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Christian Jacq, el egiptólogo más famoso del mundo, nos

acompaña por los lugares arqueológicos más espectacu-


lares del país bañado por el Nilo. Siguiendo un itinerario
cronológico, se aventura en el desierto, en los oasis y en
los lugares que los faraones eligieron para erigir los tem-
plos majestuosos que han legado a la eternidad. Un viaje
emocionante en busca de las raíces de la historia, en un
país conocido pero siempre misterioso.

«Este libro es una invitación a la fiesta la fiesta de un


viaje inolvidable, la fiesta de la mirada, la fiesta del es-
píritu, pues el antiguo Egipto es una de las más bellas
creaciones del hombre. Contemplando estas piedras ven-
erables revivimos la historia a través de monumentos
que son también obras maestras Uno tiene la sensación
de encontrarse con el hombre eterno, aquel que sabe
construir, expresar la belleza, dar un sentido a la vida».
Christian Jacq
Christian Jacq

Guía del antiguo Egipto


ePub r1.0
Rusli 14.09.13
Título original: Les grands monuments de L’Égypte ancienne
Christian Jacq, 1986
Traducción: Manuel Serrat Crespo

Editor digital: Rusli


ePub base r1.0
A Claude Gagnière,
tras los pasos de los faraones
INTRODUCCIÓN
Descubrir Egipto

El viaje a Egipto constituye, para todos aquellos que tienen la


suerte de realizarlo, una aventura inolvidable. Quien descubre la
prodigiosa civilización de los faraones vive un acontecimiento ex-
traordinario. Egipto no es un país como los demás. En aquella
tierra se desarrolló durante cuatro milenios una cultura de
inigualable fulgor que sobrevive aún en centenares de monu-
mentos muchos de los cuales son accesibles para los peregrinos de
hoy.
Pero el descubrimiento es, a veces, frustrante. El viajero tiene,
a menudo, la impresión —perfectamente acertada, por lo demás—
de contemplar un arte que se dirige a lo eterno, de pasear por un-
os parajes donde reina todavía una magia cuyas claves se le es-
capan. Y cuanto más se descubre el Egipto de los faraones, más se
desea descubrirlo, comprenderlo, penetrar sus misterios. Siempre
se vuelve a Egipto. Un solo viaje no basta. Lejos de Egipto, se
sueña en ese país de los mil y un soles que se levantan sobre los
templos y se ponen con una explosión de colores, en las aguas del
Nilo, el río-dios.
Es necesario preparar el viaje a Egipto. Se recurre, natural-
mente, a las guías. Pero éstas, escritas por especialistas, son muy
a menudo complejas y procuran una abundancia de informa-
ciones la mayoría de las cuales sólo interesa a los arqueólogos.
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Durante mis numerosos periplos por Egipto, he tenido la


ocasión de acompañar a amigos o grupos de apasionados visit-
antes. He tomado así conciencia de que no existía un libro sen-
cillo, sin pretensiones, que hiciera balance de los conocimientos
esenciales para descubrir Egipto y que permitiera abordar los
principales parajes con ciertos puntos de orientación.1
Tras algunas indicaciones generales, llaves necesarias para ab-
rir las puertas de la historia, la geografía, la religión egipcias,
saldremos pues de viaje, deteniéndonos en cada una de las etapas
esenciales, desde El Cairo a Abu Simbel. En este recorrido sólo he
tenido en cuenta los grandes monumentos, los que siguen hab-
lando para nuestros ojos y nuestros corazones. Existen, claro está,
otros parajes, que he citado en anexo, reseñados a los especialis-
tas dado su estado de degradación. Tell al-Amama, por ejemplo,
la ciudad solar del célebre faraón Ajnatón, hoy es sólo una soledad
desértica donde no subsisten más que algunas piedras, record-
atorio de la prodigiosa aventura que allí se desarrolló.
Este libro es una invitación a la fiesta: fiesta de un viaje in-
olvidable, fiesta para la mirada, fiesta para el espíritu también,
pues el antiguo Egipto es una de las más hermosas creaciones del
Hombre. Contemplando esas piedras venerables, reviviendo la
historia a través de monumentos que son otras tantas obras maes-
tras, se experimenta la sensación de encontrar al Hombre eterno,
el que sabe construir, expresar la belleza, dar sentido a la vida.
Como los antiguos griegos, que iban a buscar ciencia y sa-
biduría a Egipto, abandonemos ahora las brumosas riberas de la
vieja Europa y dirijámonos hacia el soleado centro de todas las
civilizaciones mediterráneas, hacia el país amado por los dioses.
PRIMERA PARTE
Claves para entender Egipto
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Un país único en el mundo

El paisaje egipcio

Egipto es un país extraño. No hay otro que se le parezca. Evoca


una flor de loto abierta cuya parte superior ensanchándose cor-
respondería a lo que los modernos llaman el Delta, y cuyo largo
tallo seria el Valle del Nilo propiamente dicho, un estrecho
corredor de 13 a 15 km de anchura que serpentea entre los acantil-
ados arábicos y líbicos. El Delta tiene aproximadamente la super-
ficie de Bélgica. El Valle del Nilo, de El Cairo a Asuán, tiene más
de 900 km de largo. Éste es el decorado: dos países en uno, muy
distintos el uno del otro, pero inseparables. El paisaje egipcio es,
sobre todo, el Nilo, el desierto, el verde de los cultivos y los
palmerales, el encanto de las aldeas, un sentimiento de eternidad,
de inmutable. «El paisaje egipcio —escribe Serge Sauneron— ab-
sorbe al hombre y le da a cambio una pequeña parte de su etern-
idad». Para probar este tesoro, claro está, hay que olvidar las
grandes ciudades como El Cairo, donde la vida cotidiana está muy
lejos de ser sencilla, o también la tecnología de la enorme presa de
Asuán. Pero la modernidad apenas ha penetrado en la campiña,
se ha detenido en el umbral de los templos. Realmente es posible,
en Egipto, ponerse en contacto con una inmensa civilización en su
contexto, bajo su cielo.
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Es probable que, unos 5000 años a. J. C., se produjera una de-


secación en esta parte del mundo, haciendo habitables las tierras
pantanosas a uno y otro lado del río. Agrupándose en pequeñas
comunidades, algunos clanes descubrieron entonces la ex-
traordinaria riqueza que el Nilo les ofrecía.

Egipto, don del Nilo

En palabras del griego Herodoto, Egipto es un don del Nilo. El río


más largo del mundo (6500 km) es un gran proveedor de benefi-
cios. Antes de la construcción de las presas de Asuán (la última es,
para algunos expertos una catástrofe ecológica) el Nilo acarreaba
un limo silícico-arcilloso procedente de Abisinia que formaba una
rica «tierra negra» que hizo de Egipto uno de los graneros de trigo
del mundo antiguo.
Uno de los más ardientes deseos de los egipcios era que la cre-
cida fuese puntual y que no fuera demasiado escasa ni demasiado
abundante. El Año Nuevo, fijado hacia el 19 de julio, coincidía con
la crecida de las aguas. A fines de septiembre, Egipto era un in-
menso lago del que sólo emergían las colinas sobre las que se
habían construido las aldeas. En aquella época del año, como en
las demás, el río era la principal vía de circulación, una verdadera
autopista por la que bogaban barcas y navíos. Para designar al
pobre entre los pobres, aquel a quien el señor local debía yacija y
cubierto, se empleaba precisamente la expresión «el sin-barca».
El Nilo era una potencia divina a la que los egipcios denomin-
aban Hapi, lo que tal vez significa «el Brincador». Es inútil buscar
en esa tierra las fuentes del Nilo: se hallan en el cosmos, en un
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inmenso depósito del que procede cualquier vida. El Nilo que


vemos en forma de agua es sólo la proyección de un río celestial
que da vida, riqueza, abundancia. Se representaba a Hapi como
un personaje andrógino, de colgantes pechos y enorme vientre.
Veremos, en los muros de los templos, procesiones de «dioses-
Nilo» llevando a los dioses magníficos productos agrícolas.
El Nilo era considerado un ser único que se había creado a sí
mismo. Daba fuerza a cada divinidad. ¿Acaso no procedía del ini-
cio del mundo? ¿No se asimilaba la inundación al rocío y al fec-
undante sudor de los dioses? Gracias a la crecida, Egipto vivía de
nuevo en el tiempo primordial, en esa edad de oro en la que los
dioses se habían posado sobre la primera colina que emergiera del
Océano de los orígenes. Y ese paisaje fue recreado del modo más
grandioso y más espectacular en el paraje de Gizeh. Cuando las
tierras circundantes estaban cubiertas de agua, las tres grandes
pirámides simbolizaban, evidentemente, las colinas primordiales
que probaban a los hombres que las energías primeras, vitales, es-
taban presentes en la tierra. Esta grandiosa realización es carac-
terística del espíritu egipcio: nunca se limita a pensar, sino que
encama, construye.
El Nilo es la arteria vital del país. A partir de él se desarrolla
un verdadero sistema sanguíneo, el de los canales de riego, que
fue la gran obra de los primeros reyes. En los periodos de decad-
encia, la falta de mantenimiento de esos canales tuvo siempre
consecuencias catastróficas. Y el Egipto moderno es económica-
mente muy inferior al Egipto antiguo, en gran parte, porque se ha
olvidado este equilibrio de base.
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Un país doble y tres estaciones

Egipto es el Ojo de Ra, la mirada del sol, lo que rodea el disco sol-
ar, lo que derrama la luz, la tierra amada por los dioses. Pero es
también la Negra (la tierra fértil, fangosa) y la Roja (la tierra árida
del desierto). La dualidad Bajo Egipto (Delta)/Alto Egipto (Valle
del Nilo) marca un eterno conflicto entre dos hermanos: Horus,
señor del Bajo Egipto, y Seth, señor del Alto Egipto. El antagon-
ismo existirá tanto como el mundo. Esta lucha no es negativa:
produce una energía necesaria para preservar el equilibrio de las
Dos Tierras.
El Delta es el dominio de los papiros; su genio bueno es la
diosa-serpiente Uadjet, la verdeante. El Alto Egipto es el dominio
de los juncos, protegido por la diosa-buitre Nejbet. En este valle,
que hoy parece a menudo pobre en vegetación, existían antaño
grandes bosques donde cazaban los nobles. Nada era, por lo de-
más, más caro al corazón del egipcio que un verde jardín correcta-
mente mantenido. Este amor por los vegetales se encuentra en la
lengua: la palabra «ser joven, vigoroso» corresponde a una rama
de palmera; «ser verde, ser próspero», se escribe con un papiro. Y
para escribir el verbo «ir», signo manifiesto de la vida, se colocan
unas piernas bajo un tallo de caña. El propio faraón, entre sus dis-
tintos títulos, es «el de la caña».
Cuando se abandonan las zonas cultivadas para entrar en el
desierto, se abordan los dominios de Seth. Allí se excavaban las
necrópolis. Allí también se hallan las canteras de donde se ex-
traían las piedras. Pues el desierto, mundo peligroso, mundo no
construido, es también el mundo que proporciona al hombre los
materiales necesarios para edificar las moradas de la eternidad.
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En el desierto hay oasis. Los del desierto del oeste eran etapas
en las rutas caravaneras, custodiadas por una policía especializ-
ada. Allí se cultivaban viñas que producían excelente vino y se co-
sechaban dátiles con sabor a miel. Los oasis del desierto del este
eran menos risueños; allí se hallaban yacimientos de minerales,
de piedras para la construcción, de piedras semipreciosas.
El Egipto antiguo no conocía cuatro, sino tres estaciones. La
primera se llama akhet. Corresponde a la inundación. Se la sim-
boliza con un personaje que lleva un loto en la cabeza. El término
akhet procede de una raíz muy importante en jeroglíficos, akh,
que significa «ser útil, ser luminoso». La segunda estación se de-
nomina peret, es decir «lo que sube, lo que sale»; es la época de
las siembras. La tercera se llama shemu: es el tiempo del estío y
las cosechas.
Cosechas muy abundantes, pues el antiguo Egipto fue un país
de prodigiosa riqueza agrícola, que exportó a toda la cuenca medi-
terránea. La expresión alimenticia de base es «pan-cerveza»: el
trigo para la fabricación de los numerosos tipos de pan, la cebada
para la de la cerveza. Pero se cultivaban también numerosas
legumbres, entre las cuales eran especialmente apreciadas las len-
tejas, los garbanzos, la lechuga, la cebolla y el ajo. En cuanto a la
fruta, las dos más importantes eran los dátiles y la uva. Los anti-
guos egipcios, a diferencia de los modernos, eran muy aficionados
al vino y algunas regiones, el Fayum y los oasis en especial, tenían
fama por sus grandes caldos. La miel servía de azúcar.
A los egipcios de antaño les gustaba mucho la carne: buey, cor-
dero, cerdo, diversas aves de corral formaban parte del menú, sin
contar lo que se cazaba, hipopótamos, cocodrilos, animales del
desierto.
Los placeres de la mesa contaron siempre mucho para los
faraones, que consideraban las riquezas de la naturaleza como
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dones divinos. Era agradable vivir en aquella tierra bendita y sin


duda por eso una gran civilización perduró allí varios milenios.
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Cuatro milenios de historia

El Egipto «faraónico»

El antiguo Egipto propiamente dicho es el Egipto «faraónico».


Una civilización coherente que duró unos treinta siglos, de finales
del cuarto milenio a. J. C. hasta el 332 a. J. C., fecha de la con-
quista de Alejandro. Tras esta fecha hubo aún faraones y se con-
struyeron o reconstruyeron templos admirables que encon-
traremos en nuestra ruta. Pero los faraones eran extranjeros que,
para gobernar Egipto, debían hacerse coronar según los ritos
tradicionales.
Durante unos 3000 años, Egipto consiguió absorber las influ-
encias extranjeras, hizo egipcio todo lo que en su suelo se pro-
ducía, y casi dan ganas de fechar el final de la aventura egipcia en
el 24 de agosto de 394 d. J. C., fecha del último texto jeroglífico
conocido. A partir del momento en que no se escribe ya en
jeroglíficos, el alma del Egipto de los faraones asciende hacia el
sol y abandona su aspecto terrestre.
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Los imperios

Las estructuras esenciales de la historia egipcia, de la que a decir


verdad conocemos muy pocos aspectos, son simples.
La Prehistoria, cuyas huellas son muy difíciles de analizar, se
caracteriza por un gran mito: el enfrentamiento de Horus, señor
del Norte, y Seth, señor del Sur.
Horus acaba logrando una especie de supremacía. Unos seres
divinos, los Servidores de Horus, civilizaron la tierra de Egipto.
Les sucedió el primer faraón, Menes, cuyo nombre significa «el
Estable». Convertido en rey del Alto y Bajo Egipto, es decir, de un
país unificado, puso la primera piedra de un largo linaje de
faraones distribuidos en treinta «dinastías».
Las dos primeras dinastías constituyen lo que se denomina el
«período dinástico». Egipto entra en la historia. Vienen luego tres
imperios, separados por períodos intermedios. Los imperios son
los momentos álgidos de la historia egipcia, aquéllos durante los
cuales el poder faraónico está en la cima de su potencia y de su
brillo. Durante los períodos llamados «intermedios», por el con-
trario, el país conoce divisiones internas o cae bajo los embates de
invasiones extranjeras que ponen en cuestión su equilibrio.
El Imperio Antiguo (2628 a 2134 a. J. C.)2 comprende las III,
IV, V, VI dinastías. Es la edad de oro de una civilización en plena
juventud, en pleno vigor. Es el tiempo de las pirámides, de las
construcciones colosales, de los faraones hijos de los dioses y del
Sol, de los grandes dominios dirigidos por nobles de fuerte per-
sonalidad. La III dinastía es la de Zoser y su ministro hechicero,
Imhotep, que inventó la arquitectura de piedra. La IV dinastía ve
los reinados de Keops, Kefrén y Mikerinos, que hicieron edificar
las tres célebres pirámides de la llanura de Gizeh. La V dinastía es
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la de los reyes de Heliópolis, la ciudad de la Luz; adoptan el título


de «hijos del Sol» y hacen construir templos a su gloria. La VI
dinastía quedó marcada, sobre todo, por el reinado más largo de
la historia, el de Pepi I que subió al trono a los seis años y murió
centenario.
Se produjo luego un declive por causas aún misteriosas: ¿in-
vasión extranjera? ¿Degradación del poder central? ¿Agitación so-
cial? ¿Repetidas hambrunas? Se ignora a ciencia cierta. De 2134 a
2040 tenemos el Primer Período Intermedio, durante el que
Egipto parece dormir.
Llega entonces el brillante despertar del Imperio Medio (2040
a 1650 a. J. C). Es la época «clásica» por excelencia, con una
prodigiosa floración literaria, un arte elegante y refinado y nu-
merosísimos monumentos de los que muy pocos, por desgracia,
se han conservado. El Imperio Medio ve el advenimiento de Te-
bas, en el sur (en el emplazamiento de los actuales Karnak y
Luxor), mientras el polo del Imperio Antiguo era Menfis (cerca de
El Cairo). Los faraones del Imperio Medio, los Mentuhotep,
Sesostris, Amenemhet, son poco conocidos, pero fueron notables
administradores que devolvieron a Egipto una nueva prosperidad.
Prudentes, realizaron la conquista de Nubia y construyeron
fortalezas para proteger Egipto de las invasiones. Algunos asiáti-
cos se instalan en el Delta pero la Sirio-Palestina es es-
trechamente controlada. Varios centros de influencia, especial-
mente la ciudad de Licht, en el Fayum (no lejos de El Cairo),
Heliópolis, donde se embellece el gran templo del Sol, o Tebas
donde se inician las grandes obras de Karnak. Se reorganiza la
Administración, se desarrolla la agricultura. Los nomarcas, es de-
cir los funcionarios colocados a la cabeza de los nomos (las pro-
vincias), demuestran ser particularmente eficaces.
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Para hacerse una idea de esta época hay que acudir al paraje
de Beni-Hassan, en el Medio Egipto, para contemplar el único
conjunto de tumbas más o menos bien conservadas. El paraje, de
acceso relativamente difícil, sólo es explícito, por desgracia, para
los arqueólogos. La capilla de Sesostris, en Karnak, y las estatuas
de los faraones del Imperio Medio, en el Museo de El Cairo, per-
miten sin embargo apreciar el genio risueño y grave de esa época
de equilibrio y serenidad.
Nueva crisis con el Segundo Periodo Intermedio (1650 a 1551
a. J. C.). Esta vez se conocen las causas. Los hicsos, pequeños
soberanos de países extranjeros cuya identidad sigue siendo in-
cierta invaden Egipto por el norte. Se instalan en el Delta, pero no
consiguen asentar su dominio en todo el país. Éste vive un peri-
odo de anarquía con varias dinastías rivales y ausencia de un
poder central. Los hicsos son asiáticos. Difunden el uso del
caballo, aportan nuevas técnicas como el trabajo del bronce y cul-
tivan nuevas hortalizas.
Pero Egipto no puede subsistir mucho tiempo sin faraón. Nace
en Tebas un movimiento de liberación que pondrá fin a dos siglos
de una ocupación, al parecer, bastante suave. Es el nacimiento del
Imperio Nuevo (XVIII, XIX y XX dinastías, de 1551 a 1070), dur-
ante el cual Egipto se convierte en la primera potencia del mundo
mediterráneo. La famosa XVIII dinastía comprende numerosos
nombres célebres: Hatsepsut, la reina faraón, Tutmosis III, el Na-
poleón egipcio, Ajnatón el hereje, o Tutankamón, el joven rey de
fabulosa tumba. Egipto queda de nuevo unificado. Un ejército de
calidad, una economía fuerte, conquistas, una sociedad refinada,
lujosa, Tebas la fastuosa que alberga Karnak, el templo de los
templos: un decorado de ensueño que fue, sin embargo, realidad
hasta la crisis abierta por el joven Amenofis IV, que reniega de Te-
bas y sus sacerdotes para fundar una nueva capital en el desierto,
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Tell el-Amarna, donde podrá adorar a su dios, el Sol Atón. El epis-


odio es breve: regreso a la normalidad con el general Horemheb.
El peligro hitita se perfila en el horizonte. Serán necesarios
Seti I y, sobre todo, el ilustre Ramsés II (1290-1224 a. J. C.) para
salvaguardar la paz. La imagen guerrera de Ramsés II es por com-
pleto errónea; la mayor parte de su largo reinado estuvo con-
sagrada a la edificación y restauración de numerosísimos monu-
mentos. No hay muchos lugares por donde no hayan pasado sus
Maestros de Obra, dejando aquí y allá el nombre de su amo, como
si hubiera construido todo Egipto.
La XX dinastía será la del último gran faraón egipcio, Ramsés
III (1184-1153 a. J. C.). Consigue repeler las invasiones de los
«pueblos del mar» y de los libios, librando especialmente una for-
midable batalla naval, que aparece evocada en los muros de su in-
menso templo funerario de Medina Habu.
Con la Baja Época, que se inicia en 1070 a. J. C., con la muerte
del último de los Ramsés, Ramsés XI, comienza una lenta degra-
dación. Tebas en el sur y Menfis en el norte siguen siendo, es
cierto, grandes ciudades; Egipto es aún, es cierto, una gran poten-
cia; pero el tiempo de los imperios ha pasado. También el mundo
ha cambiado, se producen migraciones de población, aparecen
nuevas sociedades, cada vez menos sacralizadas, cada vez más
políticas o guerreras; se verá ascender al trono de Egipto a nubios,
libios, ciertamente muy «egiptizados» y que siguen las reglas del
gobierno faraónico, pero extranjeros pese a todo. Los griegos se
instalan en el Delta. Aportan la afición a los negocios, una visión a
menudo materialista y mercantil de la vida. El gusano está en la
fruta.
Sobresalto en la XXVI dinastía, llamada «saíta» (664 a 525 a.
J. C.): se regresa a los valores del Imperio Antiguo, se busca un
ideal de pureza y de rigor. Pero es sólo un sueño. Y el despertar es
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cruel. Es la primera ocupación asiría de Cambises a Darío II.


Egipto es liberado en el año 405 y aún conocerá tres dinastías
«libres» o «indígenas». La XXX dinastía, la última, es un verda-
dero castillo de fuegos artificiales: Egipto emprende construc-
ciones inmensas. Quiere transmitir a toda costa su sabiduría, su
arte de pensar y de vivir, su genio arquitectónico y escultórico.
Llega entonces, en el año 343 a. J. C., la segunda ocupación
persa. Es muy dura, va acompañada de crímenes, de destruc-
ciones sistemáticas. Egipto está de rodillas.

Los últimos fulgores

Un extranjero expulsa al ocupante. En el año 333, Alejandro


Magno libera a los egipcios del yugo persa e inaugura lo que se de-
nomina el período grecorromano, el de los últimos fulgores del
antiguo Egipto. Funda Alejandría, ciudad que los egipcios consid-
erarán siempre como el linde de su país, como un poco extranjera.
Sin embargo, allí se instalarán los sucesores de Alejandro, los to-
lomeos, encargados de gobernar Egipto.
El país se debilita poco a poco. El sur, con Tebas, cuyo esplen-
dor se extingue, se hunde en el aislamiento, en el empecinado res-
peto a unas tradiciones que mueren. El Delta, en cambio, se abre
a las influencias extranjeras, a la cultura griega y latina.
Cleopatra VII, que sucederá a Tolomeo XIV, el último del lina-
je, soñará aún en un Egipto poderoso, capaz de dominar el
mundo. Pero será vencida por Roma. Tras la Batalla de Actium,
en el año 30 a. J. C., Octavio, el futuro Augusto, se convierte en
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señor de Egipto, gobernado a partir de entonces por emperadores


romanos que sólo piensan en desvalijarlo.
Paradójicamente, durante este triste periodo los egipcios crean
o desarrollan templos extraordinarios: Edfu, Isná, Filae, Kom
Ombo datan de este período «tolemaico» y «grecorromano».
Comprendiendo que el país no recuperará ya su independencia,
los sacerdotes, con el apoyo de la población, consagrarán todos
sus esfuerzos a transmitir la antigua sabiduría. El vocabulario de
los jeroglíficos aumenta de un modo considerable, los muros de
los templos se cubren de textos que nos ofrecen los secretos trans-
mitidos, antaño, con encubiertas palabras.
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Con el cierre del último templo egipcio, Filae, el destino del


país toma otros caminos. Será el Egipto cristiano, islámico, mod-
erno. Y será necesario aguardar a la expedición de Napoleón en
Egipto, en 1799, y al genial descubrimiento de un joven sabio
francés, Jean-François Champollion, en 1822, para poder revivir
la aventura de los faraones y descifrar los jeroglíficos.
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El faraón y la sociedad egipcia

Durante toda su existencia, el Egipto faraónico conoció sólo un


único régimen político: la monarquía faraónica. Fabuloso ejemplo
de inigualada estabilidad, que permitió una notable coherencia a
la antigua civilización egipcia, a pesar de los sobresaltos de la his-
toria. Incluso los emperadores griegos y romanos, para que el
pueblo de Egipto les reconociera como soberanos, tuvieron que
pasar por los ritos ancestrales que «hacían» un faraón como una
obra de arte. Pues de eso se trata, en efecto: el faraón no es sólo
un rey, un jefe de Estado, un jefe de guerra, el amo de la economía
y de la diplomacia. Es ante todo el receptáculo de la energía divina
y el Maestro de Obra que construye el templo. La palabra faraón
deriva del egipcio per-aa, «la gran morada»; el faraón era consid-
erado, en efecto, el Ser inmenso que podía acoger en sí a todos los
seres. Con sus coronas, sus cetros, su barba postiza, sus cinco
nombres sagrados y los demás atributos de su poder, no era un
individuo sino el símbolo de todas las potencias energéticas que
constituyen la vida.
Los ojos del faraón escrutan el interior de todo ser. Sus planes
son perfectos. Lo que ordena se realiza por la fuerza del Verbo.
Dios en su palacio, él es el único sacerdote que celebra los ritos in-
dispensables para que los dioses permanezcan en la Tierra. Le
dice al Creador. «Me has hecho aparecer rey en el origen, or-
denándome: Haz que exista el orden en mi nombre». Los funcion-
arios son los ojos, los oídos, la boca del rey.
Gracias al faraón el sol brilla para la humanidad. Es la imagen
resplandeciente del Dueño del Universo. Un único texto permitirá
precisar bien su real estatura: «Te pareces al dios Sol en todo lo
que haces; todo lo que tu corazón desea se realiza. Si por la noche
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has formulado un deseo, se cumple rápidamente al amanecer… Tu


lengua es una balanza, tus labios son más exactos que la aguja de
precisión de la balanza de Thot… No hay tierra que no hayas re-
corrido y todo llega a tus oídos… El Verbo está en tu boca, la in-
tuición en tu corazón, el trono de tu lengua es un templo de la ver-
dad y el dios reside en tus labios. Tus palabras se cumplen cada
día y los pensamientos de tu corazón se realizan como los del dios
Ptah, cuando crea obras de arte».
La realeza es una función perfecta creada por los dioses. Por
ello el faraón debe ser un sabio y un hombre prudente. Dios le ha
distinguido entre miles de hombres, pero eso supone inmensas
responsabilidades. Base de la organización social, el faraón se
sitúa en un linaje; se inspira en el ejemplo de sus padres y debe
respetar su herencia: «Elevada es la función del faraón —reza un
papiro—; no cuenta con su hijo ni con su hermano para perpetuar
sus monumentos. Cuenta, pues, con otros: un hombre actúa para
aquel que le ha precedido, deseando que sus actos sean pro-
longados por otro que vendrá después de él.»3
No hay gobierno «personal», por consiguiente, ni fantasías in-
dividuales, sino un respeto a la Tradición legada por los dioses
que reinaron antaño en Egipto. Esta gran perspectiva se con-
cretaba en una Administración tan rigurosa como compleja. El
faraón se apoyaba, sobre todo, en aquel al que se llama el «visir»,
primer ministro con múltiples funciones. Su tarea, por lo demás,
era tan abrumadora que en ciertas épocas hubo un visir para el
Alto Egipto y otro para el Bajo Egipto. Estos encumbrados per-
sonajes reinaban sobre un verdadero ejército de funcionarios, los
famosos escribas, algunos de los cuales eran temidos por su án-
imo puntilloso y su manía de anotarlo todo, de registrarlo todo.
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El principio esencial de la sociedad egipcia es sencillo: todo


pertenece al faraón. Sin embargo, eso no elimina la propiedad
privada ni la responsabilidad individual. De hecho, el rey ofrece lo
que posee a quienes son capaces de hacer fructificar una tierra, un
dominio, de realizar un oficio. Gozan entonces de los frutos de su
trabajo, pero el faraón tiene el deber de alimentar a quien tiene
hambre y de vestir al desnudo; en los años de hambruna o de pen-
uria económica, la población se vuelve de manera natural, hacia el
poder central.
De la casa real dependen los graneros, los depósitos, las
grandes pesquerías, los principales gremios profesionales, en re-
sumen, todos los engranajes esenciales de la economía egipcia.
Pero cada uno de ellos posee cierta independencia y el conjunto se
articula en relación al templo que, en Egipto, es a la vez un centro
religioso, social y económico.
Religión y sabiduría

¿Dios o los dioses?

Muchos creen aún que el faraón «hereje», Ajnatón, inventó el


monoteísmo. En realidad, sólo estaba sacando a la luz, dándole el
máximo de publicidad, el antiguo modo de ver de los sacerdotes
de Heliópolis, la ciudad del Sol.
Desde sus orígenes, Egipto es monoteísta, es decir que re-
conoce un Principio creador único; pero es politeísta en la medida
que este principio se encarna en la Tierra bajo diversas formas, es
decir en «los dioses». Sabiduría en verdad ejemplar, que con-
vierte la religión egipcia en una admirable construcción espiritual.
Tres son todos los dioses, dicen los textos: Amón, Ra y Ptah.
Amón es «el Oculto», aquel cuya forma no puede ser conocida; Ra
es la Luz; Ptah es el patrono de los artesanos, de quienes crean
con el ingenio y las manos. Amón es el dueño de Tebas, Ra el de
Heliópolis, Ptah el de Mentís. Estos tres dioses, que sacralizan la
Tierra entera, son tres aspectos del Principio único: Amón es su
nombre secreto, Ra es su rostro resplandeciente, Ptah su cuerpo
armonioso.
Podrían escribirse miles de páginas sobre esta religión, a la vez
profunda, eterna, respetuosa de la vida y consciente del papel in-
menso e irrisorio del hombre. Se caracteriza por no tener dogma
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absoluto y definitivo; ninguna verdad revelada e impuesta, nin-


guna rigidez, no hay libro sagrado que afirme, de una vez por to-
das, la verdad. Esta verdad debe ser reformulada, remodelada
permanentemente; la vida es clave de sabiduría, no una teoría in-
telectual. El mundo es sencillo, en cierto modo: Dios lo crea a
cada instante y los hombres son más o menos aptos para com-
prenderlo. Afortunadamente, disponen de un intermediario, el
faraón, que es a la vez dios y hombre y puede, así, guiar a su
pueblo por el camino correcto.
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La religión egipcia comprende un número bastante reducido


de divinidades, siempre presentes en los textos o en los monu-
mentos, desde los orígenes de la civilización al período grecorro-
mano. Entre los más célebres están Anubis, con cabeza de chacal,
que conduce las almas por los caminos del otro mundo; Hator la
encantadora, dueña del amor; Khnun, con cabeza de camero, el
alfarero que modela en su torno las existencias; Osiris, el dios
muerto y resucitado; Isis, su compañera, la gran hechicera; Seth,
el señor del desierto, cuyo rostro es el de un animal imaginario e
inquietante.4
Se necesita muy poco tiempo para aprender a reconocer esos
extraños personajes en los que se encarnan las fuerzas de la
creación. Los egipcios no eran ingenuos ni crédulos; no se diver-
tían dibujando criaturas extrañas, pero consideraban que estas
representaciones simbólicas eran el mejor modo de evocar, a
través de la imagen, los elementos constitutivos del universo.

Varias creaciones del mundo

Cada gran ciudad corresponde a una creación del mundo particu-


lar. En Heliópolis, se decía que la vida había nacido de un océano
de energía. En su seno despertó un dios, Atum, cuyo nombre egip-
cio significa a la vez «el que es» y «el que no es»». Masturbán-
dose, Atum hizo nacer a la primera pareja: Chu, el aire luminoso,
y Tefnut, el medio húmedo. A su vez, éstos dieron vida a Geb, el
tierra (la palabra es masculina en egipcio) y Nut, la cielo (la pa-
labra es femenina). De la unión del cielo y de la tierra nacieron
dos nuevas parejas, Osiris e Isis, Seth y Neftis. Al asesinar a su
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hermano Osiris, Seth marcó el punto de partida de un drama, la


aventura de la humanidad en la Tierra.
En Menfís, la ciudad de Ptah, el Verbo lleva a cabo la creación.
Todo ha nacido de la lengua del dios, señor de los artesanos, y de
su corazón, símbolo de la intuición. No es casual, por otra parte,
que el famoso prólogo del Evangelio según san Juan, que comi-
enza con «En el principio es el Verbo, y el Verbo es Dios», sea un
calco de un texto egipcio.
En Hermópolis, la ciudad del dios Thot, señor del hermetismo,
de las ciencias secretas y de los jeroglíficos, se afirmaba que todo
procedía de un huevo que contenía un sol. Se hablaba así de un
cáliz de loto, con los pétalos cerrados en la noche de los orígenes.
Cuando por primera vez brotó la luz, el loto se abrió y de él salió el
Sol. Cada noche regresaba a la flor para regenerarse.
Podríamos relatar muchas otras creaciones del mundo. Según
la filosofía del antiguo Egipto, están destinadas a mantener des-
pierto nuestro espíritu, a evitar que nos quedemos fijos en una
doctrina, a que aceptemos la multiplicidad de las verdades de la
vida.

Todos somos Osiris

El papel esencial de una religión es responder a las preguntas fun-


damentales que nos hacemos sobre el sentido de la vida, sobre la
muerte, sobre la creación, sobre el destino. Egipto no flaqueó en
la tarea y las respuestas que da no han pasado, ciertamente, de
moda.
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Tomemos un simple ejemplo. El faraón, en el instante de su


muerte física, se convierte en un Osiris. Lo mismo ocurre con to-
dos los seres. Hoy sólo hablamos de esta muerte. Pero los egipcios
consideraban que esa extinción corporal, por penosa que sea, era
sólo un acontecimiento secundario. Más grave es la segunda
muerte, la que puede aniquilar nuestro ser para siempre si no su-
peramos la prueba del tribuna] del más allá.
En ese instante los dioses nos exigirán cuentas sobre el modo
como hemos llevado nuestra existencia. Y la ley cósmica, la de la
diosa Maat, armonía inalterable de la vida, nos juzgará sin com-
placencia. Quienes hayan abandonado sus sagrados deberes de
ser humano serán presa de la Devoradora, monstruo híbrido, y re-
gresarán al ciclo natural. Los demás serán proclamados «justos de
voz» y penetrarán en diversos paraísos donde disfrutarán de las
alegrías de nuevas existencias.
Todos somos Osiris, pues el dios Osiris es ayer, hoy y mañana.
Es el símbolo perfecto de una realidad divina y humana que no
varía con el tiempo. Los egipcios depositaban su confianza en
Osiris, pues era el garante de la resurrección, idea que el cristian-
ismo tomó de la antigua religión egipcia.
Para afrontar el tribunal del más allá, debemos aprender tex-
tos sagrados, conocer los ritos, haber practicado la armonía en
tierra y sustituir nuestro corazón de carne por un corazón-con-
ciencia, simbolizado por un escarabeo. En jeroglífico, la misma
palabra significa «escarabeo» y «transformarse, evolucionar, de-
venir». Cada cual debe evolucionar de acuerdo con la regla de los
dioses. Ésta es, precisamente, lo que permite descubrir el viaje a
Egipto y por ello no se trata de un viaje como los demás.
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Una tumba para revivir

En Egipto, veremos esencialmente templos y tumbas. Y, sin em-


bargo, no se trata de una civilización funeraria; muy al contrario,
tendremos la sensación de que en ella se da una extraordinaria
celebración de la vida.
La palabra «muerte», en egipcio, es sinónimo de «madre».
Esta gran madre, este cielo de mil luces, es la que nos acoge en su
plenitud cuando hemos terminado nuestro viaje terrestre. Una
tumba, para el egipcio, es una morada de vida donde se ha reco-
gido lo esencial. Se ve al «muerto» ante una mesa de ofrendas,
participando en un banquete, dando gracias a los dioses, rodeado
de su familia y de sus íntimos. Cada «tumba» está a la vez en este
mundo y en el otro; alrededor de la estela, accesible a los «vivos»,
éstos celebraban fiestas y festines para que el nombre del muerto,
su principio inmortal, siguiera existiendo. Cada vez que «visite-
mos» una tumba con cierto respeto y algún conocimiento, llevare-
mos a cabo un acto mágico. En los pilares aparecen grabadas
columnas de jeroglíficos donde el difunto nos pide que pensemos
en él, que prolonguemos su vida con nuestra presencia y nuestro
modo de ser. Mostrémonos atentos y no desdeñemos esta pleg-
aria. Así, a nuestro modo, seremos sacerdotes egipcios.

Los sacerdotes

La palabra podría prestarse a confusión, pues existen grandes


diferencias entre el sacerdote de las religiones cristianas y el sa-
cerdote de la religión egipcia. Un sacerdote, en Egipto, es
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esencialmente un «puro», que practica los ritos, y un «servidor»,


que se ocupa del bienestar de las divinidades.
Los sacerdotes egipcios no son predicadores ni misioneros; no
tienen que convertir a nadie; son especialistas de lo divino que
trabajan en laboratorios gigantescos, los templos, donde se ma-
nipula la energía espiritual, la más refinada, la más delicada y la
más eficaz que existe.
Estos hombres se encargan de mantener el equilibrio de la
creación y de asegurar la transmisión de la Vida contra la inercia y
el caos que amenazan sin cesar nuestro mundo.
En realidad, hay un solo sacerdote en Egipto: el propio faraón.
Está representado en todas partes, en las paredes de los templos,
celebrando los actos del culto. Se creía que su imagen abandonaba
mágicamente estas representaciones y entraba, momentánea-
mente, en el cuerpo de un sacerdote de carne y hueso que se en-
cargaba de actuar en su lugar y en su nombre.
Cada egipcio realizaba una función sagrada en el templo dur-
ante un período determinado. Tenía entonces que abandonar su
familia, afeitarse el cráneo, practicar la abstinencia sexual y vestir
una túnica de lino. Este periodo de retiro permitía desprenderse
un poco de lo cotidiano y vivir en lo sagrado durante algunos días.
Algunos vivían en el templo; éstos eran técnicos —astrólogos,
dibujantes, escultores, carniceros encargados de las ofrendas
rituales— o iniciados que, tras haber recibido la enseñanza de la
Casa de la Vida, dirigían comunidades de hechiceros, médicos, ar-
quitectos y aseguraban la continuidad del culto y de los ritos.
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El templo, función y funcionamiento

Cada templo de Egipto es un otero primordial, un lugar de privile-


gio donde lo divino se manifiesta. El emplazamiento del lugar
sagrado se ha elegido y delimitado cuidadosamente. En ese paraje
se yergue una «central» de energía espiritual que los hombres ne-
cesitan para vivir. Los textos indican que el templo es el ciclo en la
tierra. En él reside la potencia divina.
Los egipcios no construyeron templos por placer o por afición
a lo monumental, sino porque los consideraban indispensables
para asegurar un equilibrio espiritual, social y económico. Todo
parte del templo, todo regresa a él. En los edificios mejor conser-
vados, como Edfu, se comprueba que los Maestros de Obra supi-
eron crear un sabio juego entre la sombra y la luz. Ésta debe pen-
etrar hasta el fondo del templo, alcanzar su parte más secreta, el
naos, donde la estatua del dios reposa en las tinieblas. Cada
noche, el sol muere; cada mañana, resucita en el naos. Si se priva
de templos al mundo, el sol deja de levantarse y reina el desorden.
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El templo es el lugar de un encuentro excepcional; en la parte


más secreta del edificio, el faraón se encuentra cara a cara con
Dios.
Nosotros, simples visitantes, realizamos hoy un recorrido
—desde el portal de entrada hasta el sanctasanctórum— que ant-
año estuvo reservado a muy pocos hombres, reyes o sumos sacer-
dotes. Nos vemos así invitados a descubrir misterios que per-
manecían ocultos, a contemplar escenas y leer textos reseñados a
los iniciados. Es éste uno de los aspectos más exaltantes del viaje
a Egipto.
Para fundar un templo, el faraón, desempeñando el papel de
Maestro de Obra, utiliza un ritual que no ha variado mucho en
cuatro milenios. Es preciso concebir el plano, formularlo por me-
dio del Verbo, recuperar la perfección del tiempo de Ra hacién-
dolo mejor que los predecesores, calcular el mejor momento as-
trológico, excavar los fundamentos, moldear el primer ladrillo,
iluminar el edificio… el templo nunca estará realmente acabado;
los reyes que se sucederán irán embelleciéndolo.
¿Cuál era el trabajo de los iniciados en el interior de los tem-
plos? Ante todo, mantener el contacto con las potencias divinas
para que la tierra de los hombres no se vuelva estéril e inhóspita.
Para lograrlo, hay que celebrar el culto. Antes de la aurora, se pre-
paran las ofrendas en los talleres especializados. Antes de tocar-
las, los sacerdotes se purifican en el lago sagrado. Recitan las fór-
mulas mágicas que alejan las influencias negativas. Ofrecen ali-
mento al dios. El sumo sacerdote abre las puertas del sanctasanc-
tórum y pide a la potencia divina que despierte en paz. Le
presenta una estatua de Maat, símbolo de la armonía universal. Y
entonces renace la luz.
A este oficio matutino, durante el cual también hay que lavar,
vestir y adornar la estatua divina, le suceden un oficio en mitad de
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la mañana, consistente en aspersiones de agua y fumigaciones de


incienso, y un oficio vespertino, durante el cual se repiten las ce-
remonias matinales antes del regreso a las tinieblas.
El templo egipcio no es un edificio aislado en una ciudad. Es el
corazón de la ciudad. Es en sí mismo una verdadera ciudad con
las casas de los sacerdotes, los talleres, los almacenes, las es-
cuelas, los mataderos, las bibliotecas y los laboratorios. Hoy con-
templamos estos edificios en un espléndido aislamiento, pues las
antiguas aglomeraciones han desaparecido. Tal y como desearon
los egipcios, sólo permanece lo esencial, el templo.
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1. El recinto.
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El templo está materialmente protegido por un muro de adobe y mágica-


mente por una muralla de formulas mágicas que impiden atravesar los muros a
las influencias negativas. Estos muros han desaparecido o ya sólo existen par-
cialmente, pues los adobes sirvieron a la población árabe para construir sus
casas.
2. El pilón
La entrada del recinto está señalada por una puerta monumental que se de-
nomina pilón. Está compuesto por dos macizos con los muros inclinados entre
los cuales se ha practicado un estrecho paso. Simboliza, en la piedra, un signo
jeroglífico: (ver grabado I) en el que se ve el sol levantándote entre las dos
montañas del horizonte que delimitan el mundo. Las dos «torres» del pilón, an-
álogas a las de las catedrales de la Edad Media, son Isis y Neftis, las diosas her-
manas que preparan la regeneración de la luz. Cuando el iniciado pasa por el
pilón para entrar en el templo, se convierte en un ser de luz. En las fachadas de
los pilones, el rey somete a sus enemigos y proclama la victoria del orden sobre
el caos, de la luz sobre las tinieblas.
3. El gran patio.
Viene luego un gran patio al aire libre donde la luz penetra sin trabas. Está
flanqueado por columnas y estatuas. Allí se realizan libaciones y ofrendas, se en-
tra en contacto con el mundo de los dioses, se recibe una enseñanza.
4. La sala de columnas, llamada hipóstila.
La sala hipóstila (puede haber dos) marca la entrada del templo cerrado.
Está cubierta por un techo sostenido por columnas. La luz es allí difusa, dis-
tribuida por altas ventanas que orientan los rayos del sol hacia puntos distintos,
según los momentos del día. Las columnas son plantas petrificadas por las que
circula una savia inalterable. La sala entera evoca la marisma primordial donde
comenzó a aparecer la vida. En los muros y las columnas, las escenas rituales
pretenden preservar la armonía así creada. El suelo sube y el techo baja, ambas
líneas se unen simbólicamente en el sanctasanctórum. En el basamento de las
columnas, se ven a veces, procesiones de genios de la tierra y el agua, mientras
que los techos están adornados con buitres de alas desplegadas, que evocan a la
madre celestial.
5. El sanctasanctórum.
Es la parte más secreta y más cerrada del templo la componen tres elementos
principales: una sala de las Ofrendas, una sala de la Enéada o sala del medio, y el
naos o Sede venerable, donde están la barca (elemento móvil) y la estatua (ele-
mento fijo) del dios.1
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Otros muchos elementos forman parte del templo, como el lago sagrado, sím-
bolo del océano de los orígenes, o el manantial, santuario del nacimiento. Los
examinaremos detenidamente al explorar los parajes donde son todavía visibles.

Los grandes templos no estaban abiertos al público, pues no le


estaban destinados. Sirviendo ante todo como receptáculos de la
potencia creadora, eran lugar de trabajo y laboratorio para espe-
cialistas de lo divino.
En el Egipto agonizante se desarrollaron manifestaciones de
piedad popular y supersticiones de todo tipo; por ello se con-
struían capillas y pequeños oratorios a los que acudían los inquie-
tos para pedir a los dioses una protección mágica, y donde los en-
fermos depositaban exvotos para obtener una curación milagrosa.
Un comportamiento que evoca fenómenos comparables a los de
Lourdes, por ejemplo.
Los templos que pueden verse en Egipto pertenecen a dos
grandes categorías: los templos funerarios reales (pirámides,
«castillos de los millones de años» como Dayr al-Bahari o Medina
Habu) y los templos divinos (como Karnak o Luxor). Esta distin-
ción es algo artificial, en la medida en que el rey es un rey-dios. Se
celebra un culto y ritos en los dos tipos de edificio. Los más anti-
guos templos funerarios —las pirámides y su conjunto arqui-
tectónico, desaparecido en gran parte— insisten, no obstante, en
la preparación del cuerpo inmortal del rey mientras que el in-
menso Karnak, por ejemplo, celebra ante todo la gloria del dios
Amón.
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La planta tipo de un templo

La mayoría de los edificios en buen estado de conservación (Filae,


Edfu, Dendera, etc.), se construyeron de acuerdo con un plano
tipo en el que cada parte tiene un significado preciso. Incluso los
conjuntos monumentales como los de las pirámides o un templo
original como el de la reina Hatsepsut en Dayr al-Bahari corres-
ponden, más o menos, a ese esquema básico.
Hecho esencial: el templo vive. Lleva un nombre. Se le «abre
la boca» durante una ceremonia para resucitarlo, como se hace
con las estatuas del difunto. Se vela para que la energía circule por
sus piedras.
Cuando el culto y los ritos dejan de ser celebrados por seres
humanos, toman el relevo los jeroglíficos y las escenas grabadas.
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El arte, creador de vida

Los secretos del arte egipcio

No hay artistas en el antiguo Egipto. No existe distinción entre lo


manual y lo intelectual. El que crea trabaja con su espíritu y con
sus manos. Ser artesano es crear vida. No es casual que los más
importantes personajes del Estado, en el Imperio Antiguo, sean
antiguos artesanos que practicaron numerosos oficios. Se
desconocía la noción de estético, de hermoso, de gracioso. El
artesano no crea obras de arte por capricho, para complacer al
público o venderlas a los aficionados. Las estatuas, las estelas, los
templos son elementos esenciales. Sin ellos no es posible vida es-
piritual o social alguna. El gran secreto del arte egipcio es ser útil
y luminoso: ambas nociones están expresadas por cierto con la
misma palabra, akh, en lengua jeroglífica. El artesano, en efecto,
realiza en la tierra lo que los dioses crean en el cielo. Por eso, en
los textos se afirma que las estatuas están vivas. Una vez que la
piedra ha sido correctamente tallada, es preciso además animarla.
Se dice que el ba, el alma-pájaro, se desliza dentro del cuerpo de
piedra. Se abren los ojos y la boca de una estatua; estelas y sarcóf-
agos poseen ojos que contemplarán eternamente nuestro mundo.
El arte egipcio no es un repertorio de obras muertas, pasadas,
sino un conjunto de creaciones dotadas de una vida inalterable.
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Cuando los obreros extrajeron del suelo la célebre estatua de


madera llamada el «jeque el-Beled», un notable barrigudo del Im-
perio Antiguo, de rostro sereno, huyeron lanzando gritos. ¡Habían
reconocido al alcalde de su pueblo, muy vivo, con los ojos abier-
tos! Y muy a menudo, en los dédalos del Museo de El Cairo, el vis-
itante se detiene, sorprendido, ante estatuas como las de Rahotep
y Nefret, cuya vida interior transparenta bajo la piedra.
Los artesanos egipcios eran iniciados. Una inscripción nos
dice que los secretos del maestro escultor no eran sólo de orden
técnico. Fue primero iniciado en los misterios del templo, le rev-
elaron los secretos de las palabras divinas, el modo como los di-
oses crean el mundo. Vio la luz en las tinieblas; puede practicar la
magia.
Para el egipcio, lo que cuenta, es lo real, no lo aparente. Los
dibujantes egipcios eran perfectamente capaces de inventar com-
plicadas perspectivas, trampantojos, etc. Pero eligieron lo que se
denomina, incorrectamente, «convenciones» que son, en realid-
ad, criterios de representación considerados indispensables. Así,
en las escenas que pueden contemplarse en el interior de los tem-
plos y las tumbas, se advierte que los personajes están de perfil
aunque los ojos estén de frente; que se nos muestra el contenido
de los objetos, aunque ello sea teóricamente imposible; que los
jardines se levantan en vertical para que puedan detallarse,
cuando sólo debiéramos ver una línea horizontal. En resumen, el
artista olvida voluntariamente la estética y nos muestra lo que
debe verse. Pensemos también en esas extraordinarias repres-
entaciones de divinidades con cabezas de animal, como Sobek,
hombre-cocodrilo, Anubis, hombre-chacal o Bastet, mujer-gata.
Deberían ser monstruosas, repugnantes. Poseen, por el contrario,
una extraordinaria belleza, de modo que en ningún momento
tenemos la sensación de contemplar a criaturas híbridas.
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Los personajes representados gozan a menudo de una eterna


juventud, en especial los faraones. No importa su edad física. Lo
que cuenta es el poder, el brillo del rey-dios. Cuando el faraón de-
sea evocar la vejez, la meditación, el recogimiento, sus maestros
escultores crean estatuas como las de Sesostris (Museo de Luxor)
en las que a través de un cierto «realismo» se traducen todas estas
nociones.
En las mastabas podremos ver a los dueños de los dominios
representados en un tamaño grande, mientras las mujeres e hijos
son de tamaño muy pequeño. La voluntad simbólica es clara: el
dueño del dominio ocupa aquí sus funciones de jefe, análogas a
las del faraón con respecto al Estado. Es responsable de todo lo
que ocurre en las tierras que están a su cargo y a él se le exigirán
cuentas en caso de incidente o de mala gestión. En cambio, en las
escenas de intimidad, en los grupos esculpidos, la mujer es
«igual» al hombre y se sabe que los egipcios consideraron
siempre la familia como un tesoro sin igual. Se casaban jóvenes y
deseaban, por lo general, dos hijos. Nada más conmovedor que
esas obras de piedra que inmortalizan familias, con una expresión
de serenidad, de gozo interior lo que estuvo unido en la tierra lo
estará en el cielo; del escriba meditando al faraón en su trono, la
estatuaria egipcia está profundamente marcada por la serenidad.
Los personajes miran ante sí o levantan un poco los ojos al cielo,
hacia esa luz de la que brotaron y hacia la que regresan.
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Una arquitectura para la eternidad

Cada generación debe construir su casa. No está hecha para per-


durar y se construirá con materiales perecederos. Lo mismo
ocurre con las ciudades donde se desarrolla la existencia cotidiana
de los humanos. Los templos, en cambio, deben erigirse con
piedras de eternidad para durar millones de años.
El tiempo ha respondido a las exigencias de los egipcios. Sólo
la arquitectura sagrada, la de los templos y las tumbas, ha sobre-
vivido, en la medida en que el propio hombre no las ha saqueado
y destruido.
En esta arquitectura, como en las demás expresiones del arte
egipcio, la estética no desempeña papel alguno. Hemos recordado
la función del templo, su importancia vital. Lo mismo ocurre con
las mastabas del Imperio Antiguo o las tumbas posteriores que no
fueron concebidas para albergar despojos mortales sino para gen-
erar fuerzas de resurrección.
Templos y tumbas no están «abandonados». Se hallan
siempre en estado de funcionamiento, en especial gracias a los
jeroglíficos. En cierto modo, al «visitarlos», participamos en esta
eternidad que los egipcios supieron transmitir.
El misterio de los jeroglíficos

Cuando Champollion, en 1822, consiguió descifrar los jeroglíficos,


rescató del olvido y las tinieblas una de las más hermosas lenguas
creada por los hombres. Algunos piensan que el secreto de los
jeroglíficos nunca estuvo perdido por completo, pero no tenemos
prueba de ello. Tras el cierre del último templo, los cultos ren-
didos a las divinidades egipcias siguieron practicándose en Ori-
ente y Occidente. Es imposible, por ejemplo, comprender el «mil-
agro» de las catedrales de la Edad Media sin saber que algunos
iniciados procedentes de Egipto fueron el punto de partida de las
corporaciones de constructores. Tal vez algunos de ellos sabían
leer todavía los jeroglíficos o conocían el contenido de ciertos tex-
tos. Pero, como quiera que fuere, fue necesario el (re)descubrimi-
ento genial de Jean-François Champollion, sabio de excepcional
envergadura, para que fuera posible de nuevo leer los jeroglíficos
y descifrar la civilización egipcia.

Las distintas lenguas egipcias

La lengua de los antiguos egipcios es el egipcio. ¿Qué es eso, una


perogrullada? Ciertamente, pero es preciso advertir que, en el
Egipto moderno, se habla sobre todo árabe, lengua importada por
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unos ocupantes tardíos y sin ninguna relación con el antiguo egip-


cio. Esto es tanto más importante porque, para la civilización
faraónica, los jeroglíficos son la «herramienta» sagrada por ex-
celencia; esos signos-palabras crean vida, pensamiento, son «las
palabras de los dioses». El árabe sólo se convirtió en lengua única
a partir del siglo XVI de nuestra era.
Para captar bien cómo funciona el espíritu egipcio, es preciso
saber que existe, desde el origen de la civilización, una distinción
entre la lengua sagrada —los jeroglíficos propiamente dichos— y
otras diversas formas de lengua profana, utilizadas para las ne-
cesidades de la vida corriente. En los monumentos, destinados a
superar la prueba del tiempo, sólo se utilizan los jeroglíficos,
desde los orígenes hasta el final de la cultura faraónica. Estos
jeroglíficos son una lengua escrita —y no oral—, donde sólo se
transcriben las consonantes. El «sistema» jeroglífico, con su alfa-
beto simbólico y fonético de 24 signos, se formó en las primeras
dinastías.
Los principios básicos de los jeroglíficos no cambiarán; sólo
aumentarán, con el tiempo, el número de signos. De unos 700 en
el Imperio Medio, periodo clásico de la lengua, se pasará a varios
miles en la época tolemaica.
En el sistema jeroglífico, las «palabras» son dibujos. Pero ex-
iste otra forma de escritura, la hierática; es una especie de ta-
quigrafía que los escribas utilizan para escribir rápidamente y
donde ya no se reconocen los jeroglíficos.
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Además de esta diferencia de escritura, existen evoluciones y


modificaciones según las épocas. Por ello se distinguen varios
niveles de lenguaje dentro de los mismos jeroglíficos:
—el antiguo egipcio es la lengua del Imperio Antiguo; se util-
izó para redactar, especialmente, los Textos de las pirámides, las
leyendas que explican las escenas de las tumbas (las mastabas),
los textos de las estelas y las estatuas. Es una lengua a menudo
elíptica, concisa, que descansa sobre una gramática matemática y
un número reducido de jeroglíficos. Muchas inscripciones —dada
su concisión— siguen siendo enigmáticas;
—el egipcio medio o egipcio «clásico» es la lengua del Imperio
Medio. La gramática evoluciona, pero sus reglas no cambiarán
hasta las últimas inscripciones. Un egiptólogo comienza a estudi-
ar los jeroglíficos con el egipcio clásico, pues esta lengua sirvió
para redactar numerosos textos literarios, entre ellos la célebre
aventura de Sinuhé;
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—el neo-egipcio, cuyas primicias se distinguen en los textos de


Tell al-Amama, la ciudad del faraón Ajnatón, es sobre todo la len-
gua de la época ramésida. Acoge cierto número de palabras ex-
tranjeras y utiliza mucho la escritura hierática.5

Cómo funcionan los Jeroglíficos

Existe una especie de alfabeto en el que cada signo equivale a una


consonante.
Por ejemplo: (la piedra) = P
(la pierna) = B
Sólo existen consonantes, pues se consideran inmortales. Las
vocales, que sólo servían para pronunciar la lengua en un mo-
mento dado, eran pues mortales y no debían pasar a la posterid-
ad.6
Los signos del alfabeto transcriben un solo sonido. Pero ex-
isten otros jeroglíficos que sirven para escribir dos sonidos (por
ejemplo, , el plano de una casa con su entrada, se lee pr) o
tres sonidos.
La lengua jeroglífica es, pues, una combinación de símbolos y
de sonidos donde cada jeroglífico puede servir para escribir lo que
representa ( , es «la piedra»; es «la casa») o para anotar un
sonido en una palabra (por ejemplo se descompone en , P
+ , N = PN, «aquél»).
Si tomamos la palabra tenemos dos jeroglíficos, y
. se lee PR y la palabra significa «salir». El signo , las
dos piernas que caminan, no se lee. Es una indicación, un signo
«determinativo» que nos ayuda a precisar la categoría de acción
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en la que se halla la palabra. Con , sabemos que nos hallamos


en la categoría del movimiento.
Otro ejemplo, la palabra que se compone de tres
jeroglíficos:
(una tela doblada) = S
(la pierna) = B
(un buitre) = A,
leyéndose la palabra entera como SBA.
La palabra SBA, escrita , es decir determinada por la
estrella , significa «estrella».
Esta misma palabra SBA escrita , es decir determin-
ada por el rollo de papiro , significa «enseñanza».
Son, pues, dos palabras distintas, aunque existe una relación
entre ambas: la contemplación de las estrellas procura al iniciado
una enseñanza; cualquier enseñanza válida es una estrella en
nuestro camino, una luz que nos guía en la noche.
Los jeroglíficos son una lengua muy difícil que exige numer-
osos años de práctica; por lo demás, algunos egiptólogos se espe-
cializan en una época particular de la lengua.
Los jeroglíficos pueden enseñarnos muchas cosas sobre el fun-
cionamiento del pensamiento humano, sobre el valor de la im-
agen simbólica, sobre la relación del hombre con las fuerzas vivas
del cosmos. Son fuente de una extraordinaria filosofía que algún
día merecerá ser expuesta.
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Una prodigiosa literatura

Los egipcios escribieron mucho. Por desgracia, las traducciones


de buena calidad son escasas, muy poco difundidas y esta liter-
atura, que constituye uno de los más importantes patrimonios
culturales de la humanidad, permanece en un gueto intelectual y
universitario adonde es muy difícil ir a descubrirla. Alemanes e
ingleses llevan ventaja, pues algunos sabios comprendieron que
era su deber poner unos textos esenciales al alcance del gran
público.
Los eruditos, para mayor comodidad en sus investigaciones,
adoptaron la costumbre de dividir la «producción» literaria egip-
cia en textos religiosos, mágicos, históricos, etc. Estas distin-
ciones, reconozcámoslo, suelen ser artificiales, pues con frecuen-
cia se entremezclan varios géneros.
Del Imperio Antiguo es preciso retener, sobre todo, la inmensa
colección de los Textos de las pirámides, la más antigua antología
religiosa que reúne tratados teológicos, fórmulas mágicas, ele-
mentos rituales, destinado todo ello a la vida eterna del faraón y, a
través de su persona simbólica, de su pueblo.
Los Textos de los sarcófagos marcan la transición entre el An-
tiguo Imperio y el Imperio Medio. La edición —incompleta to-
davía— proporciona materia para siete grandes volúmenes de tex-
tos jeroglíficos que recogen y desarrollan los temas de los Textos
de las pirámides. Pero esta vez ya no se trata sólo del faraón; en-
tran en escena los iniciados. Asistimos a escenas dramáticas,
como la entrevista con el barquero de las almas; recorremos con
el hombre-justo los senderos del otro mundo, sembrados de tram-
pas y peligros sobre los que sólo el conocimiento permite triunfar.
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Del Imperio Medio datan hermosos relatos de aventuras, mis-


terio y magia, el más célebre de los cuales es el Cuento de Sinuhé
que ha conocido modernas explotaciones literarias muy alejadas
del original. Es preciso citar también la odisea del náufrago, que
descubre muchos secretos en una isla encantada, las tribulaciones
de un campesino maltratado por la justicia que apelará al propio
faraón para que se reconozcan sus derechos, el extraordinario diá-
logo sobre la muerte de un hombre con su alma, las enseñanzas
del faraón Amenemhat I a su hijo Sesostris I.
Esta obra pertenece a un género muy particular; transmitir su
sabiduría les parecía esencial a los egipcios. El rey asociaba al
trono a su sucesor para enseñarle su oficio, para formarle antes de
que se viera directamente confrontado a los problemas cotidianos.
En el Imperio Antiguo, un visir llamado Ptahotep escribió, a la
edad de ciento diez años, una colección de máximas, consider-
ando que su modesta experiencia de la vida podría ayudar a las
futuras generaciones a comportarse bien. Punto fundamental: el
modo de comportarse en la mesa. Durante un banquete, en efecto,
se reconoce el ser profundo de un comensal por su comportami-
ento y la atención que presta a los demás. Las cosas más pequeñas
son dignas de respeto, pues la mirada de Dios se ha posado en la
creación entera.
El Imperio Nuevo se caracteriza por la creación del famoso
Libro de los muertos cuyo verdadero título es «Libro de salir a la
luz». Aunque algunos de sus capítulos fueran depositados en las
tumbas para garantizar al difunto un viático que le permitiese
pasar sin temor al otro mundo, el libro estaba también destinado
a los vivos. Contenía rituales de iniciación, heredados de las an-
teriores colecciones, Textos de las pirámides y Textos de los
sarcófagos.
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Del Imperio Nuevo datan también maravillosos cantos de


amor donde se mezclan sensualidad y pudor, grandes relatos mit-
ológicos como «la destrucción de la humanidad», cuentos como el
del combate entre los dos hermanos divinos, Horus y Seth, o tam-
bién el Príncipe predestinado que intenta escapar de la fatalidad.
El Egipto tardío producirá también hermosas obras, especial-
mente colecciones de máximas debidas a unos sabios que evitaron
la vanidad; ¿acaso no escribieron: «El verdadero» hombre hu-
milde es como un árbol que crece en un jardín?
Esta enumeración es muy sumaria, pues no tiene en cuenta,
sobre todo, numerosos papiros, las inscripciones en las estelas, las
estatuas, los muros de los templos… En resumen, las múltiples ex-
presiones del genio «literario» de los antiguos egipcios.
SEGUNDA PARTE
Los grandes conjuntos
arqueológicos
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Nuestro itinerario

Para descubrir los grandes parajes de Egipto, hemos adoptado un


itinerario que corresponde perfectamente a los distintos tipos de
viaje que permiten descubrir el Egipto faraónico.
Por lo general se llega a El Cairo, donde es necesario quedarse
para descubrir la necrópolis de Menfis, Saqqara, la llanura de las
pirámides, el mundo de las mastabas. Desde El Cairo nos dirigire-
mos a Tebas.
Alojándose en Luxor, se descubren los templos y las tumbas de
la necrópolis tebana. Desde Luxor, y preferentemente en autobús,
se desciende hacia el norte para visitar Dendera y Abydos. Tam-
bién desde Luxor, aunque tomando esta vez la dirección sur, se
descubre Isná, Edfu, Kom Ombo, Asuán, Filae. Sin embargo, con
frecuencia se toma un barco en Asuán y se sube hacia el norte,
hacia Kom Ombo, Edfu e Isná. Finalmente, se toma un avión de
Asuán hasta Abu Simbel.
Se evocan todos los grandes parajes egipcios, que es absoluta-
mente preciso conocer para apreciar la grandeza de esta ex-
traordinaria civilización. Hay otros muchos, de acceso más difícil
o menos «espectaculares», que interesarán sobre todo a los espe-
cialistas, a los «locos» por la arqueología egipcia; los citamos en
anexo.
La visita que proponemos es una primera aproximación, una
invitación al viaje. Cada paraje merecería un libro entero, cuando
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no varios. Pero es indispensable, además de las «guías» clásicas,


emprender este periplo, descubrir los principales significados de
los templos, disponernos a seguir los pasos de los faraones.
Menfis
o el poderío del Imperio Antiguo

Un palmeral a unos treinta kilómetros al sur de El Cairo. Algunos


restos de antiguas piedras, una esfinge de alabastro con enigmát-
ica sonrisa y que parece velar sobre la nada, un coloso tendido de
Ramsés II prisionero de un edificio moderno: eso es todo lo que
subsiste de la primera capital de Egipto, la poderosa Menfis, uno
de los mayores centros religiosos y administrativos del mundo
antiguo.
El nombre de Menfis procede del egipcio Men-nefer, «la per-
fección es estable», nombre de la pirámide del faraón Pepi I (Im-
perio Antiguo). La ciudad era conocida también como «el muro
blanco», en recuerdo del primer recinto de Menes, «la balanza de
las dos tierras» y «la vida de las dos tierras», pues era el punto de
equilibrio y de conjunción entre el Delta y el Valle, entre el Alto y
el Bajo Egipto.
El gran templo de Ptah, joya arquitectónica de Menfis, ha de-
saparecido. Sin embargo, ha conseguido transmitir un nombre
célebre en el mundo entero: el templo se llamaba, en efecto, Hut-
ka-Ptah, «el santuario de la energía del dios Ptah», palabra que
produjo aiguptos en griego y, finalmente, Egipto.
Menfis fue fundada por Menes, «el Estable», el faraón que
unificó los dos países. Su emplazamiento estaba particularmente
bien elegido Ocupando una posición estratégica, Menfis estaba
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rodeada de tierras muy ricas. En el Imperio Antiguo la ciudad


conoció un gran desarrollo; encarna realmente el poderío de esa
época en la que la civilización faraónica, en su primer vigor y ju-
ventud, vive una edad de oro que será considerada un modelo por
las generaciones posteriores.
Menfis era la sede del dios Ptah, extraña figura desprovista de
bóveda del cráneo y envuelta en un sudario. Pero esa fúnebre
apariencia es una muerte que oculta la vida: Ptah creó el mundo
con el Verbo y dirigió la mano de los artesanos para introducir la
vida en la materia inerte. Dios secreto, era el patrono de los Maes-
tros de Obra y los orfebres encargados de trabajar el oro, consid-
erado como la carne de los dioses. Cualquier artesano digno de
ese nombre pasaba por una «escuela» menfita para descubrir las
reglas de su arte.
Además de sus célebres talleres, Menfis tenía otros puntos
fuertes, en especial un puerto, un arsenal y una fábrica de armas.
En Menfis se construían también barcos. Por lo demás, ésta es la
razón de que la importancia económica de la ciudad perdurase a
lo largo de toda la historia egipcia. Los sucesivos invasores,
etíopes, asirios, persas, griegos, romanos, sabían que para somet-
er Egipto era preciso apoderarse de Menfis.
Ramsés II se interesó mucho por Menfis, tanto más cuanto
uno de sus hijos, Khaemuase, fue su sumo sacerdote. Apasionado
por la arqueología, erudito y mago, Khaemuase exploraba incans-
ablemente la necrópolis menfita y hacía restaurar monumentos
que amenazaban ruina.
Mientras la otra gran ciudad de Egipto, Tebas, la única capaz
de rivalizar con Menfis, se mantuvo estrictamente egipcia, la
primera capital de los faraones se abrió de buena gana a las influ-
encias extranjeras a partir del Imperio Nuevo. Todos los viajeros
extranjeros van a Menfis. Se comercia mucho: griegos, asiáticos,
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judíos se instalan en ella. Algunos dioses extranjeros tienen in-


cluso su lugar de culto. Se trataba pues de una ciudad cosmopol-
ita, donde las razas se mezclaban, donde Oriente palpitaba en un
torbellino de colores y ruidos.
Después de la fundación de Alejandría en el siglo III a. J. C.,
comienza el declive de Menfis. Alejandría nunca será una ver-
dadera ciudad egipcia. Está en el lindero del país, a orillas del
mar, pero poco a poco va agrupando las actividades que forjaban
la riqueza de la vieja ciudad de los faraones. Menfis conservará su
estatuto de centro religioso pero perderá su importancia
económica.
Fueron los cristianos y los árabes quienes destruyeron Menfis.
En el siglo IV d. J. C., alentados por el edicto de Teodosio, algunos
cristianos fueron presa de un furor fanático contra el pasado
faraónico. En lugar de limitarse a transformar en iglesias los anti-
guos templos, destruyeron numerosos edificios. Esta prueba, sin
embargo, habría podido ser parcialmente superada si los árabes
no hubiesen invadido el país. Para construir lo que iba a conver-
tirse en El Cairo, aniquilaron los vestigios de Menfis, utilizándola
como cantera, desmontando piedra a piedra los monumentos.
Además, en la época de los mamelucos, el descuido administrat-
ivo fue tal que el notable sistema de canales, creado por Menes, se
degradó de un modo irremediable. Con la ruptura de los diques
que protegían los últimos vestigios de la antigua capital, llegó la
muerte definitiva de Menfis. El propio emplazamiento de la «vida
de las dos tierras» desapareció de la memoria de los hombres y
sólo fue identificado a comienzos del siglo XIX.
Menfis ha desaparecido; sin embargo, permanece lo esencial:
su inmensa necrópolis, esos prestigiosos parajes que se llaman
Gizeh y Saqqara, un territorio que se extiende a lo largo de 50 Km
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por la orilla izquierda del Nilo. Cuando escribimos «necrópolis»


podría creerse que la muerte ha vencido a la vida. Pero, para los
egipcios, no hay realmente tumba, sepultura, cementerio, aunque
hoy nos veamos obligados a emplear estos términos para que se
nos comprenda. La tumba es la «morada de eternidad». Sólo ella
puede durar y superar la prueba del tiempo. Menfis la poderosa,
la brillante ciudad, ha desaparecido. Pero su necrópolis, su in-
mensa ciudad de los muertos donde reina otra vida, ha subsistido.
Ahora dirigiremos nuestros pasos hacia ese universo, «dando
camino a nuestros pies», como dicen los textos egipcios.7

Saqqara, el templo del alma

Comenzaremos nuestra exploración de la necrópolis menfita por


el paraje de Saqqara. Habitualmente los turistas empiezan por el
de las pirámides. Pero mejor será seguir un orden cronológico:
Saqqara es la pirámide escalonada, que data de la III dinastía
mientras que las pirámides de Gizeh datan de la IV dinastía.
Saqqara se halla al sur de El Cairo, en la orilla oeste del Nilo,
en el emplazamiento de un arrabal de la antigua Menfís con-
sagrado al dios Sokaris. La aldea dio su nombre a una vasta
necrópolis, de casi 8 km de largo. Aquí, al borde de la llanura
líbica, está el reino del desierto. Es la tierra sagrada que domina el
Valle del Nilo. Es posible encontrar aún el silencio y la soledad en
Saqqara, menos desfigurada por el turismo que la llanura de las
pirámides. Sokaris, el dios de los espacios subterráneos, vela por
unos monumentos de todas las épocas cuyo florón más
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importante es la extraordinaria pirámide escalonada, el primer


gran edificio de piedra de la arquitectura egipcia.
En Saqqara se excavaron las tumbas de los faraones de la I
dinastía, con superestructuras de ladrillo crudo y una austera or-
namentación exterior en «fachada de palacio».
Egipto nace, Egipto va tomando forma. Sus primeros sober-
anos quieren descansar en la paz del desierto, protegidos de la
inundación.
Fruto de una larga paciencia y de muchos años de prepara-
ción, el genio se expresa en la invención de la forma piramidal.
Desde la III hasta la XIIII dinastía, los reyes construyen
pirámides en Saqqara, pero la mayoría están muy destrozadas.
Aunque Saqqara se identifique con el Imperio Antiguo, con-
viene advertir que la necrópolis más antigua de Egipto nunca es-
tuvo abandonada. Vestigios de los imperios Medio y Nuevo, pozos
funerarios de la época persa, tumbas tolemaicas y Serapeum de-
muestran que Saqqara, como todos los grandes parajes egipcios,
fue un lugar en perpetua actividad. Hoy prosiguen las excava-
ciones que a menudo consiguen interesantes descubrimientos,
como el de las catacumbas de ibis, pájaros sagrados del dios Thot,
el protector de los escribas. Pero se sigue buscando la tumba de
Imhotep, el creador de la pirámide y el primer gran Maestro de
Obra del Antiguo Egipto.
El centro espiritual y artístico de la necrópolis de Saqqara es el
monumento funerario del rey Zoser, la pirámide I escalonada que
se levanta en el centro de un conjunto de edificios.
Egipto debe descubrirse por esta pirámide. El monumento es-
calera de piedra que permite al cuerpo inmortal del faraón ac-
ceder a los paraísos celestiales, es la más pura encarnación de la
serenidad y el poderío. Estabilidad y ligereza se conjugan en esta
forma única.
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Es muy difícil sustraerse a la magia de Saqqara. Allí puede en-


contrarse la soledad habitada del desierto, se disfruta plenamente
la inalterable calma de las piedras de eternidad; muy pronto
puedes sentirte en total comunión con los hombres que crearon
esa obra maestra que eleva el alma del modo más directo y más
intenso.
Cierto es que el conjunto de Zoser se concibió para el alma del
faraón, para el mantenimiento y la regeneración de su energía es-
piritual. Egipto afirma aquí su fe en un principio creador, en un
soberano arquitecto de los mundos cuyo representante en la Ti-
erra es el faraón. Y está en juego la suerte de todo el pueblo egip-
cio, pues el rey no vive la felicidad del más allá para si mismo sino
para todos sus súbditos.
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Conviene dedicar a Saqqara el mayor tiempo posible, incluso


en un viaje corto. No hay relieves, no hay ninguna de esas en-
cantadoras imágenes que se descubrirán en otros lugares, no hay
adorno que seduzca la mirada: sólo piedra, la pirámide y sus an-
exos, la arena del desierto. Pero es también el Egipto en su verdad
primigenia, en su grandeza original, que se percibe en Saqqara
mejor que en cualquier otra parte. Este paraje es la clave de todo
el arte egipcio. Empapándose de él, se percibe que el sentido de lo
colosal no era un desafío técnico ni una voluntad de competición,
sino una necesidad interior, una visión arquitectónica que fue
posible por la estructura de un Estado servidor de lo divino.
Dos hombres excepcionales fueron el origen de Saqqara:
Zoser, faraón de la III dinastía, que reinó de 2624 a 2605 a. J. C.,
y su Maestro de Obra, primer ministro, médico y mago, Imhotep.
El nombre de Zoser significa «Sagrado» (se llama también: «Más
divino que el cuerpo de los dioses»); el de Imhotep: «El que viene
en paz». Sumo sacerdote de Ra en Heliópolis, es decir represent-
ante de la más alta función religiosa del país después de la del
faraón, Imhotep es uno de esos genios característicos del Imperio
Antiguo que nunca separan el espíritu de las manos, lo material
de lo espiritual. Conoce el funcionamiento del Estado y su Admin-
istración en sus menores detalles, organiza las obras públicas,
pone la economía al servicio de la arquitectura sagrada. Para los
egipcios de todas las épocas, Imhotep será el prototipo del sabio.
La tradición considera que inventó el arte de construir con
piedras sillares. Los griegos le convirtieron en dios, identificán-
dole con su Asklepios. En la época tardía, se pedía a Imhotep que
curara las enfermedades e hiciera milagros. Está presente, junto a
otro Maestro de Obra, en un pequeño santuario de iniciación, en
la terraza superior del templo de Dayr al-Bahari. Hijo del dios
Ptah de Menfis, Imhotep era «el conocido del rey, encargado de
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los forjadores de jarros, de los escultores, el maestro de los maes-


tros en toda clase de venerables piedras: colocó su recuerdo entre
los hombres y su amor entre los dioses». A este magnífico texto
debe añadírsele la más conmovedora inscripción, que se encontró
en el zócalo de una estatua. Pobre vestigio, aparentemente; pero
qué gozo y qué sorpresa descubrir en él el nombre de Imhotep,
con estas precisiones: «El canciller del rey del Bajo Egipto, el
primero después del rey del Alto Egipto, administrador del gran
palacio, noble hereditario, sumo sacerdote de Heliópolis, Im-
hotep, Maestro de Obra, escultor, fabricante de jarros de piedra».
Junto al nombre de Imhotep, el de Zoser: los dos compañeros de
camino quedaban así asociados para siempre y una modesta
piedra, con un cortísimo texto jeroglífico, lograba que su recuerdo
arraigara definitivamente en la memoria de los hombres.
Durante el Imperio Nuevo, numerosos peregrinos acudían a
meditar a esos lugares. Se decía que el cielo estaba en ese monu-
mento, que se podían conocer los secretos del más allá contem-
plando la pirámide y el conjunto funerario de Zoser. Se invocaba a
Zoser, el justo, se le pedía una larga vida, se le rogaba que hiciera
salir el sol en los corazones como salía en su templo.
La pirámide es el centro simbólico de un vasto conjunto mo-
numental contenido en el interior de un recinto. Está casi en el
centro de un rectángulo (555 x 278 m). De una altura de algo más
de 60 m, la pirámide está formada por seis enormes peldaños,
una escalera hacia el cielo. Aunque el monumento, a pesar de la
degradación, ha resistido bien el paso del tiempo, no ocurre lo
mismo con los distintos edificios que completan el conjunto fu-
nerario. Se han efectuado numerosas restauraciones, en gran
parte debidas al arquitecto J.-P. Lauer, sin que faltaran las voces
contra unas restituciones a veces hipotéticas.
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La característica del conjunto de Zoser es que la arquitectura


está concebida para la circulación de la energía espiritual. Por eso
se habla de «trampantojos», de edificios «ficticios» que debieran
estar vacíos cuando están llenos o se han excavado habitaciones
demasiado minúsculas para los vivos; en realidad, no se trata de
efectos visuales, de engañar la mirada, sino de abrir la buena, la
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del Ka, personificación de la energía creadora que subsiste más


allá de la muerte. Al conseguir penetrar en el recinto de Zoser,
pasamos de la apariencia a lo real.
A menudo se ha escrito y repetido como consecuencia de una
hipótesis arquitectónica, que la pirámide escalonada es fruto de
una larga sucesión de tanteos. El Maestro de Obra, Imhotep en
ese caso, no habría sabido, realmente, lo que iba a hacer y habría
cambiado varias veces de proyecto en el camino. La idea podría
considerarse tratándose de la construcción de un edificio mod-
erno, pero en modo alguno de un edificio egipcio de tanta import-
ancia. A veces nos cuesta percibir las intenciones simbólicas del
Maestro de Obra; no se trata de que él tanteara o construyera al
azar, sino de que nosotros hacemos preguntas. Atribuirle nuestra
ignorancia sería una gran vanidad.

***

El área sagrada de Zoser —aproximadamente 15 hectáreas—


estaba protegida por un recinto que imitaba una fortificación, con
bastiones, partes entrantes y salientes, las reconstrucciones se
efectuaron con piedras originales. Nos hallamos ante la fachada
de un palacio primitivo, motivo tradicional que encontraremos en
los sarcófagos del Imperio Medio, «castillos del alma» reducidos
que necesitan, también ellos, una protección eficaz contra las
fuerzas nocivas. La construcción de este muro en piedra calcárea
de gran calidad, procedente de las canteras de Turah, fue especial-
mente escrupulosa. En su origen, tenía unos diez metros de al-
tura. La cima de la pirámide escalonada emergía por encima del
muro, mientras que los monumentos interiores permanecían
ocultos.
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No era fácil entrar en el interior del dominio de Zoser. En los


cuatro lados del recinto, catorce puertas cerradas. En apariencia
son aberturas. Están tapiadas. En realidad, hay una única entrada
posible, como en cualquier laberinto. Y ésta, situada en la esquina
sudeste, era muy estrecha (n.º 1 en el plano). Aquí todas las puer-
tas son de piedra. Esa entrada única estaba siempre abierta, pues
sólo el alma del justo podía franquear sin riesgo el recinto mágico.
Pasada la entrada, se descubre una columnata (n.º 2 del plano)
formada por dos hileras de columnas. El paso sigue siendo muy
estrecho. Es el exiguo camino que lleva a lo divino. La avenida,
cubierta antaño de losas de piedra, desemboca en una sala con
ocho columnas cuyo techo era claramente más bajo que el de la
avenida, como si fuera preciso rebajarse antes de alcanzar los mis-
terios, mostrarse humilde antes de ser enaltecido por la
iniciación. Las columnas de esta sala estaban pintadas de rojo, el
color del poder. Representan tallos de cañas que, una vez petri-
ficadas, mantenían el poder vertical del vegetal que se eleva hacia
la luz. En esta pequeña sala se celebraban ritos de purificación. Se
sale de ella por una puerta perpetuamente abierta y se desemboca
en el gran patio del sur (n.º 4 del plano) en cuyo extremo se le-
vanta la pirámide escalonada (n. 7 del plano). El primer detalle
sorprendente, en el muro de este patio, frente a la pirámide, es un
friso de serpientes-uraeus (n.º 5 del plano) que simbolizan la
purificación por el fuego. Estos reptiles, que suelen verse en la
frente de los faraones y forman una especie de tercer ojo, se en-
cargan de destruir con las llamas a quienes impiden la difusión de
la luz.
En el eje central del gran patio subsisten dos mojones. Simbol-
izan los extremos sur y norte de Egipto. El faraón llevaba a cabo
una carrera ritual del uno al otro y viceversa, significando así su
toma de posesión de las Dos Tierras convirtiéndose en
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responsable ante los dioses. Señalaba su voluntad de mantener el


movimiento vital mediante ese vaivén entre los dos polos esen-
ciales de la vida.
Antes del muro de las cobras, en el grosor del recinto, se abre
un impresionante pozo que conduce a una tumba (n. 6 en el pla-
no). Al fondo, un panteón y algunos aposentos funerarios donde
se representa al dios Zoser en actitudes rituales destinadas a su
regeneración. Se trata, por tanto, de una tumba del faraón, la del
sur, mientras que la del norte se halla bajo la pirámide escalon-
ada. Los arqueólogos estimaron que esa tumba sur fue desvalijada
por Hijos ladrones. Pero muy probablemente, siempre estuvo
vacía, puesto que su función consistía en albergar el cuerpo invis-
ible del rey, mientras la tumba del norte albergaba su cuerpo de
carne, momificado. Esa doble tumba era también la del faraón
simbólicamente desdoblado, como rey del Bajo Egipto a) norte y
rey del Alto Egipto al sur.

***

Dirijámonos ahora hacia la propia pirámide escalonada. Tiene


dos funciones principales: vinculo entre el cielo y la tierra y pro-
tección de los aposentos funerarios del rey. Construir una forma
piramidal supone pensar que el universo está ordenado, que re-
sponde a cierta arquitectura por la que el alma puede trepar, en la
que se hace capaz de orientarse: para los antiguos egipcios, la
tierra debía levantarse hacia el cielo y el cielo estar presente en la
tierra. La pirámide es el símbolo perfecto de este vínculo entre los
mundos.
Debajo de esta pirámide, la primera en su género, una de las
más nobles creaciones nunca concebidas por un espíritu humano,
reposan el faraón Zoser y su familia. Lamentablemente, esta parte
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subterránea no es accesible a los visitantes. Un complejo disposit-


ivo se centra en torno a un gran pozo de más de 28 m de pro-
fundidad, al fondo del cual se halla la tumba del faraón, semejante
al centro de una rueda cuyos radios son las demás capillas. En
este panteón de granito sólo se encontró un modestísimo vestigio
de la momia de Zoser, un fragmento de pie.
Paneles de loza azul, que evocan el cielo bajo tierra, decoraban
ese dominio de las tinieblas. En ellos se veía a Zoser realizando la
carrera ritual de la fiesta-sed, con sus insignias de poder, la
misma carrera que su espíritu seguía realizando en el gran patio al
aire libre. El faraón desempeñaba de este modo su papel esencial,
el de fundador de templo: Zoser creaba un templo en el Alto
Egipto, el otro en el Bajo Egipto, resumiendo así todas las fun-
daciones sagradas de las que se encargaba en el doble país.
Un faraón nunca está solo. Zoser está en el centro de su famil-
ia. Alrededor de su sepultura, tumbas de reinas e hijos reales. La
familia real, modelo de todas las demás familias, se ha reunido
para el viaje al más allá.
Dos galerías de este espacio subterráneo eran almacenes que
contenían más de 40000 recipientes, vasijas, copas, boles, platos,
etc., de distintos materiales, como el alabastro, la diorita, el es-
quisto. Se trata de una fabulosa vajilla para la eternidad, destin-
ada a los grandes banquetes celestiales a los que eran invitados
los justos. Entre estos objetos, algunos de los cuales llevan los
nombres de los faraones de las dos primeras dinastías, hay uno
especialmente enigmático: un cuenco de pórfiro con el nombre de
Narmer, un rey anterior a la historia, al que se cree que debe iden-
tificarse como Menes, el fundador del Egipto unificado. Sea como
fuere, Zoser rendía un homenaje religioso y mágico a los sober-
anos que le habían precedido, invitándolos a una suntuosa
comida.
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A la derecha de la pirámide, cuando nos situamos frente a ella,


se halla un conjunto simbólico muy particular (n.º 8 en el plano),
que se prolonga en la «Casa del Sur» (n.º 9 en el plano) y en la
«Casa del Norte» (n.º 10 en el plano). La parte este del conjunto
funerario comprende tres patios y una columnata, colocada ante
el primero de ellos, el patio llamado del «hebsed».
Para llegar hasta él, era preciso seguir un tortuoso camino,
una especie de laberinto. Hoy se pasa ante tres columnas acanala-
das, vestigios de un santuario de forma rectangular, luego, diri-
giéndonos hacia el sur, nos vemos obligados a girar en ángulo
recto. En este punto del paso, el muro describe un cuarto de cír-
culo, perfectamente ejecutado. Llegamos al sur de un patio longit-
udinal, flanqueado por pequeñas capillas. Allí se reunían los di-
oses del Norte y del Sur durante la gran fiesta del Heb-Sed, cuya
celebración permitía al faraón, tras unos treinta años de reinado,
recuperar el vigor espiritual y físico disminuido por el ejercicio del
poder y el peso de las responsabilidades. Las divinidades acudían
desde todas las provincias de Egipto; sus efigies eran instaladas
en pabellones de fiesta con armazón de madera, fácilmente des-
montables, que aquí se hacen inmutables gracias a la piedra. Y es
que Zoser celebra su fiesta-sed del más allá, su regeneración per-
manente. Los aspectos materiales de las divinidades han desa-
parecido, su potencia espiritual permanece. Al sur del patio se le-
vanta un estrado provisto de dos pequeñas escaleras. Allí se
mantenía el faraón, desdoblado en el faraón del Bajo Egipto, que
llevaba la corona roja, y el faraón del Alto Egipto, que llevaba la
corona blanca. Nutrido y regenerado por los dioses, el ka del rey
acumulaba poder para hacer vivir Egipto. Gracias a la creación de
Saqqara, el mismo rito se reproducía en el más allá.
El objetivo principal del conjunto funerario de Zoser era
hacerla fiesta. Una fiesta del alma, de la energía del espíritu, una
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fiesta que reunía a las divinidades dispersas, que hacía de la vida


eterna una perpetua regeneración.
A los dos aspectos de la realeza corresponden las dos «casas»
del Sur y del Norte (en n.º 9 y 10 en el plano) que se hallan al
norte del patio de la pirámide y en el flanco derecho (este) de la
pirámide escalonada. Estos dos edificios representaban la admin-
istración sagrada del doble país; albergaban unas salas correspon-
dientes al doble gobierno de Egipto, a su doble Tesoro. Cuatro
columnas adornaban la fachada de la Casa del Sur, tres la de la
Casa del Norte.
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Una extraordinaria sorpresa nos aguarda en la cara norte de la


pirámide escalonada, ante el templo funerario (n.º 12 en el pla-
no). Descubrimos una pequeña habitación cerrada (n.º 11) que
presenta sin embargo dos orificios cilíndricos. Con un gesto es-
pontáneo, nos acercamos y miramos al interior. Se siente
entonces una emoción de prodigiosa intensidad que nos retiene
largo rato. Vemos en el serdab (término técnico que designa la
minúscula capilla) al propio rey Zoser. Él es la primera piedra, la
piedra angular y el guardián de su pirámide. Su rostro expresa
una gran severidad, casi hosco, parece intratable. Los ojos de
cristal de roca han sido arrancados, pero la expresión sigue siendo
tan potente que encarna a las mil maravillas la nobleza de la fun-
ción faraónica. Los pómulos son prominentes, los labios gruesos.
Zoser lleva la túnica ritual de la fiesta-sed, que recuerda la blanca
vestidura de Osiris. Tiene el brazo derecho sobre el pecho, con el
puño cerrado; la mano izquierda se posa, abierta, en su muslo.
Una larga barba postiza adorna el mentón. Y por los orificios
practicados en su serdab, Zoser sigue observando Saqqara,
Egipto, el mundo.
La estatua de este serdab es sólo una copia en escayola del ori-
ginal que se conserva en el Museo de El Cairo. Era necesario pre-
servar del mejor modo posible la primera gran estatua real de
piedra. Pero era esencial que Zoser, aun en forma de copia, de un
«doble», estuviera presente para que nuestra mirada se cruce con
la de ese personaje inmenso que, con toda evidencia, conocía los
secretos de este mundo y del otro.
Este encuentro con Zoser es el punto culminante de nuestra
exploración de Saqqara. Ciertamente, podemos seguir vagabun-
deando por las ruinas, observando un determinado detalle arqui-
tectónico, admirando determinada columna, contemplando la
pirámide, pero siempre volveremos a Zoser. Su mirada se ha
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clavado en nosotros. Su estatua está viva, pues fue animada por


los ritos y sigue siéndolo por la fiesta silenciosa e impalpable que
se desarrolla en ese lugar donde sopla el espíritu del Antiguo
Egipto.

Una pequeña observación práctica

El itinerario que debemos seguir nos lleva ahora hacia la llanura


de Gizeh, donde se levantan las tres famosas pirámides de Keops,
Kefrén y Mikerinos. Descubriremos luego las tumbas de nobles
que formaban parte de la corte real, sepulturas que han recibido
el nombre técnico de mastabas. Concluiremos luego nuestro itin-
erario, en la necrópolis menfita, por el Serapeum, el monumento
más importante de las épocas posteriores.
Aunque este trayecto tiene la ventaja de respetar la cronolo-
gía,8 el simbolismo y la evolución del arte egipcio, lamentable-
mente no es muy práctico para el viajero que se encuentra allí. La
llanura de Gizeh, en efecto, es un paraje aparte que se visita por
su propio interés. Cuando se está en Saqqara, en cambio, es fácil
visitar el conjunto funerario de Zoser, varias mastabas, y el Sera-
peum. Los viajeros exigentes podrán seguir el orden correcto par-
tiendo de la pirámide escalonada, en Saqqara, yendo luego a las
pirámides de Gizeh, regresando más tarde a Saqqara para visitar
las mastabas y el Serapeum. Aquéllos que carezcan de tiempo
tendrán que resignarse a ver Gizeh aparte y luego las innumer-
ables riquezas de Saqqara. Encontrarán sin dificultades las partes
del libro que se refieren al paraje visitado.
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Gizeh, en el reino de las pirámides

Las tres pirámides de la llanura de Gizeh son una de las siete


maravillas del mundo. Pero hay que jugar limpio; ese admirable
paraje, uno de los más fabulosos de la historia humana, está hoy
parcialmente desfigurado por un penoso mercantilismo. La visión
de las pirámides de Gizeh debe merecerse. Si se llega de El Cairo
por la «carretera de las pirámides», se descubrirán poco a poco
los triángulos de piedra que, aumentando de tamaño a medida
que nos acercamos, acabarán ocultando todo lo demás. Todo lo
demás, es decir los atascos, el ruido, las construcciones modernas.
Mil veces te interpelan los arrieros, los camelleros, los vendedores
de antigüedades falsas, los vendedores de falsos recuerdos,
cuando desearías estar solo ante los gigantes de piedra que te
aplastan con su potencia y reducen a muy poco esa humanidad en
exceso hormigueante de la que formamos parte.
Lo ideal, claro está, es ir a Gizeh al amanecer o al ocaso. La
muchedumbre se habrá marchado, los vendedores del templo
habrán desaparecido. Se puede caminar libremente, recuperar la
paz que debería reinar en esos lugares, saborear los juegos de la
luz y de la piedra. Pero no es posible a esas horas obtener la banal
entrada que permite acceder al interior de las pirámides de Keops
y Kefrén o visitar el templo de granito. Y sin embargo, esa pereg-
rinación es indispensable.
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La Esfinge, guardiana de la luz

En la llanura de Gizeh vela un muy enigmático personaje de


piedra. Es imposible no fijarse en él. Es célebre en el mundo en-
tero. Esta esfinge, la mayor nunca concebida por los Maestros de
Obra egipcios, se ha convertido en La Esfinge. Y hay que decir que
su tamaño da la medida de su función: proteger la llanura de las
grandes pirámides, velar por que la luz se levante cada mañana.
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Los árabes siempre la temieron. La llamaban «el padre del ter-


ror». Sentían que esa fiera gigantesca, de cabeza humana, irra-
diaba una fuerza peligrosa. Intentaron incluso destruirla y lleg-
aron a utilizar un cañón —lo que explica la mutilación de la nar-
iz—, pero el guardián de la luz salió victorioso de estas pruebas.
La esfinge de la leyenda griega hacía preguntas. La de Gizeh
prefiere el silencio. León con cabeza humana, tocado con una pe-
luca real, es la obra maestra de los escultores que tallaron una co-
lina de piedra calcárea para extraer de ella la Esfinge. Como
afirmaba Durero, cualquier obra maestra está contenida en la
piedra en bruto. Basta con ir puliéndola para hacer aparecer lo
que contenía. 57 m de largo, 27 m de alto, el coloso se levanta a
350 m al sudeste de la Gran Pirámide, a lo largo de la rampa que
asciende hacia el templo funerario de Kefrén.
Todo el mundo concuerda en decir que la Esfinge data del re-
inado de Kefrén (hacia 2620 a. J. C.) pero, reconozcámoslo dis-
cretamente, sin la menor prueba. Nada prueba tampoco que ese
rostro sea el de aquel faraón. En la XVIII dinastía se nos revela
que el nombre de la Esfinge es Horakhty, Khepri-Re-Atum, es de-
cir «Horus que está en la región de luz», que simboliza los tres as-
pectos principales del curso solar: Khepri, el sol al amanecer, Ra,
el sol de mediodía; Atum, el sol poniente. La Esfinge es el ser de
luz por excelencia, el que posee su energía. Conoce el secreto del
ciclo que va del nacimiento a la muerte, de la resurrección a otra
vida. En su cara este, hacia levante, se edificó un templo de
granito, hoy deteriorado. En él se hacían ofrendas al guardián de
la luz; en la Baja Época, se elevaban súplicas pidiéndole que su
oído permaneciese atento, como indican las «estelas con orejas»
donde se la representa junto al órgano del oído.
Los asiáticos, en el Imperio Nuevo, llamaron a la Esfinge Hur-
un, el nombre de una divinidad de Canaán. Reconocieron en ella a
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un dios que repelía a los enemigos de la luz. Uno de los adversari-


os más tenaces de la Esfinge, llamado también «imagen viva», es
la arena. Varias veces fue necesario arrancarla a ese sudario que
amenazaba con hacerla desaparecer. La última vez que hubo que
retirar la arena fue en los años 1925-1926.
Dos reyes de la XVIII dinastía sintieron especial afecto por el
guardián de piedra. Amenofis II, calificado primero de «rey de-
portista», porque realizó varias hazañas con el remo y el tiro al
arco, actos de carácter tanto simbólico como físico. A ese faraón le
gustaba pasear en carro por el desierto.
La Esfinge le fascinaba. Sin duda la interrogaba sobre el arte
de gobernar sin dejar de ser un «hijo de la luz», uno de los más
hermosos títulos del faraón. Amenofis II, tras su coronación, no
olvidó al compañero de piedra de sus paseos solitarios. Hizo con-
struir una capilla para la Esfinge, al noroeste de la fiera de rostro
humano, en la que colocó una estela a la gloria del poder
faraónico.
Tutmosis IV (1412-1402 a. J. C.) fue, también, un íntimo de la
Esfinge. En la estela que hizo colocar entre las patas del dios
cuenta un acontecimiento extraordinario. Antes de su coronación,
el futuro faraón cazaba en el desierto. Se acercaba el mediodía. El
joven estaba muerto de cansancio. Se concedió un poco de reposo
y se durmió a los pies de la Esfinge, aprovechando un poco de
sombra. Nunca iba a olvidar su corta siesta. Durante el sueño se le
apareció la Esfinge y le habló. El guardián de la llanura de Gizeh
manifestó un vigoroso descontento. Prisionero de la arena, no so-
portaba ya su miserable estado. Si el joven Tutmosis le liberaba,
sería faraón. ¿Acaso la Esfinge no era su padre omnipotente,
capaz de ofrecerle la realeza a la cabeza de los vivos?
Tutmosis IV se tomó muy en serio el ruego divino. Hizo con-
struir un muro que impidió las avalanchas de arena y grabar el
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contenido de su sueño en una estela para que sirviera de ejemplo


a las generaciones futuras. La supervivencia de su padre de piedra
prueba que el hijo de la Esfinge fue escuchado.
Algunos consideran que convendría realizar excavaciones
alrededor de la Esfinge y por debajo de ella. La arqueología, es
cierto, se ha mostrado muy descuidada. Se han realizado algunas
excavaciones de manera rápida, si no por pura curiosidad, y cier-
tos informes parecen muy imprecisos.
Guardián de las tres pirámides, encarnación de la triple luz
solar, la Esfinge es un dios cuyos favores debemos obtener para
recibir la iluminación que nos permita percibir su mensaje y el de
las pirámides. Tomando prestada la voz de un iniciado de Helió-
polis, que llevaba el maravilloso nombre de «La-luz-está-en-
fiesta», podríamos dirigir a la Esfinge estas palabras: «Tú creaste
el nombre de los dioses, antes de que nacieran montañas, desier-
tos y las profundidades de la tierra; con tus manos los creaste en
un instante. Tendiste el cordel y dibujaste la forma de los países».

Las tres grandes pirámides

En Gizeh nos hallamos en el reino de las pirámides. Tres de ellas,


debidas a los faraones Keops, Kefrén y Mikerinos, conocen una
gloria muy especial. No olvidemos que en la necrópolis de Menfis
podían contarse más de ochenta pirámides, muchas de las cuales
están hoy muy degradadas. A las pirámides de Gizeh se suman las
de Saqqara —entre ellas, la pirámide escalonada de Zoser—, de
Dahchur, de Licht y de Meidum, para citar sólo algunas.
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Sin embargo, así como la esfinge de Gizeh se ha convertido en


LA Esfinge, las pirámides de Gizeh se han convertido en LAS
pirámides, símbolo de la omnipotencia de los faraones del Imper-
io Antiguo y del genio arquitectónico de los Maestros de Obra
egipcios.
Restablezcamos primero una verdad olvidada, la de los
nombres egipcios de los faraones y de sus pirámides, puesto que
cada una de ellas era «bautizada» ritualmente y recibía un
nombre, como un ser vivo. El Keops de los griegos se llama Kufu,
es decir «que Dios me proteja»; su pirámide es «la región de la
luz». Kefrén se llama Khaefre, es decir «aparece Ra (la luz
divina)»; su pirámide es «Grandeza».
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Mikerinos se llama Menkaure, es decir «la potencia de la luz


divina es estable»; su pirámide es «la divina».
Keops se eleva a 146 m; Kefrén llega casi a los 144 m; Mikeri-
nos, la más pequeña, supera los 65 m de altura.
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Sorprendentemente, lo que denominamos la «llanura de las


pirámides» no es natural sino que fue aplanada por las manos del
hombre tras unos trabajos cuya importancia puede sospecharse.
Las tres pirámides se dispusieron de acuerdo con un eje que iba
del nordeste al sudoeste de la planicie, en el que la Gran Pirámide
ocupa el borde norte. El territorio de las pirámides se llamaba, en
egipcio, Occidente, la región del poniente donde el alma encuen-
tra reposo pero, también, «Debajo del dios», es decir la tierra
sagrada de la necrópolis colocada bajo la protección divina y,
asimismo, «Cerca-de-lo-alto», pues Gizeh era el lugar que per-
mitía que el espíritu de los faraones accediese a los espacios
celestiales.
Uno de los grandes misterios del Egipto antiguo es el modo
como se construyeron las pirámides. Durante mucho tiempo se
propagó el tendencioso relato del griego Herodoto, quien gustaba
de contar chismes y que se complació ensuciando la memoria de
los faraones del Imperio Antiguo, convirtiendo a Keops y Kefrén
en abominables tiranos. A Herodoto debemos también la estúpida
fábula según la cual cientos de miles de esclavos, sufriendo bajo el
sol, tratados a latigazos, reducidos al estado de bestias de carga,
pagaban con su salud o su vida el transporte de enormes bloques
de piedra. Esta fantasía estúpida, por desgracia, fue recogida en
numerosos manuales escolares e, incluso, en obras que se pre-
tendían científicas o documentadas.
La esclavitud existía en Grecia, no en Egipto. El faraón no tra-
bajaba contra su pueblo. Maestros de Obra, constructores y artes-
anos constituían la «clase social» más respetada y más poderosa
del Egipto del Imperio Antiguo. En las grandes canteras del
faraón, como en las de nuestra Edad Media, había un reducido
número de especialistas ayudados por gran número de peones, a
los que se pagaba y se consideraba según sus méritos. La vida del
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bajo pueblo egipcio se conoce perfectamente por las escenas y los


textos de las tumbas del Imperio Antiguo. A pesar de la dureza de
los trabajos de los artesanos y los campesinos, no hay rastro al-
guno de tiranía u opresión por parte de los nobles o del faraón.
Las pirámides de Gizeh no son obra de oprimidos y esclavos, sino
de una élite de Maestros de Obra, de una civilización en la plenit-
ud de su genio, capaz de una extraordinaria organización del tra-
bajo, desde la extracción de las piedras hasta su levantamiento,
pasando por el transporte. Durante los meses de inundación,
buena parte de la población descansaba. Numerosos peones eran
reclutados entonces para trabajar en la obra de las pirámides. Se
supone que sin rueda ni polea, aunque se conocieran esas téc-
nicas, con taladros de broca de sílex, percutores y hojas de sílex,
mazas de diorita, hachuelas, hachas y cinceles de cobre, los equi-
pos de artesanos, considerados como faros de su sociedad y remu-
nerados en consecuencia, edificaron estos inmensos monumentos
cuyo carácter excepcional, sin embargo, no aparece subrayado por
ningún texto jeroglífico. Para el Imperio Antiguo, la construcción
de las pirámides fue un acto normal, ritual, del que no cabía
alardear.
Geómetras y agrimensores tuvieron que resolver problemas de
gran dificultad para delimitar bases cuadradas de más de 200 m,
conseguir una horizontalidad perfecta de las hiladas, en todos los
niveles, calcular orientaciones muy precisas, resolver el
rompecabezas de la cohesión de las masas para que las cámaras
interiores no fueran aplastadas, emplazar un revestimiento de
piedra en el que bloques de más de dos toneladas están tan bien
colocados que casi no puede introducirse una aguja en las juntur-
as. Ésas son algunas proezas técnicas entre otras muchas. Para
percibir bien el significado de una pirámide, no debe considerár-
sela un monumento aislado, aunque los tres gigantes de Gizeh
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aparezcan hoy privados de su entorno. En el linde del desierto, al


borde del valle, había un templo bajo o templo de acogida donde
se practicaban ritos de purificación; de este templo partía una
calzada cubierta, con los muros decorados con relieves, que llev-
aba a un templo alto, en la cara este de la pirámide. El conjunto
simbólico se completaba con una pequeña pirámide, por lo gener-
al al sur de la grande; era el lugar de reposo del alma del rey o de
su compañera, la reina, como principio espiritual femenino. En
tomo a este complejo arquitectónico, gigantesco ya, se edificaban
las tumbas de los nobles, las mastabas, formando verdaderas
«calles de tumbas». Así, se reconstruía la corte real para el viaje
por este mundo y por el otro, de modo que la vida sigue «girando
en redondo», puesto que el cuerpo del faraón resucitado rodeaba
el universo como un círculo.
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¿Son tumbas las pirámides? Sí, responden a coro la mayoría


de los egiptólogos, prefiriendo un error relativo a las elucubra-
ciones ocultistas que convierten las pirámides en monumentos
proféticos que anuncian cataclismos, guerras o epidemias, pero
siempre después del acontecimiento. En la época bizantina, la
teoría oficial afirmaba que las pirámides eran antiguos graneros
para trigo. En el siglo XII, un califa árabe consiguió llegar hasta el
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interior de la Gran Pirámide y descubrió allí un curioso sarcófago


donde reposaba una momia cubierta de oro y pedrería. No se dio
crédito a su relato. Los árabes, más tarde, se mostraron poco pre-
ocupados por la importancia de los grandes monumentos y
comenzaron a destruir su revestimiento, que fue desmantelado
entre el siglo XIII y el XVII, privando a las pirámides del prodigioso
atavío calcáreo que irradiaba su luz bajo el sol. Los bloques sirvi-
eron para construir las casas de El Cairo, uno de los actos de van-
dalismo más lamentables de la historia.
La palabra pirámide procede del griego pummis, «pastel de
trigo», golosina que tenía forma triangular. En jeroglífico,
pirámide se dice mer, palabra que era sinónimo de tres términos
importantes más, «azada», «canal» y «amor». En esta lengua hay
un principio esencial, el «juego de palabras». Cuando las palabras
se parecen tanto, es porque tienen algo en común. Entre la
pirámide y la azada, que servía para excavar los fundamentos del
templo, se subraya el tema de la construcción; entre el canal y la
pirámide se subraya el del monumento por el que pasa la energía
divina, siendo la pirámide el canal por el que circula la fuerza
creadora entre cielo y tierra. Además, los canales de riego eran
para Egipto un verdadero sistema sanguíneo del que dependía la
vida de todos; la pirámide es, también, una construcción vital de
la que dependía el equilibrio espiritual de las Dos Tierras. Final-
mente, la relación entre «pirámide» y «amor» indica que el
monumento está destinado a captar el amor divino, que crea per-
manentemente el mundo.
La pirámide se concibió como la expresión monumental, en
piedra, de la colina primordial, la primera eminencia brotada del
Océano original, al alba de la creación. Es, pues, el recuerdo sim-
bólico de la primera mañana, de la edad de oro. Ahora bien, cada
año, durante la inundación, el valle y las tierras quedaban
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cubiertos de agua. Sólo emergía del paisaje la llanura de Gizeh


con sus monumentos de eternidad. Los Maestros de Obra habían
recreado la realidad de los primeros instantes de la vida en la
tierra, y los egipcios volvían a descubrirla, año tras año, cuando el
Nilo sumergía el país para fecundarlo.
Las leyendas afirman que las pirámides contienen tesoros.
Tienen razón, pero matizando que se trata de tesoros espirituales,
referentes a la resurrección y a la vida en espíritu. Antiguos escri-
tos indican que en la Gran Pirámide están inscritas estrellas y tex-
tos que conceden la ciencia de los talismanes, de los remedios, de
la arquitectura, en resumen, todo el saber humano. Es una evoca-
ción de los Textos de las pirámides, que no figuran en los tres edi-
ficios de Gizeh, pero que eran utilizados por aquel entonces, antes
de aparecer unos años más tarde en el interior de la pirámide de
Unas.
Triángulo de luz petrificada, otero primordial que revela los
misterios de la creación, centro espiritual de un país y de un
pueblo, la pirámide es la más perfecta expresión geométrica y ar-
quitectónica de lo sagrado. Algunos egiptólogos por fin comienzan
a decir en voz alta lo que muchos piensan en voz baja: ningún
faraón habría realizado tamaños esfuerzos para edificar una
simple tumba.

Consejo práctico
Trayecto que suele tomarse para dirigirse a las pirámides de Gizeh
(si no se reside en las proximidades): la «avenida de las
pirámides», que va de El Cairo al pie del hotel Mena House. De
ahí se toma una rampa que lleva hacia la Gran Pirámide.
Camino menos utilizado y más conforme con el significado del
paraje: abandonar la avenida de las pirámides antes de un canal,
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un kilómetro antes del final, tomar a la izquierda una carretera


que flanquea ese canal, cruzar un puente, atravesar una aldea y
proseguir hasta la Esfinge. Se pasará así ante el guardián de las
pirámides antes de dirigirse a ellas.

La Gran Pirámide de Keops

Su nombre: la región de luz. Su altura actual: 137 m (146 m en su


origen), una masa de piedras de más de dos millones quinientos
mil metros cúbicos, más de 230 m de anchura de los lados a la
base, 6 millones de toneladas de piedras, algunas de las cuales
pesan más de 15 toneladas, una superficie de más de 4 hectáreas,
cuatro caras inclinadas a 51º 52’ y orientadas con sorprendente
precisión hacia los cuatro puntos cardinales.
Éstas son las medidas del gigante cuyo Maestro de Obra fue el
faraón Keops, quien veneraba especialmente al dios-carnero Kh-
num, el alfarero que modelaba el mundo en su torno. El faraón se
mostró digno de su divino maestro.
Del reinado de Keops no se sabe prácticamente nada. Las civil-
izaciones felices no tienen historia. Del faraón que concibió el
mayor de los gigantes de piedra sólo subsiste, por ironías del des-
tino, la más modesta de las efigies, una estatuilla de 5 cm de al-
tura, que se conserva en el Museo de El Cairo. Es un boceto de es-
cultor, en el que se ve al rey coronado sentado en su trono. Un
texto nos comunica que la estatua de oro de Keops ha sido «dada
a luz» y que su boca ha sido abierta: es decir que se han celebrado
los ritos de resurrección. Pero su último «soporte» sigue siendo la
Gran Pirámide.
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El gigantesco monumento ha sobrevivido, aunque su revesti-


miento calcáreo fuera enteramente desvalijado por los árabes; el
recinto, el templo funerario, la calzada cubierta de relieves que
unía el templo bajo con el templo alto han desaparecido casi por
completo. Del «complejo piramidal» de Keops sólo queda el sanc-
tasanctórum, la propia pirámide, y tres pequeñas pirámides al
este. Una de ellas se convirtió en santuario de Isis durante la XXI
dinastía. Es decir que esos monumentos eran de naturaleza «fe-
menina», sin duda consagrados a reinas.
Al este de la Gran Pirámide se encuentra el conjunto de las
mastabas pertenecientes a los grandes personajes de la corte de
Keops, entre ellos su madre, la reina Hetep-Heres, a la que hizo
célebre el descubrimiento de su tumba inviolada donde se con-
servaba perfectamente un admirable mobiliario.
El conjunto de tumbas —algunas de las cuales han vuelto a
quedar enterradas en la arena y se han perdido tras haber sido en-
contradas por Mariette— ha sido objeto de excavaciones americ-
anas. Por desgracia, no son accesibles al público.
En 1954 se produjo un acontecimiento inesperado junto a la
cara sur de la Gran Pirámide. Los arqueólogos estaban conven-
cidos de que nada podía descubrirse en semejante lugar. Unos
escombros dificultaban el paso, los quitaron, cavaron… y esas for-
tuitas excavaciones pusieron al descubierto unas inmensas losas,
de 15 a 20 toneladas cada una. Las retiraron y pudo contemplarse
una magnifica barca de cedro del Líbano, parcialmente des-
montada. La embarcación, reconstruida en 1968, está hoy en un
museo, ante la cara sur de la Gran Pirámide. Había cuatro barcas
más: dos en la cara este, otra en la cara sur y la cuarta en la norte.
Las barcas desempeñan un gran papel en la mitología y el culto.
Las de Keops servían para los viajes del espíritu del rey, que at-
raviesa la noche y el día en compañía del sol, lanzándose también
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por las rutas navegables del cielo. El faraón forma parte de la


tripulación divina de la barca que recorre sin cesar el universo,
velando por el buen orden del cosmos.

En el interior de la Gran Pirámide: un camino iniciático


La visita al interior de la Gran Pirámide es una experiencia in-
olvidable. Es también una prueba física que no se aconseja a los
claustrofóbicos, pues es obligado trepar inclinado en una atmós-
fera bastante asfixiante hasta la «cámara del rey», donde, gracias
a los canales de ventilación excavados en la masa de piedra, se
disfruta de un aire la mar de agradable.
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La entrada de la Gran Pirámide se halla en la cara norte, a 15


m por encima del suelo, a la altura de la decimotercera hilada (n.º
1 en el plano). Se comienza por bajar, tomando un corredor (n.º
2) que desemboca en una primera encrucijada (n.º 3). Allí, tres ta-
pones de granito cerraban el paso. Era preciso franquear esta
triple puerta nombrándola, demostrando así que se conocía «la
contraseña».
Antes de subir, era preciso llegar hasta el fin del «descenso a
los Infiernos». Desgraciadamente, hoy es imposible seguir el
corredor descendente (n.º 4 en el plano) y llegar a lo que se ha
dado en llamar «la cámara inconclusa» (n.º 5). Estamos a 31 m
por debajo del suelo. Las proporciones de esta sala, cuyo suelo es
de tierra batida, son: 3,5 m de alto, 14 m de largo y 8 m de ancho.
No está inconclusa. Está como debe estar. Es la matriz, el reino
bajo tierra, el vientre de la Madre, el lugar de los posibles, el pro-
totipo de la «cámara de reflexión» de los iniciados. Es aquí donde
el «viejo hombre» se libera de sus despojos.
Hay que volver a subir desde este centro de la tierra, alcanzar
de nuevo la encrucijada tras haber hecho la experiencia del des-
censo a los Infiernos. Esta vez, podemos tomar el corredor as-
cendente (n.º 6 en el plano) para alcanzar otra encrucijada donde
se ofrecen tres posibilidades (n.º 7).
La primera es un «pozo de descenso» (n.º 8 en el plano), cam-
ino sinuoso que nos devolvería al lugar del que venimos, por de-
bajo de la pirámide. La segunda es un camino que lleva hacia lo
alto, ampliándose y convirtiéndose en la «Gran Galería». La ter-
cera es un camino horizontal que nos permitirá explorar el nivel
alcanzado, llegar hasta el final y descubrir la cámara mediana de
la pirámide (n.º 9), incorrectamente bautizada como «cámara de
la reina», situada en el eje del monumento. De 6,70 m de alto,
5,70 m de largo y 5,20 m de ancho, es una abertura en la masa
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interior de la pirámide. Sus bloques están admirablemente ajusta-


dos. Las piedras que forman su suelo están dispuestas de modo ir-
regular. En la pared este hay una hornacina. Así pues, en las ti-
nieblas se rendía culto a la luz naciente.
Volvamos luego al punto de conjunción de las tres vías y
subamos de nuevo por la Gran Galería (n.º 10 del plano). Caso
único en la arquitectura universal, de 47 m de largo y 8,50 m de
alto, es un prodigio de técnica que los arquitectos contem-
poráneos no estarían seguros de poder igualar.
Se experimenta una intensa sensación de vastedad y elevación
después de los estrechos corredores que hemos atravesado. El
ajuste de los bloques es perfecto. A lo largo de los muros descubri-
mos banquetas en las que se han practicado cavidades. La Gran
Galería es el paso entre la sala mediana y la cámara del rey, entre
el segundo y el tercer santuario de la Gran Pirámide. Tanto para la
momia, receptáculo de vida, como para el iniciado que recorría
este itinerario, es una mutación decisiva que lleva hasta el corazón
de la pirámide, al sanctasanctórum o cámara del rey (n.º 11 del
plano).
Primero hay que cruzar un gran rellano que culmina la Gran
Galería, antes de penetrar en este último santuario constituido
por tres partes: un vestíbulo, una antecámara cerrada por gradas
de granito y la cámara funeraria propiamente dicha. De 5,85 m de
alto, 10,45 m de largo y 5,22 m de ancho, está construida con
bloques de granito perfectos en su disposición y su ajuste. Sus
proporciones fueron calculadas de acuerdo con el famoso trián-
gulo «pitagórico» (que de hecho es egipcio) o triángulo sagrado
3/4/5. El techo está constituido por nueve losas de granito de un
peso de 400 toneladas, que evoca la enéada de los dioses, en el
origen de toda vida.
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En este lugar donde reina la divina proporción tenemos de


pronto la impresión de respirar mejor, de haber llegado por fin al
término de una larga andadura y de un incómodo ascenso. Es sólo
una impresión. Gracias a dos canales de ventilación practicados
en los flancos norte y sur de la pirámide (n.º 13 del plano), res-
piramos el aire Procedente del exterior. Son los canales del alma,
uno orientado hacia el eje del cosmos, la estrella polar, al norte; el
otro hacia Orión, la estrella del sur.
Al oeste de la cámara del rey, la tumba, un sarcófago de
granito. Ni ornamento, ni inscripción, ni tapa; 1,03 m de alto,
2,24 m de largo, 0,96 m de ancho. Ni rastro de la momia, tal vez
nunca la hubo. En una de las escasas pirámides no «violadas», se
abrió una sepultura intacta… y la cubeta funeraria no contenía
momia. Es cierto que algunas pirámides no fueron sólo tumbas
sino que sirvieron como templos de iniciación, comenzando por la
del propio faraón, mientras vivía. El que se tendía en el ataúd de
piedra concebido según la divina proporción vivía un rito de re-
surrección tal como aparece, ampliamente descrito, en los Textos
de las pirámides.
Por encima de la cámara del rey, cinco pequeñas estancias su-
perpuestas (n.º 12 del plano), muy bajas, la más alta de las cuales
tiene un techo a dos aguas. Este extraño dispositivo parece haber
tenido la misión de aliviar el formidable peso de las piedras sobre
la cámara del rey y asegurar la estabilidad de la pirámide en caso
de seísmo. Un detalle esencial, en las dos pequeñas estancias más
elevadas se encontró, grabado en rojo, el nombre de Keops. Allí
estaba, oculto para siempre, condenado al anonimato.

***
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Desde lo alto de la Gran Pirámide, plataforma cuadrada que


en su origen media aproximadamente 3 m de lado, se descubre un
paisaje inolvidable (siempre que se haya podido efectuar la as-
censión, que exige prudencia y una buena forma física). Ante
nuestros ojos, a lo largo de varios kilómetros, se revela la necró-
polis entera. El mundo de las tumbas egipcias es un universo de
vida. Del paraje no emana tristeza sino una formidable esperanza
en el Hombre, una confianza en un más allá vivido, experi-
mentado. Desde la cima de ese gigante de piedra contemplamos
mucho más que cuarenta siglos. Tenemos enfrente la eternidad.
La Gran Pirámide no estaba concluida. Falta el piramidión. La
más perfecta obra maestra de la geometría sacra no podía estar
terminada. Pues sólo Dios, decían los antiguos sabios, puede con-
cluir la obra del hombre.

Pirámide y templos de Kefrén

El gran interés del conjunto monumental de Kefrén es el buen es-


tado de conservación del templo de granito, «templo bajo» o
«templo del valle», que estaba unido al «templo alto», situado en
la cara este de la pirámide.
Este templo de granito es una impresionante obra maestra de
fuerza. Se trata de un cuadrado de 45 m de lado, cuyos muros de-
bían de alcanzar en su origen una altura de unos 15 m. Los mater-
iales utilizados son granito y alabastro. En la fachada, al este, hay
dos entradas (n.º 1 en el plano), antaño custodiadas por cuatro
esfinges. Sea cual sea la entrada utilizada, se llega a un vestíbulo
(n.º 2), luego a una gran sala dispuesta en T invertida (n.º 3) con
dieciséis pilares monolíticos, de rigurosa austeridad. Contra las
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paredes estaban adosadas veintitrés estatuas de Kefrén. Una de


ellas, en diorita, muestra al faraón sentado en su trono con el hal-
cón Horus ciñéndole la nuca con sus alas en la que tal vez sea la
más hermosa estatua egipcia.
A la izquierda, al sudoeste de la barra superior de la T inver-
tida (n.º 4 en el plano), tres profundas hornacinas; a la derecha, al
noroeste, el corredor que lleva hacia la pirámide (n.º 5). Antes de
salir de este templo para proseguir el camino hacia lo alto, es pre-
ciso, rendir culto en este santuario a tres hornacinas donde se
veneraba el dios único en forma de triada.
El edificio estaba cubierto. Reinaba allí una atmósfera de in-
tenso recogimiento. El arquitecto había jugado con pequeñas
aberturas para que la luz iluminara las estatuas reales en función
de los distintos momentos del día. Ese templo era, por tanto, el de
la animación de las estatuas reales por la luz divina, lo que per-
mitía transformar la materia inerte en ser vivo: se abría ritual-
mente la boca y los ojos del faraón, que revivía en su nuevo
cuerpo de piedra. £n este templo, donde todo es ángulo recto, el
visitante tendrá a la vez la impresión de descubrir el rigor propio
del Imperio Antiguo y una solidez inmutable. Caminaremos tam-
bién por una especie de laberinto cuyas vías no están destinadas a
perdernos sino a llevamos más lejos y más arriba.
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De la rampa que sale del templo bajo y del templo alto hacia el
que conducía subsisten nada más unos pobres vestigios. Ese tem-
plo alto, sin embargo, seguía parcialmente en pie a comienzos del
siglo VXIII, antes de ser explotado como cantera. Podemos ver aún
un bloque de 400 toneladas, uno de los mayores del paraje de
Gizeh y con el que los desvalijadores no supieron qué hacer. Mi-
entras que el templo bajo tenía una triple hornacina, el templo
alto se basaba en el número 5. Así, se rendía culto a cinco estatuas
reales, cinco aspectos de la persona divina del faraón.
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Del lado este de la pirámide debemos pasar al lado norte para


descubrir su entrada. Kefrén no es menos colosal que Keops. Con
143 m de alto originalmente, hoy sólo alcanza los 136,40 m. Su
silueta es característica, pues ha conservado, en su vértice, parte
del revestimiento. 214,80 m de longitud de los lados, en la base,
una inclinación de las caras de 53º 8’ calculada gracias al trián-
gulo sagrado, 2200000 m3 de piedras:9 ésas son algunas de las
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medidas del segundo gigante de Gizeh apenas inferior a su


hermano mayor.
La diferencia, sin embargo, será muy clara en el recorrido in-
terior de la pirámide. En Keops hemos descubierto tres cámaras,
de abajo a arriba, tres etapas de la realización del ser. El templo
bajo de Kefrén tenía dos entradas: lo mismo ocurre con su
pirámide. La primera entrada se abre a ras de suelo, un poco ad-
elantada con respecto a la pirámide, en el enlosado del contorno
(n.º 1 en el plano); es la que actualmente se utiliza para la visita.
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La segunda entrada está más arriba. A unos 12 m por encima


de este enlosado, a la altura de la 10ª hilada (n.º 2). Ambas,
siguiendo el mismo esquema que la Gran Pirámide, desembocan
en un corredor descendente. El corredor que corresponde a la
primera entrada llega a una cámara subterránea (n.º 3 en el pla-
no) que está «inconclusa», como es debido. Nos encontramos
bajo tierra, como en la cámara correspondiente de la Gran
Pirámide, en el interior de una matriz de resurrección donde todo
se prepara. Al salir de estos «Infiernos» positivos, se asciende por
un corredor y en una sección horizontal se encuentra el otro
corredor que parte de la segunda entrada: es la unión de los dos
caminos (n.º 4 en el plano). Ambos ya sólo forman uno, la vida se
vuelve recta, horizontal, fácil, hasta llegar a un vasto panteón fu-
nerario que contiene una cubeta de piedra vacía y sin ninguna in-
scripción, como en la cámara del rey de la Gran Pirámide. Esta
sala está recubierta de enormes bloques calcáreos y mide 4,97 m
por 14,13 m, alcanzando los 6,84 m de alto en su parte más el-
evada. Cerca del sarcófago hay una cavidad para los canopes,
vasos rituales que contienen las vísceras del faraón.
En el interior de esta pirámide reina una atmósfera muy apa-
cible. De las piedras parece emanar una suave luz. Tan difícil y ex-
igente es la «visita» a Keops, como tranquila, casi fácil es la de Ke-
frén. En el primer caso, es cierto, debemos cubrir un camino ver-
tical para acceder al corazón del gigante, al centro de la construc-
ción. En el segundo caso, aunque la vía principal es horizontal, ex-
ige sin embargo reunir ambos caminos que se habían separado,
como hiciera el faraón al colocarse la «doble corona» que unía el
Alto y el Bajo Egipto. Se cumplía con ello el deseo formulado en el
nombre egipcio de Kefrén: que la luz divina aparezca.
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La pirámide de Mikerinos

Mikerinos, Menkaure, significa en egipcio: «la potencia de la luz


divina es estable». Su pirámide realiza maravillosamente este
«programa». Se trata de un monumento paradójico. Es cierta-
mente la más pequeña de las tres, con una altura de unos 65 m y
una longitud de lado, en la base, estimada entre 105 y 108 m. Las
distintas medidas son aún muy imprecisas, la más pequeña de las
grandes pirámides es, sin embargo, también aquella en la que se
utilizaron bloques de mayor tamaño. En materia de estabilidad,
nada tiene que envidiar a ningún otro monumento.
Una inscripción indica que el faraón acude a menudo a inspec-
cionar las obras para verificar el progreso de los trabajos, insis-
tiendo ante el Maestro Real de los albañiles para que se respeten
los plazos. Sabemos así, al mismo tiempo, que ese Maestro estaba
a la cabeza de cincuenta obreros y dos artesanos de élite, lo que
confirma una vez más el escaso número de especialistas presentes
en estas enormes obras.
Hay historias de mujeres en torno a esa pirámide. Primero los
griegos, muy aficionados a los chismes falsos, Propalaron el ru-
mor de que Mikerinos prostituyó a su propia hija a fin de obtener
el dinero necesario para finalizar las obras. Pura invención.
Luego, la leyenda afirmaba que una tal reina Nitokris, que
efectivamente vivió a finales del Imperio Antiguo, concluyó la
construcción y se hizo enterrar en la pirámide, en un sarcófago de
basalto azul que, desgraciadamente, no ha sido encontrado. Por
último, Rhodopis, la hermosa de rosadas mejillas, es indisociable
del monumento. La joven princesa se estaba bañando en el Nilo
cuando un halcón, o un águila, bajó de lo alto del cielo para
robarle una de sus sandalias y la dejó luego caer en las rodillas del
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faraón, en Menfis. Inmediatamente seducido por la idea del her-


moso pie que debía proteger semejante sandalia, el rey mandó
localizar a su propietaria. La desposó y ella se convirtió en reina
de Egipto. El lector habrá reconocido, fácilmente, el original egip-
cio del célebre cuento de la Cenicienta. Rhodopis no ha muerto.
Desnuda, tan bella como siempre, aparece a veces, muy cerca de
la pirámide, a mediodía y cuando el sol se pone. Los que se acer-
can a ella, seducidos por su belleza, se enamoran perdidamente y
se vuelven locos. Olvidan que para amar a Rhodopis hay que ser
faraón…
La sólida pirámide de Mikerinos ha conservado parte de su
revestimiento calcáreo que, en el siglo XIV, permanecía intacto. El
tercio inferior del monumento estaba revestido de granito, del que
se conservan imponentes restos en las caras norte y este. En la
cara este se levantaba el templo funerario, destruido en el siglo
XVIII. Allí se descubrieron las célebres tríadas de Mikerinos (hoy
en el Museo de El Cairo), donde el rey aparece rodeado de diosas
o personificaciones de provincias. Las tres pequeñas pirámides, al
sur de Mikerinos, estaban dedicadas a reinas. Por lo demás, en-
contramos de nuevo el número tres, que parece haber sido espe-
cialmente importante para este faraón.
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El interior de la pirámide de Mikerinos presenta numerosos


enigmas. La entrada, como era regla en la época, se halla en la
cara norte, a unos cuatro metros por encima del nivel del suelo.
Esta pirámide raramente se visita, pues el recorrido resulta
bastante penoso. Tomemos pues esta entrada (n.º 1 del plano): no
nos extrañará encontrar un corredor que desciende hacia las en-
trañas de la tierra (n.º 2). El corredor se vuelve horizontal y se
topaba con unas gradas de granito, una vez superadas, se llega a
una gran cámara funeraria (unos 4 m de alto, 10,57 m por 3,85 m,
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n.º 3 en el plano). Todo parece indicar que nos hallamos en la cá-


mara funeraria de Mikerinos. En realidad, no es así. De la estan-
cia sale un corredor (n.º 4) en sentido ascendente, que es en real-
idad un callejón sin salida. No permite llegar al interior de la
pirámide. Además, al oeste de esta Rancia se había excavado una
hornacina. Contenía un sarcófago con el nombre de Mikerinos.
¡Pero era una obra y posterior a su reinado! A su lado, algunos
restos moqueados. No son los del faraón ni los de algún egipcio
del Imperio Antiguo. Se supone que pertenecen a un ladrón o,
más probablemente, a un «cuerpo de sustitución», una falsa mo-
mia, en cierto modo, que completaría este decorado de engaño.
En esta pirámide no hay que subir sino seguir bajando. La ver-
dadera cámara funeraria se encuentra debajo (n.º 5 en el plano),
accediéndose a ella por un paso oblicuo que se abre en un lugar
preciso, en medio del «falso sepulcro».
Esta vez llegamos al centro vital de la pirámide, una magnífica
cámara totalmente revestida de granito, que contenía un sarcóf-
ago de basalto decorado en fachada de palacio, decoración de la
que ya vimos un ejemplo monumental en el recinto de la pirámide
de Zoser, en Saqqara. No hay cuerpo en el interior, y, el colmo del
infortunio, el sarcófago ha desaparecido. El barco que lo llevaba a
Europa naufragó.
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El santuario se completa con una última estancia a la que se


accede por una escalera de siete peldaños, en el paso entre ambas
cámaras funerarias. Estancias muy pequeñas, hornacinas en
número de seis se abren en las paredes norte y este. En este lugar
se celebraba el culto del alma del rey, en las profundidades de la
tierra.

***

Si echamos una mirada al conjunto de los caminos interiores


de las tres pirámides de Gizeh, se advierte claramente que todo el
recorrido de Mikerinos es subterráneo, que el de Kefrén es esen-
cialmente horizontal y el de Keops vertical, con etapas bien mar-
cadas. Obtenemos así el conocimiento de lo que está bajo tierra, lo
que está en tierra y lo que está por encima de la tierra. Las tres
pirámides desarrollan el simbolismo de los tres rellanos de la
vida, los tres niveles esenciales del universo, formando un con-
junto perfectamente coherente en el que cada uno de los tres edi-
ficios desempeña su papel particular.

La pirámide de Unas o el libro de piedra

Al sur del recinto de Zoser, muy cerca de allí, se halla un


montículo de informes cascotes. Es fácil pasar por su lado sin casi
advertirlo. Sin embargo, allí se levantaba una pirámide de más de
cuarenta metros de altura aunque menos de 60 m de lado. El
monumento arruinado, al menos en su superestructura, era la
pirámide del rey Unas, oscuro faraón de finales de la V dinastía.
Reinó de 2355 a 2325 a J. C. Apenas sabemos nada de él y, sin
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embargo, legó a la humanidad un monumento de excepcional


importancia.
No nos fiemos, por tanto, de las apariencias y penetremos en
la pirámide o, más exactamente, bajo la pirámide para revivir el
descubrimiento que en 1881 hizo el egiptólogo francés Maspéro,
en 1881. Una gran calzada decorada con escenas del transporte de
columnas, en barcos procedentes de Asuán conducía a esta
pirámide. La entrada del monumento, como era regla entonces, se
sitúa en la cara norte. Recordamos a otro «explorador» ilustre,
Khaemuase, hijo de Ramsés II, quien mandó se efectuaran traba-
jos de restauración y restablecer el nombre de Unas que no figura-
ba en la pirámide. Este arqueólogo anticipado acertó a vislumbrar
el interés del monumento.
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Para entrar es preciso inclinarse. Sobre el corredor descend-


ente, hallamos un elemento tan impresionante como tranquiliz-
ador: un bloque que formaba parte de la hilada de base del reves-
timiento del edificio, cuyo peso debe superar las 30 toneladas. La
decoración queda clara enseguida: se trata de lo eterno y lo monu-
mental, un asunto del que estos lugares van a hablarnos.
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El corredor que tomamos comienza descendiendo; luego, el


recorrido se hace horizontal y llegamos a un vestíbulo de 2 m por
2 m, donde podemos incorporarnos. Se trata sólo de un rellano de
descanso. Estamos bajo tierra, hemos abandonado la superficie de
las cosas, pero sólo es un comienzo. Siguiendo el corredor hori-
zontal, debemos bajar de nuevo la cabeza. En el recorrido nos
aguarda un triple obstáculo. Una triple grada de granito que nos
exige el conocimiento de las puertas (lo proporcionaban unos for-
mularios rituales) para seguir adelante y desembocar en una
antecámara desde donde podemos tomar dos vías: la de la
izquierda lleva a una capilla con tres hornacinas, la de la derecha
a la sala del sarcófago.
Al final del corredor horizontal, una vez superadas las gradas
de granito, pudimos observar la presencia de jeroglíficos en los
muros; en la antecámara hay otros. Y cuando se penetra en la sala
del sarcófago, después de traspasar una tercera «compuerta» baja
y estrecha desde nuestra entrada, seguimos contemplando otras
columnas con signos enigmáticos, pintados de verde, que forman
un inolvidable paisaje de piedra con partes de alabastro en las que
se han dibujado las puertas del palacio real, confundidas con las
del más allá, el sarcófago de basalto negro y la bóveda constelada
de estrellas de cinco puntas.
El cielo está bajo tierra. Sobre nuestras cabezas, el cosmos. Las
estrellas dejan pasar la luz del Principio, que enseña la vía de la
sabiduría. En ellas residen las almas de los faraones que, tras su
muerte física, siguen fulgurando.
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El gran descubrimiento son esos textos jeroglíficos, los Textos


de las pirámides, grabados por primera vez en la pirámide de
Unas, mientras que las paredes de las grandes pirámides de
Zoser, Keops, Kefrén y Mikerinos eran mudas. Los iniciados de
Heliópolis, en esta segunda mitad del tercer milenio a. J. C., de-
cidieron transmitir por escrito una enseñanza oral que databa de
los orígenes de Egipto. Ciertamente no se trataba de un trabajo de
divulgación, pues los Textos de las pirámides estaban reservados
a una minoría. Pero la transmisión quedaba asegurada y, efectiva-
mente, ha atravesado los tiempos.
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Estamos aquí en un libro de piedra, en el corazón de esas pági-


nas de jeroglíficos, en el seno de los propios textos. Es una experi-
encia única. Leyendo estos jeroglíficos, estas palabras de los di-
oses que transmiten la vida, nosotros mismos nos convertimos en
jeroglífico, escribimos una nueva página de este libro que ase-
guraba al faraón una vida en la eternidad.
Necesitaríamos varios volúmenes para ofrecer la traducción de
los Textos de las pirámides y comentarlos. La más antigua
colección religiosa, mágica y esotérica del antiguo Egipto posee
una prodigiosa riqueza. Su tema central: el viaje del rey hacia los
paraísos cósmicos, el paso de la vida terrenal a la vida universal,
el periplo del espíritu por las rutas del más allá. Las fórmulas má-
gicas están destinadas a apartar los seres maléficos simbolizados
por serpientes y escorpiones. La diosa del ciclo, Nut, se extiende
sobre el cuerpo del faraón para protegerle del mal: «Te entrega tu
cabeza, reúne tus huesos, recompone tus miembros, aporta tu
corazón a tu cuerpo». Para acceder a los espacios celestiales, el
rey emplea los más diversos medios: se convierte en humo de in-
cienso, en pájaro, en saltamontes. Sube los peldaños de una escal-
era, trepa por una escala gigantesca que une el ciclo y la tierra. El
faraón come la energía de los dioses, es admitido en el círculo de
las estrellas imperecederas.
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He aquí algunas de las revelaciones que contienen esos textos


esenciales, que comienzan con una frase clave: «El rey no ha
partido muerto, ha partido vivo». Egipto afirma aquí su fe en lo
sagrado, toda su confianza en el Hombre-Dios al que eligió para
que le guiara.
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El mundo de las mastabas del Imperio Antiguo

A tal señor tal honor: hemos comenzado visitando los dominios


de eternidad de los faraones; tenemos ahora que saludar a sus
súbditos, presentes junto a sus dueños en las tumbas llamadas
«mastabas». Mastaba es una palabra árabe que significa «ban-
queta»; la superestructura de estas tumbas tenía, en efecto, la
forma de un paralelepípedo alargado, una especie de gran
banqueta.
Desde el exterior, la mastaba tiene forma de un gran rectán-
gulo. Sus dimensiones son muy variables. El lado mayor alcanza a
veces 50 m de largo. Los materiales empleados son la piedra y el
ladrillo. La estructura de una mastaba es simple: una parte vis-
ible, por encima del suelo, y una parte subterránea.
La parte visible, orientada siempre norte-sur, tiene como ele-
mento esencial una capilla. En su origen, en la cara este de la
mastaba sólo había una «falsa puerta», que debe entenderse
como frontera entre la vida y la muerte. Luego se desarrolló una
sala más o menos amplia, excavada en el interior de la mastaba.
En esta capilla (o a veces en varias capillas que formaban un ver-
dadero «aposento funerario» en el caso de las mastabas más vast-
as) pueden contemplarse maravillosas escenas esculpidas que re-
latan la existencia cotidiana de los egipcios del Imperio Antiguo.
La capilla era un punto de contacto entre los vivos y los muer-
tos. En ella se celebraba el culto al difunto, cuyas estatuas se
colocaban en una pequeña estancia, el serdab, contigua a la ca-
pilla. Este serdab estaba enteramente cerrado, a excepción de una
pequeña rendija por la que los ojos de la estatua, devueltos a la
vida por los ritos de resurrección, contemplaban lo que ocurría en
121/471

la capilla. Por medio de su cuerpo de piedra, el difunto absorbía


las esencias sutiles de las ofrendas.
La mastaba no es una sepultura malsana, un lugar para la
desesperación donde reina la muerte. Es un lugar de paso entre
esta vida y la otra. Hoy como ayer, el «propietario» de una
mastaba observa a sus visitantes. Les exige respeto y atención. Se
dirige directamente a nosotros a través de los textos inscritos en
las paredes, rogándonos que pronunciemos su nombre para
hacerle vivir eternamente, que dediquemos a su alma un recogido
pensamiento. Se le ha construido tan magnífico monumento, ex-
plica, porque siempre cumplió con la justicia, dijo la verdad, actuó
de acuerdo con la regla divina, dio pan al hambriento y ropas al
desnudo. Actuemos como él y viviremos la vida eterna.
Esta «llamada a los vivos» es un mensaje de despertar. La
mastaba entera dialoga con nosotros para que nuestra experiencia
terrestre cobre sentido y el dios Anubis guíe nuestra alma por las
bellas rutas del Occidente.
A través de un pozo, camino vertical en la masa de la mastaba,
se accede a la parte subterránea, el panteón funerario.10
Se subía la momia a lo alto de la mastaba y a continuación se
la iba bajando por este ancho canal hasta la plataforma. Allí se
tomaba un estrecho pasillo horizontal que desembocaba en una
sepultura que contenía un sarcófago donde se depositaba la mo-
mia. Terminado el rito de los funerales, se cerraba la tumba y se
cegaba el pozo.
Las escenas de la mastaba, morada de eternidad, muestran
una vida de aquí bajo los gestos y en las actividades esenciales,
para que nada se pierda y desaparezca en el más allá. La mastaba,
por otra parte, no es una tumba privada, reseñada a un individuo
sino la casa de un notable, de un hombre importante rodeado por
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su familia, sus subordinados, sus servidores. Toda la casa sigue


viviendo de modo coherente. Acerca de un hombre responsable,
se escribió: «Fortificó el nombre de sus subordinados, represent-
ando según sus funciones a las personas de calidad que formaban
parte de su casa».
Igual que el faraón está rodeado por su corte, el dueño de una
mastaba está rodeado por las personas a las que hace vivir y de las
que es responsable; por eso cada mastaba brinda la ocasión de
descubrir a un personaje importante del Imperio Antiguo, a uno
de aquellos competentes y rigurosos servidores de un Egipto en
plena juventud y plena pujanza.
Necesitaríamos muchos meses para visitar las numerosas
mastabas conocidas, y demorarnos en tal o cual detalle.
Disponemos siempre de muy poco tiempo para descubrir las in-
numerables escenas hirvientes de vida y color, esos mil y un ofi-
cios, esa actividad desbordante y ordenada en la que cada cual
tenía su lugar preciso.
En las mastabas nos codeamos con labradores, cosecheros,
pescadores, carniceros, escribas, orfebres, carpinteros, asistimos
al «trabajo de la pradera», al desfile de los bueyes para el ka,
presenciamos la potencia creadora del Señor. El pescador nos ex-
plica que «lava su corazón» haciendo lo que le gusta; el cazador
captura pájaros con las trampas, el pastor repele la muerte
apartando al cocodrilo cuando hace que sus bestias crucen el
brazo del río. La mesa está provista de vituallas, la fiesta es her-
mosa, se vierte vino en las jarras. El Señor pasea en silla de
manos, inspeccionando con cuidado sus dominios. Su alta es-
tatura inspira tranquilidad. Él es la personificación de la serenid-
ad. Pero no sólo se trabaja, caza o viaja; se juega mucho, se baila,
se organizan conciertos. Hay animales por todas partes; pelig-
rosos como el cocodrilo o el hipopótamo, domésticos como el
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gato; también grullas a las que se ceba, hienas a las que se do-
mestica, peces a los que se pesca, pájaros que juguetean entre la
espesura de papiros y tantos otros animales que aportan una nota
de humor o ternura. Ante nuestros ojos se manifiesta la vida en
sus múltiples aspectos. Una vida que no caduca, que no termina,
un canto de alegría tan perfecto en su forma y su expresión que
estos seres, grabados en un muro, están presentes entre nosotros.

Algunas mastabas… una elección difícil

Cada mastaba posee su originalidad, escenas que le son propias,


un repertorio particular de temas. Al visitar una despierta en
nosotros el irresistible deseo de verlas todas, pero, lamentable-
mente, hay que hacer una elección tan restringida como difícil.
Proponemos un periplo que incluye nueve etapas, partiendo
de la calzada de la pirámide de Unas, en Saqqara, de una pequeña
mastaba hasta la mayor.
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N.º 1 en el plano: la mastaba de Nefer-her-Ptah

Es una pequeña tumba perteneciente a un hombre cuyo nombre


significa «Perfecto de rostro es Ptah (el dios de los artesanos)». Es
significativa, a la vez por su exiguo tamaño, prueba de que sólo
cuenta el simbolismo del monumento y no su tamaño, y por una
curiosidad de orden artístico: el grabado de los relieves no está
terminado. Contemplamos, pues, el dibujo en estado puro: es una
maravilla de precisión y de encanto. Los pájaros están especial-
mente conseguidos. Veremos diversas escenas de recolección
(uva, papiro, higos), una cacería de aves, la distribución de la
leche. El señor del lugar, apoyado en su bastón de mando, inspec-
ciona el trabajo de los boyeros. Observamos una escena muy curi-
osa en la pared del fondo, en el cuarto registro empezando por
abajo, el primero perfectamente legible: dos personas sentadas en
el interior de un círculo cruzan sus bastones. Se trata de un ritual
mágico durante la vendimia.

N.º 2 en el plano: la mastaba de Iru-Ka-Ptah

Iru-Ka-Ptah, cuyo nombre expresa la veneración hacia el dios de


los artesanos, era un personaje muy importante. Como jefe de los
mataderos reales, era el primer carnicero de Egipto. Controlaba la
llegada de los animales, su sacrificio y la preparación de la carne.
Las escenas de la tumba evocan esta función, pero también
pueden verse episodios de caza, de viaje y de construcción de em-
barcaciones. Poco después de la entrada, nos reciben diez estatuas
del difunto, dos en una pared y ocho en otra. Algunas lucen un
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fino bigote, moda que adoptaron algunos altos dignatarios del Im-
perio Antiguo.

N.º 3 en el plano: la mastaba de Mehu

Mehu, visir (una especie de primer ministro), responsable de la


justicia, fue uno de los más encumbrados personajes de Egipto en
la IV dinastía. El tiempo ha favorecido al poderoso dignatario,
puesto que los colores de su tumba se hallan en un excepcional es-
tado de conservación.11
Mehu nos recibe personalmente; representado a ambos lados
de la puerta de su tumba. Es un hombre panzudo, entrado en
años. Los viejos dignatarios del Imperio Antiguo no temían
mostrar su vientre, pues no les privaba en absoluto de su dignidad
y su tranquila seguridad. En la primera sala, puede verse, además,
al visir entregado a actividades muy deportivas, como la caza con
bumerán en familia o la pesca con arpón. El resultado por lo visto
es positivo ya que, a continuación vemos a unos cocineros en
plena tarea, preparando algunas aves. En las paredes del corredor
que lleva a un gran patio, vemos treinta y nueve personajes fe-
meninos y un hombre: simbolizan los cuarenta campos de los que
se encargaba el visir. Las demás escenas narran los episodios de la
vida agrícola, las vendimias, la pesca y también el viaje simbólico
de la momia instalada en un barco que zarpa hacia las ciudades
santas.
El visir está presente en los dos pilares del patio al que da una
vasta capilla cuyo fondo está ocupado por una estela. Allí, Mehu
celebra un banquete. No corre peligro de morir de hambre, puesto
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que los alimentos son abundantes y variados. Se sacrificará todo


el ganado necesario para proporcionar una carne excelente, de
modo que la fiesta no se interrumpa nunca.

N.º 4 en el plano: la mastaba de la Dama Idut

He aquí una curiosísima tumba que albergó a dos ocupantes.


Primero a Ihy, juez y visir; luego a una princesa de sangre real que
encontró el lugar muy de su gusto. Cierto es que la mastaba com-
prende diez cámaras, cinco de ellas decoradas. En las dos primer-
as salas, las escenas forman un conjunto coherente consagrado a
las múltiples actividades en el agua y sobre el agua: atravesar un
vado, la pesca, el viaje de la momia en barco hacia las ciudades
santas. El profuso mundo de las marismas, con su fauna y su
flora, está especialmente bien representado.
Es muy célebre el detalle de una escena de cacería de hi-
popótamos; en el agua, un hipopótamo hembra está dando a luz.
La infeliz cría no tendrá una larga vida, pues un cocodrilo,
aprovechando la ocasión, se dispone a devorarla.
El tema de la caza y de la pesca no es profano sino que se trata
de una actividad realista y simbólica al mismo tiempo. Las maris-
mas son el mundo no explorado, caótico, el reino de las fuerzas
instintivas, al que el cazador aporta orden y luz. El señor de estos
dominios aparece siempre representado «en majestad», lance el
arpón o el bastón arrojadizo. Aparece tranquilo, seguro de sí, ser-
eno por oposición a la multiplicidad ruidosa y exuberante que le
rodea.
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N.º 5 en el plano: la mastaba de la reina Nebet

Después de una princesa, he aquí una reina12 Podremos verla en


su trono, tan bella como noble, olisqueando una flor de loto, en la
postura ritual con que se acostumbra a representarlas. Oler el
sutil perfume de esta flor divina es alimentar el alma, sentir armo-
niosas vibraciones de naturaleza divina. Además de las escenas
clásicas de caza en las marismas, esta mastaba ofrece un tema
raro, el de los aposentos femeninos en el palacio real. Es lo que se
denomina, de un modo incorrecto, el «harén». En Egipto las
mujeres no estaban enclaustradas. Sus aposentos no eran salas
cerradas y sometidas a vigilancia. Las reinas desempeñaban un
papel espiritual y temporal considerable y la mujer, por regla gen-
eral, ocupaba una posición jurídica que muchas contemporáneas,
incluso entre las más evolucionadas, podrían envidiarles.
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N.º 6 en el plano: la mastaba de Ptahotep

Abandonemos los alrededores de la pirámide de Unas y pasemos


por la izquierda de la pirámide escalonada dirigiéndonos hacia el
norte. A unos 200 m del ángulo noroeste del recinto de Zoser se
encuentra un grupo de mastabas, la más interesante de las cuales
es la de Ptahotep y de Akhthotep. Este último fue visir y desem-
peñó las más altas funciones administrativas. Su hijo Ptahotep in-
siste en su papel religioso de sacerdote de Maat, es decir la
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armonía universal, entidad abstracta que tenía sus fieles, una ver-
dadera cofradía de iniciados a cuya cabeza estaba el rey.
La parte de la tumba reservada al padre, Akhthotep, es la más
vasta. Comprende un corredor de acceso, una sala con cuatro pil-
ares y una sala en forma de T invertida. La Parte reservada al hijo,
Ptahotep, se abre en el ángulo sur de la sala de las columnas y
consiste en una simple capilla a la que se accede por un estrecho
paso.
El padre y su hijo aparecen con frecuencia asociados en las es-
cenas de su vida cotidiana, permaneciendo así unidos más allá de
la muerte. Se ve al padre cazando, una procesión de mujeres que
simbolizan algunos dominios y mientras se dirigen hacia el hijo,
al padre y el hijo admirando sus rebaños.
El arte de las mastabas es aquí de extraordinaria belleza.
Además, en la capilla de Ptahotep pueden descubrirse cierto
número de escenas raras o tratadas de una manera excepcional,
como esas justas de jóvenes que practican la lucha, o bien escenas
de la vida del desierto donde figuran gacelas, antílopes, perros
salvajes, el desfile de los animales capturados (león, pantera), el
concierto dado para arrobar al señor del lugar mientras se pro-
cede a su acicalamiento y sus animales domésticos, lebreles y
mono, aguardan sus deseos.
Un detalle sorprendente: un escultor saborea una copiosa
comida, instalado en una barca. Este artesano, feliz y colmado, se
llama «Vida de Ptah» dios que es, precisamente, su genio bueno.
¿Fue este hombre el autor de las obras maestras que le rodean?
¿Se incluyó su rostro entre los demás para que celebrase, tam-
bién, la fiesta del espíritu y los sentidos?
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N.º 7 en el plano: la mastaba de Ti

Dirigiéndonos hacia el noroeste, dejamos atrás el hemiciclo de los


poetas y los filósofos, dejamos el Serapeum a nuestra izquierda y
alcanzamos la mastaba de Ti, considerada por algunos la más her-
mosa y perfecta.
Ti vivió en la corte de Egipto a finales de la V dinastía, la de los
faraones «solares» que adoptaron en sus títulos el epíteto de «hijo
de la Luz», conservado por sus sucesores. Ti se casó con una
mujer muy allegada al faraón y desempeñó distintas funciones
como Maestro de Obra, intendente de varias pirámides y templos
funerarios, administrador de extensos territorios agrícolas, jefe de
los peluqueros de faraón y encargado especial de sus tocados de
cabeza. «Amigo único» del soberano. Ti era «jefe de los secretos
de su señor».
La mastaba de Ti muestra un soberbio aislamiento, al norte
del camino que conduce al Serapeum. El señor del lugar aguarda
a sus visitantes sentado en un sitial con pezuñas de toro, en una
postura de inigualable nobleza. Debajo del asiento, su lebrel fa-
vorito. A su lado, su esposa, representada de pequeño tamaño, es-
trechando la pierna de su marido cuya «heroica» estatura signi-
fica que es el protector de cuantos viven en sus tierras y están a
sus órdenes.
Hay que bajar una escalera para acceder a la entrada de la
mastaba, situada más abajo. En los dos pilares de la fachada de su
tumba, Ti se presenta con sus títulos. Se cruza un vestíbulo donde
los dominios del dueño, representados por mujeres, forman una
procesión, para llegar a un palio cuadrado, con una galería cu-
bierta sostenida por doce pilares.
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Puede verse a Ti realizando un paseo en palanquín y ocupán-


dose de la construcción de su tumba. Le muestran el mobiliario
fúnebre, sus estatuas son llevadas a la necrópolis. Acompañado
por su perro y su mono favorito, el dueño contempla con satisfac-
ción el buen estado de su corral, donde se ceban grullas y ocas.
Un estrecho paso lleva al patio de las dos capillas. En los mur-
os del corredor está presente Ti, con su esposa y su hijo. Hacen
que se celebre un rito donde música y danza desempeñan el prin-
cipal papel, mientras las estatuas, a las que se infundirá vida con
la apertura de la boca y los ojos, son conducidas hasta la tumba.
Se indican dos monumentos rituales más: el viaje hacia los pa-
rajes sagrados del Delta y el acto de agitar el papiro para satis-
facer a la diosa Hator y dispersar las energías negativas.
En la primera capillita, a la derecha, el tema principal es la
fabricación del pan y la cerveza, una de las bases de la alimenta-
ción egipcia. Es la seguridad de que los afortunados presentes en
la tumba no carecerán nunca del alimento sutil que necesita su
alma. La segunda capilla, en la que desemboca el pasillo, tiene dos
pilares. Es uno de los parajes más destacados del arte de Imperio
Antiguo. Ante la mirada de la estatua de Ti, que observa a los vis-
itantes por los orificios practicados en el serdab, al fondo de la ca-
pilla, se desarrollan los principales temas de las mastabas, trata-
dos con gran riqueza de inventiva, en los que se mezclan la obser-
vación del natural, el humor, la nobleza de las actitudes. En la
pared sur, contra el serdab, asistimos a escenas de vendimia y,
sobre todo, a las actividades de los orfebres, los escultores, los
fabricantes de jarras, los ebanistas, además de los curtidores y los
especialistas en sellos. Ti, el señor de estos gremios cuyos secretos
conoce, recibe con alegría y al son de la música innumerables
ofrendas y vituallas, lo que permite admirar los animales que
forman parte de su cabaña: antílopes, gacelas, grullas…
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En la pared norte, del lado opuesto, una procesión de mujeres,


que simbolizan los 36 dominios sobre los que reina Ti, le llevan
los mejores productos de la tierra. Ti dirige una cacería con red y
otra de hipopótamos, mostrando una fuerza serena en un mundo
sin piedad, donde los depredadores se apoderan de su presa,
como esos pequeños carniceros que trepan por los tallos de papiro
para devorar los pajarillos; las fuerzas instintivas se libran a im-
placables combates, como el cocodrilo y el hipopótamo. Cuando el
boyero cruza un brazo de agua con sus reses, debe pronunciar una
fórmula mágica para que escapen de los peligros que las acechan.
En la pared este, una gran variedad de escenas de labores agrí-
colas: recolección del lino, siega, transporte, trilla del grano en la
era. Los campesinos trabajan cantando, al son de la flauta, ante la
atenta mirada del dueño y su esposa, resguardados del sol. Una
interesantísima escena de construcción de barco, en presencia de
Ti, evoca los textos iniciáticos donde el ensamblaje de distintas
partes de una embarcación se compara a la reconstrucción del
cuerpo de Osiris desmembrado.
El menor detalle merece atención. No cabe duda que la vida
cotidiana se despliega en esos muros; pero también una vida
sagrada, que trasciende las apariencias, que trasciende la muerte,
pues está en armonía con los grandes ritmos del cosmos.

N.º 8 en el plano: la mastaba de Kagemni

Saliendo de la mastaba de Ti, dirijámonos hacia el este, hacia la


pirámide de Teti, junto a la que se construyeron importantísimas
mastabas. La de Kagemni es la más extensa.
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Kagemni fue un visir enamorado de la Justicia, cuyo respons-


able era como atestiguan las palabras que nos dirige: «Oh vivos,
cumplid la Justicia para el rey, pues Dios ama la Justicia; decid la
verdad al rey, pues el rey ama la verdad». Kagemni era también
inspector de los sacerdotes encargados del culto funerario en la
pirámide de Teti.
En su inmensa mastaba13 se halla el repertorio clásico de las
escenas ya mencionadas, como ciertas originalidades, como los
ballets femeninos destinados a alegrar a la diosa Hator, las evoca-
ciones de deportes y juegos, una escena de tribunal.

N.º 9 en el plano: la mastaba de Mereruka

Se trata de una mastaba gigantesca, que mide 40 m de largo por


24 de ancho y no tiene menos de 32 cámaras. En realidad es una
triple mastaba que reúne, para la eternidad, a los miembros de
una familia: Mereruka, su esposa, hija de rey y sacerdotisa de la
diosa Hator, y su hijo. Es un mundo que debe descifrarse siempre
y cuando, como nos advierte Mereruka, se penetre en estado de
pureza. Lo impuro será juzgado y castigado por el gran dios.
Excepcionalmente, la entrada de esta mastaba, se halla al sur.
A Mereruka, visir con numerosos cargos administrativos,
concedía gran importancia a su papel de sacerdote de la pirámide
de Teti. Por eso eligió esta orientación, para velar por la pirámide
de la que era responsable.
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Este gran personaje, cargado de honores y títulos, era un


artista. Él es quien, en el paso de entrada, dibuja los tres per-
sonajes (dos mujeres y un hombre) que simbolizan las estaciones
del año egipcio, la inundación, el invierno y el verano. Cada uno
de ellos pone de relieve las fases de la luna.
Dado el tamaño de esta tumba familiar, dividida en tres partes
de desigual importancia, es imposible ofrecer aquí un análisis de-
tallado de la misma. Podrán verse las escenas clásicas de ofren-
das, de cacería, las representaciones de animales domésticos y
salvajes, los juegos y las danzas (una de ellas con espejos, en hon-
or de Hator, puesto que la mujer de Mereruka era una iniciada en
los misterios de la diosa), las labores del campo, los artesanos en
su labor, el paseo del señor en silla de mano.
Tres escenas resumen perfectamente la vida y la carrera de ese
gran dignatario: en la primera, le vemos presidiendo un tribunal
que ha dictado un severo veredicto —castigo corporal en forma de
bastonazos— contra unos intendentes que no han cumplido su
misión; la segunda nos introduce en la intimidad de la pareja:
Mereruka, sentado en la cama, se abanica con un espantamoscas
mientras su mujer le deleita tocando el arpa; la tercera es el
cortejo fúnebre, con sus plañideras, que lleva el sarcófago hasta su
morada de eternidad, la mastaba en donde nos encontramos.

***

Sin duda no existe arte más rico, más seductor, más preciso
que el de las mastabas. Cuantas más escenas descubrimos, más
deseamos admirar nuevas escenas. Existe un Meadero repertorio
de temas, con variantes tales que no puede advertirse repetición
ni monotonía.
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Una vida cotidiana transfigurada, sacralizada se ofrece a


nuestra mirada. Merece la pena estudiar cada inscripción pues
contiene alusiones a ritos, a acontecimientos mitológicos. Todo
está perfectamente ordenado y pensado para que la «familia» en
sentido lato, el dueño, su esposa, sus hijos y cuantos están a su
cargo, prosigan su tarca al otro lado del espejo.

El Serapeum y el culto a los animales sagrados

Muy cerca de la mastaba de Ti se encuentra el acceso a un curi-


osísimo conjunto funerario, el Serapeum de Menfis. En 1850, un
pionero de la egiptología, Auguste Mariette, gran descubridor
pero también gran enterrador de tumbas ante el Eterno, iba a
hacer el descubrimiento más sensacional de su carrera. Con la ay-
uda de un texto griego de Estrabón y algunos indicios arqueológi-
cos, Mariette partió en busca de un monumento cubierto por la
arena, el Serapeum. Sabía que estaba precedido por una avenida
de esfinges. ¡Cuál no sería su gozo al descubrir una esfinge medio
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hundida en la arena que, una vez desenterrada, resulto ser uno de


los elementos de una avenida de catorce esfinges! Mariette y sus
obreros sacaron de nuevo a la luz lo que se denomina «el hemi-
ciclo de los poetas y los filósofos», un conjunto de estatuas de la
época helenística donde se reconoce, en especial, a Platón y
Homero. Mariette se empecina. Él no está en Egipto para exhu-
mar escultura griega decadente. Por fin aparecen los rastros de un
recinto antiguo que hay que descombrar mientras elude las inex-
tricables complicaciones administrativas que tan bien conocen
quienes excavan en Egipto.
El 1 de noviembre de 1850, Mariette alcanza la puerta de un
impresionante subterráneo. Penetra en él y descubre 28 cavid-
ades, 24 de las cuales contenían todavía gigantescos sarcófagos,
aunque vaciados de su contenido. En un camino subterráneo más
pequeño, las 28 momias de los bueyes Apis, las «almas magníficas
de la Luz», habían sido ritualmente colocadas en sarcófagos de
madera. Los animales sagrados del dios Ptah de Menfis no es-
taban solos. A su lado, los restos mortales de Khaemuase, hijo de
Ramsés II, sumo sacerdote de Ptah, mago. Sepultura excepcional
para un hombre de excepción que durante toda su vida sintió
pasión por los monumentos antiguos, ordenando varias res-
tauraciones en el emplazamiento de Saqqara. Había decidido,
pues, vivir eternamente en compañía de los animales sagrados de
su dios, los vigorosos toros cuya potencia vital era la transcripción
terrestre de la potencia creadora del sol.
En el Imperio Nuevo, durante la XVIII dinastía, comenzaron a
enterrar ritualmente los bueyes Apis. Pero sólo hacia el siglo VII a.
J. C., en la XXVI dinastía, se iniciaron grandes obras en el Sera-
peum. En tiempos de los tolomeos, el monumento conoció sus
mayores horas de gloria, beneficiándose de la asimilación de un
dios extranjero, Serapis (de ahí el nombre del Serapeum), con el
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Osiris Apis, convirtiéndose cada buey Apis en un Osiris después


de su muerte. El paraje se convirtió en lugar de peregrinación,
provisto de albergues, escuelas, una comisaria, un sanatorio para
acoger a los enfermos y celdas para quienes desearan recluirse. Se
levantó allí una especie de Lourdes antiguo, donde se vendían
muchos exvotos y donde se desarrolló una religión popular.
Hoy sólo se visitan los «grandes subterráneos», es decir los
más recientes. Podrán verse gigantescos sarcófagos que alcanzan
los 4 m de altura y llegan a pesar casi 70 toneladas. Esas enormes
cubas de piedra duermen un apacible sueño. Se recogieron allí
gran número de estelas que permitieron obtener mucha informa-
ción religiosa.

***

Con esta postrera impresión de gigantismo, de poderío y equi-


librio termina nuestra peregrinación a Menfis, al corazón del Im-
perio Antiguo que es, a nuestro entender, la más perfecta ex-
presión de la civilización egipcia. Muchas maravillas nos
aguardan a lo largo del Valle del Nilo. Pero el tiempo de las
pirámides y las mastabas sigue siendo una inolvidable edad de
oro.
Tebas
o la gloria del Imperio Nuevo

Tres eran las grandes ciudades del antiguo Egipto: Heliópolis,


ciudad sagrada, sin importancia económica: Menfis, colocada en
el punto de confluencia del Delta con el Alto Egipto; Tebas, la
gran ciudad del sur. Las dos primeras están a la altura de El Cairo,
base de partida para explorar Gizeh y Saqqara. Tebas es el se-
gundo lugar de estancia preferido. Alojándonos allí estaremos
muy cerca de los templos de Karnak y de Luxor. Atravesando el
Nilo y pasando de la orilla derecha a la orilla izquierda, descubri-
remos los templos funerarios como el Ramesseum, Medina Habu
o Dayr al-Bahari, así como el Valle de los Reyes, el Valle de las
Reinas y las tumbas de los Nobles. Saliendo de Luxor —puesto
que éste es el nombre moderno adoptado para designar el em-
plazamiento de la antigua Tebas—, resultará fácil llegar hasta los
grandes templos de Dendera, Abydos y Edfu.
Hay que permanecer el mayor tiempo posible en Luxor, tan
numerosas son las riquezas que pueden descubrirse. La pequeña
ciudad actual no tiene los inconvenientes de la capital superpo-
blada y fatigosa en que se ha convertido El Cairo. Aquí se puede
apreciar el sol de Egipto, vivir a un ritmo más lento, más
mesurado.
La más hermosa urbe del mundo, Tebas, la de las cien puertas,
la orgullosa capital del dios Amón, ha desaparecido. No subsisten
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más que los templos. Así lo exigía la evolución normal. Sólo debía
legársenos lo eterno. El Luxor moderno es una modesta aglom-
eración de la que te olvidas muy pronto cuando te familiarizas con
el inmenso templo de Karnak y el luminoso santuario de Luxor,
alejados el uno del otro unos cuatro kilómetros. Su belleza y su
majestad borran lo secundario y lo temporal.
La orilla este ofrece una vasta y fértil llanura. Allí se implantó
Tebas, .allí emergió de las aguas la primera isla, en la primera
mañana de la creación. «El agua y la tierra, dice un texto, estuvi-
eron en este lugar la primera vez, y la arena, que bordeó los cam-
pos y constituyó una emergencia elevada. Así se hizo la tierra». El
origen de Tebas es la propia Creación.
En la historia, Tebas no parece haber sido una ciudad de gran
importancia en el Imperio Antiguo, aunque fuera una ciudad pro-
vinciana bastante opulenta. Menfis, la capital, eclipsa a todas las
demás aglomeraciones.
Con el Imperio Medio, después de la crisis que sufrió Egipto,
la situación cambia. Los administradores de Tebas, donde reina
una tradición de feroz independencia, son el origen del renacimi-
ento del país. El aspecto positivo de su acción repercute en la
ciudad. Pero la gloria de Tebas data, esencialmente, del Imperio
Nuevo. Fueron los tebanos quienes liberaron Egipto de la ocupa-
ción de tos hicsos, gracias a la intervención de Amon. Éste se con-
vierte en dios de Imperio mientras la ciudad se afirma como el
punto de equilibrio del país, entre el Norte y el Sur. El ejército de
los faraones parte en expedición hacia Asia, Libia, Siria, Nubia.
Para proteger las fronteras hay que llevar el hierro a la morada de
los eventuales adversarios, no aguardar pasivamente las posibles
invasiones. Amón da la victoria a sus hijos. Les ofrece también la
riqueza, la opulencia y el lujo. Aprovechando una brillante paz,
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una civilización refinada, los Tutmosis III, Amenofis III y Ramsés


II construyen admirables templos.
A partir de la XXI dinastía la estrella de Tebas comienza a pal-
idecer. Poco a poco, el Delta ocupa el proscenio económico y
comercial. Tebas se limitará progresivamente a su papel de cus-
todio de lo sagrado y de las antiguas tradiciones, lejos de las
mutaciones sociales y culturales que agitan el Egipto del norte.
Las invasiones asirías del siglo VII a. J. C. le asestarán terribles
golpes: el pillaje de los templos, destrucciones, deportaciones de
gran parte de la población. Tebas se convierte poco a poco en un
museo, un campo de ruinas que los egipcios acuden a visitar con
la nostalgia de una grandeza pasada, símbolo de una gloria des-
vanecida para siempre. En el año 27 a. J. C., un terremoto se
suma a las desgracias de la ciudad. Llegarán luego los cristianos
que, instalándose en las ruinas, degradarán más aún los monu-
mentos, salvando también —aunque involuntariamente— algunos
relieves, al cubrirlos con un revoque para no verlos.
Amón-Ra era el rey de los dioses, Tebas se había convertido en
«la ciudad». Pese a los sufrimientos, pese a los irreparables daños
causados en los templos, éstos siguen siendo mundos de piedras
vivas de un valor inestimable, donde siempre es posible encontrar
lo divino y lo sagrado.

Karnak, templo de los templos

Cuando Jean-François Champollion llega a Karnak, en noviembre


de 1828, queda pasmado ante el inmenso templo que se ofrece a
su mirada. «Ningún pueblo, antiguo o moderno —escribe— ha
143/471

concebido el arte de la arquitectura a una escala tan grandiosa


como lo hicieron los antiguos egipcios».

El moderno Karnak, es decir el pueblo fortificado, se llamaba


en egipcio Ipet-Sut «la que enumera los lugares», dicho de otro
modo, el lugar santo por excelencia: donde se incluyen los ter-
ritorios de los dioses. Karnak era también el «lugar elegido», la
«Heliópolis del Sur» (referencia a la más antigua ciudad santa de
Egipto) y «el cielo en la tierra», pues allí se manifestaban las po-
tencias divinas. Según un espléndido texto, estamos en «la ciudad
de luz donde el Creador golpeó con el pie, la madre de las
ciudades del dios grande que existe desde los orígenes, el templo
de aquel a quienes los dioses claman su amor».
Karnak, el templo de los templos, no tiene una escala humana.
Sus ruinas cubren más de cien hectáreas. Es el más vasto conjunto
de edificios religiosos del antiguo Egipto. Desde el Imperio Nuevo
hasta la época romana, los faraones no dejaron de embellecer
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Karnak, templo privilegiado de Amón, rey de los dioses y dios del


Imperio desde la XVIII dinastía. Sin embargo, un documento re-
monta el origen de Karnak mucho más atrás en el tiempo. Se trata
de la «cámara de los antepasados», procedente de la sala de los
festejos de Tutmosis III y llevada al Louvre en 1843. Allí se ve al
Napoleón egipcio rindiendo culto a las estatuas de algunos de sus
predecesores. El más antiguo de todos ellos es el «buen rey» Sne-
fru, que vivió en el Imperio Antiguo e hizo construir tres
pirámides de gran tamaño, que preceden a las de la llanura de
Gizeh. Tal vez ese prodigioso constructor «inventara» el paraje de
Karnak e imaginase su primer templo.
Cuando Amenemhat I fundó el Imperio Medio, hacia 2000 a.
J. C., Tebas se convirtió en capital. La fama del dios Amón supera
entonces la del más antiguo dios local, Montu, un hombre con
cabeza de halcón, encargado de proteger al faraón en el combate.
Amón es «el oculto». Es tan misterioso que nadie conoce su
verdadera forma. Se encarna en el cuerpo de un hombre tocado
con una alta corona de dos plumas. Los colores de la vestidura
que lleva son el azul, el rojo y el blanco. A veces su carne es azul.
Es dueño del aire vivificador, que da vida a los seres y permite a
las embarcaciones bogar por el Nilo. Dos animales sagrados sir-
ven de receptáculo a Amón: el carnero, símbolo de la potencia vi-
tal, la energía constantemente renovada, y la oca del Nilo, que
lanzó el primer grito en el origen del mundo y puso un huevo del
que brotó el cosmos. El nombre de este animal, smon, es un juego
de palabras con el verbo «hacer firme», «sólidamente estable-
cido», que corresponde perfectamente a un dios fundador de im-
perio y de templo.
Amón es el primer ser que nació al comienzo. No tiene padre
ni madre. Es el Uno, oculto a los ojos de los hombres y los dioses.
Artesano del universo, levantó el cielo a la anchura de sus brazos.
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La tierra fue concebida a la medida de sus pasos. Da la victoria a


los faraones: por eso éstos le ofrecen riqueza tras riqueza. Según
un texto esotérico, Amón es por sí solo la Enéada, el colegio de
nueve dioses origen de toda vida: «Soy Uno que se convirtió en
Dos, soy Dos que se convirtió en Cuatro, soy Cuatro que se con-
virtió en Ocho, y soy el Uno que engloba todo eso».
Serian necesarias numerosas páginas para traducir los himnos
y las plegarias a Amón que se hallan entre los más hermosos te-
soros espirituales de la humanidad, junto a ese Amón de los
sabios y los iniciados existe, también, un Amón considerado el
protector de la viuda y el huérfano. Presta atentos oídos a los
pobres y a los enfermos. En época tardía, se construyeron varios
pequeños oratorios donde se expresaba esta piedad popular, e in-
cluso un templo a Amón «que atiende las plegarias».
En el apogeo de su fortuna, Karnak reinaba sobre 65 pueblos,
más de 2000 km2 de tierras, disponía de una considerable
cabaña, de un astillero y empleaba a unas 80000 personas. Era
una inmensa empresa, sagrada y económica a la vez, dirigida por
el faraón y un colegio de sumos sacerdotes. Aunque el Imperio
Medio de los Sesostris y los Amenemhat comenzara a hacer de
Karnak un paraje de excepción, fue la XVIII dinastía, en el Imper-
io Nuevo, la que le dio unas proporciones gigantescas ¿Acaso no
es Amón el libertador, el que permitió a Egipto recuperar su
esplendor expulsando al ocupante?
Tutmosis I inaugura el conjunto monumental erigiendo dos
pilones y dos obeliscos. Hatshepsut organiza grandes campañas
de obras, erecciones de obeliscos, programas de esculturas. Tut-
mosis III va más lejos todavía, especialmente con la construcción
de su «sala de los festejos». Amenofis III, cuyo arquitecto Amen-
hotep, hijo de Hapu, estaba iniciado en los libros divinos, creó
avenidas de esfinges, levantó columnas, erigió un pilón. Amenofis
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IV, antes de convertirse en Ajnatón, hizo construir varios edificios


que serán desmontados, pero no destruidos, muchos de cuyos ele-
mentos han sido recuperados. Seti I y Ramsés II, en la XIX
dinastía, edificaron la fabulosa sala hipóstila. Obras, acondi-
cionamientos y rehabilitaciones proseguirán, reinado tras re-
inado, hasta que Tebas pierda el aliento y descienda al rango de
pueblo de provincia, incapaz de mantener sus templos.
Karnak es el templo de los templos para los faraones del Im-
perio Nuevo, pues van allí a que los coronen y a recibir sus cinco
nombres sagrados.14

Dos ejes, tres recintos y tres templos

Karnak es, a la vez, simple y complejo. A primera vista, nos hal-


lamos ante un conjunto de monumentos imbricados unos en otros
y nos preguntamos si todo ello no se habrá construido al azar, en
el más completo desorden.
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No es así. Según el notable análisis del arquitecto Jean Lauf-


fray, Karnak debe ser considerado un ser vivo. No hubo fantasía
alguna por parte de los faraones que respetaban un esquema de
crecimiento previsto desde el origen. «Cada nuevo pilón, escribe,
es mayor y está más lejos que el precedente. Las relaciones entre
sus respectivas dimensiones y su alejamiento están en el mismo y
constante progreso. Curiosamente, parece idéntico al de la dis-
tribución de las hojas en una rama que crece y, también, a como
se espacian y crecen los anillos de los cuernos del carnero (ani-
males sagrados de Amón).»
Karnak es un templo triple o, mejor, un conjunto de tres tem-
plos, edificados según dos grandes ejes, uno de este a oeste y el
otro de norte a sur. Para comprender la estructura de Karnak,
miremos el plano.
En el eje este-oeste, que corresponde al del curso del sol (el sol
nace en el sanctasanctórum, al este) se despliega el gran templo
de Amón, rodeado por su muralla y organizado según el esquema
clásico, pese a su gigantismo: una entrada monumental, un gran
patio, una sala con columnas, una sala de ofrendas, una sala de la
barca sagrada y un sanctasanctórum. Seis pilones marcan el ritmo
del inmenso edificio.
El gran templo de Amón no se limita a este eje sino que se de-
sarrolla por su flanco derecho, hacia el sur. Este eje norte-sur está
acompasado por cuatro pilones. Corresponde al curso del Nilo. Es
también el camino seguido por las procesiones.
El punto donde se cruzan ambos ejes estaba marcado por los
obeliscos construidos por Tutmosis I y Tutmosis III entre los pi-
lones 3.º y 4.º. Al este del eje norte-sur, el mayor lago sagrado de
Egipto. AI oeste, los templos de Khonsu y Opet. En el interior del
recinto de Amón se construyeron varios templos más y capillas.
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El segundo templo, rodeado también por un muro, es el del di-


os Montu. Se halla al norte del gran templo de Amón. Por desgra-
cia está muy arruinado. Aun formando parte del conjunto de
Karnak, era un lugar de culto independiente, provisto de su lago
sagrado.
Lo mismo ocurría con el tercer templo, el de Mut, al sur del
gran templo de Amón, en el punto donde desembocaba una aven-
ida de esfinges que unía ambos recintos entre sí. En el interior del
recinto de Mut hay, de este a oeste, un templo de Amenofis III, el
templo de Mut rodeado por un lago sagrado en forma de creciente
lunar y un templo de Ramsés III.
Karnak equivale, pues, a tres templos, cada uno de ellos pro-
tegido por un muro que define su territorio, en cuyo interior se
erigieron numerosos edificios, templos, capillas, patios, salas y
obeliscos.
El corazón de Karnak es el gran templo de Amón-Ra, con sus
seis pilones. Amón, Montu y Mut son los tres divinos señores del
lugar. Amón es el dios oculto; Montu es una estrella que propor-
ciona la fuerza necesaria al brazo del faraón, es también el dios
guerrero con cabeza de halcón; Mut es, a la vez, la Madre y la
Muerte, acogedora para el alma del justo.
Resulta imposible, como es fácil suponer, citar simplemente, y
menos aún describir todo lo que puede verse y descubrirse en
Karnak. Un libro entero no bastaría. Nos veremos obligados a
proporcionar puntos de orientación a partir de los cuales sea pos-
ible iniciar la exploración del fabuloso conjunto de monumentos.
Toda una vida, varias incluso, serían necesarias para conocer bien
todos los edificios, todas las inscripciones, todos los relieves. Cada
uno de ellos posee su propio significado, su genio, su historia.
Hoy como ayer, Karnak es un taller donde se preserva, se re-
para, se restaura. Lo importante, a nuestro entender, es poner de
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relieve los «momentos clave» de este templo de los templos.


Luego resulta agradable vagar por él, perderse en él. Siempre
habrá una divinidad benevolente que nos Mantenga en el buen
camino.

El gran templo de Amón

Entre el Nilo y el recinto de Amón se construyó un embarcadero


que no era un edificio profano. Subsiste una plataforma que es-
taba adornada por dos obeliscos de Seti I. Sólo uno ha sobre-
vivido. Hasta allí llegaban los materiales para la construcción del
templo y la gran barca sagrada de Amón, que se sirgaba para ll-
evarla en procesión. Por encima del muelle, una tribuna quedaba
reservada a los iniciados que asistían al ritual de la desaparición
del sol en el Nilo y a su renacimiento, así como a la fiesta de la
inundación.
Del embarcadero sale una avenida de esfinges (124 en su ori-
gen, 40 hoy) que lleva al primer pilón (n.º 2 en el plano). Estas
esfinges tienen cuerpo de león y cabeza de carnero, el animal
sagrado de Amón. Entre sus patas delanteras, el faraón sujetaba
dos signos-ankh, las «llaves de la vida». Esta avenida es, en
efecto, la que conduce a la verdadera vida, revelada en el templo;
pero las esfinges son guardianas exigentes que sólo dejan pasar a
los seres puros.
El recinto de Amón, vasto cuadrilátero de 2 400 m cuyos
cuatro lados están orientados hacia los puntos cardinales, sólo se
conserva parcialmente. Construido con ladrillo crudo, con ocho
metros de grosor, en él se abrían ocho puertas, dos de ellas
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pilones (n.º 1 y n.º 10). El muro protegía el conjunto de los edifi-


cios contenidos en el interior del recinto. Se construyó con la in-
dicación de un movimiento ondulatorio, pues simbolizaba las
aguas primordiales que rodeaban el primer montículo sagrado
sobre el cual se edificó el gran templo.
Consumemos pues el gran periplo de Karnak, que nos llevará
desde el primer pilón hasta el sanctasanctórum. Por este último,
muy complejo en Karnak donde comporta varios aspectos, se ini-
ció la construcción del templo. Ésta es, por lo demás, la regla en
casi todos los templos egipcios, como también lo fuera para las
catedrales de la Edad Media. El Maestro de Obras empieza por lo
esencial, lo más sagrado, el naos, sanctasanctórum o el ábside, es
decir, el lugar de encarnación de lo divino. Formulado ya el
«núcleo» primordial, puede desarrollarse el cuerpo del edificio.15
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El primer pilón (n.º 2 en el plano), el último construido, posee


un tamaño gigantesco: 133 m de largo, 15 m de grosor. La fecha de
construcción, probablemente en la XXX dinastía, es discutida. Es
evidente que esta colosal puerta quedó inconclusa. Ni escenas ni
inscripciones. En su fachada se practicaron aberturas por encima
de grandes ranuras que servían para alojar los mástiles porta-
dores de oriflamas, cuya forma recordaba el jeroglífico que signi-
fica «dios». Todo ocurría como si estas oriflamas, danzando al vi-
ento, fueran la llamada de lo divino para quien las contemplase.
La austeridad era aquí máxima. La puerta del templo no es
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amable ni risueña. La entrada estuvo antaño cerrada por una gran


puerta de madera. Ninguna mirada podía penetrar en el interior.
¿Por qué quedó inconcluso este pilón gigantesco? La explica-
ción más sencilla es la interrupción de las obras por falta de medi-
os materiales. Pero existe otra hipótesis: la voluntad del Maestro
de Obras de darle este aspecto y no otro al último pilón de
Karnak. Creaba así un símbolo perfecto del templo en perpetua
evolución.
Por la escalera exterior, se ascenderá a lo alto de la torre norte
del pilón, la de la izquierda si estamos colocados frente a él. Con
un plano del lugar ante los ojos, podremos descifrar la estructura
de Karnak y soñaremos con los tiempos en que los templos «fun-
cionaban», cuando los monumentos brillaban con su belleza ori-
ginal cuando el ser de Karnak se animaba por los ritos y las proce-
siones.16
Pasemos entre las dos torres del pilón y penetremos en el gran
patio, el más amplio conocido en Egipto (103 m por 84 m, n.º 3
en el plano).
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A la izquierda de la entrada, un pequeño templo con tres capil-


las, que se debe a Seti II (n.º 4). Era un simple lugar de descanso
para las barcas sagradas de Amón, de su esposa Mut y de su hijo
Khonsu. A la izquierda, también, un pórtico de 18 columnas con
capiteles papiriformes cerrados. A la derecha, hacia el fondo del
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patio, flanqueado por el pórtico de los bubastidas (los faraones


originarios de la ciudad de Bubastis) con el mismo tipo de colum-
nas, un templo de Ramsés III (n.º 5 en el plano). Es un edificio de
tipo clásico (53 x 25 m) cuya entrada estaba enmarcada por dos
colosos de los que sólo uno subsiste. Tenía también una función
de depósito de las tres barcas de la triada tebana. En su pilón, las
escenas habituales en las que el faraón sale vencedor sobre sus
enemigos, sean del norte o del sur. Gracias a esta victoria, el país
está en paz. Una escena de la entrada muestra a Amón dando la
vida a su hijo Ramsés para que la transmita al pueblo de Egipto.
En el muro interior del pilón, Ramsés celebra la fiesta que asegura
la eterna renovación de su energía. Ramsés III insiste en su fidel-
idad a Heliópolis, la antiquísima villa santa, al tiempo que ofrece
su santuario a Amón-Ra. Ra, señor de Heliópolis, y Amón, señor
de Tebas, son complementarios e indisociables. Veremos en este
edificio, que consta de un patio con pórticos, una sala de colum-
nas y un santuario para las barcas, varias estatuas del rey vis-
tiendo un sudario fúnebre: el rey-individuo muere, pero la fun-
ción faraónica perdura. Y la procesión del dios Min (pórtico oeste
del patio) aporta una necesaria fuerza de resurrección.
El centro del gran patio está ocupado por un altar y dos altas
columnas, una de las cuales conserva un capitel papiriforme
abierto (mientras que los capiteles de los pórticos norte y sur eran
cerrados). Se trata, por lo tanto, del lugar de una revelación. En
este lugar se elevaban antaño diez columnas de unos veinte met-
ros de altura que sostenían un techo de madera tallada o un in-
menso toldo. Este titánico quiosco, que se debe al faraón etíope
Taharqa, servía de depósito para la barca sagrada, colocada en el
altar-peana que aún se conserva.
Antes de llegar al segundo pilón, se descubre el pórtico de los
Bubastidas (n.º 7 en el plano) que recuerda un acontecimiento
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espectacular. Durante un eclipse, el cielo devoró la luna. El país se


llenó de inquietud. El faraón Osorkon, para calmar la cólera de los
dioses, celebró una gran fiesta en Karnak y ofreció a Amón toros,
gacelas, antílopes, oryx, ocas cebadas, bajo un diluvio de vino,
miel e incienso.
El segundo pilón (n.º 8 en el plano) forma el fondo del gran
patio.17 Estaba precedido por dos colosos de Ramsés II, de los que
sólo queda uno, muy dañado.
El lugar es misterioso, no hay paso entre el patio al aire libre,
al que todavía podían acceder algunos «profanos» y la sala de
columnas (la hipóstila) donde sólo entraban los iniciados en los
misterios de Amón.
Las escenas que decoran el antepilón y las torres del pilón es-
tán consagradas a los ritos de las ofrendas. Sabemos que, para
recibir el mensaje de los dioses —que miran hacia la salida, de es-
paldas al sanctasanctórum— primero hay que dar mucho. Las
piedras muestran huellas de un incendio y, para explicar la degra-
dación de este pilón cuyas torres se levantaban hasta los 40 m, se
habla incluso de un terremoto. Numerosas sorpresas aguardaban
a los investigadores que exploraron el interior y los fundamentos
del pilón. Había allí miles de bloques pertenecientes a once
monumentos anteriores, una estela que cuenta cómo el tebano
Kamosis expulsó a los hicsos de Egipto, a comienzos de la XVIII
dinastía, y un coloso (visible hoy) que representa al faraón Pined-
jem I —aunque suele atribuirse a Ramsés II, que añadió su
nombre a la estatua. Ante las inmensas piernas del faraón, una
minúscula princesa sujetando el matamoscas, objeto simbólico
que servía para alejar los malos espíritus.
El descubrimiento más sorprendente fue el de numerosos
bloques de gres procedentes de monumentos construidos en
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Karnak por Ajnatón, «el hereje». Ahora bien, es seguro que el


autor del pilón no es otro que el faraón Horemheb, al que se acus-
aba de haber organizado una «caza de brujas» contra Ajnatón y
sus fieles. En realidad, ordenó desmontar cuidadosamente sus
construcciones en Karnak para utilizarlas, según la regla, como
partes de los cimientos de algún nuevo monumento.
Crucemos la puerta del segundo pilón y penetremos en la sala
hipóstila, el lugar más espectacular de Karnak. Algunas cifras
para apreciar un gigantismo de una belleza que corta el aliento:
más de 5 400 m2, 53 m de profundidad por 102 de anchura, 134
columnas, 122 de las cuales con capitel papiriforme cerrado, a
ambos lados, y 12 gigantescas de capitel papiriforme abierto, flan-
queando la avenida central y que alcanzan los 23 m de altura. Sus
capiteles son de tales dimensiones que cincuenta personas
podrían mantenerse sobre ellos sin estar apretadas. La nave cent-
ral es más alta que las laterales. Esta diferencia de nivel permitió
abrir ventanas para jugar con la luz que iluminaba las columnas,
una tras otra, a medida que el sol avanzaba por el cielo. La sala es-
taba cubierta por una techumbre de piedra en la que los astrólo-
gos y los «sacerdotes de la hora» pasaban las noches estudiando
las estrellas. Karnak no dormía nunca. Las actividades eran inces-
antes día y noche e iban desde la preparación material de los ali-
mentos hasta el culto de la armonía del mundo.
La expresión «bosque de columnas» acude de inmediato al es-
píritu. Nunca estuvo más justificada que en Karnak. Amenofis III,
Horemheb, Ramsés I, Seti I y Ramsés II fueron los artesanos de
esta extraordinaria obra maestra a la que su principal constructor,
Seti I, dio el nombre de «el rey es un ser de luz en la morada de
Amón». La gran sala de columnas se llama también «lugar de re-
poso para el señor de los dioses, lugar perfecto de residencia para
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la Enéada». Los textos precisan que es un trabajo concluido, des-


tinado a la eternidad, estable como el cielo, tan duradero como el
disco solar. Estamos en una región de luz donde el sol se levanta.
Esta inmensa sala recibió dos tipos de ornamentación, uno en
el exterior de sus muros, el otro en el interior. En el exterior de los
muros se trata de conmemoraciones de grandes victorias de los
faraones sobre sus enemigos: las de Seti I sobre los palestinos, los
libios y los hititas; las de Ramsés II en Kadesh, sobre los hititas; y
las de Chechonq I sobre el hijo de Salomón, Roboam, siendo ay-
udado el rey de Egipto por la misma Tebas, encarnada en una di-
osa que sujeta con fuerza una cuerda que ata cinco hileras de pri-
sioneros. Se contemplan los episodios clásicos, el faraón en su
carro de guerra, la toma de las fortalezas enemigas, los cautivos y
el botín llevados a Egipto con la idea permanente de que el faraón
encarna el equilibrio y el orden del mundo frente a las fuerzas de
las tinieblas.
En el interior de la sala hipóstila acaban el estruendo de las
armas y los cantos de conquista: sólo silencio y recogimiento. El
faraón cumple con los ritos ante las divinidades de Tebas, ofre-
ciéndoles agua, vino, incienso, flores, animales; consagra el tem-
plo ofreciéndoselo a Dios, su único y verdadero señor y, celebra la
fiesta del renacimiento de la luz en el Año Nuevo.
El fondo de la sala hipóstila es el tercer pilón (n.º 10 en el pla-
no), en muy mal estado de conservación. Casi en seguida se le-
vanta el cuarto (n.º 11 en el plano). El ritmo del templo, tras el
gran patio y la inmensa sala de columnas, se acelera brutalmente.
Estamos, es cierto, en el punto donde se cruzan los dos ejes del
templo. A la derecha, hacia el sur, el camino de las procesiones,
con espacios más vastos. Siguiendo en línea recta avanzamos
hacia el sanctasanctórum. Adoptemos la solución de la vía directa.
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Entre el tercer y el cuarto pilón se alzaban cuatro obeliscos;


sólo subsiste uno, debido a Tutmosis I. El cuarto pilón era la en-
trada del templo de Amón-Ra a comienzos de la XVIII dinastía.
Entre el cuarto y el quinto pilón (n.º 12 en el plano), había catorce
columnas papiriformes recubiertas de oro; en este espacio, que
hoy es un patio al aire libre, se levanta todavía uno de los dos ob-
eliscos erigidos por la reina Hatsepsut y cuatro colosos reales.
Este obelisco, de 30 m de altura y un peso de más de 300 tonela-
das, es sin duda el más hermoso de Egipto. Sus jeroglíficos, graba-
dos en hueco en la inmensa aguja de granito, son de una del-
icadeza y una precisión extraordinarias. Gracias al relato del
transporte de los dos obeliscos de Asuán a Tebas grabado en el
templo de Hatsepsut en Dayr al-Bahari, sabemos que transcurrió
el cortísimo plazo de siete meses entre su extracción de las canter-
as y su erección en Karnak. Los arquitectos contemporáneos no se
comprometerían a hacerlo tan deprisa. Ambos obeliscos, cuyo pir-
amidión estaba recubierto de oro, fueron erigidos para celebrar el
decimoquinto año del reinado de la soberana, durante la fiesta de
regeneración del poder real. Las escenas desarrollan el ritual de la
coronación, uno de cuyos momentos esenciales es el abrazo
fraternal entre Dios y el faraón. Los textos del obelisco que per-
manece de pie precisan que Karnak es el otero primordial que
apareció en la creación del mundo y la región de luz en la tierra.
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Entre el cuarto y el quinto pilón, el iniciado obtenía una nueva


vista y un nuevo oído gracias a la diosa Sechat, dueña de la «Casa
de la Vida» y custodio de los archivos sagrados. El espacio es re-
ducido entre el quinto y el sexto pilón (n.º 13 en el plano), ambos
en ruinas. Más allá del sexto pilón, un patio marcado por la pres-
encia de dos «pilares heráldicos», dos grandes pilares de granito
rosado adornados con tres tallos de lis, símbolo del Alto Egipto, y
tres tallos de papiro, símbolo del Bajo Egipto. Ante la puerta
norte, otra dualidad: las estatuas de Amón y su compañera.
Amonet; dicho de otro modo, «el Oculto» y «la Oculta».
Amón se encarna aquí en el cuerpo del célebre faraón
Tutankamón, cuyo rostro juvenil expresa una suave luz interior.
Pareja divina y pareja real se unen sin confundirse.
En este lugar del templo se construyó el santuario que con-
tenía las barcas sagradas (n.º 14 en el plano). Fue totalmente re-
construido en el siglo IV a. J. C., sustituyendo los edificios anteri-
ores, entre ellos la magnífica «capilla roja» de la reina Hatsepsut.
El monumento, un rectángulo alargado compuesto por dos salas
sucesivas abiertas en sus respectivos extremos, es imponente y
austero. Dos grandes temas en sus relieves: la procesión de la
barca, su salida de Karnak y su regreso, y la coronación del faraón
tras su purificación. El dios Thot, señor de los jeroglíficos y de la
ciencia sagrada, está muy presente en este ritual que concluye con
la coronación que lleva a cabo Amón en persona. Un detalle sim-
bólico propio del más vivo acervo religioso: el rey, de talla muy re-
ducida, es amamantado por la diosa Amonet, «la Oculta». La es-
posa de Amón ofrece al rey la leche celestial que le proporcionará
una eterna juventud.
Tras este santuario de la barca, hacia el este, un nuevo mis-
terio de Karnak: el patio del Imperio Medio (n.º 15 en el plano).
Es el corazón del primer templo. Tras el santuario de la barca
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venía, normalmente, el que albergaba la estatua del dios, las dos


salas que formaban el conjunto del sanctasanctórum. Ahora bien,
aquí se abre ante nosotros un espacio vacío, un patio al aire libre.
Se piensa, claro, que falta un edificio, que fue desmontado o util-
izado como cantera. Sea como fuere, este espacio se ha respetado
como tal. ¿No podría ser comprendido, conscientemente, como
símbolo de Amón, dios oculto, invisible, que supera el entendimi-
ento humano?
El aspecto luminoso, visible, dicho de otro modo, la faceta
«Ra» de Amón-Ra, queda perfectamente indicada por el monu-
mento erigido tras este patio. Tres grandes umbrales de granito
rojo dan acceso a esta parte del templo, denominada «el cielo» y
que suele llamarse la «sala de las fiestas» de Tutmosis III.
El sanctasanctórum de Karnak es «el interior», «la región de
la luz», «lo que está por encima». En él se situaba la parte más
sagrada del templo, donde el faraón se encontraba con Amón-Ra.
Puesto que el patio del Imperio Medio estaba vacío, ¿dónde se
hallaría la parte construida del sanctasanctórum sino en el mag-
nífico monumento conocido por el nombre de «sala de las fies-
tas»» de Tutmosis III o akh-menu, es decir «el radiante de monu-
mentos» (n.º 16 del plano)? No es un edificio aparte, aislado, sino
un punto culminante donde se procedía a practicar los ritos de la
regeneración del faraón. La gran sala con columnas comporta tres
naves, una central y dos laterales menos elevadas, un dispositivo
que recuerda a las basílicas románicas. La parte central del techo
está bien conservada de modo que en el interior del templo reina
un profundo recogimiento.
Vale la pena explorar las numerosas salitas que rodean la sala
de las columnas; allí se efectuaban los ritos de purificación, allí
estaban presentes las «almas» de los dioses antiguos y las de los
faraones convertidos en estrellas que comunicaban su energía al
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nuevo rey. El faraón llevaba a cabo una carrera ritual, tiraba al


arco con el dios Seth, aprendía a redactar los anales al dictado de
la diosa Sechat. Asociaba potencia física y potencia espiritual.
En la «sala de en medio», quienes habían superado las prue-
bas eran iniciados en los misterios. Los textos nos informan de
que el futuro adepto caminaba hacia la sala de los festejos, el hori-
zonte del cielo. Se le abrían las puertas de esa región de luz para
que contemplara a Horus radiante. Una vez realizado el rito de re-
generación, el iniciado pasaba a las salas consagradas a Sokaris
(al sur) y luego a las consagradas al sol (al norte). En las primeras,
el iniciado revivía la pasión de Sokaris, dios momiforme con
cabeza de halcón que conoce los caminos de los espacios subter-
ráneos, lo que los cristianos llamarían los «Infiernos». Guiado por
este dios, el iniciado declara: «Las puertas del mundo subterráneo
se abren, Sokaris, sol en el cielo, tú que rejuveneces». Es el des-
cubrimiento de la luz en las tinieblas lo que permite pasar a las
salas solares donde se libra un combate: los hijos de la luz deben
vencer a las fuerzas de la destrucción para que la armonía reine en
la tierra. Obtenida la victoria, el iniciado concluye: «Fui un maes-
tro de los secretos, viendo la luz en sus diversas formas y al
Creador en su verdadero aspecto».
Entre las pequeñas salas solares, una se ha hecho célebre con
el nombre, arbitrario por otra parte, de «jardín botánico»; sus ad-
mirables relieves muestran animales y vegetales exóticos. Tut-
mosis III los había visto en Siria, durante sus expediciones milit-
ares; haciéndolos grabar así, hacía ofrenda a Amón de toda la
naturaleza.
En el extremo norte, tres capillitas donde se veneraba a Amón,
el señor de Karnak, Maat, la Armonía cósmica, y la Enéada, los
nueve dioses creadores. En la esquina nordeste, una escalera lleva
hasta una plataforma elevada donde hay un altar cuyos cuatro
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lados muestran el signo jeroglífico (un pan sobre una estera) que
significa «estar en paz», «conocer la plenitud». Se trata de una
referencia al templo de Heliópolis. Una vez más, comprobamos la
estrecha asociación entre la luz de Ra de Heliópolis y el secreto de
Amón de Tebas.
Después de haber venerado a los dioses en el silencio de la
triple capilla, el iniciado ascendía a esta plataforma solar donde
su espíritu alcanzaba la plenitud extendiéndose a los cuatro pun-
tos cardinales, es decir al universo entero.
El akh-menu en su conjunto era por tanto un templo de regen-
eración del rey, un santuario de iniciación a los misterios y un
componente esencial del sanctasanctórum de Karnak, donde se
«recargaba» la estatua del culto de Amón ofreciéndole las ener-
gías necesarias.
Resulta particularmente significativo que Karnak, el mayor
templo de Egipto, muestre de la forma más ostensible el aspecto
iniciático de la religión egipcia que es ante todo una larga pre-
paración del espíritu humano para el descubrimiento de los mis-
terios de la vida.
El sanctasanctórum de Karnak no está terminado. Adosado a
un muro que parece cerrar definitivamente los dominios sagrados
del rey de los dioses, se levanta un nuevo templo, que se debe
también a Tutmosis III (n.º 17 en el plano). Su particularidad ex-
plica su función: está orientado hacia el este, hacia el sol naciente,
hallándose por tanto de espaldas al resto del gran templo. En este
lugar golpeó Atum con el pie para crear Tebas, la madre de las
ciudades. Aquí escucha y satisface Amón las plegarias de quienes
siguen el camino correcto. Delante de este templo de la luz ren-
aciente, que comprende esencialmente una sala con seis pilares y
un naos, Hatsepsut hizo levantar dos obeliscos hoy desaparecidos.
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A partir de la XVIII dinastía, por consiguiente, se indicó clara-


mente que más allá del templo cerrado, más allá de la iniciación a
los grandes misterios, aún quedaba una etapa hacia lo divino: la
de un nuevo sol, la del nacimiento de un nuevo mundo que se
concretaba, por lo demás, en un símbolo magnifico: un obelisco
único del que ya sólo subsiste el gran zócalo cuadrado. Ese monu-
mento esencial fue desgraciadamente transportado a Roma, a la
plaza de San Juan de Letrán, cuando debiera servir de simbólica
coronación del gran templo de Amón-Ra. Con sus 33 m de altura,
el obelisco, que se debe a Tutmosis III, era, en todos los sentidos
de la palabra, el punto culminante del lugar. Símbolo de la luz ún-
ica, de la vertical que une el cielo a la tierra, el obelisco era, por sí
solo, la imagen del sanctasanctórum. Era también el recordatorio
del obelisco único de la ciudad santa de Heliópolis y del pir-
amidión de las pirámides, siendo así una fulgurante síntesis de las
distintas enseñanzas religiosas e iniciáticas del antiguo Egipto.
Con esta última obra maestra, que hoy sólo podemos imaginar
Karnak se afirmaba como el templo de los templos.

***

El recorrido esencial de Karnak, en su eje oeste-este, de las ti-


nieblas hacia la luz única, ha terminado. Al este del obelisco único
se encuentra todavía el gran muro de ladrillo con su puerta monu-
mental (n.º 18 en el plano). En este sector se encontraron enterra-
dos los extraños colosos de Ajnatón, actualmente en el Museo de
El Cairo.
166/471

Vayamos ahora hacia el sur, hacia uno de los más hermosos


paisajes de Egipto: el lago sagrado y su entorno de templos. Este
lago es —Karnak obliga— el mayor de Egipto. Era un lugar muy
animado; en él los sacerdotes se purificaban varias veces al día en
las aguas del lago, antes de asumir sus funciones en el templo. Es-
tas aguas presentaban una particularidad esencial. Procedían dir-
ectamente de Num, el Océano de los orígenes que rodea la tierra.
No puede imaginarse más eficaz agua de juventud. Las barcas
167/471

sagradas bogaban por el lago durante los rituales reservados a los


iniciados que celebraban un culto solar y osiriaco (espacios celes-
tiales y espacios subterráneos) en el templo llamado de Taharqa-
del-lago, edificado en el ángulo noroeste del lago (n.º 20 en el pla-
no). A los lados de esta extensa superficie de agua se construyeron
viviendas para los sacerdotes, salas para almacenar las ofrendas y
también una pajarera para las aves sagradas, que se soltaban dur-
ante la coronación a los cuatro puntos cardinales para anunciar al
universo el advenimiento de un nuevo rey.
Cerca del edificio de Taharqa-del-lago descubrimos una im-
presionante escultura: un monumental escarabeo en un zócalo. Es
la encarnación del dios Atum-Kheper, el principio creador que se
manifiesta en el sol naciente que emerge de las tinieblas que ha
conseguido atravesar. Es el símbolo de las metamorfosis y las
mutaciones del iniciado que, después de purificarse en el lago
sagrado, el abismo original, y el «filtro» que constituye el templo
de Taharqa-del-lago, renace por la mañana con una nueva forma.
Y junto al escarabeo un conmovedor vestigio: la punta de un
obelisco roto de la reina Hatsepsut. Naturalmente, el piramidión
debiera estar en el cielo, resplandecer bajo la luz solar. Sin em-
bargo, yace a nuestros pies, separado de su cuerpo de piedra, pero
intacto. En sus jeroglíficos, de total perfección, nos muestra a la
reina coronada por su padre Amón, como si nada hubiese cambi-
ado, como si el obelisco siguiese en pie. ¿Pero acaso el tiempo
sagrado de Karnak no escapa al tiempo de los hombres?
Yendo hacia el oeste, llegamos hasta lo que se denominan «los
propileos del sur», es decir una sucesión de pilones (del 7.º al
10.º) y de patios, que siguen el segundo gran eje del templo de
Amón, norte-sur, en dirección al templo de Mut.
Reducido a su estructura esencial, el templo de Amón-Ra se
presenta, pues, como un ; ahora bien, en la unión de estas dos
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barras, ante el séptimo pilón (n.º 22 en el plano), se encuentra un


curioso lugar denominado patio del Escondrijo (n.º 21). Los mur-
os de este patio están consagrados a la paz y la guerra: paz de
Ramsés II con los hititas, expuesta en el muro oeste; guerra vic-
toriosa de Mineptah contra los libios y los pueblos del mar, en el
muro este. Sin embargo, la sorprendente función de este patio es
servir de cementerio a un gran número de estatuas. Se trata, pues,
más que de un escondrijo, de una verdadera necrópolis donde, a
comienzos de siglo, se descubrieron unas 800 estatuas de piedra,
17000 estatuas de bronce, estatuas de madera en muy mal estado,
desgraciadamente, y gran cantidad de exvotos, objetos que se con-
servan en el Museo de El Cairo. Su entierro ritual tuvo lugar en la
época tolemaica, asegurando la vida eterna a esas estatuas vivas;
la magia egipcia, una vez más, funcionó perfectamente.
De los pilares octavo al décimo, seguiremos la vía de las proce-
siones, acompasada por vastos patios y enormes pilones. Este eje
norte-sur no posee la misma naturaleza que el eje oeste-este. No
se trata de un recorrido iniciático que va de las tinieblas a la luz
sino de un itinerario de viaje para las barcas sagradas que se diri-
gen al templo de la gran madre, Mut, o hacia el templo de Luxor.
Rehacer el camino supone uno de los paseos más conmovedores
que existen; la vegetación tiende a invadir unas ruinas a menudo
imponentes.18
Dos monumentos notables se erigen al oeste de este gran eje
de procesiones: el templo de Khonsu (n.º 26 del plano) y el tem-
plo de Opet (n.º 27).
Khonsu es el tercer miembro de la tríada tebana, el hijo de
Amón y Mut, del padre de los dioses y de la gran madre. Su
nombre está formado a partir de un verbo que significa «atravesar
el cielo». Khonsu, hombre con cabeza de halcón, cuyo cuerpo está
169/471

cubierto por un sudario blanco parecido al de Osiris, desempeña a


menudo un papel de dios lunar. En este sentido, provoca
acontecimientos, buenos o malos, y no vacila en degollar a los
seres malignos. La luna, en egipcio, es un dios masculino de vir-
tudes guerreras. Los ritos propios de Khonsu se celebraban por la
noche, especialmente durante la luna llena, del ciclo lunar cuando
está en su máxima intensidad. El faraón, que había conocido la
regeneración solar en el gran templo de Amón, conocía aquí su
complemento, la regeneración lunar.
El templo está rodeado por un muro en el que se abrió un her-
moso pórtico tolemaico, durante la segunda mitad del siglo III a.
J. C, en el que se ve a Tolomeo II y a la reina Berenice realizando
ofrendas a las divinidades. Cruzado este pórtico, se abría una
avenida de esfinges, hoy desaparecidas, que llevaba al pilón cuyas
dos torres conservan su cornisa superior. Se penetra en un patio
flanqueado por columnas. En las escenas que lo decoran, al igual
que en la iconografía del interior del templo, hay un intruso. Un
sumo sacerdote de Amón, llamado Herihor, quien, aprovechán-
dose del debilitamiento del poder faraónico después de Ramsés
III, se proclama rey. Con la riqueza y el prestigio de Tebas a sus
espaldas, se consideraba el legítimo soberano del Alto Egipto e,
incluso, del país entero. Nadie pensó en destruir los relieves
donde se le ve ocupando la barca real u ofreciendo incienso a los
dioses de la tríada tebana, un acto reservado al faraón en que se
convirtió con la aprobación de su colegio sacerdotal.
Después del gran patio viene una salita con columnas, el san-
tuario de la barca en cuyo centro se halla el zócalo destinado a
ella; finalmente, el sanctasanctórum donde Ramsés IV ofrece per-
fume floral al dios Khonsu. Ramsés no expulsó del templo a su
«competidor» Herihor; Herihor recibió en Tebas a su «com-
petidor» Ramsés IV; hubo, pues, un mutuo reconocimiento,
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hecho que sorprende al historiador. Pero el Egipto de los templos


no es el de las luchas intestinas y las guerras civiles. En este san-
tuario de Khonsu, obra maestra de la época ramésida, reinan una
serenidad luminosa, una paz profunda, propicias a la resurrección
de Osiris, velado por Isis y Neftis (escena en la esquina nordeste
del santuario).
Convenía subrayar la presencia de esta escena porque el tem-
plo de Opet (n.º 27 en el plano), levantado junto al templo de
Khonsu, se comunicaba con él a través de una capilla considerada
la tumba de Osiris. La diosa Opet, encamada en un hipopótamo
hembra, era una Madre, diosa del nacimiento, genitora de la luz,
matriz en la que tomaba forma la vida. Amón no rivalizaba con
Ra, dios de la luz, ni con Osiris, juez de los muertos y señor de la
resurrección. Amón se identificaba con Osiris en esta parte del es-
pacio sagrado de Karnak, donde estaban representadas todas las
formas divinas.
El lugar de nacimiento de Osiris es un templo muy particular,
bastante degradado hoy, que no se parece a ningún otro: un
vestíbulo con dos columnas y unas pequeñas cámaras donde rein-
an el silencio y las tinieblas. Algunas servían de refugio a los obje-
tos simbólicos utilizados en los rituales. El santuario está prece-
dido por tres pequeñas salas; pasamos así de la trinidad a la unid-
ad. Descubrimos las escenas de la resurrección de Osiris tendido
en un lecho funerario, velado por Isis, su esposa, y Neftis, su her-
mana. El cuerpo parece condenado a la muerte, pero la presencia
de un pájaro con cabeza humana, el ba (el alma, en una traduc-
ción aproximada), prueba que Osiris sigue vivo. Isis, la gran
maga, es ayudada por cuatro dioses con cabeza de rana y cuatro
más con cabeza de serpiente. Es la ogdóada, es decir una cofradía
de ocho dioses de Hermópolis (cuyo nombre egipcio significa pre-
cisamente «la ciudad de los Ocho» donde reinaba Thot). Los ocho
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son las fuerzas elementales y oscuras de la creación, el dinamismo


primigenio que actúa sobre las tinieblas antes del nacimiento de
la luz. Isis, la maga, los utiliza para devolver la vida a Osiris,
mientras su hijo Horus, después de haber sido amamantado,
combate victoriosamente con Seth.
Estamos en Karnak, de modo que Amón debe intervenir, in-
cluso en un ritual osírico. Son los diez bau, las diez manifesta-
ciones del poder de Amón (felinos, serpientes y un humano), que
entregaban el collar de vida a Osiris resucitado. Amón se presenta
como el omnipotente del que proceden y al que regresan todos es-
tos genios.
En el sanctasanctórum, una hornacina contenía la estatua de
la diosa Opet bajo la cual se había excavado un pozo que conducía
a la morada de resurrección subterránea de Osiris, que comu-
nicaba con el templo de Khonsu.
Opet, misteriosa divinidad cuya enseñanza estaba reservada a
los iniciados en los misterios de Osiris, tenía también un aspecto
muy popular. Durante la gran tiesta de Opet, Amón, Mut y
Khonsu se dirigían en barco a Luxor, en medio de un indescript-
ible regocijo popular. Se celebraba a Opet, la buena madre, la nu-
tricia, la que protegía a las mujeres encinta. Se cantaba y bailaba
la alegría de ver salir a los dioses del templo.

***

Algunas noches, una barca de oro emerge del lago sagrado, re-
cordando aquellas grandes fiestas de la antigüedad, cuando los
hombres eran felices porque sabían venerar a los dioses. La con-
duce un faraón de oro con marineros de plata. En su estela, la
barca abandona piedras preciosas para quien sepa verlas. Si se de-
sea subir a esa maravillosa barca hay que tener el corazón
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rodeado de triple bronce y saber guardar silencio. Quien lance el


menor grito será aniquilado. Quien posea el sentido del misterio
regresará a su casa con fabulosos tesoros.

***

Tomemos ahora la avenida flanqueada por esfinges que se


abre tras el décimo pilón (n.º 28 en el plano) y que lleva hasta el
recinto de la diosa Mut (n.º 29), a unos 300 m del recinto del
templo de Amón-Ra. Mut, cuyo animal sagrado era un buitre, al
que con frecuencia se representa en el techo de los templos con
las alas desplegadas, disponía de un inmenso dominio de unas
diez hectáreas. El conjunto, donde figuraban tres templos, está
por desgracia muy arruinado y en gran parte no ha sido aún ex-
plorado; el templo de Mut está reducido a escombros invadidos
por las malas hierbas de las que emergen, dispersas, espléndidas
estatuas de granito de la diosa-leona Sekhmet. Aquí quedan sólo
algunos ejemplares, pues la mayoría de las estatuas están dis-
tribuidas por los distintos museos del mundo. Amenofis III hizo
esculpir dos series de 365 Sekhmet, atribuyéndose una doble di-
osa a cada día del año. La diosa-leona, patrona de los médicos,
podía mostrarse muy dañina, provocando la enfermedad, el mal
tiempo, la desgracia, llegando incluso a destruir a la humanidad si
el dios Ra no hubiese puesto personalmente freno a su ardor. Pero
conocía también el secreto del mal y de la enfermedad, enseñán-
dolo a sus adeptos, que podían así cuidar a quienes lo sufrían. La
furiosa. Sekhmet, apaciguada por los himnos, los cantos y las dan-
zas, se convertía en la dulce gata Bastet: un felino también,
aunque más «civilizado». Se ha advertido que el granito tenía
vetas de color rosado que con increíble habilidad los escultores
utilizaron para destacar mejor partes importantes de la estatua,
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como la cruz de vida que sujeta Sekhmet, que dispone del poder
de muerte.
El templo de Mut está rodeado por un lago sagrado en forma
de creciente lunar o de herradura: es un caso único. Debemos
plantear aquí la hipótesis muy plausible según la cual los templos
tebanos tenían la forma de un inmenso ojo udjat, es decir el ojo
completo de Horus, cuyas distintas partes permitían medir el
mundo y conocer el universo. Las distintas partes de Karnak seri-
an, entonces componentes de ese ojo, formando una gigantesca
mirada divina construida en la tierra que contemplaba a los
dioses.
En el templo de Ramsés III, situado en la esquina nordeste del
recinto, se grabó una escena de circuncisión del rey niño (muro
norte del patio). El rito fue al parecer obligatorio para penetrar en
las partes secretas del templo; la ceremonia tenía también un sen-
tido simbólico profundo, que encuentra eco en los Evangelios con
la «circuncisión en espíritu».
Antes de abandonar Karnak para dirigirnos a Luxor, vayamos
en dirección opuesta al recinto de Mut, hacia el norte, hacia el
recinto de Montu, el antiquísimo dios tebano, señor de la guerra.
Pasando de nuevo por el eje sur-norte, o por el gran patio del tem-
plo de Amón en cuyo muro norte se abre una puerta, iremos hacia
el muro del recinto de Amón y pasaremos ante el templo de Ptah
(n.º 32 en el plano).
Ra, Osiris… Karnak habría estado incompleto de no haber aco-
gido a Ptah, señor de Menfis, dueño del Verbo, patrón de los
Maestros de Obras. Todo el mundo el reconoce al santuario de
este dios austero un encanto muy especial, debido a la belleza de
sus ruinas, protegidas por la bienhechora sombra de las palmeras.
Cinco puertas sucesivas que conducen a un pilón de pequeño
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tamaño dan acceso a un patio con columnas que precede a un


santuario compuesto por tres capillas cubiertas aún por su techo.
Antes de penetrar en ellas, debemos subrayar que dicho tem-
plo, construido en el Imperio Medio y reconstruido por Tutmosis
III, que desplegó una considerable actividad en Karnak, fue res-
taurado y devuelto a su estado original en época tardía, por un rey
que no dejó inscrito su nombre en el monumento.
El sanctasanctórum de este edificio es excepcional. En la ca-
pilla de la izquierda no hay estatua; en la de la derecha, la esposa
de Ptah, está la leona Sekhmet, de granito negro, de pie; en el
centro, el dios Ptah, hecho sorprendente, pues el dios del Verbo
no solía encamarse en un cuerpo de piedra. Por desgracia, la
cabeza de la estatua se ha roto. El buen estado de conservación de
las capillas produce una sensación de lugar sagrado muy intensa.
Con las puertas cerradas, un rayo de luz se cuela por un tragaluz
practicado en el techo e ilumina las estatuas divinas, haciéndolas
surgir de las tinieblas. Cuando se sabe que el prólogo del cuarto
Evangelio, el de san Juan («En el principio era el Verbo», etc.), es
una trasposición de un texto egipcio, se comprende, al ver a Ptah,
Verbo y Luz saliendo de las tinieblas que no la han detenido, que
estamos en presencia de una altísima espiritualidad manifestada
por una arquitectura y una escultura a su medida.
Después de este monumento de especial intensidad, el templo
de Montu (n.º 33 en el plano), su recinto, su lago sagrado, pare-
cerán tan sólo pobres vestigios y piedras dispersas. Un pequeño
templo, adosado al de Amón-Ra-Montu, es particularmente im-
portante pese a su mísero estado. En él quisiéramos terminar
nuestra peregrinación por Karnak. El edificio estaba dedicado a
Maat, la hija del sol, la personificación femenina de la Armonía
universal. A ella le correspondían, en último término, todas las
ofrendas. Era el punto culminante del culto cotidiano celebrado
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por el faraón. Maat es la norma del universo, eterna, impere-


cedera. Su templo de piedra está en ruinas. Su realidad no ha
cambiado, a la espera de que otra civilización tome de nuevo con-
ciencia de ello.

Luxor, la fiesta divinizada

Luxor marca para muchos un momento de perfección en el arte


egipcio. Se ha escrito a menudo que aquí se alzaban las más her-
mosas columnas concebidas por los arquitectos egipcios.
El templo de Luxor está íntimamente ligado al inmenso
Karnak. Los antiguos accedían a él de dos modos; o bien en barco,
siguiendo el Nilo, o por la vía de las procesiones el gran eje norte-
sur de Karnak que se prolongaba del décimo pilón. Era una amp-
lia avenida de esfinges guardianas y protectoras que unía ambos
templos; está previsto ponerla al descubierto en su totalidad.
La estatua del dios y su barca hacían un alto en pequeños
lugares de descanso, del tipo de la «capilla blanca» de Sesostris I;
esas «salidas del dios» eran ocasión para festejos populares en los
que el común de los mortales veía manifestarse la presencia
divina.
Amón acudía a Luxor con ocasión del Año Nuevo, momento de
paso entre dos mundos especialmente importante para los egip-
cios. El nombre de Luxor es ipet-sut, que suele traducirse por
«harén del sur». Aunque sut signifique efectivamente «sur», y
señale la posición geográfica de Luxor con respecto a Karnak, la
traducción de ipet por «harén» sólo puede inducir a error. Ipet
significa «lugar del número», «lugar que contiene la capacidad de
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enumerar cada cosa», o dicho de otro modo, de conocer lo que es


y ser su dueño.
A ese gran templo de 260 m de largo, Amón acudía por tanto a
celebrar una fiesta divina y adoptaba la forma de Min, el dios con
el sexo en perpetua erección. Revelaba con ello su poder creador,
que renovaba año tras año para fecundar de nuevo la naturaleza.
Al faraón Amenofis III y a su ilustre Maestro de Obras, Amen-
hotep, hijo de Hapu, les debemos la concepción de Luxor, donde
Ramsés II hizo importantes añadidos. «Mi señor me ha nom-
brado jefe de obras —dice Amenhotep—; he instaurado el nombre
del rey para toda la eternidad, no he imitado lo que antaño se
hacía, nadie había hecho esto desde la puesta en orden del
mundo. Fui iniciado en los libros divinos, he tenido acceso a las
fórmulas de Thot, era experto en sus secretos, resolví todas sus
dificultades».
No veamos vanagloria alguna en estas palabras que formaban
parte del ritual iniciático de los Maestros de Obras cuando
accedían a sus funciones. Por si necesitásemos alguna prueba,
delante de nosotros tenemos el templo de Luxor: Amenhotep no
mintió acerca de sus capacidades.
Tres célebres faraones participaron en la construcción de
Luxor: Ajnatón, Tutankamón y Alejandro Magno, que marcaron
discretamente con su presencia la gran obra de Amenofis III. Se
decía que el suelo del templo, cubierto de plata, descansaba sobre
un lecho de incienso; Luxor, por su belleza y la pureza de sus
líneas, fue objeto de los mayores cuidados hasta el fin de la civil-
ización faraónica. A comienzos del siglo IV d. J. C., fue transform-
ado por los romanos en templo de culto imperial antes de servir
de iglesia cristiana. A estos avatares se añadieron la invasión
asiría y el terremoto del año 27 a. J. C.
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Otra sorpresa: la presencia de una mezquita que avanza hacia


el interior del templo, un extraño apéndice que estorba a la vista.
Luxor no ha sido descubierto por completo; no se han podido
practicar excavaciones debajo de esta mezquita donde está enter-
rado el bienaventurado jeque El Said Yusef Abu el Haggag, patrón
musulmán de Luxor, padre de los peregrinos, capaz de multiplicar
el agua de una calabaza para quienes tienen sed. Muerto en 1244
d. J. C., había recortado una piel de cabritilla en finas tiras que,
puestas una tras otra, formaron un recinto protector en tomo a la
ciudad. Los ángeles se lo llevaron sobre sus alas cuando agonizaba
y lo depositaron en el templo de Luxor. En su honor, cada año se
celebra, una procesión de la barca que es un lejano recuerdo de la
antigua fiesta.

***

Luxor se levanta sobre un zócalo de piedra, muy cerca del Nilo


que en este lugar alcanza su mayor anchura. Antes de la entrada
en el templo, señalada por el gran pilón, encontramos una aven-
ida de esfinges y un gran patio que se deben a uno de los últimos
faraones egipcios, Nectanebo I (n.º 1 en el plano). La mirada se si-
ente atraída en seguida por la fachada del templo. Un obelisco (en
los orígenes había dos), dos colosos flanqueando la puerta del
templo (seis en su origen; queda un tercero en el extremo
derecho) y las dos altas torres del pilón (n.º 2) cuyas cimas han
desaparecido casi por completo.
El conjunto es de una inigualable majestad. El obelisco que
falta se levanta en la plaza de la Concordia, en París, donde se
erigió en 1836 a costa de grandes dificultades. En el obelisco que
queda (25 m de altura, más de 250 toneladas), cuyo piramidión
estaba cubierto de oro, Ramsés II venera a Amón-Ra, el señor del
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templo. En la base, unos cinocéfalos, los monos sagrados de Thot,


celebran la llegada de la luz matinal, ayudándola con sus gritos a
alcanzar su plenitud. Los dos obeliscos tenían la función de apar-
tar las energías negativas para atraer las fuerzas positivas pro-
cedentes del cielo.
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Verdaderos pararrayos sagrados, los obeliscos protegían el


templo. Los seis colosos reales de Ramsés son guardianes. A su
lado, la esposa de Ramsés, Nefertari, y una de las hijas del rey. En
el pedestal, una representación indica perfectamente las fun-
ciones de esas gigantescas estatuas: los «nueve arcos», es decir el
conjunto de los pueblos extranjeros, están sometidos a la autorid-
ad del faraón. Se trata de lo contrario de la Enéada de los dioses,
de las nueve regiones que simbolizan el mundo entero colocado a
los pies del rey.
La superficie ofrecida por las dos torres del pilón dio a Ramsés
II la posibilidad de desarrollar uno de sus temas preferidos, la
Batalla de Kadesh, librada contra los hititas. En la torre de la
derecha se representa el campo egipcio protegido por una muralla
relativamente sencilla, hecha de escudos. El momento es decisivo.
Dos espías hititas han sido capturados. En realidad, se han arro-
jado voluntariamente en las fauces del lobo para practicar la
«desinformación»; en efecto, han dado informaciones falsas sobre
la posición del ejército hitita. El faraón celebra un consejo de
guerra con sus oficiales superiores. Nadie ha advertido la traición.
En la torre de la izquierda, la propia batalla donde el faraón,
abandonado por los suyos, aterrorizados por el adversario, se en-
frentará solo a 11000 hititas. De un tamaño considerable con re-
specto al enemigo, Ramsés II, inspirado por su padre Amón, dis-
persa las fuerzas del caos.
Una vez pasada la puerta del templo, accedemos al primer
patio, el de Ramsés II (n.º 3 en el plano), cerrado por un nuevo
pilón que se debe a Amenofis III (n.º 4); a la izquierda, la
mezquita Abu el Haggag (n.º 5). A la derecha, un pequeño santu-
ario compuesto por tres capillas dedicadas a los dioses Amón,
Mut y Khonsu, la tríada tebana. Las columnas de granito poseen
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tal elegancia que la arquitectura de ese depósito para las barcas


sagradas se hace aérea.
El dintel de la puerta que da acceso a la capilla central muestra
al faraón corriendo hacia Amón; a la izquierda, como el rey del
Bajo Egipto llevando la corona blanca; a la derecha, como el rey
del Alto Egipto que lleva la corona roja. Hay, pues, dos Amón para
acoger al soberano; en el centro, entre ambos dioses idénticos, el
genio de la eternidad lleva en su cabeza el nombre del rey, coron-
ado por un sol. En la luz, todo vuelve a la unidad.
Las columnas que flanquean los muros del patio son austeras y
macizas. Entre ellas, estatuas del rey de pie con una reina o una
princesa de pequeño tamaño estrechándose tiernamente contra la
pierna del coloso. Hay algo curioso: una sola de esas estatuas está
tallada en granito negro, mientras las demás son de granito rosa.
Es un tema esencial de la religión egipcia, el de lo Uno y lo múl-
tiple, lo que es potencial, no expresado, lleno de vida (el rojo).
Los relieves de los muros de ese patio, como todos los de
Luxor, son de excepcional calidad. En la esquina sudoeste se de-
sarrollan dos escenas extrañas. La primera es una procesión muy
particular en la que, entre sacerdotes portadores de ofrendas, fig-
uran 17 hijos de Ramsés II, que llevan en la mano izquierda largos
ramilletes cuyo suave olor alimentará el alma de los dioses. Pero
las «estrellas» del cortejo son seis enormes bueyes que fueron ce-
bados para el sacrificio. Van adornados y llevan incluso flores
entre los cuernos. Sobre dos de ellos se ve una cabeza de un
hombre negro y una cabeza de un hombre asiático. Los animales,
que se arrastran con dificultad dado su peso, simbolizan la mater-
ia viva que ofrece sus riquezas a la divinidad, así como las re-
giones del mundo sometidas a un rey.
La segunda escena es la inauguración del pilón de Luxor. Este
tipo de ceremonias eran para los egipcios la ocasión para una gran
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fiesta en la que participaba la población, disfrutando de días de


vacaciones y noches bastante apasionadas en las que el vino y la
cerveza no estaban racionados. En este relieve está representado
el propio pilón, con sus cuatro mástiles para banderolas, prece-
dido por los seis colosos de Ramsés II y los dos obeliscos. Así con-
cluía la última parte del templo cuya construcción había comen-
zado por el sanctasanctórum. No olvidemos que las escenas están
vinculadas entre si: la procesión de los bueyes cebados se dirige
hacia el templo donde serán ofrecidos en sacrificio.
Para salir del patio, pasamos ante dos colosos de Ramsés II,
muy deteriorados, que flanquean la puerta del pilón de Amenofis
III (n.º 4 en el plano). En los zócalos de las estatuas, los enemigos
del faraón vencidos y atados; contra la pierna derecha del faraón,
su esposa Nefertari, de pequeño tamaño, con la forma de la diosa
Hator o, más exactamente, llevando el hábito de la gran sacerdot-
isa de Hator. Puesto que su real esposo ha obtenido la victoria
sobre las tinieblas, la reina puede organizar la fiesta y dejar que el
júbilo se exprese. Tomemos una soberbia avenida de 52 m de
largo, flanqueada por siete columnas (15,80 m de altura) a cada
uno de los lados, que produce a la vez una impresión de elevación
y de embudo (n.º 6 en el plano). Aquí se produce un cambio de eje
evidente, como si el templo fuese de pronto devuelto a la línea
recta. No se trata de torpeza ni de dificultad técnica no resuelta,
sino de voluntad simbólica del Maestro de Obras. Pasamos por
una «compuerta» y el camino cambia de naturaleza, pues el pro-
pio templo se vuelve distinto. Al este y al oeste, dos muros flan-
quean esta columnata, su ornamentación se debe a dos faraones,
Tutankamón y Horemheb, que reinaron tras la «herejía» de Ajn-
atón y cantaron de nuevo la gloria del dios Amón. Hicieron tam-
bién representar los episodios de la fiesta de la diosa Opet, dur-
ante la que las barcas de Amón, de Mut, de Khonsu y del faraón
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salen del templo de Karnak para dirigirse a Luxor por el Nilo. En


la orilla, una imponente muchedumbre, con músicos y danzar-
ines. Esta fiesta se celebra en el mundo exterior, en ella se ad-
miten los profanos. Pero muy pronto las barcas sagradas entrarán
en una parte del templo reservada a los iniciados. La gran colum-
nata encarna, de modo monumental, el paso entre esos dos
mundos.

Pero entremos en el segundo gran patio del templo, el de


Amenofis III (52 m de ancho por 48 de largo, n.º 7 en el plano),
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que precede al templo cubierto. Está flanqueado en tres de sus la-


dos por dos filas de columnas papiriformes, de capitel cerrado, sin
duda las más hermosas de Egipto. Espacio al aire libre, es cierto,
pero capiteles cerrados: todo está presente, nada se revela.
Aquí, nos impregnamos plenamente del poder de la vertical,
de esos trazos de luz grabados en la piedra para permitirnos pasar
de una visión material del mundo a una visión sagrada, y para
prepararnos a los misterios del templo interior.
Este templo cubierto comienza, como es norma, por una sala
de columnas, que en este caso son 32 (n.º 8 en el plano). Primera
advertencia: esta parte del edificio está claramente diferenciada
del resto, pues se construyó sobre una especie de plataforma. Su
basamento, además, recibió un texto y una ornamentación partic-
ulares, a saben una procesión de personajes que simbolizan las
provincias de Egipto. Por lo tanto, el país entero sirve de soporte a
lo divino.
Tras la sala de columnas se abren varias pequeñas estancias;
las más importantes de ellas son la sala de ofrendas, con cuatro
columnas (n.º 10 en el plano), donde el faraón realiza los ritos de
las ofrendas a Amón y a Min, y el santuario que albergaba la barca
sagrada (n.º 11 en el plano), parte del templo modificada por Ale-
jandro Magno, que se hizo representar en las paredes adorando a
los dioses egipcios. El conquistador griego imitó las escenas en las
que se ve al faraón Amenofis III en acción. Después de liberar a
Egipto del yugo asirio, después de hacer que le coronaran rey en
el oasis de Amón, Alejandro quiso llegar hasta Tebas y demostrar
su piedad por la antigua religión, en el secreto de un templo cu-
bierto. Extraña andadura que ilumina, tal vez, con nueva luz la
aventura del conquistador cuyo poder temporal quedaba así, de-
positado como ofrenda a los pies de Amón.
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A la izquierda de la capilla de la barca, encontramos dos capil-


las más; una (n.º12 en el plano) nos cuenta la coronación de
Amenofis III mientras la otra evoca la concepción divina y el naci-
miento del faraón (n.º 13). Las escenas se grabaron en el muro
oeste, en un relieve tan fino —y degradado además— que son muy
difíciles de descifrar.
El faraón no intenta «demostrar» su nacimiento divino ni re-
coger los sufragios de la población. Su estatuto de jefe de Estado
está establecido desde el inicio de los tiempos y nunca se ha cues-
tionado, puesto que incluso los griegos y los romanos se vieron
obligados a convertirse, ritualmente, en faraones, para poder
gobernar Egipto. Estamos en un templo cerrado, lejos de cu-
alquier idea de propaganda. Lo que aquí se revela es el proceso de
un nacimiento en su aspecto divino. Khnum, el alfarero con
cabeza de carnero, moldea en su torno al faraón y su ka, su
«doble» o, más exactamente, la energía inmortal que animará su
cuerpo mortal. El futuro rey está potencialmente dispuesto a
nacer. Pero falta que el dios Amón, habitando el cuerpo del rey
Tutmosis IV, se una carnalmente con la reina Mutemuia (cuyo
nombre significa «madre que está en la barca»). Thot anuncia a la
reina el nacimiento de un hijo. Es conducida por unas divinidades
hacia la cámara del nacimiento y recibe su ayuda durante el parto.
Amón acoge a su hijo con gozo, mientras se le asegura mágica-
mente el más feliz destino. El niño y su ka son amamantados por
Hator, como vaca celestial. Finalmente, el nuevo faraón sube al
trono.
Ese sucinto resumen de un largo ritual, desarrollado también
en Dayr al-Bahari en el templo de la reina Hatsepsut, es una ex-
posición casi científica del modo como los dioses crean la vida y
modelan un faraón destinado a ser «la luz de los vivos».
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Más allá del santuario de la barca, hacia el sur, se halla el sanc-


tasanctórum (nº 14 en el plano). Se compone de un vestíbulo con
12 columnas que preceden a tres capillas. En la del medio había
un naos que contenía la estatua divina. Allí, como muestran los
relieves, el faraón se encontraba con su padre Amón. Dos dioses le
conducen hacia él: Horus, protector de la realeza, y Atum, el
creador. Los ruidos de la gran fiesta se habían acallado, la exuber-
ancia de la muchedumbre quedaba en el exterior, en lo más
secreto del templo, el Padre se encarnaba en el Hijo, divinizando
así la tierra de Egipto y ofreciéndole una fiesta ininterrumpida del
espíritu.

El Museo de Luxor

Hay un lugar en Luxor que el visitante no debe perderse: el


Museo Egiptológico. Inaugurado en 1975, es uno de los más orde-
nados y más agradables de visitar.
Se han elegido pocas obras, pero son casi todas excepcionales.
Además, es posible moverse alrededor de las estatuas, descifrar
las inscripciones, hay espacio suficiente para admirar lo que se ex-
hibe: una extraordinaria cabeza de Sesostris III, de edad avan-
zada, grave, profundo; Hatsepsut celebrando la erección de sus
dos obeliscos de Karnak, cubiertos de oro fino y que llegan al
cielo; Amenofis II de pie en su carro, disparando el arco con tanto
vigor que sus flechas atraviesan blancos de cobre; un «dúo» sor-
prendente, formado por el faraón Amenofis III y un impresion-
ante Sobek, dios cocodrilo sentado en un trono; una estatua del
gran arquitecto Amenhotep, hijo de Hapu.
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La obra más espectacular que se conserva en el museo es una


pared de 18 m por 4, reconstruida a partir de bloques de gres dec-
orados, de la época de Ajnatón, que fueron encontrados en el
noveno pilón de Karnak. Ajnatón era todavía Amenofis IV, no
había fundado su nueva capital. Pero el «estilo amárnico» ya ex-
istía. Lo que se relata aquí, con notable frescura y espontaneidad,
es la vida cotidiana, la de los obreros, los artesanos, los campesi-
nos. Ajnatón, acompañado por su esposa Nefertiti, venera el disco
solar, el dios Atón, que da al conjunto su significado sagrado. Los
hombres pueden trabajar porque habita en ellos la luz de Atón.

Dayr al-Bahari, la sonrisa de la reina


Hatsepsut

Dayr al-Bahari, «el sublime de los sublimes» según los textos


egipcios, es la obra maestra de la reina Hatsepsut, la más célebre
soberana de Egipto, que reinó en las Dos Tierras en la XVIII
dinastía, de 1490 a 1468 a. J. C. Años de paz, de quietud, de tran-
quila felicidad. Egipto es poderoso y rico. Hatsepsut y su Maestro
de Obras, el genial Senmut, se consagran a la creación de un edifi-
cio extraordinariamente original, tanto por su emplazamiento
como por su Concepción. Dayr al-Bahari, «el convento del
Norte», se encuentra en la orilla occidental del Nilo, frente a
Karnak, en un gran anfiteatro natural dibujado por un acantilado
perteneciente a la cadena líbica. Al sur, una montaña sagrada
entre todas, la cima de Occidente, donde vela una diosa que acoge
a los justos que mueren. En este lugar el sol brilla con rara inten-
sidad. Todo resplandece con una blancura cegadora que, en pleno
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mediodía, hace que el templo se confunda con la montaña a la que


se adosa. En realidad, el templo es montaña o, más exactamente,
la montaña se ha hecho templo. Ésta fue la apuesta del Maestro
de Obras: utilizar esta naturaleza salvaje, ingrata, para componer
una obra tan llena de encanto mágico que se convierta en la son-
risa de una reina. El contraste es llamativo entre el reseco rigor
del acantilado y el encanto mágico del templo. El paisaje se ha
convertido en lugar santo. Las sucesivas terrazas, que caracterizan
el edificio, están unidas entre si por una rampa, línea ascendente
que refuerza la verticalidad del acantilado. Ascendemos hacia el
interior de la montaña, iremos confundiéndonos poco a poco con
la piedra de eternidad. Aquí la materia se hace consciente, sirve
de relicario a los dioses y al alma de una reina. Esta montaña,
como veremos, es también la de los muertos beatificados y las
divinidades que velan por ellos. Nos encontraremos con el chacal
Anubis y la vaca Hator, que ayudan a los justos a pasar al otro
lado del espejo de la montaña.
El paraje entero, por otra parte, está consagrado a Hator.
Aunque la diosa se encarne en el cuerpo de una vaca, no
olvidemos que es, ante todo, de naturaleza cósmica y que brilla
entre las estrellas.
Ella es quien, en la montaña de Occidente, acoge en el ocaso a
los seres de luz. Ninguna claridad puede compararse a la de Dayr
al-Bahari. Abrumadora, casi insoportable en los atrios del templo,
se suavizará paulatinamente hasta los santuarios de la terraza su-
perior, tal vez para que presintamos que la muerte es también luz.
Nada concreto sabemos sobre el paraje de Dayr al-Bahari
antes del reinado del rey Mentuhotep (Imperio Medio, XI din.,
hacia 2050 a. J. C.). Cinco siglos antes de Hatsepsut, aquel faraón
quedó encantado ante unos lugares de inhóspita apariencia y de-
cidió construir allí su templo funerario. Mentuhotep, apodado a
190/471

veces «el grande», es un faraón de excepcional envergadura. Él


fue quien, al final de un período turbio, reunificó un Egipto di-
vidido. Originario de Tebas, impuso su ciudad como una urbe
desde entonces esencial para la civilización egipcia. Fue un rey
amado hasta el punto de que se le considerara un nuevo fundador
de Egipto.
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Necesitaba un monumento digno de él, y fue su templo de


Dayr al-Bahari. Situada a la izquierda del de Hatsepsut, cuando
estamos ante ella, la gran obra de Mentuhotep está por desgracia
muy deteriorada y sus vestigios sólo interesan a los especialistas.
La estructura del templo era especialmente interesante: un
patio con árboles del que salía una rampa que desembocaba en un
vasto zócalo sobre el que se levantaba una pirámide. Tras ella, una
sepultura excavada en la roca de modo que el templo propiamente
dicho tenía a la pirámide como sanctasanctórum, protegiendo un
tipo de sepultura en la montaña, que conocemos en Asuán para
algunos particulares, pero que podemos encontrar sobre todo, en
distintas formas en el Valle de los Reyes.
Un detalle significativo: aunque la tumba estuviera excavada
en la roca, el sarcófago real quedaba exactamente en la vertical de
la pirámide, que era a la vez el símbolo de la primera colina que
emergió en el amanecer del mundo y de la cima de Occidente, que
protegía el descanso del difunto.

***

El marido de Hatsepsut, el faraón Tutmosis II, murió joven. La


reina se convirtió en regente del reino; el futuro faraón, Tutmosis
III, era entonces sólo un niño. Los historiadores modernos han
hablado a menudo de terribles disputas entre la reina y el príncipe
heredero. Digamos que son fruto de su imaginación. En realidad,
Hatsepsut y Tutmosis III, que iba a convertirse en el Napoleón
egipcio, reinaron conjuntamente hasta la muerte de la reina.
Hatsepsut es profundamente pacifista. Venera a Hator, la
señora de la Alegría. La reina define sus intenciones con sus dis-
tintos nombres: «La primera de las nobles», «La que besa a
Amón», «Poderosa en fuerza de vidas», «Verdeante en años»,
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«Divina en apariciones». Dayr al-Bahari será el paraje donde


pueda expresar la plenitud de un reinado armonioso. Fiel al pas-
ado, se inspira en el monumento precedente, el de Mentuhotep;
también ella construye un templo en terraza, también ella traza
una línea ascendente hacia el corazón de la montaña. Pero Hat-
sepsut no hace erigir pirámide alguna, pues la propia montaña
será su pirámide natural.
Para señalar el interés que sentía por su templo de Dayr al-Ba-
hari, Hatsepsut orienta su tumba del Valle de los Reyes de un
modo muy preciso: en efecto, su eje principal está en la dirección
del «Sublime de los sublimes», del templo de luz.
Dada la perfección de su templo, la fama de Hatsepsut per-
duró muchos siglos después de su muerte. Se acudía en pereg-
rinación a Dayr al-Bahari y, durante mucho tiempo, la reina fue
considerada como una gran soberana que procuró la felicidad a su
pueblo. Aunque Dayr al-Bahari sea ante todo la coronación
artística del reinado de Hatsepsut, ya hemos visto que no de-
bíamos desdeñar el ejemplo de Mentuhotep; existe un tercer per-
sonaje que puebla el paraje con su presencia, Tutmosis III en per-
sona. En 1962 se descubrieron vestigios de su templo entre el de
Mentuhotep y el de Hatsepsut. La reina y su ilustre sucesor
quedaban así reunidos por toda la eternidad.
Senmut (o Senenmut), cuyo nombre significa que vivía en
fraternidad con la Gran Madre que protege a Egipto, fue el Maes-
tro de Obras de la reina Hatsepsut. Algunos consideran que se
convirtió en su amante y que, a veces formaron una pareja escan-
dalosa para numerosos altos funcionarios sujetos a una rígida
etiqueta. Lo cierto es que no tenemos prueba alguna de ello.
Sabemos simplemente que Senmut, intendente de los dominios
de Amón. Maestro de Obras que ejercía su talento en Karnak y
Dayr al-Bahari, fue el personaje principal del reino después de la
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reina. No es raro en el antiguo Egipto, donde el artesano ocupaba


una situación excepcional. Confidente, consejero, escriba de alto
rango, Senmut dirigía un pequeño grupo de especialistas muy cu-
alificados. Una «cuenta de explotación» nos hace saber que en las
obras de Dayr al-Bahari sólo había dieciséis carpinteros, diez tall-
adores de piedra y veinte grabadores. La cosa puede parecer sor-
prendente, pero así fue siempre, desde la época de las pirámides
hasta la de las grandes catedrales medievales. Y es que, no de-
bemos confundir a los denominados «peones» con los escultores,
talladores de piedra y dibujantes que recibían una larga iniciación
técnica y espiritual antes de poder transformar la materia en radi-
ante belleza.

***

En la actualidad, en Dayr al-Bahari sólo quedan la piedra y el


sol. Nos toca hacer un esfuerzo de imaginación. Antaño, la reina
había fertilizado el desierto. Había creado delante del templo un
gran jardín con árboles, adornado con albercas, un verdadero
pequeño edén que precedía al templo propiamente dicho. Este
sueño de verdor ha desaparecido. Para recibimos sólo subsiste un
león, que marca el inicio de la gran rampa. Antaño era la sim-
bólica desembocadura de una avenida de esfinges y frente a él se
hallaba su compañero. Ambos leones se encargaban de velar por
el templo y de impedir que los seres impuros siguieran adelante.
Son ayer y mañana, conocen el pasado y el porvenir. Encarnan
también las montañas del Oriente y del Occidente, las dos colum-
nas del mundo en medio de las cuales pasa el iniciado. Con los
ojos siempre abiertos, sin dormir nunca, esos leones son la vigil-
ancia misma.
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La primera terraza (n.º 1 en el plano)

En Dayr al-Bahari no dejaremos de subir, pasar de una terraza a


otra. Sólo subsiste, pues, el corazón del templo, lo esencial, como
un esqueleto despojado de sus tamariscos, sus árboles de in-
cienso, sus sicomoros, sus flores, sus viñas, sus adornos acuáticos,
sus estanques de papiros, sus estatuas reales. Nos vemos con-
frontados a la exigente realidad de la piedra que ha deificado el
tiempo, eliminando sin piedad lo que dulcificaba y hechizaba la
mirada.
El interés de este primer patio reside en el muro del fondo,
contra el cual se edificó un pórtico. En sus extremos, un Osiris
(sólo se conserva uno, a la derecha, hacia el norte). Admirables re-
lieves, a pesar de su deterioro, se grabaron en el muro del fondo
de este pórtico con columnas que algunos consideran inspirador-
as del orden dórico en la arquitectura griega.
A la derecha, hacia el norte (n.º 2 en el plano), las escenas lla-
madas del pórtico de la Caza muestran a la Esfinge —Hatsepsut—
pisoteando la masa informe y desordenada de sus enemigos, un
tema clásico del faraón que encarna el orden derrotando al caos.
Puede verse también una procesión de estatuas reales y la ofrenda
de cuatro terneros (negro, blanco, rojo, moteado), símbolo de la
ofrenda del mundo animal en su totalidad. En las escenas más en-
cantadoras se ve a Hatsepsut cazando aves acuáticas y recogiendo
papiros. Bruscamente nos vemos de nuevo sumidos en el universo
paradisíaco de las tumbas del Imperio Antiguo, con esa diversidad
salvaje y palpitante por la que el humano se aventura con respeto.
Pájaros, flores, colores, todo parece sumido en una armonía muy
alejada de las crueldades de una cacería. Pero Hatsepsut no es
una Diana cruel sino que: pesca las almas, captura los estados
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espirituales del ser haciéndose depositaría de ellos, en su condi-


ción de faraón.
Al otro lado del pórtico, a la izquierda, hacia el sur (n.º 3 en el
plano), se magnifica la actividad de Hatsepsut como Maestro de
Obras. Como todos los faraones del Imperio Nuevo, Hatsepsut
embelleció Karnak, especialmente erigiendo esas flechas pétreas a
las que llamamos obeliscos. El pórtico de los Obeliscos narra una
auténtica hazaña, la de los artesanos de la reina que salieron de
Tebas en dirección a Asuán para extraer de las canteras de granito
rosa los monolitos capaces de convertirse en obeliscos. Cono-
cemos pocos detalles sobre el trabajo de los canteros cuyas téc-
nicas —especialmente las de su erección— permanecieron en gran
parte secretas. Los relieves se limitan a mostramos la parte
pública de la obra, es decir, el transporte fluvial de los obeliscos,
gracias a una flotilla de bajeles perfectamente organizada, y su tri-
unfal recibimiento en Karnak, donde algunos soldados tocan
trompetas y tambores para celebrar vigorosamente el éxito de la
empresa. Fue necesario emplear una chalana de más de 50 m de
largo y pedir a los dioses que protegieran el convoy, que tal vez
guió la propia reina, al menos en la última parte del recorrido. Al
ruidoso júbilo de la llegada suceden el silencio y el recogimiento.
Es preciso consagrar el terreno donde se erigirán los dos obelis-
cos. La reina efectuará una carrera ritual, delimitando magnífica-
mente un espacio. Llegarán entonces unos especialistas que le-
vantarán hacia el cielo los dos monolitos, para que atraigan la luz
y dispersen las energías nocivas.
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La segunda terraza o terraza intermedia (n.º 4 en el


plano)

Sigamos subiendo utilizando, de nuevo, la rampa axial del templo.


Pasamos delante de un león guardián y desembocamos en una
terraza de vastas dimensiones. Aproximadamente, desde su
centro, asciende la continuación de la rampa, también en el eje
del templo.
Varios centros de interés: en el lado norte, a nuestra derecha,
un pórtico de 15 columnas que nos recuerdan el orden dórico de
los griegos. Enfrente, donde termina la rampa que continúa hacia
arriba, el pórtico del oeste, con dos hileras de 22 pilares; a la dere-
cha, hacia el norte, las escenas que justifican la realeza de Hat-
sepsut (n.º 6 en el plano). Más a la derecha aún, en el extremo
norte, la capilla de Anubis (n.º 7). Al otro lado, a la izquierda,
hacia el sur, los relieves que cuentan la expedición al país de Punt
(n.º 8); más a la izquierda, en el extremo sur, la capilla de la diosa
Hator (n.º 9).
Examinemos primero el pórtico del oeste, comenzando por su
parte derecha, el «pórtico del nacimiento» (n.º 6 en el plano). Es-
tas escenas son especialmente importantes, pues la reina justifica
en ellas su función divina del faraón. Esta justificación no se debe
al hecho de que sea una mujer tenga que dar más explicaciones
que un hombre. Cada faraón recuerda esta verdad esencial para
Egipto, a saber, su doble condición humana y divina. Participando
de las naturalezas de la tierra y el cielo, puede ejercer su gobierno
material sin traicionar la regla espiritual. Escenas del mismo or-
den grabó en los muros de Luxor Amenofis III, y vestigios de
otros templos demuestran fehacientemente que existían tantas
versiones esculpidas como faraones.
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¿Qué nos recuerdan estas escenas? Nada menos que la con-


cepción y el nacimiento de Hatsepsut. Vemos primero a doce di-
oses celebrando consejo bajo la presidencia de Amón-Ra. Los
doce representan la Enéada, es decir nueve dioses. Que el número
sagrado sea 9 y la cifra 12 no representa traición alguna en el es-
píritu egipcio. La cifra es secundaria con respecto al número; sea
cual sea la cifra de las divinidades que la representan, la Enéada
es siempre el 9, símbolo del poder creador y organizador del
universo.
Durante el consejo se evoca a la hermosa soberana Ahmes. Es
hora ya de darle una descendiente. El dios Amón se introduce
entonces en el cuerpo del rey, su esposo. Cuando éste entra en la
cámara nupcial, la reina desfallece ya de placer y de amor. El olor
del faraón es tan suave que la muchacha se embriaga. El amor re-
corre su ser, la unión carnal se consuma. La reina está encinta. Su
felicidad es inmensa, pero se dispone a sufrir. Los dioses la ay-
udarán a parir de acuerdo con los ritos. El alma de la niña, la fu-
tura Hatsepsut, es modelada por el divino alfarero. Le dan un
nombre sagrado: Maat-ka-Ra, es decir «la Armonía universal es la
energía de la Luz divina». Se toman todas las precauciones má-
gicas. Señalemos que la futura reina es aquí un faraón predesti-
nado, por lo tanto de sexo masculino, y que el alfarero le crea dos
cuerpos, mortal y temporal uno, inmortal e intemporal el otro (el
ka).
Cuando su hija nace, el dios Amón la toma en sus brazos, la re-
conoce como hija de su carne, muestra una inmensa alegría. Siete
genios masculinos y siete genios femeninos (antepasados de
nuestras hadas buenas) colman a la divina niña de todos los
dones que le permitirán reinar correctamente. La vida oficial del
nuevo faraón puede comenzar: Hatsepsut es asociada al trono por
su padre, para que aprenda el arte del gobierno. Asistimos a su
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coronación y luego a sus viajes rituales hacia el Norte y hacia el


Sur, para ser reconocida como soberana por los dioses de las
grandes ciudades.
Algunos de estos relieves han sufrido mutilaciones que con ex-
cesiva ligereza se han atribuido a Tutmosis III. De hecho, nada
prueba que éste odiara a su tía. Si hubiera deseado borrarla de la
historia, le habría bastado con arrasar Dayr al-Bahari. Por el con-
trario, como hemos visto, añadió su propio templo, pero con dis-
creción y conservando preciosamente la obra maestra arqui-
tectónica de quien le precedió en el trono. Además, en algunos
lugares del templo, se conservan los rostros y los nombres de Hat-
sepsut. Finalmente, esos «martilleos» no son destrucciones
eficaces, pues dejan asomar la escultura; cuando estaba demasi-
ado borrada, reyes como Seti I se encargaron de restaurar sus
contornos para que siguiera siendo legible. No inventemos, pues,
una guerra civil que nunca existió; observemos en realidad que
Tutmosis III quiso inscribirse en un linaje, vinculándose directa-
mente a Tutmosis I y ocultando simbólicamente los reinados de
Tutmosis II y de Hatsepsut, que forman un conjunto aparte, una
originalidad, por lo demás, en perfecta relación con el propio
templo.
La parte izquierda del pórtico, hacia el sur, se conoce como
pórtico de Punt. Es el relato de una gran expedición organizada
por la reina hacia un país medio fabuloso y medio real (n.º 8 en el
plano).
Hoy se admite que el maravilloso país de Punt (o de Opon) se
hallaba en algún lugar de la costa de los somalíes. Sin embargo,
esta localización geográfica es menos importante que la propia
función de esta región. La reina no organizó aquella importante
expedición al país de Jauja por afán de hacer un hermoso viaje.
Necesitaba incienso para las ceremonias rituales y, en tal
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circunstancia, los egipcios estaban dispuestos a conocer cualquier


aventura para que el culto se llevara a cabo conforme a las reglas.
Es un verdadero tebeo, compuesto por relieves tan admirables
como detallados. Salen contando con los mejores auspicios. Se ha
consultado al cielo y se colocan bajo su protección. Hay que lan-
zarse, entonces, por la «Gran Verde», con cinco embarcaciones
cargadas de regalos y vituallas.
La llegada de los egipcios a Punt provoca cierto asombro.
¿Han viajado por los caminos del cielo? En cualquier caso, no sus-
citan ningún temor. No son invasores descubriendo un poblado
africano, con sus chozas, sus palmeras, sus monos. La familia re-
inante en Punt recibe a los enviados de Hatsepsut. A la soberana
de Punt se la representa sin la menor complacencia: es pequeña,
gorda, deforme, sufre elefantiasis. Las negociaciones comerciales
se inician con buen humor, los egipcios cambian sus productos
por árboles de incienso, arrancados, con sus raíces cuida-
dosamente envueltas en esteras. Queda muy claro que los árboles
están vivos. Los egipcios embarcan también oro, ébano, marfil,
pieles de pantera, y diversos animales exóticos, entre ellos una
soberbia jirafa. En Punt, la expedición concluye con un banquete
muy bien regado y, ciertamente, con la promesa de volver a verse.
Luego se pasa, directamente, a la llegada triunfal a Egipto.
Cada desembarco se celebra con una ceremonia religiosa. Ésta es
excepcional. Está presente Tutmosis III quien ofrece incienso. La
propia Hatsepsut mide el incienso con el celemín y el dios Thot
anota el resultado.
La reina ha cumplido su misión. Ha hecho que trajeran de
Punt el incienso indispensable para la hermosa fiesta del valle y
las ceremonias del culto de Amón. Así, con alegría y orgullo,
puede encontrarse con el dios Amón y hablar con él.
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El santuario de Hator

En el extremo izquierdo del pórtico de Punt se encuentra el santu-


ario de la diosa Hator. Para acceder a él se utiliza una rampa. El
edificio es un templo en reducción, con un vestíbulo, dos salas con
pilares y un santuario excavado en la montaña.
Aquí reina la diosa Hator, dama del Occidente, que acoge en
su seno al sol poniente y el alma de los muertos.
Se le ofrecían flores, frutas y copas con una rana, símbolo de
resurrección, en el centro. Podrán verse columnas y pilares llama-
dos «hatóricos», pues los capiteles son cabezas de mujer con
orejas de vaca, uno de los animales sagrados de la diosa.
Antaño, el pequeño templo tenía su entrada propia y era ob-
jeto de un culto particular. En la segunda sala de pilares podre-
mos descubrir unos relieves en los que se desarrollan escenas
festivas en honor de Hator. Los festejos tienen lugar en el Nilo,
con el vaivén de los barcos mientras, en la orilla, unos soldados
agitan ramas. Podemos ver también dos episodios rituales, «la
carrera del pájaro» y «la carrera con remo», que el faraón llevaba
a cabo para regenerarse y probar que manejaba bien el gobernalle
del navío del Estado.
Una escena muy sorprendente muestra el vínculo sagrado que
une a la reina con la diosa; Hatsepsut, sentada bajo un dosel,
tiende la mano hacia la vaca que le lame los dedos. «Ojo en ojo
—dice el texto—, bajar el brazo, lamer las carnes divinas, saturar
al faraón de vida y de poder».
En el santuario podrá verse también el rito de «golpear la
pelota» para Hator (juego ritual relacionado con el «control» del
mal de ojo y la apertura del buen ojo), distintas escenas de adora-
ción y ofrenda y, sobre todo, la regeneración de la diosa por la
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leche de la vaca Hator. Hatsepsut, arrodillada, bebe la leche de la


vaca del cielo, licor de juventud, mágico líquido que ya devolvía
fuerza y vigor a los reyes del Imperio Antiguo, según Los textos de
las pirámides.
El santuario de Hator, al que se accedía por tres peldaños y
donde se celebraba Hatsepsut en su papel de Maestro de Obras,
presenta dos notables particularidades. Primero, por encima de
una hornacina, en el muro donde está grabada la escena del
amamantamiento, podemos ver a dos Personajes realizando la
ofrenda de la leche y el vino. Sus rostros son extrañamente pare-
cidos. El hombre es Tutmosis III. La mujer es Hatsepsut. El rostro
de la reina no ha sido martilleado. En el muro del fondo está tam-
bién presente la reina, entre Hator, la soberana del edificio, y
Amón, el dios de Imperio. Era esencial que en este pequeño sanc-
tasanctórum estuviera presente la reina.
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Luego encontramos al Maestro de Obras del que ya hemos


hablado, el ilustre Senmut. También él está presente, en el secreto
de estos templos, del modo más discreto posible, tras los batientes
de las puertas de hornacinas, en la oscuridad. Sobre todo, no
veamos en ello, vanidad o vanagloria, pues nadie, aparte del
faraón y de los dioses, podía ver la imagen del arquitecto. Como
los Maestros de Obras de la Edad Media, cuyo rostro figura a vec-
es en inaccesibles recodos de las catedrales, Senmut quiso estar
mágicamente presente y participar en el ritual que se desarrollaba
en este lugar.
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La capilla de Anubis (n.º 7 del plano)

En el extremo del pórtico del Nacimiento, a la derecha, hacia el


norte, se halla el santuario de Anubis, que hace pareja con el de
Hator. Un dios, una diosa, ambos en un papel funerario, asum-
iendo la función de guardianes de la montaña sagrada.
Anubis, el que preside el pabellón de embalsamamiento, el
señor de la necrópolis, el que está plantado sobre la montaña, el
que sabe manejar las vendas de la momia, es un hombre con
cabeza de chacal. Es un guía de los muertos, pero un guía exi-
gente. Conoce los secretos del viento, del agua y de la piedra. Él
es, naturalmente, quien conduce a la reina hacia el fondo de su
santuario.
El pequeño templo de Anubis lo compone esencialmente un
pórtico, una sala con columnas donde el visitante descubre sus
maravillosos relieves de frescos colores, y un sanctasanctórum. El
rigor de Anubis, dios de rostro negro, se ve atenuado por esta ex-
uberancia de tonos suaves, relajantes, que anima las paredes de la
sala con columnas. Bajo la protección de Anubis, que la guía por
las regiones del más allá, Hatsepsut venera a Osiris, que se
muestra aquí muy discreto. Contempla a Hator con la cabeza ad-
ornada con cuernos de vaca entre los que se levanta el sol, des-
cubre al dios con cabeza de halcón, encarnación del sol que da la
vida, venera a Sokaris, dios funerario, a quien se ofrece el vino
que regenera.
Para penetrar en el santuario del fondo, hay que girar en án-
gulo recto, hacia la derecha, pues esta parte del edificio forma un
codo, como una escuadra. El sanctasanctórum está abovedado. Su
decoración prueba que, como la mayoría de los edificios de este
tipo, era un lugar de iniciación. En la hornacina terminal
206/471

descubrimos a dos dioses, Amón, el principio oculto de la vida en


espíritu, y Anubis, el conductor de almas que lleva al iniciado
hacia Amón. Hatsepsut está arrodillada ante el chacal. Le ha
seguido con toda confianza y se encuentra con su padre Amón, el
dios que la creó, al igual que el iniciado alcanza de nuevo la fuente
de la que brotó. Un detalle significativo: una piel de animal col-
gada de un asta. El simbolismo de esta piel es fundamental. Es la
del «hombre viejo» de la que el iniciado debe despojarse para
convertirse en el «hombre nuevo», purificado, liberado de sus tra-
bas. Durante el rito, el iniciado, desnudo, entraba en esta piel.
Volvía a ser embrión en la matriz. La piel ya no era vestidura que
se abandona sino vientre donde se producía una nueva fecun-
dación, de orden espiritual.
Este pequeño templo es uno de los escasos lugares donde la
enseñanza iniciática que corresponde a las funciones de Anubis
fue en parte revelada. Oficiaba un «sacerdote», llevando una más-
cara de chacal. Evocaba esta «piel de resurrección» y señalaba las
«buenas rutas de Occidente» que conducían a la montaña donde
la muerte física sería derrotada.

La terraza superior o tercera terraza

Subamos un peldaño más para acceder a la parte superior del


templo (n.º 10 en el plano), punto en el que desemboca la larga
rampa que partía de los atrios para llegar a este santuario. Admir-
able ilustración arquitectónica de una vía recta, sin recodos, que
lleva de la apariencia a lo real.
Sólo unos pocos personajes tenían la posibilidad de penetrar
en estos lugares. Era preciso haber pasado por las enseñanzas de
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Anubis y Hator, haber franqueado ya numerosas puertas para ser


admitido en este «último círculo».
La decoración de la rampa que lleva a esta tercera terraza es
interesante: en ella se ve a la diosa buitre del Alto Egipto y a la di-
osa serpiente del Bajo Egipto. Dicho de otro modo, al llegar al ter-
cer rellano del templo se concilia lo que era doble; la reina-faraón
reunía las dos partes de su país que, por otra parte, correspondían
a las dos partes de su ser espiritual. Unificada, coherente, podía
abordar los grandes misterios.
Esta terraza, por desgracia, está dañada. Tiempo atrás, había
un pórtico compuesto por veintidós pilares llamados «osiriacos»,
pues representaban al dios Osiris momificado. Era el paso de la
muerte a la vida. Hatsepsut, reconocida como justa por el dios de
los muertos y su tribunal, traspasaba el soberbio portal de granito
rosa, verdadera puerta del otro mundo. La inscripción del dintel
es, por lo demás, luminosa: «Horus da la vida».
Entramos entonces en un patio (26 m de profundidad por 40
de ancho, aproximadamente), flanqueado antaño por dos hileras
de columnas por sus cuatro costados. De ahí parten, tres conjun-
tos de capillas que son tres expresiones de la espiritualidad vivida
en este lugar a nuestra izquierda, al sur (n.º 11 en el plano), el san-
tuario de la reina Hatsepsut divinizada; a nuestra derecha, hacia
el norte, un santuario solar (n.º 12); frente a nosotros, hacia el
oeste, el último santuario del templo (n.º 13).
Los tres santuarios forman un sanctasanctórum de tres fa-
cetas, que corresponden a una cierta actuación del iniciado en el
templo. No nos dirijamos en seguida hacia el centro, hacia la ca-
pilla del fondo, en el eje. Para prepararnos para el encuentro con
el dios supremo de este templo, primero debemos descifrar las ca-
pillas del sur y del norte.
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Dirijámonos a nuestra izquierda, hacia la capilla del sur (n.º 11


en el plano). Es el santuario de Hatsepsut divinizada. El tema
principal es incluso más vasto, puesto que está presente el padre
de la reina, Tutmosis I, dotado de una capilla que le es propia. Lo
que se evoca aquí, es el linaje faraónico en su aspecto sagrado.
Para entrar en el edificio es preciso pasar por una puerta
abierta en el muro sur del palio. Después de un vestíbulo des-
cubrimos, a la izquierda, la capilla de Tutmosis I y la de Hatsepsut
a la derecha. No están solos pues con ellos está también el inevit-
able Maestro de Obras Senmut, que se hizo representar arro-
dillado, con las manos levantadas en señal de veneración, tras una
puerta. Le parecía imposible permanecer lejos de la reina. Por su
mediación, todos los constructores rinden homenaje al rey y a la
reina divinizados. Pero Senmut supo también mostrarse discreto;
se hacía invisible cuando se cerraba la puerta.
Estamos aquí en los aposentos funerarios, en una especié de
tumba donde las almas del rey y la reina conocían la felicidad
eterna. Portadores de ofrendas les traen los alimentos necesarios.
En la capilla abovedada de Hatsepsut, donde reina una paz de
rara calidad, se procede al sacrificio del buey y del antílope, ani-
males cargados de una energía especial que se ofrecerá al cuerpo
sutil de los reyes-dioses. Al fondo de la capilla, una estela, punto
central del culto.
Salgamos de esta capilla, atravesemos el patio y dirijámonos
hacia la capilla norte, a la derecha del eje central (n.º 12 en el
plano).
Lo que se denominan «las cámaras del Norte» o «el santuario
del sol» es un verdadero pequeño templo consagrado a la luz. La
capilla de Hatsepsut, con su aspecto cerrado, interiorizado, era la
de la luz oculta, nocturna; la capilla de Horakhty (Horus que está
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en la región de la luz) es la de la luz revelada. Tinieblas y claridad,


indisociables, son aquí complementarias y no antagonistas.
La estructura de este pequeño edificio es sencilla: primero, un
vestíbulo en cuyo fondo hay una hornacina donde está la reina
Hatsepsut, grave y recogida; luego, un patio con un altar en el
centro para celebrar el culto del sol al aire libre y de cara al este.
Se han reunido la reina, Ra-Horakhty, dios de luz, y Amón-Ra.
Hatsepsut, hecho notable, lleva aquí el más sagrado y el más sim-
bólico de sus nombres: Maat-ka-Ra, «la Armonía universal es la
energía de la Luz divina». Ciertamente, es preciso ser faraón para
llevar semejante nombre, especialmente justificado en este santu-
ario de la cima de la montaña, donde uno se siente embargado
por una intensa emoción. Allí se celebraba el rito del sol naciente,
en el que participaban algunos iniciados —el tamaño del patio de-
muestra su reducido número—, rogando para que la luz saliera
una vez más de las tinieblas. Es la tradición de la vieja ciudad de
Heliópolis: si los iniciados no actúan para que el sol se levante,
éste no saldrá ya del reino de las sombras y la tierra estará con-
denada al desorden.
Es también el anuncio de la famosa religión solar de Ajnatón.
El gran templo de Amarna, a pesar de sus considerables dimen-
siones, se parecía a este pequeño santuario por su concepción
general: un culto vivido al aire libre, en presencia del disco solar
cuyos rayos dan la vida.
En una exigua capilla, a la derecha de este patio, encontramos
de nuevo a Anubis. El guía de los muertos se ha colocado muy
cerca del sol, sin duda porque los difuntos que lo han merecido
viven por siempre en la luz de la que habían brotado. Además,
Anubis vela por la familia más próxima de Hatsepsut, en especial
por su padre y su madre, como si hubiesen atravesado el patio,
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como nosotros hemos hecho, para comunicarse con el sol


naciente.
Estamos ahora en condiciones de concluir nuestro periplo y
penetrar en la parte central del sanctasanctórum. Volvamos, pues,
al centro del patio y caminemos en línea recta, siguiendo el eje del
templo, para penetrar en el «santuario del oeste» (n.º 13 en el
plano).
Entramos ahora en los dominios secretos del Señor del tem-
plo, el misterioso Amón. Es cierto, como ya hemos visto, que la
vaca Hator y el chacal Anubis están muy presentes en Dayr al-Ba-
hari; pero el soberano del lugar, el que está en la cima, es el padre
divino de la reina Hatsepsut, el dios de Imperio Amón, aquel cuya
forma verdadera nunca conocerá ser alguno.
Dos detalles más, antes de seguir a ambos lados de la entrada
del sanctasanctórum veremos, en la pared, nueve hornacinas.
Contenían nueve estatuas de la reina Hatsepsut que al divinizarse
se convertía por sí sola en la Enéada, esa «compañía divina» que
detenta las fuerzas de la creación. Otro hecho significativo: en los
dos extremos de la pared hay dos pequeñas capillas. La de la
izquierda, hacia el sur (n.º 14 en el plano), es muy curiosa porque
revela la existencia de una pareja divina, Amón y su esposa
Amonet, el Oculto y la Oculta.
Para entrar en este lugar que ella consideraba el más secreto
de este mundo, Hatsepsut se calzaba unas sandalias blancas para
no mancillar el suelo. Recogida, silenciosa, descubría la primera
sala donde estaba la barca divina de Amón. Son numerosas, por
otra parte, las representaciones de barcas en Dayr al-Bahari, pues
Amón era el señor del viento favorable que hinchaba las velas y
permitía a las embarcaciones que circulaban por el Nilo llegar a
buen puerto. Naturalmente, era una barca reducida la que se con-
servaba en este santuario donde Hatsepsut y Tutmosis III ofrecen
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vino a Amón y a los soberanos que les precedieron. La familia


real, en su más amplio sentido, se reúne para venerar a Amón
cuyos relieves evocan los dulces jardines y el culto a su estatua.
Por desgracia, el hollín del humo impide apreciar en su justo valor
estos relieves. No por ello deja de ser cierto que el extremo del
templo de Dayr al-Bahari era un lugar excepcional donde la may-
or de las reinas de Egipto conversaba con su padre Amón sobre
los asuntos del cielo y de la tierra.

Las sorpresas de Dayr al-Bahari

El templo de Hatsepsut presenta algunos aspectos insólitos. El


primero de ellos es que el sanctasanctórum donde nos hallamos
no pone fin al templo. En efecto, el muro del fondo fue excavado
en la época tolemaica para dar acceso a un nuevo santuario. Allí
nos aguardan dos personajes de excepcional envergadura: Im-
hotep, el Maestro de Obras de la pirámide escalonada de Saqqara,
y Amenhotep, hijo de Hapu, uno de los más importantes Maestros
de Obras del Imperio Nuevo. Por una vez, Senmut está ausente,
por lo que algunos egiptólogos creen que no fue el único arqui-
tecto de Dayr al-Bahari. Este tras-templo, consagrado a dos
ilustres arquitectos, fue un lugar de ceremonias mágicas. Imhotep
y Amenhotep fueron considerados como verdaderos dioses san-
adores que poseían la ciencia necesaria para proporcionar a los
hombres salud espiritual y corporal. En esta capilla se realizaron
milagros. La sombra bienhechora de ambos gigantes de la historia
de la humanidad vela todavía sobre el lugar.
Otras sorpresas de Dayr al-Bahari: los famosos «escondrijos».
Existía uno bajo las losas del vestíbulo que da acceso a las capillas
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de Tutmosis I y Hatsepsut. En él se descubrieron ataúdes, hoy


dispersos por distintos museos pertenecientes a sacerdotes de
Amón y que databan de la Baja Época. Estos grandes dignatarios
—hombres y mujeres— conocieron como postreras sepulturas
sagradas, el templo de la reina Hatsepsut, en un lugar lo bastante
protegido como para gozar por fin de un último reposo. Sin duda
ese centenar de sarcófagos fue desplazado debido al riesgo de vi-
olación de sus sepulturas. El segundo escondrijo contenía un te-
soro más fabuloso aún. Estaba cerca del templo, en la ladera sur.
En un pozo de 12 m de profundidad se excavó un corredor de 70
m de longitud que desembocaba en una gran sala. Ésta albergaba
las momias de faraones de la XVIII y la XIX dinastías, entre los
cuales se hallaban Seti I, Amenofis I, Tutmosis II y el gran Ram-
sés II en persona. Sin duda fue desgarradora la decisión de sacar
las momias de sus tumbas del Valle de los Reyes y llevarlas, en
medio del mayor secreto, a este escondrijo cuidadosamente dis-
puesto. No obstante, los trastornos sociales debían de ser tan
graves que algunos desvalijadores no habrían vacilado en profan-
ar los sarcófagos. El Valle de los Reyes no debía estar ya cus-
todiado y sus planos secretos, que permitían entrar en las tumbas,
habían sido revelados por sacerdotes sin escrúpulos. La última
precaución de los iniciados encargados de preservar las momias
reales fue adecuada: los arqueólogos tuvieron que esperar hasta
fines del siglo XIX para descubrir el escondrijo gracias a… ¡unos
desvalijadores de tumbas! Éstos habían vendido objetos antiguos
que llamaron la atención de algunos sabios. Siguiéndoles la pista,
tras una difícil investigación, fue posible arrancar del olvido los
cuerpos momificados de algunos de los principales monarcas del
antiguo Egipto.
No salgamos de Dayr al-Bahari sin evocar, por última vez, un
personaje con el que nos hemos encontrado a menudo, el Maestro
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de Obras Senmut. Como podía suponerse, su tumba está muy


cerca de este templo que tanto amaba. Se halla en una cantera
—admirable lugar de eterno descanso para un arquitecto—, no le-
jos de la terraza inferior a la derecha del templo, según se sube.
En esta tumba puede verse un dibujo que es un retrato del Maes-
tro de Obras, e importantísimas representaciones astrológicas y
astronómicas. Todos los Maestros de Obras, en efecto, tenían que
conocer perfectamente dichas ciencias para calcular la fecha en la
que debían ponerse los fundamentos de un edificio, definir su ori-
entación y armonizarlo con las fuerzas del cosmos. Senmut no es-
tá enterrado en la tumba, pues no estaba reservada a su cuerpo
sino a su espíritu y a su función como Maestro de Obras. Además,
ésta es la razón por la que el panteón, última parte de la tumba, se
excavó en el ángulo noreste de la terraza inferior del templo.
Panteón inconcluso, por otra parte, como la obra de cualquier ar-
quitecto, como cualquier templo. El Dayr al-Bahari de Senmut le
sobrevivió por los siglos de los siglos. Oculto tras una puerta, al
fondo de una hornacina, bajo el templo, el Maestro de Obras de la
reina Hatsepsut no permite que nadie, salvo él mismo, se encar-
gue de velar por el «sublime de los sublimes», el templo de la son-
risa de piedra.
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Los colosos de Memnón

Es imposible permanecer en Tebas sin ir en peregrinación á los


colosos de Memnón, dos gigantescas estatuas de la orilla oeste,
que se levantan hoy en tierras cultivadas, de cara al este y visibles
desde muy lejos. Los antiguos las consideraban como una de las
maravillas del mundo.
Las dos estatuas, muy impresionantes, son los únicos vestigios
que subsisten del gran templo funerario de Amenofis III, constru-
ido por su célebre Maestro de Obras, Amenhotep, hijo de Hapu.
Ambos colosos son obra sin duda de un arquitecto de Heliópolis,
llamado Men. Los talladores de piedra utilizaron un solo bloque
de gres para cada estatua (más de 20 ni de altura). La piedra se
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extrajo de la cantera de la Montaña Roja, que distaba de Tebas


unos 700 km. Pero, por razones mágicas y simbólicas, era preciso
emplear ese gres y no otro.
Durante el reinado de Amenofis III precisamente, se comenzó
a venerar la función real en forma de estatuas gigantes que ex-
altaban el poder y la grandeza del faraón como receptáculo de la
fuerza divina. No se trata por tanto de Memnón, sino de Amenofis
III en persona, sentado en un trono gigantesco donde figura un
acto esencial, la unión de las Dos Tierras: dos dioses Nilo ligan el
lis, símbolo del Alto Egipto, y el papiro, símbolo del Bajo Egipto.
Puesto que el faraón se sienta en su trono, la división queda abol-
ida y el país vive en la unidad.
La madre y la mujer del rey, de reducido tamaño, están
presentes a ambos lados, confirmando así la legitimidad del rey
que asocia a su familia y, a través de ella, a todas las familias del
país a su esplendor.
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En el año 27 a. J. C., un terremoto, que sacudió toda la región


tebana, dio una particularísima celebridad a los colosos. Con la
sacudida, uno de ellos, el situado más al norte sufrió importantes
daños. Fracturas y grietas hicieron «trabajar» la piedra, creando
un curioso fenómeno; cuando salía el sol el coloso parecía emitir
sonidos, algo parecido a un cántico. Después de verificar el fenó-
meno, no cupo duda alguna; las piedras cantaban. Había para
ello, claro está, una indispensable justificación mitológica. Mem-
nón, héroe griego muerto en el campo de batalla troyano, había
reaparecido en forma de estatua y emitía, con el nacimiento de
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cada nuevo día, un desgarrador lamento. Su madre, la aurora de


rosados dedos, lloraba ante esa llamada, creando el rocío que de-
volvía la vida a su hijo muerto. El mito, retomado por los
alquimistas, correspondía perfectamente, por lo demás, a dos es-
tatuas que custodiaban un templo funerario donde el faraón re-
vivía, también él, cada mañana durante la celebración de ritos que
se iniciaban con el cántico tradicional «Despierta en paz» dirigido
a la divinidad.
El milagro de los colosos cantantes se hizo célebre en todo el
mundo antiguo. La gente viajaba hasta allí para escuchar la mara-
villosa música de las estatuas que, algunas mañanas, sin embargo,
guardaban silencio. Mal presagio, en verdad, que por fortuna no
era muy frecuente. En 130 a. J. C., el emperador Adriano acudió a
escuchar varias veces el extraño concierto, desafiando el frío del
amanecer.
Otro romano, Septimio Severo cometió, en 199 d. J. C., lo irre-
parable… restaurando los colosos. Su intención fue buena, pero el
resultado deplorable: el milagroso canto cesó. La voz de Amenofis
III-Memnón calló para siempre. Tal vez algún día los dioses per-
mitan que volvamos a escucharla de nuevo.

El Ramesseum, gigante destrozado

El gran Ramsés II tenía que dejarnos un templo a su medida. No


dejó de hacerlo, pero esta vez su colosal obra superó muy mal la
prueba del tiempo. Al sureste de la colina de Cheikh Abd el-
Gurna, descubrimos con asombro y cierta tristeza, en el lindero de
los cultivos, las ruinas de un enorme templo llamado el
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Ramesseum. Aquí todo tenía unas dimensiones gigantescas, que


despertaron la admiración de los antiguos viajeros.

En el primer patio, por delante del segundo pilón, un coloso


fulminado (A en el plano) da una clara idea de las gigantescas di-
mensiones del templo. Este «sol de los príncipes» (nombre que se
da al coloso) alcanzaba los 18 m de altura y pesaba más de mil
toneladas. En contraste con ese poderío sobrehumano, el trabajo
de la piedra es de una elegancia y una precisión sorprendentes.
Al igual que este coloso de los colosos, el Ramesseum está, por
desgracia, en muy mal estado. Su planta se analiza así: un monu-
mental pilón de acceso (n.º 1 en el plano), un primer patio (n.º 2),
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un segundo pilón (n.º 3), un segundo patio (n.º 4), una sala de
columnas (n.º 5), tres pequeñas salas con cuatro columnas alinea-
das (n.º 6) y el sanctasanctórum, capilla de cuatro columnas (n.º
7). Del conjunto, que se inscribía en un rectángulo de 260 m por
170 m, sólo subsiste parte de un pilón de entrada, algunos ele-
mentos del segundo patio, unos pilares osiríacos, algunas colum-
nas de la parte central de la sala hipóstila y fragmentos de pared
diseminados.
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Sin embargo, en medio de esa desolación nos esperan algunas


maravillas. Examinando el pilón de entrada (n.º 1) desde el
primer patio, advertimos que se han conservado numerosas es-
cenas. En este preciso lugar de un templo, como es debido, Ram-
sés se manifiesta bajo el aspecto del guerrero que abate a sus en-
emigos, como la luz que aniquila las tinieblas. Naturalmente, se
narran algunos episodios de la Batalla de Kadesh, recordada tam-
bién en Karnak, Luxor y Abu Simbel, por poner tres ejemplos
entre otros. En el macizo norte del pilón, el de la izquierda cuando
estamos de espaldas con respecto al fondo del templo, el ejército
de Ramsés II se apodera de varias fortalezas sirias que no resisten
un asalto tan bien dirigido; los ocupantes de las fortalezas se ven
obligados a rendirse, tal y como demuestra el grupo de tres per-
sonajes atados ante cada una de las plazas fuertes. Ahora bien,
tres, en jeroglífico, significa el plural y, más aún, la totalidad. Ello
quiere decir que todos los sirios que intentaron oponerse al
avance del faraón fueron obligados a entrar en razón. Los sirios se
habían aliado con los hititas, a quienes Ramsés había decidido
combatir en su propia casa, lejos de sus bases, para prevenir cu-
alquier intento de invasión. Tras una serie de pequeñas victorias,
el ejército egipcio planta su campamento, protegido por un
recinto de escudos. Es la ocasión para exponemos, con muchos
detalles pintorescos, la cotidianeidad de los soldados en campaña.
No parece que fuera muy distinta ayer de hoy: tareas diversas,
preparación de las comidas, mantenimiento del material. La tran-
quilidad no dura. El campamento es atacado por los hititas que
son repetidos con dureza. Inquietos por su fracaso, los hititas de-
ciden emplear la astucia. Envían unos emisarios que se dejan
prender y confiesan rápidamente, durante un interrogatorio, la
posición de las fuerzas hititas. Las informaciones que revelan son
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falsas y arrastrarán al faraón hacia una trampa que ni sus conse-


jeros ni sus oficiales superiores sospechan.
La continuación de la historia se cuenta en la cara interior del
macizo sur del pilón, el situado a la derecha. Es la victoria total de
Ramsés II que, esencialmente, es un vencedor simbólico. Sim-
bólico porque los hechos históricos son distintos del relato del
templo. En realidad, hubo un «empate» entre egipcios e hititas,
que acamparon en sus posiciones antes de preferir la paz a la
guerra y recurrir al arma, mucho más suave, de las bodas
diplomáticas.
Ramsés II no era un general cualquiera, ávido de combates y
de sangre. Es el Hijo de la luz, el representante de Dios en la
tierra. Por esta razón puede aventurarse por un país caótico,
oscuro, donde se agitan enemigos y rebeldes, espíritus maléficos
dispuestos a arruinar cualquier civilización para satisfacer sus pa-
siones. El Kadesh del que se nos habla es el marco de un combate
místico, aunque los realistas detalles confieran una gran ver-
osimilitud al furioso combate en el que el faraón, montado en su
carro, pone en fuga a las tropas hititas. Ante él sólo hay cadáveres
asaeteados, soldados caídos, fugitivos que se dispersan. La ciudad
de Kadesh, para escapar a la destrucción, se somete al faraón. En
el río Orontes flotan algunos muertos y carros desmantelados. Un
detalle concreto, además de la intervención de Amón invistiendo
al rey con un poder divino, indica perfectamente la función de
Ramsés II: se lo compara con un sol que sale del templo. Con sus
rayos, que son aquí sus armas de jefe guerrero, disipa las ti-
nieblas. ¡Qué claro es el contraste entre el orden, la calma, la
serenidad de los egipcios y el clima de pánico que reina entre sus
adversarios!
A la izquierda del primer patio, hacia el sur, se había levantado
el palacio de Ramsés II. En su templo de Medina-Habu, Ramsés
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III, gran admirador de su glorioso antepasado, repetirá un dispos-


itivo semejante. Eso permitía al faraón residir muy cerca del tem-
plo, dar audiencias y administrar los asuntos públicos sin alejarse
del santuario donde cumplía cotidianamente sus deberes
sagrados.
Del segundo pilón (n.º 3 en el plano) sólo queda el macizo
norte. En su cara interna, una nueva descripción de la Batalla de
Kadesh en la que vemos al faraón atravesando con sus flechas a
los hititas. Multitud de enemigos perecen ahogados. Sobre la
parte conservada, ritos en honor de Min. En presencia de la reina
Nefertari se ofrece la primera gavilla a un toro blanco, animal
sagrado del dios. Es el faraón en persona el que maneja la hoz
para segar la gavilla. Min, virilidad del cosmos, era el «toro de su
madre», el animal fecundador por excelencia. Pero el rito no tenía
sólo un aspecto agrario, sino que se completa con una suelta de
pájaros a los cuatro puntos cardinales para que todo el universo
conozca el nombre del faraón que ha subido al trono. Sigue una
extraña procesión en la que los sacerdotes llevan sobre sus hom-
bros la efigie de varios faraones, entre ellos Menes, el fundador de
Egipto. Este detalle subraya la constante preocupación de los
reyes de Egipto por incluirse en un linaje, en una tradición, por
respetar el mensaje de los antepasados cuyo nombre egipcio es
«quienes están ante nosotros», es decir quienes nos abren el cam-
ino con su sabiduría.
En la sala hipóstila (n.º 5), que en su origen contaba con 48
columnas, reinaban todavía los ruidos del combate junto a escen-
as de ofrendas. Ramsés II seguía apoderándose de las fortalezas
enemigas por toda la eternidad, haciendo don de su victoria a los
dioses, mientras una noble procesión en la que figuran hijos e
hijas del faraón se dirige hacia el templo cubierto. Ramsés asocia
a sus triunfos su numerosa descendencia.
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En la pequeña sala de ocho columnas (n.º 6 en el plano), se


honra la astrología sagrada. Mientras la barca de Amón se
desplaza por el mundo inferior, los cuerpos celestes se mueven
por los cielos, por donde boga la barca del sol que acoge al faraón
para un viaje infinito. Otra representación notable: el faraón está
sentado bajo el árbol de la ciudad santa de Heliópolis, una persea.
Mantiene una absoluta serenidad, mientras Atum, el creador,
Thot, el señor de los jeroglíficos, y Sechat, la regente de la Casa de
la Vida donde se forman los iniciados, inscriben sus nombres en
las hojas del árbol. Es un rito esencial: nombrando así al rey, las
tres divinidades, especialmente competentes en materia de cien-
cia sacra, le dan vida. El resto del templo interior, por desgracia,
está en ruinas. Más allá del sanctasanctórum, y del recinto propia-
mente dicho, se habían edificado numerosos almacenes de lad-
rillo, abovedados, de los cuales se conserva una parte. Se alma-
cenaban en el alimentos y bebidas. Existían también depósitos de
papiro y, sin duda, como en cualquier templo de cierta importan-
cia, una Casa de la Vida donde los futuros iniciados aprendían los
jeroglíficos, la magia y la medicina entre otras disciplinas. Es raro
que tales construcciones, que no estaban destinadas a la posterid-
ad, hayan superado la prueba del tiempo. El ejemplo del Rames-
seum demuestra que el templo, además de su función sagrada,
tenía también la de centro económico. Una intensa vida animaba
los alrededores del recinto. Los santuarios de Egipto, soberbios
hoy en su aislamiento, estaban antaño rodeados de almacenes
parecidos, de talleres, de viviendas para los sacerdotes.
Pese a su degradación, el Ramesseum ha conseguido legarnos
esta visión de un mundo donde trabajo cotidiano y actividad reli-
giosa no estaban separados.
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Medinet Habu,
la última victoria de Ramsés

A un kilómetro y medio aproximadamente al sudoeste del Rames-


seum, en la parte sur de Tebas-oeste, en el límite de los cultivos,
se yergue la imponente masa de Medinet Habu, el más vasto de
todos los templos funerarios egipcios. Ramsés III, el último de los
grandes faraones (1184-1153) lo hizo construir en el emplazami-
ento de anteriores edificios. Este «palacio de los millones de
años» es una apología del poderío real, muy necesaria en una épo-
ca en la que Egipto se veía amenazado por una doble oleada de in-
vasores, los libios y los pueblos del mar.
A finales de la época ramésida, Medinet Habu era el centro re-
ligioso y económico de la orilla izquierda tebana. Se trataba de un
verdadero templo-ciudad, que incluía almacenes, talleres, locales
administrativos, viviendas para los sacerdotes y los funcionarios.
El visir tenía allí unos despachos y presidía un tribunal de justicia.
El distrito tenía su propio alcalde y su propia policía.
Aunque Amón era el dios principal del templo, no se olvidaba
el culto de Osiris, que el pueblo llevaba en el corazón. Como
vemos, no es un lugar banal. Medinet Habu se edificó sobre un
territorio sagrado entre todos, «la colina de Djeme», donde fuer-
on enterrados los ocho dioses primordiales que existieron antes
de la creación del mundo, en forma de cuatro parejas de ranas y
serpientes. Después de haber preparado las condiciones necesari-
as para la vida en la tierra, durante una edad de oro en la que «la
espina no pinchaba, donde no había cocodrilo raptor, no había
serpiente que mordiera», fueron a gozar un descanso eterno a ese
lugar de Tebas donde, por lo demás, un túmulo señalaba su
tumba dentro del templo. Se habían reunido en torno al Padre,
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Kematev, «el creador del instante justo». El dios Amón los con-
sideró sus antepasados. Cada diez días, les visitaba, celebrando la
memoria de esas potencias elementales sin las cuales el mundo no
existiría. Constructor de seres, padre de los dioses y las diosas,
Amón era el principal usuario de esas ocho energías. Además, ese
viaje regular entre Karnak y Medina-Habu unía la orilla este y la
orilla oeste, los dominios de los vivos con los de los muertos.

Después del Imperio Nuevo, durante los períodos de invasión


y de disturbios sociales, la zona de Tebas-oeste se volvió poco se-
gura. Los bandoleros la atravesaban en pandillas armadas, al-
gunas de las cuales subsistieron hasta el siglo XX d. J. C. Medinet
Habu se convirtió en un templo refugio donde los artesanos gust-
aban de instalarse para poder trabajar en paz. Esta vocación de
asilo contra toda clase de peligros duró mucho tiempo, puesto que
el paraje fue habitado constantemente hasta el siglo IX d. J. C. La
pequeña ciudad copta se hallaba parcialmente instalada en el
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interior del templo. Sus habitantes fueron obligados a huir —eran


cristianos— durante la invasión árabe.
En la antigüedad existía un bosque de acacias entre Medinet
Habu y los colosos de Memnón. El delicado verde de esos árboles
dedicados a Osiris ponía una nota de dulzura y de serenidad en un
paisaje hoy severo y nostálgico, que es Preferible vigilar al caer la
tarde. Los juegos del sol poniente en los poderosos muros de
Medinet Habu son inolvidables. Se advierte entonces que el in-
menso esfuerzo de los constructores y su elección de lo colosal no
fueron gratuitos. Era necesaria esa fuerza, encarnada en la piedra,
para alcanzar la Serenidad de un crepúsculo que no fuera
decadente.
Cuando se habla de Medinet Habu se piensa inmediatamente
en el templo funerario de Ramsés III, el principal monumento del
paraje. Pero éste alberga otros edificios que datan de épocas dis-
tintas, como el templo de los tutmósidas y las capillas de las Divi-
nas Adoratrices.
Sin embargo, se hallan incluidos en el interior de un recinto,
una muralla de adobe bastante bien conservada de modo que se
integran en el plano de conjunto del territorio sagrado.
El recinto impide al profano acceder al templo. Sin embargo,
no por ello es mudo. Ramsés III, debido a las circunstancias polít-
icas de su tiempo, tuvo que librar largos y difíciles combates para
preservar la integridad de Egipto, atacado al mismo tiempo por
los libios, los sirios y los pueblos del mar. El ejército egipcio, in-
ferior en número, bien mandado y bien preparado, consiguió re-
petir los ataques, esquivando unas amenazas de invasión que pos-
teriormente, se convertirían en una triste realidad. En el lado
nordeste del recinto asistiremos al episodio central de las guerras
de Ramsés III: la primera gran batalla naval de la historia, dur-
ante la cual los egipcios hundieron la Ilota adversaria. En el
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costado suroeste de este mismo recinto, el aspecto «guerrero» del


faraón queda completado por su aspecto «cazador»; lo vemos di-
rigirse al desierto y a las zonas pantanosas para cazar la cabra
montés, el asno salvaje y el toro, cuyas agonías en lacerantes pos-
turas vemos. Tres animales peligrosos, tres criaturas del dios
Seth, el asesino de Osiris que reina en las extensiones desérticas y
no cultivadas. Caza y guerra proceden de la misma voluntad civil-
izadora del faraón: impedir que cunda el desorden, someter las
potencias que pueden resultar destructoras. Todo ello se inscribe
en un contexto religioso, puesto que un gran calendario de las
festividades indica la sucesión de los rituales que deben celebrarse
a lo largo del año. Así, los profanos sabían que el templo estaba en
perpetua actividad y que de él dependía la prosperidad del país.
Al punto de llegada de la carretera que conduce a Medinet-
Habu le correspondía un embarcadero, que señalaba el término
de un canal que unía el Nilo con el templo. Este dispositivo,
clásico en Egipto, facilitaba el transpone de los materiales de con-
strucción y permitía el avance de las procesiones. Desde este
punto de vista, Medinet Habu aparece como un edificio casi abru-
mador. Recordemos que el templo de Ramsés III está inspirado,
si es que no lo imita, el Ramesseum, el templo funerario de Ram-
sés II, desgraciadamente muy deteriorado. Éste era el modelo de
Ramsés III que, por lo demás, se mostró digno de él, por su valor
y su voluntad de mantener a Egipto en el rango de gran potencia.
Pero el estruendo de las armas se ha acallado. Queda la paz
profunda de esas piedras, blancas antaño, en las que los tornasol-
ados colores de los jeroglíficos y las escenas brotaban como otras
tantas imágenes vivas, animadas en su interior. No hay nada
menos fúnebre que un templo, porque la muerte es fermento de
vida.
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Sorprendente imagen de Medinet Habu: sus dos torres forti-


ficadas que custodian el acceso y lo convierten en un templo-
fortaleza (n.º 1 en el plano) presentan un carácter militar abso-
lutamente excepcional dentro de la arquitectura religiosa egipcia,
tanto más cuanto que el pilón se inspira en un modelo extranjero,
sirio en este caso. La elección obedece a razones profundas, de
origen mágico. El rey, a la vez que protege el edificio contra las
agresiones exteriores, graba su victoria en la eternidad de la
piedra. Ningún adversario conseguirá tomar las torres
fortificadas.
Como era habitual, uno de los elementos esenciales de decora-
ción de este pórtico es la victoria del faraón sobre sus enemigos.
Amón-Ra le otorga el poder sobre todas las naciones. La fuerza
está en su puño. Es el halcón Horus volando en los cielos. Sus
miembros son los de los dioses. Parece como el sol. Cielo y tierra
se complacen en su pues su corazón es sabio, su discurso perfecto.
Nubios, hititas, libios y pueblos del mar caen derrotados por
Ramsés, quien sacrifica ritualmente a sus jefes en honor de Amón
y del dios de la luz, Ra. El faraón rinde también homenaje a Seth
que, lejos de ser sólo un dios maléfico y peligroso, le concede valor
y fuerza para triunfar sobre las tinieblas.
Las torres tienen pisos en los que se abren ventanas; su alféiz-
ar descansa sobre cabezas de enemigos vencidos. Los adversarios
de ayer se han convertido, por tanto, en apoyos para las aberturas
por las que pasa la luz.
Uno de los nombres de Medinet Habu es «Unido-con-la-etern-
idad» o, más exactamente, «lo que suelda la eternidad», lo que la
hace coherente. Se beneficia de la protección especial del dios
Ptah, presente en la cara exterior del pórtico. Tenía fama de es-
cuchar las plegarias, como un guardián del umbral que aparta a
los ambiciosos y acoge a los humildes.
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Cuando se sube a los pisos superiores de este pórtico de ac-


ceso,19 nos espera una sorpresa. Ya no hay escenas de guerra ni
ruidos de batalla sino, a los lados de las ventanas, representa-
ciones de Ramsés III descansando y complaciéndose entre las
jóvenes de su harén. Acaricia la barbilla de una de ellas, probable-
mente una cortesana que gozaba entonces de sus favores. No se
trata de una anécdota amable. En el exterior de la torre, el com-
bate y la acción brutal. En su interior, la paz, el lujo, la voluptu-
osidad. La guerra es necesaria para que exista la paz, pero son in-
disociables una de otra. En nuestro propio exterior, siempre en-
contraremos conflictos. En nuestro interior, podemos crear un
paraíso.
Además de esta enseñanza, Ramsés III quería protegerse tam-
bién, mágicamente, contra su harén, tras una grave conjura. Una
mujer de la corte, un intendente del harén, un militar de alto
rango, algunos escribas y un mago decidieron asesinar al faraón.
Fabricaron unas estatuillas de brujería para paralizar a la guardia
del rey, pero sus manejos fueron descubiertos y se inició un gran
proceso que desembocó en la condena a muerte de los cabecillas.
La sanción se ejecutó de dos modos. Por una parte, supresión del
nombre sustituyéndolo por otro, negativo (por ejemplo: el señor
«Ra-me-ama» se convirtió en «Ra-me-detesta»), lo que supuso la
exclusión del paraíso y la aniquilación del ser; por otra parte, el
suicidio. Para evitar que semejantes abominaciones se repitieran,
el faraón mandó representar un harén feliz sin intrigas.
Ligeramente a la izquierda de ese pórtico de entrada, según se
avanza hacia el gran templo, hay dos edificios adosados: las capil-
las de las sacerdotisas de Amón, llamadas las Divinas Adoratrices
(n.º 2 en el plano). Por sus vínculos con la familia real, desem-
peñaron un papel político y religioso no desdeñable en la Baja
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Época, especialmente en las dinastías XXV y XXVI (712-525).


Eran unas vestales adelantadas a su tiempo, sin la obligación del
celibato. Los textos grabados en las paredes contienen una «lla-
mada a los vivos» dirigida a quienes pasen ante esos santuarios
levantados a la memoria de mujeres iniciadas en los misterios; cu-
alquiera que les testimonie respeto, respirará el soplo de la vida y
ya no padecerá enfermedades. Las escenas que decoran el interior
de esas capillas muestran a las Divinas Adoratrices ante algunas
divinidades. Contiene también algunos textos rituales como el de
la «apertura de la boca» y párrafos de los más antiguos textos reli-
giosos, los de las pirámides y los sarcófagos. Es un retorno a la
tradición primigenia, una nueva ilustración de la sabiduría que
creó Egipto. No obstante, las Divinas Adoratrices también sabían
innovar: y así aquí contemplamos el primer ejemplo egipcio de
una bóveda de piedra.
Frente a las capillas de las Divinas Adoratrices, a la derecha
del portal de entrada, se levanta el pequeño templo de la XVIII
dinastía (n.º 3 en el plano). El edificio original, instruido por
Amenofis I, fue ampliado y embellecido por los tres primeros Tut-
mosis. También Hatsepsut participo en él. El edificio refleja la
claridad y la elegancia de esta época. Se trata en realidad del lugar
más sagrado de Medinet Habu, el corazón del paraje primitivo
donde descansan los ocho dioses de los que hablábamos antes. Es
el emplazamiento exacto del otero primordial. Sin duda por ello el
templo fue objeto de múltiples añadidos y remodelaciones, espe-
cialmente en las épocas etíope, saíta y tolemaica. Los cristianos lo
ocuparon, plasmando incluso en pintura, episodios de la vida de
un santo, inesperado inquilino de un santuario faraónico.
El edificio tiene forma de cruz, cuyo centro está ocupado por el
santuario. A su alrededor, una galería y capillas. El patio se inició
durante la XXV dinastía y el pilón data de los Tolomeos. La
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decoración se hizo con escenas rituales clásicas. En el exterior del


santuario, en el muro norte, se desarrollan las interesantísimas
escenas de la fundación de un templo. Construir la morada de los
dioses es el primer deber del faraón. Empieza eligiendo el terreno,
tiende el cordel para trazar sus límites, calcula el momento favor-
able en función de la astrología sagrada, excava los fundamentos y
moldea con sus manos el primer ladrillo. Sea cual sea la época, las
fases esenciales del ritual no cambian.
Un detalle insólito que este templo nos revela: el símbolo min-
eral de Amón (en el exterior del templo, al este), sin duda un met-
eorito o, en todo caso, una piedra en bruto donde reside el dios
oculto cuya forma nadie conoce.
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El gran templo de Ramsés III

«El templo»: así es como las generaciones posteriores a la de


Ramsés III llamaron a Medinet Habu, el palacio de los millones
de años donde el alma del rey se unía a la eternidad. 150 m de
largo, 48 m de ancho, un pilón de 24 m de altura en sus orígenes,
una arquitectura llena de fuerza: ningún edificio de Tebas-oeste
puede compararse a esta gigantesca capilla funeraria donde el es-
píritu del rey era regenerado por los ritos mientras su cuerpo des-
cansaba en una tumba del Valle de los Reyes.
Una gran animación reinaba en la ciudad-templo para la que
trabajaron más de 60000 personas. Las actividades profanas han
desaparecido, pero los símbolos permanecen. Por todas partes, en
los muros del templo, se repite incansablemente, la ofrenda a los
dioses, en un mismo movimiento hierático, fuera del tiempo.
El acceso al templo está cerrado por un pilón. De acuerdo con
la regla, lo decoran escenas de batalla en las que el faraón triunfa
sobre sus enemigos, símbolo de las tinieblas. Ramsés III utilizó
las duras realidades de su tiempo, expediciones a Nubia, com-
bates contra los sirios y libios, batalla naval con los pueblos del
mar cuyos navíos fueron hundidos. Con una espada el faraón
«consagra» a los cautivos a Amón, el dios de las victorias. La
ciudad de Tebas, encarnada en una diosa, mantiene atados a los
prisioneros. El mundo entero está sometido al faraón, las fuerzas
negativas son dominadas mágicamente.
El pilón da a un gran patio (34 m de largo por 32 de ancho, n.º
5 en el plano). Las escenas que decoran la fachada interior del
pilón son visibles desde este patio. Tienen en su mayor parte, al
igual que en las del patio, una temática guerrera y militar. Para
apreciar su alcance es preciso saber que, hacia la izquierda, al sur,
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se hallaba el palacio de Ramsés III (n.º 6 en el plano), con las


paredes interiores decoradas con azulejos. El rey residía allí
cuando iba a Medinet Habu. Disponía de una sala de audiencias,
una alcoba y un cuarto de baño. Desde su «ventana de aparición»
contemplaba los ritos que se realizaban en el patio y distribuía re-
compensas y condecoraciones, en especial collares de oro, quienes
merecían que Egipto les premiara.
La cara interior del pilón contenía dos tipos de escenas:
alrededor de la puerta, el rey ante los dioses. La paz reina. Para
cruzar este umbral es preciso estar sereno y conocer a los dioses.
En cambio, en los dos macizos de las torres, vemos nuevas escen-
as de combate que responden a las del exterior. La superioridad
egipcia se revela abrumadora. Ya no es sólo la guerra, es el triunfo
absoluto del faraón. Idénticas victorias en los muros que rodean el
patio, con un detalle macabro: los cadáveres se cuentan sumando
las manos cortadas y los sexos no circuncidados.
Unas estatuas de Ramsés III, con un príncipe y una princesa a
su lado, afirman la presencia de la función real en este patio cer-
rado por un segundo pilón (n.º 7 en el plano) cuya decoración está
también aquí consagrada a las hazañas militares del rey. Da ac-
ceso al segundo gran patio (38 x 41 m), donde las estatuas del rey
lo representan en forma de Osiris. El clima de las escenas ha cam-
biado. En las paredes del fondo de los pórticos, encontramos aún
algunos episodios guerreros, el triunfo del rey sobre sus enemigos
comentado por unos textos que celebran el valor y la eficacia de
Ramsés III. Estos temas, casi obsesivos, tienen como misión
repeler mágicamente a los invasores que amenazaban la existen-
cia misma de Egipto.
Dos grandes procesiones religiosas en honor de los dioses
Sokaris y Min aportan una tonalidad sacra muy particular. La
procesión de Sokaris empieza en el muro sur del patio y prosigue
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por el muro este. Unos sacerdotes llevan el relicario de esa ex-


traña divinidad, un halcón momificado con la cabeza coronada
por dos plumas. La barca de Sokaris es sorprendente, con una
cabeza de antílope a proa, una especie de collar de perlas y una
loma de la que sale la rapaz. Sokaris, conocedor del secreto de los
espacios subterráneos, no teme el poder destructor de Seth, en-
carnado en el antílope. Sokaris permite que el alma se introduzca
sin temor en los pasillos de la tumba, atraviese los muros y pen-
etre en el otro mundo. El dios se manifiesta pocas veces a la luz; la
procesión de su barca quedaba reservada para los iniciados que
habían pasado «por el sudario», los iniciados que habían «cambi-
ado de piel».
Al Sokaris nocturno, secreto, oculto, corresponde el dios Min,
potencia viril que se manifiesta con esplendor en la naturaleza. El
ritual del dios Min se revela en el muro norte del patio y prosigue
por el muro oeste. La procesión parte del palacio real, donde se
han efectuado los preparativos; el faraón está presente, rodeado
de dignatarios y sacerdotes. Tras haber honrado la realidad divina
con ofrendas, unos sacerdotes llevan a hombros la estatua del di-
os, de pie sobre un escudo. Se dirigen hacia un área sagrada, al
aire libre. A la cabeza va un toro blanco, símbolo de potencia y de
fecundación. En la procesión figuran también los portadores de
mobiliario, de oriflamas y, sobre todo, de estatuas de los faraones
que precedieron a Ramsés III. Son los antepasados, los difuntos
ilustres que asisten a esta ceremonia y la refrendan. El faraón en
persona suelta cuatro pájaros que vuelan hacia los cuatro puntos
cardinales del mundo para anunciar la buena nueva: un rey reina
en Egipto, la tradición no se ha interrumpido, la armonía reina en
la tierra. El faraón ya sólo tiene que tomar una hoz y segar una
gavilla de trigo, ofreciéndola al toro blanco, asegurados así la
fecundidad del suelo egipcio, transmitiendo la potencia creadora
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de Min a las futuras cosechas. El dios regresará en paz a su santu-


ario, tras comprobar que el faraón cumple su función de
proveedor de riquezas.
Para salir de este patio y avanzar hacia el templo cubierto, hay
que trepar por una rampa de suave pendiente. El suelo se eleva, el
alma también. Pronto accederemos a nuevos misterios, abandon-
ando estos espacios al aire libre. Ante el umbral, una hilera de pil-
ares, luego otra de columnas papiriformes: pasamos de formas in-
orgánicas a formas vegetales, señalando una eclosión. Aquí está el
acceso al templo cerrado, como prueba la presencia de Ramsés
III, al que Atum, el creador, y Montu, el dios guerrero de Tebas,
conducen hacia el santuario. Además, el rey está purificado,
coronado, ha sido reconocido como soberano. Ha llegado al final
de su recorrido como jefe de guerra. Entra ahora en los dominios
de la realeza en espíritu.
El templo cerrado es, por desgracia, la parte peor conservada
de Medinet Habu. Los techos han desaparecido. Lo que debía per-
manecer en una semipenumbra está hoy abierto a los cuatro vien-
tos. Es una sensación algo triste que exige de nosotros un esfuerzo
de imaginación para percibir el orden original del templo. Había
tres salas sucesivas con columnas, que desembocaban en el sanc-
tasanctórum y simbolizaban tres etapas hacia el Conocimiento: 24
columnas en la primera, 8 en cada una de las dos siguientes y 4
pilares cuadrados en el santuario. Alrededor de este eje central,
espina dorsal del templo, 41 capillas con sus propias funciones.
La primera gran sala con columnas, de la que sólo subsiste la
parte baja, está muy deteriorada. En la parte inferior de los muros
este y sur, asistimos de nuevo a la purificación del faraón, a su en-
trada en el templo interior y a su coronación: lo que se había
anunciado se realiza. Todo ocurre como si la imagen del rey
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hubiese atravesado los muros del pórtico, franqueando sin es-


fuerzo la frontera de piedra.
A la izquierda de esta gran sala, las cinco capillas del tesoro
que han conservado su techo (n.º 10 en el plano). Ramsés III
ofrece a Amón los productos más valiosos, más refinados, que van
desde las piedras preciosas y el oro hasta obras maestras de orfeb-
rería, cofrecillos en forma de animales, joyas, instrumentos de
música de oro macizo. Aquí, de acuerdo con los relieves, se pesaba
el oro. Los egipcios tenían una concepción muy estricta del lujo y
de la riqueza, esencialmente reservados a los dioses y a los tem-
plos. Nobles y dignatarios tenían derecho a los más hermosos
atavíos en el marco de sus funciones rituales. Los sabios consid-
eraban que la riqueza, puesta en manos de los individuos, con-
ducía a la decadencia del Estado.
A la derecha de la gran sala con columnas, unas capillas de
culto a Ptah, Sokaris y al rey divinizado (n.º 11). Ptah y Sokaris
son divinidades de Menfis, estrechamente vinculadas a activid-
ades artesanales. Detrás de estas capillas, el matadero (n.º 12). No
era el lugar donde los carniceros, cuyos superiores eran sacer-
dotes iniciados, mataban a los animales destinados al sacrificio;
se depositaban en un altar las piezas elegidas, las que contenían el
máximo de energía cuyo aspecto sutil absorben los dioses antes de
que los humanos consumieran la carne.
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A la izquierda de la segunda sala con columnas (n.º 13), el


aposento fúnebre de Ramsés III (n.º 14), donde, como en una
tumba, se describe la vida futura. El faraón es coronado de nuevo,
pero esta vez en el otro mundo. Una diosa inscribe su nombre en
un gran árbol, para que crezca con él. El nombre, parte esencial
del ser, tendrá el mismo desarrollo que la persea sagrada, el árbol
inmortal de la ciudad de Heliópolis. Como todos los bienaven-
turados, Ramsés III boga en barco por los canales y los lagos del
más allá. Llega a los campos paradisíacos donde le vemos, labrar
personalmente los campos y realizar la recolección del trigo ma-
duro. Gran perspectiva de la religión egipcia: al otro lado nos
aguarda otro trabajo, positivo también, creador siempre, sin su
aspecto molesto y fatigoso. A este aspecto funerario le corres-
ponde, a la derecha de la segunda sala de columnas, un templo
solar (n.º 15) con un patio al aire libre y un altar. El alma del rey
recibía ahí los benéficos rayos del astro del día, al que le ofrecía
sacrificios.
A ambos lados del sanctasanctórum (n.º 17) al que conduce la
tercera sala de columnas (n.º 16), se encuentran unas capillas
dedicadas a Mut y a Khonsu, divinidades especialmente honradas
en Tebas. En el centro, en el sanctasanctórum, descansaba la
barca de Amón. La triada principal de Tebas (Amón el padre, Mut
la madre, Khonsu el hijo) era así reconstruida.
En silencio y entre la penumbra, el rey se encontraba con
Thot, señor de la ciencia sagrada, y con Maat, regente de la ar-
monía universal. El rey guerrero había depuesto las armas para
convertirse en un hombre de Conocimiento que, bajo la dirección
de estos dos guías, accedía a los grandes misterios.
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El templo de Seti I en Gurna

Todavía existen en Egipto obras maestras ignoradas. Así ocurre


con el templo funerario de Seti I, en Gurna, que suele olvidarse
prefiriendo las tumbas de la necrópolis tebana de las que, sin em-
bargo, es una especie de guardián simbólico. Al faraón Seti I le de-
bemos ya el gran templo de Abydos, la sala hipóstila de Karnak y
una de las más hermosas tumbas del Valle de los Reyes; a estas
tres obras maestras le añadió una cuarta, este templo de la orilla
oeste, parcialmente destruido, pero cuyos relieves, cuando se con-
servan, son comparables por su belleza a los de Abydos.

Esta parte de la necrópolis es, además, muy importante,


puesto que al norte del templo de Gurna se hallaban las tumbas
de los Antef, los nobles tebanos que estuvieron en los orígenes del
Imperio Medio y dieron a Tebas un lugar preponderante.
Del edificio de Seti I sólo queda el templo cubierto precedido
por un pórtico de diez columnas, nueve de ellas todavía en su
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lugar (n.º 1 en el plano), pues los dos patios y los dos pilones que
lo precedían han desaparecido.
En el interior del pórtico, en el zócalo, algunos dioses Nilo,
masculinos y femeninos, aportan al faraón los productos de la
tierra de Egipto, procedentes del sur y del norte. Se reconstruye
así un ser varón-y-hembra, un andrógino, símbolo de Egipto en-
tero al servicio del rey.
Tres puertas dan acceso al templo. Corresponden a esos tres
aspectos esenciales. La puerta central da acceso a una sala con
seis columnas (n.º 2 en el plano), detrás de la cual se encontraba
el santuario (n.º 3), hoy totalmente en ruinas. Esta puerta medi-
anera del templo cubierto está dedicada al dios Amón y a Seti I,
en su función divina de faraón. El rey muerto resucita en este
lugar porque sigue practicando eternamente los ritos. Los relieves
de la sala de columnas muestran, en efecto, a Seti I y Ramsés II,
que concluyó el templo iniciado por su padre, presentando las
ofrendas tradicionales a los dioses. Los dos faraones son «recom-
pensa dos» con una eterna juventud, puesto que Ramsés II, niño,
es amamantado por Mut, la Madre, mientras Seti lo es por Hator,
la vaca celestial dispensadora de gozo.
Las seis pequeñas estancias, tres a cada lado de la sala de
columnas, están decoradas con escenas rituales tan perfectamente
realizadas como en Abydos, especialmente la del faraón parti-
cipando en un banquete y dialogando con su ka, la potencia de su
ser inmortal, su «doble». La puerta de la izquierda (parte sur del
templo, n.º 4 en el plano) da a una sala con dos columnas y a las
capillas, consagradas a Amón y al padre de Seti I, Ramsés I, de
brevísimo reinado. En estos lugares reinan el creador, Atum, el di-
os guerrero y primer señor de Tebas, Montu con cabeza de halcón,
y Amón.
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Como es debido, se honra especialmente a Ramsés I, fundador


del linaje. Instalado en un naos, es venerado por Ramsés II, su ni-
eto, mientras que Seti I unge su estatua viva con un ungüento re-
generador. Los egipcios concedieron siempre mucha importancia
a la fabricación de ungüentos, verdaderas sustancias mágicas
cuyo manejo se aprendía en los laboratorios de los templos.
La parte norte del templo, a la derecha (n.º 5 en el plano), está
muy destruida. Se caracterizaba por la presencia de un altar utiliz-
ado para el culto solar. Está consagrada al dios de la luz, Ra-
Horakhty.
Templo funerario, por lo tanto, puesto que el alma del rey está
presente en todas partes, como si nos halláramos en una gran
tumba dividida en capillas; pero morada de regeneración, tam-
bién, pues la parte solar del edificio indica que el linaje de los
antepasados reales es portador de una luz cuyo depositario es el
faraón reinante.
El templo de Seti I en Gurna es uno de esos lugares por los que
se puede pasear libremente, apreciando el arte del Nuevo Imperio
en su apogeo y teniendo la sensación de descubrir un monumento
olvidado.
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La necrópolis tebana

Tebas oeste es el dominio de la vida resucitada, no el de la muerte.


Hablamos de «necrópolis» sólo para entendernos fácilmente.
Descubrimos allí templos donde los dioses están eternamente
presentes, «castillos de millones de años» donde el espíritu del
faraón festeja por toda la eternidad. Sin embargo, existen lo que
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nosotros llamamos tumbas. Todo el mundo ha oído hablar del


famoso Valle de los Reyes, o del Valle de las Reinas y del Valle de
los Nobles. Parajes inquietantes, misteriosos, donde se excavaron
enigmáticas sepulturas, en esta orilla de Occidente donde la
montaña ocre acoge los mil reflejos del sol poniente, la expresión
del Creador, Atum, que procura la serenidad a los justos.
La peregrinación a Tebas oeste, situada ante Luxor, es un viaje
más allá del tiempo, más allá de la muerte que los egipcios supi-
eron domesticar y descifrar. En las sepulturas no encontraremos
horror y desolación, sino una enseñanza iniciática, una vida trans-
figurada, la certidumbre de renacer si seguimos el camino de
Maat, la Armonía universal y la rectitud en el corazón del
Hombre.

El Valle de los Reyes

Siguiendo el antiguo camino que recorría la procesión funeraria


que trasladaba a la momia real desde su morada terrestre hasta su
casa de eternidad, el viajero de hoy penetra en el Valle de los
Reyes, Biban el-Muluk. Quien esperara una extensión cubierta de
verdor, un valle de delicias, quedará muy sorprendido pues lo que
descubre es un universo de piedras abrasadas por el sol, un santu-
ario mineral de colores ocres y pardos, encerrado entre acantila-
dos. Silencio, soledad y aridez parecen el patrimonio de ese desol-
ado paisaje, que los gavilanes sobrevuelan trazando grandes cír-
culos sobre la diosa protectora del lugar, la Cima. Dominando el
Valle de los Reyes, esta pirámide que algunos consideran tallada
por las manos del hombre atrae la mirada desde el principio. Se
siente en seguida que el paraje se eligió en función de esta cima,
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como si las tumbas reales fueran otras tantas capillas de esta


pirámide. Era, por otra parte, el refugio de una diosa-serpiente,
Meresger, la que ama el silencio. Para seducirla, para evitar su
agresión, era preciso saber callar. Luego, en la calma de la noche,
la diosa hablaba. Revelaba los misterios de la muerte.
Actualmente se conocen unas sesenta tumbas de los faraones
del Imperio Nuevo. El «inventor» del Valle de los Reyes fue
Amenofis I (1527-1506) quien, tras la expulsión de los ocupantes
hicsos, eligió una nueva necrópolis para los reyes. Curiosamente,
aunque Amenofis I haya sido venerado como santo patrón del
Valle de los Reyes, no fue enterrado en él. El primer habitante del
paraje fue: Tutmosis I, el tercer faraón de la XVIII dinastía
(1505-1493), cuyo nombre significa «El que nació de Thot»,
patrón de los escribas y los sabios. Se cree incluso conocer el
nombre del Maestro de Obras que concibió el plano de conjunto
del valle: Ineni, de quien los textos dicen que fue un hombre
recto, con el corazón en plenitud, hábiles labios, que sabía
guardar los secretos de la casa real. Por ello eligió un paraje ais-
lado, lejos de cualquier morada, para que se excavaran las sepul-
turas de los faraones.
El Valle de los Reyes estaba custodiado y prohibido a los pro-
fanos. Las tumbas eran dispuestas en secreto por un reducido
equipo de artesanos iniciados que vivían en una aldea que les es-
taba reservada (véase más adelante: Dayr al-Madina), y de-
pendían directamente del faraón y de su primer ministro. Arqui-
tectos, escultores, pintores y dibujantes trabajaban «lejos de los
ojos y los oídos», practicando sus ritos, educando a sus discípulos
en su propia escuela.
Aunque el Valle de los Reyes merezca su nombre, puesto que
esencialmente alberga a faraones, subrayemos sin embargo dos
particularidades: en primer lugar, el paraje está dividido en dos
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partes de desigual importancia: al oeste sólo hay cuatro tumbas,


en el lugar llamado Valle de los Simios, entre ellas la de Amenofis
III, el constructor de Luxor, y de Ay, el efímero sucesor de
Tutankamón; al este, el Valle de los Reyes propiamente dicho.
Luego, algunos personajes no reales, unos diez aproximadamente,
obtuvieron el gran privilegio de ser enterrados junto a los reyes,
debido a sus vínculos de parentesco. Subsisten allí algunos enig-
mas que no se han desvelado todavía.
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Las sepulturas reales se hunden profundamente en la tierra.


Son caminos del alma que descienden hacia el corazón del silen-
cio, el corazón del misterio, para descubrir las leyes del
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renacimiento. La planta tipo de una tumba es sencilla: una en-


trada, un corredor en pendiente, un pozo (en cuyo fondo se halla
el agua del Nun, el océano de energía que rodea el mundo), salas
con columnas y, por fin, el panteón que contiene el sarcófago real.
Hay, es cierto, numerosas variaciones de detalle, cambios de eje,
salas anexas, pero lo esencial sigue siendo el recorrido simbólico
que lleva de la luz exterior, la del mundo aparente, a la luz interi-
or, subterránea, gracias a la cual, el cuerpo de carne del faraón se
convierte en el cuerpo simbólico de Osiris.
Numerosos textos cubren los muros de las tumbas reales. El
Libro de los muertos, claro, heredero de las antiguas composi-
ciones religiosas, pero sobre todo escritos específicos del Imperio
Nuevo; como el Libro de lo que se encuentra en la cámara oculta,
el Libro de las puertas, el Libro de las cavernas, el Libro del día y
de la noche, las Letanías del sol. Esos papiros que se desenrollan
en las paredes de piedra proporcionan al rey un plano preciso del
más allá, indicándole los caminos que debe seguir y los peligros
que debe evitar. Este mundo está poblado por formas in-
quietantes: serpientes que caminan con piernas, guardianes ar-
mados con cuchillos, personajes extraños, símbolos difíciles de
descifrar. Tan exuberante imaginación no es gratuita. Sirve para
describir el otro mundo, el que está más allá de nuestros ojos ter-
renales. Las escenas de estas tumbas nos revelan el viaje al final
de la noche, la cartografía de nuestro destino póstumo, el periplo
del sol por los espacios subterráneos. Al final de una rigurosa
alquimia, renacerá en el alba próxima. Las fórmulas de resurrec-
ción convierten el sarcófago en el equivalente de la colina primor-
dial, de la isla de la primera mañana del mundo donde el faraón
se identifica con el Creador, el nuevo sol, Osiris reconstituido.
Una de las figuras centrales de este universo es la barca solar.
Atraviesa las doce regiones de la noche donde le aguardan
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numerosas celadas. A bordo, una tripulación de divinidades se en-


carga de guiar la embarcación y defender al sol contra sus agre-
sores, especialmente el dragón Apofis. Cada noche se decide el
destino del mundo: ¿conseguirá renacer la luz? Textos y fig-
uraciones de las tumbas reales ofrecen las claves de una ciencia de
la energía cósmica cuyos aspectos no han sido totalmente elucida-
dos, ni mucho menos.
Es poco probable que los sarcófagos de las principales
pirámides del Imperio Antiguo hayan contenido nunca una mo-
mia. Los despojos mortales de los faraones del Imperio Nuevo, en
cambio, se depositaron efectivamente en sus tumbas del Valle de
los Reyes. Pero casi todas estas tumbas fueron violadas y des-
valijadas, especialmente «durante el año de las hienas, cuando
teníamos hambre». El secreto de este valle despertó la codicia.
Los candidatos al saqueo evocaban las fabulosas riquezas acumu-
ladas en el interior de las tumbas. No vacilaron en desafiar la
cólera de los dioses, en desdeñar las protecciones mágicas, en
turbar el reposo de los grandes reyes para saciar su codicia. Nadie
duda que el emplazamiento de las tumbas y el medio de acceder a
los panteones fuera vendido a los ladrones por algunos altos fun-
cionarios y sacerdotes corruptos. Se produjeron arrestos y reson-
antes procesos que demuestran, por otra parte, que algunos jue-
ces no eran ajenos a la organización de las pandillas. Este oscuro
período comenzó con la crisis económica que marcó el final del
Imperio Nuevo. Dada la gravedad de los hechos, los sacerdotes
fueron obligados a desplazar varias veces las momias reales y a
colocarlas en lugares considerados más seguros. El procedimiento
fue eficaz, puesto que, efectivamente, se encontraron muchas mo-
mias reales en el escondrijo del templo de Dayr al-Bahari.
A comienzos del I milenio a. J. C., la mayoría de las tumbas del
Valle de los Reyes habían sido abiertas y ya sólo contenían tesoros
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espirituales. En la época tolemaica, algunos turistas extranjeros,


sobre todo griegos y romanos, visitaban las sepulturas. Ciertos as-
cetas cristianos las eligieron como celdas de meditación, no sin
cometer, de paso, algunos desmanes. Luego, la capa del olvido
cubrió el Valle de los Reyes hasta el siglo XVIII cuando, poco a
poco, fueron encontrándose las tumbas. El más fabuloso des-
cubrimiento se produjo en 1922, cuando Howard Carter abrió la
tumba de Tutankamón, la única del valle que contenía aún fabulo-
sas riquezas.
Todas las tumbas están numeradas. Aunque algunas estén
muy degradadas o poco decoradas, muchas merecen un atento
estudio. Un grueso libro, por ejemplo, dedicado exclusivamente a
la tumba de Ramsés VI no conseguía sin embargo elucidar todos
sus misterios. Algunas sepulturas ofrecen excepcionales puntos de
interés como las enseñanzas astrológicas en la tumba de Ramsés
IV, donde Champollion se alojó durante su estancia en el Valle de
los Reyes; enseñanzas esotéricas, en especial referentes al renaci-
miento de la luz, en la de Ramsés IX; revelación sobre la triple luz.
Atum-Ra-Khepri, en la de Ramsés I; un notable sarcófago en la de
Tutmosis IV; colores de extraordinaria intensidad en la del
príncipe Montu-her-Khopechef, hijo de Ramsés IX. Curi-
osamente, dos tumbas que podrían creerse excepcionales, las de
la reina Hatsepsut y la de Ramsés II, ofrecen hoy muy poco inter-
és. Impresionante por su profundidad, la tumba de Hatsepsut no
contiene textos ni símbolos, si bien es cierto que la reina tenía
otras sepulturas. Por lo que se refiere a la de Ramsés II, estaba
decorada, pero se halla muy deteriorada y su acceso es difícil.
A nuestro entender, seis tumbas merecen una atención espe-
cial: las de Amenofis II (n.º 35), Tutmosis III (n.º 34), Ramsés III
(n.º 11), Ramsés VI (n.º 9), Seti I (n.º 17) y Tutankamón (n.º 62).
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Amenofis II, rey guerrero, atleta de notables hazañas, ocupa


una tumba muy particular (n.º 35) dada su decoración. Después
de recorrer un largo pasillo, pasar por encima de un pozo y cruzar
salas de desnudas paredes, el visitante descubre una gran sala con
seis pilares cuyas paredes son, en realidad, las páginas de un
libro. Un genial miniaturista dibujó, en negro, un ejemplar oculto
del «Libro de lo que se encuentra en su cámara oculta». No hay
colores, sólo un constante rigor del trazo para describir las
metamorfosis del sol, los genios de los Infiernos, el recorrido de la
barca. En el techo, estrellas de cinco puntas de color dorado. La
sala, que debe entenderse como un libro abierto, precedía a la cá-
mara funeraria situada más abajo. Amenofis II reposaba aún en
su sarcófago cuando los excavadores llegaron hasta él. Llevaba un
collar de flores y tenía en el corazón un ramo de mimosas. No
olvidemos que los únicos rastros encontrados en los sarcófagos
reales del Imperio Antiguo son vegetales y son una representación
de la resurrección del cuerpo de luz.
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Tutmosis III, gran conquistador y formidable constructor,


principal Maestro de Obras de Karnak, ocupa una tumba (n.º 34)
bastante colosal. En una gran sala con dos pilares se expone una
lista de 740 divinidades, un verdadero diccionario de mitología
repertorio perfecto para los ilustradores. Tutmosis III se muestra
especialmente sensible al entorno familiar a su lado están
presentes su madre, su mujer y su hija, mientras el rey es
amamantado por la diosa Isis que eligió como morada un árbol
sagrado, el sicomoro.
La sepultura de Ramsés III (n.º 11) recibió el nombre de
«tumba de los arpistas» por la representación de dos músicos que
dirigen un cántico sagrado a Atum, el creador, a Chu, el dios del
aire luminoso y a Onuris, «el que ha traído a la Lejana», es decir a
Hator, que se había marchado a Nubia. La tumba del último gran
faraón de Egipto, a cuyo reinado siguió el declive del poderío
faraónico, es una ilustración de múltiples actividades cotidianas
integradas en lo sagrado. Es un proceso comparable al que nos
maravilló en las mastabas, las tumbas del Imperio Antiguo. Por
las representaciones plasmadas en las paredes, el faraón dispone
de lo necesario para hacer vivir a Egipto y defenderlo eterna-
mente: ofrenda de cereales que crecen gracias a la intervención
del genio del Nilo, trabajo en los campos, muestra de la elabora-
ción de platos con alimentos excelentes, gran cantidad de jarras y
de muebles ofrecen comodidad, armas ligeras, como arcos y lan-
zas, o pesadas, como carros, para defenderse contra el enemigo,
barcos navegando por el Nilo que evocan a la vez la circulación de
bienes, una economía sana y el viaje del alma hacia su fuente.
Naturalmente, a este cuadro se añaden los textos funerarios
reales, los diálogos del rey con las divinidades y la evocación esen-
cial del dios Osiris bajo sus doce formas, los doce genios del
Zodiaco.
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En la tumba de Ramsés VI (n.º 9) se expone en toda su riqueza


y toda su complejidad el esoterismo egipcio del Imperio Nuevo.
Los grandes libros funerarios se citan abundantemente en las
paredes pero, sobre todo, el considerable número de representa-
ciones nos introduce de lleno en la alquimia egipcia, que se funda
en el modo como el sol se regenera.
Es opinión generalizada que la tumba más hermosa del Valle
de los Reyes es la de Seti I (n.º 17), que con su templo de Abydos y
la sala hipóstila de Karnak ofreció a la posteridad tres de las más
extraordinarias obras maestras del arte egipcio. Por lo demás,
podría jurarse que los mismos pintores y dibujantes trabajaron en
el templo de Abydos y en esta tumba. La planta es bastante com-
pleja, dado su gran tamaño: una larga pendiente desemboca en la
sala del pozo funerario que comunica con las aguas del Nun, el
océano primordial que asegura una circulación de energía en este
reino subterráneo. Podríamos creer que la tumba concluye aquí.
En los muros se descubrieron textos funerarios y las distintas
formas adoptadas por el sol en el curso de su regeneración. Pero
en el muro del fondo hay una abertura. La primera parte de la
tumba ha terminado. Se penetra en un segundo recinto, donde los
temas cambian. Una nueva escalera desemboca en una gran sala
con seis pilares, rodeada de pequeñas capillas. Hay dos elementos
dignos de destacar en una de estas capillas: por una parte, el cielo
estrellado se representa en el techo con la vaca celestial, la gran
proveedora de leche cósmica; por debajo navegan las dos barcas
solares, la del día y la de la noche; por otra parte, la evocación de
una historia terrorífica, la de la destrucción de los hombres. De-
cepcionado por el comportamiento de la humanidad, Ra, dios de
la luz, se había alejado de la tierra. Entró en escena la diosa-leona
Sekhmet, que se aficionó a beber sangre humana. Comenzó una
carnicería que habría concluido con la aniquilación de la raza
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humana si, con una hábil estratagema, los dioses no hubiesen


ofrecido a Sekhmet una bebida excelente que tenía el color y el
sabor de la sangre, una misteriosa cerveza que apaciguó el furor
de la diosa. La humanidad se libró de una buena. En el muro de la
primera sala con pilares puede verse una magnífica representa-
ción de la barca solar. El sol es un hombre con cabeza de carnero
que lleva un sol entre sus cuernos. Está de pie, dentro de un naos.
Ante él, una serpiente sacando la lengua y coronada por un sol: es
la fuerza animadora, la energía luminosa en movimiento.
Alrededor del naos, el ondulante movimiento de una hermosa ser-
piente: Es «el protector» que pone el sol a salvo de las influencias
nocivas.
Existe además una tercera parte de la tumba situada más allá
del sarcófago: una larga galería que se pierde en las profundid-
ades y no parece llevar a ninguna parte. No contiene textos ni
figuras. ¿Inacabada? Tal vez. Pero tal vez también se trate de la
voluntad de manifestar un camino despojado, desnudo, el mudo
sendero que lleva al más allá y en el que, después de tanta ciencia
y de tanta belleza, se hace el silencio.
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La tumba n.º 62 es la célebre sepultura de Tutankamón,


faraón ilustre entre los ilustres, muerto muy joven, atrapado por
la tormenta de los años que siguieron al final de la experiencia re-
ligiosa y política de Ajnatón. Casi nada se sabe del personaje, pero
la tumba, muy modesta por sus dimensiones, tiene un valor ex-
cepcional. No había sido desvalijada por los ladrones, caso único
en el Valle de los Reyes. Contenía un increíble número de objetos,
desde capillas de gran tamaño a cofres de un maravilloso acabado.
Se encontró la totalidad del mobiliario fúnebre, que conservado
en el Museo de El Cairo, ha sido objeto de exposiciones parciales
por todo el mundo, para maravilla de miles de visitantes. Vacía de
sus tesoros, la tumba parece muy modesta. Los peregrinos se
apretujan en ella, sorprendidos por su pequeño tamaño, pasma-
dos de que esas minúsculas salas pudieran albergar tan consider-
able tesoro. Falta tiempo para contemplar la pared decorada de la
sala del sarcófago donde asistimos, raro acontecimiento, a los fu-
nerales del faraón. Los «nueve amigos» del rey, el consejo de
sabios, tiran del sarcófago hasta la tumba. Antes de cerrarla, Ay,
el sucesor de Tutankamón, abre ritualmente la boca del rey
muerto con un objeto de hierro llamado azuela. Así, la momia in-
animada se convertirá en cuerpo de resurrección. El rey realiza de
este modo un antiquísimo voto perteneciente a la tradición de Los
textos de las pirámides: «¡No has partido muerto, has partido
vivo!» Después de ser reconocido por su madre, el cielo,
Tutankamón y su ka, su doble inmortal, podrán presentarse con
toda confianza ante Osiris. El juicio será favorable.
¿Puede haber mayor emoción, antes de abandonar el Valle de
los Reyes, que contemplar el último de los tres sarcófagos del
joven rey, tendido en el ataúd abierto? Esa máscara de oro, de
vividos ojos, oculta el rostro de una momia. El cuerpo de
Tutankamón descansa en la morada de eternidad que se concibió
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para él. Oscuridad en la historia, rey efímero en su acción tempor-


al, pero luz de la humanidad por los tesoros que le legó,
Tutankamón es sin duda el más puro símbolo de este Valle de los
Reyes.

El Valle de las Reinas

El «lugar de perfección» en egipcio se convirtió para los árabes en


Biban el-Harim, «las puertas de las Reinas» o «el Valle de las Rei-
nas». Es la parte más meridional de la necrópolis tebana. Allí
fueron enterradas, en el Imperio Nuevo mujeres e hijas de reyes,
en su mayoría pertenecientes a la dinastía ramésida. Se han cata-
logado más de 80 tumbas, de desigual interés. Muchas tienen la
apariencia de simples grutas, sepulturas excavadas en la roca, en
la tierra-madre. Algunas, no obstante, están decoradas.
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La obra maestra del Valle de las Reinas es la tumba de la reina


Nefertari, gran esposa real de Ramsés II, una de las mujeres más
influyentes de la historia egipcia. Su marido le ofreció dos suntu-
osos regalos: el «templo pequeño» de Abu Simbel, del que hab-
laremos al finalizar nuestro viaje, y esta tumba de sublimes re-
lieves en los que se relatan, con detalle, los episodios de la
iniciación a los misterios de una mujer.
Grave problema: la tumba de Nefertari (n.º 66) está cerrada
por tiempo indeterminado. Se temía por la conservación de sus
pinturas y se han emprendido trabajos que debieran desembocar
en una restauración completa. Durante la exposición de obras de
la época de Ramsés II, muchos visitantes pudieron contemplar fo-
tografías de las escenas principales. Citemos entre ellas la de Ne-
fertari jugando al ajedrez con el invisible; ofreciendo a Osiris el
símbolo de Maat, la Armonía universal; dialogando con Khepri, el
hombre de cabeza de escarabeo, imagen de la evolución
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espiritual; presentando tejidos que ella misma ha fabricado para


Ptah, dios de los artesanos; mostrando a Thot, dios de los escri-
bas, un escritorio que demuestra su grado de Conocimiento; nom-
brando a los guardianes de las puertas del más allá; venerando a
Osiris que la acoge en el imperio de los transfigurados. Vestida
con una larga túnica blanca, portando coronas de oro, Nefertari es
el ejemplo perfecto del importante papel que desempeñaron las
reinas de Egipto, guardianas de la sangre real. Su tumba merecer-
ía un libro entero, que sería el de la espiritualidad femenina en el
antiguo Egipto.
En el Valle de las Reinas también merecen nuestra atención
las tumbas de la reina Titi (n.º 52), donde ésta efectúa un recor-
rido iniciático recibiendo la enseñanza de varias divinidades, y la
tumba del príncipe Amón-her-Khopechef, hijo de Ramsés III, una
sepultura célebre por sus colores resplandecientes, solares. En es-
ta tumba se halló un feto dentro de un sarcófago. Muy desconcer-
tados, algunos científicos supusieron que se trataba de oscuras
prácticas mágicas, mientras otros explicaron que el feto en
cuestión era el de un simio.

Los Valles de los Nobles

Los reyes, las reinas, los nobles: tres elementos que forman un
conjunto coherente. Los nobles forman la corte de los reyes y las
reinas. Existen varios Valles de los Nobles, si se considera que el
término abarca las tumbas llamadas privadas, es decir no reales.
Cuando sabemos que éstas son varios centenares y que cada
una de ellas, en la medida en que su decoración se haya conser-
vado suficientemente, posee una indiscutible originalidad,
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podemos comprender que su estudio ofrezca un campo de interés


casi inagotable.
Las tumbas tebanas son para el Imperio Nuevo lo que las
mastabas fueron para el Imperio Antiguo. Aquí se descubre la
vida cotidiana, los días y las fiestas de la brillante sociedad te-
bana, el universo del trabajo, pero también la quietud de una vida
más allá de la muerte. Serenos, hermosos, eternamente jóvenes,
iluminados por una luz interior, son seres que ocupan para
siempre los muros de su morada de eternidad. Cómo no pensar en
el magnífico texto donde el sabio evoca así su próximo final: «La
muerte aparece hoy ante mis ojos como un perfume de incienso,
como la calma tras la tempestad, como el regreso al país tras un
largo viaje, como la salud para el enfermo, como la protección de
una tienda un día de tormenta…».
A menudo los egiptólogos consideraron esa época como la de
los placeres y la frivolidad, alegando que el famoso «Canto de los
arpistas» daba a los humanos un desengañado consejo: «Hacer
un día feliz», aprovechar la vida como venga, sin preocuparse de
lo demás. Sin embargo, la expresión egipcia significa algo muy
distinto: «Realizar una jornada perfecta», es decir cumplir por
completo la propia función en las actividades sagradas y profanas,
hacer el día «feliz», luminoso, radiante. Los textos nos re-
comiendan «seguir nuestro corazón mientras vivamos»; el
«corazón» equivalía a la conciencia. Así, el día en que abordemos
las riberas del más allá, nada tendremos que temer.
Los episodios del ritual de los funerales se evocan en distintas
tumbas, en cierto modo como las páginas dispersas de un libro
que nosotros debemos reconstruir. La momia llevaba a cabo un
difícil viaje, desde la casa del muerto hasta los paraísos del más
allá. Primero tenía que cruzar el Nilo en barca, pasar de la orilla
este a la orilla oeste, de la luz del amanecer a la del poniente. La
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diosa del Occidente acogía el alma del difunto o la difunta. En la


momia se practicaba el rito de la apertura de la boca y de los ojos.
Era por tanto un ser vivo el que iba a presentarse ante el tribunal
de los dioses mientras el cuerpo, momificado, bajaba a la oscurid-
ad de la tumba. Provisto de las fórmulas mágicas del Libro de sa-
lir a la luz, el muerto afirmará no haber cometido crimen, injusti-
cia ni robo, no haberse mostrado codicioso (entre otras faltas
graves); pedirá al «corazón de su madre», es decir al escarabeo de
la evolución espiritual que sustituye su corazón de carne, que no
atestigüe contra él ante el Señor de la balanza, Osiris, y sus cuar-
enta y dos jueces. Si la acción del difunto se considera adecuada a
la regla de Maat, la Armonía universal, el dios Thot reconoce
como positivo el juicio de la balanza. El alma escapa entonces del
más terrible de los castigos, la segunda muerte. La primera, la
muerte física, nada tiene de terrorífico. Es un proceso biológico
normal. La segunda muerte, en cambio, no se refiere al cuerpo
físico. Es la aniquilación del ser que no ha seguido el camino
justo, que ha desdeñado las palabras de los dioses. El nombre es
destruido. La individualidad es el alimento de un monstruo com-
puesto, formado por partes de león, de cocodrilo y de hi-
popótamo, «la devoradora».
Sin duda quienes dispusieron de una tumba simbólicamente
decorada fueron iniciados, reconocidos como tales por el faraón, y
justos reconocidos como tales por Osiris. Su ba, el alma pájaro
con cabeza humana, se dirigía hacia el sol para alimentarse de luz.
El nuevo cuerpo del ser, eternamente joven, entraba en los
paraísos, acompañado por los ushebtis, figurillas cuyo nombre
egipcio significa «los que responden» y cuya función consistía en
realizar los trabajos penosos; en el más allá el trabajo continúa,
aunque sin molestias, sin tedio y sin fatiga.
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Las tumbas del Imperio Nuevo son a menudo un verdadero


placer para los ojos. Dibujos, pinturas, colores, columnas de
jeroglíficos, escenas agrícolas, militares, trabajos artesanos, pesca,
caza, banquetes, momentos de reposo en sombreados jardines,
escenas religiosas, todo concurre en la descripción magistral de
una sociedad rica, floreciente, que vivía tan intensamente aquí
abajo como en el más allá.
Existe un plano tipo de la tumba tebana con numerosas vari-
antes: un patio ante la tumba propiamente dicha, una entrada
flanqueada por estelas, una sala longitudinal (con pilares a veces)
y una capilla que concluye en una hornacina que alberga la es-
tatua del difunto y de su esposa. La importancia de la decoración
es muy variable. Suele tratarse de pintura al temple que utiliza los
colores fundamentales.
¿Cómo realizar una elección, forzosamente arbitraria y limit-
ada, en semejante profusión de moradas de eternidad? Su dis-
posición geográfica implica varios itinerarios que dependen del
tiempo que pueda destinarse a la Tebas funeraria. No queremos
incluir aquí una enumeración exhaustiva.20 Limitémonos a ofre-
cer algunas indicaciones, simples puntos de orientación hacia nu-
merosos descubrimientos.
La más vasta de las necrópolis «privadas» es la de Cheik Abd
el-Gurna, situada en una colina, detrás del Ramesseum. Está di-
vidida en tres sectores: el ««pequeño recinto», el «gran recinto» y
«el poblado». Las manchas oscuras que destacan contra la masa
clara de la colina son las entradas de las tumbas. Proporcionan
una pálida imagen de lo que era la antigua realidad. Delante de la
puerta, dominada por un piramidión, simbólico recuerdo de una
forma muy antigua, un pequeño jardín, con árboles a veces, pro-
porcionaba una nota acogedora y verde.
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En el «pequeño recinto», hay una tumba muy célebre (n.º 52)


a causa de su estado de conservación, de la belleza y el frescor de
sus pinturas, la de Nakht. No es una sepultura de gran tamaño.
Nakht era escriba y astrónomo de Amón. Un científico iniciado en
los misterios del templo. El destino escogió su morada de eternid-
ad para ser la representante-tipo de la necrópolis tebana. Nakht
desempeña aquí su papel de terrateniente, tanto en Tebas como
en el Delta. Comprueba la buena marcha de sus explotaciones
agrícolas, asegurándose de que el arado, la siembra, la siega, la
cosecha y la recolección del lino se realicen correctamente. En la
mayoría de sus actividades le acompaña su esposa. Nakht caza y
pesca en una zona acuática donde la espesura de papiro alberga
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abundantes presas. Nakht y sus íntimos celebran luego un alegre


banquete, varias de cuyas figuras se han hecho justamente
celebres, como el arpista ciego que canta la felicidad del instante
plenamente vivido, las tres jóvenes tañedoras desnudas o el gato
que, escondido bajo la silla de su dueño, mordisquea un pescado.
No nos engañemos, sin embargo, esas escenas burbujeantes de
vida, muy coloreadas, nada tienen de profano. Las sacraliza la
presencia de la diosa del sicomoro, prefiguración de la Virgen
María que hallará refugio en un árbol semejante durante el viaje a
Egipto de la Sagrada Familia.
En este «recinto pequeño» visitaremos a Min (tumba n.º 109),
que desempeñaba una alta función administrativa como prefecto
de This, y una alta función religiosa como supervisor de los sacer-
dotes del dios Onuris. Min tenía entrada en el palacio real y fue
incluso preceptor del faraón Amenofis II, al que tiene en sus rodil-
las. El rey aprende a disparar el arco, disciplina en la que se revela
especialmente brillante. En la tumba n.º 23, la de Thoy, veremos
una distribución de collares de oro y la descripción del despacho
del Ministerio de Asuntos Exteriores, colocado bajo la dirección
del Señor del lugar. La tumba n.º 38 pertenece a Djeserkareseneb
(«Sagrada es la potencia de la Luz en su integridad»), contable de
los graneros de Amón. Ofrece una de las más encantadoras escen-
as de banquete, con la presencia de músicos y cantores, así como
una representación de la diosa-serpiente Kenenutet, protectora de
las cosechas. La tumba de Uah (n.º 22), en la que se ofrecían los
banquetes durante el reinado de Tutmosis III, es un colorido
himno a las más hermosas fiestas que organizó. Por lo que se re-
fiere a Amenmosis (n.º 42), militar de alto rango, nos recuerda
que la paz que reinaba en Tebas se debía a los ejércitos del faraón
que supieron repeler y controlar la amenaza asiática. Con pre-
dominio del rojo, el color de la fuerza, asistimos a la toma de una
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fortaleza siria y a la entrega de tributos del país conquistado al


faraón.
En el «gran recinto», hallamos dos obras maestras esenciales:
la tumba de Menna (n.º 69) y la de Rekhmire (n.º 100). Menna
desempeñaba la función de escriba de los campos; era respons-
able del control de los límites de cada parcela de tierra y de verifi-
car los mojones que solían desplazarse durante la inundación.
Alto responsable del catastro, dirigía a muchos escribas que in-
speccionaban el terreno. La tumba se compone de una sala y una
capilla. En el ala izquierda de la primera, los subordinados de
Menna trabajan bajo la dirección de su jefe. Contabilizan los
granos y realizan cálculos de agrimensura. Identificados, unos de-
fraudadores son apaleados. Muy meticulosa, puntillosa incluso, la
antigua Administración egipcia descansaba sobre el afán de ex-
actitud y justicia. Todo era pesado, comprobado, registrado. Al-
gunos, sin embargo, conseguían darse la buena vida, como un
campesino que bajo un árbol se entrega, a las delicias de la siesta.
Conmovedora es la figura de una madre que lleva a su bebé en
bandolera y procura protegerlo bajo la sombra de un árbol mien-
tras se lleva a cabo la recolección del lino. La actividad profesional
de Menna concluye con un banquete; en el que recibo ofrendas y
admira a sus hijas, suntuosamente vestidas a la última moda de la
corte. Ellas se acercan a él formando una encantadora procesión y
manejando un instrumento de música mágico, el sistro, cuyas vi-
braciones alejan los malos espíritus. El ala derecha de esta
primera sala está consagrada a la continuación del banquete, a la
familia de Menna reunida, con ramilletes alrededor del cuello, y a
la representación de grandes divinidades como Osiris, Ra o Hator.
Forman una comunidad con los humanos, abolen las fronteras
entre los mundos. En las paredes de la capilla, las escenas de caza
y pesca deben interpretarse desde una perspectiva sacra. Menna y
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los miembros de su familia pacifican estos silvestres paisajes, pes-


can el alma, cazan el espíritu. Menna justifica así su condición de
iniciado en los misterios, capaz de emprender el viaje en barco
hasta la ciudad santa de Abydos, el dominio de Osiris. Menna,
tras la procesión de los funerales, se encontrará con ese dios
mientras pesan el alma.
Rekhmire, «El que conoce como la luz», ocupa la tumba n.º
100. Fue un personaje notable, visir del Alto Egipto y gobernador
de Tebas en tiempos de Amenofis III. Su tumba es amplia y,
aunque degradada en algunos lugares, ofrece numerosas escenas
de excepcional calidad, tanto por el color como por el dibujo. El
luminoso arte del Imperio Nuevo se halla aquí en su apogeo. En el
vestíbulo, además de las actividades agrícolas, la caza y la pesca,
se evoca la audiencia que el visir concede a sus subordinados. Este
acto cotidiano es fundamental para el buen funcionamiento de la
Administración. Un texto admirable explica las funciones del vis-
ir, verdadero primer ministro y ministro de Justicia, que es ante
todo sacerdote de Maat, la Armonía universal. Debe ser justo y
evitar la corrupción, pero también una severidad excesiva. Es con-
denable el visir que perjudicaba sistemáticamente a sus íntimos y
a los miembros de su familia por temor a ser acusado de
favoritismo.
Una de las escenas más célebres de la tumba es la delegación
de embajadores de países extranjeros que van a presentar sus
tributos al gobernador de Tebas, quien los recibe en nombre del
faraón. Los puntitas proceden de la costa de los somalíes, donde
se sitúa el maravilloso país de Punt, adonde los egipcios acudían
en busca de árboles de incienso y otros productos, como ébano,
marfil y pieles de felino. Los cretenses, de rizados cabellos y largas
trenzas, traían productos de su artesanía, jarras y copas. Los nu-
bios de piel negra, vestidos con un simple taparrabos, ofrecen
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anillos de oro, marfil, ébano y traen una jirafa y un jaguar, entre


otros animales. Los sirios, caracterizados por un corto vestido, ll-
evan un oso y un elefante y ofrecen armas, productos artesanales
y ánforas. Los escribas, claro está, no se olvidan de registrar y
contabilizar estas aportaciones que tienen valor de impuesto.
La capilla está consagrada a dos temas esenciales: las activid-
ades que controla Rekhmire para el buen funcionamiento del
templo de Amón y la feliz vida de un justo. En su condición de dir-
ector de múltiples obras, a Rekhmire se le representa como un
personaje inmenso respecto a los obreros que trabajan para la
gloria de Karnak. Es el dueño, el que regenta los oficios cuyos
secretos conoce. Es también responsable del bienestar de esos
hombres. En este terreno, nada ha cambiado desde el tiempo de
las pirámides. Rekhmire procura que los artesanos sean correcta-
mente pagados, alimentados y alojados. Su tumba ofrece valiosas
enseñanzas para el conocimiento de los principales oficios: es-
cultores, albañiles, carpinteros, orfebres, curtidores, ladrilleros…
Un taller gigantesco trabaja delante de nuestros ojos.
Puesto que ejerció plenamente sus responsabilidades, el visir
Rekhmire es autorizado a dirigirse a la residencia real. Viaja en
barco. Llegado a su objetivo, recibe collares de oro, una de las más
altas distinciones concedidas por el faraón. Cuando llegue la hora
de su muerte, de los funerales, todo será para Rekhmire el justo
un eterno banquete, que disfrutará en compañía de su familia, de
sus íntimos y de sus amigos.
En el «gran recinto» descansan otros muchos personajes de
alto rango. Horemheb (n.º 78) era escriba de los reclutas así que
velaba por la calidad de los futuros militares de quienes dependía
la seguridad del territorio. Las pinturas, a pesar de numerosas
restauraciones, son célebres por su estilo particular, compuesto
de grandes pinceladas y un trazo algo empastado. Entre las
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múltiples escenas, las más características son las del reclutami-


ento de infantes y jinetes. Kenamón (n.º 93) era intendente en
jefe de Amenofis II; su morada de eternidad se benefició del genio
de un pintor que era también un animalista con un trazo de
inigualable finura. La escena más importante es la de la ceremo-
nia del Año Nuevo, durante la cual se entregaban numerosos re-
galos al faraón, desde collares a carros de gala. Sennefer (n.º 96)
fue alcalde de Tebas bajo el reinado de Amenofis III. Ocupa una
gran morada de eternidad, llamada tumba de las Viñas por el
techo que imita una parra y evoca el tema de la embriaguez
mística que se apodera del alma al reconocer la presencia divina.
Está escrito que el difunto y su esposa vean el sol de cada día, par-
ticipando en el eterno ciclo del dios Ra. Se ilustran varios párrafos
importantes del libro de los muertos. Joya de ese «gran recinto»,
la tumba de Antefoker (n.º 60) es importante por su tamaño, su
fecha —es la única tumba de la XII dinastía—, y por la fama de su
propietario, que era visir y gobernador de Tebas. Esta tumba con-
tiene numerosas escenas rituales, como la peregrinación del alma
hacia Abydos, danzas rituales muy arcaicas y la rara representa-
ción del episodio del paso del iniciado por una «piel de resurrec-
ción» transportada en una narria.
En la zona llamada «del poblado» hay dos admirables tumbas
esculpidas: la de Khaemhat llamado Mahu (n.º 57) y la de Ramos-
is (n.º 55). Khaemhat era inspector de los graneros del Alto
Egipto y del Bajo Egipto durante el reinado de Amenofis III. De él
dependían las reservas alimenticias, vitales para el equilibrio eco-
nómico de la nación. Reinaba sobre un sector clave, pues sus at-
ribuciones consistían también en verificar la entrada de cereales y
supervisar el nivel de producción en todo el país. Este personaje,
según explican los relieves de su tumba, fue un ministro de eco-
nomía especialmente apreciado en la corte. Él es quien presenta
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las cuentas a Amenofis III, mientras unos boyeros traen el


ganado. Todo es aquí opulencia, riqueza, serenidad. Amenofis III
es también el que entrega collares de oro a Khaemhat, como re-
compensa por sus buenos y leales servicios, en presencia de nu-
merosas personalidades. Como casi siempre en Egipto, un poder-
oso de este mundo no realiza sólo actividades profanas. Khaemhat
es también un iniciado y su tumba contiene numerosas escenas
raras o esenciales, como la adoración del sol, algunos ritos osiría-
cos, la descripción de los campos de los paraísos, la peregrinación
del alma a Abydos, el sacrificio purificador practicado por el pro-
pio difunto (con el agua y con el fuego).
Encontramos un detalle sorprendente: un ramillete de llores
sobre un simio, símbolo de la vida en su esencia sutil. La capilla
está ocupada por seis estatuas que representan al difunto y a su
familia. Han sido ahumadas, de modo que los aspectos eternos
del ser sean divinizados y asciendan al cielo.
Ramosis es un personaje apasionante por más de un motivo.
Visir y gobernador de Tebas, realizaba esas importantes funciones
en una época difícil: el inicio del reinado de Ajnatón, cuando el
«hereje» se llamaba todavía Amenofis IV. Una parte de la tumba
de Ramosis (n.º 55) es de estilo «clásico»; la otra, en cambio, está
tratada en estilo «amárnico», tan característico que se reconoce a
primera vista (deformación de los cuerpos, alargamiento de los
cráneos, vientres prominentes, movimientos flexibles y ondu-
lantes, etc.). La sepultura de Ramosis se concibió como un verda-
dero y pequeño templo, con dos salas de columnas, una capilla y
un panteón al que se accede por un pasillo que sale de la primera
sala. No todo está decorado; de ahí la hipótesis de que la tumba
quedó inconclusa porque Ramosis, fiel servidor del faraón, se
marchó a Amaina con Ajnatón. Pero no se han encontrado en
Amarna rastros de una tumba de Ramosis.
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Todas las escenas son admirables, apasionantes tanto por su


estilo como por sus temas. Lo más sorprendente son las dos rep-
resentaciones de Amenofis IV-Ajnatón, «clásica» una,
«amárnica» la otra. En el primer caso, Ramosis ofrece ramos de
flores a Amenofis IV, sentado bajo un dosel en compañía de la di-
osa del orden cósmico, Maat, a la que pocas veces se representa
en tales circunstancias. El faraón, que en nada se distingue de las
figuraciones reales tradicionales, afirma así su rectitud. Pero en la
misma pared, algo más lejos, surge el asombro: Ajnatón (el rey ha
cambiado de nombre, convirtiéndose en adorador de Atón, el
disco solar, y ya no de Amón) y su bella esposa. Nefertiti, se aso-
man a la ventana de su palacio permitiendo que los bañe la luz re-
generadora del dios solar. Ramosis rinde homenaje a la pareja
real que va a condecorarle. El visir goza, por lo demás, de una
gran popularidad. Es felicitado por algunos notables, algunos em-
bajadores extranjeros, recibe ramilletes. En este día festivo, es el
hombre más importante del reino después del faraón, que cuenta
con el gobernador de Tebas para que le asegure la fidelidad de la
poderosa ciudad. Toda la escena, de gran viveza, es de estilo
«amárnico», con un cambio en los criterios artísticos tradi-
cionales, una «rúbrica» Ajnatón que insiste en la deformación de
los cuerpos con respecto al canon tradicional. La tumba de
Ramosis es un valioso testimonio de los inicios de la experiencia
religiosa de Ajnatón, que no se desarrolló en medio de ningún
drama sino en la paz civil.
Dos tumbas más del poblado, por lo menos, merecen que las
citemos. La de Userhat (n.º 56), célebre por la belleza de sus pin-
turas y el empleo de un raro tono rosado que confiere una gran
delicadeza a escenas que parecen esbozadas, casi irreales a pesar
de su precisión. El rey Amenofis II está presente en esta tumba,
donde se desarrollan escenas de ofrendas, episodios de la vida en
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el campo, una soberbia cacería en el desierto, etc. Unos ascetas


cristianos destruyeron las figuras de mujeres presentes en un
banquete, sin duda turbados por su mágica belleza inalterable. La
tumba de Nedjemger (n.º 138) se caracteriza por la representa-
ción de un suntuoso jardín trazado detrás del Ramesseum. Puede
verse el sistema de irrigación que forjó la riqueza de la agricultura
egipcia, llenándolo de árboles y de verdor. Era agradable vivir
aquí, gracias a la habilidad de Nedjemger, inspector de los
jardines del templo funerario de Ramsés II. Ese gran artista,
paisajista inventivo, es recompensado como merece, por una
diosa-árbol que le ofrece un alimento eterno.
Cuatro parajes más de la inmensa necrópolis tebana, Dira’Abu
el-Naga, el Assassif, Khokhah, Gurnet-Murrai, albergan notables
tumbas, pero su visita resulta a veces de difícil acceso y exige una
estancia bastante larga en Luxor, para tener tiempo de hacer múl-
tiples descubrimientos. Se topará, claro está, con distintos con-
tratiempos y con tumbas cerradas. Lo esencial es poder contar
con un buen guía que conozca el emplazamiento de las sepulturas.
Menos visitadas, menos conocidas, esas tumbas contienen
muchas riquezas artísticas.
En la colina de Dira’Abu el-Naga (o Drah Abú el Naggah, zona
norte de la necrópolis tebana), donde se excavaron tumbas de la
XVIII y XIX dinastías, visitaremos al sumiller Taty (n.º 154). En
su sepultura se revelan ciertas leyes del dibujo egipcio, como el
procedimiento de la «cuadrícula» que permite calcular la propor-
ción rigurosa de las figuras. Nehemauy era orfebre y escultor. Su
tumba (n.º 165) completa la interior, pues muestra cómo se cor-
regían los dibujantes, cómo plasmaban de un solo trazo las figuras
más complejas, cómo calculaban la degradación de colores. En la
de Nebamón (n. 17), médico de la corte real, asistimos a una con-
sulta: unos sirios enfermos requieren de los conocimientos del
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facultativo egipcio. Dhuty (n.º 11) era a la vez Maestro de Obras y


alto funcionario en el Ministerio de Hacienda. Era además un ini-
ciado en los misterios de los jeroglíficos, pues su tumba contiene
numerosas inscripciones esotéricas, grabadas con signos magnífi-
cos, que evocan campañas de construcción en los grandes templos
tebanos. Panehsy (n.º 16) es un dignatario religioso que vivió en
tiempos de Ramsés II. Vemos escenas raras como la procesión del
cuenco sagrado de Amón, fuente de sabiduría que encontrará un
lejano eco en el misterioso cáliz del Grial, tan caro a la caballería
occidental: las almas-pájaro de los muertos junto a Nut, la diosa-
cielo, encarnada en un sicomoro; dos valiosas representaciones
del templo de Karnak, pues los dibujantes no solían inspirarse en
los inmensos edificios que tenían cotidianamente ante sus ojos.
En la de Amenmosis (n.º 19), dignatario religioso también, dos
escenas excepcionales: una procesión en la que unos sacerdotes ll-
evan en palanquí, la estatua del rey Amenofis I, el fundador del
Valle de los Reyes, y la detallada representación de la gran barca
de Amón, «estrella» de las inmensas fiestas que permitían al
pueblo contemplar la salida del dios de su templo.
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El Assassif (o Asasif) es un mundo muy extraño. Geográfica-


mente, es una llanura entre las colinas de Drah Abú el Neggah y
de Cheik Abd el-Gurna. Los grandes de la XXV y XXVI dinastías
eligieron este lugar para excavar tumbas, inmensas a menudo,
con grandes patios y salas de columnas. El tamaño de las sepul-
turas, muchas de las cuales son poco o nada accesibles, llenas de
murciélagos, es especialmente impresionante. Los arquitectos,
buscando el gigantismo, edificaron palacios subterráneos en
forma de laberinto. El Assassif, en la necrópolis tebana, ocupa un
lugar aparte. Muchas «visitas» exigen una buena condición física,
material de iluminación y alma de explorador. Montuemhat, pro-
feta de Amón y «príncipe de la ciudad» (Tebas), ocupa la gi-
gantesca tumba n.º 34. Este importante personaje fue un agudo
diplomático en una época difícil. Se hizo construir una morada de
eternidad que comprendía dos grandes patios, un considerable
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número de capillas y una serie de escaleras que se hundían pro-


fundamente bajo tierra. Pedamenopet, especialista de los rituales,
dio un paso más en el gigantismo. Su tumba (n.º 33) es la más
amplia de toda la necrópolis tebana. Un alto funcionario de la
XXVI dinastía podía, así, gozar de una sepultura mayor que la de
un faraón del Imperio Nuevo. La tumba tiene tres pisos. Merecer-
ía un profundo estudio, a pesar de estar bastante deteriorada
pues, a través de los textos y de los relieves, ennegrecidos a me-
nudo, se señala un itinerario del alma por los caminos de la
muerte. La tumba de Pabasa (n.º 279) es conocida por una escena
de apicultura, ciencia en la que eran especialmente expertos los
egipcios. Uno de los nombres sagrados del faraón era «el de la
abeja». La inmensa tumba de Kheruef (n.º 192) presenta una par-
ticularidad. Data de una época bisagra, el final del reinado de
Amenofis III y el comienzo del de Amenofis IV, el futuro Ajnatón.
Sus hermosísimos relieves tienen a menudo un significado
esotérico, como la escena donde una extraordinaria tríada, form-
ada por el faraón, la reina Tyi y la diosa Hator se encuentra bajo
un baldaquino, en el más allá, apreciando las ofrendas deposita-
das ante ellos. Hay muchas danzas en esta tumba: adoptan formas
acrobáticas que pueden llegar hasta el trance; escenas de lucha
también, combates a bastón, una forma de juegos rituales análo-
gos a las artes marciales. Kheruef, por su función de intendente de
la corte, ofrece collares y copas a la pareja real. El punto culmin-
ante de la tumba es un rito fundamental de la religión egipcia: el
emplazamiento del pilar djed, cuyo nombre significa
«estabilidad». Es el eje del mundo sin el cual nada podría
mantenerse en pie, la columna vertebral de la vida a cuyo
alrededor se organiza todo. Pero el pilar ha caído al suelo. Es in-
dispensable levantarlo. El faraón en persona dirige el ritual y le-
vanta el pilar para ponerlo en su lugar. Ese pilar es un ser vivo.
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Lleva el tocado del dios Amón, se identifica con Osiris y tiene los
ojos abiertos. Al restablecer el pilar en su posición vertical, el
faraón inaugura de nuevo el reinado de la sabiduría. La tumba de
Pa-rennefer (n.º 188), es ciertamente, pequeña, en comparación a
los enormes panteones de las XXV y XXVI dinastías, pero su
propietario fue el intendente «con las manos puras» de Ajnatón.
Su tumba es una de las pocas que datan de esta época, con escen-
as de adoración del sol.
Al sur del Assassif, la pequeña colina de Khokhah alberga tum-
bas análogas a las de Cheik Abd el-Gurna. Numerosas escenas ref-
erentes a oficios y a la vida artesanal adornan los muros de las
sepulturas de Nebamón e Ipukv (n.º 181), dos maestros escultores
del rey que prolongaron su fraternidad en la muerte. Revelan as-
pectos de la técnica de los escultores, los pintores, los orfebres, los
ebanistas y los alfareros. El segundo profeta de Amón, Puyemre
(n.º 39), completa esos cuadros evocando la fabricación de los
carros, el trabajo del metal y las piedras semipreciosas. En la
tumba de Neferrenpet (n.º 178), además del trabajo de los joyeros
y los orfebres puede verse una de las escenas más conmovedoras
de la necrópolis: dos pájaros con cabeza humana beben un poco
de agua en el estanque de un jardín paradisíaco. Se trata del di-
funto y de su esposa cuya alma emprenderá libremente el vuelo
hacia el sol.
La colina de Gurnet Murrai (o Kurnat Marei), frente al em-
plazamiento de Dayr al-Madina, contiene varias pequeñas tumbas
pintadas. La de Amenemonet, que llevaba el hermoso título de
«padre divino» (n.º 277), es una síntesis de raras escenas religio-
sas y episodios rituales poco conocidos, como el conmovedor mo-
mento en que se desciende la momia, soporte del cuerpo de resur-
rección, al panteón funerario. Una extraña procesión de sacer-
dotes, cargados con estatuas de madera de Amenofis III y de su
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esposa Tyi, se dirige hacia un lago sagrado. Sabemos que la reina


se hizo excavar en un tiempo récord un gran estanque para dis-
frutar en él de los placeres de la navegación. Esta vez será el paseo
de las estatuas vivientes por el lago, como si la pareja real revivi-
era eternamente los momentos más agradables.

Un virrey de Nubia, administrador de las regiones del sur,


Huy, desempeñó su función durante los reinados de Ajnatón y
Tutankamón. Según las escenas de su tumba (n.º 40), Nubia per-
maneció tranquila durante este agitado período. Las embarca-
ciones comerciales seguían remontando y bajando por el Nilo. Los
productos preciosos procedentes de Nubia se encaminaban aún
hacia Egipto. Huy, a cuyo nombramiento como virrey de Nubia
asistimos, durante una ceremonia en la que recibe el sello que
simbolizaba su función, celebra un sacrificio en homenaje a los
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dioses. Administrador escrupuloso, supervisa atentamente el


pesaje del oro debidamente contabilizado. El faraón Tutankamón
es el huésped distinguido de esta tumba. Hubo pocos actos ofi-
ciales durante su corto reinado; aquí, el joven rey, bajo un dosel,
recibe los tributos de las regiones del norte y del sur, afirmándose
entonces como señor de todo el país.

Dayr al-Madina, el poblado de los


constructores

Quienes crearon la necrópolis tebana, los talladores de piedra,


pintores, escultores, dibujantes y grabadores, no han desapare-
cido. Presentes a través de sus obras, lo están también por el que
fuera su territorio reservado y por los lugares donde vivieron día
tras día para crear algo armónico y eterno. En Dayr al-Madina, en
un pequeño valle al sudoeste de Cheik Abd el-Gurn, subsisten los
vestigios del poblado de los constructores, un templo tardío y al-
gunas tumbas. En la XVIII dinastía, «lejos de los ojos y de los oí-
dos», se instaló en el paraje una comunidad iniciática de operari-
os. Se han encontrado parte de sus archivos, constituidos por pa-
piros y textos grabados en fragmentos de piedra caliza, los os-
traka. Estos hombres formaban una comunidad que dependía dir-
ectamente del faraón y de su primer ministro. Tenían su propia
regla de vida, reglamentos internos, un tribunal y una escuela.
Nadie podía entrar en la obra si no formaba parte de la cofradía,
organizada de acuerdo con tres grados principales: aprendiz,
compañero y maestro. El espíritu de independencia y el sentido
de la responsabilidad era muy fuerte entre esos hombres; no
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vacilaban en protestar ante el visir si las condiciones materiales


de su existencia y su trabajo resultaban insuficientes. Obtuvieron
siempre satisfacción.
Los vestigios de las casas son modestos, pero deben apreciarse
en función de un país cálido donde se vive mucho en el exterior.
No faltan los sótanos ni las terrazas, donde era agradable dormir.
La organización del trabajo, como siempre en Egipto, era notable.
A los que se retrasaban o fingían estar enfermos, se les identi-
ficaba rápidamente y eran objeto de sanciones. Varios gremios,
con una técnica ya muy experimentada, trabajaban juntos en una
misma tumba, reduciendo al mínimo la duración de los trabajos.
Nunca hubo un gran número de especialistas en Dayr al-Madina,
como máximo 120, a veces muchos menos.

Un enigma entre otros es la forma de iluminación. Para librar-


se del problema, los arqueólogos hablan de juegos de espejos
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(ineficaces en las tumbas profundas) y de candiles de aceite. Pero


en los panteones que exigen una iluminación importante para el
trazado de las figuras y los jeroglíficos no hay restos de hollín en
el techo. Sin llegar a afirmar que los egipcios descubrieron cómo
utilizar la electricidad, hay que admitir que ignoramos este as-
pecto de su ciencia.
Dayr al-Madina llevaba un nombre sorprendente: «el lugar de
Maat», es decir el lugar privilegiado donde reinaba la Armonía
universal. Esta armonía reside donde viven los creadores. Y los
artesanos llevaban un título significativo: «Servidores en el lugar
de la Armonía universal». Servir, en el antiguo Egipto es la clave
de la sabiduría, el faraón, el hombre más poderoso de la tierra, ll-
eva el nombre de «Servidor», pues es el primero en servir a los di-
oses y a su pueblo.
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Con cierta emoción descubriremos, algunas de las tumbas de


estos artesanos, dominadas antaño por una pequeña pirámide
que las unta a la más antigua tradición. No hay grandes obras
maestras, los temas se repiten, los textos funerarios también, to-
mados de los grandes libros que guiaban al resucitado por las
rutas del otro mundo. Aquellos hombres crearon más belleza para
los demás que para si mismos. El escultor Ipuy (n.º 217), que
vivió durante el reinado de Ramsés II, es un huésped de calidad
cuya morada es marco de una desbordante actividad: lavanderos,
tintoreros, vendedores en el mercado, escenas agrícolas y, sobre
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todo, el taller del escultor donde se fabrican estatuas funerarias,


sarcófagos, muebles para la tumba. El oficio no siempre era fácil:
un carpintero se ha lastimado un hombro, otro ha recibido
polvillo de madera en un ojo. Por fortuna, el médico de la
comunidad interviene con eficacia. En la tumba de Khabeknet
(n.º 2), la mayoría de cuyas escenas fueron desmontadas y lleva-
das al Museo de Berlín, se ve a Anubis embalsamando un enorme
pescado. Imagen sorprendente cuando sabemos que el sexo de
Osiris fue devorado por un pez, lanzando así la sospecha sobre
toda la especie. Pero no puede maldecirse a toda una raza. Otro
pez ocupará el lugar de Osiris en persona, simbolizando el cuerpo
de resurrección. Los cristianos no olvidaron este símbolo. In-
herkhau (n.º 39) vivió en la XX dinastía. Su tumba contiene vari-
as escenas notables, especialmente la adoración del loto, flor
sobre la que se levanta el joven sol, y la del fénix, el pájaro
sagrado de Heliópolis, que se posa en la punta de un piramidión y
cuya llegada anunciaba grandes acontecimientos.
Concluyamos nuestra visita a la necrópolis por la tumba n.º 1,
la de Sennedjem, que data de la XIX dinastía. Contiene una es-
cena célebre: una gata, encarnación del dios Ra, maneja hábil-
mente con su pata un cuchillo y mata una serpiente debajo del ár-
bol sagrado de Heliópolis. Es la victoria del instante de luz sobre
las tortuosas tinieblas, siendo la serpiente-dragón el más temible
adversario del sol en su periplo nocturno por los espacios subter-
ráneos. Anubis, el dios con cabeza de chacal, conduce a Senned-
jem hasta los campos paradisiacos; y ésta será la última imagen
que conservaremos de la inmensa necrópolis tebana, donde la
vida en eternidad triunfa sobre la muerte.21
Dendera,
dominio de la diosa del Amor

Dendera es un extraño paraje, a la medida de los misterios que


contiene. A unos 60 km al norte de Luxor se levanta, en la orilla
izquierda del Kilo, en el linde del desierto, un gran templo tole-
maico dedicado a Hator. La ciudad cuyo corazón era el templo ha
desaparecido. Ya solo queda el edificio sagrado, soberbio en su
aislamiento, lejos del mundo profano y de su agitación. Algunas
palmeras, la montaña a lo lejos, el silencio del desierto, las piedras
de eternidad, la masa imponente del templo: en un marco como
éste el hombre es casi un intruso.
Dandara es una antiquísima ciudad, capital del 6.º nomo del
Alto Egipto. Su origen se remonta, probablemente a la Prehistor-
ia, puesto que allí se celebraban ritos religiosos en tiempos de los
«Servidores de Horus», una especie de semidioses que precedi-
eron a los faraones humanos. Ellos trazaron el plano del templo
en el que se inspiraron quienes lo embellecieron, especialmente
Keops, el constructor de la gran pirámide, Pepi I y Tutmosis III,
que desarrolló los rituales. A los principales faraones, por con-
siguiente, les inspiró una especial ternura esta ciudad de provin-
cias; ¿acaso su soberana, Hator, no era la más hermosa de todas
las diosas? Pepi I, que conservaba en un cofre de su palacio los
antiguos textos fundacionales inscritos en rollos de cobre, quiso
llevar el título de «hijo de Horus», identificándose así con Ihy, el
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dios-músico. El fin del Imperio Antiguo fue, por otra parte, una
época de gran prosperidad para Dendera. Los notables hicieron
construir allí hermosas tumbas; se excavaron también sepulturas
para vacas, perros y pájaros.

El templo actual, que data de la época tolemaica, es el último


de una serie de monumentos que forman una cadena sagrada
ininterrumpida. Advirtamos de paso que la construcción del
Dendera tolemaico se inició a finales del siglo II a. J. C., cuando
concluía la de Edfu, templo de Horus con quien Hator forma una
pareja divina. El nombre «Hator» significa, por otra parte, «tem-
plo de Horus». La diosa es el receptáculo del dios, la matriz sim-
bólica donde él es generador. Hator es también el cielo por donde
vuela el halcón Horus. Recibe el título de Hator la venerable,
como divinidad del cosmos donde toda vida adquiere forma. A
menudo se la representó en forma de una mujer con orejas de
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vaca, o una vaca celestial dando vida a los cuerpos celestes, o


amamantando al faraón que bebía así un líquido de inmortalidad.
En este aspecto fundamental, Hator es Temet, la que es, es de-
cir la contrapartida femenina de Atum, el creador. La ciudad de
Dendera llevaba el nombre de ciudad del pilar de la diosa. Ahora
bien, existen en Egipto tres pilares: Heliópolis, la ciudad de Atum,
el creador, y del Sol; Dendera, la de la creadora y Hermonthis,
Heliópolis del sur, prefiguración de Tebas.
Hator es conocida, sobre todo, como diosa del Amor. Habría
que hablar por extenso de las distintas categorías de amor, desde
el Amor creador del mundo hasta el placer físico. La diosa las en-
carnaba todas. Para ella, para la dorada, el cielo y las estrellas de-
jan oír su música, la tierra canta, las bestias salvajes danzan de
alegría. La tierra negra, de ricos cultivos, como la tierra roja del
desierto, glorifican a Hator hasta los confines del horizonte. Ella,
Hator, siembra las esmeraldas, las malaquitas, las turquesas para
convertirlas en estrellas. Iluminando el cielo u oculta en la tierra,
en sus árboles sagrados, la persea y la acacia, Hator es la alegría
imperecedera de los seres vivos. Por ella se perfuman, se maquil-
lan, llevan collares y vestidos de lino fino, por ella se danza hasta
el éxtasis y se bebe el vino de los dioses hasta la embriaguez. Uno
de los símbolos más corrientes de Hator es el sistro, un instru-
mento de música mágico cuyas vibraciones dispersan las influen-
cias negativas y atraen las energías positivas. El templo de
Dendera es llamado, además, el castillo del sistro, pues fue conce-
bido como un gigantesco instrumento de música de piedra, donde
las armonías del cosmos confluyen para embellecer la tierra.
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En su feudo de Dendera, Hator mantiene relaciones privilegia-


das con Osiris, Isis y Horas. Una parte del cuerpo de Osiris está
enterrada en Dendera y, sobre todo, allí se celebran sus misterios
de acuerdo con un largo y complejo ritual cuyo texto se ha conser-
vado. Unas capillas, construidas sobre el techo del templo, es-
taban especialmente consagradas a las ceremonias osiríacas. En
este templo, Hator e Isis están muy cerca una de otra, aunque sin
confundirse. Un pequeño templo de Isis se construyó detrás del
gran templo de Hator, como un postrer sanctasanctórum. Ambas
son madres y esposas. En cuanto a Horas, él es, como halcón cós-
mico que reside en Edfu, el esposo de Hator. Vuelven a casarse to-
dos los años, durante una gran fiesta en la que Hator abandona
Dendera y se dirige en barco hasta Edfu. Su hijo era un dios
músico, Ihy, que creaba la armonía tan cara a Hator, y otro Horus
cuya fondón consistía en unir las Dos Tierras.
Dendera parece hallarse en excelente estado de conservación.
Lo cierto es que, sólo se conserva una parte del templo, que fue
construido sobre el principio de un triple recinto de ladrillo: los
recintos del esposo de Hator, Horus, y de su hijo, Ihy, han desa-
parecido casi por completo.22 Sólo se conserva el recinto de Hat-
or, que forma prácticamente un cuadrado (280 x 290 m) y era el
más importante de los tres, y el corazón del edificio sagrado. Se
trataba de una verdadera muralla de unos diez metros de altura
que protegía eficazmente el trabajo de los iniciados en el interior
del templo.
Además del santuario de Hator, en el paraje se conservan
otros edificios. Especialmente algunos mammisis (los templos del
nacimiento del dios-hijo), un lago sagrado e incluso una iglesia
copta (n.º 2 en el plano). El visitante pasa precisamente delante
de ésta y dos mammisis (n.º 3 y n.º 4), dejándolos a la derecha,
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para llegar al gran patio (n.º 5), que precede a la actual fachada
del templo, que plantea un problema de orientación. En lo que
consideramos la realidad geográfica, el templo estaba de cara al
norte, pero, en el plano simbólico, está vuelto hacia el este, ori-
entándose, según la regla, perpendicularmente al Nilo que, excep-
cionalmente, corre aquí de este a oeste y no de norte a sur. El sím-
bolo da primacía a la realidad aparente y, por lo tanto, debemos
considerar que el eje real del templo va de este-oeste.
La fachada del templo cubierto no se parece a ninguna otra. El
universo de Hator se nos impone con sus seis columnas, que son
los instrumentos de música de la diosa, sistros coronados por la
cabeza de Hator con orejas de vaca, sobre la que se encuentra una
pequeña capilla. Hay cuatro rostros de Hator por sistro, cada uno
de ellos orientado hacia un punto cardinal, para recordar que la
diosa es soberana del cosmos. Hator, como su nombre indica, es
esencialmente una matriz sagrada, un templo en sí misma, el re-
ceptáculo femenino de la divinidad.
En los muros del entrecolumnado vemos algunos frisos de
serpientes-uraeus dispuestas a atacar a los profanos que quisieran
violar los secretos del templo. En su contorno exterior, descubri-
mos escenas fundacionales y procesiones de dioses-Nilo que
aportan al santuario las riquezas de la tierra, además de proce-
siones de mujeres que encarnan las provincias de Egipto unidas
en la celebración del culto.
En el extremo del templo, tras el sanctasanctórum, una figura
sorprendente: una gigantesca cabeza de Hator, por desgracia
dañada. A ambos lados, escenas de ofrenda de incienso y vino.
Entre los dioses y las diosas, la famosa Cleopatra que, en tiempos
de la dominación romana, soñó con devolver a Egipto un rango de
potencia mundial.
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Volvamos a la entrada del templo cubierto y penetremos en la


primera sala de columnas (n.º 7 en el plano; 43 x 25 m aproxima-
damente). En seguida nos impresiona la atmósfera de intenso re-
cogimiento que reina en este bosque de piedras, sumido en la
penumbra. A ambos lados del eje central, dos grupos de nueve
columnas. Por encima de la avenida central, inmensos buitres,
con las alas desplegadas y llevando la corona del Alto Egipto, se
alternan con discos solares alados, vinculados a la corona del Bajo
Egipto. Los dos aspectos de la realeza se reúnen en el cosmos,
donde la diosa trae al mundo el sol que ilumina el templo de
nueve rayos. El ciclo está simbolizado por una diosa, Nut, que al
anochecer devora al sol envejecido para regenerarlo en su vientre
y traerlo al mundo por la mañana. Precisamente por el inmenso
cuerpo de Nut navegan las barcas solares, están inscritas las con-
stelaciones y las estrellas y se desvelan los ritmos del universo.
Dendera, célebre por su Zodiaco que se conserva en el Museo del
Louvre, es uno de los lugares fundamentales de la astrología egip-
cia, donde se aprende a descifrar el significado de los signos, de
los decanatos, de los planetas, el curso de la luna, el ritmo com-
plementario de las horas nocturnas y las horas diurnas. No es in-
diferente que este techo-cielo conste de siete tramos. El número
siete es, precisamente, el de la diosa que posee el secreto de la
vida. La vestidura de Nut, por lo demás, está constituida por
líneas en zigzag, símbolo de las tuerzas energéticas, ondas pro-
cedentes del océano original.
Esta sala servía de lugar de enseñanza a los iniciados que en-
traban en ella por dos pequeñas puertas laterales (al este y al
oeste), para aprender a leer ese prodigioso papiro de piedra que
les ofrecía el conocimiento de las leyes celestiales que gobiernan
cada existencia humana.
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En la tierra, es decir en el dominio de las escenas que decoran


columnas y paredes, están descritos los ritos. Muchas escenas
simbólicas de Dendera merecerían un largo comentario, como la
ofrenda de los dos sistros para disipar la cólera y la violencia, el
sacrificio del oryx y el cocodrilo para sacralizar las pulsiones vi-
tales desordenadas, el rito de golpear la pelota (equivalente al ojo
de Seth), la erección del mástil de Min, una evocación de la virilid-
ad creadora, o la ofrenda del templo del nacimiento. La publica-
ción de estas escenas y de los textos que las comentan ocupa vari-
os gruesos volúmenes. Demorémonos aquí en un rito particular;
el de la ofrenda del vino a Hator. En Dendera se la representa
varias veces, pues a Hator le gusta la embriaguez que invade el
alma de los bienaventurados en el banquete del Conocimiento.
Dicha embriaguez no es consecuencia de la bebida, sino una ver-
dadera comunión mística con la diosa, un «arrebato» de todos los
sentidos. Durante la fiesta de la embriaguez, el faraón danza
delante de Hator. Se afirma que su ser es transparente, sin som-
bra en el pecho, que su pensamiento es recto, su corazón justo,
que sus manos son puras, capaces de actuar con rectitud. El vino
de Hator es una luz que desvela lo que permanece oculto.23
Al salir de esta primera sala con columnas, entramos en la sala
de la aparición, cuyo techo está sostenido por seis columnas. A
ambos lados del eje central, seis estancias. ¿Por qué ese nombre?
Porque la diosa se les aparecía a los iniciados en este lugar en
forma de estatua colocada en una barca, la que salía del templo en
las grandes festividades. Está escrito que la sala de la aparición
fue construida con alegría para que Hator se manifestase con
esplendor, protegida por la Enéada. Las tres razas de hombre, los
activos, los sabios y los seres de luz, se inclinan ante su rostro. La
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Armonía está en el templo cuando se percibe el Oro, es decir el


rostro resplandeciente de la diosa.

En las paredes de los muros, el rey funda el templo y lo ofrece


a su verdadero dueño, la divinidad. Aquí se revelaba el significado
iniciático de este ritual fundamental: construir el hombre y edifi-
car el templo son un solo y mismo acto.
Para comprender el papel de las seis estancias deben aso-
ciarse, a medida que avanzamos, de dos en dos. Primera pareja: el
laboratorio (n.º 9) a la izquierda y el Tesoro (n.º 10) a la derecha,
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lugar donde trabajaban los alquimistas y donde se anotan listas


de productos, de ungüentos, de santos óleos, de materiales pre-
ciosos. Vienen luego la cámara del Calendario (n.º 11) y la cámara
del Nilo (n.º 12), destinadas a establecer la medida del tiempo
sacro, el ritmo divino de las estaciones del que depende la
prosperidad del país. El calendario de las fiestas determina la vida
del templo, pues el agua tomada del pozo sagrado, en contacto
con el Nilo celeste, sólo puede ser utilizada durante las ceremoni-
as. Finalmente, las dos últimas estancias (n.º 13 y n.º 14) servían
para la circulación de las ofrendas cotidianas o excepcionales, en
contacto directo con la siguiente sala medianera, que llevaba pre-
cisamente el nombre de sala de la Ofrenda (n.º 15).
Allí se consagraban las ofrendas en las altares, allí se inicia
también el conjunto arquitectónico del sanctasanctórum. Cu-
alquier camino hacia el misterio se inicia con el don. Cuatro aber-
turas, practicadas en el techo, dan un poco de luz, permitiendo
descifrar la lista de las ofrendas inscrita en las paredes. Lo materi-
al (alimento sólido y líquido) es transformado aquí en alimento
espiritual para la divinidad. De este lugar, también, ascendían las
procesiones, tomando una escalera, hacia el techo del templo para
celebrar algunos ritos.
Penetramos luego en la cámara del Medio o sala de la Enéada
(n.º 16). Es el corazón del templo. Allí, el ba (el alma) de la diosa
baja del cielo y acude a habitar su morada. Aquí sólo entran los
escasos iniciados capaces de percibir la realidad de la Enéada, los
nueve dioses creadores que organizan el universo. En la cámara
del Medio, según los textos allí grabados, se recitaba un himno
para despertar a la divinidad y hacerla realmente presente. Por
encima de la ventana, un disco solar: no es sólo la luz solar lo que
penetra en esta cámara secreta, sino también la luz divina que ilu-
mina el corazón del sabio. Fulgor del sol y claridad de la luna
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(conocimiento de la mañana y conocimiento del anochecer), em-


briaguez obtenida con una bebida de inmortalidad que contenía el
sol, esos son los demás temas de la cámara del Medio junto a la
cual se encuentra una cámara de las telas (n.º 17) en la que se
guardaban las vestiduras rituales necesarias para el culto.
Detrás de la cámara del Medio viene el sanctasanctórum (n.º
17) rodeado de sus capillas. En Dendera el conjunto es bastante
complejo. Simboliza los tres mundos: el espacio subterráneo (con
las criptas), el espacio humano (donde el faraón celebra los ritos)
y el espacio celestial (el techo del templo). Además, la fiesta de
Año Nuevo es especialmente importante, puesto que parte del
sanctasanctórum está consagrada a él.
El sanctasanctórum lleva un nombre: el gran sitial, el trono
donde está instalada la divinidad. Lo rodea un «pasillo mis-
terioso»; este dispositivo arquitectónico prefigura el ábside y el
deambulatorio de las catedrales de la Edad Media. El sanctasanc-
tórum estaba sumergido en las tinieblas, de modo que era preciso
encender velas para celebrar el culto diario cuyas escenas están
grabadas en las paredes y leer las fórmulas sagradas. En el interi-
or, al abrigo de los muros que convierten el gran sitial en un tem-
plo dentro del templo, la barca de la diosa (la que exalta la perfec-
ción) y el naos que contiene su estatua de oro.
En el basamento del exterior del sanctasanctórum, encon-
tramos procesiones de dioses-Nilo y de las provincias de Egipto
que ya hemos visto en el exterior ahora están interiorizadas, colo-
cadas en el regazo de la diosa. En el misterioso pasillo, nueve pu-
ertas (en recuerdo de la Enéada) abren a once capillas, cada una
de ellas con un significado particular.24 El iniciado aprendía a
purificarse, a practicar la música sagrada, a descubrir los secretos
del fuego y de la energía, renacía en la forma simbólica del halcón
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que cruza los aires y de la serpiente que conoce las profundidades


de la tierra, renovaba su forma, era recibido por Isis y contem-
plaba la luz divina. En la gran capilla, situada en el eje del sanc-
tasanctórum y por detrás, como un tras-templo, se realizaba el úl-
timo ritual de esta iniciación a los misterios. La música, la bebida
de la embriaguez, el rito del espejo y el descubrimiento de la es-
tatua de la diosa son sus elementos clave. El iniciado, como se
precisa en las jambas de la puerta, recibe una vista y un oído nue-
vos; por ello adquiere también la intuición que le conduce hacia el
conocimiento y le permite expresar el Verbo.
El patio del Año Nuevo (n.º 18) forma, con una capilla de la
purificación y un Tesoro, un conjunto particular. El Año Nuevo es
un momento capital; pues un ciclo concluye y comienza otro. Un
mundo desaparece, otro aparece. Es un período mágico por ex-
celencia, el de la «primera fiesta» en el sentido de fiesta esencial,
durante la cual la divinidad se recarga de energía luminosa para
distribuirla luego entre los hombres.
Después de este recorrido desde la entrada del templo hasta el
sanctasanctórum, debemos subir a los techos y bajar a las criptas,
que simbolizan el mundo inferior, oculto y tenebroso. Co-
mencemos por éstas. Son doce y están situadas en tres niveles.
Son cámaras estrechas, longitudinales, algunas de ellas excavadas
en las gruesas paredes.25 El acceso a ellas es difícil, cuando no es-
tá prohibido. Es preciso agacharse, disponer de un medio de ilu-
minación y no padecer claustrofobia. En las criptas se conserv-
aban los objetos necesarios para el culto de la diosa. Están, por lo
demás, representados en las paredes, para permanecer eterna-
mente presentes: una jarra de vino, una corona, una clepsidra
para medir el tiempo, dos sistros, un templo de nacimiento a es-
cala reducida, un collar, un pilón en miniatura. La materia y las
297/471

dimensiones se indican con precisión de tal modo que los objetos


podrían reconstruirse.
Las criptas son pequeños templos donde vivían las fuerzas
divinas, regenerándose en el silencio. Unas losas, confundidas con
el pavimento, o unas aberturas ocultas en los muros eran los úni-
cos medios de acceder a esos lugares, que contenían también los
naos de los dioses, destinados a las procesiones. Las criptas son
tumbas de divinidades aparentemente muertas. Resucitan como
Osiris. Criptas similares aunque de menor tamaño, existían en
otros templos, en Kom Ombo y en Edfu. Esos espacios cerrados
servían también como celdas de meditación para los iniciados que
esperaban recibir la luz.
Se accede a la terraza por la escalera del sur (u oeste sim-
bólico), en cuyas paredes está representada precisamente la pro-
cesión que sube. La vemos como baja de nuevo por la escalera del
norte (este simbólico). Encabezando el cortejo, el dios con rostro
de chacal, Upuaut, cuyo nombre significa el que abre los caminos;
a su lado, Thot con cabeza de ibis, que regula la ceremonia. Dioses
y sacerdotes los siguen; ocho de ellos llevan la pesada estatua de
la diosa Hator en su naos.
Es el día de una fiesta fundamental y secreta, la del Año
Nuevo, a la que asiste el faraón. La procesión desemboca en el
techo del templo. Se dirige hacia un quiosco situado en la esquina
noroeste de la terraza (sudoeste simbólico). Doce columnas con
cabeza de Hator sostienen el pequeño edificio, situado exacta-
mente sobre la capilla del trono de Ra, sede de la luz. Ahora bien,
en la fiesta del Año Nuevo los iniciados se preocupan justamente
por el renacimiento de la luz creadora. Allí se celebra el rito de la
unión con el disco solar. La estatua de Hator, al cabo de todo un
año, está agotada, vacía de energía; con los primeros rayos del sol
naciente, se expone la estatua para que se recargue con la luz
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única del Año Nuevo. Cuando el cuerpo de la diosa absorbe el sol,


el ciclo está jubiloso y la tierra danza. El alma de la diosa ha lleg-
ado del cielo, volando en forma de pájaro color turquesa para
posarse en su estatua.
En el techo se celebraban otros misterios: los de Osiris, a los
que estaban consagrados dos conjuntos de capillas, al sur y al
norte (este y oeste simbólicos). Estos edificios, formados por un
patio que precedía a una sala, son el lugar de la resurrección del
dios, el supremo secreto revelado por un larguísimo ritual cuyo
texto está escrito en las paredes. Se fabricaban dos estatuillas de
Osiris, una con arena y cebada, la otra con perfumes y piedras
preciosas. Eran necesarios doce días de manipulación. Estas fig-
urillas eran momificadas para enterrarlas. Y entonces se producía
el milagro: la cebada, regada, acababa germinando. Nacían brotes
del cuerpo de Osiris, prueba material de que el dios vegetante
había resucitado. Una extraordinaria escena nos ofrece otra
prueba de ello. Más simbólica: en la abertura de una de las capil-
las está representado Osiris en su lecho de muerte, en forma de
león. Cuando la luz pasa por esta abertura, entra en el cadáver, to-
dos los días resucita a Osiris. Numerosas escenas, comentadas por
los textos, hacen de este conjunto una de las más importantes su-
mas osiríacas de Egipto.

***

A la derecha del templo, mirando hacia el sanctasanctórum, se


descubre el lago sagrado (n.º 19). Actualmente seco, resulta
curioso su aspecto, pues han crecido en él varias palmeras. De
considerable superficie (28 x 33 m), tenía una escalera en cada es-
quina y sus muros eran algo curvos para evitar que los deformase
el empuje de las tierras. En este lago se representaban escenas de
299/471

los misterios de Osiris, a las que asistía un pequeño número de


iniciados, colocados en el estrado. Treinta y cuatro maquetas de
barcas se arrojaban al agua, cada una ocupada por una divinidad.
Juntas tenían la misión de recuperar las distintas partes del
cuerpo de Osiris despedazado. El lago simbolizaba el océano de
energía primordial donde se elabora la vida, cuyo conocimiento
pleno y completo era, precisamente, el objetivo de los grandes
misterios de Osiris.

***

Detrás del gran templo de Hator se erigió un edificio muy par-


ticular, consagrado al nacimiento de la diosa Isis (n.º 20). «En ese
hermoso día de la noche del niño en su cuna, revela un texto, Isis
fue traída al mundo en Dendera, bajo la forma de una mujer
negra y rosada. Le fue dicho por su madre el cielo: eres más anti-
gua que tu madre, de ahí el nombre de Isis (juego de palabras, en
egipcio, entre la raíz «ser antiguo» y la que sirve para escribir el
nombre de Isis).» La esposa de Osiris, la gran maga, es elevada al
rango de diosa cósmica, soberana de todos los lugares sagrados de
Egipto, llevando la vida a todo lugar. Así como en Karnak, hay un
tras-templo; en Dendera, Isis resultaba ser el aspecto oculto de
Hator. La escena central de su templo, desgraciadamente muy ar-
ruinado, era el nacimiento de la diosa, traída al mundo por la gran
madre celestial, en la pared del fondo del edificio. Estamos,
efectivamente, en unos dominios femeninos donde las diosas gen-
eran la vida.
Dos tipos de edificios especialmente curiosos se conservan en
Dendera, un paraje de inagotables riquezas. El primero es un san-
atorio (n.º 21), situado a la derecha del gran patio. Es el único
ejemplo que se ha conservado aunque existieran en otros templos.
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Los enfermos seguían allí una especie de cura termal, en la que no


estaba ausente la magia. Se hartaba al paciente en el agua que
había corrido sobre una estatua divina, cubierta de textos destina-
dos a repeler el mal, al demonio y a los seres maléficos. El agua
estaba, por tanto «cargada», impregnada, de fuerzas benéficas
que eran comunicadas al cuerpo y al alma. El enfermo se identi-
ficaba con el dios vencedor de las tinieblas, adquiría su fuerza y en
definitiva libraba un combate que le permitía recuperar la salud.
Esos cuidados por el agua, que también se daba a beber, iban
acompañados de un proceso de incubación y una cura de sueño.
No imaginemos multitudes acudiendo a buscar la curación; ya
que el sanatorio no era público sino que estaba situado dentro del
recinto del templo. Un texto allí grabado evoca al ser supremo:
«Ven a mí, tú cuyo nombre se oculta a los dioses, que hiciste el
cielo, creaste la tierra, trajiste al mundo a todos los seres… Soy el
agua, soy el cielo, soy la tierra, viviendo de Maat». Es decir, que
los enfermos debían ser justos y respetar la armonía.
El segundo tipo de edificio curioso, en buen estado de conser-
vación, es el mammisi, representado aquí por el de Nectanebo I
(n.º 4) y el de Augusto (n.º 3), que data de la época romana y es
mucho más imponente que el primero. Estos edificios estaban
consagrados a la fiesta del nacimiento de un dios-hijo. El mam-
misi de Nectanebo estaba precedido por unos propileos que llev-
aban el nombre de puerta de dar Maat, es decir de impartir justi-
cia. Delante de la puerta de este templo actuaba un tribunal, re-
sponsable de examinar los litigios y de pronunciar un veredicto.
El mammisi era un verdadero y pequeño templo, con un muro,
un portal, un patio, una sala de ofrendas y un sanctasanctórum.
En el de Nectanebo podremos ver a la diosa amamantando al dios
recién nacido para infundirle fuerza y vigor. Bes, el enano bar-
budo que proporciona alegría y dinamismo. El sanctasanctórum
301/471

está consagrado a la creación del joven dios por el alfarero Kh-


num, que lo modela en su torno. Thot, guardián de la ciencia
sagrada, confirma que el niño está destinado a reinar en Egipto.
Las escenas de parto y amamantamiento, la presencia de la
Enéada de los dioses, las vacas divinas que alimentan al rey: todo
concurre a la formación espiritual y corporal del faraón, según el
modelo de los grandes rituales presentes ya en Dayr al-Bahari y
Luxor.
El mammisi romano (n.º 3), rodeado por un pórtico con
columnas cuyos capiteles son rostros de Bes risueño, favorece el
nacimiento. En los zócalos, una sorprendente procesión muestra
veintinueve formas de la diosa Hator, procedentes de distintas
provincias de Egipto. Tocan el tamboril, apartan los malos espírit-
us y se reúnen para ofrecer la cooperación del país entero en el
ritual que va a llevarse a cabo. En el sanctasanctórum, las repres-
entaciones están dedicadas, como corresponde, al nacimiento y
amamantamiento del niño-rey.

***

Alrededor del templo interior, unos bustos de león parecen sa-


lir del muro. Son gárgolas que permiten evacuar el agua de lluvia
procedente de las tormentas que a veces estallan en el Alto Egipto
y preservan así los relieves. Pero son también vigilantes guardi-
anes que apartan a los profanos y sólo permiten a los iniciados ac-
ceder a los misterios.
Dendera afirma sin ambigüedad su carácter de edificio ini-
ciático donde la diosa Hator, íntimamente vinculada a Isis, es
huésped de Osiris cuyos secretos son revelados en un gran ritual
de iniciación.
302/471

La reputación de Dendera llegaba a todo el país. Durante


siglos, lo peregrinos que acudían al templo rascaban la piedra
para llevarse algunas briznas. Aplicándolas sobre las partes
dolientes del cuerpo, era seguro que se obtendría la curación. Por
ello, también, en los relieves se ven huecos en el emplazamiento
del falo del dios Min. Los creyentes esperaban obtener así un for-
midable poder procreador. Es superstición, claro está, pero que
evocaba la eterna presencia de los dioses de Egipto.
En Dendera se evocan y desvelan muchos misterios de la vida.
La diosa del amor, la gran Hator llegada del cielo, donó sin me-
dida por los siglos de los siglos.
Abydos
o la iniciación a los misterios de
Osiris

Abydos, Arabah el-Madfunah, es la antigua Abdju, perteneciente


a la provincia de Ta-Ur, es decir la tierra primordial. El lugar,
sagrado por excelencia, donde nos encontraremos con el dios
Osiris, se halla a 560 km al sur de El Cairo y a 11 km al sudoeste
de El-Balyana.
En la antigüedad, como veremos, la peregrinación a Abydos
era considerada tan esencial como la moderna peregrinación a La
Meca. Todo viaje a Egipto debe incluir forzosamente la visita a
Abydos si bien es verdad que requiere cierto esfuerzo. El mejor
modo de llegar es alquilar un autobús o un coche, saliendo de
Luxor, y atravesar la campiña, lo que permitirá, por otra parte,
detenerse en Dendera. Es preciso contar como mínimo con una
larga jornada, pues los descubrimientos en dos parajes de se-
mejante importancia van a ser numerosos.
El viaje hacia Abydos permitirá descubrir un paisaje que no ha
cambiado mucho desde los tiempos de los faraones: cultivos, el
límite del desierto y una campiña inmutable arraigada en un
tiempo casi inmóvil.
Cuando se llega al paraje, aislado tierra adentro, el visitante si-
ente una impresión de abandono, de soledad y de recogimiento.
La antigua Abydos, que hunde sus raíces en la Prehistoria, nunca
304/471

fue una ciudad animada e importante. Era una ciudad santa


donde los misterios de la muerte y la resurrección tenían un papel
preponderante. Aquí ocurrió algo inmenso, esencial, y salta a la
vista que los hombres infligieron daños considerables a los santu-
arios primitivos. Sin embargo, descubriremos una de las mayores
maravillas del arte egipcio, el templo de Seti I, y el monumento
más enigmático de la arquitectura faraónica, el Cenotafio u
Osireón, que se halla al norte del gran templo, en su prolongación.
Muy cerca se encuentra el templo de Ramsés II. Y a su alrededor
necrópolis de distintas épocas.

Naturalmente, a primera vista se trata de un inmenso ter-


ritorio de ruinas. El gran templo de Seti I, a pesar de su tamaño,
parece casi irrisorio perdido en un desierto del que presentimos
que guarda muchos secretos. Cierto es que partes esenciales del
305/471

paraje han sufrido daños irreparables, por causa del saqueo y de


las excavaciones mal llevadas.
Abydos fue siempre un lugar santo. Los reyes de la Prehistoria
y de la I dinastía lo eligieron, al parecer, como lugar de sepultura.
Desde entonces, Abydos no dejó de ser una necrópolis. Cerca de
allí, en This, se formó la monarquía llamada «thinita»» la de las
dos primeras dinastías, a comienzos del III milenio a. J. C. De es-
tas tumbas especialmente sagradas, dada su antigüedad, ya sólo
quedan fosas privadas de superestructura y algunos pobres vesti-
gios, como fragmentos de jarras. Se supone, por lo menos, que en
la zona llamada «la madre de las vasijas», algunas de las 350 tum-
bas son realmente sepulturas reales. Un pavimento de granito
rosado las distinguía de las demás. Pero ¿por qué fueron excava-
das estas tumbas sin ningún sentido común? ¿Por qué los robos
de objetos? ¿Por qué esas huellas de incendio y a que época se
remontan?
Dos vestigios demuestran hasta qué punto el paraje de Abydos
era esencial en la memoria egipcia. No lejos de allí se identificó la
tumba del gran Zoser y en el propio paraje se halló una estatuilla
de marfil de Keops. Conmovedora reunión del creador de la forma
piramidal y del constructor de la mayor de las pirámides.
Todo es sepulcro en Abydos, desde el modesto agujero ex-
cavado en la tierra hasta el templo-tumba de colosales propor-
ciones. Los animales sagrados, como los humanos, merecen el
descanso eterno que prepara para la resurrección; por eso hay
aquí necrópolis de chacales (encarnaciones de Anubis y de un dios
primitivo de Abydos), de ibis (encarnaciones de Thot el sabio) y
de halcones (encarnaciones de Horus).
Actualmente resulta imposible descifrar el más lejano pasado
de Abydos. Ha desaparecido todo rastro. El propio Imperio An-
tiguo se ha perdido entre la bruma. En el Museo de El Cairo se
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conserva un bloque calcáreo que, originalmente, se hallaba en la


capilla de una mastaba de Abydos, perteneciente a un hombre
célebre, Uni. En el bloque figura la biografía de este sorprendente
personaje, gran viajero que se aventuró por regiones poco conoci-
das y visitó todas las canteras importantes donde trabajaban los
artesanos del faraón. Vivió en la VI dinastía, a finales del Imperio
Antiguo. Uni obtuvo la total confianza del faraón Pepi, se con-
virtió en Amigo único y llegó a desempeñar un muy confidencial
papel de juez en un asunto del harén real que no debía trascender.
Encargándose de dirigir una expedición al sur de Elefantina,
mandó maravillosamente el ejército. Ningún soldado insultó a su
camarada, robó pan o calzado ni cometió rapiña en las aldeas que
atravesaron.
El ejército regresó en paz tras haber arrasado el país de los
Habitantes-de-la-arena. Uni dirigió contra ellos cinco expedi-
ciones. Portasandalias del faraón, fue nombrado director del Alto
Egipto. Se ocupó de hacer extraer las piedras necesarias para fab-
ricar el «ataúd de los vivos» del faraón Merenré. Acudió personal-
mente a Elefantina para transportar la falsa puerta de granito ros-
ado, con su umbral y sus dinteles, y las losas del granito rosado de
la cámara superior de la pirámide de Merenré. Maestro de Obras,
alto funcionario y aventurero, Uni es una de las grandes sombras
que merodean por las desérticas arenas de Abydos.

El reino de Osiris

El más antiguo señor del lugar no es el célebre Osiris, sino, el


oscuro Khentymentiu, cuyo nombre significa «El que está a la
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cabeza de los occidentales», o, dicho de otro modo, el señor de los


muertos, un papel que desempeñará Osiris.
Abydos se convirtió en el principal lugar del culto a Osiris
porque allí se hallaba su tumba principal, la que albergaba su
cabeza. Allí vivía el alma del dios de la resurrección. Se creyó in-
cluso haberla identificado confundiéndola con la del faraón Djer,
que algunos egipcios antiguos veneraban como la del propio dios.
Había allí, en efecto, un lecho funerario en el que descansaba el
cuerpo de un dios al que una rapaz hembra, símbolo de Isis, iba a
devolver la vida.
El episodio señala el término de la historia legendaria de
Osiris, cuyas primeras noticias se hallan en la más antigua antolo-
gía religiosa. Los textos de las pirámides. El griego Plutarco, ini-
ciado en los misterios de Osiris, reveló una versión completa del
mito. Osiris era el rey de la edad de oro. Enseñó a los egipcios el
arte de la agricultura, los principios de las ciencias, el modo de
crear símbolos y obras vivas. Era amado por su pueblo como un
soberano perfecto; pero esta perfección despertó los feroces celos
del hermano de Osiris, un tal Seth, quien invitó a Osiris a un ban-
quete. Entonces, como si fuera un juego, hizo que sus huéspedes
probaran un gran ataúd. Había sido fabricado para Osiris y,
cuando éste se tendió en él, Seth y sus cómplices clavaron la tapa.
Seguro de librarse de su molesto hermano, Seth hizo arrojar el
ataúd al Nilo. Punto esencial en la tradición egipcia: Seth hizo que
el cuerpo de Osiris se dispersara por los cuatro rincones de
Egipto. Por ello, cada ciudad importante del país tenía, como
reliquia, una parte del cuerpo del dios. Por otra parte, encon-
tramos una tradición idéntica en la Edad Media con respecto a
ciertos santos o, incluso, al propio Cristo.
La mujer de Osiris, Isis, no acepta la crueldad del destino. Em-
prende una larga búsqueda, decidida a reconstruir el cuerpo de su
308/471

marido. Tras haber reunido lo que estaba disperso, por fin puede
momificar a Osiris. Pero falta el sexo, devorado por un pez en el
Nilo. Isis, la Viuda maga, tendrá el poder de devolver una nueva
virilidad a la momia. Se unirá al cadáver y el amor, más allá de la
muerte, hará revivir al difunto. De la extraordinaria unión nacerá
el joven Horus, que emprenderá un largo y difícil combate contra
Seth, el asesino de su padre. Horus subirá al trono de Egipto, su-
cediendo a su padre que, por su parte, ocupará otro trono: el de
juez de los muertos. Cada faraón será un Horus. Y cada ser hu-
mano, capaz de resucitar, un Osiris.

Estelas y una peregrinación

En el Imperio Medio (XI y XII dinastías), Abydos se convierte en


un lugar de culto nacional. Puesto que cada ser es un Osiris, el
lugar de culto del dios concierne al destino póstumo de todos los
seres. Hay que estar cerca de Osiris, participar en la vida eterna
cuyo secreto detenta. Hay que estar presente en Abydos, donde se
hallan los «padres a quienes sirven las estrellas», es decir los di-
oses fundadores que rigen la vida celestial.
El método técnico para estar presente: hacerse representar por
una estela, una especie de exvoto de piedra que se deposita lo más
cerca posible de la «escalera del gran dios», centro neurálgico de
la necrópolis abydiana. Los más ricos se hacían construir capillas
familiares. Las estelas halladas en Abydos son tan numerosas que
constituyen las nueve décimas partes de las estelas del Imperio
Medio que se conservan en los museos de egiptología. Numerosos
textos evocan una «peregrinación» a Abydos, el viaje
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indispensable para beneficiarse de las gracias del gran dios. Pero


ignoramos con detalle si esta peregrinación se efectuaba en vida
de los fieles o se trataba de un viaje del alma después de la
muerte. La peregrinación hacia la ciudad santa era un regreso a
las fuentes, una búsqueda de la serenidad, el regreso del alma
hacia la morada donde conocerá una beatitud perfecta. Varias es-
cenas de tumbas muestran una «navegación mística» hacia Aby-
dos. El difunto y su esposa navegan por el Nilo, dirigiéndose a la
ciudad santa, realizando juntos el último viaje que les permitirá
cruzar las puertas de esta vida y penetrar en el reino de Osiris.

Fiestas y misterios de Osiris

Abydos, emplazamiento funerario, era también el paraje sagrado


donde se celebraba una fiesta muy particular, los misterios de
Osiris. Dichos misterios eran tan importantes para los egipcios
que se «representaban» en los principales templos de Egipto;
pero el ritual de referencia era el de Abydos, en el que participó a
menudo el faraón en persona como primer Osiris del reino.
Esas fiestas, que pueden compararse a los misterios de Eleusis
y los misterios de la Edad Media, comportaban dos partes prin-
cipales: una pública y otra secreta. Los iniciados egipcios, como es
habitual, no redactaron un manual explicativo de estas ceremoni-
as, pero sí dejaron documentos dispersos que es preciso reunir
para tener una noción de lo que ocurría en aquellos lugares.
Es preciso imaginar, claro está, un Abydos muy distinto al que
se visita hoy. Falta especialmente el lago sagrado donde tenían
lugar ciertos episodios del mito. El tema central de los misterios
310/471

es la Pasión de Osiris, sus sufrimientos, su asesinato y su resur-


rección. Un esquema simbólico que, no lo dudemos, contribuyó
ampliamente a la formación del mito cristiano.
Los misterios eran representados por sacerdotes que hacían el
papel de los dioses Llevaban máscaras. Al comienzo de la ceremo-
nia, Osiris salía del templo, sin duda en forma de una estatua. A la
cabeza del cortejo cuyo corazón era el dios, un hombre con cabeza
de chacal llamado Upuaut, es decir el dios que abre los caminos.
Esta procesión sufría graves problemas. En el camino topaba con
los enemigos de Osiris, una pandilla de rebeldes probablemente
animada por Seth. Tenía lugar una dura batalla entre partidarios
y adversarios de Osiris, obteniendo la victoria los primeros. Se en-
traba entonces en un templo del que procedía una terrible noticia:
Osiris acababa de morir. Y la segunda salida del lugar sagrado era
un cortejo fúnebre que avanzaba lentamente, al son de una
música grave y triste. En el ataúd, Osiris momificado. Isis y Neftis,
las dos hermanas, le velaban. Se conocía el nombre del asesino: el
hermano de Osiris, Seth.
Durante un episodio secreto, en el interior de la tumba de
Osiris, éste sufría el juicio de los dioses antes de convertirse en
juez de los hombres. Era declarado «justo de voz», acorde con la
regla de la Armonía universal.
Mientras Osiris era coronado rey del otro mundo, su hijo Hor-
us seguía combatiendo en tierra, para no dejarla abandonada en
manos de Seth. La victoria de Horus y la resurrección de Osiris es-
taban íntimamente ligadas. Y se asistía a la salida del dios de su
tumba; por las aguas del lago mistérico navegaba su barca
sagrada (la nechemet) antes de regresar al templo donde per-
manecía hasta la celebración de los siguientes misterios. Los ini-
ciados participan en la navegación ritual. Algunos llevan, incluso,
el gobernalle de la barca. Los difuntos, en los textos escritos en
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sus estelas, desean poder pertenecer a esa cofradía después de


haber pasado ante el tribunal del otro mundo.
Al finalizar los misterios, se encendían lámparas para celebrar
la victoria de la luz sobre las tinieblas. La regla era respetada en
todos los grandes templos y, sin duda, en los pequeños santuarios.
Todo Egipto, como antaño los países de Europa durante la fiesta
de San Juan, en el solsticio de verano, se convertía en una in-
mensa luminaria a la gloria del dios resucitado, mensajero de la
esperanza.

El gran templo de Seti I

El templo donde se encuentran extraordinarios bajorrelieves, con-


siderados por algunos como los más hermosos de Egipto, se
deben a un faraón excepcional, Seti I, fundador de la XIX
dinastía, padre de Ramsés II, notable administrador, jefe guerrero
que supo dominar a los enemigos de Egipto, Seti I lleva un
nombre por completo sorprendente: «El hombre del dios Seth»,
es decir el asesino de Osiris. ¡Y fue él, Seti I, el Maestro de Obras
del gran templo de Abydos! No cabe duda que no se debe al azar:
Seth, por medio del faraón, rinde un inmenso homenaje a su
hermano Osiris. Seth había sido condenado por la asamblea de los
dioses a llevar eternamente a Osiris, servirle de soporte y de me-
dio de transporte. El gran templo es la manifestación en piedra de
este apoyo; era, por tanto, un deber para un rey llamado Seti I
aumentar su magnificencia y su tamaño.
La planta del edificio resulta especialmente curiosa. Recuerda
la forma de una escuadra y la del jeroglífico egipcio que sirve para
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escribir la palabra «dios» ( ). Seti I construyó el edificio «con


corazón alegre», para convertirlo a la vez en un palacio de etern-
idad (que el griego Estrabón denomina el Memnomium) y en una
gigantesca ofrenda a Osiris. Debe advertirse, por otra parte, que
en las numerosas escenas rituales que adornan los muros del tem-
plo, Osiris y Seti I se identifican el uno con el otro: el dios tiene el
rostro del rey, el rey encarna al dios.
Seti I dotó con abundancia su templo de Abydos, propor-
cionándole importantes ventajas económicas. Los demás reyes del
linaje de los ramésidas se encargaron del mantenimiento del edi-
ficio que, sin embargo, nunca se terminó: debemos ver en ello una
intención simbólica ya que cada templo era una obra en perpetua
evolución hasta el final de los tiempos.
Este templo nada tiene de fúnebre o triste. La inmortalidad
osiríaca es gozo y serenidad; ésos son los sentimientos que se de-
sprenden de las admirables escenas rituales que antaño estaban
reservadas a los iniciados en los misterios de Osiris.
Al efectuar la peregrinación a Abydos, somos invitados a la
corte del rey del otro mundo. Al penetrar en el templo, vamos a
abandonar el universo aparente y a entrar en un universo ritual,
en una familia del más allá cuyo padre, exigente pero justo, es
Osiris.
Dos números sagrados rigen el templo: el 2 (a causa de su
forma, tenía dos pilones, dos patios, dos hipóstilas) y el 7: siete
puertas de entrada permiten acceder al interior, siete tramos que
cruzan las dos salas hipóstilas llevan cada una a siete capillas
donde revelan los ritos realizados por el faraón para mantener la
vida divina en la tierra. Siete contiene el secreto de la vida en es-
píritu. Para crear materia viva, el mago debe operar de acuerdo
con el siete. Para unir en la tierra lo que debe permanecer atado
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en el cielo, hay que utilizar el siete. El número se adecuaba, pues,


perfectamente a los misterios de Osiris, el dios que conoce el
secreto del paso entre vida y muerte.
Abydos es un mundo ritual tan complejo y completo que ser-
ían necesarios varios meses para estudiar todos sus detalles, para
comprender su sentido. Pensemos simplemente que el «ritual del
culto divino diario», del que ese templo da una versión muy com-
pleta, exige varios años de estudio. Sin embargo, no nos desalen-
temos; la prodigiosa belleza que nos aguarda en este lugar nos
deslumbrará bastante como para que la peregrinación a Abydos
sea un momento inolvidable.
Del gran templo de Seti I sólo queda hoy lo esencial. El pilón,
los dos grandes patios, el jardín y los árboles han desaparecido.
Los vestigios prueban que las escenas rituales mostraban al rey
como guerrero y como sacrificador: un «guión» clásico en los ac-
cesos a un templo egipcio.
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La fachada del templo, tal y como se conserva, no es por tanto


una verdadera fachada, sino que se trata en realidad de un pórtico
con doce pilares que servía de fondo al segundo gran patio. Acce-
demos entonces directamente al templo cubierto y a la primera
sala hipóstila (n.º 5 en el plano) por una corta rampa. Y en
seguida se produce el contacto con el Siete: siete puertas, cuatro
de las cuales fueron cegadas en tiempos de Ramsés II por razones
desconocidas.
A la izquierda de la entrada de este templo cubierto, reservado
a los iniciados, el faraón Ramsés II lleva a cabo el acto supremo
del culto, que resume en sí mismo todas las escenas que contem-
plaremos a continuación: ofrece una estatuilla de la diosa Maat, la
Armonía universal, a una tríada muy particular, compuesta por el
dios Osiris, su esposa Isis y el faraón Seti I. Indiscutiblemente,
éste aparece considerado aquí como Horas, hijo de Osiris e Isis.
Él, el hombre del dios Seth, será el salvador y el heredero de
Osiris. El texto que acompaña a esta representación fue com-
puesto por Ramsés II para insistir en el culto rendido a su padre
Seti I. Afirma haber proseguido los trabajos interrumpidos por la
muerte de éste. Durante un viaje ritual a Abydos, el gran Ramsés
sufrió una inmensa decepción. El santuario, magnífico y célebre,
se hallaba en un inquietante estado de decrepitud. ¡Si no se inter-
venía, podía derrumbarse! Ramsés tomó en sus manos el asunto y
el templo recuperó pronto su esplendor.
No hay que conceder el menor valor histórico a este texto
sagrado. Se trata de una situación simbólica que se repite con la
muerte de cada faraón. Cuando un rey muere, el desorden
amenaza al mundo. La desgracia se abate sobre Egipto. Los tem-
plos caen en ruinas. Sólo hay una solución para evitar el desastre:
que un nuevo rey ilumine el país, que restaure los edificios. Y así
será a lo largo de toda la historia egipcia.
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Adentrémonos en la primera sala hipóstila (n.º 5 en el plano,


52 por 11 m). Es mucho más ancha que larga y, naturalmente, está
dividida en 7 tramos que corresponden a las 7 capillas que con-
stituyen el núcleo del templo. Aquí se trata de la sala de adoración
de las triadas. Cada una de las 7 divinidades del templo forma
tríada con esposa y heredero, recordando la triada primordial:
Osiris, Isis y Horus. El faraón rinde homenaje a esas siete triadas.
Se atrae así esas potencias divinas y podemos considerar que el
iniciado pasaba aquí por siete grados de conocimiento. En el
muro del fondo de esta sala, a la derecha, vemos otra escena im-
portante: la purificación del rey practicada por dos dioses, Horus
y Thot. Horus es el protector de la función real, Thot es el señor
de los jeroglíficos y el guardián de la ciencia sagrada. Purifican al
faraón con la energía creadora. Éste queda despojado de sus im-
purezas, se beneficia de la magia divina que le permitirá dirigirse
hacia la triada osiríaca, conducido por dos guías, Upuaut, el que
abre los caminos, y Horus, que le brinda su protección a lo largo
de toda su andadura. Asistimos aquí a un episodio secreto de los
misterios de Osiris: el faraón purificado presenta a la triada un
cofre en el que se conservaban papiros. El papiro enrollado y sel-
lado, en lengua jeroglífica, es símbolo de las ideas abstractas y del
conocimiento. En estos rollos se escriben los rituales y las palab-
ras de los dioses. El faraón ofrece al señor del templo la ciencia
sagrada de la que es depositario, probándole así que los secretos
no han sido revelados y que todo está en orden.
Entremos ahora en la segunda sala hipóstila, de la misma an-
chura que la primera y que cuenta, también, con 24 columnas (n.º
6 en el plano).
Los capiteles de las columnas son papiros cerrados; damos un
nuevo paso hacia el misterio. El suelo asciende, el techo baja. Para
manifestarlo de un modo explícito, el Maestro de Obras suprimió
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los capiteles de las últimas columnas, reduciendo así su altura.


Los bajorrelieves, de una belleza que deja sin aliento, muestran a
Seti I llevando a cabo los actos rituales en presencia de algunas
divinidades, especialmente incensamientos. Ahora bien, la pa-
labra «incienso», en egipcio, significa literalmente «hacer
divino». Al incensarlas, el faraón incrementa la divinidad de las
divinidades, les devuelve energía.
Cerca del acceso al santuario de las siete capillas, una escena
que hemos ya visto en la pared a la izquierda de la actual entrada:
el faraón haciendo la ofrenda de Maat a la triada osiríaca. La es-
cena es idéntica y, sin embargo, distinta, pues muchos episodios
rituales han tenido lugar entre ambos actos comparables. De
hecho, se ha consumado todo el itinerario desde el comienzo del
templo cerrado hasta el santuario. Esta ofrenda prueba que el ini-
ciado ha seguido el camino justo y que ha respetado constante-
mente la armonía durante su evolución hacia el sanctasanctórum.
Son 36 escenas, es decir 3 x 12, tres ciclos completos, nueva
idea de una tríada que evoca la totalidad de los actos necesarios
para que los dioses estén presentes en tierra.
Cada mañana, en cada templo de Egipto, el rey abandonaba su
imagen grabada en la pared del templo y penetraba en el cuerpo
del sacerdote encargado de ejercer su función. En todas partes, en
el mismo momento, el espíritu del rey actuaba.
Primer acto indispensable: la purificación. En Abydos, el rey
es purificado por los dioses Horus y Thot. El agua que mana de
sus jarras es la propia vida y la energía creadora. En los templos,
algunos sacerdotes llevando las máscaras de los dioses puri-
ficaban al que iba a celebrar los misterios. El faraón, para ejercer
su función, ha abandonado sus ropas de gala, tan suntuosas y
variadas en el Imperio Nuevo. Se ha puesto el vestido antiguo,
parecido al modelo del Imperio Antiguo. El rey se remite así a la
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edad de oro, cuando la sencillez era regla. Al entrar en el santuar-


io donde reinan las tinieblas, el faraón aporta la luz. Procede a in-
censamientos y fumigaciones, sacralizando y purificando la at-
mósfera en la que oficia. Al fondo de la capilla, un naos que con-
tiene la estatua de culto de la divinidad. Las puertas del naos es-
tán cerradas. En su interior, la estatua descansa en las más pro-
fundas tinieblas. Es sólo un soporte que puede vaciarse de su sus-
tancia. Para que «funcione» realmente, es necesario que se con-
jugue la voluntad del faraón de hacer que el poder divino y el
amor que siente por el rey bajen a la tierra. Con precauciones y
veneración, el faraón rompe el frágil sello que cierra las puertas
del naos, un sello que él mismo había colocado la víspera al
anochecer, pues sólo el rey puede hacer y deshacer. Corre el cer-
rojo que los textos identifican como el dedo de Seth. El faraón es
Horus que abre lo que Seth había cerrado, que revela lo que su
hermano había escondido. El texto ritual que el rey pronuncia
entonces explica que ofrece al dios el Ojo de Horus, es decir el
símbolo de todas las ofrendas. Además, este ojo está compuesto
por distintas partes (cejas, pupila, etc.) que dan la clave de todas
las medidas. Pero cuando el Ojo se reconstruye, la adición de las
fracciones que lo componen da un resultado imperfecto. Falta una
parte, exactamente como en el caso de Osiris. El faraón, Horus y
Osiris al mismo tiempo, es la parte que falta. Por su acción, la vida
es reconstituida en su plenitud.
En el texto egipcio, las puertas del naos llevan un nombre pre-
ciso: «las puertas del cielo». De modo que al abrirlas el faraón
abre el cielo. Y contempla entonces el secreto de los secretos: la
presencia de la divinidad en el corazón del cielo. La contempla
largo rato. Como el águila es el único ser que puede mirar
fijamente al sol sin quemarse los ojos (siendo ese águila la tras-
posición occidental del halcón de Horus), el faraón es el único ser
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que puede mirar de frente a la esencia divina penetrando en su


soporte, la estatua del culto.
El faraón se inclina ante la omnipotencia de la que se convierte
en heredero y responsable en esta tierra. A través del verbo, celeb-
ra la divinidad y procede luego a un incensamiento. Entrando en
el cielo, el rey ve entonces la Luz, llamada aquí Atón. Esta Luz de
los orígenes se ha corporeizado, se expresa en la forma del disco
solar. Vemos que las ideas de Ajnatón, que eran en gran parte las
de la ciudad santa de Heliópolis en el Imperio Antiguo, no son
condenadas en el secreto del templo. El rey estrecha a la divinid-
ad, dándole el abrazo fraternal. Es la unión de lo humano y lo
divino, el intercambio de los alientos que les son indispensables a
ambos, la fusión de ambas naturalezas, la alianza del cuerpo mor-
tal y el cuerpo inmortal. Al entregar el Ojo de Horus, el faraón
ofrece una nueva mirada a la divinidad, una nueva mirada que
también se entrega a sí mismo, para seguir dirigiendo Egipto por
el justo camino correcto. Así, la presencia divina es reanimada, el
corazón del templo late de nuevo durante un día, durante un ciclo
completo, análogo a la eternidad. Pero la energía se agotará y
mañana habrá que repetir el ritual para que esta vida se renueve.
Todos estos actos se repiten por segunda vez. Primero porque
hay dos países, el Alto y el Bajo Egipto; luego, porque hay una
«vía de Horus», la del instante y la mirada que modifica lo real
por el mero hecho de «ver», y una «vía de Osiris», que es la de la
continuidad, el tiempo, el ciclo, las pruebas que deben superarse.
Acto final de ambas celebraciones: la ofrenda de Maat, la Armonía
universal, que ya hemos visto dos veces. Es el acto espiritual por
excelencia. La divinidad se «recarga» de Maat, de la Rectitud, del
equilibrio, de la armonía que tiene como responsable al faraón.
Es, al mismo tiempo, la verdad de una vida humana y la de la
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sociedad faraónica lo que, aquí, está magnificado y transfigurado


por la divinidad.
El ritual del culto diario prosigue con acciones simbólicas ref-
erentes al «mantenimiento de la estatua de culto», a la que el rey
ofrece telas, incienso y ungüentos. La reviste de belleza, la puri-
fica, la viste, la perfuma. Cuando haya realizado todos los pasos,
devolverá la estatua renovada al naos. Tras una última purifica-
ción, el faraón cierra las puertas del naos y las sella.
Como era de esperar, la capilla de Osiris (n.º 8 en el plano), el
dueño del templo, presenta notables particularidades con re-
specto a las otras seis. En el muro del fondo de éstas, hay una es-
tela que recuerda la estela de ofrenda de las mastabas, las tumbas
del Imperio Antiguo. En la capilla de Osiris no es así, pues el
muro del fondo da a un pasaje que lleva a una especie de tras-
templo, situado al fondo del edificio detrás de las siete capillas.
Este «templo» particular de Osiris consta de una sala principal de
diez columnas, con tres capillas a la derecha y, a la izquierda, una
salita con cuatro columnas que termina también con tres capillas
(n.º 9 en el plano). El conjunto está consagrado a Osiris, Isis,
Horus y al rey en Osiris. Es muy probable que aquí se llevaran a
cabo ritos secretos de los misterios de Osiris, tal vez el recibimi-
ento a los nuevos miembros en la cofradía principal, dirigida por
el faraón en persona.
Un detalle excepcional de este tras-templo: en la esquina
noroeste del edificio, una pequeña sala con dos columnas que no
tiene abertura alguna y resulta por ello inaccesible a los humanos.
El Maestro de Obras indica del modo más claro que el secreto de
los misterios de Abydos nunca será violado.
Hemos recorrido el eje principal del templo, desde la primera
sala hipóstila hasta el tras-templo de Osiris, pero falta una parte a
nuestra izquierda, hacia el sudeste.
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Para acceder a ella, situémonos delante de la capilla de Seti I,


la que está más a la izquierda de las siete. Al cruzar la puerta, en-
tramos en una sala con tres columnas que da a una capilla con-
sagrada al dios Nefertum (a nuestra izquierda) y otra al dios Ptah-
Sokaris (a nuestra derecha). Se trata de divinidades funerarias,
especialmente vinculadas a la región de Menfis y que intervienen
en los ritos de resurrección. La escena más importante, que se en-
cuentra en la capilla de Ptah, muestra a Isis en forma de ave rapaz
despertando la virilidad de Osiris muerto y haciéndose fecundar
para dar nacimiento a Horus.
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Al salir de la sala con tres columnas que precede a estas dos


capillas, salgamos por la puerta que nos ha permitido entrar y
tomemos otra vía de acceso en el ala sur del templo (n.º 12 en el
plano), una puerta situada al extremo de la segunda sala hipóstila
(pared sudeste). Adentrémonos entonces por un largo pasillo
donde nos aguarda un insólito espectáculo. En el techo, estrellas y
cartuchos reales (es decir unos óvalos que contienen el nombre de
los faraones). En los muros, Seti I acompañado por su hijo Ram-
sés realiza la ofrenda del incienso a 76 faraones que reinaron
antes que él. Se trata de una de las dos «listas reales» o «tablas de
Abydos» a las que los historiadores han dedicado ávidamente sus
esfuerzos. Sin embargo, no es un documento histórico, al menos
para los egipcios. A Seti I no le preocupa en absoluto la precisión
en este terreno y no intentó establecer un manual para uso de
egiptólogos. Faltan grandes nombres como Ajnatón o la reina
Hatsepsut. Pero el primero centró su acción religiosa en Atón, de-
jando en la sombra a Osiris y la segunda celebró, sobre todo, la
gloria de Amón-Ra. Tal vez la elección de Seti I se explique por el
deseo de establecer un linaje «osiríaco» del faraón. Sea como
fuese, se trata de antepasados venerados que siguen guiando al
faraón. El techo es, por lo demás, muy explícito: el alma de los
reyes muertos ascendía al cielo para fundirse en la luz y conver-
tirse en estrella. Además, el óvalo del cartucho es el circuito del
universo que rodea el nombre de cada faraón. Debemos entender
que nos hallamos en el cosmos, en presencia de almas de luz, y
cada noche podemos interrogar a las estrellas del cielo para cono-
cer los pensamientos y los preceptos de los faraones de Egipto,
presentes para siempre entre nosotros.
Una vez en este pasillo de la lista real, hay dos posibilidades: o
dirigirse hacia las salas del sur (n.º 14 en el plano) o tomar la
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escalera (n.º 15 en el plano) que antaño llevaba al tejado del tem-


plo y que hoy es una vía de acceso al cenotafio.
Después de las maravillas que hemos contemplado, las salas
del sur sólo pueden parecemos decepcionantes. En la primera sala
de seis columnas que se abre en el pasillo de la lista real se depos-
itaban, probablemente, las barcas de los dioses utilizadas durante
las procesiones (n.º 16 en el plano). Las demás salas son «alma-
cenes» para los objetos sagrados, talleres, dependencias diversas,
en resumen, la parte «económica» y práctica del templo de Aby-
dos donde, especialmente, se sacrificaban los animales con vistas
a las ofrendas rituales. La mayor parte de las escenas no están ter-
minadas: por lo general están dibujadas, a veces se les han aplic-
ado algunos colores, pero siguen siendo simples esbozos. Apa-
sionantes, sin embargo, para quienes pretendan conocer los
secretos técnicos de los artesanos egipcios.
Salgamos ahora del templo de Seti I por una escalera que, sin
embargo, se halla en el interior del edificio sagrado. Por eso sus
paredes están decoradas con escenas rituales. Puede verse sobre
todo a Ramsés II que, en la pared de la derecha, venera la memor-
ia de su padre Seti I y, en la pared de la izquierda, le agradece que
haya edificado el templo. En la pared de la derecha una escena
curiosa y original: la caza del toro, atrapado a lazo por Ramsés II y
uno de sus hijos. Toro, en jeroglífico, se dice ka; es una de las ex-
presiones de la energía creadora y uno de los animales del sacrifi-
cio. No hay violencia alguna en esta escena de caza: el faraón ini-
cia a su sucesor en la captura de esta energía necesaria para la
vida. En la pared de la izquierda, Ramsés II conduce cuatro
bóvidos hacia el lugar del sacrificio y organiza la captura de aves
acuáticas que serán ofrecidas a los dioses. Se insiste pues, aquí, en
el tema del sacrificio y de la ofrenda de lo más hermoso y más rico
que la naturaleza ofrece.
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El cenotafio u Osirión

Paraje excepcional, monumento excepcional. Exactamente en el


eje del gran templo, detrás de él, se construyó un extrañísimo edi-
ficio. Dada su posición, es indisociable del gran templo. Ambos
monumentos están colocados «espalda contra espalda», sus mur-
os del fondo —y en consecuencia sus sanctasanctórum— distaban
sólo unos 3,50 m.
Aunque ambos monumentos estén en el mismo eje no están
situados al mismo nivel: el cenotafio está situado claramente más
abajo con respecto al gran templo, por razones simbólicas que ex-
pondremos más adelante.
¿Por qué ese complicado nombre de cenotafio? El término
designa una tumba muy particular, en el sentido de que no con-
tiene cuerpo. No es una sepultura ficticia, sino una tumba de or-
den simbólico que no está destinada al cuerpo sino al alma. De ese
modo, un rey puede disponer de varias sepulturas.
Esta práctica seguía utilizándose durante nuestra Edad Media.
De ese modo el cenotafio de Abydos puede considerarse la tumba
espiritual de Osiris, el lugar donde se preservan los aspectos ab-
stractos e intemporales del dios.
Sólo en 1903 se descubrió este monumento esencial de la reli-
gión egipcia, después de haber retirado una impresionante masa
de escombros. Al contemplar el aspecto macizo de ese monu-
mento de piedra caliza, gres y granito, se pensó inmediatamente
en el templo de Kefrén. Pero resultó que el cenotafio era obra de
Seti I, que había creado un prodigioso conjunto a la gloria de
Osiris.
Es cierto que el cenotafio existía ya antes de la XIX dinastía,
pero Seti I le dio un aspecto colosal. Hoy, el monumento se
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contemplará desde arriba, sin poder acceder a todos los detalles.


Por ello debemos ceñirnos sobre todo a su significado global.
Tumba espiritual de Osiris, el cenotafio es también una es-
pecie de monumento subterráneo del que hoy distinguimos el
núcleo secreto, es decir una austera sala con diez pilares. Esta
sala, de un aspecto voluntariamente muy arcaico, es la isla en mit-
ad del mundo, la colina primordial, la primera eminencia surgida
de las aguas primordiales durante la creación del mundo. No
olvidemos que estamos en la provincia de Ta-Ur, «la tierra prim-
ordial», donde forzosamente debía figurar semejante monumento
simbólico.
Durante la crecida de las aguas del Nilo, el cenotafio, constru-
ido en una especie de hondonada, se convertía entonces de un
modo concreto en una isla rodeada de agua. Es probable también
que se plantaran árboles, entre ellos acacias, para dar la imagen
clásica de la tumba de Osiris: un montículo coronado por un
vegetal.
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La visita del cenotafio presenta ciertas dificultades. La escalera


moderna que lleva al corazón del monumento y que puede to-
marse al salir del templo de Seti I, no es la verdadera entrada.
Ésta era muy original. Situada al noroeste del edificio, tenía el as-
pecto de un pozo excavado en pleno desierto. Y es preciso pensar
aquí en los pozos funerarios de las tumbas del Imperio Antiguo,
que sólo el alma del muerto podía tomar para llegar a la sepul-
tura. Era preciso bajar unos diez metros bajo tierra para llegar a
un corredor, abovedado en parte y en parte a ciclo abierto. En las
paredes, extractos de textos religiosos, «el libro de las puertas»,
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«el libro de lo que hay en la cámara oculta», «el libro de las cav-
ernas». El alma del difunto y los iniciados de esta tierra deben
conocer bien esos textos que les permiten recorrer las rutas del
otro mundo y evitar los peligros durante su viaje hacia la luz. El
corredor desemboca en una especie de vestíbulo del que sale otro
pasillo que termina en un segundo vestíbulo, más amplio que el
primero y que precede a la sala central.
Por todas partes, textos y representaciones extraídos de las
colecciones funerarias reales del Imperio Nuevo, literatura
sagrada que prolonga y desarrolla las antiguas antologías de las
pirámides y los sarcófagos. En el gran vestíbulo, los textos
pertenecen al Libro de salir a la luz (el mal llamado «Libro de los
muertos»). El libro proporciona, en efecto, las fórmulas mágicas
necesarias para cruzar los pasos peligrosos, responder a las pre-
guntas de los guardianes de puertas y de los jueces del más allá.
Gracias al Conocimiento, es posible recorrer el estrecho paso que
conduce a la gran sala con diez pilares de granito rosado, el
corazón del cenotafio. Es la isla que hemos evocado, la colina
primordial. Estamos aquí en contacto con el origen de la creación.
En la isla, dos cavidades, una cuadrada y la otra rectangular.
Se han hecho muchas preguntas sobre su significado. Dado que
estamos en la tumba de Osiris, es probable que estas cavidades
contuvieran un sarcófago para la estatua divina y un cofre para los
canopes, es decir cuatro vasos que contenían las vísceras sim-
bólicas, protegidos por los cuatro hijos de Horus. Aquí se celebra-
ban ceremonias reservadas a los iniciados en los misterios de
Osiris; vivían la resurrección del dios confundida con el origen de
la vida y el nacimiento del mundo.
Tras la sala con pilares se halla la última sala del templo, largo
rectángulo con techo de doble pendiente en el que se grabaron
textos y representaciones astrológicas y astronómicas. Por
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desgracia el conjunto está bastante degradado a causa de una


humedad contra la que no se han empleado medios de lucha sufi-
cientes. Las informaciones «celestiales» son aquí capitales: por
ejemplo, una lista de los decanatos, el modo de estudiar las con-
stelaciones, la manera de construir un reloj de sol. Se revelan
también las distintas etapas del viaje nocturno del sol que, en el
mundo subterráneo, afronta terribles peligros antes de renacer
por la mañana. Detalle esencial: Seti I, rey-dios y adepto de Osiris,
forma parte de la tripulación de la barca del sol, participando así
activamente en la victoria de la luz sobre las tinieblas.
Una escena nos proporciona sin duda la clave de esta sala: se
trata de la representación de la diosa del cielo, Nut, levantada por
Chu, señor del espacio luminoso. En el reverso de la tapa del sar-
cófago, que estaba en contacto con la momia, se grababa una
figura de la diosa Nut. El cuerpo del difunto se unía con el cuerpo
de su madre celestial, que le recibía en los paraísos eternos. Se ad-
vierte entonces que esta sala, que constituye el sanctasanctórum
del cenotafio, no es sino la figuración simbólica del sarcófago que
contiene el alma de Osiris. Aquí estamos en el cielo. Osiris, dios
de los muertos y de los espacios subterráneos, encuentra así su
lugar en las inmensidades cósmicas, regresando a la fuente de la
que brotó.

El templo de Ramsés II

Del templo de Ramsés II, que se encuentra a la derecha del gran


templo de Seti I, al noroeste, sólo quedan algunos vestigios. Sus
techos, las partes superiores de los muros y el pilón han
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desaparecido. Subsisten, sin embargo, hermosísimos relieves. Los


artesanos de Ramsés II consiguieron aquí un refinamiento en la
expresión digno de los relieves del gran templo. El templo del
hijo, aunque más pequeño que el del padre, probablemente no le
iba a la zaga en perfección. La planta, sencilla, es legible todavía:
un primer pilón destruido, un primer patio, un segundo pilón, un
segundo patio, una escalera que daba acceso a un pórtico, una
primera sala hipóstila, una segunda sala hipóstila y un santuario
que comprendía tres capillas.
Puesto que el primer pilón y el primer patio han desaparecido,
se aborda el templo por un segundo pilón, muy degradado. El se-
gundo patio se caracterizaba por la presencia de 26 pilares osiría-
cos. Algunos relieves admirables por su estilo muestran animales
destinados a los sacrificios rituales, como el oryx o la gacela (ani-
males del dios Seth), procesiones de portadores de ofrendas que
llevan al templo los frutos de la tierra y desfiles de prisioneros
procedentes del norte, los asiáticos, y del sur, los nubios. Dicho de
otro modo, toda la tierra se reúne en el templo para hacer ofrenda
a los dioses.
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En el muro del pórtico, que cierra este patio, una escena espe-
cialmente interesante: una ceremonia de ofrenda cuyo protag-
onista es un toro florido. El animal, que encarna la potencia viril
por excelencia y que es uno de los símbolos del faraón, que lleva
una cola de toro en la parte posterior de su taparrabos, ha sido
aquí pacificado, está tranquilo. En el mismo muro podemos ver
nuevos portadores de ofrendas y otros desfiles de prisioneros.
El derrumbamiento de las partes superiores del templo decap-
itó las escenas que había en las dos salas hipóstilas y en el santu-
ario. Una degradación tanto más lamentable cuanto los colores se
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han conservado admirablemente. Es preciso dedicar tiempo a


descubrir este o aquel detalle y utilizar, especialmente, la luz del
atardecer para fotografiar los numerosos personajes grabados en
estas piedras tan maltratadas por el tiempo.

¿La muerte de Abydos?

En la XXVI dinastía —época saíta— todavía se erigen estelas en


Abydos. El esplendor religioso de la ciudad sigue siendo consider-
able. Pero su declive, que comenzó en los reinados de los últimos
ramésidas, se acentuó luego de modo irreversible. Faraones y
Maestros de Obras se apartan del antiguo paraje para construir o
embellecer otros templos en otros lugares. Paradójicamente,
cuando Abydos va a sumirse poco a poco en el olvido, el culto de
Osiris se extenderá por toda la cuenca mediterránea antes de lleg-
ar a regiones más lejanas. Podremos encontrar, incluso, la escena
de la resurrección de Osiris en la fachada de la catedral de
Gniezen, en Polonia, que data del siglo XIII. A fines de la civiliza-
ción faraónica, Abydos es una pequeña ciudad olvidada. El pueblo
se ha vuelto hacia otras divinidades, de las cuales la más resist-
ente al cristianismo será el malicioso enano barbudo, Bes. Mien-
tras el silencio del desierto reina en el paraje de Abydos, Bes res-
iste a los monjes, les hace mil jugarretas, despliega todas las fa-
cetas de la magia para asustar a los intrusos. Bes no es un diablo
ni un genio secundario: su nombre significa «subir», «iniciar», y
es la última expresión de los misterios de Egipto que conocieron
en Abydos una particular intensidad.
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Abydos no morirá nunca. En primer lugar porque realizamos


hoy la peregrinación prescrita a los antiguos; luego porque los
misterios de Osiris fueron transmitidos a cofradías iniciáticas,
como las de constructores de catedrales. La leyenda de Hiram,
que con tanta precisión transcribió Gérard de Nerval en su Viaje a
Oriente, es el núcleo de la iniciación al grado de Maestro Albañil
del Rito Antiguo. Ahora bien, esta leyenda es una fidelísima tras-
posición de la leyenda de Osiris. El dios egipcio sigue así viviendo
en su medio natural, la iniciación, aunque poquísimas logias sean
conscientes de la inmensa herencia de la que son responsables.
Isná
y los secretos de la creación

Isná es un curiosísimo edificio, tratado a menudo con negligencia


por las guías más completas. A 58 km al sur de Luxor, la ciudad
de Isná es una plaza comercial; fue la capital de un nomo en el
Antiguo Egipto y se veneró en ella a un pez sagrado que evocaba
las aguas primitivas donde se formó la vida. Por allí pasaban cara-
vanas cargadas de productos importados del Sudán. Se vendían
camellos. Centro comercial próspero, sobre todo en el Imperio
Nuevo, Isná era el punto de llegada de pistas que conectaban el
Valle del Nilo con los países del sur. Nada de ello resulta sorpren-
dente; cuando se llega a Isná por el Nilo, se abandona el embarca-
dero para entrar en las calles de un gran pueblo árabe y nos pre-
guntamos adonde vamos a llegar. No hay masa de piedras a la
vista ni templo en el horizonte. Y, de pronto, salta la sorpresa: en
plena ciudad, a 9 metros por debajo del nivel de la calle, una gran
sala con columnas (33 x 16,5 m). Esta única parte que subsiste del
templo está curiosamente aislada en ese agujero, vestigio al mar-
gen del tiempo y del espacio de los hombres.
Esa extraña sala de columnas es todo lo que se ha conservado
de un templo tolemaico, último avatar de un edificio anterior con-
struido en la XVIII dinastía, en esta ciudad del dios carnero Kh-
num. Isná dormita. No veremos allí edificios modernos. Artes-
anos y comerciantes viven todavía al compás de los siglos
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pasados, están lejos del progreso. Todo parece aquí cerrado, mis-
terioso, encerrado en sí mismo. La fachada de la sala con colum-
nas presenta muros que tapan la vista y la aíslan del profano. Los
sacerdotes entraban por puertas laterales.
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Los cristianos transformaron la sala en iglesia. Los árabes la


habitaron y la rodearon de casas. A comienzos del siglo XIX, con-
cibieron el proyecto de derribarla y utilizar las piedras para re-
parar el embarcadero de época romana. Finalmente, se consideró
más oportuno utilizar el viejo edificio como almacén para el
algodón.
En tan miserable estado descubrirá Champollion el templo en
1828. Hoy está ya despejado, y muchas sorpresas aguardaban a
quienes iban a conceder cierta atención al lugar sagrado de la
Latopolis de los griegos, llamada Ta-se-nit en egipcio y apodada
«la Heliópolis del Alto Egipto».
Podía sospecharse la importancia del monumento sabiendo
que Khnum era una de las imágenes del creador. Modelaba el
mundo y los seres en su tomo. Una importante fiesta local celeb-
raba la entrega del torno al divino alfarero. Tras la reconstrucción
del templo por Tolomeo VI, los emperadores romanos sintieron
un indudable afecto por Isná: en sus paredes puede verse a Clau-
dio, Vespasiano, Tito, Domiciano, Nerva, Adriano, Antonino Pío,
Septimio Severo, Caracalla. En ellas se evoca, incluso, una oscura
historia romana, muy ajena a Egipto, la muerte de Ceta, asesinado
por Caracalla. En la sala de columnas, construida en tiempos de
Claudio (41-54) y cuya última inscripción data de mediados del
siglo III d. J. C., se evocan misterios esenciales de la religión egip-
cia. Un texto explica además que la sala es una pétrea espesura de
papiro, un conjunto de columnas florales que se elevan ante la
majestad del dios camero Khnum, el buen pastor de los habit-
antes de la tierra. Se pasea por estas marismas y las contempla
con júbilo. Aquí brota la vida, la vida en su aspecto vegetal; gra-
cias a la presencia del dios, la prosperidad agrícola está
asegurada.
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Khnum, el carnero creador, tenía dos esposas; una reinaba


sobre la campiña, la otra era una diosa-leona. El dios-hijo era
Heka, en relación con la magia. En su torno, Khnum modelaba di-
oses, hombres, animales, pájaros, peces, vegetales. Había apare-
cido sobre un altozano de tierra batida cuando la tierra se hallaba
aún en tinieblas; el cielo no había nacido y el suelo no se había so-
lidificado aún. Aguas y cielo permanecían confundidos. Cuando el
Creador abrió los ojos, brotó la luz y se organizó el cosmos.
«Contó» su tierra santa, la ordenó de acuerdo con los números y
colocó el universo en su templo. En su lago sagrado, el Carnero
recibía el loto viviente, constituido por la simiente de los Ocho di-
oses primordiales. Pero Khnum debía utilizar también su poder
contra las fuerzas de las tinieblas; cuando los hombres se re-
belaban contra los dioses, Khnum sabía manejar el palo y el
bastón para castigar a los enemigos de la luz.
Khnum no es el único dueño del templo. A su lado reina una
misteriosa diosa, Neith, soberana de los dioses del cielo, de la
tierra y del mundo intermedio. Primogénita de las divinidades,
aparecida en los orígenes, su emblema son unas flechas cruzadas,
trazos de luz que evocan también el tejido cuyo secreto posee.
Soberana de la ciudad de Sais, en el Delta, su animal sagrado es el
pez lates, símbolo de la resurrección; por otra parte, se ha encon-
trado en Isná un cementerio de peces. Sin duda por ello la diosa
es una excelente nadadora se mueve en las aguas del Océano de
los orígenes; «ella convirtió en luminosas las miradas de sus ojos
y la claridad se hizo», explica un texto.
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Los textos de la sala de columnas de Isná tienen la función de


revelar los misterios de la creación del mundo; en este edificio
macizo, poco acogedor, poco espectacular, fue posible descifrar,
no sin dificultades, algunos de los escritos jeroglíficos más esen-
ciales y profundos. Gracias al trabajo de un egiptólogo francés,
Serge Sauneron, muerto prematuramente en un accidente de cir-
culación en Egipto, hemos podido apreciar la profundidad del
pensamiento de los iniciados egipcios, hasta el último aliento de
su civilización, y hemos podido comprender que la tierra de los
faraones era la fuente del hermetismo y el esoterismo presentes
en el cristianismo primitivo y en los tiempos de las catedrales.
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Aunque parece de buen tono denigrar el grabado de la sala de


columnas de Isná, considerado pesado y torpe, se está de acuerdo
sin embargo en apreciar los capiteles de las 24 columnas y al-
gunas de las escenas simbólicas. La más importante de todas ellas
es la entrega del torno de alfarero a Khnum (n.º 3 en el plano); es-
tá asociada a la fiesta del «levantamiento del cielo» que permite el
nacimiento espontáneo de la luz y el aire. Al «despegarse», el cielo
y la tierra permiten que la humanidad exista. Y, mucho más tarde,
cuando a los galos sólo les dé miedo que caiga el cielo, harán im-
plícita referencia a la tradición egipcia. Puesto que el dios Khnum
está asociado a la diosa Neith, existe una fórmula para el es-
tablecimiento del torno cósmico en el vientre de los seres femeni-
nos, que contendrá de este modo una matriz a imagen de los
dioses.
La escena de la caza con red (n.º 4), muy difícil de descifrar
por desgracia, forma parte del antiguo acervo de la religión egip-
cia. Las potencias maléficas, las energías negativas son así cap-
turadas y no aniquiladas. Una vez dominadas, a los sabios les será
posible liberar la luz que se ocultaba en ellas, bajo las tinieblas.
Las escenas de fundación (n.º 5) se integran en un ritual de
tases inmutables: implantación de estacas tras la agrimensura,
vertido de la arena en un foso, moldeado del primer ladrillo, util-
ización de la plomada, donación del templo a su verdadero dueño,
la divinidad, listas escenas deben conectarse con las figuraciones
del techo, donde se distingue un zodiaco, constelaciones y el cir-
cuito solar. El templo contiene el universo, se ha construido en
función de sus leyes.
Dos curiosidades de Isná: un texto compuesto sólo por
cocodrilos (n.º 6), y otro sólo por carneros (n.º 7). Se trata de jue-
gos de escritura, verdaderos rompecabezas que no han sido desci-
frados aún.
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Ciudad santa, villa de fiestas sagradas y misterios reservados a


los iniciados que deseaban profundizar en los mecanismos de la
creación, Isná estaba concebida como un taller donde las fuerzas
divinas daban la vida. Todos los seres proceden de un solo Padre,
dicen los textos. El torno del alfarero cósmico funciona eterna-
mente. Con sus siete palabras, Neith, varón y hembra a la vez,
manifestado por la bóveda celeste, teje el mundo. Padre de los
padres, Madre de las madres, el arquitecto divino que comenzó a
ser en el inicio crea sin cesar por amor a la creación. Por ello cre-
cen viñedos, flores, lotos; por ello la divinidad ha hecho luminosa
la naturaleza que, día a día, teje su red de luz.
Edfu
o la omnipotencia de Horus

Dado su prodigioso estado de conservación, Edfu es el templo por


excelencia. No es una causalidad que su protector, Horus, que es
también el del faraón, velara con tanto celo por este edificio que
nos ha llegado intacto.
Nos dirigiremos a Edfu saliendo de Luxor o de Asuán. Lo fun-
damental es prever el mayor tiempo de visita posible. Capital del
segundo nomo del Alto Egipto, Edfu fue una ciudad importante y
rica del Imperio Antiguo. Ciudad de Apolo, según los griegos, era
la sede de Horus, simbolizado por un disco solar alado, o dicho de
otro modo, de la luz en movimiento. Conocido por estos lugares
con el nombre de Horus de Behedet, el dios es también halcón u
hombre con cabeza de halcón.
La impresión que Edfu ofrece es sencillamente extraordinaria.
Quedamos convencidos de que no falta ni una piedra, ni una es-
cultura, ni un relieve. Ahí está el templo, junto a una ciudad mod-
erna sin especial interés. Es esa masa enorme que nadie puede ig-
norar, ese territorio sagrado protegido por altos muros contra los
cuales se quiebran las miradas profanas. Todo está preparado
para funcionar. Bastaría con que la procesión de los sacerdotes
apareciese, que los iniciados entrasen en el templo, y todo volver-
ía a comenzar como ayer, se celebrarían de nuevo los ritos.
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Sin ninguna duda, Edfu es un milagro. Su conservación se


debe a la magia de Horus, que veló por su templo preferido. Los
racionalistas crean algo distinto. Para ellos, todo se explica por un
largo período bajo la arena, durante el cual sólo las partes altas
del edificio eran visibles. Los miembros de la expedición a Egipto,
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en 1798, comprobaron que algunos fellahs habían construido sus


moradas en torno al templo e, incluso… ¡en el tejado! Edfu era
entonces una especie de fortaleza en la que refugiarse durante las
expediciones de los salteadores del desierto. Sólo en 1860 el
francés Mariette comenzó a desenterrar Edfu, cuya gran sala de
columnas estaba cubierta hasta el nivel de los capiteles. Otro
francés, Chassinat, se empeñó en otra tarea, mucho más gi-
gantesca: copiar los largos textos que llenaron no menos de 15
volúmenes in-folio, la mayoría de los cuales, por desgracia, siguen
pendientes de una traducción.
Edfu es el templo perfecto, el templo símbolo en toda su
pureza. Nos lleva de la luz del mundo exterior al secreto del sanc-
tasanctórum, a través de una sucesión de salas.
El gran templo, como hemos subrayado, está prácticamente
intacto, salvo por algunos desperfectos en las cornisas. Le faltan
dos obeliscos que precedían la entrada y los grandes mástiles para
banderolas que adornaban la fachada. Por sus dimensiones (137
m de largo, 80 m de ancho) Edfu es el mayor templo de Egipto
tras el inmenso complejo de Karnak. No olvidemos, sin embargo,
que ese santuario era el centro de un conjunto sagrado cuyos
otros elementos han desaparecido (los almacenes, las viviendas de
los sacerdotes, los talleres) o están mal conservados (el mam-
misi).26 El lago sagrado todavía no se ha despejado.
El paraje de Edfu siempre estuvo consagrado al halcón de
Horus. Allí iba a posarse la rapaz, símbolo del dios. Allí estableció
su área en la tierra de los hombres. El edificio actual es, por tanto,
el último y el más vasto de una serie de monumentos levantados a
la gloria del dios. La colocación de la primera piedra tuvo lugar el
23 de agosto de 237 a. J. C, bajo el reinado de Tolomeo III Ever-
getes, concluyendo la construcción en 57 a. J. C Durante dos
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siglos, Edfu fue la mayor obra de Egipto, afirmando la perennidad


de Horus, dios nacional, en la época en que Egipto no era ya una
gran potencia. Si conocemos esas fechas, conocemos también el
nombre del arquitecto: un tal Imhotep, cuyo nombre recuerda ex-
trañamente el del sabio Imhotep, creador de la pirámide escalon-
ada de Saqqara. ¿Hay algún modo mejor de expresar que el gran
antepasado, el patrón de todos los Maestros de Obras, presidió la
elaboración del más perfecto de los templos? «Sostengo la cuña
de madera y el mango del bastón del cetro —dice el rey Maestro
de Obras—, durante la ceremonia de fundación; sostengo el hilo
con la diosa Sechat; mi mirada sigue el curso de las estrellas; mi
ojo observa la polar, he establecido las cuatro esquinas del tem-
plo». Como siempre, la construcción empezó por el sanctasanc-
tórum, es decir por lo esencial. Los Maestros de Obras de la Edad
Media conservaron esta tradición en la construcción de las cated-
rales. Por lo que se refiere a los escultores encargados de
«ilustrar» las paredes con escenas rituales, siguieron un manual
muy preciso cuyos distintos aspectos se conocen. El artesano
egipcio, que nunca se consideró un artista «libre» de hacer lo que
le placiera, era un auténtico creador porque respetaba la armonía
divina.
La inauguración dio lugar a una de las más formidables fiestas
nunca celebradas en el suelo de Egipto. Los corazones estaban ju-
bilosos. Toda la población se unió al formidable acontecimiento.
No se ahorró alimento ni bebida. Se vistieron suntuosas ropas de
lino blanco. Buey, oryx, gacela, vinos de calidad estaban en el
menú. En la ciudad florida flotaban aromas de perfumes pre-
ciosos, incienso u olíbano. Las jóvenes eran hermosas, nadie tenía
ganas de dormir. Durante toda la noche se festejó a Horus y su
templo.
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Horus de Behedet es el dios celestial por excelencia. Es un in-


menso pájaro cuyas alas tienen la envergadura del cosmos. Se
posó en una carta, en el Océano primordial, en el origen de los
tiempos. Con su mirada creó el mundo. Emprendiendo el vuelo,
sobrevoló la tierra y, de pronto, se detuvo en el cielo. Acababa de
reconocer el lugar donde deseaba que fuese edificado su templo:
Edfu, que se convirtió en la «percha de Horus». Puesto que a los
egipcios les gustaba concretar el símbolo hasta en sus aspectos
más materiales, existía en Edfu un colegio para especialistas en la
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cría del halcón. Cada año, se elegía una de las rapaces para que se
convirtiese en la encarnación viva del dios Horus. Se lo introducía
ritualmente en su función, durante una fiesta especial y se
mostraba, desde lo alto del pilón, el halcón elegido por el dios
para representarle.
En su estado actual, Edfu nos permite comprender la estruc-
tura de un templo egipcio completo en todas sus partes. Encarna
el recorrido de un iniciado que parte de la puerta monumental de
acceso, el pilón, atraviesa un patio al aire libre, entra en una sala
de columnas, pasa por una segunda sala y avanza por el templo
cubierto cuyo corazón es el sanctasanctórum, templo dentro del
templo, rodeado por una especie de deambulatorio y de capillas.
Antes de llegar al templo, era preciso cruzar una muralla que
ha desaparecido casi por completo. Por encinta de este muro
sobresalía el pilón monumental, figuración en piedra de la
montaña del horizonte donde se levantaba el sol. El pueblo tenía
acceso al atrio que precedía a la puerta de acceso al edificio
sagrado. Pero los profanos no podían seguir adelante. Allí se re-
unían, discutían, intercambiaban informaciones, se celebraban las
fiestas, con muchos bailes y música. Allí se consultaban los orácu-
los. Se hacían preguntas a las estatuas de los dioses, que movían
la cabeza para decir «sí» o «no». Se iba también a presentar que-
jas ante un tribunal que actuaba al aire libre, ante las puertas del
templo, allí donde se protegía a los débiles contra los poderosos y
donde se escuchaban sus quejas.
El pilón (n.º 1 en el plano) está constituido por dos grandes
torres entre las cuales se abre una puerta, cerrada antaño por ba-
tientes de madera. Las dos torres son las montañas del horizonte
por entre las que se levanta el sol. Por lo demás, está muy
presente en Edfu, en forma de un sol rodeado por dos serpientes-
uraeus que lo protegen contra las fuerzas negativas. Por encima,
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un «balcón de aparición» donde los sacerdotes presentaban a la


muchedumbre el halcón elegido anualmente para encarnar al di-
os. Se accede a él por una escalera interior, pues ambos macizos
del pilón están huecos y albergan varias cámaras distribuidas en
cuatro pisos. En la fachada exterior de las torres del pilón, se dis-
tinguen perfectamente unas ranuras que servían para alojar los
grandes mástiles de madera sujetos por zarpas de metal. Escena
esencial: la victoria del rey sobre sus enemigos, a los que derriba
ante Horus y en honor del dios. Pero el faraón no es sólo jefe de
guerra, también «ilumina» a sus adversarios desde el interior, los
alumbra como tinieblas. Pues él es el heredero de los dioses, el
que mantiene el equilibrio del mundo como exige el principio de
luz. El faraón dirige a Horus estas palabras: «Toro, oryx, caza
acuática y todos quienes te son infieles, arden en tu altar y tú ab-
revas con vino, cerveza, bebidas fuertes, ritualmente puros». Por
lo demás, lo vemos en el lado oeste, consagrando estos animales
que se asimilan a los enemigos de la luz.
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Pasemos entre las dos torres del pilón y crucemos la puerta.


Desembocamos en un gran patio (n.º 2). Una columnata lo bor-
dea por tres de sus lados. Al fondo, la fachada de la primera sala
de columnas. Éstas son vegetales. Aquí nos encontramos al aire
libre, en la marisma de los orígenes donde nacieron las primeras
formas de vida. El halcón acudía a retozar y a buscar presas. El
patio estaba lleno de exvotos y estatuas dedicadas por los particu-
lares y acogidas de ese modo en el interior del templo para repres-
entarlos ante el dios. Los profanos que no tenían acceso a los mis-
terios podían beneficiarse, así, del culto. Sus nombres vivían, par-
ticipaban indirectamente en los ritos.
La fachada de la primera sala de columnas (n.º 3) es austera:
está cerrada por un muro que llega a media altura. A cada lado de
la puerta, cerrada antaño, hay tres columnas que aguantan el
techo de esta sala. En los seis paneles que acompasan la fachada,
el rey hace ofrendas a los dioses. Se advierte, sobre todo, la pres-
encia, a la izquierda de la entrada, de un extraordinario halcón
Horus, uno de los más imponentes esculpidos nunca. Tocado por
la doble corona, permanece atento, vigilante, casi amenazador. El
ser impuro no escapará de sus garras. Sólo deja pasar a quienes
son dignos de acceder al interior.
Al cruzar esta puerta que lleva al interior, no olvidemos dos
pequeñas salas de considerable importancia: a la izquierda, la
«casa de la mañana» (n.º 4): a la derecha, la «casa de los libros» o
biblioteca (n.º 5). En egipcio, las palabras «mañana» y «adora-
ción» son indisociables, pues están formadas con la misma raíz.
Por la mañana, en efecto, con el sol naciente, el ser humano lleva
a cabo su primer acto de adoración a la luz que nace en la nat-
uraleza como en su propio corazón. La pequeña sala corresponde
a la fe necesaria para penetrar en el templo. Ahora bien, esta fe,
este conocimiento interior, deben verse completados por cierto
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saber y cierta práctica de los libros sagrados. A este conocimiento


sagrado daba acceso la casa de los libros. En esta curiosa y
pequeña estancia, apretujada entre dos columnas, como la «casa
de la mañana», no se encontrarán anaqueles cargados de libros
sino columnas de jeroglíficos que dan el título de las obras. Se
trata, pues, de una biblioteca reducida a lo esencial, que facilita la
lista de lo que un iniciado debe conocer para descifrar el templo:
los rituales, los tratados de observación del Cielo, la obra que de-
scribe el recorrido cósmico de la barca solar, el manual de decora-
ción del templo, el libro de las fiestas, el del culto, y el tratado de
geografía sagrada. Detalle esencial: más del 80 por ciento de estos
títulos exigen una luz artificial para ser descifrados. Quiere decir
esto que los libros sagrados estaban «ocultos» en la penumbra,
reservados a quienes hacían el esfuerzo necesario para
comprenderlos.
Las jambas de la puerta recuerdan que, al cruzarla, entramos
en el cielo: están adornadas con escenas cósmicas, divinidades ce-
lestiales, listas de horas del día y de la noche que permiten realiz-
ar acciones justas en el momento justo.
En el interior de la primera sala de columnas reina la penum-
bra. Las poderosas columnas parecen muy cerca unas de otras.
Símbolos de los tallos de las plantas de la marisma primordial,
sólo están iluminadas por la luz del cielo, procedente de aberturas
practicadas en el techo. Una vez cerrada la puerta, tras el paso de
los autorizados a entrar en el lugar, las tinieblas del interior del
templo prevalecían sobre la claridad exterior. Acababan el par-
loteo y las pasiones, y sólo silencio interior y recogimiento. El ini-
ciado dirigía sus pasos por los fulgurantes rayos de luz que ilu-
minaban esta o aquella columna, según los momentos del día,
descubría una a una las escenas de ofrendas.
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Al fondo de la sala se abre un pasaje hacia la segunda fila de


columnas (n.º 6), más pequeña que la anterior y cuyo techo es
sostenido por doce columnas. Es una sala de festejos que comu-
nica con tres pequeñas estancias de función muy concreta.
La primera, a la derecha, es la sala del tesoro (n.º 7). En ella se
recuerdan los nombres de las regiones mineras de donde se ex-
traían las riquezas indispensables para embellecer las estatuas
divinas y los templos. A la izquierda de la sala, la cámara del Nilo
(n.º 8), que aporta prosperidad inagotable. En el laboratorio (n.º
9) están inscritas recetas de perfumes y ungüentos con los que se
cuidaban las estatuas divinas y se curaba a los humanos.
La segunda sala con columnas da a la cámara de las ofrendas
(n.º 10) que comunica con las escaleras, una de las cuales lleva al
tejado del templo. Viene a continuación la «cámara de enmedio»
o sala de la Enéada (n.º 11), flanqueada a la izquierda por una ca-
pilla dedicada al dios Min (n.º 12) y a la derecha por un pequeño
conjunto que comprende un patio con un altar y una capilla (n.º
13 y n.º 13 bis) donde se procedía a vestir al dios.
Delante de nosotros, el sanctasanctórum (n.º 14), un verda-
dero templo dentro del templo, rodeado de un corredor al que dan
unas capillas. Ese misterioso corredor por el que circula la energía
divina corresponde exactamente al deambulatorio de las cated-
rales de la Edad Media. Allí están inscritas escenas del mito de
Horus, celebrando la victoria del dios sobre las potencias
maléficas.
Dentro del sanctasanctórum, un altar sobre el que se deposit-
aba la barca del dios precede a un naos de una belleza que corta el
aliento. Aunque la estatua divina haya desaparecido, aunque no
existan las puertas del naos, la Presencia sigue allí. El espíritu de
Horus no ha abandonado su tabernáculo. La piedra de ese naos es
extraña: diríase que desprende luz, que el granito brilla en la
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oscuridad. El sanctasanctórum simbolizaba la colina primordial


que emergió de las aguas en el origen del mundo: en resumen, es
semejante a la pirámide del Imperio Antiguo o al corazón del
cenotafio de Abydos del Imperio Nuevo, por poner sólo esos dos
ejemplos. Siempre y en todas partes, desafiando el tiempo y el es-
pacio, los egipcios aplicaron el mismo simbolismo viviente.
Cada una de las capillas dispuestas alrededor del sanctasanc-
tórum tiene su propia función; una de ellas está especialmente
consagrada a las telas, otras forman un pequeño templo
osiríaco.27 En el corredor y en el muro exterior del sanctasanc-
tórum se desarrollan numerosas escenas que cuentan la leyenda
del dios Horus, desde su nacimiento hasta su triunfo sobre todos
sus enemigos, que son a la vez los de Egipto, los de su padre Osiris
y los del hombre prudente.
Hay, aunque sea sólo en ese sanctasanctórum y sus capillas,
una gran profusión de detalles correspondientes a un simbolismo
y a una teología tan sutiles y profundas que toda una vida no
bastaría para determinar todos sus aspectos. Tengamos presente
sobre todo el recorrido iniciático que Edfu nos revela. Cruzamos
primero la muralla de ladrillo, que separa el mundo de los dioses
del de los hombres; luego descubrimos la mole del templo, el mis-
terio, la ciudadela fortificada que repele a los enemigos de la luz.
Nos presentamos ante el pilón, montaña de piedra donde se le-
vanta el sol de la conciencia. Dignos de franquear la puerta, acce-
demos a un mundo nuevo, el gran patio, donde reina todavía una
luz exterior. Viene luego la entrada en el templo cerrado, el des-
cubrimiento de la luz interior. Nos dirigimos hacia la presencia
divina. El techo del templo desciende, el suelo asciende. Apren-
demos a hacer la ofrenda, pasamos por la «cámara del Medio»
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donde los dioses se nos revelan y accedemos, por fin, al sanctas-


anctórum, o donde reina la Presencia.
El culto «regular», es decir cotidiano, comprendía tres servi-
cios; el más importante era el matutino. El segundo se celebraba a
mediodía, el tercero al anochecer. Por la mañana, se preparaban
las ofrendas alimenticias. El sumo sacerdote, actuando en nombre
del rey, penetraba en el sanctasanctórum y rompía el sello que
cerraba las puertas del naos. Corrido el cerrojo, contemplaba la
estatua donde se encarnaba la potencia divina que él despertaba
«en paz» con fórmulas rituales. Alimentaba esa potencia, la
vestía, la incensaba. Luego cerraba de nuevo las puertas del naos,
se alejaba de espaldas y borraba las huellas de sus pasos. El silen-
cio reinaba de nuevo en el sanctasanctórum. A mediodía, el naos
permanecía cerrado. Se renovaban aspersiones y fumigaciones. Al
anochecer, se procedía a una purificación con el incienso y se cel-
ebraba un ritual de ofrenda. La divinidad iba a enfrentarse con las
tinieblas, el mundo y la existencia humana eran cuestionados de
nuevo hasta el siguiente amanecer.
Edfu es también la fiesta en los múltiples aspectos que nos dan
a conocer los textos del templo. Hemos evocado ya la fiesta de la
coronación del halcón, que corresponde a la vez a la consagración
del faraón vivo, protegido por Horus, y a la encarnación, renovada
arto tras arto, del espíritu del dios en su animal sagrado
presentado a la población.
Esta coronación del halcón era indisociable del Arto Nuevo,
fiesta en la que se revelaba la potencia viva de la Luz que residía
en «el palco del halcón». Al cambiar el arto, el mundo corría el
riesgo de regresar al caos. Al final del ciclo la potencia divina en la
tierra estaba agotada, al menos en sus manifestaciones terrenales.
Las estatuas estaban «vacías» de energía, de modo que es ne-
cesario recargarlas. Para conseguirlo se celebraba el rito de la
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«unión con el disco solar». Una gran procesión, llevando las es-
tatuas divinas, subía al tejado del templo el día de Arto Nuevo. A
la cabeza, el rey y la reina seguidos por unos sacerdotes llevando
máscaras con la efigie de los dioses y por nueve sacerdotes encar-
gados del naos. Se dirigían hacia el «quiosco de la regeneración»,
en la esquina nordeste. La luz del Nuevo Arto iluminaba entonces
las estatuas de piedra, transformándolas en seres vivos.
La fiesta de la victoria recuerda la lucha de Horus contra Seth.
Cada arto, los sacerdotes representaban un drama litúrgico en el
que hacían el papel de los dioses. Se utilizaba el lago sagrado,
identificado con la marisma primordial habitada por una temible
criatura, el hipopótamo de Seth, que perturbaba la paz y el equi-
librio del mundo. Para lograr que esta situación cesara, se organ-
izaba una expedición. Encabezada por Horus, como arponero. La
misión es arriesgada. El hipopótamo macho es muy peligroso dur-
ante un combate. La madre de Horus, Isis, está muy inquieta pero
alienta a su hijo: de su combate depende la suerte del universo.
Horus combate y triunfa. Con su arpón golpea diez veces al hi-
popótamo, que alcanza cada vez en un órgano vital. Las puertas
del cielo se abren para Horus, Egipto queda purificado del mal. Se
celebra el regreso triunfal de Horus, el hipopótamo es
despedazado.
La fiesta del nacimiento del joven dios se celebraba en el
mammisi; allí salía a la luz, con la protección mágica de las divin-
idades, un joven dios Horus encargado de reunir las Dos Tierras,
el norte y el sur. El faraón, por su parte, era identificado en su
misión de mediador. Cada año volvía a ser joven, contemporáneo
del origen de los mundos, amamantado de nuevo por la diosa-
madre que le ofrecía el líquido nutricio del universo.
La fiesta de las bodas sagradas de Horus de Edfu y Hator de
Dendera, llamadas de «la perfecta unión», era motivo de gran
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alegría. Al final de un viaje en barca, Hator iba a pasar dos seman-


as de festejos con su divino esposo, ofreciendo así un período de
vacaciones a los campesinos. Horus y Hator se dirigían al
desierto, al lugar donde reposaban los dioses «muertos» en los or-
ígenes de la creación; los devolvían a la vida durante la fiesta, ob-
teniendo de ellos la alegría en el corazón de los hombres y la
prosperidad de los cultivos.
Numerosos sabios vivieron en aquel lugar privilegiado. Uno de
ellos fue muy celebre: Isi, que vivió en el Imperio Antiguo, bajo el
reinado del faraón Teti. Visir, por lo tanto primer ministro y el
personaje más importante del Estado después del rey, Isi fue un
juez equitativo que nunca pronunció una mala palabra contra
nadie, siempre dijo la verdad, hizo el bien y veló para que todo el
trabajo ordenado por el faraón se ejecutara correctamente. Por
razones que ignoramos, este grandísimo personaje terminó sus
días en Edfu, lejos de la capital. Sorprendió a la población por su
nobleza de corazón y su prudencia, hasta el punto que fue beati-
ficado y venerado como un dios. Edfu, es cierto, fue un paraje
privilegiado para la revelación de los misterios. Y no podríamos
concluir mejor nuestra breve visita al templo de Horus sino con
estos extractos de la «regla de los iniciados», grabada en los mur-
os del edificio: «Todos vosotros que tenéis acceso ante los dioses,
todos vosotros que estáis en servicio mensual en el templo de
Horus, el gran dios, señor del cielo, volved vuestros rostros hacia
esa casa donde Su Majestad os ha colocado. Avanza por el cielo,
pero ve lo que pasa aquí abajo. Está satisfecho de vosotros cuando
todo está de acuerdo con la regla. No hagáis iniciación abusiva: no
penetréis en el templo en estado de impureza; no digáis mentiras
en esta morada; no estéis ávidos de bienes; no digáis lo que es in-
exacto; no aceptéis la corrupción; no hagáis diferencia entre un
pobre y un hombre poderoso; no añadáis al peso y a la medida,
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sabed disminuir más bien; no os toméis libertades con el celemín;


no reveléis lo que hayáis visto en los misterios de los templos; no
os arriesguéis a robar los bienes del dios; guardaos de concebir en
vuestros corazones un pensamiento profano. Más rico de benefi-
cios es un instante pasado al servicio de Dios que toda una exist-
encia de opulento».
En función de esta regla de sabiduría vivieron en Edfu
hombres de excepcional calidad, colocados bajo la protección del
halcón divino.
Kom Ombo,
la alianza del halcón y el cocodrilo

Kom Ombo es un templo de la época tolemaica que sucederá a al-


gunos edificios anteriores; es sobre todo un paraje único en
Egipto. En la orilla derecha, a 50 km al norte de Asuán, se levanta
sobre un promontorio un edificio de piedras doradas por el sol. Es
un templo-acrópolis que domina el Nilo con toda su majestad, el
lugar santo de la antiquísima ciudad de Ombos (en egipcio Nu-
bit), la ciudad del oro, cuyo señor era el temible dios Seth.
Adosado a una duna de arena, Kom Ombo, construido con gres
muy claro, tiene realmente el color y el calor del oro. Ofrece una
arquitectura que, a pesar del deterioro sufrido, sigue siendo gran-
diosa. Cierto es que el templo actual, que sustituye a un edificio de
Tutmosis III, no fue desenterrado hasta 1893, lo cual le conservó
una especial calidad de piedra.
La región de Kom Ombo ofrece cultivos de naranjos y de caña
de azúcar. Muchos nubios se instalaron en esta zona, obligados a
abandonar su país sumergido tras la inauguración de la gran
presa de Asuán. Nubit, ciudad sagrada donde se trabajaba el oro
que formaba la carne de los dioses (el nombre de Nubit procede
del verbo nebí, «fabricar, crear»), no apareció en la historia hasta
el Imperio Nuevo. Perfectamente de acuerdo con el carácter guer-
rero del dios Seth, Nubit se convirtió en una posición estratégica
importantísima para el ejército egipcio. El promontorio era una
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atalaya perfecta para controlar el ir y venir de los bajeles, de modo


que Kom Ombo adquirió el valor de un segundo «cerrojo» en el
curso del Nilo, después de Asuán. La ciudad era también un
centro comercial y agrícola, especialmente para los intercambios
con Nubia. Gozó de cierta prosperidad bajo los Tolomeos. Pero el
templo siguió siendo, ante todo, una fortaleza sagrada, un vigía de
piedra destacando contra el azul del cielo.
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Fueron, por otra parte, los infantes y jinetes, que formaban


parte de las tropas acantonadas en el distrito de Kom Ombo,
quienes cooperaron decisivamente en la construcción, en tiempos
de Tolomeo V, de un nuevo templo en honor de Apolo, el equival-
ente griego del dios Horus el Viejo. Este temible halcón tenía el
carácter triunfante y guerrero que convenía a los soldados. El edi-
ficio fue construido y financiado sin la intervención directa del
Estado, respondiendo a las necesidades de una comunidad pro-
vinciana, económicamente autónoma. Naturalmente, los soldados
recurrieron a especialistas y a iniciados para realizar la obra ar-
quitectónica y simbólica del templo. Sin duda las legiones roman-
as actuaron de modo similar en Europa, al favorecer el culto a Mi-
thra, un candidato tan serio contra el cristianismo que estuvo a
punto de suplantarlo.
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El emplazamiento de Kom Ombo se beneficia de una leyenda


particular, relacionada con su carácter dual: así, veremos que los
dioses reinan en este templo. Se ha dicho que dos hermanos ejer-
cían su autoridad sobre la ciudad de Nubit. Uno era bueno, el otro
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malvado. Éste se las arregló para expulsar al que buscaba la ar-


monía y la paz. Pero la población se negó a obedecer a un mal
señor, prefiriendo el exilio y siguió en bloque al hermano bueno.
Al quedar solo, el malvado se dio cuenta de que su nuevo poder de
nada le servía, pues le era imposible, contando solamente con sus
dos brazos, cultivar los campos. No se dio por vencido. Su mente
retorcida no carecía de intenciones pérfidas. Recurrió a la magia
negra con la espantosa idea de utilizara los muertos para conver-
tirlos en esclavos. Efectivamente, fabricó, unos gólems, pero no
pudo dominarlos. Éstos, en vez de convertirse en campesinos, se
enojaron por haber visto turbado su reposo eterno y sembraron
granos de arena en los cultivos. La tierra se volvió estéril y el
desierto invadió los campos. Es fácil reconocer a Seth en el
hermano malo y a Horus en el bueno. Horus se va, pues Seth,
como cualquier gran divinidad, debe tener sus dominios; los de la
soledad, el desierto, la sequedad, la aridez de una potencia que,
mal utilizada, trae la muerte.
Lugar de luz, Kom Ombo es también un paraje peligroso en el
que reinan fuerzas difíciles de controlar. Tutmosis III tradujo esa
realidad en forma de una dualidad, Horus el Viejo y Sobek, un
halcón y un cocodrilo, cada uno de los cuales encabeza una
tríada28 y se reparten el templo. Las dos divinidades eran, por
otra parte, igualmente poderosas y terroríficas. Horus, halcón
cuyas zarpas desgarran al adversario, de inigualable velocidad de
ataque, aparecía en el ciclo para matar a los enemigos del faraón.
Cuando Ra, luchando contra las potencias del mal, buscó un dios
para exterminar a sus adversarios, la respuesta de su divino es-
criba, Thot, fue clara y precisa: había que recurrir al halcón de
Kom Ombo, capaz de expulsar la desgracia de toda la tierra. Este
feroz combatiente era, también, un sanador, especialista del ojo;
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era capaz de reconstruir el ojo divino, cuyas partes estaban dis-


persas, con instrumentos quirúrgicos que hallaremos representa-
dos en uno de los bajorrelieves del templo.
En Kom Ombo, el halcón, que reina sobre la mitad norte del
templo, se ve obligado a entenderse con un cocodrilo, encarnación
del dios Sobek, dueño de la mitad sur del edificio. Cerca del tem-
plo, un cementerio de cocodrilos momificados recuerda que se ali-
mentaba con miel y carne a esos temibles saurios, venerados en
este lugar. La velocidad de intervención y la agresividad del
cocodrilo en el agua igualan a la del halcón en los aires.
Pero el halcón Horus y el cocodrilo Sobek no son sólo depre-
dadores. Ambos son aliados del sol en su diario combate contra
las tinieblas. La potencia luminosa es, unas veces, el halcón en el
aire y otras el cocodrilo en el agua. Horus extirpa el mal de la
tierra, da aire para respirar, luz para que todo crezca; Sobek,
brotando del Océano primitivo, es una «gran forma secreta». Fue
amamantado por una diosa y se ha hecho tan robusto que puede
llevar sobre sus lomos a todos los seres. Contribuye a la resurrec-
ción de los muertos y hace subir el agua de la crecida para que la
tierra sea fértil.29
Más que un templo doble, Kom Ombo es un templo coherente
en sí mismo, aunque consagrado a la dualidad halcón/cocodrilo:
dos entradas, dos corredores misteriosos rodeando el naos,
pasajes dobles entre las partes del edificio, dos tipos de culto en el
sanctasanctórum dividido en dos partes separadas por un naos.
Esta dualidad no es disociación ni oposición. Ambas divinidades
están presentes una al lado de la otra y, más aún, una es honrada
en la parte del templo consagrada a la otra y viceversa.
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Ambos dioses son el sol y la luna, los dos ojos del rostro del
Creador: indiscutible dualidad que vive, sin embargo, como una
unidad en la mirada.
El templo tolemaico que ha llegado hasta nosotros se halla,
por desgracia, muy deteriorado. Sólo subsisten parte de la mur-
alla, algunas columnas y distintos elementos del pilón del prona-
os, de las capillas y del mammisi (n.º 2), templo del nacimiento
del dios-hijo, destruido en gran parte por las crecidas del Nilo.
Había en Kom Ombo una notable instalación hidráulica; en un
pozo muy profundo aparecía el agua de la crecida, ofreciendo al
templo un líquido puro y regenerador, que procedía directamente
del Océano que rodea la tierra.
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Al sur del gran patio, a la derecha del templo, una capilla de la


diosa Hator (n.º 3); en correspondencia, al norte del sanctasanc-
tórum, en la esquina opuesta, una capilla consagrada a su esposo,
Sobek. En este templo, exactamente como ocurre en el cuerpo hu-
mano, todo es cruce y dualidad. La capilla de la diosa contiene
momias de su marido el cocodrilo.
Del pilón (n.º 4) que conforma la puerta monumental del tem-
plo, con una entrada para Sobek y otra para Horus, sólo quedan
algunas piedras. Podremos ver la triada de Sobek, al rey haciendo
ofrenda y saliendo de su palacio, seguido por unas insignias. Éstas
son signos de poder, expresiones concretas de divinidades de todo
el país que van a rendir homenaje a los señores del templo.
El centro del gran patio (n.º 5), rodeado de columnas hoy
destruidas, lo ocupa un altar de sacrificio; sobre el enlosado, a
ambos lados de este altar, unas pilas de granito recogen la sangre
de las víctimas. También ahí hay presencia del número Dos que se
encuentra en la fachada de la primera sala de columnas (n.º 6):
doble puerta, con doble purificación del faraón por Horus, pro-
tector de la realeza, y Thot, señor de los ritos, ante Sobek y Horus
el Viejo. Debidamente acogido y reconocido por los dos señores
de Kom Ombo, el faraón penetraba en la primera sala de colum-
nas (n.º 7) donde el rey, representado por las representaciones
cosmológicas desarrolladas en el techo, reconoce la soberanía de
las dos tríadas divinas en el mismo templo. Es, además, coronado
dos veces: la primera, en presencia de Sobek y de su familia; la se-
gunda, en presencia de Horus y su propia familia. El faraón, rey
del Alto y el Bajo Egipto, del Sur y del Norte, es también el sím-
bolo de una dualidad que deviene unidad en su persona, como los
dos ojos de un mismo rostro.
En la segunda sala de columnas (n.º 8), de tamaño más
pequeño que la anterior, los textos recuerdan que el templo es un
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libro sagrado cuyos muros son otras tantas páginas cubiertas de


jeroglíficos. Aquí se revela una parte de la Regla del Templo, con
el calendario de las fiestas que deben celebrarse, la ordenación de
los ritos, el nombre de las fuerzas divinas, la lista de los lugares
santos de la provincia. Escena esencial de esta sala, donde
prosiguen las escenas de purificación y coronación: el dios Horus
el Viejo entrega una espada al faraón. Ello le convierte en
caballero antes de tiempo, garantizándole la victoria sobre sus en-
emigos. La espada es un rayo de luz que dispersa las tinieblas.
Vienen a continuación tres pequeñas salas que preceden al
sanctasanctórum. En la primera (n.º 9), el rey crea el templo. Le
ayuda la misteriosa diosa Sechat, que protege la Casa de la Vida y
posee la estrella de siete puntas, colocada sobre su cabeza. Ella,
con su colega masculino, Thot, detenta el ritual de fundación que
se practica desde el alba de la civilización.
La segunda sala pequeña (n.º 10) es la de las ofrendas, con in-
dicación de un calendario ritual escrito sobre las paredes. De allí
salía una escalera que subía hasta el tejado, donde se celebraba el
Año Nuevo y la unión con el disco solar para regenerar las estatu-
as de culto por medio de la luz. Éstas se guardaban precisamente
en la tercera sala pequeña (n.º 11).
Del sanctasanctórum y de las capillas que lo rodeaban, queda
por desgracia, poca cosa. Se sabe que un muro lo dividía en dos; a
la izquierda, al norte, el dominio de Horus el Viejo; a la derecha,
el de Sobek. Ambos dioses están representados, por lo demás,
entre las dos puertas del santuario. Sobek tiene las carnes verdes,
pues es el señor de las aguas; Horus, señor del aire, es azul. Am-
bos participan en la fiesta de regeneración del faraón.
Paseando por las ruinas del fondo del templo, se descubrirá un
sistema de criptas, unos bloques dispersos y unas inesperadas es-
cenas, como la doble diosa Nut, símbolo del cielo, sobre cuyo
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cuerpo circulan el sol y la luna. Destaca, sobre todo, un relieve


único en su género (cara interior de la segunda muralla, escena en
el extremo norte): en tres registros superpuestos, una imponente
representación de 18 instrumentos quirúrgicos, entre los cuales es
fácil reconocer pinzas, garfios, tijeras, legras y, también, una bal-
anza y unos ojos de Horus. Se trata del botiquín quirúrgico de un
especialista divino, Horus el Viejo en persona, encargado de curar
el Ojo divino, herido en este mundo. Las partes constituyentes de
este Ojo fueron dispersadas por la locura, la vanidad y la avidez de
los hombres. Para que el mundo tenga sentido y los sabios puedan
«verlo», es necesario reconstruir el Ojo divino y devolverle la
vida, la fuerza y la salud. Difícil trabajo, en verdad, que requiere la
experiencia de un facultativo de alto nivel: ¿y quién más eficaz
que un dios halcón de penetrantes ojos?
La cirugía egipcia, había alcanzado un nivel notable en la vida
cotidiana. Por desgracia, sólo se han conservado algunos tratados,
el más sorprendente de los cuales, en el plano técnico, está con-
sagrado a la ginecología. En Kom Ombo no se trata sólo de curar
lo humano, sino también de restaurar los ojos divinos, el sol y la
luna a través de los cuales el Creador contempla y anima su obra.

***

Kom Ombo, ciudadela sagrada, es uno de esos lugares de


poder donde la vigilancia de las potencias de lo alto se ejerce
sobre la tierra de los hombres. En esta ciudad del oro espiritual,
un halcón y un cocodrilo establecieron un pacto de alianza para
que su potencia fuera creadora de esplendor. Sin duda ahí
tenemos una soberbia enseñanza egipcia, digna de la belleza de
las piedras del templo.
Asuán,
el país del fin del mundo

Situada a 947 km al sur de El Cairo, Asuán es la ciudad más meri-


dional de Egipto. Aquí estaba la capital del primer nomo del Alto
Egipto, la ciudad de Elefantina. Más al sur comienza realmente
África, con las regiones nubias. Hoy, Asuán es sobre todo la
ciudad de la Gran Presa. Quiere ser moderna, mirar hacia el por-
venir. A pesar de las fábricas de productos químicos, de una urb-
anización no siempre afortunada y de una relativa pobreza de ves-
tigios del antiguo Egipto, la estancia en Asuán sigue teñida de una
profunda emoción. Aquí, bajo el sol eternamente presente y por la
gracia del camero Khnum, señor de la crecida, comienza Egipto.
Aquí nace su potencia, se planta la flor, no en la tierra sino en el
Océano de energía primordial. La isla de Elefantina, de 1 500 m
de largo, situada enfrente de Asuán, era llamada por los egipcios
la «isla en medio de las aguas». Simbolizaba maravillosamente el
primer otero que emergió en los orígenes.
En la época antigua, Asuán era ante todo una frontera con Nu-
bia. Funcionaba allí una puntillosa aduana, que casaba muy bien
con un gran mercado donde se encontraban los productos pro-
cedentes de África; como oro, marfil, ébano y pieles de animales.
La palabra «Asuán» significa precisamente «comercio».
Los egipcios desconfiaron siempre de los nubios. Ya en el Im-
perio Antiguo, los faraones dirigieron expediciones para pacificar
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aquellas regiones lejanas. En Elefantina se construyó una


fortaleza para prevenir una invasión procedente del sur. Al com-
pletar la presa natural de la primera catarata, resultó ser una pro-
tección eficaz. El término «catarata» no debe inducirnos a error;
pues no es en absoluto comparable con cascadas inmensas, se
trata en realidad de una sucesión de rocas que hacen difícil la
navegación, imposible incluso en ciertas épocas del año. El faraón
Sesostris III, sin embargo, hizo excavar un canal para que pasaran
los barcos.
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El hecho esencial es que allí se encontraba la misteriosa cav-


erna de donde nacía el Nilo. La gruta contenía una serpiente, sím-
bolo de los ciclos naturales, y un dios-Nilo de colgantes ubres,
evocación de la fecundidad. Sujetaba dos vasos, uno que contenía
agua celestial y el otro agua terrenal. Khnum ponía en marcha el
proceso de la inundación fecundadora corriendo los cerrojos que
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mantenían cerradas las puertas de la caverna y levantando su san-


dalia, que contenía las aguas dispuestas a brotar. Los egipcios no
consideraban el Nilo una simple corriente de agua, sino un río ce-
lestial que tenía su «doble» en la tierra, proporcionando así a los
hombres una savia vital de origen cósmico. En la célebre «estela
del Hambre» se evocan unos años difíciles durante los cuales no
hubo crecida. De acuerdo con sus deberes, el faraón había tomado
precauciones y hecho acopio de alimentos para la población. Sin
embargo, la sequía continuaba y la hambruna amenazaba. Hubo
que rendirse a la evidencia: había ocurrido algo grave. El sabio
Imhotep se encargó de la investigación. Tras consultar unos viejos
rituales, advirtió que no se habían respetado los textos sagrados y
que el dios Khnum, y no era de extrañar, se sentía contrariado.
Respetaron de nuevo la tradición y todo se normalizó, con el re-
greso de la crecida. Durante los reinados de Ramsés IV y Ramsés
V, Elefantina fue el marco de un verdadero escándalo cuyos ecos
conservaron los textos. Una banda compuesta por sacerdotes cor-
ruptos, escribas venales, bateleros, campesinos y algunos per-
sonajes más de sombrío aspecto, aterrorizaba a toda la región. Es-
tos bandidos practicaban la extorsión, robaban los tesoros de los
templos, maltrataban a la gente honrada que se atrevía a enfrent-
arse a ellos y violaban a las mujeres que les gustaban. Sus fe-
chorías fueron tan graves que el poder central acabó preocupán-
dose. Fueron detenidos y condenados. Sin embargo, parece que
algunos se beneficiaron de rápidos indultos y no estuvieron
mucho tiempo en la cárcel. En efecto, ocuparon importantes fun-
ciones administrativas como si se hubieran olvidado sus
fechorías.
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Un escándalo de otro orden se produjo a finales del siglo V a. J.


C. Desde hacía varios años se había instalado en la isla de Elefant-
ina una colonia judía. Se produjeron entonces interesantes con-
tactos entre la religión judía y la religión egipcia. Pero los judíos
cometieron una falta grave, pues para honrar a su dios, Yahvé, le
ofrecieron un cordero por familia durante la fiesta de la Pascua.
Atroz crimen para los egipcios, puesto que mataban el animal
sagrado del dios carnero Khnum. Es preciso saber que, en efecto,
los egipcios sentían un gran respeto por las especies: en el nomo
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del dios cocodrilo estaba prohibido matar y comer cocodrilos; en


el del carnero, teóricamente, no podían consumirse los ovinos.
Puesto que los judíos habían violado esta ley sagrada, la pobla-
ción, ofendida por semejantes sacrilegios, llevó a cabo una
matanza y arrasó el templo de Yahvé.

La Isla de Elefantina

En este venerable lugar, morada del carnero Khnum, no se con-


serva entero ningún monumento. El gran templo de Khnum está
reducido a unos pobres vestigios que es preferible admirar al
ocaso, para apreciar su romanticismo. En la isla se levantaba tam-
bién un templo en honor de Heka-Ib, un gran personaje de la VI
dinastía. Los hallazgos realizados en la región están reunidos en el
museo. Podrá contemplarse también el Nilómetro, célebre en la
antigüedad. Es una escalera de 90 peldaños que incluye unas
marcas que son graduaciones en codos que permiten medir la al-
tura de la crecida.
El griego Eratóstenes procedió aquí, en el año 230 a. J. C., a
medir la circunferencia de la Tierra. En el solsticio de verano, a
mediodía, el cuadrante solar no daba sombra alguna. En el mismo
momento, en Alejandría, producía una sombra de 1/50E de cir-
cunferencia. La distancia entre las dos ciudades multiplicada por
50 dio la circunferencia terrestre: 36690 km.
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Las tumbas de la orilla oeste

En la orilla izquierda del Nilo, frente al moderno Asuán, hay un


acantilado con curiosos agujeros negros que atraen irresistible-
mente la mirada. Son las entradas de las tumbas de notables de
Asuán, que datan de finales del Imperio Antiguo y del Primer Per-
íodo Intermedio. Los turistas raras veces lo visitan. Sin embargo,
es una «expedición» interesante, donde se puede experimentar
una intensa sensación de descubrimiento. Hay que atravesar el
Nilo y trepar hasta esas tumbas, subiendo por el acantilado,
bastante empinado, o saltando a lomos de un asno que unos guías
árabes, salidos de ninguna parte, no dejarán de ofrecer al visitante
en cuanto llegue a la orilla oeste.
Los hombres aquí enterrados eran en su mayoría aventureros
y exploradores, temerarios a menudo, que no vacilaron en aden-
trarse en los desconocidos parajes del gran Sur para descubrir
África. Sus «hipogeos», excavados en la piedra, se hunden pro-
fundamente en el acantilado, largos corredores bastante impre-
sionantes tras una rampa bastante empinada que permitía izar el
sarcófago desde la orilla. Pese a su aparente pobreza, estas tum-
bas inspiran un profundo respeto. Las rudas moradas de eternid-
ad, talladas en la roca, estaban destinadas a hombres rudos que
no rehuían ningún peligro. Los textos grabados en las tumbas nos
informan de que abrían rutas comerciales. Algunos murieron en
el camino, pero sus restos mortales eran devueltos a Egipto, pues
nada había más horrendo para un egipcio que descansar lejos de
su patria. Entre esos valerosos aventureros hay que citar sobre to-
do a Hirkhuf, que realizó varios viajes a Nubia y descubrió nu-
merosas rutas, a veces a costa de graves enfrentamientos. Sin em-
bargo, qué orgullo regresar a Egipto con 300 asnos cargados de
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incienso, ébano, aceite, pieles de pantera, colmillos de elefante,


boomerangs. Hirkhuf llegó hasta la fértil región de Dongola,
donde se desarrollaron las culturas de Kerma y Kuch. Hirkhuf,
que hablaba varias lenguas africanas, llevó a cabo también ex-
pediciones no menos peligrosas por el desierto líbico. Con todo,
su mayor título de gloria, a juicio del faraón Pepi II (que por aquel
entonces era sólo un niño), fue haber traído… ¡un pigmeo! El
joven Pepi II nunca los había visto. Como no ¿reía lo que le
decían, prefirió verlo con sus propios ojos y dirigió una carta al
explorador pidiéndole con vehemencia que cuidara de aquel ines-
perado tesoro. Rogaron a Hirkhuf que velara por su pigmeo como
si fuera el más valioso bien que nunca hubiese transportado. Lo
acompañó en barco hasta la residencia real, despertando diez vec-
es cada noche para cerciorarse de que la salud del pasajero seguía
siendo buena. Sano y salvo, el pigmeo danzó para el joven rey
cuyo corazón se llenó de alegría.
La más hermosa de esas tumbas es la de Sarenput I, fundador
de un ilustre linaje de administradores bajo los cuales Elefantina
gozó de gloria y prosperidad. Las representaciones del difunto
conservan su colorido. Sarenput es uno de esos austeros per-
sonajes del Imperio Antiguo, de impresionante dignidad. Junto a
él están su familia, sus animales domésticos, sus servidores, aso-
ciándose a su eternidad. La tumba, por otra parte, está más
elaborada, e incluye un pórtico y un vestíbulo con columnas.
En estas soledades del acantilado de Occidente, en compañía
de esos grandes personajes que se han reunido con la luz divina,
es imposible no evocar el magnífico texto que se dirige a cada uno
de nosotros: «Si aceptáis doblar el brazo en el gesto de la ofrenda,
el día en que Elefantina está en fiestas, si pronunciáis mi nombre:
éste es un servicio más útil para quien lo hace que para quien se
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beneficia de él; no produce fatiga alguna, se trata sólo de un soplo


de aire de los labios».

Las canteras

Al este de Asuán se hallan unas célebres canteras de granito; el


paraje alberga, además, otras clases de roca (gres, diorita, cuarzo).
Los Maestros de Obra venían aquí a buscar el granito necesario
para construir, del todo o en parte, los monumentos. La distancia
y las dificultades del viaje no contaban. Si se necesitaba granito, y
aunque existiera cerca una cantera de caliza, se dirigían a Asuán.
En las canteras, el sol es implacable. Se refleja en las rocas, en
un paisaje de absoluta aridez. Las difíciles condiciones de trabajo
exigían especialistas muy cualificados para identificar las buenas
vetas de piedra. Sufrieron sin embargo un fracaso: un fracaso
espléndido, en verdad, que puede contemplarse aún. Se trata de
un obelisco llamado «inconcluso» de una longitud de 42 m y un
peso aproximado de 1 200 toneladas. Al parecer se produjo un in-
cidente, sin duda una grieta en el granito, y se abandonó allí la gi-
gantesca piedra que habían comenzado a desprender. Tal vez un
temblor telúrico interrumpió el trabajo de los canteros, haciendo
que el obelisco dejara de ser digno de erigirse en un templo.
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Filae,
santuario de Isis la maga

Filae, «la perla de Egipto», «la isla encantada», es el lugar más


mágico de Egipto. La isla es el dominio de Isis, la mayor de las
magas, la diosa cuyos misterios fueron difundidos por toda la
cuenca mediterránea y encontraron su último refugio en el Occi-
dente cristiano. Antes de la construcción de la primera presa de
Asuán, los viajeros no escatimaban elogios a la encantadora
belleza del paraje, pero la presa fue la desgracia de la isla, que es-
tuvo desde entonces sumergida varios meses al año. Sólo las
partes altas emergían del agua, de diciembre a junio, y podía
temerse en muy breve plazo la degradación de los monumentos
que habían resistido la prueba del tiempo. Pierre Loti, al escribir
La muerte de Filae, llora sobre el fin cierto del edificio ofreciendo
una visión romántica de las barcas navegando entre capiteles, ex-
trañas imágenes de pilones de piedra que parecen islotes; pero, en
1960, un peligro moderno amenaza a la infeliz Filae: la construc-
ción de una segunda presa, más importante que la primera. En
cuanto esté terminada, el templo desaparecería definitivamente.
Además, las variaciones del nivel del agua descoyuntarían las
piedras.
Esta vez, la comunidad internacional reacciona. Se decide
desplazar el templo. En 1974 comienzan a desmontarlo. Los edifi-
cios abandonan la isla de Filae piedra a piedra para ser montados
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de nuevo en el islote de Agilkia, muy cercano y fuera del agua dur-


ante todo el año. El 10 de marzo de 1980 se celebra la inaug-
uración, el segundo nacimiento del templo. Han colaborado vein-
tidós Estados, se han desplazado 45 000 bloques de piedra,
Agilkia ha sido remodelada para que se parezca a Filae.
Hoy como ayer es preciso tomar una barca para dirigirse al
territorio sagrado de Isis. Antes del reinado de Nectanebo I (XXX
y última dinastía egipcia), Filae era sólo una isla de exuberante
vegetación, una mancha de verdor perdida en un paisaje de
piedras y áridas montañas. Sin duda, los dioses habían indicado
así el emplazamiento de un futuro santuario. Nectanebo I tuvo en
cuenta el mensaje y empezó a construir unos edificios consagra-
dos a Isis, en correspondencia con el territorio sagrado de Osiris
que se hallaba no lejos de allí, en la isla de Biggeh. Aquel territorio
fue llamado «abaton». Era de lo más secreto, pues en él reposaba
el propio Osiris. Por ello ningún ser humano podía desembarcar
en Biggeh y violar con su presencia el silencio del Abaton. De allí
procedía la inundación, es decir los humores que fluían del
cadáver de Osiris. Alrededor de la tumba del dios, 365 altares,
uno por día. Cada diez días, Isis llegaba de Filae para hacer una
libación de leche.
La isla es una tierra santa que no soporta ninguna acción
profana. Sin embargo, un tal Petosiris se embriagó en Filae, dur-
ante un velatorio. Borracho como una cuba, tuvo la desvergüenza
de entregarse a actos lúbricos en compañía de extranjeras. Fue
condenado a la pena más grave: se suprimió su nombre, lo que
equivalía a condenarle ante el tribunal de Osiris.
Filae es un lugar profundamente nostálgico y conmovedor. En
este lugar se grabó, en el año 437 d. J. C., el último texto
jeroglífico. Allí practicaron los últimos sacerdotes egipcios sus
postreros misterios, muchos años después de que el cristianismo
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comenzara a difundirse. Los «paganos» de Filae creían aún en la


antigua religión. Llegaban peregrinos de Nubia para hacer ofren-
das a la gran diosa, a Isis cuya mágica sonrisa sigue hechizán-
donos todavía.
En el sombrío año 550, Justiniano ordenó cerrar el templo de
Isis. Los escribas son expulsados y los sacerdotes linchados. Se
derriban las puertas del santuario. Los eremitas cristianos quier-
en destruirlo todo, porque odian a Isis, a la diosa, a la Mujer. El
naos es profanado, la sala de columnas se convierte en iglesia.
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Pero Isis no había abandonado su territorio, donde los


secretos del viejo Egipto se convierten en sonrisas para mejor
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iniciar en la enseñanza de los sabios. Isis es fuente de vida, madre


que conoce el secreto de la resurrección; nada ocurre sin su con-
sentimiento. Ella manda a los dioses, da su lugar a las estrellas,
expulsa con sus palabras a los demonios. Todo lleva su sello, tanto
en el cielo como en la tierra. La diosa ha recuperado hoy un
dominio. Su culto sigue vivo en el corazón de quienes atracan en
la isla encantada.
La isla de Filae (conservaremos el nombre tradicional a pesar
de que los monumentos fueran desplazados a Agilkia) comprende
un conjunto de edificios, el más importante de los cuales es el
gran templo. Curioso templo, en verdad, donde nada es simétrico,
donde no se aprecia eje alguno, donde todo parece colocado bajo
el signo del Dos: dos puertas monumentales, doble pilón. Todo es
orden y desorden al mismo tiempo: dromos, porches, santuario,
cada uno con su eje, cada uno con su dirección, como si el resto
del templo no existiera; las mismas columnatas olvidan ser
paralelas. Pero es deliberado, calculado, consciente: Isis es vida.
La vida no es simétrica ni paralela. No responde al orden racional
que ha deformado el Occidente. Es ambigüedad, asimétrica, apar-
entemente incoherente, hasta el momento en que los misterios de
la diosa son desvelados a quienes han llevado una vida digna de
ella.
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Se desembarcaba al sur de la isla, junto al pabellón de


Nectanebo I (n.º 2 en el plano). Se pasaba entre dos pórticos que
formaban una V (n.º 3), y que daban al templo de Isis. El del oeste
estaba cubierto por un techo que simbolizaba el cielo. Bajo las es-
trellas del cosmos, pues, puestas en su lugar por la diosa y obed-
eciéndole, el peregrino avanzaba hacia el santuario.
En el lado este de la isla, el célebre quiosco de Trajano (n.º 4),
de líneas muy puras, servía de punto de descanso para la barca de
Isis durante las procesiones. Algo más lejos, siempre del lado este
y muy cerca del gran templo, el pequeño templo de Hator (n.º 5).
Con el nombre de «recinto de la llamada», acogía a la «diosa le-
jana», a su regreso de los parajes nubios, adonde se había
marchado, furiosa, en forma de leona. Egipto no podía vivir sin
Hator. Por eso se había hecho lo necesario para recibirla de nuevo
en las mejores condiciones. Aquí se celebraban alegres ceremoni-
as, con danza, y música. Apaciguada, feliz, Hator asumía sus fun-
ciones de soberana de la alegría. Los relieves del templo
muestran, además, a simios tocando música, a flautistas y al dios
Bes tocando su tamboril o dejando correr sus dedos por un arpa.
Música mágica, pues alejaba del templo las fuerzas nocivas, in-
armónicas, al tiempo que apaciguaba las pasiones en el hombre
para hacerle descubrir la verdadera alegría.
Un gran atrio precede al primer pilón (45 x 18 m, n.º 6 en el
plano) del templo de Isis: dos altos macizos enmarcan una puerta
más pequeña. En la fachada, varias divinidades de pie, de gran
tamaño, y otras sentadas en el trono. El faraón inmola ritual-
mente a sus enemigos a la divinidad. Pasado el primer pilón, se
entra en un gran patio (n.º 7) al fondo del cual se levanta la mole
de un segundo pilón (n.º 8).
Una emoción profunda embarga al visitante: es un dispositivo
único, una especie de compuerta entre dos puertas
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monumentales. El visitante se siente un poco prisionero, en un es-


pacio aparte, aislado, lejos del mundo profano, pero todavía no
dentro del templo, protegido detrás del segundo pilón. El patio no
está vacío: en su lado oeste está ocupado por un edificio inde-
pendiente, el mammisi (n.º 9), templo del nacimiento donde Isis
daba a luz a su hijo Horus. El pequeño edificio, de forma achapar-
rada, sostenido por pilares con capiteles hatóricos (Isis, consid-
erada como madre de Hator, se aliaba con su hija para dar la vida)
no es más que una sala de parto del dios-hijo al que el faraón, al
igual que los iniciados se identifica. Isis reina aquí como Mujer
primordial, tan vieja como el universo. Aquí renace en espíritu
aquel que busca la luz, necesaria para dirigirse hacia la segunda
puerta del templo. El mammisi está decorado, naturalmente, con
escenas de nacimiento consagradas a Horus, que protegerá a su
padre Osiris luchando contra Seth. Se encarnará también en el
faraón, y en cualquier ser dispuesto a combatir en favor de la luz.
En el lado este del patio, un pórtico con columnas alberga seis
pequeñas estancias de las que la más cercana al pilón contiene
una escalera que lleva al techo del templo; una de ellas era la bib-
lioteca sagrada, protegida por el dios Thot, patrón de los escribas,
y de la diosa Sechat, soberana de la Casa de la Vida donde se re-
dactaban los rituales.
El segundo pilón (22 m de alto, 32 m de ancho, n.º 8 en el pla-
no) se parece al primero, pero no es paralelo a él; aunque su
fachada esté decorada con escenas similares, da acceso a otro
mundo, al templo cubierto. Tras él, en efecto, una sala de diez
columnas que estaban antaño, como en la mayoría de los templos
egipcios, pintadas con colores vivos. Por desgracia, fueron destru-
idos por el excesivo contacto con el agua; los sabios de la gran ex-
pedición francesa de Egipto aún pudieron admirarlas. Allí, a pesar
de la presencia de las escenas tradicionales de ofrenda a las
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divinidades, establecieron los cristianos su iglesia. Curiosamente,


esta sala de columnas goza de una iluminación bastante potente,
excepcional en esta parte del templo; la luz procede de una aber-
tura en el techo. Es un don del cielo, pues la sala es ante todo un
lugar cósmico, por su decoración: buitres con las alas desplega-
das, en el techo; barcas que navegan por los cielos, repertorio de
las horas correspondientes a distintos momentos del curso solar.
El iniciado descubría las leyes del cielo de Isis, aprendía a vivirlas
en sí mismo: es ésta regla de la astrología sagrada y condición in-
dispensable para acceder al naos (n.º 11) con 12 cámaras (tantas
como signos del Zodíaco). Por debajo, una cripta; por encima, el
techo del templo. Entre ambos, el hombre.
Así estaban presentes los tres mundos del universo egipcio. El
faraón, en el naos, realiza los gestos de ofrenda ante la gran diosa
que le ha desvelado sus misterios. En el techo, el esposo de Isis,
Osiris, es venerado en una capilla. También aparece representada
una parte del ritual que le es característico. Así, vemos a Osiris
muerto y momificado; el faraón interviene ante unas divinidades
para que el alma del dios siga viviendo. Se produce entonces el ex-
traordinario milagro: Osiris resucita. Las tinieblas y la muerte han
sido derrotadas. El amor y la fidelidad de Isis han triunfado sobre
la fatalidad.
En Filae hay otro personaje especialmente venerado: el dios
Nilo. Además de los nilómetros, el genio del río recibió una aco-
gida especial en un edificio situado al oeste del segundo pilón, lla-
mado puerta de Adriano (n.º 12). Allí estuvo representada la
propia fuente del Nilo, de forma simbólica. Vemos al dios, pro-
tegido por una serpiente, derramando el agua de dos jarras. La
serpiente es la imagen del ciclo natural que se repite sin cesar. La
gruta donde está el dios Nilo es la matriz del mundo, de donde
proceden todas las energías. Y los dos vasos contienen un agua
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celestial y un agua terrenal, líquidos nutricios cuyo origen es


divino.

***

Es agradable pasear por Filae, demorarse en su enigmático y


gran patio, meditar largo rato sobre el tejado del templo, contem-
plando el paisaje circundante. Ese templo posee un particular en-
canto, un hechizo que procede sin duda de los ritos y los misterios
que durante tanto tiempo se celebraron en este lugar. El Egipto de
los sabios se extinguió aquí, en el silencio de estas piedras, ante la
majestad de estos pilones y estas columnas. En el recogimiento
del templo interior, el secreto de los jeroglíficos fue transmitido
por última vez, de boca a oído, antes de partir al exilio.
Abu Simbel,
el amor y la guerra

Nubia, tierra desaparecida

Con el paraje de Abu Simbel, cuyos dos templos son célebres en el


mundo entero, nos disponemos a descubrir Nubla. Abandonamos
Asuán (actualmente en avión) y dar un safio de 280 km hacía el
sur para descubrir un extraño lugar que antaño se denominó
Ipsambul.
Al llegar en avión se siente una impresión curiosa. Después de
dejar atrás la gran presa de Asuán, se sobrevuela una inmensa ex-
tensión de agua de la que emergen algunos roquedales dispersos.
Un mundo insólito, abandonado, que ha regresado a las edades
primeras y donde el elemento líquido ha recuperado su soberanía.
De pronto, después de una amplia curva sobre un ala, aparece una
roca distinta de las demás, una especie de isla que parece habit-
ada por piedras esculpidas. Nos fascina de inmediato: lejos de la
civilización, sumidos en su austera soledad, se yerguen allí dos
templos que a primera vista, sólo se distinguen por una fachada
muy espectacular: cuatro colosos reales para el «gran templo»,
donde descubriremos las guerras victoriosas de Ramsés II, seis
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colosos para el «pequeño templo» donde se grabó la expresión del


amor divino que manifestó la gran esposa real Nefertari.
Los colosos velan por el lugar. Guardianes de piedra de sonrisa
inmutable y tranquilizadora potencia. Dirijámonos a ellos, inter-
roguémosles para comprender qué ocurrió en este lugar. Sepamos
que, por desgracia, el tiempo de visita es, con mucho, demasiado
limitado con respecto al interés que tienen ambos templos, a
menos que se resida en algún hotel local o se realice un crucero
desde Asuán. En cuanto el avión haya aterrizado, el visitante debe
subir al autobús que le llevará al pie de los templos. Pronto
quedará deslumbrado por la increíble alianza de fuerza y del-
icadeza que caracteriza a los colosos, de una excepcional calidad
escultórica.
Abu Simbel es la frontera de las fronteras. El gran Ramsés
marcó aquí los límites de la expansión faraónica hacia el sur,
hacia África. El territorio sumergido que hemos atravesado fue en
otros tiempos la Baja Nubia donde vivían poblaciones que
plantearon cierto número de problemas a los ejércitos del faraón,
antes de ser integradas en el sistema cultural y religioso del Im-
perio Nuevo.
Como hemos visto, ya desde el Imperio Antiguo los faraones
organizaban expediciones para explorar Nubia, someter unas
tribus de carácter a veces rebelde y conseguir productos raros o
valiosos, como el oro o el marfil. Durante el Imperio Nuevo, la re-
gión está pacificada. Se encontraba bajo la responsabilidad de un
alto funcionario que lleva el pomposo título de «hijo real de
Kuch». Los príncipes nubios son a menudo educados en la corte;
una vez «egiptizados», regresan a sus provincias, más fieles a las
tradiciones que algunos egipcios. En esa época, no se trata ya de
guerrilla o de rapiñas. La Baja Nubia está tranquila, es próspera,
se halla en la zona de influencia de la riquísima Tebas. Los
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artesanos de Ramsés II pudieron construir los templos de Abu


Simbel en completa seguridad.
Después de las graves disensiones que a finales del Imperio
Nuevo opusieron a los sacerdotes tebanos y a los detentadores del
poder faraónico, aquellos religiosos desautorizados encontraron
un exilio semidorado en Nubia. Después de abandonar Egipto,
formaron un pequeño reino nubio del que uno de sus descendi-
entes, Piankhy, saldrá, en la XXV dinastía, para conquistar un
Egipto debilitado y devolverle el interés por sus antiguas tradi-
ciones religiosas. Las cosas, en verdad, cambian de un modo ex-
traño. De esta tierra salvaje y bárbara en otros tiempos, que los
ejércitos del faraón tardaron muchos años en pacificar, salió un
salvador extranjero, y sin embargo heredero de la antigua sa-
biduría, a través de las enseñanzas de unos sacerdotes
usurpadores.
Fue también en Nubia, que no tuvo que sufrir una
administración greco-romana preocupada por restaurar o recon-
struir los templos, donde se refugiaron algunas comunidades ini-
ciáticas que, mucho después del nacimiento del cristianismo,
vivían aún su fe en la antigua religión egipcia, en el siglo VI de
nuestra era. Cristiana más tarde, Nubia fue islamizada en la Edad
Media, tras la conquista árabe.
Región adormecida, lugar de refugio o de paso, Nubia iba a
vivir un drama que nunca pudo sospechar. En marzo de 1960, el
mundo se conmovió cuando todas las miradas se volvieron hacia
esa región olvidada donde dormitaban algunos viejos templos que
sólo interesaban a los especialistas. El Gobierno egipcio había de-
cidido construir una gran presa. La inundación iba a hacer desa-
parecer toda una región del globo donde unos hombres crearon
una cultura original. Las piedras de eternidad de los santuarios
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habían resistido el paso del tiempo, pero la tecnología del siglo XX


se presentaba como un peligro mucho más amenazador.
¿Qué se podía hacer para salvar Nubia? Se escribía, se habló,
los focos de la actualidad apuntaron hacia la zona, se alertó a la
comunidad cultural internacional. La Unesco fue la punta de
lanza de esta epopeya de los tiempos modernos, en los que había
energías capaces de movilizarse aún para salvaguardar una parte
del sagrado patrimonio de la humanidad. Pero la situación era
grave, convenía actuar rápido. Nubia estaba condenada a muerte.
Única solución: desplazar el máximo de templos, llevar a cabo
alzados, emprender una campaña de excavaciones tanto más in-
tensa cuanto iba a ser la última.
Así escaparon de la destrucción templos como Kalabcheh (1
km al sur de la gran presa, en la orilla izquierda del lago); Itet el-
Uali (no lejos del precedente, al noroeste) debido a Ramsés II y
donde figuran escenas de batalla contra los etíopes; Uadi es-Se-
buah (140 km al sur de la gran presa, en la orilla izquierda del
lago), consagrado a diversos aspectos del sol y Dakka, el templo
de Thot; Amada (180 km al sur de la gran presa, orilla izquierda
del lago), que fue desplazado en un solo bloque, y Derr, donde
Ramsés II canta la gloria y la pervivencia de su linaje. Para visitar
todos estos santuarios es preciso prever una organización particu-
lar y dedicar varias jornadas enteras a Nubia.

Abu Simbel, corazón de Nubia

De todos estos parajes, Abu Simbel es el que obtuvo, y con justi-


cia, la mayor notoriedad. Fue el corazón de la Nubia religiosa a la
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que Ramsés II dedicó tantos esfuerzos. Aquí construyó lo que po-


demos considerar como la obra maestra arquitectónica de su
reinado.
Era imposible que semejante corazón dejara de latir. Por eso
Abu Simbel fue la «estrella» de los templos condenados a ser
trasladados para sobrevivir.
Se desplegó un ingenio digno de los maestros de obras egip-
cios. Tanteos, primero; numerosos proyectos que incluían la con-
strucción de un dique para mantener los edificios en su lugar: un
sueño que hubo que abandonar. La decisión final fue desmontar-
los «piedra a piedra», es decir 1036 bloques algunos de los cuales
pesan treinta toneladas. Este trabajo de hormigas gigantes, ocupó
de 1963 a 1972, hasta 900 personas, a costa de infinitas pre-
cauciones, para volver a montar los dos templos 200 m más al
oeste y 64 m por encima del emplazamiento primitivo. Una úl-
tima precaución: pese a la inevitable traición que representaba
este cambio con respecto al emplazamiento cuidadosamente ele-
gido por los egipcios, se intentó conservar su antiguo aspecto.
Para lograrlo, se levantó un gigantesco espejismo, técnicamente
necesario, una falsa montaña contra la cual, se adosaron los tem-
plos. En su interior, las bóvedas de hormigón inducen a pensar en
una inquietante maquinaria que conviene olvidar para que la
atención se fije en las verdaderas piedras. Bien puede hablarse de
corazón trasplantado, pero es un corazón que late a fin de
cuentas. Abu Simbel sigue siendo una etapa obligada de todo viaje
a Egipto.
Extraños templos. Una eternidad de piedra frente a una etern-
idad de agua; el Nilo ayer, un lago hoy. Un templo del faraón cas-
ado con un templo de la reina, una celebración de la pareja divina
comparable a otra pareja de edificios nubios, Soleb y Sedeinga,
que unen a Amenofis III y su esposa Tyi. ¿Tenía esta Nubia
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desaparecida, tan alejada de la brillante Tebas, la vocación de


guardar el secreto de amores transfigurados en los que el poder es
indisociable de la gracia?

El gran templo

En la fachada, cuatro colosos sentados. Contando desde la


izquierda, el segundo está dañado. Los otros tres expresan, con su
posición hierática, tan serena como severa, un formidable poder-
ío. Nada los hará temblar. Podemos describirlos: portan las coro-
nas del Alto y el Bajo Egipto, la barba postiza, la serpiente uraeus
en la frente (su papel es aniquilar a los adversarios). Bajo sus pies,
los enemigos del rey, vencidos para siempre.
Ramsés II anuncia ya su «programa»: lo que se ha construido
en este lugar es un templo de la victoria, luminoso, brillante. Que
los nubios —y todos los demás pueblos sometidos al faraón— lo
sepan: Ramsés es ese coloso tranquilo, para siempre triunfante.
Nadie podría discutir su soberanía.
Estos colosos son encarnaciones del rey-dios. Se les rendía
culto. Los faraones del Imperio Nuevo hicieron construir muchos
para expresar dicho simbolismo con la máxima grandeza y efica-
cia —«publicidad», dirían algunos. El coloso tiene rostro humano,
pero es más que un hombre. Es el Hombre eternamente joven,
fuerte, magnífico. Ramsés está efectivamente sentado en el «trono
de los vivos», tal y como dicen los textos. Su poder no es tiranía
sino fuerza de vida.
Ramsés II construyó, al menos, siete templos en Nubia. Pero
éste es el más colosal: una fachada de 30 m de alto por 35 de
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ancho, gigantescas estatuas que superan los 20 m de altura. Quien


se acerque será devuelto, de inmediato, a su pequeñez.
Contemplémoslo desde cerca: las piernas de los colosos pare-
cen algo macizas, el torso algo grueso, pero el rostro posee una
belleza sobrehumana. No es fruto de la casualidad, sino una delib-
erada voluntad del escultor cuanto más nos alejamos del suelo,
del mundo material, más nos acercamos a lo espiritual, al gozo in-
terior, a la grandiosa serenidad que leemos en las miradas de los
colosos.
Esos cuatro Ramsés, colocados en el exterior del templo, cor-
responden a los cuatro dioses que encontraremos en su interior,
al fondo del sanctasanctórum. Por su presencia, el faraón «cuad-
riplicado» revela así a los cuatro puntos cardinales del mundo los
misterios del templo.
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La humanidad de Ramsés no está ausente: entre los colosos


aparecen figuras femeninas que parecen casi frágiles comparadas
con sus inmensos protectores. Son la madre, la esposa y las hijas
de Ramsés II. Nefertari, para la que se construyó el pequeño tem-
plo, está tres veces presente. Así, la familia, en su aspecto exclu-
sivamente femenino, queda asociada al poder de Ramsés. Es la
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exacta prolongación de la tradición del Imperio Antiguo: recor-


demos las escenas de las tumbas menfitas, de las mastabas donde
vimos a señores de gran tamaño con mujer e hijos de pequeño
tamaño a su lado.
Parece que Ramsés es la única potencia masculina repres-
entada. Si lo creyéramos, olvidaríamos lo esencial. Levantemos
los ojos: por encima del pórtico se levantan, en una hornacina, un
dios con cabeza de gavilán. Es Ra-Horakhty, el sol naciente, el
señor del templo. Es el halcón de los orígenes, de inmensas alas y
mirada penetrante como un rayo de luz. A ambos lados, Ramsés,
desdoblado, venera el principio luminoso que es el origen del
templo. Otro detalle característico son los veintidós simios,
cinocéfalos, formando un friso de coronación, muy por encima de
los colosos, que profieren gritos de júbilo. Símbolos de las fuerzas
elementales de la naturaleza, saludan así cada mañana el renaci-
miento del sol que emerge entre las tinieblas después de vencer
los peligros del mundo subterráneo.
Nadie que conociese la secreta ciencia de los jeroglíficos, podía
dudar de que el templo perteneciera a Ramsés II. El dios con
cabeza de halcón, más otros jeroglíficos inscritos en la fachada,
servían para escribir el nombre del rey, Usirmare. Nombre estall-
ado, separado en distintos elementos que la mirada del iniciado
podía reunir poniendo los jeroglíficos en el orden adecuado.
Subamos hacia el templo. Descubriremos, a la izquierda, al sur
de la fachada, tres estelas. Una de ellas nos recuerda un import-
ante acontecimiento diplomático. En lo alto de la estela, el rey es-
tá sentado entre Amón-Ra y Ptah. Se acerca a él una muchacha
seguida por su padre. Ambos personajes tienen una particularid-
ad: son hititas, antiguos enemigos del faraón, y la joven es la fu-
tura esposa de Ramsés II. Aunque éste fuera un valeroso comba-
tiente, manifestó sobre todo un agudo sentido de la diplomacia
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para conseguir una paz duradera. Al decidir semejante matrimo-


nio, el rey de Egipto se vinculaba a un pacto de no beligerancia fa-
vorable a ambos pueblos. Esta estela, tan discreta comparada con
los colosos, muestra que el poder de Ramsés estuvo, ante todo, al
servicio de la paz.
Al otro lado, a la derecha de la fachada, hacia el norte, se le-
vanta una curiosísima construcción, una especie de capilla
abierta. Estos vestigios no tienen hoy mucho significado, pues
faltan las divinidades que fueron llevadas al Museo de El Cairo,
muy lejos del soleado paraje nubio que ellas debían sacralizar. Ahí
había cuatro simios venerando al sol, en relación con los puntos
cardinales, y un naos que contenía el escarabeo, símbolo solar, y
otro simio, símbolo lunar. Se trata por tanto de un templo de
pequeño tamaño, cuya ideología no está muy alejada de la de Ajn-
atón y los antiguos sacerdotes de Heliópolis, que celebraban al as-
tro del día en construcciones a cielo abierto. Pero hay más: aquí el
sol se citaba con la luna y, efectivamente, ambos se encontraron.
Se produjo un verdadero matrimonio entre ambos astros, cada
uno de los cuales difunde su propia luz; y esta doble claridad se
unió en la persona del faraón. Encontramos idéntica idea a escala
arquitectónica: la capilla está a cielo abierto; la que se halla al otro
lado de la fachada está excavada en la roca.

El interior del templo


Como muchos templos nubios, los dos edificios de Abu Simbel es-
tán excavados en la roca. Son templos-montaña que se alían con
la más hostil naturaleza para mejor sacralizarla. Abu Simbel es, al
respecto, un verdadero modelo. No había allí poblado alguno,
aglomeración alguna. Los artesanos de Ramsés desbrozaron un
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paraje virgen de cualquier humanidad para manifestar en él lo


divino.
Es ya hora de entrar en el templo. Advirtamos de paso, en los
tronos de los colosos que delimitan la entrada, una importante es-
cena simbólica. Unos dioses-Nilo atan con fuerza papiros y lises.
Es la imagen clásica de la «unión de las Dos Tierras»; las dos
partes del país, evocadas por estos vegetales, se encuentran así
unidas. Pero también es la señal de que debemos reunir en noso-
tros lo que estaba dividido. Para tener acceso al lugar sagrado, es
preciso ser uno, coherente, estar en paz con uno mismo.
Las escenas que decoran la puerta de entrada, tanto en el din-
tel como en las jambas, nos muestran al faraón realizando la
ofrenda a unas divinidades. Hay que dar, y dar de nuevo, para que
las divinidades sean favorables. Cuanto más retraído y egoísta sea
el hombre, cuanto más pretenda tomar, adquirir, menos le son-
reirán los dioses. La codicia, dicen los textos de sabiduría, es un
mal mortal para quien lo sufre. El faraón es lo contrario de ese
hombre; él es la generosidad lúcida que hace ofrenda a los dioses
para que permanezcan en la tierra.
La estructura del templo interior es sencilla: tres partes prin-
cipales, una gran sala, una sala intermedia y el sanctasanctórum.
Como en todos los templos, el suelo sube y el techo baja. El
fenómeno es especialmente perceptible en el gran templo de Abu
Simbel. Al entrar en la gran sala, que se parece mucho a la nave
central de una catedral, flanqueada por dos naves laterales, nos
impresiona profundamente la atmósfera de recogimiento que re-
ina en el lugar. El contraste entre la luminosidad exterior y la es-
casa claridad del interior crea una magia especial.
Antes de describir las escenas, contemplemos los ocho colosos
que sirven de pilares a esta gran sala de 18 m de profundidad.
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Representan al rey, vestido con un sencillo taparrabos. Los colo-


sos de la izquierda (hacia el sur) llevan la corona blanca del Alto
Egipto, los colosos de la derecha (hacia el norte), lo que se de-
nomina el pschent, es decir un «encajado» de las coronas del Alto
y el Bajo Egipto. Las caras de los pilares que no están ocupadas
por un coloso recibieron escenas de ofrendas del rey a los dioses.
El interés de esta gran sala reside sobre todo en los relieves
que decoran los muros. El tema principal es la guerra y, más ex-
actamente, la victoria del faraón sobre sus enemigos. Cierta-
mente, existe un pretexto histórico, a saben el combate librado
por los egipcios contra los hititas. Pero el sentido profundo de to-
do ello es el triunfo del orden sobre el caos, de la unidad sobre la
multiplicidad. Veremos por todas partes a un faraón sereno, tran-
quilo, seguro de su fuerza. Frente a él, el confuso revoltijo de sus
adversarios, vencidos ya por el simple hecho de oponerse al
poderío del Hombre de luz.
Comencemos por la derecha (n.º 5 en el plano), por una breve
escena cuyo significado es sin embargo decisivo. En ella vemos al
faraón sacrificando a unos cautivos a Horus del horizonte, el
señor del templo. Se trata de un acto religioso, pues estos prision-
eros simbolizan las fuer/as negativas encadenadas, a las que el rey
debe dar la luz. En el zócalo, nueve de las hijas de Ramsés agitan
el sistro, símbolo de la diosa Hator. Están realizando un acto má-
gico, apaciguando las potencias de las tinieblas y esparciendo
armonía.
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En el muro principal (n.º 6 del plano), un verdadero tebeo que


nos cuenta los episodios de la famosa Batalla de Kadesh. Famosa
porque Ramsés II la convirtió en el gran acontecimiento militar
de su reinado, reproduciéndola en numerosos templos egipcios.
¿Qué ocurrió exactamente? En el año V de su reinado, el gran
Ramsés consideró que los hititas comenzaban a amenazar seria-
mente la seguridad de Egipto. Mejor que esperar a que la situa-
ción se degradara, como hicieron algunos de sus predecesores, de-
cidió entablar combate en territorio enemigo, seguro de ser capaz
de apoderarse de la fortaleza de Kadesh, junto al río Orontes. Pero
la realidad histórica y el relato simbólico de los templos parecen
diferir notablemente. Si nos atenemos a los hechos, hubo una es-
pecie de «empate» entre egipcios e hititas. Ni vencedores ni ven-
cidos, pero sí dos pueblos que tomaron conciencia de sus fuerzas
respectivas y prefirieron, a continuación, una alianza —con-
cretada mediante matrimonio— a una mortífera guerra.
En el orden simbólico, la situación es muy distinta. Los enemi-
gos del faraón se identifican obligatoriamente con las fuerzas del
mal y el rey sólo puede salir victorioso, aunque haya sido traicion-
ado. Pues éste es el tema central del relato: el faraón es traicion-
ado, abandonado, se ve librado a la más espantosa adversidad. Sin
embargo, gracias a la ayuda del dios, superará la prueba.
Lo interesante de la pared de Abu Simbel es que nos ofrece la
versión mejor conservada de esta inmensa representación; de-
tengámonos en algunos episodios significativos.
En la parte inferior, vemos al faraón en su trono, celebrando
un consejo de guerra. Dos espías acaban de ser capturados. Los
interroga. Confiesan fácilmente… demasiado fácilmente. En real-
idad, practican el arte de la desinformación para llevar al ejército
egipcio a una emboscada. Vemos, por otra parte, los
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acantonamientos de este ejército, antes de que se ponga en cam-


ino para atacar a los hititas.
El faraón escapa de una primera emboscada, tomando una
«ruta de en medio», entre dos montañas, un verdadero embudo
donde sus soldados habrían podido ser aniquilados. Pero la in-
tuición del faraón ha sido más exacta que el razonamiento de sus
oficiales: los enemigos les estaban esperando en las otras dos
rutas.
En la parte superior de la pared, la acción violenta se ha ini-
ciado. El faraón ha sido traicionado. Las informaciones de las que
disponía son falsas. Cunde el pánico entre sus distintos cuerpos
de ejército. Se encuentra solo, en su carro de guerra, con su arco y
sus flechas, para luchar contra innumerables enemigos. Es el in-
stante esencial de esta batalla mística. Ramsés no comprende qué
le sucede. La ingratitud de Dios le indigna, al igual que Job en su
estercolero.
Él siempre ha observado las reglas de la Sabiduría, se ha com-
portado como un hijo excelente con su padre Amón. Unza
entonces al cielo un grito de angustia: «¿Quién eres pues, padre
mío, el Dios oculto? ¿Un padre que olvida a su hijo? ¡Te invoco,
padre mío!» ¿Cómo no pensar en la trágica llamada de Cristo en
la cruz? Amón no olvida a su hijo, el faraón. Su espíritu desciende
en él. Mejor es para un rey un dios que miles de soldados. Dotado
de sobrehumana fuerza, Ramsés lo derriba todo a su paso. Y sus
tropas regresan para ayudarle. Es la victoria. El furor de los ejérci-
tos se apacigua. De pie en su carro, el faraón contempla a los pri-
sioneros. Los soldados egipcios sacan cuentas de los enemigos
muertos enumerando manos y sexos cortados.
En la pared de enfrente (n.º 7 del plano), otras escenas guer-
reras. En este caso son los episodios de la toma de una fortaleza
siria. Ramsés recibe la ayuda de tres de sus hijos. Los sirios son
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derrotados. A éstos no les queda más que una solución: implorar


la clemencia del faraón. Se agitan en las murallas, para mostrar
que se rinden. Hay en esta escena un detalle célebre: el dibujante
corrigió el brazo del faraón, que le parecía demasiado rígido com-
parado con el movimiento vivo y rápido del conjunto. Otro detalle
que se reproduce a menudo, por la calidad expresionista de la es-
cena es el cuerpo a cuerpo de Ramsés con dos jefes libios. Uno ha
sido ya derribado. Caminando sobre el moribundo, agitado por las
últimas convulsiones, el rey hiere con su lanza al otro jefe libio,
que arremetía contra él. Desarticulado, mortalmente herido en
plena carrera, el libio se derrumba, como una marioneta ante la
omnipotencia de Ramsés.
Pese a su realismo, todas estas figuraciones tienen un sentido
religioso. Ramsés no olvida presentar los cautivos a tres divinid-
ades (n.º 8 y n.º 9 del plano). Su acción queda así sacralizada.
Abandonemos ahora esta gran sala y pasemos a una sala más
pequeña (n.º 10 del plano). Cuatro grandes pilares aguantan el
techo. Aquí, el furor de las batallas ha desaparecido. En los pil-
ares, el rey da un abrazo a las divinidades. Las demás escenas son
rituales: ofrendas, transporte de la barca sagrada. Lo mismo
ocurre en la sala, más pequeña todavía, que precede al santuario
(n.º 11). Se ha advertido, con razón, la belleza de la reina Nefertari
que realiza ofrendas a las diosas. Curiosa aparición, en verdad,
casi irreal, del amor en plena guerra. Mensaje profundo, además:
más allá de las batallas y los combates está la Mujer, la encama-
ción del encanto y la pureza, sin la cual el rey sería sólo un tosco
soldado.
Viene por fin el santuario, uno de los más conmovedores de
Egipto. Estamos en el sanctasanctórum, en el corazón de la
montaña, al extremo del mundo de los hombres. Sólo han con-
seguido entrar en él escasísimos iniciados, capaces de contemplar
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las cuatro divinidades sentadas, esculpidas en plena roca, indiso-


ciables por tanto de ella, inseparables de la piedra de eternidad de
la que, en parte, se desprenden.
¿Quiénes son estas cuatro divinidades? Está Amón-Ra, sober-
ano de Tebas; Ra-Harakhty, soberano de Heliópolis; Ptah, sober-
ano de Menfis. Ahora bien, los textos dicen que tres son todos los
dioses, y los tres son precisamente éstos. Simbolizan el universo
divino en su totalidad. El cuarto es el propio faraón. Ramsés II
divinizado, dicen, aunque en realidad mucho más que eso: no ya
un individuo idolatrado, sino la función faraónica elevada al
rango de divinidad.
Cuando Abu Simbel se levantaba en su verdadero emplazami-
ento, el sol naciente atravesaba dos veces al año todo el templo
para iluminar el sanctasanctórum. Pero una de las estatuas divi-
nas permanecía en la oscuridad. La de Ptah, el señor de los
artesanos.
No debe olvidarse la presencia de una especie de cubo de
piedra, colocado ante las estatuas. Altar o soporte de la barca
divina, encarna la piedra fundamental del templo. En ella se con-
densa al máximo lo sagrado, ante la mirada de los cuatro dioses
del sanctasanctórum.
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El pequeño templo

Abu Simbel es un matrimonio celebrado en la piedra. Al gran


templo, masculino, guerrero, corresponde, uniéndose con él, el
pequeño templo edificado en honor de la reina Nefertari, la gran
esposa real, encamación viva de la diosa Hator. Éste es, por otra
parte, el mensaje esencial de este edificio excavado en la roca,
precedido por seis colosos y que comprende una sala de seis pil-
ares cuadrados que da acceso, a través de tres puertas, a un
vestíbulo que precede al sanctasanctórum.
No se trata ya de la reina en su aspecto humano, sino de la
mujer-diosa que forma con el rey-dios una pareja inmortal. Por
ello afirma su presencia, en el exterior, bajo la forma de dos de los
seis colosos que salen de la pared, arrancándose de la inercia de la
montaña en un movimiento que la conduce hacia una unión inal-
terable con su esposo.
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Extraordinaria visión que se tradujo en esta monumental en-


carnación del matrimonio humano considerado como soporte del
matrimonio divino. Desde este punto de vista, Ramsés II y Nefer-
tari son los herederos directos de Ajnatón y Nefertiti, para
quienes la pareja era una de las más bellas expresiones de la pres-
encia divina en la tierra. Esas dos grandes damas de la historia de
Egipto tienen además en común, en su nombre, el término nefer
que significa «bella».
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Ramsés II está presente en el interior del templo. Cumple dos


funciones: hacer la ofrenda a las divinidades y derribar a los en-
emigos del sur y del norte (a ambos lados de la puerta). Pero lo
hace con discreción, comparado con la reina Nefertari, presente
en todas partes, larga silueta elegante, animada por una extraña
luz, diosa terrenal en un mundo de divinidades que la reconocen
como tal y a las que honra con sus ofrendas. Los pilares están
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coronados por una cabeza de Hator: estamos en un cielo donde


reina la alegría.
En la pared del fondo, en el sanctasanctórum, en lo más
secreto del templo, la imagen de la vaca Hator que emerge del
otro mundo, pasando a través del espejo de piedra, franqueando
la infranqueable frontera para comunicar a los vivos su mensaje
de amor y de esperanza. En su pecho, una efigie del rey, símbolo
del ser divinizado y resucitado.

***

Abu Simbel, templo majestuoso, poderoso, edificio donde se


afirma la soberanía del faraón; pero también himno al Amor,
prodigiosa unión de la sabiduría, la fuerza y la belleza: última
etapa de nuestro viaje resume todo Egipto, evocando a las mil
maravillas la aventura de una civilización.
ANEXOS

El Museo de El Cairo o la caverna de


Alí-Babá
Hay una broma que los egiptólogos conocen muy bien. Aconsejan
al investigador que busca hallazgos que acuda a las principales ex-
cavaciones de Egipto, donde le bastará con agacharse para hacer
un descubrimiento. Estas excavaciones son el Museo de El
Cairo.30 En esta verdadera caverna de Alí-Babá se amontonan
centenares de obras maestras, unas expuestas y otras inaccesibles.
La visita a este museo es de lo más frustrante que quepa imaginar.
En los viajes mejor organizados se dispone sólo de algunas horas
para pasar a toda velocidad ante esas maravillas. Convendría
detenerse, fijarse en los detalles, colocar esta estatua o aquella es-
tela en su contexto religioso, histórico, social. Serían necesarias
varias vidas para estudiar y apreciar los miles de objetos, grandes
y pequeños, recogidos en el Museo de El Cairo, creado en 1858
por el francés Auguste Mariette e instalado en sus actuales locales
a comienzos del siglo XX.
Sólo cabe dar un consejo: visite lo más a menudo posible el
museo, piérdase una y otra vez en él. Nunca agotará su capacidad
de depararle sorpresas.
411/471

Es imposible describir aquí las obras que se conservan en el


museo, ni siquiera dar una lista, tanto más cuanto los objetos
pueden haber cambiado de lugar, no estar ya expuestos o formar
parte de exposiciones itinerantes. Nos limitaremos, pues, a dar al-
gunas indicaciones prácticas. Nos contentaremos primero en la
visita de la planta baja, yendo hacia la izquierda y girando, por
tanto, en el sentido de las agujas del reloj, después de entrar en el
vestíbulo de entrada. Existe, en efecto, una clasificación cronoló-
gica aproximada.
En la planta baja puede descubrirse el prodigioso universo de
la escultura egipcia, desde el Imperio Antiguo hasta la Época Baja.
Vale la pena mirar bien en todos los rincones y recodos, pues se
tiene la impresión de estar en el almacén de un anticuario al que
le falta lugar para exponer sus tesoros que se ocultan unos a otros.
En el primer piso se conservan los numerosos y fabulosos ob-
jetos descubiertos en la tumba de Tutankamón que, por sí solos,
merecen una visita en profundidad. Pero hay también conjuntos
de mobiliarios fúnebres procedentes de otras tumbas, sarcófagos,
colecciones de amuletos, «maquetas» reducidas del Imperio Me-
dio, estelas, etc. Un material colosal, a la medida de la civilización
del antiguo Egipto, que dará trabajo a generaciones de investi-
gadores. ¿Cómo no lamentar 13 mala exposición de tantas obras y
que otras muchas ni siquiera estén expuestas, algunas de las
cuales, salidas del silencio de las tumbas, están hoy perdidas en la
penumbra de inaccesibles almacenes? La gran conquista de la
egiptología moderna sería, sin duda alguna, la completa reorgan-
ización del Museo de El Cairo.
Algunos parajes más… para viajeros
especializados

Ahusir A unos 2 km al norte del Serapeum de Menfis. Pueden


verse ruinas de las pirámides del Imperio Antiguo. En las
cercanías se encuentra el templo solar de Abu-Gorab carac-
terizado por un obelisco colocado sobre un zócalo y que
constituye el corazón del edificio sagrado.
Alejandría La segunda ciudad de Egipto no alberga ningún
monumento notable del pasado faraónico. Es una ciudad
helenística, creada por Alejandro Magno, cuyos más
célebres monumentos, el faro y la antigua biblioteca, han
desaparecido. No obstante, en octubre de 2002 se inauguró
la nueva Biblioteca de Alejandría, con una superficie de
36700 m2 y que alberga entre 4 y 8 millones de volúmenes.
Se visitará el museo egipcio y la curiosa necrópolis de Kom
el-Chugafo (barrio sudoeste), de tres pisos, con extrañas
representaciones que mezclan estilo grecorromano y sim-
bolismo egipcio.
Beni-Hassan A poco más de 250 km al sur de El Cairo, en la
orilla derecha del Nilo, es uno de los pocos parajes del Im-
perio Medio. En un acantilado de roca caliza se excavó una
gran necrópolis que comprende 39 tumbas de poderosos
señores provincianos, doce de las cuales están decoradas
con pinturas, por desgracia deterioradas o difíciles de
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apreciar a causa de la película negruzca que las cubre. Se


repiten las escenas de las mastabas del Imperio Antiguo, a
las que se añaden detalles propios de la vida cotidiana de
esos grandes feudales: caza, deportes, juegos, vida militar,
recepción de extranjeros.
Dahchur A unos 3 km al sur de Saqqara, en el desierto. Vestigios
de dos pirámides del Imperio Medio y otras dos del Imper-
io Antiguo, debidas al rey Snefru, fundador de la IV
dinastía. Una de ellas, la situada más al sur, se denomina
«romboidal» por un cambio de inclinación a media altura
que le da un aspecto característico. Son obras maestras que
una zona militar hace inaccesibles.
El Fayum A unos cien kilómetros al sur de El Cairo, de fácil ac-
ceso por carretera. El Fayum es una región de verdor en
torno a un lago (Kirbet Karurn) que hicieron fértil los reyes
del Imperio Medio. Interesantes vestigios, en especial el
templo de Kasr Karun y el de Medina Madi, uno de los es-
casos edificios del Imperio Medio. Junto a la pirámide de
Amenemhat III se levantaba el famoso «laberinto», un in-
menso templo funerario.
Hermópolis Ciudad santa del dios Thot, villa de los Ocho dioses
primordiales, Hermópolis es sólo ya un campo de ruinas.
Los monumentos faraónicos fueron explotados como
canteras por los árabes. En la cercana necrópolis de Tuna
al-Yébel, un curioso monumento: la tumba del sabio egip-
cio Petosiris, de estilo greco-egipcio y muy feo, pero cuyos
textos se cuentan entre los más hermosos de la espiritual-
idad antigua.
Licht A unos 30 km de Saqqara. Vestigios de pirámides del Im-
perio Medio y de una gran mastaba.
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Meidum A unos 75 km al sur de El Cairo, paraje donde se con-


struyó una pirámide en la que trabajó el rey Snefru, el may-
or constructor de pirámides.
Nubia Varios templos dignos de interés. Citemos Kalabchah,
trasladado a 12 km al sur de Asuán. Es un pequeño edificio
«clásico». Amada, a unos 12 km aguas arriba de Asuán,
data del Imperio Nuevo y tiene hermosos bajorrelieves.
Oasis Entre el valle y Libia, en el desierto, varios oasis (Siuah,
Badarich, Farafra, Dajla), algunos de los cuales eran flore-
cientes centros en épocas antiguas. En Balat (excavaciones
del Instituto Francés de Arqueología Oriental) existía una
ciudad importante en el Imperio Antiguo. El oasis más im-
portante y de más fácil acceso es el de Khargeh (la car-
retera sale de Assiut) donde se levanta el templo de Hibis,
que incluye relieves de gran importancia para el estudio del
simbolismo egipcio. Saqqara La parte menos visitada de la
gran necrópolis: Sur vestigios de pirámides del Imperio
Antiguo y un curioso monumento, la mastaba Faraun (IV
dinastía). Se trata de una tumba en forma de gigantesco
sarcófago.
Tanis Principal paraje arqueológico del Delta, a unos 170 km de
El Cairo. Región fundamental del país, el Delta, conserva
por desgracia pocos vestigios arqueológicos dignos de men-
ción. Tanis es una antigua ciudad que fue capital de los
faraones de la XXI y XXII dinastías. En una vasta zona des-
olada, a menudo azotada por los vientos, templos en rui-
nas, muchos vestigios ramésidas y una necrópolis real. El
paraje, lleno de enigmas, está muy lejos de haberse ex-
cavado por completo.
Tell al-Amarna «El horizonte de Alón», la capital de Ajnatón,
creada hacia 1370 a. J. C., a unos 40 km al sur de Bani-
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Hasah, es hoy sólo un paraje desértico, sin duda muy simil-


ar a la visión que de él tuvo Ajnatón antes de construir su
ciudad, de la que sólo quedan algunas pobres ruinas. Las
tumbas de Amarna son interesantes; podemos ver en ellas
a Ajnatón y a Nefertiti en su papel político y religioso, en el
marco familiar que tanto apreciaban, y contemplar episodi-
os de la vida cotidiana en la ciudad del sol.
Cronología

Los problemas de datación y cronología egipcias son de gran com-


plejidad. Sólo estamos seguros de las épocas tardías. He aquí, sin
embargo, las últimas estimaciones científicas, con los períodos de
reinado de los principales faraones.

ÉPOCA ARCAICA (hacia 2900-2628 a. J. C.


I dinastía: hacia 2900-2763
II dinastía: hacia 2763-2628

IMPERIO ANTIGUO (hacia 2628-2134)


III dinastía: hacia 2628-2575
Principal reinado: el de Zoser
IV dinastía: hacia 2575-2465
Reinados de Snefru, Keops, Yedefre, Kefrén, Mikerinos
V dinastía: hacia 2465-2325
Reinados de Userkaf, Sahura, Neferirakra, Niuserra
Asosi
Unas
VI dinastía: hacia 2325-2150
Reinados de Teti, Pepi I, Merenra, Pepi II
VII y VIII dinastías: hacia 2150-2134

PRIMER PERÍODO INTERMEDIO (hacia 2134-2040)


IX y X dinastías (en Heracleópolis): hacia 2134-2040
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XI dinastía (en Tebas): hacia 2134-2040

IMPERIO MEDIO (hacia 2040-1650)


XI dinastía (en todo Egipto): hacia 2040-1991
Reinado de los Montuhotep
XII dinastía: 1991-1785
Amenemhat I, 1991-1962
Sesostris I, 1971-1926
Amenemhat II, 1929-1892
Sesostris II. 1897-1878
Sesostris III, 1878-1841
Amenemhat III, 1844-1797
Amenemhat IV, 1798-1789
Sobek-Neferu, 1789-1785
XIII dinastía (en Licht y el Alto Egipto): hacia 1785-1650
XIV dinastía (en el Delta): hacia 1720-1650

SEGUNDO PERÍODO INTERMEDIO (hacia 1650-1551)


XV y XVI dinastía (ocupación hicsos): hacia 1650-1540
XVII dinastía (en Tebas): hacia 1650-1551

IMPERIO NUEVO (1551-1070)


XVIII dinastía: 1551-1306
Ahmosis, 1551-1526
Amenofis I,1526-1505
Tutmosis I,1505-1493
Tutmosis II, 1493-1490
Hatsepsut, 1490-1468
Tutmosis III, 1490-1436
Amenofís II, 1438-1412
Tutmosis IV, 1412-1402
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Amenofís III, 1402-1364


Amenofis IV (Ajnatón), 1364-1347
Tutankamón, 1347-1338
Ay, 1337-1333
Horemheb, 1333-1306
XIX dinastía: 1306-1186
Seti I. 1304-1290
Ramsés II, 1290-1224
Meneptah. 1224-1204
(y otros reyes)
XX dinastía: 1186-1070
Principal reinado: Ramsés III, 1184-1153

TERCER PERÍODO INTERMEDIO (hacia 1070-715)


XXI dinastía: hacia 1070-945
XXII dinastía (bubastita y libia): hacia 945-715
Reinados de Setnajt, Osorkon, Takelot
XXIII dinastía: hacia 808-715
XXI dinastía (en el Delta): hacia 725-711
Reinados de Tefnajt y de Bokenranef

ÉPOCA BAJA (715-332)


XXV dinastía (etíope): 715-664
XXVI dinastía (salta): 664-525
Psamético I,664-610
Nekaw II,610-595
Psamético II, 595-589
Apries, 589-570
Amasis, 570-526
Psamético III. 526-525
XXVII dinastía: primera ocupación persa, 525-404
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XXVIII dinastía (Amirteo de Sais): 404-399


XXIX dinastía: 399-380
XXX dinastía (Nectanebo): 380-343
XXXI dinastía: segunda ocupación persa, 343-332

ÉPOCA GRECORROMANA: de 332 a. J. C. a 395 d. J. C., con la


época de los Tolomeos, de 304 a 30 a. J. C.
Los cartuchos reales:
para reconocer a los grandes
faraones

El titular completo de un faraón comprende cinco nombres. Al-


gunos de ellos están grabados en el interior de lo que se llama un
«cartucho». Se trata de un óvalo más o menos alargado, según la
importancia del nombre. Este óvalo simboliza el universo sobre el
que reina el faraón.
He aquí algunos de estos nombres, célebres o grabados, a me-
nudo, en los monumentos.

Imperio antiguo
Zoser, el creador de Saqqara. El signo jeroglífico del brazo
sujetando una maza de consagración se lee zoser y significa
«sagrado». Los otros dos signos son una s y una r.

Keops, el fundador de la gran pirámide. Su nombre signi-


fica: «Que él (el dios) me proteja».
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Kefrén, constructor de una de las tres pirámides de Gizeh.


Su nombre significa: «Que el Sol se levante».

Mikerinos, constructor de la más pequeña de las tres


pirámides de Gizeh. Su nombre significa: «El poder de la
Luz es estable».

Imperio medio
Montuhotep, cuyo nombre significa: «Montu (dios halcón
de Tebas) está satisfecho».

Amenemhat, cuyo nombre significa: «Amón está en


cabeza», es decir «El dios oculto es el Principio».

Sesostris, cuyo nombre significa: «El hombre de la Poten-


cia», es decir de la fuerza de vida.

Imperio nuevo
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Nombre de los Tutmosis, el más célebre de los cuales es


Tutmosis III, el Napoleón egipcio. Su nombre se lee «Thot
ha nacido», pues la dinastía de los Tutmosis se colocó bajo
la protección del dios del conocimiento y del saber.

Hatsepsut suele designarse por este nombre: «La Armonía


universal (Maat) es la potencia (ka) de la Luz (Ra)». Hat-
sepsut significa «La primera de las nobles».

Ajnatón, cuyo nombre sigue siendo enigmático. Probable-


mente significa: «El que es útil a la luz».

Tutankamón, «el símbolo vivo del Principio oculto».

Ramsés II, como los demás faraones, tiene varios nombres.


Aquél con el que se le conoce con mayor frecuencia alude al naci-
miento del Sol como divinidad; pero Ramsés era designado tam-
bién como «el amado de Amón» y se encuentra a menudo el
siguiente nombre:
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que podría traducirse por «La armonía de la luz divina es


poderosa» (el papel del faraón es hacerla respetar), el ele-
gido de la luz divina (designación del faraón como hijo de
Ra).
Pequeño léxico de las divinidades

La mitología egipcia, a la que algún día habrá que dedicar un libro


claro y completo, es una arquitectura rigurosa, un modo de
pensar y de ver el mundo de una riqueza prodigiosa. El universo
está compuesto por fuerzas creadoras, las divinidades. Por eso es-
tán presentes por todas partes en los templos. Para identificar las
principales y conocer su papel fundamental, presentamos aquí un
pequeño léxico.

Su nombre significa «el Oculto». La raíz imn de


donde procede Amón, se traduce también por
«crear». Amón era el señor de Tebas, la rica y poder-
osa capital del Imperio Nuevo. Se le reconoce por su
tocado, una corona con dos altas plumas. A veces
tiene el cuerpo azul, como señor del aire que da la
vida.
Tiene una cabeza de chacal sobre un cuerpo de
hombre y la piel negra. Separa lo puro de lo impuro,
supervisa los ritos de la momificación, conduce al di-
funto al otro mundo.
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El Creador, cuyo nombre significa «El que es total»,


«El que es completo», «el Todo», «El que no es
aún», «El que es y el que no es». Se le representa
bajo la forma del faraón llevando la doble corona.

Representado a menudo en épocas tardías, Bes es un


enano barbudo, bromista, gran aficionado a la
música, la danza y la magia. Bajo su grotesca apari-
encia, es también el Iniciador que conduce a los
seres justos hacia un nuevo nacimiento. Ésta es,
además, la razón por la que actúa como protector durante el
parto.
El dios-Nilo, andrógino de florecientes mamas y vi-
entre redondeado, con papiros en la cabeza. Aporta
sin cesar ofrendas al templo pues él es el que ase-
gura la subsistencia por excelencia.

Hator, cuyo nombre significa «la morada de Horus»,


se la representa a menudo en forma de una mujer
con orejas de vaca y la cabeza coronada por un par
de cuernos entre los que brilla el sol. La más her-
mosa de las diosas es soberana del Amor, de la
alegría, de la danza, de la música y de la embriaguez.
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Dios con cabeza de halcón, que lleva la doble corona.


Es «el Lejano», el dios de penetrante mirada cuyos
ojos son el sol y la luna. Se encarna en cada faraón y
protege la realeza en su aspecto divino. Existen tres
Horus: el que acabamos de mencionar, el Horus cós-
mico; el segundo es el Horus propio de cada faraón;
el tercero es Horus hijo de Isis, que se encarga de vengar a su
padre asesinado por Seth. Se trata siempre del mismo dios con
distintos aspectos.
La madre por excelencia, la gran maga, Isis es rep-
resentada en forma de una mujer que lleva un trono
en la cabeza. Es el signo jeroglífico que sirve para es-
cribir su nombre, pues Isis es el Trono que crea a los
faraones. Partirá, después de la muerte de Osiris, en
busca de las partes dispersas del cuerpo de su es-
poso, lo reconstruirá y le devolverá la vida.
Dios con cabeza de escarabeo, señor de todas las
transformaciones y de todas las mutaciones.

Dios con cabeza de carnero. Es el alfarero divino que


modela en su torno a dioses y hombres. Reinando en
la región de Elefantina, él es quien desata la crecida.
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Hija de la Luz, es la Armonía del cosmos, la regla de


oro del universo en su coherencia, el principio de
toda rectitud. Seguir la «vía de Maat» es alcanzar la
sabiduría. Se representa a esta diosa «abstracta» con
la forma de una mujer que lleva una pluma en la
cabeza.
Min es la virilidad encarnada, la potencia vital en su
máximo grado, como demuestra la representación
de este dios con el falo eternamente erecto, aunque
su cuerpo esté encerrado en una vestidura caracter-
ística de la momia. Min es la vida que surge de la
muerte aparente para fecundar la naturaleza.

El dios más célebre del antiguo Egipto es repres-


entado con la forma de un ser momificado y coron-
ado, que sujeta el cetro y el flagellum. Dios negro de
la muerte, es también dios verde, del renacimiento.
Es el juez de las acciones humanas, el que decide el
destino de ultratumba. Los iniciados se convierten,
en vida, en Osiris al acceder a los misterios.
Señor de Menfis, patrón de los artesanos, dios del
Verbo y del secreto de la creación. Ptah es el
Moldeador. Se le representa momificado, sin corona,
llevando las insignias de su poder.
428/471

Ra es el señor de la Luz divina. Se encarna en el sol.


A menudo se le representa como un hombre con
cabeza de halcón, que lleva el sol en su cabeza. Todo
en él es fuego creador y visión divina.

Señora de la Casa de la Vida, porta en la cabeza una


estrella de siete puntas, símbolo de la Vida.

La diosa con cabeza de leona, patrona de los médi-


cos que conocen la enfermedad y la desgracia y
pueden liberar de ella a quienes sufren. Sekhmet es
terrorífica, implacable, pero también es soberana de
la cólera y del fuego purificadores.
Dios de la tormenta, de la tempestad y del desierto,
tiene una cabeza de animal indeterminado. Seth es
la potencia, bien o mal empleada. Asesino, unas vec-
es, de su hermano Osiris, defensor otras de la Luz,
Seth golpea, destruye, desorienta. En época tardía,
se convirtió en símbolo del mal.
Dios con cabeza de cocodrilo, Sobek es considerado
el Seductor por excelencia. Es, sobre todo, el ser de
los orígenes, fecundador de las aguas.

Dios con cabeza de ibis, tiene el pico tan acerado


como el cálamo de los escribas, de los que es patrón.
Dios de los sabios, de los prudentes, vela por los
429/471

rituales, las leyes y los jeroglíficos. Se convirtió en el Hermes de


los griegos.

Citemos, entre las demás divinidades importantes, a Geb, el


tierra, padre de Osiris, representado con el aspecto de un hombre;
Mut, la esposa de Amón, cuyo nombre significa «la Madre» y cuyo
tocado son los restos de un buitre, ave que se ve a menudo en el
techo de los templos; Neith, «lo que es», diosa del tejido y del tiro
con arco; Neftis, hermana de Isis y dueña del templo; Nut, la
cielo, representada como una mujer inmensa, en posición
curvada. Encarna la bóveda celeste que devora el sol por la noche
y lo hace renacer por la mañana; Chu y Tefnut, la primera pareja
primordial, lo «seco» y lo «húmedo», las fuerzas reguladoras del
universo.
Léxico de términos técnicos

Hemos evitado, siempre que ha sido posible, utilizar términos téc-


nicos que sirven de código a los especialistas sin contribuir al
conocimiento del antiguo Egipto. Algunos de ellos, sin embargo,
se han hecho usuales, he aquí una lista:

Canopes. Una especie de vasija donde se conservaban las vísceras


extraídas del cadáver durante la momificación. En número
de cuatro, los vasos canopes eran la expresión simbólica de
los cuatro hijos de Horus, cada uno de ellos con una cabeza
distinta: un hombre, un halcón, un chacal y un simio.
Cartucho. Ovalo que simboliza el universo y en cuyo interior se es-
criben nombres de faraones.
Cenotafio. Tumba llamada «ficticia» en el sentido de que no con-
tiene los restos físicos sino un aspecto inmaterial del rey
difunto.
Chauabti. (Llamado también usnebti, shauabti.) Palabra egipcia
que significa «el que Responde». Se trata de un modelo re-
ducido, mágico, que representa al servidor que, con su
azada y su bolsa, responderá a la llamada del justo en el
otro mundo para efectuar las tarcas penosas.
Enéada (La). Término adoptado para designar la corporación de
nueve dioses primordiales que simbolizan las fuerzas or-
ganizadoras del universo.
Flabellum. Designa los abanicos egipcios de plumas de avestruz.
431/471

Flagellum. Designa el «látigo» que sujetan el faraón u Osiris, for-


mado por tres correas y un mango. El rey lo agitaba no
para espantar a las moscas, como se ha escrito, sino para
disipar las energías negativas y condensar las positivas.
Hipogeo. Término que se emplea para designar una tumba ex-
cavada en un acantilado o bajo tierra. A menudo se habla
de los «hipogeos reales de Tebas» al referirse a las tumbas
del Valle de los Reyes.
Hipóstila. Dícese de una sala sostenida por pilares o columnas.
Mammisi. Templo del nacimiento del dios-hijo, al que se asimila
el faraón. Es un edificio independiente situado junto a un
gran templo.
Mastaba. Palabra árabe que significa «banqueta». Sirve para des-
ignar las tumbas de los nobles del Imperio Antiguo, cuya
estructura visible recuerda esta forma.
Naos. Designa, a la vez, la cámara más secreta del templo y, en su
interior, el bloque monolítico —imagen reducida del tem-
plo entero— que contiene la estatua divina.
Nomo. Término que sirve para designar una provincia de Egipto.
Pilón. Palabra griega que designa la entrada monumental del tem-
plo egipcio. El pilón comprende dos macizos en forma de
trapecio entre los cuales se encuentra la puerta de acceso al
primer patio del templo.
Psicostasis. Término de origen griego que sirve para designar el
pesaje del alma, durante el juicio del muerto ante Osiris.
Quiosco. Término empleado para designar un santuario de
pequeño tamaño, que sirve de «parada» en el camino de
una procesión, para depositar la estatua o la barca divina
(ejemplos: la «capilla blanca» de Karnak y el quiosco de
Trajano en Filae).
432/471

Serdab. Pequeña estancia de una mastaba (tumbas del Imperio


Antiguo) donde se colocaba la estatua viva del muerto. El
serdab se comunicaba con la capilla accesible a los vivos
por una rendija que le servía al «muerto» para ver lo que
ocurría en la tierra.
Ushebti. Véase «chauabti».
Uraeus. Designa a la serpiente protectora que el faraón y las
divinidades llevan en la frente. El uraeus se yergue contra
los enemigos de la armonía y las fuerzas de las tinieblas.
Para viajar bien: consejos prácticos

Se considera que el período más agradable para viajar por Egipto


se extiende de octubre a marzo; el otoño y el invierno son templa-
dos, en el Alto Egipto, con respecto al clima europeo. La temper-
atura, sin embargo, puede bajar bastante de diciembre a febrero,
incluso en Luxor. En El Cairo y en el Delta, a veces hiela. En abril-
mayo es temible el jamsin, ardiente tempestad de arena que hace
el aire irrespirable. De junio a agosto, las temperaturas son muy
altas en el sur.
En cualquier estación hay diferencias de temperatura —im-
portantes a veces— entre la región de El Cairo y el sur del país
(Asuán). Hay que desconfiar siempre del aire acondicionado (reg-
ularlo… cuando sea posible), que provoca anginas, y de las noches
frescas.
En lo que se refiere al vestuario, hay que llevar preferente-
mente ropa práctica y calzado para cualquier terreno. Son tam-
bién indispensables: un sombrero para protegerse del sol, una lin-
terna, unos prismáticos y, si se toman fotos, un equipo que sirva
al mismo tiempo para pleno sol e interior (tumbas y templos).

Algunas dificultades
El modo más rápido y sencillo de viajar a Egipto es en avión.
Pueden utilizarse el barco o el automóvil personal, pero debemos
434/471

reconocer que el turismo individual tropieza en Egipto con nu-


merosos obstáculos (insuficiente o peligrosa red de carreteras,
falta de garajes y de estaciones de servicio, reglas de circulación
desconcertantes, etc.). Si no se tienen amigos egipcios para evitar
cualquier preocupación material, es recomendable recurrir a una
agencia de viajes. Y ahí comienza la aventura. Es preciso leer at-
entamente los programas ofrecidos y saber que sólo un pequeño
número de especialistas organiza correctamente los desplazami-
entos por el interior de Egipto y el alojamiento hotelero. Por des-
gracia, el viaje a Egipto resulta hoy bastante caro; las atractivas
ofertas a bajo precio reservan, casi siempre, grandes decepciones
al llegar. El equipamiento hotelero egipcio es aún insuficiente y
sólo las agencias de viaje que conocen perfectamente el mercado
local reservan —realmente— plazas en los hoteles anunciados.
Por lo que se refiere a los problemas de salud, algunas sencil-
las indicaciones: evite todo baño en el Nilo y en los canales,
desconfíe del agua, de las bebidas heladas, del aire acondicionado,
de las verduras y frutas crudas, y tome medicamentos para pre-
venir y curar los trastornos intestinales.
Los placeres gastronómicos, por desgracia, no forman parte
del viaje al Egipto de hoy. La cocina local no es de las mejores del
mundo y nos veremos obligados, en los hoteles (a excepción de al-
gunos grandes restaurantes, muy caros, de El Cairo) y en los bar-
cos, a contentarnos con la «cocina internacional». Nos limitare-
mos por tanto a comer para subsistir y para tener la mejor forma
posible a la hora de explorar los parajes.
Las compras tienen un interés bastante reducido. Resulta dis-
traído pasear por los zocos, del «refinado» de El Cairo al
«popular» de Asuán, pero no hay muchas cosas que llevarse. Al-
gunos piensan, claro está, en obtener antigüedades: una
435/471

estatuilla, un escarabeo, alguna chuchería auténtica…, es un


sueño irrealizable. Los objetos antiguos son escasos, de un precio
muy alto y sólo pueden encontrarse en algunas tiendas de anti-
güedades. Es preciso, además, conocer perfectamente el arte egip-
cio para comprar con acierto. En los principales parajes se ofrecen
a los turistas «piezas auténticas», fabricadas en talleres de falsific-
adores más o menos hábiles. Este batiburrillo suele ser bastante
feo. Regateando, podrá obtener una estatuilla por casi nada, si es-
tá usted empeñado en llevarse un recuerdo. Conocidísima plaga
de Egipto, el bakchich o propina, se exige en todas partes y en cu-
alquier ocasión. Nadie se libra. Resulta por lo tanto necesario ll-
evar una buena provisión de calderilla y respetar una regla de oro:
no ofrecer nunca propina antes de que te hayan hecho realmente
el favor. También es indispensable discutir el precio de cualquier
prestación antes de llegar a un acuerdo, tanto por un desplazami-
ento en taxi como para una excursión no prevista en la tarifa. Los
imprudentes que se lanzaran a ciegas a ese tipo de experiencia se
verían condenados, inevitablemente, a desagradables sorpresas e
interminables discusiones.
Las molestias del día a día son, a veces, pesadas. Pero el des-
cubrimiento de los tesoros del antiguo Egipto logra que las
olvidemos. Para que nos hagan sufrir lo menos posible —repitá-
moslo—, debemos elegir cuidadosamente la agencia de viajes más
competente.
EPÍLOGO

Tras largas horas de estudio en el templo de Karnak, después de


haber centrado mi atención en algunas columnas de jeroglíficos
que por sí solas evocaban todo un universo, me dirigía hacia
Luxor. Era a finales de invierno, al caer la tarde. El templo cuyas
columnas son las más hermosas de Egipto, se adornaba de oro en
el ocaso. Pensé en el genial arquitecto Amenhotep, hijo de Hapu,
en las alegres fiestas que animaron antaño el edificio, en los ritos
secretos celebrados por los iniciados en la penumbra del templo
cerrado. Aquellas piedras están vivas. Los jeroglíficos hablan, las
escenas cuentan, reactualizan gestos y ritos grabados para
siempre en la conciencia del Hombre.
Fui de pronto consciente de que había alguien a mi espalda.
Me volví hacia el Nilo. Lo que contemplé superaba el entendimi-
ento. Ninguna palabra podría describirlo. Muy bajo en el hori-
zonte, el sol del anochecer había estallado fraccionándose en mil
colores, del rojo sangre al amarillo dorado. El cielo y el río se con-
fundían. El tiempo se había detenido para permitir que se expres-
ara el hechizo de Atum, luminaria del anochecer. Muy pronto el
astro del día desaparecería entre las tinieblas, se hundiría bajo
tierra, en un mundo peligroso e inquietante donde unos demonios
atentarían contra su vida. Tendría que luchar para renacer, para
reaparecer la próxima mañana.
437/471

Antes del gran combate, la luz se hacía serena. Atum, el


Creador, ofrecía a la mirada ese conocimiento del anochecer, tan
por encima de las posibilidades del hombre que la única actitud
posible era la de la veneración.
Eso era el hotep de los egipcios, ese estado de conciencia tra-
ducido por una palabra que significa a la vez «puesta de sol»,
«plenitud» y «ofrenda». En esta luz postrera antes de la noche se
revelaba la civilización egipcia. Y comprendí entonces por qué
Egipto era la tierra de los dioses, por que el viaje a Egipto es un
viaje a la eternidad.
NOTAS
439/471

1
Llevé a cabo un trabajo similar en el terreno histórico al publicar
El Egipto de los grandes faraones. Librarie Academique Perrin,
1982 y France Loisirs, 1983 (versión castellana de Amparo Hur-
tado,El Egipto de los grandes faraones. Ediciones Martínez Roca.
1988). <<
440/471

2
Las fechas son aproximadas. <<
441/471

3
Papiro de Leningrado, 1116 A. recto, pp. 116-118. <<
442/471

4
Véase en los anexos una lista de las principales divinidades con
sus características y sus atribuciones. <<
443/471

5
Para completarlo, hay que citar también el demótico, una nueva
forma de lengua y escritura, más estilizada aún que la hierática. El
demótico aparece en la XXVI dinastía y se emplea hasta el siglo III
d. J. C. El copto es la última forma de egipcio; comprende numer-
osos dialectos y nace a comienzos de nuestra era, utilizando el al-
fabeto griego y algunas raíces del egipcio antiguo. El copto sirve,
todavía hoy, de lengua litúrgica. <<
444/471

6
Existen lo que se denomina técnicamente las semiconsonantes,
como (caña) que se transcribe con una I; en realidad, no se trata
de nuestra i-vocal, sino de una iod cuya pronunciación se
desconoce. <<
445/471

7
Digamos algunas palabras sobre la más antigua ciudad santa de
Egipto. Heliópolis, la ciudad del Sol, cuyo nombre egipcio signi-
fica «la del Pilar». Se hallaba al nordeste de El Cairo, cerca de
Matarich. Allí se levantaba el más venerable de los templos de
Egipto, el de Ra, del que nada subsiste. En Heliópolis se concibió,
sin duda, la religión egipcia. El sumo sacerdote de Heliópolis era
el «mayor de los Videntes», el que se dirigía a la divinidad de luz
en su aspecto mis elevado y abstracto. Heliópolis nunca tuvo im-
portancia económica; era el corazón sagrado de Egipto, adonde
todos los faraones debían dirigirse para recibir una enseñanza ref-
erente, en particular, a la creación del mundo. El filósofo griego
Platón permaneció mucho tiempo allí, recogiendo de los sabios
muchas informaciones que utilizó en sus obras. <<
446/471

8
Con la excepción de que hemos hablado de la pirámide de Unas,
que es posterior a las pirámides de Gizeh. <<
447/471

9
Cifras hipotéticas. Probablemente las medidas no son del todo
exactas. Serian necesarios nuevos cálculos, que se están realiz-
ando en la actualidad. <<
448/471

10
En algunos casos, el pozo se ha excavado oblicuamente y su ac-
ceso está situado delante de la mastaba. <<
449/471

11
Un molesto problema: la tumba no es siempre accesible a los
visitantes. <<
450/471

12
Esta mastaba suele citar cerrada. <<
451/471

13
Su vasta superficie es, en ocasiones, un problema, pues a veces
algunas salas de esta mastaba se utilizan como almacén, por lo
que quedan cerradas al público. <<
452/471

14
El faraón seguía un itinerario preciso: por la mañana, aban-
donaba su palacio para dirigirse al templo donde era purificado.
Acudía a una sala (cerca del obelisco de Hatsepsut) donde recibía
las dos coronas. Venía luego el rito del «ascenso real», es decir la
iniciación del faraón en los grandes misterios. Pasaba la puerta
del quinto pilón, se dirigía a la derecha, entraba en un naos que
contenía una estatua de Amón cuyo pedestal subsiste. El dios in-
vestía al rey con su poder. Luego, el faraón era reconocido como
tal mediante aclamaciones. <<
453/471

15
Se admite que el plano de base del gran templo de Amón iba del
cuarto pilón, que servía de entrada, hasta el patio del Imperio Me-
dio, situado ante la sala de festejos de Tutmosis III. Luego, el tem-
plo se desarrolló en varias direcciones. <<
454/471

16
Se dedicará una mirada particular al museo al aire libre in-
stalado al norte del gran patio, cerca del primer pilón al que, por
desgracia, no se puede acceder sin autorización.
Hay allí numerosísimos bloques hallados en el paraje y, sobre to-
do, dos monumentos excepcionales: la capilla blanca y la capilla
roja. Fueron cuidadosamente desmontadas para ser colocadas en
los fundamentos de un pilón. No era una destrucción sino una es-
pecie de enterramiento de los monumentos, destinados a servir de
base a los futuros edificios.
Así, volviendo a montar y reconstruyendo el quiosco de Sesostris
I, la «capilla blanca», piadosamente hundida en el tercer pilón, el
arquitecto Henri Chevrier restituyó una pura obra maestra del
Imperio Medio. El pequeño edificio, verdadera sonrisa de piedra,
tan encantadora es su elegancia, está colocado sobre un zócalo. Se
asciende a él por dos rampas, que servían de correderas para
subir y bajar la barca sagrada instalada en un altar, en el centro
del paraje. Los jeroglíficos de la capilla blanca están entre los más
hermosos que grabaron nunca los egipcios. Sus relieves muestran
una lista geográfica que denomina provincias con sus caracter-
ísticas y admirables escenas de ofrendas al dios Amón-Min,
síntesis de Amón, señor de Karnak, y de Min, el señor de la fecun-
didad al que le estaba consagrada, en especial, la lechuga. Min
presenta la particularidad de ser itifálico, como dicen los eruditos:
tiene el sexo levantado en una perpetua erección. Por la acción de
Min la naturaleza se desarrolla y ofrece a los hombres su ali-
mento. Es el fuego sagrado contenido en los vegetales, la forma
particular de Amón envuelto en un sudario, que no es signo de
455/471

muerte sino de descomposición y renacimiento, como le ocurre al


grano de trigo, un guardián vela por la capilla blanca: el león. Gra-
cias a él, el agua de lluvia no daña el edificio pues su cabeza sirve
de gárgola. Además, al tener los ojos siempre abiertos el león aleja
a los indeseables.
La «capilla roja» es otro milagro. Su descubrimiento, en bloques
disociados nos permitió conocer una obra maestra de la reina
Hatsepsut. El monumento se construyó en su mayor parte con
cuarcita roja, de ahí nombre. Ofrece informaciones de gran im-
portancia sobre las fases de la procesión de la barca y sobre ritos
menos conocidos. Esta capilla sirvió de santuario de la barca en el
sanctasanctórum de Karnak. Fue desmontada y sustituida por un
edificio de granito. <<
456/471

17
Al norte y al sur del gran patio se levantan varias esfinges. Se
colocaron allí cuando se construyó el patio. Antes, formaban la
continuaban de la avenida de esfinges que precedía el primer
pilón y llegaba a la hipóstila. <<
457/471

18
En el plano, n.º 22 = el séptimo pilón; n.º 23 = el octavo pilón,
cuyos relieves reproducen el intento de tomar el poder por parte
de los sacerdotes de Amón, usurpando el poder real; el noveno
pilón = n.º 24 y el décimo= n.º 25 en el plano, son obra de
Horemheb. Se construyeron con piedras procedentes de los
monumentos de Ajnatón. Los textos explican que Horemheb, de
acuerdo con la tradición, restableció el orden en un país arru-
inado y restauró los templos abandonados. No concedamos de-
masiada importancia histórica a estas afirmaciones, pues la
misma situación simbólica se reproducía a la muerte de cada
faraón. <<
458/471

19
Utilizando una escalera moderna. Las antiguas escaleras, al que
buena parte de la construcción de adobe, han desaparecido. <<
459/471

20
Detalle «técnico»: cada tumba está teóricamente cerrada con
llave. La llave está en poder de un guardián, último eslabón de
una larga y compleja jerarquía administrativa. Cuando la tumba
está cerrada, no siempre es posible encontrar al guardián y su
llave. <<
460/471

21
Existe también un templo en Dayr al-Madina, que data de la
época tolemaica. Fue construido en el siglo III a. J. C., en honor de
la» diosas Hator y Maat, soberanas de la alegría celestial y de la
armonía del mundo. Se veneraban también a Imhotep, el Maestro
de Obras de Saqqara y Amenhotep, hijo de Hapu, el de Luxor. El
templo es un edificio de gres, de modestas dimensiones (15 x 9
m), que estaba rodeado por una cerca y flanqueado por una sala
abovedada que servía de almacén. El templo se convirtió en con-
vento a comienzos de la era cristiana, pues los monjes no se sinti-
eron molestos con la vecindad de las diosas y encontraron que los
locales les convenían. Un portal, una sala con columnas, un
pronaos y tres capillas: la planta es sencilla. Diosa del cielo, de la
alegría, soberana de la fiesta y de la danza. Hator está vinculada al
Siete, número sagrado de la mujer y del proceso vital. Las siete di-
osas Hator son unas hadas que determinan el destino del ser en
su nacimiento. El simbolismo de los números es, por otra parte,
una característica de esta capilla, en cuyo interior figuran los ocho
simios sagrados de Hermópolis (la ciudad del Ocho) que rodean a
un escarabeo, el símbolo de la perpetua mutación del espíritu. Por
lo que al Cuatro se refiere, está encarnado en cuatro toros como
numero de la estabilidad. En la interesantísima capilla de la
izquierda, descubrimos una escena inesperada en un templo: la
del pesaje de las almas, reservada a las tumbas o a la ilustración
de papiros. Es decir, que aquí celebraban algunos rituales iniciáti-
cos, cuyos textos se encuentran en el Libro de los muertos. La
presentación del sol verde (que el dios Anubis muestra al dios
461/471

Min, señor de la fecundidad) señala el paso de las tinieblas a la


nueva luz. <<
462/471

22
También han desaparecido el embarcadero, el vergel de la di-
osa, los establos de las vacas sagradas, la Casa de la Vida, las
viviendas para los sacerdotes y los talleres. <<
463/471

23
Es el lejano origen de la expresión In vino veritas, «la verdad
está en el vino». <<
464/471

24
Lista de las once capillas, de izquierda a derecha mirando al
sanctasanctórum: (1) cámara de la renovación de las formas; (2)
morada del parto; (3) capilla de Sokaris; (4) cámara del nacimi-
ento de Horas que une las Dos Tierras, halcón y serpiente a la vez;
(5) capilla del agua primordial; (6) capilla del sistro; (7) gran ca-
pilla; (8) capilla del fuego; (9) trono de Ra, capilla de la luz; (10)
capilla del collar-menat (11) capilla de la purificación. <<
465/471

25
Dos criptas superiores, a ambos lados de la escalera que lleva
hasta el techo; tres medianeras, a nivel del suelo; siete subter-
ráneas. No todas son visibles. <<
466/471

26
Sus vestigios se hallan delante del templo, a la izquierda. <<
467/471

27
He aquí el detalle de estas capillas con los números necesarios
para orientarse en el plano: las cámaras de las telas (n.º 15); el
trono de los dioses o sala de la Enéada (n. 16); la «tumba» o cá-
mara de la cripta (n.º 17); el palacio del Sertor (n.º 18) y la capilla
de la cripta (n.º 19) forman las tres partes de un templo de Osiris
en el interior del templo de Horus; «la capilla de Mesen» (n.º 20)
contenía una barca, pero también emblemas sagrados, forjados
sin duda por Horus, y constituía la «cuna» de la potencia divina,
situada tras el sanctasanctórum; la «capilla de la pierna», ded-
icada a Khonsu (n.º 21); la capilla de Hator (n.º 22); la capilla de
Ra (n.º 23); la capilla del trono (n.º 24) consagrada a distintos as-
pectos del fuego divino. En total, diez, capillas que corresponden
a lo que Pitágoras, iniciado en los misterios egipcios, denominó la
teiraktis, conjunto simbólico que explica el funcionamiento del
mundo. <<
468/471

28
El dios Horus de Kom Ombo tenía como mujer a la «hermana
perfecta» y su hijo era el «señor del doble país». La esposa de
Sobek era Hator y su hijo Khonsu. <<
469/471

29
Los textos indican que Kom Ombo es el área del halcón, el pozo
del cocodrilo, el cubil del león y el establo del toro. El templo
reúne las cuatro potencias que crean el cosmos. <<
470/471

30
El Museo se encuentra en la plaza de la Liberación (El-Tahrir),
cerca de los grandes hoteles. Está abierto de 9 a 17 horas todos los
días. <<
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