélla es su
casa. Jesús queda fascinado por esta mirada a la majestad de
Dios su Padre y por vez primera barrunta la tarea de su vida
hasta el punto de olvidar a sus padres.
Un joven inteligente descubre su vocación He ahí la manera
como Dios entra en su templo 1 De qué modo tan maravillosamente
distinto se cumplen las profecías, de qué modo tan humano' Dios
se nos muestra en un hombre que va creciendo. «Y Jesús crecía
en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hom-
bres» (Le 2, 52).
La conciencia de Jesús
Cabría preguntar aquí ¿ Cómo puede ser Hijo de Dios y, por
ende, saberlo todo, y hombre al mismo tiempo, y, por ende, crecer
en sabiduría' Es la misma pregunta que hicimos ya en el último
capítulo, pero referida ahora con más precisión a la conciencia 82-83
de Jesús.
También aquí sé ha de responder que debemos ser cautelo-
sos para no hablar desde nuestras concepciones humanas, como
si conociéramos ya perfectamente a Dios antes de conocer a Je-
sús Jesús no está ahí para los que se imaginan que conocen a
Dios, sino para los que buscan a Dios. Nosotros sólo podemos
dirigir nuestra mirada al hombre Jesús Sólo mirándole a Él, po-
demos adivinar algo del Dios que se nos ha-revelado en Él La
93
grandeza de Dios es mucho más que cuanto nosotros podemos
476 imaginar de «grandeza>.
La conciencia de Dios es mucho más viva y cálida de lo que,
con nuestros medios humanos, podemos imaginar de una «con-
ciencia absoluta». En el saber auténticamente humano de Jesús
(por el que, por ej., se abría el mundo a sus ojos como se abre
para cualquier hombre), se refleja algo de su igualdad con Dios.
En Jesús se nos ha hecho Dios asequible.
BAUTISMO Y TENTACIÓN
94
Los varones de Dios del pasado estaban animados por el Es-
píritu de Dios como por un principio extraño, superior a ellos. En 64
cambio, en toda la ulterior vida pública de Jesús su plenitud de
Espíritu aparece como algo natural, como si no tuviera necesidad,
por decirlo así, del Espíritu. Esto no es, naturalmente, verdad.
Mejor sería decir que no posee el Espíritu como un elemento
extraño, sino como una fuerza que le pertenece, como si fuera su
propio Espíritu. «Pues aquel a quien Dios ha enviado, habla las
palabras de Dios, porque le da el Espíritu sin medida» (Jn 3, 34;
cf. Is 11, 2 ; Jn 1, 33).
Por este bautismo del Espíritu, cobra nuevo significado el bau-
tismo de agua de Juan: se convierte en símbolo del bautismo del 233, 243
Espíritu para todos los creyentes futuros. Por este motivo canta
la liturgia de Oriente en la vigilia de la Epifanía: «Hoy inclina el
Señor la cabeza ante la mano del precursor; hoy lo bautiza Juan
en las ondas del Jordán; hoy oculta el Señor en el agua las cul-
pas de los hombres; hoy es atestiguado desde lo alto como hijo
amado de Dios; hoy santifica el Señor la naturaleza del Agua. Se
inmerge en la corriente del Jordán no para purificarse a sí mismo,
sino para preparar nuestra regeneración.»
95
de Israel (Dt 8, 3 ; 6, 16; 6, 13). Donde el pueblo olvidó entonces
(y toda la humanidad con él) su misión y, de espaldas a Dios,
anhelaba volver a las ollas de Egipto, dice Él que el hombre vive
también de toda palabra que sale de la boca de Dios. Donde el
pueblo quiso tentar a Dios y arrancarle un milagro, se niega Jesús
a ofrecer un aparatoso espectáculo. Donde el pueblo se afanó por
los ídolos mundanos, rechazó Jesús todo señorío mundano que el
diablo le ofrecía en compensación si se postraba ante él.
Obrar un milagro en provecho propio, pedir a Dios un espec-
táculo exterior impresionante, pretender dominio terreno: he ahí
tres caminos que Él no quería seguir. Son tres cosas al alcance de
quienes quieren triunfar. Jesús sabía que había venido a invertir
la escala de los valores. «Lo que quieren los hombres», como le
dijo a Pedro, lo que en el mundo pasa por sabiduría y gloria, es
lo que Él tenía que evitar precisamente. Su bautismo significaba:
someterse, ser un hombre insignificante, un servidor, vivir para la
muerte. En una palabra: no éxito, sino servicio. Permanecer fiel
a ese destino fue toda su alegría. Una alegría nueva en el mundo.
Y he aquí que vinieron ángeles y le servían.
No en balde leemos este evangelio del servicio de Jesús al co-
mienzo de la cuaresma, tiempo en que tratamos de restablecer en
nosotros la actitud clara de una vida cristiana.
EL REINO DE DIOS
Cana
En la apartada Galilea reveló Jesús por vez primera su gloria.
El evangelio de Juan comienza con unas bodas que se celebraron
en Cana, pueblecillo vecino a Nazaret. Jesús cambia el agua (que
estaba allí para los ritos de purificación de los judíos) en exce-
lente vino. Un primer signo simbólico de la alegría mesiánica que
en la «hora» de la muerte y resurrección de Jesús sustituiría lo
viejo por lo nuevo, el agua por el vino. El evangelista Juan hace
notar a este propósito que María pidió esta señal. Parece que Jesús
quiere negarse de pronto y alude a su hora (última), que tocaba
determinar al Padre, y no a María. Sin embargo, accede a la
súplica. Juan consignó, seguramente con intención, la parte que
cupo a María en este milagro, tanto más cuanto que mencionará
expresamente la presencia de María en aquella hora (Jn 19, 26).
Las bodas de Cana son el tercer hecho salvador que se celebra
en la fiesta de la Epifanía del Señor el día 6 de enero. El evange-
lio se lee el segundo domingo después de reyes.
96
Una gran luz
Galilea fue la primera en oír el mensaje de Jesús. Esta tierra
fronteriza había sido ocupada por los asirios en tiempos del pro-
feta Isaías. Sin embargo, confiando en la gracia de Dios, el profeta
predijo a esta región un brillante futuro. La profecía resultó cier-
ta ahora, pues este pedazo de tierra fue precisamente el primero
que oyó el mensaje. Al contar Mateo que Jesús se estableció en
Cafarnaúm, escribe también
Vino en unas bodas, luz en las tinieblas así ven los evange-
lios a Jesús en su aparición en Galilea
Ahora bien, el mensaje que Jesús anuncia, se puede cifrar en
la palabra «reino de los cielos» «Desde entonces comenzó Jesús
a predicar Convertios, porque el reino de los cielos está cerca»
(Mt 4, 17).
97
menos puras. Había gentes para quienes oir esta palabra y echar
mano de las armas era todo uno. El reinado de Dios significaba para
ellos la victoria sobre los gentiles, la restauración nacional, la erec-
ción de un Estado en que imperara Dios. Otros veían a su vez en
la venida del reino de Dios una intervención divina, que sacudiría
les fuerzas celestes y haría surgir un mundo nuevo. Estos soñado-
res especulaban con predicciones exactas sobre el día preciso en
que se acabaría el mundo. Sus descripciones están de ordinario
llenas de fantasías. Estos movimientos se llaman apocalípticos.
64 Ambas concepciones se fundan en una inteligencia a menudo
muy material y literal del lenguaje figurado de los profetas. Lo
que en éstos quedaba abierto, tomaba ahora una forma fija y de-
terminada, de matiz nacionalista y apocalíptico. En el núcleo puro
de la expectación del reino de Dios entraban ingredientes menos
puros, sentimientos sobre todo de resentimiento nacional.
98
vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oir lo que vos-
otros estáis oyendo, y no lo oyeron» (Le 10, 23-24).
Las parábolas
Jesús comienza hablando en parábolas, narraciones destinadas
a ilustrar una verdad. También las usaban entonces los doctores
de la ley. Pero Jesús las usa de forma completamente nueva. Los
doctores se proponían aclarar un texto propuesto. En Jesús, las 146-148
parábolas son el mismo mensaje. Con frescura y sencillez, narran
historias de la vida diaria, que todo el mundo podía entender.
.A veces también casos extraños que rara vez se dan, por ejemplo,
un banquete al que no acude nadie. Pero aun estos casos se en-
tienden inmediatamente.
«¿Quién de entre vosotros...?» De forma tan sencilla, tan in-
mediata y directa comienza a menudo Jesús sus parábolas. Este
modo de comenzar una narración es característico de Jesús. Nin-
gún rabino de su tiempo empleó esta fórmula.
Jesús habla en las parábolas para ser entendido. A este propó-
sito escribe Marcos: «Y con muchas parábolas así, les proponía
el mensaje según lo pwHam recibir» (Me 4, 33).
Sin embargo, una condición previa se requiere para entender
estas parábolas. Después de algunas de ellas exclama Jesús: «El
que tenga oídos para oir, que oiga.» Es menester una disposición
99
para entregarse, para convertir su vida; un órgano, un oído para
captar el oculto mensaje. El que no posee esa disposición, sólo oye
la historieta. La parábola no entendida es entonces indicio de que
está uno fuera. Lo que debería ser camino para entender, se torna
signo de reprobación. Tal es el sentido de Me 4, 10-13, pasaje que
no debe leerse sin tener en cuenta el v. 33, ya antes citado, del
mismo capítulo.
100
sí en el bautismo: Lo que importa no es el efecto exterior que 94-9
deslumhra a los hombres, pero no les nutre, sino la acción menu-
da, ordinaria y que no llama la atención. También el reino de
Dios tiene forma de siervo.
101
Jesús escogió para sí en su bautismo. Es una actitud que trastor-
na todos los criterios «mundanales». De esta manera proclama el
Hijo de Dios bienaventurados a los que viven como Él vivió por
propia elección. Ellos poseen la disposición ideal para aguardar el
42 reino de Dios y hasta para recibirlo ya ahora como una profunda
alegría en su existencia terrena, que a menudo es tan poco atra-
yente. Dios los consolará, saciará y hará hijos suyos.
A menudo se tratará de verdaderos pobres; a veces, también
de virtuosos. Pero también entra en la cuenta aquel alcabalero o
publicano que oraba en el templo (Le 18, 9-14), que no era pobre
ni virtuoso, pero se daba cuenta de su insuficiencia y tenía verdade-
ra hambre y sed de la justicia, y estaba dispuesto a cambiar de vida.
No se trata en las bienaventuranzas de recintos bien acotados, sino
de aquel potente acontecer dinámico, por el que Dios está presente
para todos los que lo necesitan y lo aguardan. Y así se ve claro que
el juicio de Dios sobre el triunfo o el fracaso, sobre lo alto y lo
bajo, la dicha o el dolor, es completamente distinto que el nuestro.
En el Israel contemporáneo de Jesús había grupos de «bue-
nos» bien definidos, que se tenían por el «residuo» ortodoxo del
pueblo, y en cierto sentido lo eran, pues se mantenían fieles a la
ley y a la fe. Tales eran, por ejemplo, los fariseos ( = separados).
Jesús no se vincula a ningún «residuo» ortodoxo, sino que busca
gentes completamente distintas. Busca a las ovejas perdidas de
Israel. Ningún fariseo queda excluido, a condición de que sea
hombre tal como lo describen las bienaventuranzas. Esto chocaba:
«Muchos primeros serán los últimos y los últimos los primeros»
(Me 10, 31). «Y dichoso aquel que no se escandalice de mí»
(Mt 11, 6). De hecho, los escriban y fariseos se mantuvieron al
margen, mientras mucha gente «sin importancia» corría a Jesús.
102
Pero su más desconcertante derribo de fronteras fue su trato 90
con públicos pecadores. Si un honrado señor, con fama de bueno,
fariseo, le convida a comer, Jesús no se niega (Le 7, 36); pero tam-
poco cuando lo hace un cobrador romano de tributos, un estafa-
dor, un traidor a su patria: un publicano. Más aún, Él mismo se
le entra por la puerta (Le 19, 5-6). La cosa era inaudita: un maes-
tro religioso no podía comer con pecadores.
Sería superficial ver en esta conducta de Jesús un mero des-
precio de las costumbres rutinarias. Mucho menos quería dejar a
estos pecadores, por un trato de camaradería, en el estado en que
se hallaban. Se hallaban en la miseria y Él les traía el reino de
Dios. El comer con ellos era ya el comienzo del reino de Dios. La
comida en común era para Jesús símbolo del tiempo de la alegría
mesiánica y de la unión con Dios. Así lo mostrará para siempre
en su última cena; pero ya las comidas durante su vida apuntan a 161
lo mismo. Comer con pecadores significaba llevarles el reino amo-
roso de Dios y, por ende, liberación del pecado.
Una profunda paz irradia de esos incidentes. Ellos muestran
cómo se inicia el advenimiento del reino de Dios y cómo son los
hombres en quienes pensaba Jesús al proclamar las bienaventuran-
zas. He aquí uno de esos relatos, henchidos de pura alegría:
La alegría
El advenimiento del reino de Dios es una decisión de la gracia
de Dios, la cual pide correspondencia. ¿Cómo ha de ser ésta?
103
«El que no, recibiere el reino de Dios como un niño, no entrará
en él» (Me 10, 15). Con estas palabras no eleva el Señor a ideal.,
como románticamente pudiera imaginarse, la inocencia del niño;
lo que Él recomienda es la pequenez, el dejarse regalar, y también
sin duda la humildad del nuevo comienzo. En el evangelio de Juan,
dice Jesús a Nicodemo: «El que no naciere de lo alto, no puede
ver el reino de Dios» (3, 3). Con ello se expresa la misma actitud
que veíamos en las ocho bienaventuranzas.
Quienes de este modo se hacen niños, aceptan el don de la
gracia y se entregan a su vez a ella, reciben la alegría de Dios.
El que se niega, se priva de esta alegría. El evangelio alude reite-
radamente a la intensa tristeza de quienes se aferran a su vida
anterior y no entran en los designios de Dios. Por ejemplo, los
que «murmuran» en los banquetes (Le 19, 7), o con motivo de las
curaciones (Me 3, 6), o de que le aclamen los niños en el templo
(Mt 21, 15). Así también los trabajadores de las primeras horas
o el hermano mayor del hijo pródigo: «menester era celebrar un
festín y alegrarse, pues este hermano tuyo había muerto y ha
resucitado; se había perdido y lo hemos encontrado» (Le 15, 32).
Ésta es la alegría de quienes no se sienten seguros por sus pro-
pias excelencias, sino por la gracia de Dios. Son los que saben
que les ha sido dado mucho. Por eso, el más espantoso ejemplo de
quien se cierra a la alegría mesiánica sea tal vez la parábola del
deudor a quien se le ha perdonado una deuda fabulosa, de una
cantidad como nadie poseía seguramente en Palestina (casi 10 mi-
llones de dólares) y, después de ese perdón, agarra por el cuello
un compañero que le debía cien denarios (apenas 20 dólares). Ol-
vidó la deuda que Dios le había perdonado y la alegría que esto
causa y se adscribe al número de los que «no quieren» (Mt 18,
21-35). No perdonar al otro, dice Jesús, significa olvidar la propia
deuda, el propio perdón y alegría.
104
juego su alegría, tal vez su alegría eterna. El camino es angosto.
No debiera hablarse tan largamente de este dictamen que
perdiese su estremecedora seriedad. Y hemos de pensar más en
nosotros mismos que en «la» humanidad. Éste parece ser también
el deseo de Jesús, cuando en Le 13, 23 le preguntan: «Señor, ¿son
pocos los que se salvan?» Como respuesta a esta pregunta sobre
el destino de la humanidad, Jesús da una advertencia a los cir-
cunstantes: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha; que
muchos — o s lo digo y o — intentarán entrar, pero no lo conse-
guirán.» Cada uno ha de esforzarse en entrar por esa puerta. El
hombre tiene en sus manos esa oportunidad real. Sobre el número
no podemos emitir juicio alguno.
El reino es algo por el que se entrega todo:
105
El reino en el tiempo
Por muy sublime y divino que sea el reino de Dios, nunca rom-
pe sus vínculos con el ahora y aquí, con nosotros. Estamos cons-
truyendo, en el tiempo, la eternidad El momento del remo es el
«hoy», el instante en que Jesús está presente Pero en las pará-
bolas sobre el crecimiento vimos que su acción va en auge El
reino de Dios crece hacia una revelación en el futuro.
La primera revelación es la resurrección de Jesús Por eso,
dice Él mismo «Os lo aseguro hay algunos de los aquí presentes
que no experimentarán la muerte sin que vean llegado con poder
el remo de Dios» (Me 9, 1) Es el gran momento en que Dios
mostrará su señorío resucitando a Jesús de entre los muertos y
dando su espíritu a los hombres En este momento comienza el
tiempo en que el reino de Dios se extenderá por todo el mundo.
Para este fin escogió Jesús a sus discípulos «No temas, pequeño
rebaño, que ha tenido a bien vuestro Padre daros el reino» (Le 12,
32) Él dejó incluso en la tierra las «llaves del reino de los cielos».
En una palabra, para mantener vivo su remo en este mundo, se
143 formó Jesús un pueblo al que llama «mi Iglesia» Pero su Iglesia
no es aún el reino de Dios, sino solo «germen y principio de este
reino sobre la tierra Mientras ella va. creciendo poco a poco,
anhela la consumación del reino y con todas sus fuerzas espera y
ardientemente desea unirse con su rey en la gloria» (concilio Vati-
cano I I , Constitución dogmática sobre la Iglesia, n ° 5).
«Después, será el final cuando entregue el reino a Dios Pa-
dre, y destruya todo principado y toda potestad y poder Porque
él tiene que reinar hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus
pies El último enemigo en ser destruido, será la muerte En efec-
to Todas las cosas las sometió bajo sus pies Pero al decir que
todas las cosas están sometidas, está claro que será con excepción
del que se las sometió todas Y cuando se le hayan sometido todas
las cosas, entonces también se someterá el mismo Hijo al que
se lo sometió todo, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,
24-28)
Lo que apareció con sencillez y amor en las llanuras de Galilea,
se consumará en un gran amor entre todo lo que existe.
Recibir el reino de Dios significa querer pertenecer a él Creer
en el reino de Dios significa creer en la indestructible unidad de
los hombres en la alegría del Padre.
106
La Iglesia predica a Jesús
No ha sido posible decir en este capítulo todo lo relativo al
reino de Dios. Así, por ejemplo, no hemos hablado del Padre,
siendo así que el Padre es el centro de los pensamientos de Jesús,
el sol que ilumina su espíritu.
¿ Es lástima que hayamos omitido tantas cosas ? No, pues en
este libro seguiremos hablando del reino de Dios. En realidad, no
hay página en que no se trate de él.
Sin embargo, no emplearemos la palabra «reino de Dios» tan
a menudo como lo hizo Jesús. Así hizo también la Iglesia desde
sus orígenes. ¿ Por qué ? Algunos han dicho que esto se debe a
que la iglesia habla demasiado de sí misma. Pero no es ésa la
verdadera razón. La verdadera razón es que después de la resu-
rrección y glorificación de Jesús se puso bien de manifiesto quién
era Él. Este humilde Jesús no es sólo el heraldo del reino de Dios,
sino también el rey. Este humilde rabí no sólo pregona el señorío,
sino que Él mismo es el Señor. Él es «el reino en persona» (auto- 150
basileia), en expresión de Orígenes. El que a Él ve, ve al Padre.
Por eso, predicar a Él es predicar al Padre, el reino del Padre.
Eso es lo que la Iglesia trata de hacer. Al predicar a Jesús, pre-
dica el reino de Dios. Bueno es ir una y otra vez a Galilea a oir
allí a Jesús. Muchos domingos tienen por evangelio algunas de
las parábolas del reino de los cielos. Y no pasa día en que no suba
a Dios el deseo de la familia: «Venga a nosotros tu reino.»
LOS SIGNOS
Profecías cumplidas
Jesús anunció el reino de Dios con sus palabras y con sus mi-
lagros o signos. «Mas si expulso los demonios por el dedo de
Dios, sígnese que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Le 11,
20). Cuando Juan Bautista manda desde su prisión a preguntar
por el mesianismo de Jesús, éste le contesta: «Id y contad a Juan
lo que estáis oyendo y viendo: los ciegos ven y los cojos andan,
las leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resuci-
tan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; y dichoso aquel
que no se escandalice de mí» (Mt 11, 4-6).
Con estas palabras aludía Jesús a un pasaje del profeta Isaías
que habla del tiempo en que vendría Dios:
107
Mirad que vuestro Dios
prepara la venganza,
la retribución de Dios,
él es quien la prepara y él os salvará
Entonces se despegarán los ojos de los ciegos,
y se abrirán los oídos de los sordos.
Entonces saltará el cojo como un ciervo
y la lengua del mudo cantará de júbilo.
Brotarán aguas en el desierto
y torrentes en la estepa» (Is 35, 4-6)
l Qué es un milagro ?
Bien está que reflexionemos un momento sobre lo que la Biblia
entiende por milagro Para la Sagrada Escritura, milagro es un
acontecimiento o hecho en que el hombre ve la acción de Dios
Así canta un salmo sobre el cielo estrellado «Los cielos, oh Señor,
celebran tus prodigios» (Sal 89, 6) Pero de preferencia emplea el
término «milagro» o «prodigio» para expresar los acontecimientos
en que se muestra particularmente claro el poder salvador de
Dios En el Nuevo Testamento se realizan en relación con Cristo.
Se trata de cosas extraordinarias, buenas, que provocan admira-
ción y tienen un sentido Se los llama «milagros», «signos», «obras»,
«fuerzas»
Es natural que el hombre moderno, que sabe algo más acerca
de la naturaleza y de sus leyes, se plantee la cuestión de si estos
hechos suceden «fuera de las leyes de la naturaleza» Esta inte-
rrogación, como prueba lo que acabamos de decir, no es bíblica.
También para nosotros va perdiendo su sentido poco a poco.
Porque ¿qué sabemos de la relación entre la nueva creación que
aquí se abre paso y las leyes de la naturaleza'
Lo único que podemos decir es que —por supuesto con vistas
a la salvación y al juicio— se ponen en juego fuerzas poderosas
en favor del hombre, siempre en relación con Cristo. Nada nos
obliga a considerar los milagros como una intervención arbitraria
108
y extraña de Dios, como si Dios impidiera el curso de su propia
creación. Por el contrario, el milagro no va contra las fuerzas de
la creación, sino que las hace brillar de manera maravillosa, bue-
na y feliz, en la dirección ya indicada del «gemido y dolores de
parto» que siente la creación (Rom 8, 22). «Mi Padre todavía
sigue trabajando, y yo sigo trabajando también» (Jn 5, 17).
Por todas estas razones, no debemos hablar de «violación de
las leyes de la naturaleza». Lo más propio es decir que el milagro
hace al hombre consciente de que ignora lo que puede pasar en
él mismo y en el mundo. El hombre se admira cuando el mundo
le permite conocer algo de los fines que le son propios. En el
milagro rastrea el creyente la acción incipiente de la nueva crea-
ción, en la que ha entrado ya el Señor resucitado.
109
alguno de magia, esto es, el intento de disponer de Dios por me-
dio de determinados actos, sin que el hombre se entregue a Él
sin personal relación con Dios. Jesús ora expresamente en sus
milagros: «Padre, te doy gracias porque me has oído» (Jn 11, 41).
Él, el Hijo, obra en personal relación con el Padre y no necesita
preguntar. «Yo sabía que siempre me oyes, pero lo he dicho por
la gente que está en torno» (11, 42).
El que los milagros de Jesús sean signos de su misión, no
significa que el hombre sobre quien o para quien los obra le sea
indiferente. Ese hombre vivo no era para él un objeto que tenía
casualmente delante. Jesús obraba sus milagros por compasión:
«Al verla el Señor, sintió compasión de ella» (a la vista de la
viuda de Naím, Le 7, 23). Pues es inseparable de las señales pro-
digiosas que la ayuda de Dios sea personal y auténtica. Una cura-
ción corporal es también obra de salud eterna.
Significativo es también el hecho de que entre los milagros de
73-474 Jesús no haya ninguno ordenado a castigar, en contraste con el
Antiguo Testamento, en el que se narran casos en que el «juicio»
de Dios opera de manera prodigiosa. Nada de eso en Jesús.
Cuando los «hijos del trueno» le piden que haga bajar fuego del
cielo para abrasar cierto lugarejo de Samaria, Jesús se vuelve
y los reprende severamente (Le 9, 55). La higuera seca (Me 11,
12-14, 20) no significaba un castigo, sino un aviso. Además, por
Lucas (13, 6-9) que en lugar de este milagro pone una parábola,
podemos ver cuan suave y condescendiente era aquí la mente de
Jesús.
Curaciones
Los milagros de Jesús son sobre todo curaciones. Dios mandó
a su enviado con poder para curar, con poder para superar la muer-
te. Así se ve señaladamente claro por los tres relatos de resu-
rrecciones de muertos. Es difícil decir cuál de los tres relatos del
evangelio es el más hermoso (Me 5, 21-43; Le 7, 11-17; Jn 11). En
su lucha contra la enfermedad y la muerte ve Jesús al tiempo una
lucha contra el mal y hasta contra el maligno.
De una mujer completamente encorvada dice que está atada
95 por Satán (como una bestia atada que no puede ir al abrevadero,
46i Le 13, 15-16). Jesús vino para curar heridas más profundas. Al
cabo, los curados corporalmente morirían un día u otro. Jesús
opera una curación que salva a los hombres más allá de la muerte.
U2-H3 Le importa la curación del pecado. La curación corporal es sólo
un símbolo. El reino de Dios quiere decir lucha... contra el mal.
110
Expulsiones de demonios
Este carácter de lucha se ve aún más claro en otra serie de
milagros de Jesús.
Jesús se encuentra a menudo con hombres «poseídos del demo-
nio». Un poseso no quiere decir en el evangelio un hombre peca-
dor, sino alguien que no es él mismo y da signos de espantosa
locura y frenesí. Muchos posesos son presentados como enfermos,
por ejemplo, en Mt 17, 15, en que se dice que el joven poseso
sufre de «epilepsia». Ello quiere decir que, para el evangelio, en-
fermedad y posesión no son cosas tan distintas como tal vez nos-
otros nos imaginemos. En las dos cosas veía Jesús la acción del
demonio: lo mismo en una columna vertebral torcida que en los
gritos solitarios «en los sepulcros y en los montes» (Me 5, 5).
Pero en este último caso se enfrenta Jesús directamente con el
maligno. Aquí no era atacado el cuerpo del hombre, sino su espí-
ritu. Uno de los más claros signos del reino consideraba a Jesús
como capaz de curar y socorrer en esta miseria.
Jesús habla sobre Satanás como si fuera un poder personal. En
el evangelio se consignan expresiones de posesos en que éstos
llaman a Jesús «el Santo de Dios» (Me 1, 24) o «Hijo del Dios
altísimo» (S, 7). No sabemos qué clase de fuerzas operan aquí.
Jesús manifestó en una ocasión su majestad de manera muy
evidente al liberar a un pobre poseso y permitir luego que los
espíritus (que se llamaban «legión») entraran en una piara de
cerdos. La piara se precipitó en el mar. Así pues, por un hecho
de la naturaleza se nos permite adivinar la furia con que se lleva
la lucha. Sin embargo, el verdadero signo no son los cerdos que
se arrojan al mar, sino esto: «Lléganse a Jesús (los gerasenos) y
ven al endemoniado, el que había tenido toda aquella legión, sen-
tado ya, vestido y en su sano juicio» (Me 5, 15). Un hombre cu-
rado: he ahí el verdadero signo.
111
Al servicio de la predicación
Una vez que buscaban al Señor por razón de sus milagros, dijo
114 Él: «Vamonos a otra parte, a las aldeas vecinas, para predicar
también en ellas; pues para eso he venido» (Me 1, 38).
La tarea principal de Jesús era la de predicar. Esta predica-
ción es el «signo de Jonás profeta» (cf. Le 11, 29). Donde no
se da una relación con la predicación, Jesús no obra milagros, por
ejemplo, ante un grupo cerrado de hombres, como sus paisanos
de Nazaret, los fariseos o Herodes. Si es cierto que una vez
se lee: «Creedme..., al menos, creedlo por las obras mismas»
(Jn 14, 11), también leemos que Jesús no tenía mucha confianza
en quienes sólo creían por razón de los milagros (Jn 2, 23-24).
Y Él mismo dice de los hermanos del rico glotón: «Si no escuchan
a Moisés y a los profetas, ni aunque resucite uno de entre los
muertos se dejarán persuadir» (Le 16, 31).
Fe y milagros
Así pues, al milagro precede una fe inicial. El milagro la afianza
y robustece.
A veces exige Jesús previamente una fe firme. Esto tal vez nos
extrañe. En una de estas situaciones se profirió la breve jacula-
toria: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad» (Me 9, 24). Por lo
demás, la exigencia de una fe previa no significa que la fe opere
milagros, como acontece a veces con los que oran por su salud.
La fe, la entrega sin reservas, es un primer requisito; pero Dios
es el que cura. Por eso no es menester sea el mismo enfermo quien
cree. En Me 9, 24 vemos que es el padre el que tiene fe. Si el
milagro fuera cuestión de concentración en la fe, o producto de
esta misma fe, sería una habilidad del curado y no signo del reino.
El milagro es obra de Dios, que apunta a una liberación más
profunda: la aceptación de su reino.
Signos
Los milagros de Jesús no son sólo parte de su predicación, sino
que tienen un sentido en sí mismos. «Los hechos de la Palabra son
también palabras» (Agustín).
315 Así curó Jesús una vez a un paralítico como signo expreso del
perdón de los pecados (Mt 9, 6-7). En este caso, no se trataba sola-
mente de probar que Jesús puede obrar en el orden de lo invisible,
sino también de un signo de lo invisible: el hombre curado, que
se va a casa con su camilla a cuestas, es un signo del perdón y
curación que alcanzan más allá de la muerte. Esto explica que los
112
cristianos de las catacumbas pintaran al paralítico cargado con su
camilla sobre los sepulcros de sus seres queridos. La pintura sim-
bolizaba el perdón por el bautismo, la alegría eterna.
En realidad, los sacramentos son la verdadera prolongación de 243-245
los signos de Cristo. El evangelio de Juan es ejemplar a este 161
propósito. Fue escrito en una iglesia que llevaba más de medio 200-202
siglo sintiendo al Señor en su presencia sacramental. Así por
ejemplo, la multiplicación de los panes (Jn 6) alude a la euca-
ristía como alimento; la curación del ciego de nacimiento (Jn 9),
al bautismo como iluminación.
Aunque los sacramentos son la verdadera continuación de los
milagros de Jesús, Él quiso, no obstante, que sus milagros terrenos
pervivieran como signos en la Iglesia. «El Señor cooperaba con
ellos (los apóstoles) y confirmaba su palabra por medio de los
signos que la acompañaban» (Me 16, 20). Es el final del evangelio
de Marcos. El milagro es en la vida de la Iglesia- fenómeno tan
«ordinario», que, desde hace siglos, nadie ha sido canonizado si
no ha obrado por lo menos dos milagros, como señal de que el
Señor «ha cooperado» efectivamente con él de modo muy especial.
Sin embargo, de la acción de Jesús en la Iglesia hay que de-
cir lo mismo que de su vida en la tierra: lo más profundo que
Él nos da no son sus milagros que sólo afectan a unos cuantos.
Lo de verdad valioso, son su palabra, su eucaristía, su perdón y
los otros sacramentos, como signos que se destinan a todos.
113
Es muy probable que Jesús orara también mentalmente, sin pa-
labras; pero el hecho no se consigna en ninguna parte.
El hombre actual, que sabe que toda obra buena hecha por
amor es también oración, se admira ante estos hechos. Ve que
Jesús se retira a orar. En esto se pone de manifiesto lo mucho
que se engaña el hombre si descuida su diálogo con Dios y con-
300 sagra todo su tiempo al quehacer diario en el trabajo, en la casa,
o en las obras de caridad.
Pero este breve incidente nos enseña también por qué hemos de
orar. Después de esta noche de oración, Jesús vio con mayor cla-
ridad en qué consistía su verdadera misión, su verdadero servicio
a los hombres, y así se encaminó a otra parte. La oración pone
en la recta dirección la brújula que señala la meta de nuestras
ocupaciones.
La oración es también una fuerza para los otros: «Simón, Si-
món, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como
al trigo; pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe»
(Le 22, 31-32).
114
La transfiguración
La actividad de Jesús está toda penetrada por la oración. Una
vez nos muestran los evangelios el esplendor de su trato con el
Padre en una magnificencia única. Cuando estaba orando sobre
un monte, oyen sus discípulos una voz, ven una nube esplendente
y cómo los vestidos y rostro de Jesús están inundados de claridad.
Por estos símbolos se hace patente a los ojos lo que interiormente
acontecía: la presencia del Padre en el Hijo por el Espíritu. Una
gloriosa experiencia de su bautismo y de su vocación. Por un
momento aparece también visible el mundo de vida y amor que
une al Padre y al Hijo.
Pero precisamente en este momento celeste se siente Jesús ex-
traordinariamente cercano a su misión terrena; con dos gloriosos
varones que le habían precedido, Moisés y Elias, está Él hablando
sobre el término de su vida («éxodo» dice el texto, para indicar su U4
muerte) que se cumpliría en Jerusalén (Le 9, 31).
Es decir, que la oración de Jesús no equivale a una evasión de
su vida ni de su misión, sino ingrediente de ellas.
La palabra «Abba»
En el vocabulario de Jesús hay una expresión que lo sintetiza
todo. Es la palabra Abba. Así llama Jesús a Dios. Quiere decir
Padre. En esta palabra, tan humana, se abre todo el insondable
abismo del amor entre el Hijo y el Padre, un abismo lleno de sen-
cillez, porque Dios es infinitamente sencillo. Pero la palabra Abba
115
significa algo más íntimo aún que «Padre». Es una palabra infantil
367 y confiada, uno de los primeros sonidos que afloran en la boca
humana: papá, abba. Esta palabra aramaica es un diminutivo. Así
llamaba Jesús a Dios. Y además nos enseña también a nosotros a
decir abba. Nos lo enseña por sí mismo durante su vida, y -no
menos después de su resurrección por medio del Espíritu.
«Porque no sabemos cómo pedir para orar como es debido; sin
embargo, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos
intraducibies en palabras.» «Recibiréis un Espíritu que os hace
hijos adoptivos, en virtud del cual clamamos: Abba! Padre. El
Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos
hijos de Dios» (Rom 8, 26.15-16). Estas palabras nos permiten
dar una mirada a la primitiva comunidad cristiana, en que se
190 oraba bajo inspiración del Espíritu Santo a veces extáticamente.
Y allí se oía de labios de los que hablaban el griego la palabra
aramea Abba.
Las difíciles frases del apóstol Pablo, que acabamos de citar,
sólo pueden entenderse si se comprende su meollo: la palabra
Abba. El Espíritu de Jesús impulsaba a los creyentes a dirigirse
a Dios con la palabra familiar Abba. Y a ello nos sigue impulsan-
do aún a nosotros en la iglesia ese mismo Espíritu.
También en el Antiguo Testamento se llamaba en ocasiones «pa-
dre» a Dios con toda solemnidad: padre del pueblo, del rey elegido,
de los piadosos. Pero así como la predicación del reino de Dios en
labios de Jesús es nueva e inmediata, así también lo es la forma
en que Él llama «Padre» a Dios. Él lo hace como hijo. Y con la
misma espontaneidad y frecuencia con que el Hijo se dirige al
Padre, podemos y debemos también nosotros, juntamente con el
Hijo, dirigirnos al Padre. El título de «Padre» es en el Nuevo Tes-
tamento infinitamente más rico que el mismo título en el Anti-
guo Testamento.
Indudablemente, el modo de hablar de Jesús nos hace ver que
Él tiene con el Padre una relación más profunda que nosotros.
En efecto, Jesús no dice nunca «Padre nuestro» (excepto cuando
152 pone estas palabras en boca nuestra), sino «mi Padre» y «vuestro
81-85 Padre». Dios es su padre, de otra forma que nuestro Padre. La
filiación no le adviene, sino que la posee desde el principio. Nues-
74-480 tra filiación nos adviene precisamente por Jesús. Que es lo mismo
que venirnos el reino de Dios.
Si queremos saber puntualmente cómo entiende Jesús la pala-
bra padre respecto de nosotros, no hay sino leer la página más
conmovedora del evangelio: la parábola del padre misericordioso.
Esta narración ha llevado tradicionalmente el título de «parábola
del hijo pródigo», debido a una confusión de acentos, pero en rea-
lidad la figura principal es el padre. En esta parábola describe
116
Jesús a Dios para todo el que lo quiere entender (Le 15, 11-32).
Jesús, pues, tuvo la audacia de tomar algo tan natural como
la paternidad para llamar a Dios por su nombre. El hombre que
tenga una noción de «padre», frustrada, tendrá que andar largo
camino para acercarse con corazón libre a Dios y decir: «El Espíritu
que he recibido no es Espíritu de esclavitud para temer de nuevo,
sino el espíritu de filiación que me hace clamar: Abba Padre»
(cf. Rom 8, 15). Pero, puesto que el Hijo es hombre y hermano
nuestro, en todo camino está Jesús y, con Él la posibilidad del con-
tacto amoroso con el misterio de Dios. Y precisamente el esfuerzo
por comprender la paternidad de Dios puede conducir a un más
consciente y claro espíritu de filiación para con el único Padre.
117
Franqueza, honradez y vigilancia
La actitud de franqueza o libertad en el trato con Dios, que
Jesús enseña, no es irreverencia. El padre con quien podemos co-
municarnos es el Padre que está en el cielo, el Dios santo, en
cuyo acatamiento no hay impureza ni falsía alguna. Cierto que
la oración, tal como la describe Jesús, es siempre cosa del que
necesita y busca remedio a su necesidad; pero también nos pide
que no nos engañemos a nosotros mismos ante el Padre. «No todo
el que me diga "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos;
sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos»
(Mt 7, 21).
U8
Perdónanos nuestras deudas
De esta actitud de reverente expectación, resulta que, por el
modo de hablar de Jesús, experimenta un giro inesperado la
pregunta: «Si Dios es padre, ¿ cómo puede permitir tanto mal
en el mundo ?» Con esta pregunta trata el hombre de pedir cuen-
tas a Dios; pero Jesús la dirige contra el objetante. Así, por
ejemplo, en su reacción ante dos desgracias públicas.
119
ella, pero no lo encontró. Dijo, pues, al viñador: Ya hace
tres años que estoy viniendo a buscar fruto en esta hi-
guera, y no lo encuentro. Córtala. ¿ Para qué va a estar
ocupando inútilmente el terreno? Mas el viñador le dijo:
Señor, déjala aún este año; ya cavaré yo en derredor
de ella y le echaré estiércol, a ver si da fruto el año
que viene; de lo contrario, entonces la cortarás» (Le
13, 6-9).
120
su piedad reverencial. Y aun siendo Hijo, aprendió, por
lo que padeció, la obediencia» (Heb S, 7-8).
121
Todo lo antedicho está resumido en la oración que Jesús nos
enseñó: «Vosotros oraréis así:
122
el cumplimiento de su voluntad, que están por encima de todo
nacionalismo. Pero lo más característico es que se ponen al prin-
cipio, antes de las peticiones por nuestras propias necesidades.
Estas últimas peticiones se distinguen por su realismo y su con-
tacto con lo cotidiano.
Así pues, esta oración armoniza en su sencillez el potente adve- 148
nimiento futuro de Dios "con lo más humano y lo más diario. Es
demasiado breve y sustanciosa para rezarla precipitadamente. Los ca-
tólicos debemos emular en esto a los protestantes y aprender de ellos.
123
Después de abrir los ojos de aquella mujer a la luz y a la verdad,
«le rogaban sus discípulos diciendo: "Rabbí, come." Pero Él les
contestó: "Yo tengo para comer un alimento que vosotros no cono-
céis". Los discípulos se preguntaban unos a otros: "¿Le habrá
traído alguien de comer?" Díceles Jesús: "Mi alimento es hacer
la voluntad del que me envió y llevar a término su obra"» (Jn 4,
31-34).
Si quisiéramos condensar la espiritualidad personal de Jesús
en una fórmula única, no encontraríamos palabras tan apropiadas
como éstas: La voluntad de Dios. Su «vocación» en el Jordán fue
una vocación de servicio. Su predicación es el reino de Dios; su
más profunda oración: «Hágase tu voluntad.» Todo viene a parar
a lo mismo: obediencia perfecta.
La fe
Jesús nos invitó a vivir en la misma obediencia: «Convertios
y creed al evangelio» (Me 1, 15).
Lo primero es creer. Sólo por la entrega de toda la propia per-
sona, sólo saliendo uno de sí mismo, se llega al conocimiento y
reconocimiento de esta buena nueva. Esta disposición de espíritu
se llama fe. Ya hemos visto antes que los milagros pueden ser
camino para la fe, pero que no deben nunca desprenderse de la pala-
bra de Jesús, que es mucho más importante y esencial que los
milagros. En Jn 6 pregunta Jesús a los apóstoles si también ellos
quieren irse de su lado, como habían hecho las turbas. Y Pedro
124
responde por todos: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes pa-
labras de vida eterna-» (Jn 6, 68). En ninguna parte encuentra el
hombre tanta verdad como en Jesús, ora busque con su entendi-
miento, ora con su persona entera. Eso sí, no deben verse sus
palabras desprendidas de la sencillez y majestad de su persona:
una autoridad celeste que no hipnotiza, sino que lleva precisa- 148-150
mente al hombre a sí mismo. Finalmente, es menester ver estas
tres cosas: milagros, palabras y persona de Jesús en conexión con
el testimonio del Padre, como lo indica el evangelio de san Juan.
Una vez — cuenta Juan — le preguntaron a Jesús por sus testigos
y Él respondió:
«Y en vuestra misma ley está escrito que el testimonio de dos
personas es válido. Soy yo quien doy testimonio de mí mismo,
pero también da testimonio de mí el Padre que me envió. Pre-
guntáronle, pues: "¿Dónde está tu padre?" Jesús contestó: "Ni
me conocéis a mí, ni a mi Padre; si me conocierais a mí, tam-
bién conoceríais a mi Padre"» (Jn 8, 17-19).
El que realmente conoce a Jesús y se entrega enteramente a Él,
posee al tiempo un testimonio interior. El Padre le hace saber in-
teriormente que ha encontrado el recto camino que lleva a la verdad
y a la vida. El camino que lleva a Jesús no va contra la razón mas
el último paso es un acto de confianza. Éste no es ajeno a la refle-
xión, sino un modo de conocer superior al frío razonamiento. Cala 281-282
más hondo. Pues, por muy alto que pongamos el trabajo analí-
tico del intelecto, no es él lo más profundo y total que hay en
el hombre.
125
lidad es bueno, es también verdadero en su totalidad. Decir real-
mente «sí» al Señor es un juicio de valor de grandiosa totalidad e
inmediatez.
228-231 Esto no quiere decir que la razón quede descartada, sino que
427-430 no se la aisla. La razón sigue unida con todo lo que somos.
Guardémonos de llamar a esa unidad «sentimiento», palabra
que usan muchos para denotar reacciones menos profundas y cen-
trales del hombre. También «intuición» significa algo distinto en
el vocabulario corriente. La palabra «conciencia» daría mejor en el
blanco. «Conocimiento connatural al deseo del bien» es fórmula
demasiado larga y complicada. «Entrega personal» no es lo sufi-
cientemente radical y primario para expresar algo tan fundamen-
tal. Así volvemos a la vieja y magnífica expresión con que nuestros
padres tradujeron el concepto bíblico: «fe», que está profundamente
relacionado con el concepto «amor». Los dos conceptos de «fe» y
«amor» tienen una misma raíz personal (y en holandés hasta eti-
mológica: geloof = fe; liefde = amor).
126
preciable, lo que no cuenta, Dios lo escogió para destruir lo que
cuenta. De suerte que no hay lugar para el orgullo humano en
la presencia de Dios» (1 Cor 1, 28-29). «Sin embargo, entre los
ya formados usamos un lenguaje de sabiduría; pero no de una
sabiduría de este mundo...; sino de sabiduría misteriosa de Dios,
la que estaba oculta, y que Dios destinó desde el principio para
nuestra gloria» (2, 6-7).
El incrédulo
La fe es piedra de toque para todo el mundo. «El que no cree,
ya está condenado... Y ésta es la condenación: que la luz vino al
mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque
las obras de ellos eran malas. Pues todo el que obra el mal, odia
la luz y no se acerca a la luz, porque no se descubra la maldad
de sus obras. Pero el que practica la verdad, se acerca a la luz, y
así queda manifiesto que sus obras están hechas en Dios» (Jn 3,
18-21).
Estos textos son particularmente tajantes precisamente en el
evangelio de san Juan. El discípulo amado de Jesús advierte al
hombre, en forma francamente terrorífica, que no se puede igno-
rar impunemente lo más grande que hay sobre la tierra y menos
despreciarlo. En todo el evangelio se condenan «las solicitudes
mundanales» (Mt 13, 22), la indiferencia, la vida falsa, los pre-
juicios, por los que muchos, aun remordiéndoles la conciencia, se
apartan de Jesús. Lo que Jesús pide no es poco:
127
contrar realmente a Cristo en la Iglesia. Puede suceder que el men-
saje sobre Cristo no haya entrado aún realmente en la historia de
un hombre.
El hombre no puede saberlo todo, ni lo bueno ni lo malo. Por eso,
no se debe romper el trato con quien haya roto la comunión con la
Iglesia de Cristo, trátese de un miembro de nuestra familia o de un
vecino. Esto no se debería hacer, ni aun en el caso que creamos que
nos sería posible emitir un juicio exacto. Porque ¿quién de nosotros
está sin pecado? Por otra parte, no debemos conformarnos interior-
mente con que alguien pase de largo junto a Cristo. Aun cuando crea-
mos conocer perfectamente la causa por la que esta o la otra persona
no puede creer en un momento dado, nunca debiéramos emitir un
juicio definitivo sobre si la persona en cuestión está en el puesto que
le corresponde. Acaso podamos sospecharlo, pero no compete tam-
poco al hombre juzgar sobre ello. Sólo podemos amarnos unos a
otros lo mejor que nos seaposible.
128
que contamina al hombre. Porque de lo interior, del co-
razón de los hombres, proceden las malas intenciones,
fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, mal-
dades, engaño, lujuria, envidia, injuria, soberbia, des-
atino. Todos estos \ icios proceden del interior y son los
que contaminan al hombre"» (Me 7, 14-23).
bideltdad a la ley
En conjunto, acata Jesús la ley existente Es importante no
perderlo de vista. No lo veríamos como es, si lo considerásemos
como un revolucionario fanático o un simple demoledor. «No pen-
séis que he venido a abrogar la ley o los profetas, no he venido
a abrogar, sino a cumplir» (Mt 5, 17). Jesús se opone, pues, a la
anarquía y a la desobediencia y afirma claramente la ley de Dios.
129
El sentido más profundo de la ley
358-361 Por otra parte, rompe Jesús en determinados puntos con esa
ley. «Oísteis que se dijo a los antiguos... yo, empero, os digo», se
101-102 reitera por seis veces en el sermón de la montaña.
Todas las modificaciones que introduce en este sentido, inte-
riorizan lo que hasta entonces se había quedado en lo exterior
(pero sin suprimir la prohibición exterior). Las podríamos resu-
mir con la fórmula: «No sólo... sino ya.» No sólo el homicidio,
sino ya el primer pensamiento, la sola palabra de odio pronuncia-
da. No sólo el adulterio, sino ya la sola mirada y deseo, y el pen-
samiento que consiente. No sólo el divorcio ilegal, sino toda se-
paración. La misma idea hallamos también cuando exige que se
diga la verdad sin necesidad de juramento, en el mandato de no
vengarse, y finalmente en la invitación a un amor que no excluya
a nadie, ni aun a los enemigos, al igual que el Padre que hace
salir su sol y envía su lluvia sobre justos y pecadores (Mt 5, 43-48).
Los oyentes quedaron pasmados de estas palabras (Mt 7, 28).
Hasta en la forma de hablar, concisa, certera, imponente y esti-
mulante a la vez, se podía palpar: aquí está Dios.
363-364 Las exigencias del sermón de la montaña no son leyes minucio-
samente formuladas, una red sutil de ordenaciones (en que, por lo
demás, cada malla forma un agujero, .por donde escapar a la ley).
Aunque hay prescripciones que son necesarias en la vida humana
a fin de que cada uno sepa cuál es su puesto, sin embargo, ninguna
prescripción particular es capaz de suyo de hacer bueno a nadie.
En el sermón de la montaña no nos pone el Señor en la mano un
reglamento impersonal, sino delante del Dios vivo. El hombre tie-
ne delante la voluntad de Dios^sin velos ni tapujos.
La primera reacción es de asombro y gozo: Sí, así es; así debe
ser, esto es vida, esto es bueno, esto es el reino y señorío de Dios.
Pero inmediatamente aflora la pregunta: ¿Es esto posible? Por
ejemplo, cuando el Señor dice: «No os enfrentéis al malvado»
(Mt 5, 39). Y en seguida pensamos: esto no se puede cumplir lite-
291 raímente. Precisamente por eso no se puede convertir en ley. Y, sin
embargo, es voluntad de Dios, es la alegría del reino de Dios que
esto suceda en forma cada día más heroica y desinteresada. Pero,
en lo que hace al modo, jamás lo sabremos cumplidamente.
Por eso pedimos: «Venga a nosotros tu reino», y : «Hágase tu
voluntad.» Pedimos que se nos conceda seguir los preceptos del ser-
món de la montaña así en la tierra como en el cielo; que estos
preceptos sean como una levadura que transforme la tierra.
La santa Iglesia ha destacado el carácter no jurídico del ser-
món de la montaña, por cuanto jamás ha proclamado como ley
130
ninguna de las prescripciones que derivan de él. No existe una
ley canónica que nos mande volver la mejilla izquierda si nos han
dado un bofetón en la derecha; ninguna ley tampoco que vede
todo juramento. Pero es digno de lástima el cristiano que piense
que las exigencias de Cristo y de su Iglesia se agotan en una ley
perfectamente definida. Ante nosotros están las exigencias del
sermón de la montaña, no como señales simplemente insinuantes,
sino como serios postulados por los que seremos juzgados. Vigen
para todos. Según Mateo, Jesús dirigió el sermón de la montaña
«a sus discípulos». En Mateo quiere esto decir: Atención, que es-
tas palabras se destinan particularmente a la Iglesia. Así, el ser-
món de la montaña no es una especie de iniciación superior para
quienes guardan ya los diez mandamientos. No se dirige a los
«perfectos», sino a todo el mundo, aun a quienes no cumplen bien
los diez mandamientos. A todos se nos invita a que subamos en
espíritu a la colina de Galilea y oigamos allí la más íntima vo-
luntad de Dios y pidamos y roguemos que se realice en nosotros
mismos el reinado de Dios.
Pero también cabe preguntar si no es descorazonador que se
nos impongan preceptos, que no podemos cumplir plenamente. Así
sería si el sermón de la montaña constara de leyes bien definidas, del
tipo de «hasta aquí y nada más». Pero no hay tal. El sermón de
la montaña contiene preceptos que nos invitan a ir lo más lejos
que podamos y a poner en el empeño toda nuestra persona. Esto
significa que podemos estar ciertos de que Dios no se fija tanto
en el éxito exterior, cuanto en el empeño que ponemos con nues-
tro corazón. Este empeño, por lo demás, se acredita en obras, tal
vez incluso en obras mejores.
De este modo, el incumplimiento por debilidad del sermón de
la montaña no debe ser motivo de desaliento o angustia, sino
de humildad, de una humildad que entraña aquella alegría que
Jesús describe con estas palabras:
Juicio y recompensa
Todo lo que acabamos de decir, no significa que no haya juicio. 104-105
Todo lo contrario. Pero es el juicio de Dios sobre nuestro cora- 363-364
zón. Este juicio es más severo que si se tratara de meras leyes.
Pero quien realmente procura amar a su prójimo, puede confiar
en que, aunque su corazón lo acuse, Dios es más grande que su
corazón (cf. 1 Jn 3, 20).
131
290-291 Lo que antecede tampoco quiere decir que no haya recompensa.
«0-467 Jesús termina las bienaventuranzas con esta exclamación: «Ale-
graos y regocijaos, porque vuestra recompensa es grande en el
169 cielo» (Mt 5, 12). Esta recompensa no es una contrapartida bien
calculada. Dios no es un patrono que concluye un contrato de
trabajo con el hombre. Naturalmente, nunca da poco; Él gusta,
por el contrario, de dar mucho más de lo merecido (y precisamen-
te por este motivo se enojaron el hermano del hijo pródigo y los
trabajadores de las primeras horas). El galardón de Dios no es,
pues, una «paga»; equivale a admitirnos en su amor. Este amor
es el «tesoro del cielo» (cf. Mt 6, 19-21). «Bienaventurados aque-
llos siervos a quienes, a su llegada, halle el amo despiertos. En
verdad os digo que se ceñirá, les hará sentarse a la mesa y, pa-
sando de uno en uno, les servirá» (Le 12, 37).
Nadie sabe cuántos méritos ha adquirido. Por eso, nadie debe
vivir solamente con el ojo a la ganancia, sino por amor. Por eso
no sólo debemos guardar los diez mandamientos, sino esforzarnos
por llevar a la práctica los postulados, inquietantes y arrebatado-
res, del sermón de la montaña en nuestra vida, en nuestra familia
y en nuestro trabajo.
El sermón de la montaña se halla en Mt 5-7.
132
exige que le amemos. «El Señor vive» (Sal 18, 47). El que no 298-299
quisiera acomodarse a Él, haría de la imagen del Padre una som-
bra, y no podría tampoco llegar a amar al prójimo hasta el límite
Por la misma razón, se engañaría a sí mismo el que, en su con-
dición de hombre, descuidase el segundo mandamiento por razón
del primero. Tampoco por este camino se encontraría enteramen-
te a Dios. «Si alguno dice: "Amo a Dios", pero aborrece a su
hermano, es un embustero. Porque quien no ama a su herma-
no que está viendo, ¿cómo puede amar a Dios al que no ve?»
(1 Jn 4, 20).
¿Habría, pues, que mirar, por así decirlo, a través del pró-
jimo y pensar sólo en Dios? En modo alguno. En la doctrina
de Jesús, el prójimo no es una sombra transparente, ni un medio
útil para mostrar el hombre su amor a Dios. El prójimo tiene un
fin en sí, con sus necesidades, su persona y su humanidad. Del
mismo modo que para Jesús la viuda de Naim, ante cuyas lágri-
mas «sintió compasión de ella». Como el herido para el samari-
tano. También aquí dice el evangelio que el samaritano «sin-
tió compasión». Y toda la narración se centra de tal forma en
la persona del infortunado, que sólo él constituye el centro de la
misma. Parécenos percibir juntamente con él los pasos del buen
samaritano que se le acerca y que se van perdiendo luego en la
lejanía.
Jesús llevará consigo al cielo a quienes hayan dado hospedaje
a peregrinos y visitado enfermos, sin pensar que se lo hacían a
Él mismo. Sin embargo, Él lo mira como si a Él mismo se hubiera
hecho, precisamente porque se ha amado al prójimo de forma tan
personal y sincera por razón del mismo prójimo. Dios está en los
hombres. Él los hace ser hombres. El que de todo punto se aparta 361-362
del hombre, se aparta por el mismo caso de Dios.
Como a ti mismo
Con qué exhaustividad ha de compenetrarse el hombre y vivir
con su prójimo, nos lo dio a entender bien claramente Jesús por
la breve frase tomada del Levítico: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo. La frase ha sido comentada así: «Si el mandamiento del
amor al prójimo no se hubiera formulado en estos términos: "como
a ti mismo", que tan fáciles son de manejar y contienen, no obs-
tante, en sí mismos toda la tensión de la eternidad, el mandamien-
to del amor al prójimo no habría dominado de este modo al amor
propio. No cabe torcer y retorcer este "como a ti mismo". Juz-
gando con la precisión de la eternidad, penetra hasta los últimos
repliegues del corazón, allí donde el hombre se ama a sí mismo.
Esta formulación del precepto del amor al prójimo no le deja al
133
amor propio la menor excusa ni la menor escapatoria. ¡ Cosa no-
table ! Se podrían entablar discusiones largas y profundas sobre
cómo ha de amar el hombre a su prójimo, y el amor propio halla-
ría siempre excusas y escapatorias, alegando que el tema no esta-
ba agotado, se había pasado por alto un caso, un punto no se
había estudiado con suficiente exactitud y claridad. Pero ¡ este
como a ti mismo! No hay púgil que pueda asir tan firme e inextri-
cablemente a su contrario como este mandamiento al amor propio.»
Sobre la palabra «prójimo», empleada por Jesús, escribe el
mismo autor: «Sí, a distancia, todo el mundo conoce a su próji-
mo. Pero, a distancia, el prójimo es pura fantasía, pues su nombre
significa que está cerca, "próximo" a nosotros, el primero que
venga, cualquier hombre sin distinción. A distancia, el prójimo es
una sombra, como un fantasma ideal que le ronda a uno por la
cabeza. En cambio, no cae en la cuenta de que el hombre que
en ese preciso momento pasa a su lado, es su prójimo.»
Estas profundas palabras de un autor protestante (Kierke-
gaard) no han de entenderse en el sentido de que el amor no sabe
de alegría. En un mundo que, según Pablo, no conocía el amor ni
la compasión (Rom 1, 31), este precepto significó alegría y paz,
k22í una renovación interior del hombre, que hoy nos parece la cosa
más natural del mundo: un nuevo mundo.
Amor
El amor cristiano fue conocido en el mundo de entonces bajo
otro nombre, tomado de la versión griega del Antiguo Testamen-
to. Aquí aparece reiteradas veces en contraposición al uso profa-
no. El amor cristiano se llama ágape, que nosotros designamos
como «caridad». Este término fue escogido, sin duda, para sosla-
yar otra palabra gastada y de mal sentido en aquel tiempo: eros.
Eros se empleaba entonces a menudo en sentido de una sensualidad
egoísta, como actualmente «amor» en películas de bajo nivel. La
palabra eros no aparece en todo el Nuevo Testamento. De ahí que
la buena nueva de la ágape o caridad resuene en éste como una
liberación.
Sin embargo, no puede concluirse de esto que esta caridad o
ágape celestial carezca de todo rasgo de amor terreno. La palabra
griega ágape puede efectivamente emplearse para todas las espe-
cies de amor, no sólo para el desinteresado altruismo, sino tam-
bién para la mutua atracción entre personas. Así la usa también
el Nuevo Testamento. ¡ Con qué colores tan humanos no se nos
pinta, por ejemplo, el deseo que siente por su hijo el padre del
pródigo y este mismo por su padre!
Así pues, que el amor cristiano sea puro, generoso y liberador
134
no quiere decir que desconozca la atracción mutua entre dos per- 366-368
sonas. Al contrario, el amor que Cristo predica, tiene visos muy 388-391
humanos, se da la mano con todo cariño humano y lo sublima.
135
nidad. De Él nació un pueblo nuevo, al que está llamada toda la
humanidad La raza y alcurnia no cuentan en él para nada, lo que
cuenta es la conciencia de la propia imperfección y la disposición
para recibir el reino de Dios.
136
bras «Dijo Yahveh a Abraham Sal de tu tierra y de tu parentela
y de la casa de tu padre, y ven a la tierra que te mostraré, y yo
haré de ti una nación grande...» (Gen 12, 1-2).
Los discípulos de Jesús formaban un «pequeño rebaño», al que
inicia en los misterios del remo de Dios Pero especialmente ins-
truye a los doce. Les enseña a bautizar Y por lo que a la palabra
atañe, les enseña mucho más que los rabinos a sus discípulos Los
rabinos instruían en la interpretación de la ley, pero Jesús hace
a sus apóstoles heraldos de un acontecimiento. la venida del reino
de Dios y de la voluntad de Dios.
Esta misión supone grandes poderes. Así escribe Mateo- «Y con-
vocando a sus discípulos, les dio poder de arrojar espíritus impu-
ros y de curar toda enfermedad y toda dolencia» (10, 1). El mis-
mo nombre de apóstol indica un gran poder. Apóstol en su origen
es palabra griega (apostólos) y quiere decir «enviado». Es traduc-
ción de la palabra hebrea Salta), que significaba en tiempo de Jesús
no sólo un «portavoz» o mensajero, sino uno que es enviado con
poderes De este modo, los apóstoles son más que los discípulos
ordinarios de los rabinos. Pero en otro aspecto son menos. Un dis-
cípulo de un rabino puede llegar a ser rabino, pero un apóstol de
Jesús no llegará jamás a ser lo que es Jesús. Él — y sólo É l — es
Señor. Un apóstol tiene poderes, pero sólo Jesús los da.
137
otra, porque os aseguro: no acabaréis de recorrer las
ciudades de Israel sin que venga el Hijo del hombre.
Un discípulo no está por encima del maestro, ni un es-
clavo por encima de su señor. Ya es bastante que el dis-
cípulo llegue a ser como su maestro y el esclavo como
su señor. Si al señor de la casa lo llamaron Beelzébul,
¡ cuánto más a los que viven con él! Pero no les tengáis
miedo; porque nada hay oculto que no se descubra, y
nada secreto que no se conozca. Lo que os digo en la
oscuridad, decidlo a plena luz; lo que escucháis al oído,
proclamadlo desde las terrazas. No tengáis miedo a los
que matan el cuerpo; que al alma no pueden matarla.
Temed más bien a quien tiene poder para hacer que pe-
rezcan cuerpo y alma en la gehenna. ¿ Acaso no se venden
por un as dos pajarillos? Sin embargo, ni uno de ellos
cae a tierra sin permitirlo vuestro Padre. Y en vosotros,
hasta los cabellos de la cabeza están todos contados. Así
que no tengáis miedo. Vosotros valéis más que muchos
pajarillos. Por tanto, de todo aquel que se declare en mi
favor delante de los hombres, también yo me declararé
en favor suyo delante de mi Padre que está en los cielos.
Pero a aquel que me niegue delante de los hombres, tam-
bién yo lo negaré delante de mi Padre que está en los
cielos. No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine
a traer paz, sino espada. Porque vine a enfrentar al
hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera
con su suegra; y serán enemigos del hombre los de su
propia casa. El que ama a su padre o a su madre más
que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o
a su hija más que a mí, no es digno de mí; y quien no
toma su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí. El
que haya encontrado su vida, la perderá; y el que haya
perdido su vida por mi causa, la encontrará» (Mt 10,
16-39).
Discurso eclesial
El capítulo 18 de san Mateo suele ser llamado «discurso ecle-
sial», por contener reglas de conducta para la vida de la Iglesia.
He aquí una sección del mismo:
138
por ella más que por las noventa y nueve que no se extra-
viaron. De la misma manera, no quiere vuestro Padre
que está en los cielos que se pierda uno solo de estos
pequeños.
Si tu hermano comete un pecado, ve y repréndelo a
solas tú con él. Si te escucha, ya ganaste a tu hermano;
pero, si no te escucha, toma todavía contigo a uno o dos,
para que todo asunto se decida a base de dos o tres tes-
tigos; y si no les hace caso, díselo a la Iglesia; y si tam-
poco a la Iglesia le hace caso, sea para ti como un pa-
gano o un publicano.
Os lo aseguro: todo lo que atéis en la tierra, atado
será en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, des-
atado será en el cielo» (Mt 18, 12-18).
139
dicho. Pero la crítica moderna enseña que esta frase no falta en
ninguno de los códices, ni aun en los más antiguos. Además, en
estas frases llenas de imágenes encontramos tantos elementos se-
míticos, que pocas frases hay en Mateo que pertenezcan con tanta
seguridad como éstas a su evangelio. Así, por ejemplo, el juego
de palabras Pedro-piedra solamente se puede explicar satisfacto-
riamente en razón del primitivo texto arameo: Kepha-kepha, (y
casualmente en francés, Pierre-pierre). En griego se tradujo Pe-
tros-petra, y se hubiera podido traducir también Petros-petros.
No se hizo así porque petra significa roca firme, peña, que es lo
que Jesús pensaba; petras, en cambio, sugiere más bien una piedra,
un canto que se puede tirar. Para el nombre propio se tomó Petros,
porque la palabra petra es femenina. Hoy día, hasta los autores
protestantes reconocen que la interpretación corriente y obvia es la
más aceptable. Así, el conocido exegeta protestante Günter Born-
kamm escribe: «En la interpretación de las palabras sobre Pedro
y la Iglesia, la teología romanocatólica y la protestante se han
aproximado entre sí desde hace bastante tiempo. La "roca" no es
ni Cristo, como ya pensaba Agustín y tras él Lutero, ni la fe de
Pedro ni el oficio de la predicación, como lo entendieron los refor-
madores, sino el mismo Pedro como director de la Iglesia.»
Cierto que algunos de ellos se preguntan si habría podido
decir Jesús personalmente una frase, que tan claramente habla
de la Iglesia. Sobre esfa cuestión no hay unanimidad entre los
autores protestantes. Lo que niegan es que las palabras de Jesús
se puedan aplicar también a los sucesores de Pedro (sobre ello
352-354 volveremos en el capítulo sobre el oficio o ministerio).
Las polémicas suscitadas en torno a este texto no deben indu-
cirnos a hacer de él una fría «prueba» en pro o en contra de una
tesis. Abramos los ojos al fuerte consuelo que emana de estas
palabras. La palabra «Iglesia» (qahal) se usa a menudo en el
Antiguo Testamento para significar el pueblo en el desierto. Y en
eso pensaba justamente Jesús: en un nuevo pueblo.
Por «puertas del Hades» (muerte, mundo subterráneo) hay
que entender el poder del mal. Éste no prevalecerá nunca sobre
la Iglesia de Dios.
También el cielo tiene sus puertas. Sus llaves invisibles están
en manos de Pedro. Él desempeña la función de aquel padre de
familia con todos los poderes, que se describe en Is 22, 21-22.
139 Luego siguen las palabras que en Mt 18 están dirigidas a los
apóstoles en general: «atar» y «desatar», es decir, el poder de
declarar algo recto o torcido, de rechazar o aceptar algo, de
forma que sea también válido en el cielo, es decir, delante de Dios.
Este poder se otorga aquí sólo a Pedro; al débil, vulgar e impul-
sivo Pedro, a la roca que Jesús ha de pulir aún mediante alguna
142
recriminación. El Señor apela a él constantemente hasta en los
momentos de flaqueza: «Y volviéndose el Señor, dirigió una mira-
da a Pedro» (Le 22, 61). Esto sucedió poco después de haberle dicho
Jesús: «Y tú, cuando luego te hayas vuelto, confirma a tus her-
manos» (22, 32).
Juan trae la elección de Pedro después de la muerte de Jesús.
De ahí se sigue que la fundación de la Iglesia estaba sobre todo
prevista para el tiempo subsiguiente a la existencia terrena de Jesús:
143
37-338 Pero queda siempre la miseria de nuestro pecado y de nuestra
obstinación. El reino de los cielos se asemeja a menudo al hom-
bre que sembró buena semilla en su campo y se encontró luego
con abundante cizaña. La Iglesia no equivale ya a la posesión del
reino, sino al esfuerzo por conseguirlo, un esfuerzo que tiene la
promesa consoladora de que las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella.
¿QUIÉN ES ÉSTE?
144
son falsas, o parciales. Después de siglo y medio de esfuerzos, los
evangelios se yerguen ante nosotros en su sencillez inconmovible,
precisa y, no obstante, impenetrable, ante lo que se deshace como
tela de araña todo intento puramente humano de entender la figu-
ra del Señor. Es más, nos aparecen más nuevos y sorprendentes
que todas las imágenes de Jesús que antaño parecieron tan moder-
nas. Así, la investigación sobre Jesús de Nazaret se halla ante el
enigma eternamente nuevo: ¿ Quién es éste ? Aunque las inter-
pretaciones anticuadas pasan hoy día precisamente como «cientí-
ficas», sin embargo, la actual ciencia bíblica, aun la que no está
sujeta a ninguna Iglesia, sabe que no es lícito dejarse arrastrar
por la corriente de tales construcciones fantásticas. Las fuentes se
parecen muy poco a «biografías con evolución psicológica», y mucho
a testimonio, actualización y llamamiento.
145
marse demasiado como una narración seguida. Naturalmente, hay-
una sucesión u orden en el curso de la vida de Jesús; pero ciertas
frases o partículas como «luego», «en aquel momento» son a me-
nudo meras fórmulas estilísticas, que no podemos tomar literal-
mente en el sentido actual.
El estilo de los evangelios es más bien un estilo de «períco-
pas», es decir, una serie de breves fragmentos (episodios), en
cada uno de los cuales vemos, como a través de un prisma, la per-
sona entera del Señor. No son, pues, anillos de una cadena de
sucesos, como en una biografía ordinaria, sino que cada una por
sí es una representación completa del Señor. Ello quiere decir
que Jesús no aparece ante nosotros en el evangelio como otras
figuras del pasado, por ejemplo, héroes o artistas. De éstos posee-
mos a menudo más pormenores biográficos. Pero pertenecen a un
tiempo pasado. Nadie les dirige ya la palabra. No así en el caso de
Jesús. En cada perícopa se yergue entero y nos llama a sí. Por
eso, un relato evangélico no es algo que se pueda oir indiferente-
mente, como si dijéramos, „ sentados con una pierna sobre otra.
El relato evangélico nos invita justamente a levantarnos.
La manera como la Iglesia ordena los evangelios en la cele-
bración eucarística, corresponde muy bien a esta forma literaria.
En la misa, los evangelios se leen por fragmentos o perícopas, y
se escuchan de pie.
104 Sobre el nuevo testamento, cf. también el capítulo sobre el ori-
gen de los evangelios.
146
Jesús es, pues, el hombre que anuncia el advenimiento del reino
de Dios, por ende, un profeta. «¿Quién es éste?», preguntaban en
Jerusalén al entrar Jesús triunfalmente en la ciudad. Y el pueblo
contestó: «Éste es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea» (Mt
21, 11). Pero al mismo tiempo es totalmente distinto de un profeta.
De un profeta se esperaba que presentara sus cartas credenciales
mediante el relato de su vocación. Y se esperaba sobre todo que,
por una sentencia introductoria, dijera de quién procedía su men-
saje: «Así dice Yahveh.» Jesús no alude nunca a una vocación,
sino que habla siempre por su cuenta. Hay una palabra cortita,
que es característica del hablar de Jesús. Ha quedado en hebreo
dentro del texto griego. Es la palabra amén, que solemos traducir
por «en verdad». Es la palabra que confirma lo que se ha dicho:
«Así es.» En este sentido la empleamos aun hoy en señal de asen-
timiento, cuando rezamos.
Ahora bien, Jesús emplea esta palabra de manera singular. En
efecto, la emplea no después, sino antes de la frase. Comienza por
una confirmación. Y además no sigue luego: «Así dice el Señor»,
sino «Yo os digo». Por ejemplo: «En verdad os digo: El que
no recibiere el reino de Dios como un niño, no entrará en él»
(Me 10, 15).
Este «amén» antepuesto a la frase, no es un modo petulante de
hablar, sino la serena y humilde conciencia de su misión en un
hombre con plena autoridad, que puede hablar con la mayor natu-
ralidad en nombre de Dios. Es como la confirmación de la voluntad
antecedente del Padre.
Además de las características de un profeta, Jesús ostenta tam-
bién las de maestro (rabí). Un rabí es un hombre que discute con
sus discípulos, con otros maestros, anda errante y enseña en las
sinagogas. La profesión de Jesús es propiamente la de rabí, y ello
explica que así se le llame frecuentemente.
Pero si nueva fue su actuación como profeta, no menos sor-
prendente resulta su actividad de maestro. Ya el mero hecho de
que fuera a la par profeta y maestro constituía de todo punto una
novedad. Y en cuanto a la manera de instruir, un rabí tenía obliga-
ción de alegar la Escritura o la autoridad de otros maestros; pero en
Jesús instruye Dios inmediatamente. Incluso la Escritura, como vi-
mos, es por Él completada y, en realidad, corregida.
Además, todo eso se hace con palabras sencillas, que no requie-
ren conocimientos previos, sino que se entienden directa e inmedia-
tamente. Son palabras en consonancia con la situación de cada cual
con su vida ordinaria, con sus experiencias normales. Ya lo vimos
en las parábolas. También las sentencias breves de Jesús son de 99
desconcertante evidencia. «Bástele a cada día su propia angustia»
(Mt 6, 34). «Nadie enciende una luz y la pone debajo del celemín»
147
(5, 15). Y también en Juan: «Cuando la mujer va a dar a luz, sien-
te tristeza, porque llegó su hora; pero, apenas da a luz al niño,
no se acuerda ya de su angustia por la alegría de haber traído un
hombre al mundo» (Jn 16, 21). «De verdad os lo aseguro: Si el
grano de trigo que cae en la tierra no muere, él queda solo; pero,
si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24). Expresiones como
éstas, tan frecuentes en los cuatro evangelios, nos hacen ver que
lo más característico en el estilo de enseñanza de Jesús, es su
gran inmediatez. No hay en él circunloquios, ni sueños sobre el
pasado, ni fuga a lo por venir: «El reino de Dios ya está en medio
de vosotros» (Le 17, 21), y : «Bienaventurado aquel que en mí no
encuentre ocasión de tropiezo» (Mt 11, 6).
123 Jesús hace sentir sin rodeos, a todo el que se le acerca, la in-
mediatez de Dios. Él mismo lleva consigo esta inmediatez. Ello
da a su persona una autoridad serena, que no tiene par.
148
Bornkamm, del que hemos tomado en esta parte algunas obser-
vaciones, que agradecemos.
Esta soberanía de Jesús se destaca también en Le 7, 36-50;
Jn 8, 1-11; Me 10, 17-22.
El pasaje citado en último lugar habla también de la forma en
que Jesús era capaz de mirar a alguien. Sobre este punto se nos 143
refieren casos varios. Este mirar era característico en Él. Los
relatos evangélicos muestran que aquí no se trata ni de hipnotismo
ni de una mirada sentimental. La mirada de Jesús fuerza al
hombre a una decisión liberadora, pero la decisión tiene que to-
marla el hombre, que no pierde su personalidad.
Todo género de hombres quieren ver a Jesús: los buenos con
sus virtudes, los pecadores con su culpa, los posesos con su fre-
nesí, los enfermos con sus torturas, los eruditos con sus argu-
mentos, y el fondo de todos es visto por Él en su verdadera reali-
dad. Luego Él los invita a que declaren por sí mismos lo que son.
Autoridad
Para esta actitud de soberanía de Jesús, para esta sencilla,
pero intangible majestad en el obrar de Jesús, tienen los evan-
gelios una expresión propia: autoridad (exouña). También se po-
dría traducir por «poder». «Y se quedaban atónitos de su manera
de enseñar, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no
como los escribas» (Me 1, 22).
En esta afirmación está expresada la característica más in-
confundible de la persona de Jesús. Este rasgo se reconoce en toda
perícopa, en toda sentencia, en todo acto que de Él se nos cuenta.
Gracias a esto no aparece Jesús en los evangelios perdido en con-
fusa lejanía, sino en clara proximidad a nosotros y nos invita.
No tomemos esta «autoridad» de la persona de Jesús como
elegante frialdad o mansedumbre indiferente. No; olvidemos por
xm momento las estampitas o estatuillas de yeso blanco o rosado.
¡ Qué duro es Jesús en la expulsión de los demonios! «Jesús le
increpó: Enmudece y sal de este hombre» (Me 1, 25). ¡Con
que justa indignación procede en la expulsión de los mercaderes del
templo! (Jn 2, 15). Jesús pone toda su persona en lo que hace,
por ejemplo, cuando un leproso le pide ayuda: «Y Jesús, movido a
compasión, extendió la mano...» (Me 1, 41). Muy conmovedor es
también el pequeño incidente de los niños. Jesús, leemos «lo llevó
muy a mal» que sus discípulos trataran de apartarlos; en cam-
bio «los estrechaba entre sus brazos [los niños] y los bendecía»
(Me 10, 14ss).
Entenderíamos mal la «autoridad» de Jesús si sólo viéramos
en ella el carácter humano de un genial pastor de almas. Tal con-
149
fusión no haría justicia a todos los hechos que nos han transmitido
los evangelios. Estos hechos hablan de algo distinto, del acónte-
lo? cimiento de la llegada del reino de Dios. Jesús completa todo lo
que le precede con palabras que durarán más que el cielo y tierra,
destinados a pasar (Me 13, 31). Por Él reina Dios definitivamente.
Lo que le da autoridad es el hecho irreversible de la revelación y
del reino de Dios definitivos.
Pero la autoridad de Jesús es al mismo tiempo la autoridad de
93-96 quien en su bautismo del Jordán y en el desierto se consagró a
la humanidad, al servicio hasta la muerte, a la bajeza y servi-
dumbre. Es la autoridad del reino de Dios, oculto y escondido,
loo Mas justamente por eso conmueve tan extraordinaria y profunda-
mente los corazones de los hombres.
150
lo hubieran alzado rey (cf. Jn 6, 15). De ahí que Jesús evite esta
expresión en la predicación pública. Así se ve por el evangelio
de Marcos. Sin embargo, este mismo evangelio cuenta como Jesús,
al fin de su vida, se reconoce oficialmente como el Cristo o Mesías
delante del sanedrín judío (Me 14, 62). Pero al mismo tiempo hace
esta confesión en sentido más alto y profundo: Su reino no es de
este mundo.
En los otros evangelios es menor esta reserva de Jesús res-
pecto al título de Mesías. Cuando estos evangelios fueron escri-
tos, el nombre estaba ya purificado de su resabio político. Se em-
pleaba ordinariamente al contar la vida de Jesús y reproducir sus
palabras. Este nombre alude a la fidelidad de Dios en sus prome-
sas : Dios envió a su Mesías. Con él se expresa también clara-
mente lo que en la vida de Jesús se hizo cada vez más claro: el
reino de Dios brilló en Él mismo, Él es su centro, el rey cuyo
reino no es de este mundo. El nombre de «Hijo de David», que
se da a Jesús algunas veces, viene a decir poco más o menos lo
mismo que Cristo.
151
gunta el sumo sacerdote y le dice: "¿Eres tú el Cristo, el Hijo del
Bendito?" Jesús respondió: "Pues sí, lo soy; y veréis al Hijo del
hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo entre las nu-
bes del cielo"» (Me 14, 61-62). Este título no se encuentra en las
cartas de los apóstoles, y en los evangelios sólo en boca de Jesús.
Se recordaba, pues, como el nombre que el Señor se daba a sí
mismo. Se trata de una expresión muy rica, pues, a la par que la
grandeza de Jesús, indica también la humildad insólita de su me-
sianidad, su carácter «totalmente otro». En su misma composición
aparece algo de la unidad de Jesús con el linaje humano. En efec-
to, «Hijo del hombre» (ben adanu) es un idiotismo semítico que
significa propiamente «hombre». Jesús es el hombre, el adam por
excelencia.
152
E l n o m b r e de « H i j o » fue una vez sustituido, en san J u a n , p o r
el «Verbo» (logos, p a l a b r a ) . A l h a b l a r del n a c i m i e n t o de J e s ú s , 46-49
m e n t a m o s ya este título, j u n t o a o t r o s n o m b r e s gloriosos, como
«reflejo de su gloria, i m p r o n t a de su ser» ( H e b 1, 3 ) . 81-82
M u y a m e n u d o se llama a J e s ú s en el N u e v o T e s t a m e n t o el
Señor (en g r i e g o , Kyrios; en latín, Dominus). A s í lo l l a m a r o n los
fieles después de la r e s u r r e c c i ó n . H a y en esto a l g o m á s que u n a
p r o t e s t a tácita c o n t r a la apoteosis de los e m p e r a d o r e s r o m a n o s , que
se llamaban a sí mismos «el S e ñ o r » . E l título d a d o a J e s ú s sig-
nifica m u c h o m á s . « S e ñ o r » e r a el n o m b r e de Dios en el A n t i g u o
T e s t a m e n t o . L a naciente Iglesia dio a sabiendas este n o m b r e a
J e s ú s glorificado. P o r eso, la síntesis m á s b r e v e de t o d a la b u e n a
nueva, del evangelio, es la profesión de f e : «Jesús es S e ñ o r »
( R o m 10, 9 ; 1 C o r 12, 3 ; Col 2, 6 ) .
F i n a l m e n t e , h a y en el N u e v o T e s t a m e n t o algunos pasajes en
que s e . llama a J e s ú s Dios. E l « H i j o único, Dios», de J n 1, 18 es en
algunos códices el « H i j o único». P e r o en J n 1, 1 se dice con t o d a
c l a r i d a d : «Y el V e r b o e r a Dios.» T o m á s dice i g u a l m e n t e : « S e ñ o r
m í o y Dios mío» ( J n 20, 2 8 ) . E n la c a r t a a los R o m a n o s dice P a -
blo, según la t r a d u c c i ó n m á s c o r r i e n t e : «Cristo, el cual está por
e n c i m a de todo, Dios b e n d i t o p a r a siempre. A m é n » ( R o m 9, 5 ) ;
y en ocasiones v a r i a s , a d e m á s de d a r l e el t í t u l o d i v i n o de S e ñ o r ,
P a b l o reconoce a J e s ú s a t r i b u t o s divinos.
T o d a v í a h a y m u c h o s otros n o m b r e s en el N u e v o T e s t a m e n t o que
describen su g r a n d e z a y n a c e n e s p o n t á n e a m e n t e de la plenitud de
la fe. A s í , el de alfa y omega (A y £2), que da a e n t e n d e r que la
h i s t o r i a comienza v acaba en C r i s t o ; o la exclamación de J u a n en
el c u a r t o e v a n g e l i o : « C o r d e r o de Dios que q u i t a los pecados del
m u n d o » ( J n 1, 2 9 ) .
E s n o t a b l e q u e , d e e n t r e t o d o s estos n o m b r e s , el m á s v e n e r a d o
h a y a sido su p r o p i o n o m b r e : Jesús. Y a P a b l o e s c r i b e : « P a r a que
-en el n o m b r e de J e s ú s s e doble t o d a rodilla» ( F l p 2, ' 1 0 ) , y en la
liturgia sólo al n o m b r e de J e s ú s se inclina la cabeza.
Lo expuesto nos muestra el esmero con que la Sagrada Escritura
y la Iglesia cuidan los grandes títulos de Jesús. Por ello conviene
que también nosotros tratemos con el máximo respeto el nombre
de «Dios». Todos los títulos de Jesús, y éste particularmente, re-
sumen en forma condensada todo el misterio de su persona.
153
HACIA LA PASCUA
Jerusalén
La resolución de Jesús de marchar a Jerusalén, representa in-
dudablemente un giro decisivo en la carrera de su vida. Lucas, que
ya en la historia de la infancia había hablado de dos encuentros
de Jesús con Jerusalén, describe ahora la resolución de Jesús con
estas palabras, un tanto enigmáticas:
154
ees la forma concreta que tomaría este reino. Ahora había llegado
el momento. Jesús se pone en camino para revelar el reino de
Dios. Sus discípulos, por el camino, están aún llenos de la ima-
ginación de que las profecías se cumplirían en forma muy terrena
(Le 19, 11). Y personalmente esperaban que les tocarían puestos
importantes en este reino (Me 10, 37).
Para padecer
Pero Jesús sabe que las cosas sucederán de muy distinta ma-
nera. A los dos discípulos que tanto codiciaban los puestos de
honor, les dice: «¿Sois capaces de... ser bautizados con el bautis-
mo que yo voy a recibir?» (Me 10, 38). El bautismo a que Jesús 95
se refiere es el cumplimiento del que recibió en el Jordán: de ser- 237-238
vidumbre hasta la muerte.
Cuando una vez se le advirtió en Galilea que Herodes buscaba
quitarle la vida, Él responde: «Id a decirle a ese zorro: Yo arrojo
demonios y realizo curaciones hoy y mañana; y al tercer día ten-
dré terminada mi obra. Sin embargo, hoy, mañana y pasado tengo
que seguir mi camino, porque no cabe que un profeta pierda la
vida fuera de Jerusalén» (Le 13, 32-33). De ahí que entre los dis-
cípulos dominara un sentimiento de espanto:
155
auténtica conversión. Muchos del pueblo ordinario los seguirían
en Jerusalen.
«¡Jerusalen, Jerusalen; la que mata a los profetas y apedrea
a los que fueron enviados a ella! ¡ Cuántas veces quise reunir a
tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo sus alas! Pero vos-
otros no quisisteis» (Le 13, 34). En la cúspide de su misión, en
el momento en que trae a la ciudad el reino de Dios, lo abate el
pecado de la humanidad (y no sólo el de los judíos). La lucha
que por tanto tiempo había sostenido con sus palabras, curaciones
y expulsiones de demonios, toma en Jerusalen sesgo de duelo de-
finitivo. En el momento de ser prendido dirá: «Ésta es vuestra hora:
el poder de las tinieblas» (Le 22, 53). ¿Cómo combate Jesús en
ese duelo ? Cumpliendo resueltamente la voluntad del Padre por
la obediencia y amor a su vocación. Jesús sabe que de su humi-
llación puede el Padre sacar triunfante el reino de Dios, como
del grano que cae a tierra y muere, sale el tallo con la espiga de
trigo (Jn 12, 24).
Saldrá algo que no pudieron sospechar los más audaces profe-
tas: la victoria sobre la muerte, que comenzará en Él y será luego
concedida a toda la humanidad. Para eso fue a Jerusalen. Los acon-
tecimientos que van a seguir, están parafraseados en los evangelios
como su «salida» (Le 9, 31), como su «elevación» (9, 51), su «consu-
mación» (13, 32), su «glorificación» (Jn 13, 31), su «hora» (12, 23).
Cabe preguntar lo que habría sucedido de no ser Jesús repro-
bado y matado por los hombres. Acaso el reino de Dios hubiera
aparecido de modo totalmente otro en Jerusalen. Pero es ocioso
hablar sobre este punto, dado caso que, de hecho, el reino de Dios
vino por la muerte dolorosa de Jesús.
Entonces se vio que ya el Antiguo Testamento contenía alusio-
nes a la pasión de Jesús.
En él hay descripciones de hombres que sufren y son salvados
por Dios (por ej., los salmos 17, 22, 69). Y hasta hay una sección
(Is 52-13—53, 12) en que se describe a uno que toma sobre sí los
pecados de los otros:
156
de llegar hasta tal grado de servidumbre. Él mismo había dicho ya:
«Porque el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a
dar su vida en rescate por la humanidad» (Me 10, 45). (Sobre la
enigmática palabra «rescate», volveremos en el capítulo sobre la
redención.) 270
Veamos ahora cómo Jesús se nos acerca a los hombres por su
muerte. Él asumió hasta el fin nuestra vida apresada p o r el pecado,
«nuestro vivir p a r a la muerte». Nadie tiene mayor amor que é s t e : 172-173
«dar u n o la propia vida p o r sus amigos» (Jn 15, 13). 271
L a cosa no era fácil p a r a él. Jesús estaba en situación seme-
j a n t e a la de quien va a sufrir u n a operación espantosa, p e r o
a g u a r d a al tiempo una curación de maravillosa, i n a u d i t a : « Y o
tengo un bautismo con que h e de ser bautizado. ¡ Y c u á n t a es m i
angustia hasta que esto se c u m p l a ! » (Le 12, 50).
La cuaresma
La Iglesia se p r e p a r a durante cuarenta días a los acontecimien-
tos que tendrán lugar en Jerusalén. E n este tiempo se invita p a r -
ticularmente a los cristianos a la conversión: «Ahora es el tiempo
favorable; a h o r a es el día de la salvación» (2 Cor 6, 2 ) , leemos el
p r i m e r domingo de cuaresma. Los cuarenta días vienen anunciados
por tres domingos q u e les p r e c e d e n : septuagésima, sexagésima,
quincuagésima, pero no empiezan hasta el miércoles siguiente: el
miércoles de ceniza. Antes de la misa se t r a z a con ceniza una cruz
en la frente de los fieles, al tiempo que se dicen estas p a l a b r a s :
«Acuérdate, hombre, que eres polvo y al polvo volverás.» E s la
única vez que la liturgia no llama a los fieles «hermanos» o por
sus propios nombres, sino «hombre».
Son las palabras de castigo en el paraíso, y nos hacen sentir
profundamente nuestra miseria. L a cruz de ceniza es signo de u n a
profunda verdad. N o la tomemos a la ligera. A b r e seis semanas
.de sinceridad p a r a con nosotros mismos, tiempo que n o h a de ser de
olvido, sino de recogimiento y reflexión: Memento, homo!
P e r o la cuaresma es también el tiempo de r e p a r a r nuestras quie-
bras, tiempo de conversión, de penitencia, de defender nuestra
libertad interior contra todo que pudiera apartarnos de nuestra
misión de servicio y amor.
El primer domingo de cuaresma se lee el evangelio de las ten-
taciones del desierto. Jesús vence efectivamente las tentaciones 95-96
contra la misión de su vida, que e r a de perfecto servicio.
157
hacía al menos algo concreto. Pero, actualmente, el ayuno es asun-
to menos claro. El trabajo que desgasta a menudo nuestros ner-
vios, nuestras ideas sobre la relación entre cuerpo y espíritu, nues-
tras comidas que distan mucho de ser opíparas, han hecho del
ayuno cosa difícilmente adaptable a nuestro tiempo. La ley del
ayuno ha quedado muy reducida y no forma ya para la mayor
parte de los cristianos el contenido principal de la cuaresma. ¿Qué
debemos, pues, hacer?
La cuaresma es tiempo de austeridad, y no de fiestas y diver-
siones. Con vigilancia evangélica y cierta inexorable sinceridad
para con nosotros mismos, hemos de procurar reinstaurar en nos-
otros el reino de Dios, en unión con nuestro Señor, que camina a
su pasión. Esta reinstauración puede ser distinta para cada uno,
según se lo inspire el amor. Para uno puede significar la cuaresma
alguna restricción en el fumar y en la bebida; para otro, el estric-
to cumplimiento en el deber de su trabajó y en la familia, mayor
paciencia en las dificultades, más atención a lo que quieren los
demás. Es muy apropiado que dejemos algún dinero para los nece-
sitados y para obras buenas, sobre todo cuando también a nosotros
418 nos vendría bien para mil cosas. Como una advertencia e invita-
ción, leemos al comienzo de la cuaresma, en el evangelio del pri-
mer lunes de cuaresma: «Todo lo que hicisteis con uno de estos
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). Sobre
.-419 este punto hablaremos aún en el capítulo: «Ayuda al necesitado».
>-297 En tiempo de cuaresma habría que insistir particularmente en la
¡-304 práctica de la oración. Tal vez fuera oportuno revisar a fondo
la propia oración de la mañana y de la noche, y hacer con especial
devoción la bendición de la mesa en familia. Las parroquias ofre-
318 cen durante este tiempo ejercicios y devociones especiales, en las
que es bueno tomar parte. Pero, sobre todo, la cuaresma es el
8-444 tiempo de una buena y sincera confesión.
También en nuestra vida social debería notarse la austeridad
de la cuaresma. Incluso la misma liturgia aplaza ciertas fiestas,
por ejemplo, la celebración de bodas («se cierran las velaciones»,
a no ser por causa grave). Por el mismo caso, convendría hacer lo
posible para aplazar también ciertas fiestas de la vida diaria. La
molestia que acaso se cause así a otros, queda compensada por el
bien que" se hace a los mismos, pues se les facilita la práctica de
una vida conscientemente recogida.
La liturgia de cuaresma es notable por la especial elección de
los textos escriturarios. Tres temas dominan especialmente: Pe-
nitencia y perdón de los pecados (sobre todo en la primera se-
mana), reflexiones sobre el bautismo (sobre todo en la tercera y
cuarta semanas) y la pasión de Cristo (sobre todo en la quinta y
sexta semanas). La segunda no tiene tema característico.
158
Con el quinto domingo comienza el «tiempo de pasión». Las
imágenes de los santos que pudieran evocar el pensamiento de la
gloria, se velan con paños morados. Hasta la cruz, que desde anti-
guo muestra algo de la gloria y resurrección, queda también velada
por un paño morado. Los textos evangélicos de esta semana se
toman de las penosas disputas del Señor con los fariseos. La Igle-
sia concentra su atención en la lucha de Jesús.
159
de Jesús y al comienzo del reino de Dios. Pero el verdadero co-
mienzo estaría en otra parte: en su muerte.
Domingo de ramos
La liturgia, siguiendo los evangelios, rememora can especial
atención este acontecimiento. El sexto domingo de cuaresma, una
semana antes de pascua, se celebra antes de la misa una proce-
sión, en la que se cantan himnos en honor de Cristo rey. Se ben-
dicen ramos de olivo (o de otros árboles), que se llevan durante
la procesión y después a casa. Es un signo de que tomamos parte
en el gesto de amor y atención que los judíos tributaron a Jesús.
Estos ramos se usan a menudo para asperjar con agua bendita, por
245 ejemplo, al bendecir la casa antes de la comunión de los enfermos
450 o al administrar el sacramento de la extremaunción.
Después de la procesión de los ramos comienza lo principal,
que es la santa misa. Ésta no habla ya de la entrada, sino de la
pasión que está llegando. Como evangelio se lee la historia de
la pasión según san Mateo.
Días de amenaza
Entre la entrada de Jesús en Jerusalén y su prendimiento en
el huerto de los olivos, interponen los evangelios diversas locucio-
nes de Jesús: discusiones con los escribas, saduceos y fariseos,
parábolas sobre la reprobación de Israel, la violentísima invectiva
contra escribas y fariseos, y, finalmente, la predicación sobre la
destrucción de Jerusalén, que pondría fin a la existencia del pue-
blo judío en la tierra prometida. Esta destrucción era para Jesús
símbolo de las catástrofes al fin del mundo, cuya perspectiva deja
458 ver en todo su discurso, pero sin señalar «día ni hora» (Mt 24, 36).
Jesús, pues, actúa como los otros profetas que, antes de Él,
fueron muertos en Jerusalén; Él es el último profeta, el Hijo ama-
do (Le 20, 13). Más aún que en los profetas, su violencia es un
intento supremo de ganar al pueblo: «¡Ah, si tú también hubie-
ras comprendido en este día el mensaje de Paz! Pero ¡ ay! que-
da oculto a tus ojos» (Le 19, 42).
Los días que pasó en Jerusalén, son un encuentro último y su-
premo con el mal, que anida en los hombres. Una y otra vez acon-
seja a los suyos que vigilen y estén apercibidos. Son días muy se-
rios, imagen de todos los días decisivos en la vida de la Iglesia y
de todo hombre.
El conflicto llega rápidamente a su punto culminante. Jesús no
tiene más armas que las palabras que le manda hablar su Padre,
las obras que su Padre le manda ejecutar, la autoridad señera de
160
su persona y el testimonio del mismo Padre en la parte mejor del
corazón de cada uno Los fariseos y la autoridad optan por la vio-
lencia, y así se decide su prendimiento.
La liturgia conmemora los últimos días antes de la pasión de
Jesús (lunes, martes y miércoles de la semana santa) leyendo pa-
sajes muy violentos y personales de los profetas, por ejemplo, este
de Isaías (50, 6)
«Entregué mis espaldas a los que me azotaban,
y mis mejillas a los que arrancaban mis barbas»
El evangelio del lunes cuenta cómo María, hermana de Láza-
ro, derrama sobre los pies de Jesús un vaso de perfume de nardo,
de gran precio, sin saberlo — dice Jesús — se adelantó a ungirlo
para su sepultura El martes se lee la pasión según san Marcos,
el miércoles, según san Lucas
161
Este relato de Juan alude al gran don que aparecerá en el curso
de la cena: la eucaristía, que es darse de todo en todo, tener parte
en Él, servidumbre hasta la muerte.
Traición
Una sombra espantosa se cierne sobre esta comida de amistad.
Uno de los doce está del lado del enemigo. ¿ Por qué ? El origen
del mal es siempre oscuro. Los evangelistas hacen notar que la
incredulidad de Judas se daba la mano con su avaricia. También
Judas era amigo de Jesús.
Discurso de despedida
La tensión de aquella noche nos la describe Juan con estilo
propio. Juan muestra a Jesús radiante de aquella gloria que luego
se revelaría en Él. Nos muestra a Jesús entero.
En el discurso de despedida de Jesús (que los clásicos españo-
les llaman «sermón de la cena»), se nos conserva el recuerdo del
discípulo que de joven asistió a la última cena y conservó su re-
cuerdo durante toda su vida. Y este recuerdo penetró en la vida
y celebraciones varias de la liturgia, en que el Señor glorificado
está presente por su Espíritu.
El tema central del sermón de la cena es el amor: amor entre
Jesús y el Padre, entre Jesús y nosotros, entre el Padre y nos-
otros, y entre nosotros mismos. • Acaba con la grande y universal
oración de Jesús, sumo sacerdote.
162
Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros
En esta última cena anticipó Jesús su propia muerte ante sus
discípulos. Realizó una acción profética. Sobre este momento inol-
vidable poseemos un testimonio anterior a los mismos evangelios.
Procede de una de las primeras cartas de Pablo.
«Yo recibí una tradición procedente del Señor, que a mi vez
os he transmitido.; y es ésta: que el Señor Jesús, la noche en que
era entregado, tomó pan; y recitando la acción de gracias, lo par-
tió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros.
Haced esto en memoria de mí." Lo mismo hizo con la copa, des-
pués de haber cenado, diciendo: "Esta copa es la nueva alianza
en mi sangre. Cada vez que bebáis, haced esto en memoria de mí."
Porque cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa,
estáis anunciando la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor
11, 23-26).
El suceso en sí mismo no implica un gesto extraordinario: se
cortaba una hogaza para distribuir los trozos a los comensales.
Esto formaba parte, juntamente con la bendición, del rito pascual.
Pero ¡ qué desconcertante significado adquiere esta fracción del
pan cuando Jesús dice las palabras inauditas: ¡ Esto es mi cuerpo!
Este pan roto significa ahora su cuerpo igualmente despedazado.
Significa su muerte.
Pero el signo se hace aún más claro en las palabras que dice
Jesús sobre el cáliz, el cual, según lo prescrito, contenía vino tinto.
Ya la notable alusión a la sangre indica una muerte violenta; pero
Jesús añade — así leemos en Mateo y Marcos — que es «derra-
mada». Jesús es sacrificado como una víctima. 271
El pan y el vino aluden consiguientemente a la manera como
Jesús había de morir. Pero hay más: muestran también por qué
muere.
Sobre el cáliz dice Jesús las palabras sobre la «nueva alianza». 43
Esta maravillosa «nueva alianza», de la que ya había hablado Je-
remías seiscientos años antes (Jer 31, 31-34), ha llegado ahora.
Y como la antigua alianza fue confirmada con sangre de anima-
les (Éx 24, 8), así la nueva con la sangre del Hijo. Y esta sangre
es derramada «por muchos». Este «muchos» es un recuerdo del
cántico del siervo paciente de Yahveh, en que se lee:
163
El sacrificio es «por muchos para la remisión de los pecados»
(Mt 26, 28). En arameo, lengua de Jesús, «muchos» quiere decir
todos. Pero Jesús no solamente quiere poner en claro esta realidad.
No sólo quiere mostrar algo a sus discípulos, sino ofrecerles la
posibilidad de entrar corporalmente en contacto con su sacrificio
y su alianza. Por eso, en esta solemne acción no invita previa-
mente a oir y atender, como las parábolas, sino a comer: «Tomad,
comed... bebed de él todos...» Al seguir esta invitación de Jesús,
se toma parte en las bendiciones de la alianza y del sacrificio de
la alianza. Al entrar en contacto con el cuerpo muerto y resuci-
tado de Jesús, se entra en contacto con el mundo redimido, con
el reino de Dios. «El pan que partimos, ¿no es comunión con el
cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16).
Por los expresivos símbolos del pan partido y del rojo vino
no se nos ofrece sólo un recuerdo, sino una realidad: el cuerpo y
la sangre de Jesús (y es de notar que en lenguaje semítico, «cuer-
po» significa todo el hombre. Dígase lo mismo de «sangre». La
sangre significaba toda la fuerza vital. Recibimos, pues, la perso-
na entera de Jesús).
Sobre este último gesto de amor de Jesús, por el que nos da
su cuerpo en comida y su sangre en bebida, nos habla el evange-
lio de san Juan en frases que todo cristiano conoce.
164
Jesús transformó, pues, la antigua comida de liberación nacio-
nal en la conmemoración de una nueva liberación, la comida del
cordero pascual con la sangre salvadora, en la comida de su pro-
pio cuerpo con la sangre salvadora. Con lo cual dejó a su Iglesia
una comida, que es una acción de gracias, o una accción de gracias
que es una comida. Hace presente lo más amoroso que Él hizo: el
sacrificio de su vida y la glorificación que en él estaba contenida.
165
píritu Santo. Antiguamente se guardaba con una lámpara que
ardía ante él. El simbolismo del crisma radica originariamente en
su perfume, símbolo del Espíritu que lo llena todo. Las materias
de que se compone son bálsamos finos y preciosos, mezclados con
aceite de oliva. Con él se unge al pueblo cristiano para ser un
247 «sacerdocio regio» (1 Pe 2, 9). Por eso se emplea el crisma para
16, 349 la unción después del bautismo, en la confirmación, en la consa-
246 gración de los obispos, y también en la de una iglesia, de un altar,
de las campanas y del cáliz.
La segunda clase de santos óleos son los óleos de los enfer-
W9-450 mos. El simbolismo está aquí en el uso del aceite como medio cu-
rativo. Se emplea en la unción de los enfermos (lo que hasta aho-
ra hemos llamado la extremaunción).
Hay, finalmente, el óleo de los catecúmenos. Su simbolismo vie-
ne del uso que antiguamente hacían del aceite los atletas, que se
frotaban con él para cobrar agilidad y fuerza. Se emplea en la
¡34-235 unción antes del bautismo, en las unciones de las manos de los
349 nuevos presbíteros, y en la consagración del agua bautismal, de
una iglesia y de un altar.
La preparación de los santos óleos se hace desde antiguo el
día de jueves santo, pues las solemnidades del bautismo y la con-
firmación se celebraban sobre todo en pascua.
166
para permanecer junto al Sefior y velar con Él, sea cual fuere
nuestro estado de espíritu. Aunque no pudiéramos tener otro pen-
samiento, sino lo mal que estamos de rodillas, él bastaría para
mostrar al Señor nuestro amor y nuestra unión con Él. Lo que
importa no es la devoción sensible, sino la presencia constante.
167
que lo era, pero escogió su propio nombre sin ningún resabio fal-
so: Hijo del hombre. Y dijo: «Pues sí, lo soy; y veréis al Hijo
150-151 del hombre sentado a la diestra del Poder (Ps 110, 1) y viniendo
entre las nubes del cielo» (Dan 7, 13) (Me 14, 62).
Lo mismo atestigua Jesús delante de Pilato, gobernador ro-
mano, a cuyas manos vino a parar el proceso. En Juan leemos:
«Mi reino no es de este mundo... Yo para esto he nacido y para
esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el
que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 36-37).
Pilato, hombre culto, contesta: «¿Y qué es la verdad?», y lo
entrega a una soldadesca primitiva, que juega con él a rey. Lo
azotan ignominiosamente, le echan un manto de púrpura a los
hombros, le ponen una corona de espinas sobre la cabeza y en la
mano una caña por cetro.
Mientras Jesús daba testimonio ante el sanedrín, Pedro le negó
y Judas se ahorcó. El aviso de Jesús durante la última cena nos
hace suponer lo peor: «¡Ay de aquel hombre por quien el Hijo
del hombre va a ser entregado! Más le valiera a tal hombre no
haber nacido» (Mt 26, 24). Sin embargo, ni aun en este caso te-
nemos certeza acerca del juicio de Dios.
Crucificado
De la prisión y sala del juicio es llevado Jesús a la muerte. La
sentencia fue ejecutada en un lugar de ejecución, en un altozano
no muy distante de la ciudad, por nombre Gólgota o Calvario.
La inhumana pena de muerte por crucifixión, de origen orien-
tal, que el imperio romano aplicaba principalmente a los esclavos
como la ejecución más cruel, le fue también aplicada al Hijo del
hombre. Los evangelistas son sobrios en sus relatos: «Y lo cru-
cificaron» (Me), «después que lo crucificaron» (Mt), «lo crucifi-
caron» (Le), «donde lo crucificaron» (Jn).
Los evangelios ponen patéticamente de relieve que en Jesús se
172 cumplen dos salmos conmovedores: el salmo 22: «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?» y el salmo 69: «Sálvame, oh
Dios, / pues las aguas me llegan hasta el cuello.» A veces se cum-
plen aun en los pormenores: se le da a beber vinagre, se distribu-
yen sus vestidos, los circunstantes, que lo atormentan, mueven la
cabeza, Jesús grita: «Tengo sed» (Jn 19, 28).
Pero más importante que estos pormenores es que aquí se cum-
ple lo esencial de estos salmos: el abismo de la miseria humana,
pero también la salvación divina, como los mismos salmos lo des-
criben. Jesús entonó la primera de estas dos oraciones en su
congoja y dolor; tal vez rezara el salmo hasta el final. No lo
sabemos.
168
Juntamente con el comienzo del salmo 22, los evangelistas ci-
tan aún seis palabras más de Jesús, exclamaciones que iluminan
este tremendo acontecimiento. De sus verdugos dice: «Padre, per-
dónalos, porque no saben lo que hacen» (Le 23, 34). Al ladrón cru- 135
cificado a su lado, le promete: «En verdad te digo: Hoy estarás 131-132
conmigo en el paraíso» (23, 43). ¡ Qué fiel permanece Jesús a sí
mismo!
Por el evangelio de san Juan sabemos que Jesús dirigió su vis-
ta a Juan y dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»; y a
Juan: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquel momento la recibió 96
el discípulo en su casa (Jn 19, 26s). Dado el peculiar simbolismo
del cuarto evangelio, no debemos ver en estas palabras la mera
expresión del amor filial de Jesús, que veló para que su madre no
se quedase abandonada; los creyentes, representados por «el dis-
cípulo a quien Jesús amaba», reciben una nueva Eva. En esta 91
hora, en que entra al mundo nueva vida, se da a los hombres 342-343
nueva madre, madre de todos los vivientes. Es una hora de dolo-
res de parto. La atmósfera ostenta señales de fin del mundo: ti-
nieblas en claro día. Jesús dice: «Tengo sed.»
La gloria de la cruz
En los evangelios se habla de signos que nos dan a entender la
importancia y significación de la muerte de Jesús; talen son: un
terremoto (el alcance estremecedor de esta muerte); el rasgarse
del velo del templo (acabamiento de la antigua alianza); aparicio-
nes de muertos (noticia enigmática de Mateo, de que no se habla
en ninguna otra parte del Nuevo Testamento, pero cuya signifi-
cación simbólica es clara: la virtud vivificante de esta muerte).
Pero sobre todo, desde este momento, se yergue el signo de la
cruz. Como silueta se dibuja en el cielo crepuscular. En adelante 22
169
la cruz renovará al mundo. A la verdad, nadie podía verlo enton-
ces. El Gólgota era un altozano de cadáveres y moribundos que
infundía horror: el lugar de las calaveras. Sin embargo, el re-
cuerdo de Juan que evoca aquel momento, descubre en él signos
de gloria: a este nuevo cordero no se le quebró ningún hueso,
exactamente como el cordero pascual; pero recuerda, sobre todo,
cómo de una lanzada fue abierto el costado de Jesús (para cer-
ciorarse de que estaba muerto) y de él brotó sangre y agua según
las palabras: «Corrientes de agua viva saldrán de su cuerpo»
(Jn 7, 38) y : «Mi sangre es verdaderamente bebida» (6, 55). Por
eso habló Juan de la sangre y del agua en el Señor crucificado, que
son alusión a los sacramentos de la Iglesia: el bautismo, fuente del
Espíritu, y la eucaristía, fuente de vida. Este evangelio deja en-
trever también que el último aliento de Jesús significa su última dá-
diva. Pues en él se dice más patéticamente que en Mateo: «Entregó
su espíritu» (Jn 19, 30). El Espíritu es el don que desde ahora co-
mienza a salir de él, tal como efectivamente lo insuflará el Señor
tres días más tarde y dirá: «Recibid el Espíritu Santo» (20, 22).
Así, ya sobre la cruz, aparece claro lo que constituye la vida
de la Iglesia, bautismo, eucaristía y Espíritu Santo. Juan lo re-
cuerda de nuevo en su primera carta: «Pues tres son los que tes-
tifican : el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres van a lo mismo»
(1 Jn 5, 8). Van a lo mismo porque proceden los tres del núcleo de
la persona, del corazón de Jesús. Este corazón rebosa de amor,
de gracia, salvación y curación: agua, sangre, aliento (bautismo,
eucaristía, Espíritu).
Y sobre el signo de la cruz, en que pende el cadáver — que es
el nuevo templo, con la fuente perenne (Jn 2, 2 1 ; Zac 13, 1) —,
está la inscripción gloriosa, que fue pensada como cruel ironía
humana, pero que se convirtió en ironía divina que trae la salva-
ción : Jesús de Nazaret, rey de los judío9.
«Realmente, este hombre era Hijo de Dios» (Me 15, 39), dijo
el centurión que hacía la guardia.
Los criminales ejecutados debían ser arrojados sin ritos fúne-
bres ni procesión, en una fosa cualquiera. La animosa intervención
de José de Arimatea, noble senador, consiguió de Pilato la en-
trega del cuerpo de Jesús, que fue puesto en un sepulcro nuevo,
cavado en la peña.
Viernes santo
La conmemoración del día de la muerte de Jesús se ha hecho
siemple sin celebración plena de la eucaristía. Se aguarda hasta la
vigilia pascual para celebrar de nuevo la misa, pues sólo entonces
puede conmemorarse la consumación de Jesús en todos sus aspectos.
170
En el nombre de este día (que en ciertos países se llama «vier-
nes bueno»), se trasluce ya algo de lo que domina en la liturgia:
dentro de la tristeza, una incipiente alegría por todo lo que allí
sucedió. La estructura de la liturgia se parece a la de la santa
misa: liturgia de la palabra y de la oración, y finalmente comu-
nión. El intermedio lo ocupa, en lugar de la celebración del sacri-
ficio, la adoración de la santa cruz.
La celebración comienza por la postración del preste, diácono
y subdiácono ante el altar. Inmediatamente se leen dos fragmen-
tos del Antiguo Testamento': Os 6, 1-6, en que se expresa la con-
fianza en el poder de Dios para resucitar a los muertos y se men-
cionan las condiciones para ello, condiciones que se cumplieron
en Jesús; y Éx 12, 1-11, sobre el cordero pascual con su sangre
salvadora. Como lección del Nuevo Testamento resuena la historia
de la pasión, en que brilla con más fuerza la glorificación de Jesús:
la pasión según san Juan. Luego viene una serie de solemnes ora-
ciones por toda la humanidad. Son de gran fervor y sencillez y
proceden probablemente de la primera época de las persecuciones
romanas.
Luego comienza la adoración de la cruz. En tres etapas se va
retirando el paño morado que cubre el crucifijo, y en cada una
de ellas se canta en tono cada vez más alto: «Éste es el madero
de la cruz en-que estuvo colgada la salud del mundo.» El pueblo
entero contesta: Venite, adoremus, «Venid, adorémoslo». Al besar
después el crucifijo (que puede ser una cruz hermosa y hasta festi-
va), adoramos al Señor en su pasión y en la gloria que Él conquistó.
Durante la adoración se cantan los «improperios», de expre-
sión tan personal, que no tiene par en la liturgia romana. Final-
mente, tras el rezo común del padrenuestro, se recibe la comunión,
que nos da parte en el Señor.
171
IJFS< FXSO \L REINO DF I OS MUERTOS
172
parar buenos y malos Se tenía, pues, una idea más o menos es-
pacial de un lugar habitado por sombras, donde, por lo demás,
todo era distinto que en el mundo, porque allí todo estaba
«muerto».
Para nuestra conciencia de creyentes de hoy estar muerto no
significa estar ligado a un determinado lugar El muerto existe,
pero ¿dónde' Sencillamente, no lo sabemos
En conclusión, la frase «descendió a los infiernos» está com-
puesta de conceptos que no son ya los nuestros. Sin embargo, la
verdad de fe sigue en pie Nuestro deber es expresarla ahora en
nuestra actual imagen del mundo. Ésta quiere decir dos cosas
primero, algo que pertenece más bien al viernes santo, luego, algo
que entra ya en el ámbito de pascua
Lo primero es la verdad de que Jesús murió efectivamente. Al
decir que «descendió a los infiernos», se quena decir que Jesús estu-
vo «realmente muerto», que pasó por la humillación de estar muerto,
separado de esta vida, excluido del mundo que sigue viviendo.
Jesús pasó por la muerte real, y nosotros tenemos el consuelo
de que por muy honda que sea nuestra caída en el obscuro abis-
mo de la muerte, nada podrá impedir que Jesús que pasó por él,
nos haga ver que en el fondo de este abismo se halla la vida eterna.
En el Antiguo Testamento se pensaba que Dios no cuidaba ya de
los que habían bajado al sheol, ahora se nos ha revelado que, aun
en la muerte, el Señor está con nosotros
Tal es la primera significación de las palabras «descendió a los
infiernos», que es el misterio de fe del sábado santo Pero hay aún
otro aspecto Puesto que Jesús «se reúne con sus padres», es decir,
se junta a la masa de los muertos, el pensamiento de la Iglesia se
dirige a la humanidad difunta, de la que Dios se preocupa Y así
nos hacemos cuenta de que Jesús comunicó la redención a la masa
de los muertos, inmediatamente después de su propia muerte.
«Y por el [espíritu] fue a predicar a los espíritus encarcelados, a
los que en otro tiempo rehusaron creer, cuando la paciencia de
Dios daba largas, mientras en los días de Noé se preparaba el
arca. » (1 Pe 3, 19-20)
El juicio y la redención se destinan a todos los hombres Los
muertos «que aguardan» reciben la salvación eterna los que aguar-
daban en el hades o sheol, como se decía antaño entre griegos y
judíos, los que aguardaban en el «limbo de los padres», expresión
posterior, los que aguardaban, decimos simplemente nosotros No
sabemos ni dónde ni cómo La Escritura habla de ello con mucha
sobriedad.
173
de la fe posee para nosotros dimensiones mayores que para los
cristianos de otros tiempos Sin embargo, tal vez nunca haya sido
representado tan bellamente como en los iconos bizantinos y rusos
de la resurrección, que muestran al Señor que se inclina para asir
con su diestra y levantar a un viejo Adán, es decir, la humani-
dad. También para nosotros, hombres de hoy día, ese gesto es
una expresión de todo el misterio del sábado santo El Señor que
pasó personalmente por la muerte se inclina sobre la humanidad
muerta, para darle vida para siempre
La piedra angular de la fe
No es la opinión de unos pocos, que fue imponiéndose poco a
poco y vino a ser opinión común N o , desde el principio esta con-
vicción es el centro y piedra angular de la predicación de todos
«En conclusión, sea yo, sean ellos [los otros apóstoles], así predi-
camos y así habéis creído» (1 Cor 15, 11)
De la resurrección depende la fe «Y si Cristo no ha sido re-
sucitado, vacía, por tanto, es nuestra proclamación, vacía también
vuestra fe... aún estáis en vuestros pecados» (1 Cor 15, 14 17)
Si no hay resurrección, prosigue Pablo, los apóstoles somos
unos impostores, y vosotros, engañados de la manera más lamen-
table, porque «si nuestra esperanza en Cristo sólo es para esta
vida, somos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor
15, 19) En tal caso, mejor que conformarse con un Cristo ima-
ginario, prefiere asociarse a los que dicen, entre tristes y conten-
tos «Comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1 Cor 15, 32)
Tal es la actitud de los primeros testigos No aparecen para
174
nada como gentes que se refugian en una ilusión, llevados de la
angustia y la fantasía, por no tener valor para mirar cara a cara
la realidad. No. Cualquier cosa antes que construir su vida sobre
un embuste. Pero ellos pueden decir con toda sencillez: «Cristo
ha resucitado de entre los muertos» (1 Cor 15, 20).
El más antiguo testimonio escrito que poseemos sobre la re-
surrección es el de Pablo, lo mismo que respecto de la eucaristía.
Y lo mismo que allí, encabeza aquí sus palabras con la adverten-
cia especial de que también él ha recibido de otros este testimo-
nio. Estas palabras son, pues, más antiguas. Y así tropezamos con
el estrato más antiguo, con la piedra roqueña del Antiguo Testa-
mento, y leemos:
«Porque os trasmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí:
que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que
fue sepultado y que al tercer día fue resucitado según las Escri-
turas ; que se le apareció a Cefas, después a los doce; más tarde se
apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los cuales, la
mayor parte viven todavía; otros han muerto; después se le apare-
ció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles; al último de todos,
como a un aborto, se me apareció también a mí» (1 Cor 15, 3-8).
Este mensaje, este kerygma coincide con todo lo que sabemos,
por los Hechos de ¡os apóstoles, sobre la primera predicación de
los apóstoles.
Del relato de Pablo se deduce que Jesús se apareció probable-
mente a Pedro antes que a nadie. Esta primera aparición está
mentada de paso en Le 24, 34; pero en ningún evangelio se des-
cribe con detalle.
175
las mujeres se postran rostro en tierra. Es la reacción del hombre
al entrar Dios en el mundo. Pero todo esto es mera envoltura de
lo que importa, el engarce donde brilla el verdadero diamante
de la narración: «¡Ha resucitado!» He ahí la palabra tranquili-
zante y gozosa. Es el mismo mensaje de pascua que en Pablo:
El Señor vive.
Los cuatro evangelistas ofrecen el mensaje de la resurrección
de Jesús en forma narrativa. Si se comparan sus relatos entre sí,
observaremos que éstos difieren entre sí mucho más que, por ejem-
plo, las historias de la pasión. Los distintos autores aducen apa-
riciones distintas, y, cuando tratan el mismo hecho, difieren en
pormenores.
De esto deduce legítimamente la ciencia bíblica que estas na-
rraciones tardaron más en llegar a una forma narrativa fija, que
la precedente historia de la pasión. Es decir, mientras que el
mensaje pascual es muy antiguo y central, las narraciones del
mismo no consiguieron tan inmediatamente un puesto fijo. La cosa
es comprensible. La pasión era un acontecimiento único; pero los
acontecimientos de pascua fueron muchos: «También con muchas
pruebas se les mostró vivo después de su pasión» (Act 1, 3). Ni
Pablo, ni ninguno de los evangelistas, tratan de reproducirlos to-
dos. Hacen una selección, no mayor de lo que se requiere para
proclamar debidamente el mensaje pascual señero. Tal es la razón
de que no apareciera tan rápidamente una forma narrativa fija
para describir la resurrección. Se formaron diversas líneas de
tradición y surgieron diferencias de pormenor.
Lo mismo hay que decir del relato sobre el sepulcro vacío.
Marcos y Lucas hablan de tres mujeres junto al sepulcro (aunque
no las mismas), Mateo de dos, Juan de una (aunque ésta dice en
20, 2: «No sabemos...»). En Marcos se dice también: «No dijeron
nada a nadie» (16, 8), mientras en Mateo (28, 8) leemos: «Fueron
corriendo a contárselo a los discípulos.» En Lucas se echa de
menos el mandato de ir a Galilea.
Además, Mateo y Marcos hablan de la aparición de un solo
ángel, Lucas y Juan de dos. Pero en Juan sucede esto en una se-
gunda visita y los ángeles no dan recado alguno. En el relato de
Mateo, el ángel está sentado sobre una piedra; según los otros
tres evangelistas, en el interior del sepulcro.
Después de la escena del sepulcro vacío, añade Mateo una
aparición a las mujeres, que probablemente tuvo lugar en otro
momento.
Se ve, pues, lo poco armonizados que están los cuatro relatos.
Sin embargo, están acordes en los temas capitales: el sepulcro
vacío, las apariciones, y, sobre todo, el mensaje propiamente dicho:
El Señor vive. En sus divergencias nos permiten tal vez reconocer
176
algo del gozoso azoramiento de aquella mañana, en que fue anun-
ciada la vida cuando se aguardaba la confirmación de la muerte.
Lo que sin duda ponen de relieve en sus diferencias, es la certi-
dumbre y honradez de la naciente Iglesia, que no alisó secretamente
estas desigualdades, sino que, con entera libertad de espíritu, dejó
que circularan tal como estaban. Pero lo que sobre todo aparece
claro en estas diferencias, es la unidad y prevalencia del mensaje
de pascua. Esto es lo que importa en las narraciones. Toda la
vida de Jesús está escrita, como ya hemos visto, para presentar-
nos un mensaje.
Nos hemos detenido algo más en esta cuestión, porque se trata
del mensaje central de nuestra fe, de la base y fundamento de
nuestra certidumbre. Con ello seguimos también el consejo, ya
mentado, de san Pablo de «no creer al azar» (1 Cor 15, 2).
Lew apariciones
Entre tanto, nada hemos dicho sobre las apariciones de Jesús.
En la narración sobre el sepulcro vacío, no lo vimos a Él mismo.
¿Cómo aparecerá? ¿Como una llamarada de fuego? ¿Entre gri- 72-74
tos de triunfo ?
La alegría que ahora empieza, no se expresa en formas gran-
diosas. Dios no quiso ponérnosla ante los ojos en manifestaciones
sobrecogedoras, sino sencillamente, humana y casi idílicamente.
María Magdalena piensa que es el hortelano. Pero él no tiene
más que decir: «María», para darse a conocer. A las mujeres las
saluda simplemente: «Dios os guarde.» En Jerusalén, se presenta
en medio de los apóstoles, sopla sobre ellos, come con ellos pes-
cado y miel, y les dice: «La paz sea con vosotros.» En Galilea
aparece sobre un monte, se acerca a los allí presentes y habla con
ellos. Con Pedro y otros toma su desayuno a orillas del lago.
También a Pablo se le aparece, más aún, se le muestra entre es-
plendores deslumbrantes, pero también con palabras tan humanas
como éstas: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues.»
Consuela como un amigo. Dondequiera tropieza con gentes des-
alentadas.
En estos relatos de apariciones asoma, entre líneas, pero con
claridad meridiana, el contraste entre lo que hace Dios y lo que
hacen los hombres, es decir, las mujeres, los apóstoles, los testi-
gos que nos representan. Tienen miedo, se sienten impotentes y
se arrebujan unos con otros como gentes a quienes se les ha aca-
bado toda sabiduría y toda confianza. Su esperanza no tiene ya
base alguna. «Habría que poner cabeza abajo todos los relatos de
pascua, si hubiera que cifrarlos en las palabras de Fausto: "Cele-
bran la resurrección del Señor, porque ellos mismos han resuci-
177
tado." No, ellos no han resucitado. Lo que experimentan —pri-
mero con temor y angustia y después con alegría y júbilo— es
precisamente que ellos, los discípulos, están señalados por la
muerte el día de pascua; en cambio, el crucificado y sepultado
vive» 1
No es posible imaginarse, por tanto, que la resurrección pueda
explicarse por el estado de espíritu de los apóstoles. No dieron,
sin quererlo, forma de visiones a sus expectaciones. Para asegurar
esto habría que comenzar por poner realmente cabeza abajo los re-
latos pascuales. Los textos dan a entender claramente que los
apóstoles no abrigaban expectación alguna. Por lo que atañe a las
predicciones de Jesús sobre su propia resurrección, los apóstoles
no las entendieron cuando las hizo, y menos después de su muer-
te. Después de una de esas predicciones leemos en Lucas: «Sin
embargo, ellos nada de esto comprendieron; pues estas cosas re-
sultaban para ellos ininteligibles, ni captaban el sentido de lo que
les había dicho» (Le 18, 34).
Otras hipótesis que quieren explicar la resurrección de Jesús
como invención humana, son todavía más inverosímiles. Un embus-
te planeado a ciencia y conciencia por apóstoles y discípulos pug-
na con su carácter tal como nos lo pintan los evangelios. Un em-
buste de otros, que habrían robado el cadáver y engañado así a
los mismos apóstoles, pugna con el desenvolvimiento de los hechos:
a la postre no los convenció el sepulcro vacío, sino las apariciones.
Ha habido también otra teoría, la de un mito de primavera que
se habría creado a base de la vida renaciente. Esta fantasía puede
86 rechazarse sin más, pues no tiene nada que ver con la Biblia.
La tesis, finalmente, de que Jesús no murió siquiera, pugna no
sólo con la historia de la pasión, sino también con el nuevo modo
con que Jesús se presenta entre los suyos. Su modo de existir es
distinto. Se lo ve y súbitamente se lo deja de ver. Las puertas
cerradas no le impiden entrar donde quiere.
En conclusión, lo que comienza a renovar la historia universal
no es una obra humana, sino una acción de Dios. La cabeza hu-
millada de Jesús se levanta para siempre. El reino de Dios se
despliega en un hombre que se ha hecho nuevo.
178
resucitado les viene de la realidad y no es creación de su fantasía.
Necesitan tiempo hasta reconocerlo. Pero esto nos hace ver algo
aún más profundo que atañe al mismo Jesús: su novedad. Jesús
no es ya enteramente el mismo. Sus apariciones no significan que
quiera continuar unas semanas más su vida terrena, sino que inicia
a sus discípulos y a su Iglesia en una nueva manera de su presen-
cia. El hecho de que súbitamente pueda ser visto en medio de sus
discípulos, no significa sólo que puede entrar «con las* puertas
cerradas», sino que está siempre presente aunque no lo vean. El
Señor resucitado es la nueva creación entre nosotros. Las apari-
ciones son indicios tácitos de su presencia permanente.
A María en el huerto, a los discípulos en el cenáculo, sobre un 309-319
monte y a orillas del mar, se les manifiesta en su palabra. Esto
nos llama señaladamente la atención en el relato de Lucas sobre
los discípulos de Emaús. Se les junta en persona en el camino,
pero esto parece no decirles nada. Sin embargo: «¿ Verdad que den-
tro de nosotros ardía nuestro corazón cuando nos venía hablando
por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Le 24, 32). En la
palabra encontraron al Señor.
Una segunda manera de darse a conocer es un gesto preciso:
la «fracción del pan» en Emaús. Que Jesús celebrara entonces la
eucaristía con los discípulos de Emaús o no la celebrara, es punto
irrelevante. En ambos casos tenía este gesto el sentido de aludir
a la eucaristía, en que en adelante se daría a conocer. También el 319-333
pescado y la miel, que Jesús come, alude a ella, pues antiguamente
se juntaba a la celebración eucarística dicha comida. Son indica-
ciones de su presencia en la eucaristía. Así pues, al aparecerse
visiblemente, ilustró sobre su presencia invisible.
Por lo mismo sopló también sobre sus discípulos y les dio el 276-278
Espíritu Santo, por el'que en lo sucesivo nos uniríamos con Él.
En las apariciones se habla igualmente del oficio pastoral de Pe- 343-355
dro y del perdón de los pecados. Esto todo son modos de la pre- 436-444
. sencia permanente de Jesús.
179
bien nosotros a morir con Él» (Jn 11, 16) Y el relato de esta apa-
rición acaba con estas otras «Bienaventurados los que no vieron
y creyeron» (20, 29) He ahí de lo que se trata todo el que se
entrega al Señor, puede estar cierto de que el Señor está con él
aunque no lo vea Por lo demás, lo que Tomás confiesa no es lo
que ve con sus ojos, sino lo que le hace reconocer la luz de la fe
Y así dice mucho más de lo que pueden ver sus ojos «Señor mío
y Dios mío »
Pues no hemos de olvidar que el Señor resucitado es la nueva
creación Para entrar en contacto con él, necesitamos los órga-
nos de la nueva creación la entrega de todo el hombre al Espíritu
de Dios, la fe
El que no hubiera estado dispuesto a creer, tampoco hubiera
reconocido a Jesús por las apariciones. Eso da a entender lo que
se dice sobre los hermanos del rico epulón «Si no escuchan a
Moisés y a los profetas, ni aunque resucite uno de entre los muer-
tos se dejarán persuadir» (Le 16, 31) Aquí está la clave de la cues-
tión de por qué Jesús no se apareció a los fariseos y al pueblo en-
tero No lo hubieran reconocido Tampoco para nosotros hubiera
aumentado la fuerza convictiva mediante las apariciones a todo el
pueblo, pues en tal caso se habría hablado también de sugestión
de masas
Es una idea consoladora el que también a los testigos oculares
se les exija la fe No están, pues, tan lejos de nosotros, que re-
cibimos la señal del profeta Jonás, es decir, primero la predicación
(Le 11, 30) y luego el mensaje de su resurrección (Mt 12, 40), en
la predicación No basta el ojo frío para percibir la realidad de la
resurrección de Cristo, la nueva creación Para ello es menester
126127 algo más radical el hombre entero
Todavía cabe hacerce otra pregunta ¿Por qué no se quedó el
Señor en la Iglesia en forma visible' De ello trataremos al ha-
187 188 blar del misterio de la ascensión del Señor, que nos mostrará lo
330 universal y cercano de su presencia espintual Sobre la significa-
ción de la resurrección de Jesús para la nuestra se tratará al ha-
450-456 blar del cielo nuevo y la tierra nueva.
LA CELEBRACIÓN DE LA PASCUA
La iconografía de la resurrección
El arte cristiano se ocupó amorosamente de temas determina-
dos de la vida gloriosa de Jesús las mujeres junto al sepulcro,
la Magdalena en el huerto florido, los discípulos de Emaús, Jesús
y los doce, la aparición a Tomas Sólo relativamente tarde, en la
180
edad media, se comenzó a representar lo que los evangelios no des-
criben: a Jesús saliendo del sepulcro. Acaso sea también más her-
moso atenernos a las apariciones en que Jesús se encuentra con
sus amigos, que contemplar una pintura de la resurrección en que
Jesús aterra a los pobres guardias.
Una forma muy especial de representar la resurrección, con-
siste en pintar al Señor sobre la cruz, pero de manera que su figura
sea tanto de resucitado como de paciente. Sobre el calvario se pro-
yecta ya la gloria de pascua.
Las figuras en que aparece solamente el Señor glorificado, con
sus llagas visibles, envuelto sólo en un velo, son raras en los países
nórdicos, y más frecuentes en el sur de Europa. Lo que sí se co-
noce en todos los países son las imágenes del Señor resucitado, en
que ostenta su corazón. Este tema que, en último término, se re-
monta a Jn 19, 34 (el costado abierto por la lanza), ha dado oca- 170
sión a muy pocas obras de verdadero arte.
Muy tempranamente apareció la imagen del «buen pastor», pri-
mera imagen de Cristo entre los cristianos: un joven pastor, aún
imberbe, símbolo de la persona intemporal de Jesús, que salva a
los hombres de la muerte.
Finalmente, de los primitivos tiempos del cristianismo, provie-
ne una representación simbólica, sumamente sencilla y bella de
la resurrección: las dos primeras letras del nombre griego de
Cristo (XPICTOC), rodeadas de una corona triunfal de la que
comen unas palomas (las almas de los fieles). Debajo duermen los
guardias. Este tema merecería que ocupara un lugar de honor en
la familia durante el tiempo pascual. Ya que el nacimiento de Je-
sús se representa en los belenes, puestos en una habitación, sería
razonable que también la resurrección tuviera su símbolo propio.
181
mina nuestra noche. Esta columna de cera es introducida, luciente,
en la oscuridad de la casa de Dios, donde todos los asistentes en-
cienden luego sus propias velas. Todo el ámbito se convierte en
mar de luces. Cada uno tiene en la mano el signo de lo que en su
interior se produce: luz pura, no por sí mismo, sino por Jesús.
Las velas permanecen encendidas, mientras la voz del diácono
entona el pregón pascual, un largo grito de júbilo por la resurrec-
ción del Señor, que no tiene par en texto y melodía.
Luego prosigue la celebración en un estilo más sobrio. La con-
currencia se sienta para oir las lecturas de la Escritura, que alter-
nan con oraciones y cánticos. Es la verdadera manera de velar.
De este modo se pasaba la noche antiguamente. Las lecturas se
toman todas del Antiguo Testamento: las promesas de la antigua
alianza, que ahora se cumplen, son una manera de reconocer a
Jesús, como lo reconocieron los discípulos de Emaús. La primera
lectura de esta noche de la nueva creación es de Gen 1, 1-2, 2, el
poema de la creación. Sigue Éx 14, 24 - 15, 1, la más grande
de las «obras maravillosas» de Dios en el Antiguo Testamento:
paso del mar Rojo, destrucción de los egipcios, fin de la escla-
vitud. Símbolo todo ello de nuestro bautismo, en que han que-
dado sepultados nuestros pecados y, por obra de Jesús, hemos sido
hechos hijos de Dios. La tercera lección: Is 4, 2 - 6 , 5, ls, alude
a la restauración de Jerusalén, profe.cía que Jesús verificará en
nosotros al establecer en nuestro corazón el reino de Dios. Por
último se lee el testamento de Moisés, Dt 31, 22-32, 4, como
exhortación a ser fieles a lo que nos ha sido dado.
Estas lecturas son una preparación para lo que ahora viene:
235 el bautismo. De antiguo era éste administrado en esta noche de
la nueva luz. También actualmente es ésta la noche más apropiada
para la recepción de este sacramento. Se bendice la pila bautismal
y luego, si hay catecúmenos o niños pequeños, se administra el
bautismo. En este momento renuevan todos los asistentes sus pro-
mesas del bautismo. Es la respuesta, personal, siempre nueva, que
damos a la luz.
La liturgia del bautismo se inicia y acaba con la primera y
segunda mitad, respectivamente, de las letanías de los santos. Toda
la humanidad redimida es invocada.
Ahora comienza con todo el esplendor posible la celebración
de la eucaristía. En la liturgia de la palabra, entre la epístola
que habla de nuestra resurrección con Cristo (Col 3, 1-4) y el
evangelio sobre el sepulcro vacío, se canta el primer «aleluya»
(palabra hebrea que significa «alabad a Yahveh»). Por tres veces,
en tono cada vez más alto, resuena la melodía, expresión de tanto
gozo, paz y sentimiento de liberación, que alguien lo ha llamado
«el primer aleteo del Espíritu Santo».
182
Viene después el banquete eucarístico. El Señor resucitado nos
invita, y nosotros lo reconocemos en la fracción del pan. Es el
punto culminante de la noche sagrada.
Esta celebración, la más gozosa de la Iglesia, fue trasladada
poco a poco, a partir del año 1000, a la mañana del sábado. Con
ello perdió parte de su sentido y valor. Pero, el año 1951, fue
restituida al lugar que le corresponde, que es la noche de pascua.
A la verdad, tomar parte en la vigilia pascual no significa actual-
mente velar toda la noche, como se hacía antaño. Por lo demás,
también de la antigüedad cristiana sabemos que no se pasaba toda
la noche en la iglesia. Mientras se administraba el bautismo, la
gente se iba a casa a tomar alimento.
El que oye misa el domingo de pascua, celebra naturalmente
la pascua. Pero el núcleo de todo está en la noche, una noche más
santa que la de navidad, pues la consumación es más gloriosa que
el comienzo.
Al tomar parte en la vigilia pascual, no hemos de esperar sen-
tir las mismas emociones de navidad. Navidad, con su tesoro de
conmovedoras melodías, tiene algo totalmente peculiar; pascua con
su simbolismo más rico y profundo también. Se podría cifrar el
ambiente del nacimiento del Señor en dos palabras: paz y ternu-
ra ; el de pascua, tal vez en estas otras: paz y gozo.
La alegría pascual
¡ Alegría i Pascua nos invita a esta disposición de ánimo, que no
es, ni mucho menos, fácil de mantener. Si ya en viernes santo
no era fácil mantener el espíritu de contrición cuando en nuestro
ambiente todo es bueno y feliz, más difícil resulta mostrarse ale-
gre en pascua, a pesar de las inquietudes y penas que nos rodean.
Esto requiere un gran desprendimiento de sí mismo y una fe só-
lida, y ello tanto más, cuanto que esta alegría nada tiene que ver
-con la alucinación de un Carnaval en que se cierran los ojos a
muchas cosas o sólo se miran por el lado alegre. La alegría pascual
es lúcida y tiene valor para mirarlo todo frente a frente, incluso
la muerte, pues estriba en la vida de Jesús que supera la muerte:
«¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15, 55). Una ca-
racterística especial de esta alegría es la de estar relacionada con 103-104
el perdón de los pecados. El bautismo — o la confesión, que es
un-«segundo bautismo»— ha traído a los asistentes a la vigilia
pascual el perdón de Jesús. «Si en alguna parte del mundo hay
alegría, es en el corazón puro» (Imitación de Cristo).
La alegría que nos da la pascua es la más pura alegría que
existe en el mundo. Para expresar algo de ella, la comparó Jesús
al gozo de la madre que ha dado a luz un hijo (Jn 16, 21-22). Es
183
fruto del Espíritu Santo. Por ello está emparentada con el suave
soplo de Jesús sobre los apóstoles el día de pascua. Es un signo
de su presencia entre nosotros, como lo es su bautismo, su pala-
bra y su eucaristía.
Como otro don cualquiera del Espíritu, tampoco esta alegría
es ajena a los influjos terrenos. Lo sobrenatural no destruye lo na-
tural, sino que lo levanta y completa. Así, en esta experiencia
pascual influye todo lo que crea ambiente, desde la salud física
hasta la música. Sin embargo, lo más íntimo de ella es paz, cuya
fuente es el Señor resucitado: «paz os dejo... no como el mundo
la da, la doy yo» (Jn 14, 27).
Un signo de la calidad divina de nuestra alegría es que nadie
283-284 nos la puede arrebatar. En el dolor, en la perturbación, en la an-
gustia y desolación, algo de esta paz permanece en el fondo de
306 nuestro espíritu, un núcleo de seguridad. «Y esa alegría vuestra
466 nadie os la quitará» (Jn 16, 22). Es cierto que cuando sobrevienen
estados tan colmados de sufrimiento, apenas si cabe ya llamarla
alegría. Pero por lo menos se puede llamar paz y seguridad. Una
paz profunda, casi imperceptible, en el fondo de toda inquietud;
una seguridad, ya casi no sentida, en el fondo de toda duda.
Como obra de Dios, nuestra paz y la medida en que la expe-
rimentamos depende del don de Dios. Por eso no hay que «con-
tar» de antemano con ella en la noche de pascua. Muchos verdade-
ros siervos de Dios sienten precisamente en las grandes festivida-
des una profunda desolación, por lo que su alegría interior queda
embargada por la duda y el abatimiento. Mas, por lo general, las
grandes fiestas de la Iglesia son para quienes sinceramente bus-
can al Señor, fuente de auténtica alegría.
No vayamos, sin embargo, a la vigilia pascual (ni a la misa del
gallo, de navidad) con el único fin de buscar alegría; busquemos al
Señor de la manera que fuere. Él sabe bien lo que ha de hacer.
Domingo de pascua
El domingo de pascua hizo domingos a todos los domingos del
año, pues por haber resucitado el Señor el día siguiente al sábado,
los cristianos hicieron de este día su fiesta semanal (el día del
307-30» Señor). Todo domingo es desde entonces rememoración de la re-
surrección del Señor. Ahora bien, ¿cómo celebrar mejor la pas-
cua, el domingo de todos los domingos, que con una nueva eucaris-
tía, una nueva comunión, acompañada de nuevas lecturas (1 Cor 5,
7-8; Me 16, 1-7), cánticos y oraciones?
Esta selección de textos para la santa misa se continúa du-
rante toda la semana de pascua. Es una fiesta prolongada. Antaño,
cada día de esta semana era considerado como domingo. Los neófi-
184
tos seguían llevandp sus blancas vestiduras, que no deponían hasta
el domingo siguiente. Pero con el domingo in albis, que pone fin a
la octava de pascua, no termina la alegría de pascua. Hasta Pente-
costés, cincuenta días después de pascua, el aleluya resuena incesan-
temente en la liturgia. Los evangelios hablan del «buen pastor» y
de la promesa de Jesús de permanecer con nosotros por su Espíritu.
185
El mensaje evangélico no dice aquí que Jesús, después de cu-
bierto por la nube, atravesara la atmósfera hasta llegar finalmen-
te al Padre. La humanidad gloriosa de Cristo no recorre distan-
cias, como nosotros. Además, el Padre, el cielo, no está arriba.
La dirección hacia arriba fue escogida porque la bóveda celeste
con su luz, su libertad e inmensidad, es un símbolo magnífico de
la morada de Dios. Pero el Padre, hacia el que va Jesús, no está
ligado a un lugar (Jn 4, 24).
Debemos, pues, dar de mano a toda concepción espacial. Lo
que sabemos es que Jesús, como hombre, está con el Padre; como
hombre y, por ende, con su cuerpo, pero no con un cuerpo te-
rreno. Cómo es ese modo de existir — el comienzo de la nueva
creación — no lo sabemos. Todavía no vivimos plenamente en la
nueva creación y se nos escapa su forma y realidad (cf. el capí-
tulo «Camino de la resurrección»). Atengámonos, pues, a la ex-
presión de la Escritura: «Está sentado a la diestra del Padre.»
También esta expresión es una imagen. El Padre no tiene «diestra».
Sin embargo, cualquiera comprende la gloria y amor que esta ex-
presión da a entender.
En resumen: por su resurrección, Jesús está junto al Padre.
El último relato de apariciones nos lo da a entender con un gesto
simbólico: la ascensión. Sobre la actual existencia de Jesús como
hombre, sabemos que está en el amor del Padre.
186
el primogénito de entre los muertos,
para que así Él tenga primacía en todo:
pues en Él tuvo a bien residir toda la plenitud,
y por Él reconciliar consigo todas las cosas,
pacificando por la sangre de su cruz,
ya las cosas de sobre la tierra,
va las que están en los cielos» (Col 1, 15-20)
Su presencia permanente
Una pregunta se nos impone al desaparecer de la tierra la figu-
ra visible de Jesús ¿Por qué no se quedó visiblemente entre nos-
otros ?
Respuesta «Os conviene que yo me vaya. Pues si no me
fuera, no vendría a vosotros el Protector, pero, si me voy, os lo
enviaré» (Jn 16, 7).
La figura humana de Jesús es sustituida por la presencia del
Protector, que es el Espíritu Santo, y Jesús dice que ello nos
conviene
El Espíritu, dentro de nosotros, nos une más estrechamente con
Jesús que lo que pudiera hacerlo su forma humana El Señor pue-
de ahora penetrarnos más profundamente y puede estar más um-
versalmente presente en el mundo Por eso, lo que garantiza ahora
su presencia no es retenerle, como quería María Magdalena, sino
recibir el Espíritu En efecto, el Espíritu es Espíritu de Jesús:
«Porque no hablará por cuenta propia... porque recibirá de lo mío
y os lo anunciará» (Jn 16, 13-14).
Ver con los ojos es cómodo, pero el camino hacia el Señor es
la atenta mirada del corazón «Bienaventurados los ''mpios de
corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).
Al no seguir viviendo y actuando entre nosotros como un
hombre más, ya que está en todos nosotros, nos da una misión
-y una oportunidad. Ahora nos toca a nosotros glorificar a Dios-
en una vida humana en la tierra.
Toda la vida de la Iglesia su predicación, sus sacramentos, el
Espíritu Santo, penas y alegrías, fuerza y flaqueza, vivir y morir,
todo ello — con todos sus altibajos — continúa la vida de Jesús.
Por eso no es del todo exacto decir que ahora no se ve a Jesús. Su
visibilidad es otra. Su vida de resucitado en el mundo se refleja 244
visiblemente en los hombres. Naturalmente, todavía no se mani-
fiesta plenamente lo que somos «Vuestra vida está oculta, junta- 240,278
mente con Cristo, en Dios» (Col 3, 3). Jesús no se manifestará del
todo hasta que nuestra vida haya alcanzado su plenitud en la nue-
va creación.
Pero no nos precipitemos en llamar a esta consumación «segun-
187
da venida del Señor», expresión que no aparece en el Nuevo Tes-
tamento. El Señor no vuelve, porque está ya con nosotros. Enton-
ces su presencia se manifestará cumplidamente.
OS ENVIARÉ EL PROTECTOR
188
Espíritu, que en parte se comunicaría al pueblo entero. Un día
fue corriendo un joven a decirle a Moisés cómo dos hombres esta-
ban profetizando, pero no en la tienda sagrada, sino simplemente
en el campamento. Y Josué reaccionó con esta exclamación: «Se-
ñor mío, Moisés, no les permitas tal cosa.» Pero Moisés suspiró:
«¡Quién me dijera que todo el pueblo profetiza y que el Señor
ha concedido a todos su Espíritu» (Núm 11, 26-29).
Y cuando más tarde, en los días del profeta Joel, una plaga de
langostas evocó el futuro día de Yahveh, el profeta predijo sobre
este día que no sólo traería juicio y calamidad, sino también una
efusión general del Espíritu:
189
En la naciente Iglesia se consignan aún otros casos de efusión
del Espíritu, pero se pone particular énfasis en la primera, que
tuvo lugar cincuenta días después de pascua, en el Pentecostés
judío, que rememoraba la alianza del Sinaí En aquella ocasión,
este don de la nueva alianza fue bien perceptiblemente otorgado
a los apóstoles y sus amigos. Se oyó el bramido de un viento hura-
canado, aparecieron lenguas de fuego, y apóstoles y discípulos
hablaron en éxtasis «lenguas extrañas».
Este hablar «lenguas extrañas» se refiere a aquel hablar
del que escribe Pablo (en 1 Cor 12-14) que era un hablar extático
que expresaba realmente la inspiración, pero era ininteligible
¿O lo oía cada uno efectivamente como traducido a su propia
lengua' No lo sabemos, y tampoco tiene mucha importancia Lo
importante es la unidad que súbitamente surgió entre aquellos
338 hombres Lucas, en larga lista, enumera expresamente todos los
pueblos allí representados Lo que se cuenta en la historia de la
223 335 torre de Babel el extrañamiento y hostilidad, simbolizados en
341 la multitud de lenguas, cambia de signo en Pentecostés Los hom-
403, 409 bres tienen «un solo corazón y una sola alma» (Act 4, 32)
Daba la impresión de que todos estaban embriagados Cuando
la gente lo dijo, Pedro hizo la sabia observación «No están bo-
rrachos estos hombres, como vosotros suponéis, puesto que es la
hora tercia del día» (Act 2, 15) Pero el incidente nos muestra
la impresión producida hombres que estaban fuera de sí mis-
mos Posteriormente escribe Pablo a los Efesios «No os embria-
guéis con vino... sino dejaos llenar de Espíritu» (5, 18) También
aquí se parangonan el don del Espíritu con los efectos del vino
El don del Espíritu era algo que arrebataba y ponía en éxtasis
En 1 Cor 12-14 podemos ver como por el resquicio de una
64 puerta, algo de estos éxtasis del Espíritu que se dieron en la na-
305 cíente Iglesia Un exceso de alegría y arrobamiento que se ma-
nifestaba en sonidos maravillosos Pero todo don de Dios recibe for-
ma y es influido por la realidad terrena, de ahí que también en el
caso de Connto podamos admitir el influjo del carácter popular y
de las costumbres religiosas existentes Por eso, no debemos de-
jarnos fascinar por lo extraordinario de tales dones Ello nos lle-
varía a preguntar, erradamente ¿ Dónde está hoy el Espíritu Santo ?
190
al continuar el edificio. Los frutos actuales del Espíritu son más
bien los ordinarios, los que tienen por función iluminar, instruir,
aprovechar y servir.
Son tan ordinarios que pueden hallarse por doquier: en la 276-293
cocina y en el cuarto de estar, en la escuela y en el taller. Y, sin
embargo, precisamente estos dones, dice Pablo en 1 Cor 12-14 y
sobre todo en el famoso capítulo 13, son los más altos y profun- 64
dos. Más importante que el éxtasis es la interpretación, pues ésta 305
edifica más a la Iglesia (1 Cor 14, 5. 19). Más que hablar lenguas
vale la caridad. «Si hablo las lenguas de los hombres y aun de 132
los ángeles, pero no tengo amor, soy como bronce que resuena o
címbalo que retiñe» (1 Cor 13, 1). Así pues, el Espíritu Santo está
presente en lo «más ordinario», en el amor cristiano, pues nada
hay más grande que eso «más ordinario».
La más clara descripción de lo que lleva a cabo el Espíritu
Santo la da Pablo en su carta a los Gálatas: «Mas el fruto del
Espíritu es amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gal 5, 22. 23).
Se podría prolongar esta lista describiendo toda la vida cris-
tiana : la fidelidad callada, la bondad abnegada (toda una vida de-
dicada al cuidado de los enfermos), cumplimiento callado del deber
(madre de familia), confianza inconmovible del pecador en que el
corazón de Dios es más grande, la fortaleza en las tentaciones,
afectuosa solicitud para con el vecino que se halla en apuros,
auténtico amor de Dios, la fervorosa perseverancia de la oración
en silencio, la paciencia en el dolor, la alegría de la buena concien-
cia. Tal es hoy día la acción y obra del Espíritu Santo (cf. también
el capítulo sobre la confirmación). 248
Se habla ordinariamente de los siete dones del Espíritu Santo.
Esta expresión se ha formado por influjo de Is 11, 1-3, en que se
lee que sobre el Mesías reposará el Espíritu de sabiduría, de enten-
dimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad y de te-
,mor del Señor.
La manera como el Espíritu Santo obra en nosotros no es aje-
na al influjo del temperamento, costumbres y herencia, como no
lo fue entre los corintios. Sin embargo, con nuestras cualidades
y a través de ellas obra el Espíritu Santo en nosotros y también
en hombres que ni siquiera saben que hay Espíritu Santo.
191
mer don del Espíritu, el primer carisma, se llaman especialmente
carismas estos dones extraordinarios. Sin embargo, los actuales
carismas presentan aspecto distinto del que tenían en la primitiva
Iglesia, pues tenemos otras necesidades. Tales son, por ejemplo,
un apostolado extraordinariamente eficaz, una enseñanza luminosa
(teología), un gobierno de amplias miras, fuerza plástica de un
artista, labor educativa (por el padre u otros) y, finalmente, la
vida ordinaria cristiana vivida de forma extraordinaria (en los
santos).
Tales dones son a menudo contagiosos, de modo que afectan
más bien a grupos que a personas particulares. A veces hay lu-
gares más abiertos a la acción del Espíritu, no como lugares en
sí, sino por las disposiciones con que los visitan los cristianos:
455 Belén, Lourdes, Roma, etc.
Es digno de notar que los primeros en recibir el Espíritu San-
136 to, en pascua y Pentecostés, fueron precisamente Pedro y los otros
apóstoles, es decir, los dirigentes de la Iglesia. El gobierno or-
dinario es el primer camino del Espíritu Santo, y nadie puede
calcular la cantidad de amor, alegría, paz, comprensión, benigni-
dad, bondad, fidelidad, mansedumbre y templanza que se ha difun-
346 dido por el mundo, merced a los gobernantes de la Iglesia, figuras
enérgicas o personalidades discretas. Su ministerio es, en sí mis-
mo, un carisma ordenador al que incumbe examinar la pureza de
los otros carismas. En este sentido dice Pablo: «Si alguno se ima-
gina ser profeta o estar inspirado, reconozca que lo que os escribo
es una orden del Señor; y si no lo reconoce, tampoco él será reco-
nocido» (1 Cor 14, 37-38). El orden forma parte de los dones del
Espíritu de Dios. «Dios no es Dios de desorden, sino de paz»
(1 Cor 14, 33). El oficio pastoral cuida de los carismas y discierne
los espíritus. Esto .puede acontecer muy especialmente en un con-
cilio. Sin embargo, los carismas son también a menudo un com-
plemento del gobierno de la Iglesia, que le puede venir de simples
sacerdotes y fieles. Buen ejemplo es san Francisco de Asís, que
no era más que diácono y señaló al papa caminos nuevos.
Los carismas pueden entrar en conflicto entre sí. Pues aun el
hecho de estar repartidos lleva consigo que uno posea lo que a
otro falta. De ahí que un carisma especial acarree con frecuencia
dolor. Aun con la mejor voluntad, no siempre tenemos suficiente
comprensión para aquello con lo que cuenta el otro, para lo que
puede exigir justamente. Todo don personal es limitado y choca
con el del vecino. De ahí la necesidad de ser suave y no áspero
de una parte, y la de saber esperar pacientemente, de otra. De no
hacerlo así, el hombre carismático puede caer en el derrotismo o
ir a parar en la rebelión egocéntrica. Se comienza con el Espíritu
y se acaba en la escisión. El don de Dios debe ser confirmado de
192
continuo como auténtico. Jesús nos dice: «Vigilad.» Cuando un
hombre carismático no es fiel a su misión, ello no quiere decir
que el carisma no sea verdadero. El principio pudo ser bueno, y
el pueblo de Dios puede proseguir lo que empezó bien.
Por tanto, si habíamos pensado que es raro y no frecuente ver
en el mundo la acción del Espíritu Santo, podemos ver ahora con
cuánta frecuencia la experimentamos, lo que dicho en otras pala-
bras es: el amor cristiano, las personas carismáticas, el ministerio
en la Iglesia. Mas aun siempre que hablamos de la «gracia», esta- 276-278
mos hablando de la acción del Espíritu Santo.
El Espíritu invisible
Si el Espíritu desapareciera del mundo, ¡qué pronto se notaría
su ausencia! ¡ Qué pronto, por ende, se caería en la cuenta de su
anterior presencia! Sería como si desapareciera el agua de un
terreno de regadío. El agua no era apenas advertida; pero, apenas
desaparece, todo cambia. Los campos antes floridos, se convierten
en desiertos polvorientos.
Cuando la Iglesia ora al Espíritu Santo, se vale en efecto de la
misma comparación. Del salmo 104 saca una expresión en que
la fuerza vital de la naturaleza es llamada hálito de Dios, Espíritu
de Dios. Por él subsisten todos los seres vivientes.
193
Este tiempo comienza con la conmemoración de tres misterios, a
los que — en sentir del pueblo cristiano — no se les había hecho
aún enteramente justicia en la liturgia del tiempo pascual.
Ante todo, en el primer domingo después de pentecostés, un
misterio manifestado en la obra salvadora de Jesús el misterio
477-480 del Dios trino, del Padre que envió al Hijo, del Hijo que fue en-
viado y del Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo. Es el do-
mingo de la Santísima Trinidad.
161-167 El jueves siguiente se celebra de nuevo, de modo especial, el
319 333 misterio del jueves santo es la fiesta del corpus, de la presencia
del Señor en la eucaristía.
169 Ocho días después, el viernes, se conmemora una vez más el
180181 misterio del viernes santo el misterio del corazón herido por la
lanza. Es, a par, un misterio de resurrección, en que Jesús nos
muestra el centro radiante y desbordante de su persona Existe
también la costumbre de conmemorar esta verdad de fe el primer
viernes de cada mes.
Así se celebran de nuevo determinados misterios de la reden-
ción. Lo cual es razonable, pues pentecostés no cierra el ciclo de
74 nuestra salud Pentecostés hace, por el contrario, que Jesús y todos
330 sus misterios de salvación estén presentes para siempre en nues-
tra existencia.
208 La acción del Espíritu Santo sobre la vida de los hombres
celébrala la liturgia en los natalicios de los santos, que es preci-
454-455 sámente el día de su muerte Así, dentro de la liturgia del año
eclesiástico, se celebra la memoria de las más varias personalida-
des El I o de noviembre se recuerda, en fiesta común, a todos los
que se guiaron en su vida por el Espíritu de Dios. Es la festividad
de todos los santos Son los «ciento cuarenta y cuatro mil seña-
lados» que forman la «muchedumbre que nadie podía contar», de
101 que habla la primera lectura de la misa El evangelio es el de las
ocho bienaventuranzas.
194
PARTE CUARTA
EL CAMINO DE CRISTO
LA IGLESIA NACIENTE
197
Realmente, muchos problemas que nos preocupan hoy no exis-
tían entonces. El número de cristianos era pequeño. Todo tenía
frescura de aurora. De ahí que la Iglesia haya mirado siempre
con nostalgia el gozo de aquellos primeros días. Así lo ha hecho
señaladamente en momentos de renovación, por ejemplo, en el
216-218 siglo XIII, en el xvi y en el nuestro. Nos inspiramos en la sencillez
221 de los orígenes.
198
tro de los errores o cismas, pudo haber mucho de soberbia y «du-
reza de cerviz». Así juzgan los autores del Nuevo Testamento. En
este juicio percibimos la alta estima que desde el principio sintió
la Iglesia por la conservación de la pura doctrina de los apóstoles,
y el horror por toda deformación, empobrecimiento y tergiversación
de la verdad revelada.
La Iglesia tiene la misión de guardar sobre la tierra un men- 351
saje que no es de la tierra. Aunque quisiera, no puede eludir esta
responsabilidad. No puede barloventear con la verdad de Dios. Con
ello dañaría a creyentes e incrédulos y caería ella misma en las
tinieblas. Pero exactamente como tiene deber de guardar la doc-
trina revelada, lo tiene de pensarla y formularla siempre de nue-
vo, según las necesidades del tiempo en que vive. Conservar en su
pureza e integridad y pensar abierta y modernamente son dos ten-
dencias que vemos operantes en el modo y manera como nacieron
en el seno de la Iglesia los libros del Nuevo Testamento.
199
(ev-angelion), de donde les viene su nombre. Se los designa por
sus autores: Mateo, el publicano convertido en apóstol; Marcos,
un joven discípulo, de Jerusalén; en casa de su madre (donde aca-
so estuvo el cenáculo) se reunía la comunidad (Act 12, 12) ; Lucas,
compañero de Pablo, a quien éste llamaba «médico querido» (Col 4,
14); y, finalmente, Juan, «el discípulo a quien Jesús amaba»,
que llegó a extrema vejez.
Tradición oral
I
I 1
Primer Mateo "Palabras de Jesús"
X
Marcos
Mateo Lucas
200
El evangelio de Juan, de cuño muy personal, muestra poco in- 112, 145
flujo de los sinópticos. Es el nuevo relato de un testigo ocular, i*2
impregnado de una experiencia de Jesús, por obra de su Espíritu,
durante más de sesenta años.
Estos libros son un testimonio de la solicitud de la Iglesia por
mantener el mensaje recibido, pero atestiguan a la par cómo este
mensaje se adaptaba siempre a la mentalidad del medio en que
era predicado.
Cada evangelio proyecta luz sobre los puntos que una Igle-
sia determinada tenía por más importantes. Así Mateo, que es-
cribe para judíos, reúne en cinco discursos palabras de Jesús, pa-
ralelamente a los cinco libros de Moisés, de suerte que el Señor
aparece como nuevo legislador. Marcos se interesa sobre todo por
revelar a Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Lucas escribe para
griegos cultos; y por tanto, describe un curso histórico (por eso
compone también el libro de los Hechos de los apóstoles), y pone'
de relieve la predilección de Jesús por los pobres, los pecadores y
las mujeres, postergadas entre aquéllos. Lucas habla también fre-
cuentemente del Espíritu Santo y de la oración.
A veces, el vocabulario empleado nos permite averiguar en
qué comunidad o Iglesia- fue predicado un evangelio antes de ser
consignado por escrito. Pues por mucho cuidado que se pusiera
en conservar las palabras de Jesús en su tenor primigenio, y por
más que el mensaje de Jesús, rítmico y figurado, facilitara esta
labor de la memoria, siempre es cierto que se transmitían sus pa-
labras en una tradición viva. Lo cual quiere decir que se intro- 52-58
dudan con libertad aclaraciones y adaptaciones. Ya vimos cómo
Mateo sustituye por «reino de los cielos» las palabras de Jesús: 97-98
«reino de Dios». Esta forma de reproducir nos llama la atención
sobre todo en Juan. En las sentencias de Jesús se percibe el voca-
bulario corriente en los medios de Asia Menor en que Juan predi-
caba. La expresión, por ejemplo, «reino de Dios» no la emplea
apenas Juan. Seguramente les decía ya poco a aquellos cultos
asiáticos. «Luz» y «vida» eran términos mucho más evocativos,
y ello explica que estas expresiones se hallen muy frecuentemente
en los discursos de Jesús, tal como nos los transmite Juan: el
apóstol se percató de que así daba mejor a entender lo que Jesús
quiso decir con «reino de Dios».
Pero eso no quiere decir que se diera rienda suelta a la fanta-
sía y se forjara un Cristo a gusto y placer de cada uno. Cierto que
los evangelistas no se proponen redactar un informe preciso mes
por mes y día por día. Su fin es un evangelio, una buena nueva.
Sin embargo, para lograr este fin es de todo punto necesario que
realmente sucedieran cosas y se profiriesen palabras. De no haber 86
pasado nada, no hubiera mensaje que anunciar.
201
En este sentido, parece que precisamente el cuarto evangelio
suele ser muy exacto en lo concerniente a los hechos. Es una de
las razones para atribuir este testimonio, por muy tardíamente
que se escribiera, al anciano apóstol Juan Pongamos sólo un ejem-
plo durante mucho tiempo pareció un enigma a los intérpretes el
aspecto que podía ofrecer una «piscina con cinco pórticos» (Jn 5, 2)
Se pensaba más bien en un detalle simbólico Pero las "excavaciones
de Jerusalén han sacado a la luz una piscina de forma rectangular
en que los centros de dos de sus lados estaban unidos por una
serie de columnas La información histórica del cuarto evangelio
era exacta
55 57 Pero no sólo es de importancia que las cosas sucedieran, sino
316 también que se refiriera fielmente lo que de hecho sucedió la pe-
culiaridad de la vocación de Jesús La actual ciencia bíblica ha
descubierto hasta qué punto fue ésta precisamente la preocupación
de los evangelistas En un tiempo en que muchos testigos ocula-
res habían muerto y había riesgo de que en la misma tradición
oral se infiltraran ideas legalistas o ílumimstas, la Iglesia trató de
fijar la tradición pura, lo que Jesús había sido realmente Tal
es el origen de los evangelios y de los otros escritos del Nuevo
Testamento
Esta solicitud de la Iglesia por mantener la pura imagen de
Jesús, la verdadera fe, fue dirigida por el Espíritu Santo que
vivía en la naciente Iglesia Pero el Espíritu Santo no operó fue-
ra de la vida de la Iglesia, ni al margen de la actividad literaria
humana, sino dentro de una y otra (cf, sobre este punto, «La Es-
64 entura, obra del Espíritu Santo»).
Hasta qué punto nos presentan los cuatro evangelios al mismo
Señor, se ve bien claro en la inconfundible originalidad que nos
sale al paso, con la misma intensidad, en los cuatro Es eviden-
te que tuvieron una sola fuente la persona de Jesús de Nazaret
(sobre el estilo propiq de cada evangelista y sobre la fuerza con
que nos acercan a Jesús por ese mismo estilo, cf el capítulo
144 150 «¿Quién es éste'»).
Los cuatro evangelios no son nuestra única fuente de noticias
acerca de Jesús En la primitiva Iglesia se escribieron también
cartas, que procedían de la pluma (o de la esfera de influencia) de
Pablo (catorce), de Santiago el Menor (una), de Pedro (dos),
de Juan (tres), de Judas Tadeo (una) Añádase un escrito profético
bajo el nombre de Juan el libro del Apocalipsis.
Pablo
Pablo fue un fariseo, de cultura griega y ciudadanía romana.
Asistió y dio su asentimiento a la muerte del primer mártir, Este-
202
ban, que rogó por sus perseguidores y su oración fue oída. Poco
después, cuando iba a la caza de cristianos, Pablo fue sorprendido
por una aparición de Jesús, que lo convirtió de perseguidor en
apóstol. Pablo se dirigió a los gentiles y desempeñó un importante
cometido en la fijación de una actitud concreta respecto al judais-
mo. También en él se nos muestran con gran intensidad las dos
características de toda predicación: gran fidelidad a la verdad tra-
dicional y constante reelaboración de la misma. Sus cartas, ade-
más de ser un conmovedor documento humano y un fragmento de
insondable teología sobre la misión de Jesús, son también el más
antiguo testimonio sobre el mismo Jesús. Algunas son más anti-
guas que los evangelios. Las dos cartas a los Tesalonicenses datan
ya de los años 51-52; las dirigidas a las iglesias de Corinto, Roma
y Galacia, de pocos años más tarde.
203
teras del tiempo Todo el mensaje cristiano estaba ahí desde el
principio
204
Autoridad sacerdotal
Así pues, los escritos fundamentales no necesitan ser sustitui-
dos por otros, sí, empero, los hombres que fueron fundamento de
la Iglesia Los escritos permanecen, los hombres mueren. El Señor
quiso que su presencia quedara como encarnada en un ministerio
de servicio, pero con autoridad y permanente. Pedro y los apósto-
les transmitieron su ministerio de dirección, en su plenitud, a los
obispos, parcialmente, a presbíteros y diáconos. Lo que no pudie-
ron transmitir fue su función de fundamentos o fundadores, se-
ría imposible hacerlo Ahora bien, el servicio de estos dirigentes
no consiste sólo en mandar o gobernar, sino también en presidir
la eucaristía, en perdonar los pecados y en instruir Es una auto-
ridad sacerdotal (véase más sobre el particular en el capítulo sobre 343 355
el oficio pastoral)
205
La Iglesia, cuya figura es María, somos todos nosotros. En
este sentido María es nuestra hermana. Pero la Iglesia es para
cada uno de nosotros como una madre que nos cuida. En este sen-
tido, María, que personifica a la Iglesia, es nuestra madre.
454-455 Podemos hablar confiadamente con ella, si esto nos hace ver y
alcanzar a Jesús de forma nueva. La vida del pueblo de Dios en
oriente y occidente ha demostrado efectivamente que la devoción
a la Virgen es un camino para llegar al Señor. El creyente oye
•que Jesús le dice: «Hijo, ahí tienes a tu madre»; pero ahí están
también otras palabras de Jesús: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
María ama a los hijos de la Iglesia. Nuestra salvación es no
sólo más sublime, sino también más humana de lo que nosotros
pensamos.
LA HISTORIA DE LA IGLESIA
206
Sin embargo, la primera respuesta de la sociedad al cristianis-
mo fue la persecución. El imperio romano comprendió que, pese a
todas las protestas de lealtad, algo había aparecido en el mundo
que, en el fondo, no tomaba su autoridad del Estado. La calumnia
y la difamación (incendio de Roma durante el gobierno de Nerón,
eñ el año 64) hicieron estallar la persecución.
Un breve documento de los años 111-113 muestra cómo fraca-
só entonces el tan refinado derecho romano, al igual que había
fracasado antes con Pilato. Uno de los mejores emperadores ro-
manos, Trajano, con tono de magnanimidad y mesura, escribe a
Plinio el Joven, gobernador del Ponto y de Bitinia (Asia Menor) :
«Trajano a Plinio. Has seguido, lugarteniente mío, el procedimien-
to que debiste en el despacho de las causas de los que te han sido
delatados como cristianos. En efecto, sobre ello no se puede de-
terminar nada como universalmente válido. No se debe buscarlos;
pero si son delatados y quedan convictos, deben ser castigados; de
modo, sin embargo, que quien negare ser cristiano y lo ponga de
manifiesto por obra, es decir, rindiendo culto a nuestros dioses, por
más que ofrezca sospechas por lo pasado, debe alcanzar perdón
en gracia de su arrepentimiento. Los memoriales que se presenten
sin firma, no deben admitirse en ningún género de acusación,
pues es cosa, de pésimo ejemplo e impropia de nuestro tiempo.»
Esta carta, modelo de corrección, era respuesta a otra de Pli-
nio que, en resumidas cuentas, venía a decir: «No hallo culpa en
esta gente.» Sin embargo, los castigó por su «obstinación y su-
perstición».
Durante trescientos años, por ocasiones y causas varias, fue-
ron perseguidos cruentamente los cristianos con algunos intervalos
de tranquilidad Hay actas de mártires, de loca crueldad por parte
de los verdugos, y de heroica firmeza en las víctimas. En las cata-
cumbas — los corredores subterráneos en que descansaban los
muertos —, la palabra que, sin duda, más llama la atención es
par (paz).
Se han conservado algunas cartas de Ignacio, obispo de An-
tioquía, que, hacia el año 100, fue arrojado a las fieras en Roma:
«Trigo soy de Dios y por los dientes de las fieras he de ser mo-
lido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo... Fuego
y cruz y manadas de fieras, quebrantamientos de mis huesos, des-
coyuntamientos de mis miembros, trituraciones de todo mi cuerpo,
tormentos arroces del diablo vengan sobre mí, a condición sólo
de alcanzar a Jesucristo... dejadme asir la luz pura. Llegado allá
seré de verdad hombre.»
207
tintamente de la forma y lugar en que esto sucediera. Se invoca-
ba su intercesión ante Dios. Así, el culto de los santos nació de la
fe en la regeneración. El día de su muerte se llamaba precisamen-
te su natalicio.
208
cho de Orígenes; Agustín, tan hondamente humano, cuya aventu-
ra espiritual podemos seguir paso a paso en sus magníficas Con-
fesiones. Entre los muchos problemas que Agustín aclaró a la luz
de la tradición, el mayor es sin duda que el hombre no puede li-
brarse por sí mismo del pecado. La gracia de Dios es absoluta-
mente indispensable. Jerónimo, el sabio biblista de lengua acerada,
es el único de los grandes que no fue obispo ni gobernó una igle-
sia. Todos vivieron en torno al año 400. Hacia el 500, el papa
León Magno, que se enfrentó con Atila, dijo cosas profundas so-
bre la encarnación de Cristo. El x papa Gregorio Magno, que ejer-
ció su cargo hacia el 600, reunió, resumida, mucha sabiduría de
siglos anteriores. Él envió, con amplia visión pastoral, misioneros
a Inglaterra.
La vida de estos hombres estaba tan en armonía con su doctri-
na, que todos son venerados como santos.
209
Después del año 400: Difusión entre los germanos
El evangelio arraigó entre los pueblos germánicos que vencie-
ron al imperio romano. Los francos se adhirieron a la Iglesia ca-
tólica hacia el año 500. También sus príncipes, el más grande de
los cuales, hacia el 800, fue Carlomagno, aspiraron a una fuerte
vinculación entre cristiandad e imperio secular. Ello tuvo conse-
cuencias buenas y malas, entre éstas las conversiones forzadas.
Pero tampoco en esta ocasión fue posible la plena identificación
de la Iglesia con el reino secular, por la sencilla razón de que la
Iglesia estaba más difundida que el reino franco. Irlanda (que
se había convertido muy tempranamente) e Inglaterra estaban fue-
ra de él, lo mismo que el sur de Italia, la España cristiana y todo
el oriente. Carlomagno sabía que, aun dentro de sus dominios, no
era un príncipe eclesiástico, independiente de los obispos y del papa.
La Iglesia en oriente
En oriente continuó en pie el imperio romano, que entonces se
llamó el imperio bizantino. La predicación de la buena nueva fue-
ra de las fronteras de ese imperio tropezó pronto con una trágica
barrera al este y al sur. Y así, hacia el año 600, surgió en el de-
sierto arábigo un hombre llamado Mahoma, que predicó una for-
ma sencilla y viril de monoteísmo: el islam.
Nos enfrentamos aquí con uno de los más dolorosos interro-
gantes en la vida de la Iglesia: el hecho de que la confesión cris-
tiana puede desaparecer de regiones enteras. En África del Norte,
la tierra de san Agustín, no quedó rastro de comunidades cristia-
nas. Los mahometanos, entonces como ahora, se dejaban ganar di-
fícilmente para el mensaje de Cristo. Son hermanos nuestros en
la confesión de un solo Dios, pero seguimos divididos en lo que
35-36 atañe a la humanidad de Dios que se manifestó en Cristo y, por
ende, respecto de nuestra tarea sobre la tierra (cf. sobre este pun-
274 to los capítulos sobre el islam y la redención). La Iglesia bizantina
262-263 se dilató por la predicación del evangelio en el norte, en Rusia;
pero esto aconteció en un período muy posterior (hacia el año 1000).
210
Del año 900 al año 1000 aproximadamente:
El siglo de hierro
Después de Carlomagno, el occidente se hundió en un siglo de
tinieblas. Los incursores asiáticos, los piratas musulmanes y es-
candinavos conmovieron y desorganizaron la vida social. En Ro-
ma, la elección del papa cayó en manos de clanes de la nobleza
local, que mutuamente se hacían la guerra. Jamás se vio a hom-
bres más indignos sentados sobre la cátedra de Pedro. El período
comprendido entre los años 900-1000 se llama el siglo de hierro.
Así, no fue solamente por una falsa interpretación del párrafo
simbólico de Ap 20, 1-2 por lo que muchos esperaban el fin del
mundo en el año 1000, sino también porque veían que el occidente
se hundía. El patrimonio estaba en la ruina, la historia había
alcanzado su término. Ahora tenía que aparecer el Señor.
211
pos como señores temporales de sus diócesis, pues eran más
seguros y no formaban dinastía. Esto significa que los empe-
radores y reyes nombraban con mucha frecuencia a los obispos.
En el año 1122 se llegó a un razonable equilibrio en este asunto,
y así se hizo justicia a los derechos del imperio (o reino), pero
teniendo también en cuenta el hecho de que los obispos son ante
todo ministros de la Iglesia. En lo sucesivo los cabildos catedrali-
cios elegirían al obispo; el emperador sólo enviaría a la elección
a un representante suyo.
212
Siglos XII y XIII: ¿ Culminación t
El occidente prosiguió su vida, menos culto que el este, pero
henchido de vitalidad. Inspiráronle nuevas ideas, como las de
aquella figura tan humana que fue Anselmo, arzobispo de Canter-
bury (hacia el año 1100). Escritos recién descubiertos de la anti-
güedad griega, especialmente de Aristóteles, exigían ser confron-
tados con el pensamiento cristiano, inspirado por la fe. Por el
mismo tiempo, marchaban a Palestina los cruzados cristianos, con
gran ímpetu y no menos idealismo, a fin de arrojar a los musul-
manes de los santos lugares (las cruzadas, inspiradas por el espí-
ritu de aquel tiempo).
Levantáronse iglesias monacales y catedrales de incomparable
belleza, primero en el fuerte y puro estilo que se llama románico;
luego, señaladamente en Francia, en el jubiloso estilo gótico.
Surgió una nueva visión de la sencillez evangélica. Los hom-
bres se habían hecho más humanos y se descubrió entonces de
modo muy particular la humanidad de Jesús. Así un san Bernardo
y un san Francisco de Asís. En la ciencia profunda y de cristalina
claridad de Tomás de Aquino se dio para los cristianos de occi-
dente un impresionante encuentro y hasta un abrazo entre la razón
y la fe. Tomás habló en categorías mentales de Aristóteles acerca
del mensaje de Cristo, destinado a todos los tiempos. Los habi-
tantes de las ciudades, que ahora nacen y crean un tipo de hombre
completamente nuevo, viven la fe en su nueva situación. La escla- 85
vitud, que había disminuido ya fuertemente, desaparece práctica- 224
mente del todo durante las cruzadas.
El siglo entre 1200-1300 nos causa, efectivamente, la impresión
de haber sido una hora de gracia en la historia de la Iglesia de
Cristo en Europa. Entonces se dio el caso de un rey que llegó a
santo. Arbitro imparcial entre reyes, cedió por pura justicia y a
impulso propio un territorio (fin de la primera guerra de los cien
-años).
Este monarca, san Luis rey de Francia, murió en una cruzada,
que no había emprendido, como otros, por hacer botín o por
espíritu aventurero. En París, la Sainte Chapelle es un recuer-
do de este hombre, que la hizo levantar para que sirviera de
relicario a la corona de espinas de Cristo. Algunos rasgos que nos
horrorizan en la edad media tardía, no estaban aún umversalmen-
te difundidos en este siglo. Así, por ejemplo, las quemas de brujas
(una plaga sobre todo de los países germánicos, que desde el año
1500 hasta muy entrado el siglo XVIII envenenaría la atmósfera);
así tampoco las sutilezas de la lógica menor y el pensamiento ju-
rídico en la teología. Estos excesos no aparecieron hasta la baja
edad media.
213
La inquisición
Sin embargo, también en este tiempo acontecieron cosas de es-
panto. Lo peor acaeció así: En una sociedad de pensamiento prác-
ticamente uniforme, surgió otro divergente, que se organizó y se
difundió con vigor propagandista. Fue el movimiento de los cata-
ros, al que pertenecían los albigenses. Sus ideas se movían en el
marco del rudo contraste y oposición entre el bien (las almas puras)
y el mal (el resto del mundo). El matrimonio y la propagación de
la especie eran para ellos invención del demonio; rechazaban el
juramento de fidelidad, que era base de la sociedad de entonces, lo
mismo que los sacramentos, el ministerio de la Iglesia, los días de
fiesta, la construcción de templos, etc.
La sociedad entera trató de defenderse contra tales movimien-
tos : el pueblo, la autoridad civil no menos que la eclesiástica. An-
tes de 1200 se dio a menudo el caso de un pueblo que «linchaba»
expeditivamente a los herejes capturados, «pues temía —dice un
texto — que el clero fuera demasiado blando».
Hacia el año 400, un obispo como san Juan Crisóstomo había
calificado de crimen imperdonable matar a un hereje. No se opo-
nía, empero, a que se les prohibiera hablar y reunirse, a fin de
debilitar la propagación de la herejía. Hacia el 1150, san Bernar-
do impugnaba la muerte de los herejes (aunque no su encarcela-
miento). Pero después de 1200, en que se agudiza el peligro cáta-
ro, la autoridad eclesiástica y civil se dan la mano para emplear
medios crueles e injustos contra los herejes. Como las raíces del
movimiento perseguido eran de carácter ideológico, la investiga-
ción (inquisición) corría a cargo del obispo o del juez pontificio,
y ellos dictaminaban sobre la herejía. El poder civil dictaba en-
tonces sentencia de condenación y la ejecutaba (por lo general
quemaba vivo al hereje). Es evidente que los dos poderes eran
responsables de la pena de muerte, y no sólo el brazo secular que
la ejecutaba. Se consideraba a los maestros heterodoxos como fal-
sificadores de moneda espiritual, falsificación peor que la de mo-
neda corriente, que estaba ya muy duramente castigada.
La idea de que todo secuaz de una herejía había de condenar-
se eternamente, hacía además de todo hereje un asesino de las
almas.
Tal vez esto nos ayude a comprender que algunos grandes hom-
bres y santos no levantaran nunca su voz contra tales procedi-
mientos. Un santo Tomás de Aquino aprobó la inquisición. Nos-
otros nos preguntamos cómo fue posible que la sociedad cristiana
procediera contra los heterodoxos con métodos semejantes a los
empleados por el imperio romano contra los cristianos. Una vez
más se ve aquí hasta qué punto puede dañar a la sencillez y man-
214
sedumbre exigidas por el evangelio la unión de intereses entre el
Estado y la Iglesia, que fue muy estrecha en este tiempo.
Ese daño no aparece sólo en las prácticas de la Inquisición.
Muchos aspectos de las cruzadas, incluso la existencia de las «ór-
denes de caballería», ponen también de manifiesto lo quebradizo
de la situación medieval. Por ahí se ve claro hasta qué punto es
la Iglesia humanidad que ha de crecer en Dios. Y también este
crecimiento se dio. Por doquier surgieron una y otra vez asocia-
ciones para cuidar a los enfermos y combatir el duelo o las gue- 225-226
rras privadas y la guerra en general. Los miembros de la orden
tercera de san Francisco (laicos) no podían llevar armas. Esto era
una gran renuncia para un hombre de aquellos tiempos.
215
Pero la reforma no vino. En Italia, donde la historia (desde
1400) pasaba otra página brillante, que se llamaría el renacimiento,
los papas se entregaron en cuerpo y alma al nuevo humanismo y
se preocuparon muy poco del descontento y miseria que imperaban,
señaladamente al otro lado de los Alpes.
216
go, el siglo en que vivió lo llamó a c o o p e r a r en u n a triple t a r e a :
1) r e f o r m a r la Iglesia, con la convicción de que los obispos son
siempre los d i r i g e n t e s de ella, establecidos por D i o s ; 2) contener
la escisión donde fuera posible; 3) p r e d i c a r el e v a n g e l i o en las
p a r t e s de la t i e r r a recién descubiertas. P e r o I g n a c i o de Loyola es
u n o e n t r e m u c h o s . O t r o s n o m b r e s gloriosos son Carlos B o r r o m e o
en Milán y P e d r o Canisio nacido en N i m e g a .
P o r entonces a l e n t a b a en la Iglesia u n deseo a r d i e n t e de que
se c o n v o c a r a u n concilio, que, efectivamente, s e c o n g r e g ó p o r fin
en T r e n t o (1545-1563). E l concilio d e T r e n t o expuso la doctrina
católica, p r o f u n d a m e n t e y sin polémica, en las cuestiones que sus-
c i t a r o n los r e f o r m a d o r e s . A la vez s u p r i m i ó abusos varios en la
Iglesia. T a l vez p r o c e d i e r a , al h a c e r l o , con e x c e s i v a rigidez.
E n t r e t a n t o , el r e n a c i m i e n t o a r i s t o c r á t i c o evolucionó hacia u n a
c u l t u r a con m u c h o s elementos p o p u l a r e s y p i a d o s o s : el b a r r o c o .
217
más que nunca en espacios comunitarios. Así, la iglesia II Gesú y
también la nave principal de San Pedro en Roma.
218
terior; mientras los que buscan la certidumbre en la experiencia
interior, suelen recibir esta paz sólo en medida limitada. Pero
i qué profundidad cristiana en este indagar un signo de Dios!
Esta diversidad de actitudes religiosas crea tipos también dis-
tintos de hombres. La reforma protestante ha hecho a sus hombres
más alerta, más personales, pero también más intranquilos y, a me-
nudo, también más sombríos. En la Iglesia católica, la paz puede
ser muy humana y como la cosa más natural del mundo; pero ello
entraña el peligro de tratar harto familiarmente con Dios, con los
hombres y las.cosas. Sin embargo, sería ingratitud en nosotros no
ver en la paz sentida un signo de Dios, un signo no de nuestra
bondad, sino del don de la presencia divina: amor, alegría, paz.
Pero tampoco puede calcularse cuánto bien y cuánta santidad se
desarrollan en la Iglesia de la reforma protestante — aun en aque-
llo que tiene de más peculiar —, para el bien de toda la cristiandad.
La Iglesia católica no puede prescindir de la. reforma.
Nos hemos detenido un tanto sobre nuestras diferencias para
decir que el problema de la reforma es una cuestión seria. Es
algo que abarca y cambia al hombre hasta en sus más hondas
raíces; una actitud ante la culpa, el mundo, Cristo y Dios. El pro-
testantismo no luchó por una quimera. Afortunadamente, con esto
no está dicho todo. Quede reservado el resto para unas páginas
más adelante, en que hablaremos del movimiento ecuménico del 222-223
siglo xx.
219
motivos religiosos (basta recordar la guerra de los treinta años).
Por eso no es exacto etiquetar todos estos acontecimientos como
guerras de religión, siquiera la actitud religiosa de los estados
desempeñara también su papel en ellos. Todavía durante siglos
hubo países con una religión dominante u «oficial» y una minoría
oprimida (Inglaterra, los Países Bajos, Italia, España, Escan-
dinavia, etc.).
220
fines del siglo pasado, los métodos misionales siguen cada vez más
el procedimiento de un De Nobili.
221
El hecho de que las iglesias no tengan ahora torres que des-
cuellen sobre los tejados es otro fenómeno de la situación de diás-
pora. Es indudable que tales edificios no son ya lugar de culto
para toda la población. A menudo se tiene gusto especial en cons-
truir iglesias pequeñas, abiertas, pero íntimas: Cristo como una
levadura en medio de nuestras viviendas. La teología pone su
empeño en cuestiones que le plantea el hombre dentro y fuera de
la Iglesia (investigación bíblica, evolucionismo, valor "de lo pro-
fano, nuevos puntos de vista éticos).
Un acontecimiento importante para la historia de la Iglesia ha
sido el progreso de los medios de comunicación (aviación, televi-
sión, etc.). Esto trae como consecuencia que el no cristiano sea
mi «prójimo» espacialmente. La creencia de los otros se me hace
constantemente presente, llega hasta mi domicilio. El cristiano oye
más y es más oído.
El mmñmiento ecuménico
Desde 1910 se perfila entre los cristianos un movimiento que
trata de contrarrestar la tendencia a la escisión de los últimos
siglos. Desde que, en 1948, se formó definitivamente en Amsterdam
el Consejo Mundial de las Iglesias, el movimiento ecuménico co-
menzó a tomar claramente forma.
Este Consejo Mundial no pretende ser una Iglesia, que recu-
bra a todas las Iglesias, una «Iglesia universal», sino lo que
en 1961 fue definitivamente formulado en Nueva Delhi: «El
Consejo ecuménico es una asociación fraterna de Iglesias que,
de acuerdo con la Escritura, confiesan a Cristo como Dios y re-
dentor, y se esfuerzan por corresponder juntas a su común voca-
ción, para gloria del Dios uno, del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.» El consejo se propone unir a todos los cristianos en su
común vocación en pro de la humanidad: una vocación de predi-
335 cación, comunión y servicio (martyria, koinonia, diakonia).
Casi todas las comunidades eclesiales no católicas se han ad-
herido al Consejo Mundial. A los comienzos, la Iglesia católica se
mostró oficialmente reservada, señaladamente por lo que atañe al
contacto- con los protestantes, no tanto respecto del diálogo con
las Iglesias de oriente. Siempre, sin embargo, ha habido en ella
grupos activos preocupados por la unidad.
Desde el gran concilio convocado y abierto por Juan x x m ,
el deseo de unidad ha ido tomando forma y se abren caminos
para alcanzarla, como lo prueba, entre otros hechos, la crea-
ción en 1961 del Secretariado para el Fomento de la Unidad en-
tre los Cristianos. Constantemente gana terreno la convicción de
que el deseo ecuménico no significa indiferencia en la búsqueda
222
de la verdad de Dios, significa, antes bien, atender al deber de
la verdad, tal como lo declara el concilio Vaticano n «Es necesa-
rio que los católicos, con gozo, reconozcan y aprecien en su valor
los tesoros verdaderamente cristianos que, procedentes del patri-
monio común, se encuentran en nuestros hermanos separados Es
justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las virtudes
en la vida de quienes dan testimonio de Cristo, y, a veces, hasta
el derramamiento de su sangre» (Decreto sobre el ecwmemsmo, 4)
Durante siglos, como hemos visto, podía observarse en la cris- 212
tiandad una especie de movimiento de líneas divergentes, ahora 311313
parece como si nos halláramos ante el espectáculo de líneas que
revierten y tienden a aproximarse, según la oración de Jesús.
«Que todos sean una sola cosa » Hay que abrirse a este movi-
miento por la oración, por la continua conversión y renovación,
por el estudio de las fuentes de la fe y de la distinta tradición,
por la prontitud a abandonar formas que nos son caras, por el
diálogo sincero y paciente, con una seriedad que evite fáciles eva-
siones, por el amor al pobre y más pequeño hermano de nuestra
Iglesia o de la Iglesia de los demás, por nuestra cooperación en
servicio de toda la humanidad Esta obertura nos da el refrigerio
y la alegría del buen espíritu.
223
Benito, en occidente. En occidente también escribió san Agustín
una regla para sacerdotes que vivían en comunidad.
Los seguidores de la regla benedictina fueron beneméritos de
la cultura europea, que nació gracias a sus esfuerzos (agricultura,
ciencia), y de la obra misional.
Sin embargo, su principal contribución a la sociedad está en
otra cosa, que ellos mismos llaman su obra principal: la oración
(cantada) en común.
En esto se diferencian los benedictinos de otras dos órdenes
religiosas, de enérgica vitalidad, que se fundaron en el siglo XIII :
los frailes menores (franciscanos) y los frailes predicadores (do-
minicos). Los nuevos religiosos vivían en las ciudades, y su prin-
cipal servicio era la predicación: los franciscanos sobre todo por
218 una vida de pobreza, por su sencillez ante Dios y ante los hom-
bres, y también por la palabra de Dios; los dominicos por el estu-
213 dio y la predicación (santo Tomás de Aquino fue dominico). Pos-
217 teriormente, en el siglo xvi, Ignacio de Loyola proyectó y llevó
a cabo una forma de vida religiosa que se mantuvo aún más unida
al mundo. En la Compañía de Jesús, como Ignacio llamó a su
orden, se echan de menos el coro y el carácter monástico.
En nuestros días, observamos en las congregaciones e institu-
tos seculares recién fundados una presencia aún más amplia
«en el mundo», lo que no impide que vivan de acuerdo con los
consejos evangélicos.
En la historia de estos movimientos, la iniciativa estuvo, por
lo general, en manos de varones; pero nunca faltaron mujeres que
fundasen también comunidades religiosas adaptadas al espíritu
del tiempo. Acaso hayan pasado a segundo término a partir del
siglo xvi por no haberse podido realizar dos intentos de hallar
una solución de acuerdo con el tiempo (Mary Ward y Ángela
de Merici).
224
Humanización del mundo a partir de la venida de Cristo 63, 64-67
225
dad que progresa ha sido creada para tender y llegar a una manera
479-480 de vida, tal como Jesús la quiere e inspira
Pero también es de notar que los que más han luchado por una
275 mayor igualdad y humanidad han sido muchas veces los no cristia-
nos, que han concentrado toda su energía en la sola verdad por
ellos vista Esta concentración ha acelerado la evolución, pero
acaso no siempre con ventaja de la armonía humana
Sin embargo, siempre queda en pie como fenómeno histórico
señero que la lucha contra la miseria y el concepto de mayor
igualdad entre los hombres se han desarrollado en aquella parte
del mundo en que el mensaje cristiano ha penetrado las concien-
cias, la parte en que Cristo ha podido ser mejor conocido como
compañero de camino de los hombres
226
quienes, aun viviendo en el cisma o la herejía, encuentran a Cris-
to. No solos, sino con ellos nos llamamos Iglesia con toda pleni-
tud de sentido.
Hay además muchos que no se llaman cristianos, pero cuya
vida tiende de hecho, según el mensaje de Cristo, a la bondad
y al amor. Acaso rechacen el nombre de Cristo por no saber
quién es; sin embargo, en un clima creado por Cristo realizan de
hecho sinceramente valores que Cristo trajo al mundo. En un sen- 386
tido más lato podemos quizá aplicarles también el nombre de
Iglesia, pues pertenecen al pueblo que, a través de la historia,
transmite a la humanidad algo del mensaje de Cristo.
Hay, finalmente, hombres a quienes la historia no ha puesto en
contacto con el mensaje de Cristo, pero que ponen atento oído a
la voz de Dios en su conciencia y en sus leyes. Tampoco a éstos
quisiéramos excluirlos en nuestro pensamiento del pueblo que ca-
mina hacia la luz, que es Cristo, aun cuando no hayan oído su
nombre. Pues el Espíritu considera y despierta la buena disposi- 239
ción del corazón, el tácito deseo de iluminación y nuevo nacimien-
to, tal como los da Jesús. Así nos atrevemos a decirlo por las
razones alegadas en el capítulo sobre el sacerdocio general. Por
eso, no se quiere a veces negarles el nombre de Iglesia. Pero, en 239-240
tal caso, el nombre se tomaría en sentido latísimo. Tal vez sea
mejor no hacerlo y emplear la noción de Iglesia en su sentido
lato, sólo cuando existe una comprobable vinculación histórica
con el mensaje de Cristo.
227
124-127 LA FE NACE DE LA PREDICACIÓN. LA CONVERSIÓN
228
Sin embargo, el mismo achaque sufrieron hombres anteriores a
nosotros. La fría y dura codicia, mezclada frecuentemente de so-
berbia, es un vicio que tenemos profundamente arraigado, por muy
afables que nos mostremos en nuestro trato.
229
una idea de cómo ha de ser el otro, el trascendente absoluto. Pro-
yectamos un «dios de los filósofos», y nuestro proyecto o esquema
puede contener mucho de verdad. Con ello, sin embargo, no he-
mos dado aún con el camino de Cristo. Nos lo impide un umbral,
un umbral de entrada baja. Sólo el que se agacha puede trasponer-
lo. Este agacharse quiere decir no espantarse ante el hecho de
que el hablar de Dios sea tan ordinario. Dios mismo ha hablado
humanamente en Cristo. Reconocerlo es una humillación. Una
conversión.
230
hombre es, de todo en todo, un animal educandum, un ser vivo que
se desarrolla por la educación. Los padres dan a sus hijos lo mejor
que poseen en todo orden de cosas: su cultura, sus convicciones (por
ejemplo: que no se debe ser cruel con los animales, que es mejor
vivir libres que no bajo una tiranía). Acaso el mejor ejemplo sea
el lenguaje. Si se dejara crecer solos a dos niños pequeños, sin
contacto con los mayores, poco humano saldría de pareja soledad.
Antaño se pensó alguna vez que así se desarrollarían un lenguaje
perfecto y la más pura moral. Pero la verdad es que no se desarro-
llarían ni lenguaje, ni ideas, ni moral de ninguna especie. Hoy se
sabe que el niño toma su carácter humano de quienes lo rodean,
ante todo de sus padres. Ello quiere decir que los padres transmiten
a sus hijos su más rica humanidad. Ahora bien, los padres que reco-
nocen agradecidos que su fe es su mayor riqueza y su mayor ver-
dad, pueden y deben transmitírsela a sus hijos, Desde luego, no hay
quien diga a sus hijos: Espera a hablar, espera a formarte hasta
que tengas viente años, y entonces te escoges la lengua y formación
que más te plazca. El gran santo Tomás de Aquino puso bien de
relieve este punto en plena edad media al defender el derecho de los
judíos a dar a sus hijos educación judaica.
Podemos expresar lo dicho de otro modo. Los padres ponen
a sus hijos en contacto con personas de su estima, como los abue-
los, algún vecino, etc. Si estiman al Señor, si el Señor es real-
mente alguien para ellos, si realmente lo aman, enseñarán también
a sus hijos a comunicarse con Él.
Además, los niños imitan el ejemplo de sus padres. Si los pa-
dres viven como creyentes (lo cual no es cosa puramente interior),
los niños crecerán en el mismo camino, pues nada es más efectivo
que el ejemplo. Aun cuando un padre o una madre trataran de
ocultar su fe, de hecho y de palabra, no por ello dejarían libres a
sus hijos. Aun entonces se los educaría en una convicción, la de
que la fe cristiana es asunto sin importancia, O por lo menos de un
valor puramente invisible.
231
la Iglesia. Sin embargo, aun en este caso, el educado católicamen-
te estará en situación de privilegio para tomar tal decisión.
Algunos prejuicios no existen para él. Ha experimentado ya la
paz. De niño se acostumbró a hablar con Dios. Un joven de veinte
años puede amar y besar, porque de niño fue besado, pues sus
padres no esperaron su opinión para el caso. Esto nos abre los
278-279 ojos sobre la manera como Dios da la fe. Ésta, como todo lo
humano, tiene algo de común o social. Israel creía socialmente. La
fe de uno influye en la fe de otro (cf. Le 22, 32). La Iglesia cree
socialmente.
La fe de los hombres y de la comunidad influye en la fe del
niño. Ello no quiere decir, ni mucho menos, que la fe del niño no
sea personal. El niño se ha asociado personalmente a la riqueza que
ha recibido de los otros. Lo que quiere decir, es que la fe no es
cosa individual y solitaria: se cree con la Iglesia y el reconocer
este hecho es también un acto de verdadera y profunda humildad.
Así, a la pregunta de si los padres determinan la fe de los
hijos hay que contestar sí y no. No, porque llegado el hombre a
edad adulta, tiene que definir él por sí mismo su actitud ante
Cristo. Nadie se hace creyente adulto automáticamente sin con-
sultar, como si dijéramos, con su libertad. Sin embargo, también
es verdad que la opción de los padres influye en la de los hijos.
Ello es inevitable, es bueno y querido por Dios. Ello quiere decir
que la fe se da comunitariamente a los hombres.
232
Sin embargo, felices los padres que en los hijos crecidos ven
renovarse el acontecimiento de Pentecostés.
233
errores anteriores acerca de Dios. De este último aspecto sólo se
considera el lado'nocivo en una celebración de tono vehemente:
la luz contra las tinieblas.
Y con razón, pues este signo es la vivencia, breve e intensa, de
un fragmento de la historia de la vida. La lucha, la conver-
sión del catecúmeno se sintetiza con concisión y profundidad bí-
284 blicas: los momentos de tentación, de indecisión, de tinieblas, de
desesperación que un día se le presentaron y que pueden volver,
y frente a todo eso, una y otra vez la paz, la bondad, la alegría
de Dios. En una palabra: expulsión del espíritu malo, recepción
del Espíritu bueno.
El penúltimo paso
Los ritos siguientes incluyen una representación de la lucha
entre Dios y Satán en el bautizando, el cual es signado con la
cruz por sus garantes (padrino y madrina) y por el sacerdote.
Se conjura al mal a que se retire de él. El catecúmeno es intro-
ducido en la Iglesia, donde, durante un momento, da gracias en
silencio. Luego reza en voz alta el credo o símbolo de los após-
115-117 toles y el padrenuestro (¡Llama padre a Dios!). Así expresa ahora
121 públicamente, ante la comunidad y ante Dios, lo que ha acaecido en
un proceso interno y en las horas de su preparación. Es un um-
bral ante el que cabe estremecerse. Pero forma parte del sacramen-
to. Aquí no habla sólo Cristo al hombre. Se trata de un diálogo
en que el hombre responde en voz alta dentro de la comunidad
eclesial.
A continuación, es otra vez Cristo quien obra por boca y mano
de la Iglesia. Después de un nuevo exorcismo, se repite el magnífico
gesto de Jesús, cuando untó con saliva los oídos del sordo. ¿ No
112-113 eran en realidad los milagros de Jesús signos de una curación más
profunda, que es la que aquí se otorga? Después se dice: Effathá!,
es decir: «¡Ábrete!» (Me 7, 34). También se toca la nariz (el
234
contacto efectivo puede omitirse por razón de higiene), que ha
de percibir el suave olor de Cristo.
Como final del rito, el bautizando elegido es ungido entre los
omoplatos con óleo de los catecúmenos: símbolo de la agilidad y
fuerza en el combate. También esto es una respuesta de Cristo 166
por medio del signo de su Iglesia: fuerza para mantenerse firme.
El bautismo
Pero todavía no se ha administrado propiamente el bautismo.
Éste puede recibirse desde luego en cualquier día y en cualquier
noche del año. Una noche es, sin embargo, especialmente apropia-
da para ello: la noche en que Jesús resucitó a una vida eterna.
Por eso, en esta noche, se entona un himno en honor del agua
bautismal, y se la bendice para su finalidad. Pues, efectivamente,
se bautiza con agua. La oración de la vigilia pascual, cantada en
voz alta, va recorriendo toda la Escritura, a fin de comprender la
gran significación de este elemento, desde el abismo primigenio so-
bre el que se cernía el espíritu de Dios, pasando por las aguas
del diluvio y el mar Rojo, hasta la que brotó del costado de Jesús.
La liturgia se detiene largamente a meditar sobre este elemento.
¿ No ha descubierto de nuevo la moderna psicología que el agua
es en el alma de cada hombre uno de los más profundos símbolos ?
¿ No han averiguado las modernas ciencias naturales que toda vida
sobre la tierra procede de este elemento? En los tiempos primige-
nios sólo había vida — nuestra vida — en el mar. La obstetricia
ha comprobado también que todo hombre nace del agua que hay
dentro de la membrana amniótica, y que este fluido tiene la misma
composición que el agua marina. Nuestra vida viene del agua.
Dios predestinó a este elemento, el más maternal de todos, para
ser signo eficaz de nuestro renacer celestial. «Que el Espíritu
Santo fecunde esta agua, preparada para dar nueva vida a los
hombres, mezclándose con ella misteriosamente, para que los hijos
del cielo, concebidos en la santidad, salgan del seno inmaculado
de esta divina fuente, renacidos como una nueva creación» (del
prefacio de la bendición del agua bautismal).
Nuevo nacimiento
El hombre entra en la Iglesia por un nacimiento, y sería caso
de preguntarnos como Nicodemo: «¿ Cómo puede nacer un hom-
bre, cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez
en el vientre de su madre, y volver a nacer? Jesús respondió: «De
verdad, te aseguro: quien no nace de agua y Espíritu, no puede
entrar en el reino de Dios» (Jn 3, 4-5).
235
El que se bautiza, recibe una vida nueva, que procede del agua
y del Espíritu. Por eso, bautizarse es mucho más que inscribirse
en una asociación. El Espíritu Santo nos quiere hacer nacer, reno-
varnos en la Iglesia y por ella. El nacimiento no es nunca mera-
mente individual, y menos lo será el nacer de Dios.
Poco antes del bautismo se pregunta de nuevo sobre la fe. Lue-
go sigue la pregunta expresa sobre si se ha venido libremente:
«¿ Quieres ser bautizado ?». Inmediatamente, el agua fluye sobre
el bautizado, mientras resuenan las palabras: «Yo te bautizo en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (cf. Mt 28, 19).
El agua dice nacimiento, las palabras especifican de qué nacimien-
to se trata. Se trata de que el Espíritu Santo entra en nosotros, nos
da vida y nos hace hijos del Padre celestial.
248 Inmediatamente después del bautismo, sigue una unción con el
crisma, cuyo perfume simboliza al Espíritu Santo.
236
encendida, mientras se expresan sendos deseos de bendición. Con
ello acaba la ceremonia del bautismo.
Sumergidos en su muerte
Como todos los grandes símbolos de la humanidad, el agua tie-
ne doble significación: de salvación y de destrucción. El agua no
significa sólo vida, sino también diluvio; no sólo beber, lavar y
nadar, sino también ahogarse: el agua «que llega hasta el cuello».
Por eso, no podemos terminar este capítulo sin considerar el sacra-
mento también a esta luz. «¿ O es que ignoráis que cuantos fuimos
sumergidos por el bautismo en Cristo Jesús, fue en su muerte don-
de fuimos sumergidos ? Pues por medio del bautismo fuimos sepul-
tados juntamente con Él en su muerte...» (Rom 6, 3-4).
Este simbolismo resulta más claro cuando el bautismo se admi-
nistra por inmersión, como en oriente. El hombre viejo, el hom-
bre cautivo del egoísmo, de la inmoralidad, de la pereza, de las
tinieblas, de la soberbia y pertinacia, está destinado a morir. El
hombre viejo muere con la muerte de Cristo. Esto quiere decir en
primer lugar, como vimos, el perdón de los pecados; pero signi-
fica también un cambio de vida.
Para comprender este cambio en toda su profundidad, es me-
nester que volvamos a las orillas del Jordán y luego al Calvario. 173-175
Cristo se bautiza. ¿ En orden a qué ? En orden a su muerte. En
su bautismo fue consagrado para seguir el camino de la humilla- 155-157
ción, para ser un hombre sin importancia, un siervo, uno que
finalmente se hizo obediente • hasta la muerte (contra este espí-
ritu fue tentado con el espíritu opuesto: no servir). Dos veces lla-
ma Él mismo «bautismo» a su futura muerte (Me 10, 38; Le 12, 50).
Esta muerte es la cúspide de su servicio. Su verdadero bautismo.
Lo mismo acaece con nosotros al ser bautizados en Cristo. Nos
declaramos solidarios con su vida: servicio, humildad y obediencia
hasta la muerte. Aceptamos el bautismo como destino de nues-
tra vida: servicio y sufrimiento y, por remate, la muerte. Nuestra
muerte es nuestro bautismo en el sentido más propio de la pala-
bra. La aceptamos como Jesús, con Jesús y en Jesús. Que el Se-
ñor nos ha redimido no significa que nos haya hecho incapaces de
pecar y padecer; sino que, en unión con Él, podemos contribuir
a redimirnos a nosotros mismos y a los demás, pero siempre a
237
la manera de Él. La manera que expresa Jesús cuando pregunta
a dos de sus discípulos: «¿Sois capaces de beber el cáliz que yo
voy a beber o de ser bautizados con el bautismo que yo voy a re-
cibir?» (Me 10, 38). Vencemos por su fuerza, a ejemplo suyo
y totalmente en su espíritu — serviciales y humildes, pacificado-
res y pobres de espíritu — nuestros pecados, hasta que un día la
muerte sea nuestro último acto de servicio, que nos liberará com-
pletamente. El bautismo, con que también Jesús fue bautizado.
238
la línea de separación: entre quienes verifican el bautismo de Cris-
to para la muerte en una vida bautismal de servicio (aun cuando
no hayan podido recibir el bautismo de agua; como veremos más
adelante) y quienes viven de acuerdo con las satánicas seducciones
del poder, la inmoralidad y la desidia espiritual (aun cuando hayan
recibido el sacramento que no verifican). Entre quienes tratan de 239-242
hacer verdad la palabra del Espíritu Santo: «Heme aquí», y quie-
nes viven según la palabra del tentador: «No serviré.»
¿ Se trata, pues, de una línea divisoria ? Desde luego que sí.
Pero fijémonos otra vez por dónde v a : a través de mí mismo. Una
porción de mí mismo dice: «No serviré»; otra: «Heme aquí.» El
Espíritu bueno y el espíritu malo tienen sus frentes, sus líneas de
combate dentro de mí. Sin duda hay hombres que están casi de todo
en todo poseídos del espíritu malo; sin embargo, por lo que a las
personas atañe, no podemos ni debemos juzgar. ¡ Quién sabe qué
llamita de bondad, de servicio y, por ende, de contacto con Jesús
queda aún en muchas vidas aparentemente rebeldes, egoístas y
corrompidas! Jesús no extinguirá ciertamente ese «pabilo hu-
meante».
¿ Cambia uno sensiblemente por el bautismo ? A menudo re-
presenta un fuerte impulso de crecimiento y pureza. Pero también
puede ser que de pronto no se note cambio alguno. No importa.
Hay que guardarse de ver el bautismo como algo aislado, como
un acto por sí. El bautismo es un comienzo. Se inserta en un
todo, en una vida entera, y esta vida no debe verse tampoco
como algo aislado, sino en el conjunto de la vida de toda la
Iglesia. Entonces se descubre una corriente ancha y profunda de
bondad y servicio callado a lo largo de los siglos. La nueva ino- 225
cencia creada por el Espíritu Santo, la personalidad renacida de
tantos millones de hombres ha renovado realmente la faz de la
tierra. No podemos ni imaginar cuál hubiera sido la dureza de co-
razón de la humanidad sin el bautismo traído por Jesús.
Es de antiguo doctrina católica que los cristianos bautizados
fuera de la Iglesia católica reciben realmente el bautismo. Éste es,
junto con nuestra condición de hombres, el más fuerte y hondo
fundamento de la conciencia ecuménica.
¿ Y los otros f
Ahora tenemos que volver a un punto del que ya se ha habla-
do antes. Hemos hablado de la bondad, del espíritu de servicio y
optimismo que puede darse en los no bautizados. ¿Puede repre-
sentar todo ello un contacto real con Jesús, sin necesidad del bau-
tismo de agua?
Desde luego, por el mero hecho de haber nacido, tienen con- 85
239
tacto con Jesús. En efecto, Jesús es para ellos su semejante. La
Iglesia cree que, si son de buena voluntad, participan de la re-
dención de Jesús. La fidelidad a la misión de su vida, el servicio
hasta la muerte, los bautiza con el bautismo con que fue bautiza-
do Jesús. Cuando alguien, que no está bautizado, es matado ex-
presamente por causa de Jesús, es lo que se llama bautismo de
sangre. En otros casos se habla de bautismo de fuego o de deseo,
aunque se trate de un deseo inconsciente. Todo el que es obe-
diente hasta la muerte, recibe el fruto del bautismo cristiano. Este
«bautismo de los no bautizados» no es algo puramente interior.
278 Es la buena disposición y espíritu de servicio de todo su vivir y
morir.
240
dan los padres una señal inequívoca de que quieren que sus hijos
sean admitidos y criados en la Iglesia.
Una cuestión se impone. El niño no tiene aún conciencia y no
es, consiguientemente, capaz de conversión ni de fe personal. ¿ Cómo
puede recibir el sacramento que es signo de la conversión y de
la fe?
El niño recibe este sacramento de la manera como vive en lo
demás: en dependencia de los adultos. Cristo ha dado la salvación
socialmente, no aislada; no a personas sueltas, sino a un pueblo.
Como todo rebaño tiene sus crías, así todo pueblo que crece tiene
sus niños, seres pequeños, cuya existencia humana está enteramen-
te sostenida por la de sus mayores. De ahí que los niños no sean
bautizados por tener personalmente fe, sino porque nosotros en-
contramos muy natural transmitirles nuestra fe. Introducimos a
los niños en nuestra propia fe, los introducimos en la fe de la
Iglesia.
Aquí hay que decir también que el bautismo no debe separarse
del conjunto. A su manera infantil, aunque auténtica, los niños
quedan, por el bautismo, llenos del Espíritu Santo y de su gracia,
son incorporados a Cristo y consagrados para un servicio y muer-
te redentora y para la vida eterna. Pero después es necesario des-
arrollar todo esto, mediante una educación cristiana. El bautismo
no debe mirarse, ni teórica ni prácticamente, aislado de esta edu-
cación. Cabe preguntar si los niños que han sido bautizados en
fuerza de la costumbre dominante, pero luego no han sido educa-
dos conscientemente según el cristianismo, pueden llamarse real-
mente cristianos, verdaderos miembros de la Iglesia. Por esto exi-
ge ésta la garantía de una educación cristiana.
241
venir a nosotros a través de la comunidad eclesial, incluida de la
que está ya en la gloria.
El bautismo interesa no sólo a los padres, sino también a la
Iglesia en general. El bautizando es «presentado» por los padri-
nos, que, durante la ceremonia, llevan al niño (a lo tocan) ; a no
ser ques lo hagan el padre o la madre. Después de los padres, pa-
drino y madrina representan a la comunidad de la Iglesia y parti-
cipan de la responsabilidad en la cristiana educación de su ahijado.
Deben tener por lo menos trece años.
242
admitir un camino por el que los niños sin bautismo alcancen la
salvación. No sabemos en qué consiste este camino. En todo caso,
sabemos que están en Cristo.
SIGNOS DE VIDA
243
319-333 nalmente el Señor la noche que iba a padecer. Para mostrar y
realizar su misión con nosotros, aprovechó una realidad de la vida
humana: una comida en común (un hecho capital, que se repite
constantemente): tomó el pan y dijo: Esto es mi cuerpo.
Pero el Señor no obra solamente entre nosotros por la euca-
ristía, siquiera sea ésta el más excelente sacramento de su pre-
233-243 sencia. Cuando un niño nace o un hombre es admitido en la Igle-
sia, ahí está para ellos el sacramento del bautismo. Para el bauti-
zado que llega a la madurez cristiana está la confirmación. Si
247-249 hombre y mujer se prometen fidelidad para toda la vida, su con-
376-377 sentimiento es signo de la presencia de Cristo. La encomienda del
348-349 oficio pastoral es gesto suyo: la ordenación. Nunca nos deja el
Señor sin un signo de su vida, ni siquiera en el pecado, pues te-
438-444 nemos a nuestra disposición la confesión. Y en una tan profunda
449-450 realidad de nuestra vida como es la enfermedad, permanece tam-
bién con nosotros en la unción de los enfermos.
244
Sencillez de los signos
Para significar estos encuentros o unión del Señor con nosotros
en los puntos cruciales de nuestra vida, se han escogido cosas ele-
mentales de nuestra existencia: agua, pan, vino, óleos, una im-
posición de manos, la pronunciación de un «sí», la confesión de
una culpa. Todo tan familiar y sencillo como lo fue la vida.de Je-
sús en Palestina.
Precisamente los signos de nuestro diario existir pasan a ser
signos del Señor resucitado y de la nueva creación.
La relación de los signos con las cosas terrenas resalta par-
ticularmente cuando el ministro sabe ejecutarlos dándoles relieve.
Pero al mismo tiempo debe manifestarse, con toda sencillez y so-
briedad, su eficacia para producir una nueva existencia. Lo ordi-
nario pasa a ser signo. Bautizarse no es tomar un baño; la euca-
ristía no es hartar el cuerpo. El bautizado se lava ya en un mundo
nuevo, y es en un mundo nuevo donde come la comunidad.
También forma parte del sacramento el proferir algunas pa-
labras en fórmulas breves y concisas. Las palabras lo hacen ver-
dadero sacramento, pues ellas dan forma, orientación y claridad
al gesto.
La forma del sacramento no está rígidamente fijada. Se ha des-
arrollado a lo largo de los siglos y a veces puede aún variar. El
signo puede ampliarse con ceremonias llenas de sentido o redu-
cirse a lo esencial. Son posibles, por tanto, algunos cambios, pues
no se trata de fórmulas mágicas que pierden su eficacia si se cam-
bia una sola letra.
La Iglesia ha conservado estos signos con la fidelidad con que
se transmite lo que se ha recibido; pero también con flexibilidad,
ya que han de ser presentados en forma significativa.
¿Símbolo o realidad?
Alguien pudiera preguntar si los sacramentos son símbolos o
realidad. La eucaristía, por ejemplo, o el bautismo ¿son un signo
o una realidad auténtica ?
Las dos cosas. Los sacramentos son —digámoslo primero —
signos. El pan significa el deseo que Jesús tiene de alimentar-
nos y de unirse con nosotros. El agua significa el nuevo naci-
miento. Los sacramentos son signos que indican la presencia de
Jesús (es decir, el Espíritu Santo y la gracia). Pero la cosa no
para ahí. Los sacramentos significan y dan. Realizan realmente lo
que simbolizan. La eucaristía es alimento que nos da el cuerpo de 165
Cristo; el bautismo es regeneración o nuevo nacimiento. Lo que 233-236
simbólicamente se indica, es realmente dado.
245
Los sacramentales
Digamos ahora, para terminar, unas breves palabras sobre los
sacramentales. Desde muy antiguo acostumbró la Iglesia a dar su
bendición a los hombres y a lo que los hombres hacen o utilizan:
un nuevo trabajo, una vivienda, utensilios, alimentos, etc. La ben-
dición de la Iglesia es una súplica a Dios para que Él conceda
dicha, gracia y bendición. Estas oraciones no son recitadas por
uno cualquiera, como individuo, sino por quien tiene autoridad
como representante de una comunidad. Así, en una familia, la
bendición de la mesa la dicen el padre o la madre. Y las bendicio-
nes en nombre de toda la comunidad eclesial (que frecuentemente
tienen fórmulas fijas) están reservadas a los sacerdotes.
Cuando por la bendición se destina una cosa para el servicio
especial de Dios (una iglesia, una campana, un cáliz, el agua, un
rosario), el acto se llama, según los casos, bendición o consagra-
ción. La oración empleada pide a Dios que del objeto bendecido
o consagrado emane bendición para quienes lo usen; que sean lu-
gares de encuentro con Dios. Y nos atrevemos a ver lo santo en
cosas tan ordinarias, porque los sacramentos de Jesús nos hacen
ver que las cosas de este mundo no dejan de tener relación con
el reino de Dios.
Pero debemos considerar, naturalmente, que los sacramentales
no nos procuran un contacto con lo divino, tan profundo y cier-
to como los sacramentos. Tampoco son tan constantes como ellos,
sino que varían mucho. Son realmente como la calderilla de la
sacramentalidad, una orla, a menudo pintoresca, de la vida sacra-
mental, en estrecha dependencia de los usos locales.
En nuestro tiempo, con frecuencia somos sensibles a los signos
de Dios no precisamente en lugares consagrados, sino dondequiera
que se hallen: veremos un signo en el agua, cuando el sol irrum-
pe en la cocina y se refleja en el agua del barreño en que flotan las
verduras, o cuando el mar rompe sus olas sobre la arena de la
playa. El que en todo eso podamos ver una vislumbre de la gloria
de Dios, se debe también a la existencia de los sacramentos.
246
LA •CONFIRMACIÓN
Liturgia de la confirmación
Imponerle a uno las manos en nombre de Dios, quiere decir
llamarlo a la esfera de lo divino. Con este gesto daban los após-
toles a los cristianos el Espíritu Santo. Pedro y Juan «les iban
imponiendo las manos y recibían el Espíritu Santo» (Act 8, 17).
Aun ahora, cuando llega el cristiano a la madurez, se ejecuta sobre
él este signo, que se llama confirmación, es decir, fortalecimiento.
Es el sacramento que completa el bautismo.
Con las manos extendidas dice el obispo sobre el confirmando:
247
Conexión con el bautismo
Pudiera preguntarse qué significa propiamente el que en la
confirmación recibamos el Espíritu Santo. ¿ No lo poseemos ya por
el bautismo'
Lo uno no excluye lo otro Lo que se nos ha dado en el bau-
tismo, es fortalecido en la confirmación La confirmación es nuevo
Pentecostés que corona al bautismo Primitivamente, y aun actual-
mente en oriente, la confirmación se administraba inmediatamente
después del bautismo Como Jesús fue ungido por el Espíritu San-
to al momento de salir del Jordán, y como a poco de salir del
sepulcro insufló el Espíritu sobre sus apóstoles (y como se unge
uno con perfumes inmediatamente después del baño) , así, después
del bautismo, en el que se trata preferentemente de la purificación,
se celebra una vez más, con rito particular, la alegría y fuerza del
Espíritu Santo.
Cuan estrechamente están relacionados el bautismo y la con-
firmación, se ve por el hecho de que, en occidente, en que la
confirmación no se administra inmediatamente después del bau-
tismo, al final de éste se alude al don del Espíritu Santo me-
diante una ceremonia afín a la confirmación la unción con el cris-
236 ma Esta unción no es aún la verdadera confirmación, pero su
semejanza es evidente
248
timonio de la fe. «Todo cuanto deseéis que os hagan los hombres,
hacedlo igualmente vosotros con ellos» (Mt 7, 12). «Cuando os en-
tregaren, no os preocupéis de cómo o qué habéis de decir... pues
no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro
Padre quien hablará en vosotros» (10, 19-20).
La confirmación confiere al cristiano una misión de testimo-
nio y servicio de la palabra. Lo hace adulto y responsable, a cada
uno en su propio ambiente.
Algunas particularidades
El hecho de que la confirmación sólo pueda ser administrada
por el obispo (fuera de peligro de muerte, en tal caso la puede
administrar el párroco o el capellán del hospital), tiene un pro-
fundo sentido. El obispo es el representante del Espíritu, puesto
por Dios, y el ministro propio de los sacramentos.
Él administra el sacramento del Espíritu, que es complemento
del bautismo. Al hecho de no poder venir el obispo sino de tiem-
po en tiempo se debe que la confirmación se administre siem-
pre a grupos muy numerosos y no se ligue a fechas determina-
das del año ni de la edad De ahí que difícilmente adquiera el
debido relieve. Razón de más para que padres, maestros y sacer-
dotes rodeen la confirmación de buenas explicaciones y confor-
men reverentemente su celebración litúrgica. De hecho, la confir-
mación se recibe la mayoría de las veces en edad escolar.
En algunos lugares existe la costumbre de añadir un nuevo
nombre al confirmado Más razonable sería considerar despacio, 242
en la instrucción sobre la confirmación, el nombre del santo reci-
bido en el bautismo Tampoco tiene sentido tomar padrinos en la
confirmación, a no ser que se llame a los que lo fueron en el bau-
tismo Esto tendría más sentido
Con todo lo que llevamos didio hasta aquí, hemos descrito la gé-
nesis y desarrollo de nuestra salvación, desde el comienzo de la
vida hasta nuestra propia entrada en la Iglesia por los sacramentos
de la iniciación, que son el bautismo y la confirmación, de la euca-
249
ristía, el tercero y más grande sacramento de iniciación, hablare-
mos más adelante al tratar de la plenitud de la vida cristiana. Ahora
ha llegado el momento de volver la vista atrás y recapitular, de
la manera más profunda posible, para que recordemos y sepamos
en qué consiste nuestra salvación. Así vamos a intentar hacerlo en
los dos capítulos que siguen. En el presente hablaremos del peca-
do; en el próximo, de la redención.
Culpabilidad universal
Esto, sin embargo, no quiere decir que el hombre no pueda
sentir súbitamente, en sí mismo y en el mundo en torno, la con-
ciencia de una profunda y oscura culpa que lleva adherida: ine-
vitables guerras, que brotan como úlceras, a pesar de que casi
nadie las quiere; la soberbia del capitalismo y colonialismo, el
envenenamiento de la atmósfera social por la lucha de clases y
el odio de razas. En el seno de esta Europa tan culta perecieron
recientemente seis millones de hombres en las cámaras de gas, por
el solo crimen de pertenecer a otra raza.
Nuestra incapacidad egoísta de amarnos mutuamente es parte
de esa culpa universal; no menos lo es nuestra negligencia en
cambiar de vida y pensamientos. También nosotros hacemos mal
a los hombres, también nosotros contribuimos al mal inmenso del
universo. Nuestras manos no están limpias. «El mundo entero se
siente reo de culpa ante Dios» (Rom 3, 19).
A veces se ha querido explicar todas estas miserias como una
imperfección inherente a nuestra evolución natural; no se trataría
de pecado, sino de falta de madurez. Se ha pretendido que la
causa de las malas acciones son sólo las aberraciones psíquicas. Sin
embargo, por mucho de verdad que puedan contener tales explica-
250
ciones, en momentos críticos se ve claro que son demasiado llanas,
demasiado limpias para decir todo lo que el hombre experimenta:
la gran incapacidad de amar, incapacidad ineludible y, no obstan-
te, culpable.
251
El mensaje de Gen 1-11
La Sagrada Escritura habla del pecado original de manera cla-
rísima en los capítulos 1-11 del libro del Génesis y, sobre todo, en
el capítulo 5 de la carta a los Romanos Gen 1-11 contiene las
primitivas narraciones de Adán, Caín, Noé y la torre de Babel
Sabemos que no se trata aquí de describir hechos históricos ais-
lados La intención es más profunda Mediante relatos simbólicos
se describe el meollo de toda la historia de la humanidad, incluida
la del porvenir Adán es el hombre, a Caín lo podemos ver en
el periódico y tal vez viva en nuestro propio corazón, Noé y los
408 constructores de la torre de Babel somos nosotros mismos.
45 En los capítulos 1-11 describe el Génesis los elementos funda-
se 57 mentales de toda vida humana con Dios Hasta el capítulo 12,
372 que trata de Abraham, no empezamos a distinguir figuras histón-
4o cas del pasado ¿Cuál es, pues, el mensaje que contienen estos
once capítulos'
1 Dios crea y da el crecimiento, como lo proclaman el poe-
ma de la creación (Gen 1) y las grandiosas genealogías (que no
deben tomarse al pie de la letra)
2 Muéstrase también que el hombre está destinado a la amis-
tad con Dios, como lo da a entender la historia del paraíso terre-
nal (Gen 2)
3 El tercer elemento es el pecado humano Por amarga ex-
periencia propia, hubo de conocer y reconocer Israel esta cons-
tante de la historia humana Por cuatro veces describe una caída
la historia primitiva la comida del fruto prohibido, el fratrici-
dio, la corrupción de los contemporáneos de Noé y la construcción
de la torre de Babel Estos actos son símbolos de nuestros grandes
pecados
4 Pero Dios no deja al hombre solo Ya en Israel se muestra
como el Dios incomprensiblemente misericordioso Lo mismo dan
a entender las historias primitivas A cada caída sigue una mani-
festación de la gracia Al expulsarlos del paraíso, Dios da vesti-
dos a nuestros primeros padres y les promete que la descendencia
de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente Caín recibe un
signo para que nadie lo pueda matar En la historia de Noé, el
elemento de salvación ocupa casi todo el espacio E inmediata-
mente después de la torre de Babel comienza la historia de Abra-
ham, principio de la gran restauración que traería el Hijo de Dios
La historia primitiva es un mensaje eterno sobre los más pro-
fundos elementos de nuestra vida con Dios 1) la creación, 2) la
elección, 3) el pecado, 4) la redención.
252
El mensaje de Rom, 5
En el Nuevo Testamento se ve aún más claramente que el men-
saje de Dios contiene estos elementos. Pero es sobre todo Pablo,
quien en el capítulo 5 de la carta a los Romanos, nos lo presenta
en toda su profundidad. A primera vista, parece como si en este
pasaje quisiera acentuar ante todo el hecho de que el pecado entró
en el mundo por un solo hombre. Pero esta repetición constante,
como de un eco, de la palabra mw, en que Pablo partía de la ima-
gen contemporánea del mundo, es mera forma literaria, no el
mensaje en sí mismo. Lo que este trozo, de difícil interpretación,
quiere expresar, es hasta qué punto reina en la humanidad el pe-
cado juntamente con la muerte, y hasta qué punto ha sobreabun-
dado la gracia, la reparación juntamente con la vida eterna al venir
Jesús al mundo.
253
468 Pero nuestra imagen del mundo se ha modificado entre tanto.
Ahora tenemos una perspectiva amplia sobre el remoto pasa-
do. Y vemos que, comoquiera que fuera, el mundo se halla en
movimiento ascendente, en crecimiento. Nuestra visión del mundo
no es ya estática, sino dinámica. Ello quiere decir que la explica-
ción real no está en los orígenes, sino en el curso y consumación.
En lugar de decir: Dios ha creado, vale más decir: Dios crea.
Si, hablando a lo humano, retirara su mano creadora de nosotros,
nada existiría. Dios no es el carpintero que puede volver las es-
paldas a la obra que ha hecho. El universo entero subsiste en
Dios, depende de Dios. La creación crece en sus manos. Todo el
curso de las cosas es obra suya, y sólo esta totalidad dará la ex-
plicación y hará ver que «todo es muy bueno» (Gen 1," 31).
Por tanto, los orígenes son para nosotros menos importantes
que antaño. Aún respecto del pecado sucede así: no hay que dar
significación particular al conocimiento de un primer pecado. No se
trata principalmente de que el hombre haya pecado y esté corrom-
pido; el hombre peca y se corrompe. Tenemos el pecado de Adán y
Eva más próximo de lo que pensamos: está en nosotros mismos.
254
la sinrazón, el contrasentido en sí. De ahí que también en la
historia de la humanidad sea incomprensible el comienzo del mal.
Sin embargo, el mal existe, y existe contra la voluntad de
Dios. Pero Dios — así lo creemos — tiene poder para sacar bien
del mal (cf. el último capítulo).
Culpabilidad colectiva
Tornemos de nuevo a la Sagrada Escritura y veamos lo que
dice en otros pasajes sobre la culpa del hombre.
En cierto sentido, la Sagrada Escritura es una historia del
pecado. Después de los relatos de Génesis 1-11, sigue la historia
del pueblo escogido, que una y otra vez aparece como de dura cer-
viz, apóstata, «adúltero», como una «esposa infiel» (Os 1-3). Sor-
préndenos que se llame pecador al pueblo en conjunto. Otros pa-
sajes posteriores de la Sagrada Escritura encarecen sin duda la
responsabilidad personal; sin embargo, en el fondo existe siempre
la conciencia de que el pecado es cosa de todo el pueblo.
También Jesús permite pensar en una solidaridad en el peca-
do, cuando dice, por ejemplo, a los fariseos que cometen sus crí-
menes para que «así caiga sobre vosotros toda la sangre inocente
derramada sobre la tierra» (Mt 23, 35). Y de las palabras de Juan:
«Éste es el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo»
(Jn 1, 29), cabe deducir que el mal de la humanidad es conside-
rado como un gran pecado único. No se habla allí de los «peca-
dos», sino del pecado del mundo.
Tratemos ahora de comprender esta solidaridad en el mal, con-
siderando los grados de contagiosidad de nuestros pecados.
255
En primer lugar, tenemos las dolorosas consecuencias. Un
hombre puede herir a otro.
Es un pensamiento espantoso; pero más espantoso aún es el
que se pueda contagiar a otro con el mal, con el pecado mismo. Es
el mal ejemplo, por el que el bien se ahoga en germen y, además, el
mal aparece como realizable. Y si el mal ejemplo va acompañado de
fuerza seductora, nos hallamos ante la peor forma de escándalo,
que arrancó de Jesús una de sus más impresionantes sentencias:
«Si uno es ocasión de pecado para cualquiera de estos pequeños
que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una rue-
da de molino de las que mueven los asnos, y lo sumergieran en el
fondo del mar. ¡ Ay del mundo por los escándalos!» (Mt 18, 6-7).
La fuerza contagiosa del pecado se ve aún más claramente
en la destrucción del sentido de los valores. Una familia de ava-
rientos engendra avarientos; la cosa es evidente; una sociedad
egoísta propaga como peste el egoísmo; el colonialismo produce
explotadores y el racismo cámaras de gas.
Aludimos a grupos determinados: pero si lo miramos más des-
pacio, veremos que el mundo entero es un ambiente único de
educación. Ahora bien, es doctrina de la Escritura que en el mun-
do reina el pecado. Hay en él un estado por el que los valores están
oscurecidos en toda la humanidad, y más oscurecido que otro al-
guno el valor supremo del amor.
Aversión a Cristo
Este estado o condición pertenece al hombre mismo. No nos
viene de fuera. Lo llevamos realmente dentro, pues pertenecer al
género humano es esencial a todos. Todo hombre lleva adherida a
su ser una profunda rebeldía contra Dios, anterior a su actos
personales e ingrediente de todos ellos; una repugnancia contra
el amor verdadero. No es que en todo aspiremos deliberadamente al
mal. Pero, si miramos a la cruz de Jesús, ¿quién no tendrá que
confesar que su vida no está en armonía con ese amor? Donde
Dios muestra su amor y su corazón, nos percatamos de que nos
quedamos cortos, y hasta que nos resistimos y mostramos mala
gana. Nos sublevamos.
Hay en esto algo de satánico (cf. Me 8, 33). No sentimos lo que
Dios quiere, sino lo que quieren los hombres. No queremos el
amor de Dios ni el amor del prójimo llevado hasta su extremo.
Nos cerramos a la intimidad de Dios, al paraíso de Dios, y, por
nosotros mismos, somos impotentes para obrar de otro modo.
Esta impotencia no deja de tener culpa. Cierto que las posi-
bilidades de nuestra libertad son limitadas; pero aún nos queda
libertad, y con ésta resistimos a la vida divina, a la alegría
256
y al amor a que hemos sido llamados. Esta solidaridad con la
culpa es algo que el hombre no puede dilucidar totalmente. El
mal es siempre oscuro. Ni siquiera antaño se creia haberlo enten-
dido enteramente. Entonces se buscó la solución en la propa-
gación de la naturaleza humana por generación corporal a par-
tir de Adán pecador. Sin embargo, esta explicación del carácter
colectivo del pecado no pertenece, en sí misma, a la revelación
divina. La unidad real del género humano no la pone la Escritura
en la ascendencia («griegos, bárbaros o judíos»), sino en el llama-
miento por un Padre único. La solidaridad en el mal está situada
igualmente a este mismo nivel, pero en la negativa del hombre.
No viene a nosotros sólo por generación, sino por todos lados,
por todos los caminos por los que se relacionan los hombres. El
pecado que contagia a los otros no fue cpmetido por un Adán al
comienzo de la humanidad, sino por Adán, el hombre, por cada
hombre. Es «el pecado del mundo», en que entran también mis
pecados. Yo no soy un cordero inocente, sino corrompido por los
otros. También yo coopero en la corrupción.
257
El poder extraordinario de la gracia
Este pecado, el mayor de todos, tuvo por contrapartida, por par-
te de Dios, la redención El «no» más brutal puso en boca de
Dios el «sí» más incomprensible. De este modo, el bien es más
fuerte que el mal en el mundo Donde abundó el pecado, sobre-
abundó la gracia Puesto que tenemos tal redentor por hermano
nuestro, podemos confiar que, en la humanidad, ya desde los pri-
meros tiempos, el bien obra más fuertemente, más contagiosamente
que el mal
También esto se puede deducir de la Sagrada Escritura, ya que
si es una historia del contagio del pecado, lo es en grado mayor
de la acción contagiosa de la gracia. A veces obramos como si
el bien que hay en nosotros fuera estrictamente propiedad per-
sonal nuestra; pero sepamos ver que nuestra bondad también la
poseemos en común con una solidaridad que confiamos es más
fuerte que la del pecado
He aquí la razón por la que los autores de este libro — si se
les permite aludir alguna vez a sí mismos — se atrevieron a escri-
birlo Aunque saben que algo de su herencia de pecado y aversión
a Dios puede haberse infiltrado en sus páginas, confían, no obs-
tante, que en ellas operarán aun con mayor sobreabundancia las
fuerzas de bondad y gracia que a ellos llegan provenientes de la
humanidad y de la Iglesia.
Es por causa de esta mayor fuerza de la gracia sobre el mal
por lo que la revelación cristiana puede llamarse a sí misma bue-
na nueva
258
I Cuál es, en este tema, el mensaje de la fet
¿Cuál es, en suma, el mensaje de Dios contenido en este capítu-
lo ' Ünicamente el mensaje bíblico 1 ° El género humano fue creado
por Dios 2 ° Fue llamado a una íntima participación de su vida.
3 ° Culpable en su totalidad y solidariamente, no corresponde a los
designios de Dios 4 o Dios quiere liberarnos y sanarnos Su sal-
vación es restablecimiento, restauración
Hemos expuesto este mensaje de acuerdo con nuestra actual
visión del mundo un mundo en crecimiento y evolución Como el
autor bíblico anunció el mensaje de acuerdo con su visión del
mundo, así lo hacemos hoy nosotros de acuerdo con la nuestra
Lo cual es posible, pues en ambos casos se trata del mismo men-
saje, de los mismos cuatro elementos, del mismo misterio divino,
que nos ha sido revelado
259
269-273 Pecado y muerte, perdón y vida
En participar nuestra visión de la muerte se enlaza misteriosa-
mente con el pecado. La Sagrada Escritura lo expresa a veces di-
9-u ciendo que por el pecado entró la muerte en el mundo. Mas como
254 los orígenes no son claros para nosotros, tampoco lo es el origen
de la muerte biológica. Sin embargo, si consideramos el curso de
la historia de la salud, veremos que, además del pecado, también la
muerte ha perdido su aguijón. La resurrección de Jesús anuncia,
en efecto, no sólo el perdón, sino también la vida eterna. La con-
sumación de la historia humana traerá consigo, juntamente con la
victoria completa sobre el pecado, la total victoria sobre la muer-
te. Todo humano que haya querido liberarse del pecado, oirá de
boca de Jesús las palabras dichas al buen ladrón sobre la cruz:
«Hoy estarás conmigo en el paraíso.»
LA REDENCIÓN
260
que amortigua el choque del inevitable desengaño. O ser tanto más
bueno y abierto cuanto el mundo es más malo y cerrado... Miles
y miles de posturas personales por las que tratamos de escapar a
nuestra limitación humana.
En la humanidad han aparecido varias doctrinas de redención,
en que millones y millones de hombres han hallado el sentido más
profundo de su existencia. Las más importantes son sin duda
el hinduismo, el budismo, el islam, el humanismo occidental y el
marxismo; grupo aparte: el judaismo y la Iglesia de Jesús.
Vamos a tratar brevemente de cada una y hacernos frente
a ellas la pregunta de si redimen realmente al hombre entero, o
queda una parte de nuestro ser, con sus deseos infinitos, irredenta
y entregada al azar.
Nos hacemos esta pregunta como creyentes en Cristo; pero, en
la respuesta, no apelamos como criterio a la fe cristiana. Res-
pondemos sencillamente partiendo de nuestra condición humana
(sensibilizados, es verdad, por los valores cristianos, pues siendo
nosotros cristianos, no es posible hacerlo de otro modo).
261
El islam
Totalmente distinta es la actitud del islam. El destino terreno
no es para ellos una apariencia. Viene de la mano de alguien que
es misericordioso y lleno de gracia, de mano de Alá, el Dios uno.
Es Dios viviente y consciente, omnipotente y bueno. Es absoluta-
mente uno (unitario, no uno y trino).
Todo depende de Él. Esto lo enseña también el cristianismo.
Pero en el islam — a diferencia de la concepción cristiana—, esto
quiere decir que nada natural posee actividad propia. Según la
teología tradicional del islam, las leyes naturales de este mundo,
las leyes del bien y del mal en la conciencia, na han recibido de
Alá ninguna causalidad propia. Él las dirige de manera absoluta-
mente inmediata, y también de manera absolutamente arbitraria.
Si quisiera que mañana las cosas fuesen otras, ley serían. Nada se
lo impide, sino su propia voluntad. De ahí que tarnpoco la vida mo-
ral tenga su punto de partida en el corazón del hombre. Viene
inmediata y exclusivamente de la voluntad de Diog. En el islam no
puede hablarse de una noción profunda de peca.do ni de gracia.
Cumplir determinados deberes perfectamente definidos: eso es todo.
Si se mira al destino terreno, la fe en el Dios misericordioso,
dador de toda gracia, significa por de pronto afearía. Aíguien que
es bueno, lo dirige todo. La vida no es sólo apariencia y dolor,
como para el budista.
De este modo, el islam puede ci;ear un climfi de alegría. Es-
timula a sus seguidores a llevar al mundo al conocimiento de
Alá. Formas refinadas de vida florecieron bajo §[ islam.
Esta alegría sube todavía de punto, por la promesa que se
hace a los creyentes de una eternidad, que es continuación ideali-
zada de la existencia terrena.
262
Cabría preguntar, respecto del islam, si no puede hallarse en
el Corán un fundamento teológico para el progreso. En muchos
países musulmanes se está buscando. Pero, hasta el presente, hay
que decir que en la visión de Dios y del mundo propia del islam
domina el fatalismo.
El humanismo
274-:
Las doctrinas de redención que acabamos de esbozar, proceden-
tes de la India y de Arabia, tienen muy pocos partidarios en nues-
tros propios países de occidente. ¿ Es porque en ellos es demasiado
grande la fe en lo terreno? ¿O hay otros motivos para la repulsa?
Comoquiera que sea, en occidente ha surgido, al margen del
cristianismo, otra postura completamente diferente ante el dolor
y la miseria: el humanismo. Como grupo, no niega ni afirma la
existencia de Dios; pero la tiene por harto incierta para poder
fundar sobre ella la vida. El hombre tiene que hacerse bueno y
feliz por el hombre mismo. El fatalismo y la miseria deben ser
combatidos con todos los medios de que dispone la inteligencia
humana, la ciencia y la técnica. ¡ No os sometáis al fatalismo
como el musulmán, no impidáis la evolución de vuestro trabajo y
de vuestro amor, como el hindú y el budista! ¡ Haldas en cinta y a
trabajar! En esta actitud animosa y serena parece quedar pros-
crita toda sumisión al fatalismo.
Sin embargo, el problema del destino se yergue ante el activo
sabio humanista con más fuerza incluso que ante el piadoso oriental.
Y es que sordo al deseo de más vida y más ser que brota de la
hondura misma de nuestro ser, el humanista enseña que el hom-
bre no es sino hombre... El deseo de eternidad, de amor perfec-
to, de absoluto, queda amputado. Por lo menos el hinduismo, bu-
dismo e islam dejaban abierto un camino hacia esa meta; el
humanismo se desentiende de estas que llama evasiones.
Ahora bien, el hombre quiere saber por qué y para qué vive. 3-21
Mucho más, si la vida es grande y buena, como lo sintió una vez
un humanista, que había pasado la noche persuadiendo a su vecino
para que no se suicidase. Cuando a la madrugada volvió a casa,
agotado, pero profundamente feliz: «Sentí, dice, la necesidad de
dar gracias a alguien. ¿Es ese al que vosotros llamáis Dios?»
Para el humanista subsiste el problema del bien. ¿De dónde y
adonde va el bien? ¿A desaparecer en la muerte? ¿Es el universo
entero una broma sin gracia ? ¿ Quién nos liberará de una existen-
cia que pide más de lo que da?
El humanismo que concede al hombre el honor de ser hombre,
lo encierra también en la fatalidad de ser hombre. El hombre re-
sulta ser la medida de su redención. No hay otra perspectiva que
263
la de una posible y lenta ascensión de la humanidad; pero de una
humanidad que constantemente se extingue en cada persona.
36 Marxismo
275 Una forma muy definida del humanismo occidental es el mar-
xismo, que afirma explícitamente ser una doctrina de redención.
No deja de tener importancia a este propósito que los padres de
Marx fueran de ascendencia judía, miembros del pueblo que aún
aguarda la venida de un mesías salvador. Lo mismo que en Buda,
el resorte de la obra de Marx fue la miseria humana. La miseria
ignominiosa del naciente proletariado industrial en la primera
mitad del siglo xix lo impulsó a la reflexión.
A diferencia de Buda, Marx no busca la redención en una paz
individual, en la impasibilidad o en la disolución; ni tampoco en
el esfuerzo por ser simplemente hombre, como enseña el humanis-
mo. La redención está para él en un proceso de las cosas bien
definido: concretamente, en el retorno a la relación originaria en-
tre el hombre y la obra de sus manos. En los tiempos primitivos,
en un estado natural, el hombre era dueño de su propia obra. El
hombre se había puesto a sí mismo en esta obra, se había perdido
en ella; pero conservaba el goce y uso de ella, y, por ende, se
conservaba a sí mismo. En este sentido, no se enajenaba a sí mis-
mo. Avanzando, empero, la civilización, la división del trabajo y
la mecanización produjeron un nuevo estado de cosas. Hay hom-
bres que poseen poderosos medios de producción, que son activa-
dos por el trabajo de otros. De esta forma hay quien se hace cada
vez más rico. Posee cosas que él no ha hecho. Él mismo queda
absorbido en estas cosas, que se convierten en prolongaciones de
su persona. En cierto sentido, su persona pasa a ser cosa extraña.
Así se transforma en un ser extraño a su propia yo. Está «alie-
nado».
El trabajador explotado queda igualmente alienado y de ma-
nera mucho más dolorosa. Ha renunciado a sí mismo en la obra
de sus manos. Si conservara esta obra, se conservaría también a
sí mismo. Pero tiene que entregarla, y recibe menos salario que
el que merece. Así queda también él «alienado».
La necesidad de escapar a este estado, parte de los trabajadores.
En ellos está la salvación y el porvenir. Su situación terminaría
por hacerse insoportable, pues —de acuerdo con las previsiones
de Marx para el futuro— la diferencia entre ricos y pobres será
cada vez mayor... hasta que un día explote la bomba, el prole-
tariado asuma el poder, socialice los medios de producción y pro-
clame su propia dictadura.
Después del período de esta dictadura surgirá una sociedad, un
264
Estado ideal, en el que se restablecerá el estado natural primigenio.
El hombre gozará de la obra de sus manos. Se restablecerá la
relación con la naturaleza. Se trabajará a su gusto: «En la socie-
dad comunista, en que cada uno puede desarrollarse en el ramo
que le plazca y nadie tiene un campo de actividad exclusivo, la
sociedad regula la producción general y así hace posible para mí
hacer hoy esto y mañana lo otro. Por la mañana puedo cazar, al
mediodía pescar, por la tarde criar ganado o criticar la comida, sin
convertirme nunca en cazador, pescador, ganadero o crítico si no
en la medida en que me dé la gana» x.
Qué cariz práctico tomará todo eso, no lo dice puntualmente
Marx. Pero amanecerá una nueva alegría. El hombre no pregun-
tará ya por la vida, ni por la muerte, ni por Dios. No se alienará
tampoco rompiéndose la cabeza por cosas tan inútiles. Vivirá ar-
mónica y felizmente en una medida que no nos podemos ni ima-
ginar. Será un hombre nuevo, no alienado de las cosas y de los
otros hombres.
Este nuevo nacimiento tendrá lugar en una crisis, con dolores.
La masa del proletariado tiene que llegar a la extrema miseria
para que se lance a hacer la revolución. Por eso se opone el mar-
xismo radical a las leyes que mejoren la situación existente, pues
no hacen sino retardar la forzosa evolución. Lo único que importa
es favorecer el proceso de la historia, haciendo sentir al proletariado
su situación, predicando la revolución y atizando el odio de clases.
El hombre puede aceptar de buena gana este proceso de evo-
lución, que, en todo caso, es inevitable. La evolución de la huma-
nidad sigue leyes cuyo curso no puede eludir. No se trata de pe-
cado ni de bondad humana. Se trata de conocer el proceso de la
historia. El capitalista no es un malvado, pero está de más. El 287
proletario no es un santo, pero está donde ha de brotar la
salvación.
265
en la totalidad. El «yo», en el marxismo, es propiamente la millo-
nésima parte de un millón de hombres.
Prácticamente, ello quiere decir que el peón puede ser sacri-
ficado en favor del todo (lo cual es cosa distinta del cristiano sa-
crificio de si mismo en favor de los otros). Esto es aterrador. Una
sociedad que estima en tan poco al individuo, que llega a sacrifi-
carlo, se destruye a sí misma. Nadie está ya seguro. El curso de
la historia puede exigir que se liquide a uno. El curso de la his-
toria es el destino, al que nadie escapa en el marxismo. También
aquí es axiomático que el hombre es sólo hombre. ¿Quién lo libe-
rará? ¿El Estado ideal del porvenir?
Y aun cuando éste viniera, ¿podría conjurar el destino? Cuan-
to más magnífico fuese ese Estado, más dolorosa sería la muerte.
¿ Y después de la muerte ? ¡ Tinieblas! Y, sin embargo, siempre
se erguirá el interrogante: ¿ Qué fin, qué causa, qué origen tiene
esa magnificencia ? ¿ Puede el hombre cambiar hasta el punto de
no hacerse esas preguntas?
El gran dirigente socialista holandés Troelstra escribió en 1915:
«El materialismo histórico puede prestar buena ayuda para cons-
truir una nueva visión del mundo, pero no puede pretender ser
una filosofía completa de la vida. Su base es demasiado estrecha y
sus métodos muy unilaterales. Proyecta luz sobre los cambios de
los métodos de producción en cuanto afectan a la sociedad, Estado,
clase y partidos; pero el proceso cósmico en general y los más
profundos instintos y deseos de la persona humana quedan fuera
de sus perspectivas sociológicas. De ahí que deje insatisfechos los
más íntimos deseos del alma y mire la persona humana desde un
solo aspecto, a saber, como una función de fuerzas sociales. Esto
conduce fácilmente a una especie de fatalismo, que se da por
satisfecho con haber dado una explicación sociológica de ciertos
hechos. Ello lleva al "reconocimiento" de la "necesidad" de
ciertos hechos que ofenden la conciencia humana... A la larga,
no puede satisfacer la disposición religiosa del hombre.»
Indudablemente hay en el marxismo una especie de impulso re-
ligioso. De la revelación judeocristiana se han tomado diversos
temas: un futuro «sagrado» como retorno a la finalidad original
de las cosas; un mensaje en que «se cree»; un partido que es un
«pueblo santo»; la idea de un «ahora» considerado como la «ple-
nitud» de los tiempos; un «redentor paciente», el proletariado. Sin
embargo, el contenido de todos estos temas es sociológico y no
da respuesta a las preguntas últimas.
266
El hombre Ubre en el espacio divino
Tratemos ahora de descubrir lo que acontece con la suerte hu-
mana cuando Dios se revela a sí mismo. Nosotros creemos que Dios
se ha manifestado en Jesús. ¿ Qué consecuencias ha tenido esta
manifestación? ¿ H a vencido Jesús nuestro destino?
335
Nuestra impotencia para salvarnos
Pero, a par de esta responsabilidad, la fe cristiana enseña tam- 256
bien que el hombre no puede salvarse por sí solo.
El contacto con Dios, nuestro fundamente, ha sido roto por el
pecado, y nosotros, sin Dios, no podemos restablecerlo. He ahí la
segunda gran característica de redención: el hombre solo no es
la medida de nuestra redención, como enseñan el humanismo y el
marxismo. Ni uno ni otro pueden liberarnos de ser simples hombres
(en estado de evolución). Pero Jesús nos levanta por encima de
nuestra impotencia mediante el don de su Espíritu, que contiene un
nuevo nacimiento: victoria sobre el pecado, vida con Dios y
liberación de la muerte.
267
con todos los medios a nuestra disposición. Nuestro Dios no ad-
mite fatalismo. No hay que admitir resignadamente el pecado ni
la miseria como una fatalidad, o respetarlos como voluntad de
Dios. ¡ N o ! La voluntad de Dios es precisamente que los venzamos.
Ésta es la tarea que confía a la humanidad en su marcha a través
de la historia.
225-226 El cristiano no está llamado a interesarse por el desenvolvi-
miento terreno en grado menor que el humanista o el marxista.
El amor que aprende de Jesús y el convencimiento de que toda
bondad viene de Dios son las razones por las que el cristiano se
siente en la tierra, a fin de cuentas, en su casa más que otro cual-
409-410 quiera. El cristiano lucha contra las miserias de la vida con todo
416-419 lo que tiene a mano.
Cierto que, de hecho, la cristiandad alimentó a veces ideas fa-
talistas respecto de la suerte terrena del hombre. El mirar al cielo
hizo que muchos vieran como su misión más importante combatir
el pecado individual y no vencer la miseria humana en general.
Señaladamente algunos grupos protestantes — aunque no ellos so-
los — se mostraron fatalistas extremos en su conducta, pues se
negaron incluso a la vacunación y a la lucha contra las inunda-
ciones. Se tardó a veces en comprender hasta qué punto está lla-
mada la humanidad al progreso sobre la tierra. Hoy día, con una
visión histórica más amplia de la evolución, comprendemos ya me-
jor que la doctrina sobre el pecado, el amor y la responsabilidad
nos obliga a «dominar la tierra», es decir, a hacerla más humana
y habitable. (Sobre el eventual influjo de otras ideologías sobre la
conciencia cristiana hablaremos más adelante.)
Sin embargo, esta conciencia estuvo siempre viva en la fe
cristiana. Esta fe ponía el mundo en manos del hombre, un mun-
372 do que no era de dioses o espíritus o de una voluntad divina que
descartara la voluntad del hombre. Fuerzas bloqueadas quedaron
así libres. Por eso, no es azar que en la parte precisamente cris-
217 tiana de la tierra se iniciara aquel dominio de las fuerzas naturales
que llamamos ciencia y técnica. Si es cierto que en ocasiones hubo
creyentes que se cerraron contra ese progreso, también lo es que
éste nació de una visión cristiana del mundo en grado mayor de
lo que a menudo se imaginan creyentes e incrédulos.
268
puede crecer mezclada con el buen trigo del auténtico progreso.
Hay pecado y sufrimiento al que no puede llegar el hombre con
toda su energía ni con el más bello progreso. ¿Nos redime también
de esta fatalidad el mensaje de Jesús?
La respuesta fue dada con una palabra que, según vimos, es
la primera y más antigua del cristianismo. Jesús llevó a cabo algo
que no hicieron ni Buda, ni Mahoma, ni Marx ni otro alguno :
resucitó de entre los muertos. Éste es también el mensaje del pre- 174-180
senté libro: Jesús vive. El pecado y la muerte han sido vencidos. El
nifio muerto vivirá, no absorbido por el océano del universo, sino
con vida y amor propios suyos, unido con Dios y con los hombres.
Sin la resurrección nuestra fe no tiene sentido; sin la resurrec-
ción seríamos los más miserables de los hombres, embusteros pre-
cisamente en lo que más importa. La resurrección de Jesús quiere
decir que lo empezado en la tierra se acabará en la gloria. 411
269
Todos andábamos errantes como ovejas,
cada uno tiraba por su camino.
Pero Yahveh hizo caer sobre él
las iniquidades de todos nosotros.
...Plugo a Yahveh quebrantarlo con padecimientos.
Ofreciendo su vida en expiación...» (Is 53, 3-6.10).
270
tremendo .misterio que hombre alguno es capaz de penetrar. Pero
nosotros comprenderíamos erradamente este misterio si creyéra-
mos que el Padre «quería ver efusión de sangre».
271
ha entrado de modo absoluto en nuestro mundo marcado por el
pecado y la muerte; se ha hecho a sí mismo una parte de este
mundo a fin de darnos en él su santidad. Se ha convertido en un
maldito colgado del madero para librarnos a nosotros de la mal-
dición de nuestras transgresiones.
Resumen
Resumamos brevemente cómo nos ha redimido el Señor. Jesús
coge el mal por su raíz, por el pecado. Y lo hace así por su obe-
diencia hasta la muerte. «Por sus llagas hemos sanado nosotros.»
Hay sobre la tierra un hombre bueno. Su espíritu quiere continuar
en nosotros su vida y su acción. Él opera en el hombre el princi-
pio de un nuevo nacimiento. Así pone a la humanidad en acción
contra el pecado y la miseria.
Redímenos además de ser meramente hombres. Hasta el fra-
caso deja de ser un destino solitario, puesto que significa que
«somos sumergidos» juntamente con nuestro Señor y hermano
410-412 Cristo. No se le quita al dolor su amargura, pero sí su fatalidad.
Debemos ante todo atacarlo hasta la postrera posibilidad; pero
luego, cuando ya no es posible más, sabemos que es dolor reden-
tor. Tal es la cualidad que le dio Jesús al pasar por él.
Si contemplamos atentamente una figura de Buda, cuyo rostro
sereno hace casi visible la evasión del dolor, y nos volvemos lue-
go súbitamente a una imagen de Jesús crucificado, percibiremos
por un choque lo ordinario y corriente que es esto último: un
hombre ordinario colgado de un madero. Sufre dolor y muere.
272
Ésta es la redención en que nosotros creemos. El redentor no se
evadió del dolor por la ascesis Pasó por él e hizo del dolor amor.
Hizo de él la cruz santa, los brazos extendidos del que resucitó
de la oscura muerte. La resurrección es la confirmación de la vic-
toria completa de Jesús sobre el hado Por la resurrección se con-
virtió la cruz en el símbolo más divino que la humanidad ha co-
nocido jamás La cruz significa despliegue definitivo de vida: amor.
No desaparecemos personalmente en la muerte, como enseñan
el humanismo y el marxismo, no quedaremos inmersos en la co-
rriente del universo, como se inclinan a pensar el hinduismo y
el budismo Tampoco llevaremos, lejos de Dios, una especie de
vida terrena perdurable, como enseña el islam. Nosotros amane-
ceremos en amor personal de unos a otros y de todos a Dios
En el último capítulo trataremos de explicar la relación que 476-480
en fin de cuentas guarda esta promesa con la revelación del amor
uni-tnno en Dios
273
«Tú sostienes mi mano y me llevas seguro,
pues a mi lado estás tú dondequiera.
Doquiera voy, en ti me apoyo,
pues mi pesada carga tú la llevas...
Nueva esperanza así me envías,
y una vez y otra a un mundo nuevo me conduces,
donde en cada hombre un nuevo amigo reconozco,
y quienquiera que encuentro es mi pariente.
Como un niño dichoso, oh Dios, estoy jugando
en tu mundo querido.
Por eso repite ahora T u k a :
Tu bondad se extiende por doquiera.»
Esta actitud de alegría y amor, que los principios fundamen-
tales del hinduismo no pueden justificar, la vimos también resonar
en el mensaje de Jesús. ¿ No sería posible decir que aquí el Espí-
ritu de Jesús se manifiesta de algún modo?
274
somos dos almas que moran en un cuerpo;
si a mí me veis, veis a él,
y si a él veis, nos veis a los dos.»
275
politeísmo cananeo, puede servir de símbolo para todos los que bus-
can en el mundo a Dios y un buen camino para el hombre. Melqui-
sedec es nombrado todos los días con honor en la celebración de la
sagrada eucaristía, inmediatamente después de la consagración.
Elección
Una pregunta para terminar: ¿A qué se debe que merecieran
las tierras en torno al Mediterráneo y Europa haber sido las pri-
meras, por mucho tiempo las únicas, en poseer la revelación
cristiana?
Esto sería lo mismo que preguntar por dónde mereció Abra-
ham ser llamado el primero, o por qué fueron los judíos el pueblo
escogido. La respuesta es siempre la misma: por la amorosa elec-
ción de Dios. Pero aquí hemos de considerar que la salvación es
240 para todos. No sólo se da a la Iglesia, sino que es dada por medio
de la Iglesia. Los cristianos son llamados a ser una «ciudad sobre
278 el monte», y mostrar así pacientemente que Jesús colma el deseo
más profundo y más grande de todo el que quiere conjurar el des-
tino, de todo el que quiere ser enteramente redimido, de todo el
que quiere ser puro, verdadero, y bueno, de todo el que anhela que
el amor sea lo último y lo más hondo.
VIDA EN ABUNDANCIA
La gracia
Dios quiere que poseamos su Espíritu. Este deseo actúa en el
interior de toda la marcha ascendente de la humanidad. Se mos-
tró de manera particular en la historia de Israel, pero no se re-
170-175 veló plenamente hasta que Jesús, hombre como nosotros, nos dio
su Espíritu.
La riqueza de este don está expresada en la Sagrada Escritura
y en la tradición con diversos términos, que apuntan todos a una
276
misma realidad: recibimos vida divina, somos hijos de Dios, esta-
mos en Cristo, Dios mora en nosotros, somos miembros del cuerpo
de Cristo, recibimos la gracia. Asi se expresa invariablemente, en un
aspecto cada vez distinto, la presencia del Espíritu Santo en nosotros.
277
— en modesta medida— las ediciones de la Biblia a estos magnífi-
cos textos sobre la gracia.
278
124-128
LA FE 228-233
279
127 De la fe hablamos ya al narrar la vida de Jesús. Allí vimos la
grandeza de la fe en el mero hecho de que las gentes sencillas no
van a la zaga de los hombres instruidos. No se trata, en efecto, de
talento intelectual, sino.de la entrega de sí mismo. Una mujer que
abre la puerta al predicador de una religión extraña y se contenta
con decirle: «Nosotros tenemos ya nuestra religión», puede expre-
sar con ello una auténtica fe. Incluso los que se han criado en un
país puramente católico y no se han preguntado nunca si la fe ca-
tólica es la verdadera, pueden también tener una fe muy auténtica.
278 Del don de la fe hay que decir lo que es verdad de todo otro
don: nunca se nos da sin relación con otros hombres. La fe es
algo que atañe a todos. Creemos todos juntos.
Se cree también pura los demás hombres. Ésta es la única res-
276 puesta a la pregunta de nuestro corazón: ¿Por qué creemos nos-
240 otros y ellos no? Lo que se nos ha dado sin mérito alguno nues-
337-338 tro, significa también, de muchos modos, algo para los demás.
280
bre que está en él ? De la misma manera sólo el Espíritu
de Dios sabe lo que hay en Dios. Ahora bien, nosotros
hemos recibido, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu
que viene de Dios, para que conozcamos las gracias que
Dios nos ha concedido. Éste es también nuestro lenguaje,
que no consiste en palabras enseñadas por humana sabi-
duría, sino en palabras enseñadas por el Espíritu, expre-
sando las cosas del Espíritu con lenguaje espiritual.
»E1 hombre puramente humano no capta las cosas del
Espíritu de Dios, porque son para él necedad; y no pue-
de conocerlas, porque sólo pueden ser examinadas con
criterios de Espíritu. Por el contrario, el hombre dotado
de Espíritu puede examinar todas las cosas, pero él no
puede ser examinado por nadie.
La fe como tarea
Nuestra fe no se mantiene sin poner nosotros manos a la obra.
Es algo que se atiende o se descuida. Es decir, la fe es una tarea.
El que reconoce íntimamente la revelación de Dios, tiene aún ante
sí largo camino que andar.
Se trata de llevar a la práctica la más profunda verdad que
uno cree, pero no ve y, a veces, ni siente. La fe es una y otra vez
salto en el vacío. Cuando nos invade el encanto de una tenta-
ción, hay que dar un salto en el vacío si queremos realizar la fe
y contestar que no, es decir, decir que sí a los hombres a quienes
queremos ser fieles, y decir que sí a Dios. En un día de lluvia
porfiada, rodeados de colegas impertinentes, con gritos y discusio-
nes en casa, es obra heroica creer en el Espíritu Santo y, por
ende, en la posible bondad de los otros y la nuestra propia. Cuan-
do estamos abrumados, es obra de fe heroica seguir confiando en
Dios y aceptar el sentido que Jesús dio al sufrimiento.
La fe, pues, no consiste en ser miembro de la Iglesia y conti-
nuar siéndolo inconscientemente. La fe tiene siempre algo que
ver con el momento presente. Es creer que Dios tiene poder en
este momento para no dejarnos solos, que puede en este momen-
to cambiar el curso de las cosas, que puede ahora mismo hacer un
milagro de su amor. «Entonces él se levantó, increpó al viento y
dijo al m a r : "¡Calla! ¡enmudece!" El viento cesó y sobrevino
una gran calma. Luego les dijo: "¿Por qué estáis medrosos?
¿Cómo no tenéis fe?"» (Me 4, 39-40). La fe es superación de la
281
desconfianza del mundo en Dios. Es una de las grandes fuerzas
en el progreso de la humanidad. ¿Es de maravillar que tan fre-
cuentemente recomiende Jesús dar este salto más allá de nos-
otros mismos?
282
por así decirlo Por tanto, la duda es ingrediente esencial de la
certidumbre de la fe.
La duda
Si uno vuelve la vista a sí mismo, cabe preguntarse siempre
¿ No me engañaré a mí mismo, o no seré engañado por o t r o ' Los
períodos de certidumbre pueden alternar con otros de vacilación o
sacudidas internas La fe de muchos hombres es de perenne tran-
quilidad, la de otros se debate, por lo general, entre dudas 1
La presencia de la duda no dice por sí misma nada contra la
certidumbre con que se cree Una duda violenta puede darse la ma-
no con una fe firme como una roca Es más, precisamente una fe
fuerte pasa a menudo por grandes dudas Cuanto más ama uno,
cuanto más totalmente se entrega, tanto más se abandona el pro-
pio yo, tanto más se pone en juego Una fe atribulada sigue siendo
fe plena. La fe real es siempre plena o entera No se puede ser
mitad creyente y mitad incrédulo Desde el momento en que uno
dice Sí, quiero creer, cree plenamente Nadie ha apostatado nunca
de su fe si realmente no ha querido.
El pobre hombre que según el evangelio clamó a Jesús «Creo,
Señor, pero ayuda a mi incredulidad», tenía fe entera Por eso
curó Jesús a su hijo Teresa de Lisieux pasó por espantosas dudas
en su fe antes de morir en su convento a los veintitrés años De
su fe no había quedado más que su última entrega Quiero creer,
ayuda a mi incredulidad. Así, esta humilde monja se hizo una
santa, que merecería un puesto entre los héroes de la fe de los que
habla el capítulo 11 de la carta a los Hebreos En medio de la
gran crisis de fe por la que pasaban sus contemporáneos, desde
los intelectuales a los obreros, sufrió ella este dolor con suprema
entrega de amor, en dos periodos de nueve meses i Cuánta vida
no habrá brotado de aquel dolor y aquella entrega'
Contemplemos al Señor mismo en sus tentaciones del desierto
y en su grito de abandono sobre la cruz En Él vemos mejor que
en parte alguna cómo la duda no suprime la certeza Precisamen-
te en las tentaciones y en la cruz se consuma su entrega
Por dondequiera abramos la Sagrada Escritura hallamos hom-
bres que sufren crisis de fe y confianza Abraham (Gen 22) , el
pueblo en el desierto (Éx 17, 4-7), el pueblo después de la destruc-
ción de Jerusalén (Is 49, 14) , hombres enfermos (Sal 22) , hom-
bres de responsabilidad (Le 22, 31)
1 Aquí empleamos la palabra «duda» para cualquier tentación o dificultad en
la fe, no entendemos, pues, la duda en el sentido en que la entienden algunos textos
de religión, es decir, como resistencia a la entrega en que consiste la fe Sobre el
pecado de la duda en este sentido, cf en la tercera parte «El que no cree»
283
Cada época tiene sus propias formas de crisis de fe. H a habido
siglos en la historia de la Iglesia en que la oscuridad apareció
287-288 más bien como desesperación. Se creía estar condenado para
siempre: Dios no me salva. O se pasaba por un período de es-
crúpulos o angustias de conciencia. Una forma que aparece fre-
cuentemente entre nosotros es el sentimiento de que la existencia
de Dios y del Espíritu de Jesús son pura ilusión.
470-476 La duda puede venir de las más variadas direcciones: ¿ Cómo
se compone la crueldad de este mundo con la bondad de Dios ?
O bien: La salvación que se predica no es para mí. O bien: Dios
2-24 no entra en la experiencia de mi existencia. No me dice nada.
260-276 O bien: Las gentes que no tienen fe, viven tan bien o mejor que
268-337 los creyentes. Sobre parejos interrogantes se habla en otras par-
tes de este libro a la luz de la revelación divina. Aquí sólo nos
preguntamos qué ha de hacer el cristiano en tiempo de duda.
284
Sin embargo, el esclarecimiento no significa siempre la cura-
ción, pues las dificultades de la fe radican en honduras a que no
llega el intelecto Lo absurdo del dolor nos abate o sentimos que
Dios no nos dice nada Y así muchas otras razones A la verdad,
aun entonces, un mejor conocimiento de la fe puede proyectar luz
sobre nuestros problemas y preocupaciones, si comprendemos, por
ejemplo, que Dios lucha a nuestro lado contra el mal o si descu- 470-477
brimos su presencia en nuestras alegrías diarias.
Y, sin embargo, el mero saber no ahonda lo suficiente Puede
haber otra cosa en el fondo Nuestra fe ha podido perder su rum-
bo o vacilar, porque no vivimos ya de acuerdo con ella, y nos
dejamos arrastrar por «las preocupaciones del mundo, la seducción
de las riquezas y toda suerte de malos deseos» (Me 4, 19) Tal vez
hayamos tomado una resolución contra nuestra conciencia, y poco
a poco hemos logrado acomodar a ella nuestra creencia También
ha podido oscurecerse nuestra visión de Dios por alguna perturba-
ción interior, por no haber sido capaces d« amar a los otros, por
habernos permitido aborrecer a nuestro propio padre, etc Son
cosas contra las que el mero pensar no vale para nada 117
i Qué hacer, p u e s ? El remedio está muchas veces en ajustar
realmente nuestra vida a nuestras creencias y humillarnos en la 3 19
medida en que no lo hemos logrado. A otros se les pedirá mayor 228 230
apertura y vigilancia para descubrir a Dios en todos los aconte-
cimientos.
Y queda aún la oración, acto mucho más vital que la refle- 113-122
xión Clamar al mismo en quien creemos, por más que la fe en
Él sufra tribulación Para ello, hay que precaverse contra la 293-307
insinceridad, no esconderse, por así decirlo, entre discursos y ora-
ciones A veces, la única oración posible será ésta «Señor, si
existes, dámelo a conocer » A veces, esto es más sincero que re-
flexionar sin orar El que sólo reflexiona, cubre muchas veces su
oración con discursos, porque no cuenta ya con la posibilidad de
que su oración sea escuchada.
Pero, a veces, la superación de la duda necesita otros proce- 362 363
dimientos exige que uno normalice las relaciones con sus seme-
jantes El hombre que choca con todos, que no sabe entregarse
confiadamente, que vive humanamente aislado — acaso por incapa-
cidad completamente inculpable — muchas veces sentirá la fe como
algo imposible Y caso que crea en Dios y en Cristo, su fe carece
casi en absoluto de calor y calidad En estas condiciones, pensar
en Dios sólo es una manera de permanecer aislado El remedio
sería que otros se acercaran a él con calor y amor, y así le devol-
vieran la posibilidad de creer en la vida, de creer en los otros, de
creer en el Señor.
Alguien ha dicho en una ocasión Hay tantos modos de orar
285
como hombres. Lo mismo se podría decir seguramente acerca de
las dificultades' en la fe. De ahí la imposibilidad de dar consejos
de validez universal. Pues también puede haber gentes que no
deban ya precisamente concentrarse en Dios, sino liberarse de una
concentración que ha venido a ser obsesiva y vivir simplemente,
sin privar a sus incertidumbres de ninguna posibilidad de arreglo.
«Si Dios existe y el cristianismo no es una ilusión, la fe en Dios
puede muy bien sobrellevar la duda» (H.M.M. Fortmann). En tal
caso, no se hace otra cosa sino ser sincero con los demás ni otra
oración sino la de mantenerse abierto.
«Cuando le abrí, estaba silbando junto al umbral de la puerta,
cosa que él no hace nunca.» Así describe la madre de un estudian-
te la vuelta de su hijo, después de que un sacerdote le había
dado un consejo semejante al que acabamos de presentar. Nuestro
Dios es Dios de alegría y paz.
ESPERANZA
286
cristiana; a las que se añade la bondad de Dios, que no abando-
nará a aquellos por quienes vivió* Jesús, mientras nosotros nos
mantengamos asidos a Él. Pero esta confianza no podemos dár-
nosla nosotros mismos, es don del Espíritu Santo.
La esperanza no entraña oposición al buen sentido crítico ni al
realismo. Una vista penetrante v y sin falsas ilusiones para nuestras
propias deficiencias y las del mundo es perfectamente compatible
con la esperanza. La manera como se manifiesta la esperanza de-
pende del carácter y disposición de espíritu. En uno es paz pro-
funda a pesar de todo lo que pueda ocurrir; en otro, una lucha
contra el ingénito pesimismo; en otro, la capacidad de no exacer-
barse nunca ni dar entrada al rencor. La esperanza consiste cierta-
mente en confiar en que nuestra propia vida eterna está en buenas
manos, pero no es única y exclusivamente esto; es saber que es
la vida del mundo entero lo que está en buenas manos. Dios tiene
un designio de bondad sobre cada hombre.
Confianza en el hombre
La Iglesia cree en los designios bondadosos de Dios sobre to-
dos los hombres. Así, en el mundo hay un pueblo que confía en el
hombre. Nadie está excluido de la gracia de Dios. El perseguidor
puede convertirse en apóstol, el blasfemo en santo, y hasta pode-
mos creer que el ignorante procede de buena fe. No es lícito des-
truir al contrario, sino que se le debe invitar a que entre; por él
habrá mayor alegría en el cielo que por los noventa y nueve justos
que ya están dentro. En una palabra, todo hombre está destinado
a la dicha. Nadie está reprobado. Lo cual no es tan evidente y
natural como acaso se pudiera creer. El comunismo, por ejemplo,
que prevé la salvación para toda la humanidad, opina que hay
hombres definitivamente excluidos del bienestar. Un capitalista
no puede hacerse jamás proletario. Tiene que desaparecer, no con-
vertirse, pues para ellos es incapaz de cambio. No se confía en
toda la humanidad, como lo hace el cristianismo. Un comunista
puede hacerse cristiano y, a menudo, muy buen cristiano. Es más
— para citar un caso de orden distinto —: el peor asesino que pi-
diera ser admitido en la Iglesia de Jesús, no podría ser rechazado.
287
los demás, como lo hacen, por ejemplo, muchos existencialistas
franceses, no tiene base sólida para la esperanza. El hombre es
absurdo y pura insinceridad.
La paciencia
La paciencia anda muy pegada a la esperanza, y consiste en
estar vigilante, con afecto, pero desapasionadamente. Sin dar lugar
a la amargura y al resentimiento, hay que estar pronto a recoger
cualquier centellita de bondad que brille en las acciones del pró-
jimo, cualquier centellita de verdad en sus palabras. La paciencia
es una de las virtudes más apreciables de nuestros días, en que se
expresan y mutuamente combaten tan variadas opiniones, en que
se tropieza con tanto rencor, y tantas heridas hacemos y recibi-
220-222 mos. Que la esperanza en Dios nos dé paciencia para no cerrarnos
a nadie y no ser nunca ciegamente duros.
Creemos, en efecto, que en los tanteos y búsqueda de la huma-
288
nidad, Dios revela cada vez con mayor claridad su rostro, hasta 457-467
que aparezca Jesús, que es, para nosotros, la faz humana de Dios.
Él sacará de la humanidad el reino de paz y de bondad. Ésta es
nuestra más profunda esperanza. ¡ Ven, Señor Jesús! Maranatha!
AMOR 132
289
Ama y haz lo que quieras
De buena gana vamos a decir unas palabras sobre el hecho de
que el amor constituye la mayor de todas las virtudes La mayor,
no en el sentido en que un árbol es mayor que otro, sino porque
esta presente en toda buena cualidad La perseverancia, la sabi-
duría, la templanza, la amabilidad, la obediencia y el espíritu de
servicio solo valen en la medida que contienen amor, en cuanto son
formas del amor
San Agustín lo expresó en fórmula concisa «Ama y haz lo
que quieras» (Ama et fac quod vis) Pues el que ama, sólo puede
querer el bien El amor basta El amor lo es todo
San Agustín se refería al verdadero amor, al amor generoso
que se sale de sí mismo Todos sabemos cuan fácilmente deja de
tener nuestro amor veinticuatro quilates, muchas veces en el fon-
do nos buscamos a nosotros mismos Para que no nos equivoquemos,
hay en la predicación de Jesús y de la Iglesia otros mandamien-
tos , pero no se yuxtaponen al del amor, son más bien flechas
que nos indican el camino del amor puro Todo mandamiento
es mandamiento de amor El imperativo de Jesús «Amarás al Se-
308 ños Dios tuyo, con todo tu corazón», va acompañado del dato de
la Iglesia de celebrar la eucaristía todos los domingos. El otro
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo», va acompañado de la
384 prohibición del adulterio (cf también el capitulo «El segundo man-
336 365 damiento es semejante al primero»).
135 136 Jesús explicó además lo que es el amor puro al hacerlo ex-
tensivo a nuestros enemigos También a éstos debemos amar
«Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa merecéis'
i No hacen lo mismo aun los publícanos'» (Mt 5, 46) Nuestro
Padre celestial que hace salir su sol sobre buenos y malos es nues-
tro modelo «Sed, pues, perfectos, como perfecto es nuestro Padre
celestial» (5, 48)
362 363 El amor es tan divino, que no sólo debe decirse que «Dios es
amor», sino también que «el amor es Dios». Dondequiera vive
algo de puro amor, aun cuando el hombre no conozca a Dios, allí
vive Dios Allí hay vida divina
290
Pero esto no quiere decir que el amor no pueda ser puro. Jesu-
cristo no nos amó por su propio provecho, sino por razón de
nosotros mismos. Y de muchos santos podemos también suponer
que en grado muy alto, se olvidaron de sí mismos; en muchos mo-
mentos, no pasó por sus mientes que así se hacían mejores y ga-
naban el cielo. Claro que, al ponerse a meditar tranquilamente so-
bre ello, veían que el galardón divino era forzoso. Pero el amor 131
es cosa muy distinta que meditar y reflexionar sobre las propias
acciones. El amor es acción, un salirse de sí mismo. Por eso puede
describir Pablo: «Hasta desearía yo mismo ser anatema, ser sepa-
rado de Cristo en bien de mis hermanos los de mi raza según la
carne» (Rom 9, 3). Deseo imposible, pero que indica bien hasta
dónde puede llegar el auténtico amor. El amor no es, en primer
término, sentimiento, sino acción. Por muy necesario que sea el
sentimiento para que el amor sea cálido, humano y humilde, su
blanco y su piedra de toque es lo que realmente queremos hacer.
Las palabras que emplea el Cantar de los cantares sobre el 60
amor de la esposa y el amor entre Yahveh y su pueblo, y que la
Iglesia ha entendido del amor que trajo Jesús a la tierra, pueden
hacernos comprender lo poco de sentimental que se contiene en 372
este amor: «Fuerte como la muerte es el amor» (Cant 8, 6).
291
Amar quiere decir salir uno de sí mismo. Por eso, el amar no
cae por completo dentro de nuestra línea. Nos asustamos, tanto del
amor a Dios como del amor al prójimo. Constituyen una amenaza
para la seguridad de nuestra vida.
Hasta qué punto resulta necio el amor para nosotros, hombres
que necesitamos redención, lo puso bien de manifiesto Jesús en el
sermón de la montaña: «Y si alguien te pega en la mejilla derecha,
130-131 preséntale también la otra» (Mt 5, 39). Ciertamente cuando Jesús
recibió un bofetón en casa de Anas, no presentó la otra mejilla.
Es que no se trata de eso. No se trata de una prescripción precisa
y material, sino de una actitud de espíritu.
«Y al que quiera llevarte a juicio por quitarte la túnica, déjale
también el manto» (5, 40). En otras palabras: Al que te quiera
quitar la chaqueta, déjale también el abrigo. Y al que te obligue a
ir con él una milla, acompáñale dos. Esto suena a cosa muy extra-
ña; pero es mensaje de Jesús. Pablo describe la misma, actitud de
espíritu con estas palabras: «No te dejes vencer por el mal, sino
vence al mal con el bien» (Rom 12, 21).
El que devuelve bien por mal, pone las cosas a un nivel ente-
ramente nuevo. Una fuerza desconocida se desata sobre el otro:
«Haciéndolo así, amontonarás carbones encendidos sobre su ca-
oeza» (Rom 12, 20). ¡Qaé distensión, qaé situación de entrega, de
sí mismo se crearía así!
Todos somos principiantes en el amor. El egoísmo y la insin-
ceridad, unidos a inhibiciones nacidas de incapacidad e inmadurez
interiores, hacen de nosotros inexpertos que tienen que apren-
derlo todo. Ahora bien, este aprender no se lleva a cabo por un
esfuerzo extremado. La locura del evangelio es serena. El forzar
las cosas no dice con el evangelio. Cierto que aprendemos a amar
por la fuerza de la voluntad, en cuanto ésta libera al hombre y
lo hace independiente y sacrificado; pero camino para el amor
pueden ser igualmente la alegría, las buenas relaciones, el buen
414 humor y hasta la sana rivalidad. Todo lo que hace que un hombre
se abra, todo lo que lo saca de su cerrazón egoísta, puede ser co-
mienzo de la gracia.
Del amor hay que decir con más razón aún que de la fe que
278 nos es dado en común. Debemos amar juntos. El amor no puede
venir siempre de un lado único. Esto tal vez no parezca un buen
consejo para nuestro obrar, pues ¿no ha de hacer cada uno de su
parte todo lo que está a su alcance? Naturalmente que sí, pero al
mismo tiempo es cierto que el amor del otro, el amor que viene
de la otra parte, nos ayuda poderosamente. Entonces recibimos
también nosotros carbones encendidos sobre la cabeza, «llamas de
Yahveh» (Cant 8, 6).
Si bien el amor nos atemoriza, él es también el más profundo
292
anhelo de nuestro ser y del Espíritu que vive en nosotros. Por eso,
es una gran liberación saber que nuestra vida no tiene otro fin 479-480
que amar. Todo lo demás no es sino futilidad:
Delante de Dios
El hombre es el único ser sobre la tierra que puede dirigirse
a aquel que es su origen y su ultima razón de ser. El pájaro se
contenta con buscar su comida y cebar a sus crías; la vaca pasta la
hierba, duerme, pare novillos, nos da leche y muere sin que piense
jamás en su criador; el hombre, empero, puede arrodillarse en
adoración ante el misterio de su origen.
En cierto sentido, también los animales alaban el misterio de su
existencia por el mero hecho de vivir. El poeta Gnido Gezelle ve
cómo unos insectos escriben el nombre de Dios con sus ágiles mo-
vimientos sobre la tranquila superficie de una charca del campo.
Y el salmista canta:
293
356-357 Por eso, aquel antiquísimo resumen de buena conducta humana, los
diez mandamientos, comienza por un triple precepto sobre las re-
laciones del hombre con Dios:
Caminos de la oración
¿Qué palabra, pues, nos dirige Dios?
En el Hijo, que es de la tierra, y, a la par, Hijo del Padre,
294
nos da el Padre acceso a sí mismo He ahí lo primero y más im-
portante ver qué modos, qué símbolos nos da Dios en Cristo ¿ Qué
modos, qué símbolos son éstos ' Todo aquello en que encontramos 289
a Jesucristo nuestro mutuo amor en su Espíritu, la palabra de 309
la Escritura inspirada por su Espíritu, el bautismo y los otros sa- 243-247
cramentos, señaladamente el don del pan y del vino
295
La oración litúrgica
Así pues, la eucaristía y los otros sacramentos no son cosas
privadas, sino que pertenecen a la Iglesia como comunidad.
Orientada en torno a la celebración de la eucaristía, existe otra
oración que recibe su forma de la Iglesia como comunidad Nos
referimos a las horas canónicas, llamadas también rezo del coro o
del breviario «iOh tesoro de oraciones sin falsía'», dice de ellas
Gnido Gezelle Las horas canónicas nacieron de un desarrollo de
las oraciones de la mañana y de la noche, que, en los primeros
siglos, se rezaban o cantaban diariamente en la Iglesia Los sacra-
mentos y las horas canónicas juntos se llaman la liturgia o culto
de la Iglesia (en torno a ellos hay también algunas bendiciones,
oraciones de viaje y de la mesa, que tienen forma fija y pertenecen
también a la liturgia).
296
Todo esto podría servir de inspiración para un particular o para
un grupo que quieran ordenar su oración según una estructura
y variedad semejantes un salmo en alabanza a Dios, unas pala-
bras de la Sagrada Esentura, un trozo del cántico de Zacarías y
una oración espontánea propia (sobre el modo de utilizar los salmos,
cf el final de este capítulo).
Orar solos
Hay también un modo de orar en silencio De él habla Jesús
cuando dice «Pero tú, cuando te pongas a orar, entra en tu apo-
sento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre en lo secreto, y tu Padre,
que ve en lo secreto, te dará la recompensa» (Mt 6, 6) Y Él mis-
mo lo hizo así en el desierto, entre las fieras, sobre un monte.
También nosotros practicamos esta forma de oración. Nos reti-
ramos para buscar en la más profunda capa de nuestra existencia
Después de un día de «afanosa actividad», el hombre «se recoge» y
«el corazón se eleva a Dios» Pareja oración pertenece a la vida
cnstian? con el mismo título que la liturgia. Por la liturgia, nues-
tra oración permanece en contacto con la gran corriente viva; por
la oración nacida de libre impulso personal, vivimos todo lo que
de personal hay entre nosotros y Dios, sin desligarnos de la
comunidad. De no darse esta oración personal, nuestra liturgia
quedaría huera y reducida a mero formalismo.
297
También para este modo de rezar vale lo dicho sobre la litur-
gia : Dios es el primero que habla. Pues ante todo vino a nosotros
su palabra por boca de nuestros educadores y maestros en la fe:
el mensaje del evangelio.
Esta revelación de Dios fija nuestra atención en el hecho de
que Dios empezó a hablar mucho antes. El universo, las plantas,
9-19 los hombres — el padre, la madre y los otros — todo ello es un
365-368 gesto, una palabra de Dios. Y todavía puedo remontarme más: Mi
propia existencia es la primera palabra que me dirige. «En Él
vivimos, nos movemos y somos» (Act 17, 28). Esto me lleva muy
lejos. Mis padres no me quisieron «a mí». Quisieron un hijo, niño
o niña. «A mí» sólo me conoció y quiso Dios.
Así que orar significa primeramente advertir con agradecimien-
to, por la fe, lo que Dios hace con nosotros. Sólo en segundo lugar
quiere decir: intentar darle con todo nuestro corazón una respuesta.
298
un hombre También Él nos inunda por todas partes En la oración
experimentamos, pues, el misterio de su ser humano o divino A la
postre, una oración profundamente cristiana sentirá una y otra vez 84
el calor de experimentar que, en la más profunda hondura, aquello
que nos sale al paso en todas partes como poderosa conjetura, es
una persona. En ninguna parte — así creemos nosotros — puede
experimentarse esto de manera mas pura que en el corazón abier-
to de Jesús de Nazaret, hijo unigénito de Dios no
299
diaria absorbente deja poco lugar para el recogimiento. No les
queda ya tiempo para una oración que les parece apresurada e
inauténtica. Creen más en armonía con el misterio infinito de
Dios, hacer que su vida sea simplemente la respuesta. Esto es por
lo menos sincero.
Sin embargo, ¿hasta qué punto es humano y posible estancarse
ahí? ¿Es humano no dirigir una palabra a alguien a quien apre-
ciamos ? ¿ y es posible perseverar así en la fe y obediencia ? En
la hora más amarga de su vida, hizo Jesús esta advertencia a sus
íntimos discípulos: «Velad y orad, para que no entréis en tenta-
ción; el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26, 41).
No podemos pasar sin la vigilancia de la oración. De lo con-
trario nuestra obediencia degeneraría en capricho. Se volatilizaría
el sentimiento de la presencia de Dios, de suerte que, en el mo-
mento de prueba, olvidaríamos o despreciaríamos su voluntad. La
acción no es posible sin la reflexión, no es posible ampliar sin
profundizar a un tiempo; no puede durar el amor sin expresarse.
Incluso en la vida de Jesús vimos cómo huía de las turbas que
llegaban a Él con sus enfermos para retirarse a orar. Después de
la oración se daba cuenta de su misión, que consistía en seguir
predicando la buena nueva.
También nosotros, y con más razón aún, necesitamos de la
oración. Necesitamos hablar con Dios — o intentarlo — desde lo
profundo de nuestro corazón. De lo contrarío, corremos riesgo de
imaginarnos ser misión nuestra algo que ni siquiera nos atañe.
En efecto, nos inclinamos a mirar nuestro trabajo y nuestro amor
como más indispensables de lo que realmente son. La oración pue-
de enseñarnos que Dios tiene además otros caminos. Orar quiere
decir distanciarnos de nuestros propios prejuicios y mirar la exis-
tencia a la luz de quien nos hizo merced de ella.
300
espontaneidad. A todos nos hace falta un aprendizaje. A veces
creemos que equivale a orar cuando tenemos gana de hacerlo. Pero
la gana no es necesaria. Cuando meditamos en la presencia de Dios
sobre cómo vamos a emprender un camino de la vida o cómo
tomar una resolución; cuando luchamos con Dios ante una dificul-
tad en la fe, y hasta cuando nos sentimos jubilosos y agradecidos
—'todo en armonía con nuestra vida real—, puede acaecer que
hayamos de empezar por vencer alguna indiferencia o repugnan-
cia. Superficialmente mirado, no tenemos ganas de hacer oración.
Y, no obstante, la oración forma un todo con nuestra existencia.
Brota de nuestra vida real, y conecta con un sentido muy profundo
inserto en nosotros. Y hasta puede suceder que, durante la misma
oración, sintamos repugnancia, inquietud, vacío interior, distrac-
ción, aridez, y, sin embargo, sabemos que debemos perseverar.
Todo aquel que quiera orar bien hallará tales dificultades en la
oración.
Acaso estas dificultades por establecer el contacto con Dios
son las que hacen disminuir el peligro de construirse, al margen
de la propia vida, un pequeño mundo religioso, aislado de nues-
tra existencia real.
La unidad entre nuestra oración y la situación de nuestra vida
puede consistir en que a veces nos contentemos con vivir, otras
supliquemos a Dios, unas veces le demos gracias y estemos jubi-
losos, otras nos admiremos, a veces estemos vigilantes, otras nos
lamentemos, otras, finalmente, ni seamos capaces de lamentarnos,
tan agobiados estamos. A veces tendremos que vencer una aver-
sión o disgusto por las cosas de Dios, que proviene de hastío o
cansancio, pero puede proceder también de una conducta con la
que no acabamos de romper.
A la postre, la disposición interior ha de ser siempre obedien-
cia y amor. De ahí dimana todo, hasta nuestra oración de petición.
Sobre esta manera de oración y cómo es oída se habla en los ca-
pítulos «El Señor nos enseña a orar» y «Dios».
301
muchos factores. Lo cierto es que la postura más cómoda no siem-
pre es la mejor. Se trata de encontrar a Dios de la manera más
sincera posible.
302
Por la mañana temprano es tiempo privilegiado para orar. Mu-
chos de nosotros nos sentiríamos más felices y emprenderíamos
apaciblemente la jornada si nos levantáramos media hora antes.
A quien madruga, Dios le ayuda. Y esta ayuda empieza ya a ma-
nifestarse con una buena oración.
De hecho hay muchos que no hacen nunca la oración de la
mañana y, sin embargo, sienten el deber de comenzar el día con
Dios. Por ejemplo, para algunos son los «buenos días» algo que
Dios escucha. Y es que el amor mutuo viene de Él y a Él va.
Pero se puede dirigir también a Dios un breve saludo y unirse a
los que tienen tiempo (o se lo toman) para estar por un espacio
más largo en la presencia de Dios.
303
158 los animales. No dejemos que esta costumbre se pierda en nuestras
familias. Si su práctica se ha descuidado o desaparecido, procuremos
restablecerla. La forma no debe orientarse demasiado a los niños.
Éstos deben rezar con sus padres, no los padres con los niños.
Oración contemplativa
El que desee conocer cada vez mejor a Dios, debe meditar reve-
rentemente sobre Él. Nos arrodillamos, se considera, palabra por pa-
labra, una oración (el padrenuestro o un salmo), un episodio del evan-
gelio o una virtud (la paciencia, el espíritu de servicio o de sacrifi-
cio, etc.). Sobre ello hablamos con Dios, y de la consideración y del
coloquio divino sacamos claridad, fuerza y amor. Este modo de orar
se llama meditación y nadie podrá nunca saber cuánto progreso ha
aportado a la humanidad y cuánto bien ha traído al mundo.
Cuando alguien hace meditación de forma regular durante años
(o «trata de meditar», corregirá algún meditante), llega un momen-
to en que ya no es capaz de hacerlo. Trata de recoger sus pensa-
mientos y no lo consigue. Y, sin embargo, quiere orar. Su corazón
quiere estar con Dios, quiere penetrar en la profundidad divina
de la realidad. A veces siente aridez y hasta repugnancia y oscu-
184 ridad, y sin embargo, hay algo en él que quiere perseverar en la
oración Experimenta muy fuertemente que no obra, sino que otro
306 obra sobre él. A veces es invadido por la plenitud de la paz de Dios.
Se siente como arrebatado. El hombre experimenta que Dios está
con él.
Esta oración, en que el pensamiento obra menos, se llama oración
de quietud. De meditación pasa a ser contemplación. El que perse-
vere por mucho tiempo en la meditación llegará a ese grado. Hay
quienes piensan que, aun llegados aquí, han de continuar pensando
y fabricando consideraciones. No comprenden que están en otro gra-
304
do de oración. Un buen director puede prevenir en estos casos mu-
cha confusión y sufrimiento, haciendo ver que no hay retroceso, sino
adelanto. No hay que empeñarse ya en conseguir pensamientos y pa-
labras, cuando el alma está sencillamente con Dios.
305
que se presenta magnífica ante ella, pues comprende que Dios es el
corazón inefable de toda realidad.
306
Los salmos 59-60
307
Día de la eucaristía
Día de descanso
308
Iglesia, no tuvieran que trabajar por un día a la semana. Traba-
jos menos pesados, como dibujar, calcular y otros, estaban per-
mitidos.
Actualmente esos diferentes trabajos se mezclan y confunden
entre sí. Como regla general, se puede decir: evitar lo que des-
truye el ambiente comunitario del domingo. El descanso dominical
es una institución social. No celebra uno el domingo para sí solo,
sino en la familia, en la nación entera. Un trabajo en el jardín con
las botas sucias acaso destruya el ambiente dominical; otra acti-
vidad común en el jardín, acaso no. Para niños, además, la cosa
es distinta que para mayores. El límite lo trazará aquí el recto
juicio, el propio y el ajeno.
¿El de los demás? ¿Hemos de tener en cuenta lo que piensen
los demás ? Indudablemente. A no ser que pretendan tonterías,
como las pretenden los que quieren seguir llevando, en esto, el
yugo del Antiguo Testamento.
Por eso, será bien trasladar al sábado lo que no diga con el
domingo.
Así pues, el domingo puede ser día en que vivamos más a fon-
do nuestra vida y sus alegrías. Además de la misa por la mañana,
eventualmente puede haber una liturgia de la palabra o un bautizo
por la tarde.
El domingo es día propicio para echar mano de un libro serio,
para visitar a un amigo, convivir con mujer e hijos y darse un
paseo con ellos, etc. Es el día en que el padre puede tal vez oir
tranquilamente lo que tienen que decirle su hijo y su hija, en que
la mujer puede prestar atención especial al marido. Pero no es
apropiado para decirse: «Hoy puedo darme yo buena vida; tráeme
las zapatillas.» El que adopta tal actitud, pronto se desengañará,
pues termina por molestarle todo.
El domingo es más bien un día en que uno se muestra más
abierto y cultiva la atención a los demás, con un dinamismo muy
otro que durante el resto de la semana, un dinamismo marcado
por el amor. «Donde hay caridad y amor, allí está Dios.»
309
La palabra es entre nosotros un signo eficaz del Señor, pare-
243-247 cido a los otros signos de vida, que son los sacramentos (los cua-
les, por otra parte, no se administran sin la palabra). De ahí que
se hable también del «sacramento de la palabra».
El libro de familia
También de la palabra de Dios se puede afirmar lo que dijimos
al hablar de los siete sacramentos, que la encontramos en la co-
munidad de la Iglesia. La palabra de Dios está unida de la ma-
nera más íntima a la comunidad de la Iglesia. Consideremos la
vida de la Iglesia naciente. Los primeros cristianos se reconfortaban
145-146 con las palabras de Jesús que transmitían los testigos oculares:
«Así hablaba el Señor...» Mejor dicho, su actitud era algo dife-
rente: «Así habla el Señor...» El Señor vive. Por su Espíritu nos
recuerda lo que nos dijo, y por su Espíritu nos enseña lo que nos
quiere decir ahora.
Por una parte o por otra se fue consignando esta predicación
por escrito. Al lado de la tradición oral comenzaron a aparecer
escritos. Procedían de. la comunidad, pues en su seno habían na-
cido. Cuando algunos años más tarde comenzaron a circular tam-
bién escritos fantásticos y heréticos sobre Jesús, la Iglesia señaló
los libros que eran fidedignos. Estableció el canon (es decir, una
204-205 lista) del Nuevo Testamento, tal como lo tenemos aún hoy. Esto
sucedió hacia el año 150.
Si reflexionamos sobre ello, el hecho resulta notable en extremo.
La comunidad que enseña y habla con autoridad juzga sobre la Bi-
blia, sobre lo que pertenece o no a ella. ¿ Lo hace así .por haber
averiguado muy puntualmente cuáles son los libros que reprodu-
cen tradiciones fidedignas ? Sí, la Iglesia hizo puntuales averigua-
202 ciones, guiada por el uso vivo de los libros en las comunidades y
por el convincente carácter apostólico que ostentaban. Pero no
radica ahí la seguridad postrera. Ésta radica en la propia autori-
dad de la Iglesia. En otras palabras: en la fe de que, en decisiones
tan importantes, no la puede abandonar el Espíritu de Jesús. Cuan-
351-355 do la Iglesia habla expresamente como tal por boca de un conci-
lio juntamente con el sucesor de Pedro, o por la de éste solo
(aunque no sin unión con los otros obispos), nosotros creemos que
habla el Espíritu de Dios, que no puede engañarnos.
Mas si la Iglesia puede hablar claramente en nombre del Espí-
ritu de Dios, ¿no está de más la Biblia? En modo alguno. La
Iglesia sabe, porque lo ha determinado ella misma en obediencia
al Espíritu Santo, que la Biblia es su base, su norma y regía, la
palabra de Dios de que no puede apartarse un ápice.
310
i Qué significa lo dicho ~> Que la Escritura es el libro de fami-
lia de la Iglesia Si el libro se separa de la comunidad, se cae en
las mayores dificultades Se rompe una vinculación de importan-
cia vital En esto estriba la tragedia de la reforma Al negar a la
Iglesia autoridad competente (es decir, fiel y fidedigna por obra del
Espíritu Santo) para interpretar la Escritura, la inteligencia de
la palabra de Dios se rompe y divide, asi surgieron muchas co-
munidades eclesiales, que aún subsisten, cada una con su propia
interpretación
311
ende, sólo en parte tienen que ver en ello También se oye con fre-
cuencia de quienes, al menos en apariencia, toman muy poco en
serio el mensaje completo de la Escritura Menos frecuente es
oírlo de labios de quienes quieren pertenecer a Cristo de todo co-
razón (protestantes o católicos) El que quiere permanecer real-
mente atento a la palabra de Jesús y vivir realmente según su Es-
píritu, advierte ante todas las cosas que de hecho sólo hay un
Cristo Reconoce en el otro las palabras de Cristo. Pero nota tam-
bién, él precisamente, que hay una diferencia Ahora bien, no se
llega a la unión pasando por alto la separación, sino superándola.
216-220 Sobre ello se habla más largamente en el capitulo sobre la histo-
ria de la Iglesia
4 Pero hay que decir más. El hecho de que haya hombres que
reconocen a Cristo fuera de la Iglesia católica, es algo que debe
impresionar a todo católico No se puede pensar que sigue cre-
ciendo el árbol triunfalmente, como si nada hubiera pasado. Queda
una herida, queda un vacío Determinadas partes de la vida cris-
tiana se desarrollan fuera de la comunidad católica. Le faltan
pedazos de Iglesia de que no puede prescindir En el siglo xvi sin-
tió la pérdida de Lutero como profeta y doctor de la Iglesia. Esta
pérdida fue tanto más grave cuanto que la Iglesia mostró actitud
negativa respecto de algunos valores por el mero hecho de que los
reformados los ponían en primer término así sucedió con una de-
terminada espiritualidad bíblica, con una determinada peculiaridad
de la liturgia (en lenguas vernáculas), con una determinada liber-
tad y responsabilidad personal en materias de fe, y hasta con una
determinada música los himnos de la Iglesia evangélica.
Así pues, no es sólo doloroso ver que la reforma se ha priva-
do de la verdad de la Iglesia católica También ésta muestra rastro
de haberse dejado perder verdades fomentadas por la reforma
Así se le ha hecho «más difícil expresar en todos los aspec-
tos en la realidad de la vida la plenitud de la catolicidad»
(concilio Vaticano n , Decreto sabré el ecwmentsmo, § 4). Para
decirlo claramente no parece que de momento pueda la Iglesia
absorber en sí la reforma Juntos hemos de crecer hacia una nue-
222-223 va Iglesia católica, es decir, universal, no una Iglesia en que
se agüe el vino de la verdad de Cristo, sino una Iglesia en que se
refundan formas y concepciones que no son esenciales Aprenda-
mos lentamente a gustar la alegría no sólo de enseñarnos la ver-
dad unos a otros, sino también la de reconocerla en los otros y
recibirla unos de otros.
Sabemos que nunca tenemos la verdad en bonita vitrina cerra-
da Los tiempos son siempre nuevos, la Iglesia ha de tratar siem-
pre de ver cuál es la visión de Dios sobre el mundo en que ella
vive, la Biblia ofrece siempre vida nueva. Como católicos, sabe-
312
mos que la dirección es segura, las boyas están bien ancladas. Tal
es nuestra confianza en el Espíritu que, a través de los tiempos, 351-352
guía a la Iglesia.
Las sectas
Todavía no hemos hablado de las sectas, que son aquellos gru-
pos cristianos que no quieren pertenecer ni a la comunidad ecle-
sial católica, ni a la protestante. No disponemos de espacio para
hablar exacta y adecuadamente de estos movimientos. Por eso
preferimos remitir a libros que informan bien sobre este tema.
En general, se puede decir que una de las características más
chocantes de las sectas es que interpretan muy literalmente la Bi- 64-65
blia, y sólo prestan atención a uno u otro aspecto de su mensaje.
En ellas aparece también frecuentemente una tensa expectación
ante el inminente retorno visible del Señor. Suelen reclutar sus 98-99
adeptos principalmente de entre las gentes sencillas. Los grupos
son, en general, reducidos y no disponen de funciones sacerdotales
especiales; cualquiera puede presidir y todos se tienen por igua-
les. Algunas sectas, como los testigos de Jehová, tienden a com-
-batir la sociedad y las comunidades eclesiales existentes.
Además de los testigos de Jehová, nos son conocidos los mor-
mones, los adventistas del séptimo día, y otros. Junto a ellos
hay corrientes religiosas a las que no puede darse el nombre de
cristianas o sólo puede dársele con reservas, por ejemplo, la Igle-
sia católica libre, la Ciencia cristiana (Christian Science), etc.
El movimiento de Pentecostés no siempre merece sin más el
nombre de secta. Se trata de grupos cuasi-eclesiales, cuyo propó-
sito es la evangelización y el despertar religioso. En él se encuen-
tra a veces interés ecuménico, cosa de todo punto ajena a las ver-
daderas sectas.
La existencia de estos grupos de sectas es un reto a la Igle-
sia, que ésta no puede despreciar a la ligera. La gente busca a
313
menudo en las sectas lo que echa de menos en las comunidades
eclesiales: una vida comunitaria a escala local, cooperación en la
vida de culto, fuerte entusiasmo, espíritu de sacrificio. Alguna vez
se ha dicho que las sectas son las cuentas sin pagar que se pre-
sentan a las comunidades eclesiales. Se trata de hombres a quie-
nes irrita la rutina y estrechez de miras que aparecen en la Iglesia
de todos los siglos. Los fundadores de las sectas buscan la solución
en un profuso separacionismo. Pero ¿es éste el camino fecundo y
vivificador? Para responder eventualmente dirijamos nuestra aten-
223-225 ción sobre las comunidades religiosas y a otros grupos que pro-
393-400 fesan los consejos evangélicos. Allí se hace el ensayo de vivir en
pie de igualdad delante de Dios. Como no se da el matrimonio,
nadie es miembro de la comunidad por nacimiento ni por dere-
cho consuetudinario, sino únicamente por conversión y vocación.
Las comunidades religiosas, cada una con su espiritualidad, son
una respuesta para quienes desean vivir el mensaje del Señor
con renovada frescura e intensidad en pequeños grupos. En ellas
encontrará oportunidad y forma la entrega total a Dios y a los
hombres.
¡Ojalá, inspiradas por el diario vivir de todos los creyentes,
se renueven constantemente, para conservar su antigua juventud!
Entonces serán levadura de Dios en la vida de la Iglesia, un lla-
mamiento a todos a vivir, en forma moderna, el fervor y alegría
de la Iglesia madre de Jerusalén.
314
bolos de la obra de Jesús. El mismo Jesús alude a ello repetida-
mente. Y la Iglesia gusta de hablar sobre el tema (véase también,
sobre este punto, el párrafo «El sentido espiritual de la Escritura»).
Por esta razón, en este capítulo hemos podido hablar de la
palabra de Dios como palabra de Cristo. Desde su venida, toda
la Sagrada Escritura, incluido el Antiguo Testamento, no es sino
palabra de Jesús. Lo que en el Antiguo Testamento era remoto y
material, lo hizo Él profundo, cercano y espiritual en el Nuevo
Testamento. El maná es su cuerpo entregado para nosotros; la
tierra prometida, son las promesas que nos ha hecho; la serpiente
de bronce, su muerte saludable para el género humano. La predi-
cación de la Iglesia escudriña el Antiguo Testamento a fin de ha-
cérnoslo nuevo y actual.
Hemos de advertir expresamente que esta renovación es siem-
pre una espiritualización. Esto se ha perdido a veces de vista, y
se han hecho de las guerras del Antiguo Testamento símbolos de
nuestras guerras (así hicieron los españoles en las guerras de Flan-
des y no menos sus adversarios, los geux). Pero en el Nuevo Tes-
tamento se trata ante todo de una sola guerra, que no se libra
contra carne y sangre, sino contra las oscuras potencias del mal
en nosotros, y en los demás. En esta lucha se cifra el sentido último
de las guerras del Antiguo Testamento. Se ha pensado también que
la maldición de Cam y de su hijo mayor Canaán podía entenderse
materialmente. Los tratantes de esclavos, que se agarraban a la
Biblia, citaban el texto: «Siervo de los siervos de sus hermanos
será» (Gen 9, 25). Pero olvidaban que, según el Nuevo Testamen-
to, todos los hombres están sometidos al pecado y todos se salvan
por la gracia. Para Cristo no hay esclavo ni libre, sino una nueva
creación. Es decir, la Biblia entera se convierte, por obra del Nue-
vo Testamento, en mensaje de Jesús. La letra que mata, se hace
espíritu que vivifica (léase sobre este punto la difícil pero viva y
profunda exposición de san Pablo, 2 Cor 3, 6-18).
Pero, por paradójico que parezca, también el Nuevo Testa-
mento ha de ser leído de modo que resulte siempre nuevo, actual
e inmediato. También en el Nuevo Testamento cabe estancarse en
la letra que mata. La predicación nos debe hacer ver que en cada
fragmento se trata de nosotros. Es curado un paralítico: ¿ qué
significa esto para nosotros ? El mismo Jesús nos sugiere, por me-
dio de la curación, que la más profunda parálisis es el pecado, y
Él viene a curarnos de ella. Se trata, pues, de nosotros.
En cada página de la Sagrada Escritura se puede descubrir,
tarde o temprano, que se trata de nosotros. Yo soy Adán; somos
la familia de Noé; somos los apóstoles que luchan con la tor-
menta en el lago; caminamos, como Jesús, hacia el Calvario y la
resurrección.
315
Lentamente, recorriendo la palabra de Dios, llegamos a descu-
brir cómo es a los ojos de Dios nuestra vida, cómo es en su más
profunda dimensión. Vemos nuestra seguridad y nuestro peligro,
nuestro pecado y el amor, y las gracias de que Dios nos colma.
316
los de estudio y solos, podemos confiar en la ayuda del Espíritu
Santo. Respecto de las líneas centrales del mensaje, sabemos que
estamos unidos con la comunidad de la Iglesia, que está llena del
Espíritu Santo. Respecto del sentido de la palabra de Dios como
norma de nuestro diario existir, podemos confiar en que el Espí-
ritu de Jesús nos iluminará y enfervorizará al escudriñar por nos-
otros mismos la Sagrada Escritura. No tenemos que temer para
hacernos alguna aplicación personal de la palabra de Dios. La
antigua instrucción religiosa prevenía a veces tan enfáticamente
contra la posible equivocación en la investigación libre (contra la
interpretación de las grandes líneas del mensaje, aislándolo de la
comunión de la Iglesia), que muchos creyentes tienen miedo de
sacar por sí mismos aguas de la fuente de la palabra de Dios para
su consuelo e inteligencia personales. Confiemos en que lo que
hallamos por nosotros mismos, nos fortalecerá aun en el caso de
que nuestra interpretación necesite de alguna corrección.
En la actualidad existen libros excelentes y revistas asequibles
para el estudio de la Escritura. Empezar siempre cuesta un poco,
pero el resultado es, a menudo, una gran paz.
Palabra y comunidad
Al leer la Escritura con espíritu de fe, se descubre que la pa-
labra de Dios tiene una fuerza especial en orden a la mutua unión.
En la mañana de pentecostés, la palabra de Pedro, hablada con
el Espíritu de Jesús, congregó a tres mil hombres de varias na- 190
cionalidades. Fue al revés de lo que sucedió en Babel. La misma
fuerza aglutinante ha conservado la palabra de Dios hasta hoy.
Cuando la escuchamos, no se limita cada cual a escuchar en si-
lencio una voz que habla en su propio corazón, sino que todos jun- 125
tos oímos la voz de quien está presente para todos. La Iglesia en su 278
conjunto, una parroquia en que se oye un sermón, una comunidad re-
ligiosa que celebra una fiesta, y hasta comunidad tan minúscula como
la de hombre y mujer que leen por la noche una página de la Biblia,
todos se sienten más estrechamente unidos por la palabra en el
amor de Cristo y en el mutuo amor.
No es que la palabra obre automáticamente. Algunos cristia-
nos parecen profesar una especie de magia de la palabra: sólo con
que se lea la Biblia, ya está bien; sólo con que se venda una Biblia,
ya está bien.
No, la Biblia es el libro de la comunidad, y esto quiere decir
que debe haber comunidad, comunión, algo entre hombre y hom-
bre, antes de que pueda resonar la palabra.
Cuando se toma en la boca la palabra de Dios, debe existir,
a par, algo de común. A veces hay más del Espíritu de Jesús cuan-
317
do se habla sobre el tiempo, si así se establece contacto con un
hombre solitario, que cuando se cita en tal momento una bonita
sentencia bíblica. «Una sentencia de boca del necio es despreciada,
porque no la dice a debido tiempo» (Eclo 20, 20). Pero hay tam-
bién quienes saben aducir una palabra de consuelo, tomada de la
Biblia, sin que resulte insincera o inoportuna. En tal momento,
esa palabra puede ser muy reconfortante. Así pues, la palabra de
Dios vive en boca de muchos cristianos, y es como agua de lluvia
que cae y no se seca, hasta que ha producido crecimiento y vida
nueva, de la forma que fuere.
Liturgia de la palabra
Este capítulo no puede terminar sin decir algo sobre el mo-
mento más comunitario de la palabra, que es la liturgia. Existe
una liturgia de la palabra sin celebración eucarística: oraciones,
158 cánticos, lecturas y exposición de la palabra.
Pero la liturgia oficial de la palabra de Dios para todos los
fieles es la que tiene lugar al comienzo de la misa. Como la co-
mida pascual era una conmemoración no sólo porque se comía
161 el cordero, sino también porque se narraba la liberación de la
servidumbre de Egipto, así también, en la santa misa, a la litur-
gia eucarística antecede la liturgia de la palabra como conmemo-
ración de lo que Dios ha hecho entre nosotros.
Está estructurada así: después de una introducción de canto
y oración, vienen dos o más lecturas. La última de ellas se toma
145-146 siempre de los evangelios y se escucha de pie. Las lecturas pre-
cedentes se toman de otras partes de la Escritura, frecuentemente
de las cartas de los apóstoles; de ahí su nombre de «epístola».
Entre las lecturas se cantan versículos de un salmo.
Esta conmemoración de los hechos de Dios por la palabra
sólo alcanza su sentido pleno cuando descubrimos cómo pervive
en nosotros esta obra de Dios. De ahí que a la lectura del evan-
gelio siga inmediatamente la exposición o comentario, que se llama
sermón u homilía.
Las lecturas y la homilía forman el primer punto culminante
de la celebración eucarística. La actitud que le corresponde es
la de escuchar atentamente. Todo ruido que turbe el silencio (por
ejemplo, el sonar de las monedas en la bandeja de la colec-
318
ta) es tan molesto en este momento como durante el canon. Es-
cuchar es una actividad. Conmemorar la obra de Dios y descu-
brirla en nosotros mismos, no es cosa que podamos hacer como
quien oye una radio casualmente enchufada. Aquí son menester
paciencia y fe. De lo contrario, sólo tendremos interés por los
grandes oradores. Lo que importa es sacar provecho de la palabra
de Dios, aunque nos venga por medio de un sacerdote sin gran-
des dotes oratorias o con poca inspiración. Él nos dirige un
mensaje, aunque sus palabras puedan ser, según nuestra opinión,
demasiado duras, demasiado comunes, demasiado elevadas o de-
masiado bajas. El que abre sus oídos y su corazón, oye que le
habla el Señor.
LA EUCARISTÍA
319
Escritura nos las ha transmitido\ en cuatro versiones distintas. La
Iglesia celebra actualmente este misterio en una quinta fórmula,
compuesta de las cuatro de la Escritura. El sentido es el mismo
en los cinco casos. Sobre la última cena de Jesús se ha hablado
ya en este libro. Aquí sólo vamos a tratar de su celebración en
la Iglesia de hoy.
Riqueza de significados
Volvamos al mundo de los adultos. En realidad, ante los mis-
terios de Dios, somos siempre niños. Hacemos ciertas cosas, pero
somos incapaces de comprender totalmente el íntimo misterio que en
sí encierran. Mucho se ha meditado, discutido y escrito sobre la
eucaristía; sin embargo, en ella se nos pueden iluminar una y
otra vez nuevos aspectos. Ella es el punto de intersección de todas
las grandes realidades de la fe. Y así no es de maravillar que
cada período de la historia de la Iglesia haya descubierto nuevas
preciosidades en este gesto tan divinamente sencillo. Unas veces
se insistió en la unidad de los celebrantes entre sí, otras en la ac-
ción de gracias al Padre, otras en el sacrificio o en la presencia
real de Jesús. Sin género de duda aún hoy día contiene tesoros
que no han salido todavía a la luz. Jesús en el mayor de sus
misterios es siempre nuevo.
320
Es misión de la Iglesia transmitir y guardar este don de Dios.
Ella tiene la convicción que en el cumplimiento de esta misión la
asiste el Espíritu de Dios. De ahí que, en el curso de los siglos,
haya propuesto una y otra vez ciertas enseñanzas obligatorias pa-
ra todos. Pero al enunciarlas no tenía la intención de expresar y
fijar toda la verdad invariablemente en determinadas palabras.
A menudo son formulaciones que, ligadas a una época o dirigi-
das contra determinados errores, tenían por objeto defender ver-
dades cristianas. Así, para entenderlas rectamente, hay que pre-
guntarse siempre: ¿Qué valores cristianos, qué valores del evan-
gelio, se quiso salvar entonces? Cuando lo sepamos, proclamaremos
estos valores en el lenguaje y modo de expresarse de nuestra
época.
Es importante tener siempre presente la situación histórica en
que nacieron determinadas formulaciones; en tal caso, no tiene
por qué inquietarse ningún creyente al advertir que hoy día, en
situación distinta, se expresan de modo distinto algunas verdades
de fe, o que actualmente no se insiste tanto en aspectos que anta-
ño ocuparon el primer plano. Así, por ejemplo, en el catecismo
holandés de 1910 se presentaba la presencia real de Cristo como
razón primera de la institución de la eucaristía. El recuerdo de
la muerte de Jesús venía en segundo lugar; en tercero, su deseo
de ser nuestro alimento, y en cuarto, dejarnos un sacrificio. En
cambio, el catecismo de 1948 ponía la presencia real en último
lugar. Esto no quiere decir que se niegue, sino que para la Iglesia
no es hoy tan necesario como en épocas anteriores considerar por
separado este aspecto. Hoy preferimos considerarlo como un as-
pecto entre otros muchos del misterio de la eucaristía. Esperamos
que este capítulo sirva para explicar las razones que tenemos pa-
ra ello.
La estructura de la celebración
Después de estas notas introductorias, vamos a entrar en el
tema. A la eucaristía propiamente dicha, es decir, la liturgia del
altar, precede siempre una liturgia de la palabra (de la que hemos
hablado en el capítulo precedente). La celebración eucarística pro-
piadamente dicha consta de tres partes: ofertorio, oración euca-
rística (canon) y comunión.
Mejor sería decir que consta de dos partes, pues el ofertorio es
mera preparación para la oración eucarística. Durante el ofertorio,
sacerdote y fieles siguen, por así decirlo, cade uno su propio cami-
no; el sacerdote prepara las ofrendas de pan y vino y se lava las
manos; la comunidad se ocupa en la colecta. Todo ello resulta poco
ordenado, pero la cosa no es grave. Después del silencio que acom-
321
paña a la liturgia de la palabra y antes, que la oración eucarística
exija toda nuestra atención, puede permitirse un momento de
espera.
Antes era frecuente decir que el ofertorio era el momento de-
dicado a la oblación de la comunidad asistente, de donde vendría
la denominación de ofertorio. Esto es menos exacto, pues oscurece
demasiado la importante verdad de que Cristo es nuestra verda-
dera oblación y que sólo en Él — es decir, en la oración eucarís-
tica— podemos ofrecernos a Dios. La recta disposición interior
durante el ofertorio es la meditación, el recogimiento y la espera.
Una oración final sobre las ofrendas forma la transición al canon.
Éste comienza con un saludo y un canto (el prefacio), cuyo
305 final (el «Santo, santo, santo») alude a la visión de Isaías (Is 6).
Existe en todas las liturgias tanto orientales como occidentales e
indica la actitud fundamental de los congregados: una profunda
reverencia.
En el canon se expresan la acción de gracias, la ofrenda del
sacrificio y la invitación al banquete eucarístico. Su centro lo ocu-
pa el relato de lo que hizo Jesús la noche antes de su pasión. Las
palabras de Jesús resuenan de nuevo. Para la Iglesia es éste el
punto culminante de la celebración. Reina silencio en el recinto.
Antes era costumbre hacer la señal de la cruz y darse golpes de
pecho. Hoy preferimos mirar simplemente. Algunos dicen para sí
las palabras pascuales de Tomás: «Señor mío y Dios mío.» Tam-
bién es adecuado repetir las_ palabras dichas en el Calvario: «Éste
es verdaderamente el Hijo de Dios.» O sencillamente callar. La
disposición interior será siempre la misma: pensar en Él. Este
momento es especialmente solemne y santo; pero todo el canon par-
ticipa de esta santidad. El relato de la institución no debe separar-
se del conjunto.
Acabado el canon, sigue la oración del padrenuestro, que intro-
duce el momento de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo, la
comunión, es decir, la realización de la unidad. Después de ésta y
rezada una breve oración, acaba la misa con la despedida y ben-
dición del pueblo fiel. Esta despedida se llamaba missio o tmssa,
y es bastante extraño que esta palabra haya servido para designar
toda la celebración eucarística.
Hasta aquí hemos explicado cómo se desarrolla, en grandes lí-
neas, la liturgia de la misa; para más detalles remitimos a la ce-
lebración misma.
322
da o banquete, o de algo más ? Partamos de lo que se oye y se ve,
y tratemos de captar así la forma interna.
323
«Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos.»
225 Jesús nos invita a juntarnos. Esto ha originado mucha unidad
en las iglesias cristianas, unidad que se ve como lo más natural
del mundo. ¿ Quién ve nada de extraordinario en que en el comul-
gatorio se arrodillen juntos el que mora en una barraca y el hom-
bre de negocios, un colegial, un ama de casa y un escultor? Es
evidente que ante Jesús desaparecen todas las diferencias que ha-
cemos los hombres, pues Él nos ha hecho hijos de un solo Padre.
Por esto es obvia nuestra igualdad en la Iglesia, igualdad que no
es uniformidad. Todo el mundo está llamado a desarrollar su pro-
pia personalidad.
Comida comunitaria
324
hay todavía más. Nos hemos juntado en torno a una mesa. Ahí
está el pan en una fuente; el vino está preparado en una copa. En el
canon oímos estas palabras: «Tomad y comed», y después se come
y se bebe. Ello quiere decir que la eucaristía es una reunión para /
celebrar una comida. En ella se nos ofrece el cuerpo de Cristo.
Luego hablaremos de la manera como el Señor está presente en
esta comida. Ahora queremos considerar sobre todo el hecho de
que somos invitados a una comida en que Cristo es a par el
anfitrión y el manjar. El manjar es además el memorial de su
muerte: el pan fraccionado es su cuerpo; el vino, consagrado
aparte, su sangre vertida. En el pensamiento bíblico, cuerpo y san-
gre significan, tanto el uno como el otro, en cierto sentido, al
hombre entero. Es decir, que al comer y beber recibimos a Jesús
todo entero.
La eucaristía como comida significa 1) que el Señor mismo nos
alimenta, 2) que así nos une consigo, 3) que nos une unos con
otros. Los tres aspectos están íntimamente unidos entre sí.
El primero está fuertemente acentuado en el capítulo 6 del
evangelio de J u a n : «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene
vida eterna» (6, 54). Su vida, su Espíritu nos fortalece y nos hace
vivir y crecer.
También la unión con Él se describe en el mismo captíulo: «El
que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en
él» (6, 56). También esto es obra .de su Espíritu.
Finalmente, esta comida une a los cristianos entre sí: «La copa
de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de
Cristo? El pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo
de Cristo? Porque es un solo pan, somos, aunque muchos, un solo
cuerpo; ya que todos participamos de un solo pan» (1 Cor 10, 16-17).
Nuestra asamblea recibe, pues, de pronto un vínculo de unión total-
mente nuevo. Por la comida de su cuerpo permanecemos y nos
hacemos cada vez más cuerpo suyo. También esto es obra del Es-
píritu de Cristo.
325
ginal de la alegría que conmemoramos: al que es Padre de Jesús y
nuestro Padre.
326
nuestro sacrificio se ha cumplido hace ya dos mil años. Propia-
mente no presentamos ningún sacrificio.
Para nosotros han caducado todos los demás sacrificios. Nos
asociamos al único sacrificio, y esto lo hacemos comiendo. Co-
mida y sacrificio no son dos realidades distintas. El sacrificio
es una comida, lo cual significa que nosotros lo recibimos tomán-
dolo y comiendo de él. «Tomad y comed»: con estas palabras nos
ha sido dado. Lo mismo que nosotros ofrecemos es lo que se nos
ofrece.
Pero el pan y el vino que hemos ofrecido ¿no representan, en
algún modo, una ofrenda de nuestra parte? No, el ofertorio es una
preparación: ponemos algo aparte para hacer la única y verdadera
ofrenda: la del cuerpo y sangre de Cristo.
¿ Hemos acabado ahora de describir lo que caracteriza la ce-
lebración eucarística? Creemos que sí.
327
mo aspecto, por ejemplo, la comida comunitaria, la acción de gra-
cias, etc. Otros preferirán la variedad. Otros dejarán simplemente
que los penetre el misterio. Todo esto es cuestión de gusto perso-
nal, de educación, de configuración de la liturgia y hasta del siglo
en que se vive.
328
alcance. Después de su muerte permanecieron juntos por amor
a Él. Él era el vínculo que los mantenía unidos. Todavía seguía
aquel «algo» entre ellos, como en el tiempo en que el Señor comía
a su lado. Algo de su presencia. Sobre todo cuando lo vieron resu-
citado y sabían que vivía. Sobre todo cuando recibieron la virtud de
su Espíritu. Sobre todo porque sabían que debían recordarle, repi-
tiendo sus palabras, partiendo el pan, tal como lo había hecho Él
en la última cena.
329
opuesto, que califica a esta presencia sólo de meramente «simbóli-
ca», expresando con ello que no está «realmente presente». Mejor
es decir que el pan es esencialmente sustraído a su destino normal
y se convierte en el pan que nos da el P a d r e : Jesús en persona.
86
166 Presencia de Jesús en el año litúrgico
296
En conclusión, en la celebración eucarística, tiene siempre la
Iglesia en medio de sí al Señor, cuyos misterios de salvación con-
memora a lo largo del año. El Señor ha resucitado. H a llegado a
la consumación y perfección.
Su vida entera está ahora recapitulada en su persona. Lleva
en sí su pasado, más claramente de lo que pueda llevarlo1 cual-
quiera sobre la tierra en su rostro, figura y carácter. Y es que la
vida de Jesús fue rectilínea, consecuente, sin desviaciones. Jamás,
por ejemplo, traicionó al niño que llevaba dentro, como hacemos
nosotros. Esta vida, además, logró más alto cumplimiento y uni-
dad por su muerte y resurrección que pueda lograr vida de hom-
bre terreno. El recién nacido, el niño de doce años, el carpintero,
el maestro, el moribundo (piénsese en las llagas de su cuerpo glo-
rioso), el resucitado, el dador del Espíritu Santo, todo eso está
concentrado y pervive en su persona glorificada y, por ende, en la
eucaristía. He ahí la razón más honda para celebrar cada fiesta
del año eclesiástico como actualidad, como «hoy», y no como mero
recuerdo del pasado.
Puesto que en Navidad está entre nosotros en la eucaristía el
Señor resucitado, también lo está algo de su infancia, y podemos,
por tanto, arrodillarnos delante del pesebre. Éste es el modo autén-
tico de celebrar los misterios de su vida. «Conmemorar» es aquí
«poseer en la actualidad».
330
propiamente carecerá también de vinculación con Jesús, aunque exte-
normente reciba la comunión. En tal caso se dice que es una co-
munión sacrilega. En cambio, quien posea el Espíritu Santo estará
en comunión viva con Jesús, aunque no comulgue extenormente
El deseo, la intención de Jesús es precisamente que no se desgaje
la comunión del conjunto de una vida cristiana.
Esto nos da también la respuesta a una dificultad muy repetida
«Comulgo, pero no adelanto nada.» O hablando de otros «se
acercan al comulgatorio, pero no mejoran » ¿ No se ve en tales
casos la comunión como un remedio mágico, que ha de producir de-
terminados efectos, independientemente de nuestra cooperación ?
La comunión no es un rito mágico, sino alimento, consuelo y com-
pañía Ella nos hace sentir lo que realmente somos pecadores, a
amenes no obstante llama y recibe Cristo Esta presencia tan tangi-
ble entre nosotros, tan accesible en nuestras celebraciones, nos hace
experimentar que Jesús está entre nosotros por el Espíritu el
verdadero Jesús, el hombre Jesús, que murió y resucitó Nada se
disipa en vaguedades, al contrario, se nos da lo que tan apremian-
temente necesitábamos los hombres un símbolo que además hace
auténticamente presente una realidad.
331
de la mesa. Puede uno aguardarse un poco. Este momento de ora-
ción es tanto más importante en nuestro tiempo, cuanto que el trá-
fago diario nos deja muy poco margen para el recogimiento y la
meditación. La oración después de la misa es una ocasión única; en
esta ocasión no necesitamos esfuerzos especiales para restablecer la
tranquilidad interior. La celebración de la misa nos la ha procura-
do ya. Hemos encontrado al Señor y ahora conversamos brevemente
con Él. Tal vez sea éste un momento favorable para abrir la Biblia.
Por ejemplo, Jn 6, 48-71 sobre la unión con Él; o los discursos de
despedida, Jn 14-17; o el salmo 34, que fue cántico predilecto
de comunión en la antigüedad cristiana; o el himno de la confian-
za sin límites, es decir, el salmo 23. Alguien tal vez pueda experi-
mentar, de modo muy particular, el cumplimiento espiritual de lo
que se dice en el Cantar de los cantares.
332
La oración en silencio —por ejemplo, unos minutos que el
ama de casa quita a su paseo de compras para orar o dar gracias
por su familia — o el culto público de una .exposición o procesión
solemne son maneras de honrar esta presencia permanente del
Señor entre nosotros.
En cuanto a la veneración pública hoy estamos cada vez más
convencidos de que la mayor solemnidad ha de ser, ante todo la
misa. El culto a la presencia permanente del Señor se manifes-
tará cada vez más en la oración privada y silenciosa. Pero aun
en este caso no hay que perder de vista la estructura y finalidad de
la eucaristía: pan para ser comido; por tanto, debe despertar en
nosotros el deseo de la plena celebración de la eucaristía. Y ade-
más, pan fraccionado, símbolo de la pasión, el acontecimiento que
en la celebración del sacrificio se torna realidad entre nosotros.
Lo santo y lo profano
La eucaristía parece que es demasiado hermosa para nuestra
vida terrena, casi algo extraño a este mundo. En cierto sentido, lo
es. Se nos da un gusto anticipado de la plenitud definitiva. La
proximidad de Dios en signos tangibles; un alimento de este mun-
do se ha convertido en pan del cielo. El más profundo anhelo del
mundo se ha realizado ya, de alguna manera, bajo signos. En una
palabra, algo de lo venidero, algo de una fase más avanzada, del
cielo, está ya entre nosotros. Al pensar en la pasión de Jesús, re-
cibimos ya de antemano algo de su gloria. Por eso, nuestras igle-
sias no son lugares de reunión en que se puede ir de una parte a
otra como en una estancia vacía. Una presencia santa hace de ellas
lugares santos. Cuanto más cerca estamos del pan y el vino, tanto
mayor ha de ser la reverencia que deberá manifestarse también
en nuestra actitud externa. Fuera de ciertos casos que impone el
sano juicio, el cáliz y la patena sólo pueden ser tocados por minis-
tros consagrados. Así se da a entender, de alguna manera, que la
santidad de Dios ha penetrado en nuestras realidades terrenas.
Esta santidad no precisa de ostentaciones con pompa y magni- 245
ficencia. La santidad de Dios en el Nuevo Testamento es simple y
silenciosa. El modo de obrar de Jesús nos da la norma: una mesa
con pan y vino, una reunión de hombres que reciben el mandato
de amarse unos a otros. La santidad de nuestra celebración debiera
ser tan sencilla que notáramos la semejanza con las comidas de
casa. Naturalmente, la eucaristía significa infinitamente más que
una simple comida; pero la forma de celebrarla nos debería indicar
que la misa no está fuera de nuestra vida. Es la culminación santa
de nuestra vida profana, en la que comer, orar, amar y dar gracias
son santificados por Cristo.
333
EL SACERDOCIO DEL PUEBLO DE DIOS
334
Nuestra insuficiencia
4 227
Lo primero que deberíamos saber los cristianos — y nos lo enca-
recen una y otra vez el evangelio, la liturgia y la predicación de
la Iglesia— es nuestra insuficiencia. Ésta es la primera tarea del
cristiano en el mundo: saber que antes no fue objeto de misericor-
dia y ahora ha alcanzado misericordia (1 Pe 2, 10). En otras pala-
bras, el cristiano está llamado a predicar, con obras y palabras,
que el hombre, por sí solo, no es capaz de llevar a cabo grandes
obras buenas, sino que debe recibir la voluntad y fuerza de aquel
que nos ama. Éste es el primer elemento de santidad en la Iglesia:
sentir lo impotentes que somos para la santidad. Los grandes san-
tos exageraban, en nuestro sentir, este sentimiento de su impoten-
cia; en realidad, sólo tenían mirada más aguda para ver lo que
realmente pide una vida de amor, fe y bondad.
Sólo el que siente esa insatisfacción participa en lo que es 267
fundamental en la santidad de la Iglesia. Sólo así realiza la entre-
ga de sí mismo al Infinito. El mandato de amor que nos impone el
sermón de la montaña no tiene límites. La presunción del hombre
queda vacío de sentido, la soberbia domada. El sentido de nues-
tra insuficiencia se convierte en fuente de esperanza. Y es que el
hombre encuentra entonces una ayuda y una perspectiva que supe-
ran el cerrado círculo de lo humano; y no obstante, la tarea se
pone en nuestras manos. Babel desaparece. Ante nosotros tenemos
una tarea, que pide espíritu de servicio.
Espíritu de servicio
El pueblo de Dios es pueblo sacerdotal porque está dispuesto
a servir. Está llamado a ofrecer el más espiritual de los sacrifi-
cios (cf. 1 Pe 2, 5) : el de su propia vida.
335
409-412 Nuestra tarea en este mundo
En este espíritu de servicio es invitado el cristiano a trabajar
en este mundo, en el cual cada uno tiene su propia tarea: el escri-
tor, el ama de casa, el industrial, el miembro de un sindicato, el
médico; en una palabra, todo el que vive entregado a su trabajo,
penetrado de la sabiduría positiva de su propia profesión, aporta
un trozo de realidad y la ofrece a los hombres y a Dios. En este
sentido, se puede hablar de un sacerdocio de cada profesión. No
410 sólo es de importancia que el trabajo se ejecute con recta inten-
421 ción (centrada en Dios y en los hombres). Se ha pensado a veces
463 que sólo esta intención del amor daba fruto para la eternidad,
como si las cosas terrenas tuvieran que pasar para siempre cuando
Dios lo haya renovado todo.
Pero nosotros vemos cada vez con mayor claridad hasta qué
punto el trabajo del hombre sobre las cosas terrenas impulsa el
progreso humano y, por tanto, abre nuevas posibilidades al amor.
Con ello, llega su influencia hasta la eternidad. Así pues, nuestro
trabajo en este mundo, creando una atmósfera donde el amor pue-
da desarrollarse, está cooperando a la realización de las promesas
que Dios nos ha hecho para siempre. Y por eso, no es ciertamente
disparatado preguntarse si la nueva creación no asumirá y com-
pletará nuestra obra terrena.
Sigúese de todo esto que no sólo importa ejecutar el trabajo
con recta intención, sino también hacerlo como se debe, de acuerdo
con las leyes internas y los valores de cada profesión. De ahí que
278-283 la predicación de la buena nueva deba estar siempre en diálogo
con lo que nos dice el Espíritu desde el fondo de la realidad a
partir de la experiencia, la sabiduría y la obligatoriedad, que son
inherentes a todo conocimiento y habilidad.
336
La santidad de la Iglesia
Proclamación de la verdad
Otra función sacerdotal del pueblo de Dios hay que mentar ex- 351
presamente la predicación de la verdad También aquí el primer 248
mensaje de la Iglesia es nuestra insuficiencia Predicamos una ver-
337
dad que sobrepasa todo cálculo humano; una verdad que recibimos
de Cristo, Palabra de Dios.
280 Pero no se trata de un manojo de verdades hechas y derechas.
37 Cuanto la humanidad barruntó acerca de su Creador, fue recogido y
purificado por la revelación de Cristo; pero fue sobre todo renova-
476 do y profundizado radicalmente por su pasión y su resurrección.
Por la revelación que Dios nos hace de sí mismo, se nos da la
posibilidad de sondear la profundidad de la vida humana. Tanto
la predicación de la palabra, como los sacramentos que nos acom-
pañan en los momentos decisivos de nuestra vida, revelan lo que es
el hombre y qué caminos debe seguir.
338
lia se esfuerza p o r ser buena, n o está e n t e r a m e n t e fuera de la fe
y de la Iglesia. E n sentido m u y lato, p e r t e n e c e t a m b i é n a los h o m -
bres que h a n sido tocados p o r el m e n s a j e c r i s t i a n o . ¡ Y qué de
veces s u c e d e r á q u e a v e r g ü e n c e n a sus v e c i n o s ! 226
Con estas ideas n o q u e r e m o s c h a l a n e a r con la v e r d a d y decir
que, en el fondo, todo es lo mismo. L o que q u e r e m o s h a c e r v e r es
que, fuera de la Iglesia católica y, sobre todo, en las Iglesias c r i s -
t i a n a s con quienes deseamos u n i r n o s u n día, la v e r d a d conoce
m u c h o s matices y realizaciones, en que n o es imposible oir la voz
de J e s ú s . Y t o c a al m i n i s t e r i o s a c e r d o t a l de la Iglesia el s e g u i r
siendo la fuente de todas estas c o r r i e n t e s y derivaciones, p e r m a - 341
neciendo fiel a sí m i s m a .
Si así lo h a c e el católico, c o m p r o b a r á de p r o n t o cómo los o t r o s
tienen también a l g o que decirle, a l g o o r i g i n a r i a m e n t e cristiano.
F u e r a de la Iglesia católica se h a n cultivado a m e n u d o con entu-
siasmo e inteligencia d e t e r m i n a d a s v i r t u d e s : solicitud p o r los d é -
biles socialmente, a m o r a la paz, sinceridad, integridad, sentido de
la realidad t e r r e n a . A s í p u e s , de toda la h u m a n i d a d llegan
a nosotros como u n eco, p a r t e s sueltas del m e n s a j e cristiano. E n 275
este sentido, los de fuera son p a r a nosotros sacerdotes.
Tolerancia
La tolerancia no significa sólo que respetamos los contenidos 221-222
cristianos de las convicciones ajenas, sino también su modo de
pensar cuando es anticristiano; es decir, cuando, en nuestra opi-
nión, ese modo de pensar empobrece espiritualmente al hombre.
El problema es harto difícil para poder despacharlo con unas cuan-
tas frases hechas.
La dificultad no está tanto en que cada uno tenga su propia
opinión. La Iglesia ha enseñado siempre que la fe es asentimiento
libre y no puede, por tanto, imponerse a la fuerza. Con ello se reco- 391
noce en principio la libertad del otro. La Iglesia enseña además
que cada uno debe seguir su conciencia, y esto es también un re- 358-360
conocimiento de la libertad interna del otro. La dificultad comien-
za cuando una determinada convicción se propaga y echa mano
de cualesquiera medios para imponerse. Pensemos en el racismo
típicamente anticristiano del Tercer Reich. Con todo el respeto
por la convicción ajena, aquí se impone sin duda una enérgica
protesta.
Ahora bien, ¿pueden aplicarse también contra esa convicción las
leyes del Estado ? Si las ideas que se propagan no son sólo anti-
cristianas, sino también antihumanas, criminales, ciertamente que
sí. Pero ¿quién juzga de esa criminalidad? ¿Las leyes del país?
En tal caso, una revolución sería en principio imposible. ¿Quién
339
entonces ? Aquí no puede trazarse un límite preciso, y por tan-
to la tolerancia es asunto que debe considerarse en cada caso par-
ticular.
La Iglesia, como guardiana de los diez mandamientos, dispone
en ellos de una ayuda. Sin embargo, no puede tomarlos nunca como
regla de lo que en una sociedad haya de considerarse como inhu-
mano. Así, no podría imponerse por ley a un ateo el primer
mandamiento. La Iglesia defenderá sin duda con toda energía sus
propias normas, pero la cuestión es aquí si la sociedad puede
imponer esos principios como norma de lo que es criminal o no lo
es y tenerlos en cuenta en sus leyes y sanciones.
Todo esto pone de manifiesto lo difícil que es trazar con pre-
cisión los límites teóricos de la tolerancia. Lo cual no debe indu-
cirnos a desestimar esta virtud. Ha de ser siempre ideal de un
cristiano el profesar el máximo respeto a la convicción del otro.
130-131 El amor, la renuncia a la violencia que propugna el evangelio y el
84-85 respeto de la unicidad y libertad de cada hombre, lo exigen de
nosotros. Deberíamos sentirnos orgullosos de que, en una socie-
dad casi totalmente católica, haya hombres de otra creencia que
desempeñen cargos de responsabilidad. Debiera ser nuestro orgu-
llo que, en nuestro mundo, se den otras opiniones que puedan ejer-
cer su fuerza de atracción y no encuentren ante ellas otra resisten-
cia que la claridad y la paciencia provenientes del Espíritu.
340
la felicidad eterna del individuo. Tiene un alcance mucho más
rico Indica que se entra a formar parte de un pueblo que vive
en la alegría del reino, en la gozosa expectación de la venida del
Señor, incluida su venida continuada, velada y pacificadora en nues-
tra existencia cotidiana Salvarse signilfica abrirse a esta experiencia.
Por esto marchan los misioneros a remotas tierras Fundan la 23-24
comunidad en que empiece a tomar forma el remo de Dios. Ellos
esclarecen el más profundo anhelo de los hombres y de sus reli-
giones y muestran la más honda raíz de toda desdicha la falta
de amor Se abre la fuente del perdón, se predica la resurrección, 267
el alegre mensaje de que el fondo de la realidad no es el destino
ciego, sino el amor, se enseña cómo el hombre puede vivir, con-
fiado y fortalecido por el Espíritu, una vida más rica y fecunda, 272-273
pues tiene cerca de sí al Señor
Las biografías de todos los misioneros formarían un capítulo
grandioso de la historia de la humanidad. Ahora sólo la conoce el
Padre que ve en lo escondido
El mandato de Jesús ha significado durante siglos abandonar
la propia patria. Y aún ahora la tienen que dejar la mayor parte
de los misioneros Acto heroico, pero que entraña el peligro de
que, al tiempo que el mensaje cristiano, se lleve a los pueblos
evangelizados una parte de la cultura europea, que puede ser con-
traria a su propio genio Todo pueblo cristianizado aporta su pro-
pia herencia al pueblo de Dios Esto, en el curso de la historia, a 220
veces se ha comprendido bien, otras no
Hoy día, sin embargo, no se puede pensar tan románticamente
sobre esta cuestión e imaginar que cada pueblo puede ofrecer una
cultura propia vital y floreciente. La civilización técnica ha reem-
plazado por doquier antiguas culturas y las ha hecho superfluas
Este fenómeno no es privativo de Europa. Sin embargo, los mi-
sioneros tendrán que procurar siempre promover lo que cada pue-
blo y hasta cada individuo tienen de peculiar. Dios no quiere que
se pierda, ni aun aquí en la tierra, nada que haya salido de sus
manos
De ahí resulta también evidente que cada pueblo debe tener
sus propios sacerdotes y obispos Sólo entonces estará la Iglesia
verdaderamente arraigada en un pueblo.
Aunque muchos hombres no se adhieran a la comunión visible
de la Iglesia, si son de buena voluntad, no dejarán de sentir su
influjo Se sentirán estimulados a poner especialmente de relieve
en sus religiones e ideologías los elementos cristianos y a llevarlos
como puedan a la práctica, siquiera por no quedar a la zaga de
los cristianos.
Las misiones cristianas pueden aportar la más eficaz contribu- iw
ción a la unificación de la humanidad Ellas predican a Jesús, que 225
341
no quería dominar, sino servir; a Jesús que rechazó el señorío de
todos los reinos de la tierra, que le ofrecía el tentador: «Apártate
de mí, Satanás»; a Jesús que predicó el mensaje que abrió y aún
sigue abriendo los corazones de los hombres entre sí. Él dijo:
«Oirán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10,
16). Con esto se refería a todos los hombres, pues «quiere que to-
dos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»
(1 Tim 2, 4).
222-223 L a labor ecuménica, hacia la que empuja el Espíritu a los cris-
tianos de nuestro tiempo, es particularmente importante y en es-
pecial urgente y difícil en esta predicación hasta los confines de la
tierra.
Cuanto más raíces eche la Iglesia entre todos los pueblos, tan-
to menor será la necesidad de que haya misioneros que abandonen su
220 patria; tanto más podrán ser levadura de su propio pueblo por la
oración y la bondad, por el mensaje de la insuficiencia del hombre
y, por ende, de sus posibilidades.
342
luz al niño, no se acuerda ya de su angustia por la alegría de haber
traído un hombre al mundo» (Jn 16, 20-21). Cerremos, pues, el
capítulo con las palabras de consuelo de la primera carta de Pedro:
Servicio
Los que representan al Señor por el ministerio que ejercen en
su Iglesia, son hombres, pero están libres de otro quehacer, para
que puedan prestar su servicio con todas sus posibilidades:
«Pues no nos proclamamos a nosotros mismos, sino a Cristo
Jesús, Señor, y a nosotros como a servidores vuestros por amor
a Jesús. Porque Dios que dijo: "De entre las tinieblas brille la
luz", él es quien hizo brillar la luz en nuestros corazones, para
que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios en la faz
de Cristo. Pero este tesoro lo llevamos en vasos de barro, para
que se vea que este extraordinario poder es de Dios y no de nos-
-otros» (2 Cor 4, 5-7).
Con estas y muchas otras expresiones nos dice el Nuevo Tes-
tamento que los pastores de la Iglesia no son semejantes a los re-
yes de los pueblos, sino servidores. Si, pues, el Señor encomienda
a hombres el cuidado de su Iglesia y los dota de tan gran autori-
dad, esto ha de entenderse siempre en este sentido.
El nmdsterio apostólico
Jesús era entre sus apóstoles «como el que sirve», pero al mis-
mo tiempo, era el centro del pequeño rebaño. Del mismo modo dio
a sus apóstoles el encargo de ser sus representantes autorizados
por medio de su servicio al pueblo de Dios.
343
Su misión fue encomendada con palabras como éstas: «Os lo
aseguro: todo lo que atéis en la tierra, atado será en el cielo; y
todo lo que desatéis en la tierra, desatado será en el cielo» (Mt 18,
18). Ya dijimos antes que este atar y desatar significa la potestad
de gobernar una comunidad y de elucidar algunas cuestiones.
En la última cena dio a sus apóstoles este mandato: «Haced
esto en memoria mía» (Le 22, 19), y en una de las apariciones
pascuales sopló sobre sus discípulos y dijo: «A quienes perdonéis
los pecados, les quedarán perdonados» (Jn 20, 23).
Dirigir, enseñar, administrar los signos del Señor, en esto
consistía el poder de los apóstoles.
El ministerio se transmite
En el Nuevo Testamento encontramos algunos indicios de la
preocupación de los apóstoles para que a su muerte se continuara
el ministerio pastoral. Así, Pablo, que era también apóstol por
mandato del Señor, les dice a los dirigentes de las Iglesias del
Asia Menor: «Ahora bien, yo sé que no veréis más mi rostro,
vosotros todos, entre los que pasé predicando el reino... Mirad por
vosotros mismos y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo
os ha constituido inspectores, para pastorear la Iglesia de Dios»
(Act 20, 2S.28).
A Tito le escribe: «Te dejé en Creta con el fin de que acaba-
ras de organizar lo que quedaba y establecieras "presbíteros" en
cada ciudad, según las normas que yo mismo te di» (Tit 1, 5).
Los dirigentes propuestos a las comunidades se llaman gene-
ralmente en el Nuevo Testamento ancianos (presbiteroi) o inspec-
tores (episkopoi). Las iglesias eran gobernadas por un grupo de
presbíteros episkopoi, ayudados por los diáconos, mientras los
apóstoles continuaban ostentando la suprema autoridad. Si compa-
ramos dos pasajes de la 1 Tim, el primero de los cuales habla del
episkopos en singular (1 Tim 3, 1), mientras que el otro emplea
el plural (3, 8), tal vez podamos concluir correctamente que, para
aquel entonces, la dirección de la comunidad estaba ya en manos
de uno, que luego se llamó episkopos (obispo).
Inmediatamente después de la muerte de los apóstoles, a fines
de! siglo r, se da con certeza este tipo de gobierno. Esto se des-
prende de las cartas de Ignacio de Antioquía que reflejan tal es-
tado de cosas en torno al año 100. Así escribe entre otras cosas a
la Iglesia de Esmirna: «Obedeced todos al obispo, como Jesús
obedeció al Padre, y a los presbíteros como a los apóstoles. Re-
verenciad a los diáconos, pues es un mandamiento de Dios.» Aquí
es preciso distinguir, por tanto, tres grados: diáconos, presbíteros
(sacerdotes) y un obispo.
344
También por otro camino se puede reconocer el ministerio epis-
copal en la Iglesia primitiva. Cuando, a fines del siglo n , se co-
menzó a apelar a la tradición de los apóstoles, se presentaba una 207
tradición (sucesión) de nombres ée obispos. Así, en su obra: Con-
tra las herejías, escrita hacia el 180, enumefa Ireneo los obispos
de Esmírna y Roma desde el tiempo de los apóstoles hasta el suyo.
Listas semejantes hay también para Jerusalén. Antioquía y Ale-
jandría.
Las circunstancias en que se mencionan estas listas (solicitud
por la pureza del mensaje contra los herejes) nos permite ver tal
vez algo de las circunstancias históricas en las que el ministerio
episcopal tomó esta forma. El rector único y supremo de la co-
munidad garantizaba la unidad de la misma.
El pastor da su vida
Los pastores están llamados a comunicar la conciencia mesiá-
nica de jesús, esto es, a predicar la buena nueva a los pobres. Están
llamados a ser como el siervo de Yahveh, que entregó su vida. 94
No es este lugar indicado para discutir hasta qué punto lo han
sido en el curso de la historia. Se habla mucho, no sin razón, de
sus fallos. Pero las mismas críticas dan a entender lo mucho que
se espera de ellos a lo cual ellos siempre han respondido, al menos
en parte. No en balde han sido canonizados muchos obispos.
345
Significaría ingratitud al Señor el no querer ver el bien que
por los sucesores de sus apóstoles ha venido al mundo.
El obispo
La potestad pastoral ha sido confiada en toda su plenitud a los
obispos. Ellos son en la Iglesia -los sacerdotes por excelencia. En
el solemne prefacio de la consagración de los obispos se lee: «Que
192 su palabra y predicación no sean discursos elocuentes de sabidu-
ría humana, sino demostración de espíritu y virtud. Dale, Señor,
la llave del reino de los cielos, a fin de que use rectamente de su
autoridad, pero no se gloríe de ella, pues le ha sido conferida para
edificación y no para destrucción. Lo que él atare sobre la tierra,
sea atado en el cielo; y lo que él desatare sobre la tierra, sea des-
atado en el cielo. A quienes él retuviere sus pecados, les sean
retenidos; y a quienes .él los perdonare, sean perdonados.»
Estas palabras dicen claramente que a los obispos se transmi-
ten los poderes confiados a los apóstoles (excepto, naturalmente,
205 el que los constituyó en fundadores). También en su caso es fun-
ción del ministerio la de gobernar al pueblo de Dios, predicar la
palabra y administrar los sacramentos. Esto no se podrá hacer
siempre del mismo modo. Por eso quiere Cristo estar entre nos-
otros por la responsabilidad y autoridad de hombres vivos.
192 El ministerio de gobernar de los obispos no se ha de entender
401 por supuesto en sentido político, sino espiritual; es un gobierno
pastoral. Y en cuanto tal implica la potestad de dirigir. El servi-
cio que el obispo presta a la Iglesia es el de gobernar. Pero se ha
de entender como servicio, y esto significa no sólo la prontitud
para ayudar, sino también una atención despierta ante cualquier
voz cristiana que le llegare.
346
El ministerio de enseñar tiene un aspecto preservador y otro 351
creador. Preservador, en cuanto el obispo es responsable de lo
que los sacerdotes predican a los fieles o presentan por escrito
como doctrina católica. Los obispos siguen compartiendo la soli-
citud que Pablo expresó a los efiskopoi del Asia Menor:
«y de entre vosotros mismos surgirán hombres que enseñarán
cosas perversas para arrastrar a los discípulos en pos de sí»
y
(Act 20, 30).
El aspecto creador del magisterio consiste en que el obispo,
como buen padre de familias, saca de su tesoro no sólo cosas vie-
jas, sino también nuevas (cf. Mt 13, 52). Cada tiempo plantea, en
efecto, nuevas cuestiones al evangelio y éste proyecta luz nueva
sobre cada tiempo.
Su ministerio de administrar los sacramentos lo cumple el
obispo en cuanto consagra para toda la diócesis los santos óleos, 165-167
que se emplean en la administración de aquéllos; en cuanto or- 349
dena a los nuevos presbíteros que administran a su vez los sacra-
mentos, y confirma a todos los bautizados, y así completa el bau- 2*6
tismo de los fieles de la diócesis. El obispo es, además, responsable
de la buena y justa transmisión de todos los signos sacramentales
en su diócesis.
347
ría, sino aquellos que ya los han recibido y los poseen. Siempre
es un obispo el que consagra a otro. Y para indicar que la Igle-
sia universal le confía su misión, le imponen siempre las manos
tres obispos. Esta manera de conferir el cargo episcopal no ex-
presa dominación. Quiere decir que los pastores son enviados.
El Señor dio a su pueblo autoridad y misión al dársela a los
apóstoles. Éstos la transmitieron a quienes fueron por ellos envia-
dos. De este modo, el rito de la consagración conserva en la función
episcopal el carácter de misión que viene de Cristo. Manifiesta el
lazo que nos vincula con los orígenes. No es el hombre quien se
da a sí mismo la dignidad de ser un pueblo sacerdotal, sino que
se la da el Señor. El más profundo sentido del oficio pastoral en
la Iglesia estriba en que es una continua donación de Dios el
poder ser pueblo suyo.
348
Sacerdotes y diáconos
Además de la función episcopal, existen otros dos grados del
sacerdocio pastoral. En efecto, el obispo tiene asistentes sacerdota-
les, que llamamos sacerdotes, y además de éstos, los diáconos. La
ordenación sacerdotal consiste igualmente en una oración al Es-
píritu Santo y la imposición de las manos, que realizan juntamen-
te con el obispo, todos los presbíteros presentes. El neopresbítero
es admitido así entre los auxiliares del obispo. Alrededor de este
que podemos llamar el núcleo de la ordenación se agrupan otras
ceremonias muy ricas en significación: la unción de las manos
con óleo, la entrega del cáliz y una bandeja de oro (patena); y
los nuevos sacerdotes presiden la celebración eucarística junta-
mente con el obispo.
Al final de la misa, el obispo impone una vez más las manos
sobre cada uno, diciendo: «Recibe el Espíritu Santo. A quienes
perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedarán retenidos (Jn 20, 22-23).
Por la ordenación recibe el sacerdote el poder de presidir la
eucaristía y de perdonar los pecados en el sacramento de la peni-
tencia (confesar). Participa también en la misión de predicar y
gobernar según el puesto que se le confíe. Está incardinado a una
diócesis o forma parte de un instituto religioso, que casi siempre
es internacional.
La función confiada al sacerdote consiste generalmente en la
cura de almas en un territorio de la diócesis, que es la parroquia.
El sacerdote encargado de la dirección de la parroquia se llama
párroco y sus ayudantes coadjutores (ecónomos). Muchos sacer-
dotes, sobre todo los miembros de órdenes o congregaciones reli-
giosas, no se destinan a la cura de almas en las parroquias, sino
que sirven de otros modos al pueblo de Dios. Unos y otros son
los operarios de la viña con los que tanto el pueblo fiel, como los
-no cristianos, están a menudo en contacto. La Iglesia ha canoni-
zado poces de los sacerdotes que trabajan en las parroquias, pero
se ha ocupado mucho de ellos la literatura (novelas), lo que se
puede interpretar como una especie de canonización por boca del
pueblo que ve en ellos una respuesta cristiana a la llamada de la
gracia.
349
sentados por la comunidad. De Act 6, 8 y 8, 26-40 resulta que los
diáconos participaban también en el ministerio de la palabía y de
bautizar. Tales son aun hoy día las funciones de los diáconos:
asistir, predicar y bautizar.^ El concilio Vaticano n ha dado de
nuevo a esta función su valor de vocación permanente.
3S0
La reunión de todos los obispos se llama concilio. En tal caso,
ocupa un puesto especial el obispo de Roma, cuya función se
remonta a san Pedro. En breve volveremos a tratar de este
punto.
Los obispos como colegio son los guardianes de la Iglesia y de
la verdad de Cristo. La infalibilidad del «pueblo adquirido por
Dios», al que Cristo prometió su presencia hasta el fin de los
tiempos, está expresada en ellos. Por eso es infalible un concilio
cuando habla expresamente como tal.
351
para cada nuevo tiempo. Esto quiere decir que cualquier interpre-
tación puede y hasta debe mejorarse.
Los obispos son los maestros de la verdad de Cristo, en cuanto
escuchan a la totalidad de los creyentes, buscan la verdad en unión
y comunión con el pueblo de Dios que peregrina por el mundo y
confían en que la luz de Cristo no los abandonará. La luz de
Cristo que nos ofrecen es la antigua e imperecedera luz — Iwmen
Christi —; pero esa luz, a imitación del cirio pascual, lleva siem-
pre grabada la fecha de la noche en que brilla.
352
que forma parte del cuerpo y lo domina. A partir del siglo iv se le
llama papa, que quiere decir «padre». El papa es el primero entre
todos los que enseñan y gobiernan a la Iglesia.
El gobierno ejercido por Roma fue haciéndose muy activo y 215
centralizador en el curso de los siglos, principalmente a partir del
siglo xiv Además de muchas ventajas reales, ha traído esto mu-
chos inconvenientes, reales también. Tal vez el Espíritu de Dios
está ahora llevando a la Iglesia en una dilección, en que los obis-
pos locales gocen de nuevo, bajo la presidencia del papa, de gran
responsabilidad
Actuaimente, ios obispos son nombrados en última instancia 348
por el papa Él puede intervenir en los asuntos de cualquier diócesis.
Y si un obispo no puede desempeñar bien su cargo, el papa puede
incluso nombrar ep nombre propio un administrador apostólico
En el curso de los siglos se fueron organizando las cosas de
forma que el papa ejerce el poder central, muy amplio, con ayuda
de las congregaciones romanas, cuyo conjunto forma la curia. Se
puede comparar a ésta con los ministerios de un Estado. Auxilia-
res importantes del papa son los cardenales Originariamente eran
obispos, presbíteros y diáconos de importantes iglesias urbanas de
Roma Desde el siglo xi a ellos incumbe la elección del papa La
composición del colegio cardenalicio tiende a hacerse cada vez más
internacional A él pertenecen los obispos de muchas importantes
diócesis Otros cardenales ejercen su cargo en Roma, por ejemplo,
como prefectos de las distintas congregaciones romanas.
De la función del papa para mantener la unidad de la Iglesia,
se sigue también su importancia como maestro de la misma Como
cabeza del colegio infalible de los obispos, posee en grado especial
la infalibilidad Es como la insignia que marca el camino Esto no
quiere decir que pueda promulgar dogmas sin ponerse en contacto
con la Iglesia universal. El papa sólo puede proclamar lo que cree
la Iglesia universal Delibera con todos los obispos católicos, sobre
todo con el sínodo episcopal, que existe desde el concilio Vatica-
no I I Pero, dado que la comunión con el papa es la piedra de to-
que de la pertenencia a la unidad, su palabra está ciertamente
llena de la verdad del Espíritu de Dios, por lo menos en los
casos en que declare expresamente que habla en forma normativa
e infalible, lo que sucede pocas veces Este carisma (don del Espí- 192
ritu) del papa está ligado a su cargo de ser el primero entre sus
hermanos Por lo que atañe a la fe del papa, también él es un 139-141
creyente, que incluso en cuanto papa, recibe su fe de la comuní- 347
dad eclesial Muchas directrices y declaraciones del magisterio no
pretenden ser infalibles, lo cual no quiere decir que no se deban
por esto al Espíritu de Dios Son para nosotros una voz muy
autorizada, que merece todo nuestro respeto.
353
«No es que intentemos dominar con imperio en vuestra fe,
sino que colaboramos con vuestra alegría...» (2 Cor 1, 24~>
Es muy significativo que cualquier sacerdote u obispo haya sido
ordenado primeramente de diácono, es decir, servidor Es un ele-
mento fundamental de su actividad el ser los menores de todos, al
servicio de todos.
La vocación al sacerdocio
Sí, seducidos por Dios Él es al cabo el que llama ¿ Cómo ?
Muchos son los relatos de vocaciones que nos ofrece la Escritura.
Ésta narra en forma gráfica y pintoresca exactamente lo mismo
que una y otra vez se repite hoy intimamente y en sentido moder-
no El lugar que otorga la Escritura a estas vocaciones personales,
a estos llamamientos, tiene sin duda algo que decirnos Prueba lo
354
fascinante que es este tema para el pueblo de Dios; acaso también
que es tema predilecto de Dios, que no llama sólo a la humanidad,
sino también a algunos hombres.
¿ Cómo sabe un hombre que es llamado ? Si la idea de hacerse
sacerdote despierta en él alegría y paz, tiene toda razón para su-
poner que Dios lo llama. Porque Dios no es Dios de confusión y
desorden, sino de paz y alegría. Sólo que debemos discernir entre
dos motivos de alegría, que pueden estar en pugna entre sí: ale-
gría de pensar que no va uno a hacerse sacerdote, y alegría de pen-
sar que, a pesar de todo, lo va a ser. Una de las dos resultará la
más profunda, la verdadera fuente de paz. La paz en lo más pro-
fundo del ser, he ahí el punto de referencia.
Acaso apunte esto al camino que parece más duro y más difícil,
o acaso no. A la postre, lo que importa es la actitud decidida, abier-
ta y olvidada de sí, que pregunta: «Señor, ¿qué quieres que haga?»
Pero es conveniente no guardarse para sí semejantes conside-
raciones, sino buscar el contacto con la comunidad en la persona de
un sacerdote bueno e inteligente. Éste no coartará la libertad
de la elección, sino que la acrecerá, pues sabe que sólo el libre asen-
timiento es digno de la función sacerdotal.
La comunidad desempeña además otro cometido importante en
la vocación. La Iglesia decide, por medio de sus pastores, sobre la
idoneidad del candidato, y en caso positivo, le dan la misión. De
este modo, la vocación definitiva tiene lugar por la voz de la Igle-
sia en el momento de la ordenación.
Si nos remontamos a los comienzos de una vocación, daremos
una y otra vez con la comunidad: la familia, la parroquia, la es-
cuela, ciertos contactos en edad más avanzada. A través de uno 388
de estos medios se abre por vez primera al niño o al joven la
perspectiva de una vida consagrada al servicio de los hombres en
la amistad íntima con Cristo.
355
EL SEGUNDO MANDAMIENTO ES SEMEJANTE AL PRIMERO
356
nalmente en la fe e historia de Israel, empezó a esclarecerse tam- 36-37
bien la relación del hombre con Él y halló su expresión en los
mandamientos. Así pues, los mandamientos son expresión de nues-
tro más profundo anhelo y al mismo tiempo proyectan una crítica, 361
que emana de Dios, sobre todo lo bajo que hacemos.
Las formulaciones de los mandamientos son de una concisión
primitiva. Por ejemplo, se dice sobriamente: «No matarás.» Pe-
ro aquí se encierra toda forma de respeto a la vida. En nuestra
exposición no insistiremos en el aspecto de la «dura ley», elemento
ligado a una época, sino que atenderemos a su sentido profundo y
permanente: diez máximas, que se cuentan con los dedos de las
dos manos, contienen resumida toda la conciencia de la humanidad.
357
La conciencia en armonía con el mandamiento
Esta aplicación y traducción no se da independientemente de
nuestro sentido innato de los valores, sin la facultad de discernir
16-n el bien, que nos guía personalmente en el obrar: la conciencia.
El hombre lleva dentro de sí —mejor seguramente sería decir: el
hombre es— un instinto espontáneo de lo que debe hacer.
Los mandamientos y la conciencia apuntan a los mismos va-
lores. Sería grave error hacer de la conciencia un asunto mera-
mente privado. Una fuente mágica, para uso privado, sin vincula-
ción con la comunidad. Esto enajenaría a los hombres entre sí,
sería inhumano.
Por eso, sólo en sentido muy limitado es verdadero, lo que a
veces se oye actualmente: «Antes se vivía según los mandamientos
(se hacía lo que era obligación). Hoy se vive según la conciencia
(se obra libremente)». Ni antes se obraba sin referencia a la con-
ciencia, ni ahora se obra sin referencia al mandamiento que dicta
la comunidad. Una y otra cosa van unidas. Sólo es cierto que, en
las diversas épocas, se pueden variar los centros de gravedad. Pero
de esto hablaremos luego más despacio. Aquí nos vamos a ocupar
de la unidad entre la conciencia y el mandamiento. No debemos
caer en el error de ver ante todo una oposición entre la «persona»
232 y la «comunidad», entre la conciencia y el mandamiento. Más pro-
fundo y esencial que su oposición, es el hecho de que sólo juntos
logran plena validez. Cuanto más un ser es él mismo, tanto más
está, por este solo hecho, con los otros, más abierto para dar y
278 recibir, comenzando por las cosas hasta Dios. Y, a la inversa:
cuanto más abierto está un ser a los otros, tanto más es él mismo
(las plantas están menos en sí mismas que el hombre, y, por ello,
son menos solidarias entre sí). «Uno mismo» y «juntos» no son
en el fondo cosas opuestas, desde el momento en que el mundo ha
sido creado para el amor.
Así pues, un buen mandamiento y una buena conciencia se
apoyan mutuamente. La conciencia personal no existe sin relación
con la conciencia de la comunidad. Por eso sigue válido el dicho
del Eclesiástico: «No es sabio el que aborrece la ley; y el que no
la guarda, zozobrará como nave en la tormenta» (33, 3).
358
ciencia, sensible a lo que es bueno en la situación concreta, no pue-
de dejarse guiar solamente por la letra de la ley. A veces tendrá
incluso que apartarse de la letra para realizar los valores que in-
tenta la ley.
Un segundo motivo de sana tensión es la evolución del sen-
tido de los valores. El sentido del bien y del mal evoluciona y
se renueva, como hemos visto ya. Lo que un día fue la mejor
expresión de los grandes valores morales (y, por ende, de los diez
mandamientos, invariables en su fondo), no lo es forzosamente en
otra época. La conciencia trabaja continuamente por la renova-
ción de la ley.
Este problema exige aquí una atención especial, porque esta-
mos hablando de los mandamientos tal como se explican en la co-
munidad de Dios, en la Iglesia, la comunidad en la cual la concien-
cia desempeña un papel relevante. En efecto, el cuidado capital de
la Iglesia se cifra en nuestras relaciones con Dios. «Todo lo que
atéis en la tierra, atado será en el cielo.» La importancia de la
conciencia es muy grande en la vida cristiana; la Iglesia enseña en
efecto, que la conciencia obliga siempre, aunque sea errónea. «Pues
todo cuanto se hace sin convicción de fe, es pecado», dice san Pablo
(Rom 14, 23). Y santo Tomás de Aquino (siglo XIII) : «Si alguien
confesara la fe de Cristo o la Iglesia, a pesar de haber visto que
no es verdad, pecaría contra su conciencia.» El cardenal Newman
(siglo xix) declara: «Yo he creído siempre que la obediencia a la
conciencia, aun errónea, es el mejor camino para la luz.»
Sin embargo, estos pensadores sabían muy bien que sólo con este
aspecto subjetivo no estaba resuelto todo el problema. En efecto,
no se puede ocultar el reto que nos hace el mandamiento, pues él
representa la conciencia de la auténtica comunidad. El pensamien-
to medieval, que estaba especialmente orientado a lo objetivo y so-
cial, acentuó este aspecto con mucho énfasis. No podemos evitar la
impresión, por ejemplo de que para santo Tomás era inconcebible
que alguien pudiese tener una conciencia errónea sin culpa alguna
por su parte. Más inverosímil aún le parecía esto a san Agustín
(siglo iv). Siempre queda, sin embargo, en pie el hecho de que la
doctrina irrevocable de la Iglesia, enseña que el hombre debe
guiarse por su conciencia. «Por la fidelidad a la conciencia se unen
los cristianos con los demás hombres para buscar juntos la verdad»,
dice el Vaticano n (Const. sobre la Iglesia en el mundo, § 16).
359
Las leyes de la Iglesia, por el contrario, sólo obligan en cuanto
está comprometida la conciencia. No son una coacción exterior,
sino un llamamiento interior A quien no tenga fe, no le dicen nada
Las leyes eclesiásticas difieren de las civiles. E incluso en su
formulación van ostentando, en mayor grado cada vez, este carác-
ter que le es propio.
360
mandamientos. Y el segundo es semejante al primero: «Amarás a
tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39). La fuente y el fin
de la ley es el amor. En él se cifran los diez mandamientos, los
tres primeros y los siete restantes. Unos y otros reciben su más
profundo sentido en este amor: amor a Dios y amor a los hombres.
361
buena marcha de los negocios...). El mensaje de Jesús sobre el ver-
dadero amor al prójimo es otra cosa. Para Jesús, todo ha de ser me-
dio para alcanzar el amor. He aquí lo que importa, lo único serio.
Pero ¿no hay hombres que realmente consideran el amor como
lo único que debe tomarse en serio y, no obstante, desprecian a
Dios? ¿Hombres que abrigan en común una especie de rencor con-
tra Dios y por eso justamente se sienten fraternalmente unidos con
la humanidad? ¿Una especie de conjuración? ¿Cómo despreciar
conscientemente el mayor amor, y a través de este desprecio en-
contrar el verdadero amor? Esto no es posible. Sería una conspi-
ración colectiva sin alegría, sin razón interna para mantener la
unidad o restaurarla, caso de que se rompiese. Total: una Babel.
Y, sin embargo, hay hombres que viven así. Tienen el misterio
del origen por incierto, por irrelevante, y, no obstante, construyen
algo así como una solidaridad. Desprecian, pues, a Dios y aman a
su prójimo.
No. Lo que desprecian es una caricatura de Dios. Por ejemplo,
una ciega fuerza natural, un gélido destino, un viejo tonto que apa-
rece entre nubes, un amo tiránico. Una caricatura. Y luego, guia-
dos por el instinto del bien que llevan dentro, buscan lo más puro
y más alto que hay sobre la tierra, y perciben que eso es el amor
al prójimo. Pero, cuando se descubre un amor auténtico y se vive
este amor, se descubre y vive algo de Dios, aunque se piense que
no existe. «Donde hay caridad y amor, allí está Dios.»
Esos hombres buenos ¿no llegarán un día a la fe expresa en
Dios ? A veces sucederá así; pero no es forzoso, ni mucho menos,
que suceda. Una caricatura de Dios puede estar tan grabada en el
alma, por razón de educación y ambiente, que no se llegue nunca
a sustituirla por la imagen verdadera del Dios vivo. Sin embargo,
su abertura al hombre, que es la corona de la creación, mantendrá
a esos hombres abiertos a toda realidad y al todo de la realidad.
n-19 Constantemente prestarán atento oído al misterioso «algo» (y al-
427-430 guien) que se atisba en el amor y por el amor. Tratarán de descu-
brir si el misterio de la existencia no es acaso un misterio de amor.
No hay amor puro al prójimo sin abertura al verdadero Dios, al
Dios vivo.
362
piadoso, rece mucho y muy devotamente, y, sin embargo, se porta
dura y despiadadamente con sus prójimos. En tal caso, puede tra-
tarse de una oración que no es tal, sino un juego y pérdida de tiempo 285
con un Dios imaginario, sin prestar oido a la verdadera voz de Dios
en la Iglesia y en la creación; o, en el fondo, la persona que parece
dura y antipática, tal vez no sea tan dura como su aspecto externo
nos hace creer. Acaso sea por naturaleza iracunda y taciturna, pero
capaz de entregarse por completo, sin hacer cálculos, en caso de
necesidad. También puede ser que se haya educado en una concep-
ción estrecha de la vida cristiana; y esto le habrá llevado a des-
cuidar algunos caminos de bondad natural, por ejemplo la alegría
y la espontaneidad. Tal vez no se impregnen mutuamente en él el
mensaje de Cristo y lo humano espontáneo (sobre la unión de am- 133-135
bos, véanse nuestras indicaciones, aducidas antes, acerca del tér-
mino «amor» en el Nuevo Testamento). Tal negligencia es grave y
sólo es de esperar que tal persona, si algún día es educador, no
transmita dicha actitud a sus discípulos. Pero la concentración total
en Dios puede producir a veces una bondad inquebrantable, incluso
en estas personas. Una bondad de la que uno se puede fiar.
En este terreno son tantas las variaciones psíquicas que se pue-
den presentar, que podríamos hablar largamente del tema. Sea de
ello lo que fuere, podemos adoptar como norma para nuestra con-
ducta, que un amor es piedra de toque del otro. Y así, para ver si
nuestras relaciones con Dios son como deben, será bueno examinar
cómo son nuestras relaciones con los hombres. Y nuestra abertura
a Dios mostrará a menudo si nuestro amor a los hombres es
sincero.
Para el que quiera acercarse a Dios, el camino mejor será fre-
cuentemente el que pasa por el prójimo. Y a la inversa: el que se
sienta incapaz de amar a su hermano, se sentirá fortalecido e ilu-
minado si se vuelve a Dios. La unidad de los dos grandes manda-
mientos significa liberación y posibilidad de crecimiento.
363
que una regla rígida, que dice: «Hasta aquí, y no más.» Jesús hace
130-131 de todo un mandato de amor y el amor no dice nunca: basta. La
ley ganó así en seriedad, como se ve bien por las palabras de Jesús
acerca del juicio (Mt 25, 31-46). Desde Jesús, cualquier pecado
del hombre es pecado contra el amor, y esto pesa más que todo
el resto.
Pero Cristo ha personalizado al mismo tiempo los mandamientos.
La ley no es ya la fría prescripción que entraña sanciones auto-
máticas. Jesús ha hecho de ella una tarea personal, que tiene siempre
por objeto otra persona: a Dios o al hombre. Por eso precisamente
no tiene límite. Pero esto significa también que se tiene cuenta de
nuestra impotencia. Una falta pesa ahora más; pero, en cambio,
podemos empezar a amar siempre de nuevo. Lo que importa es que
sigamos el camino, que tengamos hambre y sed de esta justicia
del amor.
La Iglesia en el mundo
357-358 «De tal manera amó Dios al mundo.» El cristiano debe amar
como ama Dios, es decir, con un amor que abarca el mundo entero.
La constitución del concilio Vaticano u sobre La Iglesia en el
364
mundo habla muy bien de esta misión del cristiano, en hermosas
páginas orienta hacia el mundo al discípulo de Cristo, pero no sólo
hacia el mundo del domingo por la mañana, sino también y princi-
palmente hacia el mundo del lunes y demás días de trabajo, el mun-
do de nuestro diario quehacer, la tierra de los hombres, que busca,
sufre y vive según sus propios valores y leyes, el universo entero
en su progreso En este mundo es donde vive nuestro Dios
De ello vamos a hablar por extenso en los capítulos que siguen
trataremos de la vida en el matrimonio y la familia, de la vida según
los consejos evangélicos, de la vida en la comunidad política, del
respeto a la vida ajena, de la vida en el trabajo y la propiedad, en
la ayuda a los demás, en la cultura y el tiempo libre, en la búsqueda
de la verdad
MATRIMONIO Y FAMILIA
365
cierto punto dominarlas. Pero siempre queda un hecho, como
maravilla inaccesible, más allá del alcance humano: que fuera «yo»
precisamente el que nací. ¿ Por qué de esta unión de dos personas,
que tuvo lugar en este día, en esta ciudad y a esta hora nací yo
precisamente' ¿Por qué no nació este «yo» en los montes de Áfri-
ca de diez mil años antes de Cristo ? ¿ Por qué no nació en la familia
de los vecinos ? ¿ Por qué nació en absoluto ? ¿ Quién dispone esto ?
366
vecinos, sus abuelos, a todos los descubre a partir de la familia.
Al hallar al otro, crece el hombre como hombre. Pues el hombre
está hecho para amar.
Los primeros «otros» son el padre y la madre. No hay relación
en la vida que tenga un influjo tan profundo, como la que media
entre padres - e hijos. Jamás podrá borrarse. Somos siempre hijos
de nuestros padres.
Dentro de la familia comienza también el camino que lleva al
otro, el que nos sale al paso en todos los otros. Él, que ha creado
y hecho crecer al niño por medio de sus padres, se da a conocer
primeramente en los padres.
El niño no puede conocer a Dios por sí solo, sin ayuda. Jugan-
do, gritando, o llorando-, se encuentra a sus anchas en el pequeño
mundo, que para él es todo el mundo, en que el padre y la madre
son la bondad, la omnipotencia y la inmensidad. La forma en que
hayamos tomado conocimiento de nuestros padres, influye de forma
indeleble en la idea que nos formamos de Dios. Cierto que no son
los padres los únicos que contribuyen a que nos la formemos. Todo
hombre que, en nuestra vida posterior, nos ame, es nueva imagen
de la bondad de Dios. Muchas cosas que han crecido torcidas por
la incapacidad o deficiencia de los padres, pueden enderezarse más
tarde; tanto más porque en el hombre pervive siempre un anhelo
que va más allá del padre y de la madre, más allá de todo hombre.
Dios no es simplemente la proyección agrandada más o menos, 115-117
del padre y de la madre ni, en general, de hombre alguno. Dios es
la bondad infinita, para la que fue creado el corazón del hombre.
Él es «el otro» en el sentido más verdadero, más seguro, que nos
decepcionará tanto menos cuanto mejor lo conozcamos, es decir,
cuanto mejor lo conozcamos en Jesús, nuestro hermano y compa- 475-476
ñero de destino y nuestro Dios.
La sexualidad
Ser hombre quiere decir dar y recibir, servir y ser servido, 368-369
inspirar y ser inspirado, amar y ser amado. Donde falta esto, allí 374
está la muerte; donde esto está presente, surge la vida, nuevas 384, 393
ideas, nuevas formas de vida. Todo lo que es humano, desde el 479
trabajo solitario hasta la charla entre amigos o el salvamento de
la vida de un hombre, es siempre de un modo u otro, dar y recibir
y por ello, vivificante y fecundo. Casado" o soltero, el hombre toma
parte en todos los vaivenes que jalonan la vida.
El ser varón o hembra, hombre o mujer, es una forma especial
de tomar parte en este gran ritmo. «Hombre y mujer»: no se
trata de una diferencia absoluta; y sin embargo, la actitud para
dar y recibir es distinta en uno y otra. La actitud masculina es
367
más bien activa y dispensadora, la actitud femenina es más bien
acogedora y receptiva. Estas características están entretejidas en
toda la persona. Se las puede adivinar incluso en la constitución
física. Por eso, también el dar y el recibir corporal es alegría y
felicidad, y lo es de una manera muy completa, porque en ello
va implicada toda la persona, desde su más profunda intimidad
hasta lo más tangible de su presencia en la tierra. Este dar y re-
cibir mutuo es también fecundo y vivificante, y lo es en grado
muy alto: de él sale una nueva vida humana. Con mezcla de entu-
siasmo y extremecimiento descubre el hombre, cada hombre de
nuevo, en sí mismo este poder. Podemos llevar a cabo algo más que
lo que puede comprender nuestra inteligencia.
Si dijéramos ahora: luego lo erótico es bueno, diríamos harto
poco (aquí usamos tal palabra como expresión de la sexualidad hu-
mana en todos sus aspectos: corporal, psíquico, etc.). No es sólo
bueno, sino santo. Lo erótico es en nosotros una fuerza maravillosa
y creadora. Pero de un poder tal que nos hace estremecer. Cuando
la atracción sexual se desliga del conjunto de los valores huma-
nos y, sobre todo, cuando del conjunto del eros humano se se-
para y acentúa su dimensión corporal, la sexualidad genital, pue-
den abrirse insospechados abismos de maldad y brutalidad donde
antes todo parecía suave y tierno.
Únicamente cuando está integrada en la totalidad del hombre,
muestra la sexualidad toda su belleza. Todos sabemos lo tierno que
se hace un hombre para la mujer a quien ama, y viceversa. Se ve
y se suscita el encanto del otro. Algo del Infinito brilla en la per-
sona amada, y nos llama a la entrega sin reservas.
Esto no es una ilusión. El ojo descubre una belleza que está
realmente presente. En nuestra visión del mundo entran en juego
más resonancias eróticas de lo que a menudo advertimos. Fuente
y culminación de todo ello es el amor mutuo entre el hombre y
la mujer.
Entregarse sin reservas quiere decir darse para siempre. No
puede ser en el hombre como entre los animales que dan y reciben
corporalmente, y siguen luego cada uno su camino sin volverse
a ver más. Ni tampoco como en ciertas especies superiores, en las
que el macho y la hembra conviven un tiempo juntos para cuidar
a sus crías. Aquí se trata de dos seres humanos, un hombre y una
mujer que quieren ser totalmente el uno para el otro.
Homosexualidad
Permítasenos decir aquí algo de aquellos en quienes el amor
no puede orientarse al otro sexo, sino que se fija en el mismo
sexo al que pertenecen. Una deficiente información ha permi-
368
tido que se formaran a este respecto una serie de ideas falsas que,
en su forma general, son injustas.
No está en la mano del hombre (o de la mujer) el sentirse o no
atraído hacia el otro sexo. La homosexualidad es de origen des-
conocido. Entre los que tienen tal predisposición, hay a menudo
personas fieles cumplidoras de su trabajo e íntegras. Anhelan en
su soledad la amistad; pero, aun dado el caso que hallen una amistad
realmente fiel, no pueden realizar plenamente sus aspiraciones hu-
manas. El homosexual se encontrará siempre, en última instancia,
con el hecho de que lo sexual en el hombre no tiene su cumpli-
miento natural sino en-el otro sexo (lo cual incluso está patente
en el aspecto físico). Quien reconozca en sí mismo la existencia
de tendencias homosexuales, debe consultar con un médico, con un
sacerdote o con una persona prudente y entendida. Es de esperar
que entonces comprenda que la grandeza de una vida humana está
en dar y recibir.
No hay que sacar falsas conclusiones del rigor con que la sa-
grada Escritura habla contra la práctica de la homosexualidad
(Gen 19; Rom 1). No lo hace para poner en la picota a hombres
que, sin culpa suya, son víctimas de esta anomalía. La Biblia se
refería a gentes que se dejan contagiar de una moda, extendida
incluso entre muchos que podrían tener relaciones normales con
el otro sexo.
Amor y noviazgo
Antes de hablar del matrimonio, trataremos del camino que
lleva al mismo.
Con la maravilla del enamoramiento comienza a cobrar cuerpo
la idea de que cada uno está destinado para el otro. El joven y la
joven descubren cada uno en el otro algo que un extraño no pue-
de ver. Nace en ellos el presentimiento y la audacia de una futura
entrega mutual total.
Las razones que mueven el corazón del hombre no puede com-
perderlas la razón, ni hay para qué comprenderlas; pero para darse
totalmente y para siempre a otro, hay que tomar sin duda una
resolución en que entre la persona entera. De ahí que no se pueda
descartar simplemente la razón y la conciencia. El hechizo que
se apodera de los amantes les abre los ojos y les hace ver que el
otro es único; pero también los puede cegar si el amor se queda
en superficial sensualidad o romanticismo.
369
labras de amor y muestras de ternura, pero también en compañía
de otros jóvenes con los que cada uno puede comparar al otro, se
van conociendo mejor Las más variadas situaciones, en la fa-
milia o en el trabajo, les deparan la ocasión de percibir los pun-
tos fuerte y flacos del otro Lentamente van conociendo los ante-
cedentes, intereses y familia del otro Todo ello es necesario a fin
de que la elección efectiva tenga la profundidad humana que me-
rece tal decisión
• A diferencia de lo que sucedía antes muy a menudo, los padres
desempeñan el cometido de consejeros discretos, pero sin imponerse.
Los jóvenes suelen tomar libremente esta resolución que es segu-
ramente la más importante de su vida En ella han de guiarlos el
amor y la prudencia, no el interés (dinero, porvenir), ni el despecho
(contra un antiguo amor o contra los padres).
Cuanto más crece la certeza de que el uno eS para el otro, los
novios se van compenetrando más y más, no sólo como futuros
compañeros de vida, sino también como futuros esposos.
La sexualidad, en el sentido más amplio de la palabra, desem-
peña un papel esencial en su amor No es ya la simple atracción
de lo «masculino» o lo «femenino». Al desarrollarse una sexua-
lidad plenamente humana, se trata ya del «tú solo»; todo tercero
se rechaza. w\stv»twam«í\te como amenaza.
370
ahogar hasta punto tal todas las otras experiencias que realmente
la pareja no se llegara a conocer a fondo antes de casarse.
Mas tampoco el esfuerzo violento o la angustia están aquí en
su lugar. El amor hace posible el diálogo sincero y responsable
sobre el trato amoroso en las distintas etapas del noviazgo. El
amor suscita la buena voluntad necesaria para acomodarse el uno
al otro y para vigilar con prudencia las situaciones. Estas cosas,
y no rígidas reglas, son las que deben configurar la castidad de
los novios, caracterizada por una aproximación que, no obstante,
guarda una sana distancia de la entrega total, propia del matri-
monio.
371
El matrimonio en la historia
Comencemos nuestra exposición con una breve evocación del
matrimonio en la historia de la humanidad. La historia del matri-
monio es la historia de un lento progreso. Primeramente, hay un
movimiento progresivo hacia la monogamia: unión de un solo
hombre con urna sola mujer. Al mismo tiempo, la mutua entrega
compromete de forma más honda la realidad íntima de los espo-
sos, que paulatinamente se van convirtiendo en compañeros en
pie de igualdad. Paralelamente comienza a dibujarse un proceso,
que aparece con claridad precisamente en nuestro tiempo: la fa-
milia se desprende de la firme vinculación a una estirpe o clan.
Dos seres juntos van caminando por la vida; esta aventura crea
posibilidades de gran hondura en la compenetración mutua. Otro
proceso que se perfila también claramente en nuestros tiempo es
que el número de hijos no se deja ya a las fuerzas ciegas de la
fecundidad humana; sino que los padres asumen su responsabili-
384 d a d de m a n e r a m á s consciente.
T o d o esto ofrece al h o m b r e la posibilidad y el deber de h a c e r -
se m á s h o m b r e ; este proceso a p a r t i r de los tiempos m á s r e m o t o s
n o se h a cumplido sin E s p í r i t u de Dios. L a revelación divina en
385 el Antiguo y Nuevo Testamento ha prestado a este crecimiento
fuerza, claridad e inspiración. Veamos cómo.
372
de relieve el amor — t el primer encuentro con la mujer al des-
pertar A d á n ' — y la igualdad de especie del hombre y la mujer.
Pero en este relato no aparecen aun como completamente igua-
les Sin embargo, se prefiere ya la monogamia Aunque en el An-
tiguo Testamento no estaba mandada, esta preferencia se halla en
él frecuentemente La narración de como Dios formo a Eva de la
costilla de Adán, no es naturalmente una descripción histórica.
Su sentido es que la mujer es de la misma especie que el hombre
y querida por él Un árabe puede decir aun hoy día de un amigo
que es su «costilla»
En Gen 3, donde se cuenta el pecado y su castigo, muestra la
Escritura la posible tragedia del matrimonio y la pone en cone-
xión con el pecado del hombre en general La mujer aparece aquí
como seductora y el hombre como tirano Pero la narración mues-
tra también señales de confianza Dios salvará y restablecerá (les
da vestidos para cubrirse y promete la victoria sobre la serpiente)
373
Pero en el Nuevo Testamento hay algo más sobre el matrimo-
nio. La carta a los efesios lo compara nada menos que con el
amor de Cristo a su Iglesia. En términos enérgicos habla sobre
la unión de los esposos: «Así deben, pues, los maridos amar a sus
mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer, a sí
mismo se ama; pues nadie odió jamás a su propia carne, sino que
la nutre y la cuida, como también Cristo a la Iglesia» (Ef 5, 28-29).
¡ Como Cristo a la Iglesia! Para entender bien a Pablo en este
capítulo, de donde se toma la epístola de la misa de esponsales,
habría que subrayar de rojo la expresión «así como» cada vez que
aparece. Se trata de la misma comparación que emplean los pro-
fetas cuando parangonan con el matrimonio el amor de Yahveh para
con Israel; sólo que la comparación se ha hecho aquí más certera
por razón de la humanidad de Cristo. Además, los términos de la
comparación, por el hecho de que se han invertido, han ganado
esencialmente en profundidad y riqueza. No se dice que el amor
de Jesús a su Iglesia sea como el del esposo a la esposa, sino que
el matrimonio es como la unidad entre Jesús y su Iglesia. La
realidad fundamental, de la que aquí se trata en fin de cuentas, es
el amor divino: un dar y recibir entre Cristo y la humanidad. El
matrimonio encierra un misterio tan grande, que se le puede com-
parar al amor de Cristo por los hombres. Y si luego consideramos
que el amor de Cristo a la humanidad es a su vez reflejo del amor
entre el Padre y el Hijo — «Como el Padre me ha amado a mí,
367 así yo os amo a vosotros» (Jn 15, 9) —, comprenderemos por qué
el dar y recibir en el matrimonio es una imagen del amor que
479 existe en Dios. El matrimonio, don del Dios creador, refleja algo
de lo que, en el ser de Dios, es de una profundidad insondable:
dar y amar, perderse en el otro y ser absorbido por él. Los novios
que en su luna de miel dicen y repiten la palabra «divino», tienen
razón; la emplean en el sentido más verdadero y profundo.
374
en que no «se alcanza al otro», en que el gozo no es cumplido,
ni el amor plenamente satisfecho. Fidelidad y amor hasta el
fin, incluso cuando humanamente no tienen ya sentido, como tam-
poco la cruz de Jesús tenía ya humanamente esperanza y trajo,
sin embargo, la salud y la bondad. Sólo esta fe hace del matri-
monio cristiano la verdadera imagen del amor de Cristo a su
Iglesia. Sólo eso es «casarse en el Señor» (1 Cor 7, 39). Con Él,
el matrimonio no es la aventura espasmódica de dos solitarios.
Él está con ellos.
375
Por estas perspectivas y estas exigencias, Cristo ha levantado
visiblemente el matrimonio en el curso de la historia. En un proce-
so secular, ha salvado el amor humano. Enseñó al hombre y a la
mujer a estimarse mutuamente en la peculiaridad de cada uno.
Sustrajo el amor a las fuerzas indómitas de lo sexual, pero nos
abrió al mismo tiempo los ojos para ver la santidad del más pro-
214 fundo de los instintos, a despecho de las tendencias puritanas, que
una y otra vez levantan cabeza.
El matrimonio es tm sacramento
Hasta dónde alcanza la santificación del matrimonio por obra
de Cristo, se pone bien de manifiesto en el hecho de que la unión de
244 dos bautizados constituye un sacramento. Esto quiere decir que el
matrimonio en sí mismo es un signo sagrado por el que Cristo
nos comunica el Espíritu Santo.
¿ En qué consiste este signo ? En lo más sencillo que cabe ima-
ginar: en la promesa mutua y en la vida conforme a esta promesa.
Esto es el sacramento. Así pues, la forma del sacramento no es
la fórmula jurídica por la que se contrae, ni tampoco la liturgia
nupcial en su conjunto, sino la voluntad de pertenecerse mutua-
mente en el amor y la fidelidad, libremente consentida, hasta la
muerte. Todo el amor, delicadeza, ayuda y consejo que se dan
mutuamente los esposos es fuente de la gracia, de la presencia
de Jesús y de su Espíritu. Tal es el matrimonio que se contrae
delante de Dios.
376
nio, pero esta bendición sólo tenía valor de «sacramental». El ver- 246
dadero sacramento era el mutuo consentimiento, ratificado por la
unión corporal de hombre y mujer. Después del concilio de Tren- 217
to (siglo xvi) creó la Iglesia, por su derecho matrimonial, una
forma jurídica pública y más rigurosa. (Nada tiene de extraño,
porque ella es guardiana de los sacramentos) Se ordenó que el
matrimonio debía ser celebrado ante el párroco de la novia y
ante dos testigos. Esta forma jurídica es desde entonces condición
para la validez del matrimonio.
Pero aun en esta forma más solemne, el sacramento está cons-
tituido propiamente por la promesa mutua de los dos esposos. No
es el sacerdote el que casa a los contrayentes. Se casan ellos mis-
mos al intercambiar, delante del sacerdote, su promesa de fideli-
dad, el «sí, quiero». El momento más apropiado es la santa misa.
La bendición del sacerdote viene a confirmar que se trata de una
promesa «en el Señor».
El matrimonio civil
Es comprensible que el Estado, siguiendo el ejemplo de la Igle-
sia, se haya preocupado de la segundad jurídica del matrimonio.
Por tal motivo se introdujo el matrimonio civil. Algunos países
han evitado la doble ceremonia y han reconocido la ceremonia de
la Iglesia como matrimonio civil válido. En otros se concluyen
ambos por separado. Antes de la celebración eclesiástica tiene
lugar el matrimonio civil ante los representantes del Estado.
Esta promesa de fidelidad mutua, emitida ante la comunidad
nacional, representada por el empleado del Estado, no es ni si-
377
quiera para el católico una mera formalidad. Es un elemento cons-
titutivo del asentimiento mutuo, que, desde luego, para el católico
no se realiza plenamente hasta que se da el «sí» ante los repre-
sentantes de la Iglesia. Por eso, no es bueno interponer mucho
tiempo entre uno y otro «sí».
378
un mal paso dado Se quiere legalizar una situación que a los ojos
de las gentes es una «deshonra» y pondría sobre todo a la mujer
en difícil coyuntura El juicio bien intencionado, pero simplón de
la sociedad, obliga entonces prácticamente al hombre a «sacar las
consecuencias» y a casarse oficialmente No se puede demostrar
ni probar que tales matrimonios se han celebrado bajo coacción
de tercera parte, pues ellos mismos toman normalmente la reso-
lución que se ha hecho necesaria. Asumen las consecuencias, si
bien se fundan éstas principalmente en el sentimiento del deber
social y las más veces los mismos interesados se aman sincera-
mente Pero tampoco afirmará nadie que un matrimonio tan precipi-
tado responda al ideal humano y mucho menos al ideal cristiano de
ser una unión, libre y responsablemente contraída, capaz de resistir
la prueba de los desengaños y desgracias No sin razón se tiene a
menudo la impresión de que tales matrimonios han sido contraídos
sin la reflexión necesaria, aunque nadie pueda predecir que hayan
de salir forzosamente mal Pero aquí nos referimos únicamente a
las malas condiciones en que se ha contraído dos jóvenes sin
suficiente madurez espiritual y a quienes la opinión pública ha
empujado prácticamente al matrimonio
Sin embargo, de acuerdo con el derecho canónico, tal matrimo-
nio no puede ser declarado nulo posteriormente, pues nadie puede
aportar la prueba de falta de libertad al contraerlo He aquí un
conflicto provocado por una ley justa que parte de supuestos jus- 358 361
tos, pero que a veces puede llevar a situaciones injustas Puede
surgir entonces una trágica escisión entre el orden publico de la
Iglesia — que ésta deberá defender siempre, pues testimonia a
Cristo, incluso en lo referente al matrimonio — y la conciencia
personal, siempre que ésta no se tome como encubridora del egoís-
mo, sino realmente como la soberanía de Dios sobre todas las leyes
En tales casos un diálogo a fondo con un director espiritual,
inteligente y comprensivo, puede librar de muchas angustias
innecesarias Puede incluso suceder que, tras sincera reflexión y
mucha oración, llegue un creyente a convencerse de que su ma-
trimonio no le obliga en conciencia y, consiguientemente, un se-
gundo matrimonio no sería concubinato, aunque los demás le apli-
quen comprensiblemente este nombre Aquí tendrá que sufrir las
consecuencias de su irreflexión anterior Pero tiene, además, que
sufrir — con los otros — el peso de un derecho que no puede ser
jamás perfecto, ni siquiera en la Iglesia, y al mismo tiempo el
peso de un juicio de la sociedad, que es a menudo duro, hipócrita
y falto de caridad cristiana En realidad, los cristianos no deben
juzgar — y menos condenar— en tales" materias, pues no nos ha
sido dado conocer con certeza infalible quién se casa, o no se
casa, «en el Señor».
379
Más difícil es aún el caso de los matrimonios que, según cri-
terio humano, fueron contraídos libremente, pero luego — ora cul-
pablemente, ora porque se conocieron bien cuando ya era tar-
de — acaban en situaciones insoportables aun para los hijos. Aquí
no podemos, pues, hablar, como en el caso anterior, de un matri-
monio deficiente desde el primer día; aquí falla un matrimonio
que, a juicio de todos, había comenzado bien.
De antiguo reconoce la Iglesia para tales casos el derecho a
la separación de los cuerpos. Pero luego viene la enorme dificultad
de que no es lícito buscar nuevo compañero o compañera de vida.
Muchos, aunque muy concienzudos en su actitud y conducta gene-
ral, tienen esta carga por demasiado pesada y contraen, al margen
de la Iglesia, un segundo matrimonio.
¿ Qué hemos de pensar, nosotros los cristianos, de estas situa-
ciones ? Aparte de que una mejor preparación para el matrimonio
hubiera impedido probablemente que surgieran tales conflictos, no
tenemos derecho a juzgar con dureza a esas personas. Si realmente
deben ser excluidos para siempre de la comunión eucarística, es
cosa que sólo podrá decidir quien conozca bien toda la situación.
En casos concretos, un prudente sacerdote tal vez pueda ayudar a
tales personas a tomar una resolución de conciencia. En diálogo
sincero sería posible dilucidar, por ejemplo, de qué forma ha de
vivir el cristiano a partir de la situación que así se ha creado.
Deber nuestro es hacer lo mejor que quepa de esta situación de
la vida, quebrada tal vez por el pecado, tanto para nosotros mismos
como para aquellos que nos están confiados. En este camino de
fragilidad y desgarros se nos han dado los sacramentos como ali-
mento y fuerza. En conclusión, un sacerdote puede ayudar a to-
mar la decisión de conciencia; lo que no puede es tomarla él por
nadie. También aquí vale el principio de que la certidumbre de
conciencia compete en fin de cuentas al individuo.
Tal vez no sea superfluo advertir: lo dicho no significa que la
fe católica admita que el matrimonio se puede deshacer o que deba
mediar una declaración de nulidad cada vez que se presente un
caso difícil. La Iglesia tiene no sólo el derecho, sino también el
deber de proclamar que el matrimonio es indisoluble ante Dios y
ante los hombres. De este principio han de partir — y partirán
siempre — sus leyes en esta materia. No es lícito al individuo que
cree en la Iglesia y en la presencia de Cristo en ella, dar de mano
al precepto de Cristo y formular, por cuenta propia, su propia ley.
Las indicaciones que hemos aducido significan únicamente que,
aun con la legislación más afinada y práctica, no nos es dado a
los hombres averiguar con certeza si un matrimonio se ha con-
traído realmente «en Cristo». Tendremos que partir siempre de
los presupuestos normales, los cuales deberían ser manejados en
380
la legislación de la Iglesia de una manera cada vez más matizada,
más exacta y mejor. Pero derecho y conciencia, ley y amor, norma
y fe no coincidirán nunca por completo en la Iglesia peregrinan-
te. De acuerdo con las palabras de Cristo y la predicación de Pablo
sobre la verdadera libertad de espíritu, es muy cristiano tener bien
ante los ojos esta tensión entre ley y conciencia. De no hacerlo así,
parecerá que la Iglesia oficial se pone la máscara del fariseísmo,
y los fieles podrían interpretar a su talante la ley del amor.
No tratamos, pues, de discutir la absoluta indisolubilidad
— hasta la muerte en la cruz del amor — del matrimonio cristiano
debidamente contraído. Lo que Dios ha unido, no lo separe el
hombre. Hemos hablado de los casos límite, bien trágicos por 128
cierto, de los matrimonios imperfectos. El matrimonio plenamente
cristiano «en el Señor», que nos amó hasta la muerte, es un
vínculo inviolable de fidelidad en los momentos buenos y en los
malos.
El matrimonio mixto
Por matrimonio mixto entiende el católico el matrimonio con-
traído entre un miembro de la comunidad católica y otra persona
que no pertenece a ella. Aquí son posibles, naturalmente, innume-
rables casos. Un matrimonio con un protestante creyente es cosa
distinta de un matrimonio con un hombre incrédulo. Es más, aun
dentro de la Iglesia católica se vive la propia fe con distinta in-
tensidad. Cabe casarse con un verdadero creyente o con uno para
el que la fe no significa gran cosa.
Para el derecho canónico estas diferencias no son decisivas; lo
que decide es la pertenencia a la comunidad católica. Pues según 278
la mente del evangelio, la fe ha de tomar forma o concretarse en 135
una comunidad que va más allá de la familia. La vida de fe en la 322
familia cobra forma dentro de una comunidad mayor, por la cele- 243
bración de la eucaristía, por los sacramentos y por el mandato de 143
misión que nos da Cristo. Cuando marido y mujer disienten en
punto tan esencial, pueden originarse tensiones realmente insopor-
tables, precisamente al tratar uno y otra de dar forma y expresión
a sus respectivas convicciones. De ahí que el matrimonio mixto
signifique a menudo un distanciamiento mutuo en cosas esencia-
les. El debilitamiento de la fe es también otro de los peligros.
Sin embargo, cabe imaginar situaciones en que los dos cónyu-
ges — sobre todo dos cónyuges cristianos — respeten con amor y
tolerancia sus opuestas creencias, y hasta casos en que la fe del
uno se revele como fuerza que enriquece la vida de los dos, como
se lee en Pablo: «Pues el marido pagano queda ya santificado por
su mujer; y la mujer pagana, por el marido creyente» (1 Cor 7, 14).
381
Pero hay un hecho ante el que palidece todo esto, que todo lo
cambia, en cierto sentido incluso la legislación de la Iglesia es la
presencia de un hijo. P a r a la convivencia de los esposos cabe
hallar una componenda y hasta una solución Pero en el niño con-
verge la vida del matrimonio en una sola persona, y ya no hay
lugar a componendas
Y si hay que buscar una solución, ésta no puede ser nunca ple-
namente satisfactoria Porque ¿qué posibilidades existen' Educar
católicamente a los hijos significa para la parte no católica renun-
ciar a transmitir a sus hijos su propia concepción de la vida, lo
que incluso para el niño entraña un gran número de dificultades
Dejar a los hijos que elijan por s¡ mismos, como se suele decir,
230-232 supone de hecho una elección muy precisa por parte de los padres
343 348 (cf el capítulo sobre la fe y la conversión) ¿ Cabrá darles una
337 338 educación «general cristiana» ? ¿Y qué es e s o ' ¿ Educarlos sin
vinculación a una comunidad eclesial más amplia, que tenga mi-
311 sión y autoridad ' ¿ Es esto obedecer al evangelio ? A veces la parte
católica se inclinará a facilitar a su hijo una buena educación
protestante, por imaginar que ésta es la educación cristiana «más
general» Pero el peso que supone para la parte católica el ver
privados a sus hijos de la fe católica, es aquí más grave que en el
caso inverso, pues la Iglesia reconoce prácticamente casi todo lo
que creen los protestantes, pero no sucede lo mismo a la inver-
sa No desestimemos lo «universal cristiano» existente en la Igle-
sia católica
Aquellos a quienes se les da poco de su fe, no sufrirán gran-
des disgustos, por las dificultades que pudieran surgir en un matri-
monio mixto, como consecuencia de la disparidad de creencias.
Tal situación es más bien consecuencia de fe débil Pero cuando
los padres quieren vivir a conciencia la propia convicción, es el
hijo quien sufre las consecuencias del compromiso.
382
decisión o una negativa, que algo se opone a su mensaje, o es
incompatible con su misión.
Tales son los principios generales. ¿Qué significan concreta-
mente para nuestra cuestión ? Por una parte, la Iglesia respeta,
en lo posible, el gran valor de la elección libre de consorte; en
efecto, no niega la dispensa, si se pide, para celebrar un matrimo-
nio mixto; por otra parte, expresa inequívocamente sus reparos,
sobre todo en un punto que declara particularmente inconciliable
con su mensaje: la crianza de los hijos fuera de la comunidad
creyente católica. La reglamentación actual ordena que se pida a
la parte católica su promesa de que los hijos se educarán en la
religión católica. De ello se da informe a la parte no católica y
se le pregunta — a él o a ella — si está dispuesta a aceptar aque-
lla promesa. Si él (o ella) está dispuesto, el obispo puede conceder
una dispensa, que autoriza para celebrar el matrimonio dentro de
la misa. Pero si la parte no católica piensa que tal disposición es
inaceptable para su conciencia, o si pone reparos para celebrar el
matrimonio dentro de la Iglesia católica, la dispensa puede aún
ser concedida, pero el asunto pasa a la Congregación para la doc-
trina de la fe. De este modo se respeta el valor que supone la li-
bertad de elegir consorte y se ofrece la posibilidad de reconocer un
matrimonio celebrado fuera de la Iglesia católica. A cualquiera
se le alcanza que se trata aquí de casos límite.
383
a Dios que quien logre tocarles el corazón, comparta su fe en la
Iglesia u n a y católica S e t r a t a de la unidad d e sus vidas y la de
su propia familia.
389 La castidad
En el matrimonio, se dan los esposos tan enteramente uno a
otro que sólo la muerte puede desatar el vínculo que los une Cual-
quier entrega sexual a otro sería traición contra esta donación to-
tal, aunque la otra parte lo aprobara o con ello no se destruyera
otro matrimonio Esto es, en cualesquiera circunstancias, infideli-
dad al matrimonio contraído en Cristo con su mujer (o mando)
Esta fidelidad matrimonial es la primera forma de la castidad
conyugal
En el lenguaje poco matizado del derecho, se dice que el ma-
trimonio da a cada cónyuge «derecho mutuo a disponer del cuer-
po del otro» Si esto se entiende con total independencia del deseo
y de la persona del otro, apenas merece ya el nombre de castidad
Hay otra forma más profunda, más íntima de castidad conyugal,
por la que ambos viven el matrimonio en la plenitud de sus posi-
bilidades personales La sexualidad no se da independientemente
del otro en su totalidad personal, ni separada del conjunto de la
vida conyugal, de las muchas y menudas muestras de cariño a lo
largo del día Los esposos gozan en mutua ternura el cuerpo
fatigado por el común quehacer La sexualidad es el lenguaje del
amor.
Amor fecundo
Si nos fijamos en el matrimonio a lo largo de su historia, tal
vez se nos ocurra preguntarnos ¿cuál es el motivo que induce al
hombre y a la mujer a unirse y a mantener esta unión el deseo
de entregarse mutuamente o el de tener hijos y educarlos'
Pero esta pregunta disocia dos elementos que están íntimamen-
te unidos y deben estarlo La fecundidad brota naturalmente del
367 amor y, a la inversa, el amor es siempre — incluso dentro de otros
valores humanos — creador de vida Donde hay amor, hay vida
Ahora bien, la característica propia del amor sexual radica en
que está unido por su misma naturaleza con una forma especial y
elevada de fecundidad la procreación de una nueva vida humana
Esto va tan estrechamente unido al amor conyugal, que un matri-
monio en el que los contrayentes pusieran como condición la exclu-
sión de los hijos, no sería reconocido por la Iglesia como matri-
monio válido Esto no quiere decir, naturalmente, que sólo pueda
385-386 tener sentido la unión sexual realizada con la finalidad expresa y
384
directa de engendrar un hijo. Nadie piensa tal cosa. Lo que quiere
decir, es que no se excluye al niño del matrimonio proyectado en
su conjunto.
Planificación de la familia
La reproducción de la especie humana no es una contingencia
que sobreviene casualmente a la familia. Los hijos han de ser
llamados a la vida con amor consciente. La salud, la vivienda,
la estructura de personalidad y muchos otros factores ayudan
a los padres a decidir lo numerosa que ha de ser la familia que
quieren formar. Ningún extraño puede juzgar verdaderamente
sobre esto.
Una consideración de índole general induce, sin duda, a no
aumentar la propia familia sin hacerse cargo de la responsabili-
dad que esto importa con respecto a la misma familia y a la so-
ciedad. Pero no es posible evaluar esta responsabilidad mediante
un número obligatorio para todos. Por otra parte, es preciso tener
en cuenta que no debemos considerar precisamente como amenaza
la vida que viene a este mundo. Nuestra actitud de principio ha
de ser de alegría. Aun el niño que no era «querido», que «no es-
taba previsto», ha de ser recibido cordialmente, con toda la ale-
gría y desinterés de que es capaz el cristiano.
Pero digámoslo una vez más:, esto no dice nada sobre el nú-
mero de hijos. Pues lo que importa en fin de cuentas es la convi-
vencia amorosa en esta familia concreta, de las condiciones que
precisa para hacer realidad el amor mutuo de sus miembros y el
amor a la sociedad de la forma más perfecta posible (natalidad
óptima). Esta aspiración llevará en un matrimonio a una forma
de planificación muy distinta que en otro. Se debe actuar con li-
bertad en esta materia.
Como es bien sabido, hay varios métodos de regulación o li-
mitación de los nacimientos. Característica común de todos ellos
es que permiten la unión sexual sin que se siga la concepción.
El concilio Vaticano n no se pronunció en concreto sobre nin-
guno de estos métodos en el capítulo correspondiente de su cons-
titución sobre «la Iglesia en el mundo». Esta es una posición dis-
tinta de la que adoptó hace unos treinta años el papa Pío xi y que
fue continuada por su sucesor. Podemos reconocer en esto una
evolución evidente en el seno de la Iglesia, evolución que, por lo
demás, se ha cumplido también fuera de la comunidad eclesial.
Hoy día estamos, en efecto, mejor informados sobre los pro-
cesos que tienen lugar en la concepción humana. De este modo,
puede llegar el hombre a una mayor libertad en el manejo de su
fecundidad. Además, se va formando ya la concepción que ve la
385
sexualidad como un valor en sí, se consideran la sexualidad y
la fecundidad más como valores concurrentes en la unidad de un
todo vital que como realidades meramente ordenadas la una a la
otra, en calidad de medio y fin Sería naturalmente absurdo afir-
mar que los hombres de antaño no consideraban la sexualidad
como valor en si mismo, quizá se viviera incluso esta realidad
más profunda y humanamente que hoy día Pero aquí hablamos
del valor respectivo que la sexuahdad y la fecundidad tienen en
el conjunto de los valores humanos, y decimos que hoy se está
tomando conciencia de la relación que guardan entre sí Esta lu-
cidez no ha surgido, como atestigua el concilio, sin íntenven-
ción del Espíritu de Dios, y puede significar un enriquecimiento
de nuestra vida
l Son iguales para la conciencia cristiana todos los métodos de
regulación de los nacimientos 7 El concilio no ha dado respuesta a
esta pregunta, pero sí que invita a todos los casados a que exa-
minen concienzudamente si los métodos escogidos hacen justicia
a los grandes valores personales que deben tener su expresión en
la relación amorosa y en el matrimonio Es conveniente consultar
en estos casos a un médico, que estará capacitado para examinar
mejor todas las circunstancias que deben considerarse en el caso
y así juzgar concretamente sobre k> que más convenga, desde el
punto de vista médico, en cada caso
Ni el médico ni el confesor pueden emitir aquí el dictamen de
conciencia definitivo, pero el respeto a la vida exige que no se
opte por prácticas que puedan dañar seriamente la salud o la vida
afectiva
386
Puesto que soy siempre alguien que ha recibido su vida y la
estoy recibiendo a diario, la obediencia ocupa siempre un lugar, 344-345
de una u otra forma, en todos los estadios de mi vida. El recono- 400
cerlo me libera, porque es la verdad.
Y sin embargo, todas las relaciones humanas que estriban en
el afecto, la autoridad y la obediencia, llevan al tiempo el sello
de la impotencia, la tiranía y la desconfianza. Desde la niñez esta-
mos alerta contra el prójimo. El miedo es mal consejero para el
que manda. «¿ Qué es peor que un régimen de terror ? Un régimen
aterrorizado.»
Frecuentemente se encuentra en nosotros el instinto de la jun-
gla: la voluntad de poder. Por estas razones, la autoridad, como
todo otro valor humano, necesita sin cesar de redención. Siempre
que uno se hace el «amo», porque fuerza el respeto (en la familia,
en la sociedad, en la Iglesia; en virtud de la experiencia de la vida
o de un cargo u oficio) o la admiración (en la prensa, radio, tele-
visión, literatura; por la elocuencia, la audacia o el talento), nece-
sita ser liberado. Cristo lo libera al enseñar que la autoridad se
debe transformar en servicio. No un servicio hipócrita, que para- 161
liza al otro y, sirviéndose de su bondad, lo domina psíquicamente,
y le priva de su voluntad, sino un servicio que ayude al hombre a
ser él mismo, a desarrollar su personalidad. «El que manda sea
como el que sirve» (cf. Le 22, 26).
Ya que hablamos aquí de la actitud de Jesús respecto a la auto-
ridad, digamos algo brevemente sobre una cuestión que podría
resultar de la epístola de la misa de esponsales. En ella se dice:
«Porque el marido es cabeza de la mujer, como también Cristo es
cabeza de la Iglesia» (Ef 5, 23). ¿Enseña aquí la Escritura que
el varón debe ocupar el primer puesto en la familia por encima
de la mujer? Si se mira bien, no.
Como ya advertimos antes, hay que atender a la partícula
«como» (o «así como»). San Pablo parte de una sociedad concreta 374
'en la que se veía como lo más natural del mundo que el hombre
fuera el jefe de la familia, como normalmente lo es también entre
nosotros. Pero no es éste propiamente el contenido de la predi-
cación paulina. San Pablo quiere decir que la relación entre varón
y mujer ha de ser como la que existe entre Cristo y la Iglesia.
El apóstol se fija en el amor y la donación mutua, y no se cuida
de definir cómo han de ser las relaciones de autoridad en la fa-
milia. Lo que hace es exhortar a que todas las relaciones se con-
figuren por el espíritu de Cristo, que es espíritu de servicio y
amor; en esto radica su mensaje.
387
132-135
417
Educación para el amor
Educar es servir. Es egoísmo el no consagrar interés alguno a
los niños o considerarlos como cosas, que es posible convertir en
copias de la propia persona o de los propios deseos Cada niño po-
see una personalidad propia, es un ser único Es un ser nuevo y
no una repetición de sus padres Los padres han de ponerse al
servicio de esta nueva vida, para que pueda llegar a desarrollarse
libremente.
Educar es servir, pero dirigiendo, pues si se cede en todo, no
llegará el niño a ser él mismo, sino esclavo de sí mismo
132 El niño llegará al máximo grado de su propia personalidad si
se lo introduce en el mandamiento liberador del amor amor a
Dios, su origen, y amor a los demás, sus prójimos y semejantes.
La madre tiene gran importancia Ella enseña al niño en manos
de quién está segura la vida humana Ella la enseña a rezar con
303-304 los mayores. Le responderá cuando le pregunte por el pesebre y
la cruz Con cautela empezará a enseñarle la diferencia entre el
bien y el mal Pero más importante que cuanto le diga, es la mis-
ma atmósfera de la familia la sinceridad con que se cree y la ver-
dad con que se ama.
En ninguna otra parte se resentirán tanto los padres de su ím-
257 potencia como en su labor de educadores al darse cuenta de que,
sin quererlo, han transmitido el mal, es algo que forma parte de
la situación creada por el pecado original Pero los padres cristia-
nos saben que la redención que comunican es más fuerte que el
pecado la compenetración progresiva de la vida de sus hijos con
la fe, esperanza y caridad.
Algo parecido cabe decir de la educación en el amor al pró-
jimo Por muy cierta que sea la experiencia de que el egoísmo de
los padres — ¿ y quién está libre de é P — pasa a los hijos, tam-
bién es cierto que pueden transmitir su bondad a través de la
comprensión, paciencia y ayuda del uno para el otro, luego para
408 con sus hijos y para con los demás hombres La educación en el
amor al prójimo podría resumirse así enseñar a los niños a ale-
448 grarse de la alegría o felicidad de los otros Si lo aprenden así,
no se quedarán insensibles ante el dolor ajeno De tal educación
puede nacer incluso la vocación a poner toda su vida al servicio
355 de la humanidad y del reino de Dios. Dichosos los padres que, sin
presión alguna de su parte, mantienen su corazón abierto a esta
posibilidad para sus hijos.
388
Educación para la virilidad y feminidad
La educación para el amor significa también guiar al niño ha-
cia la sexualidad adulta Esta educación sexual — en el más am-
plio sentido de la expresión — no es incumbencia de ningún ex-
traño, sino de quienes tienen a su cargo la educación total del
niño el padre y la madre Aquí también es de suma importancia el
ambiente familiar Cuando entre los padres rema una relación
cálida y los niños son testigos felices de sus espontáneas mues-
tras de cariño, está asegurado el elemento esencial de una buena
educación sexual los niños se crían en una atmósfera en la que
el amor del hombre y la mujer es natural.
La cosa cambia totalmente en una familia llena de tabúes, don-
de rema una sofocante atmósfera de mojigatería, que oculta lo
sexual, o lo rechaza totalmente y así lo aisla del conjunto del
amor humano El niño no descubre más que el aspecto «sublime»,
el contacto espiritual que existe entre sus padres, mientras que
del amor físico sólo puede entrever alguna cosa en un momento
de repentino impulso
Si se quiere educar a un niño para la castidad, es decir, ense-
ñarle a vivir sin conceder una importancia malsana o exagerada
a la sexualidad corporal, es preciso que él vea con sus pi opios
ojos cómo sus padres son tiernos entre sí, con tranquilidad y
respeto, que observe sus detalles de atención mutua que encajan
natural y espontáneamente en el conjunto de la vida familiar Así,
dando y recibiendo, ponen ante el niño el ejemplo del amor con-
yugal Y de esta forma no chocarán ya posteriores explicaciones
sobre la forma corporal de este dar y recibir. Sobre este fondo
será posible explicar más tarde al niño, con la mayor sencillez, la
castidad como respeto de todo lo que en el matrimonio es bueno
y hermoso.
En tal atmósfera, exenta de nerviosismos, los padres no con-
siderarán el juego con que el niño pequeño descubre su propio
cuerpo, como si se tratase de las acciones de un adulto. Serán
capaces entonces de desviar una atención demasiado concentrada,
sin temor angustioso, y así educarán espontáneamente para un
sano pudor
Si en el ambiente del niño se espera otro hermanito, se le pue-
de explicar tranquilamente lo que baste para que no necesite acla-
raciones callejeras Y cuando el niño, llegado ya a los diez años
poco más o menos, pregunte por qué hay dos sexos, se le puede
hablar, sin entrar en pormenores biológicos e inútiles, sobre el
amor mutuo del padre y de la madre Poco antes de la pubertad,
en una fase, por ende, que es aún particularmente receptiva para
todo lo bello y está ya fuertemente aguijada por el deseo de saber,
389
el niño, agradecido, hará nuevas preguntas conforme vaya sabien-
do más cosas sobre la paternidad.
El período de las preguntas (hacia los doce años) es el tiempo
más oportuno para hablar con algún pormenor sobre estas cosas,
siempre que se ofrezca ocasión natural de ello. Porque apenas
entra el niño en la pubertad, experimenta la sexualidad con ma-
yor fuerza sentimental; sus conocimientos están ahora demasiado
cargados de personalismo para que siga aún preguntando inge-
nuamente. Entonces se encierra cada vez más en sí mismo, quiere
vivir su propia vida y no se presta ya fácilmente a una conversa-
ción confidencial; desde luego, con toda certeza, no se presta bajo
presión exterior. En este momento tiene, pues, que estar suficien-
temente preparado para lo que experimenta en su propio cuerpo;
en otro caso lo verá u oirá en otra parte, sin género de duda.
Atestigua sano sentido de la realidad el que los padres prepa-
ren a sus hijos en el momento oportuno — e s decir, antes de que
éstos lleguen a la pubertad— para los cambios que pronto ten-
drán lugar en su cuerpo. Entonces comprobarán cómo una conver-
sación con sus hijos sobre la búsqueda del placer sexual solitario
— «el punto difícil» quizá más para ellos que para el muchacho —
es posible de llevar, sin inquietudes, en esta edad poco atormen-
tada aún. Este diálogo no librará al joven para siempre de difi-
cultades, pero sí que le ahorrará inútiles preocupaciones y senti-
mientos de culpabilidad. De esta forma adquirirá también el joven
la certidumbre tranquilizadora de que sus padres le pueden com-
prender. Una vez adolescente no se verá forzado a ver la satis-
facción solitaria ante todo bajo el signo del pecado. De ordinario,
en esta fase tan resbaladiza y determinada por el sentimiento, el
joven posee harto poca libertad interior como para que se pueda
hablar al momento de pecado. (Por lo demás, incluso en los adul-
tos que buscan el placer solitario, la libertad interior suele ser
mucho más escasa de lo que antiguamente se suponía.) No hay
que perder nunca de vista que, por lo general, estos fenómenos
son consecuencia de tensiones afectivas que sufre el niño: desen-
gaños en el trato con los otros, falta de adecuadas recreaciones,
deficiencia en los trabajos escolares, etc. Sobre estas preocupa-
ciones, no tendrá el joven inconveniente en hablar con sus padres,
con la esperanza de hallar comprensión en ellos. En cambio, pre-
ferirá callar sobre sus problemas sexuales — pequeños o gran-
des —, aun cuando, como suele acaecer, duren años. Y si alguna
vez se decide a hablar, los padres se limitan, en el mejor de los
casos, a tranquilizar su conciencia. Convendrá que se detengan
sobre todo en aquellos aspectos de la conducta del hijo que de-
latan con mayor claridad una actitud correcta ante la vida, por-
que así no se torcerá tampoco la conducta sexual. Ayudado por la
390
comprensión de sus padres y más si se ve asistido directamente
por un confesor comprensivo, el adolescente se percatará, aun en
este período, el más individual de su vida, de que debe salir de su
propio apetito egoísta y, consiguientemente, de que ni aun en
su vida corporal le' es lícito estancarse en un aislamiento pueril.
Con creciente claridad atisbará por sí mismo que la sexualidad
es el lenguaje del amor. Cuando el joven sabe por experiencia
que hay un interés mutuo en la familia, que vincula a unos con
otros y se manifiesta por medio de atenciones recíprocas, sabe tam-
bién que es bueno vivir para los demás con todo nuestro ser, alma
y cuerpo.
Lo que acabamos de decir no vale únicamente para la educa-
ción de los muchachos. También hay muchachas que, tarde o tem-
prano, practican la satisfacción solitaria; pero en ellas es menos
directa la relación entre el placer solitario y el desarrollo corporal.
Por eso, no es bueno plantear este tema cuando se prepara a una
muchacha para la aparición de su primera regla. Hay muchísimas
chicas que no sienten nunca o sólo sienten muy vagamente sen-
saciones sexuales de tipo corporal y nunca practican la mastur-
bación. Ni las que conocen estas sensaciones ni las que las ignoran
son «anormales»; unas y otras pueden llegar a una madurez feme-
nina espirituaímente sana y de sensaciones corporales normales.
Tal vez nos hayamos detenido en este tema más de lo que
propiamente requiere la predicación ' del evangelio; sin embargo,
una sana iniciación a la sexualidad ha resultado ser a menudo
fuente de alegría para la vida de fe. Por eso remitimos a los li-
bros especializados en que se desarrolla por menudo lo que aquí
hemos esbozado. A muchos lectores parecerá demasiado ideal el
cuadro que hemos dibujado: comprensión mutua, amor, armonía;
pero nuestra intención ha sido ofrecer una visión amplia e inspi-
radora, conscientes de que nuestros logros son siempre parciales.
391
que el niño se desprende ahora Más de lo que está dispuesto -a
confesar estimara a sus padres que viven convencidos de su fe,
sin imponerle ejercicios piadosos
Un niño es durante este periodo especialmente sensible para
los valores naturales que ve realizados en sus padres la bondad
420 y fidelidad, la cordialidad y gratitud, la conciencia de responsa-
bilidad y el sentido de la perfección en el trabajo En una fase de
indiferencia religiosa, estas virtudes constituyen una contribución
preciosa para el proceso que le llevará a ser un hombre adulto y
un cristiano adulto
392
nidad, y se quedará solo. Las circunstancias obligarán frecuen-
temente al anciano a buscar un nuevo ambiente. El que en su co-
razón permanezca unido con Dios y con los hombres, se sentirá
colmado de paz y serenidad.
393
del matrimonio, no se renuncia por ello a la personalidad mascu-
lina o femenina. Una hermana enfermera o maestra desempeña
su trabajo como mujer. Un misionero lo desempeñará como hom-
bre. Aunque las posibilidades sexuales no se ejerciten, deben, sin
embargo, existir, para que uno sea de verdad hombre o mujer,
porque este hombre o esta mujer poseen así el valor y la bondad
que conviene tener a los adultos. En este sentido, no hay cualidad
del cuerpo o del corazón que sea superflua. Es un hecho signifi-
cativo el que Cristo fuera varón íntegramente. Como varón nos
predicó la buena nueva.
Los que no se casan por amor del reino de los cielos tratan
de estar siempre prontos, por la oración y el trabajo, para poder
ser así fecundos de una manera que a menudo* no será posible a
los demás, faltos de libertad. Su corazón está con los hombres y
en éstos y por éstos hallan al Único, al Constante, al Fiel, Por
esto se ve lo necesaria que es la fe en su vida. ¿ Cómo sería posible
de otra forma amar a todos, sin darse enteramente a ninguno ?
Sin propiedad
El segundo consejo evangélico consiste en vivir sin propiedad
personal. Todo se posee en común. Esto no quiere decir que se
corten los lazos con las cosas terrenas como si éstas fueran malas.
Al contrario, así se siente uno especialmente unido con toda la
creación. El que nada posee, se encuentra su casa en todas partes.
San Francisco de Asís, que había renunciado a todo, llamaba her-
manos y hermanas a todas las criaturas. Pedro dijo un día al
Señor: «Pues mira; nosotros lo hemos dejado todo y te hemos se-
guido.» Respondióle Jesús: «Os lo aseguro: nadie que haya dejado
por mí y por el evangelio, casa o hermanos, o hermanas, o padre,
o madre, o hijos, o campos, dejará de recibir cien veces más ahora,
en este mundo, en casas y hermanos y hermanas y madres e hijos
y campos, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna»
(Me 10, 28-30). En este maravilloso texto dice Jesús cuánto recibe,
ya en este mundo, el que todo lo abandona por Él. No para gozar de
ello tranquilamente, sino como un don que Dios concede sin cesar,
que renueva continuamente aun en medio de persecuciones. Uso,
pero sin posesión. En la práctica, se vive normalmente esta situa-
ción así: sin poseer nada como propia, se forma parte de una
comunidad a la que pertenecen los bienes. De este modo, el indi-
viduo permanece desprendido de las cosas. Pero tampoco la co-
munidad debe pegarse a ellas. Esto supone una constante sobriedad.
Se usan las cosas en la medida en que se necesitan para el trabajo
por los otros. Así lo hizo también Jesús. Lo que sobre es para
los que tienen aún menos.
394
Obediencia
El tercer consejo evangélico significa la renuncia a la propia
voluntad en la obediencia. El que lo profesa, busca expresamente
cumplir solamente la voluntad del Padre, como lo hizo Jesús. A de-
cir verdad, todo buen cristiano busca la" voluntad del Padre. Pero
cuando se comenzó a vivir en comunidad de hermanos o hermanas
los consejos evangélicos de pobreza y castidad, se aprendió a ver
en las órdenes del superior de la comunidad la manifestación muy
concreta y directa de la voluntad fie Dios. Entonces se emitió el
voto de obedecer a la voluntad del superior, para llevar una vida
que se asemejara en lo posible a la vida de Jesús.
Con ello no se renuncia naturalmente a la propia conciencia.
Esto sería imposible. Cuando se manda algo que es pecado, no se
debe obedecer, prescriben las reglas de las órdenes religiosas
multiseculares, que de esta forma refutan el principio: «Una orden
es una orden.» Tampoco se renuncia a la propia iniciativa ni al
seido crítico. Se renuncia, en ciertos casos, a poner en práctica
la propia opinión, si el superior, escuchado tal parecer, decide
de otro modo. Tal situación puede entrañar no pequeñas dificul-
tades, sobre todo si el superior es imprudente en su cargo, se fija
demasiado en detalles, deja poco lugar a la iniciativa ajena, etc.;
en una palabra, cuando los superiores tienen todos los defectos que
puede tener cualquier otra autoridad. Sin embargo, los religiosos
no se fijan en estas dificultades. Ellos saben que la obediencia
encierra un gran misterio, pues permite tomar parte en la obe-
diencia de Cristo a la voluntad, a veces obscura, pero siempre
iluminadora del Padre. La obediencia, aceptada con plena concien-
cia y de buen grado por los religiosos, ha sido muchas veces una
fuente abundante de paz en este mundo.
Sin reservas
El seguimiento de los consejos evangélicos es una tarea que
compromete la vida entera. Se la consagra a Dios mediante tres
votos. La vida que se desarrolla de acuerdo con ellos, constituye
una experiencia humana del todo singular. San Pablo ha dado con
la expresión que la caracteriza. Al hablar del que se abstiene del
matrimonio por amor de Cristo, dice que puede consagrarse al
Señor: «Indiviso» y «sin cuidados» (1 Cor 7, 35-38). Esta expe-
riencia, que Pablo presenta como opinión personal, está confirma-
da por numerosos cristianos hasta el día de hoy.
Para los cristianos que no han sido llamados a seguir estos con-
sejos, puede presentarse una dificultad: «Entonces, ¿nosotros vivi-
mos divididos?» ¿Es malo, pues, casarse, poseer bienes y hacer
395
la propia voluntad? N o ; la fe cristiana ve en todas estas cosas un
camino de desenvolvimiento humano, un camino que lleva a Dios.
La alegría de un primer beso, la alegría del primer dinero ganado
por el propio esfuerzo, la alegría de una gran resolución perso-
nalmente tomada, todos estos valores pueden significar otros tan-
tos encuentros con Dios. Pero, piiesto que somos pecadores, son
siempre valores mezclados con imperfecciones. Nuestro amor no
alcanza nunca al otro enteramente, a menudo es egoísta y nos des-
vía así de Cristo. En la posesión de las cosas no siempre experi-
mentamos (ni realizamos) la liberalidad de Dios. Nuestra propia
413 voluntad se cruza con harta frecuencia con la voluntad de Dios.
En una palabra, estos caminos hacia Dios — que no por eso dejan
de serlo— no evitan la situación creada por el pecado original.
249-260 Nos llevan a Dios, pero no sin rodeos y obstáculos. Y así sucede
que Dios llama, por la voz de su Iglesia, a hombres y mujeres, para
que orienten a Él toda su vida, que se pongan totalmente a su
disposición, de la forma más directa y simple que sea posible. Lo
cual no quiere decir que estos hombres y mujeres sean al momento
«indivisos». Su deber constante es el de hacerse tales. Cuanto más
realicen esta unidad sin división en el proyecto de su vida, tanto
más tendrán de la sencillez y libertad de Jesús. A veces dan la
impresión de haber conservado cualidades de su juventud que los
demás han perdido: no la falta de madurez, que se da lo mismo en
los conventos que en el matrimonio, sino una cierta ausencia de
pretensiones, una rectitud y una entrega sin divisiones.
396
creación entera, como lo prueban el ejemplo de san Francisco de
Asís, o de Pablo, y aun del Señor mismo. Pero a pesar de esta pro-
ximidad o más bien a causa de ella, la vida según los consejos evan-
gélicos aporta ya un poco del gozo de las realidades que, con pre-
ferencia a las otras, continuarán en la nueva creación; es una vida
que se orienta a realizar lo que el Señor ha prometido para siem-
pre. Cuando los religiosos viven estas promesas con todas sus
consecuencias y sin aislarse de los demás creyentes, pueden ser-
virnos para indicar qué es lo que importa, a fin de cuentas, en el
matrimonio, en la posesión o en la propia voluntad. Ellos ofrecen
el ejemplo vivo de que el corazón humano sólo descansa cuando
todas las cosas son vividas «en el Señor»: con amor desinteresado,
con fe en el valor de la cruz y con esperanza en la resurrección.
397
La fe
Los motivos que hemos indicado sólo tienen sentido para el que
cree. Sin la fe, no tiene sentido tal género de vida; equivaldría a
abandonarse a la ilusión. A menudo será ésta una fe luminosa y
42 alegre. La experiencia de ser hijo de Dios, «pobre de Yahveh»,
hermano de Jesús, liberado para hacer el bien, indiviso para
predicar la fe, hace de esta vida una existencia honda, armonio-
sa y humana. Lo que indica también que no se ha edificado so-
bre arena.
Pero puede haber también situaciones o tiempos difíciles. La
culpa humana, propia o ajena, o las circunstancias adversas pueden
llevar a frustraciones. En estos casos, el signo — es decir, esa
vida— habla, en lo humano, con menos claridad, pero sigue aún
impresionando la fe que persevera. Siempre permanece la certera de
haber sido llamado a esta vida. La fe, la esperanza y el amor si-
guen ardiendo bajo las cenizas del desengaño. Y a menudo se ve
en la historia de estas vidas o de estas comunidades, que tras
esos tiempos oscuros, nace una aurora de nuevas iniciativas y de
nueva alegría. La fidelidad a la fe no fue en balde.
El signo más impresionante de fe nos lo ofrecen aquellas comu-
nidades que realizan un quehacer humano de puro y humilde
servicio: las congregaciones de hermanos o hermanas, o los le-
gos en las comunidades sacerdotales. Se trata de un trabajo que,
evidentemente, no se emprende sino por amor a Dios y perse-
86-87 verán en él con alegría. _ Lo mismo hay que decir de las comu-
nidades, cuyo objeto principal es la oración. Su fe da sentido
304-308 a su vida.
Los tres consejos evangélicos forman una unidad. Constituyen
un género de vida preciso y se apoyan mutuamente. Esto no quie-
re decir que los tres hayan.de seguirse siempre de forma total; pero
el que siga uno de los tres, querrá realizar también algo de
los otros.
398
dotes de la Iglesia oriental y los eclesiásticos protestantes son a
menudo excelentes pastores de almas.
Con frecuencia se oye la observación de que los sacerdotes cé-
libes no podrán aconsejar en materia de matrimonio. Pero la prác-
tica demuestra que muchos casados gustan de hablar sobre tales
materias con-sacerdotes célibes. Éstos disponen a menudo de am-
plias experiencias sacadas de numerosas conversaciones. (¿No es
cierto también que el psicólogo, por ejemplo, se apoya más en sus
estudios y en la experiencia profesional, que en su propia vida de
matrimonio, cuando trata de aconsejar a una pareja de esposos? Los
asuntos estrictamente personales varían mucho de unos a otros.)
Los religiosos y los sacerdotes son a menudo excelentes educado- 388-392
res. Gracias a una experiencia pedagógica de muchos años, en- 417-420
tienden a veces — al menos si no se han quedado anquilosados —
al niño de una manera que no igualan ni los mismos padres.
Los sacerdotes diocesanos hacen una promesa de obediencia
al obispo, pero no voto de pobreza. Pero, al igual que el pueblo
cristiano, saben también que, dada su condición de ministros de
los sacramentos y predicadores del evangelio, es conveniente para
ellos una vida de decorosa pobreza. En muchos casos viven inclu-
so muy pobremente, en pobreza más efectiva que la de muchos
religiosos, que nada poseen personalmente.
399
LA IGLESIA Y EL ESTADO
Colaboración leal
Los hombres vivimos juntos en una sociedad en que la len-
gua, la amistad, raza, estilo de vida, dependencia y responsabi-
lidad son otros tantos lazos que nos unen unos con otros. La for-
ma organizada de esta sociedad es el Estado.
La Sagrada Escritura exige como actitud del cristiano ante el
Estado lealtad, colaboración y obediencia. «Sométanse todos a las
autoridades que ejercen el poder. Porque no hay autoridad sino por
Dios; y las que existen, por Dios han sido establecidas» (Rom 13, 1).
¿Qué significan estas palabras de san Pablo?
Significan que la obediencia a las leyes del Estado (por ej., sobre
derechos y deberes, comercio y tráfico) son un deber para con Dios.
No hay que entender esto como si las autoridades (superiores) hu-
400
biesen sido nombradas por Dios. Pero es Dios quien ha puesto al
hombre en situación no sólo de crecer en la obediencia a sus padres, 386-387
sino también de vivir siempre en lealtad a una u otra comunidad
estatal y a la autoridad que manda en ella. Sólo así florecen el or-
den, la paz y la armonía; cosas, por ende, que corresponden al
espíritu de Dios.
El servicio debido a la patria puede exigir sacrificios. En ca-
sos de catástrofes, epidemias o agresiones se movilizan todas las 406-408
fuerzas de la sociedad. Muchos ciudadanos dan su vida. Nos senti-
mos más solidarios que nunca.
En tiempo de paz, el pago de los impuestos es uno de los debe-
res más importantes. Algunos se sustraen a sus responsabilidades
en este terreno y con ello agravan fatalmente las cargas de los
humildes, cuyos ingresos y bienes imponibles pueden ser vigilados
exactamente. Los impuestos deberían pagarse en la forma que de-
termine el Estado. Pablo escribe: «Por lo tanto, es necesario so-
meterse, no sólo por temor del castigo, sino también por deber de
conciencia. Y por eso mismo pagadles también tributos; pues son
funcionarios de Dios para dedicarse asiduamente a este oficio»
(Rom 13, 5-6). (La última frase ha de entenderse, naturalmente, de
modo semejante a la antes citada de Rom 13, 1.)
401
sia apoya tan radicalmente el orden establecido, que, en caso de
conflicto entre el Estado y los desheredados, se pone siempre de
lado del poder establecido. Aun cuando los desheredados no tuvie-
ran del todo razón, no sería lícito a la Iglesia dejarlos abando-
nados.
En algunos países puede oírse cómo se echa en cara a los ca-
tólicos no ser ciudadanos leales, porque obedecen a una potencia
extranjera. Y, a decir verdad, el Vaticano es una pequeña poten-
cia, cuyo jefe de Estado es el papa (el Vaticano es también la co-
lina sobre la que se alza la basílica de San Pedro; de ahí el nom-
209 bre de «Vaticano n » dado al concilio allí celebrado). Pero esto
no es la Iglesia. La Iglesia es el pueblo de Dios, esparcido por
todo el mundo bajo la dirección de los obispos, que están unidos
con el papa. Su autoridad no es política, como tampoco lo fue la
de Cristo. Esta autoridad consiste en un llamamiento que se diri-
ge a la fe y a las conciencias. Naturalmente puede darse el caso
de un católico que, por razones de conciencia, pueda y deba decir
«no» al Estado. Pero no por esto traiciona al pueblo del que for-
358-360 ma parte. Lo mismo tendrá que hacer en ocasiones un no católico.
El «no» del católico puede estar a lo sumo más condicionado por
su fe comunitaria. Pero esto no es traicionar a la sociedad, sino
servirla. Puede ser una actitud semejante a la que adoptó la más
joven de las hijas del rey Lear, que, a diferencia de sus dos her-
manas, se negó a decir que amaba a su padre más que a su futu-
ro esposo; pero luego ayudó al viejo rey más que sus hermanas
con toda su adulación.
La Iglesia no ha extremado con mucha frecuencia esta actitud,
a buen seguro; más bien parece que la ha descuidado. Hemos de
reconocer que las jerarquías de la Iglesia se han aferrado dema-
406 siadas veces, en su estilo de vida y en sus directrices, a un poder
material y a una cultura caduca, cuando los Estados, por su parte,
habían creado ya nuevos estilos. Estas faltas de sentido histórico
son de lamentar, pero no forman lo esencial. No olvidemos que
225 la Iglesia ha modelado las conciencias en el mensaje de Cristo,
y sigue cumpliendo esta misión con creciente pureza.
La propia misión
219 La diversidad de tareas, por lo que afecta a la Iglesia y al Es-
tado, parece que se va viendo cada día con mayor claridad. La
Iglesia se va asemejando cada vez menos al Estado y se va ha-
ciendo cada vez más espiritual —lo que no quiere decir invisi-
b l e — ; el Estado se liga cada vez menos a una ideología. En
orden a la organización, se impone una separación entre la Igle-
sia y el Estado.
402
Esta separación no significa que no hayan de existir numero-
sos vínculos entre las dos comunidades, pues ambas están forma-
das por los mismos hombres, que no pueden dividirse en una mi-
tad «profana» y otra «creyente».
Pero, a propósito de la separación de la Iglesia y el Estado,
se nos presenta esta cuestión: Si en un pais fueran católicos el
cien por ciento, ¿podrían fundirse la Iglesia y el Estado? N o ; ni
siquiera en este caso. La Iglesia recibirá siempre su cometido de
la revelación; es, pues, una responsabilidad distinta de la que in-
cumbe al Estado. Y éste ha de mantenerse libre, aun en dicho
país, para poder seguir considerando como ciudadano con plenitud
de derechos a quien se salga de la comunión de la Iglesia.
EL RESPETO A LA VIDA
403
226 una vida animal no sea absoluto como el de la vida humana. Si-
gúese que aquella vida puede ser sacrificada por un fin humano;
pero no sin causa y con el menor dolor posible.
En esto podemos ver un proceso creciente de afinamiento y de-
licadeza, y no está ausente de él, el Espíritu de Dios: «El justo
mira por la vida de sus bestias, pero las entrañas de los impíos
son crueles» (Prov 12, 10).
«No matarás»
Nuestro respeto a la vida se ve sobre todo en nuestro respeto
410411 a la vida humana.
El hombre evita lo que daña a la vida: frío, calor, humedad,
aire corrompido. La medicina ha perfeccionado la higiene. Nues-
tra vida se prolonga. Se ha encontrado remedio para muchas en-
fermedades. Todos estos progresos son buenos. La simpatía de
Dios está del lado de la vida, como lo prueban los milagros
de Jesús. La salud es un magnífico regalo de Dios.
El cuidado por la buena presencia, por una alimentación ra-
cional, por el vestido decente y aun elegante, por una vivienda
digna, sin descuidar el equilibrio en lo mental, son cosas que
forman parte de nuestro cuidado por la vida. Es liberador pen-
sar, para todo esto, en las palabras de Jesús: «¿ No vale la vida
más que el alimento, y el-cuerpo más que el vestido?» (Mt 6, 25).
Lo que importa es la vida.
404
Muchos nervios ha destrozado el ruido; pero no hay modo de
defenderse de él. Se pueden cerrar los ojos, pero no los oídos.
Muchas otras cosas podríamos señalar, por ejemplo, las heri-
das psíquicas; una palabra que mata por la injuria que lleva en
sí y que Jesús ha puesto en relación con el homicidio (Mt 5, 22).
Y del mandamiento : «No matarás», saca Él otro sentido más profun-
do: «No odiarás». Un mandamiento que no podemos cumplir por
nuestras propias fuerzas.
El más feo de todos los pecados y el más sórdido es sin duda
la envidia: no soportar el bien ajeno. También éste es un pecado
contra la vida. La boca del pueblo dice que el envidioso «vierte
bilis», el color más opuesto al de las mejillas sanas.
405
Pena de muerte. Guerra
Hay dos situaciones en las que, de antiguo, se tiene por lícito
quitar la vida a un hombre: la legítima defensa (en la que se in-
cluía la guerra) y la pena de muerte.
Si yo amenazo injustamente la vida de otro — s i hay, pues, que
optar entre el agresor injusto y la víctima de la agresión —, éste
me puede quitar la vida. De este principio se ha deducido también
la licitud del combate en la guerra. Los argumentos tradicionales
en favor de la pena de muerte se apoyan en la idea de que la
sociedad posee derechos que no posee el individuo. Estos poderes
no comportan el derecho a matar a un inocente, sino el derecho
a ejecutar a un culpable. La pena de muerte tiene un sentido de
castigo.
¿ Es cristiano todo esto ? Cristo no abolió expresamente ni la
guerra ni la pena de muerte; en otro caso, el evangelio lo hubiera
consignado claramente. Mas esto no quiere decir en absoluto que
sean «cristianas». Sucede con esto como con la esclavitud, que
84, 213 tampoco fue abolida por el Nuevo Testamento. Cristo no predicó
226 en general ningún cambio de estructuras en una sociedad que no
estaba madura para realizarlas ni moral, ni espiritualmente, ni en
su organización. Pero trajo al mundo un espíritu del que podían
y debían surgir los cambios. Y por eso, hemos de trabajar con
todas nuestras fuerzas para que la doctrina de Jesús que exige
la igualdad de todos ante el Padre y que nos manda presentar la
otra mejilla y el amor de los enemigos, cobren forma concreta y
se hagan realidad en leyes e instituciones cada vez más suaves y
justas.
402 La Iglesia se ha adherido a menudo tan estrechamente al orden
estatal establecido, que le ha faltado la energía necesaria para
humanizar la guerra y la legislación penal en una medida que tal
vez hubiera sido posible.
Ya es hora de que en los países cristianos se piense en refor-
mar, por ejemplo, el derecho penal según los principios cristianos.
Es cristiano ir desterrando paulatinamente de la pena el aspecto
de castigo. Pero al hacerlo convendrá precaverse del peligro con-
trario. Al «castigar» a un reo, a un delincuente, aún se le toma
en serio, como hombre responsable de sus actos, mientras que el
someterlo a un «tratamiento» puede equivaler a convertirlo en
«enfermo», lo que muy pronto llevaría a tratarlo como a un hom-
bre sin derechos.
406
El pensamiento cristiano debe buscar sin descanso criterios cada
vez más rigurosos para delimitar la licitud de una guerra. Medí-
tese a fondo en las palabras del papa Juan x x m : «Por consi-
guiente, la justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad
humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamen-
tos ; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los
reduzcan simultáneamente; que se prohiban las armas atómicas;
que, por último, todos los pueblos, en virtud de un acuerdo, lleguen
a un desarme simultáneo, asegurado por mutuas y eficaces garan-
tías» (Pacem in terris, 112).
407
cilio a los hombres de Estado, que trabajan incansablemente por
la paz: «Hay que ayudar la buena voluntad de muchísimos que,
aun agobiados por las enormes preocupaciones de sus altos car-
gos, movidos por el gravísimo deber que los acucia, se esfuer-
zan por eliminar la guerra, que aborrecen, aunque no pue-
den prescindir de la complejidad inevitable de las cosas» (Consí.
ut supra, § 82).
408
de que la cooperación internacional en el terreno social y eco-
nómico (la solidaridad mundial en la lucha contra la miseria) sea
el verdadero camino de la paz.
UN MUNDO DE TRABAJO
Perspectiva de confianza
Hay momentos en nuestra vida — cuando los padres pasan un
rato tranquilos con sus hijos que crecen, o cuando uno contempla
un buen trabajo hecho por él mismo — en que de pronto nos da-
mos cuenta de lo que es nuestro trabajo: colaborar en la construc-
ción de este mundo, es decir, en la creación de Dios. Y esto es lo
primero que el mensaje cristiano tiene que decir acerca del tra-
bajo : Dios no creó el mundo hace ya mucho tiempo, sino que lo
está creando sin cesar y lo crea también por medio de nosotros
mismos. No es verdad que el bosque sea obra suya y no la ciu-
dad. Acaso sea la ciudad más obra suya, pues es expresión del
hombre, criatura suprema de Dios. Lo que el hombre hace es
creación de Dios. Naturalmente, no es indispensable que el cris-
tiano esté pensando continuamente en ello, pero esta idea es
el fundamento que sustenta la certeza de que en su profesión y
familia está trabajando en el sentido querido por Dios.
409
la unidad de este pequeño grupo. Pero el trabajo une sobre todo
a los hombres, porque se hace siempre para otros: el marido tra-
baja para la mujer y la mujer para el marido; el panadero para
gran número de consumidores; el arquitecto y el albañil para los
futuros vecinos, el obrero del puerto para muchos que no conoce.
Toda nuestra sociedad es un gran sistema de servicios mutuos.
A menudo no sabemos por quién trabajamos y tal vez ni nos inte-
rese siquiera saberlo. Sin embargo, esta comunión en el trabajo
nos procura — a veces aun sin darnos cuenta — un sentimiento
de solidaridad que forma el telón de fondo de nuestra vida. No
tenemos más que fijarnos, en nuestra propia casa, en las paredes,
y pensar en la muchedumbre de hombres que han trabajado sobre
estos materiales desde el momento en que fueron extraídos de la
tierra: un ejército de personas desconocidas desfilará ante nues-
tros ojos. El objeto más pequeño, un libro, un reloj, suponen a
veces el trabajo de hombres de varios continentes. Millares de per-
sonas han cooperado en la construcción de nuestra casa. Y también
nuestro trabajo es una contribución a la vida de otros tantos. El
trabajo humano crea unidad y solidaridad entre los hombres.
El mensaje cristiano tiene aún algo más que decir sobre esto:
el trabajo nos abre una perspectiva de esperanza sobre la eterni-
dad. Nuestro trabajo sirve para hacer al hombre más humano y
su vida más rica y más abierta al despliegue del amor. Y este des-
pliegue de nuestro amor no se pierde para la eternidad. El traba-
jo en la construcción de este mundo tiene su continuación en la
creación nueva. ¿Quién sabe si, después de la resurrección de los
muertos, no conservará el mundo nuevo las huellas de lo mejor
que lleva ahora a cabo el trabajo del hombre ? Nuestro trabajo
tiene valor de eternidad.
410
El mensaje cristiano anuncia que esta redención se ha cum-
plido ya y la ve en tres realidades de que nos ha hecho merced
nuestro Creador y Redentor: el creciente dominio de las posibili-
dades, la creciente unidad y la resurrección de Jesús después de
haber • padecido.
Tocante al primer punto, nuestro trabajo se humaniza por los
recursos (posibilidades) que Dios ha escondido en la creación y
que el hombre descubre. El progreso en bienestar, comodidad y
capacidad técnica es al tiempo una auténtica redención. Dios se
complace en la alegría de vivir, en la salud, en el alivio de nuestras
cargas. También los milagros de Jesús lo ponen de manifiesto: 404
curaba, alimentaba sin trabajo a las muchedumbres en el desierto,
decía su palabra y los apóstoles hacían una gran pesca. Cuando
la técnica nos procura salud, alimento y comodidad, trabaja en el IOT
sentido querido por Dios.
Todavía se acerca más al corazón del evangelio la segunda
realidad: la redención del trabajo por el amor, que hace fácil
lo difícil: el amor a la familia, la camaradería y compañerismo
en la profesión, la responsabilidad y el espíritu de servicio para
con la sociedad por la que se trabaja.
En los capítulos «Posesión de la tierra» y «Ayuda al necesi- 413
tado» hablaremos sobre las exigencias de la justicia Aquí sólo 414-415
queremos señalar que el postulado de bondad y amor, que tan cla-
ramente campea en el evangelio, no es un postulado sentimental.
Este deber no significa que no puedan formarse grupos que
vigilen y luchen por una mayor justicia, por la desaparición de un
poder ilegítimo. Debemos entenderlo así: tanto en la familia como 291-292
en el puesto de trabajo y en la trama social, el amor y la bondad
redimen el trabajo. En la familia, porque se pone empeño en la
comprensión y ayuda mutuas; en el lugar de trabajo, por la hon-
radez y la solidaridad; en la gran comunidad humana, por el cui-
dado de ver al hombre en los demás, a pesar de los conflictos pro-
"vocados por el interés. Ningún hombre ni ningún grupo pueden ser
desgajados de la comunidad humana, ni declarados enemigos para
siempre. El evangelio dice a este respecto, con toda seriedad, que
el único camino para liberar nuestra convivencia y nuestro co-
mún quehacer terrestre no es el odio, sino el amor que a nadie 287
proscribe. Es una tarea de largo alcance, pero todos, particulares
y grupos, deben colaborar en ella, sin sentimentalismo, pero con
gran seriedad. Y de este modo abrigaremos la esperanza de ver
por nosotros mismos algo de esta progresiva redención, que ya
está incoada.
411
geho a quienes aun no se benefician del creciente bienestar, de la
progresiva humanización del trabajo, a aquellos que progresan
con lentitud, más lentamente de lo que permite la duración de la
vida, a aquellos otros para quienes el trabajo resulta insano y des-
humamzador, a aquellos, en fin, que ven fracasar su vida? ¿Ten-
drán que consolarse estos desafortunados con un futuro que ellos
no vivirán' En el marxismo, ésta es efectivamente la única pers-
pectiva que se les ofrece Y es a la verdad una perspectiva espe-
ranzada, sobre todo para hombres buenos Pero es demasiado poco,
pues supone que el hombre, en cuanto individuo, carece de impor-
tancia, éste puede llevar eventualmente una vida mísera, lo que
84 importa es la humanidad en su conjunto
La fe cristiana sabe que se trata, desde luego, de la humani-
dad entera, pero también sabe que ninguno de sus miembros es
insignificante La fe afirma que incluso la vida, que es un fracaso
269 270 a los ojos de los hombres, tiene un valor propio y proporciona
477-480 gozo y paz También el Señor logró la vida para sí y para los de-
más por medio del anonadamiento y del fracaso El cristiano sabe,
pues, que el fracaso humano, aunque oprima, no carece de espe-
ranza en Él La cruz en nuestro cuarto tiene su significación en
orden a nuestro trabajo aunque sea monótono, opresor, oscuro y
sin éxito, aunque nos proporcione poca parte en el bienestar, en
la camaradería y amor a que aspiramos, aun entonces puede ser
fuente de gozo y paz El Señor prometió que los humildes, los
101 102 que lloran y son perseguidos cosecharían con Él alegría, no sólo
para si mismos, sino también para los demás, y no sólo en la eter-
nidad, sino también en este mundo
268-269 Esta fe en la cruz que salva, no debe debilitar nuestros esfuer-
zos por liberar y salvar el trabajo mediante todas las mejoras po-
sibles Sobre todo, cuando se trata del bien de los demás no debe-
mos olvidar este aspecto Pues estas tres realidades van juntas
el progreso, la bondad recíproca y la fe en que Jesucristo nos resu-
n t a del fracaso. Sólo cuando van juntas constituyen la liberación
que el cristianismo aporta a nuestro trabajo terreno.
POSESIÓN DE LA TIERRA
412
del bienestar viene de Dios. De este modo tiene el hombre mayo-
res posibilidades en el desarrollo de su vida. Y Dios se complace
en la vida.
La redención de la riqueza
De ahí que también nuestra riqueza necesite de redención.
¿ Cuál es el camino que lleva a ella ? La dimensión social de la
propiedad: convencerse de que poseer no es cosa exclusiva de
«uno solo», sino que incluye también a «otros». Acaece con la pro-
piedad lo que con nuestra existencia humana: somos nosotros
mismos, somos independientes, y al mismo tiempo estamos con
otros, no por amarga necesidad, sino por una exigencia que se
asienta profundamente en lo humano. Otro tanto sucede con la
propiedad. Poseer significa de suyo «disponer libremente de una
cosa». Pero al mismo tiempo hay en ello una dependencia. Nada
me pertenece a mí pura y simplemente. La antigua definición ro-
mana de la propiedad ius utendi ct abutendi (derecho a usar y
abusar) es pagana, no cristiana. No me es lícito tomar mi piano
y arrojarlo por la ventana, si así me place. ¿Por qué? Por causa
de los que podrían utilizarlo como se debe.
Justa distribución
Todas estas cuestiones son problemas de justicia; no sólo de
la que se llama «justicia conmutativa»,-que prescribe que en todo
intercambio de bienes, cada una de las partes ha de recibir la
justa y correspondiente contrapartida, sino también de la «justicia
distributiva» (o social).
Esta justicia exige que se repartan razonable y equitativamen-
413
te los bienes de este mundo. La humanidad posee el mundo en
común. Y por el hecho de haber una igualdad de dignidad entre
los hombres — cosa que vemos con creciente claridad desde el ad-
venimiento de Cristo—, también la distribución de la riqueza entre
los mismos ha de ser proporcionada. No es bueno que uno sea muy
rico y otro miserable. Tampoco es bueno que una parte del mundo
sea muy rica y otra muy pobre. Cambiar esta situación es cues-
tión de justicia.
416 Esto exige un largo proceso. Apenas existen leyes que lo pre-
vean, y a veces faltan por completo. La justicia distributiva no
está apenas elaborada en forma de leyes, o lo está en forma muy
limitada. El sentido de justicia social y sus posibilidades han de
crecer mucho todavía. Naturalmente, este sentido está mucho
más desarrollado en las clases desposeídas, que comienzan a lu-
char por sus derechos. En muchas ocasiones se interpreta esto
como codicia. La lucha por una repartición equitativa de los bie-
nes es a la postre una lucha por una participación equitativa en la
dignidad humana. No se trata de tener, sino del reconocimiento
de la propia dignidad, que debe expresar precisamente el acceso
416-417 a la posesión.
292 La lucha por los intereses sociales no está en contradicción
336 con el mensaje cristiano; pero una sociedad en que la opresión y la
violencia sean los únicos medios de llevar a la práctica los de-
rechos a la propiedad, no podrá llamarse humana y mucho menos
cristiana y redimida. Cuando se intenta realizar un orden so-
cial justo entra en juego otro elemento más hondo: la convic-
ción creciente de que tal repartición es realmente justa. Por
ambas partes se siente alegría de alguna forma ante este proceso
evolutivo. También se manifiesta amor. Porque amor, en economía,
es más justa distribución.
414
Es difícil conciliar íntimamente la lucha por los propios dere-
chos con el espíritu del sermón de la montaña, que llama bienaven-
turados a los pobres y perseguidos. Hay entre ambos una tensión,
pero el cristiano debe sobrellevarla con valor. Y así llegará a tener
por justa y legítima la lucha de algunos por defender sus derechos
y conquistar el poder y en definitiva se alegrará de lo bueno que
hay en sus adversarios.
El cristiano que lucha por un poder justo debe tener presente
que el poder alcanzado debe desembocar en lo que aparentemente
es su contrario: servir. Sólo del mutuo servicio puede surgir una
sociedad cristiana y redimida. Para subrayar este elemento vivió
Jesús pobre y como quien sirve. Hay algunos que están llamados
a seguirle tan de cerca como sea posible.
El robo
Para concluir este capítulo, digamos algo brevemente sobre los
pecados contra la justicia conmutativa. Tales son el robo, el en-
cubrimiento, el fraude en el comercio, la destrucción de la pro-
piedad ajena, no pagar las deudas, retener lo hallado o prestado
(incluso libros), perder el tiempo retribuido, no pagar el traba-
jo encomendado (excepto si se hace por amistad), plagiar ideas
ajenas, etc. Todo esto es aplicable a los bienes que pertenecen a
la sociedad, a cosas cuyo dueño no se conoce.
En lo dicho consiste la primera exigencia relativa al dominio
de nuestra codicia. Una mano larga es cosa repulsiva. Ser, en
cambio, intachable en estas cosas, lo siente cualquiera como algo
que engrandece al hombre.
415
En caso de necesidad —desde antiguo se pone como ejemplo
el peligro de morirse de hambre— es lícito apropiarse de lo ajeno
sin permiso de su dueño. La tierra pertenece a todos de tal forma,
que es un derecho fundamental del hombre tener lo necesario para
poder vivir en ella. «El que se halla en necesidad extrema, tiene
derecho a procurarse lo necesario de las riquezas de los otros»
(Const. sobre la Iglesia en el mundo actual, § 69).
416
Da a quien tiene menos que tú
Pero al mismo tiempo estamos llamados a subvenir a las nece-
sidades de otros, por amor, cuando las situaciones no se acó- 415
modan al ideal. El evangelio lo repite muy a menudo. Es un deber
que existirá siempre, pues nunca se podrá fijar todo en leyes.
Siempre habrá casos inesperados, situaciones imprevistas. Por eso,
la caridad será siempre necesaria, como corrección permanente
de leyes y derechos existentes.
¿ Cuánta f
Es bueno desprenderse de una parte de los propios bienes. El
evangelio habla de la viuda que dio de su pobreza (Me 12, 41-44),
de trabajar para tener algo que dar (Ef 4, 28), de dar de la pro-
pia riqueza (Le 8, 3 ; 18, 22) y hasta de lo injustamente adquirido
(Le 16, 9). Hay que dar sin alharacas y con alegría (Mt 6, 3 ;
2 Cor 9, 7). El don varía desde un «vaso de agua fresca», que no
quedará sin recompensa (Mt 10, 42), o la «mita4 de mi hacienda»
(Le 19, 8), hasta —por vocación especial— «todo lo que se po-
see» (Le 18, 22). Además, tenemos el consejo de Juan Bautista,
es decir, dar lo que se tiene por duplicado (Le 3, 11). El buen sa-
maritano dio lo necesario para cuidar en la venta al herido; y
además, su precioso tiempo y su atención (Le 10, 30-37).
El evangelio no establece, pues, una norma fija. En ninguna
parte se dice que demos sólo en la medida que nuestro nivel de
vida no sufra menoscabo. No es cosa grave hacernos algo más
pobres por dar limosna. Felices los que por preocuparse de la salud,
de las vacaciones, del bienestar de otros — en una palabra, a cau-
sa de las colectas — tienen que contentarse con un automóvil más
barato o con ninguno y con un viaje más corto en vacaciones o con
juguetes más sencillos para los niños. Y dichosos los niños que
heredan esta generosidad espontánea de sus padres. Cabe incluso 388
preguntar si no falta algo en la humanidad de los muchachos y
muchachas que no han visto estos ejemplos en sus padres.
417
Por eso tiene tanto valor la convicción de que se debe dar algo
ahora. Y esto es también lo que Jesús describe después de proclamar
el mandamiento del amor: la ayuda positiva del samaritano, que, al
día siguiente, tenía que continuar el viaje. Naturalmente, después
de haber socorrido así, quedarán aún por doquier muchos más ca-
sos en que hay que prestar ayuda. Pronto nos percataremos de que
no podemos hacerlo todo y de que somos «siervos sin provecho»
(Le 17, 10).
En nuestra sociedad, la forma más eficaz de dar consiste en
hacerlo por medio de personas apropiadas, es decir, encomendán-
dolo a entidades que organizan cuestaciones y colectas. Es la
mejor manera de no caer víctimas de los timadores. Las colectas
son un elemento esencial de la vida cristiana. Pablo les dedica dos
403, 409 capítulos de una carta (2 Cor 8-9). Aquí remitimos a los n.05* 83-90
de la Constitución sobre la Iglesia en el nuwndo actual, como lo
hicimos ya al hablar de la unidad y de la paz en el mundo.
Sin embargo, entenderíamos mal la intención de Jesús si pen-
sáramos que es imprescindible calcular mucho para dar lo que
sobre a los pobres. Jesús alaba también la cordial prodigalidad (el
«derroche») de María de Betania, la cual dispendia, en un gesto
de amor, un perfume de gran precio (Jn 12, 7-8). Cada cual de-
berá buscar su propio estilo. Uno da espontáneamente, otro según
un plan ordenado. Pero siempre se hallará un camino sin término
al que es preciso hacerse para ser buen cristiano.
418
es la ayuda de otros que «practican la caridad»! Sin embar-
go, aun éstos hacen a menudo mucho bien. A pesar de su porte
afectado, abrigan a veces sentimientos sinceros.
La cortesía y la amabilidad tienen que ver también con el
amor. De san Francisco de Asís se cuenta que tomaba por modelo
la «cortesía de Dios» que hace salir cada día su sol sobre buenos
y malos.
«La mujer que ungió los pies de Jesús —escribe el papa san
Gregorio— es imagen de lo que nosotros podemos hacer por los
otros.» No se contentó con regarlos con sus lágrimas (la piedad),
sino que los enjugó con sus cabellos (ayuda efectiva). Pero no
sería completo el servicio si faltara lo que ella hizo luego: abra-
zar los pies de Jesús (amar). En otro caso, dice el papa, «la nece-
sidad del prójimo se nos haría pesada, y la propia indigencia que
se socorre nos resultaría insoportable; de suerte que, mientras la
mano alarga lo necesario, el corazón languidece en el amor» (mai-
tines del viernes de témporas de septiembre).
El que trata de cumplir todo esto — y no se contenta con «no
hacer daño a una mosca», sino que está dispuesto de veras a ser-
vir donde se precisa ayuda—, descubrirá continuamente nuevas ne-
cesidades. Y sentirá, cada vez más dolorosamente, cuan atrás se
queda como hombre y como cristiano. No dirá tan fácilmente que
es bueno para todo el mundo. Se dará cuenta de que tiene gran
necesidad de ser librado del mal que hace por omisión o por falta
de generosidad. Verá incluso que debe ser redimido del mal del
que hasta el momento no ha tenido clara conciencia. Y es que el
pecado en nosotros tiene raíces más hondas de lo que nos figuramos.
O dicho con palabras más optimistas: Dios puede salvarnos por
una abertura de la que no teníamos ni idea.
Nuestra deficiencia no debe desalentarnos, sino impulsarnos a
buscar fuerza, no en nuestro propio valer, sino en el Espíritu de
Dios, el Espíritu de bondad que no nos la negará si se la pedimos.
419
juntos la vida humana. El tiempo libre, la recreación, el descan-
so son necesarios para llevar una vida verdaderamente humana.
Entonces nos reunimos sin buscar interés alguno, por el puro
placer de estar juntos. Ello nos depara la oportunidad de re-
parar limitaciones que nos impone nuestra profesión. Nos per-
mite ser nosotros mismos. Una gran parte del trabajo de edu-
cación se lleva a cabo en el tiempo libre, que junta al hombre y
a la mujer, a chicos y chicas, padres e hijos. Es el tiempo del amor.
El tiempo libre
El tiempo libre irá en aumento. No quedará reducido al sába-
do. Se han inventado medios para llenar masivamente el tiempo
libre. Uno de ellos es la televisión. La televisión une a los hom-
bres : millones de corazones palpitan ante el mismo encuentro de
fútbol, la misma pieza de teatro o el mismo suceso político. Esto
puede ser muy grande humanamente. Pero si empleamos solamente
así el tiempo libre, nos podemos empobrecer: el padre hace lo mismo
que su hijo pequeño, una persona hábil lo mismo que el torpe, el
ingenioso lo mismo que el ingenuo. Así pues, siempre tendremos
necesidad de consagrar nuestro tiempo libre a cosas que piden
esfuerzo, concentración, originalidad, habilidad y potencia crea-
dora : un deporte o una obra de artesanía, tocar un instrumento,
estudiar un tema científico interesante, comenzar una colección,
aceptar responsabilidades en una asociación, y mil cosas más. Es-
tas actividades son necesarias además para el bien de los niños. Si
392 los padres tienen iniciativa personal y gusto por profundizar en
la realidad que nos rodea, los niños aprenderán a descubrir el
mundo por sí mismos, a maravillarse, y encontrar placer en este
descubrimiento. Serán también niños despiertos y no abobados.
Sólo entonces serán capaces de juzgar críticamente la televisión
y los demás medios-masivos de comunicación y sabrán apreciarlos
427 en lo que valen.
El arte y la ciencia
De la actividad desinteresada y libre nacieron en la historia de
la humanidad la ciencia y el arte. Las más viejas danzas, cantos
y relatos, las pinturas de las cuevas de Altamira y los primeros
conocimientos sobre plantas y estrellas, dan testimonio de este es-
fuerzo del hombre; el hombre ha aprovechado siempre los respiros
que le ha dejado la preocupación por su sustento para descri-
bir o configurar el orden de este mundo. Por este pensar y confi-
gurar se ha distinguido siempre el hombre del animal. El hombre
busca siempre respuesta a los problemas, atañan éstos a la acción
420
de la electricidad o al sentido de la vida. El hombre quiere crear
orden y belleza y desterrar del mundo el desorden y la fealdad
al conjuro de la música, de la palabra, la danza, el color y la
forma. De la ciencia y el arte se puede decir lo mismo que diji- 336, 410
mos del trabajo: por su influjo sobre la vida del hombre, influyen
sobre su amor y el amor influye en la eternidad. También aquí
podemos preguntarnos: ¿ consiste su resultado perdurable única-
mente en su cosecha de amor? ¿Quedará algo de las formas, en
las que se realizan ahora sobre la tierra el arte y la ciencia, en el
«cielo nuevo y la nueva tierra» ? Porque si lo mejor del hombre
resucita en incorrupción, ¿por qué no resucitará así también lo
mejor que el hombre crea?
421
En una obra de arte, el artista se expresa con su mirada
escrutadora y su mensaje no premeditado; pero este artista es
hombre al propio tiempo y su error, cobardía o bajeza pueden
penetrar en su obra y mancillarla de la misma manera que su
veracidad y bondad le añadirán fuerza bienhechora. La autono-
mía del arte y la personalidad del artista están vinculadas es-
trechamente.
Las personas maduras y cultas sabrán distinguir fácilmente
estos dos aspectos. Los jóvenes y las personas menos versadas en
estas materias encontrarán más dificultades. Con el aire limpio de
la belleza y humanidad pueden respirar una atmósfera corrompida.
Para los jóvenes precisamente, puede significar un grave daño el
abrirles así por vez primera el mundo de la expresión y creación
humanas. Y el daño no viene tanto de lo que ingieren de malo,
cuanto de que, en edad tan receptiva, se les prive del bien. Los
padres y educadores han de prevenir este peligro; pero no preci-
samente mediante prohibiciones, sino enseñando a los jóvenes a
leer y ver. Un pueblo no es agraciado con sus artistas y escrito-
res para que los ignore y desconozca.
Jesús y la cultura
El evangelio no habla apenas sobre la cultura. Jesús no recha-
za el arte ni la ciencia, pero tampoco los recomienda. Señala
las flores del campo, como más hermosas que los vestidos magní-
ficos de Salomón.
Cuando sus discípulos admiran la-fábrica del templo, Él pien-
sa en su destrucción. Sin embargo, sus parábolas son tan sim-
99, 148 pies y tan eficaces, que le acreditan como uno de los mayores ar-
tistas de la palabra en la humanidad. Como hombre, ha sido uno
de los que más hondamente han configurado nuestra cultura. Pero
esto vino por sí mismo y como de pasada. Personalmente, no se
dedicó al arte ni a la ciencia. Todo estaba dominado en Él por
una sola cosa: el reino de Dios. La predilección de Dios por lo
93-95 pequeño y humilde le cautivó de tal forma, que a ella dedicó toda
101-103 su vida. En esto consistía para Él la verdad y la belleza. Compar-
355-356 tir con Él esta pasión por lo sencillo es una vocación, una elec-
395-396 ción particular, que se da frecuentemente en vidas ajustadas a los
consejos evangélicos.
42¿
más profunda comunicación entre los hombres se establece por el
lenguaje. El amor se expresa en palabras. El lenguaje es un don
más estremecedor y más amable de lo que podemos imaginar.
El único poder capaz de hacer estallar una bomba atómica — el
mismo que la ha hecho fabricar— es la palabra humana. Y sólo
la palabra puede impedir que estalle. Una palabra puede hacer
feliz a un hombre y colmarlo plenamente. Cristo cumplió su misión
por la palabra. Incluso es llamado Palabra (o Verbo) de Dios. El 48-49
lenguaje encierra en sí un gran misterio.
423
¿ Y cómo podremos defendernos de las malas lenguas ?
Es, en cambio, benéfico poner de relieve las buenas cualidades
del prójimo. Con ello gana el ausente de quien bien se habla y
los presentes que escuchan. Hablar bien de alguien es un acto
creador.
Veracidad
Poder revelar la verdad constituye la gloria y grandeza de la
palabra. Un hombre de cuya palabra podemos fiarnos, es admira-
do. No el charlatán, que echa todo lo que le viene a la lengua, sino
aquel cuya palabra es serena y sensata. El decir la verdad tiene un
sentido: ser digno de confianza, no irrogar perjuicio a la confianza
mutua. Para ello es menester una disposición interior: pensar la
verdad. Pensar conforme a verdad es no ceder a los prejuicios
emocionales, ni sucumbir a las ilusiones egoístas ni al fanatismo;
es no ceder al «snobismo» de ciertos grupos ni seguir el ciego
conservadurismo; es dejar la puerta abierta a la realidad en nues-
tro pensamiento. Es, además, ser íntegro. Es una tarea sin tér-
mino. Aun la fe más sincera en Cristo puede a menudo quedar
empañada por alguno de los males que acabamos de notar.
La mentira
La mentira se opone a la verdad y deforma la realidad. Hace
poco de fiar al que la dice. Verdad o mentira: siempre se trata de
la confianza que se puede otorgar a uno, de la confianza recíproca.
Las cosas se complican cuando es preciso tener en cuenta otra
cualidad estrechamente relacionada con la confianza mutua: la dis-
creción. Es natural que no queramos divulgar los asuntos perso-
nales de otro o los nuestros. Todos tenemos estricto derecho a la
esfera privada: no todo lo que pasa en casa se cuenta luego en
424
la calle. Así, por ejemplo, existe el secreto profesional. El que, en
virtud de su cargo, debe penetrar en la vida privada de otro, un
médico por ejemplo, está obligado al secreto profesional. No tiene
derecho a comentar lo que ha visto u oído con personas ajenas al
asunto. Lo que el sacerdote oye en confesión no lo puede revelar a
nadie absolutamente. Es cuestión de confianza el que podamos fiar-
nos unos de otros. El que oculta a otros lo que no tienen derecho a
saber, fomenta el respeto y despierta confianza.
Ahora bien, puede haber casos en los que, por ejemplo, por una
pregunta capciosa o importuna, algo secreto corra peligro de ser
conocido, y sólo una «mentira» pueda en tal caso mantener el
secreto y salvar la confianza. Supongamos, por ejemplo, que se
pregunta a un médico si le ha venido a ver cierta persona y por la
respuesta, aun evasiva, se puede concluir: efectivamente ha ve-
nido. El médico puede y debe contestar negativamente. Una situa-
ción de esta índole se puede presentar de muchas maneras.
I Se opone esta respuesta a la mutua confianza ? Ciertamente
que no. Todo el mundo sabe que entra en las reglas del lenguaje
no decirlo todo y ocultar algo a quien no tiene por qué saberlo.
Esto no viola la mutua confianza, que es lo propio de la mentira.
No se trata, pues, de una mentira en el sentido propio de la palabra.
Naturalmente, esto no significa que podamos jugar a nuestro
talante con la verdad. Sólo quiere decir que una exactitud literal
no es auténtica norma humana de veracidad. La norma es la con-
fianza entre los hombres.
Adivinación, horóscopo
Debemos decir ahora unas palabras sobre ese contacto con
la realidad, que no puede atribuirse claramente a ninguno de nues-
tros sentidos, pero que tampoco es directamente una experien-
cia intelectual o de conciencia: presentimiento, sensación de que
"alguien nos mira, conocer a distancia el pensamiento ajeno (tele-
patía), previsión del futuro, ensalmos, interpretación de los influ-
jos astrales (astrología), lectura de las líneas de la mano (quiro-
mancia). Esta lista enumera algunos fenómenos tomados al acaso
de entre un número elevado de ellos, que la ciencia no ha expli-
cado aún satisfactoriamente. Se trata de un campo de experien-
cias precientíficas, que nos hace sospechar que la creación es tal
vez mucho más rica de lo que de momento nos imaginamos. Estos
terrenos están aún sin explorar.
Entretanto, todo esto está envuelto en el halo de lo misterioso.
Es como si se levantara un poco el velo que oculta el misterio de
la vida, como si se tuviera ya en la mano por lo menos una parte
del incierto futuro. Estos sentimientos pueden ser explotados fá-
425
cilmente por gentes que con ello hacen su agosto; a menudo por
puros trucos; a veces, con aptitudes realmente extranormales, aun-
que hinchadas de embaucamientos. Pero hay también quienes
ponen sus facultades extraordinarias al servicio de la sociedad.
El amor de la verdad, del que tratamos en este capítulo, exige
de nosotros que no neguemos de antemano por puro miedo la exis-
tencia de estas cosas antes de estudiarlas bien; pero que tampoco
nos dejemos llevar de la imaginación y creamos que por este ca-
mino vamos a desvelar el misterio último de la vida.
La fe nos enseña que Dios no nos pudo revelar nada más gran-
de que su propio Hijo, que ha ido delante de nosotros por el ca-
191-192 mino de la obediencia y del amor. El camino que lleva a la vida
no nos lo muestran no sabemos qué inciertos «misterios» crepuscu-
lares, sino el «misterio» que radica en algo tan ordinario como
la bondad y el amor, que no temen a la luz. No hay ardid capaz
de desvelarnos un sino fatal fijado desde siempre; la responsabili-
dad a la que el Creador ha vinculado nuestra libertad es lo que
nos procura un contacto real con lo que existe. Jesús no es un
mago ni un hechicero. Cierto que sus milagros atestiguan un po-
109-m der sobrehumano, pero el signo del Hijo del hombre fue la entre-
ga de su vida. Jesús no finge misterios, Él mismo está lleno de
claro misterio. Y los sacramentos, signos de su poder entre nos-
otros, no son miradas furtivas y curiosas a lo que pasa en otro
mundo, sino encuentros con Él por la fe. No son contactos auto-
máticos y mágicos, sino llamamientos al corazón del hombre, a su
vida entera, en la luz del pleno día. Y este espíritu irradia todo
lo que dice el evangelio. El verdadero misterio nos exige nada me-
nos que a nosotros mismos.
Esto no excluye que pueda haber fenómenos extraordinarios
(parapsicológicos) y que puedan ser un día camino para descifrar
muchos enigmas de la creación. Lo que sí combatimos es la falsa
opinión de que, por este medio, pueda desvelarse el último fondo
477-478 de la realidad. No hay camino más corto ni mejor que el marcado
por el mismo Dios: la entrega y el amor, camino por donde va el
hombre liberado por la gracia.
El servicio a la palabra
Los que colaboran en la prensa, radio y televisión están llama-
dos de modo especial a la difusión de la verdad, pues están al servi-
cio del derecho del hombre a la información. Su profesión les
otorga un poder inmenso sobre sus semejantes. Un quehacer, siem-
408 pre inacabado, se abre ante sus ojos: estructurar una ética de
servicio, cada vez más en consonancia con los postulados del evan-
gelio, pero de acuerdo con las reglas y leyes vigentes en su profe-
426
sión, que nunca pueden ser adecuadamente juzgados por un extraño.
El desarrollar un sano sentido de discernimiento frente a las
ofertas de la información masiva, es hoy día un deber importante
para uno mismo y para los hijos.
Servidores de la verdad, tanto por su pensamiento como por
su vida, son también los que trabajan en la educación y la ense-
ñanza, desde los jardines de infancia hasta la universidad. Lo mis-
mo en su persona que en su manera de tratar las materias de en-
señanza, ha de brillar de algún modo el mensaje de Cristo. Aunque
es natural que no enseñen el evangelio durante la mayor parte del
tiempo, sin embargo habrán de apoyarse mucho en los valores
inspirados en él (en el capítulo precedente hemos hablado ya de
las ciencias y de las artes).
Misterio, no enigma
El que busca y anuncia la verdad, se preocupa de ver claro, de
comprender y captar. Nuestra cultura progresa con increíble rapi-
dez en la penetración de los fenómenos. Las lluvias, las tormentas,
la electricidad, las partículas nucleares, las células, las estructuras
psíquicas, las leyes sociológicas: todos estos fenómenos se han
hecho más accesibles a nuestra inteligencia y, por lo mismo, a
nuestra acción. En efecto, los conocimientos adquiridos aumentan
el poder del hombre sobre la realidad: la previsión del tiempo, la
técnica, el tratamiento de las enfermedades orgánicas o psíquicas,
la planificación sociológica, estriban en conocimientos científicos.
Así pues, tanto en la enseñanza como en la vida social, se orienta
nuestro interés ante todo a las realidades que son susceptibles de
cálculo y utilización. Nos parece que en este terreno se obtienen
resultados positivos. Esta mentalidad va junta con una manera
de pensar, llamada positiva, que puede fomentar el desarrollo de
personalidades equilibradas e íntegras, honestas en el trato con
-sus semejantes y en el trato con Dios. Pero en cuanto este modo
de considerar la realidad comienza a eliminar cualquier otra pers-
pectiva, el espíritu del hombre se achica y encoge y ya sólo se in-
teresa por lo calculable y utilizable. Este peligro nos amenaza a
todos. Se deja a un lado la conciencia de misterio que está pre-
sente en todo, la reverencia ante la profundidad de las cosas. La
actitud científica en cuanto tal no se ha de discutir. Newton, el
gran fundador de la física, comparaba su trabajo al juego de un
niño a orillas del mar. El niño se entretiene con conchas y piedre-
cillas, mientras a su lado brama el océano inmenso. Hasta tal
punto estaba él convencido de que trabajaba en el misterio infinito
de Dios. Ni las ciencias positivas ni la técnica se oponen necesa-
riamente a la conciencia de misterio. Al contrario.
427
Pero, de hecho, nuestra capacidad de reconocer el misterio se
ha debilitado Las consecuencias se hacen sentir hasta en la ense-
ñanza de la religión, como lo muestra claramente la estrechez con
que se viene entendiendo la palabra «misterio», desde hace un si-
glo más o menos. Algunos de nosotros tal vez recuerden aún lo que
oyeron en la escuela a este respecto El concepto de «misterio de
fe» se solía explicar según esta mentalidad hay verdades reve-
ladas por Dios, que, desgraciadamente, no son aun evidentes para
nuestra razón, cuya comprensión nos será posible más tarde. Los
misterios de la fe eran para ellos como líneas que desaparecían tras
una cortina Cuando se corra la cortina y logremos plena inteli-
gencia, se aquietará nuestro corazón Tal concepción convierte en
enigma lo que es misterio de fe, hace de él un problema sin resol-
ver, una suma inacabada, que no nos dejan descanso mientras no
tengamos la solución o el resultado final Los enigmas y proble-
mas — que también se llaman a veces secretos y misterios — se
pueden resolver en principio por medio de la inteligencia y la apli-
cación la distancia de una estrella, la estructura de la materia, el
esclarecimiento de un crimen, la capacidad de un empleado, el se-
creto que guarda una persona taciturna Pero el gran misterio es
algo totalmente distinto
¿ Dónde lo buscaremos ? El misterio habita en nuestra propia
casa Los seres que viven en derredor nuestro hombres, animales
y plantas y hasta los objetos inanimados, constituyen un misterio
que aumenta a medida que comprendemos su ser con mayor pro-
fundidad Mi propio pensamiento, mi sensibilidad, mi yo, mi vo-
luntad y la vida de todos los otros, son cosas que yo no puedo
comprender cabalmente y a medida que la ciencia esclarece algunos
de sus aspectos, nos deja más admirados aún al ver que todo esto
es y existe, y que es así Y a medida que una realidad se nos ma-
nifiesta como unidad viviente, aumenta en ella la sensación de
misterio
Ahora bien, ¿qué significa esto para nosotros' El hombre que
trabaja el día entero en la técnica, la administración, o en un
puesto directivo, propende a considerar la realidad como algo ma-
nejable y calculable, aunque se le presenten problemas sumamente
complicados Pero, cuando vuelve a casa y saluda y besa a su
mujer, hay algo entre los dos que ni se puede someter a cálculo,
ni lo admite Y cuantos menos misterios y secretos haya entre
ambos, cuanto mas sean una cosa, tanto mayor es el misterio.
Hay allí algo que no se puede encerrar en líneas el hombre vi-
viente ¿ Es esto inquietante' ¿ Suscita sentimientos de extrañeza
o distancia ' N o , al contrario esto es mucho más normal y fami-
liar de lo que creemos Ninguno piensa «Eres para mi un gran
misterio», se dicen cosas muy sencillas «Tienes buen aspecto»,
428
o : «Hoy pareces cansada», o: «Hoy vienes muy tarde». El marido
y la mujer no se paran 1 a cavilar que el otro es un «yo» viviente.
Este «yo» viviente está delante, como una presencia, un calor que
lo hace todo diferente y lo familiariza todo. Los misterios (o se-
cretos) que otro nos oculta, tal vez puedan inquietarnos: este
misterio que alguien encierra para nosotros, nos proporciona ale-
gría. Nos encontramos con algo que es más grande que nosotros
mismos, algo para lo que hemos sido creados.
Los misterios de fe son expresiones que se nos han dado para
denominar lo inefable, que se revela en cada persona y en cada
cosa. Por ellos reconoce el creyente que el misterio de la existen- 47.48
cia es un misterio de benevolencia y seguridad, de la vida y la 477-478
luz que nos inundarán, el misterio del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo (con lo que indicamos los cuatro grandes misterios
de nuestra fe: la Trinidad, la encarnación, la gracia y la visión
de Dios). Nos encontramos con la realidad para la que hemos
sido creados y que será para nosotros tanto más misteriosa cuan-
to más familiarmente se nos revele. La palabra «misterio», que es
griega, significaba originalmente algo que sólo se revelaba a los
iniciados (mystai) y se ocultaba a los «profanos», a los de fuera.
Al tomar contacto con el misterio columbramos algo de los se-
cretos íntimos de Dios, algo de la la paz a que aspira nuestra más
profunda nostalgia.
429
propia vida, se aprende a admirar, a conmoverse, a creer, dar y
servir: a entregarse a Dios y a los hombres. Sólo entonces se
encuentra la fuente de la vida.
430
a redentor. Nunca es Él tan claramente la manifestación de Dios
como cuando perdona. El evangelio está repleto de tales narracio-
nes: el paralítico que bajan por el techo, la mujer que le unge los 112
pies en casa del fariseo, el ladrón sobre la cruz. Jesús ve en todos
los hombres su verdadera miseria: el pecado. Las más antiguas
palabras del Nuevo Testamento ponen su muerte atroz en relación
con nuestra maldad: «Murió por nuestros pecados» (1 Cor 15, 3). 203
Lo que es pecado 43
La revelación cristiana afirma sobre el mal que el fallo humano
no consiste en el falso encuadramiento de un ser no libre en el
orden universal —como enseña el marxismo—, sino en la mala 264-266
voluntad de un ser libre. El mal no es tampoco en último término
la imperfección de un ser libre, que puede ser corregida por el
entendimiento y la aplicación —como sugiere el budismo—; sino 33
la aversión, en su sentido de apartamiento, de los hombres y de
Dios, que el hombre no puede por sí mismo reparar. La maldad
fundamental no estriba tampoco en la transgresión de una fría
ley suprema — como la concibe el islam —, sino en la violación de 262
un amor personal. No se trata, por fin, únicamente de un delito o
falta contra el hombre — como enseña el humanismo —, sino tam- 263
bien, y siempre, de una ofensa a nuestro creador y redentor. Todo
esto se encierra en la palabra cristiana «pecado». El pecado es,
pues, una ofensa libremente cometida contra el amor humano y
divino, que el hombre no puede reparar. Hemos citado las cuatro
maneras de concebir el mal, de acuerdo con las cuatro ideologías
que les sirven de base: una mera imperfección en el proceso de
evolución, una actitud errónea que el hombre puede corregir
por sus propias fuerzas, una pura transgresión de la ley y un
perjuicio irrogado al hombre solamente; estas concepciones no son
falsas. El pecado contiene mucho de servidumbre e impotencia;
.pero es también una provocación constante a la propia superación.
El pecado daña al hombre, pero es también transgresión de una
ley divina. Mas con todo eso no se ha dicho aún lo esencial: el 364
pecado es la negación del amor a los otros y al otro (Dios). Todo
pecado real tiene algo de esta negación.
431
434 El que peca, trata de lograr algo contra el amor a Dios y al
prójimo. Se quebranta, de un modo u otro, el orden del amor. Esto
no quiere decir que se busque sola y exclusivamente el mal. En
todo pecado se busca también algo que no es de suyo malo. El que
ataca o desbanca injustamente a otro, acaso busque campo más
ancho para el desenvolvimiento de su propia persona, cosa que
en sí misma no es mala. Lo malo está en que busca la expansión
propia a costa de los derechos que el otro tiene a la misma expan-
sión. La que convive con el marido de otra mujer, contra el derecho
de la otra y contra su propia conciencia, no por eso quiere la pura
maldad. Sin embargo, peca.
Esta mezcla de bien es la razón por la que con frecuencia
comprendemos muy bien que alguien llegue a pecar. A veces pue-
de ser una excusa. Pero nos hace ver también claramente lo
que de destructor tiene el pecado, pues abusa de algo verdadero,
de algo bueno, de algo que viene de Dios. Sólo se puede pecar con
lo que es bueno en uno mismo o en el otro. El pecador se busca a
sí mismo sin tener en cuenta al todo, sin tener en cuenta a Dios.
432
golpes en la frente y dice: «¿ Cómo pude yo hacer tal cosa ?» Y es-
to quiere decir que no había por qué hacerlo. El bien se puede
comprender; está en orden y armonía con Dios y con los hombres.
El pecado es un desorden y una desarmonía. Por eso no se puede
hacer el mal con tanto conocimiento y conciencia como el bien.
Sólo queda el «yo»: El pecado es un círculo del que no es posible
salir, sino confesando sinceramente: «Yo lo he hecho.»
Sí, lo he hecho yo, pero no yo solo. Hay un contagio por los
pecados de los otros. De ello hablaremos en el capítulo sobre «El
poder del pecado». Por el pecado del mundo nos hallamos en una 249-260
situación en la que no sólo influye sobre nosotros el bien, sino
también el mal de la humanidad. En nuestro pecado personal se
revela el pecado del mundo; pero si es pecado real, no por eso de-
ja de ser mal nuestro (en el último capítulo nos ocuparemos de 470-477
nuevo del misterio de la iniquidad).
433
concentre en la acción en sí misma, y no se atienda a la actitud
128 del corazón, que es — según las palabras de Jesús — la verdadera
fuente del pecado (Me 7, 14-23).
Esta delimitación tan precisa tiene además otro inconveniente
relacionado también con el que acabamos de señalar: se describe
como pecado los hechos aislados, que se pueden definir y contar
y se ha prestado mucha menos atención a la actitud de vida, que
se delata en una serie de actos y en la conducta general. Se habla-
ba de dejar la misa del domingo, pero apenas se decía nada de la
290 indiferencia g-lacial, que puede ser causa — y consecuencia— de
308 dejar la misa.
Lo que acabamos de decir, significa, en definitiva, que no se
puede decir con tanto rigor cuándo una acción es pecado grave, o
no. Indudablemente, algunas acciones exteriores son claro indicio
de una actitud interior seriamente desordenada. El hecho de que
la Iglesia califique determinadas acciones como pecado grave, sig-
nifica que en ellas entran en juego importantes valores humanos
y cristianos. Algunas de ellas son tan patentemente malas, que su
maldad salta a los ojos de cualquiera: homicidio, adulterio, calum-
nia grave, blasfemia deliberada, negación de ayuda en peligro de
muerte, etc. Pero, aun en estos casos, la maldad radica en último
término en la disposición interior.
Aversión a Dios
Esta disposición interior significa en el pecado grave la ruptu-
ra con Dios, tal como le encontramos en nuestros prójimos y en
nuestra conciencia. Lina ruptura grave con Dios. Ahora bien, esta
ruptura no se da solamente cuando se le odia, sino también cuan-
do se deniega algo esencial para la fidelidad y para el amor. Así
fijémonos en el matrimonio, un hombre puede ofender gravemente
a su mujer no sólo por el odio, sino también por la infidelidad en
432 algo que es parte esencial de su amor.
No hay que pensar demasiado aprisa que se ha cometido tal
pecado. Un verdadero pecado grave no es una fruslería. El que
hace de fruslerías pecados graves, termina haciendo, de pecados
graves, fruslerías. San Alfonso de Ligorio lo dijo una vez así:
«Si se te mete un elefante en tu cuarto, tienes que verlo por fuer-
za.» No se comete un pecado mortal por equivocación. Pero tam-
bién se puede caer en el extremo contrario, es decir, estar tan
convencido de la propia santidad, que no se advierte siquiera su
efectiva maldad. Se pueden cumplir de la manera más puntual,
con escrupuloso cuidado, los más pequeños mandamientos, reglas
y reglamentos, y violar el gran mandamiento cristiano de la cari-
dad y bondad con nuestro prójimo. A esto llama Jesús «colar un
434
mosquito y tragarse un camello». Hay que leer atentamente el
capítulo 25 (v. 31ss) del evangelio de san Mateo para ver en qué
dirección van las ideas de Jesús.
EL PERDÓN
435
Por este Espíritu viene el perdón a nosotros. La liturgia del lunes
de Pentecostés dice aún más explícitamente sobre el Espíritu: «Él
mismo es la remisión de todos los pecados.»
Perdón y reparación
Nosotros creemos que nuestros pecados son borrados realmente
por la redención en Cristo. El «perdón», por ende, no quiere decir
que sigamos siendo malos, pero que, a causa de Cristo, Dios no se
fija ya en nuestros pecados. Quedamos en verdad renovados.
Pero aquí surge un problema, sobre el que a veces pasamos
ligeramente de largo. El pecado ocasiona daños. A nosotros. A los
demás. Pensemos en uno que, con sus calumnias, ha destruido irre-
parablemente la reputación de su prójimo. La Iglesia le perdona
en nombre de Cristo.
Pero el daño continúa. El buen nombre está lesionado. El pe-
cado continúa obrando. ¿Podemos decir entonces realmente que el
pecado ha sido borrado ? El núcleo del pecado, sí: la obstinación
contra Dios y contra el prójimo. El hombre se ha convertido por
obra del Espíritu de Dios. H a tomado de nuevo la buena dirección.
Con ello comienza también la reparación de las consecuencias
del pecado. Lo primero que hace falta para el arrepentimiento y el
perdón es: procurar separar la culpa. Esta reparación es a veces
perfectamente posible, por ejemplo, si se trata de un robo. En una
situación tan amarga como la antes descrita, resulta imposible; el
culpable arrepentido deberá reparar de otra manera, por ejemplo,
mediante obras buenas. También se despertará en él el deseo de
sufrir algo por el mal hecho: hacer penitencia. Todas estas cosas
436
han recibido nombres varios en la tradición penitencial de la Igle-
sia : reparación del daño ocasionado, restitución, obras buenas, cum-
plimiento de la penitencia, purificación del reato temporal de las
culpas en el purgatorio.
(En tiempos antiguos, una penitencia impuesta por el pecado
podía permutarse por una obra buena de utilidad. En lugar de em-
prender una peregrinación a Jerusalén, se construía, por ejemplo,
un puente para los viajeros. Una práctica más antigua consistía
en que parte de la penitencia eclesiástica fuera perdonada o remi-
tida por la pasión de un mártir —una especie de sustitución—, y
éste es el origen de las indulgencias. Así pues, una obra buena
sustituía la penitencia [y posteriormente también las «penas tem-
porales» del pecado]. La diferencia de gravedad se suplía «por el
tesoro de los méritos de los santos», que la Iglesia impetraba de
Dios. Estas prácticas están anticuadas, pero permanece la inspi-
ración de la fe que las animaba: que la Iglesia quiere ofrecer, con
la mayor magnificencia, las riquezas del perdón de Cristo, y nos-
otros, por nuestra parte, ponemos en práctica nuestra buena dis-
posición haciendo algo bueno.)
La máxima reparación del mal es la vida en sí misma con su
término, la muerte, por la que «somos bautizados con el bautismo
con e\ que fue bautizado Jesús». El buen ladrón clamado en \a
cruz al lado de Jesús reparó así su vida entera por la gracia de
Cristo.
Esto no quiere decir que podamos pensar a la ligera, que todo
queda arreglado como automáticamente, por el perdón de la Igle-
sia. El perdón r\o sólo significa un gran alivio. Se nos ha devuelto
a la gracia de Dios, pero esta devolución significa a la par el co-
mienzo de una lucha al lado de Jesús, contra el rastro de mal que
nuestro pecado y el ajeno han dejado tras sí.
Lo que no debemos nunca olvidar es que, por obra de Jesús, el
bien se ha hecho más poderoso que el mal. El perdón —incluso
nuestro propósito de reparación — significa realmente redención,
renovación, nueva creación, y ello en largo crecimiento de años,
que toman sesgo distinto al que nosotros nos habíamos imaginado.
Tal vez hubiéramos creído que nuestro adelantamiento iba a con-
sistir en que desapareciera nuestra irascibilidad; y lo que quizás
ocurre es que adquirimos un nuevo estilo de modestia y cordiali-
dad — aun sin darnos cuenta de ello — mientras nuestros arreba-
tos siguen los mismos. La convicción de que, gracias a Jesús, el
bien es más fuerte que el mal, nos preservará d« vivir abrumados
por el peso del pecado y de la culpa. La alegría, la serenidad y
hasta cierta despreocupación deben ser ingredientes de nuestra
vida, si realmente vivimos y trabajamos con el Espíritu de Dios,
que es remisión de todos los pecados.
437
La Iglesia, cauce del perdón
La comunidad de la Iglesia es el lugar donde el perdón de Dios
es suceso vivo. A ella le fue otorgado el poder de perdonar peca-
dos. Todo lo que nos hace más «Iglesia», más «unos con otros»,
por Cristo, es fuente de perdón. Los intentos de reparar el daño
causado, de los que antes hemos hablado, son caminos de perdón,
278 porque nos unen más. Cuando marido y mujer o dos colegas arre-
glan un asunto entre sí, Jesús está entre ellos y les da su Espíritu
de perdón. Esta reconciliación fomenta la comunión eclesial. (Tam-
239-240 bien es justo pensar que, aun donde no se invoca el nombre de
Cristo, una reconciliación sincera será capaz de crear algo de co-
munión según su Espíritu). Restablecer así la ruptura de una
comunidad puede costar sangre y sudores. Pero no se concibe que
Dios nos perdone, si nosotros no perdonamos a los demás. Jesús
123 lo dice con toda claridad en el sermón de la montaña. Nos exige
que dejemos nuestra ofrenda delante del altar, caso de que tenga-
mos que reconciliarnos con nuestro hermano (Mt 5, 23-24). Y en
el padrenuestro pedimos al Padre que nos perdone nuestras deu-
das, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. En el
breve rito de reconciliación que abre la misa, confesamos en públi-
co nuestros pecados y los confesamos los unos a los otros. La
común audición del evangelio opera el perdón: «Por las palabras
del evangelio queden borradas nuestras faltas.» La participación
en la eucaristía, liturgia comunitaria por excelencia, es también
fuente de perdón en grado sumo. Y no es azar que el sacramento
que abre el acceso a la comunidad de la Iglesia — el bautismo —
223-226 sea al tiempo el baño regenerador que lava los pecados.
El sacramento de la penitencia
Pero el signo del perdón en nuestra vida cristiana es el sacra-
mento de la penitencia. Aunque no es independiente de la mutua
reconciliación y de los otros modos de perdón en la Iglesia. Es su
culminación.
¿Por qué se da este signo? Porque los sacramentos configuran
todas las grandes realidades de nuestra vida: nacimiento, creci-
miento, unión del hombre y la mujer, vocación, comidas y enfer-
medad. El pecado es también una de esas grandes realidades.
Y también aquí nos ha dado el Señor un signo de su presencia y
proximidad. En este sacramento nos sale al encuentro con su vir-
tud curativa.
Ésta es, pues, la primera razón por la que es bueno confesar-
se: porque el Señor dio a su Iglesia el poder de perdonar en su
nombre. Que podamos confesarnos es algo grande y admirable.
438
Además de reconciliarnos con los hombres, damos forma expre-
sa a nuestra reconciliación con Él. Pues todo fallo en la misión
de nuestra vida ofende también al que la creó y redimió. Por eso
es tan conveniente que pidamos y obtengamos expresamente su
perdón.
Otra razón que nos lleva a confesarnos estriba en nuestra in-
capacidad para restablecer por nosotros mismos las relaciones per-
turbadas entre nosotros y Dios o entre nosotros y el prójimo. No 255
podemos hacerlo por nosotros mismos. El sacramento de la peni-
tencia es también un signo eficaz del poder de Dios, que perdona
y restablece.
Es muy significativo que todo esto se haga en la Iglesia por
medio de un sacramento. En efecto, todo pecado grave rompe la
unión con la comunidad de la gracia, la Iglesia. Y un pecado me-
nos grave daña esta comunión, pues en lo que de nosotros depende,
la hacemos menos santa. Así pues, el perdón de los pecados signi-
fica también un restablecimiento de la unión interior con esta
comunidad de gracia. Éste es incluso el significado primordial del
sacramento: restablecimiento de la unión con la comunidad del Es-
píritu, la Iglesia.
Todas las razones que acabamos de mentar tienen validez so-
bre todo cuando uno es consciente de haber cometido un pecado
grave; esta culpa ha roto la unión con la Iglesia y la amistad con
Dios, de forma que no se puede comulgar. Para poder acercarse a 440
la mesa del Señor es preciso que medie la reconciliación en forma
explícita por medio de la confesión.
Así pues, en el perdón cristiano de los pecados la comunidad
de la Iglesia desempeña un papel irremplazable. A ella le fue dado
el poder: «A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados.»
Por este poder, los apóstoles y sus sucesores poseen una particu-
larísima plenitud del Espíritu Santo, aunque no en favor propio,
pues ningún sacerdote puede absolverse a sí mismo. Los ministros 345
de este sacramento son los obispos y sacerdotes. 344
439
también robo), cuando se habían cometido en público y ocasiona-
do, por tanto, grave escándalo. Los otros pecados se perdonaban
por la mutua reconciliación, por la oración, la penitencia privada,
buenas obras, etc. Pero el que había cometido públicamente alguno
de los tres pecados citados, tenía que confesarlos al obispo, y era
declarado oficialmente «penitente». Tenía que hacer penitencia
pública y no podía ser admitido a la comunión. La absolución se
impartía el jueves santo. Ésta solamente se podía recibir una vez
en la vida. Y si alguno recaía, se consideraba esto como señal de
que la primera conversión no había sido sincera. El deber de hacer
penitencia subsistía a menudo aun después del perdón.
Hacia el año 600, bajo la influencia de los monjes orientales e
irlandeses, se introdujo la costumbre de confesar también los pe-
cados ocultos. La absolución se daba en estos casos inmediatamen-
te después de la confesión; no era pública ni se impartía un día
determinado del año. La penitencia — que ahora tenía lugar des-
pués de la absolución— no se cumplía tampoco en público, sino
en privado; además se podía recibir muchas veces el sacramento
de la penitencia. Esta forma «moderna» del sacramento pone bien
de manifiesto la verdad cristiana de que todos somos pecadores,
y no sólo los asesinos y adúlteros. En conjunto representa un pro-
greso. En esta forma recibimos aún nosotros el sacramento de la
penitencia como regalo pascual de Cristo a su Iglesia.
Frecuencia de la confesión-
Hay numerosas ocasiones, tanto dentro de la liturgia como en
137-158 la vida privada, en las que es muy conveniente recibir el sacra-
mento de la penitencia: pascua, navidad, vísperas de contraer ma-
trimonio, o antes de emprender un trabajo importante. (En la cons-
trucción de algunas catedrales se convino que sólo trabajaran los
obreros que estaban en gracia de Dios. ¿ Por qué no aplicar esta
regla al trabajo en la construcción de nuestra sociedad?) Hay ra-
zón señalada para confesarse cuando se tiene conciencia clara de
culpa, concretamente si se ha cometido algún pecado grave. Si no
se quiere permanecer en él, la señal más segura de nuestro arre-
pentimiento y del perdón de Dios es una sincera confesión, que
podrá ser difícil, pero es liberadora (a la confesión debe acom-
pañar, naturalmente, el firme propósito de reparar el mal hecho
al prójimo). La Iglesia manda que quien ha cometido un pecado
grave se abstenga de comulgar (de participar en la comunión con
Cristo y con ella) mientras no se haya confesado. En el caso de
que la conversión interior y exterior hubiera comenzado a operar
243-246 la reconciliación con Cristo y la Iglesia, el signo de la Iglesia de
Cristo debe completar esta reconciliación.
440
Muchos gustan de recibir a menudo el sacramento de la peniten-
cia. Si se hace por escrúpulos, no es de aconsejar. Si es por deseo
de encontrarnos con Cristo, como autor del perdón, la frecuente
confesión cae de lleno dentro del mensaje evangélico. Sin embar-
go, no hay que obligar a ello a personas particulares ni a co-
munidades religiosas; sobre todo ahora que nos damos cuenta con
mayor claridad que antes, que hay en la iglesia otras formas de
perdonar los pecados.
La confesión
Confesamos nuestros pecados al sacerdote. Y esto no ha sido
nunca fácil. Como la confesión de los pecados en el confesonario
441
es una de las pocas cosas en la vida que no podemos aprender por
imitación; mucha gente se atiene toda la vida al esquema que
aprendieron de niños: una lista de faltas, enumeradas con detalle.
Mejor es describir en pocas palabras la actitud fundamental y
culpable y una o varias de las faltas más graves que de ella se
derivan. La confesión no es suficiente si nos limitamos a decir sin
ulteriores precisiones: «He pecado.» Porque se trata de acusarnos
de nuestros pecados personales.
Pero ¿qué razón de ser tiene la confesión? ¿No bastaría una
oración a Dios en el silencio de nuestra intimidad? Porque sólo
podemos reconciliarnos con Dios por medio de la reconciliación
con la Iglesia, que es fuente del perdón. El Señor confió el poder
de perdonar a la Iglesia jerárquica. Y el hombre está hecho de
tal manera, que siente la necesidad de confesar su propia culpa,
aunque, llegado el momento, le cueste.
No es menester decir en la confesión todos los pecados. Expre-
samente sólo hay que confesar en términos generales el pecado
grave, y no es preciso bajar a pormenores. A veces se formulará
incluso mal lo que se quiere decir. Si se indica al sacerdote que
no se hallan las palabras exactas, ello es ya un comienzo de confe-
sión. Entonces la cosa suele ser más lisa de lo que uno había temido.
El confesor no debe limitarse a escuchar pasivamente. En cier-
to sentido desempeña también una función judicial; pero el mejor
modo de ejercerla no consiste en preguntar más allá de lo que el
penitente quiere confesar. Es el mismo penitente quien debe deci-
dir. Pero el confesor aprovechará la ocasión para corregir ciertas
ideas falsas, por ejemplo, la de que Dios no se preocupa más que
de las faltas contra la castidad y de que se guarde la abstinencia
del viernes; puede llamar discretamente la atención del penitente
sobre las exigencias evangélicas de bondad, caridad y oración. No
hemos de contentarnos con cualquier confesor, y podemos buscar
hasta hallar uno que nos convenga.
La penitencia
Después de oir nuestra- confesión, el confesor impone una pe-
nitencia. Por lo general, suele ser ligera y sin proporción con la
falta, pues estamos convencidos de que la gracia de Cristo es so-
breabundante. Cristo ha pagado por nuestros pecados, por nos-
otros. (Véase lo que dijimos ya antes sobre la reparación del
mal cometido.) Sin embargo, la penitencia no debe convertirse en
caricatura: tres padrenuestros no es penitencia apropiada. Por un
pecado de detracción se puede mandar decir algo que deshaga la
mala impresión. En caso de adulterio oculto, procurar a la mujer
engañada alguna gran alegría. Se puede aconsejar también la lec-
442
tura de algún capítulo de la Biblia acomodado a la confesión, por
ejemplo, el sermón de la montaña.
A veces tendrá el confesor la sensación de que no puede exigir
cosas difíciles ni hablar mucho. La confesión parecerá entonces
pobre, pero esta pobreza dice bien con la rutina de nuestros dia-
rios pecados. Sin embargo, no estaría bien que un confesor toma-
ra eso como regla y menos como ideal. El sacramento de la peni-
tencia no debe convertirse en rutina.
La absolución
La absolución se imparte con las palabras: «Yo te absuelvo de
tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu San-
to.» Es la aplicación inmediata de las palabras de Jesús: «A quie-
nes perdonéis los pecados, les serán perdonados.» Por eso se dice
con autoridad: «.Yo te absuelvo de tus pecados.» Es claro que
nadie tiene de sí esta autoridad. Por boca del sacerdote habla el 349-350
Espíritu de Dios.
Contrición (o arrepentimiento)
Todo el rito de la penitencia carecerá de sentido para quien no
se arrepienta, para quien no se convierta interiormente. Desde la
venida de Cristo, sabemos lo que es arrepentirse. La contrición
es algo más que modorra moral, angustia, malestar o amargura,
y más también que la conciencia de haber hecho algo desordenado. 364
Es la intuición de haber violado algo del amor de Dios. He vio- 430
lado algo que no me pertenecía totalmente, he ofendido a alguien
que me ama. Cabe lamentarse de algo aun sin fe; pero no cabe
tener contrición de ello. En la contrición entran la confianza en el
perdón, la certeza de la misericordia de Dios, el deseo de la recon-
ciliación por los signos de la Iglesia de Dios.
Si nuestra lucha contra el pecado dura mucho tiempo sin re-
sultados aparentes, ello no indica de suyo que nuestro arrepenti-
miento no haya sido auténtico. Puede ser que nos espere un largo
proceso de crecimiento, que hayamos de aguardar a la hora de la
gracia, o a practicar unas virtudes que no son las que hemos pe-
dido en nuestra oración. En todos nuestros fallos podemos estar
ciertos de que Dios no apaga la mecha humeante ni rompe la caña
cascada.
Una vez que Jesús fue convidado a comer en casa del fariseo
Simón, habló del poder del bien sobre el mal hecho:
443
cadora que había en la ciudad, al saber que él estaba comiendo en
la casa del fariseo, llevó consigo un frasco de alabastro lleno -de
perfume, y, poniéndose detrás de él, a sus pies, y llorando comenzó
a bañárselos con lágrimas; y con sus propios cabellos se los iba
secando; luego los besaba y los ungía con el perfume.
» Viendo esto el fariseo que lo había invitado, se decía para sí:
"Si éste fuera [el] profeta, sabría quién y qué clase de mujer es
ésta que le está tocando: ¡ Es una pecadora!"
«Entonces tomó Jesús la palabra y le dijo: "Simón, tengo que
decirte una cosa." Y él contestó: "Pues dímela, Maestro." "Cier-
to prestamista tenía dos deudores: el uno le debía quinientos de-
narios; y el otro, cincuenta. Como no podían pagarle, a los dos les
perdonó la deuda. ¿Cuál, pues, de ellos lo amará m á s ? " Simón le
respondió: "Supongo que aquel a quien más perdonó." Entonces
él le dijo: "Bien has juzgado."
»Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves esta mu-
j e r ? Cuando entré en tu casa, no me diste agua para los pies;
ella, en cambio, me los ha bañado con lágrimas y me los ha seca-
do con sus cabellos. No me diste un beso; ella, en cambio, desde
que entré, no ha cesado de besarme los pies. No me ungiste la
cabeza con aceite; ella, en cambio, ha ungido mis pies con perfume.
Por lo cual, yo te lo digo, le quedan perdonados sus pecados, sus
muchos pecados, porque ha amado mucho. Pero aquel a quien
poco se le perdona, es que ama poco." Luego le dijo a ella: "Per-
donados te quedan tus pecados." Y comenzaron a decir entre sí
los comensales: "¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?"
Pero él dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado; vete en paz"»
(Le 7, 36-50).
444
PARTE QUINTA
EL, TÉRMINO DEL, CAMINO
LAS POSTRIMERÍAS
La esperanza inextirpable
Nunca encontrará un hombre, ni dará en su vida bastante amor,
verdad, libertad, belleza, bondad y alegría. Vivimos continuamente
tensos hacia un nuevo «mañana». El hombre no sabe de límites. En
esto estriba el más fuerte resorte para toda vida y progreso: vi-
vimos con la mira puesta en algo último y definitivo.
Esto es maravilloso: la esperanza existe. Esperanza en una
humanidad más humana, en un estado perfecto o simplemente en
un futuro mejor. Es sorprendente, pues lo último que nos aguarda
sin posible subterfugio, es el oscuro agujero de la muerte. Y sin
embargo, la vida entera del hombre — aun del que no cree en
otra vida y explica teóricamente la esperanza como consecuencia
del miedo— está impregnada de fe en el progreso y de esperanza.
Y es que la vidla es más fuerte que las teorías. Una intuición inex-
tirpable alienta en nosotros, no tanto en nuestro pensar cuanto en
nuestro mismo obrar.
Entretanto, nos sobrecoge con la misma fuerza la inexorable
certeza de la muerte forzosa. La misma vida nos va ofreciendo el
anticipado amargor de la muerte: un doloroso desengaño, un amor
que se enfría, la soledad, las enfermedades, son mensajeros y 465
hasta comienzo de la muerte, como las telarañas de julio son ya
un signo del otoño venidero.
El atardecer de la vida
El indicio más claro del fin es la vejez. Nuestra vida se incli-
na entonces terriblemente hacia la tierra. El cuerpo se debilita, la
cabeza también; los contactos humanos son más difíciles, y ya ni
se cuenta con uno. Sin haber gustado plenamente la vida, se en-
cuentra uno tocando a su término. Precisamente en el momento
447
en que se llega a conocer la vida, a comprenderla y a gozarla, co-
menzamos a salir de ella.
393 El atardecer de la vida representa una gran tarea humana. Exi-
ge la postrera madurez del hombre. El anciano está en condiciones,
precisamente por su edad, de desprenderse de todo fanatismo, ce-
rrazón en un grupo o ideología — aunque no siempre sucede así —
y reconocer en todas las cosas lo profundo y permanente: el hom-
bre. Para un hombre así, Cristo no es ya tanto el caudillo de una
ideología, de un modo de ver el mundo, cuanto el salvador de los
hombres en lo que realmente son: pasajeros e impotentes salvados
por amor. Esta madurez y esta mirada de bondad hacen a menu-
do que un viejo irradie más fuerza y esperanza que en toda su
vida anterior. Las voces pesimistas que criticaron la elección papal
de un viejo como Juan x x m , hubieron de enmudecer pronto ante
la paz y alegría que su humanidad irradiaba en torno suyo.
La grandeza de la ancianidad sólo en ocasiones se hace visible,
escondida entre las pequeñas y grandes preocupaciones y moles-
tias que los años traen consigo. Y aun eso, sólo se dará en quienes
aprendieron en su vida a hallar su propia felicidad en la felicidad
388 de los demás. Los demás, que están en todo el vigor de la vida,
serán para estos viejos otras tantas fuentes de alegría y satisfac-
ción en estos momentos. El que así es capaz de vivir, trasciende
su propia pequenez y se hace hambre grande. (Si alguna vez tiene
sentido la palabra «mortificación», es aquí: en esta plenitud de
vida, en el vivir en los otros.) Estos hombres no imponen, pero
donde ellos viven, hay paz. Que tal actitud se dé precisamente
en edad avanzada es, sin duda, un indicio de que la muerte no
desemboca en la fría nada, sino en un amor mayor.
La enfermedad
Otro ataque a la vida es la enfermedad. A veces nos sentimos
por ella al margen de la vida. Parece como si se nos escurriera de
282-286 las manos todo lo que llenaba la vida: el contacto con los hombres
306 y las cosas. Y hasta el contacto con Dios. Nuestra idea de Dios se
corresponde con una vida normal y sana. Y ahora, al no tener sa-
lud, es como si el mismo Dios se hubiese alejado de nosotros. Se
siente uno abandonado. Se vive en una fe, desnuda y austera.
Por otra parte, una enfermedad puede traernos también una
nueva actitud frente a las cosas, a los hombres e incluso frente a
4-5 Dios, precisamente porque nos hallamos al margen de la vida.
Nos olvidamos demasiado de visitar a los enfermos. Acaso haya
algo en el hombre sano que se rebela contra la vista de la enfer-
medad. Mas el evangelio toma tan en serio esta atención (Mt 25,
36-43) que realmente sorprende lo raro que es que no se acuse
448
nadie en la confesión de no haber visitado a un amigo enfermo
o de haberlo aplazado demasiado tiempo.
Constituirá para nosotros una experiencia singular, cuando en
un momento dado nos sobrecoja el presentimiento: «Ésta puede
ser mi última enfermedad.»
449
Jamás se administra a los que, sin estar enfermos, se encuentran
en peligro de muerte (un condenado, por ejemplo). P a r a éstos, los
signos bajo los cuales viene a ellos el Señor, son la confesión y
la eucaristía. Como los demás sacramentos, también el de la unción
de los enfermos tiene una relación íntima con la eucaristía. De
ahí que, después de la santa unción, reciba el enfermo la sa-
grada eucaristía. Esta comunión, última de la vida, se llama viático,
es decir, provisión para el viaje.
m-i73
L a
236-238 «vierte
El mejor obsequio que un moribundo puede dejar a los demás,
son las muestras de su amor y de su esperanza. Muestras de amor
y de esperanza son a su vez lo mejor que pueden darle sus fami-
liares y amigos. Esto se hace a menudo con palabras, a veces sólo
con la fiel presencia. Al acercarse ya el momento de la muerte,
los familiares pueden rezar en voz alta algunos trozos de la «reco-
mendación del alma». También pueden llamar a un sacerdote para
que la rece con ellos. Después de expirar, se rezará la conclusión:
«Venid, santos de Dios; salidle al encuentro, ángeles del Señor.
Tomadlo y conducidlo ante la presencia del Altísimo.»
Con estas esperanzadas palabras se despiden los cristianos de
sus muertos. El hombre terreno que conocimos y que amamos no
se mueve ya, ya no habla, ya no existe. Las formas de su cuerpo se
conservan aún por breve tiempo: figura vacía, que pronto des-
aparecerá también. El hombre retorna a la tierra, como una hoja
9 de otoño, como un animal.
Un misterio insoportable, al que ningún corazón humano se acos-
tumbrará jamás. La muerte es extraña al hombre.
La muerte es radical. No sólo mueren los brazos, las piernas,
el tronco, la cabeza. No, todo el hombre es presa de la muerte.
En esto tienen razón los que niegan la pervivencia después de
la muerte: el morir significa el fin del hombre entero, tal como
lo hemos conocido.
Nuestro corazón rodea a la muerte de respeto. El silencio se
nos impone ante ella. El morir es un misterio. Ni siquiera el
marxista, para quien el espíritu debería ser sólo un producto
secundario de las células, cree que deba arrojarse sin más un
cadáver. También él respeta la muerte. Los hombres nos paramos
reverentes ante esa negra puerta, como ante un misterio. Así lo
sienten intuitivamente todos los hombres.
450
La escritura y el poder de Dios
Ahora bien, antes de proclamar la buena nueva que Cristo nos
ha traído sobre este misterio, vamos a comenzar por una pregunta
muy humana. ¿ No queda realmente nada del hombre ? ¿ Desaparece
la persona por completo? ¿Se cortan radicalmente el amor y la in-
teligencia, el fruto de toda una vida cuando muere el hombre ?
N o ; el calor y la luz que dimanan de él, continúan actuando en
los otros.
Es maravilloso cómo, aun después de su muerte, puede seguir
un hombre ejerciendo su influjo. Y el influjo más amplio es el de
una buena vida. Una vida buena prolonga sus efectos, aun mucho
después de borrarse el recuerdo de la figura y nombre de la per-
sona buena. En la vida del joven de hoy, pervive el que hizo bien
a sus padres o abuelos. Las ideas y la bondad de miles y miles de
muertos perviven e influyen en la humanidad de hoy. Los muertos
están entre nosotros.
Pero — objetará alguien — eso no es la persona misma. Sin
embargo, tal supervivencia es más personal de lo que a menudo
nos imaginamos. ¿ Hay algo más personal y propio en el hom-
bre que la fuerza de su amor y la claridad de su inteligencia?
Así se ve, de forma señera, en la vida de Jesús de Nazaret
Su espíritu no se ha extinguido con su muerte y su entierro. Al
contrario, su humanidad, su palabra, su poder de despertar y sa-
cudir las conciencias siguen actuando en el mundo. Su influjo es 187-188
más hondo y universal que el del más ilustre de nuestros contem-
poráneos. Su muerte no parece contar. Mientras las personas de
nuestros tatarabuelos son ya como sombras para nosotros, la per-
sona de Jesús conserva sus perfiles claros y precisos.
Pero aún se podría seguir alegando que, por muy «personal» que
sea este efecto sobre los otros, no es el hombre quien pervive. ¿ Se
ha extinguido, pues, el «yo» del hombre?
Veámoslo una vez más en Jesucristo. Jesús no es admirado
como algo lejano, al igual que Sócrates o, más cerca de nosotros,
Rembrandt, Velazquez o Madame Curie. Le hablamos y le amamos. 145-146
Cuando lo recordamos en la liturgia, está Él mismo entre nosotros. 328-330
Por ahí reconocemos que vive, en el más pleno sentido de la
palabra. Por eso es tan profundo su influjo sobre la humanidad;
por su espíritu está Él mismo presente. Entre nosotros está exhor-
tándonos, fortaleciéndonos y consolándonos.
Esta fe en la resurrección del Señor es el meollo de la buena
nueva, que proclamamos en este libro. Nadie que crea en esta
buena nueva, tiene ya razón para decir que aún no se conoce el
caso de uno que haya regresado de entre los muertos. Nosotros
creemos que el Señor se mostró vivo después de su muerte. En
451
medio del misterio de destrucción, es decir, la muerte, se ha ma-
203-204 nifestado Dios. He ahí la razón por la que creemos y esperamos
que la vida es más fuerte que la muerte. No sólo respecto de Cris-
to, primogénito de entre los muertos. Todos los que Él reconoce
por suyos, lo seguirán un día. El hombre no está destinado a pe-
recer como cualquier animal.
Resucitarán
Tal es la promesa. Pero si nos preguntamos «cómo» es esta
vida después de la muerte, advertiremos que la Escritura habla
generalmente de la resurrección del hombre entero, con cuerpo
y alma.
Pero ¿ tiene lugar ya ahora y no más tarde esta resurrección ?
¿Dónde están, pues, nuestros queridos difuntos, inmediatamente
después de la muerte? La Biblia no entra en esta cuestión. La Es-
452
critura no tiene ,1a intención de informarnos puntualmente sobre
«cómo» ha de ser esta vida. Lo que ella quiere proclamar, es que
Dios llamará a los muertos a su seno. Pero no desciende a precisio-
nes sobre la forma en que el hombre vive en Dios después de la
muerte. Y, sin embargo, nuestro corazón no cesa de plantearse esta
pregunta.
No hace aún mucho tiempo se buscaba una solución en la idea
de la muerte como separación del «alma» y el «cuerpo». Después de
la muerte, se decían, continúa viviendo el alma separada del cuer-
po, mientras el cuerpo se disuelve en pura materia; en el juicio
final, los cuerpos saldrán de nuevo de la tierra. Esta idea tan clara
obedecía al intento sincero de explicar lo que dice la Escritura.
Esto mismo queremos expresar aquí; pero lo haremos en forma
un tanto distinta, por las razones que exponemos a continuación.
Esto no implica un cambio en la fe, sino otro modo de interpretar
la misma fe. ¿ Por qué ? Porque la misma Sagrada Escritura no
concibe nunca el alma como existente fuera de la materia, sin el
cuerpo. Tampoco el hombre moderno es capaz de hacerlo. Lo que
uno es, depende hasta punto tal de su cuerpo, que no podemos ima-
ginar un «yo», una persona, sin estrecha vinculación a su cuerpo. 6-7
Examinemos sin prejuicios las palabras de la Biblia. ¿Qué se
dice en ella ? De Jesús leemos que fye resucitado. De los difuntos,
que serán todos vueltos a la vida (1 Cor 15, 22). Se durmieron en
el Señor (ibid., v. 6). Están también las palabras de Jesús al buen
ladrón sobre la cruz: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le 22,
43). Pablo habla de «ir a vivir con el Señor», (2 Cor 5, 8).
Algunas veces emplea Jesús la palabra «alma». «No tengáis miedo
a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla» (Mt 10,
28); pero, en sus labios, «alma» no se refiere al espíritu del
hombre, separado de la materia y existente fuera de ella. Como
en otros pasajes de la Biblia, significa más bien la vida, el núcleo
vital del hombre entero, cuerpo y espíritu. El Señor quiere decir
con estas palabras que, después de la muerte, puede salvarse algo,
lo peculiar del hombre. Este «algo» no es el cadáver que deja-
mos ; pero Jesús no dice tampoco que ese algo no tenga vinculación
alguna con un nuevo cuerpo. El lenguaje bíblico no conoce un
alma humana incorpórea.
Ahora bien, ¿ cómo hemos de entender estas palabras bíblicas ?
Hablan de «hoy», mas esto no se refiere a una existencia total-
mente incorpórea. Pero la Escritura dice también que vivirán.
¿ Qué quiere decir esto con relación a nuestros difuntos ? Que
podemos sospechar que, de hecho, «hoy» ha empezado ya algo,
pero no sin que el cuerpo tenga parte en ello. Es decir, que la vida
después de la muerte es ya algo asi coma la resurrección del nue-
vo cuerpo. Este cuerpo de resurrección no se compone de las mo-
453
léculas disueltas en la tierra; volveremos a tratar de ello. Comienza
457-458 a despertar un hombre nuevo.
Sobre lo demás tenemos que callar. Nada sabemos de cómo
será esto. Tampoco podemos decir en qué relación está este «es-
perando la resurrección» con nuestro tiempo y espacio. Debemos
pensar simultáneamente en un «hoy» y en un futuro. Esto resulta
incomprensible para nosotros y es bueno que no podamos medir la
grandeza de la promesa de Dios. Es bueno que aprendamos a vivir
en la firme esperanza de la resurrección y al tiempo en la igno-
rancia de cómo ha de cumplirse. Pero entonces ¿ cómo hablar de
ello ? Atengámonos a las palabras de la Escritura: «Se han dormi-
do. Serán de nuevo vivificados. Han entrado en la morada del
Señor.» Aguardan. Están para resucitar. Comienzan a vivir en
Dios. Tales palabras reproducen el mensaje de Dios. Así se lo
podemos decir también a los niños.
454
bres buenos de todo linaje, pertenecen a la comunidad humana, a
la comunidad de la Iglesia. La Iglesia sabe que todos los que viven
en Dios están unidos con nosotros.
En esta unión le corresponde a María un puesto particular. 80
Para empezar, no queremos sentar una «teoría», sino expresar ante
todo un hecho de experiencia: en la cristiandad de oriente y oc-
cidente, nadie — a excepción, naturalmente, de Cristo — está tan
presente como ella entre nosotros, hasta en nuestras casas. No
primeramente por los iconos con sus grandes ojos expresivos, ni
por las imágenes de suave sonrisa, sino porque se la invoca, y por
la certidumbre de que Dios acoge las oraciones dirigidas a ella.
También — aunque no sea cosa esencial, sino favor de adeha-
la— porque se aparece en determinados lugares en los que se
manifiestan luego características realmente evangélicas: paz, cu-
raciones, conversiones (Lourdes, por ejemplo). La Iglesia ha reco- 192
nocido a menudo expresa y oficialmente, que lo que en tales lugares
ha sucedido y sucede, es digno de crédito, aunque tal reconoci-
miento no tiene carácter de decisión infalible. Y lo que es más
importante: la Iglesia entera siente tan hondamente en su fe y
conciencia la gloria de María, que ha dicho expresamente (ahora
con definición dogmática) que María ha resucitado ya en cuerpo
y alma. De los demás difuntos decimos que resucitarán, que están
en camino de la resurrección. De María confesamos que ha sido
ya glorificada, aun cuando su gloria, exactame'nte como la de
Cristo, sólo será perfecta cuando toda la humanidad esté con-
gregada.
Así como Cristo realiza su resurrección en medio de nosotros
por su presencia poderosa y eficaz en la vida del mundo, otro
tanto podemos decir de la gloria de María y su «asunción a los
cielos». Ello quiere decir que está más presente en el mundo que
ninguna otra mujer. En Cleopatra se piensa a lo sumo; a María
se la invoca. Es la mujer que está más presente y cercana de
nosotros. No debemos imaginar lejos de nosotros a Cristo resuci-
tado y a María asunta en el cielo, al nuevo Adán y a la nueva
Eva de la humanidad, como si el cielo fuera un inmenso salón,
por el que flotan almas innúmeras, y sólo dos puestos están ocu-
pados físicamente. N o ; nada de esto podemos ni debemos imaginar
con categorías de tiempo y espacio. Aquí, sobre la tierra, pode-
mos sentir la presencia de Cristo y de María si llevamos una
vida conforme al espíritu de Cristo y nos dirigimos a ellos en
nuestra oración.
Lo mismo hay que decir de los otros difuntos. Algunos santos
y bienaventurados manifiestan su presencia más intensamente que
otros. ¿Nos permitirá pensar esto en un «estar más adelantado
en la resurrección» ?
455
¿ Qué podemos hacer por los difuntos ? La purificación
Consideremos ahora una cuestión muy humana. ¿ Podemos ha-
cer algo por los difuntos? Lo primero que hace la Iglesia —es
decir, nosotros— por los difuntos, es rogar por ellos. Se rezan
oraciones particularmente emotivas al despedirnos del cuerpo de un
difunto. Esta despedida tiene lugar generalmente en forma de
sepelio; aunque puede también hacerse por cremación. El adiós
de los cristianos a sus difuntos va acompañado de la santa misa,
memorial de la muerte de Cristo sobre la cruz. ¡ Cuánto consuelo
humano y qué divina certeza emana del prefacio de la misa de
difuntos! En Cristo nuestro Señor «brilla la esperanza de una feliz
resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos
consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de
los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al des-
hacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna
en el cielo».
Es lástima que no sea ya costumbre que los parientes, amigos
o vecinos lleven en sus hombros el cadáver a la sepultura. Por lo
menos deben acompañarle. Junto a la sepultura se rezan las últi-
mas oraciones para consuelo de los que quedan y petición a Dios
por los que se han ido.
El orar por los difuntos es una tradición antigua en la Igle-
sia. ¿Tiene esto alguna utilidad? La tiene, porque aunque el hom-
bre muera en gracia, siempre queda en él mucha indiferencia, im-
perfección y tibieza. ¿ Nos gustaría 'encontrar a nuestros hermanos
en el paraíso con los mismos defectos que tuvieron aquí ? Hay
mucho que purificar, mucho egoísmo que limpiar. La purificación
viene por la muerte. Morir significa también morir al pecado. Es
236-238 el bautismo de la muerte con Cristo, que completa el bautismo de
agua. El reverso de este morir — así lo cree la Iglesia — pue-
de ser esta purificación, la total y definitiva conversión a la luz de
Dios. ¿Cuánto tiempo dura? Una vez más hemos de decir que se
desarrolla fuera de nuestro tiempo. No podemos fijar lugar ni
tiempo. Pero, pensando al modo humano, consideramos como «di-
funto» a alguien durante cierto tiempo. En este tiempo rogamos
especialmente por él. La misma vida se encarga de determinar los
meses o años que dura esto.
456
invisible y fomentaban la oración por los difuntos. Por lo que hace
a estas representaciones sensibles, tendremos que volver a la so-
i briedad de la Iglesia primitiva y considerar la purificación como
v un aspecto de la muerte. No debemos independizarla ni hacer de
ella una «postrimería» aparte. Sobre todo porque la Sagrada Es-
critura apenas habla de ella. En el libro segundo de los Macabeos
(12, 43-46) se habla de un sacrificio ofrecido por los pecados de
los caídos, que esperaban la resurrección. Este sacrificio es con-
siderado allí como signo de la fe en la resurrección. Es un gesto
natural también para nosotros, que creemos en la resurrección de
aquellos que nos han precedido en la muerte.
457
Otro tanto acontece con las descripciones bíblicas del fin del
mundo: pintan las catástrofes y calamidades de todos los tiempos,
el terror de las guerras y hasta catástrofes en nuestro sistema
solar. Y en medio de ello resuena el mensaje de que ni aun en-
tonces — entonces menos que nunca — abandona Dios al hombre.
«Cuando comience a suceder todo esto, tened ánimo y levantad la
cabeza, porque vuestra liberación se acerca» (Le 21, 28). Esto
quieren decir las espantosas escenas de los libros de los profetas,
evangelios y apocalipsis, para todos los tiempos. No pretenden
describir con precisión cómo habrá de ser el fin del mundo, sino
hacernos «palpar» el curso y consumación de la historia, es decir,
enseñarnos que suceda lo que sucediere, se impondrá la victoria
de Dios. Son un mensaje de consuelo en los horrores de todas las
épocas, incluida la era atómica.
160 Jesús nos exhorta a que nos volvamos a Él, siempre y en
cualquiera circunstancia, a que estemos vigilantes ante todo en la
fe (Le 18, 8) y en amor (Mt 24, 12). No indica fechas precisas.
44-46 Pero el hecho de que la Escritura atestigüe tan firmemente que la
315-316 historia de los hombres tiene en su totalidad sentido y fin, nos da a
entender que tendrá también una consumación en su totalidad. Dios
hará con la historia lo que hizo con la vida de Jesús.
Entonces serán resucitados todos los hombres a imitación del
Señor. El nuevo nacimiento se habrá consumado. La Biblia des-
cribe con magníficas imágenes cómo saldrán los muertos de la tie-
rra. Naturalmente, esto no quiere decir que vuelvan a juntarse
de nuevo las moléculas de las que anteriormente estaba compuesto
nuestro cuerpo. No se trata, en efecto, de rehacer nuestro cuerpo
terreno. (Por lo demás, ¿qué son «nuestras» moléculas? Éstas
cambian sin cesar. De los elementos que constituyen el cuerpo del
niño, apenas si queda algo en el cuerpo del adulto.) Se trata de la
consumación de nuestro cuerpo espiritual. De ello habla el apóstol
Pablo extensamente y con vivas imágenes en la primera carta a los
corintios (15, 31-50). Pablo nos hace ver que no debemos imaginar
la resurrección como un retorno de la carne y sangre perecede-
ras. Nuestro cuerpo actual es como un esbozo del verdadero. «Se
siembra en corrupción, se resucita en incorrupción; se siembra
en vileza, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se re-
sucita en fortaleza. Se siembra cuerpo puramente humano, se
resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42-44). No se trata, pues,
de este cuerpo biológico, sino del cuerpo que vivirá en la «nueva
creación». La imagen bíblica de los muertos que se levantan del
sepulcro, quiere decir que seremos nosotros mismos los que vivi-
remos. A la vez los mismos y distintos. También Jesús era des-
pués de su resurrección el mismo y, sin embargo, distinto. Los após-
178 toles sabían que era el Señor, pero tardaban en reconocerle.
458
El jmcio 104 105
La reprobación
Jesús habla de la posibilidad de que el hombre se condene eter-
namente, de un «castigo eterno» (Mt 25, 48). Se puede entender
esto equivocadamente, como sucedería si alguien creyera, por ejem-
plo, que cae sobre el condenado una desgracia y hasta una injus-
ticia, como puede acontecer con un castigo terreno Nos enten-
deremos mejor si llamamos a esto «pecado eterno». El estado de
fría repulsa a Dios se ha hecho eterno. Dios, el amor, la bondad,
Cristo, la comunidad, se han apartado de alguien. Y sin embargo,
había sido creado por Dios en gracia de todas estas cosas. Una
dislocación total el pecado ha alcanzado su expresión definitiva. 434-435
459
El hombre se ha cerrado definitivamente en sí mismo: ya no tiene
contacto con Dios ni con el prójimo. Éste es el castigo eterno,
la «segunda muerte» (Ap 20, 14).
La Escritura expsesa esto con palabras horribles: tinieblas,
rechinar de dientes, llanto, fuego. Pero no es riecesario entender
estas imágenes como una descripción material. Sin embargo, sirven
muy bien para expresar el horror de haber perdido la finalidad de
la propia existencia.
A veces se piensa que el infierno es incompatible con el amor
de Dios. Pero precisamente los que han sentido más profundamen-
te el amor de Dios, han creído en el infierno. Jesús mismo, por
ejemplo. Jesús no dice nada acerca del número de los condena-
dos ; pero al ser preguntado sobre ello, exigió con la mayor serie-
dad que siguiéramos el camino que lleva a la vida. Cada uno tiene
104-ios que decidirse, él mismo y no otro. La advertencia de Cristo es
un beneficio para nosotros.
También los santos creyeron en la existencia del infierno, sin
ver en ella una contradicción con el amor y la misericordia de Dios.
Para el que ha endurecido su corazón, el suave calor del amor
divino se convierte en fuego de amargos remordimientos. En las
catedrales de la edad media se halla a veces una representación
del juicio final: la condenación consiste en que Jesús muestra al
condenado sus cinco llagas. Aunque sin palabras, quiere decir:
Mira lo que he hecho por ti. ¿Qué más podía haber hecho?
Teresa de Lisieux se consolaba con el pensamiento de la jus-
ticia de Dios: nadie está allí que no debiera estar. Es el hombre
quien se arroja a él deliberadamente. No nos atrevamos a juzgar
lo que no podemos entender. No nos hagamos un Dios a nuestra me-
dida. Creamos en Él, tal como se nos ha manifestado en Jesús. En
Jesús vemos el extremo a que llegó el amor del Padre; pero de su
boca oímos también estas palabras: «No tengáis miedo a los que
matan el cuerpo; que al alma no pueden matarla. Temed más a
quien tiene poder para hacer que perezcan cuerpo y alma en la
gehenna» (Mt 10, 28).
Tampoco debemos ocultar a los niños esta posibilidad de la re-
probación. Pero sería equivocado amenazarlos con el infierno como
si pudieran ya ser condenados a él. El aviso de Jesús se refiere
a los adultos empedernidos. Y su intención, su saludable intención,
es despertar el horror a lo malo, el deseo de todo lo que hace
bueno al hombre y la confianza en el que es el camino hacia la vida.
La nueva creación
«Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni el corazón humano ima-
ginó, eso preparó Dios para los que le aman» (1 Cor 2, 9). Estas
460
palabras de san Pablo se aducen a menudo al hablar de la gloria
eterna en Dios. Pero, por sorprendente que sea, hablan en primer
término de nuestra vida de fe sobre la tierra. La paz, el perdón,
la unión con Cristo, he ahí el comienzo del cielo. Algo de esta
eterna alegría brilla ya aquí en medio de los cuidados y angustias
de la vida De modo pleno florecerá en el paraíso que tenía ya
Dios ante los ojos al crearnos «el reino que para vosotros está
preparado desde la creación del mundo» (Mt 25, 34).
461
nuestro interés son limitados. Distinguir y conocer a un gran nú-
mero de personas nos cansa y las posibilidades de entablar contacto
disminuyen en proporción al número. Esta imperfección va ligada
a nuestra actual situación en la tierra. Sin embargo, ya en la tierra
vemos que un hombre se despliega con mayor riqueza, cuanto más
se abre y más bueno es para otros. A veces, un solo hombre es
capaz de mostrar tanto o más interés por muchos que otros por
uno solo. En la nueva creación — así lo esperamos y así nos lo
muestra Cristo — viviremos en una humanidad para la que no exis-
tirá el número muerto, ni la masa innominada. Esto vale sobre
452 todo, naturalmente, para el amor de Dios. Para Él, nadie es un
número. «Al que venza le daré una piedrecilla blanca, y sobre
esta piedrecilla habrá escrito un nombre nuevo, que nadie conoce,
sino el que lo recibe» (Ap 2, 17).
«No vi santuario en ella; porque su santuario es el Señor, Dios
todopoderoso y el Cordero» (Ap 21, 22). Él — e l infinito, el sen-
cillo, el siempre nuevo — lo será todo en todos. Una inefable
unidad sobrepujará la confusa multiplicidad. La presencia de Dios
en todas las cosas y en todos los hombres será para nosotros luz
y fuerza viva, de suerte que, para hallarle, no será menester ni
templo ni iglesia.
Las páginas de la Escritura que más por extenso se ocupan
de la vida eterna, se hallan en el Apocalipsis. Este libro contiene
las ardientes esperanzas escatológicas de los primeros cristianos
y puede inflamar también nuestra esperanza, sin que por ello haya-
mos de creernos obligados a entender cada frase por separado. En
las palabras de este libro misterioso retornan las imágenes con
que los profetas describieron la salvación que había de venir a
Israel; imágenes paradisíacas que expresan la presencia miseri-
cordiosa de Dios, por ejemplo, en los últimos capítulos del libro
de Isaías. Animados por la Escritura, podemos ver también nos-
otros el mundo que nos rodea y nuestra propia vida en manos
de Dios, para poder imaginarnos la promesa. Principalmente los
momentos en los que el hombre se siente como renovado, feliz,
como inmerso en un misterio de dicha: la música, la primavera,
una ciudad iluminada por la noche, la seguridad de un niño cuan-
do su madre le enjuga las lágrimas, el amor del hombre y la
mujer, la paz y el consuelo de la oración, la liberación de un
gran peligro, la intimidad de una comida entre amigos.
462
¿ No podríamos concluir de esta propiedad que caracteriza toda
la actuación de Dios, que nuestra vida terrestre y nuestro trabajo
terreno ejercen su influencia en la nueva creación ? Sabemos en
todo caso que la cosecha de amor en el mundo es recogida, no
se pierde. ¡ Y no podemos s"uponer que también seguirán operan-
do dentro de la eternidad de Dios las formas en que se manifestó
el amor: ideas creadoras, verdad, belleza, tratos y experiencias
humanas ?
Nosotros, hombres de este tiempo, persuadidos de que el pro- 336-337
greso del mundo, realizado por nosotros, es la obra creadora de
Dios, osamos conjeturar que la vida y el trabajo de nuestra histo-
ria serán no precisamente destruidos, sino renovados en la nueva
creación. El que Mozart haya vivido y compuesto, es cosa que no
se puede hacer reversible. Que yo he vivido con alguien que me
cuidaba, que ayudé a alguien o él a mi, son hechos que no se
pueden anular. Mucho más, por ende, el hecho de que fui esposa de
mi marido y madre de mis hijos. De las palabras de Jesús cabe
deducir, desde luego, que en el cielo no habrá procreación, ni
siquiera la exclusividad propia ahora del matrimonio; pero esto
no quiere decir que no haya de persistir, y hasta subir de pun-
to, el amor que unió a los casados. La predilección del evangelio
por el amor fraterno nos lleva a suponer que las relaciones entre
padres e hijos, entre todos los hombres, serán más fraternales.
Algo de esto se inicia ya en la tierra, por ejemplo, cuando los niños
se hacen mayores.
¿ Se puede decir algo sobre la edad de los cuerpos resucitados ?
No sabemos nada. Pero podemos suponer que nada de la gracia
de un hombre o mujer se perderá. Alguien ha dicho que retorna-
ríamos a la edad en que fuimos más felices. ¿O no será eso de la
«edad» un concepto demasiado terreno? Sencillamente, no lo sa-
bemos. «Morir a los cien años, es morir joven», dice el profeta
Isaías (Is 65, 20). Pero ¿cómo será eso de no morir siquiera? Ni
-tan sólo deberíamos preguntarlo, si no es, como lo hace el profeta,
con el fin de animarnos.
463
L o que n o se puede p e n s a r de esta plenitud de vida es que
p u e d a ser a b u r r i d a , u n a leyenda medieval c u e n t a de un m o n j e
que se p r e g u n t a b a si la e t e r n i d a d no s e r i a a b u r r i d a . A b s o r t o en sus
p e n s a m i e n t o s , se m a r c h ó al bosque, donde oyó c a n t a r a u n r u i s e -
ñor. E s c u c h a b a el c a n t o ensimismado. A l cabo de u n a h o r a (creía
él) se volvió al m o n a s t e r i o , p e r o nadie le conocía. D i j o su n o m -
b r e y el del a b a d ; p e r o nadie los r e c o r d a b a . C o n s u l t a r o n , p o r fin,
las c r ó n i c a s y se c o m p r o b ó que h a b í a n p a s a d o mil años d e s d e q u e
se había ido a p a s e a r al bosqueí M i e n t r a s escuchaba el c a n t o del
r u i s e ñ o r , se había p a r a d o el tiempo.
T a m b i é n el h o m b r e m o d e r n o e x p e r i m e n t a a l g o p a r e c i d o . C u a n d o
vive, a d m i r a o a m a i n t e n s a m e n t e , n o siente p a s a r las h o r a s . U n
g u s t a r a n t i c i p a d a m e n t e la e t e r n i d a d , u n a paz sin ocaso.
464
Aquel a quien la Biblia llene así el corazón de gozo y espe-
ranza, experimentará siempre uno de los elementos constitutivos
de la dicha celestial: la liberación. Porque toda la gloria que
describe la Biblia, se destaca siempre sobre un fondo de tinieblas.
Es salvación, dolor vencido, enjugar de lágrimas. Y esto vale
especialmente para la alegría que sigue al día del calvario: las
apariciones de pascua. Éstas son, en forma especial, signos que
nos hacen recordar el paraíso. Jesús es en nuestro' nombre el
primer liberado, el primogénito de la nueva creación. Pero es tam-
bién Redentor en nombre de Dios. ¡ Y de qué manera tan humana!
Él llama a sus amigos por su nombre. Esta atención y esta
delicadeza están colmadas por la promesa de que la salud no 272
consistirá en adormecer la personalidad humana por toda la éter- 479
nidad, sino en hacerla brillar a la luz del Dios vivo.
Vivir en la esperanza
¿ Se trata en todas estas consideraciones sólo de nuestro futu-
ro ? No. ¡ Pablo nos recuerda que por el bautismo nos unimos ya
con Cristo resucitado, y así, en cierto sentido, hemos muerto y 235
resucitado i «Aspirad a lo de arriba, no a lo de la tierra, pues 332
habéis muerto, y vuestra vida está oculta, juntamente con Cristo,
en Dios» (Col 3, 2-3).
Esta nueva vida en nosotros nació al morir nosotros con Cris-
to. Este pensamiento es consolador, pues quiere decir que esta vida
es más fuerte que la muerte, una vida que sale de la muerte. Y lo
mismo podemos decir también de la «muerte parcial», que nos
asedia sin cesar en nuestra vida diaria: desengaños, fracasos, en-
fermedades y despedidas. También este diario morir, si se acepta
con espíritu de Cristo, está lleno de esperanza. Por el poder de
Dios, cada uno de nuestros fracasos encierra un germen de re-
surrección, una fecundidad inicial, para' nosotros mismos y para
los demás.
Este sentir de la nueva creación está ya en nosotros, puede 393
a veces inundarnos como una luz de gozo y confianza. Pero pue-
de también llenarnos de reverencia ante nuestra propia santidad,
una santidad que el Espíritu nos otorga ya ahora. Mirad k> que
dice san Pablo contra el pecado de lujuria: «Huid de la fornica-
ción. Los demás pecados que el hombre comete quedan fuera del
cuerpo; pero el que comete fornicación, peca contra su propio cuer-
po. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo
que está en vosotros?» (1 Cor 6, 18-19).
Esta fe en la gloria que comienza a manifestarse, no debe des-
pojar al mundo de su realidad ni dar a nuestra existencia la apa-
riencia de irreal. Así entenderíamos mal el mensaje divino. Éste
465
336 quiere precisamente hacernos sentir la importancia y seriedad de
la vida, no menos que su esperanza. Tal mensaje nos dice: la
vida tiene un sentido, está en manos de Dios y todo lo que hacemos
tiene importancia para este mundo y para la nueva creación. Éste
es el sentido más profundo del imperativo del apóstol: «Aspirad
a lo de arriba». San Pablo afirma también que nuestra vida está
396-397 abierta a un futuro, que es bella y merece nuestra confianza. En
los momentos tranquilos y sosegados de la vida, puede embargar-
nos de pronto la profunda certeza de que esta creación está desti-
nada a una gloria eterna. Entonces no necesitamos evocar cosas
y personas, como hicimos antes, para ver en ellas los signos de la
461-463 promesa de Dios. Por su misma existencia comienzan a decirnos: lo
que Dios ha comenzado en nosotros, lo llevará a su fin. Las flores
sobre la mesa, la mano que estrechamos, el valor de un mori-
bundo, la fe del misionero, la despreocupación del niño — todo
lo que existe de bueno nos habla con su mera presencia de un
destino inefable, de una esperanza, seguridad y salvación en Dios,
siquiera hayamos de pasar por el aniquilamiento.
En otros momentos menos excepcionales, esta esperanza se
cifrará en la confianza de que no todo es vano. Y aun cuando
sobrecoja al creyente un sentimiento de absurdo, de vacio o de
184 angustia, esta esperanza quedará intacta en su núcleo. La his-
toria de la pasión nos hace ver que esta esperanza no se había
extinguido ni aun en el momento en que gritó Jesús: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Pablo escribe a los romanos:
466
esperando lo que no vemos, con constancia y con ansia lo
aguardamos» (Rom 8, 18-25).
DIOS
467
*• m «Él nos ha creado» (Sal 100)
336
La primera experiencia religiosa de Israel es que Dios, por su
44 soberano poder, se ocupaba de su pueblo. Dios como salvador.
Y únicamente más tarde, al descubrir un mundo más vasto, llega
el pueblo a la experiencia de que todo ha salido de las manos de
este Dios liberador de su pueblo. Es el Dios creador, que canta
45-46 magníficamente el poema de la creación del primer capítulo del
Génesis.
Cuanto más se dilata el mundo, tanto más se dilata también nues-
tra idea de Dios. Las nebulosas y los años de luz, las bacterias y
las partículas nucleares, las profundidades del psiquismo y los
procesos biológicos que descubrimos, todo ello dilata cada vez
más nuestra idea del incomprensible poder creador de Dios. Y par-
ticularmente por haber tomado conciencia del fenómeno de la
9-13 evolución, llegamos a ver ahora de modo nuevo su gloria y magni-
ficencia. Esta «evolución» del universo se descubre a nuestra vista
y pasa a formar parte de la experiencia de nuestra vida. No se
había prestado excesiva atención a una verdad, proclamada desde
siempre, que ahora comprendemos con mayor claridad, a saber,
que Dios no tanto ha creado el mundo, cuando lo está creando
465 continuamente. La bella imagen bíblica de Dios que plasma el ba-
rro, no debe inducirnos a pensar que, después de creado, pueda
Dios abandonar el mundo a sí mismo. Crear no quiere decir hacer
algo como hacemos los hombres nuestras obras. El carpintero hace
un armario y se va, o el poeta crea, se muere, y su poema sigue
viviendo. Si Dios, hablando a lo humano, suspendiera por un
momento su poder creador, todo lo que existe retornaría a la nada.
Ser Dios creador quiere decir que todo lo que existe depende
actualmente de Él, que todo está colgado de sus dedos. Para com-
prender lo que significa «Dios creador» no es necesario pensar en
252-254 los comienzos, sino en el presente y en el futuro. Dios está ope-
rando ahora mismo la consumación.
La expresión «en el principio» que abre la Sagrada Escritura
(Gen 1, 1) y que abre también el mensaje de Cristo en el evange-
lio de san Juan, no es tanto una indicación cronológica, cuanto
indicación de un orden y de un origen. Indica el «origen», la
«fuente»; proclama que Dios es primero y comienzo en todo, pues
como dice Ruisbroquio (Ruysbroek), es causa, fuente y origen de
todas las cosas.
468
«Cuanto dista el cielo de la tierra»
Trascendencia de Dios
Desde el principio, desde los días en que sólo se conocía el
poder soberano de Dios como Salvador, •el mensaje bíblico procla-
maba que Dios no es parte de este mundo. Por primera vez se
definía correctamente la relación de Dios para con el mundo. Dios
no se pierde en el mundo, no es absorbido por él. Es lo que se
llama la trascendencia de Dios. Dios es trascendente, es decir,
se eleva por encima de todo lo creado.
El pensamiento humano tiende a veces a negar la trascendencia
de Dios. Esta tendencia se llama panteísmo. Este mundo en sí
mismo es considerado a veces como un poder divino; pero siempre
se une tan estrechamente a Dios y al mundo, que Dios no aparece
ya como el Uno y Simple, que puede existir sin el mundo. Lo
falso en el panteísmo no es lo que dice, sino lo que ignora. El pan-
teísmo enseña que este mundo está lleno de Dios, y está bien tener
cada vez más clara conciencia de ello. Pero niega a la vez que
Dios sea independiente de este mundo. La revelación bíblica co-
rrigió desde el principio esta falsa idea de Dios.
469
«Israel, hijo mía.» Inmanencia de Dios
La Escritura no habla sólo de la lejanía inaccesible de Dios;
más frecuentemente aún habla de su cercanía. «No está lejos de
cada uno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y somos»
(Act 17, 28). Su poder y su amor sostienen el universo. Esta pre-
sencia de Dios en todas las cosas se llama inmanencia. La inte-
ligencia humana no puede sondear la profundidad de esta pre-
sencia, como tampoco puede penetrar el misterio de su lejanía.
Y a medida que va creciendo nuestro conocimiento del mundo,
también la idea que nos formamos de esta presencia va tomando
un carácter más propio de nuestro tiempo. Antiguamente se pro-
pendía a ver la acción de Dios en fenómenos para los cuales no
se podía aducir una causa de orden natural. Se sabía teóricamen-
te, sin duda, que Dios obra en todas sus criaturas, pero se sentía
sobre todo su presencia cuando acontecían cosas ínexplicadas,
por ejemplo, al estallar una súbita tormenta, o propagarse una
enfermedad contagiosa. Se le veía más en lo extraordinario que
en el curso normal de las cosas; más en la bendición dada al en-
fermo que en la acción del médico. Hoy nos vemos obligados a
sentir su presencia principalmente en los conocimientos técnicos
468 del médico. No a su lado; no como si guiara su mano o le insu-
flara ideas, sino en el mismo médico que no se ve privado de su
personalidad. Cuanto más sea una criatura lo que debe ser, tanto
107-108 más actúa Dios en ella. Cuando Dios obra, no deja de lado a sus
278 criaturas, sino que las hace más conformes a sí mismas, y al
hombre al que más.
La Escritura no habla de esta inmanencia de Dios en términos
filosóficos; pero cada una de sus páginas nos dice: estoy a tu
lado, suceda lo que sucediere. Ya hemos visto cómo fue precisa-
mente el Dios protector el que primero brilló a los ojos del pue-
blo de Israel. Comenzó con su presencia familiar. Y así continúa.
En el cautiverio de Babilonia se dio cuenta el pueblo, con cre-
ciente claridad, de la grandeza de su Dios, y de que las naciones
eran ante Él como «granito de polvo en la balanza» (Is 40, 15),
y entonces precisamente les dice: «Porque yo soy el Señor, tu
Dios, que te tomo por la mano, y te digo: no temas, que yo soy
el que te socorro. No temas, Jacob, pobre gusanillo; no tienes
que temer, Israel, pobre larva. Yo soy tu auxilio, dice el Señor,
y el santo de Israel es el redentor tuyo» (Is 41, 13-14).
Y también a nosotros nos dice, una y otra vez, que no está
lejos de cada uno de nosotros. Lo sorprendente no es que tras-
cienda todo lo creado, sino que, en su trascendencia, no abandone
su solicitud por lo más pequeño.
470
Pura verdad-
Estás dos líneas conceptuales j u n t a m e n t e nos llevan al c e n t r o 37
luminoso en q u e brilla la revelación de Dios en t o d a s u p u r e z a .
Dios distinto del m u n d o y a la vez h o n d u r a del m u n d o . Dios in-
dependiente del h o m b r e y a la vez asociado al h o m b r e .
L a inteligencia h u m a n a reconoce su impotencia a n t e este m i s -
t e r i o que a u n a la t r a s c e n d e n c i a y l a i n m a n e n c i a de D i o s . P e r o esta
revelación d e s c u b r e a los ojos del c r e y e n t e toda la g r a n d e z a de
Dios. P a r a el e n t e n d i m i e n t o h u m a n o s e r í a c i e r t a m e n t e o b v i o p e n -
s a r que Dios se confunde con el m u n d o ( p a n t e í s m o ) , o concebirlo,
al c o n t r a r i o , c o m o alejado de n o s o t r o s ( d e í s m o ) ; p e r o l a afirma-
ción de su c e r c a n í a en la lejanía y d e su l e j a n í a en la c e r c a n í a
confiere a la revelación esa tensión, esa j u s t e z a conceptual que
hacen p e n s a r al h o m b r e : aquí ha h a b l a d o Dios. N u e s t r o c o r a z ó n
se dilata en este m i s t e r i o insondable que cae fuera de las f r o n t e -
r a s de n u e s t r o p e n s a m i e n t o . A q u í e n c u e n t r a el h o m b r e p a z y ale- 37
g r í a , pues p a r a este D i o s h a sido h e c h o . 427-430
471
esta parte? Y aun la parte que le toca al pecado cometido por el
hombre ¿se puede separar por completo de la acción de Aquel que
lo tiene todo en su mano ?
Antes de acometer seriamente esta cuestión, hemos de aclarar
un punto: al afirmar que cada cosa particular y cada aconteci-
miento en cuanto tales proceden enteramente de Dios, tal como
ellos son, afirmamos más de lo que podemos saber por la fe. Nos
forjamos nuestra propia idea de la omnipotencia de Dios en cuan-
to acumulamos simplemente todo lo que podemos imaginar y afir-
mamos luego: la omnipotencia de Dios consiste en poder hacer
todo esto. Pero en "realidad no hemos hecho más que construir
— perdónese la expresión— un «robot» perfecto en el cielo con
los elementos de nuestras propias ideas. Luego podemos, natural-
mente, echar la cuenta exacta de lo que Dios ha dejado de hacer,
y decir de dónde viene toda la miseria del mundo.
Pero ¿por dónde sabemos realmente que Dios es omnipotente
de la manera que nosotros nos imaginamos? Tal vez sea su omni-
potencia más inaprehensible, más maravillosa — más omnipotente
precisamente — de lo que nosotros podemos imaginar.
Partiendo de la revelación divina, podemos decir, sin duda, que
el todo viene de Dios; pero esto no es decir que podamos atribuir
completamente a su actividad cada acontecimiento en concreto.
Los hombres y las cosas tienen también su actividad propia, van
en cierto sentido por su propio camino. Y éste puede ser torcido,
un camino que, en sí mismo, se aparta del todo, una actividad, por
tanto, por la que los hombres y cosas, tomados en sí mismos, no
llegan a ser completamente «ellos mismos» (es decir, ni ocupan
de hecho el lugar, ni se comportan del modo que les haría buenos
en el todo). En consecuencia, no están tomados en sí mismos, com-
pletamente llenos, inundados por Dios. Por eso, hablando de un
crimen o de una catástrofe no podemos decir sin más: esto viene
de Dios. El dolor y el mal, como tales, van contra el todo, y, por
ende, contra el designio de Dios. En ellos nos encontramos con lo
que no es Dios. (Es extraordinariamente difícil reflexionar sobre
el mal, porque tiene un grado y una especie de realidad que no
son las del bien. El mal no puede existir por sí mismo. El mal
está siempre mezclado con el bien, es siempre corrupción de algo
43i bueno. Es algo que implica tanta presencia y tanta ausencia como
una partición o una amputación.)
Sabemos, pues, por la fe que no podemos atribuir sin más el
mal a Dios; pero sabemos también que Dios puede sacar bien del
mal, guiar el mal hacia el bien, hacia el todo. En este sentido, aun
en el dolor y la desdicha — y precisamente en ellos — hemos de
saber que «no cae un gorrión en el suelo sin que lo sepa nuestro
Padre del cielo», y que «los cabellos de nuestra cabeza están con-
472
tados». Tal es la buena nueva de la fe: todo está en manos de
Dios, todo lo llevará Él a su término a despecho del mal y hasta
por medio del mal. Referido, pues, a la realidad total, todavía hay
sitio para el mal. Pero si decimos que Dios es, «por tanto», autor
del mal, afirmaríamos más de lo que podemos decir. En ningún
modo debemos colocar en la perspectiva de lo menos bueno en
nosotros a Aquel que, en lo mejor que tenemos, hemos llegado a
ver como absolutamente bueno. Él es precisamente el enemigo de
todo dolor y de todo mal.
473
que Dios hace salir el sol sobre los buenos y los malos, pero nun-
ca dice que Dios envíe catástrofes para castigar a los hombres.
Ni siquiera cuando Jesús anuncia la destrucción de Jerusalén dice
expresamente que es un castigo enviado por Dios. Cuando se ha-
bla de catástrofes, aparece más claro que en el Antiguo Testa-
mento que el mal se castiga a sí mismo. Cierto que el Nuevo Tes-
tamento refiere, a título de ejemplo y comparación, los castigos
terrestres que toma del Antiguo Testamento (así 1 Cor 10, 1-11
y 2 Pe 2, 1-10), pero aquí se toman como imágenes de la reproba-
104-106 ción eterna. El Nuevo Testamento la presenta con la mayor ener-
gía : «Temed más bien a quien tiene poder para hacer que parezcan
cuerpo y alma en la gehenna» (Mt 10, 28). Pero ya vimos que en
la condenación eterna no se trata de un castigo de Dios que viene
de fuera, sino de la obstinación en el alma, que el hombre opera
459-460 en sí mismo. Dios está siempre dispuesto a salvar. «Él no aborrece
nada de lo que ha creado» (cf. Sab 11, 24).
Acaso pueda decir alguien que el Nuevo Testamento emplea a
veces expresiones que, tomadas literalmente, pueden ser mal en-
tendidas. Así la petición del padrenuestro, en su tenor literal, dice:
«No nos lleves a la tentación.» Tal vez para deshacer este equívoco
añada san Mateo a continuación: «Mas líbranos del mal»: la ten-
tación viene del malo, no de Dios.
Toda la Escritura proclama con creciente e inequívoca clari-
dad que de Dios no viene el mal, sino sólo el bien.
474
creación. Éstas no se interfieren con el mundo existente, sino que
le hace ser más él mismo, le ayudan a realizar más aún su verda-
dero destino de bondad. Por la oración, removemos los obstáculos
que se interponen a la virtud de Cristo en nosotros, de forma que
la creación nos descubre un poco de su sentido último. También
en las curaciones y hasta en el buen tiempo. Es lícito pedir estas
cosas, y se conceden cuando están de acuerdo con el misterio de
Cristo, que se despliega ya de esta manera en la creación presente.
Por las oraciones escuchadas en los evangelios, en la historia de la
Iglesia y en nuestra propia vida, sabemos que Dios oye la oración 120-121
nacida de una fe firme.
475
amigo, y cubre con un sudor de sangre la angustia ante su propia
muerte.
¿Hubiera sido posible de otro modo? ¿No hubiera sido mejor
un camino más fácil ? ¿ Quién lo puede saber ? Lo único que con
certeza podemos decir es que Dios no permite tranquilamente el
mal, como si dijéramos con los brazos cruzados. En Jesús, imagen
del Invisible, vemos cómo es Dios. Aun en su lucha contra el do-
lor y el mal hasta derramar su sangre, hemos de oir a Jesús que
nos dice: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
La expresión «Dios permite el mal» tiene el sentido de que
Dios puede sacar bien del mal, y en este sentido la frase es co-
rrecta. Pero no dice cómo saca Dios bien del mal, y en este sen-
tido puede inducirnos a error. Mejor y más exacto es decir que
Dios lucha contra el mal y nos libra del mal. Ésta es su obra. Y nos
invita a luchar con Él. También en nuestro amor, en nuestro espí-
ritu de servicio, en nuestro trabajo lucha Dios contra el dolor y
el mal.
476
diario quehacer, en la que Él está presente, en medio de nuestra
sencilla alegría y nuestro sencillo sufrir.
El Dios viviente
Si ahondamos por la oración en este misterio, comenzaremos a
comprender que toda la vida del hombre está puesta a buen re-
caudo en un amor eterno. Al llevarnos Jesús al Padre y llenarnos
de su Espíritu, quedamos envueltos en un misterio de amor. La
más eminente gloria de Dios se muestra en que podemos ser fa-
miliar suyo.
No nos atrevemos a explicar con breves palabras este misterio
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y vacilamos porque sa-
bemos que, para conocer a Dios, no debemos abandonar el lugar
al que nos ha llevado su revelación: la vida ordinaria, el mundo
de los hombres. No debemos perdernos en no sabemos qué profun-
didades insondables, pues nuestra fantasía se imaginaría algo así
como tres círculos entrelazados. O nuestro pensamiento comenza-
ría a formar ingeniosas combinaciones de los números 1 y 3, y
pasaría de largo por la riqueza de la revelación bíblica. La Biblia
no emplea jamás la palabra «tres» al hablar de este misterio, como,
por lo demás, tampoco la emplea ninguno de los símbolos de la fe.
Esto no quiere decir que lo podamos evitar de todo punto, pero
debería servir de advertencia para no buscar demasiado aprisa
una fórmula breve, cuando se trata de predicar un misterio que
contiene en sí todos los misterios.
La enseñanza religiosa de hoy fija la atención de los niños sobre
todo en el Hijo, el cual nos habla del Padre y ama al Padre. En
Pentecostés, hablase del Espíritu Santo que envían Jesús y el Pa-
dre ; pero sólo después de varios años de catequesis se emplea el
término «trinidad».
477
distinción del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y al mismo
tiempo su divina unidad, que no podemos sino confesar un solo
Dios en tres personas
478
nión con nosotros. Por eso es también «cabeza del cuerpo de
la Iglesia, el principio» (Col 1, 18). Si le abrimos nuestro corazón,
viviremos en armonía con nuestro principio, con el hontanar pri- 428-429
mero de todas las cosas.
No se puede decir, no se puede comprender ni abarcar nuestra
participación en la vida de Dios. Es misterio más universal y más
grande que cuanto somos capaces de imaginar. Y, sin embargo,
no nos oprime ni deprime. Al contrario, nos da vida. En verdad
«Dios levanta mi cabeza» (Sal 3, 4). Somos hijos e hijas del Dios
vivo, hermanos y hermanas del «primogénito de entre los muertos»
(Col 1, 18). Así, toda la revelación y, sobre todo, el amor personal 452-453
de Jesús a las personas humanas, es testimonio de que Dios no
quiere dejarnos diluir en un nirvana inefable, pero inconsciente. 32-33
Él hizo al hombre a su imagen y semejanza, para que no perda-
mos la personalidad señera que de su amor recibimos, sino que la
despleguemos en la familia, en la educación de los hijos, en nues-
tro trabajo y recreación, a través de nuestro dolor y a través de
la muerte.
Dios es amor
Podemos sospechar los motivos que mueven a Dios a llevar su
creación hasta tal término, si pensamos en lo que creemos acerca
de la propia vida de Dios. En el misterio del amor uno y trino de
Dios se nos insinúa una respuesta a la pregunta esencial sobre el
hombre: ¿ por qué somos lo que somos, criaturas capaces de co-
nocer, engendrar y amar ? No podemos expresarnos más que con 132-136
palabras humanas, pero aun así no nos resignamos al silencio,
llenos de asombro ante el último por qué. ¿Y cómo ha podido bro-
tar esta idea: «conocer», «engendrar», «amar» ? No ha podido
surgir en un momento dado. Es, porque Dios es amor. Él no es el
misericordioso, pero solitario Alah. El misterio de Dios no es 262
un misterio de soledad, sino de comunidad de ser: de conocer,
engendrar y amar, de dar y recibir. Y por eso somos nosotros lo
que somos. Para el hombre, existir es poder participar en lo que
es Dios: amor.
En nuestra vida diaria, a menudo tan gris, o tan trágica, o
tan complicada, en que mil cosas solicitan apremiantemente nues-
tra atención, brilla esta luz de Dios, que nos ilumina: el amor.
Ésta es la luz que debe alumbrar nuestro camino, si no queremos
errar la meta de nuestra existencia: «Hijitos, no amemos de pa-
labra ni con la lengua, sino de obra y de verdad. En esto conoce-
remos que somos de la verdad... Si uno tiene bienes del mundo y ve
a su hermano en necesidad y le cierra sus entrañas, ¿cómo perma-
nece en él el amor de Dios?» (1 Jn 3, 18-19.17).
479
De buena gana terminaríamos este libro con un bonito final,
con una postrera pincelada; de buena gana diríamos: ¡ Mirad,
ahí está Dios i Pero no puede ser. Dios mismo baja de los be-
llos cuadros e iconos y se esconde en el que tiene necesidad de
nosotros y dice: Buscadme aquí. Se oculta en los pequeños de la
tierra y nos dice: aquí me habéis de buscar. El que quiere vivir
con Dios, no está nunca ante el final sino ante un nuevo co-
mienzo, como comienza cada vez el nuevo día. Todas las pala-
bras y signos de vida que nos da el evangelio para nuestro ca-
mino nos dicen: «Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón,
con toda tu alma y con toda tu mente, y al prójimo —mandamien-
to semejante al primero— como a ti mismo.»
¿ Quién no se siente débil ante tan gran mandato ? ¿ Quién no
se percata de su fallo frente a tal Dios, pero no sólo como indivi-
duo, personalmente, sino también colectivamente como familia, su
pueblo, Iglesia y humanidad? Y, sin embargo, no hay otro cami-
no hacia la vida, sino amar. Fuera del amor, no hay modo de
encontrar el espíritu del Dios unitrino. Pero si nos decidimos a
entrar con el Hijo del hombre por esta senda estrecha, podremos
aplicarnos, como dirigidas a nosotros, las palabras que siguen a
las anteriormente citadas:
480
APÉNDICE I
P U N T O S DISCUTIDOS
1. La concepción virginal.
El Catecismo, siguiendo la perspectiva general de la historia de
la salvación, insiste en el significado siempre actual de los relatos
bíblicos; en consecuencia, presenta la encarnación como el don
supremo del amor de Dios, que se realiza por encima de todas las
posibilidades humanas, pero sin adentrarse en el aspecto biológico
(concepción virginal, parto virginal). Según el sentir de los crí-
ticos, no se presta en él suficiente atención a los hechos concretos,
históricos, tal como aparecen consignados en las páginas sagradas
y, en consecuencia, puede haber el peligro de que el lector se
contente con una interpretación meramente simbólica.
Ante tales reparos, los autores modificaron su primera redac-
ción para la edición alemana no venal de la obra, en la forma
siguiente:
481
salud en su significación, aún ahora válida, y hacer de él, aislado
del conjunto, una historia prodigiosa, pero puramente caprichosa,
del pasado. Y luego, consecuentemente, se entretejen en torno a
él, con espíritu harto romántico, todo género de implicaciones hu-
manas o se quieren sacar, con harta curiosidad, toda suerte de
consecuencias biológicas. No propongamos a los evangelios cues-
tiones sobre las que no escribieron. Prestemos atención a lo que
nos quieren decir. Anuncian un hecho bíblico, es decir, un hecho de
salud, que es para nosotros una buena nueva, a saber, que el ori-
gen de Jesús no se debe a la sangre, ni a la voluntad de la carne,
ni a la voluntad de un varón, sino a Dios. De tal altura, de tal
lejanía, viene.
»Se ha hecho notar que, en todo el Nuevo Testamento, sólo dos
veces se menciona el nacimiento virginal, en contraste, por ejem-
plo, con la muerte y resurrección de Jesús que se predican por
doquier. Sobre esto es de notar ante todo, que la muerte y resurrec-
ción del Señor constituyen por sí mismas la buena nueva. Deci-
mos incluso que la infancia de Jesús fue escrita en función de
este mensaje central. Pero al mismo tiempo es preciso decir, que
las dos veces en que se describe la infancia de Jesús, desempeña
un papel la concepción virginal.
»La mujer en quien se cumplió eí milagro, es María. Siguiendo
a Lucas, los fieles han considerado que María no sólo concibió al
Señor corporalmente, sino también por la entrega virginal de
toda su persona a Dios. Cuando Dios da su gracia, no lo hace sin
contar con el hombre, sino en alianza y amistad con los que coope-
ran con Él. Pregunta a su corazón. De ello hablaremos más ade-
lante.
»Ahora bien, cabe preguntar aún acerca de la significación
cristológica de este misterio de la fe. ¿Habrá que pensarlo en el
sentido de que el hombre Jesús es hijo de Dios debido a que su
madre no conoció varón y en la concepción del Señor habría toma-
do Dios la función de padre? No, toda la tradición cristiana ase-
gura que Jesús no es mezcla de Dios y hombre. El nacimiento vir-
ginal, tal como lo presenta la Escritura, muestra la ascendencia
divina de Jesús, pero no nos lo presenta como un semidiós. Nacido
para nosotros, Jesús es enteramente hombre, enteramente uno de
nosotros y, a la vez, enteramente Hijo del Padre. Jesús aparece
en este mundo como el gran regalo de Dios a los hombres.»
2. El pecado original.
Los autores han cuidado especialmente de presentar el pecado
original en un horizonte conceptual amplio: el pecado del mundo.
Hay tres puntos, tradicionalmente vinculados entre sí, que el Ca-
482
iecismo deja como en penumbra, sin negarlos ni discutirlos: el
hecho de una caída en el paraíso, la transmisión de esta caída a
todos los descendientes y la peor de sus consecuencias, es decir,
la muerte.
Nadie desconoce las enormes dificultades que han encontrado
siempre los teólogos al tratar de explicar la índole de este pecado
— ¿cómo puede ser personal de todos y cada uno de nosotros?
y en otro caso ¿por qué nos afecta personalmente? Pero de
hecho, se dirá, nada hay tan cierto como la realidad del pecado,
de un pecado que toma cuerpo en cada uno de los pecados per-
sonales. Y este es justamente el enfoque adoptado por los autores
del Catecismo, en su deseo de prescindir en esta obra de especu-
laciones teológicas, cuyo valor no niega ni discute. Incluso por lo
que respecta al pecado, es así. «No se trata principalmente de que
el hombre haya pecado y esté corrompido. El hombre peca y se
corrompe.»
3. La satisfacción de Cristo
Varios son los aspectos que los autores han pospuesto al tratar
de la satisfacción de Cristo. No admiten, al parecer, la noción
jurídica de satisfacción en el sentido de un Dios que apacigua su
cólera por el castigo del culpable. Dios no tiene necesidad de víc-
timas ni de sangre. Dios quiere el amor vicario de Cristo, que con
su amor hasta la muerte, satisfizo al Padre por todos nosotros.
Esto es perfectamente ortodoxo. Sin embargo, tal vez queden sin
aclarar algunos aspectos tradicionalmente vinculados a la satisfac-
ción de Jesús, tales como su condición de mediador entre Dios y
los hombres, su reparación de las ofensas cometidas por los hom-
bres, el haber merecido las gracias que dan acceso a la vida eterna,
en una palabra, el haber restituido el linaje humano a su condición
de hijos de Dios.
Una nueva redacción propuesta por los autores para la versión
alemana trata de obviar reparos de los inconvenientes apuntados:
483
por el sacrificio de su vida, la Escritura echa mano de muchos con-
ceptos e imágenes. Están tomados de la lengua del derecho y del
rescate, del culto sacrificial, de la reparación entre hombre y
mujer, de la lucha y la victoria. Ahora bien, en determinadas épo-
cas se escogieron precisamente los conceptos jurídicos para des-
cribir la redención operada por Jesús. Y hay una idea concreta de
justicia, que ha tenido la primacía en ello, según ella, un crimen
o un pecado destruyen un orden, jurídico y, consiguientemente,
este orden debe ser restablecido sobre todo por la pena y el cas-
tigo Si se sigue la línea consecuentemente — y así se ha hecho
con frecuencia en la catequesis — se puede llegar a la siguiente
interpretación unilateral por el pecado se ofendió a Dios Así,
quedó turbado un orden jurídico Para restablecer este orden, el
Padre exigió pena y castigo Ahora bien, este castigo no recayó,
como hubiera sido justo, sobre nosotros, sino sobre su Hijo. Esta
interpretación conduce a una extraña idea de Dios, a una idea
de Dios francamente espantosa Lo que dice la Escritura "¿No
era menester que el Mesías padeciera todo e s t o ' " , llevó a imagi-
nar a un Dios sediento de sangre para apaciguar su cólera.
»Volvamos de nuevo a la Sagrada Escritura De hecho, también
ella emplea imágenes jurídieas para describir de algún modo el
misterio del pecado y la redención Es obvio expresar la relación
entre Dios y el hombre en la terminología del orden jurídico hu-
mano No hay alianza sin ley, y no hay rotura de alianza sin
transgresión de la ley. Pero el corazón de la ley es la fidelidad, y
el meollo de la transgresión de la ley la infidelidad Esto quiere
decir, que si sólo se habla en términos de ley y derecho, no se ha
dicho aún lo más profundo Las palabras que sólo hacen sospe-
char un orden jurídico, son expresión de una relación más honda
de persona a persona.
» También en nuestra vida diaria comprendemos que el orden
jurídico y su restablecimiento no son los elementos de más hondo
alcance Cierto que a quien ha obrado mal, se le puede oír que dice
espontáneamente i Pégame' Es el restablecimiento del orden por
la pena Sin embargo, sabemos que esto no es lo más esencial No
quedamos afectados primeramente por la violación de un orden,
sino por la ofensa irrogada a una persona. El orden envuelve a
la persona
»Lo cual tiene consecuencias para la reparación. Esta no se
ve primeramente en la pena y el castigo, sino en las obras de amor,
que reparan el mal hecho a una persona. Si consultamos la Es-
critura, parécenos que todo su modo de hablar va mucho más allá
del mero restablecimiento de un orden jurídico. Las perspectivas
se dilatan Lo que adquiere para nosotros valor de satisfacción,
no es la pena en sí, sino la bondad, el servicio y obediencia en la
484
vida entera de Jesús. Dios no pide en primer lugar pena y muerte,
sino una vida de bondad y justicia. Que Jesús la llevara, era vo-
luntad del Padre Que acabara en su muerte, dependió de nosotros.
Jesús no retrocedió ante ella. Se sacrificó a sí mismo hasta su
muerte. Su muerte de cruz fue su acto supremo de obediencia.
Y así podemos decir que su muerte fue voluntad del Padre. Por
haber permanecido fiel al mandato del Padre y folidano con el
linaje humano pecador, hubo de pasar por esta espantosa quiebra.
La sombra de nuestra culpa cayó sobre él. De esta forma demostró
su máximo amor.
»Así pues, la pasión y muerte en la obra redentora del Señor
encierran un grande y especial misterio. El corazón del hombre
comprende de qué se trata, aunque ni las palabras ni los conceptos
basten para expresarlo adecuadamente. Ni el pecado, ni el dolor
permiten expresión más cabal. Se trata del misterio que cantan los
cánticos del siervo de Yahveh, y es que precisamente lo doloroso
de la satisfacción está relacionado con el hecho de que el pecado
tenía que ser reparado. "Fue herido por nuestras iniquidades."
La profundidad de los pecados, de nuestros pecados, se ve paten-
te en esta pasión y en esta muerte. Todo pecado destruye en
cierta medida la persona y la obra de Cristo. Así, hemos de decir
realmente que, con su pena, pagó por nuestros pecados y satisfizo
por ellos. Pero guardémonos de aislar esta pena de los valores
de redención que hay en el trabajo y vida de Jesús. Pero ante todo,
no pensemos que las palabras. " ¿ N o tenía que sufrir todo esto el
Mesías ' " , quieran decir que la ira del Padre no se aplacaría mien-
tras no corrtera la sangre. No, estas palabras quieren decir que
la maldad de los hombres que aniquilan la vida de Jesús, ocupa
un puesto en el plan salvador de Dios, y que este curso de los acon-
tecimientos encierra un misterio muy peculiar de pecado y muerte,
de amor y vida. A la verdad, por morir al pecado, por permanecer
enteramente fiel a la voluntad del Padre y fiel a Él hasta la muer-
te, Cristo aniquila el pecado, pues resucita para la vida.
»Para entender lo mejor posible todo esto, vamos a analizar
aún algunas expresiones del Nuevo Testamento.
»Se dice primeramente que Jesús nos rescató por su muerte.
¿No va aquí como de suyo implícito el pago de un precio que res-
tablece el o r d e n ' "Rescatar" es una palabra tomada del Antiguo
Testamento y alude a cómo rescató (redimió) Dios a Israel de la
servidumbre de Egipto. Pero en Egipto no se pagó precio alguno.
Al contrario. Esta expresión quiere decir, pues, que el pueblo vol-
vió a ser propiedad de Dios. Aunque Pablo dice. "Habéis sido
comprados a precio" (1 Cor 6, 20, 7, 23), no hay por qué entender-
lo en el sentido de una transacción. El significado puede ser es cosa
sellada y definitiva. Puede referirse también al trabajo que a Jesús
485
le costamos. Se trata de que la muerte de Jesús nos hace de nuevo
propiedad de Dios, pueblo de Dios. Se trata del restablecimiento
de la alianza.
»Otro concepto es el de reconciliación. Somos reconciliados por
la muerte de Jesús. Esta palabra se entiende a menudo en el sen-
tido de que un Dios iracundo se concilia de nuevo con el hombre.
Pero miremos bien cómo emplea la Escritura esta palabra. "Y todo
proviene de Dios, que nos reconcilió consigo mismo por medio de
Cristo" (2 Cor 5, 18). "Cuando éramos enemigos, fuimos recon-
ciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo" (Rom 5, 10).
No es Dios quien se reconcilia, sino que nosotros somos reconci-
liados con Él. Así emplea la Escritura la palabra reconciliación.
No evoca la imagen de un Dios airado, que se torna amigable,
sino de un Dios creador que nos perdona por el sacrificio de la
vida de Jesús. De enemigos pasamos a amigos. Se sana nuestra
infidelidad, nuestra ruptura de la alianza. La salud es el restable-
cimiento de la alianza.
¡¡•Indudablemente, la Biblia emplea a veces la imagen humana
del Dios airado que se calma; pero si se consideran bien las ex-
presiones del Nuevo Testamento parece que, a la postre, es el
hombre quien recibe la reconciliación y empieza a ser otro. Lo que
el hombre experimenta y expresa como cólera de Dios, es en esen-
cia su propia maldad. La ira de Dios sirve para expresar el hecho
de que, aunque queramos lo malo, Dios toma en serio nuestra li-
bertad. Nos acepta como rebeldes y como a tales nos trata. Pero
nos sigue amando al mismo tiempo. Nuestro endurecimiento hace
para nosotros del amor y luz de Dios un fuego abrasador. Pero
¿no habla la Escritura de la justicia de Dios en conexión con la
redención operada por Jesús ? ¿ No ha de entenderse esta expre-
sión en el sentido de una exigencia jurídica que reclama la pena
hasta que se restablezca el orden? N o ; cuando se habla de reden-
ción, se trata de la justicia de aquel que "justifica al impío"
(Rom 4, 5). Más bien que de una acción judicial, se trata aquí de
justicia en el sentido de fidelidad, de fidelidad a la alianza. Dios
mantiene la alianza por más que la destruya la infidelidad humana.
»Y se habla también de la sangre, palabra importante para
entender la obra de Jesús. La Escritura expresa con ella la pro-
funda semejanza entre el sacrificio de la vida de Jesús y los sa-
crificios de alianza y expiación del Antiguo Testamento. Su sa-
crificio es la culminación de todos estos sacrificios, su definitivo
cumplimiento. Él no ha menester "ofrecerse muchas veces a sí
mismo, como el sumo sacerdote, que entra, año tras año, en el
lugar santísimo con sangre ajena... Y así como está establecido
para los hombres el morir una sola vez, y tras de esto el juicio, así
también Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados
486
de muchos" (Heb 9, 25. 27-28). "Porque esto es mi sangre, la de
la alianza, que es derramada por la humanidad para perdón de
los pecados" (Mt 26, 28).
»Los grandes símbolos de la humanidad tienen siempre riquí-
sima y múltiple significación. Ya lo vimos en el símbolo del agua.
Y por lo mismo, tampoco la sangre puede resumirse en una sola
idea. En la nueva alianza quiere decir: ser matado como víctima
(Mt 26, 28), dar vida (Jn 6, 53), purificar (Ap 7, 14), unir (Me
14, 24). Cuando se trata de sangre sacrificial, no hay que pensar
sólo en una vida que se da a Dios como precio. En el Antiguo
Testamento la víctima no es en primer término un ser que es cas-
tigado en lugar del pueblo. Se da más bien a Yahveh, y muy se-
ñaladamente, su sangre (según las ideas del Antiguo Testamento,
la sangre era asiento de la vida). Esta sangre pertenecía, por el
sacrificio, a Yahveh; pero era precisamente devuelta para rociar
con ella al pueblo. Esto expresa la alianza: que Dios e Israel tie-
nen la misma sangre ( = vida). Hermandad de sangre, parentesco
casi, se diría, de sangre. Naturalmente, en el sacrificio de Jesús
es desde luego un momento importante y de mucho alcance que
su sangre sea dada al Padre. Pero no nos paremos aquí, como si
se tratara de una transacción unilateral. La sangre se da a Dios,
para ser la dádiva que Dios nos hace para salud y alianza, para
darnos la vida en una nueva alianza en su sangre.
»Cuando luego, en la eucaristía, ofrecemos el sacrificio señero
de Jesús, no se paga un precio al Padre airado. La sangre de Je-
sús es ofrecida al Padre, a fin de que nos sea devuelta y vivamos
en una nueva alianza. Una nueva alianza en su sangre.
»Otro término importante que emplea Pablo para describir la
redención es, finalmente, la palabra pecado. En un lugar dice: "Al
que no conoció pecado, lo hizo por nosotros pecado, para que en
él llegáramos a ser justicia de Dios" (2 Cor 5, 21). Tampoco en
estas condensadas expresiones se da a entender que Dios obrara
como si Jesús fuera pecador y luego hiciera caer, en justicia, el
castigo sobre su cabeza. Las palabras del apóstol quieren decir más
bien que Jesús entró plenamente en nuestro mundo caracterizado
por el pecado, a fin de darnos su santidad. Se hizo un maldito, pen-
diente del madero, para librarnos en él de la maldición por nues-
tras transgresiones.
»Hemos ahondado en todas estas expresiones para hacer ver
que no debemos restringirlas hasta el punto de que sólo quede la
imagen de un Dios que acepta la pena de Jesús como castigo vi-
cario. Mejor es decir que el Padre necesita la vida de Jesús como
amor vicario. Ahora bien, el que quiere amar en este mundo, tro-
pieza con una existencia en que no es posible amar. Aquí aparece
el misterio del pecado y la pena. Jesús vino a ser la víctima, que,
487
de hecho, por la pena y la muerte satisfizo por nuestros pecados, y
en ello radica un amor peculiarísimo y una peculiarísima fecundi-
dad. Cuando entonces lo matamos los hombres — todos nosotros —,
ni Jesús ni el Padre nos volvieron la espalda. Así aniquilaron el
pecado del mundo. En el mayor pecado se manifiesta el mayor
amor.»
5. El sacrificio eucaristico
Tradicionalmente se suelen distinguir dos aspectos e"n la euca-
ristía: la eucaristía como sacrificio y la eucaristía como manjar.
Pero aunque solamente son dos aspectos de una misma realidad, no
se debe pasar por alto ni omitir ninguno de ellos. La afirmación
488
del Catecismo holandés «Nosotros nos asociamos al único sacri-
ficio, precisamente cuando comemos de él» parece negar o dejar
de lado el aspecto sacrificial que la eucaristía tiene en sí misma.
Para salir al paso a este posible equívoco, los autores sugirie-
ron esta nueva redacción del párrafo aludido
6 La presencia eucaristía
La dificultad, en lo referente a este punto, consiste en que, al
parecer de los críticos, no se subraya con la suficiente claridad la
presencia eucarística en sí misma, como distinta de cualquier otra
presencia del Señor, en su Iglesia por ejemplo Sería necesario
resaltar más la presencia real de Cristo bajo las especies sacra-
mentales (de pan y vino) como consecuencia de las palabras de
consagración pronunciadas por el sacerdote.
He aquí las aclaraciones aducidas por los autores del Catecismo
489
7. La conversión eucarística
Lo esencial de las objeciones presentadas a este respecto, es-
triba en que al hablar de la conversión eucarística, se alude al
término transubstanciacwn — cambio de substancia — mencionado
solamente por el concilio de Trento y ratificado por los romanos
pontífices hasta el mismo Pablo vi Toda explicación teológica,
que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe man-
tener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad
misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han de-
jado de existir después de la consagración... La nueva redacción
propuesta por los autores, dice así
«Las cosas materiales no tienen una realidad íntima para sí, lo
específico de ellas, su esencia, lo que Dios intenta con ésta, es su
referencia al hombre Exactamente a la inversa de como se pen-
saría si se consideran las cosas superficialmente Uno dina que
los átomos y moléculas de que constan las cosas, son lo más pro-
pio de ellas, mientras su significación para nosotros es algo adven-
ticio y accidental Pero lo cierto es que el "estar ahí" para nos-
otros, constituye precisamente la esencia más profunda de las co-
sas, y su estructura físico-química es exterior, fenómeno o apa-
riencia que impresiona nuestros sentidos.
»La esencia, por ende, más profunda del pan y el vino consis-
te en ser alimento terreno del hombre Esta esencia del pan se
hace en la santa Misa totalmente otra, pues la carne de Jesús se
convierte en alimento para la vida eterna El pan puede recibir
nueva significación y nuevo destino, por lo que cambia en su ser
más profundo La nueva significación y el nuevo destino no son
adiciones, aspectos superpuestos Por su propio subsistir, el pan
es ahora verdaderamente el cuerpo de Cristo Cuerpo significa en
hebreo la persona en cuanto totalidad. El pan se ha hecho total-
mente persona de Jesús.»
490
se habia propuesto la cuestión en estos términos. Los fieles han
considerado siempre a los ángeles como seres que existen real-
mente. Éstos aparecen siempre en relación con nuestra historia de
la salvación en Cristo. Y todo lo que en ella se dice, proclama
esta hermosa verdad, es decir, que Dios vela por nosotros de mil
modos diferentes.»
491
«Este cuerpo de resurrección no es lo mismo que las molécu-
las y átomos, que se han disuelto en la tierra; volveremos a tratar
de ello. Comienza a despertar como un hombre nuevo en la glo-
ria de Dios.»
492
ciedad, en la que actúa la revelación, dimana —entre tanteos y
crecimientos — luz y guía para nuestra actuación. Esta comunidad
procurará siempre mantener en su enseñanza el sentido invariable
y absoluto de los diez mandamientos. Pero es evidente que el gra-
do de la vinculación, necesario por lo demás, a esta altísima ley
moral, ostentará carácter variable. Hay prescripciones que se re-
fieren más bien al sector del orden objetivo, y que en consecuen-
cia no podrán ser modificadas. Pero otras son ante todo acomoda-
ciones de esta altísima ley moral a circunstancias concretas y va-
riables. Y finalmente también hay una formulación literal de los
diez mandamientos en cuanto tales.»
493
dicción plena, suprema e inmediata. ¿No sería mejor emplear a
este respecto una fórmula más rigurosa para expresar que el poder
del papa no viene de la consagración episcopal, pero sí a título de
jurisdicción ? Y en lo que atañe a la función del papa, cabe pre-
guntar sí queda suficientemente aclarada con los términos de
«guiar», «señalar la dirección», o si no convendría recurrir a los
términos jurídicos tradicionales que no quieren emplear los autores.
El Catecismo liga además la fe del papa a la fe de la Iglesia.
El papa «es un creyente, que incluso en cuanto papa, recibe su
fe de la comunidad eclesial» (p. 353). «Sólo puede proclamar lo
que cree la Iglesia universal» (p. 353). Es cierto que el «sentido
o instinto» actual de los fieles y el acuerdo actual de los obis-
pos en comunión con el papa, son dos signos de verdad, pero
no son los únicos; pues el papa puede proponer explícitamente
a la fe de la comunidad las verdades que ésta cree sólo implí-
citamente o que son negadas o controvertidas por una parte de
ella. Y también puede proponer al sentimiento de los fieles los
puntos connexos con la fe, que por tanto, no son verdades de
fe. Por otra parte, para interpretar estos textos debatidos del Ca-
tecismo, y en especial la forma en que entienden los autores la
expresión «comunidad eclesial», conviene situarlos en la perspec-
tiva de la constitución del Vaticano n sobre la revelación divina,
que los mismos autores citan en su favor en su nueva redacción
(véase a continuación).
Al tratar de la centralización romana, el Catecismo no distin-
gue entre lo que es suceso contingente en el curso de la historia
y lo que resulta de explicitar orgánicamente y desde adentro lo
que forma parte de la función pastoral de Pedro. Los autores
proponen las siguientes aclaraciones en su redacción original:
494
gozan hoy las ciencias naturales y su deterninismo, el Catecismo
ha preferido presentar los milagros como hechos prodigiosos cier-
tamente, pero que no contradicen ni violan estas leyes, sino que
revelan las fuerzas ocultas y misteriosas de la «nueva creación».
En los milagros comienza a revelarse precisamente la nueva crea-
ción, el cielo nuevo y la tierra nueva, que algún día tendrá real-
mente su recapitulación en Cristo.
¿No parece que se «naturaliza» así el hecho milagroso? No se
trata de afirmar que los milagros violen las leyes naturales, pero
sí que suspenden por un momento su efecto, que las sobrepasan,
aunque no vayan en contra de ellas.
Los autores proponen en principio los párrafos siguientes como
complemento:
«Es natural que el hombre moderno, que sabe algo más acerca
de la naturaleza y de sus leyes, se plantee la cuestión de si estos
hechos suceden "fuera de las leyes de la naturaleza". Esta inter-
rogación, como prueba lo que acabamos de decir, no es bíblica.
También para nosotros va perdiendo su sentido poco a poco.
» Porque ¿cómo determinar los límites de la naturaleza y sus
leyes ? Esto es, con mayor motivo, problema para nosotros, pues
creemos que Dios quiere hacer salir de este mundo una nueva
creación, que se ha realizado ya en la humanidad del Señor resu-
citado. La creación abarca más de lo que nosotros podemos per-
cibir. Nosotros creemos que lo que irrumpe en el milagro, es pre-
cisamente la nueva creación. Pero ¿qué sabemos acerca de la re-
lación que guarda con las leyes de la naturaleza ? No es cosa ave-
riguada sin más, que la nueva creación contradiga y anule las
leyes de la naturaleza.
»Lo único que podemos decir es que son movilizadas grandes
fuerzas en favor del hombre, y ello siempre en conexión con la
salud eterna y el juicio, en conexión con Cristo. Nada nos obliga
a ver en los milagros la intervención arbitraria y extraña de Dios,
como si Dios trastornara su propia obra creada. Al contrario, todo
nos da a entender que el milagro es antes una activación e inten-
sificación de las fuerzas creadas, que no su aniquilamiento. Él las
hace precisamente brillar de forma maravillosamente buena y feliz
en la dirección ya indicada.»
15. La Trinidad
El Catecismo se detiene en exponer la doctrina de la Santísi-
ma Trinidad (págs. 477ss) basándose, fundamentalmente en los
pasajes bíblicos en que, de una u otra forma, se hace relación de
las tres divinas personas. Pero, como es sabido, a lo largo de la
495
historia de la Iglesia, han tenido lugar diversas controversias tri-
nitarias, que dieron origen a las varias profesiones de fe de la
Iglesia y a ciertas formulaciones dogmáticas. Unas y otras expli-
citan ciertos aspectos de este misterio. Según el parecer de los
críticos, se omite en el Catecismo toda referencia a ellas, con lo
que la exposición del misterio trinitario queda un poco incompleta.
496
A P É N D I C E II
497
esas expresiones que pueden dar a entender que el pecado original,
en tanto es contraído por cada nuevo miembro de la familia hu-
mana, en cuanto es sometido internamente desde su nacimiento
al influjo de la comunidad de los hombres, donde reina el pecado,
y asi se encuentra ya situado, de alguna forma, en el camino del
pecado
498
5. Sobre el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la misa.
Es necesario declarar manifiestamente que Jesús se ofreció a
su Padre para reparar nuestros delitos, como una víctima santa, en
la cual el Padre se complació. Cristo, en efecto, «nos amó y se en-
tregó por nosotros a Dios en oblación y víctima de suave fragan-
cia» (Ef 5, 2).
El sacrificio de la Cruz se perpetúa dentro de la Iglesia en el
Sacrificio eucarístico (cf. conc. Vat. n , const. Sacrosanctum Con-
ciliwm, n.° 47). De hecho, en la celebración eucarística Jesús, como
sacerdote principal, se ofrece a sí mismo al Padre por medio de
la oblación consacratoria que hacen los sacerdotes y a la que se
unen los fieles. Esta celebración es sacrificio y banquete. La obla-
ción sacrificial se completa con la comunión, en la cual la víctima
ofrecida a Dios se recibe como alimento, a fin de unir consigo a
los fieles, y de vincularlos entre sí en la caridad (cf. 1 Cor 10, 7).
499
7. Acerca de la infalibilidad de la Iglesia y la cognosci-
bilidad de los misterios revelados.
Exprésese con claridad en el Catecismo que la infalibilidad de
la Iglesia no sólo le asegura un camino sin aberración en una
indagación perpetua, sino que le da la verdad en la doctrina de la
fe que ha de conservar y que ha de explicar siempre con el mismo
significado (cf. conc. Vat. i, const. Dei Filius, cap. 4, y conc
Vat. n , const. Dei Verbum, cap. 2). «La fe no es sólo una búsqueda,
sino sobre todo una certidumbre» (Pablo vi, alloc. Ad Episcoporum
Synodum, AAS LIX [1967] p. 966). Evite el Catecismo todo aquello
que podría hacer pensar a sus lectores que el entendimiento hu-
mano se adhiere a puras expresiones verbales o conceptuales del
misterio revelado. Procure, por el contrario, que lleguen a com-
prender cómo el entendimiento humano con sus conceptos «como
por reflejos borrosos en un espejo», como dice san Pablo (1 Cor
13, 12), pero a la vez verdadero, puede representar y alcanzar los
misterios revelados.
500
sancionar lo que cree toda la comunidad de los fieles. El pueblo
de Dios, de hecho, es movido y mantenido por el Espíritu de la
verdad para que se adhiera indefectiblemente a la palabra de Dios
bajo la guía del magisterio, de quien es propio y en forma auto-
ritativa custodiar, explicar y defender el depósito de la fe. Así se
realizará una convergencia singular entre los obispos y los fieles en
el penetrar con la mente en la fe transmitida, en confesarla con las
palabras y manifestarla con las obras (cf. conc. Vat. n , Lumen
Gentium, n.° 11, y Dei Verbum, n.° 10). La sagrada tradición y la
Sagrada Escritura — que constituyen un único depósito sagrado
de la palabra de Dios — y el magisterio de la Iglesia están unidos
de tal modo que ninguno puede subsistir sin los otros (cf. conc.
Vat. I I , Dei Verbum, n.° 10).
Finalmente, la potestad con la cual el sumo pontífice dirige la
Iglesia, se ha de proponer claramente como una potestad de regir
plena, suprema y universal, la cual puede ejercer siempre libre-
mente el Pastor de toda la Iglesia (cf. conc. Vat. u , const. Lumen
Gentium, n.° 22).
501
la indisolubilidad del matrimonio. Justamente se atribuye gran im-
portancia a la profunda postura demasiado independiente de los
actos. La exposición acerca de la moral conyugal debe seguir más
fielmente la doctrina íntegra del concilio Vaticano n y de la sede
apostólica.
* * *
15 de octubre de 1968.
Pedro Palazzini, Secretario
502
ÍNDICE ANALÍTICO
Abbá, uso que Jesús hace de el hombre debe amar sin me-
este término 115s dida 130 133 291ss 363s 417ss
Abraham 40 44 252 276 479s
Adán y Eva (y otros relatos de erótico y conyugal 376s 369-
los orígenes) 45 174 252-260 376 384-392
372s es el mayor mandamiento 132s
Adivinación, horóscopo 425ss 289 360s
Adventistas del séptimo día 313 es el origen de nuestra exis-
Adviento 74s tencia 365-368 478-480
Ágapes no depende sólo de la fuerza
de Jesús, signos del reino 103 de la voluntad 369 429s
pascual 161-167 325 y obstinación 443 448
Agustín, san 24 209 224 242 257 y sentido de justicia 41 ls 415
290 306 359 Ángeles 461 s
Alegría: v. Gozo Anhelo infinito: v. Deseo sin
Amén, uso que Jesús hace de límites
este término 147 Apóstoles 136s 343ss
Amor formación de los a. 136s
a Dios y al prójimo como una Arrepentimiento 443s
sola cosa I32s 360s Arrianos 83 209
a los enemigos 135 411 Arte 420-422
al prójimo por él mismo 133 Ascensión 185-188
basado en el provecho que Ausencia de Dios 392
se espera 291 362 Autoridad
cristiano y humano son uno de Jesús 149s
134 364 del Estado 400-403
Dios es amor 479s de los apóstoles 139 343s
don del Espíritu de Dios 190s en la comunidad eclesial 316
289 343-353 357
educar para el a. 388-392 408 en la familia 386s
írw
Bautismo de Éfeso 83s
de deseo 240 de Nicea 83s
de Jesús 94s 157 237 de Trento 217
de Juan 73 95 Vaticano n 212 364
de los cristianos 233-243 qué es un c. 351
de los niños 240-243 Condenación: v. Pecado eterno
no separarlo del conjunto de Confesión 158 183 441s
la vida, la comunidad ecle- v. también Penitencia, sacra-
sial y la humanidad 243 mento de la
v. también Liturgia del bau- Confirmación 247-249
tismo ; Sacramentos v. también Liturgia de la c.
Bendición de la mesa 158 303 Conflictos
Beneficencia 158 416-419 entre el amor y la lucha por
Biblia: v. Escritura la justicia 411 413ss
Budismo 32-34 261 273 entre el arte y la moral 420-
422
Calumnia 423 entre la ciencia y la fe 382
Canisio, s. Pedro 217 entre la ley y la conciencia
Canon 358-360 378-382 402
de la Escritura: v. Escritura Consejos evangélicos 124 223s
de la misa 322 393-399
Cardenales 353 Contemplación 304s
Carismas 192s Conversión 65 73 228-232 234
Castidad 371 384 389-391 238s
Celibato 124 354 367 374s 393s Cortesía 418
398s Creación 254 366 468s 478-480
de Jesús 124 nueva c. 108 186 236 333 410
por amor del reino de los cie- 420 460-467
los 354s 393s 398s Creyente
en cuanto está investido de
Cena, última 161 319s una función particular en la
Ciclo litúrgico 297 330 Iglesia: v. Sacerdocio del
Cielo: v. Resurrección; Crea- pueblo de Dios
ción, nueva; Promesas de en general: v. todo el libro
Dios Cuaresma 157s
Ciencia 282s 420-422 Culpa: v. Pecado
Cismas 198 209-212 Culto litúrgico 318s
Coadjutores 349 Cultura 419-422
Colegio episcopal 350s Curia 353
Completas: v. Oración litúrgica
Comunismo: v. Marxismo Decálogo 44 294 356s
Conciencia moral 18s 339 358-361 Democracia 225 347s
431-435 Demonio: v. Diablo
Concilio Derechos del hombre 416
de Calcedonia 84s Deseo sin límites 14-18 447
504
Detracción: v. Calumnia canon de la E. 51s 204 310
Diablo 95 HOs 233s 461 en Israel 50-65
Diáconos 349s en la Reforma 311-313
Diáspora 42 220 ¿es posible la interpretación
Dios privada de la E. ? 317
el camino hacia D. por la ra- géneros literarios 52-58 76
zón 19s 145s 200-202 457s 472-474
el misterio del Padre, del Hijo habla de Dios mejor que este
y del Santo Espíritu 477-480 Catecismo 457
llamado «Abba» por Jesús 115 inspirada por el Espíritu de
manifestado en Jesús de Na- Dios 64 202
zaret: v. Jesús de Nazaret libro de familia de la Iglesia
no es como el hombre se lo 310
imagina 22 82 94 298s 361s llena de misterio, como Dios
467 476-480 467
y el mal 20-23 119 233 259s origen en Israel: A.T. 50ss
471-480 origen en la Iglesia primitiva:
Dogma 85 321 35 Is
N.T. 199-202
Domingo 184 307ss
v. también Evangelios
Dones del Espíritu: v. Carismas
rudeza de la E. 62-65
Duda 179 283-286
sentido anagógico de la E. 464
sentido espiritual de la E. 64s
Ecónomos: v. Coadjutores 172 199 307 314-317 464
Ecumenismo (lo fundamental de ¿se puede explicar a sí mis-
este libro es común a todos ma? 317-319
los cristianos) 222s 239 342 v. también Palabra de Dios;
Educación 366s 388-392 408 420ss Revelación
Ejercicios espirituales 304 Esperanza 286-289 447 465s
Elección: v. Vocación Espíritu de Dios
Encarnación del Señor (doctrina donado por la muerte de Je-
de los tres grandes concilios) sús 170
83-85 en el mundo 37
consciencia de Jesús 93s 149s en Israel 63
el título de Hijo de Dios 152 en Jesús 94s
Enfermos, visitar a los 448s garantiza la presencia de Je-
Envidia 405 sús 187-193 236 248 276s
Epifanía 90 Espíritu Santo: v. Espíritu de
v. también Liturgia de la E. Dios; Dios
Eros (amor erótico) 368 389ss Estado 400s
Escritura Eucaristía 163-165 179 295s 319-
actualidad de los géneros lite- 333 450
rarios 57s v. también Liturgia de la E.
base permanente 204 Eutanasia 405
breve reseña de los libros del Evangelio
A.T. 58-61 género literario propio 76 145s
origen del e. 199-203 te con la destrucción de Je-
significado del término 71s rusalén y la miseria de to-
símbolos de los cuatro e. 204 dos los tiempos 160 457s
v. también Escritura nos es desconocido 98s
Evolución 11-13 186 254 468-470 Francisco de Asís, san 89 213
v. también Hombre; Humani- 215 217 224 394 419
dad (conjunto y cualidad)
Éxtasis 64 190s 306 Géneros literarios: v. Escritura,
sda.; Evangelio
Familia 365-392 Gozo 103s 183ss 197 355 468ss
Fariseísmo 424 Gracia 227 276-278
Fariseos 102 concedida al hombre en la co-
Fatalismo: v. Hado munidad 278
Fe Guerra 65 406ss
¿determinan los padres la fe e Iglesia 407s
de sus hijos? 230-232
dudas en la fe 283-286 Hado 261-276
es comunitaria 232 241 280 Hermanos de Jesús 80
es dádiva graciosa 280 Higiene 404
es necesaria para aceptar al Hijo de Dios 152 477-479
Resucitado 179 v. también Jesús de Nazaret;
es virtud y encargo 281s 398 Palabra de Dios; Encarna-
inteligencia de la fe 126 282 ción; Dios no es como el
no es un sistema, sino un men- hombre lo imagina
saje y una luz 280 Hijo del hombre 151s 168
v. también Dogma Hinduismo 31s 261s 273
pasos antecedentes a la fe 228- Historia de la Iglesia 206-227
230 Hombre
racionabilidad de la fe 282s el h. futuro 13s 208 450-466
recusación de la fe 127 362 el h. interroga 3-5 471-480
suscitada por el testimonio ex- origen del h. 5-8 10 365s 478ss
terior de Jesús y la Iglesia Homosexualidad 368s
y por el interior del Padre Humanidad
124s 1. Conjunto
y conocimiento más profundo despliegue de la h. 173s 461-
125 279 466
y milagros 112 existencia de seres en otros
Felicidad 6 462-464 planetas 461 s
Fenómenos paranormales 425s nadie está reprobado 287
Fiel (que no tiene oficio pastoral origen y evolución de la h.
en la Iglesia): v. Sacerdocio lOss
del pueblo de Dios unidad creciente de la h. 403
Filantropía: v. Beneficencia 2. Cualidad
Fin de los tiempos crecimiento en h. en Israel
anunciado por Jesús juntamen- 63-65 372s
506
crecimiento en h. en Israel y Inquisición 214 219
los otros pueblos 65-67 Insuficiencia del hombre 267-269
crecimiento en h. por la reve- 335 419
lación de Cristo 85 217 225s Islamismo 35 210 262s 275
373-375 Israel 39-67
Humanismo 36 263s 275 v. también Judíos; Unicidad
Humor 424 de Israel
Jerusalén
Iglesia
¿ Cómo se pertenece a la I. ? antes de la conquista 40
Diversos sentidos del térmi- centro del judaismo 42
no 226s después de la conquista 41
en el mundo 399ss destrucción de J. 160
es perdón 438s Jesús va definitivamente a J.
fundada por Jesús 135-144 154
oriental 210-212 primera subida de Jesús a J.
pueblo sacerdotal de Dios 334- 91
343 segunda subida de Jesús a J.
y bautismo 238-243 92s
y Estado 399-403 Jesús de Nazaret: v. en general
y E. históricamente 209-222 todo el libro y el índice de
Usamos el término «Iglesia» capítulos; esp. el capítulo
tal como aparece en la Bi- «¿Quién es éste?» 144-153
blia, es decir, tanto en sin- v. también Encarnación; Pa-
gular como en plural, para labra de Dios; Hijo de Dios
designar a las comunidades Judíos 42 198
locales. No rehusamos el tér- Juicio 104s 131 459ss
mino «Iglesia» a las comu- Justicia 413-417
nidades no católicas 226s Kerygma 203
Iglesias, arquitectura de las 208
213 217 222 Laico: v. Fiel
Impuestos 401 Laudes: v. Oración litúrgica
Indulgencias 437 Ley
Infalibilidad del Estado 339s 359 377s 380
del Colegio episcopal 351 400s
del Papa 353 en Israel 47
del pueblo de Dios 351 es expresión de los valores más
Infidelidades de la Iglesia 210 hondos perfeccionada por
214s 226 337 Jesús 128-135 360 363s
Infierno 104s 459s y conciencia 358-361 378-381
Infinito 395 402 405
revelación del I. 429 469s 476- Libertad 7 267 432s
480 Liturgia
tenemos anhelo de I. 18 de adviento 74
Inmanencia de Dios 469 de cuaresma 158
507
de la epifanía (reyes magos) Ministerio pastoral 179 191s 205
90s 343-355
de la colación de órdenes 349 Misa, santa v Eucaristía
de la confirmación 247 Miseria
de la eucaristía 319-328 del mundo 7-9 20-22 119 260
de la unción de los enfermos 458 471-476
449 en el matrimonio 375
de la vigilia pascual 181-185 en el trabajo 410ss
del bautismo 233-238 Misiones
del Domingo de Ramos 160 e índole propia de cada pueblo
del Jueves Santo 165ss 220s 339-342
del matrimonio 376s razón de las m 340ss
de los sacramentos 243-246 Misterio, no es un enigma o pro-
de los tres primeros días de blema 427-430
Semana Santa 161 Mística 305s
del Viernes Santo 170s Monoteísmo v Unicidad de Is-
de Navidad 86-90 rael
de Pentecostés y del resto del Mormones 313
año 193s Mortificación 448
¿qué es la celebración litúrgi- v también Servicio
c a ' 74 243 330 Movimiento de Pentecostés 313
Muerte 9 30 172-174 237s 260
Magia 30 109 248 317 269-273 437 450-455
Mal v Pecado, Miseria Mundo 6-14 336 364s 478s
Mandamiento v Ley, Decálogo v. también Hombre, Humani-
María dad, Creación
asunta al cielo 455
Concepción inmaculada de M Nacimiento 10 78 298 365-367
258 v también Nuevo nacimiento
dolor de M 92 169 Nacimientos, regulación de los
en Cana 96 n 385s
figura de la Iglesia 194 205s Narcóticos 404
madre del Señor 80s 83 Navidad 86-90
nacimiento virginal de Jesús Niño, se ha de recibir el reino
77-79 de Dios igual que un n 104
Marxismo 24 264-266 275 Niños muertos sin bautizar 242s
Matrimonio 129 365-392 Nombre de pila 241
v. también el índice general Novenario (Pentescostés) 188
Meditación 304 Noviazgo 369-372
Mentira 424s Nuevo nacimiento 235s 458 465
Milagros
de Jesús 109-112 Obediencia 94-96 123s 344s 386s
en el A T 53-57 395
en la Iglesia 113 Obispos 344-352
naturaleza de los m. 108ss Objetares de conciencia 407
508
Óleos, santos 165 235s 247 349 eterno (reprobación) 459s
449 individual 430-435
Omnipotencia de Dios 451s 471- original 249-260
480 mal que causa el p. 436s
Oración revelación del p. 43 266s
actitud de acatamiento y aper- Pedro, san 141-143 352s
tura en la o. 294 Pena de muerte 406
de contemplación 304 Penitencia (sacramento) 438-444
de Jesús 113-117 Pentecostés 189-194
de la mañana y de la tarde Perdón 236 431 435s
158 297 303 Persecuciones
de meditación 304 contra los cristianos 207 221
escuchada 120ss 474ss por parte de los cristianos 214
gran o. eucarística 294s 221
libre e individualmente inspi- Pobres de Yahveh 42 78 88 91
rada 297-306 101
litúrgica 296s Politeísmo 31
v. también Liturgia Precepto : v. Ley; Decálogo
mística 305s Presencia
perseverante 117 de Cristo 178-180 187-193 205
qué es la o. 293s 244 328-333 345
rosario 302 de Dios 46 244 470 476
sacerdotal 297 303 v. también Presencia de Cris-
Órdenes religiosas: v. Consejos to ; Espíritu de Dios
evangélicos Privilegio paulino 378
Origen 10 56 77s 366 Profecías 98 107s 159 172 188s
462
Pablo, san 202s Profetas 41ss 60-63 66 72 147
Paciencia 288 150 305
Padrenuestro 122s 234 Promesas de Dios 46 132 450-466
Padres de la Iglesia 208 Propiedad 394 412-419
Padrinos del bautismo 242 249 Protestantes: v. Reforma
Palabra de Dios 42s 46 179 309- Providencia: v. Dios y el mal
319 Proyección 24 41
liturgia de la p. 318s Publicidad 408-426
se hizo hombre 82-90 476-480 Purgatorio: v. Purificación
v. también Escritura Purificación 456ss
Papa 141-143 210 352ss
Paraíso 169 207 252-254 259s Quema de brujas 213
Párrocos 349
Pascua 181-185 Redención 260-275 375s 410-415
Paz 184 207 403 407s por obra de Cristo (síntesis)
Pecado 258-272
en la humanidad 227s 249-260 sobreabundó al pecado 250 258
271 437
509
Reforma del pueblo de Dios 334-343
bautismo en la R 239 348 351
consejos evangélicos 224 ministerial v Ministerio pas-
divergencias respecto al cato- toral
licismo 218s Sacerdotes 34°s 398
Escritura en la R 311ss Sacramentales 246
matrimonio en la R 378 Sacramentos 113 243-246 449
ministerio en la R 350 v también Bautismo, Confir-
origen de la R 216s mación, Eucaristía, Matri
v también Ecumemsmo momo, Sacerdocio, Confe-
Reino de Dios sión, Unción de los enfer-
anunciado por Juan 72ss mos
consumación del R de D 457- Salmos 168 172 307
465 Sangre 163 271 326
e Iglesia 143 Santos 194 208 291 335 337 454s
es el propio Jesús 107 Secreto
establecido por la muerte de de confesión 425
Jesús 156s profesional 425
todo este libro gira en torno Sectas 313s
a él 289 Sermón de la montaña lOls 130s
traído por Jesús 97-107 292 363 4l4s
Religiones primitivas 29s Servicio
Religiosos v Consejos evangé- de Cristo 94-96 123s 161s 237
licos en el espíritu de Cristo 161 237
Renovación de las promesas del 335 337 343 415
bautismo 241 Sexualidad 367s 389ss
Reparación por el pecado 436 Símbolo 245
442ss Simplicidad
Reprobación v Pecado eterno del Espíritu 191 276
Respeto al nombre de Dios 153 de los milagros de Jesús 109s
Respuesta de Dios al enigma del de los signos sacramentales
mundo 22s 260 276 471ss 165 244s 327s 333
Resurrección Social, lucha 41 ls 413ss
de Cristo 174-185 269 Sufrimientos
nuestra r 269 451-466 debemos luchar contra el s
Revelación 32 228 267-276 280s 267s 375 403-409 410 412
338 351s 356s 360s 470s 476 de Cristo 23 154-171 198 206-
v también Dogma, Palabra de 208 210-223 475s
Dios por Cristo adquieren carácter
Reyes de Oriente v Epifanía redentor 269-273 41ls
Rosario 302 v también Miseria
Suicidio 405
Sabiduría de Dios 47ss 82
Sacerdocio Tentación 94ss 167 283-286 288
de Cristo 269 348s Testigos de Jehová 313
510
Tiempo libre, cómo ocuparlo 420 Unicidad de la revelación de
Tolerancia 339s Cristo en el mundo 267-276
Tomás de Aquino, santo 37, 53 471-480
213s 224 231 258s 359 Universismo chino 34s
Trabajo 6 8 92 409 412
Trascendencia de Dios 469 Vejez 392 447s
Verdad 424
Unción de los enfermos 449s Vía Crucis 171
Unicidad de Israel Viático 450
en el mesianismo 44s Vida conventual o monástica:
en historiografía 45 v. Consejos evangélicos
en la revelación del pecado Vísperas: v. Oración litúrgica
43 Vocación
en su monoteísmo y fidelidad de Abraham 40 44 137 276
a un solo Dios 37 40s 46 de Israel 37
467-471 de Jesús para servir 94ss
en toda su historia 56 de la Iglesia 276 334-338
Unicidad de Jesús del hombre individual 336 354s
en el Padrenuestro 122s 388
en la formación de sus após- de los profetas 55 94 305
toles 136s 144 146-150 Jesús no apela a su v., habla
en sus parábolas 99 siempre en nombre propio
por sus milagros 109s 147
511