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LA NUEVA ÉTICA MUNDIAL POSMODERNA

Ofrecemos este artíículo para un debate serio y una discusioí n amplia sobre el nuevo modelo de eí tica posmoderna y sus
alcances en la educacioí n y en la vida diaria. Lo importante no es estar en acuerdo o desacuerdo con la autora del
artíículo sino generar un pensamiento propio teniendo en cuenta nuestro contexto cultural y religioso (Santos Benetti)

El presente documento es un resumen del folleto La Nueva Ética Mundial: retos para la Iglesia, de Marguerite A.
Peeters, periodista belga y Directora del Instituto para el Diaí logo Intercultural.
I. Introducción a la Nueva Ética mundial
¿Cuaí ndo surge?
Se ha ido imponiendo desde el final de la guerra fríía.
¿Qué es?
· Es una revolucioí n cultural global que se ha extendido por todo el mundo y ha logrado imponerse: nuevas palabras,
nuevos paradigmas, normas, valores, estilos de vida, meí todos educativos y procesos de gobernabilidad.
· Es un sistema eí tico postmoderno y, en sus aspectos radicales, post-judeocristiano.
· Es una normativa global: ya rige las culturas del mundo.
Peligros
· No se ha hecho un ejercicio de discernimiento: la mayoríía de los intelectuales y de los responsables de la toma de
decisiones tienden a seguir las nuevas normas sin analizar cuidadosamente su origen y sus implicaciones, mientras
que una minoríía ha sido reaccionaria.
· Su contenido no es evidente por sí mismo: bajo la apariencia de un “consenso suave”, la eí tica mundial esconde un
programa anticristiano enraizado en la apostasíía occidental e impulsada por minoríías poderosas que llevan el timoí n
de la gobernabilidad mundial desde 1989.
· Existe confusión: algunos cristianos ya confunden los paradigmas de la nueva cultura con la doctrina social de la
Iglesia. El peligro de que los cristianos se alineen con la nueva eí tica es particularmente real en los paííses en víías de
desarrollo que afrontan ahora de pleno los efectos de la globalizacioí n. Los cristianos estaí n llamados a discernir los
signos de la accioí n del Espííritu Santo en la nueva cultura y a evangelizarla, ofreciendo asíí una alternativa a la
deconstruccioí n postmoderna.
· Ignorancia abismal: la ignorancia de lo que realmente estaí en juego, en teí rminos sociopolííticos, culturales,
antropoloí gicos y teoloí gicos, es abismal. Un estudio serio de la revolucioí n cultural global en sus contenidos y procesos
permitiraí a los cristianos ejercer sus responsabilidades.
II. Una revolución cultural mundial
Nuevo lenguaje
Al final de la guerra fríía, centenares de conceptos se extendieron expresaí ndose a traveí s de un nuevo lenguaje.
Algunos ejemplos en desorden son: globalizacioí n con rostro humano, ciudadaníía mundial, desarrollo sostenible, buen
gobierno, construccioí n de consenso, eí tica mundial, diversidad cultural, libertad cultural, diaí logo de civilizaciones,
calidad de vida, educacioí n de calidad, educacioí n para todos, derecho a elegir, eleccioí n informada, consentimiento
informado, geí nero, igualdad de oportunidades, principio de equidad, criterio dominante, atribucioí n de poder, ONGs,
sociedad civil, colaboracioí n, transparencia, participacioí n de los beneficiarios, gestioí n responsable, holismo, consulta
extensa, facilitacioí n, inclusioí n, sensibilizacioí n, esclarecimiento de valores, creacioí n de capacidades, derechos de la
mujer, derechos del ninñ o, derechos reproductivos, orientacioí n sexual, aborto sin riesgo, maternidad segura, enfoque de
derechos humanos, beneficio para todas las partes, entorno favorable, igualdad de oportunidades, preparacioí n para la
vida, educacioí n impartida por los pares, integridad corporal, internalizacioí n, apropiacioí n, agentes de cambio,
praí cticas oí ptimas, indicadores de progreso, enfoque sensible a la cultura, espiritualidad secular, Parlamento de
Joí venes, educacioí n para la paz, derechos de las generaciones futuras, responsabilidad social corporativa, comercio
justo, seguridad humana, principio de precaucioí n, prevencioí n, etc…
Características del nuevo lenguaje
· Estos conceptos predominan en la cultura contemporaí nea, cuya principal caracteríística es que es mundial.
· Este revoltijo aparente de palabras y conceptos no puede ser ni condenado ni apoyado en su totalidad. Las genuinas
aspiraciones humanas y los valores perennes se han enmaranñ ado con los frutos amargos de la apostasíía occidental
que han corrompido el proceso de globalizacioí n desde dentro.
· Tiende a excluir palabras que pertenecen especííficamente a la tradicioí n judeocristiana, como por ejemplo: verdad,
moralidad, conciencia, razoí n, corazoí n, virginidad, castidad, esposo, marido, mujer, padre, madre, hijo, hija,
complementariedad, servicio, ayuda, autoridad, jerarquíía, justicia, ley, mandamiento, dogma, fe, caridad, esperanza,
sufrimiento, pecado, amigo, enemigo, naturaleza, representacioí n…
· Algunos de los nuevos conceptos se han transformado en paradigmas mundiales. Las minoríías en el poder han
logrado imponer sus interpretaciones ideoloí gicas las cuales se han radicalizado. Definir puí blicamente la
homosexualidad como pecado, por ejemplo, equivale ahora a violar una de las normas supremas de la nueva cultura: el
derecho absoluto a elegir o el principio de no-discriminacioí n.
· Refleja cambios culturales dramaí ticos que marcan el paso de la civilizacioí n occidental de la modernidad a la
postmodernidad y desestabilizan los antiguos paradigmas modernos. Algunos ejemplos de estos cambios:
de desarrollo como crecimiento se pasa a desarrollo sostenible,
de gobierno a gobernabilidad,
de democracia representativa a democracia participativa,
de autoridad a autonomíía y a derechos individuales,
de esposos a pareja,
de felicidad a calidad de vida,
de lo dado a lo construido,
de la familia a todas las formas de familia,
de padres a reproductores,
de necesidades materiales objetivas y cuantificables a un enfoque arbitrario de los derechos,
de la caridad a los derechos,
de la identidad cultural a la diversidad cultural,
de voto mayoritario a consenso,de confrontacioí n a diaí logo,de seguridad internacional a seguridad humana,
de valores universales a una eí tica mundial, y asíí seguido.
¿Cómo nos afecta este cambio cultural?
Los cambios culturales que se han producido desde el final de la guerra fríía tienen la magnitud de una revolución
cultural mundial.
Ademaí s los nuevos paradigmas se han transformado en principios dinaí micos de accioí n que ya han llevado a
transformaciones concretas e irreversibles, mismas que nos afectan directamente, especialmente en las aí reas que son
maí s importantes para la moralidad personal y social, como por ejemplo: nuevas leyes y polííticas, cambios radicales de
mentalidades y estilos de vida, coí digos de conducta para empresas e instituciones, cambios en el contenido de los
planes de estudios y los libros de texto, etc. – una nueva escala de valores impuesta a todos.
Los nuevos conceptos ya empapan la cultura de las organizaciones internacionales, supranacionales y regionales, la
cultura de los gobiernos y de sus ministerios, de los partidos polííticos (tanto de izquierdas como de derechas) y de las
autoridades locales, la cultura corporativa, la cultura de los sistemas de sanidad y de educacioí n, la cultura de los
medios de comunicacioí n, la cultura de las innumerables redes de ONGs y la gobernabilidad transnacional.
En diversos grados, el nuevo lenguaje tambieí n ha penetrado el mundo de las religiones, incluso en ONGs y
organizaciones beneí ficas cristianas.
Las naciones viven ahora en una cultura gobernada por los valores del consenso, la diversidad, las colaboraciones, la
sostenibilidad, el holismo, la eleccioí n, la igualdad de geí nero, etc.
Para mejor o peor, seamos o no conscientes de ello, la cultura mundial nos educa a todos.
El contenido de esta cultura, que externamente resulta atractiva, no es evidente. Los nuevos valores son ambivalentes.
La ambivalencia no significa tolerancia y eleccioí n, sino un proceso de deconstruccioí n de la realidad y de la verdad que
lleva al ejercicio arbitrario del poder, a la dominacioí n y a la intolerancia.
La paradoja de la postmodernidad es que se trata de reconstruir las formas modernas de ejercicio del poder y a la vez
de introducir formas nuevas, maí s sofisticadas y sutiles, de hacerse con el poder. Integrados en una cultura, los nuevos
conceptos no resultan confusos.
Estaí n interrelacionados, se refuerzan mutuamente. Por ejemplo, en el nuevo sistema, la buena gestioí n de los asuntos
puí blicos, que presupone la construccioí n de consenso y la participacioí n de las ONGs desde la base, es el instrumento
mediante el cual se aplica el desarrollo sostenible, y eí ste pasa por la igualdad de geí neros, de la cual el acceso universal
a la salud reproductiva, a su vez basada en la eleccioí n informada y el derecho a elegir (es decir, el derecho a abortar) es
un prerrequisito.

La eí tica mundial ha sustituido a los valores universales sobre los que se fundoí el orden internacional en 1945 y que
ahora se consideran obsoletos.
La mayoríía de las nuevas normas todavíía no se integran formalmente en el derecho internacional y por lo tanto auí n no
son vinculantes. Sin embargo, el poder de la revolucioí n cultural ha sido tal que vincula de otra manera, sobre todo a las
mentalidades y comportamientos en el seno de las culturas del mundo.
¿Queí cultura ha planteado una resistencia eficaz? Los actores polííticos y sociales influyentes en todas partes del
mundo, no soí lo no han opuesto resistencia sino que han interiorizado los nuevos paradigmas y se han apropiado de
ellos. El alineamiento ha sido general.
A pesar de su eficacia la revolucioí n cultural ha pasado prácticamente desapercibida.
Ha sido una revolucioí n silenciosa; se ha llevado a cabo mediante la buí squeda de consenso, campanñ as de
concienciacioí n y sensibilizacioí n, procesos informales, diaí logo, colaboraciones, procesos paralelos, ingenieríía social y
otras teí cnicas blandas de cambio social.
La revolucioí n se ha producido por encima del nivel nacional (en la ONU), y por debajo (a traveí s de las ONGs, en lo que
se ha denominado <movimiento de la sociedad civil>). Los verdaderos propietarios de la nueva eí tica no son ni los
gobiernos ni los ciudadanos a quienes representan, sino grupos de presioí n que persiguen intereses especiales.
La revolucioí n ha afectado en el seno de instituciones, empresas, escuelas, universidades, hospitales, culturas,
gobiernos, familias, dentro de la Iglesia; es en estos aí mbitos donde se han producido cambios radicales de
mentalidad y de comportamiento. La fachada institucional se mantiene en pie, pero el interior ya lo ocupan extranñ os.
III. Marco Histórico
¿Coí mo se produjo la revolucioí n cultual? Las circunstancias histoí ricas tras la caíída del muro de Berlíín facilitaron la
toma de poder por parte de los agentes de la revolucioí n. Hoy, los socios de la eí tica mundial son tan numerosos, tan
diversos y tan poderosos que su programa seguiríía penetrando el tejido de la sociedad aunque la ONU desapareciera.
Al finalizar la guerra fríía, la gente estaba preparada para un cambio. Aspiraban a la paz, a la democracia, a la libertad, a
la libertad religiosa, a la reconciliacioí n entre pueblos, a un nuevo consenso genuino.
El desarrollo sostenible, la atribucioí n de poder a las mujeres, el buen gobierno, la educacioí n por la paz, el diaí logo
entre civilizaciones, parecíían responder a lo que la humanidad esperaba.
Pero las aspiraciones de la humanidad han sido secuestradas. La eí tica mundial, la solidaridad, el altruismo y el
humanitarismo ahora sirven frecuentemente de tapadera para un programa de deconstruccioí n humana y social.

El papel de la ONU y su estrategia para el consenso global


A principios de los 90, la ONU desempenñ oí un papel importante, aunque no exclusivo, como catalizador de los cambios
culturales en el mundo. Se presentoí como la uí nica institucioí n capaz de humanizar la globalizacioí n y de hacerla eí tica y
sostenible. Argumentoí que los <problemas globales> no soí lo requeríían soluciones globales, sino tambieí n valores
globales –una eí tica mundial que soí lo la ONU seríía capaz de forjar y de aplicar.
Al terminar la guerra fríía, la ONU organizoí una serie de conferencias intergubernamentales sin precedentes.

La finalidad era la de construir una nueva visión integrada del mundo, un nuevo orden mundial, un nuevo
consenso global, en relacioí n con las normas, los valores y las prioridades que debíía tener la comunidad internacional
en la nueva era: la educacioí n (Jomtien, 1990); la infancia (Nueva Cork, 1990); el medioambiente (Ríío, 1992); los
derechos humanos (Viena, 1993); la poblacioí n (El Cairo, 1994); el desarrollo social (Copenhagen, 1995); la mujer
(Beijing, 1995); el haí bitat (Istanbul, 1996); y la seguridad alimenticia (Roma, 1996).

Las conferencias fueron concebidas como un continuo, y el consenso global como un paquete que integraba todos los
nuevos paradigmas en una nueva sííntesis cultural y eí tica.
La revolucioí n de Internet de mediados de los 90, la globalizacioí n bajo todas sus formas y la estrategia de
descentralizacioí n y regionalizacioí n de la ONU ha contribuido a que el programa global se aplique efectivamente a nivel
local, pasando por los niveles regional y nacional.
Se suponíía que el <consenso global> debíía reflejar la voluntad de los gobiernos y que eí stos a su vez debíían
representar la voluntad del pueblo.
Pero en la praí ctica, las normas mundiales fueron construidas por <expertos> elegidos en funcioí n de su orientacioí n
ideoloí gica. En el nuevo esquema de ideas, los problemas de la humanidad eran ahora de tipo uí nicamente pragmaí tico y
eran supuestamente “neutros”: la degradacioí n medioambiental, la desigualdad de sexos, el crecimiento poblacional,
los abusos de los derechos humanos, la pobreza creciente, la falta de acceso a educacioí n y sanidad, etc.
Ademaí s, la ONU argumentoí que estos problemas son <globales> por naturaleza.
De acuerdo con esta loí gica, lo que los gobiernos necesitaban no era un debate democraí tico sino la experiencia del
terreno y los conocimientos teí cnicos de las ONGs. La mayoríía cometioí el error de adherirse al mito de la neutralidad
sin interesarse por el fundamento antropoloí gico e ideoloí gico de estas cuestiones.
Los ideólogos de la ONU
¿Quieí nes eran?
▪ la generacioí n de mayo del 68
▪ el poderoso lobby de control poblacional y su industria multimillonaria ▪ los movimientos ecofeministas
▪ otras ONGs seculares occidentales
▪ acadeí micos postmodernos,
¿Queí hacíían?
▪ ocuparon puestos clave en las Naciones Unidas y en sus agencias especializadas desde los anñ os 60.
▪ adquiríían unos conocimientos indisputables en las diversas aí reas socio-econoí micas que se abordaban en las
conferencias.
▪ se presentaron como los expertos que la comunidad internacional necesitaba para afrontar los nuevos retos
de la cooperacioí n internacional.
▪ al no encontrar oposicioí n ejercieron un liderazgo normativo mundial bajo la tapadera de sus conocimientos teí cnicos.
Su objetivo:
lograr un cambio cultural global acorde con sus objetivos de ingenieríía social.

El papel de distintos grupos de la sociedad civil y las ONG´s


· Adquirieron control efectivo sobre la maquinaria de la ONU.
· Las ONGs han sido el socio primario del Secretariado de las Naciones Unidas y de las agencias especializadas de la
ONU en toda su actividad, desde la fijacioí n de prioridades hasta la construccioí n de consenso, pasando por la aplicacioí n
de polííticas y la “monitorizacioí n del progreso”. · Se convirtieron en los principales impulsores del cambio cultural.
· La interaccioí n entre la ONU y las ONGs pronto se convirtioí en un principio: el principio de partenariado, que
estipula que los actores gubernamentales y no gubernamentales deben ser tratados como socios iguales. La condicioí n
para formar parte de una colaboracioí n es la de adherirse a una visioí n y a una estrategia preestablecidas: los socios
deben tener ideas afines. En la praí ctica, la eí tica mundial y sus diversos componentes han sido la uí nica visioí n comuí n de
todas las colaboraciones existentes.
· El principio de partenariado a su vez ha creado nuevos patrones polííticos: entre otros, los principios de buena
gestioí n de los asuntos puí blicos, de democracia participativa, de consenso de muí ltiples interesados y de redes
transnacionales de gobernabilidad. Estos patrones no brotan del principio de representacioí n democraí tica (a su vez
ligado a valores universales), sino del principio de partenariado que depende de facto de la eí tica global. El peligro de
estos patrones es que la legíítima autoridad moral de los gobiernos electos se redistribuye a grupos de intereí s no
electos que no soí lo no tienen legitimidad políítica sino que ademaí s pueden ser radicales.
El concepto de consenso mundial según la ONU
El consenso mundial tiene, en teí rminos de la ONU, muí ltiples interesados: todos los “ciudadanos globales” deben
involucrarse, aplicarlo y hacerlo respetar; tambieí n gobiernos, ONGs, grupos de mujeres, empresas, comunidades
cientíífica y tecnoloí gica, las familias, etc.
La eí tica mundial se posiciona por encima de la soberaníía nacional, por encima de la autoridad de los padres y de los
educadores, e incluso por encima de las ensenñ anzas de las religiones del mundo. Traspasa toda jerarquíía legíítima.
Establece una conexioí n directa entre ella y el ciudadano individual.
IV. La postmodernidad y el programa radical de la ética mundial ¿Qué es la postmodernidad?
· Movimiento artíístico y cultural de fines del siglo XX, caracterizado por su oposicioí n al racionalismo y por su culto
predominante de las formas, el individualismo y la falta de compromiso social.
· Implica una desestabilizacioí n de nuestra percepcioí n racional o teoloí gica de la realidad, de la estructura
antropoloí gica que dio Dios al hombre y a la mujer, del orden del universo tal y como fue establecido por Dios.
· Su principio baí sico[2] es que toda realidad es una construccioí n social, que la verdad y la realidad no tienen un
contenido estable y objetivo, y que de hecho no existen. La realidad vendríía a ser un texto que hay que interpretar, y
todas las interpretaciones tienen un valor equivalente. Si no hay nada “dado”, entonces las normas y estructuras
sociales, polííticas, juríídicas y espirituales pueden ser deconstruidas y reconstruidas a voluntad, seguí n las
transformaciones sociales del momento.

La relación de la revolución cultural con la postmodernidad


La revolucioí n cultural encontroí su equilibrio en la postmodernidad. La postmodernidad desestabiliza y deconstruye
ante todo la modernidad, la sííntesis cultural que ha prevalecido en occidente desde los tratados de Westfalia (1648).
En la medida en que la postmodernidad deconstruye tambieí n los abusos de la modernidad, es decir, el racionalismo, el
institucionalismo, el formalismo, el autoritarismo, el Marxismo, tambieí n impulsa la apostasíía occidental maí s allaí de la
modernidad. Igual que en la modernidad, en la postmodernidad no todo es blanco o negro.
El derecho a elegir
La postmodernidad exalta la soberaníía arbitraria del individuo y su derecho a elegir. La eí tica mundial postmoderna
celebra las diferencias, la diversidad de opciones, la diversidad cultural, la libertad cultural, la diversidad sexual
(distintas orientaciones sexuales).
Esta “celebracioí n” de hecho es la de la “liberacioí n” del hombre y de la mujer de las condiciones de existencia en las que
Dios los ha situado.
Pero el concepto de libre voluntad contradice el caraí cter normativo de los valores postmodernos, y en particular del
derecho a elegir, el valor supremo de la nueva cultura.

El radicalismo postmoderno estipula que el individuo, para ejercer su derecho a elegir, debe liberarse de todo marco
normativo, ya sea semaí ntico ontoloí gico, políítico, moral, social, cultural o religioso. Esta supuesta “liberación” se
convierte en un imperativo de la nueva ética.
Pasa por la desestabilizacioí n y la deconstruccioí n (dos palabras clave de la postmodernidad) de las definiciones claras,
del contenido del lenguaje, de las tradiciones, del ser, de las instrucciones, del conocimiento objetivo, de la razoí n, de la
verdad, de la autoridad, de la naturaleza, del crecimiento, de la identidad, de todo lo que se considera universal.
La postmodernidad reclama el derecho a ejercer la libertad personal contra las leyes de la naturaleza, contra las
tradiciones y contra la revelacioí n divina.
Vuelve a fundamentar el imperio de la “ley” y la democracia sobre el derecho a elegir, en el que incluye, en nombre de
una nueva eí tica, el derecho a tomar decisiones intríínsicamente malas: el aborto, la homosexualidad, el “amor libre”, la
eutanasia, el suicidio asistido, el rechazo de cualquier forma de autoridad legíítima o jerarquíía, la “tolerancia”
obligatoria de todas las opiniones, un espííritu de desobediencia que se manifiesta de muí ltiples maneras.
El derecho a elegir interpretado de este modo se ha convertido en la norma fundamental que rige la interpretacioí n
de todos los derechos humanos, y es la referencia principal de la nueva eí tica mundial.
Ausencia de definiciones claras: característica de la nueva éticaLa ausencia de definiciones claras es el rasgo dominante
de todos los teí rminos y expresiones del nuevo lenguaje global, de todos los paradigmas postmodernos.
Los expertos que han forjado los nuevos conceptos se negaron explíícitamente a definirlos claramente, alegando que
una definicioí n concisa limitaríía la posibilidad de cada uno de elegir su propia interpretacioí n, lo cual contradice la
norma del derecho a elegir.
En consecuencia, los nuevos conceptos no tienen un contenido estable o uí nico: son procesos de cambio constante

Ejemplos de los nuevos paradigmas que no tienen una definición clara

La salud reproductiva
Concepto clave de la Conferencia del Cairo de 1994; en el documento de esta conferencia se “define” salud sexual, pero
es un largo y vago paí rrafo carente de sustancia, ambivalente, que lo engloba todo. La ausencia de claridad es
estrateí gica y manipuladora.
El objetivo es permitir la coexistencia de las interpretaciones maí s contradictorias: la maternidad, la contracepcioí n y el
aborto; la esterilizacioí n voluntaria o la fecundacioí n in Vitro; las relaciones sexuales dentro o fuera del matrimonio, a
cualquier edad, en cualquier circunstancia, mientras se respete el triple precepto de la nueva eí tica: el consentimiento
de la pareja, su “seguridad” y la prevencioí n de enfermedades, y el respeto a la libertad de eleccioí n de la mujer. La salud
reproductiva es el caballo de Troya del lobby pro aborto y de la revolucioí n sexual mundial.
A pesar de su caraí cter incoherente, se convirtioí en una de las normas maí s aplicadas de la nueva eí tica mundial.

Geí nero
Concepto clave de la conferencia de Beijing de 1995, integra plenamente el concepto de salud reproductiva. Se “define”
como el rol variable del hombre y de la mujer, en vez de coí mo su inalterable funcioí n reproductiva. La intencioí n detraí s
de esta vaga definicioí n es la deconstruccioí n de la estructura antropoloí gica del hombre y de la mujer, de su
complementariedad, de la feminidad y la masculinidad. El rol de la mujer como madre y esposa y su misma naturaleza
de mujer no seríían maí s que una construccioí n social.
La deconstruccioí n del ser humano como hombre y mujer lleva a una sociedad asexual, a una sociedad neutra, sin
masculinidad ni feminidad, que sin embargo coloca la libido en el centro de la ley. El proceso de deconstruccioí n acaba
llevando a una sociedad sin amor.
El concepto de geí nero es el caballo de Troya de la revolucioí n feminista occidental en sus aspectos maí s radicales, una
revolucioí n que ya se ha extendido exitosamente a las cinco partes del mundo. El geí nero estaí en pleno centro de las
prioridades de desarrollo global, y en particular de los Objetivos de Desarrollo del Milenio.

Existe una conexioí n directa entre deconstruccionismo del geí nero y la ideologíía de la “orientacioí n sexual”
(bisexualidad, homosexualidad, lesbianismo, heterosexualidad…) La eí tica mundial posiciona todas estas “opciones” en
el mismo nivel.
La conferencia del Cairo introdujo el concepto de familia bajo todas sus formas: este concepto supuestamente holíístico
incluye a las familias tradicionales, a las familias reconstruidas, y a las familias con “padres” del mismo sexo.
En la postmodernidad, el individuo se convierte en el creador “libre” de su propio destino y de un nuevo orden social.
Puede elegir ser homosexual hoy y bisexual manñ ana (orientacioí n sexual). Los ninñ os pueden elegir su propia opinioí n,
independientemente de los valores que reciban de los padres (derechos del ninñ o). La salud reproductiva conlleva el
derecho a no reproducir (aborto “seguro”, acceso universal a “la maí s amplia gama de anticonceptivos”).
La nueva ética, la jerarquía de valores y el relativismo
La eí tica postmoderna de la eleccioí n se jacta de eliminar jerarquíías. Sin embargo, al imponer mundialmente la
“trascendencia” de la eleccioí n arbitraria, engendra una nueva jerarquíía de valores. Coloca el placer por encima del
amor, la salud y el bienestar por encima de lo sagrado de la vida, etc. Las nuevas jerarquíías expresan una forma de
dominacioí n sobre las conciencias, lo que el papa Benedicto XVI, antes de su eleccioí n, denominoí la dictadura del
relativismo.

En una dictadura del relativismo, lo que se nos impone es una deconstruccioí n radical de nuestra humanidad y de
nuestra fe a traveí s de un proceso de transformacioí n cultural aparentemente neutro e inofensivo. El relativismo lleva
una maí scara: es dominante y destructivo.
En el pasado, lo que el occidente llamaba “el enemigo” (como, por ejemplo, el marxismo-leninismo o las dictaduras
sangrientas) solíía ser algo claramente identificable. Ese “enemigo” utilizaba meí todos autoritarios, brutales, como eran
la toma del poder por la fuerza, un reí gimen políítico represivo.
En el mundo postmoderno, el enemigo es indefinido, oculto, descentralizado, sutil, silencioso, global. Sus estrategias
son suaves, culturales, informales, internas, operan desde la base.
El resultado final de la dictadura global del relativismo es la deconstruccioí n del hombre y de la naturaleza. Al igual que
los sistemas ideoloí gicos del pasado, la eí tica mundial terminaraí deconstruyeí ndose. Al estar repleta de contradicciones,
no es sostenible.

La nueva ética y los Derechos Humanos


Cuando se aproboí la Declaracioí n Universal de los Derechos Humanos en 1948, la cultura occidental todavíía reconocíía
la existencia de una “ley natural”, de un orden “dado” al universo. La Declaracioí n Universal habla de una dignidad
inherente a todos los miembros de la familia humana. Si es inherente, la dignidad humana debe ser reconocida, y los
derechos humanos deben ser declarados, no fabricados. En 1948, el concepto de universalidad estaba relacionado con
el reconocimiento de la existencia de estos derechos. La universalidad teníía una dimensioí n trascendente y, por lo
tanto, implicaciones morales.
Los derechos humanos universales se hicieron radicalmente autónomos de todo marco moral objetivo y
trascendente.
El principio puramente inmanente del derecho a elegir es el producto de ese divorcio.

V. La especificidad cristiana ante la nueva ética

La nueva cultura es la cultura que la Iglesia estaí llamada ahora a evangelizar. Los cristianos se ven tentados, a menudo
por ignorancia, a confundir los paradigmas y valores de la nueva eí tica con la doctrina social de la Iglesia. No siempre
distinguen entre el nuevo sistema eí tico, construido y supuestamente “holíístico”, y los designios de salvacioí n de Dios,
que son holíísticos y eternos.
No se dan cuenta de que las dos loí gicas van en direcciones opuestas.
La Iglesia debe mantenerse al margen del programa radical. Una líínea vital separa el humanismo post-cristiano de la
nueva eí tica del humanismo cristiano genuino y completo impulsado por la salvacioí n en Cristo y promovido por la
Iglesia.
En la praí ctica, esta líínea ya no se aprecia con claridad. La Iglesia tiene la misioí n urgente de recobrar la identidad
cristiana y disociarla de programas ambivalentes.
El confundir la especificidad cristiana con la nueva eí tica mundial conlleva un doble peligro.
En primer lugar, los nuevos conceptos tienden a ocupar el espacio que deberíía ocupar la evangelizacioí n. Los cristianos
preconizan los derechos humanos, el desarrollo sostenible y los Objetivos de Desarrollo del Milenio en vez de predicar
el Evangelio. Poco a poco, se dejan seducir por valores seculares y pierden su identidad cristiana. En Redemptoris
Missio, ¿no habloí Juan Pablo II de “la progresiva secularizacioí n de la salvacioí n”?
Si los lííderes cristianos utilizan los conceptos de la nueva eí tica sin aclarar explíícitamente queí es lo que los distingue de
la doctrina social de la Iglesia y del Evangelio, como suelen hacer, los creyentes se quedaraí n desorientados y ya no
distinguiraí n la diferencia. La confusioí n resultante puede llevar a una progresiva erosioí n de la fe de los cristianos.

Fuente:Peeters, Marguerite A. La nueva ética mundial: retos para la Iglesia. Institute for Intercultural Dialogue
Dynamics. 2006.
Otros documentos de consulta:
La batalla por el alma del mundo, del P. Luis Garza Medina L.C.
Es un documento que habla sobre la cultura y la forma en que nos influye. Explica queí es la cultura, coí mo se echa
mano de ciertos conceptos para manipular a la sociedad, cuaí les son los frentes actuales de batalla dentro de la cultura
y cuaí les son algunos puntos estrateí gicos urgentes a realizar para que prevalezcan la verdad y los valores
fundamentales.

ÉTICA Y FORMACIÓN DE VALORES

Leonardo Boff

La mala calidad general de la vida y la creciente violencia en todos los niveles derivan, en gran parte, de una amplia
crisis de valores que afecta a los fundamentos de la eí tica. Los mapas al uso ya no sirven y la bruí jula ya no encuentra su
Norte.

Dos fuentes de la moral han orientado a las sociedades hasta hoy: las religiones y la razoí n.
Las religiones siguen siendo los nichos de valor privilegiados para la mayoríía de la humanidad.
La razoí n, desde que irrumpioí en todas las culturas mundiales en el siglo VI AC. en el llamado tiempo-eje (Jaspers)
tratoí de establecer coí digos eí ticos universalmente vaí lidos.
Estos dos paradigmas no quedan invalidados por la crisis, pero necesitan ser enriquecidos si queremos estar a la
altura de las presiones provenientes de la realidad hoy globalizada.

La crisis crea la oportunidad de ir hasta las raííces de la eí tica y bajar hasta aquella instancia donde continuamente se
gestan valores. La eí tica debe nacer de la base uí ltima de la existencia humana. EÉ sta no reside en la razoí n como
Occidente siempre ha pretendido.

La razoí n no es ni el primero ni el uí ltimo momento de la existencia. Por eso no explica ni abarca todo.
Ella se abre hacia abajo, de donde emerge algo maí s elemental y ancestral: la afectividad.
Y se abre hacia arriba, hacia el espííritu que es el momento en el que la conciencia se siente parte de un todo y que
culmina en la contemplacioí n. Por eso, la experiencia de base no es \"pienso luego existo\", sino \"siento, luego
existo\".

En la raííz de todo no estaí la razoí n (Logos), sino la pasioí n (Pathos).


David Goleman diríía que en el fundamento de todo estaí la inteligencia emocional. Afecto, emocioí n, en una palabra,
pasioí n es un sentir profundo. Es entrar en comunioí n, sin distancia, con todo lo que nos rodea.
Por la pasioí n captamos el valor de las cosas, valor que es el caraí cter precioso de los seres, lo que los hace dignos de ser
y los hace apetecibles. Soí lo cuando nos apasionamos vivimos valores y es por valores por lo que nos movemos y
somos. Siguiendo a los griegos, llamamos a esa pasioí n eros, amor.
El mito arcaico lo dice todo: \"Eros, el dios del amor, se levantoí para crear la tierra. Antes, todo era silencio, desnudo e
inmoí vil. Ahora todo es vida, alegríía, movimiento\". Ahora todo es precioso, todo tiene valor, por causa del amor y de la
pasioí n.

Pero la pasioí n estaí habitada por un demonio. Dejada a síí misma, puede degenerar en formas de gozo destructor. Todos
los valores valen, pero no todos valen para todas las circunstancias.
La pasioí n es un caudal fantaí stico de energíía que, como las aguas de un ríío, necesita maí rgenes, líímites y la justa medida
para no ser avasalladora.
Y aquíí es donde entra la funcioí n insustituible de la razoí n. Es propio de la razoí n ver claro y ordenar, disciplinar y
definir la direccioí n de la pasioí n.

Ahíí surge una dialeí ctica dramaí tica entre pasioí n y razoí n.
Si la razoí n reprime la pasioí n, triunfa la rigidez, la tiraníía del orden y la eí tica utilitaria.
Si la pasioí n prescinde de la razoí n, se impone el delirio de las pulsiones y la eí tica hedonista, del puro placer.
Pero si prevalece la justa medida y la pasioí n se sirve de la razoí n para un auto-desarrollo medido, entonces surgen las
dos fuerzas que sostienen una eí tica humanitaria: la ternura y el vigor.
La ternura es el cuidado con el otro, el gesto amoroso que protege. El vigor es la contencioí n sin la dominacioí n, la
direccioí n sin la intolerancia.

Aquíí se funda una eí tica capaz de incluir a todos en la familia humana. Esa eí tica se estructura alrededor de los valores
fundamentales ligados a la vida, a su cuidado, al trabajo, a las relaciones cooperativas y a la cultura de la no-violencia y
de la paz.

ÉTICA, VALORES Y DIGNIDAD HUMANA


Salvador Enrique Monteverde Fernandez (Acapulco - Mexico)
El criterio de valoracioí n:

Desde la perspectiva eí tica, un objeto tiene mayor valor en la medida en que sirve mejor para la supervivencia y mejora
del ser humano, ayudaí ndole a conseguir la armoníía y la independencia que necesita y a las que aspira.
Es por tanto esencial que los valores que se elijan y que se persigan en la propia vida se correspondan con la realidad
del hombre, es decir, sean verdaderos. Porque soí lo los valores verdaderos pueden conducir a las personas a un
desarrollo pleno de sus capacidades naturales. Puede afirmarse que, en el terreno moral, un valor seraí verdadero en
funcioí n de su capacidad para hacer maí s humano al hombre.

Veamos un ejemplo. Puedo elegir como ideal el egoíísmo, en la forma de buí squeda de la propia comodidad y del propio
bienestar, desestimando las exigencias de justicia y respeto que supone la convivencia con otras personas y que exigen
renuncias y esfuerzos. La personalidad se volveraí entonces insolidaria, ignorando los aspectos relacionales y
comunicativos esenciales en el ser humano. Hecha la eleccioí n, el crecimiento personal se detendraí e iniciaraí una
involucioí n hacia etapas maí s primitivas del desarrollo psicoloí gico y moral.

Por el contrario, si se elige como valor rector la generosidad, concretada en el esfuerzo por trabajar con
profesionalidad, con espííritu de servicio, y en la dedicacioí n de tiempo a causas altruistas y solidarias, entonces se
favoreceraí la apertura del propio yo a los demaí s, primando la dimensioí n social del ser humano y estimulando el
crecimiento personal.

Valores universales:

Como acabamos de referir (tal como se deduce del proceso de desarrollo del ser humano), la maduracioí n personal
soí lo se facilitaraí procurando eliminar obstaí culos que puedan originar una detencioí n de la misma o una regresioí n a
etapas maí s primitivas (propio intereí s). Por eso, parece acertado concretar algunos valores universales, deseables para
todos.

En este sentido, la formulacioí n clara y precisa del imperativo categoí rico kantiano ofrece abundante luz. Asíí, en la
segunda formulacioí n del Imperativo, en la fundamentacioí n de la metafíísica de las costumbres, dice: «Obra de tal modo
que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, nunca meramente como un medio, sino
que, en todo momento, la trates tambieí n como a un fin». Y en la tercera insiste en el mismo sentido: «Pues los seres
racionales estaí n todos bajo la ley de que cada uno debe tratarse a síí mismo y debe tratar a todos los demaí s nunca
meramente como medio, sino siempre a la vez como fin en síí mismo. De este modo, surge un enlace sistemaí tico de
seres racionales por leyes objetivas comunes, esto es un reino, el cual, dado que estas leyes tienen por propoí sito
precisamente la referencia de estos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse un reino de los fines»

Se trata de aquellos valores que se fundamentan en la dignidad incondicionada de todo ser humano. Una dignidad que
-como puede deducirse de su propia geí nesis- no admite ser relativizada, no puede depender de ninguna circunstancia
(sexo, edad, salud - calidad de vida - y demaí s cualidades).

¿Queí es un principio?

En sentido eí tico o moral llamamos principio a aquel juicio praí ctico que deriva inmediatamente de la aceptacioí n de un
valor. Del valor maí s baí sico (el valor de toda vida humana, de todo ser humano, es decir, su dignidad humana), se deriva
el principio primero y fundamental en el que se basan todos los demaí s: la actitud de respeto que merece por el mero
hecho de pertenecer a la especie humana, es decir, por su dignidad humana.

Vamos a examinar a continuacioí n este valor fundamental (la dignidad humana), el principio eí tico primordial que de eí l
deriva (el respeto a todo ser humano), y algunos otros principios baí sicos.

La dignidad humana, un valor fundamental:

En la filosofíía moderna y en la eí tica actual se propaga una subjetivizacioí n de los valores y del bien.

Desde David Hume, existe una corriente de pensamiento que se expresa en la idea de que no es posible derivar ninguí n
tipo de deber a partir del ser de las cosas. El paso siguiente nos lleva a concluir que por valores entendemos nuestras
impresiones, reacciones y juicios, con lo cual convertimos el deber en un fruto de nuestra voluntad o de nuestras
decisiones.

En el positivismo juríídico tipo Kelsen el derecho es el resultado de la voluntad de las autoridades del estado, que son
las que determinan aquello que es legalmente correcto - y legíítimo - y lo que no lo es.

En eí tica, el positivismo y el empirismo afirman que bueno y malo son decisiones meramente irracionales o puro objeto
de impresiones o reacciones, o sea, del campo emocional. Tanto en el positivismo como en el empirismo existe auí n, es
verdad, la idea de valores, pero soí lo como una idea subjetiva o como objeto de consenso. El acuerdo por ejemplo de un
grupo o de un pueblo crea los valores.

En realidad esto conduce a un relativismo total. Asíí por ejemplo, el grupo podríía acordar que los judííos no son seres
humanos o que no poseen dignidad, y que por tanto se los puede asesinar sin miedo a castigo alguno. Para esta teoríía
no existe ninguí n fundamento que se base en la naturaleza de las cosas y cualquier punto de vista puede ademaí s variar
de una a otra eí poca. No existe ninguna barrera segura de valores frente a la arbitrariedad del estado y el ejercicio de la
violencia.

Sin embargo, el propio conocimiento y la apertura natural a los demaí s nos permite reconocer en ellos y en nosotros el
poder de la inteligencia y la grandeza de la libertad. Con su inteligencia, el hombre es capaz de trascenderse y de
trascender el mundo en que vive y del que forma parte, es capaz de contemplarse a síí mismo y de contemplar el
mundo como objetos. Por otro lado, el corazoí n humano posee deseos insaciables de amor y de felicidad que le llevan a
volcarse - con mayor o menor acierto- en personas y empresas. Todo ello es algo innato que forma parte de su mismo
ser y siempre le acompanñ a, aunque a veces se halle escondido por la enfermedad o la inconsciencia.

En resumen: a la vez que forma parte del mundo, el hombre lo trasciende y muestra una singular capacidad - por su
inteligencia y por su libertad - de dominarlo. Y se siente impulsado a la accioí n con esta finalidad. Podemos aceptar por
tanto que el valor del ser humano es de un orden superior con respecto al de los demaí s seres del cosmos. Y a ese valor
lo denominamos 'dignidad humana'.

La dignidad propia del hombre es un valor singular que faí cilmente puede reconocerse. Lo podemos descubrir en
nosotros o podemos verlo en los demaí s. Pero ni podemos otorgarlo ni estaí en nuestra mano retiraí rselo a alguien. Es
algo que nos viene dado. Es anterior a nuestra voluntad y reclama de nosotros una actitud proporcionada, adecuada:
reconocerlo y aceptarlo como un valor supremo (actitud de respeto) o bien ignorarlo o rechazarlo.

Este valor singular que es la dignidad humana se nos presenta como una llamada al respeto incondicionado y absoluto.
Un respeto que, como se ha dicho, debe extenderse a todos los que lo poseen: a todos los seres humanos. Por eso
mismo, auí n en el caso de que toda la sociedad decidiera por consenso dejar de respetar la dignidad humana, eí sta
seguiríía siendo una realidad presente en cada ciudadano. Auí n cuando algunos fueran relegados a un trato indigno,
perseguidos, encerrados en campos de concentracioí n o eliminados, este desprecio no cambiaria en nada su valor
inconmensurable en tanto que seres humanos.

Por su misma naturaleza, por la misma fuerza de pertenecer a la especie humana, por su particular potencial geneí tico
- que la enfermedad soí lo es capaz de esconder pero que resurgiraí de nuevo si el individuo recibe la terapeí utica
oportuna -, todo ser humano es en síí mismo digno y merecedor de respeto.

Principios derivados de la dignidad humana:

La primera actitud que sugiere la consideracioí n de la dignidad de todo ser humano es la de respeto y rechazo de toda
manipulacioí n: frente a eí l no podemos comportarnos como nos conducimos ante un objeto, como si se tratara de una
'cosa', como un medio para lograr nuestros fines personales.

Principio de Respeto

«En toda accioí n e intencioí n, en todo fin y en todo medio, trata siempre a cada uno - a ti mismo y a los demaí s- con el
respeto que le corresponde por su dignidad y valor como persona»

Todo ser humano tiene dignidad y valor inherentes, solo por su condicioí n baí sica de ser humano. El valor de los seres
humanos difiere del que poseen los objetos que usamos. Las cosas tienen un valor de intercambio. Son reemplazables.
Los seres humanos, en cambio, tienen valor ilimitado puesto que, como sujetos dotados de identidad y capaces de
elegir, son uí nicos e irreemplazables.

El respeto al que se refiere este principio no es la misma cosa que se significa cuando uno dice “Ciertamente yo respeto
a esta persona”, o “Tienes que hacerte merecedor de mi respeto”. Estas son formas especiales de respeto, similares a la
admiracioí n. El principio de respeto supone un respeto general que se debe a todas las personas.

Dado que los seres humanos son libres, en el sentido de que son capaces de efectuar elecciones, deben ser tratados
como fines, y no uí nicamente como meros medios. En otras palabras: los hombres no deben ser utilizados y tratados
como objetos. Las cosas pueden manipularse y usarse, pero la capacidad de elegir propia de un ser humano debe ser
respetada.

Un criterio faí cil que puede usarse para determinar si uno estaí tratando a alguien con respeto consiste en considerar si
la accioí n que va a realizar es reversible. Es decir: ¿querríías que alguien te hiciera a ti la misma cosa que tuí vas a hacer
a otro? Esta es la idea fundamental contenida en la Regla de Oro: «trata a los otros tal como querríías que ellos te
trataran a ti». Pero no es eí sta una idea exclusiva de los cristianos. Maí s de un siglo antes del nacimiento de Cristo, un
pagano pidioí al Rabíí Hillel que explicara la ley de Moiseí s entera mientras se sosteníía sobre un solo pieí . Hillel resumioí
todo el cuerpo de la ley judíía levantando un pieí y diciendo: «No hagas a los demaí s lo que odiaríías que ellos hicieran
contigo».

Otros principios
El respeto es un concepto rico en contenido. Contiene la esencia de lo que se refiere a la vida moral. Sin embargo, la
idea es tan amplia que en ocasiones es difíícil saber coí mo puede aplicarse a un caso particular. Por eso, resulta de
ayuda derivar del principio de respeto otros principios menos baí sicos.

Vale la pena hacer notar que, en eí tica aplicada, cuanto maí s concreto es el caso, maí s puntos muestra en los que puede
originarse controversia. En esta aí rea, la mayor dificultad reside en aplicar un principio abstracto a las particularidades
de un caso dado. En consecuencia, convendraí disponer de formulaciones maí s especííficas del principio general de
respeto. Entre estos principios estaí n los de no malevolencia y de benevolencia, y el principio de doble efecto.

Principios de No-malevolencia y de Benevolencia,

«En todas y en cada una de tus acciones, evita danñ ar a los otros y procura siempre el bienestar de los demaí s».

Principio de doble efecto

«Busca primero el efecto beneficioso. Dando por supuesto que tanto en tu actuacioí n como en tu intencioí n tratas a la
gente con respeto, aseguí rate de que no son previsibles efectos secundarios malos desproporcionados respecto al bien
que se sigue del efecto principal»

El principio de respeto no se aplica soí lo a los otros, sino tambieí n a uno mismo. Asíí, para un profesional, por ejemplo,
respetarse a uno mismo significa obrar con integridad.

Principio de Integridad

«Compoí rtate en todo momento con la honestidad de un auteí ntico profesional, tomando todas tus decisiones con el
respeto que te debes a ti mismo, de tal modo que te hagas asíí merecedor de vivir con plenitud tu profesioí n».

Ser profesional no es uí nicamente ejercer una profesioí n sino que implica realizarlo con profesionalidad, es decir: con
conocimiento profundo del arte, con absoluta lealtad a las normas deontoloí gicas y buscando el servicio a las personas
y a la sociedad por encima de los intereses egoíístas.

Otros principios baí sicos a tener presentes son los de justicia y utilidad.

Principio de Justicia

«Trata a los otros tal como les corresponde como seres humanos; seí justo, tratando a la gente de forma igual. Es decir:
tratando a cada uno de forma similar en circunstancias similares».

La idea principal del principio de justicia es la de tratar a la gente de forma apropiada. Esto puede expresarse de
diversas maneras ya que la justicia tiene diversos aspectos. Estos aspectos incluyen la justicia substantiva, distributiva,
conmutativa, procesal y retributiva.

Principio de Utilidad
«Dando por supuesto que tanto en tu actuacioí n como en tu intencioí n tratas a la gente con respeto, elige siempre
aquella actuacioí n que produzca el mayor beneficio para el mayor nuí mero de personas».

El principio de utilidad pone eí nfasis en las consecuencias de la accioí n. Sin embargo, supone que has actuado con
respeto a las personas. Si tienes que elegir entre dos acciones moralmente permisibles, elige aquella que tiene mejor
resultado para maí s gente.

Formacioí n de la estructura eí tica de la persona


LA FORMACIÓN DE LA ESTRUCTURA ÉTICA DE LA PERSONA.
LA TRANSVERSALIDAD EN EL CURRÍCULO

Lic. Javier Galdona


Profesor de EÉ tica
Universidad Catoí lica de Uruguay

Objetivo ético de la educación

El objetivo uí ltimo de la educacioí n, como de toda actividad humana eí ticamente vaí lida, es la buí squeda de la
realizacioí n del ser humano, debido a que lo contrario implicaríía un absurdo intríínseco. Cada actividad humana
estructurada, como lo es una ciencia y su aplicacioí n teí cnica, persigue ese objetivo fundamental a partir de un
instrumental propio, el que es desarrollado en funcioí n del aí ngulo especíífico de aporte que se busca realizar al
objetivo global.

En concreto, las ciencias educativas tienen como objetivo uí ltimo la realizacioí n plena del ser humano, para lo que
desarrollan el instrumental pedagoí gico y didaí ctico como medio especíífico y propio. De este modo, los objetivos con
respecto al desarrollo de habilidades, transmisioí n y generacioí n de conocimientos, y otros que son especííficos de las
ciencias educativas, son instrumentales al objetivo fundamental y, por tanto, vaí lidos uí nicamente en su correspondencia
con aqueí l.

En este contexto, y desde que se asume el hecho de que la educacioí n no es el mero aprendizaje de contenidos
intelectuales sino que implica el desarrollo de toda la persona, entonces es claro que un objetivo intríínseco al proceso
educativo debe ser la conformacioí n de una «persona eí tica» (1).

El ser humano es un todo, con diferentes dimensiones que necesita desarrollar para alcanzar su realizacioí n. La
dimensioí n eí tica de los pueblos y las personas individuales es una de ellas, por lo que no puede haber desarrollo
integral de la persona sin un desarrollo serio de su dimensioí n eí tica.Podemos definir la eí tica como "la praxis de
hacernos mutuamente personas en la historia" (2).
Entendemos aquíí la “praxis” como el aprender haciendo, el desarrollar las certezas a partir fundamentalmente de la
experiencia crííticamente analizada, en un proceso personal y social que abarca a cada individuo y a la humanidad
entera en forma simultaí nea e interactiva.
Es tambieí n un “hacernos mutuamente personas”, ya que no se trata de mecanismos automaí ticos sino del ejercicio de la
libertad de un ser abierto e incompleto que necesita autodefinirse y autoconstruirse en interaccioí n, para poder
realizarse en la vida. Desarrollo de ideales, escalas de valor, pautas de validacioí n de conductas, etc., son parte
imprescindible de este proceso.

Finalmente, esta praxis se desarrolla “en la historia”, es decir, en un contexto concreto, en situaciones definidas, con
condicionamientos y posibilidades delimitadas, y sin las cuales no solamente no es posible realizar juicios sobre el
proceso, sino que ni siquiera es posible el que se deí proceso como tal.En este sentido es vaí lido que un ser humano
-desde su dimensioí n eí tica- asuma como el objetivo fundamental de su vida la buí squeda consciente y perseverante de la
propia realizacioí n, en una interaccioí n verdaderamente humanizante con los demaí s.

En esta perspectiva, consideramos «persona eí tica» a la que asume como la tarea esencial de la propia vida el
desarrollarse plenamente como persona humana. De ahíí se desprende una serie de consecuencias que, en la temaí tica
que nos ocupa, significa que el proceso educativo debe:a) Ayudar a cada persona a descubrir y asumir el propio sentido
de la vida.b) Ayudar a cada persona a descubrir y desarrollar al maí ximo posible todas sus potencialidades de
crecimiento en forma armoí nica y ponderada.

La formación de una personalidad ética

El proceso educativo aporta elementos que pueden considerarse como parte de un desarrollo pleno de la personalidad
eí tica de los educandos. Todo el conjunto de habilidades y conocimientos, asíí como el propio hecho del proceso
educativo como tal, configuran una estructura de personalidad que necesariamente incidiraí en el modo de percibir y
asumir la dimensioí n eí tica de la vida.No obstante lo anterior, a los efectos de perseguir el desarrollo de una
personalidad eí tica ííntegra, es imprescindible abordar especííficamente algunos contenidos propios de la configuracioí n
de la personalidad eí tica(3).

Para ello seraí necesario contar con estrategias a desarrollar en tres aí mbitos de trabajo, diferenciados pero
simultaí neos: un espacio curricular especíífico, un trabajo interdisciplinar y una accioí n en transversalidad.Llegados a
este punto, es importante establecer que, tal como lo entendemos, el objetivo central del proceso de educacioí n eí tica (4)
consiste en perseguir la construccioí n de una personalidad eí tica soí lida, apoyada en el desarrollo de una conciencia
moral autoí noma.La construccioí n de una personalidad eí tica soí lida incluye al menos tres niveles diferenciados, que
deben interactuar de modo permanente e integrado.

Estos tres niveles seríían:


1. El desarrollo de un fuerte “sentido de vida”(5).
Esto implica la capacidad de dar respuesta personal y autoí noma a la pregunta fundamental de la vida. Esta pregunta
puede formularse de modos diversos seguí n sea el marco socio-cultural y familiar de cada persona (p.ej. ¿Queí puedo
esperar de la vida, o de míí mismo?, ¿Para queí existo? ¿Queí quiere Dios, o la historia, o... , de míí?, etc.). No obstante esa
variedad de formulaciones, o inclusive, no obstante el hecho de que no esteí tematizada por la persona, la pregunta
siempre existe en cada ser humano.

2. El desarrollo de un “proyecto de vida” concreto y realizable.


La construccioí n de un proyecto de vida supone el intento consciente y deliberado de procurar la mayor coherencia
personal posible, como camino de realizacioí n, definiendo para ello las opciones histoí ricas que, de cara al futuro, hagan
posible la concrecioí n real de los propios ideales y de la propia escala de valores.

3. El desarrollo de una “estructura eí tica personal”, capaz de viabilizar y sostener los contenidos eí ticos de la propia vida.
Cada uno de los tres niveles necesita de sus procesos especííficos. No obstante, es indudable que el desarrollo de
cualquiera de ellos exige e implica a los otros dos, y es de suma importancia que se den en una interaccioí n equilibrada
y sostenida en el tiempo. A continuacioí n me detendreí brevemente en el tercero de los niveles mencionados, el referido
al desarrollo de una estructura eí tica personal.

Desarrollo de una “estructura ética personal”

La construccioí n de un proyecto de vida personal necesita previamente (en sentido loí gico, ya que cronoloí gicamente
puede ser simultaí neo, lo que inclusive seríía preferible) del desarrollo de una estructura eí tica capaz de viabilizar y
sostener los contenidos eí ticos de la propia vida en la persona. Pero a su vez, el desarrollo de la estructura eí tica en la
persona tiene una funcionalidad mucho maí s amplia para la vida moral que el hecho de ser capaz de construir un
proyecto de vida.

La estructuracioí n eí tica de la persona implica el desarrollo de una serie de contenidos que deberaí n ser definidos por la
propia persona, pero cuyo proceso es claramente competencia y responsabilidad del instrumental pedagoí gico que se
implemente en el proceso de educacioí n eí tica.
No se trata solamente de que la persona sea capaz de definir los contenidos, sino de que lo haga conscientemente, que
estos se integren en un todo coherente entre síí, y que ella tenga la capacidad de reformularlos autoí nomamente.

Para hacer posible dicha estructuracioí n seraí imprescindible establecer e implementar una serie de estrategias
pedagoí gicas que configuran especííficamente el aí mbito de trabajo de la “educacioí n eí tica”. No debemos olvidar que esta
estructuracioí n corresponde al nivel de la conciencia moral de la persona, y seraí la que permita su ejercicio autoí nomo y,
por tanto, humanizante.

Podemos esquematizar los elementos integrantes del proceso de formacioí n de la estructura eí tica de la persona en
torno a tres ejes fundamentales:

1. Formación para la configuración de referentes éticos.

Para un dictamen cierto y verdadero de la conciencia moral es necesario desarrollar la buí squeda de certezas a nivel de
contenido moral. Al ser humano le resulta imprescindible saber lo que objetivamente es “bueno” y lo que es “malo”,
aunque se trate de una certeza en el nivel abstracto y necesite, posteriormente, ser aplicado al caso concreto.De no ser
posible esta certeza eí tica, la persona quedaraí desorientada y con incapacidad estructural para tomar resoluciones
responsablemente.
Proyectando esa situacioí n a la globalidad de la vida, en uí ltima instancia, a la persona con incapacidad de certezas sobre
lo objetivamente bueno o malo le resultaríía imposible la coherencia, la autenticidad y, finalmente, el desarrollo de un
proyecto de vida real.
En sociedades plurales, como las nuestras, la construccioí n de referentes eí ticos objetivos no puede darse en forma
pacíífica a nivel social general, ni debe dejarse librado al arbitrio de la autoridad, sea eí sta del tipo que sea.

En la sociedad, se trataraí de construir míínimos eí ticos (6) para hacer posible una convivencia humanizante; pero, para
hacer posible el desarrollo pleno de la persona, eí sta necesita de maí ximos eí ticos de referencia objetiva, que
necesariamente deberaí n ser construidos y asumidos por la propia persona.
Asíí, al hablar de la configuracioí n de “referentes eí ticos” aludimos al proceso mediante el cual la persona va
progresivamente construyendo certezas acerca de lo eí ticamente “bueno” y lo “malo”, en cuanto van maí s allaí de la mera
voluntad o sensibilidad propias, es decir, en cuanto no estaí n sometidos a la pura arbitrariedad del sujeto.

En teí rminos generales, hablamos de hacer posible para el sujeto, la configuracioí n de un marco de referencia de la
objetividad eí tica.En este proceso de construccioí n podemos apuntar algunas lííneas de trabajo necesarias para el
desarrollo del sujeto eí tico:

a) Aprender a clarificar lo que “cree”, lo que “siente”, lo que “puede”.


Asíí, mediante el desarrollo de esta capacidad en la persona, entre otras consecuencias, se evitaraí en gran medida: la
confusioí n entre deber y sentimiento (con toda la carga de culpabilizaciones no adecuadas que la persona
psicoloí gicamente puede desarrollar), el voluntarismo (con su secuela de frustracioí n) y, sobre todo, la sensacioí n de un
relativismo subjetivista que paraliza desde el punto de vista eí tico y que termina generando des-moralizacioí n en el
sujeto.

b) Aprender a no autojustificarse. El ser humano normalmente necesita buscarle una justificacioí n plausible a sus actos,
tanto ante síí mismo como ante los demaí s. El problema radica en la objetividad y adecuacioí n a la realidad de esas
justificaciones, es decir, en que en realidad esos actos no sean justos (adecuados a la realidad) o que esa justificacioí n no
sea plausible.Ciertamente, la decisioí n de enfrentar la verdad en toda circunstancia implica un coraje no faí cil de
adquirir. Pero, ademaí s del coraje, implica, entre otros elementos, el desarrollo de habilidades de autocríítica y de
aceptacioí n de niveles de incoherencia e inconsistencia de los propios actos.

c) Aprender a buscar la verdad. La verdad no es autoevidente ni uníívoca en la realidad histoí rica donde se desenvuelve
el ser humano. Debe ser buscada trabajosamente, asumiendo el esfuerzo, las incertezas, las crisis personales y los
momentos de claridad y obscuridad que el proceso implica. Buscar la verdad exige decisioí n, coraje, asíí como tambieí n
instrumentos y habilidades que la hagan posible.

Aprender a buscar la verdad supone el desarrollo de la capacidad real de diaí logo, es decir, aprender a confrontar con
otros las propias certezas y las propias dudas, mediante argumentaciones consistentes y con capacidad de interaccioí n
intelectiva, especialmente con aquellos que tienen perspectivas conceptuales distintas. La construccioí n de certezas
soí lo seraí abierta en la medida en que dichas certezas puedan ser confrontadas y sostenibles, a juicio del propio sujeto,
ante otras posturas contradictorias con la suya.

d) Aprender a discernir entre las diferentes guíías de valor en una sociedad plural. Frente a los conflictos socio-morales
que la persona debe afrontar, la sociedad ofrece una variedad de guíías de valor o criterios morales, cada uno de los
cuales supondraí previsiblemente diferencias en el resultado final respecto de las demaí s.
La persona necesita aprender a calibrar las diferentes propuestas eí ticas que recibe, a efectos de discernir cuaí l o cuaí les
de esas guíías de valor son las que maí s condicen con sus certezas fundamentales. Esto implicaraí que la persona sea
capaz de distinguirlas, que sea capaz de inferir los elementos antropoloí gicos fundamentales que subyacen a cada una, y
finalmente, que sea capaz de proyectar sus resultados.

2. Formación para el discernimiento.

Para que el juicio eí tico pueda realizarse, la persona, ademaí s de tener claros los contenidos objetivos de referencia
(normalmente abstractos y universales), necesita del desarrollo de habilidades que le permitan llegar a una certeza
sobre cuaí l es el mayor bien posible “aquíí y ahora”.Dado que ello no es posible mediante la mera aplicacioí n mecaí nica de
certezas abstractas a situaciones concretas, ademaí s seraí necesario capacitar a la persona para que le sea posible:

a) Ubicar con claridad la situacioí n eí tica planteada.


En los hechos histoí ricos concretos, debido a su caraí cter complejo, no resulta autoevidente doí nde estaí el nuí cleo del
conflicto socio-moral, corriendo el sujeto el riesgo de perderse en lo anecdoí tico o de centrarse en aspectos que son
secundarios para la resolucioí n de la situacioí n. Asíí, previo a la realizacioí n del juicio eí tico, la persona necesita poder
clarificar exactamente queí es lo que debe juzgar y ello necesita de aprendizaje praí xico.

b) Establecer los principios, criterios y valores morales en juego. Una vez clarificada la pregunta eí tica a ser resuelta, la
persona necesita establecer el marco concreto de principios, criterios y valores morales que necesita tener en cuenta
especííficamente para resolver ese conflicto socio-moral, ya que no puede manejar simultaí neamente, ni de manera
indistinta, todo el universo de guíías de valor que conoce.

c) Establecer las circunstancias que condicionan. Todo conflicto socio-moral se da siempre en circunstancias concretas,
con algunos condicionamientos que favorecen y otros que limitan la situacioí n misma, asíí como las posibles
resoluciones. Es necesario que la persona pueda desentranñ ar, del contexto meramente anecdoí tico, aquellos elementos
que influyen de manera importante en la situacioí n, y que no pueden ser obviados al momento de realizar el juicio eí tico.

d) Llegar a juicios ciertos en un tiempo razonable. La realizacioí n de un proceso de discernimiento eí tico necesita de un
tiempo adecuado. Esto necesita, a su vez, que la persona aprenda a manejar los tiempos de discernimiento, ponieí ndose
por un lado líímites que eviten la abulia eí tica, y por otro sin apresuramientos innecesarios que impidan la prudencia
imprescindible.

e) Aplicar el “transar eí tico” (7)


donde es necesario.Pocas veces los conflictos socio-morales se presentan con nitidez
como opcioí n entre “totalmente bueno” o “totalmente malo”. Normalmente el discernimiento debe darse en medio de
los grises de la historia, es decir, que la persona debe decidir en un contexto de males, y debe decidir si el “mal menor”
posible es eí ticamente vaí lido.
Para ello, la persona deberaí decidir si corresponde o no el transar eí tico, y ello significa ser capaz de aplicar los cinco
criterios que constituyen sus condiciones de validez.De la capacidad de manejar adecuadamente estos puntos
dependeraí la posibilidad real que tenga la persona de discernir en conciencia y con autonomíía y, por ende, de realizar
juicios eí ticos vaí lidos sobre situaciones concretas.

3. Formación para la autenticidad.

Llegar a ser auteí ntico no es el resultado de un proceso espontaí neo, sino que necesita, por parte del sujeto, de una
decisioí n sostenida en el tiempo. A su vez, esa decisioí n sostenida en el tiempo exige de un convencimiento profundo
acerca de la validez de perseguir la autenticidad, asíí como del desarrollo de ciertas habilidades especííficas.

Este actuar sistemaí tico, en coherencia eí tica, es lo que permite a la persona una autoconstruccioí n genuina y autoí noma,
llegando asíí a ser eí l mismo.La autenticidad soí lo es posible en personas libres, pero la libertad humana es una libertad
histoí rica y, por tanto, condicionada. La cuestioí n eí tica no radica, pues, en pretender una libertad sin condicionamientos,
que no es posible, sino en buscar una libertad capaz de ir superando progresivamente los condicionamientos
indebidos.
Consideramos condicionamientos “indebidos” aquellos que derivan del contexto externo o interno a la persona y que
influyen limitando arbitrariamente su horizonte de libertad. En este sentido, podemos distinguir entre:

a) Aprender a rechazar todo condicionamiento externo indebido. El medio ambiente, a nivel de relaciones
interpersonales, grupales, o socioestructurales, ejerce explíícita o implíícitamente presiones sobre la persona para que
eí sta realice sus opciones de acuerdo con pautas heteroí nomas.Para ir realizando un proceso que permita ir superando
esos condicionamientos indebidos externos, la persona necesita:

1) Del desarrollo de una autoestima psicoloí gica y afectiva fuerte. De este modo podraí enfrentar los conflictos explíícitos,
asíí como no temer las puniciones de todo tipo que pueda sufrir por no cumplir con lo que se pretendíía de eí l.
2) Del desarrollo de la capacidad de independencia y soledad. La no dependencia de otros de modo de crecer en
autonomíía, supone ademaí s del desarrollo de la autoestima, del desarrollo de la capacidad de vivir no angustiosamente
el hecho de resultar aislado o marginado en ciertos momentos o de ciertos aí mbitos.

b) Aprender a superar todo condicionamiento interior indebido. En el interior del ser humano tambieí n se desarrollan
diferentes tipos de elementos que pueden atentar contra la realizacioí n del mismo. Se trata de haí bitos, actitudes y
costumbres, que le dificultan o hasta le impiden mantener una decisioí n sostenida y actuante en el tiempo.La
constancia, la fidelidad al propio proyecto o a las propias convicciones, la perseverancia, auí n en los fracasos parciales,
el ser tesonero o aun testarudo en la persecucioí n de los propios ideales, no son espontaí neos ni sencillos para la
persona, sino que necesitan de educacioí n.En este sentido, podemos observar:

1) El desarrollo de la capacidad de distinguir lo que son limitaciones personales de lo que son condicionamientos
indebidos. No es faí cil diferenciarlos y con facilidad se cae en ambos extremos, inclusive, a veces, en forma simultaí nea.
Este discernimiento supone desarrollar la capacidad de autoconocimiento, de autocríítica, de aplicacioí n del “principio
sospecha” al propio marco ideoloí gico, etc..

2) El desarrollo del caraí cter, la autodisciplina, la fortaleza de aí nimo. No es suficiente con aprender a discernir los
condicionamientos interiores indebidos, sino que tambieí n se necesita trabajar para su modificacioí n. Para ello es
necesario potenciar la capacidad de reforzamiento interior de la persona mediante el desarrollo del caraí cter (que
permitiraí afirmarse en la propia identidad maí s allaí de los cambios que deba generar en síí mismo), la autodisciplina
(que le permitiraí ser consecuente y sistemaí tico en la autoconstruccioí n), y la fortaleza de aí nimo (que le permitiraí
enfrentar las peí rdidas de sentido parciales, las dificultades imprevistas, los aparentes retornos al punto de partida).

Como se ve, los contenidos eí ticos no se pretenden universales, pero síí el modo de estructurar la personalidad moral, de
modo de lograr seres humanos con conciencia moral autoí noma y, por ende, con capacidad de autenticidad y desarrollo
personal integral. A su vez, esto soí lo seraí posible como parte de un aprendizaje sobre la propia vida, que al interior de
la educacioí n formal no puede ser soslayado, y que implicaraí la definicioí n e implementacioí n de estrategias pedagoí gicas
consecuentes y continuas a lo largo de todo el ciclo educativo.

Espacio específico y transversalidad

La formacioí n de la estructura eí tica del sujeto no depende ni es abarcable totalmente por el sistema educativo formal,
aunque, no obstante, y sin dudas, le corresponde a eí ste un rol fundamental en dicho campo.
Hoy díía, al menos desde la percepcioí n subjetiva de sus protagonistas, en sociedades en las que otros instrumentos
como, por ejemplo, la familia u organizaciones intermedias van perdiendo gran parte de su capacidad de
estructuracioí n de las personas en campo eí tico, a la educacioí n formal se le reclama el tomar cuenta seriamente de sus
competencias en este campo.
Sin el desarrollo de acciones profundas, y pedagoí gicamente bien articuladas, el sistema de educacioí n formal no estaraí
en capacidad de dar respuesta adecuada a esta demanda social.

La estructuracioí n eí tica de los educandos, en contexto de pluralidad y con un objetivo claro en funcioí n de su desarrollo
autoí nomo, necesita de intervenciones pedagoí gicas no puntuales, sino globales, progresivas y concertadas.Para que se
deí realmente una construccioí n de referentes eí ticos objetivos, una capacidad de discernimiento y juicio de los conflictos
socio-morales, y un camino de autenticidad progresiva, seraí necesario de un trabajo conjunto en transversalidad.

Entre otros elementos, me interesa en este momento resaltar que esto implica la generacioí n de aulas docentes en
temas eí ticos, en las que fuese posible:
a) Construir conjuntamente guíías de valor, en orden a establecer pautas y criterios eí ticos que los propios protagonistas
entienden que deben encuadrar una actividad docente eí ticamente vaí lida.
b) Desarrollar experiencias pedagoí gicas y metodoloí gicas, que permitan a los docentes encarar los conflictos socio-
morales que se presentan en las situaciones de aula, con criterios y metodologíías coherentes con el conjunto de la
propuesta.
c) Contar con un espacio de discernimiento y juicio eí tico acerca de los conflictos sociomorales surgidos en situaciones
de aula, que por su generalidad o por su gravedad intríínseca, necesitan una objetivacioí n y una respuesta que va maí s
allaí que la que puede brindar un docente aislado.
d) Contar un espacio que permita la evaluacioí n seria del grado de desarrollo de la estructuracioí n eí tica del conjunto de
los educandos, asíí como de las principales carencias que deberíían ser encaradas.
e) Finalmente, y ya en un nivel muy ideal pero por eso no menos importante, contar con un espacio adulto de
autoformacioí n y crecimiento eí tico de los propios educadores en cuanto personas (8).

Ademaí s del trabajo en transversalidad, personalmente considero imprescindible que se cuente con un espacio
curricular especíífico para hacer posible una adecuada formacioí n de la estructura eí tica de los educandos. Este espacio
deberíía tener un caraí cter de taller, donde, de modo sistemaí tico y explíícito, se trabaje con los educandos algunos
aspectos del proceso de estructuracioí n de la personalidad eí tica que, por su propia esencia, desde un punto de vista
pedagoí gico, no pueden ser trabajados adecuadamente soí lo con las propuestas de transversalidad.

La democracia no es uí nicamente un sistema políítico, sino que es esencialmente un modo no impositivo de relacionarse
las personas y los grupos sociales. A nivel eí tico, entendemos que solamente podraí desarrollarse la democracia en la
medida en que las personas esteí n convencidas de ella y en la medida que cuenten con una personalidad y unas
habilidades que les permitan ser gestores reales de la misma (9).

Lo aquíí planteado es plenamente posible. Existen ya instrumentos probados y, sobre todo, existe la capacidad docente
para desarrollar otros maí s adecuados auí n. Soí lo es necesario superar la inercia que muchas veces aqueja a los sistemas
educativos y los temores a asumir temas que histoí ricamente han sido conflictivos, pero que es imprescindible encarar.
Considero que estamos en un momento histoí rico muy propicio para ello, y creo que es nuestra obligacioí n moral
encararlo.
Notas

(1) Al respecto Cfr. CORTINA, Adela. “El quehacer eí tico. Guíía para la educacioí n moral”. Ed. Santillana, Madrid. 1996.
(2) Para una perspectiva general del concepto manejado, ver: FRANÇA, O. - GALDONA, J. "Introduccioí n a la eí tica
(profesional)". Ed. Paulinas, Asuncioí n. 1997.
(3) Sobre el tema, es excelente el aporte realizado en: PUIG ROVIRA, J.M. “La construccioí n de la personalidad moral”.
Ed. Paidoí s, Barcelona. 1996. Tambieí n ver: DELVAL, J. - ENESCO, I. "Moral, desarrollo y educacioí n". Ed. Anaya, Madrid.
1994. TRAPERO, Maríía C. "Los valores en el clima de clase". Ed. Monteverde, Montevideo.1993.
(4) El teí rmino “educacioí n eí tica” hace referencia directa al aí rea de la EÉ tica de la Educacioí n que estudia el proceso de
conformacioí n de la personalidad eí tica del ser humano. En algunos casos se acostumbra utilizar el teí rmino “educacioí n
en valores” para designar esta aí rea, aunque por razones de claridad terminoloí gica preferimos el primero.
Estrictamente hablando, la “educacioí n en valores” hace referencia directa sea a un aspecto de la educacioí n eí tica (la
referida a los valores morales), sea a un meí todo especíífico que lleva ese nombre y que procura esencialmente el
desarrollo de haí bitos y actitudes conscientemente virtuosos.

(5) Cfr: GALDONA, Javier. "La eí tica y el sentido de la vida". En: Info DEIE, Nº 2 (1993). pp. 2-4.JIMENEZ ABAD, Andreí s.
"El sentido de la vida, ¿entra en el examen?". En: Revista Española de Pedagogía, Nº 198 (1994). pp. 247-256.
(6) Cfr. CORTINA, Adela. “La eí tica de la sociedad civil”. Ed. Anaya, Madrid. 1997.
(7) Para un desarrollo del concepto: FRANÇA, O. - GALDONA, J. o.c. p. 141.
(8) Es tambieí n interesante ver: CULLEN, Carlos. "La educacioí n de la conciencia moral: Aporíías de una profesioí n y
espacios para una eí tica". En: La Educación, Nº 108-110 (1991). pp. 85-100.
(9) Algunos aportes pedagoí gicos al respecto en: HOYOS VASQUEZ, Guillermo. "Etica comunicativa y educacioí n para la
democracia". En: Revista Iberoamericana de Educación, Nº 7 (1995). pp. 65-92. MARTINEZ MARTIN, Miquel. "La
educacioí n moral: una necesidad en las sociedades plurales y democraí ticas". En: Revista Iberoamericana de Educación,
Nº 7 (1995). pp. 13-40.

FORMACIOÉ N EÉ TICA Y CIUDADANA Y CONVIVENCIA ESCOLAR

Gustavo Schujman
Coordinador AÉ rea Formacioí n EÉ tica y Ciudadana
Ministerio de Educacioí n, Ciencia y Tecnologíía
Repuí blica Argentina

El presente trabajo intenta transmitir aspectos relevantes de una experiencia de formación muy valiosa. Durante los años
2000 y 2001 se llevó a cabo en nuestro país el Seminario Nacional de Fortalecimiento Profesional de Capacitadores.
Fue un dispositivo novedoso por el cual capacitadores de las distintas áreas curriculares de la Educación General Básica
(de 1º a 9º años) elegidos por los ministerios de educación provinciales tomaron un curso de dos años y, al mismo tiempo,
realizaron acciones de capacitación en escuelas de todo el país.
A esta capacitación se la llamó ‘capacitación centrada en la escuela’ pues intentó atender a problemas y demandas
concretas de las escuelas en sus contextos específicos.

Lo novedoso de este dispositivo consistió fundamentalmente en que no eran los docentes quienes se inscribían en un curso
para obtener un puntaje sino que era el capacitador quien se acercaba a las escuelas para ofrecer una capacitación
acorde con las necesidades de esos docentes y de esas instituciones.

Otra novedad fue que estos capacitadores (en su mayoría, egresados de Institutos de Formación Docente) recibieron
todos el mismo curso, consistente en cuatro periodos presenciales y cuatro no presenciales. En cada periodo presencial,
formadores de todo el país se reunían durante una semana (de lunes a viernes), planteaban sus inquietudes, conocían
otras realidades, buscaban mínimos comunes para el área curricular y recibían un curso dictado por los equipos de
especialistas curriculares del Ministerio de Educación de la Nación. Durante los periodos no presenciales los
capacitadores debían realizar una serie de actividades de formación y de lectura de textos. Cada uno de ellos, al finalizar
el curso, acreditó 280 horas de ‘fortalecimiento profesional’.

A las dificultades que debimos afrontar junto con los equipos de las demaí s aí reas curriculares (diversidad de
demandas de los capacitadores que a su vez respondíía a las demandas de las escuelas y de los docentes, diversidad de
disenñ os curriculares provinciales, praí cticas docentes muy instaladas y difííciles de ‘conmover’) se agregaron

algunas dificultades propias del aí rea de Formacioí n EÉ tica y Ciudadana.

Entre ellas, destacamos las siguientes:

Formacioí n EÉ tica y Ciudadana estaí presente en el discurso docente pero no estaí efectivamente instalada en las
escuelas.
Por supuesto, existe una serie de praí cticas que inevitablemente transmite un conjunto de valores pero no existe una
preparacioí n del docente (en contenidos, en estrategias didaí cticas) ni una sistematicidad de la tarea.
Tal vez, eí sta haya sido una de las razones por las cuales los capacitadores provinciales de Formacioí n EÉ tica y Ciudadana
fueron muy demandados por las escuelas.
Sin duda, las autoridades de las instituciones educativas reconocen la importancia de su implementacioí n y admiten la
necesidad de orientaciones para lograrlo.

Uno de los problemas destacados es el de la incongruencia entre el decir y el hacer de los docentes o entre lo que
intenta transmitir el docente y lo que transmite la institucioí n a traveí s de sus normas y de sus modos de impartir
‘justicia’.
La llamada ‘crisis de valores’ que se vive en la actualidad hace que los docentes (y los capacitadores) ‘bajen los brazos’
y se sientan con pocas fuerzas para educar en valores.
Esta crisis tiene, al menos, dos sentidos en boca de docentes y capacitadores.
Algunos se refieren a un debilitamiento de ciertos valores como la amistad, la familia, la solidaridad, y adjudican este
debilitamiento al auge del individualismo, del ‘saí lvese quien pueda’. Otros se refieren a la crisis institucional que vive
nuestro paíís, a la falta de justicia, a la desigual distribucioí n de la riqueza, al incumplimiento de derechos baí sicos como
el derecho a la salud o a una vivienda digna.

Frente a estas dificultades, fuimos generando dentro de nuestro equipo


respuestas provisorias que nos permitieron encauzar nuestra tarea y la de los capacitadores.

- En un contexto de crisis como el actual se hace difíícil, ciertamente, educar en eí tica, en derechos, en ciudadaníía. Si
bien puede admitirse que los tiempos actuales son especialmente dramaí ticos, es cierto tambieí n que siempre que se
habla de ‘educacioí n en valores’ o de ‘formacioí n eí tica y ciudadana’ aparece el problema de la crisis. Es que hablar de
valores es hablar de algo que no estaí presente de modo acabado en la realidad, es reconocer la falta, la ausencia. Es, en
suma, hablar de ideales.
Reconocer la crisis es advertir un desfasaje entre nuestros ideales y la realidad.

Abordar temaí ticas propias de la formacioí n eí tica y ciudadana es sostener un delicado equilibrio. En efecto, esta
formacioí n no puede ser equivalente a una transmisioí n de ideales abstractos, vacííos de contenido, desvinculados por
entero de la realidad que nos circunda. Pero tampoco puede reducirse a un anaí lisis y descripcioí n de lo que pasa.
La formacioí n eí tica y ciudadana no es puro idealismo ni pura sociologíía.
No puede quedarse soí lo en el plano prescriptivo ni tampoco soí lo en el plano descriptivo.
Tiene que poder jugar con estos dos planos.
Y esto puede lograrse si se concibe a los ideales como realizables soí lo en parte. Los ideales son, por definicioí n,
irrealizables (desde un punto de vista absoluto).

Pero no por eso son meras ficciones. Sirven para analizar la realidad y para ver la distancia entre esa realidad y esos
ideales. Sirven para desafiar a los hechos, para actuar en pos de un acercamiento progresivo al ideal planteado.
Quienes conciben a los ideales como plenamente realizables suelen caer en dos posturas igualmente reprochables: o
caen en la frustracioí n, en el pesimismo y en la inmovilidad al comprobar que no logran aquello que buscan, o
sostienen una especie de mesianismo seguí n el cual el ideal debe ser realizado a toda costa (‘caiga quien caiga’).
La posicioí n que consideramos correcta en el aí mbito de la formacioí n eí tica y ciudadana es la de concebir al ideal como
irrealizable pero como regulador, guíía y motor de nuestra accioí n.

- La posicioí n que adopta el docente frente a sus alumnos al emprender la tarea de educar en valores, en eí tica, en
ciudadaníía, es tal vez el punto central.
Hay una posicioí n que es muy perniciosa para esta tarea y, seguramente, para toda accioí n educativa. Es la posicioí n que
intenta ocupar ‘el lugar del saber’. Quien se pone en ese lugar obtura a los educandos, los vuelve dependientes y cierra
las puertas a la posibilidad de que sean ellos quienes desplieguen sus ideas, piensen por síí mismos, busquen acuerdos.

- La educacioí n en valores, en eí tica y en ciudadaníía es siempre una construccioí n colectiva y esta construccioí n soí lo se
puede dar si todos se consideran capaces.
Que es una construccioí n colectiva significa que el resultado es un producto de la relacioí n ‘entre’ las personas que
participan del proceso de ensenñ anza – aprendizaje, es algo que estaí ‘en medio de’ las personas, en la ‘trama’ de las
relaciones humanas.
Es el producto de un auteí ntico diaí logo, y cuando hay diaí logo la verdad no estaí en un ni en otro de los que participan
del diaí logo sino que estaí ‘entre’ ellos.
Quien educa en valores debe favorecer este proceso de construccioí n, debe crear las condiciones, animar a la accioí n, al
diaí logo, a la participacioí n, a la creacioí n.

- El problema de la incongruencia o la contradiccioí n entre el decir y el hacer cuando se trata de educar en ciertos
valores es maí s complejo de lo que generalmente se cree. No siempre la contradiccioí n aducida se da entre el discurso y
la accioí n.

Hay algo maí s que puede entrar en colisioí n con lo que decimos y hacemos: ese algo es la mirada.

Posiblemente, un docente hable del valor de la solidaridad y conjuntamente promueva acciones solidarias. Ahíí no
habríía contradiccioí n entre el decir y el hacer.
Pero ¿cuaí l es la mirada que hay detraí s de esas acciones solidarias? Es probable que esa mirada sea humillante, que esa
persona que promueve la solidaridad vea a aquellos destinatarios de esta accioí n como a seres inferiores incapaces de
valerse por síí mismos.
No hace falta que explicite esta forma de verlos pues, en la mayoríía de los casos, esta mirada es inconsciente.
La mirada puede desmentir nuestro discurso, aunque nuestra accioí n no parezca contradecirlo. Por eso, antes de ser
responsables de nuestro decir y de nuestro hacer somos responsables de nuestro mirar.

La formacioí n eí tica supone el reconocimiento de que todos somos seres libres.


Admitir que somos seres libres es admitir (entre otras cosas) que podemos cambiar, que podemos dar sorpresas, que
no estamos determinados en forma absoluta a ser de un uí nico modo. Si todos podemos cambiar todos nos debemos un
respeto baí sico.
Respetar al otro, desde esta perspectiva, equivale a no darlo por perdido.

Lamentablemente, en las instituciones educativas y en la docencia es frecuente que el educador deí por perdidas a
ciertas personas.
Esa mirada hacia el otro (en este caso, el alumno) hace imposible todo intento de formar en eí tica y en ciudadaníía.
El docente que mira al otro como a un ser determinado (y, en algunos casos, como a un ser perdido) estaí inhabilitado
para ejercer la tarea de formar eí ticamente a sus alumnos. Y es maí s, ese docente estaí inhabilitado para educar.
En efecto, la educacioí n se opone al fatalismo pues quien educa supone que puede lograr cambios en la realidad. Y
quien pretende formar en eí tica y en ciudadaníía necesariamente debe apostar por la libertad de todos y de cada uno.

Las etiquetas, los estereotipos (tanto positivos como negativos) van en contra de esta formacioí n. La mirada es el
problema.
El docente puede hablar de la libertad pero si mira al otro como un ser determinado y dice, por ejemplo, ‘este alumno
es excelente’, ‘este alumno es un desastre’, ‘con este no se puede hacer maí s nada’, contradice con su mirada todo lo que
estaí intentando transmitir.
Si habla de la no discriminacioí n pero ve estigmas en algunos de los que se encuentran en el curso, y no hace un
esfuerzo sincero por dejar de ver esos estigmas, entonces contradice con su mirada su propio discurso.

Somos responsables de nuestra mirada antes de ser responsables de nuestras acciones. Nuestra mirada estaí antes que
nuestras acciones. O estaí detraí s.
Nuestra accioí n supone necesariamente una mirada.
No puede haber auteí ntica formacioí n eí tica si se ve al otro como un ser absolutamente determinado y, en cierto aspecto,
perdido.
No puede haber formacioí n políítica si no se estaí dispuesto a escuchar al otro, tomarlo en cuenta. No puede haber
formacioí n en derechos y en tolerancia si se ven estigmas y no se es capaz de reconocer esa mirada estigmatizadora y
de hacer el esfuerzo por modificarla.

Durante nuestro curso fuimos advirtiendo y corroborando que la mirada de la institucioí n y de los docentes hacia los
alumnos es clave en la determinacioí n del eí xito o el fracaso de los objetivos vinculados con la formacioí n eí tica y
ciudadana.

Entre esos objetivos se encuentran los relacionados con la convivencia: que los alumnos adopten actitudes
colaborativas y solidarias, que sean capaces de ponerse en el lugar del otro, que valoren el diaí logo y el trabajo en
equipo, que reconozcan y valoren las diferencias legíítimas que existen en el grupo.

Por supuesto, se espera que los alumnos rechacen aquellas ideas y actitudes que representan contra-valores: la
discriminacioí n, la xenofobia, la intolerancia, el ejercicio de la violencia para imponer las propias ideas, la falta de
respeto por las reglas de juego democraí ticas que permiten llegar a acuerdos considerando la pluralidad de posiciones.
No puede decirse que en las escuelas no se aborde, por ejemplo, el problema de la discriminacioí n.

Difíícilmente, encontremos una institucioí n educativa en la que este problema no se trabaje en cada grupo y a traveí s de
diversas estrategias.
Tampoco puede afirmarse que en las escuelas no se intente transmitir el valor de la solidaridad. Incluso puede
advertirse que la solidaridad es uno de los valores maí s nombrados en los proyectos institucionales y no son pocas las
acciones solidarias que se realizan desde las escuelas.

No es la ausencia de estos temas sino la superficialidad de su tratamiento lo que resulta preocupante.

Con respecto a la discriminacioí n nos limitamos, en general, a esbozar un discurso correcto pero no profundizamos
sobre el problema, analizando sus causas. Y sobre todo, no nos permitimos, docentes y alumnos, un sinceramiento de
nuestros sentimientos.
Todos aceptamos la existencia del fenoí meno pero ninguno de nosotros se considera parte del mismo. A lo sumo,
podemos aceptar ser vííctimas de la discriminacioí n, nunca causantes o agentes o responsables de actos
discriminatorios.
Y la realidad es bien distinta.
Todos tenemos por momentos hacia determinadas personas, en ciertos contextos, una mirada discriminatoria y
humillante. Y soí lo se puede lograr algo en la escuela si se comienza por aceptar esta realidad y la ardua tarea que
tenemos que realizar para revertirla.

Con respecto a la solidaridad, todos suponemos que la accioí n solidaria es una accioí n moralmente positiva, pero no nos
preguntamos acerca de cuaí l es nuestra mirada hacia aquellas personas o grupos a quienes va dirigida esa accioí n.
Si reflexionaí ramos sobre este punto, reconocerííamos que en ocasiones una accioí n solidaria puede estar guiada por
una mirada estigmatizadora y que su valor moral puede ser sensiblemente menor al valor que pretendemos darle.
El filoí sofo Avishai Margalit en su libro La sociedad decente senñ ala que existen diferentes maneras de tratar a los
humanos como si fuesen no humanos o menos que humanos: tratarlos como maí quinas, como objetos, como animales,
como infrahumanos (lo que incluye tratar a los adultos como ninñ os). Pero

¿Queí significa ver al otro como humano? ¿Queí significa percibir el aspecto humano en un ser humano?
Margalit afirma, inspiraí ndose en Wittgenstein, que ver a un ser humano como humano “es ver un cuerpo que expresa
un alma”. Esto significa ver sus expresiones en teí rminos humanos.
Asíí, cuando vemos un rostro humano no nos fijamos al principio en sus detalles fíísicos (curvatura de los labios,
fruncimiento del cenñ o) sino que vemos directamente e involuntariamente lo que este rostro expresa (preocupacioí n,
tristeza, felicidad). Vemos la tristeza en el mismo momento en que vemos la curvatura de los labios.

Esta visioí n no es el resultado de una deduccioí n a partir de ciertos datos fíísicos. Por eso, esa visioí n es directa.
Y ver la tristeza o la preocupacioí n, es decir, el aspecto humano de un ser humano, no es un acto voluntario, no es un
acto de eleccioí n o decisioí n.

Entonces, ¿Queí significa percibir a los humanos como no humanos? O mejor dicho, ¿Queí significa no ver el aspecto
humano del otro?
La ceguera al aspecto humano del otro equivale a ver soí lo aquello que puede describirse en teí rminos de color y forma.
Lo que ve alguien ciego a lo humano es una descripcioí n fíísica: el otro es negro, es gordo, se viste con una tuí nica,
etceí tera. Seguí n Margalit, ser ciego a lo humano tampoco es fruto de ninguna eleccioí n.

No es algo excepcional que veamos a otras personas como a seres inferiores a nosotros.
Ver a las otras personas como inferiores o como menos que humanas implica estigmatizarlas. Esto es, ver en ellas
anomalíías fíísicas como un sííntoma o un defecto de su humanidad.
Esta anomalíía puede estar en su cuerpo o en algunas prendas de vestir. Tambieí n el olor del sudor o el olor de las
comidas pueden servir como signos estigmatizadores.

“Los estigmas, escribe Margalit, actuí an como signos de Caíín sobre la misma humanidad de las personas. Quienes
soportan un estigma aparecen en su entorno como portadores de una etiqueta que les hace parecer menos humanos.
Aunque otros los sigan viendo como humanos, son humanos estigmatizados. /.../ Los estigmatizados son vistos como
seres humanos, si bien gravemente imperfectos. Es decir infrahumanos. El estigma denota una grave desviacioí n del
estereotipo de la ‘apariencia normal’ de un ser humano.” (paí g. 91)

Senñ ales como el color del pelo, la tez, o la ropa desempenñ an, a su vez, un papel muy importante en la identidad de las
personas y en su identificacioí n con los grupos. Por eso, no es raro que a menudo la humillacioí n se centre en el ataque
a caracteríísticas corporales y a la indumentaria, puesto que ello implica atacar importantes componentes de la
identidad de la propia personalidad.Y es que ver a una persona como a un ser inferior no es algo voluntario.

Hay en esa visioí n una historia. Lo que vemos estaí condicionado por aquello que esperamos ver. Y esa expectativa se va
conformando desde nuestra ninñ ez. Hay personas que no ven estigmas y otras que los ven. En principio, ninguna de
ellas controla su percepcioí n. Son personas que han recibido distintas influencias de la sociedad, de sus padres, de las
escuelas.
El haí bito de ver determinados aspectos de los otros estaí conformado por la cultura y por la historia. Por eso, muchas
acciones que se realizan en las escuelas para intentar revertir esta mirada son claramente insuficientes.

Pronunciar discursos contra la discriminacioí n y hacer que los alumnos escriban carteles o murales expresando su
rechazo a toda forma de discriminacioí n, son acciones adecuadas pero que necesitan ser complementadas con un
examen críítico y profundo sobre nuestra mirada hacia los demaí s.

Cuando vemos que un palo sumergido en el agua parece quebrado no damos creí dito a lo que vemos porque sabemos
que es una ilusioí n oí ptica o un espejismo visual. Y por maí s que sepamos que el palo no estaí quebrado, igualmente lo
seguiremos viendo como si lo estuviera. En este caso, no hay forma de modificar nuestra visioí n.

Ver a los humanos como si fueran infrahumanos no es un enganñ o perceptivo como el de ver el palo quebrado en el
agua. Aquíí podemos cambiar nuestra percepcioí n aunque de manera indirecta. Para eso, es necesario reconocer
nuestra mirada estigmatizadora y desocultar sus oríígenes. Racionalmente, sabemos que lo que vemos es tambieí n una
ilusioí n.
En este caso, es una ilusioí n perceptiva construida por nuestra historia, por nuestra educacioí n. Pero es una ilusioí n que
se puede revertir, no dando creí dito a lo que vemos e intentando no ver al otro como infrahumano.

Que la visioí n estigmatizadora sea, en principio, involuntaria, no nos exime de nuestra responsabilidad. Somos
responsables de nuestros modos de mirar a los otros y soí lo un gran esfuerzo de nuestra voluntad podraí lograr una
visioí n a-estigmaí tica.

Por tal razoí n, nuestro Curso de Fortalecimiento Profesional de Capacitadores fue girando en torno al problema de
nuestra mirada hacia nuestros pares, hacia nuestros alumnos, hacia los ninñ os en general.

Lo hicimos presentando casos, historias de vida, dilemas morales, y reflexionando sobre la concepcioí n de la infancia
que propone la Convencioí n Internacional sobre los Derechos de los Ninñ os.
Como resultado de esta tarea, los propios capacitadores fueron generando interesantes propuestas para presentar a
sus capacitandos y para que los propios maestros y profesores elaboren estrategias didaí cticas dirigidas a sus alumnos.

Este curso contó con la presencia y colaboración de los siguientes especialistas invitados: Isabelino Siede (Coordinador del
área de Formación Ética y Ciudadana de la Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires), Mary
Beloff (Especialista en Derechos de los Niños y la Juventud, Universidad de Buenos Aires), María Rosa Buxarrais
(Directora del Programa de Educación en Valores, Universidad de Barcelona), Miquel Martínez (Catedrático de
Pedagogía, Universidad de Barcelona).

MORAL Y RELIGIÓN: DE LA MORAL RELIGIOSA


A LA VISIÓN RELIGIOSA DE LA MORAL

TORRES QUEIRUGA, ANDREÉ S.


Prof. de Fil. de la relig. en la Univ. de Santiago de Compostela. Entre sus obras recientes: Recuperar la creación. Por una
religión humanizadora (1997); Del terror de Isaac al Abbá de Jesús (2000); Fin delcristianismo premoderno (2000).

La moral y la religioí n aparecen siempre unidas y en conflicto en la historia humana. La unioí n tiende a la confusioí n en
las eí pocas maí s pacííficas y al dominio de una sobre la otra en tiempos de crisis. Hubo etapas en que la religioí n absorbioí
a la moral convirtieí ndola en una simple manifestacioí n suya, sometida a sus dictados.

En otras, la moral tiende a erigirse en senñ ora absoluta, siendo la religioí n una consecuencia o un puro resto histoí rico. J.
A. Marina, habla de “hijo parricida”, sosteniendo la tesis de que la moral, nacida dentro de la religioí n, hoy se ha
convertido en el criterio de su validez y legitimidad, con tendencia a sustituirla en las mentalidades maduras e
ilustradas.
Pretender solucionar este grave problema con la simple vuelta al pasado seríía religiosamente suicida; y darlo por
resuelto con la descalificacioí n draí stica de lo religioso, puede resultar humanamente devastador.
Subyace una honda crisis histoí rica que es preciso comprender y asimilar si queremos reconstruir una relacioí n
correcta.

LA SÍNTESIS ESPONTÁNEA

Desde el punto de vista histoí rico, es praí cticamente unaí nime la conviccioí n de que las diversas normas eí ticas o morales
de la humanidad nacieron en el seno de las religiones. EÉ stas constituyeron los “contextos de descubrimiento”, donde se
afinoí la sensibilidad para encontrar las normas morales que asíí aparecíían fundadas en el aí mbito de lo sagrado y
sancionadas por eí l.
En las religiones (maí s) naturalistas era el orden coí smico, como manifestacioí n del trasfondo divino, el que marcaba las
pautas de la conducta correcta.En las (maí s) profeí ticas estas pautas se viven como originadas y sancionadas
directamente por Dios o por los dioses, interpretaí ndose como “mandamientos” divinos.

En todas, las normas son traducciones de esa intencioí n global, y varíían seguí n los contextos culturales, sociales e
histoí ricos. A veces pueden parecer contradictorias entre síí e incluso provocar aberraciones. Pero, a pesar de todo, esas
morales “religiosas” constituyeron la Gran escuela de la educacioí n humana.

RUPTURA DE LA SÍNTESIS
Heteronomía

La cultura tiende a la diferenciacioí n.


La moral se fue concienciando de su racionalidadespecíífica y se fue preguntando por los motivos intríínsecos que
hacíían correctas unas normas e incorrectas otras. En la vida individual sucede algo parecido: el ninñ o empieza
aceptando las oí rdenes y orientaciones de sus padres, pero llega un momento en que precisa preguntarse por queí le
mandan esto y le prohííben aquello.

En la cultura occidental este problema aparece desde antiguo.


El Eutrifoí n platoí nico ya se pregunta si las cosas son buenas -religiosa o moralmente- porque Dios las quiere o las
quiere porque son buenas.
Tomaí s de Aquino optaraí por la primera alternativa. Factores muy importantes oscurecieron esa conviccioí n en la
conciencia cristiana, creando en la praí ctica, en la predicacioí n y en la mentalidad espontaí nea la idea de que hay que
cumplir las normas porque Dios, y, en su nombre, la Iglesia, lo manda.

Ante todo estaba la lectura literal de la Biblia, con la impresioí n ingenua de que Dios dictoí los mandamientos, sin
percatarse de que eran descubrimientos de la conciencia moral, que luego se interpretaban con razoí n como queridos
por Dios. Influyoí tambieí n la difusioí n de la mentalidad nominalista, que afirmaba que las normas son buenas porque
Dios las quiere.

En la praí ctica, en occidente la historia colocoí a la Iglesia como una instancia determinante en el mundo cultural con
gran poder en la normativa moral y socio-políítica. Eso ayudoí a sacar a Europa del caos provocado por la disolucioí n del
imperio y las invasiones baí rbaras.
Pero resultoí fatal cuando, a partir del Renacimiento, las nuevas circunstancias postulaban una renovacioí n objetiva de
muchas normas y un avance subjetivo en el uso de la libertad.

La resistencia institucional al cambio hizo que en la conciencia occidental la moral eclesiaí stica fuese percibida como
una imposicioí n: se hacíía o se dejaba de hacer porque la Iglesia lo mandaba o lo prohibíía.Las guerras de religioí n en
Europa y el auge del iusnaturalismo (que sostiene la opinioí n de que las normas seríían vaí lidas “aunque Dios no
existiese”), agudizaron la contradiccioí n. Cuando Kant describe como heteroí noma toda norma que viene de una
autoridad externa al sujeto, no hace maí s que gran escuela de la educacioí n humana.

La reacción popular: autonomía

“La autonomía de la voluntad es el único principio de todas la leyes morales, así como de los deberes que se ajustan a
ellas; en cambio, toda heteronomía del albedrío se opone al principio de dicha obligación y a la moralidad de la voluntad ”.

En estas palabras, Kant retoma la intuicioí n que expresoí Pico della Mirandola como signo especíífico de “dignidad
humana”, cuando Dios le dijo a Adaí n: “No te fijes ni en lo celeste ni en lo terrestre, tampoco en lo mortal ni inmortal, para
que así, como libre escultor y plasmador de ti mismo, te puedas dar la forma que más te agrade”.

Hegel lo confirma, afirmando que la realizacioí n de la libertad constituye el fin de la historia universal.Se trataba aquíí
de un punto sin retorno en la percepcioí n de la moralidad y supone, todavíía hoy, un desafíío enorme. Asumir eso con
todas las consecuencias exige repensar las relaciones entre religioí n y moral.
Y, como en toda ruptura críítica, la tentacioí n es acudir a posiciones extremas.Institucionalmente, la tentacioí n de volver
atraí s nace de la sensacioí n de que reconocer la autonomíía de la moral implica una disminucioí n de la autoridad de la
iglesia y el abandono de toda pretensioí n de control exclusivo de la conciencia moral. Para la reaccioí n progresista la
tentacioí n consiste en absolutizar la autonomíía, pensando que soí lo la puede mantener con la negacioí n de la existencia
de Dios.Entre ambos extremos resulta posible una mediacioí n.

La teonomía como mediación

El Vaticano II reconocioí la legitimidad de la autonomíía de lo creado. Sabe que puede ser falsificada desconectaí ndola de
toda referencia a Dios (GS 36), pero no se va al extremo opuesto, sino que afirma el camino de la justa mediacioí n.

En el mundo de las ciencias, esta evidencia se impuso con fuerza, y constituye ya un bien comuí n en la conciencia
eclesial. En el aí mbito eí tico la aplicacioí n concreta resulta maí s delicada. Estructuralmente, el problema es ideí ntico: el
concilio habla de las “leyes y valores” tanto de las “cosas creadas” como de la “sociedad misma”.Ya mucho antes, Pablo
habloí a su modo de una autonomíía de la conciencia moral (cf. Rm 2,14).

Ahíí resuena la idea de la filosofíía estoico-heleníística del vivir eí tico como un “vivir conforme a la naturaleza” o
“conforme a la razoí n”, sin desvincular a la moral de su referencia a lo divino.Hoy esto todavíía resulta maí s claro.

Histoí ricamente, el descubrimiento de la autonomíía tiene hondas raííces en la conciencia bííblica de la creacioí n. Al
“desdivinizar” toda realidad que no sea Dios, abrioí la posibilidad de examinarla y tratarla por síí misma conforme a sus
leyes intríínsecas.Cristoloí gicamente, se hizo evidente que la relacioí n creatural refuerza la autonomíía dada: Cristo es
“tanto maí s divino, cuanto maí s humano”. Teoloí gicamente, ya Schelling y Kierkegaard vieron que la realidad creada
cuanto maí s se fundamenta en Dios, maí s se afirma en síí misma.

La idea de creacioí n por amor permite comprender todo esto de manera maí s intuitiva.
Si Dios crea desde la infinita gratuidad, no lo hace ni para “su gloria” ni para que “le sirvamos”, sino por nuestro bien y
nuestra realizacioí n.Cumplir su proyecto creador es realizar nuestro ser, y a la inversa. La teologíía actual expresa esto
hablando de teonomíía, es decir, hablando de “la razoí n autoí noma unida a su propia profundidad”. (Paul Tillich)

Creando desde la libre gratuidad de su amor, Dios funda y sostiene la libertad sin sustituirla; crea para que la criatura
se realice a síí misma. La llamada divina que, de entrada, pudo parecer una imposicioí n (heteronomíía), aparece como
tarea insustituible de la propia persona, invitada a realizarse, optando y decidiendo por síí misma (autonomíía), para
acabar reconociendo su accioí n como ideí ntica al impulso amoroso y creador de Dios (teonomíía).

NO MORAL “CRISTIANA”,
SINO VISIÓN Y VIVENCIA CRISTIANA DE LA MORAL

Tomar en serio la creacioí n es reconocer que la criatura estaí entregada a síí misma, realizando las propias
potencialidades. En la naturaleza eso sucede espontaí neamente. En la persona humana la realizacioí n tiene que ser
buscada libremente a traveí s de la Inteligencia y de la opcioí n de la voluntad.
Auscultando los dinamismos de su ser maí s auteí ntico y analizando las relaciones con su entorno, va descubriendo los
caminos de su verdadera realizacioí n, de su posible “felicidad” (eudaimoníía), lo que en los tratados eí ticos y morales
acostumbra a llamarse su “vida buena”.

Esos caminos estaí n inscritos en el propio ser y en las propias relaciones.


Algunos parecen evidentes como manifestacioí n espontaí nea del dinamismo moral, como no matar, no robar…
Otros exigen un esfuerzo consciente de dilucidacioí n para distinguir lo auteí ntico de lo espurio (pieí nsese en el largo
camino para llegar a los derechos humanos).

En realidad, dado que la persona es una esencia abierta, siempre en construccioí n, se trata de una tarea inacabable.
Los caminos no estaí n auí n trazados: es preciso el tanteo, y resulta inevitable la aventura, el esfuerzo creativo. No
siempre se puede pretender la seguridad ni esperar unanimidad (pieí nsese en los problemas que plantea la geneí tica
con sus posibilidades de curacioí n y sus peligros de manipulacioí n).
Pero siempre se trata de una tarea humana: encontrar aquellas pautas de conducta que llevan a una vida maí s
auteí ntica y a una convivencia maí s humanizadora.

Sucede en las sociedades y en las religiones, tambieí n en la religioí n bííblica.


A Moiseí s no le fueron escritos milagrosamente los “mandamientos” en dos tablas de piedra, sino que, discurriendo,
dialogando con los suyos y aprendiendo del entorno, fue descubriendo aquellas pautas de conducta que le parecíían
mejores para el bien de su pueblo.
Despueí s, como persona religiosa que era y comprendiendo con toda la razoí n que, en la justa medida en que eran
buenos, eran tambieí n queridos por Dios, fueron propuestos al pueblo como salidos de la propia boca divina.
Situaí ndonos en el descubrimiento de las normas, eí ste es el planteamiento de quienes, tambieí n desde la teologíía,
sostienen la autonomíía de la moral, a saber, que las normas concretas son un encuentro desde dentro, desde la
realidad humana y con medios humanos.
En esta buí squeda no se trata de un asunto religioso, sino de un asunto humano. En principio no tiene por queí haber
diferencia entre una eí tica o moral atea y una religiosa.
De hecho, siempre hay diferencias, pero la divisioí n nace de la dificultad propia de la exploracioí n moral y no tiene por
queí ser definida religiosamente: hay diferencias entre religiosos y ateos, entre los mismos ateos o entre religiosos.

Ahora bien, hay moralistas que siguen afirmando una especificidad de la eí tica cristiana (con algunos contenidos soí lo
alcanzables por “revelacioí n”). Cuando no obedece a una insuficiente distincioí n de planos, se trata de una resistencia
residual: la misma que llevoí a oponerse durante siglos al reconocimiento de la autonomíía de las ciencias respecto a la
revelacioí n bííblica.
Lo que la Biblia pretende es hablar de religioí n: carece de sentido hablar de “fíísica cristiana” o de “medicina catoí lica”.
Aunque la cuestioí n sea maí s delicada, llega el momento de afirmar con ideí ntico derecho que la Biblia tampoco quiere
hablar de moral, sino de religioí n. Por eso el tíítulo de este apartado no habla de “moral cristiana”.

La teonomíía, al incluir la palabra “Dios” (theoí s), califica esa autonomíía, no para negarla, sino para evitar la ruptura de
su relacioí n con lo divino en una perspectiva distinta. Relacioí n obvia para el creyente que, como criatura, sabe que
tanto su ser como su esfuerzo en la buí squeda le vienen de Dios.
Interpretado esto como imposicioí n, lleva a la heteronomíía e interpretado como don gratuito y llamada amorosa, no
soí lo no disminuye su autonomíía, sino que la afirma.
Cuanto maí s se abre la criatura a la accioí n creadora, maí s es en síí misma y maí s se potencia su libertad.

El obrar eí tico se sabe sostenido y acompanñ ado por una Presencia que, estando en su origen, lo apoya en su camino y lo
aguarda en su final. Exactamente al reveí s de lo que demasiadas veces se piensa –¡y se ensenñ a y se predica!–.
La vivencia puede ser distinta, pues el creyente, consciente de la companñ íía divina –que es para todos–, tiene la suerte
de vivirla de una manera distinta, “agraciada”.

El hombre, desde la fe, se siente como un hijo amado que, incluso cuando se desvíía y pierde, siempre puede conservar
la esperanza de un Padre que le espera con los brazos abiertos. Paul Ricoeur hablaba de “la carga de la eí tica y del
consuelo de la religioí n”.Lo que debe caracterizar al creyente no es tener una moral distinta, sino un modo distinto de
vivir la moral.

La relación estructural entre moral y religión

Reconocer la autonomíía de la moral no significa una substitucioí n: donde antes estaba la religioí n debe ahora ponerse
la moral.La moral no es el “hijo parricida” de su progenitora histoí rica, sino que estamos ante la legíítima emancipacioí n
de una hija llegada a la madurez.
En el proceso normal de la vida, esta emancipacioí n significa el establecimiento de una nueva relacioí n.
En nuestro caso, a la religioí n se le pide una cura asceí tica, que, sin abandonar el amor, renuncie a una suí per-tutela que
ya no es precisa; y a la moral, una superacioí n del entusiasmo adolescente que, sin renunciar a la justa autonomíía, sepa
reconocer líímites y agradecer apoyos.

El rol actual de la religioí n es el de animar a ser morales, dejando para la reflexioí n autoí noma el ir descubriendo coí mo
serlo.Eso es una gracia. Igual que en sus relaciones con la ciencia –la Biblia no habla de astronomíía ni de biologíía- y
con la políítica -separacioí n de la iglesia del estado-, ahora se le presenta a la religioí n la oportunidad de concentrarse en
su rol propio y especíífico.
La religioí n, poniendo al descubierto la profundidad infinita de la persona por su origen y destino en Dios, permite
comprender el valor incondicional de la moral, que en muchas ocasiones lleva a sacrificar no soí lo la propia comodidad,
sino incluso la propia vida. Algo que no resulta faí cil de explicar sin un fundamento trascendente.

Este fundamento trascendente ayuda a mantener clara la distincioí n entre moralidad, moralismo y relativismo.
La antropologíía cultural muestra que las normas varíían seguí n culturas, hasta el punto de llevar a muchos al
relativismo moral.
La historia demuestra que las religiones tienden a sacralizar sus normas con el riesgo de caer en un moralismo que
oprime y deforma el espacio abierto y libre de la trascendencia religiosa.
La teonomíía enfatiza el punto justo: la moralidad, la decisioí n incondicional de querer ser auteí nticamente morales,
aunque no siempre acertemos.

LA RELACIÓN INSTITUCIONAL: IGLESIA Y MORAL

El reconocimiento de la autonomíía de la normas exige a la Iglesia renunciar a ser la definidora, guardiana y


sancionadora de las mismas. Sigue en pie su vocacioí n especíífica de proclamar la buena noticia de la llamada y del
apoyo divino a la moralidad.
En cuanto a la definicioí n de las normas concretas, debe aceptar que esa funcioí n es humana con consecuencias
contrapuestas.

En positivo: como tarea humana, la Iglesia no queda excluida de esa funcioí n. Esto permite disipar un fuerte
malentendido: el pretender recluir a la Iglesia en el aí mbito meramente privado, “encerrarla en la sacristíía”.
Tal pretensioí n de excluir a la Iglesia es injusta cuando eí sta se situí a en el terreno de la moralidad, es decir, cuando
llama y anima a guiarse por principios morales, y no por instintos egoíístas o por intereses de partido, y cuando
interviene en el diaí logo con argumentos propiamente morales.
EÉ stos no pueden ser descalificados sin maí s “porque vienen de la Iglesia”, sino que merecen ser discutidos y sopesados
con igual respeto a los propuestos por cualquier instancia seria y responsable.

En negativo: lo que se pide, es un cambio en el modo de hablar. La Iglesia tiene que argumentar con razones
propiamente morales, sometidas a discusioí n puí blica, tan vaí lidas como vaí lidos sean los argumentos en que se apoye.
Un cambio que exige un esfuerzo de conversioí n, que deslegitima toda tentacioí n de autoritarismo. La Iglesia tiene la
oportunidad de hacerse de nuevo “eí ticamente habitable”.

Reconociendo la autonomíía de las normas y renunciando al dominio sobre ellas, la Iglesia deja que la obligacioí n de
cumplirlas aparezca con claridad a partir de su caraí cter de tarea humana. No como una imposicioí n divina, sino como
una exigencia intríínseca de la libertad finita, que afecta por igual a creyentes y a ateos.
Se acaba asíí con un moralismo que llevoí al terrible malentendido de ver a la religioí n –y a Dios– oprimiendo la
existencia con prohibiciones y mandamientos heteroí nomos, como si fuesen impuestos arbitrariamente desde fuera y
se opusiesen a la verdadera realizacioí n humana.

Asíí se explicita el verdadero sentido del mensaje religioso en este campo. Si hay algo profundamente deformado en la
predicacioí n eclesiaí stica, es la sensacioí n de que, en sus orientaciones, la Iglesia estaí buscando una conveniencia propia
o defendiendo unossupuestos “derechos” o “intereses” de Dios.
Cuando se habla del pecado, la impresioí n es que se estaí defendiendo a Dios de un danñ o que se le hace a EÉ l, y no de su
preocupacioí n por el danñ o que nos hacemos a nosotros mismos.
Tomaí s de Aquino dijo que “a Dios no lo ofendemos por ninguí n otro motivo que no sea por actuar contra nuestro
propio bien”.
No quiero decir que esa deformacioí n obedezca a la intencioí n consciente de la predicacioí n, pero un mensaje no consta
soí lo de su emisioí n por parte del hablante, sino tambieí n de su recepcioí n por parte del que escucha. No tenerlo en
cuenta puede ser catastroí fico. Pensemos en la gran cantidad de personas que por malentendidos en este campo
abandonaron o siguen abandonando la fe.

LA VIVENCIA CREYENTE DE LA MORAL

Una vivencia creyente no puede descuidar hoy el momento de autonomíía. Ya no resulta posible aceptar una norma
simplemente “porque lo manda la santa madre iglesia”.
El adulto precisa saber el por queí de la norma y seguirla porque estaí convencido de que es buena, humanizadora. Un
hombre o una mujer adultos obran moralmente mal, si, convencidos de que una norma es incorrecta, la siguen a pesar
de todo, “porque asíí estaí mandado”.
Esto estaba implíícito en la teoríía tradicional de la conciencia como norma uí ltima de la decisioí n moral, hasta el punto
de que Tomas de Aquino llega a afirmar que pecaríía cuando adorase a Cristo pensando que no es Dios.

Esto permite aclarar un aspecto que pudo haber quedado oscuro en los apartados anteriores.
Decir que la Biblia no habla de moral o que a la Iglesia no le compete dar normas morales es una afirmacioí n de
principio. En la Biblia aparecen una gran cantidad de normas, y la Iglesia no puede quedar muda ante los problemas
concretos.
Muchas de las pautas fundamentales, una vez descubiertas, resultan evidentes, y es normal que tanto la Biblia como la
Iglesia las asuman y proclamen.

La cuestioí n es que la propuesta, siendo legíítima como ayuda en el “descubrimiento”, no debe darse sin maí s como
vaí lida para la “fundamentacioí n”.
La propuesta tiene que ser “mayeí utica”, debe servir para que el receptor acabe viendo por síí mismo la razoí n de lo que
se le propone. De ordinario, en esos casos fundamentales la misma proclamacioí n explíícita hace evidente esta razoí n.
En otros, la proclamacioí n puede ser el paso necesario para que el individuo las descubra.
En determinadas ocasiones, puede ser razonable fiarse de la competencia de quien propone.
En este sentido, la Iglesia, si sabe mostrarse receptiva a lo nuevo y sensible a las llamadas de la historia, tiene tambieí n
derecho a esperar que su larga experiencia se convierta en un aval de credibilidad.

Pero es la valencia teoí noma la que debe hacerse oíír con maí s intensidad en la vivencia individual. Viviendo el esfuerzo
moral como continuacioí n de la accioí n creadora, el creyente comprende que su dureza no es una imposicioí n o un
capricho divino, sino que naceinevitablemente de la condicioí n finita de la libertad.
Comprende tambieí n que su esfuerzo estaí sustentado y rodeado por un Amor que “sabe de queí barro estamos hechos”
y que no busca otra cosa que animar en la realizacioí n y alentar en la caíída.

Comprenderlo lleva a eliminar de raííz el esquema infantil –e infantilizante– de obrar bien por el premio y de evitar el
mal por miedo al castigo. La auteí ntica vivencia creyente se experimenta en sintoníía con la aspiracioí n maí s ííntima del
propio ser, sustentada por la gracia de un Dios que impulsa sin forzar y animada por una mirada que comprende sin
condenar.

Para lo segundo hace falta eliminar las monstruosas doctrinas que angustiaron -y angustian- a tantos cristianos y que
llevaron a Nietzsche y a Sartre a rebelarse contra una mirada “impuí dica” que los clavaríía como insectos contra la
propia culpabilidad.
¡Queí diferencia la visioí n auteí ntica de un san Juan de la Cruz, que repite incansablemente que “el mirar de Dios es
amar”!

Y para lo primero –para experimentar la religioí n como gracia es preciso superar el espííritu de esclavos, viviendo como
hijas e hijos guiados no por la ley sino por el amor; que conforme a la dialeí ctica paulina de indicativo imperativo, no se
les pide para su bien maí s que acoger aquello que previamente se les regala: “si vivimos seguí n el Espííritu, obremos
tambieí n seguí n el Espííritu” (Gaí l 5,25).

Es la ley sin ley del amor, que hizo exclamar a san Agustíín: “ama y haz lo que quieres”. Noí tese: “lo que quieres” (dilige
et quod vis fac), no “lo que quieras” o “lo que querríías”; es decir, sigue la llamada real y actual de tu ser maí s auteí ntico y
profundo, que consiste en amar, pues por amor y para el amor fuiste creado.

Y san Juan de la Cruz supo decir lo fundamental. En la Subida al Monte Carmelo, con el realismo de quien no ignora la
dureza de la subida, acaba afirmando: “Ya por aquíí no hay camino, porque para el justo no hay ley: eí l para síí se es
ley”.La teonomíía no teme proclamarse como una autonomíía tan radical que no tiene nada que envidiar a las maí s
osadas afirmaciones kantianas.

VIGIL, JOSEÉ M. Claretiano. Estudios de teologíía en Salamanca y Roma y de psicologííaen Madrid y Managua. Profesor de
teologíía en la Univ. Pont. de Salamanca y en laUCA (Nicaragua). Entre sus publicaciones: Espiritualidad de la liberacioí n
y Aunquees de noche: hipoí tesis piscoteoloí gicas sobre la hora espiritual de Ameí rica Latina en los90. Apartado 9192;
Zona 6 Betania; Ciudad de Panamaí (Repuí blica de Panamaí )

WEIGL, NORBERT. Diplomado en teologíía por la Julius-Maximilians-Univ. (Wuü rzburg).Estudios de germaníística e


historia. Desde mayo de 2004, colaborador cientííficoen la caí tedra de liturgia de la Fac. de teol. de la Julius-Maximilians
Univ.Bayerische Julius-Maximilians-Universitaü t; katholisch-theologische Fakultaü t;Lehrstuhl fuü r Liturgiewissenschaft; z.
H. Norbert Weigl Sanderring 2; 97070Wuü rzburg (Alemania)

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