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Muerte con Cristo y Vida de Resurrección

Colosenses 2:20-3:2

ACERQUÉMONOS
Hebreos 10:22

CONTEXTO

El estudio de hoy está basado en un solo versículo, pero es un versículo que representa
casi el clímax de lo que el autor de Hebreos intenta transmitirnos en esta epístola.

Para ponernos un poco en el contexto del mensaje de Hebreos diremos que el autor nos
ha estado hablando de la perfección del sacrificio y del sacerdocio del Señor Jesucristo,
perfección que se manifiesta en nosotros por cuanto “hemos sido hechos perfectos para
siempre”. Perfección que permite nuestra entrada en la misma presencia de Dios. Ya
hora nos va a invitar a que entremos.

Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre
de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de
su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con
corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala
conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura (Hebreos 10:19-22)

Jesucristo ha logrado, por su sacrificio en la Cruz, lo que los sacrificios levíticos,


ofrecidos día tras día, año tras año, por muchos sacerdotes a lo largo de muchos siglos,
jamás pudieron lograr. Ha hecho lo que parecía imposible: nos ha abierto el camino a
Dios. La entrada al Lugar Santísimo queda abierta de par en par, no solamente para el
sumo sacerdote de forma simbólica una vez al año, sino para todo creyente, de manera
real y en todo momento.

El velo se ha rasgado. Ya no hay más impedimento. Jesucristo ha santificado por la


ofrenda de la Cruz a todos los que creen en él. Rociados con su sangre, podemos entrar
en el Lugar Santísimo. Pero, por supuesto, hemos de entrar. Lo trágico, lo triste es o
sería, que habiendo hecho todo esto Jesucristo, habiéndonos abierto el camino
dijésemos ¡qué bien! Y nos quedásemos fuera.

Nos llega, por tanto, ésta gloriosa invitación: Acerquémonos.

Es la misma invitación que Dios hizo al pueblo de Israel en torno al tabernáculo: ¡que os
acerquéis!, pero con una gran diferencia porque ellos solo podían acercarse hasta el
patio, y entonces tenían que enviar a su delegado, el sumo sacerdote, que solo podía
pasar allí una vez al año. Ahora el “acercamiento” tiene dimensiones más gloriosas.

¡Acerquémonos! Esta invitación la escuchamos por primera vez el día que creemos en el
Señor Jesucristo. Seguramente, no la oímos expresada en este mismo lenguaje, el cual
tiene que ver con el sacerdocio y los sacrificios del Antiguo Testamento; pero, de una
forma u otra, desde aquel día hemos comprendido que Dios nos acepta y podemos tener
comunión con él.

La pregunta que quiero plantearos a la luz de nuestro conocimiento de este privilegio es


la siguiente: ¿Estamos aprovechando bien lo que Cristo ha hecho por nosotros? Él ha
ganado para nosotros un nuevo lugar de residencia; en él estamos sentados en los
lugares celestiales; tenemos acceso a la presencia de Dios... en potencia. Pero ¿estamos

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allí de verdad? ¿Vivimos en el Lugar Santísimo? Jesucristo por su muerte nos ha


reconciliado con Dios, pero ¿estamos disfrutando a diario constantemente de esta
relación de reconciliación?

Escuchemos bien, pues, esta invitación: Acerquémonos.

¿Quiénes?
¿A quiénes va dirigida? Ya lo hemos dicho, pero vale la pena insistir en ello. No nos
dice que Dios concede acceso al Sumo Sacerdote en representación nuestra, para que él
entre. Él –Cristo- ya ha entrado y se ha sentado a la diestra del Padre. Por tanto, la
invitación no es para él. Es para nosotros. Si acaso, Él es quien nos cursa la invitación a
todos nosotros.

Nos llega la invitación a nosotros mismos. A mí me gusta la imagen del tabernáculo del
Antiguo Testamento. Imagínate allí, en el patio. El sumo sacerdote ya ha entrado dentro
del tabernáculo y estas a la espera de que vuelva a aparecer. Y de repente desde dentro
del tabernáculo oyes una voz que dice “Acércate”. Y tú miras a tu alrededor. ¿A quién
va dirigida esta voz? Pues a ti, acércate. ¿Te imaginas? ¿Te puedes imaginar lo que
hubiera significado para un judío recibir la invitación de parte de Dios de entrar allí en
aquel momento. No lo habría creído. Apenas podían creerlo los primeros lectores de
esta epístola.

Y tendría que resultarnos a nosotros igualmente increíble que el Dios tres veces santo, el
Señor sublime, ahora nos llame a nosotros y nos invite a que nos acerquemos.

¿Cuándo?
Al sumo sacerdote le invitaba una vez al año. ¿Con qué frecuencia nos invita Dios a
nosotros? ¿Una vez al año? ¿Una vez cada domingo? ¡Qué lejos estamos de apreciar
nuestra herencia en el Señor Jesucristo! ¡Qué pobre hemos hecho la vida cristiana!

El Señor de gloria nos invita a que estemos siempre con él. No lo podemos asegurar,
porque la Biblia no lo afirma, pero es posible que el sumo sacerdote no disfrutara
mucho de estar en el Lugar Santísimo. Era una experiencia revestida de tal solemnidad,
severidad, temor y temblor, que pienso que si yo hubiera estado en el lugar del Sumo
Sacerdote me hubiera acercado con miedo, con mucha aprensión. Habría realizado lo
que tuviera que realizar y me hubiera marchado pitando con alivio.

Seguramente que para algunos era un alivio salir de la presencia divina y volver a
reunirse con el pueblo en el patio. Hay algunos creyentes que salen de los cultos así.
¡Qué alivio! ¡Ahora puedo volver a mi vida normal!

Pero, ¿qué es la vida normal del Nuevo Pacto, sino la vida vivida en la comunión de
Dios? Y ¿qué están diciendo acerca de sí mismos si su vida normal no es vivida en la
presencia de Dios?

La invitación para nosotros es que porque Jesucristo ha hecho todo lo necesario, no


necesitamos acercarnos con temor y temblor –sí en un sentido-, pero nos acercamos a
aquel que, siendo nuestro Juez y pudiendo destruirnos con plena justicia, nos .recibe,
como Padre. Por el sacrificio de Jesucristo, en vez de repudiarnos con ira e indignación,

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extiende los brazos de bienvenida hacia nosotros. El temor y temblor ceden ante la paz y
reconciliación de la Cruz. Su invitación al Lugar Santísimo es una invitación
permanente.

Es cuestión ahora de aprender a vivir allí. Es nuestra casa. A veces hablamos con
esperanza acerca del lugar que Jesús ha ido a preparar para nosotros, como si nuestra
gran ilusión fuera estar allí. Sin embargo, a veces parece que no nos ilusiona la idea de
residir en la presencia de Dios ahora.

Pero pensemos en esto: si realmente no nos interesa convivir con Dios en el momento
actual, ¿hasta qué punto nos interesará en aquel día? Si despreciamos nuestra entrada en
el Lugar Santísimo ahora, ¿cómo es que pensamos que estaremos a gusto allí en el día
final?

Si somos del Señor Jesucristo, el Espíritu Santo mora en nosotros; ahora hemos de
aprender a andar en el Espíritu y vivir por él (Calatas 5:25).

En otras palabras, tenemos el privilegio de vivir en el cumplimiento de lo que sólo era


una aspiración en el Antiguo Testamento. Pensemos, por ejemplo, en el Salmo 84:

¡Cuan amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Anhela mi alma y aun
ardientemente desea los atrios de Jehová; mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo.
Aun el gorrión halla casa, y la golondrina nido para sí, donde ponga sus polluelos,
cerca de tus altares, oh Jehová de los ejércitos, Rey mío, y Dios mío. Bienaventurados
los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán ... Porque mejor es un día en tus
atrios que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a las puertas de la casa de mi Dios,
que habitar en las moradas de maldad (Salmo 84:1-4, 10).

Así se expresa el santo del Antiguo Testamento. Esta era la gloria del santo del AT que
solo podía morar en los atrios de afuera de un símbolo de la presencia de Dios. Y
nosotros tenemos la invitación a vivir en el mismo lugar santísimo. ¡Qué gran
privilegio!

¿Y Para qué?
¿Con qué fin nos invita Dios a estar en su presencia? Nuestro texto no lo dice
explícitamente, pero creo que es del todo obvio: a fin de disfrutar de una relación
restaurada con él y de conocer su dirección y amor paterno. A fin de conocer a lo largo
de todo el día la comunión con Él.

La comunión con Dios es la primera meta y finalidad de nuestra vida. Para ella fuimos
creados. Para ella hemos sido redimidos y hechos una nueva creación. Y sólo es en esta
relación con Dios que conocemos una plena realización de nuestra humanidad.

LA INCONGRUENCIA DE ALGUNOS CREYENTES

Ésta era la intención de Dios desde el principio: que el ser humano pudiese tener
comunión con Él. Disfrutar de la relación con Él. Hablarle.¡Cómo le tiene que doler, por
consiguiente, cuando aquellos que profesan ser sus hijos, teniendo finalmente la
posibilidad de una comunión plenamente restaurada gracias al sacrificio de Jesucristo,
desprecian o descuidan esta herencia! La venden por un plato de lentejas. La descuidan.

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Pudiendo estar dentro del Lugar Santísimo, nos quedamos fuera saboreando los dudosos
placeres del mundo.

¿Para qué ser santificados si luego no nos acercamos? ¿Para qué ser salvos si no
queremos disfrutar de la comunión con el Padre? ¿En qué consiste la salvación, sino en
una relación restaurada con Dios? ¿En qué consiste la vida eterna, sino en el
conocimiento de Dios?

El problema fundamental del hombre proviene de su separación de Dios a causa del


pecado. Por su sacrificio en la Cruz, Cristo quita nuestros pecados y efectúa nuestra
reconciliación con Dios. Nos abre el camino al Lugar Santísimo.

Si luego no entramos, si nuestra vida no es una continua experiencia de la comunión con


Dios, ¿qué nos dice esto acerca de la autenticidad de nuestra salvación? Cristo pagó el
precio de la Cruz a fin de devolvemos la posibilidad de vivir en comunión con Dios, en
el poder y bajo la dirección de su Espíritu

Puesto que hemos sido creados para Dios, sólo él puede satisfacer las aspiraciones de
nuestro corazón. Cuando Dios es nuestro primer amor, entonces descubrimos nuestra
verdadera función en la vida. Si nos quedamos alejados de su presencia, negamos no
sólo un aspecto secundario de nuestra herencia, sino su misma esencia.

En vano procuramos colocar sobre nuestras vidas la etiqueta de “salvos”, si luego


despreciamos la esencia de la salvación. Sin embargo, algunos que se llaman creyentes
viven como si desearan colocar una silla en el patio del tabernáculo y, sentados allí, ser
espectadores de cómo otros entran al Lugar Santísimo. No quieren alejarse del recinto
por temor a la condenación, pero tampoco quieren vivir la nueva relación de comunión
con Dios.

Pero quien se queda fuera de la presencia de Dios ahora, ¿estará en el reino de Dios en
el día final? Cristo puede salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, pero,
¿puede salvar a los que quieren ser salvos sin acercarse a Dios? Quedarse lejos de Dios,
pudiendo estar cerca, es la misma negación de la salvación.

Esta es la invitación: “Acerquémonos”

Utilicemos el privilegio que Dios nos ha dado; no nos quedemos mudos delante de él, ni
pensemos que será necesario preparar algún discurso elocuente antes de hablar con él...

Dios ha dado la provisión teniendo en cuenta nuestras posibilidades, y podemos ir con


plena confianza y contarle todo lo que hay sobre nuestro corazón.

CONDICIONES DE ENTRADA

Pero observemos que hay condiciones que debemos cumplir. En el resto del versículo,
el autor nos recuerda cuáles son. Dos de ellas tienen que ver con la actitud que nosotros,
como creyentes ya santificados, debemos tener al acercarnos: con corazón sincero; en
plena certidumbre de fe.

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Las otras dos son en realidad, “precondiciones”, porque nos remiten nuevamente al
sacrificio del Señor Jesucristo y a la necesidad de su aplicación a nuestra vida antes de
que podamos acercarnos: purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los
cuerpos con agua pura.

Empezaremos considerando éstas últimas.

Antes de verlas por separado y en detalle, notemos dos cosas que tienen en común. Por
un lado, los participios empleados en el texto griego -purificados y lavados- son
participios perfectos que se refieren a algo ya efectuado en el pasado. No indican algo
que tenga que repetirse cada vez que nos acercamos.

Por supuesto, es cierto que, cuando entramos en la presencia de Dios de una forma
consciente, necesitamos volver a aplicar el sacrificio de Cristo, en el sentido de confesar
nuestros pecados y recibir el perdón de ellos en virtud de aquel sacrificio. Pero éste no
es el énfasis del autor aquí. Él nos recuerda un hecho ya cumplido en la experiencia
pasada del creyente.

En segundo lugar, las dos frases emplean un lenguaje que evocan la situación del sumo
sacerdote levítico y su acercamiento, su entrada en el lugar santísimo. El autor,
deliberadamente, escoge palabras tomadas de los ritos sacerdotales del antiguo
Testamento para aplicarlas ahora a nosotros. En cierto sentido, pues, no sólo el Señor
Jesucristo, sino nosotros también, somos el cumplimiento de la entrada de los sumos
sacerdotes. Por supuesto, no somos sumos sacerdotes –este título pertenece sólo a
Jesucristo-, sino una nación de sacerdotes que seguimos a nuestro gran Sumo
Sacerdote.

Dicho esto, veamos cuáles son estas condiciones y precondiciones.

1. Purificados los corazones de mala conciencia


El primer requisito es que hemos de ser purificados. Esta purificación tiene que ver con
la aplicación a nosotros del sacrificio de Cristo. Debemos entrar habiendo sido rociados
con su sangre.

Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra
rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la
sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a
Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?
(9:13-14).

Este lenguaje a su vez nos remite a textos como Éxodo 29:31 y Levítico 8:39, donde el
Señor daba instrucciones sobre cómo eran purificados los sacerdotes al ser rociados con
sangre. Aquella sangre sólo servía para una santificación externa y ceremonial, la de la
ofrenda de Cristo limpia interiormente y es verdadera. Éstas son ideas familiares. Pero,
ahora, el autor añade que es necesario que el creyente haya acudido personalmente a
Cristo para ser rociado con su sangre. Sólo mediante esta santificación tiene derecho de
acceso al Lugar Santísimo.

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En otras palabras, aquel que ha creído en Jesucristo para salvación es capacitado por él
para la comunión con el Padre, y sabe que sus pecados han sido perdonados en virtud
del sacrificio de la Cruz; han sido quitados y olvidados por Dios.

Aquel creyente es hecho perfecto para siempre por el sacrificio de Jesús. En este sentido
ha sido cubierto, rociado por la sangre de Jesús. Éste es el único fundamento de su
derecho de entrada en la presencia de Dios. Quien no ha sido justificado de sus pecados
por el sacrificio de Jesús, quien no ha acudido por la fe al Señor Jesucristo para recibir
esta justificación- no tiene derecho a acercarse.

2. Lavados los cuerpos con agua pura


Las Escrituras nos dicen que los sumos sacerdotes, antes de acercarse al Lugar
Santísimo, tenían que lavarse en la fuente de bronce -o “lavacro”- colocada para ello
ante la entrada del tabernáculo.

El sumo sacerdote de antaño tenía que realizar una serie de abluciones, pero, ¿cuál es el
paralelo en nuestro caso? ¿En qué sentido tenemos que ser “lavados”?

¿Cómo se cumple en el Nuevo Pacto el lavamiento del sacerdote antes de su entrada en


el santuario? ¿Cuál es el significado espiritual del lavacro? Que conteste el mismo
Nuevo testamento:

Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los
hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por
su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu
Santo (Tito 3: 4-5)

Según este texto del apóstol Pablo, el lavamiento que nos salva -es decir, el que nos
capacita para entrar en una nueva relación con Dios- es el de la regeneración.

Pablo, pues, está diciendo que la regeneración del creyente por obra del Espíritu es el
verdadero cumplimiento del simbolismo del lavacro: Dios ... nos salvó... por el lavacro
de la regeneración.

¿Y no es esto lo que enseñan las demás Escrituras? ¿Cuál es, según ellas, la gran
operación mediante la cual Dios nos capacita para entrar en su reino, sino la
regeneración? Por esto mismo, también se llama bautismo en el Espíritu, porque es una
operación de “lavamiento”. El bautismo celebra nuestra crucifixión y entierro con
Cristo, por lo cuales nuestros pecados son quitados. Pero también nuestro bautismo
celebra nuestra resurrección a nueva vida con Cristo. Y os propongo que esta
resurrección a nueva vida es a lo que se refiere este lavamiento, esta regeneración, una
nueva vida en el Espíritu Santo.

Somos lavados cuando, mediante el bautismo en el Espíritu, nacemos de nuevo. Este es


el único bautismo que realmente nos limpia por dentro. El bautismo en agua no puede
efectuar una limpieza moral, como tampoco pudieron las abluciones del lavacro.

Tanto el bautismo en agua como el lavacro no son más que símbolos de una limpieza
moral que, por definición, ha de ser espiritual e interior, obra de Dios. Hemos sido
lavados de nuestros pecados por el Espíritu de nuestro Dios.

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Por lo tanto, el lavamiento que realmente cuenta es obra del Espíritu. Y todo esto en
cumplimiento de los profetas del AT. Tomemos como ejemplo esta cita del profeta
Ezequiel:

Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras


inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré
espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os
daré un corazón de carne y pondré dentro de vosotros mi Espíritu (Ezequiel 36:25-27).

Aquí, el profeta empieza hablando de un lavamiento por agua, pero evidentemente no se


trata de una limpieza externa, sino de una que nos aleja de inmundicias e idolatrías. De
hecho -dice-, consiste en la transformación del corazón gracias al don del Espíritu de
Dios. El “lavamiento” no es otra cosa sino la obra de regeneración del Espíritu Santo.

Éste, pues, es el segundo requisito para nuestro acceso al Lugar Santísimo: el haber
nacido de nuevo por obra del Espíritu Santo. Si el primero es haber sido justificado por
la Cruz de Cristo, el segundo es haber sido regenerado por el Espíritu de Cristo. Sin esta
regeneración nadie puede acercarse a la presencia de Dios.

Éstas, pues, son las dos “precondiciones”. La 1ª cosa necesaria para entrar en la
presencia de Dios es haber sido justificado por la Cruz de Jesucristo y la 2ª es el haber
sido regenerado por el Espíritu de Jesucristo. Solo es invitado a acercarse a la presencia
de Dios aquel que ha sido justificado y regenerado.

3. Con corazón sincero


Pero, además de sabernos justificados y regenerados, debemos examinarnos y asegurar
que nos acercamos al Lugar Santísimo porque hay dos actitudes que deben darse en
nosotros al acercarnos.

En primer lugar, debemos acercamos con corazón sincero. Cuando la entrada al Lugar
Santísimo era un asunto ceremonial, el sumo sacerdote tenía que preocuparse de su
condición exterior, no de sus actitudes de corazón. La sinceridad no era uno de los
requisitos que se le pedía. Pero ahora nuestra entrada no es ceremonial ni tiene que ver
con cosas exteriores.

Sigue un camino interior. Se trata de una relación vital con Dios mismo, de espíritu a
espíritu, y por tanto, lo que ocurre al nivel de nuestro corazón en nuestra entrada es de
suma importancia. Y dice el autor que lo más importante en cuanto a nuestro corazón es
que debe ser un corazón sincero, íntegro, entero, no dividido.

El cristiano que lo es de verdad, no puede pertenecer a dos mundos a la vez. El afecto de


su corazón no puede estar puesto a la vez en los lugares celestiales y en el mundo.

No puede tener dos hogares, ni dos patrias, ni dos señores. No debe entrar en la
presencia de Dios con el corazón dividido, con la intención de pasar sólo un ratito allí y,
luego, volver a la “vida normal”. Quien entra en el Lugar Santísimo es porque ahora
éste es su verdadero hogar y patria, y porque la misma presencia de Dios es el ámbito
normal de su vida. No puede acercarse a Dios con la intención de alejarse de él cuanto

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antes. Porque si va a entrar en la presencia de Dios, ésta es su vida normal y la otra ha


desaparecido, ha sido crucificada con Cristo.

Dios nos pide que seamos consecuentes. No podemos quedamos en Egipto y a la vez
responder a su llamada a salir al desierto. Y si, mientras estamos en el desierto, pasamos
el tiempo mirando atrás, recordando la comida de Egipto, no llegaremos a la Tierra
Prometida. Debes elegir. No puedes vivir en el campamento de los incrédulos y a la vez
salir fuera de la puerta al lugar donde Cristo padeció llevando su vituperio.

Hemos de decidir y luego vivir en consecuencia con nuestra decisión. NO vivir en


consecuencia es demostrar que en realidad no hemos decidido. El Señor nos pide
integridad, sinceridad, entereza. Lo que impide nuestra entrada en el lugar santísimo son
los enredos del mundo. Si vamos a poder entrar y vivir allí hemos de cortar con estos
enredos. Esto no es fácil.

El diablo es sumamente inteligente en los enredos y trampas que coloca en nuestro


camino. En un momento determinado podemos pensar que tenemos el corazón sencillo
y después descubrimos que aún está dividido y enredado.

Por lo tanto, ahora el autor nos exhorta a que entremos con corazón sincero; pero
después, porque comprende la dificultad, ampliará la idea y nos explicará en qué
consiste el tener un corazón no dividido. Por esto, la Epístola no acaba aquí, aun cuando
esta sección constituye su clímax. Hay tres capítulos más, los cuales insistirán en la
importancia de una fe viva y una entrega incondicional. En el capítulo 11, veremos
ejemplo tras ejemplo de cómo los santos de antaño tuvieron que tomar esta misma clase
de decisión. Para seguir adelante tenían que dejar atrás la vieja vida. No podían
quedarse donde estaban y disfrutar a la vez de los bienes de Dios. Moisés tuvo que
elegir entre los deleites temporales de Egipto y el vituperio de Cristo. Abraham tuvo que
dejar atrás su pueblo natal y seguir el llamamiento divino, saliendo sin saber a dónde
iba.

Son un ejemplo de corazón sincero. Nosotros estamos ante la misma encrucijada.


Tenemos que elegir: el Lugar Santísimo o el mundo.

4. En plena certidumbre de fe
La última condición de entrada es que lo hagamos en plena certidumbre de fe. En otras
palabras, tendremos que ejercer fe para entrar.

Aprendamos que, para entrar en la presencia de Dios, tiene que ser por fe. Un día
entraremos con plena vista, pero ahora no. El Pionero de nuestra salvación, el Señor
Jesucristo, y a. ha traspasado los cielos de una manera visible y ha entrado en el Lugar
Santísimo de forma corporal.

Nosotros un día le seguiremos. Mientras tanto, hemos de caminar por la vía interior, el
camino de la fe. No podemos ver a Dios, ni el Lugar Santísimo, ni tampoco el velo
rasgado. Por lo tanto, forzosamente hemos de acercamos con los ojos de la fe y con los
pasos de la fe.

Observemos que no dice que tengamos que entrar en plena certidumbre de sentimiento.
Hay veces en las que los sentimientos no nos acompañan; más bien sentimos desgana;

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pero esto no debe ser excusa para no acercamos. A pesar de nuestros sentimientos,
tendremos que asumir nuestra posición en el Lugar Santísimo, porque somos llamados a
vivir por fe, no por sentimientos.

Puesto que nuestra entrada es por fe, el diablo hará todo lo que está en sus manos para
sembrar en nosotros la incredulidad y hacemos dudar de nuestro derecho de entrada.
Precisamente lo hará porque aún no nos es dado ver estas realidades. Si las viésemos,
veríamos también la mentira del diablo; pero porque no vemos, hemos de fortalecernos
en fe y así efectuar nuestra entrada. ¿A quién escucharemos: al diablo o a las promesas
de la Palabra de Dios?

¿Por qué escribió el autor esta Epístola? Porque sabía que la fe de sus lectores
necesitaba ser fortalecida y alimentada. Nosotros tampoco aprovecharemos nuestro
derecho de entrada si no estamos alimentándonos de la Palabra, si no estamos viendo en
ella la obra y persona de nuestro Sumo Sacerdote.

Si hemos seguido los argumentos del autor, si hemos comprendido el contraste entre el
Antiguo Pacto y el Nuevo y la superioridad de la obra de nuestro Señor Jesucristo, si
hemos asimilado la lógica de los argumentos del autor en confirmación de nuestro
derecho de entrada a los lugares celestiales, si hemos comprendido los textos del
Antiguo Testamento que él ha citado en apoyo de sus argumentos, demostrando que la
misma Palabra de Dios profetizaba que a partir de la venida del Mesías, ésta iba a ser
una realidad que podría experimentar todo creyente, entonces en estos momentos no nos
cabrá la menor duda de que tenemos derecho a disfrutar de la presencia de Dios, y
entrar en plena certidumbre de fe. La Palabra nos habrá confirmado en la fe.

Y si no hemos llegado a este punto de tener certidumbre de fe tendremos que volver a


empezar desde el principio. Porque el autor ha comprendido el desánimo de los
creyentes. Las circunstancias que les están arrastrando hacia abajo y hacia atrás.
Comprende que necesitan este estímulo. Luego nos instará a que nos estimulemos los
unos a los otros, a que no dejemos de congregarnos, porque si no vamos ir
desanimándonos respecto a nuestra entrada en la presencia de Dios. Y habitualmente
aquel que deja de congregarse, deja de entrar en el Lugar Santísimo.

Reconozcamos nuestra debilidad. Nosotros necesitamos estos estímulos. Necesitamos la


exhortación de nuestros hermanos. Levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas.

La puerta está abierta. Y recordemos sobre todo que, si hay una cosa que puede quitar
nuestra certidumbre, nuestra seguridad, nuestra confianza de poder entrar, es el tener un
corazón dividido. Si estás intentando vivir en dos mundos, difícilmente vas a tener la
seguridad de que Dios va a estar esperándote con los brazos abiertos, porque este mismo
enredo será utilizado por el diablo para socavar tu confianza, así que decídete.
Comprende cuál es tu privilegio. No hay palabras para describir esto, para poder medir
esto. Es algo tan grande que se nos escapa. Es el Creador el que nos está llamando a la
comunión con Él.

Yo creo que todos nosotros podemos decir sin lugar a dudas que tenemos los corazones
purificados de mala conciencia y nuestros cuerpos lavados con agua pura. Conocemos
la justificación por la cruz y la regeneración del Espíritu Santo. Pero ¿cómo va nuestro
corazón? ¿Aún lo tenemos dividido? Pues tengámoslo sencillo. ¿Tenemos alguna duda?

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Pues reflexionemos nuevamente en estas mismas exhortaciones. Veamos que el camino


está abierto, que tenemos un Sumo Sacerdote que nos coge de la mano para
introducirnos allí, y que tenemos un Padre Celestial que nos recibe con los brazos
abiertos, y por tanto, en plena certidumbre de fe, entremos allí. Y así todos los días hasta
aquel el día en que el Señor nos llame para que entremos corporalmente también.

Esta es nuestra herencia, y vivir de otra manera es hacernos daño a nosotros mismos. Es
no vivir a la altura de nuestro llamamiento. Es despreciar la gloria y la grandeza de
nuestra herencia en el Señor Jesucristo. Finalmente podría ser despreciar aquella misma
salvación que decimos que tenemos. Entremos pues y quedémonos allí. El Señor nos
invita.

Padre, no tenemos palabras. Querríamos responder ante tu gran invitación con palabras adecuadas de
asombro y gratitud, pero sabemos que la mejor manera de corresponder es vivir allí contigo. Gracias
porque mañana cuando estemos en medio de nuestros quehaceres podemos estar a la vez en los lugares
celestiales con Cristo, en el mismo lugar santísimo contigo. Perdónanos la pobreza, la pequeñez de
nuestra visión de la vida cristiana sino también de la práctica de la gloriosa salvación que tenemos en
Jesucristo. Señor, si tenemos el corazón dividido pon el dedo en aquello que nos está robando el disfrute
de nuestra herencia. Gracias por estar aquí y gracias por la puerta abierta a tu presencia siempre.
Enséñanos lo que es andar en el espíritu, orar sin cesar, estar contigo de día en día, con fe, creciendo en el
conocimiento tuyo hasta el día en que nos llames.

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