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Paul Henry Thiry d’Holbach

Cartas a Eugenia
o preservativo contra los prejuicios1

[…] arctis
religionum animos nodis exsolvere pergo.2
Lucrecio, Sobre la naturaleza, IV, 6-7.

Advertencia
Estas cartas eran conocidas desde hace tiempo con el único título de Cartas a
Eugenia, pero el carácter poco comunicativo de aquellos en cuyas manos cayeron
primeramente, el extraño pero muy real placer que causa generalmente a todas las
personas la posesión exclusiva de cualquier objeto, aquella especie de entumecimiento
de servilismo y de terror en que el poder tiránico de los sacerdotes mantenía entonces a
todos los espíritus —incluso a aquellos que por la superioridad de sus talentos debieran
ser naturalmente los menos dispuestos a plegarse bajo el odioso yugo del sacerdocio—;
todo esto reunido, contribuyó hasta tal punto a sofocar desde su nacimiento —si se me
permite expresarme de este modo— este importante manuscrito, que durante largo
tiempo fue dado por perdido, tanto era el celo con que sus poseedores lo mantenían
cuidadosamente oculto y se negaban constantemente a permitir que se hicieran copias.
Éstas, en efecto, eran tan pocas en número, incluso en las bibliotecas de los curiosos,
que el difunto señor de Boze, que se complacía en reunir las más extrañas obras de
todos los géneros de literatura, jamás pudo procurarse un ejemplar de ésta, puesto que
en sus tiempos sólo había tres en París, ya fuera a propósito, propter metum
Judaeorum, ya fuera porque verdaderamente no se conocían más.
Sólo desde hace cinco o seis años los manuscritos de estas cartas se han hecho más
corrientes; hay incluso motivos para creer que hoy en día se han multiplicado, porque
el que ha servido para imprimirlas ha sido revisado y corregido sobre otros seis que se
han reunido sin esfuerzo. Por desgracia, esas copias están plagadas de faltas que
corrompen el sentido y contienen numerosas variantes que, por decirlo en el lenguaje
de los críticos, han servido algunas veces para descubrir y fijar la verdadera lectura,
pero que más a menudo han hecho más incierto saber si se estaba sobre aquélla que se
debía seguir; nueva prueba de la multiplicidad de estas copias, pues cuanto más
numerosos son los manuscritos de una obra, más se diferencian entre sí, como
podemos comprobar si nos fijamos en los de la Carta de Trasíbulo a Leucipo y sobre
las variedades de lectura del Nuevo Testamento recogidas por el sabio Mill, que suben a
más de treinta mil.

1 Traducción de Josep L. Teodoro.


2 Me dispongo a liberar los espíritus de los estrechos lazos de la religión.

1
Sea como sea, nada se ha ahorrado para devolver al texto toda su pureza, y nos
atrevemos a asegurar que, exceptuando cuatro o cinco pasajes que se hallan corruptos
en todos los manuscritos que hemos tenido oportunidad de consultar y que hemos
intentado suplir de la mejor manera posible, la edición que hoy presentamos de estas
cartas será, con mucha seguridad, conforme al manuscrito del autor.
Por lo que respecta a su nombre y a su estado, solo podemos lanzar conjeturas. Las
únicas peculiaridades de su vida sobre las que, de modo bastante general, hay acuerdo,
son que habría vivido una gran intimidad con el marqués de la Fare, el abbé de
Chaulieu, el abbé Terasson, Fontenelle, el señor de Lasseré, etc. Muchas veces hemos
oído decir, incluso, que estas cartas habrían sido redactadas por alguien de la École de
Scéaux. Todo lo que podemos asegurar, es que basta leerlas para convencerse de que el
autor era hombre realmente instruido y que había meditado profundamente las
materias que trató. Su estilo es claro, simple, fácil, y distinguimos una cierta urbanidad
que nos hace pensar que no era un hombre oscuro ni alguien a quien la buena
compañía le fuese extranjera. Pero lo que distingue sobre todo esta obra y lo que la
debe hacer preciosa a todas las gentes de bien, es el carácter de honestidad que reina en
ella de principio a fin. Es imposible leerla sin concebir la más alta idea de la probidad
del autor, sea quien sea; sin desear tenerlo por amigo, haber vivido con él; en una
palabra, sin rendir justicia a la rectitud de sus intenciones, aun cuando no aprobemos
sus sentimientos. El amor a la virtud, la beneficencia universal, el respeto a las leyes, el
inviolable apego a los deberes de la moral, todo lo que, en definitiva, puede contribuir
en hacer mejores a los hombres, se recomienda con vehemencia; y si por un lado
derriba completamente el edificio ruinoso del cristianismo, es para plantar por otro los
fundamentos inquebrantables de un sistema moral establecido únicamente sobre la
naturaleza del hombre, sobre sus necesidades físicas, sobre sus relaciones sociales: base
infinitamente mejor y más sólida que la religión, puesto que más pronto o más tarde la
mentira queda al descubierto, pasa, y arrastra consigo necesariamente todo aquello a lo
que servía de apoyo, mientras que la verdad subsiste eternamente y se consolida
cuando envejece: opinionum comenta delet dies, naturae judicia confirmat.
El epígrafe que se ha encontrado en numerosos manuscritos de estas cartas, prueba
que la honesta persona a quien debemos éstas no se preocupaba de ser reconocido
como autor, y que no fueron ni el amor por la reputación, ni la sed de gloria, ni la
ambición de distinguirse por las audaces opiniones que los sacerdotes —y aquellos a los
que la ignorancia ha sometido a éstos— llaman «impiedades», lo que guió su pluma,
sino únicamente el deseo de hacer el bien a sus semejantes iluminándolos y de
desarraigar —por así decir— la religión misma, como causante de todos los males que
los afligen secularmente. He aquí dicho epígrafe: «si tengo razón, ¿qué importa de
quién soy?» Es un verso de Corneille cuyo uso es muy apropiado, y que debería figurar
en el frontispicio de todos los libros de esta naturaleza.
Nada cierto podemos decir tampoco sobre la persona a quien dirigió su obra. Sólo
parece, por diferentes circunstancias de estas cartas, que no se trata de una marquesa
supuesta como la de las Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos del señor de
Fontenelle, y que realmente fueron escritas a una mujer distinguida tanto por su rango
como por sus costumbres; quizá se trataba de alguna dama de la École du Temple o de
la École de Sceaux, pero en el fondo, esos detalles así como los que conciernen al

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nombre y a la vida de nuestro autor, la fecha de su nacimiento, la de su muerte, etc.,
son poco importantes y sólo servirían para satisfacer la vana curiosidad de algunos
lectores ociosos que recogen con avidez esta clase de anécdotas, a los cuales éstas
proporcionan una especie de existencia en el mundo; lectores que celebran más
enterarse de estas cosas que ser informados del descubrimiento de una verdad. Sé que
intentan justificar su curiosidad diciendo que cuando se lee un libro que causa
sensación entre el público y del que se hace gran caso, es natural el deseo de querer
saber a quién dirigir las felicitaciones.
Pero este deseo es tanto más irrazonable cuanto que no puede ser satisfecho: en
primer lugar porque no ha habido ni habrá un hombre de letras tan imprudente —
digámoslo todo— y tan insensato para publicar o dejar que se impriman, estando aún
vivo, un libro en el que tirará por tierra los templos, los altares y las estatuas de los
Dioses, y en el que atacará sin contemplaciones las opiniones religiosas más
consagradas. En segundo lugar, porque es público y notorio que todas las obras de este
género que aparecen desde hace muchos años son los testamentos secretos de muchos
grandes hombres obligados durante su vida a «ocultar la lámpara bajo el celemín»3, y
cuya cabeza la muerte sustrae a las iras de sus perseguidores y cuyas cenizas frías no
oyen en su tumba los gritos impertinentes de los supersticiosos más que los elogios de
los amigos de la verdad. En tercer lugar, por acabar, porque esta curiosidad tan mal
entendida puede comprometer de la manera más cruel el reposo, la fortuna y la libertad
de los familiares o amigos de los autores de estos libros audaces. Esta sola
consideración debería, pues, determinar a los que se dedican a hacer conjeturas —si
realmente tienen rectas intenciones— a ocultar en los pliegues más escondidos de su
alma las sospechas verdaderas o falsas y a hacer un uso más útil para ellos y para los
demás de su espíritu inquisidor.

Carta I

Sobre las fuentes de la credulidad. Motivos para examinar la


religión.
No consigo expresaros, señora, los sentimientos dolorosos que la lectura de vuestra
carta me han producido. Si no existiera la rigurosa obligación que me retiene en este
lugar, me veríais volar a vuestro socorro. ¿Es verdad, pues, que Eugenia es desgraciada?
¿La pesadumbre, la preocupación, el desasosiego, son hechos para ella? En el seno de la
opulencia y la grandeza, seguro de la ternura y de la estima de un esposo que os adora,
gozando en la Corte de la rara ventaja de ser apreciada por todo el mundo, rodeada de
amigos que rinden sincero homenaje a vuestros talentos, a vuestras luces, a vuestros
gustos, ¿cómo puede pasar que sintáis tristeza o pena? Vuestra alma virtuosa y pura no
puede, sin duda, conocer la vergüenza o el remordimiento. Siempre muy por encima de
las debilidades de vuestro sexo, ¿de qué podríais ruborizaros? Agradablemente ocupada
por vuestros deberes, distraída con lecturas útiles y por conversaciones animadas, con
posibilidad de diversificar vuestros honestos placeres, ¿cómo es que los temores, los

3 Mat. 5.15.

3
disgustos y las preocupaciones pueden asaltar un corazón al que todo debería procurar
contento y paz? Ay, si vuestra carta no lo confirmase incluso en demasía, en la zozobra
que os agita ya había reconocido sin esfuerzo la obra de la superstición. Sólo ésta puede
turbar las almas honestas sin calmar las pasiones de las almas corrompidas; basta para
aniquilar para siempre el reposo de los corazones una vez que se ha apoderado de ellos.
Sí, señora mía, desde hace tiempo conozco los funestos efectos de los prejuicios
religiosos: en otro tiempo yo mismo fui turbado por ellos. Como vos, he temblado bajo
el yugo de la religión, y si un reflexivo examen no me hubiese desengañado
completamente, en lugar de estar hoy en situación de consolaros y de daros seguridad
contra vos misma, me veríais compartir todavía vuestras inquietudes y quizá alimentar
en vuestra alma las ideas lúgubres por las que os veo atormentada. Gracias a la razón y
a la filosofía, la calma ha entrado desde hace tiempo en mi espíritu; he expulsado de él
los temores que en otro tiempo lo agitaban. ¡Qué felicidad para mí si la paz de la que
gozo me permitiese romper el encantamiento que aún os retiene en los grilletes del
prejuicio!
Ahora bien, sin vuestras órdenes expresas, jamás hubiese osado descubriros una
manera de pensar demasiado alejada de la vuestra, ni combatir las opiniones funestas a
las que intentan convenceros de que vuestra felicidad está ligada. Habría seguido
encerrando en mí mismo unos sentimientos que son odiosos para la mayoría de los
hombres, acostumbrados a verlo todo a través de los ojos de unos jueces claramente
interesados en engañarlos. Pero un deber sagrado me obliga hoy a hablar. Eugenia,
inquieta y turbada, quiere abrirme su corazón, necesita ayuda, quiere aclarar sus ideas
sobre un asunto que interesa a su reposo y a su felicidad; le debo la verdad, sería un
crimen guardar silencio por más tiempo. Aunque mi cariño por ella no me impusiera la
necesidad de responder a su confianza, el amor a la verdad me obligaría a esforzarme
en disipar las quimeras que la hacen desgraciada.
Así pues, señora mía, os hablaré con franqueza. Quizá en un primer momento mis
ideas os parezcan extrañas, pero examinándolas de más cerca, dejarán de sorprenderos.
La razón, la buena fe, la verdad tendrán siempre derechos sobre un espíritu como el
vuestro; hago, pues, un llamamiento a vuestra imaginación alarmada para que aplique
un juicio más tranquilo, os llamo desde el hábito y el prejuicio a la reflexión y la razón.
La naturaleza os ha hecho un alma dulce y sensible; ha añadido a ella una imaginación
muy viva y esa dosis de melancolía que predispone a la ensoñación. Es precisamente de
esas mismas disposiciones de donde veo que proceden los males que hoy os afligen.
Vuestra bondad, vuestro candor, vuestra sinceridad os impide sospechar en los otros el
fraude o la malignidad. La dulzura de vuestro carácter os impide contradecir las
nociones que os parecerían indignantes si os dignaseis examinarlas; preferís ateneros al
juicio ajeno y suscribir sus ideas antes que consultar vuestra imaginación y vuestras
propias luces. La vivacidad de vuestra imaginación hace que captéis con
apresuramiento las imágenes burdas que os presentan. Personas interesadas en
causaros turbación abusan de vuestra sensibilidad para alarmaros; os hacen estremecer
con las terribles palabras de «muerte», de «juicio», de «infierno», de «castigos», de
«eternidad»; os hacen palidecer con sólo nombraros el «juez» inflexible cuyos decretos
nada puede cambiar. Creéis ver entorno vuestro a esos demonios que han sido
convertidos en los ejecutores de sus venganzas sobre sus débiles criaturas. De ese

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modo, vuestro corazón se llena de horror, teméis ofender a cada instante, sin saberlo, a
un Dios caprichoso, siempre amenazante y siempre airado. Consecuente con vuestros
principios, todos los momentos de una vida que únicamente deberían estar marcados
por el contento y la paz, pronto se verán envenenados por las inquietudes, los
escrúpulos, los terrores pánicos de los que un alma tan pura como la vuestra debería
estar exenta. La agitación que os causan esas ideas fatales suspende el uso de vuestras
facultades, vuestra razón se ve arrastrada por una imaginación extraviada, caéis en la
perplejidad, en el abatimiento, en la desconfianza de vos misma, y resultáis de ese
modo engañada por esos hombres que, hablando a la imaginación y aturdiendo la
razón, han conseguido desde hace tiempo subyugar al universo y persuadir a unos seres
razonables de que la razón les es inútil o peligrosa.
Tal es, señora mía, el lenguaje constante de los apóstoles de la superstición, cuyo
proyecto fue y será siempre anular la razón humana para poder ejercer impunemente
su poder sobre los hombres. En todos lados los pérfidos ministros de la religión han
sido los enemigos declarados u ocultos de la razón, porque siempre hallaron la razón
opuesta a sus propósitos; en todos lados la desacreditaron porque llegaron a temer que
ésta destruyese su imperio descubriendo sus maquinaciones y la futilidad de sus
fábulas; en todos lados se han esforzado en elevar sobre sus ruinas el imperio del
fanatismo y de la quimera.
Para conseguirlo con mayor seguridad, han espantado sin tregua a los mortales con
repugnantes pinturas, los han sorprendido y seducido con maravillas y misterios, los
han inquietado con enigmas e incertidumbres, los han sobrecargado de prácticas y de
ceremonias, les han llenado el espíritu de temores y de escrúpulos, les han hecho fijar
sus miradas en un porvenir que, lejos de hacerlos más virtuosos y felices aquí abajo, no
ha hecho sino desviarlos del camino de la verdadera felicidad y destruirla para siempre
hasta lo más profundo de sus corazones.
Estos son los artificios que los ministros de la religión utilizan en cualquier lugar
para dominar la tierra y mantenerla bajo su yugo. El género humano de cualquier país
se ha convertido en la presa de sus sacerdotes; éstos han dado el nombre de «religión»
a los sistemas que habían imaginado para subyugar a los hombres cuya imaginación
habían seducido, cuyo espíritu habían turbado y cuya razón habían tratado de
aniquilar.
Es sobre todo en la infancia cuando el espíritu humano esta dispuesto a asimilar las
impresiones que se le quieren dar. De este modo, nuestros sacerdotes se han apoderado
de la infancia para inculcarle unas ideas que jamás podrían inspirar a unos hombres
hechos y derechos. Es en esta más tierna edad cuando subyugan los espíritus con
extrañas fábulas, con nociones extravagantes y deshilvanadas, con quimeras ridículas
que, poco a poco acaban siendo para ellos motivo de respeto y temor durante el resto de
su vida.
Sólo hace falta abrir los ojos para ver los meDios indignos de los que se sirve la
política sacerdotal para sofocar en los hombres su naciente razón. En la infancia no se
les enseña sino cuentos ridículos, impertinentes, contradictorios, criminales, que se les
conmina a respetar. Se les familiariza poco a poco con misterios inconcebibles que se
les presentan como verdades sagradas, se les acostumbra a tomar como reales a unos
fantasmas ante los que se les habitúa a temblar. En una palabra, se toman las medidas

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más apropiadas para hacer de ellos unos ciegos que ya no consultarán más a su razón, y
unos cobardes que se estremecerán cada vez que se acuerden de las ideas con las que
sus sacerdotes les han envenenado en una edad en la que no se podían proteger de sus
trampas.
Acordaos, señora, de los funestos cuidados que se tomaron con vos misma en el
convento donde fuisteis educada para sembrar en vuestro espíritu los gérmenes de las
inquietudes que os afligen hoy en día. Es allí donde comenzaron a hablaros de las
fábulas, de los prodigios, de los misterios que actualmente reverenciáis, mientras que si
se os mostrasen esas cosas hoy en día, os parecerían ridículas y poco dignas de vuestra
atención. Os he visto reír de la simplicidad con que en otro tiempo creíais en los
cuentos de brujas y de aparecidos que os relataban en vuestra infancia las monjas
encargadas de vuestra educación. Una vez entrada en el mundo, en donde desde hace
tiempo ya no se creen esas quimeras, poco a poco habéis abandonado esos engaños y
hoy en día os sonrojáis de vuestra credulidad anterior. ¿Por qué no habrías de tener el
valor de reír del mismo modo de otra infinidad de quimeras tan poco fundadas como
aquéllas, que ya no os atormentan o que ya no creéis tan respetables, sólo porque no os
habéis atrevido a examinarlas del mismo modo o porque veis que son respetadas por
un público que no ha profundizado en ellas en absoluto? Tan ilustrada, tan razonable
sobre tantas otras cosas, ¿por qué Eugenia tendría que renunciar a sus luces y a su
juicio cuando se trata de religión? Sin embargo, ante esta palabra temible su alma se
turba, la fuerza la abandona, su penetración acostumbrada desaparece, su imaginación
se pierde; no ve más allá que si mirase a través de una nube, si inquieta y se aflige.
Puesta en guardia contra su razón, no se atreve a llamar a ésta en su socorro, se
convence de que la decisión más segura es dejarse arrastrar a las opiniones de una
multitud que nada ha examinado y que se deja conducir siempre por guías ciegos o
engañosos.
Para recuperar vuestra paz de espíritu, señora mía, dejad de despreciaros a vos
misma, tened justa confianza en vuestras propias luces, no os sonrojéis de veros
afectada por una epidemia general e involuntaria de la cual no dependía de vos escapar.
El buen abbé de Saint Pierre tenía razón al decir que «la devoción es las viruelas del
alma». Y yo añadiría que es rarísimo no quedar marcado de por vida.
En efecto, vemos bastante a menudo a las personas más ilustradas persistir para
siempre en los prejuicios de su infancia. Se han comenzado a inculcar tan pronto, se
toman continuamente tantas precauciones para hacerlos duraderos, que si algo tiene
derecho a sorprendernos es ver que alguien tenga la fuerza de deshacerse de ellos. Los
genios más sublimes son a menudo juguetes de la superstición; el calor de su
imaginación sólo les sirve para perderse más y para ligarlos a opiniones que los harían
ruborizarse si les fuera permitido consultar a su razón. Pascal veía continuamente los
infiernos abiertos a sus pies, Malebranche era un crédulo, Hobbes tenía miedo de
fantasmas y demonios4, el inmortal Newton comentó el Apocalipsis…
En una palabra, todo nos demuestra que no hay nada más difícil que deshacerse de
las nociones que nos han sido imbuidas en nuestra infancia. Las personas más sensatas

4 Véase sobre esta cuestión Bayle, Dicctionaire critique, article «Hobbes», nota N [vol. 2, pág. 774-775].

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y las que mejor razonan sobre cualquier otra materia, recaen en la infancia cuando se
trata de religión.
Así, señora mía, no debéis enrojecer por una debilidad que compartís con casi todo
el mundo y de la que los hombre más grandes no siempre están exentos. Recuperad
vuestro valor, atreveos a examinar con mayor sangre fría los fantasmas que os
espantan. En este asunto, que afecta a vuestra tranquilidad, consultad esa razón
ilustrada que os pone tan por encima del vulgo como pone a la especie humana por
encima de los animales. Lejos de desconfiar de vuestras propias luces, dirigid esta
desconfianza contra los hombres mucho menos honestos y mucho menos ilustrados
que vos que, para venceros, sólo se dirigen a vuestra imaginación sensible; que tienen la
crueldad de turbar la serenidad de vuestra alma; que, bajo pretexto de ligaros
únicamente al cielo, pretenden que rompáis los más dulces lazos; en definitiva, que se
esfuerzan en impediros el uso de esa razón bienhechora cuya luz os guía con tanta
seguridad en vuestra conducta.
Dejad inquietudes y remordimientos para esas mujeres corruptas que tienen
reproches por hacerse o crímenes por expiar. Dejad la superstición a esas mujercitas
ignorantes cuyo espíritu encogido es incapaz de la reflexión. Abandonad las prácticas
vanas y minuciosas de una devoción penosa a esas mujeres tan desocupadas como
malhumoradas a quienes, cuando acaba el reinado pasajero de sus atractivos, no les
quedan más recursos para llenar el vacío de sus días, y que buscan con la maledicencia
y los enredos consolarse de la pérdida de los placeres de los que se ven privadas.
Resistid a esa inclinación que parece que os lleva a la meditación, al retiro, a la
melancolía. La devoción no está hecha sino para almas desocupadas; la vuestra está
hecha para la acción. Os debéis a un esposo cuya felicidad vos constituís, a unos hijos
que pronto tendrán necesidad de vuestras lecciones para formar su cuerpo y su
espíritu; os debéis a los amigos que os respetan y que apreciarán vuestro amable trato
incluso en la edad en que vuestros encantos se encuentren ajados. Os debéis a la
sociedad, que tiene necesidad de vuestro ejemplo; encuentra en vos virtudes que
desgraciadamente son mucho más raras en personas de vuestra categoría que la
devoción.
Finalmente, os debéis la felicidad a vos misma. A pesar de las promesas de la
religión, jamás la encontraréis en las agitaciones que veo que os causan sus negras
ideas. Sólo encontraréis en ellas tristes quimeras, espantosos fantasmas, molestias sin
fin, incertidumbres abrumadoras, enigmas inexplicables, ensoñaciones funestas que
sólo sirven para perturbaros el reposo, para privaros incluso de vuestra felicidad y
haceros incapaz de ocuparos de la de los demás. Es bien difícil hacer a alguien feliz
cuando uno mismo no disfruta de felicidad y de paz. A poco que miréis alrededor
vuestro, encontraréis pruebas de lo que os adelanto. Las personas más religiosas son
raramente las más amables y las más sociables. La devoción, incluso la más sincera,
sometiendo a los que la abrazan a prácticas fastidiosas, llenando su imaginación con
representaciones lúgubres y aflictivos, calentando su celo, no es muy adecuada para dar
a los devotos esa igualdad de humor, esa dulzura de carácter, esa amenidad que son el
encanto de la sociedad. Mil ejemplos os demuestran que las devotas más ocupadas en
complacer a Dios no son las mujeres que consiguen complacer de mejor manera a todos
los que tienen a su alrededor: si algunas constituyen una excepción a esta regla, es

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porque no tienen todo el fervor y el celo que la religión parece exigirles. La devoción, o
bien es una pasión triste y sombría, o una pasión arrebatada. La religión no tolera
compartir un corazón; todo lo que un buen cristiano da a las criaturas se lo roba a su
Creador. Un alma bien devota ha de temer ligarse a los asuntos terrenales: perdería de
vista a su Dios celoso que quiere que únicamente se ocupen de él, que impone a sus
criaturas el deber de sacrificarle sus más dulces y más inocentes inclinaciones, que
quiere que sean desgraciadas aquí abajo pensando que así le complacen.
Según unos principios tales, vemos corrientemente cómo los fieles cumplen
fielmente el deber de atormentarse ellos mismos y de turbar el reposo de los demás.
Creen hacer méritos ante el soberano del cielo haciéndose perfectamente inútiles o
incluso molestos a los habitantes de la Tierra. No es que suponga, señora mía, que la
devoción produzca en vos efectos que perjudiquen a los demás, temo, sobre todo, que
os perjudique a vos misma. La bondad de vuestro corazón, la dulzura de vuestro
carácter, la beneficencia que se muestra en toda vuestra conducta nos hacen presumir
que nunca la religión os llevará a excesos peligrosos.
De todos modos, la religión lleva a cabo a menudo extrañas metamorfosis. Inquieta,
agitada, descontenta con vos misma, es de temer que vuestro temperamento cambie,
que vuestro humor se agrie y que las ideas fastidiosas que habéis incubado por largo
tiempo en vuestro interior influyan más pronto o más tarde sobre aquellos que se os
acerquen. ¿No nos demuestra la experiencia cada día que la religión opera cambios de
esta clase? Lo que llamamos «conversiones», eso que los devotos consideran toques de
la gracia, ¿no son muy a menudo vuelcos fastidiosos por los cuales se sustituyen
cualidades amables y útiles por vicios reales y disposiciones de ánimo impertinentes?
Por un molesto efecto de estos pretendidos milagros de la gracia, vemos como a
menudo la jovialidad deja paso a la tristeza, la alegría al humor sombrío y preocupado,
la disipación al aburrimiento, la indulgencia y la dulzura a la maledicencia, la
intolerancia y el fanatismo; ¿qué digo?: la humanidad a la crueldad incluso. En una
palabra, la superstición es un fermento peligroso, apropiado para corromper los
corazones más honestos.
¿Así pues, no veis los excesos a los que el fanatismo y el celo llevan a personas por
otra parte muy cuerdas y bien intencionadas? Príncipes, magistrados, jueces, se
convierten en inhumanos y sin piedad desde el momento en que se tratan los intereses
de la religión. Ésta transforma a los hombres más dulces, más indulgentes, más justos
en cualquier otra materia, en bestias feroces. Las almas más sensibles y más
compasivas se creen en conciencia obligadas a endurecerse, de violentarse, de sofocar
su naturaleza para mostrarse crueles a aquellos que les son presentados como enemigos
de su manera de pensar. ¿Reconocéis vos, señora, la dulzura de vuestra nación y de
vuestro gobierno en las persecuciones que se han producido a menudo en Francia
contra los protestantes? ¿Os parecen ajustados a la razón, a la equidad, a la humanidad,
las vejaciones, los encarcelamientos, los exilios que se han hecho padecer en nuestros
días a los jansenistas? Éstos, si en algún momento se convirtieran a su vez en lo
bastante poderosos para perseguir, no tratarían a sus adversarios de una manera más
equitativa y más moderada. ¿Acaso no veis todos los días a personas que se precian de
sentimientos expresar sin pudor la alegría que tendrían de ver exterminar a unos
hombres a los que no creen deber ni benevolencia ni indulgencia, solo porque

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desprecian los prejuicios que el vulgo contempla como sagrados o que una falsa política
cree útiles para el Estado? La superstición ha sofocado hasta tal punto todo sentimiento
de humanidad en algunas personas —por otro lado muy honestas— que no se
avergonzarían de sacrificarles los hombres más ilustrados de la nación que no son
generalmente los más crédulos o los más sumisos al yugo del sacerdocio. En una
palabra, la devoción sólo es buena para llenar el corazón de una hiel amarga que
necesariamente debe turbar la armonía de la sociedad.
En materia de religión, todo el mundo se cree obligado a mostrar más o menos ardor
y celo. ¿Acaso no os he visto a menudo sin saber si debíais llorar o reír de la locura de
algunas devotas ridículamente acaloradas por esa vanidad religiosa que constituye el
espíritu de cuerpo? Veis como se mezclan en querellas teológicas en las que, sin
entender nada, se creen obligadas a mezclarse. Os he encontrado cien veces aturdida
por sus gritos, indignada por su desabrimiento, escandalizada por sus cábalas y llena de
desprecio por su tozuda ignorancia. Sin embargo, nada más natural que este defecto: la
ignorancia siempre ha sido madre de la devoción. Ser devoto no significará nunca nada
más que tener una confianza imbécil en los curas. Es recibir los estímulos de ellos,
pensar y actuar solamente según ellos, adoptar ciegamente sus pasiones y sus
prejuicios, cumplir fielmente las prácticas que impone su capricho.
Eugenia no está hecha para seguir guías tales; acabarían por extraviarla, por
encender su imaginación, por envenenar su carácter. Para apoderarse con mayor
seguridad de su espíritu, la volverían fiera, intolerante, intransigente. En una palabra,
con ayuda del poder mágico de la superstición y de sus ideas sobrenaturales,
conseguirían quizás transformar en vicios las felices disposiciones de las que la
naturaleza la ha dotado. Creedme, señora, nada ganaríais con esta metamorfosis.
Permaneced tal como sois; salid cuanto antes de ese estado de incertidumbre y de
languidez, de esta alternancia de abatimiento y confusión en la que os veo fluctuar.
Tomad únicamente vuestra razón y vuestra virtud como guías, y me atrevo a
responderos que pronto habréis roto las trabas cuyos funestos efectos comenzáis a
sentir.
Atreveos, pues —repito—, atreveos a examinar por vos misma esta religión que,
lejos de procuraros el bienestar que os promete, sólo será para vos una fuente
inagotable de inquietudes y de alarmas, y que os privará más pronto o más tarde de
esas raras cualidades que os hacen tan querida por la sociedad. Vuestro interés exige
que devolváis la paz a vuestra alma. Es vuestro deber conservar cuidadosamente esa
dulzura, esa indulgencia, esa jovialidad que os hacen adorable para todos los que se os
acercan. Os debéis a vos misma vuestra felicidad, la debéis a los que os rodean. No
abandonéis, pues, a esas tristes ensoñaciones, unid todas las fuerzas de vuestro juicio
par combatir las quimeras que vuestra imaginación fabrica: desaparecerán tan pronto
como las hayáis considerado con vuestra sagacidad ordinaria.
No me digáis, señora mía, que vuestro espíritu es demasiado débil para sondear las
profundidades de la teología. No me digáis, como nuestros sacerdotes, que las verdades
de la religión son misterios que hay que adoptar sin comprender, que hay que adorar en
silencio. Hablando así, ¿no veis que se proscribe y condena esa religión a la que
pretenden someteros? Lo sobrenatural no está hecho para los hombres, lo que está por
encima de su alcance no debe preocuparles. Adorar lo que no se puede conocer, es no

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adorar nada; creer lo que no se puede concebir, es no creer nada en absoluto; admitir
sin examen lo que se nos dice que admitamos, es ser cobardemente crédulo. Decir que
la religión está por encima de la razón, es reconocer que no está hecha para los seres
razonables; es confesar que los que la enseñan a los otros no están en mejor situación
que nosotros para sondear sus profundidades; es convenir que nuestros doctores no
entienden nada de las maravillas de las que nos hablan todos los días.
Si las verdades de la religión fuesen, como se nos asegura, necesarias para todos los
hombres, tendrían que ser inteligibles y claras para todos los hombres. Si los dogmas
que esta religión enseña fuesen tan importantes como se nos dice, no sólo deberían
estar al alcance de los doctores que los predican, sino también de todos los que
escuchan sus lecciones. ¿No es muy raro que aquellos cuya profesión es instruirse a sí
mismos en la religión para enseñarla a los demás, reconozcan que sus dogmas están
por encima de su propio entendimiento, y sin embargo se obstinen en inculcar al
pueblo lo que ellos mismos confiesan no entender? ¿Confiaríamos en un médico que,
después de reconocer que no entiende nada de su arte, nos encareciese, no obstante, la
excelencia de sus remedios? Ello es, sin embargo, lo que hacen cada día nuestros
charlatanes espirituales. ¡Por una extraña fatalidad, las personas más sensatas
consienten en dejarse engañar por estos empíricos que continuamente se ven obligados
a confesar su propia ignorancia!
Pero si los misterios de la religión son incomprensibles para los mismos que los
enseñan, si entre los que la profesan no hay nadie que sepa con precisión lo que cree ni
que se haya dado cuenta de los motivos de su creencia y de su conducta, no son
menores las objeciones que podemos oponer a esta religión. Son simples, al alcance de
todo el mundo, capaces de convencer a todo aquel que, renunciando a los prejuicios de
la infancia, se digne consultar al sentido común que la naturaleza ha dado a todos los
seres de la especie humana.
Desde hace muchos siglos, teólogos sutiles se han ocupado sin descanso de devolver
las andanadas de los incrédulos o a reparar las brechas abiertas en el ruinoso edificio de
la religión por los adversarios que combatieron bajo la bandera de la razón. En
cualquier época encontramos personas que han advertido la futilidad de los títulos
sobre los cuales los sacerdotes se han arrogado el derecho de sojuzgar los espíritus y de
despojar las naciones. Pese a todos los esfuerzos de los bribones que han tomado la
defensa de la religión —de la que sólo ellos recibirán provecho—, estos grades hombres
no han podido conseguir hasta ahora poner su sistema divino a cubierto de los ataques
de la incredulidad. Aunque han respondido sin descanso a las objeciones que se les ha
hecho, no han sabido ni levantarlas ni destruirlas. Ayudados casi siempre por la
autoridad pública, no respondieron a las quejas de la razón sino con injurias,
denuncias, suplicios y persecuciones. Así es como han conseguido enseñorearse del
campo de batalla que sus adversarios nunca han podido disputarles abiertamente. A
pesar de las desventajas de un combate tan desigual, aunque los defensores de la
religión dispusiesen de toda clase de armas y pudiesen mostrarse al descubierto en
tanto que sus adversarios no tenían más arma que la razón y no podían ni mostrarse ni
servirse de todas sus fuerzas, estos últimos no han dejado de producir heridas
profundas a la superstición. Sin embargo, si hemos de creer a sus partidarios, la bondad
de la causa pone su sistema a cubierto de todos los golpes que pueda recibir, y han

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respondido mil veces de manera victoriosa a las objeciones que sin cesar se han
renovado contra ellos.

Pese a tanta seguridad, los vemos alarmadísimos cada vez que un nuevo combatiente
se apresta. Este puede servirse con éxito de las objeciones más comunes y más trilladas,
puesto que es evidente que hasta ahora no ha sido posible destruirlas ni oponer a ellas
razones satisfactorias. Para convenceros, señora, de lo que os adelanto aquí, solo tenéis
que comparar las dificultades más simples, más ordinarias, que el sentido común
opone a la religión, con las pretendidas soluciones que se dan, y reconoceréis que las
dificultades, palmarias incluso para los niños, jamás han podido ser levantadas por los
doctores más curtidos; sólo encontraréis en sus respuestas distinciones sutiles,
subterfugios metafísicos, una verborrea ininteligible que no puede ser el lenguaje de la
verdad y que demuestra el embarazo, la impotencia y la mala fe de los que están
interesados en sostener una causa desesperada. En una palabra, las objeciones que se
hacen a la religión son claras y al alcance de todos, mientras que las respuestas que se
dan son oscuras, embrolladas, poco satisfactorias para las personas más habituadas a
esa jerga, si es que aquellos que dan estas respuestas entienden ellos mismos lo que
dicen.
Si consultáis a nuestros doctores, éstos no dejarán de hacer valer la antigüedad de su
doctrina, que siempre ha aguantado pese a los ataques de los «herejes», de los
«descreídos», de los «impíos» y pese a la persecución de los «paganos». Poseéis,
señora mía, demasiadas luces para no daros cuenta de que la antigüedad de una
opinión nada prueba a su favor. Si la antigüedad fuese una prueba de verdad, el
cristianismo se vería obligado a ceder ante el judaísmo, y éste, por el mismo motivo,
cedería ante la religión de los egipcios o de los caldeos, es decir, ante la idolatría, que
fue muy anterior a Moisés. Hemos creído durante miles de años que el sol giraba
alrededor de una tierra inmóvil; no es menos cierto que el sol está inmóvil y que la
tierra gira en torno a él. Por otro lado, es evidente que el cristianismo no es hoy lo que
era antaño. Los continuos ataques que esta religión ha soportado de parte de los
«herejes» prueban que nunca ha podido haber armonía entre los partidarios de un
sistema divino que pecaba en sus principios. Al menos algunas partes de este sistema
celestial han disgustado a los mismos que admitían todo el resto. Si los «incrédulos»
han atacado a menudo la religión inútilmente, es porque las mejores razones resultan
inútiles contra la ceguera de la superstición apoyada por la autoridad pública, o contra
la corriente de opinión y de costumbre que arrastra a los hombres. A la vista de las
persecuciones que la Iglesia ha sufrido por parte de los paganos, sería conocer bien
poco los efectos del fanatismo y de la obstinación religiosa no comprender que la
tiranía sólo ha servido para excitarlos y extenderlos más y más.
No estáis hecha para ser engañada por los nombres y las autoridades. Os agobiarán
con los testimonios multiplicados de muchos sabios ilustres, que no sólo han admitido
la religión cristiana, sino que además han sido sus defensores más acérrimos. Os
hablarán de santos «doctores», de grandes «filósofos», de poderosos «pensadores», de
«padres de la Iglesia», de sabios «intérpretes» que uno tras otro han apuntalado el
sistema religioso. No discutiré aquí sus luces, que no obstante se echan muy a menudo
en falta; me contentaré con repetiros que frecuentemente los mayores genios son tan

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poco clarividentes como el pueblo mismo en materia de religión, que no han examinado
las opiniones que enseñaban, sea porque jamás se han remontado hasta sus principios
—que hubiesen encontrado ruinosos si los hubiesen considerado sin prevención—, sea,
en fin, porque se han visto interesados en defender una causa a la que su propia suerte
iba ligada. De este modo, su testimonio es recusable, y su autoridad no puede ser de
mucho peso.
A la vista de los «intérpretes» y de los «comentaristas» que desde hace tantos siglos
han trabajado con tantas dificultades para esclarecer las leyes divinas, para explicar los
libros sagrados de los cristianos, para fijar los dogmas de la fe, sus propios trabajos nos
deben hacer sospechosa la religión que se funda sobre esos libros y que predica esos
dogmas: nos demuestran que las obras que emanan del Ser Supremo son oscuras,
incomprensibles, y que tienen necesidad de ayudas humanas para ser entendidas por
aquéllos a quienes la divinidad quería descubrir sus voluntades. Las leyes de un Dios
sabio deben ser simples y claras; sólo las leyes defectuosas tienen necesidad de ser
interpretadas.
No es, pues, señora, a esos intérpretes a quién os tenéis que dirigir; es a vos misma, a
vuestra razón, a quién tenéis que consultar. Se trata de vuestra felicidad, de vuestra
tranquilidad; estos asuntos son demasiado serios para dejar su decisión en manos de
otros diferentes de vos.
Si la religión es tan importante como aseguran, merece sin duda la mayor atención;
si la religión tiene que influir sobre la felicidad de los hombres tanto en este mundo
como en el otro, nada hay que nos interese más vivamente y que exija un examen más
maduro. ¿Hay algo más extraño que la conducta que mantienen la mayor parte de los
hombres? Convencidos íntimamente de la necesidad de la religión y de su importancia,
nunca se ha tomado la molestia de profundizar en ella; la siguen por rutina y por
costumbre; la reverencian, se someten a ella, gimen bajo su peso sin preguntarse por
qué; finalmente se dirigen a otros para que los examinen, y aquéllos a cuyo juicio se
confían ciegamente son precisamente los que les deberían resultar más sospechosos:
son los sacerdotes los que tienen poder para juzgar exclusivamente y sin apelación un
sistema evidentemente inventado para utilidad de los sacerdotes. ¿Pero qué nos dicen
estos sacerdotes? Claramente interesados en mantener las opiniones recibidas, nos las
presentan como «necesarias» para el bien común, como «útiles» y «consoladoras»
para cada uno de nosotros, como íntimamente «ligadas» a la moral, como
«indispensables» para la sociedad; en una palabra, como algo de «extrema
importancia». Después de advertirnos de ese modo, nos prohíben acto seguido
examinar algo tan importante de conocer. ¿Qué pensar de una conducta tal? Hay que
acabar pensando que quieren engañaros, que temen el examen sólo porque la religión
no podría pasarlo, y que tienen miedo de una razón que podría desvelar los más
funestos proyectos del sacerdocio contra el género humano.
Así pues, señora, no podría repetíroslo demasiadas veces: inquirid por vos misma,
haced uso de vuestras luces. Buscad la verdad en la sinceridad de vuestro corazón,
haced callar al prejuicio, endureceos ante la costumbre, desconfiad de la imaginación.
Entonces, de buena fe con vos misma, sopesareis con mano segura las opiniones de la
religión. Venga de donde venga, únicamente estaréis conforme con aquello que resulte
convincente a vuestro espíritu, que dé satisfacción a vuestro corazón, que esté de

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conformidad con la sana moral, que tenga la aprobación de la virtud. Rebatiréis con
desprecio lo que choque con vuestra razón, rechazaréis con horror esos conceptos
criminales y perjudiciales para la moral que la religión se esfuerza en hacer pasar por
virtudes sobrenaturales y divinas.
Pero, ¿qué digo? Amable y sabia Eugenia, examinad con rigor las ideas que espero
presentaros a una orden vuestra. Que vuestra confianza en mi, que vuestro recelo ante
mis cortas luces no os cieguen sobre mis opiniones; las someto a vuestro juicio.
Discutid, combatid, no os rindáis nunca hasta que no creáis haber hallado la verdad.
Mis sentimientos no son ni oráculos divinos ni opiniones teológicas a las que no me
está permitido apelar. Si digo la verdad, adoptad mis ideas; si me equivoco, indicadme
mis errores y estaré dispuesto a reconocerlos y a firmar mi propia condena. Será dulce
en extremo para mí aprender de vos, señora, unas verdades que en vano he buscado
hasta este momento en los escritos de nuestros doctores. Si tengo ahora alguna ventaja
frente a vos, únicamente es debida a la tranquilidad de la que gozo y de la que
desgraciadamente vos estáis privada en este instante. Las penas del espíritu, las
inquietudes, los accesos de devoción que perturban vuestra alma os impiden de
momento ver las cosas con sangre fría y hacer uso de vuestras propias luces. Pero no
dudo en absoluto que pronto vuestra alma, apuntalada por la razón contra las vanas
quimeras, recuperará su vigor natural y la superioridad que le pertenece. Hasta ese
momento, que preveo y que deseo, me consideraría muy feliz si mis reflexiones
contribuyen a devolveros esa tranquilidad de espíritu necesaria para el sano juicio y sin
la cual no existe la felicidad.
Bien tarde me percato de la longitud de mi carta; espero, señora, que me la
perdonaréis, tanto como mi franqueza. Una y otra os demostrarán, al menos, el vivo
interés que me produce vuestra penosa situación, el sincero deseo que siento de hacerla
desaparecer, lo apasionadamente que deseo veros devuelta a vuestra serenidad
acostumbrada. Sólo necesitaba unos motivos tan acuciantes para determinarme a
romper mi silencio; eran necesarias vuestras órdenes positivas para obligarme a daros
conversación sobre cuestiones que, una vez bien examinadas, no merecen apenas la
atención de una buena inteligencia. Me había impuesto la norma de nunca dar mis
opiniones sobre religión: la experiencia me ha enseñado muchas veces que querer
desengañar unos espíritus prevenidos es la más inútil de las empresas. Bien lejos estaba
de pensar que algún día tuviese que escribir sobre estas cuestiones. Sólo vos, señora,
podíais vencer mi indolencia y obligarme a cambiar de resolución. Eugenia afligida,
atormentada por los remordimientos, dispuesta a lanzarse a una devoción molesta para
los demás sin que la haga más feliz a ella misma, me honra con su confianza, me pide
consejo, me exige que hable. Vamos pues —me he dicho—, escribamos para Eugenia,
intentemos devolverle la tranquilidad perdida, esforcémonos con ardor por aquella de
cuya felicidad depende la felicidad de tantos.
Tales son, señora, los motivos que pondrán por algún tiempo la pluma en mi mano.
Hasta el momento en que os veáis libre de engaños, me atrevo a presumir que no me
miraréis con los mismos ojos con que los sacerdotes y los devotos quisieran que se viera
a todos aquellos que tienen la temeridad de contradecir sus ideas. De creerlos, todo
hombre que se declara contra la religión es un mal ciudadano, es un frenético armado
para justificar sus pasiones, un perturbador de la tranquilidad pública, un enemigo de

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sus conciudadanos para el que ningún castigo sería demasiado riguroso. Mi conducta
os es conocida, la confianza con que me honráis es suficiente disculpa. Escribo sólo
para vos, es para disipar las nubes que oscurecen vuestra alma el motivo por el que os
comunico unas reflexiones que, sin razones tan acuciantes, habría guardado para
siempre en mi interior. Si el azar las hiciera caer en manos diferentes a las vuestras y les
fueran de alguna utilidad, me felicitaría por haber contribuido a hacerlos felices
devolviendo sus espíritus perdidos a la razón, dándoles a conocer la verdad,
desenmascarando las imposturas que tornan desgraciadas a tantas personas sobre la
tierra.
En una palabra; someto mis razones a vuestras luces, confío plenamente en vuestra
discreción y me atrevo a presumir que mis ideas, después de daros confianza contra los
vanos terrores a los que os veo actualmente entregada, os convencerán plenamente de
que esta religión que se muestra a los hombres como lo más grande, lo más importante,
lo más útil, no es sino un amasijo de absurdidades que sólo sirve para confundir las
ideas y turbar los ánimos, y sólo aporta ventajas a aquellos que se sirven de ella para
dominar al género humano. En pocas palabras, me equivocaré si no os demuestro del
modo más claro que la religión es falsa, inútil, peligrosa, y que la moral es lo único
digno de ocupar sus espíritus y de inflamar sus almas. Entraré en materia en mi
primera carta. Me remontaré a los principios, y presumo que en el curso de esta
correspondencia os demostraré que las cuestiones que la teología se esfuerza en
complicar y de envolver en nubes para hacerlas más respetables y más sagradas, son
non sólo susceptibles de ser entendidas por vos, sino que incluso pueden ser puestas al
alcance de cualquiera que goce del sentido común más corriente.
Si mi franqueza os parece demasiado brusca, fijaos en vos misma, señora. Ha sido
necesario que os hablase claramente. He creído que debía oponer un remedio poderoso
y rápido a la enfermedad que veía que os atacaba. Por lo demás, me atrevo a esperar
que bien pronto me estaréis agradecida por haber disipado los desagradables fantasmas
que infestaban vuestro espíritu; mis esfuerzos por retornaros la calma os probarán al
menos el interés que tomo en vuestra felicidad, mi celo por serviros y el respeto con el
que soy, etc.

Carta II

Sobre las ideas que la religión nos da sobre la divinidad

Toda religión es un sistema de opiniones y de conducta fundado sobre nociones


verdaderas o falsas que extraemos de la divinidad. Para juzgar la verdad de nuestro
sistema, hay que examinar sus principios, ver si están de acuerdo los unos con los otros
y asegurarse de que todas las partes se prestan ayuda mutua.
Una religión, para ser «verdadera» tiene que proporcionarnos ideas «verdaderas»
de Dios; sólo nuestra razón nos permite juzgar si las ideas que la teología nos
proporciona de ese ser y de sus atributos son verdaderas. La verdad, para los hombres,

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no es sino la conformidad con la razón. De este modo, es precisamente esa razón que
quisieran prohibirnos la única que puede en última instancia permitirnos juzgar sobre
las verdades que la religión nos propone. El verdadero Dios sólo puede ser aquél que
esté más conformidad con la razón, el verdadero culto sólo puede ser aquél que la razón
apruebe.
La religión sólo es importante por las ventajas que ofrece a los hombres. La mejor
religión sería la que hiciese disfrutar a aquellos que la profesaran los bienes más reales,
más extendidos y más duraderos. Una religión falsa no puede sino hacer disfrutar a sus
practicantes de unos bienes falsos, quiméricos y pasajeros. Es la razón la que tiene que
juzgar si las ventajas que proporciona son reales o imaginarias. De este modo, es a la
razón a quien toca decidir si una religión, un culto o un sistema de conducta es
ventajoso o perjudicial para el ser humano.
A partir de estos principios incontestables es como voy a examinar la religión de los
cristianos. Comenzaré por analizar las ideas que nos proporciona de la divinidad, que
presume darnos a conocer de modo más perfecto que todas las demás religiones del
mundo. Examinaré si esas ideas están de acuerdo las unas con las otras, si los dogmas
que esta religión enseña guardan verdaderamente conformidad con sus ideas
fundamentales y pueden conciliarse con ellas, si la conducta que prescribe responde a
las nociones que nos da de la divinidad.
Finalmente, terminaré este examen haciendo el de las ventajas que la religión
cristiana procura al género humano; ventajas que, según sus partidarios, superan
infinitamente a todas las que resultan del resto de religiones de la Tierra.
La religión cristiana admite como base de su creencia la existencia de un Dios único.
Nos lo define como un puro espíritu, una inteligencia eterna, independiente, inmutable,
que lo puede todo, que lo hace todo, que lo prevé todo, que llena todo con su
inmensidad, que ha creado de la nada el mundo y todo lo que éste contiene, que lo
conserva y lo gobierna a partir de las leyes de sus sabiduría, de su bondad, de su
justicia, de las infinitas perfecciones que vemos resplandecer en todas sus obras.
Tales son las ideas que el cristianismo nos proporciona de la divinidad. Veamos si
concuerdan con las otras nociones que nos presenta ese sistema religioso que pretende
haber sido revelado por Dios mismo, es decir, contener sólo él unas verdades que Dios
ha mantenido ocultas al resto del género humano, para el cual la esencia de éstas ha
permanecido velada.
De este modo, la religión cristiana se funda sobre una revelación particular. ¿A quién
le fue hecha esta revelación? Primeramente a Abraham, y seguidamente a su
descendencia. El Dios del universo, el padre de todos los hombres, sólo ha querido
darse a conocer a los descendientes de un caldeo, que durante miles de años han sido
los poseedores exclusivos del conocimiento del verdadero Dios.
Como resultado de su bondad especial, el pueblo judío ha sido durante largo tiempo
el que ha gozado de un conocimiento igualmente necesario a todos los hombres. Sólo
existió este pueblo que supiera a qué atenerse sobre el ser supremo; todas las otras
naciones erraban en las tinieblas o tenían únicamente ideas informes, ridículas o
criminales del soberano de la naturaleza.

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Así, desde el primer paso, vemos que el cristianismo destruye la bondad y la justicia
de su Dios. Una revelación particular anuncia un Dios parcial, que favorece alguno de
sus hijos en detrimento del resto, que sólo tiene por consejero a su capricho y no al
mérito real, que —incapaz de lograr la felicidad de todos los hombres— sólo muestra su
ternura a unos individuos que no tienen más títulos para complacerle que el resto. ¿Qué
diríais de un padre que, a la cabeza de una familia numerosa, sólo tuviese ojos para uno
de sus hijos, no se mostrara sino a él sólo y al cual le supiese mal que los otros no
reconocieran sus facciones aunque él por su lado jamás les hubiese permitido acercarse
a su persona? ¿No acusaríais a un padre así de caprichoso, de cruel, de poco razonable y
de loco si hiciese experimentar su cólera a unos hijos que él mismo habría excluido de
su presencia? ¿No lo acusaríais de una injusticia de la que sólo serían capaces los más
insensatos de nuestra especie, si los castigase por no haber cumplido unas órdenes que
él no había querido darles?
Concluid pues conmigo, señora, que cualquier revelación particular supone no un
buen Dios, imparcial, equitativo; sino un tirano injusto e insólito que, si bien muestra
bondad y preferencia por alguna de sus criaturas, es en cambio muy cruel con todas las
demás. Visto esto, la revelación no prueba la bondad, sino el capricho y la parcialidad
de un Dios que la religión nos ha dicho que está lleno de sabiduría, de buena voluntad y
de equidad, y que nos presenta como el padre común de todos los habitantes de la
Tierra. Si el interés y el amor propio de aquellos a los que ampara les hacen admirar los
profundos designios de un Dios porque éste los cubre de favores en perjuicio de sus
semejantes, debe parecer bien injusto en cambio a todos aquellos que son víctimas de
su parcialidad. Sólo el orgullo ha podido hacer creer a algunos hombres que ellos eran,
con la exclusión de todos los demás, los hijos predilectos de la providencia. Cegados por
su vanidad, no se han percatado que suponer que ésta podía amar con preferencia a
algunos hombres o a algunas naciones desmentía su bondad universal e infinita;
deberían ser iguales a sus ojos si fuese cierto que son igualmente la obra de sus manos.
Sin embargo, todas las religiones del mundo se fundan sobre revelaciones
particulares. Del mismo modo que cada hombre tiene la vanidad de creerse el ser más
importante del universo, cada nación se siente persuadida de que debería disfrutar de
la ternura del soberano de la naturaleza con exclusión del resto. Si los indios se
imaginan que Brahma ha hablado, los judíos y los cristianos están convencidos de que
el mundo fue creado para ellos y que a ellos solos se ha revelado Dios.
Pero supongamos por un instante que ese Dios se haya manifestado realmente.
¿Cómo puede un puro espíritu hacerse sensible? ¿Qué forma ha podido tomar? ¿De qué
órganos materiales se puede haber servido para hablar? ¿Cómo un ser infinito ha
podido comunicarse a seres finitos? Me contestarán que para acomodarse a la debilidad
de sus criaturas, se ha servido del ministerio de ciertos hombres escogidos para
anunciar sus voluntades al resto; que los ha llenado con su espíritu, que ha hablado por
su boca. ¿Pero cómo concebir que un ser infinito pueda unirse con la naturaleza finita
del hombre? ¿Cómo puedo asegurarme de que aquél que se dice inspirado por la
divinidad no deja escapar sus propias fantasías o sus embustes como si fuesen oráculos
del cielo? ¿Qué medios hay para reconocer si es realmente Dios el que habla por su
boca? Me replicarán inmediatamente que Dios, para dar peso a las palabras de aquellos

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a los que ha escogido como sus intérpretes, les ha comunicado una porción de su
omnipotencia, y que éstos han obrado milagros que prueban su misión divina.
Y visto esto, me pregunto qué es un milagro. Me informan que es una operación
contraria a las leyes de la naturaleza fijadas por el propio Dios. A esto respondo que,
según las ideas que tengo de la sabiduría divina, me parece imposible que Dios —que es
inmutable— pueda cambiar algo de las sabias leyes que él mismo ha establecido. De lo
que concluyo que los milagros son imposibles, puesto que son incompatibles con las
ideas que tengo de la sabiduría y de la inmutabilidad del Dios del universo.
Por otra parte, los milagros serían inútiles para ese Dios. Si es todopoderoso, ¿no
puede modificar a su antojo los espíritus de sus criaturas? Para convencerlas y
persuadirlas, sólo tiene que desear que se convenzan y que se persuadan, no tiene más
que decirles las cosas claras, tangibles, demostradas, y éstas si rendirán a la evidencia;
no tendrá necesidad de milagros ni de intérpretes: la sola verdad basta para arrastrar a
los hombres.
Suponiendo sin embargo que estos milagros sean posibles y tengan utilidad, ¿cómo
puedo yo asegurarme de que la operación maravillosa que veo efectuar al intérprete de
la divinidad es conforme o contraria a las leyes de la naturaleza? ¿Estoy al tanto de
todas estas leyes? ¿Aquél que me habla en nombre de Dios no podría ejecutar por vías
muy naturales, pero que me son desconocidas, unas obras que me parecen
completamente extraordinarias? ¿Cómo puedo asegurarme de que no me engaña? Mi
ignorancia sobre sus secretos y sobre los recursos de su arte, ¿no me expone a las
artimañas de un hábil impostor que se haya servido del nombre de Dios para
inspirarme respeto y embaucarme? De este modo, los pretendidos milagros me tienen
que resultar sospechosos incluso cuando haya sido testigo de ellos. ¿Qué ocurrirá si
estos milagros se han obrado miles de años antes de mí? Me responderán que han sido
certificados por una multitud de testigos. Pero si ni siquiera puedo fiarme de mi mismo
cuando se trata de un milagro, ¿cómo podría fiarme de otros que podrían ser más
ignorantes o más estúpidos que yo, o que quizá estuviesen interesados en confirmar
mediante sus testimonios unos hechos desprovistos de realidad?
Por otra parte, si admito esos milagros, ¿qué pueden probarme? ¿Me harán creer
que Dios se ha servido de su omnipotencia para convencerme de cosas que son
contrarias a las ideas que debo formarme de su esencia, de su naturaleza, de sus divinas
cualidades? Si me he convencido de que Dios es inmutable, un milagro no me hará
creer que esté sujeto a cambio. Si estoy persuadido de que ese Dios es justo y bueno, un
milagro nunca me hará creer que pueda ser injusto y malvado. Si estoy imbuido de la
idea de su sabiduría, todos los milagros del mundo no me convencerán de que ese Dios
pueda hablar o actuar como un insensato. ¿Diría alguien que la divinidad consiente en
hacer unos milagros que la destruyen a ella misma, o que sirven para destruir en el
espíritu de los hombres las ideas que deberían tener de sus infinitas perfecciones?
Sin embargo, es lo que sucedería si Dios hiciese o diese el poder de hacer milagros a
favor de una revelación particular. Desviaría entonces el curso de la naturaleza para
hacer saber al universo que es caprichoso, parcial, injusto y cruel; utilizaría su
omnipotencia con la finalidad de mostrar que carece de bondad hacia el mayor número
de sus criaturas; haría una vana muestra de su poder para enmascarar su impotencia
para convencer a los hombres mediante un solo acto de su voluntad; en definitiva,

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perturbaría las leyes eternas e inmutables de la naturaleza para mostrar que él mismo
puede cambiar y para anunciar al género humano unas importantes novedades de las
que, pese a su bondad, le había privado durante largo tiempo.
De este modo, de cualquier manera que contemplemos la revelación, por
cualesquiera milagros que la supongamos apoyada, será siempre contraria a las ideas
que se nos dan de la divinidad. Nos hará ver que es injusta, que se comporta de modo
arbitrario, que para otorgar sus favores sólo consulta a sus caprichos, que puede
cambiar de conducta, que no ha podido infundir de una sola vez a todos los hombres los
conocimientos que les eran necesarios ni llevarlos a la perfección de la que eran
susceptibles. A partir de lo cual veis, señora, que la suposición de una revelación jamás
podrá estar en consonancia ni con la bondad infinita, ni con la justicia infinita, ni con la
omnipotencia infinita, ni con la inmutabilidad del soberano del universo.
No dejarán de deciros que el creador de todas las cosas, el monarca independiente
de la naturaleza, es el dueño de sus favores, que no debe nada a sus criaturas, que
puede disponer de ellos como le plazca sin injusticia y sin que éstas tengan derecho a
quejarse, que el hombre es incapaz de sondear la profundidad de sus decretos y que su
justicia no es la de los hombres.
Pero todas esas respuestas que nuestros teólogos tienen continuamente en la boca
sólo sirven para destruir cada vez más las ideas favorables que nos dan de la divinidad.
En efecto, resulta que Dios se conduciría según las máximas de un soberano fantasioso
que, contento de hacer el bien a algunos de sus favoritos, se creería con derecho a
descuidar al resto de sus súbditos y de hacerlos gemir en la más espantosa miseria.
Convendréis conmigo, señora, que sobre un modelo semejante no hay modo de
imaginar un Dios poderoso, justo, bienhechor, al que su omnipotencia le hace posible
procurar la felicidad a todos sus súbditos sin temer nunca agotar los tesoros de su
bondad.
Si se nos arguye que la justicia divina no se parece a la humana, contestaré que en
todo caso no estamos autorizados a calificar a Dios de «justo», puesto que nos es
imposible concebir algo de una cualidad diferente de aquello que nosotros llamamos
justicia en los seres de nuestra especie.
Si la justicia divina no tiene ningún parecido con la justicia humana, si esta justicia,
por el contrario, se asemeja a aquello que nosotros llamamos «injusticia», entonces
todas nuestras ideas se confunden y ya no sabemos ni lo que entendemos ni lo que
decimos cuando aseguramos que Dios es «justo». Según nuestras ideas humanas —que
sin embargo son las únicas que los hombres pueden tener— la justicia debe excluir
siempre los caprichos de la parcialidad, y nunca dejaríamos de considerar injusto y
vicioso a un soberano que, queriendo y pudiendo ocuparse de la felicidad de sus
súbditos, abandonase a una mayoría de ellos en la desgracia y reservase sus beneficios a
aquellos que su fantasía prefiere sobre todos los demás.
A la vista de que se nos dice que Dios no debe nada a sus criaturas, este atroz
principio destruye toda idea de justicia y de bondad y tiende a socavar visiblemente los
fundamentos de cualquier religión. Un dios bueno y justo debe la felicidad a todos los
seres a los que ha dado existencia. Dejaría de ser bueno y justo si los crease únicamente
para hacerlos desgraciados; estaría desprovisto de sabiduría y de razón si sólo les

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hiciese ver la luz para que fuesen víctimas de sus caprichos. ¿Qué pensaríamos de un
hombre que sólo engendrase hijos para tener el placer de sacarles los ojos y de
atormentarlos a placer?
Por otro lado, toda religión tiene como único fundamento los compromisos
recíprocos que se suponen entre Dios y sus criaturas. Si Dios no debe nada a éstas, si él
no se siente obligado a mantener sus compromisos con sus criaturas mientras que éstas
sí cumplen con los suyos, ¿de qué sirve la religión? ¿Qué motivos tendrán los hombres
para rendir homenaje o culto a la divinidad? ¿Se apresuraría alguien mucho en amar o
en servir a un señor que se creyese dispensado de todo deber hacia aquéllos que se
ponen a su servicio pensando en el salario que les había prometido?
Fácil es ver que estas ideas destructivas sobre la justicia divina que se nos han dado
sólo se fundan sobre un prejuicio fatal que ha persuadido al común de los hombres de
que un gran poder tiene necesariamente que dispensar al que lo posee de las leyes de la
equidad, que la fuerza puede otorgar el poder de obrar mal, y que nadie puede pedir
cuentas de sus acciones a un hombre bastante poderoso para perseguir todos sus
caprichos.
Estas nociones están claramente tomadas de la conducta de los tiranos que, desde el
momento en que tienen poder ilimitado, no conocen más reglas que sus propias
fantasías y se imaginan que la justicia no está hecha para ellos.
Sobre este espantoso modelo nuestros teólogos han conformado al dios cuya justicia
sin embargo aseguran, mientras que si la conducta que se le atribuye fuese verdadera,
nos veríamos obligados a considerarlo el más injusto de los tiranos, el más parcial de
los padres, el más caprichoso de los príncipes; en una palabra, como al más temible de
los seres y el menos digno de estima que nuestro espíritu pueda concebir.
Se nos dice que el dios que ha creado a todos los hombres sólo ha querido darse a
conocer a un pequeño número de ellos; que mientras ese pequeño número goza en
exclusiva de sus bondades, todo el resto es objeto de su cólera, y que sólo los ha creado
para dejarlos en la oscuridad para castigarlos de la manera más cruel. Vemos cómo esos
rasgos nefastos de la divinidad se entrevén en toda la economía de la religión cristiana;
los encontramos en todos los libros que se pretenden inspirados; los encontramos en
los dogmas de la predestinación y de la gracia.
En una palabra, todo en la religión nos advierte de un dios despótico que se
esfuerzan en vano por presentarnos como justo, mientras que todo aquello que se nos
ha dicho sobre él no es sino prueba de sus injusticias, sus caprichos tiránicos, sus
antojos a menudo crueles, su parcialidad funesta para el mayor número de humanos.
Cuando examinamos con detenimiento su conducta desordenada a los ojos de cualquier
hombre razonable, creen que nos cierran la boca diciendo que ese dios es
todopoderoso, que es dueño de sus favores, que no debe nada a nadie, que somos
gusanos sin derecho a criticar sus acciones; acaban por intimidarnos con la penitencia
de los horribles e injustos castigos que reserva para aquellos que osen murmurar.
Es fácil comprobar la debilidad de estos argumentos. El poder no puede nunca
conferir el derecho de violar la equidad. Un soberano, por poderoso que sea, no es
menos reprensible cuando únicamente sigue su capricho para recompensar o castigar;
podremos temerle, adularle, rendirle serviles homenajes, pero nunca podremos amarlo

19
sinceramente, servirlo con ternura, contemplarlo como modelo de justicia y de bondad.
Si los que se benefician de sus acciones lo encuentran equitativo y bueno, los que
experimentan sus caprichos y su dureza no podrán evitar detestar en el fondo de su
corazón sus espantosas injusticias.
Si se nos dice que somos como lombrices de tierra con respecto a Dios, o que
estamos en sus manos como un tiesto en las de un alfarero. Afirmaré que en ese caso no
pueden existir relaciones ni deberes morales entre la criatura y su creador; concluiré
que la religión es inútil, puesto que la lombriz de tierra no debe nada al hombre que la
aplasta, y que el tiesto no puede deber nada al alfarero que lo ha modelado; y que
suponiendo que el hombre no fuera sino un tiesto de arcilla a los ojos de la divinidad,
no sería capaz de servirla, ni de glorificarla, ni de honrarla, ni de ofenderla.
Sin embargo se nos repite constantemente que el hombre puede hacer méritos y
perderlos ante su dios, de tiene que amarlo, servirlo, rendirle culto y homenaje. Se nos
asegura incluso que es el hombre lo único que la divinidad ha tenido en consideración
en todos sus esfuerzos, que por él ha creado el universo, que en su favor ha alterado
frecuentemente el orden de la naturaleza, que ese dios se ha revelado únicamente para
ser honrado, querido y glorificado por el hombre. En definitiva, siguiendo los principios
de la religión de los cristianos, Dios no deja de ocuparse ni un instante del hombre, de
esa lombriz de tierra, de ese tiesto de arcilla que ha modelado. Más aún, ese hombre es
lo bastante poderoso para influir sobre el honor, sobre la felicidad, sobre la gloria de su
dios; depende de él contentarlo o enfadarlo, merecer su favor o su odio, causarle placer
u ofenderlo, aplacarlo o enojarlo.

¿Veis, señora, las sorprendentes contradicciones de todos estos principios que sin
embargo sirven de fundamento a cualquier religión? En efecto, no hay ninguna que no
esté establecida sobre la influencia recíproca de Dios sobre el hombre y del hombre
sobre su dios. Nuestra especie —que tanto rebajamos y que anulamos, por así decir,
cada vez que tratamos de limpiar a la divinidad del reproche de ser injusto o parcial—;
esas débiles criaturas, a las que pretendemos que Dios no debe nada, de las que
aseguramos que Dios no tiene ninguna necesidad para su felicidad; la raza humana,
que nada es ante sus ojos, se encuentra de golpe en situación de desempeñar el mayor
papel en la naturaleza. Se convierte en necesaria para la gloria de su señor, es el objeto
único de todos sus cuidados, tiene el poder de regocijarlo o de afligirlo, puede ser
merecedora de su favor o provocar su cólera. Según estas nociones contradictorias, el
dios del universo, la fuente de toda felicidad, ¿no es realmente el más desgraciado de
los seres? Lo vemos continuamente expuesto a los insultos de los hombres, que lo
ofenden con sus pensamientos, con sus palabras, con sus actos, con sus omisiones; que
lo molestan y lo enojan con los caprichos de sus voluntades, con sus pasiones, con sus
deseos, con su misma ignorancia.
Si admitimos los principios del cristianismo, que suponen que la mayor parte del
género humano provoca la ira del Eterno y que pocos son los hombres que viven de
acuerdo con sus propósitos, ¿no resultará de ello necesariamente que entre la inmensa
multitud de seres que Dios ha creado para su gloria, no hay sino muy pocos que lo
glorifiquen y lo complazcan, mientras que todos los demás no hacen más que
disgustarlo, provocar su cólera, perturbar su felicidad, alterar el orden que él desea,
frustrar sus intenciones y obligarlo a cambiar sus inmutables designios?

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Estáis, sin duda, sorprendida por estas contradicciones que se encuentran desde el
primer momento al examinar la religión. Me atrevo a predeciros que vuestra confusión
no hará sino aumentar a medida que progreséis. Si examináis con sangre fría las ideas
que nos da la revelación común a judíos y a cristianos, que está contenida en los libros
que denominamos «sagrados», encontraréis que la divinidad que habla está siempre en
contradicción con ella misma, que se destruye con sus propias manos, que está
continuamente ocupada en deshacer lo que ha hecho, en reparar su propia obra, a la
que no puede en un primer momento dar el grado de perfección que le gustaría
encontrar en ella. Dios nunca está contento con sus obras, y no puede —pese a toda su
omnipotencia— conducir al género humano al lugar que desea. Los libros que
contienen la revelación sobre la que se funda el cristianismo, os mostrarán por todos
lados un dios bueno que comete maldades, un dios todopoderoso cuyos proyectos
fracasan continuamente, un dios inmutable que cambia perennemente de conducta y
de máximas, un dios providente que se encuentra a cada instante pillado por sorpresa,
un dios sabio cuyas medidas jamás tienen éxito, un dios grande que se ocupa de
minucias pueriles, un dios que se basta a sí mismo y que sin embargo es celoso, un dios
fuerte que está lleno de suspicacia, vengativo y cruel; un dios justo que comete o
prescribe las más atroces iniquidades. En una palabra, un dios perfecto que nos
muestra imperfecciones y vicios que harían enrojecer al más malvado de los hombres.
He aquí, señora, el dios que la religión os ordena adorar «en espíritu y en verdad».
Reservo para otra carta el análisis de los libros santos que os han hecho considerar
como oráculos del cielo. Me doy cuenta que para ser la primera vez, quizás he disertado
demasiado tiempo, y no dudo de que en este momento ya os habréis percatado de que
un sistema fundado sobre una base tan poco sólida como es éste de un dios que
elevamos con una mano para rebajarlo con la otra, no puede tener nada de cierto, y sólo
puede ser considerado como un larga trama de errores y de contradicciones.
Soy, señora…

Carta III

Examen de las Sagradas Escrituras, de la economía de la religión


cristiana y de las pruebas sobre las que se funda el cristianismo

Habéis visto, señora, en mi carta precedente, las ideas incompatibles y


contradictorias que la religión nos da sobre la divinidad. Os habréis debido dar cuenta
de que la revelación que se nos presenta como efecto de su bondad y de su cariño hacia
el género humano no es realmente sino una prueba de injusticia y de parcialidad de la
que un dios infinitamente justo y bueno debería ser incapaz. Examinemos ahora si las
ideas que nos ofrecen los libros que encierran sus oráculos divinos son más razonables,
más consecuentes, más conformes a las perfecciones divinas. Veamos si los hechos que
la Biblia nos narra, si las reglas que nos prescribe en nombre de Dios mismo son
verdaderamente dignas de ese dios y llevan las marcas de una sabiduría, de una
bondad, de un poder y de una justicia infinitos.

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Estos libros inspirados se remontan al origen del mundo. Moisés, el confidente, el
intérprete, el historiador de la divinidad, nos aporta —por así decir— los testimonios de
la formación del universo. Nos informa de que el Eterno, aburrido de su inacción, la
abandona un buen día para crear el mundo que faltaba a su gloria. Para ello, saca la
materia de la nada; un espíritu puro produce una sustancia que nada tiene que ver con
él. Aunque ese dios lo llena todo con su inmensidad, aún encuentra el modo de hacer
sitio al universo y a todos los cuerpos materiales que éste contiene. Estas son, cuando
menos, las ideas que nuestros teólogos quieren que nos hagamos de la creación, si es
que es posible hacerse una idea clara y concebir cómo un espíritu puede producir
materia. Pero esta discusión nos llevaría a investigaciones metafísicas que tengo que
ahorraros. Será suficiente con deciros que podéis consolaros de no comprender nada a
la vista de que los pensadores más profundos que os hablen de la creación o la edicción
del mundo del seno de la nada no tienen una idea más precisa que la que os podéis
formar vos misma. Por poco que os toméis el trabajo de meditar, os daréis cuenta de
que casi siempre nuestros teólogos, en lugar de explicar las cosas, no hacen sino
inventar palabras que sólo sirven para hacerlas menos claras y para confundir todas las
ideas naturales.
No os cansaré tampoco detallando fastidiosamente los deslices que llenan el relato
de Moisés, que se nos quiere presentar como dictado por la divinidad. Si se lee con un
poco de atención, se encuentran a cada paso errores de física y de astronomía
imperdonables en un autor inspirado y que encontraríamos ridículos en un hombre que
hubiese estudiado o contemplado del modo más superficial la naturaleza. Encontráis,
por ejemplo, que la luz es creada antes que el sol, pese a que ese astro es evidentemente
la fuente de luz para nuestro globo. Encontráis el día y la noche establecidos antes de la
formación de ese mismo sol cuya sola presencia produce el día y cuya ausencia causa la
noche, y que en sus diferentes aspectos constituye la tarde y la mañana. Encontráis que
la luna es considerada un cuerpo luminoso por sí mismo y semejante al sol, mientras
que ese planeta es un cuerpo opaco que toma su luz del sol. Estos errores groseros son
suficientes para haceros ver que la divinidad que se reveló a Moisés no sabía que hacer
con la naturaleza que había sacado de la nada, y que vos tenéis más conocimiento sobre
ella que en su momento tuvo el propio creador del mundo.
No se me escapa que nuestros teólogos tienen preparada una respuesta para estas
dificultades que parecen atacar la ciencia divina y ponerla muy por debajo de la de
Galileo, Descartes, Newton e incluso los jóvenes que han estudiado a penas los
primeros elementos de la física: Nos dirán que Dios, para hacerse comprender por los
judíos salvajes y groseros, se conformó a sus ideas informes y al lenguaje falso y poco
correcto del vulgo. Esta solución, que parece triunfante a nuestros doctores y que
emplean a menudo cuando se trata de justificar la ignorancia y las ideas vulgares de las
que se sirve la Biblia, no nos causa ningún respeto. Contestaremos que un dios que sabe
todo y que puede todo habría podido rectificar con una sola palabra las ideas falsas del
pueblo al que quería ilustrar, y ponerlo en situación de conocer la naturaleza de las
cosas con mayor perfección que los hombres más hábiles que han venido después. Si se
pretende que la revelación no está pensada para hacer a los hombres sabios, sino para
hacerlos piadosos, yo diría que la revelación no está hecha para establecer ideas falsas,
que seria indigno de Dios utilizar el lenguaje de la mentira o de la ignorancia; que la
ciencia de la naturaleza, lejos de ser perjudicial para la piedad, es —según la opinión de

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los teólogos— lo más adecuado para mostrar la grandeza de Dios; que la religión sería
inamovible si estuviese de acuerdo con la verdadera ciencia, que no tendríamos
objeción ninguna contra el relato de Moisés y contra la física de la santa Escritura si no
encontrásemos en ella nada que no fuese continuamente confirmado por la experiencia,
la astronomía y las demostraciones de la astronomía. Sostener lo contrario, y decir que
Dios se complace en confundir los conocimientos de los hombres y en hacerlos inútiles,
es pretender que le gusta hacernos ignorantes, timarnos, y que condena los progresos
del espíritu humanos de los que le suponemos autor. Pretender que Dios se ha visto
obligado a acomodarse en la Escritura al lenguaje humano, es pretender que no ha
querido comunicar más luces a aquellos a los que ha querido ilustrar o que no ha
querido hacerles capaces de comprender el lenguaje de la verdad. Es una observación
que conviene no perder de vista en el examen de los libros revelados, en los que
encontraremos en cada página que Dios se expresa de una manera indigna de él. Un
dios todopoderoso, en lugar de rebajarse a hablar el lenguaje de los ignorantes, ¿no
podría iluminarlos hasta el punto de que entendieran un lenguaje más verdadero, más
noble, más conforme a las ideas que se nos han sido dadas sobre la divinidad? Un
maestro hábil pone poco a poco a sus discípulos en situación de entender lo que quiere
enseñarles; un dios debe poder infundir al momento toda la sabiduría que ha decidido
darles.
Sea como sea, siguiendo el Génesis, Dios, después de crear el mundo, produjo al
hombre del limo de la tierra; sin embargo, se nos asegura que lo hizo «a su imagen».
¿Pero cuál es la imagen de Dios? ¿Cómo el hombre —que es material al menos en
parte— puede representar un puro espíritu que excluye toda materia? ¿Cómo su alma
tan imperfecta puede haber sido formada sobre el modelo de un alma perfecta, tal
como tenemos que suponer que sea la del creador del universo? ¿Qué semejanza, qué
proporciones, qué relaciones puede haber en un alma finita y revestida de un cuerpo, y
el creador, que es un espíritu infinito? He aquí, sin duda, grandes dificultades que hasta
este momento han parecido imposibles de resolver, y que probablemente mantendrán
ocupados por mucho tiempo a todos aquellos que se esfuerzan por entender el sentido
incomprensible del libro mediante el que Dios quiso instruirnos.

¿Pero por qué ha creado Dios al hombre? Lo hizo porque quiso poblar el universo de
seres inteligentes que le rindieran homenaje, que fueran testigos de sus maravillas, que
lo glorificasen, que pudieran meditar y contemplar sus obras y merecer sus favores por
su sumisión a sus leyes. He aquí, pues, el hombre convertido en necesario para la
grandeza de su dios que, sin él, viviría sin gloria, que no recibiría homenajes, que sería
el triste soberano de un imperio sin súbditos, condición a la que su vanidad no sabría
acomodarse. Es inútil —pienso— que os señale hasta qué punto estas ideas no son
conformes a las que nos han dado de un ser que se basta a sí mismo y que, sin ayuda de
nadie, es soberanamente feliz. Todos los rasgos bajo los que la Biblia nos presenta a la
divinidad han sido siempre tomados en préstamo del hombre o de un monarca
orgulloso, y encontraremos invariablemente que en lugar de haber creado el hombre a
su imagen, es siempre el hombre el que ha hecho a dios a la suya, le ha dado su forma
de pensar, su propias virtudes, e incluso, sus propios vicios.
Pero en definitiva, este hombre que la divinidad acaba de crear para su gloria,
¿cumplirá fielmente los designios de su autor? Este súbdito que acaba de conseguir, ¿le

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será obediente, rendirá homenaje a su poderío, ejecutará sus voluntades? No hace nada
de todo esto: nada más ser creado, rebelde a las órdenes de su soberano, come de un
fruto prohibido que Dios había puesto en su camino para tentarle. Por este motivo atrae
la cólera divina sobre sí mismo y sobre toda su posteridad. De este modo anula de golpe
los grandes proyectos del Omnipotente que, habiendo creado al hombre sólo para su
gloria, resulta inmediatamente tan sorprendido por su conducta —que hubiera debido
prever— que se ve obligado a cambiar de sentimientos respecto a él, a convertirse en su
enemigo, a condenarlo junto con toda su descendencia —que aún no ha podido pecar—
a padecimientos sin número, a calamidades crueles, a la muerte —¡qué digo!— a unos
suplicios que ni la misma muerte puede terminar.
De este modo, el dios que quería ser glorificado, no lo es; parece que haya creado el
hombre sólo para ser ofendido por él y luego castigarlo.
En este relato fundado sobre la Biblia, ¿sois capaz de ver, señora mía, un dios
todopoderoso cuyas órdenes se cumplen siempre y cuyos planes son necesariamente
ejecutados? En un dios que tienta o que permite que seamos tentados, ¿veis un ser
bienhechor y sincero? En un dios que castiga a aquel que él mismo ha tentado o ha
permitido que lo fuese, ¿advertís equidad? En un dios que extiende su venganza sobre
aquellos que aún no han pecado, ¿percibís alguna sombra de justicia? En un dios que se
enoja de aquello que por necesidad tenía que ocurrir, ¿podéis suponer alguna
providencia? En los suplicios rigurosos destinados a que este dios se vengue de sus
débiles criaturas en este mundo y en el otro, ¿podéis percibir el más pequeño viso de
bondad?
Y sin embargo sobre esta historia —o mejor, sobre esta fábula— se fundamenta todo
el edificio de la religión cristiana. Si el primer hombre no hubiese desobedecido, el
género humano no habría sido objeto de su cólera y no habría tenido necesidad de un
redentor. Si el dios que todo lo sabe, que todo lo prevé, que todo lo puede, hubiera
impedido o previsto la caída de Adán, no habría sido necesario que este dios hubiese
hecho morir a su propio hijo inocente para apaciguarse a sí mismo. Los hombres para
los que había creado el universo habrían sido eternamente felices y jamás se habrían
expuesto a caer en desgracia ante la divinidad que exigía sus homenajes. En una
palabra, sin una manzana comida imprudentemente por Adán y su esposa, el género
humano no habría conocido la desventura, el hombre habría disfrutado sin
interrupción de la felicidad eterna a la que Dios le había destinado, y los designios de la
providencia sobre sus criaturas no habrían sido frustrados.
Sería inútil reflexionar sobre cuestiones tan extrañas, tan contrarias a la sabiduría, al
poder y a la justicia de la divinidad. Es suficiente con comparar los elementos que la
Biblia nos presenta para percibir sus incongruencias, sus absurdidades y sus
contradicciones. Vemos en todo momento un dios sabio que se conduce como un
insensato, que destruye su propia obra para reconstruirla más tarde, que se arrepiente
de lo que ha hecho, que actúa como si no hubiera previsto nada, que se ve forzado a
permitir lo que su omnipotencia no sabría impedir. En las Escrituras reveladas por tal
dios, éste no parece ocuparse más que de perjudicarse a sí mismo, de degradarse, de
envilecerse a los ojos de los hombres a los que quería espolear a rendirle culto y
homenaje, a turbar o a confundir el espíritu de aquellos a los que pretendía iluminar.

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Lo que acabamos de decir debería ser suficiente para que nos desengañarnos sobre
un libro que más bien parece destruir la divinidad que encerrar los oráculos dictados o
revelados por ella misma; evidentemente, todo lo que se derive de unos principios tan
irracionales sólo podrá ser un amasijo de absurdidades. Sin embargo, revisemos una
vez más los principales elementos que esta obra divina nos muestra continuamente.
Pasemos, pues, al «diluvio»: Los libros santos nos enseñan que, a despecho de las
voluntades del Todopoderoso, el género humano entero —ya castigado con
enfermedades, con accidentes y con la muerte— continúa entregándose a la más
extraña corrupción. Dios se enoja con él, se arrepiente de haber creado al hombre, cuya
corrupción sin duda no había previsto, y —antes que cambiar la mala disposición de su
corazón, que tiene entre sus manos— obra el mayor y más imposible de los milagros
para ahogar a la vez a todos los habitantes de la tierra, exceptuando sin embargo a
ciertos favoritos que destina a poblar el mundo renovado con una raza elegida que se
hará más agradable a Dios. ¿Sale airoso el Todopoderoso en este nuevo proyecto? No,
sin duda. La raza elegida salvada de las aguas del diluvio, sobre los restos de la tierra
destruida, comienza a ofender de nuevo al soberano de la naturaleza, se abandona a
nuevos crímenes, se entrega a la idolatría y —olvidando las consecuencias tan recientes
de la venganza celeste, no hace sino provocarla con sus crímenes. Para poner remedio,
Dios escoge como su favorito al idólatra Abraham, se muestra ante él, le ordena
renunciar al culto de sus padres y abrazar una nueva religión. Como prenda de su
alianza con él, el soberano de la naturaleza le exige una ceremonia dolorosa, ridícula,
incomprensible, a la cual este dios sensato quiere vincular sus favores. Como resultado,
la posteridad de este hombre escogido tiene que gozar para siempre de toda clase de
ventajas: será siempre objeto de la parcial ternura del Todopoderoso y será más
afortunada que las otras naciones, a las que el Cielo va a descuidar a partir de ese
momento para ocuparse solamente de ella.
Estas promesas tan solemnes no impiden que la raza de Abraham se convierta en
esclava de una nación proscrita y abominada por el Eterno; sus queridos aliados
experimentan los más duros tratos por parte de los egipcios. Pero Dios, que no había
podido protegerlos de la desgracia en la que habían caído, les envía un liberador o un
caudillo que obra los milagros más deslumbrantes para sacarlos de ella. A una voz de
Moisés, la naturaleza entera se ve trastocada. Dios, que se sirve de él para dar a conocer
sus voluntades; Dios, que puede crear el mundo y devolverlo a la nada, no puede, sin
embargo, doblegar al faraón. La obstinación de este príncipe hace fracasar diez veces la
omnipotencia divina cuyo depositario es Moisés. Después de intentar en vano
conmover a un rey al que él mismo se complace en endurecer, Dios se ve obligado a
salvar a su pueblo por los medios más vulgares: Le dice que huya después de haberle
aconsejado previamente que robe a los egipcios; éstos persiguen a los ladrones
fugitivos, pero Dios —que protege a los ladrones— ordena al mar que se trague a los
miserables que han tenido la temeridad de correr detrás de sus bienes.
La divinidad va a tener, sin duda, la oportunidad de quedar bien contenta del pueblo
que acaba de liberar con tan gran número de milagros. Pero, ¡ay! Ni Moisés ni el
Todopoderoso pueden solucionar su empecinamiento por los falsos dioses del país en el
que ese pueblo ha sido desgraciado; los prefieren al dios que les ha salvado. Todas las
maravillas que el Eterno obra cada día en beneficio de Israel no pueden vencer su
testarudez, más maravillosa y más inconcebible que los mayores milagros. Estas

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maravillas —que hoy se nos citan como pruebas convincentes de la misión divina de
Moisés, según confiesa el propio Moisés que nos las ha transmitido— fueron incapaces
de convencer al pueblo que fue testigo de ellas y no pudieron jamás producir los efectos
beneficiosos que Dios se había propuesto cuando las realizó.
La incredulidad, la obstinación, la corrupción constante del pueblo judío son, señora
mía, las pruebas más convincentes de la falsedad de los milagros de Moisés y de todos
los sucesores de éste a los que las Escrituras atribuyen un, como a él, un poder
sobrenatural. Si a pesar de esto pretendemos que estos milagros fueron constatados, al
menos nos veremos forzados a conceder que, según la propia Biblia, han sido
completamente inútiles, que la omnipotencia divina ha fracasado constantemente en
todos sus planes, que jamás ha podido hacer de los hebreos un pueblo sometido a sus
deseos.
Sin embargo, vemos como Dios se obstina continuamente en hacer a ese pueblo
digno de él. No lo pierde un instante de vista, le sacrifica naciones enteras, le permite la
rapiña, la violencia, la traición, el asesinato, la usurpación; en una palabra, le permite
todo aquello que puede conducirle a sus fines; le envía continuamente profetas,
hombres maravillosos que se esfuerzan vanamente en conducirlo de nuevo a su deber.
Toda la historia del Antiguo Testamento no nos muestra nada más que los vanos
esfuerzos de Dios para vencer la dureza de su pueblo. Para ello emplea beneficios,
milagros, rigor; tan pronto le entrega naciones enteras a las que ordena odiar, pillar y
exterminar, como permite a esas mismas naciones ejercer sobre sus favoritos las
mayores crueldades. Los pone en manos de sus enemigos, que son, sin embargo, los
enemigos del propio Dios. Los idólatras se convierten en señores de los judíos, les
hacen padecer los insultos, los desprecios y los rigores más inauditos, los obligan a
hacer sacrificios ante los ídolos y a violar la ley de su dios. La raza de Abraham se
convierte en presa de los impíos; asirios, persas, griegos y romanos le hacen padecer
sucesivamente los más crueles tratos y los más sanguinarios; Dios soporta que su
templo sea mancillado para castigar a los judíos.
En definitiva, para poner fin a las penas de su pueblo escogido, el espíritu puro que
ha creado el universo envía a su propio hijo. Se dice que lo había hecho anunciar por
medio de profetas, aunque de un modo muy adecuado para impedir que se le
reconociese al llegar. Este hijo de Dios se hace hombre por bondad hacia los judíos a los
que venía a iluminar, a liberar y a convertir en los más felices de los mortales. Revestido
de la omnipotencia divina, obra los más sorprendentes milagros, que sin embargo no
convencen a los judíos. Es todopoderoso excepto para convertirlos y liberarlos, y él
mismo se ve obligado a soportar un suplicio infamante y a perder la vida como un vil
delincuente. Dios es condenado a muerte por los mismos a quienes venía a salvar. El
Eterno endurece y ciega a aquellos a los que enviaba su propio hijo. No ha previsto que
sería rechazado... ¡Qué digo! Ha tomado medidas para que no se le reconociese y para
que su pueblo elegido no pudiese sacar provecho alguno de la venida del Mesías. En
una palabra: la divinidad parece haberse tomado las mayores molestias para que sus
proyectos tan favorables a los judíos pudieran anularse y volverse infructuosos.
Cuando alguien se extraña de una conducta tan rara y tan poco digna de una
divinidad, se nos dice que era necesario que sucediese de este modo para que se
cumpliesen las profecías que habían anunciado que el Mesías no sería reconocido y que

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sería rechazado y conducido a la muerte. ¿Pero por qué el dios que todo lo sabe y que
preveía la suerte de su bien amado hijo concibió el proyecto de enviarlo a los judíos,
habida cuenta que conocía que su misión sería inútil? ¿No era más sencillo no hacerlo
anunciar y no enviarlo? ¿No habría estado más de acuerdo con la omnipotencia divina
ahorrarse tantos milagros, tantas profecías, tantos trabajos en vano, tanta cólera y
sufrimientos a su propio hijo, haciendo de golpe a la especie humana tal como se la
quería?
Nos dirán que a la divinidad le hacía falta una víctima humana, que para reparar la
falta del primer hombre era necesaria nada menos que la muerte de otro dios, que el
dios único del universo sólo podía verse apaciguado por la sangre de dios de su hijo.
Replicaré en primer lugar que Dios sólo tenía que haber impedido que el primer
hombre cometiese esa falta, que de ese modo se hubiese ahorrado muchas
preocupaciones y penas, y que habría salvado la vida a su querido hijo. Replicaré que el
hombre sólo ha podido ofender a Dios porque Dios lo ha permitido y lo ha querido. Sin
examinar cómo es posible que Dios tenga un hijo que —siendo dios como él— este
sometido a la muerte, replicaré que es imposible ver una falta tan grave en el pecado de
la manzana, y que a duras penas se puede ver una proporción entre la injuria hecha a la
divinidad por comer una manzana y la muerte de su hijo.
Sé bien que me dirán que todo esto es un misterio, pero a mi vez, yo replicaré que los
misterios son palabras imponentes, imaginadas por hombres que no saben salir del
laberinto en el que sus falsos razonamientos y sus insensatos principios les han
enjaulado.
Sea como sea, se nos dice que el Mesías o el liberador de los judíos había sido
claramente predicho y señalado por las profecías contenidas en el Antiguo Testamento.
En este caso, preguntaré por qué los judíos no han reconocido a este hombre
maravilloso, a ese dios que Dios nos enviaba. Se me contestará que la obcecación de los
judíos también estaba prevista y que varios inspirados habían anunciado la muerte del
hijo de Dios. A esto replicaré que un dios sensato no hubiera debido enviarlo, que un
dios todopoderoso hubiera debido escoger medios más eficaces y más seguros para
conducir a su pueblo por el camino que quería trazarle. Si no quería convertir y liberar
a los judíos, era completamente inútil enviarles a su hijo y exponerlo a una muerte
segura y prevista.
No dejarán de responderme que la paciencia divina se cansó finalmente de los
excesos del pueblo judío, que el dios inmutable que había jurado una alianza eterna con
la raza de Abraham quiso al fin romper el trato que sin embargo había asegurado que
duraría para siempre. Pretenderán que ese dios había resuelto rechazar a la nación
hebrea para abrazar a los gentiles, odiados y despreciados por él durante cuatro mil
años. Contestaré que estos razonamientos son poco conformes con las ideas que hemos
de tener de un dios que no cambia, cuya misericordia es infinita, cuya bondad es
inagotable. Diré que en este caso el Mesías anunciado por los profetas judíos estaba
destinado a los judíos; tenía que ser su liberador, y no el destructor de su nación, de su
culto y de su religión. Si es posible sacar algo en claro de los oráculos oscuros,
equívocos, enigmáticos, simbólicos de los profetas de Judea que encontramos en la
Biblia; si hay manera de adivinar los logogrifos indescifrables que han sido adornados
con el pomposo nombre de profecías, veremos siempre que los inspirados —cuando

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están de buen humor— prometen a los judíos un reparador de los agravios, un
restaurador del reino de Judea, y no un destructor de la religión de Moisés. Si el Mesías
tenía que venir para los gentiles, no se trata del Mesías prometido a los judíos y
anunciado por sus profetas; si Jesús es el Mesías de los judíos, no ha podido ser el
destructor de su nación. Si me dicen que el propio Jesús ha dicho que había venido para
cumplir y no para abolir la ley de Moisés, tendré que preguntar por qué los cristianos ya
no siguen la ley de los judíos.
Así, se mire como se mire, Jesucristo no puede ser aquel que predijeron los profetas,
puesto que es evidente que vino solamente para destruir la religión de los hebreos, la
cual —aunque instituida por el propio Dios— había llegado a ser desagradable a sus
ojos. Si este dios inconstante, cansado del culto de los judíos, se arrepintió al final de su
injusticia hacia los gentiles, hubiera debido enviar a ellos a su hijo; al menos habría
ahorrado a sus antiguos amigos un espantoso deicidio, que él les forzó a cometer por el
hecho de no darles a conocer el dios que les había enviado. Por otro lado, es muy
disculpable que los judíos no hayan reconocido el Mesías que esperaban en un artesano
de Galilea que no tenía ninguno de los rasgos anunciados por los profetas y que durante
su vida no hizo felices ni liberó a sus conciudadanos.
«Hacía milagros», se nos dirá; «curaba enfermos, enderezaba a los cojos, devolvía la
vista a los ciegos, resucitaba a los muertos; finalmente se resucitó a sí mismo». Pues
muy bien, pero fracasó claramente en el único milagro que le había hecho descender a
la tierra: no pudo nunca persuadir ni convertir a los judíos que vieron los prodigios que
obraba diariamente. Pese a estos prodigios, lo llevaron ignominiosamente a la cruz; no
pudo, pese a todo su poder divino, librarse de la muerte; quiso morir para que los
judíos fuesen culpables, para tener el placer de resucitar al tercer día para confundir así
la ingratitud y la testarudez de sus conciudadanos. ¿Cuál fue el resultado? ¿Sus
conciudadanos estuvieron presentes en este gran milagro y finalmente lo reconocieron?
Para nada: Ni lo vieron. El Hijo de Dios, resucitado en secreto, sólo se mostró a sus
partidarios; sólo ellos afirman que conversaron con él, sólo ellos nos han transmitido su
vida y sus milagros. ¿Y quieren ahora que un testimonio tan sospechoso nos convenza
de la divinidad de su misión, al cabo de dieciocho siglos, mientras que sus
contemporáneos judíos no se convencieron en absoluto?
Nos contestan a eso que muchos judíos se convirtieron en vida de Jesucristo, que
después de su muerte se convirtieron muchos más, que los testigos de la vida y milagros
del hijo de Dios sellaron su testimonio con su propia sangre, que uno no muere para
dar testimonio de mentiras; que por efecto visible del poder divino, una gran parte de la
tierra se ha convertido en cristiana y persiste hasta el día de hoy en ese religión divina.
Pero en todo ello, yo no veo milagro alguno; sólo veo hechos que están de acuerdo
con el proceder ordinario del espíritu humano. Un diestro impostor, un charlatán hábil
puede encontrar fácilmente algunos partidarios entre un populacho grosero, ignorante
y supersticioso. Estos partidarios, arrastrados por sus consejos o seducidos por sus
promesas, consienten en abandonar una vida de penurias para seguir a un hombre que
les hace comprender que los convertirá en «pescadores de hombres», es decir, que
logrará que subsistan mediante los recursos de su arte a expensas de la siempre crédula
multitud. El charlatán, con ayuda de sus remedios, puede obrar curaciones que parecen
prodigiosas a unos espectadores ignorantes; estos lerdos ven en él, en el acto, a un

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hombre sobrenatural y divino. Él mismo adopta esta idea y confirma entre sus devotos
la alta opinión que han concebido de él; se muestra interesado en cultivarla entre sus
seguidores, el secreto de alimentar cuyo entusiasmo ha encontrado. Para ello, nuestro
empírico se hace predicador, habla mediante enigmas, mediante oscuras sentencias,
mediante parábolas, a una multitud que siempre admira lo que no comprende. Para
hacerse más agradable al pueblo, clama ante los miserables y los necios contra los ricos,
los notables, los sabios y sobre todo contra los sacerdotes, que en siempre fueron
avaros, imperiosos, poco caritativos y onerosos para el pueblo. Si sus discursos son
recibidos con solicitud por el vulgo —siempre triste, envidioso y celoso—, disgustan a
todos los que se ven objeto de las invectivas y de las sátiras del predicador popular. En
consecuencia, éstos le van buscando, le tienden trampas, intentan pillarlo en falta para
desenmascararlo de una vez por todas y vengarse de él. Él, a fuerza de fingimientos,
desprotege el flanco; a fuerza de milagros o de ilusiones, se descubre al fin. En ese
momento, se le prende y se le castiga, y como secuaces sólo le quedan unos pocos
idiotas que nada puede desengañar, unos partidarios habituados por él a llevar una
vida ociosa, unos expertos granujas que quieren continuar causando miedo a la gente
mediante ilusionismos parecidos a los de su antiguo amo, mediante arengas oscuras,
deshilvanadas, embrolladas y fanáticas, con discursos contra magistrados y sacerdotes.
Éstos, que tienen el poder en sus manos, acaban por perseguirlos, encarcelarlos,
azotarlos, castigarlos, llevarlos al suplicio. Ellos, como vagabundos acostumbrados a la
miseria, resisten todos estos obstáculos con una firmeza que ha menudo encontramos
en muchos delincuentes; en algunos, el valor se ve reforzado por el calor del fanatismo.
Esta firmeza sorprende, conmueve, enternece y enoja a los espectadores contra
aquellos que atormentan a unos hombres cuya constancia hace que sean considerados
como inocentes que podrían tener razón y para los que la piedad por otra parte resulta
útil. De este modo el entusiasmo se propaga y la persecución aumenta cada vez más el
número de partidarios de los que son perseguidos. Dejo en vuestras manos, señora mía,
el cuidado de aplicar la historia de nuestro charlatán y de sus partidarios al fundador, al
apóstol y a los mártires de la religión cristiana. Sólo con que la vida de Jesucristo —que
únicamente conocemos a través de sus apóstoles o de sus discípulos— haya sido
redactada con un poco de oficio, ya proporciona elementos suficientes para fundar
nuestras conjeturas.
Sólo quiero haceros observar que la nación de los judíos era conocida por su
credulidad, que los compañeros de Jesús fueron escogidos entre la hez del populacho,
que Jesús mostró siempre preferencia por el populacho con el que quiso, sin duda,
fabricarse una defensa contra los sacerdotes y que, en definitiva, Jesucristo fue
apresado como consecuencia del más brillante de sus milagros; y le vemos condenado a
muerte inmediatamente después de la resurrección de Lázaro que, según el propio
relato del Evangelio, que muestra los signos más evidentes de fraude a todo aquellos
que lo quiera examinar sin prejuicios.
Creo, señora, que lo que acabo de deciros basta para haceros ver la opinión que
deberíais tener del fundador de la religión cristiana y de sus primeros seguidores. Éstos
fueron o engañados o fanáticos que se han dejado seducir por quimeras y discursos de
acuerdo con sus deseos, o por impostores diestros que han sabido sacar provecho de las
supercherías de su antiguo maestro, al que han hecho revivir hábilmente para
establecer una religión que los ha hecho vivir a expensas de los pueblos, y que aún

29
mantiene en la abundancia a los que pagamos ricamente para que nos transmitan de
padres a hijos las fábulas, las visiones y los prodigios de los que Judea fue cuna.
La propagación de la fe cristiana y la constancia de los mártires no tienen nada de
sorprendente: el pueblo corre detrás de todo aquél que le hace ver maravillas, recibe de
él todo lo que éste se complace en contar, trasmite a sus hijos los cuentos que ha oído
relatar, y poco a poco, sus opiniones arrastran a soberanos, notables e incluso a los
sabios.
En cuanto a los mártires, su confianza no tiene nada de sobrenatural. Los primeros
cristianos, como todos los innovadores, fueron tratados por los judíos y por los paganos
como perturbadores del orden público. Estando ya suficientemente embriagados por el
fanatismo que su religión les inspiraba, persuadidos de que Dios estaba dispuesto a
coronarlos y a recibirlos en la morada eterna; en pocas palabras, viéndose el cielo
abierto —y convencidos de que el mundo iba a acabar— no es sorprendente que
tuviesen el valor de desafiar los suplicios, de soportarlos con constancia y de
menospreciar la muerte. A estos motivos, basados en sus opiniones religiosas, se unían
muchos otros que por su naturaleza siempre actúan sobre el espíritu humano. Aquellos
que, como cristianos, se encontraban presos y maltratados por su fe, eran visitados,
consolados, animados, agasajados, cubiertos de bienes por sus hermanos que les
prodigaban sus cuidados y socorros durante su detención, y que les rendían una especie
de culto después de su muerte. Los que, por el contrario, mostraban debilidad, eran
repudiados, despreciados, detestados, y cuando daban muestras de arrepentimiento, se
les obligaba a sufrir una penitencia rigurosa que duraba tanto como su vida. De este
modo, los motivos más poderosos se reunían para inspirar valor a los mártires, y ese
valor no es más sobrenatural que el que nos determina cada día a desafiar los peligros
más evidentes por miedo de deshonrarnos a los ojos de nuestros conciudadanos: una
cobardía nos expondría a la infamia para el resto de nuestros días. Nada hay de
milagroso en la constancia de un hombre al que, por un lado, se le muestra la felicidad
eterna y los mayores honores y que del otro se ve amenazado por odio, desprecio y
remordimientos duraderos.
Veis pues, señora, que no hay nada más fácil que destruir las pruebas mediante las
que los doctores cristianos establecen una revelación que encuentran tan bien
fundamentada. Los milagros, las profecías, los mártires, nada prueban. Todas las
maravillas que relatan el Antiguo y el Nuevo Testamento, si fueran verdaderas, no
probarían la omnipotencia divina, sino, por el contrario, la impotencia en la que se ha
visto continuamente la divinidad para convencer a los hombres de las verdades que
quería anunciarles. Por otro lado, suponiendo que esos milagros hubiesen producido
todo el efecto que Dios podía esperar, sólo podemos creer en ellos por la tradición y los
relatos de otros, que a menudo son sospechosos, incorrectos, exagerados. Los milagros
de Moisés sólo están atestiguados por Moisés o por los escritores hebreos interesados
en hacerlos creer al pueblo que querían gobernar. Los milagros de Jesús sólo están
atestiguados por sus discípulos, que buscaban hacer partidarios contando a un pueblo
crédulo unos prodigios cuyos testigos pretendían haber sido, o que quizás algunos de
ellos creían haber visto realmente. Los que engañan a los hombres no siempre son unos
bribones; a menudo son engañados por crédulos de buena fe. Por otra parte, creo
haberos probado de modo suficiente que los milagros repugnan a la esencia de un dios

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inmutable, tanto como a su sabiduría, que no le permitiría cambiar nada de las sabias
leyes que él mismo ha establecido. En definitiva, los milagros son inútiles porque los
que las Escrituras nos narran no han producido los resultados que Dios se había
propuesto.
La prueba que la religión cristiana obtiene de las profecías tampoco está mejor
fundamentada. Cualquiera que examine sin prejuicio esos pretendidos oráculos divinos
nunca encontrará en ellos otra cosa que una jerga ininteligible, absurda, deshilvanada,
completamente indigna de un dios que tuviese el propósito de mostrar su presciencia y
de instruir a su pueblo sobre el porvenir. No hay en toda la santa Escritura una sola
profecía bastante precisa para ser aplicada literalmente a Jesucristo. Para convenceros
de esta verdad, preguntad a los más sabios de nuestros doctores cuáles son las profecías
formales en las que tienen la dicha de descubrir al Mesías: veréis que solamente con la
ayuda de explicaciones forzadas, de figuras, de parábolas, de misticismo conseguirán
encontrarles algún sentido y aplicarlas al dios hecho hombre que nos hacen adorar.
Parece que la divinidad haya hecho sus predicciones sólo para que no se puedan
comprender en absoluto. En esos oráculos equívocos cuyo sentido es imposible de
penetrar, sólo encontramos el lenguaje de la embriaguez, del fanatismo y del delirio.
Cuando nos parece entrever algo con sentido, es fácil darse cuenta de que los profetas
querían referirse a sucesos acontecidos en sus tiempos o a personajes que les habían
precedido. Es así como nuestros doctores aplican gratuitamente a Cristo profecías o
mejor dicho, relatos hechos posteriormente sobre David, Salomón, Ciro, etc. Creen ver
el anuncio del castigo del pueblo judío en narraciones donde sin duda alguno sólo se
habla de la cautividad de Babilonia. En este hecho, muy anterior a Jesucristo, se creen
que se haya la predicción de la dispersión de los judíos, que se supone un castigo
evidente por su deicidio, y que actualmente querrían hacer pasar por una prueba
indudable de la verdad del cristianismo.
No es pues nada sorprendente que los judíos antiguos y modernos no hayan visto en
los profetas lo que nuestros doctores nos muestran o imaginan ver en ellos. El propio
Jesús no ha estado más acertado que sus predecesores en sus predicciones. En el
Evangelio, anuncia a sus discípulos de la manera más seria la destrucción del mundo y
el juicio final como sucesos muy próximos y que tenían que ocurrir antes de que la
generación entonces en vida hubiese perecido. Sin embargo, el mundo aún subsiste, y
no parece para nada en peligro de desaparecer. Cierto es que nuestros doctores
pretenden que, en la predicción de Jesucristo, se habla de la ruina de Jerusalén por
Vespasiano y por Tito. Pero sólo las personas que no han leído el Evangelio pueden
aceptar este cambio o quedar contentas con esta destrucción. Por lo demás, aunque la
aceptemos, será necesario al menos convenir que el propio hijo de Dios no ha sabido
profetizar con mayor claridad que sus oscuros predecesores.
En efecto, en cada página de unos libros sagrados que se asegura que han sido
inspirados por Dios mismo, este Dios parece que se revele únicamente para esconderse
mejor, que hable solamente para no ser entendido, que anuncie oráculos para que no
los podamos comprender ni aplicar, que obre milagros sólo para crear incrédulos, que
se manifieste a los hombres sólo para enturbiar su juicio y desviarlos de la razón que él
mismo les había dado. La Biblia nos pinta a ese dios como un seductor, un tentador, un
tirano lleno de sospechas que no sabe qué pensar sobre sus súbditos, que se divierte

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tendiendo trampas a sus criaturas, que las pone a prueba para tener el placer de
castigarlas por haber sucumbido a sus tentaciones. Ese Dios se dedica únicamente a
construir para destruir, a derribar para reconstruir. Como un niño que se cansa de sus
juguetes, deshace sin cesar lo que ha hecho, rompe lo que había sido objeto de sus
deseos. No hay ninguna previsión, ninguna constancia, ninguna armonía en su
conducta; no hay cohesión ni claridad en sus discursos. Si actúa, tan pronto aprueba lo
que ha hecho, como se arrepiente de ello. Se enoja y se enfada por algo que ha
permitido hacer. Tolera, pese a su poder infinito, que el hombre lo ofenda; consiente
que Satán, su criatura, estropee todos sus proyectos. En una palabra, los libros
revelados de los cristianos y de los judíos parecen pensados únicamente para hacer
inseguras o incluso para destruir las cualidades que se atribuyen a la divinidad y que
aseguran que constituyen su esencia. Toda la Sagrada Escritura, el sistema entero de la
religión cristiana, parece basado en la impotencia en que Dios se encuentra para hacer
al género humano tan sensato, tan bueno y tan feliz como quisiera. La muerte de su hijo
inocente inmolado en su venganza ha sido inútil para la mayor parte de los habitantes
de la Tierra; casi todo el género humano, pese a los continuos esfuerzos de la divinidad,
continua ofendiéndola, frustrando sus intentos, resistiendo a sus deseos y perseverando
en su maldad.
Precisamente sobre estos conceptos tan inexplicables, tan contradictorios, tan
indignos de un Dios justo, de un Dios bueno, de un Dios razonable, de un Dios
independiente, inmutable y omnipotente, es sobre lo que se basa la religión cristiana,
que se nos asegura que ha sido establecida para siempre por un Dios que sin embargo
ya se había cansado de la religión de los judíos, con quienes había realizado y jurado
una alianza eterna.
El tiempo probará si ese Dios será más constante y más fiel en cumplir sus
compromisos con los cristianos de lo que lo ha sido cumpliendo los que había
establecido con Abraham y su descendencia. Os confieso, señora, que su conducta
anterior me produce inquietud sobre la que pueda tener en el futuro. Si él mismo ha
podido reconocer, por boca de Ezequiel, que las leyes que había dado a los judíos “no
eran buenas”, bien podría encontrar cualquier día defectos a las que ha dado a los
cristianos. Nuestros mismos sacerdotes parecen compartir mis sospechas, y temer que
Dios se canse de la protección que ha concedido largamente a su Iglesia. Las
inquietudes que muestran, los esfuerzos que hacen para impedir que la gente se ilustre,
las persecuciones que desencadenan contra todos los que les contradicen, parecen
probar que no se fían de las promesas de Jesucristo, y que no están íntimamente
convencidos de la duración eterna de una religión que sólo les parece divina porque les
otorga el derecho a dirigir como dioses a sus conciudadanos. Sería, sin duda, muy
lamentable que su imperio fuera destruido; sin embargo, es de temer que si los
soberanos de la tierra y los pueblos se cansasen un día de su yugo, el Soberano del cielo
los aborrecería rápidamente.
De cualquier modo, señora, me atrevo a presumir que la lectura de esta carta os
apartará completamente de la ciega veneración por los libros que llaman “divinos”, en
tanto que estos no parecen hechos sino para degradar y destruir al Dios que se supone
su autor. En mi siguiente, espero haceros ver que los dogmas establecidos por esos
mismos libros, o inventados después para justificar las ideas que éstos nos dan de Dios,

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no son menos contrarios a la noción de ese Ser infinitamente perfecto. Un sistema que
parte de falsos principios no puede sino acabar siendo un cúmulo de falsedades.
Soy, señora, vuestro…

Carta IV

Sobre los dogmas fundamentales de la religión cristiana


Sabéis, señora, que nuestros doctores pretenden que esos libros revelados, que he
examinado sumariamente en mi carta anterior, no encierran una palabra que no esté
inspirada por el espíritu de Dios. Lo que os he dicho os probará que partiendo de esta
suposición, la divinidad ha hecho la obra más informe, la más contradictoria, la más
incomprensible que jamás haya existido. En una palabra, una obra de la que cualquier
hombre sensato se avergonzaría de ser el autor. Si existe una profecía que los cristianos
hayan hecho realidad, sólo puede ser aquella de Isaías que dice: “Escuchando oiréis,
pero no comprenderéis”. Pero a ello respondemos que es bastante inútil hablar para no
ser comprendido; revelarse para no enseñar nada, no es revelarse.
No nos sorprendamos pues si los cristianos, a pesar de la revelación con la que
aseguran que han sido favorecidos, no tienen ninguna idea clara sobre la divinidad, ni
sobre sus deseos, ni sobre la manera de entender sus oráculos. El libro del que las
toman no sirve sino para confundir los conceptos más simples, para dejarlos en la
mayor de las incertidumbres, para provocar disputas eternas. Si era ese el plan de la
divinidad, lo ha conseguido perfectamente. Los doctores del cristianismo nunca
estuvieron de acuerdo sobre el modo de entender las verdades que el propio Dios se
había tomado la molestia de revelar en persona; todos los esfuerzos empleados hasta
ahora no han conseguido aclarar nada, y los dogmas que han inventado a continuación
no podrán jamás justificar a los ojos de un hombre sensato la conducta del Ser
infinitamente perfecto. Así, puesto que muchos se percataban de los inconvenientes
que podían resultar de la lectura de los libros sagrados, los han quitado de las manos
del vulgo y de la gente sencilla; han comprendido que una lectura semejante sólo servía
para causar escándalo, y que únicamente se necesitaba la sensatez para descubrir en
ellos un cúmulo de absurdidades. De ese modo, los oráculos del propio Dios no están
hechos para aquellos a los que Dios pretendía dirigirse, hay que estar iniciado en los
misterios del sacerdocio para tener el derecho a buscar en la Sagrada Escritura las luces
que la divinidad destina a todas sus queridas criaturas. ¿Pero consiguen los propios
teólogos evitar las dificultades que los libros sagrados presentan en cada página? ¿A
fuerza de meditar sobre los misterios que contienen, nos dan ideas más claras sobre las
vías de la divinidad? No, sin duda; explican los misterios mediante otros misterios,
acumulan nueva oscuridad sobre la oscuridad primitiva; raramente pueden ponerse de
acuerdo entre ellos, y cuando por casualidad sus opiniones se encuentran, no nos
vemos mejor iluminados, y nuestra razón se encuentra siempre igualmente confundida.
Si en algún punto están de acuerdo, es para decirnos que la razón humana, cuyo
autor se supone que es Dios, se ha depravado: ¿no es eso tachar a Dios de impotencia,
de injusticia, de malignidad? ¿Por qué ese Dios, al crear un ser racional, no le ha dado
una razón que nada pueda corromper? Nos contestan que la razón del hombre tiene

33
que ser necesariamente limitada, que la perfección no puede ser el privilegio de una
criatura, que las vías de Dios no son las vías del hombre. Pero en ese caso, ¿por qué la
divinidad se ofende de las imperfecciones inevitables que hay en sus criaturas? ¿Cómo
un Dios justo puede exigir que nuestro espíritu admita lo que nuestro espíritu no está
hecho para entender? ¿Lo que está por encima de nuestra razón puede estar hecho para
nosotros, que poseemos una razón limitada? ¿Si Dios es infinito, cómo puede razonar
sobre él una criatura finita? ¿Si los misterios y los designios escondidos de la divinidad
no son de naturaleza tal que puedan ser comprendidos por el hombre, para qué sirve
ocuparse continuamente de ellos? Si Dios hubiera querido que nos ocupásemos de sus
vías, ¿no nos tendría que haber provisto de una razón proporcionada a las cosas que
quería que supiésemos?
Veis, señora, que al despreciar nuestra razón, al suponerla corrompida, nuestros
propios sacerdotes anulan la necesidad de la religión, que sólo puede ser útil o
importante para nosotros en la medida en que la podemos comprender. Y hacen más,
puesto que al suponer que nuestra razón está viciada, acusan a Dios de injusticia por
exigir que esa razón conciba lo que no puede concebir. Lo acusan de impotencia por no
haber hecho más perfecta esa razón; en una palabra, degradando al hombre, degradan
a Dios y lo despojan de los atributos que forman parte de su esencia. ¿Calificaríais como
bueno y justo a un padre que quisiera que sus hijos avanzasen por un camino obscuro y
lleno de peligros, y que sólo les diera para guiarse una luz demasiado débil para
encontrar el camino y para evitar los continuos peligros que los rodeasen? ¿Creeríais
que ese padre habría velado adecuadamente por su seguridad, si les hubiese dado por
escrito unas instrucciones incomprensibles que ellos no podrían descifrar a la débil luz
de la antorcha que les habría dado?
No dejarán de decirnos que la corrupción de la razón y la debilidad del espíritu
humano son las consecuencias del pecado; ¿pero por qué ha pecado el hombre? ¿Cómo
es que un Dios bueno ha permitido que su hijo predilecto, para el que había creado el
universo y cuyo homenaje exigía, le ofendiera y por ello apagase o debilitase la antorcha
que él le había dado? Por otro lado, la razón de Adán tenía que ser, sin duda, mucho
más perfecta antes de su pecado. En ese caso, ¿cómo es que su razón no le impidió
sucumbir y pecar? ¿Estaba la razón de Adán corrompida antes incluso de incurrir en la
cólera de su Dios? ¿Estaba viciada antes de haber hecho algo que la pudiese viciar?
Para justificar la extraña conducta de la Providencia, para impedir que sea
considerada autora del pecado, para salvarle del ridículo de ser causa o cómplice de las
ofensas que a ella misma le hacen, los teólogos han imaginado un ser subordinado a la
potencia divina; es a él a quien consideran autor de todo el mal que se comete en el
universo. Dada la imposibilidad de conciliar los continuos desórdenes de los que el
mundo es teatro, con la voluntad de un Dios lleno de bondad, creador y conservador de
las cosas, que ama el orden, que sólo busca la felicidad de sus criaturas, han imaginado
un genio destructor, lleno de maldad, que se esfuerza por hacer desgraciados a los
hombres y para que fracasen los proyectos bienintencionados del Eterno. Hablamos de
ese ser malintencionado y perverso que llaman Satán, el Diablo, el Espíritu Maligno.
Le vemos desempeñar un importante papel en todas las religiones del mundo, cuyos
fundadores se han visto incapaces de hacer que el bien y el mal surjan de la misma
fuente. Con ayuda de este ser imaginario, han creído resueltas todas las dificultades; no

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han visto que tal invención destruía claramente la omnipotencia divina, que ese sistema
estaba lleno de contradicciones palpables, y que si es el diablo el que hace pecar,
debería ser él quien cargase con el castigo.
Si Dios es el autor de todo, es él quien ha creado al diablo; si ese diablo es malvado,
si hace que fracasen los proyectos de la divinidad, es porque la divinidad permite o
desea que sus proyectos fracasen, o bien porque no tiene suficiente fuerza para impedir
que el diablo ejerza su poder. Si Dios no quisiera que el diablo existiese, el diablo no
existiría. Dios podría aniquilarlo con una palabra, o al menos, Dios podría hacerle
cambiar sus designios tan enojosos para nosotros y tan contrarios a los propósitos de
una providencia bienintencionada. En tanto que el diablo actúa y subsiste, nos vemos
obligados a concluir que a la divinidad le parece bien que éste actúe como lo hace y que
perturbe constantemente sus intenciones.
Así pues, señora, la invención del diablo nada remedia, al contrario, solo sirve para
complicar las cosas. Adjudicándole todo el mal que se comete en el mundo en nada se
disculpa a la divinidad; todo el poder que se le supone se deduce del poder del Eterno, y
sabéis bien que, según las concepciones de la religión cristiana, el diablo tiene más
partidarios que el propio Dios. Continuamente corrompe a los servidores de éste y
consigue revolverlos contra él. Sin descanso, a pesar de Dios, los arrastra a la perdición.
Contra un solo hombre que permanece fiel a él y que encuentra gracia ante sus ojos, no
ignoráis que son millones los que, siguiendo los estandartes de Satán, serán arrojados
con él al castigo eterno.
¿Pero cómo ha incurrido el propio Satán en desgracia ante el Omnipotente? ¿Qué
delito le ha hecho merecedor de ser el objeto eterno de la cólera del Dios que lo ha
creado? La religión cristiana nos explica todo eso, nos enseña que el diablo era
originariamente un ángel, es decir, un espíritu puro, lleno de perfecciones, creado por
la divinidad para ocupar un lugar distinguido en la corte celeste, destinado como los
otros cortesanos del Eterno a recibir sus órdenes y a gozar junto a él de una felicidad
inalterable. Pero la ambición lo perdió; cegado por su orgullo, osó rebelarse contra su
señor. Involucró a otros espíritus tan puros como él en su insensata empresa; como
consecuencia a su temeridad, fue precipitado del cielo, sus desgraciados partidarios
fueron arrastrados en su caída, y más tarde, endurecidos por la voluntad divina con sus
disposiciones extremadas, no tienen más ocupación en el universo que tentar a los
hombres e intentar que aumente el número de los enemigos de Dios y de las víctimas de
su cólera.
Con ayuda de esta fábula los doctores cristianos ven la caída de Adán preparada por
el Omnipotente antes incluso de la creación del mundo. Era menester que la divinidad
tuviese un gran deseo de que el hombre pecase, visto que tan pronto se puso manos a la
obra para hacerlo pecar. En efecto, fue el diablo quien, con el paso del tiempo, cubierto
con la piel de una serpiente, instigó a la madre del género humano a desobedecer a Dios
y a hacer a su marido cómplice de su rebelión. Pero la dificultad no queda anulada por
todas estas invenciones: Si Satán, en el tiempo en que era un ángel, vivía en la inocencia
y merecía las bondades de su Dios, ¿cómo permitió ese Dios que en su espíritu
crecieran las ideas de orgullo, de ambición y de revuelta? ¿Cómo un ángel de luz fue tan
ciego para no reconocer la locura de su empresa? ¿Ignoraba que su señor era
omnipotente? ¿Qué es lo que tentó a Satán? ¿Qué razón puede tener la divinidad para

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elegirlo para ser el objeto de su furor, el destructor de sus propósitos, el enemigo de su
poder? Si el orgullo es un pecado, si la propia idea de una revuelta es el mayor de los
crímenes, el pecado fue anterior al pecado, y Lucifer ofendió a Dios incluso en su estado
de pureza, pues en definitiva, un ser puro, inocente, grato a su Dios, que tenía todas las
perfecciones de las que puede una criatura ser susceptible, tenía que estar exento de
ambición, de orgullo y de desvarío. Lo mismo hemos de decir de nuestro primer padre
que, a pesar de su sabiduría, de su inocencia y de las luces infundidas por el mismo
Dios, no dejó de pecar al sucumbir a la tentación del demonio.
Así pues, en último extremo siempre será Dios la causa del pecado. Será Dios el que
habrá tentado a Lucifer antes de la creación del mundo, para que se convirtiera a su vez
en tentador del hombre y en la causa de la perdición de toda la raza humana. Se diría
que Dios ha creado a los ángeles y al hombre sólo para proporcionarles ocasión de
pecar.
Es fácil comprender la ridiculez de ese sistema, tanto que para salvarlo los teólogos
se han creído en la obligación de inventar otro no menos absurdo, que sirve de base a
todas las religiones reveladas, y por medio del cual creen que justifican plenamente la
providencia divina. Nos referimos al sistema que supone el libre albedrío del hombre,
es decir, que él es dueño de obrar el bien o el mal y de dirigir su voluntad. Veo, señora,
que ante la expresión libre albedrío os espantáis y teméis, sin duda, una disertación
metafísica. Tranquilizaos, sin embargo; me precio de simplificar la cuestión hasta el
punto de hacerla clarísima, ya no digo para vos, sino incluso para las personas que no
tengan vuestras luces.
Decir que el hombre es libre equivale a sustraerlo al poder del Ser supremo; es
pretender que Dios no es el dueño de su voluntad, es decir de antemano que una débil
criatura puede, cuando le place, tornar inútiles sus esfuerzos, causarle pena y aflicción,
actuar contra él, revolverle las pasiones y la bilis. Así, de un solo vistazo, comprendéis
que de ese principio se derivan una multitud de absurdos. Si ese Dios es amigo del
orden, todo lo que sus criaturas hagan debe necesariamente conspirar al
mantenimiento de ese orden; sin ello la voluntad divina carecería de efecto. Si Dios
tiene proyectos, éstos tendrían que ejecutarse necesariamente; si el hombre puede
disgustar a su Dios, el hombre es el dueño de la felicidad de ese Dios, y la alianza que
forma con Satán es suficientemente fuerte para invalidar los proyectos de la divinidad.
En pocas palabras, si el hombre es libre de pecar, Dios no es omnipotente.
Se nos responderá que Dios, sin menoscabo de su omnipotencia, puede dar libertad
al hombre; que esa libertad es un favor mediante el cual Dios quiere poner al hombre
en situación de merecer sus bondades; pero por otro lado, esa libertad lo pone también
en situación de merecer su odio, de ofenderlo y de incurrir por ello en infinitos pesares.
Concluyo por ello que esa libertad no es en modo alguno un favor, y que perjudica
claramente la bondad divina. Esa bondad sería más real si los hombres se vieran
obligados a hacer siempre lo que complace a Dios, lo que es conforme al orden, lo que
puede conducirlos a la felicidad. Si los hombres, en virtud de su libertad, obran
contrariamente a los designios de Dios, ese Dios que todo lo prevé, ha tenido que prever
que abusarían de su libertad; si ha previsto que pecarían, tendría que habérselo
impedido. Si no ha impedido que obrasen mal, ha consentido el mal que podían hacer;
si lo ha consentido, no puede ofenderse por ello; si se ofende o si les castiga por el mal

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que han hecho, es injusto o malvado; si permite que corran a su perdición, debe
tomársela consigo mismo, y no puede en justicia castigarlos por haber abusado de su
libertad, por haber sido engañados o seducidos por los obstáculos que él mismo había
colocado en su camino para seducirlos, para tentarlos, para inducir sus voluntades a
obrar mal.5
¿Qué diríais de un padre que diera a sus hijos pequeños y desprovistos de
experiencia la libertad de satisfacer sus apetitos desordenados hasta causarse daño?
¿Tendría ese padre derecho a enojarse porque abusaran de la libertad que les había
concedido? ¿No habría malicia en ese padre, que había previsto lo que tenía que
ocurrir, al poner a sus hijos en situación de perjudicarse? ¿No llegaría al colmo de la
sinrazón si los castigase por el daño que se hiciesen y por las preocupaciones que le
causasen? ¿No tendría que tomársela consigo mismo por la estupidez de sus hijos?
Estos son, sin embargo, los puntos de vista bajo los cuales el sistema de la libertad
del hombre nos muestra a la divinidad. Esta libertad sería su regalo más peligroso,
puesto que podría al hombre en estado de causarse los daños más espantosos. Por
tanto, tenemos que concluir que ese sistema, lejos de justificar a la divinidad, la hace
culpable de malicia, de imprudencia, de injusticia y de delirio. Sería subvertir todas
nuestras ideas pretender que un Ser infinitamente sabio y bueno consintiera en castigar
a sus criaturas por las inclinaciones que él les hubiese dado o que hubiese consentido
que el diablo les inspirase. Todas estas sutilidades de la teología únicamente tienden a
destruir las nociones que la misma nos da sobre la divinidad. Esa teología es sin duda el
tonel de las Danaides.
Sin embargo, nuestros doctores han imaginado los medios para apuntalar sus
endebles suposiciones. Más de una vez habéis oído hablar de la predestinación y de la
gracia, terribles palabras que todavía excitan entre nosotros unas disputas que
avergonzarían a la razón, si los cristianos no se creyeran en el deber de renunciar a la
razón, y que no tienen menos consecuencias funestas para la sociedad. No nos
sorprendamos, los principios falsos u obscuros de los que parten los teólogos,
necesariamente tienen que producir disensos entre ellos: sus querellas serían
indiferentes si no les concediéramos más valor del que merecen.
Como quiera que sea, el sistema de la predestinación supone que Dios, en sus
decretos eternos ha resuelto que algunos hombres elegidos y favorecidos recibirán
especiales gracias, con cuya ayuda podrán hacerse agradables a Dios y conseguir la
felicidad eterna, mientras que innumerables otros están destinados a la perdición y no
recibirán del cielo ninguna gracia necesaria para obtener la salvación. Basta —creo—
exponer este sistema para reconocer su absurdidad. Hace de Dios, del Ser infinitamente
bueno y perfecto, un tirano parcial, que ha creado a la mayor parte de los hombres
únicamente para ser juguetes y víctimas de su capricho. Supone que Dios castiga a sus
criaturas por no haber recibido las gracias que él mismo no ha querido concederles; nos
presenta a ese Dios con unos rasgos tan disgustosos que los teólogos se ven forzados a

5 Comparad lo que dice Bayle en el artículo “Origène” de su Dictionnaire Critique, apartado E; en el


artículo “Pauliciens”, apartados E, F y M, y en el tercer volumen de Réponses aux questions d’un
provincial.

37
confesar que sus afirmaciones son un profundo misterio en el que el espíritu humano
no está hecho para penetrar. Pero si el hombre no está hecho para dirigir su mirada
curiosa a este espantoso misterio, es decir, a la asombrosa absurdidad que nuestros
doctores han concebido en vano para dar cuenta de los caminos de Dios, o para intentar
conciliar la injusticia atroz de ese Dios con su bondad infinita, ¿con qué derecho
quieren que adoremos ese misterio, que lo creamos, que suscribamos una opinión que
mina hasta sus fundamentos la bondad divina? ¿Cómo extraen razonamientos de un
dogma, y se querellan con encarnizamiento sobre un sistema que, según su propia
confesión, ellos mismos no comprenden en absoluto?
Cuanto más examinéis la religión, más ocasiones tendréis para convenceros de que
las cosas que nuestros doctores llaman misterios no son sino las dificultades que los
incomodan cuando no consiguen evitar las absurdidades a las que sus falsos principios
los llevan necesariamente. Esa palabra no debería imponernos; esos graves doctores no
entienden ellos mismos aquello de lo que nos hablan continuamente; inventan palabras
a falta de poder explicar las cosas, y dan el nombre de misterios a aquello que no
comprenden mejor que nosotros.
Todas las religiones del mundo se basan en la predestinación. Todas las
revelaciones, como ya habréis podido entrever, suponen ese odioso dogma, que hace de
la providencia una injusta madrastra que muestra una predilección ciega por algunos
de sus hijos en perjuicio de todos los demás. Hacen de Dios un tirano que castiga las
faltas inevitables que él mismo ha instigado o a las que ha permitido que fuéramos
arrastrados. Ese dogma, que ha servido de base a todo el paganismo, es aún el eje de la
religión cristiana, cuyo Dios no debe excitar menos odio que las divinidades más
malignas de los pueblos idólatras. Con tales nociones, no es extraño que tal Dios sea,
para aquellos que piensen en ello, un motivo de espanto, de aflicción, cuya sola idea
baste para turbar la imaginación y para llevar a peligrosas locuras.
El dogma de la otra vida sirve también para disculpar a la divinidad de aquellas
injusticias aparentes o pasajeras de las que lógicamente hay que acusarle. Pretendían
que Dios se complacía en poner a prueba a sus propios amigos, completamente resuelto
a compensarles a continuación en otra morada que imaginaron para las almas. Pero —
como creo haber dejado ya entrever— estas pruebas a las que Dios somete a los buenos,
o bien muestran su injusticia, al menos pasajera, o bien contradicen su omnisciencia. Si
Dios obra todo y conoce hasta los pliegues más íntimos del corazón de sus criaturas,
¿por qué tiene necesidad de ponerlas a prueba? Si ha resuelto concederles las gracias
necesarias para su sostén, ¿no está seguro de que no sucumbirán nunca? Si es injusto y
cruel, ese Dios no es inmutable: desmiente su carácter, al menos por algún tiempo,
desdice las perfecciones que tendrían que mostrarse continuamente en él. ¿Qué
pensaríamos de un rey que durante algún tiempo hiciese soportar a sus favoritos los
tratos más espantosos, sin que ellos nada hubiesen hecho para merecer su desgracia, y
que creyera reparar todo colmándolos a continuación de los mayores favores? ¿Un
príncipe tal no nos parecería malvado, caprichoso y cruel? Sin embargo, un príncipe
lleno de sospechas sería perdonable de alguna manera, si por su propio interés y por
asegurarse mejor la lealtad de sus amigos, les hiciera soportar alguna prueba. Pero no
es así para Dios, que sabiendo y conociendo todo, no puede tener nunca nada que
temer de la disposición de sus criaturas. De ello se deduce que suponer que la divinidad

38
pone a prueba a sus servidores y que les hace sufrir sin razón en este mundo para
recompensarlos en el otro, es concederle un papel bien pueril, bien ridículo y bien
injusto. Nuestros teólogos no dejaran de encontrar motivos a esta conducta de Dios,
que ellos creerán adecuados para justificarla, pero esos pretendidos motivos
menoscabarán la omnipotencia de ese Ser, el poder absoluto sobre sus criaturas, a las
que no debe rendir cuentas por sus acciones, y veremos en todo momento que nuestra
teología, creyendo justificar a su Dios, hace de él un déspota, un tirano, es decir, el más
odioso de los amos.
Soy, señora, vuestro…

Carta V

Sobre la inmortalidad del alma y sobre el dogma de la otra vida


He aquí que hemos llegado, señora, al examen de la vida futura en la que se supone
que la divinidad, después de haber hecho pasar a los hombres por las tentaciones, las
pruebas y los obstáculos de la vida presente, para asegurarse que son dignos de su amor
o de su odio, les concederá las recompensas o les infligirá los castigos merecidos. Este
dogma, que es uno de los puntos capitales de la religión cristiana, tiene su fundamento
sobre un gran número de principios o de suposiciones cuya absurdidad y cuya
incompatibilidad con las nociones que esta misma religión nos da de la divinidad ya
hemos hecho ver. En efecto, supone que el hombre puede ofender o contentar al
Soberano de la naturaleza, influir en su humor, excitar sus pasiones, afligirlo,
atormentarlo, presentarle resistencia y sustraerse a su poder. Supone la libertad del
hombre, un sistema que acabamos de hallar incompatible con la bondad, la justicia y la
omnipotencia divina. Supone que Dios tiene necesidad de poner a prueba a sus
criaturas y de hacer —por así decir— que pasen por un noviciado para saber a qué
atenerse respecto de ellas. Supone, en un Dios que ha creado al hombre únicamente
para hacerlo feliz, la impotencia de ponerlo en el camino que lo conducirá
infaliblemente a una felicidad perpetua. Supone que el hombre se sobrevivirá a sí
mismo, y que incluso después de su muerte seguirá pensando, sintiendo, actuando
como hacía cuando estaba vivo. En pocas palabras, supone la inmortalidad del alma,
opinión desconocida por el legislador de los judíos, que no ha hablado nunca de ella al
pueblo a quien Dios se había manifestado; una opinión que en tiempos de Jesucristo
unos admitían y otros rechazaban en Jerusalén, sin que el Mesías, que venía para
instruirlos, se molestase en fijarse en las ideas de aquellos que podían equivocarse en
ello; una opinión que parece haber visto la luz en Egipto o en las Indias, antes de la
religión judaica, pero que sólo fue conocida por los hebreos cuando tuvieron la ocasión
de instruirse en la filosofía pagana y en la doctrina de Platón.
Fuera cual fuese el origen de este dogma, fue adoptado con avidez por los cristianos,
que lo juzgaron muy conveniente para su sistema religioso, que está todo él fundado
sobre lo maravilloso, y que vería como un crimen admitir la mínima opinión que fuera
conforme a la razón. Así pues, sin remontarnos a los inventores de ese dogma
inconcebible, examinemos con sangre fría esta opinión por sí misma; veamos la solidez
de los principios sobre los que se apoya, adoptémosla si la encontramos fundamentada,

39
y rechacémosla si nos parece falta de pruebas y contraria a la razón, aunque haya sido
considerada una verdad constante por toda la antigüedad, aunque esta idea haya sido
adoptada por el mayor número de hombres.
Los que sostienen la inmortalidad del alma, ven a esta alma como un ser distinto del
cuerpo, de una sustancia totalmente diferente de la suya, que designan con el nombre
de espíritu. Si preguntamos qué es un espíritu, se nos dice que es aquello que no es
materia; y si preguntamos qué podemos entender por aquello que no es materia, que es
lo único sobre lo que nos podemos formar una idea, nos dirán que es un espíritu. En
general, es fácil ver que los hombres más salvajes, tanto como los pensadores más
sutiles, emplean la palabra espíritu para designar todas las causas que no pueden
entender con claridad, de modo que la palabra espíritu no designa sino un ser del que
no se tiene ninguna idea.
Con todo, han pretendido que ese ser desconocido, enteramente diferente del
cuerpo, de una sustancia que no tenía nada de conforme con la de éste, era capaz sin
embargo de mover ese cuerpo, cosa que, sin duda, es ya de por sí un misterio
inconcebible. Han visto que esa sustancia espiritual se hallaba unida al cuerpo material
y regulaba todas sus funciones. Como quiera que habían supuesto que la materia no
podía pensar, ni desear, ni sentir, han creído que podrían concebir mejor esas
operaciones atribuyéndolas a un ser sobre cual tenían ideas aún menos claras que sobre
la materia. Consecuentemente, han imaginado un cúmulo de suposiciones gratuitas
para explicar la unión del alma con el cuerpo. Al final, vista la imposibilidad de salir del
atolladero insalvable en el que se habían metido haciendo doble al hombre y
suponiendo que encerraba en sí mismo un ser distinto de sí mismo, han acabado con
las dificultades diciendo que esa unión era un gran misterio, lo que en román paladino
quiere decir que no entendían nada; y han recurrido a la omnipotencia de Dios, a su
voluntad suprema y a los milagros, que siempre son el último expediente que los
teólogos se reservan cuando ya no saben cómo salir de un aprieto.
He aquí, pues, a qué se reduce toda la jerga metafísica de los profundos pensadores
que desde hace tantos siglos nos hablan de un alma, de una sustancia inmaterial de la
que no tienen ninguna idea, de un espíritu, es decir, de un ser completamente diferente
de aquello que podemos conocer: toda la verborrea teológica se limita a decirnos, en
términos pomposos, pensados para imponerse a los ignorantes, que no saben qué es el
alma, que llaman espíritu a todo principio cuya naturaleza y modo de actuar se
desconocen, cuyo mecanismo o funcionamiento no se comprende, y cuyo modo de
operar y de ser es el efecto del poder de un Dios cuya esencia está aún más alejada de la
nuestra y más oculta que la propia alma humana. Con ayuda de estas palabras que nada
os enseñan, señora, sabréis tanto como todos los teólogos del mundo.
Si queréis haceros una idea más precisa más por vos misma, rechazad los prejuicios
de una vana teología que consiste únicamente en repetir palabras sin vincularles ideas
claras, y que al distinguir el alma del cuerpo, parece que no se proponga sino
multiplicar los seres sin razón, y que sólo consigue hacer más incomprensibles y más
oscuras las nociones poco claras que tenemos de nosotros mismos. Estas nociones
serían al menos más simples y exactas si consultásemos la naturaleza, la experiencia y
la razón; ellas nos probarían que el hombre sólo siente a través de los órganos
materiales de su cuerpo, que sólo ve a través de sus ojos, que sólo toca con su piel, que

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sólo oye con sus oídos, etc.; que cuando alguno de sus órganos es extirpado o se ha visto
anteriormente debilitado, el hombre no puede tener ideas, ni pensamientos, ni
memoria, ni reflexión, ni juicio, ni deseos, ni voluntades. La experiencia nos mostrará
que los seres corporales y materiales son los únicos que pueden actuar sobre sus
órganos corporales, y que sin esos órganos, eso que llamamos alma no podría pensar,
no sentiría, no desearía y no actuaría. Todo nos demuestra que el alma sufre siempre
las mismas vicisitudes que el cuerpo; se desarrolla, se fortifica, declina y se debilita con
él. Todo nos anuncia, en definitiva, que tiene que perecer con él, a no ser que
pretendamos que el hombre sea capaz de sentir cuando ya no tenga los órganos que le
hacen experimentar las sensaciones, que verá y que oirá sin tener ojos ni oídos, que
concebirá ideas careciendo de sentidos para recibir las impresiones de los seres
corporales y excitar las percepciones en su entendimiento; en definitiva, que no gozará
o sufrirá cuando ya no posea ni nervios ni sensibilidad.
Así pues, todo conspira para probar que nuestra alma es lo mismo que nuestro
cuerpo, considerado en relación a algunas de sus funciones que en verdad son menos
visibles que el resto. Todo se combina para convencernos que sin cuerpo el alma no es
nada, y que todas las operaciones que se atribuyen a esa alma no pueden ejercerse
cuando el cuerpo ha sido destruido. Nuestro cuerpo es una máquina que, en tanto que
vivimos, es susceptible de producir efectos que designamos bajo diferentes nombres
para distinguir unos de otros; la sensación es uno de esos efectos, el pensamiento es
otro, la reflexión otro más. Éstos últimos ocurren en nuestro interior, y nuestro cerebro
parece ser el órgano que es susceptible de ellos. Una vez que esta máquina se estropea o
se destruye, ya no es capaz de producir los mismos efectos ni de ejecutar las mismas
funciones. Nuestro cuerpo es como un reloj que ya no marca las horas o que ya no
suena cuando alguien lo rompe.
Así pues, bella Eugenia, dejad de ocuparos tristemente de la suerte que os espera
cuando no existáis. Muerto el cuerpo, el alma no subsistirá; esos fuegos devoradores
con los que la amenazan no tendrán efecto sobre ella, no será ya susceptible de placeres
ni de dolores, de ideas felices o tristes, de reflexiones alegres o lúgubres. Sentimos sólo
mediante el cuerpo, con él pensamos, con él somos alegres o tristes, felices o infelices.
Ese cuerpo, una vez disuelto, no poseerá percepciones, ni sensaciones, y en
consecuencia, ni memoria ni ideas. Sus partes dispersadas no tendrán las mismas
cualidades que cuando estaban reunidas, ya no podrán conspirar para producir los
mismos efectos. En pocas palabras, una vez destruido el cuerpo, el alma, que no es sino
el resultado de la trabazón de ese cuerpo, no será nada.
Nuestros doctores han comprendido tan bien que el alma que tan gratuitamente
habían diferenciado del cuerpo no podía hacer nada sin éste, que se han visto obligados
a admitir un dogma ridículo inventado por los magos de Persia, conocido bajo el
nombre de la resurrección. Este mecanismo supone que las partes dispersas del cuerpo
se reunirán un día para devolverlo a su estado primitivo. Para que este extraño
fenómeno se opere será necesario que las partículas de nuestros cuerpos destruidos —
convertidas unas en tierra, otras que habrán pasado a las plantas, otras a los animales,
tanto de nuestra especie como de cualquier otra—; será necesario, decía, que esas
partículas —que se habrán mezclado con las aguas o revolotearán en el aire, que habrán
pertenecido sucesivamente a varias personas diferentes— se reúnan para reproducir el

41
individuo que anteriormente habían constituido. Si no concebís tal posibilidad, los
teólogos os la explicarán diciéndoos que se trata de un misterio profundo que no se
puede concebir; os enseñarán que la resurrección es un milagro, un efecto sobrenatural
de la potencia divina. Es así como salen de todos las dificultades que el sentido común
les presenta.
Si por casualidad, señora, no quisierais contentaros con esas razones sublimes que
repugnan a la sensatez, intentarían seducir vuestra imaginación con vagas pinturas de
los placeres inefables que un día gozarán en el paraíso los cuerpos y las almas de
aquellos que hayan adoptado sus fantasías. Os dirán, comprometiendo en ello su
palabra, que no podéis dejar de creerlas sin incurrir en la indignación eterna del Dios
de la misericordia; espantarán vuestra imaginación con el cuadro espantoso de los
crueles tormentos que el Dios de bondad ha preparado para el mayor número de sus
criaturas.
Pero si lo consideráis con sangre fría, os percataréis de la futilidad de sus promesas
halagüeñas y de sus amenazas, hechas para espantar a los simples. Reconoceréis que, si
llega a ser cierto que el hombre puede sobrevivirse a sí mismo, Dios, al recompensarlo,
no hará sino recompensarse a sí mismo por las gracias que le haya concedido; y que al
castigarlo, lo hará por no haber recibido las gracias que él habrá tenido la dureza de
rehusarle. Conducta pueril o bárbara, que tiene que parecer igualmente indigna tanto
de un Dios sabio como de un Dios bueno.
Si vuestro espíritu se ha hecho fuerte contra los terrores con que la religión cristiana
se complace en amedrentar a sus seguidores, y es capaz de sopesar las circunstancias
horrendas con que se supone que irán acompañados los refinados suplicios que Dios
destina a las víctimas de su venganza, os percatareis de que son imposibles y
completamente incompatibles con todas las ideas que os dan de la divinidad. En pocas
palabras, os daréis cuenta de que los castigos de la otra vida no son sino quimeras
inventadas para nublar la razón humana, para sojuzgarla bajo el peso de la impostura,
para destruir para siempre el reposo de los esclavos que el sacerdocio desea poseer y
retener bajo su yugo.
En efecto, nos enseñan que esos tormentos serán horribles, lo que no concuerda bien
con la idea de un Dios bueno; no dicen que serán eternos, lo que no concuerda con la
idea de un Dios justo, que tendría que castigar de modo proporcional a la falta, y que
consecuentemente no puede castigar sin fin unas faltas pasajeras y cuyos efectos están
limitados por el tiempo. Se nos contesta que las ofensas contra Dios son infinitas, y que
por tanto la divinidad, sin perjudicar su justicia, puede vengarse como Dios, es decir,
vengarse infinitamente. En ese caso, debo decir que ese Dios no es bueno; que es
vengativo, un carácter que siempre es signo de temor y de debilidad. En definitiva, yo
diría que entre los seres imperfectos que componen la especie humana, no hay quizás
ni uno solo que, sin provecho para sí mismo, sin temor por su persona, en una palabra,
sin locura, consintiera en castigar eternamente a alguien que le hubiese ofendido pero
que no fuera ya en grado de perjudicarle. Calígula, al menos, encontraba una diversión
pasajera en el espectáculo de los tormentos que hacía sufrir a los desgraciados que
quería destruir. ¿Pero qué provecho sacará Dios de los suplicios que haga experimentar
a los condenados? ¿Sus espantosos castigos, podrán corregirlos? ¿Los ejemplos de la
severidad divina serán de utilidad para los vivos, que no serán testigos de ellos?

42
¿Obrará el más sorprendente de los milagros para conseguir que los cuerpos de los
condenados resistan durante la eternidad los espantosos tormentos que les destina?
Veis, pues, señora, que la idea que se nos da del infierno hace de Dios un ser
infinitamente más insensato, más malvado y más cruel que los más bárbaros de los
hombres. Añadamos a esto que serán el diablo y sus secuaces —es decir, los enemigos
de la divinidad— los que le prestarán su ayuda para ejercer sus venganzas implacables.
Ejecutarán los decretos que ese juez severo pronunciará contra los hombres en el juicio
final. Porque sabéis, señora, que todo lo sabe hará sin embargo rendir cuentas a sus
criaturas de sus actos, que él ya conocerá; no contento con haber juzgado a cada
hombre después de su muerte, hará que toda la raza humana sufra, con gran aparato,
un juicio general, en el que confirmará su propia sentencia ante el género humano,
reunido para recibir su fallo. Sentado sobre las ruinas del mundo, pronunciará un juicio
definitivo sobre el cual no cabrá apelación alguna.
Pero, mientras esperan ese juicio memorable, ¿qué será de las almas de los hombres,
separadas de sus cuerpos, que no habrán resucitado? Las almas de los justos irán
directamente a gozar de las alegrías del paraíso; por lo que toca a las almas manchadas
por faltas o delitos, los teólogos infalibles, que tan bien instruidos están de los que
ocurre en el otro mundo, no están de acuerdo sobre la suerte que les espera: según los
nuestros, Dios instalará las almas que no le hayan enteramente disgustado en un lugar
de suplicios donde, mediante tormentos rigurosos, acabarán de expiar las faltas que
aún los manchaban en el momento de su muerte. Siguiendo este bonito sistema, tan
provechoso para nuestros sacerdotes, Dios encuentra que construir expresamente una
gran pira ardiente para atormentar a aquellas almas que no hayan sido suficientemente
purificadas, es más simple que dejarlas aún unos años unidas a sus cuerpos y darles el
tiempo necesario de hacerse propósito de enmienda y de que se hagan merecedores de
gozar de golpe de la suprema beatitud. Sobre estas ridículas nociones es sobre lo que se
funda el dogma del purgatorio, que todo buen católico romano está obligado a creer
por el bien de sus sacerdotes, que se reservan, como es lógico, el poder de obligar
mediante sus plegarias a que un Dios justo e inmutable libere las almas cautivas que
sólo había condenado a purgarse porque creía necesaria esta purgación.
Por lo que toca a los protestantes –que son, como todo el mundo sabe, heréticos e
impíos, puesto que no se prestan a los lucrativos procedimientos de nuestros doctores
romanos–, éstos piensan que en el momento de la muerte cada alma es juzgada
irrevocablemente y parte acto seguido hacia la gloria, o va directamente a sufrir los
castigos eternos que la divinidad le destina. Antes incluso de que haya podido unirse a
su cuerpo, el alma, que es un espíritu privado de órganos y de sentidos, se encuentra sin
embargo en situación de experimentar la acción del fuego. Bien es cierto que algunos
teólogos nos dicen que el fuego del infierno es un fuego espiritual, muy diferente por
tanto de un fuego material; no tenemos que dudar que esos profundos doctores sepan
muy bien lo que dicen y tengan una idea muy neta de lo que es un fuego espiritual, así
como de los gozos inefables del paraíso, que deben de ser tan espirituales como las
penas del infierno.
Estas son, señora mía, en pocas palabras, las absurdidades no menos indignantes
que ridículas que el dogma de la vida futura ha hecho nacer en el espíritu de los
hombres. Tales son los fantasmas de los que se sirven para seducir y espantar a los

43
mortales, para avivar sus esperanzas y sus temores; que son medios muy poderosos
sobre los seres débiles y sensibles. Pero, como quiera que las ideas lúgubres tengan más
poder sobre la imaginación que las ideas alegres, los sacerdotes siempre han insistido
más sobre lo que los hombres tenían que temer de un Dios terrible que sobre lo que
podían esperar de la misericordia de un Dios lleno de bondad. Los príncipes más
malvados son infinitamente mejor servidos que aquellos de los que se sabe su
indulgencia y humanidad. Los sacerdotes han tenido la gracia de dejarnos en la
incertidumbre y en la desconfianza por el doble carácter que han dado a la divinidad. Si
por un lado nos prometen la salvación, nos dicen por otro que se produce con temor y
temblor. De ese modo consiguen sembrar el desconcierto y el pavor en las almas más
honestas, repitiendo constantemente que nunca se sabe “si uno es digno del amor o del
odio”. El terror ha sido y siempre será el medio más seguro de engañar y de sojuzgar a
los hombres.
Nos dirán, sin duda, que los terrores que la religión inspira son “terrores
saludables”, que el dogma de la otra vida es un freno poderosísimo para impedir los
crímenes y mantener a los hombres en el deber. Para desengañarse de esta máxima tan
a menudo repetida y tan generalmente adoptada bajo palabra de los sacerdotes, sólo es
preciso abrir los ojos. Encontramos continuamente cristianos convencidísimos de la
existencia de la otra vida, y que sin embargo se conducen como si no tuvieran nada que
temer de parte de un Dios vengador, o nada que esperar de un Dios que recompensa.
Cuando se tiene un gran interés, cada vez que uno se ve arrastrado por una fuerte
pasión o por algún hábito, se aparta la vista de la otra vida; uno ya no ve el juez
enojado, se permite el delito y cuando éste se ha cometido, uno se tranquiliza
diciéndose que Dios es bueno. La religión, por otro lado, nos consuela
contradiciéndose; nos muestra ese mismo Dios que nos ha mostrado susceptible de
cólera como lleno de misericordia y concediendo su gracia a todos aquellos que
reconocen sus faltas. En pocas palabras, no veo a nadie que se contenga por el temor al
infierno. Los mismos sacerdotes que hacen tantos esfuerzos para convencernos, nos
muestran a menudo inclinaciones más perversas que aquellos que no hubieran nunca
oído hablar de la otra vida. Los que desde la infancia han recibido sus aterradoras
lecciones no son por ello ni menos viciosos, ni menos vengativos, ni menos orgullosos,
ni menos coléricos, ni menos injustos, ni menos avaros. En definitiva, el dogma de la
otra vida no influye para nada sobre ésta; no destruye ninguna de nuestras pasiones, no
sirve de freno sino a algunas almas timoratas que sin él tampoco tendrían la temeridad
de entregarse a grandes excesos. Este dogma solo sirve para turbar el reposo de las
personas honestas, temerosas, bien nacidas y crédulas, cuya imaginación excita, pero
no detiene nunca la mano de los mayores criminales, ni les impone lo que la decencia y
las leyes no pueden impedir.
En definitiva, por decirlo todo, veo que esa religión lúgubre y temible causa
impresiones vivísimas, profundísimas, peligrosísimas en una alma como la vuestra,
mientras que esas mismas impresiones son totalmente pasajeras sobre las almas
endurecidas por el delito o en aquellas en que la disipación anula continuamente el
efecto de sus amenazas. Más consecuente que el resto en vuestros principios, os habéis
preocupado con mayor frecuencia y con demasiada seriedad en lo que toca a vuestra
felicidad, de esos tristes y sombríos asuntos que han atemorizado vuestra sensible
imaginación, en tanto que los mismos fantasmas que os perseguían bien presto

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desaparecen del espíritu de aquellos que no poseen ni vuestras virtudes, ni vuestras
luces, ni vuestra sensibilidad.
Un cristiano consecuente con sus principios tendría que vivir permanentemente
alarmado; nunca puede saber con certeza si es agradable o desagradable a su Dios. El
mínimo movimiento de orgullo o de concupiscencia, el mínimo deseo, bastan para
merecer la cólera y perder de golpe el fruto de su devoción. No es, pues, sorprendente
que con esos espantosos principios, uno intente aislarse para ocuparse tristemente de
sus penas, evitar las ocasiones que invitarían a pecar y tomar las determinaciones que
se anuncian como apropiadas para expiar las faltas de las que se supone que Dios se
vengará durante la eternidad.
De ese modo las negras ideas de la vida futura no dejan en paz sino a aquellos que no
piensan en ellas con seriedad, pero llenan de desolación a todos aquellos cuyo
temperamento les lleva a ocuparse de ello. Son precisamente esas ideas atroces sobre la
divinidad que los sacerdotes se esfuerzan en darnos, lo que obliga a tantas personas
honestas a lanzarse a los brazos de la incredulidad. Si algunos libertinos incapaces de
razonar abjuran de una religión que estorba sus placeres, hay muchas personas que,
después de un maduro examen, la aborrecen con conocimiento de causa, y no toleran ni
vivir entre sobresaltos ni morir en la desesperación; abjuran, por tanto, de una religión,
que solo sirve para llenar el espíritu de inquietud, para encontrar el reposo en el seno
de una razón que los serena.
El tiempo de los grandes crímenes es siempre el tiempo de la ignorancia. Es
precisamente en ese tiempo cuando se muestra la mayor religiosidad; los hombres
siguen entonces maquinalmente y sin examen las prácticas que sus sacerdotes les
imponen sin ocuparse nunca del fondo de la doctrina. A medida que los pueblos se
ilustran, los grandes delitos se hacen menos frecuentes, las costumbres se suavizan, las
ciencias se cultivan, y la religión, sometida a examen, pierde crédito palpablemente. Es
entonces cuando encontramos un gran número de incrédulos en el seno de unas
sociedades que se han hecho hoy mucho más sosegadas de lo que pudieron serlo
antaño, cuando dependía del capricho de un sacerdote el llenarlas de turbación e
invitar a los pueblos al delito con la esperanza de merecer el cielo.
La religión solo consuela a aquellos que no abrazan todo su conjunto; las vagas
recompensas que promete, sin dar idea de ellas, solo sirven para seducir a aquellos que
no reflexionan sobre el carácter inquietante, falso y cruel que esta religión da a su Dios.
En efecto, ¿cómo fiarse de un Dios que nos pintan como un tentador, un seductor, que
parece que se complace en tender peligrosas trampas a sus débiles criaturas? ¿Cómo
contar con los favores de un Dios caprichoso del cual nunca se sabe si se merece la
ternura o el odio? ¿Con qué derecho podemos esperar recompensas de un Dios
despótico y absoluto, que nada debe a los hombres y que no consulta sino su fantasía
para destinar de antemano a sus criaturas a la felicidad o a la perdición? Solo un
entusiasmo ciego puede poner su confianza en un Dios semejante; solo la locura puede
hacer que se le ame; solo la extravagancia puede hacer que uno espere las recompensas
desconocidas que por su parte nos promete, al mismo tiempo que nos asegura que es
dueño de su gracia y que no tenemos ningún derecho a exigir nada de él.
En pocas palabras, señora, las nociones de la otra vida, más que consolar, solo sirven
para envenenar cualquier dulzura de la vida presente. Según la nefasta idea que el

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cristianismo, siempre en contradicción consigo mismo, nos presenta de su Dios,
estamos más seguros de incurrir en terribles castigos que de merecer sus recompensas
inefables; él concede sólo su gracia a quien él quiere, mientras que depende de nosotros
condenarnos, y la vida más pura no nos da el derecho a presumir que somos dignos de
su amor. En buena fe, ¿no es preferible la destrucción completa de nuestro ser al
peligro de caer entre las manos de un Dios tan temible? ¿No debería preferir cualquier
hombre sensato la idea de morir completamente a la de durar para siempre y ser el
juguete eterno de los caprichos de una divinidad lo suficientemente cruel para
condenar y atormentar sin fin a los infortunados seres que ha creado tan débiles sólo
para castigarlos de sus debilidades inevitables? Si Dios es bueno, como nos aseguran,
pese a las crueldades de las que se le supone capaz, ¿no hubiera valido más que hubiese
negado la luz a unos seres que podían arriesgarse a la condenación eterna? ¿No ha
tratado ese Dios a las bestias mejor que al hombre, puesto que al menos las ha excluido
de pecar y por ello, de exponerse a merecer una eternidad de dolor?
El dogma de la inmortalidad del alma o de la vida futura no tiene nada de
consolador en la religión cristiana; al contrario, solo sirve para llenar el corazón de un
cristiano consecuente con sus principios, de amargura y de espantos continuos. A vos
me dirijo, señora; ¿esas tan sublimes nociones os han servido hasta hoy de consuelo?
¿Cada vez que la idea de un futuro incierto se ha presentado a vuestro espíritu, habéis
podido evitar un estremecimiento secreto? ¿La conciencia de una vida virtuosísima y
llena de pureza os ha asegurado contra los temores que os inspiraba un Dios celoso,
severo, caprichoso, ante el que la menor falta podía acarrear la desgracia eterna, y a
quien la debilidad más ligera y más involuntaria podía hacer olvidar años de fervor?
Sé muy bien lo que os dirán para reteneros en el prejuicio: los ministros de la
religión poseen el secreto de calmar las almas que ellos mismos se cuidan de
aguijonear; intentan inspirar confianza a las almas que ven demasiado abrumadas por
el temor. Compensan así una pasión con otra, mantienen en suspenso el espíritu de sus
esclavos, en el temor que demasiada aprensión los haga poco manejables o que la
desesperación les fuerce a sacudirse el yugo. A las personas demasiado espantadas solo
les hablan de esperanza y de la bondad de Dios; a las que se confían demasiado, les
hablan solamente de los errores y de los juicios de un Dios severo. Gracias a esta
política, consiguen plegar o retener bajo su yugo a los que prestan oído a sus lecciones
contradictorias.
Os dirán también que el sentimiento de inmortalidad es inherente al hombre; que
los deseos inmensos que devoran su alma y que nada aquí abajo es capaz de satisfacer
son pruebas indudables de que esta alma está destinada a subsistir eternamente. En
pocas palabras, del hecho de que queramos existir eternamente pretenden que
concluyamos que existiremos para siempre. ¿A dónde llegaríamos, señora, con unos
razonamientos tales? Deseamos la continuación de nuestra existencia cuando esa
existencia es feliz, o cuando prevemos que lo podrá ser. Pero no podemos desear una
existencia miserable, o al menos una en que sea más probable que seamos infelices que
dichosos. Si —como repite a menudo la religión cristiana— el número de elegidos es
muy pequeño, la salvación muy difícil y muy fácil la condenación, ¿quién desearía
existir para siempre con el riesgo evidente de ser condenado eternamente? ¿No valdría
más no haber nacido que ser obligado a jugar sin quererlo un juego tan peligroso? ¿No

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es la nada en sí misma una idea preferible a la de una existencia que puede fácilmente
conducirnos a dolores eternos? Consentid, señora, que me refiera a vos misma; si antes
de venir al mundo, os hubieran dado a elegir entre nacer o no nacer, dándoos a
entender que una vez nacida arriesgaríais cien mil veces contra una ser eternamente
desdichada, ¿os habríais decidido por la vida?
Es fácil percatarse de la debilidad de las pruebas sobre las que pretenden basar el
dogma de la inmortalidad del alma y de la vida futura. El deseo que podemos tener de
ello sólo puede fundarse en la esperanza de gozar de una dicha perpetua. ¿Pero la
religión nos da esa seguridad? Sí —nos contestarán—, si uno se somete fielmente a las
reglas que ésta prescribe. ¿Pero para ajustarse a estas reglas no es necesaria la gracia
del cielo? ¿Estamos seguros de obtenerla o de merecerla? ¿Acaso no nos repiten sin
cesar que Dios es señor de su gracia y que sólo la concede a un pequeño número de
elegidos? ¿No nos dicen cada día que por un solo hombre que se hace digno de la dicha
eterna, hay miles que van camino de su condenación? Admitido esto, cualquier
creyente razonable sería un loco si deseara una existencia futura que tantos motivos
tiene que temer, o si esperara en una dicha que todo conspira para hacer incierta, difícil
de obtener, puesto que depende únicamente de la fantasía de una divinidad caprichosa
que se burla de sus desgraciadas criaturas. Bajo cualquier punto de vista que se
considere el dogma de la inmortalidad del alma, nos veremos obligados a verlo como
una quimera inventada por los hombres, que quieren hacer reales sus deseos o que no
pueden justificar en este mundo las injusticias que obra la providencia. Este dogma fue
recibido con entusiasmo, porque agradaba a los deseos y sobre todo a la vanidad del
hombre, que se arroga una superioridad sobre todos los seres de la naturaleza que ve
pasar y desaparecer. Se ha creído el favorito de Dios, sin prestar atención a que ese Dios
le obliga a experimentar a cada momento vicisitudes, calamidades y penas como a
todos los seres que sienten, y le hace padecer la muerte o la disolución, que es una ley
invariable para todo lo que existe. Esta criatura orgullosa, que se cree un ser
privilegiado, el único agradable a su autor, no se ha dado cuenta de que en muchos
aspectos su existencia es más incierta y más frágil que la del resto de animales, o
incluso que la de los seres inanimados. El hombre no ha querido reparar en que ni
poseía la fuerza del león, ni la velocidad del ciervo, ni la duración de un roble, ni la
solidez de la roca y del metal; se ha creído el ser más favorecido, el más sublime, el más
noble; se ha creído superior a todos los demás porque era el único que poseía la
facultad de pensar, de juzgar y de razonar. ¿Pero acaso sus pensamientos no lo hacen
más desgraciado que todos los animales que él supone privados de esta facultad o que
la no poseen en el mismo grado que él? ¿La triste facultad de pensar, de recordar, de
prever, a menudo no le hace muy desgraciado por la conciencia del pasado, del presente
y del futuro? ¿Sus pasiones no lo llevan a excesos desconocidos por el resto de los
animales? ¿Son sanos sus juicios? ¿Se ha desarrollado correctamente la razón en la
mayoría de hombres, a los que se les ha prohibido su uso como peligroso? ¿Es un
adelanto para ellos que se recreen en quimeras que los hacen desdichados para todo el
resto de su vida? Para acabar, ¿tienen las bestias una religión que les inspire terrores
continuos haciéndoles desear un porvenir temible, que envenene sus placeres más
dulces, que les ordene atormentarse a sí mismos, que los amenace con la condenación
eterna?

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En verdad, señora, si pesamos en una balanza imparcial las pretendidas ventajas del
hombre sobre los otros animales, veremos cómo pronto se desvanece esa superioridad
ficticia que él se arroga sobre ellos. Nos daremos cuenta de que todas las producciones
de la naturaleza están sometidas a las mismas leyes; que todos los seres no nacen sino
para morir, se crean para destruirse; que todos los seres dotados de sensación están
obligados a experimentar placeres y dolores, que aparecen y desaparecen, que existen y
dejan de existir, que se muestran bajo una forma que abandonan para originar una
nueva. Tales son las continuas vicisitudes a las que está sometido claramente todo
cuanto existe, y de las que el hombre no está más exento que todo lo que le rodea.
Nuestro globo se transforma los mares cambian de lugar, las montañas se vienen abajo
y se aplanan, todo lo que respira muere al final, ¿y el hombre pretende él solo una
duración eterna?
Que no me digan que comparar al hombre con los seres privados de una alma y de
inteligencia es degradarlo; no es rebajarlo, es ponerlo en el lugar del que una vanidad
pueril lo ha hecho salir en mala hora. Todos los seres son iguales: bajo formas diversas
actúan de modo diferente; pero, por leyes que son invariablemente las mismas para
todo lo que existe, todo lo que es compuesto se disuelve, todo lo que vive acaba por
morir. Todos los hombres están de igual modo obligados a extinguirse, son iguales ante
la muerte, aunque durante su vida el poder, el talento y sobre todo la virtud establezcan
entre ellos diferencias necesarias, reales, pero momentáneas. ¿Qué serán después de su
muerte? Serán todo lo que eran diez años antes de su nacimiento.
Así pues, discreta Eugenia, apartad para siempre de vuestro espíritu los temores que
os inspira la muerte. Ella es para el desdichado un puerto seguro contra los infortunios
de la vida. Si parece cruel a aquellos que gozan de la felicidad, que se lo quiten del
pensamiento o que se acostumbren a ello; que invoquen en su ayuda a la razón, que
calmará las inquietudes de una imaginación alarmada en exceso; disipará la niebla que
la religión extiende sobre los espíritus, les enseñará que esa muerte tan terrible nada es,
y que a ella no seguirá ni el recuerdo de los placeres pasados, ni los remordimientos, ni
las penas.
Vivid pues tranquila y feliz, amable Eugenia, conservad con cuidado una existencia
importante y necesaria para todos los que viven con vos. No alteréis vuestra salud, no
turbéis vuestro reposo con ideas melancólicas. Sin preocuparos tristemente de un
porvenir que no tiene el derecho de inquietaros, cultivad la virtud que tan familiar y tan
necesaria se ha hecho para vuestro corazón y que os hace tan querida por todos los que
tienen la fortuna de estar cerca de vos. Haced uso de vuestro rango, de vuestra
influencia, de vuestras riquezas, de vuestros talentos, para hacer a la gente feliz, para
sostener a los oprimidos, para socorrer el infortunio, para enjugar las lágrimas de
aquellos a quienes el hado quiere abrumar. Haced uso de vuestra razón para hacer que
se desvanezcan los espectros que os espantan y para alejar los prejuicios que os
imbuyeron en vuestra infancia. En pocas palabras, tranquilizaos, y tened presente que
practicando la virtud, tal como vos hacéis, nunca resultareis objeto de la ira de un Dios
que, si reservara en la eternidad castigos para las virtudes sociales, sería el más extraño,
el más cruel y el más insensato de los seres.
Me preguntaréis, quizá, que ocurrirá, al destruir la idea del otro mundo, con los
remordimientos, esos castigos útiles para los hombres y tan adecuados para

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contenerlos. Os contesto que los remordimientos existirán siempre, incluso cuando
dejemos de temer las venganzas lejanas e inciertas de la divinidad. Al cometer delitos,
al dejarse llevar por las pasiones, al perjudicar a sus semejantes, al rechazar hacer el
bien, al ahogar la piedad, todo hombre cuya razón no esté completamente alterada, se
da perfectamente cuenta de que se hace odioso a los demás, que ha de temer su
enemistad; se avergüenza de haberse convertido en un ser despreciable o odioso a sus
ojos; la experiencia le prueba que sus vicios más escondidos son perjudiciales para él
mismo. Se pone en situación de temer continuamente que una casualidad desgraciada
descubra sus vicios vergonzosos y los delitos ocultos que haya podido cometer. De todas
estas ideas es de dónde nacen los arrepentimientos y los remordimientos, incluso entre
aquellos que no creen en las quimeras de la otra vida. Por lo que respecta a aquellos que
tienen perturbada la razón, que están cegados por sus pasiones, que están ligados
estrechamente al vicio por las cadenas de la costumbre, aun creyendo en el infierno, no
serán por ello ni menos viciosos ni menos malvados. Un Dios malvado no se impondrá
nunca a un hombre lo suficientemente desprovisto de razón para despreciar la opinión
pública, para pisotear la decencia, para desafiar las leyes o para exponerse a la
vergüenza o a los castigos de los hombres. Cualquier persona sensata comprende sin
dificultad que en este mundo, la estima y la consideración de los demás son necesarias
para nuestra propia felicidad, y que la vida no es sino una pesada carga para aquellos
que por sus vicios se perjudican a sí mismos y se hacen despreciables a los ojos de la
sociedad.
El verdadero modo, señora, de vivir felizmente en este mundo es hacer a la gente
feliz; hacer felices a nuestros semejantes es ser virtuoso. Con virtud llegamos
apaciblemente al término que la naturaleza fija por igual a todos los seres, un término
que vuestra edad solo os permite ver de lejos; un término que no tenéis que acelerar
con vuestros temores, un término, finalmente, que los cuidados y los deseos de todos
aquellos que os conocen se ocuparán de alejar hasta que, satisfecha de vuestros días y
contenta del papel que habréis desempeñado sobre el escenario del mundo, deseéis vos
misma retornar dulcemente al seno de la naturaleza.
Soy, señora, vuestro…

Carta VI

Sobre los misterios del cristianismo, sobre los sacramentos, sobre


las ceremonias religiosas.
Las reflexiones, señora, que hasta ahora os he presentado en mis cartas, pueden –
creo– ser suficientes para sacaros de engaño sobre la mayor parte de las lúgubres y
sombrías ideas que los prejuicios religiosos parecían inspiraros. No obstante, para
cumplir el cometido que me habéis impuesto y para acabar de tranquilizaros
destruyendo las ideas favorables sobre ese sistema lleno de inconsecuencias y
contradicciones que hayan podido quedaros, continuaré examinando los extraños
misterios que el cristianismo hace adorar. Están éstos fundados sobre unas ideas tan
extrañas y tan contrarias a la razón que, si desde la infancia no nos hubieran habituado

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a ellas, nos avergonzaría el hecho de haber podido por un instante adoptarlas o
creerlas.
Los cristianos, descontentos con ese cúmulo de enigmas y de contradicciones que
llenan los libros de los judíos, aún han imaginado un gran número de misterios
incomprensibles por los que tienen la más profunda veneración. Su impenetrable
oscuridad parece que sea para ellos un motivo para respetarlos más; sus sacerdotes,
envalentonados por su credulidad, que nada puede reducir, parece que se hayan
afanado en multiplicar los artículos de su fe y el número de nociones inconcebibles que
les han enseñado a recibir con sumisión y a adorar sin comprender.
El primero de estos misterios es el de la Trinidad. Supone este misterio que un Dios
único y simple está compuesto sin embargo por tres divinidades que se llaman
personas. Estos tres Dioses, que se designan con el nombre de Padre, Hijo y Espíritu
Santo, constituyen únicamente un Dios. Estas tres personas son iguales en poder, en
sabiduría, en perfecciones. La segunda, sin embargo, está subordinada a la primera,
hasta el punto de verse forzada a revestirse de carne o a hacerse hombre para
convertirse en víctima de la primera. A eso se le llama el misterio de la Encarnación.
Pese a su inocencia, su perfección y pureza, el hijo de Dios se convierte en objeto de la
cólera de un Dios justo, que es lo mismo que él, pero que no puede decidirse a aplacarse
sino con la muerte de su propio hijo o de una parte de sí mismo. El hijo de Dios, no
contento con haberse hecho hombre, muere sin haber pecado por la salvación de los
hombres que han pecado. Dios prefiere unos seres imperfectos y que no podrá corregir
a su propio hijo lleno de perfecciones divinas. La muerte de un Dios se convierte en
necesaria para liberar al género humano de la esclavitud de Satán, que sin ella no
hubiera abandonado su presa, y que ha sido tan poderoso como el Todopoderoso para
obligar a éste a sacrificar a su propio hijo. Esto es lo que se conoce con el nombre de
misterio de la Redención.
Sólo el hecho de exponer semejantes opiniones basta para mostrar su absurdidad. Es
evidente que si no existe más de un único Dios, no puede haber tres. Cierto es que se
puede contemplar a la divinidad –como hizo Platón antes del cristianismo– desde tres
puntos de vista diferentes, es decir, como omnipotente, como sabio y razonable y
finalmente como lleno de bondad, pero solo el delirio habría podido personificar estas
tres cualidades divinas o transformarlas en seres reales. Podríamos todavía suponer
que estos atributos morales se encontrasen reunidos en un único Dios, pero es una
insensatez hacer de ellos tres dioses diferentes. Nunca pondrá remedio este politeísmo
metafísico asegurando que estos dioses forman parte de uno único. Por otro lado, esa
fantasía no le vino nunca en mente al legislador de los hebreos. Cuando el Eterno se
reveló a Moisés, no le comunicó que fuese triple. No se habla de la Trinidad en el
Antiguo Testamento.
Sin embargo, una noción tan extraña, tan maravillosa, tan poco adecuada para ser
adivinada, bien merecería ser formalmente revelada, sobre todo si tenía que servir de
base a todo el cristianismo, que fue durante toda la eternidad el objeto de los cuidados
de la divinidad, y a cuyo establecimiento parece que ya había meditado antes incluso de
la creación del mundo. Como quiera que sea, la segunda persona, o el segundo Dios, de
la Trinidad, se revistió de carne; el hijo de Dios se hizo hombre. ¿Pero cómo puede el
Espíritu puro que preside el universo engendrar un hijo? ¿Cómo ese hijo, que antes de

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su encarnación era sólo un espíritu puro, pudo combinarse con un cuerpo material y
encerrarse en él? ¿Cómo la naturaleza divina pudo amalgamarse con la naturaleza
imperfecta del hombre, y cómo un ser inmenso e infinito como su padre pudo formarse
en el seno de la virgen agraciada? ¿De qué modo un espíritu puro pudo fecundar a esta
agraciada virgen? ¿Gozó el hijo de Dios ya desde que estaba en vientre de su madre de
su razón, o bien tuvo durante algún tiempo, como los demás niños, la debilidad de
espíritu, el desvalimiento y las flaquezas de la infancia? Y durante ese intervalo, ¿qué
pasaba con la sabiduría divina y la omnipotencia? Por acabar, ¿cómo pudo un Dios
sufrir y morir? ¿Cómo pudo un Dios justo consentir que un Dios que carecía de pecado
pudiese sufrir los castigos que sólo el pecado merece? ¿Por qué no se aplacó sin
inmolarse a sí mismo una víctima tan preciosa e inocente? ¿Tendría sentido que un
soberano, para calmar la cólera que hubiese concebido contra su pueblo rebelado,
obligase a ese pueblo a sacrificarle su propio hijo bien amado, aunque éste no hubiera
tomado parte en la rebelión?
Nos dirán que Dios quiso realizar ese sacrificio por simpatía hacia el género
humano. Pero yo siempre me preguntaré si no hubiese sido más simple, más de
acuerdo con las ideas de un Dios, perdonar las injusticias del género humano o impedir
que las cometiese, antes que verse en la obligación de emplear mecanismos tan
imponentes. Considerando el sistema entero de la religión cristiana, es evidente que
Dios creó el mundo únicamente para dar a su hijo la ocasión de inmolarse. La caída de
los ángeles rebeldes tuvo lugar únicamente para preparar la caída de Adán; Dios
permitió el pecado del primer hombre sólo para darse el placer de mostrar su bondad
sacrificando a su hijo para salvar a los hombres de la esclavitud de Satán. Concedió a
Satán tanto poder únicamente para tener la satisfacción de engañar a este enemigo
haciendo morir a un Dios, y destruir así su poder sobre la tierra.
Pero en definitiva, ¿ha tenido Dios éxito en sus planes tan insondables? ¿Se han
liberado completamente los hombres del imperio de Satán? ¿Ya no son esclavos del
pecado y se encuentran de ahora en adelante en la feliz imposibilidad de encender la
cólera divina? ¿La sangre del hijo de Dios ha lavado las iniquidades de la tierra?
¿Aquellos a los que ha salvado, a quienes se ha dado a conocer, los que creen en él,
ofenden menos al cielo? ¿La divinidad, que sin duda tuvo que quedar satisfecha con un
sacrificio tan memorable, ha perdonado a los hombres el castigo del pecado? ¿Ya no
exige nada de ellos, y después de la muerte de su hijo, los ha liberado de las
enfermedades, de las calamidades, de la muerte? Nada de esto ha sucedido; las
medidas que durante toda la eternidad ha tomado la sabiduría previdente de un Dios
cuya voluntad no puede hallar obstáculos han sido baldías; la misma muerte de Dios ha
sido inútil para el mundo, todos los planes divinos han fracasado contra el libre
albedrío y el poder del demonio. El hombre continua pecando y muriendo, el diablo es
todavía dueño del campo de batalla, y la divinidad ha tenido a bien morir sólo para un
pequeño número de elegidos.
Uno se avergüenza, en realidad, de verse forzado a combatir seriamente unas
quimeras semejantes; si algo tienen de maravilloso es que hayan sido creadas por el
cerebro de un hombre y de haber sido admitidas por unos seres racionales. Por lo
demás, estas nociones son verdaderos misterios; no hay nada más claro que el hecho de
que las personas que nos hablan de ellos también son incapaces de comprenderlos en

51
absoluto. Decir que uno cree semejantes absurdidades es mentir descaradamente,
nunca será posible creer lo que no se puede entender; una proposición, para ser creída,
exige por necesidad haber sido entendida primeramente. Creer en aquello que no se
comprende es vincularse absurdamente a las absurdidades ajenas; creer en algo que ni
siquiera es entendido por aquellos que nos lo dicen es el colmo de la estupidez. Creer
ciegamente los misterios de la religión cristiana es admitir unas contradicciones que no
convencen ni a los mismos que las anuncian, porque ellos mismos se pierden
forzosamente en las absurdidades que han recibido sin examen de sus padres o de sus
antepasados, que eran evidentemente o unos estafadores o unos ingenuos.
Si me preguntáis como es que los hombres no se han sublevado con tantas fantasías
absurdas e ininteligibles, os explicaré a mi vez este gran misterio, el secreto de nuestra
iglesia, el misterio de nuestros sacerdotes. Sólo es necesario prestar atención a las
características generales del hombre, sobre todo cuando es un ignorante e incapaz de
razonar. Todo hombre es curioso; su curiosidad se despierta y su imaginación se
enciende cuando se le presenta un misterio en aquello que se le anuncia como
importante para su felicidad. El vulgo desprecia lo que conoce o lo que está a su
alcance. El modo de deslumbrarlo es anunciarle maravillas, prodigios, cosas
extraordinarias. Sólo admira y respeta lo que le hace abrir los ojos como platos, lo que
impresiona fuertemente su imaginación, lo que da ocupación a su espíritu, que por sí
mismo a menudo está falto de ideas. Así pues, los sacerdotes que se escucharán con
mayor avidez, los que mejor serán admitidos por el pueblo, los más respetados, los
mejor pagados, serán siempre los que divulguen más maravillas y misterios.
Por otro lado, siendo la divinidad un ser cuya esencia impenetrable está siempre
oculta a la mirada de los mortales, éstos han imaginado que todo lo que no podían
comprender encerraba necesariamente algo de divino. Sagrado, misterioso y divino han
terminado por ser sinónimos, y estas palabras solemnes son bastan para poner de
rodillas a los hombres.
Los tres misterios que acabo de examinar son admitidos unánimemente en todas las
sectas cristianas, pero aún hay otros sobre los cuales no hay ningún acuerdo. En efecto,
vemos como los hombres, después de haber admitido sin empacho un cierto número de
absurdidades, de repente se detienen en su camino y se niegan a admitir ni uno más.
Eso ocurre con los cristianos protestantes: desprecian con desdén los misterios por los
que la iglesia romana muestra el más profundo respeto. Pero en cuestión de misterios,
parece complicado establecer el punto en el que el espíritu tiene que detenerse.
Por lo que toca a nuestros doctores, mejor informados, sin duda, que los
protestantes, han multiplicado hábilmente nuestros misterios: se desesperarían si
hubiese algo en la religión que fuese claro, inteligible y natural. Más misteriosos incluso
que los sacerdotes de Egipto, han encontrado la manera de hacerlo todo misterioso: los
movimientos del cuerpo, las usanzas triviales, las ceremonias frívolas, cuando pasan
por sus poderosas manos se convierten en misterios sublimes y divinos. En la religión
romana todo es magia, todo es prodigio, todo es sobrenatural. En las decisiones de
nuestros teólogos, el partido que adoptan es casi siempre el más irracional, el mejor
para confundir y demoler la idea de sensatez. La consecuencia es que nuestros
sacerdotes son los más ricos, los más poderosos y los mejor considerados. La continua
necesidad que tenemos de ellos para obtener del cielo la gracia que solo concede a

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través de su ministerio, nos hace continuamente dependientes de esos hombres
maravillosos que se han convertido en mediadores y alcahuetes entre el cielo y
nosotros.
Todos nuestros sacramentos encierran grandes misterios. Son ceremonias a las que
Dios concede –dicen– alguna virtud secreta por procedimientos desconocidos de los
que no tenemos idea. En el bautismo, sin el que ningún hombre puede ser salvado, el
agua vertida sobre la cabeza de un niño recién nacido lava su alma espiritual y
desprende las impurezas que son la consecuencia del pecado que ese niño ha cometido
a través de Adán, que pecó por él. Por la virtud misteriosa de esa agua y de algunas
palabras igualmente incomprensibles, el niño se ve reconciliado con su Dios, al que por
obra de su primer padre había ofendido sin saberlo. En todo esto, señora, no podéis
evitar reconocer una complicación de misterios que ningún cristiano puede dispensarse
de creer, aunque a buen seguro no hay un cristiano que pueda comprender en que
consiste la virtud de esta agua maravillosa, que aseguran que es la adecuada para
regenerar, ni entender cómo el justo monarca del universo puede imputar faltas a quien
no las han cometido, ni comprender cómo un Dios sabio puede otorgar su favor a una
ceremonia huera, que sin cambiar en nada la tendencia al pecado que se tiene al nacer,
puede, sobre todo en invierno, ser peligrosa para la salud del niño.
En la confirmación, sacramento o ceremonia que, para tener validez, ha de ser
administrada por un obispo, un cachete aplicado sobre la mejilla de un muchacho hace
descender el espíritu santo sobre su cabeza, y le procura la gracia de no dudar de su fe.
Veis, señora, que la eficacia de este sacramento queda infelizmente desmentida por mi
persona; aunque en mi juventud fui confirmado correcta y debidamente, puedo
presumir de no sonrojarme de mi fe ni de ser inquebrantable en la creencia de mis
antepasados.
En el sacramento de la penitencia, ceremonia que consiste en introducir a un
sacerdote en confidencia de nuestras faltas, encontramos igualmente maravillas y
misterios. En favor de la sumisión a la que todo cristiano se siente necesariamente
obligado, un sacerdote, él mismo pecador, revestido con plenos poderes por la
divinidad, perdona y absuelve en nombre de ésta de los pecados que la hacían enojar;
Dios se reconcilia con cualquiera que se humille ante su ministro, y a las órdenes de
éste se vuelve a abrir el cielo al desgraciado que se había hecho excluir de él. Si bien este
sacramento no siempre concede su gracia distinguida a los que usan de él, al menos
tiene la ventaja de hacerlos perfectamente dóciles al clero, que gracias a él se ve con
capacidad de ejercer su imperio sobre los espíritus, hasta el punto de perturbar la
sociedad y con mayor frecuencia aún el reposo de las familias y de las conciencias.
Existe para los católicos otro sacramento que encierra con seguridad los misterios
más extraños, me refiero a la eucaristía. Nuestros doctores, bajo pena de ser
condenados, nos ordenan que creamos que el hijo de Dios es obligado por un sacerdote
a abandonar su lugar en la gloria para disfrazarse con la apariencia del pan. Ese pan se
convierte en un Dios; ese Dios se multiplica cada vez que un sacerdote se lo ordena en
diferentes lugares de la tierra; y sin embargo sólo se contempla un único y mismo Dios
en todos los lugares, y éste recibe los homenajes de no pocas personas, que encuentran
muy ridículo que los egipcios de la antigüedad hubieran podido adorar las cebollas. Los
católicos, no satisfechos con rendir culto a un pan que suponen divinizado, lo comen a

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continuación y se convencen de que se nutren de la sustancia del propio Dios; los
protestantes rechazan creer un misterio tan extraño, y consideran a los que lo admiten
como verdaderos idólatras. Como quiera que sea, ese maravilloso dogma es de gran
utilidad para nuestros sacerdotes; a los ojos de los que lo admiten se convierten en
personas muy importantes, visto que son bastante poderosos como para disponer de la
divinidad, que hacen descender a voluntad a sus manos: el sacerdote católico es el
creador de su Dios.
Por lo que respecta a la extremaunción, sacramento que consiste en ungir de aceite a
los enfermos dispuestos a hacer el viaje hacia el otro mundo, se asegura que contribuye
a confortar el cuerpo y el espíritu de los enfermos. Si produce estos buenos efectos, lo
hace de modo invisible y misterioso, las gracias que vemos que resultan de él se
reducen a atemorizar los cerebros debilitados y con frecuencia a acelerar el momento
de la muerte. Pero nuestros sacerdotes están tan llenos de caridad y se interesan tanto
en la salvación de las almas que prefieren arriesgarse a hacer sucumbir a las personas
antes que dejarles partir sin haberles administrado su ungüento fabuloso.
La ordenación es una ceremonia misteriosa por la que la divinidad extiende
secretamente sus gracias invisibles sobre aquellos que ha elegido para cumplir las
funciones del ministerio sagrado. Según la religión católica, Dios otorga a sus
sacerdotes el poder de crear el propio Dios, privilegio, sin duda, que nunca
admiraremos suficientemente. A la vista de los efectos perceptibles de ese sacramento y
de las gracias patentes que confiere, los sacerdotes se limitan a transformar con la
ayuda de ciertas palabras y de ciertas ceremonias a un profano en un hombre sagrado,
es decir, que ya no sea profano. Gracias a esta metamorfosis espiritual, ese hombre
resulta capaz de poseer ingresos considerables sin estar obligado a hacer nada que sea
útil a la sociedad; al contrario, el propio cielo le confiere el derecho de engañar, de
perturbar y de desvalijar a sus profanos conciudadanos que trabajan para él.
Para acabar, el matrimonio es para nosotros un sacramento, visto que nos confiere
gracias invisibles y misteriosas de las que en verdad no tenemos una idea bien precisa.
Los protestantes y los infieles que no contemplan el matrimonio como un sacramento
sino como un contrato civil, no reciben por ello ni más ni menos gracias manifiestas
que los buenos católicos. No vemos que éstos, por la virtud secreta de este sacramento,
estén más unidos, ni que sean más constantes ni más fieles, y conocemos, señora, vos y
yo, a un buen número de personas a los que sólo ha concedido la gracia de detestarse
cordialmente.
No os hablo aquí de una infinidad de otras ceremonias mágicas, admitidas por
algunas sectas cristianas y rechazadas por otras, a las que los devotos conceden el
mayor valor, en el firme convencimiento de que Dios se sirve de ellas para extender
invisiblemente sus gracias. Todas estas ceremonias encierran, sin duda, grandes
misterios, y su modo de actuar es también misteriosísimo. Así es como el agua sobre la
que un sacerdote pronuncia algunas palabras contenidas en sus oscuros textos,
adquiere la virtud invisible de alejar invisiblemente los espíritus malignos que son
invisibles por naturaleza. Es así como el aceite sobre el que un obispo ha farfullado
algunas fórmulas, se convierte en vehículo para comunicar a los hombres e incluso a los
seres inanimados, como madera, piedra, metales, paredes, unas virtudes invisibles que
no poseían antes en absoluto. En definitiva, en todas las ceremonias de la iglesia se nos

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muestran misterios, y el vulgo, que no puede comprender nada de ellos, no está por ello
menos dispuesto a admirarlos, a recrearse la vista, a respetarlos. Dejaría de tener esa
veneración si entendiese algo de ellos.
Los sacerdotes de todas las naciones comenzaron por ser charlatanes, buhoneros,
adivinos, brujos. Encontramos gente de esa clase en las naciones más groseras y
salvajes, donde viven de la ignorancia y de la credulidad de los demás. Se les considera
personas superiores, adornados con dones sobrenaturales, preferidos por los propios
dioses, porque les ven hacer cosas que se toman por maravillosas, pues los ignorantes
siempre se maravillan de todo. En las naciones más civilizadas el pueblo siempre es el
mismo; las personas más sensatas tienen demasiado a menudo las mismas ideas que el
pueblo en materia de religión, y los sacerdotes, autorizados por la estupidez pública,
continúan con su antigua ocupación con aplauso general.
No os sorprendáis, pues, señora, de ver que nuestros pontífices y nuestros
sacerdotes practican la magia o realizan sus trucos ante los ojos de la gente
predispuesta a favor de sus antiguos hábitos, gente que se apega a esos hábitos cuanto
menos están en situación de comprenderlos. Todo lo que es misterioso tiene encanto
para un ignorante; lo maravilloso seduce a la gente; las personas más ilustradas tienen
dificultades para defenderse de ello. Observamos también que los sacerdotes se
apegaron testarudamente a los ritos y ceremonias de su culto, nunca se pudieron éstos
disminuir o abrogar sin una revolución, la más pequeña ceremonia ha costado ríos de
sangre. Los pueblos se han creído perdidos cada vez que han querido innovar en
materia de religión; creyeron que se les quería privar de las ventajas desconocidas y de
las gracias invisibles que ellos suponían que la mismísima divinidad había vinculado a
ciertos movimientos del cuerpo. Los sacerdotes más avispados se ha preocupado de
sobrecargar la religión de ceremonias, de prácticas y de misterios: se daban cuenta de
que eran otros tantos lazos para atarse a los pueblos, para hacerse necesarios, para
procurarse dinero y respeto.
No estáis hecha, señora, para ser por más tiempo la víctima del engaño de esos
malabaristas sagrados; que se impongan al vulgo con sus maravillosos pases de manos,
vos ya estáis convencida que lo que ellos llaman misterios son solo absurdidades de las
que ellos no pueden dar ninguna explicación ni a sí mismos ni a los demás. Sabéis que
unos movimientos del cuerpo o unas ceremonias han de ser completamente
indiferentes a ese ser sabio que se nos muestra como el motor de todos los demás. Os
dais cuenta de que un Dios razonable no puede sentirse halagado por unas ceremonias
pueriles, y que el soberano todopoderoso de la naturaleza, exento de necesidades, de
orgullo y de vanidad, no puede, como los príncipes de la tierra, exigir una etiqueta ni
vincular sus decisiones a un vano ceremonial desprovisto de razón. Sacaréis como
conclusión que todos esos ritos maravillosos en los que nuestros sacerdotes nos
anuncian tantos misterios y en los que el pueblo cree que consiste la religión son sólo
puerilidades a las que las personas sensatas han de someterse únicamente para no
alarmar los espíritus demasiado a la defensiva de sus débiles conciudadanos.
Soy, señora, vuestro…

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Carta VII

Sobre las prácticas o ejercicios piadosos. Sobre las plegarias.


Sobre la austeridad.
Ahora sabéis, señora, a qué ateneros en lo concerniente a los misterios y las
ceremonias que la religión os propone meditar y adorar en silencio. A continuación os
hablaré de las prácticas a las que –a decir de nuestros doctores– la divinidad otorga su
complacencia y su favor. Consecuentemente con las ideas falsas, siniestras,
contradictorias, incompatibles que todas las religiones reveladas muestran sobre la
divinidad, los sacerdotes han inventado para los pueblos una gran cantidad de prácticas
carentes de sentido, pero conformes a las nociones erróneas que se habían hecho de ese
ser. Dios ha sido siempre considerado un hombre lleno de pasiones, sensible a los
regalos, a la adulación y a las marcas de sumisión, o más bien como un soberano
caprichoso, antojadizo, que se enojaba muchísimo cuando alguien dejaba de mostrarle
el respeto y las atenciones que su vanidad exigía a sus súbditos.
A partir de estas nociones tan poco convenientes para un Dios, se han imaginado
una serie de prácticas e invenciones estrafalarias, ridículas, molestas y a menudo
crueles, con las que se creía que se alcanzaba a merecer la gracia o a rebajar la cólera
del soberano del mundo. De ahí derivan todas las plegarias, las ofrendas, los sacrificios
que la gente se cree obligada a hacerle. Se olvidan de que un Dios que es el creador de
todas las cosas no necesita que alguien le ofrezca como presente sus propias obras; que
un Dios que conoce su poder no siente necesidad ni de adulación ni de sumisión que le
recuerde su grandeza, su poderío y sus derechos; que un Dios que es señor de todas las
cosas no puede exigir que se le ofrezca lo que ya le pertenece; que a un Dios que no
siente necesidad de nada no se lo puede uno ganar mediante presentes, ni puede desear
los bienes que sus criaturas han recibido de la bondad divina.
Por no hacer estas simples reflexiones, todas las religiones se han llenado de una
infinidad de prácticas caprichosas por las que los hombres que sentían ese deseo se han
esforzado para que la divinidad les fuera favorable. Los sacerdotes, que siempre se han
presentado como los cortesanos, los ministros, los favoritos, los intérpretes de Dios, se
han percatado de que sería fácil para ellos aprovecharse de los errores de los hombres y
de los presentes que éstos ofrecieran a sus Dioses. Surgió, pues su interés en mantener
en ellos esas falsas ideas, e incluso en redoblar las tinieblas de sus espíritus, en inventar
para ellos medios para complacer a las potencias desconocidas que disponían de su
destino, en aguijonear su devoción y su celo hacia los seres invisibles de los que ellos
mismos eran los representantes visibles. Esos sacerdotes se dieron bien pronto cuenta
de que trabajando a favor de los Dioses trabajaban para ellos mismos, y de que podían
sacar provecho de los presentes, sacrificios y ofrendas que se hacían a unos seres que
no se aparecerían jamás para reclamar lo que les estaba destinado.
Así es como, señora, los sacerdotes han conseguido hacer causa común con la
divinidad. Su política los ha obligado a favorecer y a aumentar los errores del género
humano. Hablan de ese ser inefable como de un monarca interesado, celoso, lleno de
vanidad, que no da sino para que le devuelvan, que exige continuos signos de sumisión
y de respeto, que quisiera que le reiterasen sin cesar las muestras de deferencia que se
tienen hacia él, que quiere ser solicitado, que otorga su gracia con dificultad para poner

56
en evidencia su valor, y sobre todo, que se deja apaciguar y convencer por medio de
unos presentes que sus ministros están en situación de aprovechar.
Es evidente que todas prácticas, las ceremonias, los ritos que encontramos
establecidos en todas las religiones de la tierra, se basan en unas ideas tomadas de las
cortes de aquí abajo. Todo el mundo ha rivalizado en hacer de su Dios el monarca más
grande, más temible, más despótico y más interesado. Los pueblos, colmados de esas
ideas humanas y envilecedoras, han adoptado sin examen las invenciones que los
ministros de la divinidad les mostraban como las más adecuadas para obtener sus
favores o alejar su ira. Los sacerdotes han amparado siempre las prácticas más
favorables para su propio sistema religioso y sus propios intereses; el vulgo ignorante
se ha dejado llevar a ciegas. La costumbre ha hecho familiares al vulgo cosas que éste
nunca ha tomado en consideración; la rutina transmitida de generación en generación,
de padres a hijos, se ha convertido en un deber.
A penas nace un niño, se le hace unir las manos maquinalmente para enseñarle a
rezar. Obligan a su lengua a balbucear unas fórmulas que no comprende, dirigidas a un
Dios cuyo espíritu jamás podrá concebir. En brazos de su nodriza es llevado a un
templo, donde sus ojos se acostumbran a contemplar espectáculos, ceremonias,
pretendidos misterios que ni siquiera en la edad madura le será permitido comprender.
Si alguien le pregunta la razón de su conducta o quiere saber por qué ha convertido
esa conducta en un deber importante y sagrado, no podrá responder nada más que
desde la infancia se le ha dicho que debe observar con respeto unas usanzas que son
sagradas, aunque le sean incomprensibles. Si intentamos sacarlo del error de sus
futilidades habituales, no nos escuchará, o bien se enfurecerá con aquel que contradiga
esas nociones enraizadas en su cerebro. Quienquiera que desee conducirlo de nuevo a
la sensatez y razonar contra los hábitos que ha adquirido le parecerá ridículo e
insensato, o bien lo rechazará como impío o blasfemador, porque así es como le han
dicho que había que llamar a cualquiera que no siguiese la misma rutina que él, o que
no ligase las mismas ideas a lo que él mismo no ha examinado.
¡Qué horror inspiraríamos a cualquier cristiano devoto, si le dijéramos que la
plegaria es inútil! ¡Cuál no sería su sorpresa si le probásemos que, sin apartarse de los
principios de su religión, las plegarias, que desde su infancia le han hecho ver como
algo agradable a su Dios, son injuriosas para éste! Esta claro, si Dios sabe todo, ¿qué
necesidad tiene de ser advertido de las necesidades de sus amadas criaturas? Si Dios es
un padre lleno de ternura y bondad, ¿hay que pedirle “el pan nuestro de cada día”? Si
ese Dios tan bueno prevé con adelanto las necesidades de sus criaturas y las conoce
mucho mejor de lo que ellos mismos pueden hacerlo, ¿cómo puede exigir que le
molesten para concederlas? Si ese Dios es inmutable y sabio, ¿cómo una de sus
criaturas podría cambiar las resoluciones divinas? Si ese Dios es justo y bueno, ¿cómo
se le puede injuriar hasta el punto de rogar que “no nos deje caer en la tentación”?
A partir de esto podéis observar, señora, que hay poquísimos cristianos que se hayan
dado cuenta de lo que dicen cuando rezan cada día la plegaria que se dice que ha sido
dictada por el propio Dios. Veis cómo la oración dominical encierra multitud de ideas
absurdas y completamente contrarias a las que cualquier cristiano habría de tener
sobre su Dios. Si le preguntásemos por qué repite sin cesar una vana fórmula sobre la
que no ha reflexionado, no podría sino decir que desde la infancia sus padres le han

57
dicho que había que unir las manos y repetir unas palabras que él nunca ha
comprendido; añadirá que durante todo el transcurso de su vida sus sacerdotes le han
asegurado que esa fórmula de petición era la más sagrada y la más adecuada para
merecer la gracia de su Padre celeste. 224
Hemos de tener, sin duda, la misma opinión sobre la multitud de plegarias que
nuestros doctores nos recomiendan sin cesar. Si les creyésemos, el hombre, para
complacer a Dios, tendría que pasar su tiempo agobiándolo con peticiones para
arrancar su gracia a fuerza de molestarlo. Si Dios es bueno, si ama a sus criaturas, si
conoce sus necesidades, es inútil rezarle. Si Dios no cambia, uno no puede prometerse
que le hará cambiar sus decretos. Si Dios es sabio, conoce mejor que los hombres lo que
éstos necesitan. Si Dios se ofende, tiene que rechazar las plegarias, que hieren su
bondad, su justicia y su sabiduría infinitas.
¿Qué motivos tienen, pues, nuestros sacerdotes, para insistir sin cesar en la
necesidad de rezar? Lo hacen porque de este modo mantienen a los espíritus en un
estado de opinión que les favorece. Nos muestran a Dios como un monarca de difícil
acceso, que no cede con facilidad, del que ellos son los ministros, los cortesanos, los
favoritos. Se convierten en mediadores entre ese soberano invisible y sus súbditos aquí
abajo; les venden a éstos su poderosa intercesión. Rezan por los pueblos, y gracias a esa
actividad, poco fatigosa, se hacen honrar, recompensar, pagar, como si procurasen
ventajas reales a la sociedad. Sobre la existencia de la plegaria se basa, precisamente,
toda la existencia de nuestros sacerdotes, de nuestros frailes, de nuestras monjas, cuya
principal ocupación es elevar al cielo sus manos ociosas e implorar para los pueblos la
clemencia de un Dios que sin eso no concedería nada a sus queridas criaturas o les
enviaría únicamente castigos y calamidades. Las plegarias de los sacerdotes se
consideran el remedio universal a todos nuestros males. Todas las desgracias de las
naciones conducen a éstas a los pies de sus guías espirituales; éstos toman importancia
generalmente en las calamidades públicas, es entonces cuando son recompensados por
la ayuda que prestan ante el Todopoderoso. Faltos de conocer el curso de la naturaleza
y sus leyes inviolables, los hombres contemplan todo lo que les aflige como los efectos
visibles de la cólera celeste. Los males para los que no encuentran remedio, sobre todo,
les parecen señales de un poder sobre natural o divino que se encarniza con ellos. El
Dios que tan bueno consideran les parece a veces obstinado en perjudicarles. Su tan
tierno padre parece que descomponga el orden de la naturaleza para mostrarles su
furor. El Dios tan justo les castiga a veces sin que puedan adivinar que es lo que puede
haber causado su venganza. Entonces, en su desesperación recurren a los sacerdotes,
que nunca dejan de encontrar motivos para la cólera celeste. Les dicen que Dios ha sido
ofendido, que ha sido desatendido, que exige rezos, ofrendas, sacrificios; que desea,
para aplacarse, que sus ministros gocen de más consideración, de más atención, de más
riquezas. Se anuncia al vulgo que sin todo eso sus viñas se helarán, sus campos se
inundarán, que la peste, la hambruna, la guerra y la epidemia arrasarán la tierra. Y
cuando esas desgracias llegan, le dicen que para alejarlas hay que rezar.
Si la aprensión y el temor permitiesen razonar, veríamos que todos los males son —
como los bienes— las consecuencias necesarias de la naturaleza de las cosas. Nos
percataríamos de que un Dios sabio e inmutable no puede actuar sino siguiendo las
leyes de las que es autor. Reconoceríamos que las calamidades, las esterilidades, las

58
enfermedades, las epidemias y la muerte son efectos tan necesarios como el bien, la
abundancia, la salud y la vida. Nos daríamos cuenta de que la guerra, la esterilidad, la
hambruna son a menudo efectos de la imprudencia de los hombres. Nos someteríamos
a los accidentes que no podemos evitar, prevendríamos aquellos que nos es dado
prevenir, remediaríamos con medios simples y naturales aquellos para los que
tuviésemos recursos, y nos desengañaríamos de esos medios sobrenaturales y de los
rezos inútiles de los que la experiencia de tantos siglos nos tendría que haber
escarmentado, si los hombres fuéramos capaces de dar marcha atrás en los prejuicios
religiosos.
Pero ese no sería lo deseable para nuestros sacerdotes; serían inútiles si nos
diésemos cuenta de la ineficacia de sus plegarias, de la futilidad de sus prácticas, del
poco fundamento de los ejercicios de piedad que ponen el género humano a sus pies.
Los sacerdotes se esforzarán siempre en desautorizar a aquellos que desacreditan su
negocio; espantarán los espíritus débiles con las ideas angustiantes y terribles que les
darán de la divinidad, les prohibirán razonar y, entorpeciendo su razón, los harán
dóciles a los mandamientos más extraños, más faltos de razón, más contradictorios a
sus propios principios. Convertirán esas prácticas arbitrarias, indiferentes o incluso
inútiles y perjudiciales en deberes importantes, que obligarán a considerar como
mucho más esenciales que los deberes más sagrados de la moral. Los sacerdotes saben
que el hombre deja de razonar cuando sufre o cuando se siente desdichado; de ese
modo, si soporta desgracias verdaderas, sus sacerdotes se sentirán seguros de él; si no
es desdichado, lo amenazarán y le inspirarán aprensiones y desgracias imaginarias.
Así es, señora mía, cuando examinéis sin prejuicios los presuntos deberes que la
religión impone, os veréis forzada a reconocer que, útiles sólo para los sacerdotes, son
inútiles por igual para Dios y para la sociedad, para la que a menudo son, incluso,
evidentemente perjudiciales. ¿De qué utilidad puede ser en una familia una madre
devotísima, que pase su tiempo en rezos, en ayunos, en meditaciones, en retiros, y que,
no contenta con abandonar sus verdaderos deberes por esas vanas ocupaciones, sólo
abandona sus ejercicios de piedad para aportar a la sociedad la amargura que le han
contagiado las conservaciones místicas con su director espiritual? Su marido, sus hijos,
su familia, ¿tendrán que felicitarse de ver que su suerte depende de una mujer que
pierde su tiempo en oraciones, y a la que sus meditaciones y sus molestas prácticas
hacen intratable, insoportable y malhumorada? ¿No sería mejor que un padre o una
madre de familia se ocupasen del gobierno de su hogar o de sus asuntos domésticos,
tan a menudo abandonados, sobre todo en las grandes casas, antes que de pasar todo
su tiempo oyendo misa, escuchado sermones, meditando sobre misterios y dogmas
incomprensibles, haciendo retiros y asistiendo a ejercicios de piedad que no conducen a
nada? En el país en que habitáis, señora, hay un gran número de devotos y de devotas
que están ahogados en deudas y cuyo patrimonio está deshecho, a falta de preocuparse
y de poner en orden en sus negocios. Ocupados en poner en orden sus conciencias, no
se ocupan ni de la educación de sus hijos ni del cuidado de su fortuna, ni de la
diligencia en pagar sus deudas. Aquel que se desesperaría por haberse perdido una
misa, consiente en dejar languidecer durante años en su antecámara a los desgraciados
acreedores a los que arruina con su negligencia tanto como con su mala voluntad. En
verdad, señora, mirándolo bien, la devoción no servirá nunca para nada.

59
¿Y qué decir de esas fiestas que se multiplican entre nosotros? ¿No son claramente
perjudiciales para la sociedad? ¿No son iguales los días a los ojos del Eterno? ¿Hay días
de gala en la corte celestial? ¿Puede Dios verse honrado por la holgazanería de un
artesano o de un comerciante que, en vez de ganar el pan y el sustento de su familia,
pierde su tiempo a la iglesia, para después ir a malgastar su dinero a la taberna? Es
necesario —me dirán— que las personas descansen. Pero ya descansará bastante
cuando se sienta cansado; más valdría que trabajase antes que ir a un templo a cantar
unos latines o a escuchar unos sermones de los que no puede comprender nada. Aquel
hombre que siente escrúpulo de trabajar en domingo, no lo siente en absoluto de
emborracharse en domingo, y de gastar en un día toda la ganancia de la semana. Pero
al clero le interesa que todos los negocios cierren cuando él abra el suyo; he aquí, sin
lugar a dudas, por qué las fiestas son necesarias.
¿Hay algo más contrario a todas las nociones que uno se puede formar de la bondad
y de la sabiduría infinitas de la divinidad, que las abstinencias y las privaciones que la
religión cuenta entre sus obligaciones, o que esas mortificaciones, esas penitencias, esas
austeridades que pretende transformar en virtudes? ¿Qué diríamos de un padre que
hiciera sentar a sus hijos a una mesa bien servida, a condición de que no tocaran
ninguno de los platos que pudieran desear? ¿Podemos creer que un Dios bueno pueda
ver con malos ojos que sus criaturas gocen de los inocentes placeres que pueden hacer
su vida más agradable, o que ese Dios haya creado las cosas deseables sólo para tentar a
los hombres y para impedirles su disfrute? La religión cristiana parece que nos condene
al suplicio de Tántalo. La mayor parte de las supersticiones del mundo han hecho de
Dios un soberano caprichoso y celoso que se divierte tentando, fomentando los deseos
de sus esclavos, y que ve con malos ojos que sus criaturas disfruten de los placeres que
ha puesto a su alcance. Nos encontramos prácticamente en todos los lugares con un
Dios malhumorado, enemigo de la alegría, que se ofende del bienestar de sus criaturas.
Vemos que en todos los países hay hombres tan locos como para pensar que es un
mérito combatir a la naturaleza, rehusarle sus necesidades, atormentarse a sí mismos
con la idea de hacerse agradables a Dios. En todos los lugares la gente ha creído que
desarmaba su cólera y prevenía sus castigos castigándose a sí mismos, inmolándose al
furor de un Dios que siempre ha tenido necesidad de víctimas.
Encontramos sobre todo esas ideas atroces, fanáticas e insensatas en la religión
cristiana, que supone a su Dios tan cruel como para exigir los sufrimientos y la muerte
de su hijo inocente. Si un Dios, exento de todo pecado, se ha sometido a sí mismo al
sufrimiento, no resulta sorprendente que unos hombres que pecan se hayan visto en el
deber de parecérsele, y se hayan creído obligados a inventarse maneras de hacerse
desgraciados. Estas lúgubres ideas poblaron en otro tiempo los desiertos con una horda
de fanáticos que, renunciando a los placeres de la vida, se enterraban vivos y creían
merecer el cielo tratándose a sí mismos con crueldad extrema o haciéndose inútiles a su
patria. Son esas falsas ideas —mediante las cuales la divinidad se ha transformado en
un tirano tan bárbaro como insensato— las que son la causa de que veamos aún entre
nosotros hombres y mujeres que se consagran para siempre al aburrimiento, a la
penitencia, al dolor, a las lágrimas, y que consideran que la perfección radica en
dominar el arte ingenioso de atormentarse a sí mismos. Pero el orgullo sacerdotal
encuentra su valor en seno mismo de la austeridad. Los monjes más rígidos presumen
de las barbaridades que su regla les obliga a infligirse; saben que esas muestras de

60
determinación les traerán el respeto de los pueblos crédulos, que imaginan que los
hombres que se atormentan son divinos. Los monjes que siguen reglas austeras son
unos fanáticos que se sacrifican al orgullo del clero, que vive en el lujo y en la
abundancia mientras que algunos imbéciles se hacen un punto de honor morir de
hambre.
¿Cuántas veces, señora, os he visto conmoveros al recordar a esas pobres monjas que
habíais visto condenarse voluntariamente de por vida a los rigores de una prisión? Una
vez seducidas por el entusiasmo de la juventud, o forzadas por las órdenes de
progenitores inhumanos, se obligan a llevar hasta la tumba las cadenas del más duro
cautiverio. Sometidas sin apelación a los caprichos de una superiora malhumorada, que
únicamente se consuela de su propia esclavitud haciendo sentir con mayor dureza su
poder sobre las demás, habéis visto esas muchachas desgraciadas, obligadas a
renunciar de por vida a su propia voluntad y a gemir a cada momento bajo el
despotismo riguroso al que unos votos imprudentes las habían atado. Todos nuestros
monasterios nos presentan ese odioso cuadro de fanáticos que se han segregado de la
sociedad para ocuparse del triste cuidado de hacerse desgraciados, que se han juntado
para hacerse mutuamente la vida insoportable, que —con la idea de merecer el cielo—
han pensado en sufrir los tormentos del infierno en este mundo.
Si bien la religión no llama a todos los cristianos a estas perfecciones sublimes,
exhorta sin embargo a todo el mundo a sufrir y mortificarse. La iglesia prescribe a todos
sus hijos privaciones, abstinencias, ayunos; los convierte en deberes para ellos, y los
devotos se imaginan que son muy agradables a la divinidad cuando han cumplido
escrupulosamente con esas prácticas molestas, minuciosas y pueriles mediante las
cuales se diría que nuestros sacerdotes se proponen poner a prueba la paciencia y la
obediencia de los que se les someten. ¿Qué idea ridícula tendrán —por ejemplo— de la
divinidad las personas que creen de buena fe que ésta se preocupa de los diversos
alimentos que entran en nuestro estómago, y que están convencidas de que se pone de
malhumor cuando comemos vaca o cordero y que sin embargo se alegra cuando nos ve
comer habas o pescado? ¡En verdad, señora, nuestros sacerdotes, que algunas veces nos
proporcionan ideas tan grandes sobre Dios, se complacen con mayor frecuencia en
rebajarlo extrañamente!
La vida de un buen cristiano o de un devoto está llena de una infinidad de prácticas
penosas, que serían perdonables al menos si procurasen alguna ventaja real a la
sociedad. Pero no es eso lo que preocupa a nuestros sacerdotes, que sólo quieren
esclavos sumisos, lo suficientemente ciegos para respetar todos sus caprichos como si
fueran órdenes de un Dios sabio, lo bastante estúpidos para considerar todas sus
prácticas como misterios divinos y a aquellos que las observan escrupulosamente como
favoritos del Todopoderoso. ¿Qué bien proporciona a una nación la abstinencia de
carne obligada a tantos cristianos, mientras que otros juzgan con mayor razón que está
ley es el colmo de lo ridículo? Es fácil ver entre nosotros que esta norma, violada
abiertamente por los ricos, es onerosa para los pobres, que se ven obligados a pagar
cara una alimentación malsana y poco apropiada para reparar las fuerzas agotadas por
el trabajo. Por otro lado, ¿no venden los sacerdotes a los ricos el permiso de transgredir
sus propias normas? Parece que los sacerdotes hayan multiplicado nuestras prácticas,
nuestros deberes y nuestras molestias solo para tener la ventaja de multiplicar nuestras

61
faltas, con la intención de sacar buen partido de nuestros presuntos delitos. Cuanto más
examinemos la religión, más fácilmente nos convenceremos de que ésta se ha
propuesto únicamente el provecho de los sacerdotes. Todo parece que conspire para
hacerlos necesarios, para someternos a sus fantasías, para obligarnos a trabajar por su
grandeza y para contribuir a su riqueza. Nos ordenan cosas penosas, nos mueven a
alcanzar una perfección imposible para obligarnos a la transgresión, y con ello hacen
que nazcan entre las almas piadosas unos escrúpulos y unas penas de espíritu que ellos
se complacen en aliviar mediante dinero. El devoto se ve obligado a observarse sin
cesar, se hace reproches continuos, tiene continuamente necesidad de su sacerdote
para expiar las presuntas faltas que su imaginación exagera, y por desgracia, las faltas
que más se reprocha y los deberes que considera más importantes muy raramente son
los que interesan a la sociedad. Como consecuencia de los prejuicios religiosos con los
que los sacerdotes infectan los débiles espíritus de los devotos, éstos se creen mucho
más culpables cuando han saltado una práctica que por haber cometido una injusticia
escandalosa, una calumnia atroz, o por haber pecado contra la humanidad. En general,
a los devotos les basta estar a buenas con Dios, y se preocupan muy poco de estar a bien
con los hombres o de ser útiles a sus semejantes.
Porque, ¿qué frutos reales puede la sociedad sacar de esos rezos multiplicados, de
esas abstinencias, de esas privaciones, de esos retiros, de esas meditaciones, de esas
severidades a las que la religión concede tan alto mérito? ¿Producen todas esas
prácticas misteriosas algún bien real? ¿Son capaces de clamar las pasiones, de corregir
los vicios, de otorgar virtudes a aquellos que las observan con la mayor escrupulosidad?
¿Acaso no vemos todos los días a personas que se creerían condenadas si faltasen a una
misa, si comiesen pollo el viernes, si descuidasen una confesión, que se permiten por
otro lado una infinidad de faltas, o incluso que mantienen una conducta llena de
injusticia y de dureza hacia todos los que tienen la desgracia de estar cerca de ellos?
Esas prácticas que la mayoría de las personas tienen como deberes esenciales,
frecuentemente absorben los verdaderos deberes de la moral; si los devotos son
religiosos, es raro que los encontremos virtuosos. Contentos de satisfacer lo que la
religión exige, se preocupan bien poco del resto; se creen amados por Dios, y no se
cuidan demasiado de ser detestados por los hombres, o de no haber hecho nada para
merecer su amor. La vida entera de un devoto transcurre cumpliendo con exactitud
unos deberes que a Dios le son indiferentes, que son molestos para él mismo e inútiles a
los demás. Cree que ha alcanzado la virtud cuando ha satisfecho fielmente las prácticas
que le prescribe su religión, cuando ha meditado los misterios que no puede
comprender en absoluto, cuando ha matado su tiempo tristemente haciendo cosas cuyo
provecho no puede ver un hombre sensato; en definitiva, cuando ha intentado practicar
en la medida de su capacidad las virtudes evangélicas o cristianas sobre las cuales le
han enseñado que reposa toda su moral.
Cuento con examinar tales virtudes en mi siguiente carta, y probaros que son en su
mayoría, contrarias a las ideas que tenemos de Dios, inútiles a nosotros mismos y, a
menudo, peligrosas para los demás.
Soy, señora, vuestro….

Fin del primer tomo de las Cartas a Eugenia.

62
Cartas a Eugenia
Segundo tomo

Carta VIII

Sobre las virtudes evangélicas y la perfección cristiana


Si quisiéramos, señora, referirnos a los que dicen nuestros doctores, nos
convenceríamos de que por la belleza de su moral, la religión cristiana es superior a la
filosofía y a todas las demás religiones de la tierra. Si los creyésemos, el espíritu
humano y la débil razón no habrían sido nunca capaces de imaginar moral más sana,
virtudes más heroicas y preceptos más beneficiosos para la sociedad. Es más, todas las
virtudes conocidas o practicadas por los paganos son consideradas por nuestros
sacerdotes como “falsas virtudes”; lejos de merecer nuestra estima y el favor del
Todopoderoso, no son sino dignas de nuestro desprecio, son “pecados evidentes” a los
ojos del Eterno. En pocas palabras, la moral cristiana es una moral enteramente divina,
y los preceptos que nos da son tan sublimes que sólo pueden ser obra de un Dios.
Y en efecto, si por divino entendemos lo que es imposible de concebir y de practicar,
si por virtudes divinas concebimos unas virtudes cuya utilidad no puede adivinar el
espíritu humano, si por perfecciones divinas nos referimos a cualidades de las que los
mortales no son susceptibles o que son incluso contrarias a todas aquellas que pueden
entender; entonces hemos de convenir que la moral cristiana es enteramente divina; al
menos lo cierto es que nada tiene en común con la moral que se ajusta a los hombres y
que a menudo sirve para confundir cualquier noción que éstos se puedan formar sobre
la virtud.
A partir de las débiles luces de la razón y de la sensatez, entendemos como virtudes
aquellas disposiciones habituales que procuran felicidad y utilidad reales a aquellos con
los que vivimos en sociedad, por cuya práctica los comprometemos a ocuparse a su vez
de nuestro propio bienestar. En la religión cristiana, reciben el nombre de virtudes
unas disposiciones que son imposibles de poseer sin la gracia sobrenatural y que, una
vez obtenidas, son inútiles y molestas para nosotros mismos y para los demás en el
mundo en que vivimos. La moral cristiana es en verdad una moral del otro mundo.
Los buenos cristianos se pueden comparar a aquel filósofo de la antigüedad que,
teniendo continuamente sus ojos fijados en los demás, cayó a un pozo que no vio a sus
pies. Toda su moral no tiene otro objeto que hacer que la tierra les repugne para
ligarlos únicamente al cielo, del que nada saben. Esta moral no tiene como objeto en
absoluto su felicidad aquí abajo; este mundo, para un cristiano, no es sino un camino
que conduce a un mundo mucho más interesante para él, visto que no está en situación
de conocerlo. Aún más, para merecer la felicidad en ese mundo desconocido, la religión
nos enseña que lo mejor que podemos hacer es ser desgraciados en este mundo que
conocemos, y sobre todo, que para marchar con paso seguro hacia la felicidad, nos

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hemos de prohibir el uso de la razón –es decir, tenemos que cerrar bien los ojos para
dejarnos conducir como ciegos por nuestros sacerdotes. Evidentemente, sobre estos
principios es sobre lo que se funda toda la moral cristiana.
Admitido esto, señora, veamos las virtudes que sirven de base a la religión cristiana.
Se les llama teologales o divinas, y aseguran que sin ellas el hombre no puede ser
agradable a su Dios.
La primera de estas virtudes es la fe. Según nuestros doctores, la fe es un don de
Dios, una virtud sobrenatural por la que uno cree firmemente en Dios y en todo lo que
éste se ha dignado revelar a los hombres, aunque nuestra razón no lo pueda
comprender. La fe —dicen— se basa en la palabra de un Dios que ni nos puede engañar
ni se puede engañar a sí mismo. De este modo, la fe supone que Dios ha hablado a los
hombres, pero ¿qué nos atestigua que Dios haya hablado a los hombres? ¿Quién nos
asegura que las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios? Los sacerdotes, que
reunidos como en corporación constituyen lo que se llama “Iglesia”. ¿Pero quién nos
asegura que la Iglesia no puede o no quiere engañarnos? Las Santas Escrituras, que dan
testimonio de la infalibilidad de la Iglesia, de la misma manera que es la Iglesia la que
nos da testimonio de la certeza de las Escrituras. Así se ve que la fe no es sino la
confianza ciega que tenemos en nuestros sacerdotes, por cuya palabra nos adherimos a
unas opiniones que no podemos comprender. Se nos habla, es cierto, de los milagros
que atestiguan las Escrituras, pero son las propias Escrituras las que narran y
atestiguan esos mismos milagros, cuya imposibilidad creo haber demostrado
sobradamente.
Por otro lado, creo, señora, que os he probado de modo suficiente la imposibilidad
de estar firmemente convencido de aquello que nuestro espíritu no está al alcance de
comprender. El examen que hemos hecho anteriormente de los libros que los cristianos
llaman “sagrados”, ha tenido que convenceros de que un Dios sabio, bueno, previdente,
justo y todopoderoso no ha podido ser el autor. Por tanto, nos es imposible creer
verdaderamente, y lo que llamamos “fe” no puede ser otra cosa que una adhesión ciega
e irracional a los sistemas inventados por los sacerdotes, que nos han convencido,
desde nuestra más tierna edad, de que era necesario adoptar las opiniones que ellos
creían útiles a sus propios intereses. Pero esos sacerdotes, por poco interesados que
estén en las opiniones que pretenden que recibamos como verdaderas, ¿pueden
creerlas ellos mismos; pueden estar íntimamente convencidos de ellas? No, sin duda;
no lo pueden estar. Son hombres como nosotros, provistos de los mismos órganos, y
que, como nosotros, se ven en la imposibilidad de convencerse íntimamente de algo
que es igualmente incompresible para todo el género humano. Si tuvieran algún sentido
de más, quizá pudiéramos imaginar que poseen la facultad de comprender lo que
nosotros no comprendemos, pero como nada nos hace ver en ellos este sentido
privilegiado, nos vemos forzados a concluir que su fe —como la de los demás
cristianos— no es más que un lealtad ciega y poco razonada a unas opiniones que han
recibido sin examen de aquellos que les precedieron, y que les es imposible creer con
firmeza en cosas de las que no pueden estar íntimamente convencidos, a la vista que
carecen de evidencia —lo único que produce la certeza— e incluso de probabilidad.
No faltará quien diga que la fe, o la facultad de creer lo increíble, es un don de Dios,
que solo es experimentado por aquellos a quienes Dios concede esta gracia. Contestaré

64
diciendo que en ese caso, tendremos que esperar que Dios nos comunique esa gracia de
la que no tenemos ni idea, mientras tanto, no me parece que la credulidad, la estupidez,
la capacidad de no ser racional puedan ser gracias emanadas de una divinidad que
razona o a la que el hombre debe su razón. Si Dios es infinitamente sabio, no puede
sentirse complacido por los homenajes de los imbéciles y los necios. La fe, si fuera una
gracia, seria evidentemente la capacidad de ver las cosas distintas de cómo son o de
cómo Dios las ha hecho. En ese caso, Dios no habría hecho este mundo y de la
naturaleza entera sino un teatro de ilusiones. Para creer que la Biblia es la obra de Dios,
es necesario subvertir en el espíritu todas las ideas que nos hemos hecho de Dios; para
creer que un solo Dios son tres Dioses, y que tres Dioses no son sino uno solo, hay que
renunciar a todo principio y convencerse de que no hay nada evidente aquí abajo.
Así, señora, tenemos todo el derecho de suponer que lo que nuestros doctores
llaman un don del cielo, una gracia sobrenatural, no es más que una ceguera profunda,
una credulidad irracional, una sumisión imbécil, una incertidumbre vaga, una
ignorancia estúpida que nos hace suscribir sin examen todo lo que nos dicen los
sacerdotes, que nos hace sumarnos, sin saber por qué, a las opiniones de unos hombres
que no pueden tener una certeza mejor fundada que la nuestra. En definitiva, sin
arriesgar demasiado, podemos suponer que unos hombres que sin cesar nos ensalzan
una virtud que confunde las ideas más claras que puedan haber en nuestro espíritu,
tienen el propósito de cegarnos para engañarnos con mayor seguridad.
Eso es, en efecto, lo que tenemos que concluir de la conducta de nuestros sacerdotes.
Éstos —olvidando enseguida que ellos mismos nos han asegurado que la fe era un don
de Dios, un regalo que su gracia hace a quien le parece bien y que rehúsa que quien le
place hacerlo—, se enojan contra todos aquellos a quienes la divinidad no ha concedido
el don de creer. No dejan de clamar contra ellos, y cuando alcanzan el poder, hacen los
mayores esfuerzos para exterminarlos. De ese modo, los heréticos y los incrédulos se
convierten en responsables de unas gracias que no han recibido; se les castiga en este
mundo de las ayudas que Dios no les ha dado para llegar al otro. La falta de fe es a ojos
de los sacerdotes y de los devotos el más irreparable de los delitos. Es —por la locura
cruel y la inconsecuencia de los hombres — el que se castiga con mayor rigor, porque no
ignoráis, señora, que en los países donde el clero goza de predicamento, se quema
caritativamente a aquellos que no tienen la dosis de fe requerida.
Si preguntamos los motivos de una conducta tan injusta y tan irracional, se nos dice
que es lo más necesario, que es de la mayor importancia para las costumbres, que un
hombre sin fe no puede ser sino un delincuente peligroso, un mal ciudadano. ¿Somos
entonces dueños de tener fe o de no tenerla? ¿Somos dueños de nuestros
pensamientos? ¿Depende de nosotros encontrar absurdo lo que el juicio nos prueba
que es contrario a la razón? ¿Hemos podido evitar, en nuestra infancia, recibir las
impresiones, las opiniones, las ideas que nuestros padres y nuestros maestros nos han
querido dar? En definitiva, ¿hay alguien que pueda presumir de tener verdaderamente
fe, o que esté plenamente convencido de los misterios incomprensibles y de las
maravillas increíbles que la religión nos enseña?
Dicho esto, ¿cómo puede ser la fe útil a la moral? Si todo el mundo ha de creer bajo
palabra, y por consiguiente no tiene una convicción real, ¿cómo es que hay virtudes en
la sociedad? Suponiendo que alguien pudiera creer, ¿qué relación puede existir entre

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unas oscuras especulaciones que nadie puede comprender y los deberes evidentes del
hombre, que cualquiera puede ver por poco que consulte a su razón, a su verdadero
interés y al bien de la sociedad de la que es miembro? ¿Es necesario, pues, que yo crea
en la trinidad, la encarnación, la eucaristía, o en todas las fábulas del Antiguo
Testamento, para estar seguro de que tengo que ser útil, bienhechor, temperante? Las
atroces historias de la Biblia, tan contrarias a las ideas que debería hacerme de un Dios
lleno de equidad, de sabiduría, de bondad, ¿no son más adecuadas para hacerme
injusto y perverso que para llevarme a la virtud? Aunque yo no vea la utilidad de tantos
misterios que no comprendo en absoluto, ni de las prácticas extrañas e desagradables
que me prescribe la religión, ¿soy por ello un ciudadano más peligroso que aquellos que
persiguen, atormentan, que matan a las personas bastante desgraciadas para no pensar
o actuar como ellos? Bien pensado, es evidente que el que tenga una fe muy viva, un
entusiasmo muy ciego por las opiniones contrarias a la razón, será menos razonable, y
en consecuencia, más malvado que aquel que no tenga estas funestas opiniones.
Cuando los sacerdotes, después de haber perturbado su razón, le digan que Dios exige
que cometa ciertos crímenes, provocará más desórdenes en la sociedad que aquel que
no cree que Dios pueda ordenar semejantes excesos.
Se me replicará que la fe es necesaria para la moral, que sin esas ideas que la religión
nos da de Dios, no tenemos motivos suficientes para abstenernos del vicio y seguir la
virtud, que a menudo exige sacrificios dolorosos. En pocas palabras, pretenderán que
sin estar convencidos de la existencia de un Dios vengador y remunerador, los hombres
no tienen nada en este mundo que les obligue a cumplir con sus deberes.
Os dais cuenta, creo, de la falsedad de estas pretensiones imaginadas por los
sacerdotes que, para hacerse más necesarios, aseguran que sus sistemas son
indispensablemente necesarios para el mantenimiento de la sociedad. Para anularlos,
es suficiente con reflexionar sobre la naturaleza del hombre, sus verdaderos intereses y
el fin de la sociedad entera. El hombre es un ser débil, que en cada momento de su vida
tiene necesidad de la ayuda de sus semejantes para conservarse a sí mismo y para hacer
su existencia agradable. El hombre sólo puede implicar a los demás en su propia
existencia mediante el modo de conducirse en relación a ellos. La conducta que hace
que los demás se impliquen, se llama virtud; la que los predispone mal se llama delito.
La que perjudica a la propia persona se llama vicio. Así pues, lo único que debe hacer el
hombre es tenerse en cuenta a sí mismo para percatarse de que su felicidad depende de
la conducta que tenga con los demás, que sus vicios, incluso los más escondidos,
pueden provocar su propia ruina, que sus delitos lo harán indefectiblemente odioso o
despreciable a los ojos de los que formen sociedad con él, que sin embargo son, a todas
luces, seres necesarios para su propia felicidad. En pocas palabras, la educación, la
opinión pública y las leyes le mostrarán sus deberes mucho mejor que las quimeras de
la religión.
Consultando consigo mismo, cualquier persona se dará cuenta de que quiere
conservarse; la experiencia le mostrará lo que debe evitar o hacer para conseguir ese
objetivo. Huirá, por tanto, de los excesos que podrían perjudicar su persona, se
prohibirá todos los placeres que por sus consecuencias puedan hacer su vida
desdichada, hará sacrificios, si es necesario, con la idea de procurarse ventajas reales

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más reales que aquellas de las que se priva en ese momento. De ese modo sabrá qué se
debe a sí mismo y qué debe a los demás.
Estos son, señora, en pocas palabras, los verdaderos principios de cualquier moral.
Se fundan sobre la naturaleza del hombre, sobre la experiencia continua, sobre la razón
universal. Los preceptos de esa moral nos obligan, porque nuestra conducta produce
necesariamente un efecto, del mismo modo que lo produce una piedra que se precipita
cuando ningún obstáculo la retiene en su caída. Es inevitable y necesario que el hombre
que hace el bien sea preferido a aquél que hace el mal. Todas las ideas teológicas no
añaden nada a la convicción que todo ser pensante ha de tener de esta verdad. Se
abstendrá, por tanto, de perjudicar a los demás y de perjudicarse a sí mismo; se sentirá
obligado a hacer el bien a los demás cuando quiera sentirse sólidamente feliz y merecer
los sentimientos sin los que la sociedad no tendría para él ningún atractivo.
Veis, pues, señora, que la fe no puede contribuir de ninguna manera a la corrección
de las costumbres, os dais cuenta de que esas nociones sobrenaturales no añaden nada
a las obligaciones que nos impone nuestra naturaleza; al contrario, cuanto más oscuras,
maravillosas e increíbles sean las ideas que nos dé la religión, más eficaces serán para
alejarnos de nuestra naturaleza y de la recta razón, cuya voz jamás nos engañará si nos
dignamos a escucharla. Si examinamos sin prejuicios la fuente de una infinidad de
males en la sociedad, veremos que se deben a las especulaciones fatales de la religión,
que embriagando a los hombres de entusiasmo, de fanatismo y de delirio, los torna
ciegos, faltos de consideración, enemigos de ellos mismos y de los demás. Un Dios
tiránico, parcial y cruel nunca hará a sus adoradores justos y humanitarios. Los
sacerdotes que nos ordenan amordazar la razón, sólo harán de nosotros unos seres
irracionales, dispuestos a inflamarse de todas las pasiones que ellos quieran
inspirarnos.
Lo cierto es que su interés exige que seamos así; quieren que sacrifiquemos nuestra
razón, porque esa razón podría contradecirlos y arruinar sus grandes proyectos. La fe
sólo les es útil a ellos; les sirve para someter a unos esclavos embrutecidos con los que
hacen cuanto quieren y que se convierten en instrumentos de sus pasiones. De ahí
viene su celo por la propagación de la fe; he aquí la verdadera causa de su enemistad
por la ciencia y por aquellos que se niegan a plegarse bajo su yugo; he aquí por qué,
cuando pueden, establecen el imperio de la fe —es decir, su propio imperio— a hierro y
fuego, que siempre son para ellos un argumento de convicción.
Todo esto ha de probaros, señora, el poco provecho que la sociedad extrae de esa fe
sobrenatural que nuestros sacerdotes han convertido en la primera de las virtudes. Esta
fe es indigna de un Dios justo, que únicamente puede exigir a los hombres que se
convenzan de aquello que no les es imposible comprender; esta fe anula la existencia
del propio Dios, enseñándonos cosas totalmente contrarias a las ideas que tenemos de
la divinidad.
En cuanto a la moral, la fe no la puede hacerla ni más sagrada ni más necesaria de lo
que ya es por sí misma y por la naturaleza del hombre. La fe es inútil e incluso peligrosa
para la sociedad; una sociedad que, con el pretexto de su necesidad, la fe llena a
menudo de malestar y de delitos verdaderos. En definitiva, la fe es contraria a sus
propios principios, porque nos obliga a creer en cosas incompatibles, contradictorias

67
con las nociones que nos da de sí misma, como ya lo hemos hecho ver en el examen de
los libros que contienen lo que se nos ordena creer.
Entonces, ¿para quién es útil? Únicamente a algunos hombres que se sirven de la fe
para dominar al género humano y para obligar a las naciones a trabajar sin descanso
para su grandeza, su poder y su bienestar. ¿Son más dichosas esas naciones por tener
tanta fe o una confianza ciega en sus sacerdotes? No, sin duda. No hay en ellas ni más
buenas costumbres, ni más virtudes, ni más ingenio, ni más felicidad; y por el
contrario, se observa que cuanto más poderosos son los sacerdotes, más los pueblos son
corruptos y miserables.
Pero la esperanza, que es la segunda de las virtudes cristianas, nos consuela de los
males que nos causa la fe. La esperanza nos ordena estar plenamente convencidos de
que aquellos que tengan fe —es decir, aquellos que se aten a sus sacerdotes— gozarán
en recompensa a su sumisión de una dicha inefable en el otro mundo. De ese modo la
esperanza se funda en la fe, de la misma manera que la fe tiene la esperanza como
motivo y como base. La fe nos dice que hay que tener esperanza en lo que la fe nos dice
que hemos de esperar. ¿Pero en qué hemos de tener esperanza? En unos bienes
inefables, es decir, en unos bienes de los que el lenguaje no es capaz de darnos una idea.
Admitido esto, no podemos saber en qué consiste nuestra esperanza; sólo nos queda
examinar cómo es posible esperar o incluso desear algo que el lenguaje no puede
expresar. ¿Cómo nos pueden hablar sin parar de cosas de las que se nos dice que es
imposible hacerse una idea?
La esperanza, pues, no está mejor fundada que la fe. Si destruimos ésta, aquélla
queda necesariamente aniquilada. ¿Pero de qué utilidad puede ser la esperanza a los
hombres? Los impulsa —dirán— a la virtud. Los ayuda a soportar las miserias de la
vida. Consuela en la adversidad a las personas que tienen fe. ¿Pero cómo puede uno ser
impulsado, sostenido o consolado por unas nociones vagas que sólo nos dan unas ideas
inciertas? Sea como sea, lo cierto es que la esperanza es utilísima a nuestros sacerdotes
para sacarlos de las dificultades cada vez que hay que justificar a la Providencia de sus
injusticias pasajeras y de los males que hace experimentar aquí abajo a sus elegidos.
Por otro lado, esos sacerdotes, a pesar de todos sus bonitos sistemas, cuando se ven en
la imposibilidad de procurar a las naciones la dicha que les prometen sin descanso
gracias a la fe, y cuando por el contrario las hacen muy desgraciadas por los males que
causan las querellas y las ideas falsas de la religión, les dicen que el hombre no está
hecho para este mundo, que el cielo es su patria, que más adelante gozará de una dicha
de la que no tiene idea. En definitiva, al igual que los charlatanes divierten a los
enfermos que se han arruinado la salud con sus drogas, aún gozan de la ventaja de
vender esperanza a aquellos que no son capaces de curar. Nuestros sacerdotes, como
muchos médicos, empiezan por enfermarnos con los terrores que nos inspiran, sólo
para tener el gusto de consolarnos con unas esperanzas que nos venden a precio de oro.
En ese comercio es precisamente en lo que consiste toda la religión.
La tercera virtud teologal es la caridad. Consiste ésta en amar a Dios sobre todas las
cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Pero para amar a Dios sobre todas
las cosas, sería necesario al menos que la religión se dignara a hacerlo amable.
Sinceramente, señora, el Dios que el cristianismo nos ordena amar, ¿es digno de
nuestro amor? ¿Se puede sentir algo diferente a la repugnancia por un tirano parcial,

68
caprichoso, cruel, vengativo, celoso y sanguinario? ¿Cómo amar al más temible de los
seres, el Dios viviente en cuyas manos es horrible caer, el Dios que consiente en
condenar eternamente a sus criaturas? ¿Saben bien nuestros teólogos lo que se dicen,
cuando aseguran que temor de Dios es un temor filial, es decir, mezclado con amor?
¿Acaso no hemos de odiar, no nos vemos obligados a detestar a un padre bárbaro, que
lleva su injusticia lo bastante lejos para castigar al género humano inocente, todo ello
para vengarse del pecado de la manzana, aunque sólo dependía de él que se comiese de
ella? En verdad, señora, es imposible amar sobre todas las cosas a un Dios que se hace
conocer en la Biblia por unos rasgos que inspiran horror. Si el amor de Dios, como
pretenden los jansenistas, es indispensablemente necesario para la salvación, no nos
hemos de sorprender al ver que el número de elegidos es tan pequeño. Hay también
muy poca gente que puedan evitar odiar a ese Dios, lo cual es sin embargo suficiente,
según los jesuitas. ¡La capacidad de amar a un Dios que la religión ha convertido en el
más odioso de los seres, sería, sin duda, la más sobrenatural de todas las gracias, es
decir, la más contra natura! Amar lo que no se conoce es muy difícil; amar lo que uno
teme es más difícil aún. Amar a un ser que nos pintan con los colores más disgustosos,
es evidentemente imposible.
Tenemos, pues, que convencernos de que sin la gracia desconocida de la que los
profanos no tienen idea, ningún cristiano sensato puede amar a su Dios; los devotos
que pretenden tener esa dicha podrían equivocarse. Parecen conducirse como esos viles
aduladores que, queriendo hacer la corte a un tirano odioso, o para librarse de su
resentimiento, hacen abiertamente profesión de amarlo, aunque lo detestan en el fondo
de sus corazones; o bien son unos entusiastas que, a fuerza de exaltar la imaginación, se
engañan a sí mismos y contemplan desde el lado más favorable a un Dios que, al mismo
tiempo que es tenido por bueno, nos aparece dondequiera como el más malvado de los
seres. Los devotos más sinceros se parecen a esas mujeres entregadas a sus impulsos
desordenados que se apasionan por unos amantes que todas las que no están
enamoradas como ellas encuentran indignos de su trato. Madame de Sévigné decía que
ella “amaba a Dios como a un hombre muy galante que no había conocido nunca”;
¿pero el Dios de los cristianos es un hombre galante? Si hubiera pensado en el retrato
que de él nos hacen la Biblia y nuestros teólogos, no lo hubiera amado a no ser que no
estuviera bien de la cabeza.
Respecto al amor al prójimo, ¿tenemos necesidad de la religión para comprender
que la humanidad nos obliga a mostrar afecto y preocupación por nuestros semejantes?
Haciendo que los demás experimenten disposiciones favorables hacia nosotros es como
podemos hacer que nazcan en ellos los sentimientos que deseamos encontrar respecto a
nosotros mismos. Basta ser una persona para tener derechos sobre el corazón de
cualquier persona sensible, bastante bien constituido para experimentar el dulce
sentimiento de la humanidad. ¿Y quién mejor que vos, señora, conoce ese sentimiento?
¿Vuestra alma compasiva no experimenta continuamente el placer de confortar al
desgraciado? ¿Dependería de vos —aunque la religión no os ordenase nada a ese
respecto— que fuerais insensible a las lágrimas del infortunio? ¿Acaso hacer a la gente
feliz no es reinar sobre los corazones? Gozad, pues, de vuestro poder; continuad
repartiendo vuestros favores sobre todos aquellos que os rodean; estaréis contenta con
vos misma, os felicitareis por el bien que habéis hecho, los demás os bendecirán, os
concederán el tributo del afecto que se debe a las almas bienhechoras.

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El cristianismo, no contento de recomendar el amor al prójimo, prescribe incluso
amar a los enemigos, precepto cuya invención se atribuye al mismísimo hijo de Dios, y
por el que nuestros doctores pretenden demostrar la superioridad de su moral sobre la
de todos los sabios de la antigüedad. Se trata, pues, de averiguar si ese precepto es
posible en la práctica. Un alma elevada puede perfectamente situarse por encima de las
injurias; hay nobleza en olvidar una ofensa, es digno de un gran corazón vengarse
mediante favores y hacer que se avergüencen aquellos de los que uno se tendría que
quejar, pero nos es imposible sentir una verdadera ternura hacia los que sabemos
dispuestos a perjudicarnos. Este amor hacia los enemigos, que el cristianismo está tan
orgulloso de haber imaginado, es un precepto imposible; la conducta de los cristianos
lo desmiente continuamente. En efecto, ¿es posible amar aquello que nos causa
aflicción? ¿Somos capaces de sentir aprecio por el dolor, de recibir un ultraje con
alegría, de amar a aquellos que nos hacen sufrir un trato riguroso? No, sin duda; cierto
es que podemos resistir por nuestra firmeza, o consolarnos por la esperanza de las
recompensas celestiales, pero mientras tanto no experimentaremos un sincero amor
por aquellos seres malvados que creemos causantes de nuestros males; al menos los
evitaremos, lo que no será signo de amor.
Aunque la religión recomienda formalmente el amor al prójimo, el amor a los
enemigos, el perdón de las ofensas, no es posible disimular que estos preceptos son
continuamente violados por los mismos que alaban su excelencia. Nuestros sacerdotes,
sobre todo, no parecen competir por seguir al pie de la letra ese maravilloso precepto.
Lo cierto es que no consideran su prójimo, ni siquiera hombre a aquél que no piensa
como ellos. Basándose esas ideas que tanto critican, persiguen y hacen exterminar,
cuando pueden, a todos aquellos que no les gustan. No les vemos muy a menudo
perdonar a sus enemigos, excepto cuando son impotentes para vengarse de ellos. Es
verdad que no son sus propias injurias las que vengan, que no son sus propios
enemigos los que quieren exterminar; son las injurias contra Dios, que sin su socorro
no podría, sin duda, vengarse por sí mismo. Por otra parte, se sabe que los enemigos de
los sacerdotes no pueden dejar de ser enemigos de Dios, éste hace siempre causa
común con sus ministros terrenos, y encontraría muy mal que por una cobarde
indulgencia éstos perdonasen las ofensas que reciben en conjunto. Así pues, es sólo por
un exceso de celo que nuestros sacerdotes son crueles, vengativos, inhumanos: no
dejarían, sin duda, de perdonar a sus enemigos si no temiesen que al Dios de la
misericordia le supiera muy mal mostrar indulgencia.
Hay que amar a Dios sobre todas las cosas, y en consecuencia, hay que amarlo más
que al prójimo. Nos interesa vivamente todo lo que sucede al objeto de nuestro amor;
así pues, todo buen cristiano no puede evitar mostrar su celo, e incluso, si es necesario,
debe exterminar al prójimo si éste piensa o actúa de modo que no complazca o que
injurie a su Dios. La indiferencia, en ese caso, sería un crimen: cuando se ama
sinceramente a Dios, hay que mostrar vehemencia en su defensa, y en una situación
semejante las cosas nunca se llevan demasiado lejos.
Sobre estas nociones absurdas se fundan los crímenes, las extravagancias, las
locuras, que el celo religioso ha producido siempre sobre la tierra. Unos fanáticos
imbéciles, envenenados por sus sacerdotes, se han odiado, perseguido, degollado los
unos a los otros. Se han creído obligados a vengar al Todopoderoso, han imaginado que

70
el Dios de la clemencia y de la bondad veía con placer cómo asesinaban a sus hermanos,
se han convencido insensatamente de que defender la causa de los sacerdotes era
defender al mismísimo Dios. En pocas palabras, a partir de esas ideas tan contrarias a
todas las que la propia religión da de la divinidad, sus ministros se han visto en
cualquier siglo dueños de perturbar las naciones y de exterminar a sus propios
enemigos. So pretexto de vengar al Todopoderoso, los sacerdotes han hallado el secreto
para vengarse ellos mismos sin exponerse al odio o al vituperio que les acarrearía su
furor vengativo y su inhumanidad. En nombre del Dios de la naturaleza, han sofocado
en el corazón de los hombres el grito de la naturaleza; en nombre del Dios de la bondad,
han animado a los hombres a la violencia; en nombre del Dios de la misericordia, han
defendido no perdonar jamás.
Así es, señora, como el celo, que es un efecto inevitable del amor divino, ha causado
siempre los mayores estragos sobre la tierra. El Dios de los cristianos tiene dos caras,
como el Jano de los romanos: tan pronto nos lo representan bajo los rasgos de la
bondad, como respirando venganza, furor y crueldad. ¿Qué resulta de ese doble
aspecto? Los cristianos están mucho más asustados del aspecto temible de su Dios, que
convencidos de sus rasgos bondadosos; desconfían de sus caprichos, le creen
susceptible de cambiar, imaginan que la decisión más segura es vengarlo y mostrarle su
celo; están convencidos de que un señor muy malvado no puede encontrar mal que
alguien se le parezca, y que no puede censurar a sus servidores, sea cual sea el exceso al
que éstos llevan su venganza contra los que han tenido la temeridad de ofenderlo.
Veis, señora, según todo lo anteriormente dicho, las consecuencias peligrosas que
puede tener el amor a Dios o el celo que de él se deriva. Si bien este amor es una virtud,
no comporta obligatoriamente ventajas salvo para los sacerdotes, que son los únicos
que tienen el derecho de mostrar a los pueblos cuándo la divinidad se siente ofendida,
que son los únicos que se aprovechan de los presentes que se le hacen y de los honores
que se le rinden, que son los únicos que deciden qué opiniones le placen y cuáles le
repugnan, que son los únicos que anuncian lo que ésta exige a los hombres y cuándo
deben vengar sus ultrajes, que son los únicos a quienes interesa convertirla en algo
temible y cruel para subyugar a los hombres, que son los únicos que encuentran el
modo de satisfacer sus venganzas y sus propias pasiones suponiendo que es vengativa y
colérica e inspirando en los mortales un vértigo que destruye toda humanidad, una
intolerancia para la que nada es sagrado, y un espíritu persecutor que ha causado en
todas las épocas calamidades increíbles en todas las naciones cristianas.
Según estos funestos principios de su religión, los cristianos no pueden evitar odiar y
perseguir a los que les muestren como enemigos de Dios. Desde el momento en que
suponen que hay que amar sobre todas las cosas a un señor riguroso que se ofende con
la mayor prontitud, que se enoja incluso de los pensamientos y de las opiniones más
involuntarias de los hombres, se tienen que creer obligados a mostrarle su celo, a tomar
parte en sus querellas, a vengarle como Dios, es decir, sin poner límites a su crueldad.
Esta conducta es una consecuencia inevitable de las ideas desagradables que nuestros
sacerdotes nos dan de la divinidad. Así, un buen cristiano se verá siempre obligado a
ser intolerante. Es cierto que en teoría el cristianismo sólo predica la indulgencia, la
tolerancia, la concordia y la paz, pero en la práctica los cristianos solo ejercen esas
virtudes cuando no son bastante fuertes para dar libre curso a su celo destructor. De

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hecho, los cristianos únicamente muestran los sentimientos más comunes de la
humanidad a los que piensan como ellos y hacen profesión de creer lo mismo. Sienten
una repugnancia más o menos explícita hacia todos los que no comparten
completamente las especulaciones teológicas de sus sacerdotes. Vemos que las
personas más afables y las más honestas no ven con los mismos ojos a aquellos que son
de una secta diferente de la suya. Dondequiera que sea, la religión dominante —es
decir, la del soberano o la de los sacerdotes a favor de los que el soberano se declara—
aplasta todas las otras sectas, o al menos, les hace sentir su superioridad y su antipatía
de modo muy incómodo, muy insultante y muy capaz de provocar malestar. Así,
frecuentemente los príncipes, por complacencia hacia los sacerdotes, se enajenan los
corazones de sus súbditos más fieles y se procuran un odio que tendría que recaer
únicamente sobre los sacerdotes cuyos consejos han seguido.
En pocas palabras, señora, no vemos la tolerancia sinceramente establecida en parte
alguna; los sacerdotes de las diferentes sectas enseñan desde la infancia a los cristianos
a despreciarse o incluso a odiarse los unos a los otros por cuestiones teológicas que
nadie comprenderá nunca. Nunca veréis que el clero, cuando tiene poder, predique la
tolerancia; verá con malos ojos a todos cuantos se muestren a favor de ésta, los acusará
de indiferencia y sospechará que son incrédulos, enemigos ocultos, en pocas palabras,
falsos hermanos. La Sorbona, en el siglo XVI, declaró que era una herejía decir que no
se tenía que quemar a los herejes. Si el feroz san Agustín predicó la tolerancia en
algunas circunstancias, vemos que ese padre de la Iglesia cambió de opinión cuando
estuvo más impuesto en los secretos de la política sacerdotal, que nunca se
compadecerá con la tolerancia. En efecto, la persecución es necesaria para los
sacerdotes, su único objeto es vengar la avaricia, la ambición, la vanidad, la testarudez
del clero. Éste sólo busca extender su poder, multiplicar sus esclavos, hacer odiosos a
todos los que no se le someten o que no tienen por sus declaraciones arbitrarias el
respeto que les es debido.
He aquí, sin duda, por qué nuestros doctores hacen valer tanto la humildad, que han
convertido en virtud. No se puede negar que la dulzura, la modestia y la deferencia sean
cualidades estimables y útiles a la sociedad; los orgullosos, los insolentes, están con
seguridad hechos para resultar desagradables en el comercio de la vida; nos causan
repulsión, hieren necesariamente el amor propio de todos aquellos con los que tienen
trato.
Pero esta deferencia que nos hace agradables a las personas con las que vivimos no
tiene nada en común con la humildad cristiana. Ésta última pretende obligar al hombre
a despreciarse a sí mismo, a huir de la estima de los demás, a desconfiar de la razón
para someterse ciegamente a las luces infalibles de sus guías espirituales y sacrificarles
las verdades que su espíritu cree mejor demostradas.
¿A qué puede conducir esa pretendida virtud? ¿Un hombre honesto y sensato puede
tener motivos para despreciarse a sí mismo? ¿Qué se hace generalmente de todos
aquellos que dejan de tener en cuenta la opinión pública? ¿Qué motivos más nobles y
más poderosos pueden tener los hombres para servir útilmente a la patria que el deseo
de gloria y ambición de merecer el aplauso de sus conciudadanos? ¿Qué recompensa les
quedará cuando se es tan injusto que se les niega lo que merecen; si no les está
permitido aplaudirse a sí mismos y felicitarse del bien que han hecho a unos ingratos?

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¿Con qué derecho pueden pretender que un hombre lleno de rectitud, de conocimiento,
de talento y de luces consienta en creerse menos ilustrado que un sacerdote interesado,
que un fanático ignorante que sólo le ofrece mentiras o ensoñaciones?
Nuestros sacerdotes repiten sin cesar que es el orgullo lo que conduce a la
incredulidad, que la religión pide espíritus humildes y sumisos. En buena fe, ¿no sería
una estupidez sacrificar el buen juicio y las luces a las absurdidades evidentes que el
sacerdocio nos quiere hacer creer? ¿Con qué desfachatez un grave doctor se atreve a
proponerme que admita humildemente unas opiniones y misterios de los que es
evidente que él mismo no comprende nada? ¿Es presunción creerse más ilustrado que
los hombres cuyos sistemas de pensamiento no son sino montones de contradicciones,
absurdidades, nociones falsas que engañan al ser humano y lo convierten a menudo en
su víctima? ¿Os acusarían de orgullo o de vanidad por no estar conforme con el juicio
de Madame D***, cuya sinrazón y malignidad pueden conocer todos los que la ven de
cerca?
La humildad cristiana es una virtud de fraile; no puede ser útil a la sociedad, no sirve
más que para privar de energía a nuestra alma. Sólo puede proporcionar ventajas a los
sacerdotes, que so pretexto de hacer humildes a los hombres, solo buscan realmente
envilecerlos, ahogar en ellos toda la ciencia y todo el valor para someterlos al yugo de la
fe, es decir, a su propio yugo. Concluid conmigo que las virtudes cristianas son virtudes
quiméricas, inútiles y a menudo peligrosas para los hombres, de las que sólo los
sacerdotes pueden sacar buen provecho. Concluid que esta religión que se enaltece por
la belleza de su moral solo nos predica virtudes y nos ordena prácticas opuestas a la
sensatez. Concluid que si es posible tener buenas costumbres y virtudes sin adoptar las
opiniones, sin perseguir las virtudes, sin someterse a los deberes que nuestros
sacerdotes nos recomiendan como necesarios para la salvación. Concluid, finalmente,
que se puede ser amigo de la virtud sin ser amigo de los sacerdotes, y que se puede, sin
ostentar las virtudes cristianas, poseer todas aquellas que son necesarias a la sociedad.
Viendo el asunto de cerca, encontraríamos, quizá, que la verdadera moral, es decir,
la que es verdaderamente útil a los hombres en sociedad, tiene que ser incompatible
con la religión cristiana o con toda religión revelada. Suponiendo un Dios parcial,
colérico, vengativo y cambiante, que se ofende de los pensamientos, de las palabras y de
las acciones de sus criaturas, será preciso que los que se crean favoritos de tal Dios
desprecien a los demás hombres, les muestren su desdén, los traten con altivez, con
dureza e incluso con barbarie cuando los contemplen como los objetos de la ira del
monarca celeste. Los hombres que tienen la locura de creer que su Dios es un tirano
fanático, pronto a enojarse, implacable en su furor, serán unos esclavos tristes,
temblorosos, dispuestos a hacer daño a todos los que por su conducta, sus opiniones o
sus discursos pudieran provocar la venganza celeste. Los ignorantes que sean bastante
estúpidos para convencerse de que sus guías espirituales son ministros infalibles de la
divinidad, cometerán el crimen cuando estos guías lo muestren como necesario para
aplacar a la divinidad. Los hombres bastante imprudentes para adoptar la moral de
esos guías inconsecuentes en sus principios y poco de acuerdo con ellos mismos en sus
opiniones, tendrán solo una moral dudosa, que variará según los intereses de sus guías.
En pocas palabras, es imposible fundar una verdadera moral sobre un Dios injusto,
caprichoso y cambiante como el que la religión nos ordena imitar y adorar.

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Limitaos, pues, señora, a vuestras propias virtudes; serán suficientes para vuestra
felicidad en este mundo; os harán querida, amada y respetada por todos cuantos
sientan vuestra feliz influencia. Os pondrán, al menos, en situación de estimaros vos
misma, sentimiento que será siempre legítimo cuando se tenga conciencia de contribuir
a la felicidad del género humano.
Soy, señora, vuestro…

Carta IX

Sobre las ventajas que la religión procura al gobierno

Una vez que os he hecho ver, señora, el magro socorro que la religión proporciona a la
moral, voy a examinar si procura ventajas más reales a la política, y si es cierto —como
se repite continuamente— que sea absolutamente necesaria para el buen gobierno. Si
quisiéramos cerrar los ojos y fiarnos de nuestros sacerdotes, creeríamos que sus
opiniones son necesarias para la tranquilidad pública y el reposo de los Estados;
estaríamos convencidos de que los príncipes no pueden prescindir de ellos para
gobernar a sus pueblos y para trabajar por la felicidad de su imperio; en definitiva, los
sacerdotes hacen comprender a los soberanos que éstos tienen el mayor interés en
conformarse a sus caprichos, en obligar a todos los hombres a plegarse a su divino
yugo, en mezclarse en sus importantes disputas; y con demasiada frecuencia consiguen
persuadir a los señores de la tierra que los enemigos de los sacerdotes son los enemigos
de todo poder, y que socavando los cimientos del altar, los cimientos del trono se ven
obligatoriamente minados.
Sólo es preciso abrir los ojos y fijarse en la historia para percatarse de la falsedad de sus
pretensiones, y para apreciar los servicios importantes que los sacerdotes cristianos
han rendido en todo momento a los soberanos. Desde la fundación del cristianismo,
vemos en todos los países donde esta religión se ha establecido dos poderes rivales que
compiten continuamente. Vemos un Estado dentro del Estado; vemos que la Iglesia —
es decir, un cuerpo de sacerdotes— se opone permanentemente al poder soberano, y en
virtud de su misión divina y de su sacro ministerio, pretende hacer la ley a todos los
príncipes de la tierra. Vemos que el clero, enorgullecido de los títulos que se ha
concedido a sí mismo, quiere sustraerse a la obediencia debida a los soberanos;
pretende prerrogativas quiméricas y peligrosas, que no pueden ser tocadas sin ultrajar
a Dios mismo; a unos sujetos divinizados que no quieren reconocer otra autoridad
distinta a la suya, que rehúsan obedecer a la autoridad temporal, los vemos que
prefieren someterse a un sacerdote extranjero que se hace llamar vicario de Cristo. Con
este título pretende imperar sobre los propios monarcas; sostenido por sus emisarios y
por la credulidad de los pueblos, ha llegado frecuentemente a hacer valer sus ridículas
pretensiones, a provocar situaciones comprometidas a los príncipes, a sembrar la
confusión y la discordia en sus Estados, a socavar sus tronos hasta el punto de forzarles
a descender de ellos para doblegarse ante él.

74
Tales son los importantes servicios que la religión ha prestado mil veces a los
soberanos. Los pueblos, cegados por la superstición, no dudan mucho tiempo entre
Dios y los príncipes de la tierra: siendo los sacerdotes los órganos visibles de la
monarquía invisible, gozan de un inmenso crédito entre los espíritus prevenidos; la
ignorancia de los pueblos pone a éstos —así como a sus príncipes— a la merced de los
sacerdotes. Las naciones se ven continuamente arrastradas a sus fútiles disputas, los
príncipes, desde hace muchos siglos, no tienen otra ocupación que oponerse a las
iniciativas del clero, defenderse de él, contener a los tercos litigantes que se han creído
autorizados a hablar en nombre de Dios. Sólo raramente han conseguido acallar a unos
astutos intrigantes o a unos fanáticos imbéciles y vanos que se juzgaban interesados o
se creían en conciencia obligados a perturbar los Estados.
La continua atención que los príncipes se han visto obligados a conceder al clero les ha
impedido ocuparse del bienestar de sus súbditos, que a menudo, cómplices de sus
sacerdotes, se han opuesto ellos mismos al bien que se les quería hacer. Los jefes de las
naciones, demasiado débiles para resistir al torrente de opinión, han sido obligados a
ceder, a llegar a componendas con el sacerdocio, a ponerse de acuerdo con éste. Cuando
han querido oponerse a sus designios, no han hallado más que trampas ocultas o una
oposición abierta. Cuando han querido escucharles, les han sacrificado cobardemente
la felicidad y el reposo de sus otros súbditos. Con frecuencia la mano parricida y rebelde
ha sido armada por un sacerdocio altanero y vengativo, contra los soberanos más
dignos de reinar. Los sacerdotes, so pretexto de vengar a Dios, han hecho sentir su
cólera a los propios monarcas cuando los han encontrados poco dispuestos a plegarse
bajo su yugo. En pocas palabras, en todos los países vemos que los ministros de la
religión han gozado continuamente de la licencia más desenfrenada. Hemos visto por
doquier imperios divididos por sus atenciones, tronos derribados, príncipes degollados,
súbditos animados a la revuelta; y cuando profundizamos en ello, encontramos que es
la ambición, la codicia, la vanidad del clero las verdaderas causas y móviles de todos
esos desórdenes. Es así como la religión ha sido causa a menudo de anarquía, y como
ha derribado aquellos imperios cuyo apoyo pretendía ser.
Los soberanos no han podido gozar de la paz excepto cuando, vergonzosamente
entregados a los sacerdotes, sometidos a sus caprichos, esclavos de sus opiniones, les
han dejado reinar en su lugar. Desde ese momento el poder soberano se ha visto
subordinado al sacerdocio y el príncipe ha sido solo el primer servidor de la Iglesia. A
menudo la Iglesia lo ha envilecido hasta el punto de hacer de él su verdugo, le ha hecho
ejecutar decretos sanguinarios, le ha obligado a mancharse las manos de sangre de los
súbditos que sus ministros habían proscrito, ha hecho de él el instrumento visible de
sus venganzas, de su furor, de sus secretas pasiones. En vez de trabajar para la felicidad
de sus pueblos, el soberano ha sido complaciente hasta el punto de atormentar,
perseguir, inmolar a ciudadanos honestos, acarrearse el odio de una parte de éstos, de
los que era el padre, para calmar la ambición y la rabia interesada de algunos
sacerdotes, siempre extranjeros al Estado que los alimenta y del que se llaman
miembros sólo para dominarlo, despedazarlo, despojarlo y devorarlo impunemente.
Por poco que os dignéis, señora, a reflexionar sobre ello, comprobareis que no exagero
nada. Ejemplos recientes os prueban que, incluso en este siglo que parece que se quiera
iluminar, los Estados no están al abrigo de las conmociones que los sacerdotes han

75
hecho siempre experimentar a las naciones. Cien veces os habéis lamentado a la vista
de las desastrosas consecuencias que han tenido estos conflictos ridículos, indignos de
ocupar a seres razonables. Habéis temblado con todos los buenos ciudadanos a la vista
de los efectos trágicos que produce la maldad enloquecida de un fanatismo para el que
nada es sagrado. Habéis visto, para acabar, la autoridad soberana obligada a luchar sin
cesar contra los súbditos rebeldes, que sostenían que su conciencia o los intereses de la
religión les obligaban a oponerse a la voluntad más sensata y más justa.
Nuestros padres, más religiosos y menos ilustrados que nosotros, han sido testigos de
escenas mucho más terribles aún. Han visto guerras civiles, ligas abiertamente
formadas contra el soberano, la capital sumergida en sangre de los ciudadanos, dos
monarcas sucesivamente inmolados al furor del clero, que por doquier atizaba el fuego
de la sedición. Han visto reyes en guerra contra sus propios súbditos, un soberano
famoso empañar toda su gloria persiguiendo, contra la fidelidad a los tratados, a
súbditos que hubiesen vivido tranquilos si los hubiesen dejado gozar en paz de la
libertad de conciencia. Han visto, por acabar, a ese mismo príncipe, engañado por una
falsa política que dictaba la intolerancia, expulsar junto con los protestantes la
industria de sus Estados, obligando a las artes y a las manufacturas a refugiarse entre
nuestros más crueles enemigos.
Observamos que en Europa la religión influye continuamente en las cosas temporales;
vemos que regula los intereses de los príncipes, vemos que divide y enemista a las
naciones cristianas porque sus guías espirituales no tienen todos las mismas opiniones.
Alemania está dividida en dos partidos religiosos con intereses perpetuamente
opuestos. Por doquier hallamos a los protestantes como enemigos naturales de los
católicos, siempre desconfiando de ellos, y a esos mismos católicos aliados con sus
sacerdotes contra todos aquellos que no tienen un modo de pensar tan abyecto y servil
como el suyo.
He aquí, señora, las señaladas ventajas que la religión procura a las naciones. No
dejarán de decirnos que esos terribles efectos son debidos a las pasiones de los
hombres, y no a la religión cristiana, que recomienda siempre la caridad, la concordia,
la indulgencia y la paz. Pero por poco que reflexionemos sobre los principios de esa
religión, nos percataremos bien pronto de que son incompatibles con las bellas
máximas que fueron practicadas por los sacerdotes cristianos sólo cuando no tuvieron
la fuerza para perseguir a sus enemigos y hacerles sentir el peso de su cólera. Los
adoradores de un Dios celoso, vengativo, sanguinario, tal como evidentemente es el
Dios de judíos y cristianos, no pueden ser ni moderados, ni tranquilos, ni humanos. Los
adoradores de un Dios que se ofende de los pensamientos y de las opiniones de sus
débiles criaturas, que reprueba y que quiere que sean exterminados aquellos que siguen
un culto diferente al suyo, son por necesidad intolerantes, insidiosos y malvados. Los
adoradores de un Dios que no ha querido expresarse claramente y que parece haberse
revelado sólo a sus favoritos para desviar su razón y arrojarlos a la incertidumbre y el
embarazo continuos, no pueden jamás estar completamente de acuerdo en sus
opiniones sobre la voluntad de ese Dios; por el contrario, han de discutir eternamente
sobre el modo de entender sus oráculos ambiguos, sus misterios impenetrables, sus
preceptos sobrenaturales que parecen inventados para someter a tortura al espíritu
humano y para hacer que nazcan disputas que sólo pueden acabar mediante la fuerza.

76
No hay que extrañarse, pues, si, desde el nacimiento del cristianismo, nuestros
sacerdotes no han estado un solo instante sin pelearse. Parecería que Dios hubiera
enviado a su hijo a la tierra únicamente para que su doctrina maravillosa fuera la
manzana de la discordia para los sacerdotes y para sus adoradores. Los ministros de
una Iglesia fundada por el proprio Cristo, que ha prometido iluminarla sin cesar,
enviarle su Espíritu Santo, no han podido nunca estar de acuerdo en sus acciones.
Hemos visto en algunas épocas a esta Iglesia infalible casi enteramente arrastrada al
error. Sabéis, señora, que en el siglo IV, según testimonio de nuestros propios doctores,
poco faltó para que toda la Iglesia siguiera la opinión de los arrianos, que negaban nada
menos que la divinidad de Jesucristo. El espíritu de Dios había abandonado su Iglesia
hasta tal punto, que sus ministros litigaban sobre el dogma fundamental de la religión
cristiana.
Pese a esas disputas continuas, la Iglesia se arroga el derecho de fijar las creencias de
sus fieles, se pretende infalible, y si los doctores protestantes han renunciado a esa
pretensión arrogante y ridícula, no por ellos pretenden menos que sus decisiones
sagradas sean recibidas como oráculos del cielo por todos sus adherentes. Los
sacerdotes, siempre en discordia entre ellos, continuamente se han maldecido,
anatematizado, condenado los unos a los otros; cada partido, por vanidad, ha
mantenido tenazmente sus propias opiniones y ha tratado de heréticos a sus
adversarios. La violencia ha sido lo único que ha decidido las cuestiones, ha acabado
con las disputas y ha fijado la creencia. Aquellos sacerdotes querellantes que supieron
atraer a los soberanos a su partido, fueron “ortodoxos”, es decir, presumieron de ser los
poseedores exclusivos de la verdadera doctrina y aprovecharon su crédito para aplastar
a sus adversarios, que trataron siempre con una barbarie extrema.
Digan lo que digan nuestros doctores, por poca atención que le dediquemos, nos
daremos cuenta de que siempre fue el poder de los emperadores y de los reyes lo que
realmente y en última instancia ha fijado la fe de los cristianos; ha sido a golpe de
espada como se han enseñado siempre a las naciones las opiniones teológicas que más
gustaban a la divinidad, la verdadera creencia ha sido siempre aquella que tenía de su
lado a los príncipes, los fieles han sido siempre aquellos que tuvieron la fuerza de
exterminar a sus enemigos, que nunca han dejado de tratar como enemigos de Dios. En
pocas palabras, han sido los príncipes los verdaderamente infalibles, son ellos los que
tenemos que considerar como los verdaderos fundadores de la fe, son ellos los que en
todo momento han decidido la doctrina que había que admitir o rechazar; en definitiva,
son sólo ellos los que han fijado siempre la religión de sus súbditos.
Desde que el cristianismo fue adoptado por algunas naciones, hemos visto que la
religión ha absorbido casi enteramente la atención de los soberanos. O bien los
príncipes, cegados por la superstición, se entregaron a los sacerdotes, o bien creyeron
que la prudencia les exigía al menos que cortejaran a un clero convertido en señor de
unos pueblos que no ven nada más sagrado ni más grande que los ministros de su Dios.
En uno u otro caso la sana política no fue consultada jamás; se sacrificó cobardemente
a los intereses del Estado. Es una consecuencia de la superstición de los príncipes que
hayamos visto a la Iglesia tan ricamente dotada en los tiempos de ignorancia; creyeron
que enriquecían a Dios si hacían nadar en la abundancia a los sacerdotes de un Dios
pobre, enemigo declarado de las riquezas. Guerreros salvajes y sin modales han

77
presumido poder expiar todos sus pecados fundando monasterios y dando inmensos
bienes a unos hombres que hacían voto de pobreza. Creyeron que se hacían dignos del
Todopoderoso recompensando la ociosidad, que se contemplaba como un gran bien,
visto que permitía estar desocupado para la plegaria, de la que se creía que las naciones
tenían una necesidad perentoria y continua. Es así como por la superstición de los
príncipes, de los grandes y de los pueblos, el clero se convirtió en opulento y poderoso,
el monaquismo fue considerado digno de honor y los ciudadanos más inútiles, los
menos sumisos, los más peligrosos, fueron colmados de beneficios, de privilegios, de
inmunidades; gozaron de independencia, disfrutaron de un gran poder al que siguió la
licencia; de ese modo la devoción imprudente de los soberanos puso a los sacerdotes en
situación de resistirles, de dictarles las leyes y de perturbar impunemente al Estado.
El clero, llegado a ese punto de poder y de grandeza, se hizo temible para los propios
monarcas; éstos se vieron obligados a plegarse a su yugo o a considerarse en guerra
contra ellos. Cuando los soberanos cedieron, no fueron sino los esclavos de los
sacerdotes, los instrumentos de sus pasiones, los viles adoradores de su poder. Cuando
se negaron a ceder, los sacerdotes les procuraron los más crueles inconvenientes,
lanzaron contra ellos los anatemas de la Iglesia, los pueblos fueron sublevados en
nombre del cielo, las naciones se dividieron entre el monarca celeste y el monarca
terrestre. Éste se vio en dificultades para mantenerse en un trono que los sacerdotes
podían hacer vacilar o incluso destruir a voluntad. Hubo un tiempo en Europa en que el
príncipe y la paz de su Estado dependieron únicamente del capricho de un sacerdote.
En esos tiempos de ignorancia, de devoción y de conflictos tan favorables para el clero,
un monarca débil y pobre, rodeado de una nación miserable, estaba a la merced de un
pontífice romano, que podía en cada momento destruir su felicidad, amotinar a sus
súbditos contra él y precipitarlo en un abismo de miseria.
En general, señora, veremos que en los países donde la religión domina, el soberano es
necesariamente dependiente de los sacerdotes, sólo detenta el poder en la medida que
el clero lo consiente; ese poder desaparece cuando conviene a los frailes, que pronto son
bastante fuertes para sublevar a los pueblos contra él. Éstos, siguiendo los principios de
su religión, casi no pueden elegir entre su Dios y su soberano: pero Dios nunca dirá lo
que los sacerdotes le harán decir; y la ignorancia y la sinrazón que esos sacerdotes se
ocuparán de mantener, impedirán a los pueblos analizar si los ministros de la divinidad
los engañan y les trasmiten fielmente sus decretos.
Concluid conmigo que los intereses del soberano no pueden ir de acuerdo con los de los
ministros de la religión cristiana, que en todo momento han sido siempre los
ciudadanos más turbulentos, los más rebeldes, los más difíciles de domeñar y los que
han atentado a menudo incluso contra la persona de los reyes. Que no se nos diga pues
que el cristianismo es el más seguro apoyo del trono, que hay que ver a los monarcas
como imágenes de la divinidad, que el cristianismo enseña que “todo el poder viene de
arriba”. Estas máximas sólo sirven para adormecer a los príncipes, están destinadas a
adular a aquellos de los que el clero se siente seguro y que hacen todo lo que éste desea.
Los aduladores cambian pronto de tono cuando los príncipes tienen la temeridad de
parecer faltos de flexibilidad ante sus deseos más perjudiciales o cuando no se prestan
ciegamente a todos sus deseos; entonces el soberano no es sino un impío, un herético al
que se puede y se debe traicionar. ¡Qué digo! Se convierte en un tirano que se puede

78
exterminar, y entonces se dice que es una acción loable liberar la tierra de un enemigo
del cielo.
Sabéis, señora, que esas odiosas máximas han sido enseñadas por los sacerdotes que,
cuando se les quiere meter en cintura, dicen que el soberano “mete mano al incensario”
y gritan que “más vale obedecer a Dios que a los hombres”. Los sacerdotes sólo son
fieles a los príncipes cuando éstos se les someten ciegamente. Predican con énfasis que
podemos exterminar a los príncipes cuando se nieguen a obedecer a la Iglesia, es decir,
a los propios sacerdotes. Por horribles que sean estas máximas, por peligrosas que
puedan ser para la seguridad de los soberanos y para la tranquilidad de sus súbditos, no
dejan de ser las consecuencias directas de los principios del judaísmo y cristianismo.
Observamos que el regicidio, la rebelión y la traición son aprobados y alabados en el
Antiguo Testamento. Desde el momento en que se supone que Dios se ofende por los
pensamientos de los hombres, desde el momento en que imaginamos que los heréticos
le disgustan, es natural que concluyamos que un soberano herético o impío –es decir,
que desobedece a un miembro del clero nombrado para regular su creencia, que se
opone a los sagrados fines de una Iglesia infalible y que puede provocar la pérdida y la
apostasía de una parte de la nación– puede ser legítimamente atacado por sus súbditos,
para los que la religión ha de ser lo más importante del mundo y más apreciada que la
vida misma. Según unos principios tales, es imposible que un cristiano lleno de celo no
piense en hacer un servicio a Dios castigando a su enemigo, y en servir a su nación
librándola de un jefe que podría poner obstáculos a su felicidad eterna.
Veis pues, señora, que los jesuitas, esos grandes defensores del regicidio, razonaban
como buenos cristianos y de modo muy consecuente con los principios de su religión,
aunque sus enseñanzas se opusieran frontalmente a la seguridad de los soberanos y al
reposo de las naciones. Sin embargo, siguiendo esas máximas, la vida de un príncipe
dependería del capricho de un papa o de un obispo, que, declarándolo herético o
excomulgándolo, lo transformaría de golpe en un tirano, sobre cuya cabeza haría recaer
el furor del primer fanático que corriese al martirio. Si estos mismos jesuitas han
adulado a los reyes y han sido los protectores del poder absoluto, sólo se han conducido
así cuando han sido los dueños de las conciencias de los príncipes, o cuando éstos se
prestaban ciegamente a sus deseos, pero han sido rebeldes y sediciosos siempre que en
ellos no han encontrado la docilidad que requerían.
La obediencia del clero es siempre condicional: se someterá a su príncipe, adulará su
poder, sostendrá su autoridad siempre que el príncipe se someta a sus órdenes, que no
ponga obstáculos a sus proyectos, que no toque sus intereses y que no cambie los
dogmas sobre los que los ministros de la Iglesia han convenido fundar su propia
grandeza; en definitiva, siempre que reconozca sus derechos divinos, que son
claramente contrarios a los de la soberanía y que socavan evidentemente los
fundamentos del trono.
Sólo hay que abrir los ojos, ciertamente, para darse cuenta de que los sacerdotes son
hombres muy peligrosos. El fin que se proponen es claramente dominar los espíritus
para despojar los cuerpos de aquellos que han sometido con las armas de la opinión.
Este es el motivo por el que vemos por doquier a estos enemigos de la especie humana
declarar guerra abierta a la ciencia y a la razón; vemos, evidentemente, que su
comportamiento invariable es embrutecer a los hombres para someterlos a su pesado

79
yugo. Contentos de su opulencia y poder, hunden a sus conciudadanos en la ignorancia,
en la miseria, en la inacción; desaniman al labrador con sus diezmos, sus extorsiones,
sus exacciones; anulan la actividad, el talento y la industria; parecen complacerse en
reinar sobre los desdichados. Las más bellas regiones de Europa, devotamente
sometidas a los sacerdotes, así como sus piadosos soberanos, han acabado incultas y
despobladas. Si la inquisición, que da a los ministros de la Iglesia el derecho de juzgar
en su propio proceso y de exterminar a sus enemigos, ha mantenido a Italia, España y
Portugal en la creencia ortodoxa, no puede, sin embargo, presumir de haber mantenido
florecientes a estos Estados. En esos vastos países, tan favorecidos por los cielos, los
sacerdotes y los frailes son los únicos que viven en la abundancia; los soberanos no
poseen ni fuerza ni gloria, y sus súbditos languidecen en la indigencia y en la esclavitud.
No tienen ni siquiera el valor de salir de la miseria, antes que trabajar, mendigan su
pan a la puerta de un prelado o de un sacerdote que vive en la abundancia; se despojan
de lo poco que tienen para engordar aún más a unos frailes licenciosos que les venden
sus plegarias; compran a los hombres más disipados la expiación de sus propias
disipaciones y sus más vergonzosos vicios. Para acabar, están dispuestos a rebelarse
contra su soberano legítimo siempre que un fraile faccioso les hace ver que es del trono
de donde provienen los males que la Iglesia les está causando.
Los sacerdotes nos encarecerán, sin duda, la utilidad de sus funciones.
Independientemente de sus rezos, de los que las naciones han sacado tantos frutos
desde hace tantos siglos, nos dirán que son ellos los únicos que se ocupan de la
educación pública, de la instrucción de los pueblos, de la preocupación de retenerlos en
su deber y de enseñarles la moral. Ay, señora, si valoramos esos presuntos servicios que
nuestros sacerdotes nos hacen, pronto los veremos reducidos a nada, e incluso nos
daremos cuenta de que siempre han sido más funestos que útiles a las naciones.
¿En qué consiste, pues, la educación de la que nuestros guías espirituales tienen por
desgracia el derecho exclusivo de dar a la juventud? ¿Tiende a hacer de nosotros unos
ciudadanos valerosos, razonables y virtuosos? No, sin duda. Hace de nosotros unos
cobardes cuya vida se ve atormentada de terrores imaginarios, que solo poseen virtudes
monásticas y que, si siguen fielmente las lecciones de sus maestros, serán
perfectamente inútiles a la sociedad. Crea devotos intolerantes, dispuestos a odiar a
cualquiera que no piense como ellos; crea fanáticos dispuestos a desobedecer a su
soberano si alguien los persuade de que ese soberano es rebelde a la Iglesia. ¿Qué
enseñan a sus alumnos? Les hacen perder un tiempo precioso en recitar plegarias, en
repetir maquinalmente dogmas teológicos de los cuales, incluso en la edad madura, no
comprenderán nada; les enseñan unas lenguas muertas, inútiles en la sociedad actual y
que como máximo sólo pueden contribuir a su diversión. Acaban esos bonitos estudios
con una filosofía que, en manos de los sacerdotes, se ha convertido en una mera ciencia
de las palabras, en una jerga desprovista de sentido, sólo apta para prepararlos para
una ciencia ininteligible que llaman “teología”. ¿Pero esa misma teología, es útil a las
naciones? Las interminables disputas que se elevan entre nuestros profundos
metafísicos, ¿son de interés para los pueblos, que no comprenden nada de ellas? ¿El
pueblo de Paris y de las provincias adelanta en algo cuando nuestros doctores discuten
entre sí sobre qué se debe pensar de la gracia?

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En lo tocante a las instrucciones que nuestros sacerdotes nos dan sin cesar, es necesaria
mucha fe para descubrir su utilidad. Esas instrucciones tan elogiadas consisten en
embaucarnos con misterios inefables, con dogmas maravillosos, con fábulas o historias
perfectamente ridículas, con terrores pánicos, con predicciones fanáticas y lúgubres,
con amenazas espantosas y, sobre todo, con sistemas tan profundos que ni los mismos
que los proclaman pueden entender nada de ellos. En verdad, señora, en todo esto no
puedo ver ninguna utilidad: ¿están en deuda las naciones con unas personas que
imaginan para ellas unas profundidades que permanecen siempre igualmente
impenetrables para todo el género humano? Convenid conmigo en que los doctores que
se dedican con tanto esfuerzo al cuidado de mantener nuestra fe en completa pureza,
pierden completamente el tiempo. Por lo menos, los pueblos no están muy en
condiciones de aprovecharse de sus imponentes esfuerzos. A menudo la cátedra se
convierte en el teatro de la discordia, desde ella los oradores sagrados se injurian los
unos a los otros, insuflan sus pasiones a sus “cristianos oyentes”, encienden en ellos el
celo contra los enemigos de la Iglesia y se convierten en las trompetas del espíritu de
partido, del furor y de la sedición. Si esos predicadores enseñan la moral, es una moral
sobrenatural y poco apta para el hombre. Si predican la virtud, es la virtud teológica
cuya inutilidad ya hemos demostrado a suficiencia. Si por casualidad alguien se lanza a
predicar las virtudes humanas y sociales, sabéis, señora, que se convierte en objeto del
odio y de la crítica de sus cofrades; lo desprecian los devotos que sólo aman las virtudes
evangélicas o que no conocen nada más importante que las prácticas misteriosas en
que, según que la devoción, consiste toda moral.
¡En esto consisten, pues, los importantes servicios que los ministros del Señor han
rendido desde hace tantos siglos a las naciones! No valen, en conciencia, el precio
excesivo que hacen pagar; al contrario, si tratásemos a los sacerdotes según su mérito,
si apreciáramos sus funciones en su justo valor, quizá encontrásemos que no merecen
mayor salario que esos charlatanes que venden en las esquinas unos remedios más
peligrosos que los males que prometen curar.
Sólo privando al clero de una porción de sus bienes inmensos, conquistados merced a la
credulidad de los hombres; sólo controlando o incluso anulando su poder sobre el
poder soberano; sólo despojándole de sus inmunidades, de sus privilegios quiméricos y
perjudiciales; sólo obligando a sus miembros a convertirse al menos en ciudadanos
pacíficos; sólo así los príncipes conseguirán algún día llevar alivio a sus pueblos,
devolverles el valor, convertirlos en sujetos más activos, más industriosos, más
sensatos, más tranquilos y más sumisos. Mientras haya dos poderes en el Estado, esos
poderes se harán necesariamente la guerra, y aquél que tenga a la divinidad de su parte,
tendrá ventajas inmensas sobre el poder humano. Si ambos se pretenden emanados de
la misma fuerza, los pueblos no sabrán a quién escuchar, los súbditos se dividirán, el
combate será necesariamente más fiero, y la cabeza del soberano no podrá resistir
contra las cabezas multiplicadas de la hidra eclesiástica. Las serpientes nacidas de la
vara de Aarón devorarán al fin a las serpientes de los magos del Faraón.
En ese caso, diréis, señora, ¿cómo podría un príncipe ilustrado conseguir reducir a esos
sacerdotes rebeldes, que desde hace tanto tiempo son en posesión del espíritu de los
pueblos y del derecho a hacerse impunemente temibles al propio soberano? Os
contestaré que, pese a los vigilantes cuidados y los esfuerzos redoblados del sacerdocio,

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las naciones empiezan a iluminarse; al fin parecen cansadas de tan incómodo yugo, que
han llevado tanto tiempo sólo porque creían piadosamente que les había sido impuesto
por el Altísimo y que era necesario para su felicidad. Los errores no pueden ser eternos,
desaparecen a la vista de la verdad. Nuestros sacerdotes lo saben bien, sus continuas
manifestaciones contra todos aquellos que quieren llevar luz al género humano son la
prueba indudable del temor que sienten de ver desveladas sus conjuras. Temen los
penetrantes ojos de la filosofía, les horroriza el reino de la razón, que jamás será el de la
rebelión o la anarquía. No toca a los príncipes ni compartir sus temores ni convertirse
en ejecutores de sus venganzas; se perjudican a sí mismos cuando apoyan la causa de
sus turbulentos rivales, que siempre han sido los verdaderos enemigos del poder
soberano y los verdaderos perturbadores de la tranquilidad pública; en definitiva, los
príncipes se alían con sus enemigos cuando tratan de impedir que los pueblos corrijan
sus errores.
Los soberanos están más interesados que nadie en el progreso de la razón humana y en
la destrucción de los errores de los que ellos fueron tantas veces las primeras víctimas.
Si los hombres no se hubiesen ilustrado poco a poco, los jefes de las naciones estarían
aún, como antaño, bajo el yugo de un pontífice romano que podría a su voluntad
provocar alteraciones en sus estados, sublevar a sus súbditos y quien sabe si privarles
del trono y de la vida. Sin los lentos progresos de la razón, los reyes estarían aún a la
cabeza de una masa tumultuosa de súbditos ignorantes y devotos, dispuestos a
rebelarse a la señal de un sacerdote inquieto o de un fraile sedicioso.
Os dais cuenta, señora, de que los hombres que piensan y que enseñan a pensar a los
demás, son mucho más útiles que aquellos que quieren ahogar la razón y proscribir
para siempre la libertad de pensar; veis que los verdaderos amigos del poder soberano
son aquellos que extienden las luces sobre los pueblos. Os percatáis de que expulsando
esas luces y persiguiendo la filosofía, el gobierno sacrifica sus más preciados intereses a
un clero sedicioso cuya ambición y avaricia quisiera controlarlo todo, y cuyo orgullo se
ha sentido siempre indignado de obedecer a un poder que pretende subordinar al suyo
propio.
No hay un solo sacerdote que no se crea superior a su rey. A menudo hemos visto al
sacerdocio confesar tan arrogantes pretensiones: enloquece cuando quieren someterlo
al poder secular; lo considera profano, lo trata de tiranía cuando éste quiere
reconducirlo a la razón, ha pretendido continuamente que su persona era sagrada, que
sus derechos provenían del propio Dios, que no se podía sin cometer sacrilegio o sin
ultrajar a la divinidad, tocar los bienes, los privilegios y las inmunidades que había
arrancado a la ignorancia y a la credulidad. Siempre que la autoridad soberana ha
querido actuar contra esos elementos que se han convertido en inviolables y sagrados,
no ha habido modo de calmar su griterío; se ha esforzado en levantar a los pueblos
contra la autoridad, que le parecía tiránica solo porque había tenido la temeridad de
querer someterlo a la ley, corregir sus abusos e impedirle ser perjudicial. La autoridad
le parecía legítima cuando aplastaba a sus enemigos, pero le parece insoportable desde
el momento en que es razonable y favorable a las naciones.
Los sacerdotes son, en sustancia, los hombres más malvados y los peores ciudadanos de
un Estado; haría falta un milagro para que no fueran así, siempre han sido los niños
mimados de las naciones. Son presuntuosos, porque pretenden haber recibido del

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mismísimo Dios su misión y su poder. Son ingratos, puesto que aseguran que sólo a
Dios deben agradecer los beneficios que evidentemente han recibido de la generosidad
de los soberanos y de los pueblos. Son atrevidos, puesto que desde hace un gran
número de siglos gozan de impunidad. Son inquietos y turbulentos, puesto que sienten
continuamente deseos de desempeñar papeles de importancia. Son pendencieros y
facciosos, puesto que nunca podrán estar de acuerdo en cómo se deben entender las
presuntas verdades que enseñan a los hombres. Son suspicaces, retadores y crueles,
porque siempre están temiendo que sus embustes sean descubiertos. Son enemigos
natos de la verdad, porque saben que ésta reduce a la nada sus pretensiones. Son
implacables en sus venganzas, porque sería para ellos peligroso perdonar a los que
quieren debilitar su doctrina, cuya debilidad ellos conocen. Son hipócritas, porque la
mayoría de ellos son demasiado sensatos para creerse las fantasías que cuentan a los
demás. Son intransigentes en sus ideas, porque se envanecen de ellas y porque, por otro
lado, sería peligroso abandonar una manera de pensar cuyo autor se supone que es
Dios. A menudo los vemos disolutos y faltos de buenas costumbres, porque es
imposible que la ociosidad, la molicie y el lujo no corrompan el corazón. Los
encontramos a veces austeros y severos en su conducta, para imponerse al pueblo y
conseguir sus ambiciosos objetivos. Si son hipócritas y taimados, son peligrosísimos; si
son imbéciles y fanáticos de buena fe, no son menos temibles. En definitiva, casi
siempre los encontramos rebeldes y sediciosos, porque una autoridad que viene de Dios
no está hecha para doblegarse bajo la autoridad de los hombres.
Este es, señora, el fiel retrato de los miembros de un poderoso estamento, al que, desde
hace mucho, los gobiernos han creído obligatorio sacrificar todos los demás. Estos son
los ciudadanos a los que el prejuicio recompensa con la mayor riqueza, a los que los
príncipes honran a los ojos de los pueblos, a los que les dan su confianza, a los que
consideran los apoyos de su poder, a los que creen necesarios para la felicidad y la
seguridad de sus imperios. Vos misma juzgaréis si el cuadro les saca parecido; estáis en
situación de ver mejor que nadie sus intrigas, sus movimientos, su conducta y sus
discursos; y siempre hallaréis que su intención constante es adular a los príncipes para
dominarlos y someter las naciones a la esclavitud.
Para complacer a tan peligrosos ciudadanos, los soberanos se implican en discusiones
teológicas, toman partido por aquellos que saben convencerlos, persiguen a todos los
que no se les someten, proscriben con furor a todos los amigos de la razón y,
extinguiendo las luces, perjudican a su propio poder. Y es que esos sacerdotes que
gritan sacrilegio cuando los príncipes se inmiscuyen en sus asuntos, o cuando quieren
ponerlos en razón, se indignan contra esos mismos príncipes cuando se niegan a
mezclarse para destruir a sus enemigos, o bien los tratan de impíos cuando muestran
por sus litigios la indiferencia que merecen.
Cuando los príncipes, abandonando sus prejuicios, quieran volver a ser
verdaderamente los dueños de su propia casa, que dejen de escuchar los consejos
interesados y tantas veces feroces de esos hombres divinos que, considerándose el
centro de todas las cosas, querrían que se les sacrificase la felicidad, el reposo y las
riquezas de todos los órdenes del Estado. Que nunca se inmiscuya el soberano en sus
disputas, que no les dé peligrosamente importancia haciendo valer su autoridad, que no
persiga a nadie por unas opiniones que son igualmente ridículas y carentes de

83
fundamento de una parte y de otra: nunca serán interés del Estado si el soberano no
tiene la debilidad de interesarse él mismo. Que dé libre curso al pensamiento, pero que
regule con buenas leyes el modo de actuar de sus súbditos; que permita a todo el
mundo discurrir o especular como quiera, mientras se conduzca en lo restante con
honestidad y como un buen ciudadano. Al menos, que no se oponga a los avances de la
ilustración, lo único que puede sacar a los pueblos de la ignorancia, de la barbarie y de
la superstición de las que los príncipes cristianos han sido tantas veces las primeras
víctimas; que se convenza de que unos ciudadanos ilustrados e instruidos son más
sumisos y más tranquilos que unos esclavos estúpidos, sin luces ni razón, que siempre
estarán dispuestos a dejarse llevar por las pasiones que cualquier fanático quiera
inspirarles.
Que el soberano se ocupe, sobre todo, de la educación de sus súbditos, que no consienta
que el clero se apodere de ellos y que distraiga a sus pupilos desde la infancia con
conceptos místicos, fantasías insensatas y prácticas supersticiosas que sólo sirven par
crear fanáticos. Si no puede impedir que se propaguen esas locuras, al menos que
intente contrarrestar su efecto haciendo que se enseñe una moral razonable, social,
conforme al bien del Estado, útil a la felicidad de sus miembros; esta moral enseñará al
hombre lo que debe a sí mismo y lo que debe a sus semejantes, lo que debe a la
sociedad y a los jefes que la gobiernan. Esta moral no formará a hombres que se odien
por opinar de modo diferente, ni a entusiastas peligrosos, ni a devotos ciegamente
sometidos a sus sacerdotes; formará a seres pacíficos, a súbditos razonables y
sometidos a la autoridad legítima; en una palabra, formará hombres virtuosos y buenos
ciudadanos. Una buena moral es el más seguro antídoto contra la superstición y el
fanatismo.
De ese modo, el imperio del clero se debilitará poco a poco; el soberano ya no tendrá
rivales, gobernará sin cesiones a unos ciudadanos sensatos. Las riquezas del clero,
devueltas paulatinamente a la sociedad, permitirán al príncipe aliviar a su pueblo. Las
instituciones inútiles se podrán dedicar a usos provechosos, una parte de los bienes de
la Iglesia originariamente destinados a los pobres y durante largo tiempo detentados
por los sacerdotes avaros, volverán a las manos de la gente pobre, sus legítimos
propietarios. Con el apoyo de una nación que advertirá las ventajas y los consuelos que
se le ofrecen, el príncipe ya no temerá los gritos del fanatismo, que no serán escuchados
más. El número de sacerdotes, de frailes ociosos, de célibes turbulentos que no piensan
en el futuro y son extranjeros al Estado que los alimenta, disminuirá visiblemente. El
monarca, enriquecido y más poderoso, podrá repartir mejor sus favores, reinará con
mayor seguridad y se dará cuenta de que los enemigos de la Iglesia no son en absoluto
los enemigos de su trono, de su gloria y de su verdadera grandeza.
Este es, señora, el objetivo que se puede proponer cualquier gobierno que abra los ojos
a sus verdaderos intereses. Presumo que el proyecto no os parecerá ni imposible ni
quimérico. Las luces que empiezan a extenderse por doquier allanan ya el camino; en
vez de apagarlas, que las mantengan, o que al menos no se opongan al avance del
espíritu humano, y veréis cómo los soberanos y los pueblos, sin revoluciones y sin
alborotos los pueblos se liberan poco a poco de un yugo que los ha oprimido largo
tiempo.

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Entre los monumentos de la piedad de nuestros padres, ¿qué es lo que vemos que sea
útil a la sociedad? Encontramos instituciones para entretener la ociosidad monástica;
costosos templos elevados y enriquecidos por los pueblos indigentes para alimentar el
orgullo de los sacerdotes y elevarles altares y palacios. Desde la fundación del
cristianismo parece que todo haya tenido como objeto elevar el sacerdocio sobre las
ruinas de las naciones y de los tronos. Una religión posesiva se ha apoderado en
solitario del espíritu de los hombres; éstos han olvidado que estaban en la tierra para
buscar únicamente su felicidad en las desconocidas regiones del empíreo. Ya es hora de
que este espejismo desaparezca, ya es hora de que el género humano se preocupe de sus
verdaderos intereses, que serán siempre incompatibles con los de los esos guías que
creen haber adquirido el derecho imprescriptible de extraviarlos. Cuanto más
examinéis la religión cristiana, más os convenceréis de que sólo puede ser ventajosa
para los que se han encargado de la fácil responsabilidad de guiar la raza humana
después de haberla dejado ciega.
Soy, señora, vuestro…

Carta X

Sobre las ventajas que la religión procura a los que la profesan

Me atrevo a presumir, señora, que he demostrado claramente que la religión


cristiana, lejos de ser el apoyo de la autoridad soberana, es en realidad su enemiga, y
creo que os he convencido plenamente de que sus ministros son por naturaleza rivales
de los soberanos y los más temibles adversarios del poder temporal. En definitiva, creo
que os he persuadido de que la sociedad podría prescindir fácilmente de los servicios
que éstos le prestan, o al menos, eximirse de pagarles tan onerosamente.
Examinemos ahora los beneficios que la religión procura a los particulares que se
muestran más firmemente convencidos de ella y que se ciñen con mayor exactitud a sus
preceptos. Veamos si sirve para que sus discípulos estén más contentos, más felices y
para que sean más virtuosos.
Para decidir la cuestión bastaría con mirar a nuestro alrededor y considerar los
efectos que la produce la religión en los espíritus realmente impregnados de sus
presuntas verdades. En general, en aquellos que la profesan sinceramente y que la
practican con más rigurosidad, encontramos un humor triste y melancólico que para
nada deja entrever bienestar o esa paz interior de la que se nos habla continuamente
pero que nunca nadie muestra. Todo aquel que está satisfecho consigo mismo lo
muestra externamente. La íntima satisfacción de los devotos está generalmente tan
escondida, que podríamos sospechar que se trate de una quimera. La paz interior que
les proporciona la buena consciencia se manifiesta muy menudo por un humor
atrabiliario que no generalmente no aplauden todos aquellos que están al alcance de
sus consecuencias. Si por casualidad algunos devotos muestran una frente serena,
jovialidad o indulgencia es porque las negras ideas de la religión no han podido vencer

85
a su temperamento feliz. O quizá venga de que aún no han planteado suficientemente el
conjunto de su sistema religioso, que debidamente considerado debería sumirlos en las
más terribles inquietudes y en las más negras congojas.
Todo aquel que haya meditado seriamente sobre el Dios despótico y caprichoso que
los cristianos adoran; todo aquel que reflexione sobre la conducta tiránica que la Biblia
le adjudica; todo aquel que especule sobre los desoladores dogmas de la predestinación
gratuita de los elegidos y de la reprobación de la mayor parte de los hombres; todo
aquel que sepa que un buen cristiano nunca está completamente seguro de ser digno
del amor o del odio ni presumir que ha merecido o ha obtenido la gracia del
Todopoderoso; todo aquel que considere que un momento de debilidad puede hacerle
perder de golpe todos los méritos de una vida llena de buenas obras; todo aquel que –
insisto– ocupe su pensamiento con estas especulaciones inevitables, no puede, sin ser
un insensato, entregarse a la alegría ni mostrar un júbilo realmente sincero y puro.
¿Creéis, señora mía, en buena fe, que ese devoto Pascal que, sintiendo como un delito la
ternura que sentía hacia su hermana a menudo la trataba con dureza por piedad, fue un
hombre realmente sociable y alegre?
Todo conduce necesariamente a la tristeza y a la pesadumbre en la religión cristiana,
que sólo trata de asuntos lúgubres. Nos habla de un Dios que recela de los impulsos de
nuestro corazón, de nuestras más naturales inclinaciones, que nos prohíbe nuestros
placeres más legítimos, que se nutre de nuestros suspiros, de nuestros gemidos, de
nuestras lágrimas y de nuestro dolor, que se complace en probarnos con
padecimientos, que nos induce a mortificarnos, a privarnos del objeto de nuestros
deseos, a separarnos del amor de las cosas terrenales; en pocas palabras, que
contradice continuamente la voz y los deseos de la naturaleza: con seguridad un Dios
así no está hecho para inspirar alegría. Un Dios que no concede gracia ni a su propio
hijo, que quiere tener víctimas eternas de su furor, que venga sin medida las faltas
involuntarias que cometen contra él, sólo sirve para sumir en la desesperación a
aquellos que tienen la desgracia de meditar sobre él. Para acabar, un cristiano, que ha
de temer a cada momento que la muerte lo presente ante el tribunal del juez implacable
cuyos decretos eternos han decidido su suerte de antemano, tiene que estar
continuamente acobardado. ¿Qué diríamos de un hombre que mostrase alegría o
incluso tranquilidad mientras esperase en cualquier momento su sentencia de muerte?
Así pues, señora, no nos refiramos más a los discursos contradictorios de esos
sacerdotes que, después de habernos espantado con sus terribles dogmas, se esfuerzan
por darnos seguridad con sus vagas esperanzas y nos exhortan a confiar en un Dios
contra el que nos han prevenido desfavorablemente; que no nos digan más que el yugo
de Jesucristo es ligero; es insoportable para cualquiera que preste atención, sólo es
ligero para aquellos que lo llevan sin reflexión o para aquellos que tienen el cuidado de
imponerlo a los otros sin querer cargarlo ellos mismos.
Consentid, señora, que apele a vos misma. ¿Estabais realmente feliz, contenta y
alegre cuando me hicisteis depositario de las secretas inquietudes que os causaban los
prejuicios que empezaban a conseguir sobre vuestro espíritu el imperio fatal que hasta
ahora he intentado destruir? ¿Vuestra alma agitada no parecía arrastrada a la
infelicidad a pesar de vuestro juicio? ¿No estabais seriamente ocupada en tomar
medidas para romper con vuestra felicidad? A favor de la religión, ¿no estabais

86
dispuesta a renunciar al mundo y a olvidar todo lo que debíais a la sociedad? Si me
hubiese ocurrido a mí, no me habría sorprendido; la religión cristiana tiene como
principio aniquilar la felicidad y el reposo hasta en lo más profundo del corazón del
hombre, se complace en causarle alarma, en hacerlo temblar, solo puede hacer felices a
aquellos que no han meditado bastante sobre ello. Infaliblemente os habría precipitado
en la infelicidad, vuestro espíritu consecuente os habría hecho considerar el conjunto, y
vuestra imaginación demasiado sensible os habría llevado a excesos peligrosos para vos
misma y que hubieran obligado a lamentarse a muchos otros. Un alma como la vuestra
no hubiera gozado de paz, los temores de la religión son demasiado seguros y
demasiado vagas sus contradictorias consolaciones, no pueden proporcionar al espíritu
el reposo y la tranquilidad necesarios para trabajar por su propia felicidad o por la de
los demás.
De hecho –ya os lo he comentado– es muy difícil preocuparse de la felicidad ajena
cuando uno es desdichado. El devoto que se priva de todo, que de todo se hace
escrúpulo, que se hace continuos reproches a sí mismo, que enardece su espíritu con
meditaciones, ayunos y retiros, por fuerza ha de enojarse contra todos los que no se
creen obligados a hacer sacrificios tan molestos, tiene que tener aversión a los profanos
que descuidan las prácticas o deberes que Dios parece exigir. Sólo se siente a gusto
entre aquellos que ven las cosas como él, se separa del resto y termina odiándolos; se
cree obligado a mostrar en claramente en público su modo de pensar, tiene que hacer
resaltar su celo, incluso a riesgo de parecer ridículo. Si mostrase indulgencia, tendría
que temer sin duda convertirse en cómplice de los ultrajes que se le hacen a su Dios.
Debe reprender a los pecadores, y lo hará generalmente con acritud, porque se le ha
agriado el humor. En definitiva, por fuerza ha de enojarse contra ellos y hacerse
molesto por poco celo que muestre, sólo es indulgente y dulce cuando no muestra celo
suficiente por su religión.
La religión tiende a concentrar en nosotros mismos esos sentimientos desagradables
que tarde o temprano se manifiestan de modo destemplado hacia los demás. Los
devotos místicos lo perciben muy bien: el mundo les incomoda y ellos incomodan al
mundo, que no podría subsistir si todos desarrollasen las sublimes y salvajes
perfecciones que la religión nos propone. No se puede unir el mundo con Jesucristo,
Dios exige todo nuestro corazón entero, nada debe quedar para sus miserables
criaturas, e incluso, por poco celo que se ponga, uno se cree obligado a atormentarlas
para conducirlas a la práctica de las maravillosas virtudes de las que se imagina que
depende su salvación.
¡Extraña religión, sin duda, es esta, que practicada con rigor conllevaría la ruina de
la sociedad! El devoto sincero se propone perfecciones imposibles de las que la
naturaleza humana no es capaz, como no puede alcanzarlas pese a todos sus esfuerzos,
se considera objeto de la cólera de su Dios, se reprocha todo cuando hace, experimenta
remordimientos por todos los placeres que se ha permitido, teme que cualquier cosa
sea el motivo de su caída: para mayor seguridad tiene que evitar la sociedad, que puede
en cualquier momento desviarlo de sus presuntos deberes, invitarlo a pecar, hacerle
testigo o cómplice de sus desórdenes; en definitiva, si tiene celo suficiente, el devoto no
puede evitar huir o detestar a aquellos seres que, según las tristes ideas de la religión,
parecen perpetuamente dispuestos a enojar a su Dios.

87
Por otro lado, bien sabéis, señora, que es generalmente la pesadumbre y la
melancolía lo que dirige a la devoción; generalmente nos acordamos del cielo cuando el
mundo nos abandona y nos disgusta, en brazos de la religión los ambiciosos buscan
consolarse de sus desgracias y de sus proyectos fracasados, nuestras mujeres galantes y
disipadas se hacen devotas cuando ven que el mundo las abandona, ofrecen a Dios un
corazón gastado y aquellos encantos que ya nadie adora. La ruina de su atractivo les
advierte que su imperio ya no es de este mundo, llenas de despecho, devoradas por el
remordimiento, enojadas contra una sociedad en la que ya no cuentan con desempeñar
un papel placentero, se entregan a la devoción, se hacen notar por extravagancias
religiosas después de haber causado escándalo por sus vicios o por sus locuras
mundanas, y con la rabia dentro del alma, adoran un Dios que las compensa bien poco
de los bienes que han perdido. En pocas palabras, el malhumor, la aflicción, la
desesperación son lo que mueve la mayor parte de las conversiones, siempre son las
pasiones frustradas lo que nos pone en manos de nuestros sacerdotes, esos son los
maravillosos medios de la gracia que Dios emplea para acercarnos a él.
Nada hay pues de sorprendente que en las personas entregadas a la devoción
veamos generalmente que dominan la tristeza y el malhumor. Estos estados de ánimo
se ven, por otro lado, alimentados continuamente por la religión, que sólo sirve para
amargar más y más aquellas almas que la pesadumbre le somete. La conversación de
un director espiritual es un pobre expediente para consolarse de la perdida de un
amante, las lisonjeras esperanzas del otro mundo raramente compensan las realidades
de éste, las ocupaciones ficticias de la religión no son suficientes para llenar unas almas
que las intrigas, la disipación y los placeres a duras penas podían llenar.
Vemos también, señora, que las consecuencias de esas llamativas conversiones, sólo
buenas para regocijar al Todopoderoso y a su Corte, nada tienen de provechoso para los
habitantes de este mundo inferior. Si los cambios obrados por la gracia no hacen más
felices a aquellos sobre los que se producen, tampoco procuran diversión ni provecho a
aquellos que son testigos de ellos. Porque, ¿qué beneficios extrae la sociedad de la
mayoría de conversiones? ¿Esas personas tocadas por la gracia se hacen mejores,
reparan el mal que hicieran, hacen el bien realmente a aquellos que les rodean? ¿Un
cortesano que era arrogante y soberbio, se hace humilde y blando? ¿Un hombre injusto
y cruel repara el mal que causaron sus injusticias? ¿Quién ha robado a la cosa pública
devuelve a la sociedad aquello de lo que la despojó? ¿Una mujer galante y disipada
repara con sus celosos cuidados el mal que sus desenfrenos y licencias causaron a su
familia? No, sin duda; esos conversos, tocados por la mano de Dios, se contentan por lo
general con rezar, ayunar, hacer limosnas y retiros, frecuentar las iglesias, hablar alto a
favor de sus sacerdotes, intrigar para sostener su partido, desacreditar a todos aquellos
que no piensan como sus directores y mostrar un celo ardiente y ridículo por cuestiones
que no entienden; con eso se creen en paz con Dios y los hombres, y la sociedad no
gana nada con su conversión milagrosa; al contrario, la devoción sólo hace que exaltar,
emponzoñar, hacer más embarazosas las pasiones que nuestros nuevos conversos
tenían antes; sólo consigue que las pasiones se vuelque hacia nuevos objetos, y la
religión justificará siempre los excesos a los que éstas se lleven. Así es cómo un
ambicioso se volverá un fanático orgulloso y rebelde, que se creerá justificado por su
celo; así es cómo un cortesano caído en desgracia intrigará en nombre del cielo contra
sus propios enemigos; así es cómo un hombre lleno de odio y venganza, bajo pretexto

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de vengar a Dios, buscará los medios para vengar a sí mismo. Así es cómo una mujer,
por haber dejado de usar colorete, se creerá en derecho de hacer sentir su malhumor al
marido que antaño quizá ultrajaba; hablará mal de aquellas que se permiten a menudo
los placeres más inocentes, y creyendo mostrar gran celo, sólo mostrará malhumor,
envidia, rencor y malignidad; tomando partido ardientemente por el cielo, mostrará
sólo ignorancia, delirio y credulidad.
¿Qué necesidad hay, señora, de insistir en lo anteriormente dicho? Vivís en un país
en el que veis gran número de devotos y personas virtuosas. A poco que queráis
profundizar en ello, encontrareis que entre estas personas tan persuadidas de la
religión, tan convencidas de su importancia y de su utilidad, que sin cesar hablan de sus
consolaciones, de sus dulzuras, de sus virtudes, no hay muchas a las que la religión
haga realmente felices y aún son menos las que hace mejores. ¿Están realmente
impregnadas de los sentimientos de su religión amarga y terrible? Las hallareis
atrabiliarias, difíciles y feroces. ¿Están afectadas sólo ligeramente por los principios de
esa religión? Entonces serán menos severas. La religión de la corte, como bien sabéis,
es una mezcla continua de devoción y de placeres, un círculo de ejercicios de piedad y
de disipación, de fervor momentáneo y de desenfreno continuo; esa religión reúne a
Jesucristo con las pompas de Satanás. En ella vemos el fasto, el orgullo, la ambición, la
intriga, la venganza, la envidia y el libertinaje que se amalgaman con una religión de
principios austeros. Los casuistas favorables a los grandes aprueban esta alianza, les
proporcionan una religión que reniega de sus principios para plegarse a las
circunstancias, a las pasiones y a los vicios de los hombres; unos doctores demasiado
rígidos o demasiado cristianos sublevarían a unas personas que se resignan a ser
religiosos a condición de no verse importunados. Este es el motivo por el que el
jansenismo, que querría conducirnos de nuevo a los principios austeros del
cristianismo primitivo, no puede prosperar en la corte. Las máximas extremadas de la
religión cristiana sólo convienen a los hombres del temple de sus primeros fundadores,
están hechas para seres abyectos, biliosos y descontentos, que se ven apartados del
fasto, del poder, de los honores, que son necesariamente enemigos de una grandeza que
no les está permitido pretender. Los devotos dominan el secreto de convertir en un
mérito su aversión o su desprecio por aquello que no pueden obtener.
Sin embargo, un cristiano completamente consecuente con sus principios no debería
tener esas pretensiones; no tiene que desear nada, tiene que huir del mundo y de sus
pompas, no ha de albergar pasiones. Es un verdadero estoico, cuyo fanatismo religioso
exalta esa filosofía de la pesadumbre. Les perfecciones exageradas que debe proponerse
lo hacen estar en perpetua guerra consigo mismo, cosa que no puede dejar de causarle
infelicidad. Ha de estar continuamente alerta contra los aspectos del mundo que son
para él ocasiones de escándalo o de pecado. El verdadero cristiano es enemigo de sí
mismo y del género humano, por su propia seguridad tendría que vivir como un búho,
sin dejarse ver nunca. Su religión lo hace esencialmente insociable, igualmente inútil a
sí mismo y desagradable a los demás. ¿Qué puede hacer la sociedad de un hombre que
tiembla continuamente, que se aflige, que reza, que medita? ¿Qué objetivo puede
plantearse un devoto que tiene que huir de un mundo perverso, odiar la grandeza y las
riquezas que podrían condenarlo, y prohibirse los placeres, que Dios contempla con
cólera y envidia?

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¿Qué resulta de esas máximas de moral fanática? Resulta lo mismo que de esas leyes
demasiado rigurosas que todo el mundo se ve obligado a aceptar pero que nadie
cumple. Alguna vez se ha puesto en cuestión si una sociedad de ateos podría
mantenerse; con mayor razón uno podría cuestionarse si una sociedad de cristianos
podría subsistir largo tiempo6. ¿Qué sería de una nación cuyos habitantes quisieran ser
perfectos y se entregaran a la contemplación, a la penitencia, a la oración; en la que
todos huyesen de las riquezas, de la consideración, de la grandeza, de las dignidades;
donde nadie pensase en el mañana, donde la gente se ocupase sólo del cielo y
descuidase completamente todo lo que tiene relación con una vida transitoria y
pasajera; donde todos tuvieran por mérito el celibato; donde a fuerza de ocuparse en
prácticas piadosas, nadie tuviera el gusto de prestar ayuda a sus semejantes? Es
evidente que una sociedad semejante solo podría subsistir en la Tebaida, y pronto
desaparecería. Si algunos monasterios muestran ejemplos de un fervor parecido, es
porque esas casas albergan a fanáticos cuyas necesidades provee la sociedad. ¿Pero
quién proveería a las necesidades de una nación entera que se abandonase a sí misma
para pensar únicamente en el cielo? Concluyamos que la religión cristiana no está
hecha para este mundo; no sirve ni para hacer felices a las sociedades ni a los
individuos; los preceptos y los consejos de un Dios son impracticables, y más
adecuados para desanimar a los hombre, para lanzarlos a la desesperación y a la apatía
que para hacerlos felices, activos y virtuosos. Un cristiano se ve obligado a hacer
abstracción de los preceptos de su religión si quiere vivir en el mundo; deja de ser
cristiano si busca su propia felicidad, pierde de vista el cielo cuando piensa al de los
demás, se arriesga a ofender a su Dios desde el momento en que tiene deseos, desde
que vive en una sociedad, que sólo sirve sacar a la luz sus pasiones; desde el momento
en que se permite los placeres. En pocas palabras, un cristiano es un hombre del otro
mundo, no está hecho para éste.
Vemos también que los cristianos, para humanizarse, se ven obligados
continuamente a alejarse de sus especulaciones sobrenaturales y divinas. Sus pasiones
reprimidas no se sofocan por ello, a menudo no son sino más fuertes y más capaces de
causar perturbación a la sociedad. Ocultas bajo la máscara de la religión, estas pasiones
producen habitualmente los más terribles efectos: es así como la ambición, la venganza,
la crueldad, la cólera, la calumnia, la envidia, revestidas del bello nombre de celo,
causan los peores estragos, no conocen límites y engañan incluso a aquellos que se
dejan llevar por esas funestas pasiones. Y es que la religión no extirpa las pasiones en el
corazón de los devotos; frecuentemente las justifica, y la experiencia nos demuestra que
los mejores cristianos son todo menos los mejores hombres, y que no tienen ningún
derecho a reprochar a los incrédulos ni las pretendidas consecuencias de sus principios
ni las pasiones que los llevan a la incredulidad.
En efecto, la caridad de los ministros pacíficos de la religión y de sus piadosos
adherentes no les impide perjudicar a sus adversarios para hacerlos odiosos y concitar

6 Comparad aquí lo que dice Bayle, Continuación de pensamientos varios sobre el cometa, secciones
124, 125, tomo IV. Y también el señor Rousseau de Ginebra, en su Contrato social, l. 4, c. 3. Ved también
las Cartas escritas desde el monte, carta primera, pp. 45-54, edic. en 8º. El autor discute el mismo asunto,
y confirma su opinión mediante nuevos razonamientos que merecen mucho una lectura. (N. del Ed.)

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contra ellos la venganza pública; su celo por la gloria de Dios les permite emplear
indiferentemente toda clase de armas; la calumnia, sobre todo, les proporciona
continuamente una poderosa ayuda. Si hemos de creerlos, sólo los desórdenes del
ánimo conducen a la incredulidad; sólo por dar curso libre a sus pasiones, se renuncia
ya a la religión. No creer, según ellos, supone siempre un ánimo corrompido, unas
costumbres depravadas, un espantoso libertinaje. En pocas palabras, pretenden que
cualquier hombre que se niega a admitir sus fantasías o su maravillosa moral, no tienen
razones para hacer el bien y que en cambio, las tiene muy poderosas para hacer el mal.
Es así como nuestros caritativos doctores disfrazan a los enemigos de su poder de
peligrosos malhechores que la sociedad tiene que proscribir y destruir en su propio
interés. De estas imputaciones resulta que aquellos que renuncian al prejuicio para
consultar a la razón, son los más irrazonables de los hombres; que aquellos que
condenan la religión a causa de los crímenes que produce en la tierra o para los que
sirve de pretexto, son malos ciudadanos; que aquellos que se quejan de los problemas
que los sacerdotes turbulentos han producido tantas veces, son los perturbadores de la
tranquilidad de las naciones; que aquellos que tiemblan a la vista de las persecuciones
inhumanas e injustas que la ambición y la astucia de los sacerdotes han suscitado, no
tienen ninguna noción de justicia y tienen por fuerza que ahogar en ellos mismos los
sentimientos de humanidad. Se desprende que aquellos que no conocen los motivos
falsos y engañosos que hasta ahora se han buscado en vano en el otro mundo para
obligar a los hombres a ser virtuosos, justos y benévolos, carecen de motivos reales para
practicar las virtudes necesarias aquí abajo para su propia seguridad. En definitiva, se
desprende que los que quieren destruir la tiranía sacerdotal y los embustes peligrosos
para soberanos y súbditos, son enemigos del Estado a los que las leyes deberían
castigar de antemano.
Creo, señora, que en este momento ya estaréis completamente convencida de que los
verdaderos amigos del género humano y de los príncipes no pueden ser los amigos de la
religión o los sacerdotes. Sean cuales fueren los motivos o las pasiones que llevan a un
hombre a la incredulidad, sean cuales fueren los principios que de ellos se desprenden,
no pueden ser tan perniciosos como los que emanan directa y necesariamente de una
religión tan absurda y atroz como la cristiana. La incredulidad no fundamenta sus
derechos sobre la divinidad, no pretende dominar sobre las conciencias, no usa
pretextos para forzar los espíritus ni para odiar a nadie a causa de sus opiniones, a
menos que esas opiniones no sean peligrosas en la práctica. En una palabra, los
incrédulos no tienen una infinidad de motivos, de intereses y de pretextos para
perjudicar, que poseen en abundancia los partidarios celosos de la religión. Un
incrédulo con poder no sería ni más injusto ni peor persona que un devoto con poder,
que considera un deber perseguir a los demás.
Un incrédulo que reflexiona se da cuenta de que sin salir de este mundo hay motivos
acuciantes y reales que lo invitan a obrar bien; percibe el interés que tiene en
conservarse a sí mismo y en evitar aquello que podría perjudicarle; se encuentra unido
por necesidades físicas recíprocas a los mismos hombres que lo despreciarán si tiene
vicios, que lo detestarán si se hace culpable de cualquier acción contraria a la justicia o
a la virtud, que lo castigarán si comete delitos o si ofende las leyes. La idea de la
decencia y del orden, el deseo de merecer la aprobación de sus conciudadanos, el temor

91
de incurrir en la censura y los castigos, son frenos suficientes para contener a cualquier
hombre sensato. Si cae en el delirio, toda la credulidad del mundo no podrá retenerlo;
si es bastante poderoso para no temer nada en este mundo y para ponerse por encima
de la opinión de los hombres, no temerá más la opinión divina que el odio y el
desprecio de los jueces que tiene ante sus ojos.
Se nos dirá quizás que el temor a un Dios vengador sirve al menos para prevenir un
gran número de delitos escondidos que se permitirían sin la religión. ¿Pero la religión
en sí misma previene sus crímenes ocultos? ¿Las naciones cristianas no están llenas de
toda clase de granujas que maquinan en secreto la ruina de sus conciudadanos? ¿Acaso
las personas más crédulas no se permiten una infinidad de vicios que les avergonzarían
si llegasen por casualidad a descubrirse? Muchas veces, el hombre más convencido de
que Dios ve todas sus acciones no se avergüenza de cometer en secreto acciones que no
se permitiría ante el último de los humanos.
¿En qué queda, pues, ese tan poderoso freno que la religión pone a las pasiones? Si
hemos de creer los discursos de los sacerdotes, parecería que no se cometen delitos ni
públicos ni ocultos en los países donde se presta oído a sus lecciones; a ellos mismos los
tomaríamos por ángeles, y todo hombre religioso sería un hombre sin defectos.
Olvidamos nuestras especulaciones religiosas cada vez que experimentamos pasiones
violentas, cuando nos atan los lazos de la costumbre o cuando nos ciegan los grandes
intereses: en ese momento dejamos de razonar. Son el temperamento y el hábito lo que
nos hace virtuosos o viciosos. Un incrédulo puede tener pasiones fortísimas, puede
pensar con mucha justicia en lo que toca a la religión pero razonar muy mal en lo que
toca a su conducta. El que cree cualquier cosa es un mal razonador; si además actúa
muy mal, es al mismo tiempo un imbécil y un malvado.
Cierto es que nuestros sacerdotes niegan a los incrédulos la ventaja de razonar
correctamente, porque pretenden que uno razona siempre pésimamente si prefiere la
razón a su autoridad. Pero en esto son claramente jueces y parte; son las personas
desinteresadas las que deben decidir la cuestión. Mientras tanto, los propios sacerdotes
parecen desconfiar de la bondad de sus razonamientos: llaman al brazo secular en
auxilio de sus argumentos, hacen entrar a golpes de látigo en el paraíso, iluminan a los
hombres a la luz de sus hogueras, inculcan la fe a golpes de espada, tienen la cobardía
de desafiar a quienes no podrían mostrarse sin castigo. Esta conducta no anuncia a
alguien completamente persuadido de la fuerza de sus argumentos. Si nuestros
teólogos tuviesen buena fe, ¿no dejarían campo libre a la discusión? ¿No permitirían el
diálogo? ¿No estarían encantados en que se les plantearan dificultades que, si su
sistema fuese verdadero, sólo servirían para confirmarlo? Encuentran más seguro hacer
con sus adversarios como los sacerdotes mexicanos, que ataban a los esclavos con los
que combatían y los mataban acto seguido por haber osado medirse con ellos.
Sea como sea, es muy posible que un incrédulo tenga una conducta censurable; en
eso está, en lo que toca al razonamiento, en la misma linera que el devoto. Los
partidarios más fanáticos de la religión se ven obligados a admitir que entre sus
adherentes no hay sino un pequeño número de elegidos o de personas a las que la
religión consigue hacer virtuosos; ¿con qué derecho podrían pues, exigir, que la
incredulidad, que nada tiene de sobrenatural, produjera unos efectos que –según ellos
mismos admiten– la religión divina tampoco produce? Si todos los creyentes fueran

92
personas de bien, la causa de la religión estaría completamente ganada, sobre todo si
los no devotos fueran siempre personas sin buenas costumbres y sin virtud. Pero, digan
lo que digan nuestros sacerdotes, hay incrédulos más virtuosos que los hombres más
devotos. Un feliz temperamento, una educación honesta, el deseo de vivir
pacíficamente, el temor de atraerse la vergüenza o la censura, la costumbre de obrar el
bien, les son suficientes y les proporcionarán siempre motivos más poderosos y más
ciertos que los de la religión para abstenerse del vicio y practicar la virtud. Por otro lado
el incrédulo no tiene la infinidad de recursos que la religión proporciona al
supersticioso: éste puede cuando quiere expiar sus delitos, reconciliarse con Dios y
descansar su conciencia; el incrédulo que ha obrado mal no puede reconciliarse ni con
la sociedad que ha ultrajado ni consigo mismo para quien se ha hecho odioso. Si no
puede esperar las recompensas de la otra vida, tiene sin embargo el máximo interés en
merecer el respeto que en todos los países civilizados se tiene por la virtud, la probidad,
por una conducta constantemente honesta y en evitar las condenas y el desprecio que la
sociedad decretan contra aquellos que perturban su bienestar o que rechazan colaborar
en él.
Parece evidente que cualquier hombre que consulte su razón tiene que ser más
razonable que aquél que consulte sólo su imaginación. Es evidente que aquél que
consulta su propia naturaleza y la de aquellos que le rodean ha de tener ideas más
ciertas del bien y del mal, de lo justo y lo injusto, de lo honesto y de lo deshonesto, que
aquél que, para regular su conducta, sólo consulta los oráculos de un Dios oculto que
los sacerdotes hacen malvado, injusto, voluble, contradictorio consigo mismo, y que en
ocasiones ha ordenado las acciones más contrarias a la moral y a todas las nociones que
tenemos de lo que es la virtud. Es evidente que aquél que regule su conducta sobre la
moral sacerdotal seguirá únicamente el capricho y las pasiones de sus sacerdotes, y se
convertirá a menudo en un hombre muy dañino, creyéndose, sin embargo, muy
virtuoso. En definitiva, es evidente que, adecuándose a los preceptos y a los consejos de
la religión, se puede ser muy piadoso sin tener sombra de virtud. La experiencia nos
demuestra que es muy posible abrazar ciegamente todos los dogmas más
incomprensibles de nuestros sacerdotes, observar escrupulosamente todas las prácticas
que recomiendan, profesar de boquilla todas las virtudes cristianas, sin tener ninguna
de las cualidades necesarias para nuestra propia felicidad y para la de aquellos con los
que vivimos. Incluso los santos que nos proponen como modelos no han sido en
absoluto hombres útiles a la sociedad; en ellos solo vemos fanáticos sombríos que se
han sacrificado a sí mismos a las tristes ideas de su religión, o doctores entusiastas que,
a fuerza de fantasear, han encontrado unos sistemas que sólo sirven para perturbar los
cerebros de sus partidarios. Un santo, si es una persona tranquila, no se propone otra
cosa que ser útil a sí mismo, y no sólo se preocupa de buscar su salvación en el retiro;
un santo, si es una persona activa, sólo se presenta entre la gente para propagar
fantasías ominosas para la sociedad y para hacer valer las pretensiones de la Iglesia,
que confunde con los intereses de su Dios.
En pocas palabras, señora, nunca repetiré bastante que todo el sistema religioso
pare haber sido pensado para la utilidad de los sacerdotes, la moral de los cristianos
nunca tuvo otro objetivo que el interés del sacerdocio, todas las virtudes que el
cristianismo enseña no tienen más objetivo que la Iglesia y sus ministros, y estos
últimos únicamente se han propuesto someter a los pueblos para aprovecharse de sus

93
esfuerzos y de sus credulidad. Se puede, sin duda, tener buenas costumbres y ser
virtuoso sin entrar en esos enredos; si los sacerdotes no aprueban a los que los
contradicen y niegan toda probidad a los pensadores que rechazan sus virtudes inútiles
o peligrosas, la sociedad, que necesita virtudes más humanas y más reales para
sostenerse, no ha de adoptar los sentimientos ni apadrinas las disputas de estos
hombres claramente aliados contra ella. Si los ministros de la religión tienen necesidad
de sus dogmas, de sus misterios, de sus virtudes fanáticas para apuntalar su imperio
usurpado, el gobierno tiene necesidad de virtudes razonables, de una moral evidente y
sobre todo, pacífica, para ejercer sus derechos legítimos. En definitiva, los individuos
que componen toda sociedad, tienen necesidad de una moral que los haga felices en
este mundo, sin complicarse con una que sólo les procurará la felicidad en un mundo
imaginario del que no tienen más ideas que las que reciben de sus sacerdotes.
Estos sacerdotes han tenido el ingenio de ligar su sistema religioso a la moral para
hacerlo más sagrado y para asegurar la autoridad que ya le daban sus dogmas
misteriosos; con ayuda de este artificio han conseguido persuadirnos que sin religión
no podía existir ni la moral ni la virtud. Espero, señora, acabar de destruir este
prejuicio en mi siguiente carta, y mostrar claramente a todo el que quiera reflexionar
sobre ello que son precisamente las nociones abstractas, inciertas y engañosas que la
religión ha inspirado en todo momento y que a menudo han infectado hasta los propios
filósofos, las que han retrasado el progreso de la moral, y han convertido la ciencia más
segura, más clara y más evidente para cualquier persona que piense en un una ciencia
dudosa, enigmática y llena de dificultades.
Soy, señora, vuestro….

Carta XI
Sobre la moral humana o natural
Por poco, señora, que hayáis reflexionado sobre lo que he tenido el honor de escribiros
hasta este momento, os veréis obligada a convenir que es absolutamente imposible
fundar una moral segura e invariable sobre una religión entusiasta, ambigua,
misteriosa, contradictoria y que nunca está de acuerdo consigo misma. Os daréis
cuenta que un Dios que parece haber tomado gusto a ser incomprensible, que un Dios
parcial y variable, que un Dios cuyos preceptos se destruyen unos a otros, no puede
servir de base a una moral que debe ser siempre la misma para todos los habitantes de
la tierra. En efecto, ¿cómo fundar la justicia y la bondad sobre un ser injusto y
malicioso que tienta al hombre –para el cual ha creado el universo–, con el fin de tener
el derecho a castigarlo por haberse dejado tentar? ¿Cómo saber qué hay de seguro en
las voluntades de un Dios que dice “no matarás” y que por otro lado hace exterminar
naciones enteras? ¿Qué idea podemos hacernos de la moral de un Dios del cual ha sido
profeta el sanguinario Moisés; del que ha sido favorito el rebelde, el asesino, el adúltero
David? ¿Es posible fundamentar los deberes santos de la humanidad sobre un Dios
cuyos amigos han sido perseguidores inhumanos o monstruos de crueldad? ¿Cómo
extraer nuestros deberes de las lecciones de los sacerdotes de un Dios de paz, que sólo
respiran sedición, venganza y aniquilación cuando alguien osa tocar sus privilegios?

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¿Podemos tomar como modelos de nuestra conducta a unos santos que fueron o
entusiastas inútiles o fanáticos turbulentos o sediciosos empecinados que, bajo pretexto
de defender la causa de Dios, han provocado las mayores carnicerías de la tierra?
¿Puede adoptar la sana moral virtudes impracticables y sobrenaturales, que son
claramente inútiles a nosotros mismos y a los que viven con nosotros, y cuyas
consecuencias son a menudo muy peligrosas para ellos? ¿Tomaremos como guías de
nuestras costumbres a unos sacerdotes cuyas lecciones hacen que todos nuestros
deberes consistan en opiniones incomprensibles, en prácticas pueriles y frívolas, que
hacen que prefiramos a las virtudes más reales? En definitiva, ¿nos dejaremos conducir
por unos hombres cuya moral versátil se regula únicamente por sus intereses presentes,
y que tan pronto nos dicen que hay que ser benéficos, humanos y pacíficos, como nos
hacen comprender que el cielo exige de nosotros que seamos injustos, inhumanos,
sediciosos y pérfidos?
¿Advertís, señora, que es imposible fundar la moral sobre las nociones tan poco fijas y
tan contrarias a todas las ideas naturales que tenemos sobre la virtud: por virtudes
hemos de entender las disposiciones habituales para hacer aquello que puede procurar
la felicidad de nuestros semejantes; por virtud la religión solo entiende aquello que
puede contribuir a hacer que nos sea favorable un Dios oculto que liga sus favores a
unas prácticas, unas opiniones y una conducta muy perjudicial para nosotros mismos y
para los demás. La moral de los cristianos es una moral mística, que, como los dogmas
de su religión, es oscura, incomprensible, cambiante y sometida a la interpretación de
los hombres; esta moral nunca es constante porque está subordinada a una religión que
varía continuamente sus principios y que se regula sobre las voluntades de un Dios
cambiante y despótico, o mejor, sobre las voluntades de sus sacerdotes, cuyos intereses
cambian, cuyos caprichos varían y que nunca pueden en consecuencia estar de acuerdo
consigo mismos. Las escrituras, que son las fuentes de que las que los cristianos extraen
su moral, no solo son profundamente oscuras y exigen continuas explicaciones de las
que los sacerdotes se han convertido en maestros, sino que incluso se contradicen a sí
mismas. Si esos oráculos celestiales nos señalan en un pasaje virtudes realmente útiles,
en otro aprueban o prescriben acciones enteramente opuestas a la idea que tenemos de
la virtud. El propio Dios que nos ordena ser buenos, justos, benéficos, que prohíbe
vengarse de las injurias, que se declara el Dios de la clemencia y de la misericordia, se
muestra implacable en sus furores, se presenta portando “la espada y no la paz”; nos
dice que ha venido para dividir a los hombres, exige, en definitiva, que venguemos las
ofensas, ordena rapiñas, traición, usurpación y muerte. En pocas palabras, es imposible
encontrar en la Escritura principios seguros sobre la moral. Junto a un pequeño
número de preceptos útiles y sensatos, encontráis las máximas más extravagantes y las
más perjudiciales para el bien de la sociedad.
Parece que Dios haga consistir la moral de los judíos en todo el Antiguo Testamento en
cumplir puntualmente unos deberes supersticiosos y frívolos; observaciones legales,
ritos, ceremonias, eso es todo lo que él exige del pueblo de Israel; en recompensa de su
escrupulosa exactitud en cumplir estos presuntos deberes, le permite cometer los más
horrendos crímenes. Las virtudes recomendadas por el hijo de Dios en el Nuevo
Testamento no son, en verdad, las mismas que Dios padre apreciaba tanto antes; el hijo
contradice a ese Dios, anuncia que él no se preocupa ya ni de sacrificios, ni de ofrendas,
ni de prácticas; que substituye por esas virtudes sobrenaturales cuya inutilidad,

95
imposibilidad e incompatibilidad con el bienestar del hombre que vive en sociedad creo
ya haber demostrado. El hijo de Dios no está más de acuerdo consigo mismo que con su
padre; destruye en un lugar lo que ha establecido en otro, y luego sus sacerdotes por su
lado han acabado de dar al traste con los principios que él mismo había señalado. Sólo
están de acuerdo con su Dios cuando los preceptos de ese Dios están de acuerdo con sus
intereses presentes. ¿Les interesa perseguir? Entonces observan que ese Dios parece
que ordena la persecución y pretende que se obligue a los invitados a entrar en la sala
del banquete, es decir, según ellos, a entrar en la Iglesia. ¿Son ellos mismos los
perseguidos? Entonces observan que ese Dios pacífico prohíbe las vías de hecho y
contempla la violencia con extremo horror. ¿Les parece que las prácticas supersticiosas
son lucrativas y provechosas para ellos mismos? No obstante la aversión de Jesucristo
por las ofrendas, las prácticas y las ceremonias, someten a los pueblos a ellas, los
sobrecargan de ritos misteriosos y se los hacen respetar mucho más que los deberes
más santos de la sociedad. Si Jesús no quiso que se le vengase, observan que su padre
quiso que se le vengara a toda ultranza. Si Jesús declaró que su reino no era de este
mundo y demostró el mayor desprecio por las riquezas, sus sacerdotes encuentran en el
antiguo testamento razones y títulos para invadirlo todo, para conquistar el universo,
para disputar a los soberanos su poder, para ejercer en este mundo la más ilimitada
autoridad, la licencia más desenfrenada. En pocas palabras, si bien se encuentran en la
Biblia algunos preceptos de moral sana y útil, se encuentra igualmente con qué
justificar los crímenes más atroces.
Así, en la religión cristiana, la moral depende únicamente del capricho de los
sacerdotes, de sus pasiones, de sus intereses; nunca tiene principios firmes, varía según
las circunstancias; el Dios del que son ministros e intérpretes sólo dice aquello que más
les conviene, y jamás les contradice. Siguiendo sus caprichos, cambia constantemente
de opinión, aprueba y desaprueba las mismas acciones, aprecia y aborrece una misma
conducta, cambia el crimen en virtud y la virtud en crimen.
¿Qué resulta de todo ello? Pues que los cristianos no tienen nunca principios firmes en
moral; ésta varía con la política de los sacerdotes, que están en posición de ordenar
según la credulidad de los fieles y que, a fuerza de amenazas y terror, obligan a los
hombres a cerrar los ojos a sus contradicciones, y a las almas más honestas a cometer
los mayores desmanes siempre que se trata de religión. Así es cómo, bajo un Dios que
recomienda el amor al prójimo, los cristianos se habitúan desde la infancia a detestar a
ese prójimo herético, y casi siempre están dispuestos a causarle daño por la sola razón
de que no se ha sometido a la voluntad de sus sacerdotes. Así es como, bajo un Dios que
ordena amar a los enemigos y perdonar las ofensas, los cristianos odian y destruyen a
los enemigos de sus sacerdotes y vengan sin medida las presuntas injurias que éstos
han recibido. Es así como, bajo un Dios justo que no cesa de alabar la bondad, los
cristianos, a una señal de sus guías espirituales, se convierten en crueles y se precian de
haber ahogado por ellos los gritos de la naturaleza, los consejos de la sabiduría y del
interés público.
En pocas palabras, todas las nociones de lo justo y lo injusto, del bien y del mal, de la
bondad y de la maldad, se confunden necesariamente en la cabeza de un cristiano. Su
sacerdote despótico da órdenes en nombre de Dios a la propia naturaleza. Ante su
potente voz la razón desaparece, la verdad se ve obligada a huir, la imaginación se

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confunde, el hombre sólo consulta al fanatismo y al delirio que le inspiran de arriba. En
su obcecación, pisotea los deberes más sagrados, y se cree virtuoso ultrajando todas las
virtudes. ¿Tiene remordimientos? Su sacerdote los aplaca enseguida y le indica unas
fáciles prácticas con cuya ayuda podrá reconciliarse con Dios. ¿Ha cometido injusticias,
pillajes, robos? Puede arreglarlo todo dando a la Iglesia los bienes de los que ha
despojado a sus conciudadanos, o haciendo donaciones que servirán para que se reciten
oraciones y para alimentar la ociosidad. Nunca ese sacerdote le reprochará las
injusticias, las crueldades y los delitos que haya cometido para el sostenimiento de la
Iglesia y para provecho de sus ministros; las faltas que encontrará más imperdonables
siempre serán las que hayan sido perjudiciales para los intereses del clero. Faltar a la
fidelidad y a la sumisión a los sacerdotes será el más horrendo de los crímenes, será un
“pecado contra el Espíritu Santo”, que no puede redimirse ni en este mundo ni en el
otro. Despreciar lo que a los sacerdotes interesa que se respete será calificado de
“blasfemia” e “impiedad”. Estas palabras vagas y carentes de sentido serán suficientes
para horrorizar al vulgo imbécil. La terrible palabra de “sacrilegio” designará cualquier
atentado contra la persona, los bienes y sobre los derechos sagrados del clero. La
omisión de cualquier práctica fútil será exagerada, y presentada como un crimen más
detestable que los más perjudiciales actos contra el género humano. A cambio de la
fidelidad en cumplir los deberes religiosos, el amable sacerdote perdonará a su sumiso
esclavo sus vicios, sus disipaciones criminales y sus más escandalosos excesos.
Veis, señora, que la moral cristiana sólo tiene en cuenta lo que es útil a los sacerdotes.
No nos sorprendamos, pues, de que hayan querido convertirse en árbitros y en
soberanos y de que hayan tachado de falsas y criminales todas las virtudes que no
podían hallar acomodo en sus fantasiosos sistemas. La moral cristiana parece haberse
propuesto cegar a los hombres, perturbar su razón, volverlos abyectos y temerosos,
envilecerlos, acobardarlos, obligarlos a odiarse, a despreciarse a sí mismos, hacerles
perder de vista la tierra que habitan para poner su pensamiento sólo en el cielo. Con la
ayuda de esa moral, los sacerdotes se han convertido en los verdaderos amos aquí
abajo, han imaginado unas virtudes y unas prácticas que sólo a ellos son útiles, han
proscrito o denigrado aquellas que eran verdaderamente útiles para la sociedad, han
convertido a sus discípulos en unos esclavos que hacían consistir la virtud y el mérito
en ser ciegamente sumisos a todos sus caprichos, dispuestos a asumir sin reflexión sus
querellas indignas, sin haber tenido nunca ideas ciertas sobre la moral y la virtud.
Para poner los fundamentos de una buena moral, es absolutamente necesario destruir
los prejuicios que nos infunden los sacerdotes; hay que comenzar por devolver al alma
de los hombres la energía y la capacidad de reacción que parecen haber sido destruidas
por vanos terrores; hay que renunciar a esas nociones sobrenaturales que hasta ahora
les han impedido prestar atención a la naturaleza y que han obligado a la razón a
plegarse bajo el yugo de la autoridad, hay que infundir ánimo al hombre y sacarlo del
error que suponen esos principios infamantes y destructivos, que le persuaden de que
es objeto de la ira celestial, que su naturaleza es corrupta, que su razón es una guía de
poco fiar que no ha de consultar, y que cegándose a sí mismo obtendrá la felicidad. Hay
que desengañarlo de la idea de que tiene que odiarse a sí mismo, que le está prohibido
trabajar en pos de su felicidad terrena, que hay cosas más interesantes para él que ser
feliz en este mundo y practicar la verdadera virtud. En definitiva, hay que enseñarle a
amarse a sí mismo, a merecer su propia estima, a granjearse por su conducta la

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amistad, la buena voluntad y la consideración de aquellos con los que se ve obligado a
vivir.
La moral religiosa parece imaginada para disolver la sociedad y para devolver a cada
uno de los miembros que la componen al estado salvaje. Las virtudes cristianas tienden
evidentemente a aislar al hombre, a separarlo de los lazos que lo unen a sus semejantes
para ligarlo únicamente a sus sacerdotes; a hacerle perder de vista su felicidad más
segura para ocuparse de quimeras peligrosas para sí mismo y para los demás. Sólo
vivimos en sociedad para procurarnos más fácilmente los bienes y los placeres que no
obtendríamos si viviésemos solos. Si nos obligan a hacernos infelices en este mundo, a
odiarnos a nosotros mismos, a huir de la consideración de los demás, a afligirnos
voluntariamente, a no ligarnos con fuerza a nadie, ¿no es eso invitarnos a disolver la
sociedad, a divorciarnos del género humano, a convertirnos en unos salvajes extraños
los unos a los otros?
Sin embargo, si es verdad que Dios es el creador del hombre, es Dios quien ha hecho al
hombre sociable; es Dios quien ha querido que el hombre viviese en sociedad para su
mayor felicidad. Si Dios es bueno, no puede aprobar que el hombre renuncie a la
sociedad para convertirse en un desgraciado; si Dios es el autor de la razón, ha querido
que el hombre fuera razonable y que se sirviera de la razón para descubrir el medio de
procurarse el bienestar que su naturaleza le hace desear. Si Dios se ha revelado, sólo
puede ser a través de las inclinaciones que ha dado a cada hombre, y esta revelación es
más evidente y más clara que todas esas supuestas revelaciones que son claramente
contrarias a todas las nociones que se nos dan de la divinidad. Admitido esto, si alguien
se cree en la obligación de remontarse hasta Dios para establecer los deberes que ligan
a los hombres entre sí, podemos decir que Dios se ha expresado con suma claridad a
través del deseo constante de bienestar que se muestra en todos los seres de la especie
humana. Pero como quiera que sólo consultando a la razón podemos descubrir los
medios que pueden conducirnos a la felicidad, Dios ha querido que hiciéramos uso de
esa razón, y que fuera para nosotros una guía para llegar al objetivo que nos hemos
propuesto. Es evidente que, considerando al hombre en tanto que creación de Dios, ese
Dios ha querido que el hombre consultase a su razón para procurarse una felicidad más
sólida y más verdadera que todas las quimeras reveladas o que las perniciosas virtudes
que la religión le propone.
Sean cuales fueren nuestras opiniones sobre la divinidad, pues, substituyamos la moral
de la religión por la de la razón. Substituyamos una moral parcial y reservada a un corto
número de hombres por una moral universal, comprensible por todos los habitantes de
la tierra y cuyos principios todo el mundo encontrará en su propia naturaleza.
Estudiemos esa naturaleza, sus necesidades, sus deseos; examinemos los medios para
satisfacerlos, consideremos con qué objetivo vivimos en sociedad, observemos a qué se
ven forzados por naturaleza nuestros compañeros de sociedad a conceder sus
atenciones, sus buenas intenciones, su estima y sus socorros; veamos qué conducta
despierta necesariamente su odio, su desprecio, sus castigos; que la experiencia nos
ilumine en nuestra búsqueda, que la razón nos incline hacia las acciones que nos
procuren la felicidad más real, más duradera y más sólida; suspendamos esas acciones
cuando sus efectos nos parezcan inciertos, que unas ventajas pasajeras no nos hagan
sacrificar un bienestar permanente; por unos instantes de placer no renunciemos

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nunca a un bienestar continuado; conservémonos a nosotros mismos, aumentemos en
la medida de nuestras fuerzas la suma de nuestra felicidad, luchemos con valor para
alejarnos de los malos; suavicemos –si es posible– los que no tienen remedio;
busquemos en nosotros mismos y en nuestros semejantes remedios contra nuestras
desgracias; hagamos que se interesen por nuestra propia suerte; seamos merecedores
de su afecto y de su ayuda por los bienes que les podamos procurar.
Conduciéndonos de este modo, tendremos una moral razonable, constante, hecha para
todas las personas y mucho más adecuada para contribuir a la felicidad de la sociedad y
de cada uno de sus miembros que esa moral mística, incierta y perversa que predican
los ministros de la religión. Tendremos en la razón y en nuestra propia naturaleza las
guías más seguras que esos Dioses a los que el sacerdote hace hablar como él quiere y
cuyo lenguaje explica en cada momento según sus objetivos interesados. Tendremos
una moral invariable, hecha para durar tanto cuanto dure la raza humana. Tendremos
preceptos fundados sobre la necesidad de las cosas; cuando alguien los viole, se sentirá
castigado; observándolos, se sentirá recompensado. Todo hombre justo, útil y benéfico
será objeto del amor de sus conciudadanos; todo hombre injusto, inútil y malvado será
objeto de su odio; todo hombre honesto y moderado estará satisfecho de sí mismo; todo
hombre vicioso o perverso se verá obligado a temblar, a odiarse a sí mismo, a
avergonzarse en el fondo de su corazón y a temer continuamente que las miradas
ajenas descubran sus propósitos.
Así pues, señora, si se nos pregunta qué podría substituir a la religión, respondería que
una moral sensata, una educación honesta, costumbres adecuadas, principios
evidentes, leyes sabias que controlen a los malvados, recompensas que inviten a la
virtud. Hoy en día la educación tiende claramente a hacer de nosotros unos esclavos
supersticiosos; las virtudes que inculca a la juventud son virtudes fanáticas que
acostumbran el espíritu al yugo que los sacerdotes le impondrán de por vida. Los
motivos de los que se sirven son ficticios e imaginarios; los castigos y recompensas que
nos muestran en una oscura lejanía no producen ningún efecto o sirven solo para crear
entusiastas inútiles o fanáticos peligrosos. Los principios sobre los que la religión
establece su moral son inseguros y ruinosos; aquellos sobre los que se establece la
moral de la razón son inquebrantables y nunca se verán derrocados. Mientras el
hombre sea un ser razonable, preocupado por su propia conservación y con tendencia a
la felicidad, amará la virtud, verá sus ventajas y temerá para sí mismo los efectos del
desorden y el crimen. Estimará la virtud porque desea el bienestar. Odiará el crimen
porque forma parte de su naturaleza huir del dolor. Mientras subsistan las sociedades
humanas, éstas tendrán necesidad de la virtud para sostenerse, de buenas leyes para
conservarse, de ciudadanos activos para servirlas y defenderlas. Las leyes serán buenas
cuando inviten a los miembros de la sociedad a ocuparse del bienestar del cuerpo del
que ellos mismos forman parte. Las leyes serán justas cuando recompensen o castiguen
proporcionalmente según el bien o el mal que la sociedad experimente. Estas leyes,
apoyadas por una autoridad visible, y fundadas sobre causas presentes, tendrán sin
duda más fuerza que las de la religión, que sólo tiene motivos inciertos, lejanos,
imaginarios y que, como lo demuestra la experiencias, no son suficientes para contener
a unos hombres a los que se les ha hecho ver siempre que la razón era peligrosa o entre
los cuales se han guardado bien de desarrollarla.

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Si en vez de sofocar, como se hace, la razón humana, nos aplicásemos a perfeccionarla;
si en vez de hincharnos a mentiras nos enseñasen la verdad; si en vez de predicar una
moral sobrenatural, nos anunciasen una moral humana y guiada por la experiencia, no
tendríamos necesidad de móviles imaginarios ni de cuentos de miedo para sentir
necesidad de la virtud. Cada cual se daría cuenta de que su propia felicidad está ligada a
la práctica de la virtud, a la observación fiel de los deberes de la moral. ¿Está uno
casado? Se daría cuenta de que por su propia felicidad ha de prestar atención, afecto y
ternura a la compañera que el destino le ha dado para compartir con ella los placeres y
las penas de la vida; esta compañera, prestando oído a sus verdaderos intereses, se
daría cuenta de que tiene que prohibirse todo aquello que la pueda alejar del corazón de
su esposo o incluso disminuir su afecto, su confianza o sus sentimientos hacia ella. Los
padres y madres se darían cuenta de que sus hijos están llamados a ser un día el
consuelo y la ayuda de su vejez, y que por tanto han de tener el máximo interés en
inspirarles desde el principio aquellos sentimientos cuyo fruto quieren recoger un día
para sí mismos. Estos hijos, por poco que reflexionen, se sentirán interesados en
merecer la buena voluntad de sus padres y en darles pruebas de un reconocimiento que
más tarde ellos mismos exigirán a su posteridad. El patrón se dará cuenta de lo debe a
sus sirvientes; se percatará de que, para ser servido con afecto, les debe atención,
bondad, indulgencia, y éstos no podrán evitar reconocer a su vez que les interesa la
conservación, la prosperidad y merecer la benevolencia del patrón del que están
obligados a depender. El amigo se dará cuenta de la necesidad que tiene del corazón de
su amigo; puesto que es necesario para su propia felicidad, cultivará cuidadosamente
en él las disposiciones que desea encontrar. Los miembros de una misma familia
reconocerán la necesidad de mantener la unión que la naturaleza ha creado entre ellos
para ayudarse mutuamente a mantener lejos los males que temen y a procurarse los
bienes que desean. Los socios, si reflexionan sobre el objetivo de su asociación, se darán
cuenta de que para alcanzarlo tienen que actuar de buena fe y cumplir fielmente sus
compromisos recíprocos. El ciudadano, cuando consulte a su razón, se dará cuenta en
seguida de que su suerte está ligada a la nación de la que forma parte, y que le resulta
forzoso participar de su prosperidad y de su desgracia. En consecuencia, cada cual en
su círculo y según sus capacidades, encontrará que le interesa servir a su nación con
todas sus fuerzas, su talento y sus luces, y reconocerá que aquél que la perjudica es una
persona peligrosa, y que el enemigo del Estado es siempre el enemigo del ciudadano.
En pocas palabras, cualquiera que desee reflexionar sobre sí mismo, se verá obligado a
reconocer la necesidad de la virtud para ser feliz en este mundo. Verá que la justicia es
la base de toda sociedad, que actuar bien comporta necesariamente el cariño y el amor,
que todo hombre que se ame a sí mismo ha de procurar merecerlos, que necesita de la
estima de sus socios, que debe preocuparse por su reputación; que un ser débil, que
puede sufrir una desgracia en cualquier momento, por su propio interés tiene que
mostrar hacia sus semejantes piedad, humanidad, prestarles aquella ayuda de la que él
mismo puede tener la mayor necesidad en cualquier instante.
A poco que meditemos sobre los efectos de las pasiones, veremos que es necesario
reprimirlas para ahorrarse esos arrepentimientos a menudo inútiles que siempre
siguen a sus inoportunos arrebatos. La reflexión es lo único necesario para comprender
los peligros de la cólera, las funestas consecuencias de la venganza, los resultados de la
calumnia o de la maledicencia. Cualquiera puede observar fácilmente que dando rienda

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suelta a sus deseos desenfrenados se convierte en enemigo de la sociedad; son las leyes
las que deben contener a aquél que, renunciando a su razón, no preste atención a los
motivos que le obligan a dominarse.
Si alguien me dice que si suponemos que el hombre no es libre en sus acciones,
tampoco puede ser dueño de contener sus pasiones y, por tanto, las leyes no tienen
derecho a castigarlo, responderé que si el hombre no es libre para no obrar mal, los
hombres que lo rodean no son libres a su vez de no odiarlo por el mal que habrá
causado, y que la sociedad, por su propia conservación y felicidad, tiene claramente el
derecho de separar a quien se encuentra en la desgraciada necesidad de perjudicarle.
Las faltas inevitables del hombre excitan necesariamente el odio de aquellos que
experimentan su efecto.
Si el hombre que consulta a su razón tiene motivos reales y poderosos para hacer el
bien a los demás y para abstenerse de perjudicarles, no son menos poderosos los que le
impulsan a resistir aquellas inclinaciones que podrían habituarlo al vicio. La
experiencia es suficiente para hacerle ver que más pronto o más tarde, él mismo se
convierte en la víctima de sus propios excesos; no hay un solo vicio que no se castigue a
sí mismo. Admitido esto, la prudencia o el deseo de conservación impedirán a cualquier
hombre sensato dar rienda suelta a sus inclinaciones desordenadas; se dará cuenta de
la necesidad que tiene de moderación en sus placeres, de la temperancia, de la castidad;
aquellos que desoigan estas verdades se verán castigados sin falta por la privación de la
salud y a menudo por una existencia débil y desdichada que acaba con la muerte.
¿Hacen falta, pues, señora, luces sobrenaturales o revelaciones divinas para percatarse
de la verdad de los principios de esta moral? ¿Hay que ir a buscar en las regiones
desconocidas del futuro motivos inciertos y ficticios para enseñarnos qué conducta, por
nuestro propio interés, hemos de tener en este mundo? ¿No basta con querer ser feliz,
con querer conservarse, para sentirse obligado a emplear los medios sin los que no se
puede obtener ese objetivo común a todos los seres razonables? Cualquier persona que
quiere perecer o que consiente en hacer su existencia desgraciada, quien sacrifica su
felicidad permanente a los placeres de un instante, o bien es un loco o un imprudente
que no ha pensado en sus más preciados intereses.
Si los clarísimos principios de esta moral humana han sido y aún son mal conocidos,
hay que culpar de ello a la religión. Son sus conceptos oscuros, místicos,
contradictorios, lo que han hecho de la ciencia más evidente y mejor demostrada, una
ciencia ininteligible, misteriosa e incierta que no está al alcance de nadie. En las manos
de nuestros sacerdotes la moral se ha convertido en un enigma imposible de averiguar.
Han basado sus deberes en un Dios que el espíritu humano nunca podrá comprender,
en vez de basarlos sobre el propio hombre; han puesto en los cielos los cimientos de un
edificio que está hecho para la tierra; han querido regular nuestras costumbres sobre
oráculos equívocos que se contradicen a cada momento y que frecuentemente sólo
tienden a hacernos desgraciados, inútiles y perversos. Han pretendido hacer más
sagrada su moral invitándonos a seguirla mediante recompensas y castigos alejados
que nos anuncian ellos en nombre de la divinidad. Han llevado su delirio hasta el punto
de decirnos que el hombre no tenía que amarse a sí mismo, que debería odiarse, que
para ser feliz en el futuro, era preciso que renunciase a toda felicidad en la tierra. En vez
de dirigir las pasiones de los hombres hacia el bien público, en vez de hacerles

101
contribuir a la felicidad de la sociedad, han querido anular las pasiones esenciales a la
naturaleza humana sin las que ya no seríamos hombres y la sociedad no podría
subsistir. En definitiva, nos han arrebatado todos nuestros placeres y han pretendido
que para ser el hombre perfecto había que ser totalmente insensible.
No nos extrañemos pues si esta moral sobrenatural o mejor, contraria a la naturaleza,
ha sido siempre ineficaz. Es inútil querer combatir o anular la naturaleza, ésta es más
fuerte que los fantasmas de la imaginación. A despecho de todas las especulaciones
sutiles y maravillosas, el hombre continuará amándose a sí mismo, a desear el bienestar
y a huir del dolor. Siempre tendrá, pues, pasiones; cuando esas pasiones se moderen o
tiendan solo al bien común, serán honestas y legítimas, y aprobaremos las acciones que
resulten como efectos de ellas; cuando esas mismas pasiones sean desordenadas,
dañinas para la sociedad, fatales para uno mismo, serán castigadas, odiaremos y
despreciaremos a quien las haga sentir a los demás. El hombre siempre amará los
placeres, porque en su esencia está amar aquello que hace agradable la existencia.
Nunca conseguirán hacer que ame lo que incomoda o aquello que lo hace
habitualmente desgraciado. También la moral cristiana, que parece inventada sólo para
combatir a la naturaleza y someterla a sus quimeras, nunca ha tenido efecto sobre la
mayor parte de los hombres. Sólo ha servido para atormentar algunas almas débiles y
crédulas, sin contener a ninguna que tuviera pasiones violentas o hábitos recalcitrantes.
Siempre que esta moral se ha relajado para prestarse a las inclinaciones y a las pasiones
de los hombres, ha sido claramente contraria a los principios fundamentales de una
religión inflexible; cuando ha conservado todo su rigor, ha sido impracticable y sólo
seguida por algunos fanáticos que, combatiendo contra su propio corazón, sofocando su
propia naturaleza, a menudo solo han conseguido ser más incómodos para la sociedad.
Esta moral, adoptada por la mayoría de los devotos sin desarraigar sus hábitos o
inclinaciones naturales, no ha hecho sino ponerles en contradicción perpetua con ellos
mismos; su vida ha sido un círculo de faltas y escrúpulos, de pecados y de
remordimientos, de delitos y de expiaciones, de placeres que con demasiada frecuencia
se reprocharon sin razón y de arrepentimientos completamente inútiles. En pocas
palabras, la moral religiosa ha llevado a menudo la zozobra a los corazones, a las
familias y a las naciones; ha creado entusiastas, fanáticos, devotos escrupulosos; ha
provocado un gran número de insensatos y de desgraciados y solo ha hecho buenos a
aquellos que la naturaleza, el hábito y la educación ya habían hecho así.
Es el temperamento lo que decide nuestra conducta; pasiones moderadas, hábitos
honestos contraídos desde el principio y ejercidos largo tiempo, ejemplos loables,
opiniones sensatas, eso es lo que nos determina a la virtud y lo que nos hace
susceptibles a la felicidad. Es difícil ser virtuoso y feliz con un temperamento muy
ardiente que produzca pasiones desordenadas. Es necesario tener calma para gozar de
uno mismo y para consultar a la razón. La naturaleza, al darnos pasiones vivas o una
imaginación arrebatada, nos hace regalos envenenados; nos hace incómodos a nosotros
mismos y a menudo perjudiciales para los demás, nos pone en la imposibilidad de
consultar nuestros intereses reales y de resistir a nuestras inclinaciones presentes.
Aquellas pasiones que la razón no puede contener no serán mejor contenidas por las
quimeras de la religión. En vano podríamos presumir de obtener mediante su ayuda
una felicidad para la que la naturaleza no nos ha hecho susceptibles, o unas virtudes
desmentidas por un temperamento demasiado arrebatado. La religión deja a los

102
hombres tal como la naturaleza y el hábito los han hecho; si produce algunos cambios,
creo que he demostrado suficientemente que esos cambios son todo menos ventajosos.
Felicitaos, pues, señora, de haber nacido con unas felices disposiciones de ánimo y de
haber recibido unos principios honestos que os ponen en situación de estar contenta
con vuestra suerte y de practicar la virtud por costumbre y por gusto. Continuad
haciendo las delicias de una familia que os adora, que os estima, que os honra.
Continuad obrando de modo que os hagáis estimar y adorar por todo el mundo. Amaos,
quereos vos misma; unos sentimientos tan legítimos y dulces no serán criticados por
los demás. Esforzaos en vuestra propia felicidad, ocupándoos de la de todos los seres
con los que el destino os ha unido; sobre todo, conservad para mí una parte de vuestra
preciosa amistad; permitid que me felicite si he logrado apartar de vuestra alma las
nubes que turbaban su serenidad, o si he hecho que vuestra razón acudiese en socorro
de vuestro espíritu, al que parecía que una imaginación demasiado sensible quería
extraviar. Abjurad para siempre de una superstición que sólo sirve para crear
desgraciados; que la moral de la naturaleza sea vuestra única religión, que la felicidad
sea vuestro objetivo constante, que la razón sea vuestra guía, que la virtud os procure
los medios para obtenerla, que esta virtud sea el único objeto de vuestro culto. Amar y
practicar la virtud es el único modo de amar y de honrar a la divinidad. Si existe un
Dios que se preocupa por el bienestar de sus criaturas; si existe un Dios lleno de justicia
y de bondad; si existe un Dios sabio y razonable, no se enfadará con vos por que hayáis
consultado vuestra razón; si existiera otra vida, ese Dios no podría haceros desgraciada
en ella después de haberos utilizado para hacer a tanta gente feliz en ésta.
Soy, señora, vuestro…

Carta XII

Sobre la indiferencia de las especulaciones de los hombres y sobre


la indulgencia que debemos tener con ellas.
Permitid, señora, que os felicite por el feliz cambio que habéis tenido la gentileza de
anunciarme. Convencida mediante argumentos simples, pero que la turbación de
vuestra alma os impedía de plantearos vos misma, al fin veis el poco fundamento de los
conceptos insubstanciales que desde hace algún tiempo turbaban vuestra tranquilidad.
Reconocéis la ineficacia de las presuntas ayudas que la religión presume en ofrecer;
percibís los peligros evidentes e innumerables que resultan de un sistema que hasta
ahora sólo ha servido para convertir a los hombres en enemigos de su propia
tranquilidad y de la de los demás. Veo con placer que la razón no puede perder los
derechos sobre vuestro espíritu, y que basta mostraros la verdad para que
inmediatamente la abracéis. Felicitaos por vuestra docilidad, que demuestra la solidez
de vuestro juicio. Es un timbre de gloria ceder a la razón y resistir el fulgor de la verdad.
El prejuicio arma de tal modo a los hombres que el mundo está lleno de personas que a
despecho de su juicio resisten obstinadamente a las demostraciones más evidentes.
Unos ojos cerrados por mucho tiempo a la luz resisten la plena luz sólo con muchas
dificultades; los párpados se entreabren un instante y se cierran acto seguido; las

103
verdades más sorprendentes son para la mayoría de las personas sólo destellos
incómodos de los que se libran enseguida sumergiéndose en la oscuridad.
No me extraña en absoluto las incertidumbres que aún os quedan, ni esa inclinación
que, pese a vos misma, os lleva a opiniones que la reflexión os muestra como contrarias
a la razón. Es imposible aniquilar de golpe los hábitos arraigados, el espíritu del
hombre parece flotar en el vacío cuando le quitan de golpe las ideas que durante largo
tiempo le han servido de puntos de apoyo; se encuentra en un mundo nuevo del que
desconoce los caminos. Todo sistema de opinión es sólo efecto de la costumbre; el
espíritu tiene tantas dificultades para separarse de su modo de pensar, como el cuerpo
experimenta cuando se le priva de la capacidad de actuación que le era familiar. Que se
le proponga a alguien dejar el tabaco porque es perjudicial para su salud: o bien no nos
escuchará o sólo con una extrema dificultad podrá decidirse a renunciar a algo que la
costumbre ha convertido en una necesidad real. Si lo hace, de tanto en tanto buscará su
tabaquera, sentirá el deseo cada vez que vea que los demás toman tabaco y sólo poco a
poco podrá deshacerse de un hábito cuyo peligro habrá reconocido.
Ocurre lo mismo con nuestros prejuicios de cualquier clase; los religiosos, sobre todo,
tienen poderosos derechos sobre nosotros. Desde la infancia hemos sido familiarizados
con ellos, la costumbre nos los ha hecho necesarios; nuestro modo de pensar se ha
convertido en necesario para nosotros, nuestro espíritu, que se ha acostumbrado a
ellos, no puede prescindir, y nuestra imaginación cree perderse en el vacío cuando le
quitamos las maravillas y las quimeras con las que se había acostumbrado a recrearse;
sus más abominables fantasmas le eran queridos, por costumbre se había sometido a
ellos, del mismo modo que nuestros ojos se habitúan a ver sin dificultad los objetos más
desagradables y los que más disgusto causan.
Por otro lado, la religión, por la inconsecuencia de sus sistemas asombrosos y
chocantes, da al espíritu una actividad continua, y éste se cree condenado a una
inacción vergonzosa cuando se le priva de golpe de los objetos sobre los que antaño se
ejercitaba. Este ejercicio es tanto más necesario cuanto más viva es la imaginación. He
aquí sin duda el por qué a los hombres les son necesarias locuras nuevas para
remplazar las antiguas. Esta es también la verdadera razón por la cual la devoción se
cree a menudo adecuada para consolar en las grandes desgracias, para distraer en los
casos de angustia, para remplazar las pasiones fuertes o para compensar alguna vez
incluso los placeres y las mayores disipaciones. Las maravillas y las quimeras
multiplicadas que la religión presenta al espíritu la dan quehacer, lo ocupan
enteramente; la costumbre las hace familiares y necesarias, incluso los terrores acaban
a menudo por tener su encanto. Hay espíritus activos e inquietos que piden
continuamente que los agiten, hay imaginaciones que quieren que las alarmen y que las
consuelen alternativamente, hay una infinidad de gente que no pueden contentarse con
la tranquilidad en que las dejan la razón y la verdad. Muchas personas necesitan tener
fantasmas, sienten que les falta algo cuando se sienten tranquilas.
Estas reflexiones servirán para explicaros los continuos cambios a los que muchas
personas están sujetas en materia de religión. Como si fueran barómetros, los vemos
variar sin cesar, su imaginación voluble no puede fijarse jamás: tan pronto los
encontramos entregados a la superstición más negra como los creeríamos
perfectamente libres de prejuicios. Tan pronto tiemblan a los pies de un sacerdote

104
como parecen haber sacudido el yugo por completo. Las personas de mucho carácter
tampoco se ven libres por completo de estos altibajos, su juicio se ve a menudo
confundido por su imaginación presuntuosa e inquieta que les impide mantenerse
estables. Además, no es extraño ver que un alma tímida y temerosa está unida a una
gran viveza de espíritu.
¡Pero qué digo! Las personas ni son ni pueden estar siempre igual. Su maquinaria se ve
expuesta a revoluciones, a continuas vicisitudes; los pensamientos de su alma varían
necesariamente con los diversos estados por los que su cuerpo se ve obligado a pasar.
Cuando el cuerpo languidece y está abatido, el alma no tiene frecuentemente ni vigor ni
alegría. La debilidad de nervios anula generalmente la energía del alma, que tan
gratuitamente hemos distinguido del cuerpo; las personas de temperamento bilioso o
melancólico no pueden entregarse a la alegría; la disipación les molesta, el contento de
los demás les cansa. Concentrados en sí mismos, prefieren nutrirse con las sombrías
ideas que la religión tan fácilmente les proporciona. La devoción se podría tratar como
una migraña; la superstición es una enfermedad crónica que se podría curar con
remedios físicos. Cierto es que es difícil prevenir las recaídas, hay personas que tienen
un temperamento tan mal constituido que reproducen enseguida los humores
perjudiciales que les devuelven a sus antiguos prejuicios. No es fácil inspirar valor a un
cobarde; es prácticamente imposible curar de la superstición a un hombre cuyo
temperamento y costumbre obligan continuamente a temblar. Nos hemos tomado
tantas molestias para eternizar los errores humanos y tantas precauciones para impedir
que nos desprendiéramos de ellos que es rarísimo encontrar personas cuya razón no se
contradiga en ocasiones. Sólo la educación puede obrar la cura radical del espíritu
humano.
Lo que acabo de decir basta –creo–, señora, para daros razón de las variaciones que
observamos tan frecuentemente en las ideas de las personas, y de esa tendencia secreta
que las devuelve algunas veces a su pesar a los prejuicios de los que su espíritu parecía
completamente liberado. Ahora os daréis cuenta de lo que tenéis que pensar sobre esas
inclinaciones secretas que nuestros sacerdotes querrían hacer pasar por inspiraciones
interiores, por impulsos divinos, por efectos de la gracia, aunque son evidentemente los
efectos de las vicisitudes que experimenta nuestra maquinaria, unas veces sana, otras
viciada; unas veces robusta, otras debilitada; disposiciones de las que dependen
siempre y por necesidad nuestro modo de pensar y de contemplar las cosas.
Esto también puede llevaros a juzgar si posee fundamento la exagerada presunción de
nuestros doctores sobre los triunfos que a menudo consiguen en el momento de la
muerte sobre la razón de los incrédulos cuando tienen la ocasión de perturbar sus
últimos momentos. Es ahí –dicen– donde hay que esperarlos; es entonces cuando el
hombre, libre de engaños, ve las cosas bajo el correcto punto de vista y cuando, pronto
a abandonar la tierra, se ve obligado a reconocer sus errores. Sólo los impostores,
evidentemente, pueden apoyar semejante razonamiento, y sólo los ingenuos pueden
contentarse con él. ¿Es, acaso, en ese momento de postración, de debilidad y de delirio
cuando un hombre se encuentra en estado de juzgar sanamente? ¿Un moribundo, cuyo
cuerpo y espíritu están privados de energía y al que un sacerdote bárbaro está además
espantando, es capaz de razonar correctamente, de argumentar o de destruir los
sofismas que se le presentan? Son, sin duda, extrañas, las verdades de la religión, desde

105
el momento en que, para sentir su poder, hay que tener el cuerpo y el espíritu
completamente destruidos.
Es cuando se goza de salud cuando uno puede prometerse que razonará correctamente;
es cuando el alma no está turbada por el temor, ni alterada por la enfermedad, ni
extraviada por las pasiones cuando el hombre puede juzgar sanamente. Los juicios de
un moribundo no tienen peso alguno; solo los impostores pueden requerir esta ayuda.
La verdad sólo se nos da a conocer cuando en un cuerpo sano gozamos de un espíritu
sano. Ningún hombre, sin una presunción insensata y ridícula, puede hacerse
responsable de las ideas que le vendrán en mente cuando su maquinaria esté debilitada
o en mal estado; sólo los sacerdotes inhumanos pueden tener la caradura de
aprovecharse de su estado para molestarlos; sólo gente artera puede presumir después
de los malos razonamientos que les ha arrancado o de los triunfos que sus sofismas han
conseguido sobre su juicio debilitado. Las ideas de los hombres cambian
necesariamente con los diferentes estados de su maquinaria; un hombre que muere
solo puede razonar como un hombre cuyo espíritu y cuerpo están a punto de
extinguirse.
No perdáis los ánimos, señora, ni os sorprendáis si algunas veces sentís que los viejos
prejuicios reclaman aún los derechos que tanto tiempo habían usurpado a la razón.
Atribuid estas vacilaciones a algún mal funcionamiento de vuestra maquinaria y a
algunos movimientos desordenados que suspenden por un tiempo la facultad de
razonar. Pensad que hay muy poca gente que sean siempre las mismas y que vean
siempre las cosas del mismo modo. Nuestro cuerpo está sujeto a variaciones continuas,
es preciso, pues, que nuestros modos de pensar varíen. Pensamos de modo pusilánime
y cobarde cuando nuestras fibras están relajadas y cuando nuestro cuerpo está abatido.
Pensamos justamente cuando nuestro cuerpo está sano, es decir, cuando todas sus
partes cumplen con exactitud sus funciones. Las inseguridades que sentimos cuando
nuestra maquinaria no está su forma habitual tienen que remitirse al modo de pensar
que tenemos cuando estamos sanos. Sólo razonamos con justeza cuando nos
encontramos bien.
Como quiera que sea, para calmar la inquietud que quizá turbe algunas veces vuestro
espíritu, basta con reflexionar un instante, y reconoceréis sin dificultad que vuestro
modo de pensar no ha de tener nunca consecuencias negativas para vos misma. En
efecto, ¿cómo un Dios que se supone bueno, justo y razonable, podría enfurecerse por
la manera de pensar de los hombres, que es siempre completamente involuntaria y que
nunca puede perjudicarle? ¿Es el hombre, quizá, dueño por un instante de sus ideas,
que surgen continuamente provocadas por objetos y causas que no dependen de modo
alguno de él? El propio san Agustín ha reconocido esta verdad: “No existe”, dice, “nadie
que sea dueño de aquello que le viene en mente”. ¿No deberíamos concluir que nada
será más indiferente a Dios que los pensamientos que se elevan en el espíritu de sus
criaturas, que por consiguiente, no pueden ofenderle con ellos?
Si nuestros doctores se preciaran de ser consecuentes en sus principios, tendrían que
percatarse de esta verdad. Reconocerían que ese Dios, si es bueno y sabio, no puede
enojarse por las falsas ideas que se elevan en el espíritu de unas criaturas que él mismo
ha dotado de un entendimiento y unos conocimientos muy limitados; admitirían que si
Dios es verdaderamente todopoderoso, su gloria y su poder no tienen motivo para

106
alarmarse por las opiniones y las ideas de los débiles mortales, y que las ideas que éstos
se forman por su cuenta no pueden causar ningún daño ni a su grandeza ni a su poder.
En definitiva, si esos doctores no se tomaran como una obligación renunciar el sentido
común y contradecirse a sí mismos todo el tiempo, se verían obligados a confesar que
Dios sería el más injusto, el menos razonable, el más cruel de los tiranos si castigase a
unos seres que él mismo ha creado imperfectos por haber razonado mal.
Por poco que reflexionemos, nos daremos siempre cuenta de que los teólogos se han
esforzado en hacer de la divinidad un amo feroz, irreflexivo y malvado, que exige a sus
criaturas cualidades que no pueden tener. La idea que se han hecho de ese ser
desconocido la han tomado siempre de esos poderosos que, recelosos de su poder y del
respeto de sus súbditos, pretenden que éstos muestren siempre hacia ellos sentimientos
de sumisión, y castigan con rigor a aquellos que por su conducta o su discurso anuncian
sentimientos poco respetuosos. Veis de este modo, señora, que Dios ha sido construido
sobre el modelo de un déspota inquieto, desconfiado, receloso de la opinión que se
tiene de él, que, para asegurar su poder, castiga cruelmente a todos aquellos que no se
han hecho de él la idea necesaria para mantener su poder o para adular su vanidad.
Es evidente que ha sido sobre estas ideas ridículas y tan contrarias a las que nos han
dado de la divinidad, sobre lo que se ha fundado el absurdo sistema de los cristianos,
que están convencidos de que ésta es extremadamente sensible a las opiniones de los
hombres, que se ofende profundamente por sus pensamientos y que los castigará sin
piedad por equivocarse sobre ella o por haber razonado de modo perjudicial para su
gloria. Nada ha sido más perjudicial para el género humano que esta funesta manía,
que contradice las ideas que nos han dado de un Dios justo, de un Dios bueno, de un
Dios sabio, de un Dios todopoderoso, de un Dios cuyas criaturas no pueden nunca
disminuir su gloria ni su poder infinito. Como consecuencia de esas suposiciones poco
pertinentes, los hombres han temido siempre no formarse las ideas convenientes sobre
el soberano oculto del que creen depender; su espíritu se tortura para adivinar su
naturaleza incomprensible y, en el temor de no complacerle, han acumulado sobre él
atributos humanos sin darse cuenta de que, a fuerza de querer honrarlo, lo deshonran,
y que a fuerza de adjudicarle cualidades incompatibles, en realidad, lo anulan. Así es
como casi todas las religiones de la tierra, bajo pretexto de dar a conocer la divinidad y
de explicar sus modos de proceder, la han envilecido y la han hecho más irreconocible,
y se han convertido solamente en un ateísmo razonado mediante el que se destruiría
realmente el ser que se pretendía poner al alcance de los mortales.
A fuerza de reflexionar o de soñar sobre la divinidad, los hombres sólo han conseguido
hundirse más y más en las tinieblas; su juicio se visto turbado todas las veces que han
querido convertir este ser en objeto de sus meditaciones; nunca han podido razonar
justamente, porque no han tenido sino ideas oscuras y falsas. Nunca han estado de
acuerdo, porque siempre han partido de principios absurdos; siempre han estado
inseguros y poco de acuerdo consigo mismos, porque se han dado perfecta cuenta de
que sus principios eran dudosos. Siempre han tenido miedo, porque se han imaginado
que era muy peligroso equivocarse. Han peleado sin descanso, porque es imposible
llegar a un acuerdo en algo cuando se razona sobre objetos perfectamente desconocidos
y que la imaginación de los hombres pinta diversamente. Para acabar, se han
atormentado cruelmente los unos a los otros por sus opiniones igualmente insensatas,

107
porque la vanidad de cada uno de ellos no le ha permitido ni ceder ni suscribir las
fantasías ajenas.
Así es como la divinidad se ha convertido para los hombres en una fuente de
desgracias, de división, de disputas; es así cómo su solo nombre les inspira terror; es así
cómo la religión ha dado la señal para tantos combates y cómo ha sido siempre una
verdadera manzana de la discordia para los mortales inquietos, que han peleado
siempre con el mayor ardor por asuntos de los que nunca han tenido una idea
verdadera. Han convertido en un deber pensar y razonar sobre ello, y nunca han podido
hacerlo pertinentemente, porque el espíritu sólo puede formarse nociones verdaderas
de aquello que puede actuar sobre los sentidos. Viendo imposible conocer a la divinidad
por ellos mismos, se han remitido a lo que han querido decirles unos hombres hábiles
que pretendían tener un comercio íntimo con ella, ser inspirados por ella y poseer
conocimientos particulares negados al resto del género humano. Estos hombres
privilegiados no han enseñado a las naciones más que sus propias fantasías convertidas
en sistema, sin dar ideas más claras del ser oculto que querían dar a conocer. Han
pintado a Dios con los rasgos más convenientes para sus propios intereses; han hecho
de él un monarca benévolo para aquellos que se les han sometido ciegamente, pero
terrible con todos aquellos que se han negado a obedecerles de la misma manera.
Veis, señora, cómo han sido los hombres los que evidentemente han creado la divinidad
extraña que nos anuncian, y para hacer más sagradas sus opiniones, han pretendido
que ésta se ofendería gravemente si no teníamos sobre ella las ideas que estos hombres
habían tenido a bien darnos. En los libros de Moisés, Dios se define a sí mismo como
“aquél que es”, pero enseguida ese inspirado, narrando la historia de su Dios, nos lo
muestra como un tirano que tienta al hombre, que lo castiga por haberse dejado tentar,
que extermina todo el género humano porque uno sólo de ellos ha sucumbido; en pocas
palabras, alguien cuya conducta es siempre la de un déspota es a la vez el dispensador
de todas las reglas de la justicia, de la razón y de la bondad.
¿Los sucesores de Moisés nos han transmitido ideas más claras, más sensatas o más
compatibles con la divinidad? ¿El propio Hijo de dios nos ha hecho conocer a su padre?
¿La Iglesia, perpetuamente iluminada por las luces del espíritu santo, ha conseguido
eliminar nuestra incertidumbre? ¡Ay!, a pesar de todos las ayudas sobrenaturales, no
conocemos mejor al motor oculto de la naturaleza; las ideas que nos dan de él nuestros
infalibles doctores sólo sirven para confundir nuestro juicio y reducir nuestra razón al
silencio. Hacen de Dios un espíritu puro, es decir, un ser que no tiene nada en común
con la materia, y que sin embargo ha creado la materia, que ha extraído de su propia
substancia. Hacen de él el motor del universo, sin ser el alma del universo. Hacen de él
un ser infinito que llena el espacio con su inmensidad, aunque el universo material
también ocupa espacio. Hacen de él un ser todopoderoso, pero sus proyectos fracasan
continuamente, visto que no puede mantener el buen orden que ama, ni impedir la
libertad del hombre; se ve forzado a permitir el pecado que le disgusta y que podría
prevenir. Hacen de él un padre infinitamente bueno, pero que se venga sin medida;
hacen de él un monarca infinitamente justo, pero que confunde el inocente con el
culpable, que lleva su injusticia y su crueldad hasta el punto de exigir la muerte de su
propio hijo para expiar los crímenes del género humano, cuyas iniquidades no cesan sin
embargo por ello. Hacen de él un padre lleno de sabiduría y previdencia, pero lo hacen

108
actuar como un insensato. Hacen de él un ser razonable, pero que se enfada por los
pensamientos involuntarios e inevitables que se producen en el cerebro de sus
criaturas, y que las condenará a suplicios eternos por no haber creído unas fantasías
incompatibles con los atributos divinos, o por haber osado dudar que Dios pueda reunir
en sí mismo cualidades imposibles de conciliar.
No es pues sorprendente que tanta gente, rebeladas contra esas ideas tan
contradictorias y chocantes, caigan en la incertidumbre y en la duda sobre la existencia
de una divinidad tal, o incluso que la nieguen formalmente. Es imposible, en efecto,
admitir al Dios del cristianismo, en el que se ven continuamente infinitas perfecciones
junto a las imperfecciones más impresionantes, en el que, por como que uno reflexione,
no ve más que el producto informe de la imaginación extraviada de algunos fantasiosos
a los que la ignorancia ha reducido a la desesperación, o de algunos impostores que,
para subyugar a los hombres, han querido ponerlos en dificultades, confundir su razón
y llenarlos de miedos. Esos pareces, en efecto, los motivos de aquellos que han tenido la
arrogancia de dar a conocer a las naciones la divinidad que nunca han conocido por sí
mismos. La han pintado siempre con los rasgos de un tirano inaccesible, que sólo se
mostraba a sus ministros y a sus favoritos, que se complacía en esconderse a los ojos
del vulgo y que se enojaba violentamente cuando alguien no la conocía o cuando se
negaba a creer a sus sacerdotes sobre las relaciones completamente incomprensibles
que mantenían con ella.
Si, como he dicho más de una vez, es imposible creer en aquello que uno no comprende,
o estar íntimamente convencido de aquello de lo que uno no se puede hacer una idea
clara y diferenciada, es preciso concluir que, cuando los cristianos nos aseguran que
creen en el Dios que se les ha anunciado, o se equivocan claramente o quieren que
nosotros lo hagamos. Su fe o su creencia en Dios es sólo una adhesión no razonada a lo
que sus sacerdotes les dicen sobre un ser cuya existencia han hecho tan increíble como
imposible, para cualquiera que quiera meditar sobre ello. Si existe un Dios, con
seguridad no puede ser el que los cristianos admiten o hacen profesión de creer sobre la
palabra de sus teólogos. ¿Hay, en buena ley, un solo hombre en el mundo que pueda
tener una idea clara de eso que nuestros sacerdotes llaman un “espíritu”? Si les
preguntamos qué es un espíritu, nos dirán que es un ser inmaterial que no tiene
ninguna de las propiedades o cualidades que podemos conocer: ni forma, ni extensión,
ni color…
¿Pero como podemos estar seguros de la existencia de un ser que no posee ninguna de
las cualidades conocidas? Se nos dice que mediante la fe, pero, ¿qué es tener fe? Es
admitir sin examen lo que dicen nuestros sacerdotes. ¿Y qué nos dicen nuestros
sacerdotes de Dios? Nos dicen cosas que ni podemos comprender ni conciliar. La
existencia del propio Dios se ha convertido entre sus manos en un misterio más
impenetrable que la religión. Pero al final, esos sacerdotes, ¿comprenden ellos mismos
al Dios inefable que anuncian a los demás? ¿Poseen alguna idea verdadera? ¿Pueden
estar sinceramente convencidos de la existencia de un ser que reúne cualidades
incompatibles y que se excluyen recíprocamente? Nosotros no podemos creerlo, y
estamos autorizados a pensar que cuando hacen profesión de creer en el Dios del que
nos hablan, o bien no saben lo que dicen o quieren sin duda engañarnos.

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No os sorprendáis pues, señora, si hay gente que osa poner en duda la existencia de un
ser que los teólogos, a fuerza de meditar sobre él, sólo han conseguido hacer más
incomprensible o incluso destruirlo completamente. No os extrañéis si no prestan
nunca atención unos a otros cuando hablan de ello, si discuten siempre sobre este
argumento, si hasta ahora la existencia de la divinidad, que sirve, sin embargo, de base
a cualquier religión, aún no ha sido establecida sobre bases incontestables. Esa
existencia no puede demostrarse de ninguna manera mediante las revelaciones en las
que se reconoce claramente la obra de la impostura, que mina la divinidad y sus
perfecciones en vez de confirmarla. Esa existencia tampoco puede fundarse sobre las
cualidades que nuestros sacerdotes asignan a la divinidad, visto que de esas cualidades
reunidas resulta que Dios no es nada de lo que conocemos, y que por consiguiente no
puede ofrecernos ninguna idea cierta de sí mismo. Esa existencia no puede fundarse
tampoco sobre las cualidades morales que nuestros sacerdotes atribuyen a la divinidad,
visto que son imposibles de conciliar en un mismo sujeto que no puede ser a la vez
bueno y malo, justo e injusto, clemente e implacable, sabio y enemigo de la razón
humana.
¿Sobre qué, pues, se puede fundar la existencia de Dios? Nuestros sacerdotes nos dicen
que sobre la razón, sobre el espectáculo de la naturaleza, sobre el orden maravilloso que
observamos en el universo. Aquellos a los que estos motivos para creer la existencia de
la divinidad no les parezcan convincentes, no encontrarán motivos más poderosos en
ninguna religión del mundo, sistemas más adecuados para extraviar la imaginación que
para convencer el espíritu y que, lejos de añadir certidumbre o evidencia a las pruebas
que la naturaleza nos puede proporcionar sobre la existencia de Dios, sólo hacen que
debilitarla y hacerla increíble por las contradicciones palpables que nos lanzan a
voluntad sobre la existencia de un ser cuya esencia siempre estará oculta a los débiles
ojos de los mortales.
¿Qué hay, pues, que pensar de Dios? Hay que pensar que existe, sin pretender razonar
sobre ello. Si no podemos ir más lejos es porque no ha querido darse a conocer mejor;
es porque es imposible que el ser limitado conozca el ser ilimitado; es porque es un
delirio querer razonar sobre la naturaleza de un ser sobre el que todos los hombres de
todas las edades están y estarán en una misma ignorancia. Si algo está probado en el
mundo, es que la divinidad no ha querido que los mortales razonen sobre ella. Si hay
algún castigo visible que haya venido de su parte a los habitantes de la tierra, hemos de
reconocerlo en los vértigos, las calamidades y las locuras que las querellas teológicas
han producido aquí abajo.
¿Pero qué pensaremos de los que ignoran a Dios, los que niegan su existencia, que no la
pueden reconocer en las obras de una naturaleza en la que ven que el bien y el mal, el
orden y el desorden se suceden continuamente y parten de la misma mano? ¿Qué idea
nos haremos de esos hombres que contemplan la materia como eterna, como algo que
actúa por sí mismo siguiendo leyes invariables, como bastante fuerte para producir por
sí misma todos los efectos que vemos, como perpetuamente ocupada a hacer nacer y a
destruir, a combinar y a disolver; como incapaz de amor o de odio, como privada de las
facultades que llamamos “inteligencia” y “sentimiento” en los seres de nuestra especie,
pero capaz de crear seres cuya organización convierte en inteligentes, sensibles y con
capacidad de pensamiento? ¿Qué diremos de esos pensadores que piensan que puede

110
que no haya ni bien ni mal, ni orden ni desorden reales en el universo; que esas cosas
son sólo relativas a los diferentes estados de los seres que las experimentan, y que todo
lo que ocurren en el universo es necesario y sometido al destino? En pocas palabras,
¿qué diremos de los ateos?
Diremos que tienen un modo diferente de contemplar las cosas, o mejor, que se sirven
de palabras diferentes para expresar los mismos conceptos. Llaman “naturaleza” a lo
que otros llaman “divinidad”; llaman “necesidad” a lo que otros llaman “decretos
divinos”, llaman “energía de la naturaleza” a los que otros llaman “motor o autor de la
naturaleza”, llaman “destino” o “fatalidad” a lo que otros llaman “dios”, cuyas leyes son
siempre ejecutadas.
¿Tenemos derecho a odiarlos, a exterminarlos? No, sin duda, a menos que uno no se
crea en el derecho de eliminar a todos aquellos que no hablen la misma lengua que
nosotros hemos acordado emplear entre nosotros. Hasta este grado de extravagancia,
sin embargo, las nefastas ideas de la religión han llevado al ser humano: animados por
sus sacerdotes, los hombres se odian y se asesinan, porque en materia de religión no
hablan la misma lengua. La vanidad hace que cada cual imagine que su religión es la
mejor, la más expresiva, la más inteligible, y es incapaz de ver que la teología es un
lenguaje que no entienden ni los que lo hablan ni siquiera los que lo inventaron. El
mero concepto de ateo basta para remover la cólera de los devotos y para armar el furor
de unas gentes que repiten sin cesar el nombre de Dios sin estar nunca en situación de
hacerse de él idea alguna. Si por casualidad imaginan que tienen de él algunas
nociones, no son sino esas nociones confusas, contradictorias, incompatibles,
insensatas, que les han sido desde la infancia inspiradas por sus sacerdotes. Estos,
como hemos ya visto, siempre pintan a dios con los rasgos deshilvanados que la
imaginación les proporciona, o con aquellos que les parecen más adecuados a los
intereses de sus pasiones, de las que los pueblos se hacen cómplices sin saber por qué.
La mínima reflexión sería sin embargo suficiente para hacer ver que Dios, si es justo y
bueno, no puede exigir que lo conozcan aquellos que no lo han podido conocer. Si los
ateos son hombre carentes de razón, Dios sería injusto al castigarlos por haber sido
ciegos e insensatos, o por haber tenido poca penetración y luces para sentir la fuerza de
las pruebas naturales sobre las que se funda la existencia de la divinidad. Un Dios lleno
de equidad no puede castigar a los hombres por haber sido ciegos o por haber razonado
mal. Los ateos, por locos que los creamos, son seres menos insensatos que aquellos que
hacen profesión de creer en un Dios llenos de cualidades que se destruyen entre sí; son
mucho menos peligrosos que los adoradores de un Dios malvado, que imaginan
complacerlo exterminando por unas opiniones. Nuestras especulaciones son
indiferentes a Dios, cuya gloria nada puede empañar ni disminuir el poder; esas
especulaciones son buenas desde el momento en que nos hacen felices interiormente;
tendrían que ser perfectamente indiferentes a la sociedad, desde el momento en que no
influyen para nada en su felicidad. Es evidente, sin duda, que las opiniones de los
hombres no influyen en la felicidad de la sociedad excepto cuando quieren perturbar a
ésta.
Así pues, señora, dejemos que los hombres piensen como quieran, con tal de que
actúen del modo adecuado a unos seres destinados a vivir en sociedad. Cada cual
especule a su manera, con tal que sus fantasías no lo lleven a perjudicar a los demás.

111
Nuestras ideas, nuestros pensamientos, nuestros sistemas no dependen de nosotros; lo
que parece convincente para uno no tiene la fuerza para convencer a otro. Todos los
hombres no tienen ni los mismos ojos, ni los mismos cerebros; no todos han recibido
las mismas ideas, ni la misma educación, ni las mismas opiniones; nunca estarán de
acuerdo cuando tengan la temeridad de razonar sobre objetos invisibles y ocultos que
todos deben contemplar forzosamente con los ojos de la imaginación, sin que sea
posible verificar cuál de ellos lo ha visto mejor.
Los hombres no discuten largamente sobre objetos que pueden ser verificados por sus
sentidos o que pueden ser sometidos a la experiencia. Hay un pequeño número de
verdades evidentes y demostradas, sobre las que los mortales se ven obligados a estar
de acuerdo. Los principios fundamentales de la moral pertenecen a esta categoría; es
evidente y está demostrado para todo hombre sensato que los seres reunidos en
sociedad tienen necesidad de la justicia, han de amar las buenas obras, están hechos
para prestarse ayuda mutua; en pocas palabras, están obligados a practicar la virtud y a
ser útiles a la sociedad para vivir felices y contentos. Es evidente y está demostrado que
el interés de nuestra propia conservación exige que moderemos nuestros deseos, que
pongamos freno a nuestras pasiones, que renunciemos a costumbres peligrosas, que
nos abstengamos de los vicios que podrían perjudicar a nosotros mismos o causar
molestia a las personas a las que nuestras necesidades nos ligan. Estas verdades son
evidentes para todo ser pensante cuyas pasiones no hayan turbado su entendimiento.
Son totalmente independientes de las especulaciones teológicas que no son ni evidentes
ni demostradas, y que nuestro espíritu nunca está en situación de verificar; no tienen
nada en común con las opiniones religiosas, que nunca tiene más garante que la
imaginación, la fantasía y la credulidad, y que –como he demostrado– producen
continuamente efectos directamente opuestos a los principios más evidentes de la
moral y del bienestar de la sociedad.
Cualesquiera que sean las nociones de los ateos, nunca serán tan peligrosas como las de
los sacerdotes, que parecen haber inventado estos sistemas sólo para perturbar,
sojuzgar y despojar a las naciones. Los principios especulativos de un ateo –buenos
para muy poca gente–, no pueden tener las mismas consecuencias que los principios
contagiosos del fanatismo y del entusiasmo que utilizan la divinidad únicamente para
causar el caos en la tierra. Si hay algunas nociones peligrosas y algunas especulaciones
nefastas, son las de los fantasiosos que se sirven de la religión para dividir a los
hombres y para estimular sus pasiones, y que sacrifican los intereses de la sociedad, de
los soberanos y de los súbditos a su propia ambición, a su propia avaricia, a su propia
venganza y a sus propios furores.
Nos han dicho que el ateo no tiene motivos para obrar bien, y que al rechazar reconocer
a Dios no posee ya freno para resistir a sus pasiones. Cierto es que el ateo no tiene freno
ni motivos invisibles, pero tiene motivos y frenos visibles que, si reflexiona bien,
regirán sus acciones. Si niega la existencia de Dios, no puede negar la existencia de los
hombres. Por poco que piense en ello se dará cuenta de que su propio interés exige que
modere sus pasiones, que se esfuerce en hacerse agradable, que evite el odio, el
desprecio, los castigos, que se abstenga de crímenes y que renuncia a los vicios y
hábitos que podrían más tarde o más temprano volverse contra él mismo. De ese modo,
en lo tocante a su moral, el ateo posee principios más seguros que el supersticioso, que

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el fanático, que el devoto, al que la religión invita a mostrar su celo y que a menudo se
cree obligado en conciencia a cometer crímenes para aplacar a su Dios. Si bien nada
detiene al ateo, mil fuerzas reunidas impulsan al fanático a violar los deberes más
sagrados.
Por otro lado, creo que ya os he demostrado que la moral del supersticioso no tiene
nunca principios seguros, que varía según los intereses de sus sacerdotes que explican
las intenciones de la divinidad sólo de la manera que mejor conviene a sus
circunstancias presentes; y con demasiada frecuencia esas circunstancias exigen que
sus devotos discípulos sean crueles y malvados. Por el contrario, el ateo que extrae su
moral únicamente de su propia naturaleza y de las relaciones constantes que ligan entre
sí a los miembros de la sociedad, tiene una moral segura que no se funda ni en el
capricho ni en las circunstancias; cuando obra mal se ve obligado a reconocer que es
merecedor de crítica y no tiene ocasión de felicitarse por el mal que ha cometido, como
hace el fanático intolerante y perseguidor.
Veis, pues, señora, que en lo tocante a la moral el ateo tiene ventajas claras sobre el
devoto supersticioso que no conoce más reglas que el capricho de sus sacerdotes no
otra moral que la que conviene a los intereses de éstos, ni otras virtudes que esas
virtudes abyectas que tienen como efecto convertirlo en esclavo de las voluntades de
sus sacerdotes, frecuentemente completamente contrarias a los intereses del género
humano. Así pues, reconoceréis que, en conjunto, la moral de un ateo es mucho más
constante y más segura que la de un supersticioso que cree que se hace agradable a su
Dios cada vez que sirve a las pasiones de sus sacerdotes. Si el ateo es bastante ciego o
corrupto para no ver los deberes que le prescribe la naturaleza, está en la misma línea
que ese supersticioso al que sus motivaciones invisibles no impiden ser malvado, y al
cual sus guías sagradas piden frecuentemente que lo sea.
Estas reflexiones servirán también para confirmar lo que os he dicho antes para
demostraros que la moral no tenía nada en común con la religión, y que la propia
religión era más bien un enemigo que un apoyo para ésta. La verdadera moral debe
fundarse sobre la naturaleza humana; la moral religiosa sólo se fundará sobre las
quimeras de la imaginación y sobre el capricho de aquellos que hacen hablar a la
divinidad un lenguaje muy frecuentemente contrario al de la naturaleza y al de la recta
razón.
Consentid pues, señora, que os lo repita: la moral es la única religión natural del
hombre, el único objeto digno de ocuparlo en la tierra, el único culto que puede rendir a
la divinidad. Sólo cumpliendo los deberes evidentes de esta moral podemos presumir
de estar cumpliendo las intenciones conocidas de la divinidad. Si ésta nos ha hecho lo
que somos, ha querido que nos esforzásemos en la conservación de nuestra persona y
en nuestra felicidad. Si nos ha hecho razonables, ha querido que consultásemos a
nuestra razón para distinguir el bien del mal, lo útil de lo perjudicial. Si nos ha hecho
sociables, ha querido que viviésemos en sociedad y que pusiéramos en uso todos los
medios para mantenerla. Si nos ha dado un espíritu limitado, evidentemente ha
querido prohibirnos investigaciones infructuosas que sólo sirven para atormentarlos
vagamente y a turbar el reposo de la sociedad. Si liga nuestra conservación y nuestro
bienestar a una cierta conducta, y nuestra destrucción e infelicidad a la conducta
opuesta, ha hecho leyes claras que nos obligan, bajo pena de ser castigados

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inmediatamente por la vergüenza, el temor y los remordimientos. Por otro lado, nos
vemos recompensados de modo extraordinario por las ventajas reales que la virtud nos
procura en este mundo, donde, pese a la depravación que reina, el vicio siempre
encuentra castigo y la virtud nunca se ve completamente privada de la satisfacción, de
la estima y de las recompensas, puesto que, incluso cuando los otros hombres son
injustos, nos da el derecho de amarnos a nosotros mismos.
He aquí, señora, a qué se reducen los dogmas de la religión natural; meditando sobre
ellos y sobre todo, practicándolos, seremos verdaderamente religiosos, seguiremos los
designios de la divinidad, nos haremos dignos del aprecio de los hombres, tendremos
realmente del derecho de amarnos y de apreciarnos a nosotros mismos, podremos
conservarnos, nos haremos sólidamente felices en este mundo y no tendremos nada
que temer del otro.
Son estas leyes tan claras, tan demostradas, su infracción es tan claramente castigada y
su observación tan seguramente recompensada, que constituyen el código de la
naturaleza cuya autoridad todos los seres vivos, que sienten y piensan se ven obligados
a reconocer, ya admitan a un Dios como autor de la naturaleza, ya contemplen a esta
misma naturaleza como la fuente y origen de todo. El escepticismo más exagerado no
puede dudar de esas leyes cuya realidad todo demuestra. El ateo no puede negarse a
reconocer unas leyes fundadas sobre la naturaleza que el tiene por Dios, y sobre las
relaciones inmutables y necesarias que subsisten entre los seres. El indio, el chino, el
salvaje reconocerán esas leyes evidentes siempre que nos sean dominados por las
pasiones o los prejuicios. En definitiva, esas leyes tan verdaderas y evidentes sólo
parecerán inciertas, oscuras o falsas a los supersticiosos que prefieren las quimeras de
la imaginación a las verdades naturales y a las realidades de la sensatez, a los devotos
que no conocen más ley que el capricho de sus sacerdotes, que querrían que no siguiera
más moral que la que se acomoda a sus proyectos peligrosos.
Así pues, bella Eugenia, permitamos que los hombres piensen como quieran, no les
juzguemos sino por sus acciones. Opongamos la razón a sus diferentes sistemas,
cuando éstos tengan consecuencias perniciosas para ellos mismos y para los demás;
curémoslos de sus prejuicios cuando veamos que ellos mismos y la sociedad se
convierten en sus desgraciadas víctimas. Mostrémosles la verdad, único remedio al
error; expulsemos de nuestro espíritu los fantasmas lúgubres que solo sirven para
causarle turbación. No meditemos sobre misterios vanos que no sirven sino para
apartarnos de los asuntos que realmente merecen nuestra atención. Renunciemos a
una moral que parece inventada únicamente para extraviarnos y para impedir que
conozcamos la que nos puede guiar con seguridad. Ocupémonos de nosotros mismos y
de nuestra propia felicidad; meditemos sobre nuestra propia naturaleza y sobre los
deberes que nos impone. Temamos los castigos inevitables que ésta inflige más pronto
o más tarde a los que violan sus leyes; ambicionemos las recompensas que promete y
que concede a aquellos que las observan fielmente. Practiquemos una moral simple,
que nunca dejará de conducirnos a la felicidad y que, mientras subsista la raza humana,
será el único sostén de la sociedad.
Si queremos salir de nosotros mismos para meditar, mantengámonos, al menos, de
acuerdo con la naturaleza. No abandonemos nunca la antorcha de la razón; busquemos
sinceramente la verdad. Cuando nos sintamos inseguros, detengámonos o sigamos lo

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que nos parezca más probable; abandonemos nuestras opiniones cuando nos parezca
que están desprovistas de fundamento. Con buena fe hacia nosotros mismos, no
resistamos a los impulsos de nuestro corazón cuando estén guiados por la razón;
cuando consultemos a ésta con las pasiones en calma, nunca nos aconsejará que nos
permitamos ni crímenes ni vicios, ni ocultos ni públicos. La razón nos demostrará que
no tenemos que sentirnos orgullosos de complacer a un Dios sabio creyendo
absurdidades, ni a un Dios bueno haciendo cosas que nos perjudican grandemente a
nosotros mismos y a nuestros semejantes.
Soy, señora, vuestro…

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