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Postre de Notas
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
ISBN: 958-14-0145-8
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Lulú, la novia del hijo del primo segundo de un tío político de una niña que fue secretaria
de mi hermano en 1974, estaba brava conmigo. No la veía desde ese entonces —casi diez
años— y me la encontré de improviso a la salida del fútbol. Casi no la reconozco. Pero algún
circuito de la memoria se encendió milagrosamente y ubiqué su cara en un rincón borroso de
mis recuerdos.
—¡Lulú! —la saludé.
Ella a duras penas contestó el saludo, a pesar de que es hincha de Santa Fe y de que fue
esta la razón por la cual una vez me la presentó en la oficina de mi hermano su secretaria, que
tenía un tío político cuyo primo segundo tenía un hijo que estaba saliendo con Lulú.
Yo me corté todo ante la glacial correspondencia de Lulú. Me quedé pensando qué le
habría ofendido de mí. Estaba seguro de que se llamaba Lulú, porque era el mismo nombre de
la Pequeña Lulú, aquel personaje de las tiras cómicas con el cual guardaba un coincidencial
parecido. Mi saludo, además, había sido bastante cariñoso, cosa que excluía la posibilidad de
que lo hubiera tomado como demasiado frío. Santa Fe había ganado esa tarde y todos
estábamos de buen humor. Sospechando de repente un accidente embarazoso, miré hacia
abajo, pero tenía la cremallera bien cerrada. No entendía, pues, a qué se debía el antipático
saludo de Lulú.
Esa noche me desvelé pensando en el asunto y al día siguiente, sin poder resistir más la
curiosidad, llamé a mi hermano; éste localizó a su antigua secretaria; la antigua secretaria se
puso en contacto con el tío político y el tío político habló con el primo segundo, el cual encargó
a su hijo de conseguir el teléfono de Lulú, a la que no veía hacía tiempo. Cuando se deshizo la
cadena, ya averiguado el teléfono de Lulú, mi ansiedad parecía la letra de un bolero. Con la
mano temblorosa y la garganta reseca llamé a Lulú, quien tenía ahora un pequeño taller de
costura donde confeccionaba cortinas.
—Lulú —le dije sin contemplaciones—: noté el domingo que estabas brava conmigo, y
quiero saber a qué se debe.
—¿Y todavía me lo pregunta? —Contestó Lulú—. No sea tan descarado.
Ahora entendía menos que antes lo que estaba ocurriendo.
—Debe tratarse de un chisme, Lulú —tartamudeé—. Alguna calumnia que publicaron en
"Legislación Económica" o en la revista del Banco de la República.
—Qué Banco de la República ni qué nada. Lo vi con mis propios ojos. ¡No me niegue que
usted acaba de publicar un libro!
—Sí, —le respondí en el colmo de la confusión—. ¿Y qué pasa con eso?
—¿Cómo que qué pasa con eso? —Lulú estaba francamente alterada—. ¡Que esta es la
hora en que no me ha mandado su libro!
Colgué el teléfono, porque era inútil seguir la conversación. Y me acordé de que, hace
muchos años, mi papá, que es profesor universitario, también publicó un libro de texto y tuvo
que soportar la impertinencia de varios amigos y conocidos que lo atajaban en la calle para
recriminarle el hecho de que no les hubiera mandado su libro. Tuvo que escribir una nota al
respecto y salir del país ocho años para quitarse de encima la pesadilla de los ciudadanos
irritados a los cuales no había mandado su libro.
Yo estuve pensando más tarde, cuando me volvió el alma negra al cuerpo blanco, en
llamar a Lulú y explicarle los hechos de la vida editorial con la misma franqueza con que ahora
explican a los niños los de la vida del sexo. Quise decirle que, a pesar de que nuestros
nombres aparecen en letras grandes en la carátula, los escritores sólo recibimos veinte
ejemplares gratuitos de acuerdo con los derechos de autor que reconoce un contrato
redactado por los editores con premeditación y alevosía. Quise contarle que casi todos los
autores tenemos madre, que algunos incluso tenemos padre y que hay unos cuantos
afortunados, como yo, que gozan de señora, de hijos y de hermanos. Esos madre, padre,
señora, hijos y hermanos saquean los libros de cortesía. Quise explicarle que quienes
contamos con una larga lista de enemigos no podemos darnos el lujo de regalarles libros a los
amigos porque con ello estaríamos secando nuestro pequeño mercado de lectores. Quise
confesarle que muchas veces los propios autores nos vemos obligados a comprar ejemplares
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en las librerías, a precios comerciales, para salir de compromisos ineludibles. Quise agregar a
esta confesión que, en esos casos, nos toca disfrazarnos de ama de casa piernipeluda o de
misionero dominico a fin de que no se crea que estamos tratando de aumentar las ventas
artificialmente. Quise decirle en forma absolutamente cándida que los escritores vivimos de
escribir, sí señora, y que si alguien no paga por nuestro trabajo entonces nos tocaría meternos
de raponeros.
Quise decirle mil cosas, pero al final sólo le dije una. Volví a llamar a Lulú al día
siguiente:
—¡Le mandaré mi libro con mucho gusto, cuando usted me regale las cortinas de mi
casa! —y le tiré el teléfono.
Dos días más tarde, cuando pasé por la librería de un amigo a ver si me adelantaba unos
pesos para ir al cine, me contó que esa tarde había llegado al local una señorita "idéntica a la
Pequeña Lulú" y había comprado un ejemplar de Llévate esos payasos.
Gocé lo indecible en vespertina al saber que, a la larga, Lulú había acabado costeándome
las entradas.
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***
Nos encontramos en el lobby del hotel a las diez de la mañana. Lo que me temía:
estábamos solamente Paula y tres periodistas: el sueco, el noruego y este servidor, cuya
barriga y angustia parecían crecer al lado de la flacura y frescura de los dos compañeros.
En media hora —la media hora más veloz de mi vida— el taxi nos condujo a la playa.
Paula nos indicó los vestieres en los cuales debíamos cambiarnos. Bueno, cambiarnos es un
decir: pelarnos. A lo lejos, junto al mar, se veían seres humanos echados en la arena. Eran los
nudistas. Pasaron dos muchachas bronceadas espectaculares. En cueros. No aguanté más y
tomé a Paula por el brazo.
—¡No puedo salir así! —le comenté con terror, señalándolas.
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Ella se rio.
—Todos están bronceados, y son flacos, y no les da pena —continué.
—La primera vez es un poquito difícil. Pero a los pocos minutos se le olvida a uno que
esas muchachas están sin ropa —me aseguró Paula.
—Mi punto es ese: que yo tengo muy buena memoria y no se me va a olvidar. Y, como a
mí no se me olvida, me temo que las haré recordar a ellas que yo tampoco llevo nada encima.
—No sea cobarde —insistió Paula—. Sus dos compañeros ya salieron.
Sí: los dos miserables se dirigían con las ropas en la mano hacia el mar. Escandinavos
tenían que ser. Y flacos.
Tardé como 25 minutos en desvestirme dentro de la caseta. Paula empezó a golpear la
puerta.
—Ya voy, ya voy—le dije—. ¿Es que usted ya está lista?
Paula contestó que sí. Que estaba esperándome para acompañarme. A menos que
tuviera algo que ocultar. La perspectiva era terrible. Me parecía fatal salir solo, sin un apoyo
solidario en mi debut de colombiano nudista. Pero me parecía mucho peor llegar de la mano de
Paula. Mi fisiología latina no estaba preparada para tomar con serenidad tantas novedades.
Todavía me demoré diez minutos. Paula estaba a punto de echar abajo la puerta.
No había nada qué hacer. Hinqué una rodilla en tierra, como he visto que lo hacen los
toreros, me encomendé a la Virgen de la Macarena, agarré el taleguito con mi ropa, traté de
meter la barriga y abrí la puerta.
Abrí la puerta del vestier, con mi ropa en un taleguito, decidido a enfrentar lo que
viniera.
Lo que primero venía era Paula. Estaba en el traje adecuado para una playa nudista,
pero yo —zanahorio y aterrado— no me atrevía a mirarla más que a los ojos. Paula me vio y
meneó la cabeza.
—Me parece increíble que un señor de su edad ande todavía con pudores de chiquillo —
dijo—. ¿Por qué se esconde detrás de ese periódico?
—Temo que me miren —le contesté con entera franqueza. En efecto, me había
improvisado una especie de ruana con hojas de diario que me protegía de observadores
curiosos.
—Nadie lo va a mirar —adujo Paula—. Y, de todos modos, no hay nada más hermoso que
el cuerpo humano.
Yo recordé, como un relámpago, lo que había pesado la última vez que me subí a una
balanza. Al mismo tiempo, eché una rápida ojeada a Paula.
—Dirá su cuerpo humano, porque lo que es el mío...
Paula parecía realmente molesta.
—Bote esos periódicos, camine conmigo a la playa y dejémonos de vainas —me dijo.
(En realidad no dijo "dejémonos de vainas", sino "let's stop this non-sense", pero yo he
juzgado que una buena traducción de esto último es lo primero).
Un segundo después Paula se lanzó sobre las hojas de periódico que cubrían
precariamente mi pudibundez (los cachacos somos pudibundos), las desgarró y, al sentirme
expuesto a la vista del mundo entero, me cubrí la cara con las manos. Pero no se produjo
ningún grito aterrado, como yo esperaba. No llovieron tomates ni huevos podridos sobre mi
desvestida humanidad. Todo seguía perfectamente normal. Paula no se reía. Las gentes no me
señalaban con el dedo. Las señoras no se acercaban con maliciosa curiosidad a examinarme de
cerca.
—¿Ya vio? —Me preguntó Paula sin reparar en mi situación— Aquí nadie mira a nadie, ni
hay quién lo pudiera reconocer. Nos interesa es tomar el sol.
Empezamos a caminar los 40 ó 50 metros que nos separaban del borde del mar. Al llegar
a la playa, donde había decenas de bañistas color caramelo, sentí que brillaba. Pero,
lamentablemente, no por mi ausencia.
Ya estaba a punto de creerle a Paula aquello de que en estos sitios nadie mira a nadie
(yo, al menos, no me atrevía a mirar a otro punto que el horizonte), cuando, al pasar cerca a
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Estaba a punto de partir el vuelo hacia Pereira, cuando la azafata me notó un poco
nervioso y me invitó a pasar a la cabina. Allí fui acogido con cordialidad de piloto (son la gente
más cordial del mundo) por un comandante costeño y un copiloto boyacense. Tomé asiento en
el puesto de los patos, me aseguré el cinturón y, ya más tranquilo, me dispuse a asistir a mi
primer despegue desde la cabina. Luego de recorrer la pista, el jet se levantó majestuoso
sobre la ciudad.
—Gear handle —dijo entonces el piloto costeño.
—Up and off —contestó el copiloto boyacense.
—¿Flaps? —preguntó el piloto.
—Up indicator up —respondió el copiloto.
—No smoking sign.
—Off.
—Fixed landing lights.
—Off.
—Altimeters.
—Set.
El increíble diálogo continuó durante varios segundos más. El piloto de Chimichagua
preguntaba en inglés, el copiloto de Somondoco respondía en el mismo idioma y mientras
preguntas iban y respuestas venían, ambos movían luces, empujaban botones, tiraban perillas,
bajaban palancas y ajustaban relojes en el intrincado tablero de mandos del avión. Finalmente
el primero dijo:
—After take-off check list.
Y contestó el otro:
—Complete...
Después de esta última palabra se acabó el movimiento vertiginoso de manos y ojos y se
volvieron muy sonrientes a preguntarme si ya estaba más tranquilo. Era el día de mi
cumpleaños y quise corresponder a tanta amabilidad con una frase de cortesía.
—Nunca me habían dado un mejor happy birthday que el de hoy —les dije.
El piloto costeño miró intrigado al copiloto boyacense. "¿Nunca le habían dado mejor
qué?", preguntó el primero al segundo. "No entendí —le respondió el segundo al primero—. Me
parece que es una palabra en inglés, porque no entendí un carajo".
Sentí que los nervios volvían a tomarme por asalto. Les pregunté si no sabían qué quería
decir happy birthday ("jápi bérdei tu yú", etc.) y me contestaron con toda sinceridad que no.
Pero, ¿y acaso no estuvieron hablando en inglés durante diez minutos a la hora de despegar?
Los dos se rieron y me explicaron que las operaciones aéreas se realizan universalmente en
inglés. Ellos hasta pronunciaban las palabras del manual. Pero en cuanto a hablar inglés, no
tenían ni idea.
Ahí si me entró la terronera. Les pedí que se devolvieran de inmediato a Eldorado y me
dejaran en tierra. No quería seguir volando en inglés con pilotos en español. En un principio se
negaron. Pero luego amenacé con arrojarme al vacío por el hueco del excusado, así que
resolvieron bajar. Al parecer se les olvidó en ese momento que los inodoros de avión no son
como los de tren, y accedieron a pedir pista de emergencia. Cuando volví a mi puesto, con
Eldorado a la vista, el piloto no sólo estaba otra vez en la onda gringa, sino que había decidido
entregarse al alcohol. En efecto, lo escuché hablar con la torre de control y decir: —Whisky,
whisky, Charlie...
Juré no volver a montar en avión manejado por hispanoparlantes, y no lograron
disuadirme ni siquiera Rafael Boada y Pipo Ardua, a pesar de que el acento de ellos no es tan
lamentable como el del piloto de Chimichagua y el copiloto de Somondoco. Sólo en una
ocasión me tocó quebrar mi promesa, y fue porque ninguna empresa extranjera —ni la British
Airways, ni Quantas y ni siquiera Lufthansa— accedieron a hacerme el vuelo entre Bogotá y
Armenia. Y también en esa oportunidad aguanté la pesadilla de los dos criollos controlando el
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avión en inglés: "Positive rate of climb", decía el uno. "Cockpit door closed", observaba el otro
dichoso. "Standing by for descent", replicaba el primero. "Standard briefing" agregaba el
segundo. Y al final dijo el capitán "Runaway in sight", y se botó a la pista.
Duré como cinco años volando solamente con pilotos de cuna angloparlante. Hace pocos
días la azafata de un vuelo a Nueva York me notó nervioso y me hizo pasar a la cabina. Los
dos pilotos —un mister de Kansas y un comister de Washington— me saludaron muy amables
y se dispusieron a despegar. No bien el avión levantó vuelo, empezó el trajín de botones.
—Freno de mano —le dijo el de Kansas al de Washington en el peor español del mundo.
—Arriba y cerrado —contestó el otro.
—¿Alerones? —preguntó el primero.
—Indicadores arriba —contestó el segundo.
Entre tres cabineras me sacaron del hueco del inodoro, por el cual intenté arrojarme,
mientras escuché que un piloto aterrado le decía al otro que habían hecho el despegue en
español para que se me quitaran los nervios.
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vasos plásticos, una chancleta huérfana panza-arriba y cagajones de vaca. Recorrí varias
cuadras por las orillas del lago en busca del azul soñado. Topé con pedazos de palo color palo,
con cáscaras de banano color banano y con pasto color tabaco. Incluso vi un pedazo de papel
amarillento que hacía propaganda al Partido Colorado. "¿Y el azul?", interrogué finalmente al
chofer, imaginándome lo peor. "Aquí no hay nada azul, señor —contestó el hombre—,
solamente las plumas del tuyuyú...". Y señaló una bandada de pseudo-gaviotas que surcaban
el cielo marrón. Podría jurar que también las plumas del tuyuyú me parecieron de color
castaño.
Di la orden de regresar. Y cuando el carro se alejó de la orilla —"¿Dónde estás ahora,
cuñataí, que tu suave canto no viene a mí?" —derramé una lágrima de chocolate bajo el
inclemente sol caqui.
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Es bien conocida la historia de Robinson Crusoe, náufrago por la gracia de una tormenta
y rescatado por la gracia de Dios luego de vivir ingrimo en una isla durante 28 años, 2 meses y
19 días flat. Es conocida también su aventura con el nativo antropófago al que bautizó
"Viernes" tras salvarlo de la olla en que una tribu enemiga aspiraba a convertirlo en estofado
de caníbal. Menos conocido, en cambio, es el epílogo de la historia de Robinson, toda vez que
su autor, Daniel Defoe, no se ocupó de relatarlo, afectado, como estaba por la peste.
"Postre de notas" pudo averiguar que, luego de volver a la civilización, Crusoe atravesó
(a nado) momentos de grave crisis económica a causa del desempleo. Nadie necesitaba
náufragos en su empresa. Carente de todo talento para ganarse honradamente la vida,
terminó dedicado a escribir. Tuvo que hacerlo en publicaciones y revistas de orientación
diversa, enfocando siempre aquello que pudiera ser de interés para los lectores de cada título.
Se defendió a medias durante algún tiempo vendiendo sus artículos como periodista
independiente, pero murió de indigencia y hambre. Como suelen morir sus colegas.
Consta en el diario de Crusoe que logró salir de su isla, casi treinta años después de
haber llegado a ella, en 1686. Parece pertinente conmemorar el tricentenario dando a conocer
una bibliografía incompleta de las obras escritas por Robinson y algunos reportajes que
concedió sobre su aventura:
Soledades I, poemas de Robinson Crusoe (17 tomos).
"Construya usted mismo su casa: cómo aprovechar los restos de un naufragio", por R.
Crusoe; Mecánica Popular.
"El sexo en las islas solitarias", por Robinson Crusoe; Playboy.
"Nadar es fácil", por el profesor R. Crusoe. (Folleto patrocinado por Coldeportes).
"Yo contra el mundo", por R. Crusoe; revista El Gráfico (Argentina).
"El mundo contra mí", por R. Crusoe; revista El Gráfico (Ecuador).
1.001 juegos de solitario en la baraja, por R. Crusoe; Editorial Ludens, Barcelona.
La cocina tradicional en la tribu de Viernes, por R. Crusoe. (Folleto patrocinado por
Colcultura).
Cien recetas que aprendí con los antropófagos, incluyendo el famoso Arroz con Tía y
Chipichipi, por R. Crusoe. Edición de lujo empastada en cuero rosado bajo el patrocinio de la
Asociación de Rugby de Uruguay.
Zabembe unctú yambé Viernes abóte biwá, agú R. Crusoe; Alto Volta.
"Conocí en la vida a Viernes", por Carlos Lleras Restrepo, con la colaboración de
Robinson Crusoe; Nueva Frontera.
"La dieta del Dr. Crusoe: rebaje dos kilos en 28 años a base de agua salada y algas
marinas"; Buenhogar.
"El grupo Michelsen y el naufragio de Robinson Crusoe", entrevista en El Espectador.
Cría de loros en aislamiento, por el profesor R. Crusoe. (Folleto patrocinado por
Inderena).
Soledades II, poemas de Robinson Crusoe (13 tomos más).
"Conducta social de los habitantes de una isla desierta en los mares del Trópico: estudio
de un caso aislado": tesis de grado de Robinson Crusoe, Facultad de Sociología, U. de
Michigan.
"Viví 28 años solitario en una isla y no me arrepiento", por Robinson Crusoe: Selecciones
del Reader's Digest.
"¿Dónde estaba el INTRA cuando ocurrió el naufragio?", entrevista de la Asociación de
Choferes No Matones a Robinson Crusoe.
"Crusoe y yo", por Plinio Apuleyo Mendoza, EL TIEMPO.
"Yo y Crusoe", por Antonio Panesso Robledo, El Espectador.
"La producción de mangos en el kóljoz del camarada Crusoe", artículo en Actualidad
Soviética.
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¿Y el día de la madrastra?
No tengo nada contra el Día de la Madre, como no sea la irritante y persistente sensación
de que cada vez más la fecha está consagrada a Mamá Fenalco. Pero sí pienso que es de
elemental equidad proclamar, ojalá este mismo año, el Día de la Madrastra.
Con la madrastra se han cometido las más atroces injusticias. Los cuentos infantiles la
pintan como un monstruo en permanente trance de pellizcar al pequeño héroe o a la heroína
del relato y de enemistar al padre con el hijo.
"...la madrastra sentía celos de las buenas cualidades de la muchacha, lo que hacía que
sus hijas fueran más odiosas. Así, cargó sobre la hijastra los más duros trabajos de la casa,
obligándola a fregar el piso y la escalera...". De esta manera se expresa Charles Perrault sobre
la segunda mamá de Cenicienta.
Y los hermanos Grimm no se quedan atrás:
"Pasó un año, y el rey se casó con otra mujer que era muy hermosa, pero orgulloso y
altanera": he ahí el retrato de la nueva esposa del padre de Blancanieves. En el cuento "Los
hermanos", uno le dice a la otra: "Desde que nuestra madre se murió, no hemos hecho más
que sufrir; la madrastra nos pega todos los días y si nos acercamos a ella nos echa a patadas.
No nos da de comer sino mendrugos... Lo mejor será que nos vayamos por el mundo".
Según la descripción reiterada de Jacobo Luis y Guillermo Carlos, las madrastras son
orgullosas, altaneras, feas, violentas, tacañas y crueles. Y, además, cuando se les permite
escoger entre el bien y el mal, optan por este último. Así lo sugiere el cuento "La dama de las
nieves": '' Una viuda tenía dos hijas: la buena y guapa y la mala y fea. Y la viuda quería más a
la mala y fea, porque era su hija de verdad. La buena y guapa era sólo su hijastra, y a ella la
hacía trabajar como si fuera la criada de la casa...". Nadie se ha puesto a pensar que esta
pobre viuda, para tener una hija de verdad y una hijastra, necesariamente debió sepultar a
dos maridos —uno de ellos, a su turno, viudo—, dolorosa circunstancia que puede explicar en
buena parte su neurosis.
Pero nos estamos desviando del tema. Lo cierto es que muchos siglos de literatura
infantil se han encargado de presentar a la madrastra como una especie de bruja infanticida y
perversa. Semejante imagen no queda encasillada en el mundo fantástico de los cuentos, sino
que se extiende a la realidad. Recuerdo que en mis tiempos escolares había un niño cuyo
padre, viudo y joven, había contraído matrimonio de nuevo. El muchacho era famoso en la
primaria —a nivel de comentario en voz baja, por supuesto— debido a que tenía madrastra.
Romerito tenía madrastra. Tenía madrastra como se podía tener una enfermedad contagiosa o
una verruga. Cuando la señora acudió a la sesión de fin de año, la miramos en corro desde
lejos con una mezcla de terror y curiosidad. Parecía bonita, joven, graciosa; la vimos arreglarle
dulcemente el vestido a Romerito, pero ni siquiera así logró desprenderse del aura negra que
la rodeaba.
—En público las madrastras parecen muy queridas —nos susurró Romerito, en pie sobre
su sabiduría de siete años—; pero en la casa torturan a los niños y sólo son cariñosas con los
gatos negros y los chulos. A éstos les reparten pedacitos de pan todas las mañanas desde la
ventana.
Una persona así hace escalofriar a cualquiera. Y a nosotros nos produjo escalofrío pensar
que la mamá de Romerito —perdón: la madrastra— era capaz de semejantes cosas. Pero no
había que extrañarse. ¿No eran así, acaso, las madrastras de Cenicienta, de Blancanieves, de
los dos hermanitos?
Lo que Perrault y Grimm nunca dijeron es que pueden contarse historias mucho más
terribles que la de Cenicienta en las cuales el papel protagónico corre a cargo de madres
desnaturalizadas. Hace poco leí en la revista francesa Nouvel Observateur y en el periódico
barranquillero Diario del Caribe informes sobre madres que maltratan a sus hijos. Cada año
son golpeados, mutilados o muertos por sus auténticos padres 45 mil niños en Francia. Las
madrastras no aparecen en las estadísticas. Es que no son tan malas como dicen...
A nadie se le ocurre pensar, en cambio, en lo que sufre una madrastra. Le toca criar
hijos ajenos; quererlos como si fueran propios; paladearlos como si los hubiera dado a luz ella
misma; disciplinarlos sin incurrir en excesos atribuibles a su supuesta condición de intrusa.
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Recibe, en recompensa, el peor de los pagos, que empieza por el nombre de su propia
filiación: madrastra.
Como madrastras había pocas —pese a los crímenes que les cuelgan las historias
infantiles— nunca se agruparon para defender sus derechos. No existe, por ejemplo, una liga
antidifamatoria de madrastras, como la tienen los judíos. Pero con el aumento de divorcios,
separaciones y segundos matrimonios, cada día aparecen nuevas madrastras. Madrastras de
hecho y de derecho. Ellas deben sobrellevar la cruz de educar niños ingratos y de peinar con
cariño a todos los Romeritos que en el mundo son, mientras los amigos de Romerito juran y
aseguran que la vieja lo tortura en casa mientras reparte pan a los chulos. Estas santas
mujeres, difamadas, denigradas y de ejemplar resignación, merecen que se las reivindique.
Propongo que Fenalco organice desde ahora el Día de la Madrastra, y que éste se celebre en
todo el país con fiestas en los colegios, homenajes en los estadios y almuerzos en el norte
salpicados de claveles rojos y poemas llorosos de Julio Flórez.
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Animales en órbita
Poco a poco los vuelos espaciales se asemejan más al Arca de Noé. A la perra Laika,
primera terrícola que trepó a la estratosfera, la reemplazaron luego otros animales mucho más
peligrosos, como micos y seres humanos, incluyendo cubanos y mujeres. Últimamente los
científicos de Estados Unidos tuvieron la brillante idea de incorporar a la tripulación del
transbordador espacial Challenger una colonia de 3.300 abejas. Para hacer un gesto de
amistad al gobierno del Quirinal, pese a sus diferencias de color político, la Casa Blanca
resolvió que las abejas fueran italianas.
Los bichos permanecieron en órbita siete días. Un grupo de especialistas aguardaba con
ansiedad el retorno de la nave para examinar qué había ocurrido con los insectos. Y lo que
pudieron observar fueron dos cosas, una de ellas previsible y la otra absolutamente
sorprendente. La previsible fue que, al carecer de jardines el Challenger, las abejas no
consiguieron fabricar miel. De esta manera pudo comprobarse que la miel sí proviene del
néctar de las flores, asunto que nadie pone hoy en duda. La sorpresa fue que las abejas, a
pesar de ser italianas, trabajaron incansablemente durante el vuelo. Al abrir los científicos el
compartimiento en que viajaban las aladas hermanas de Maya descubrieron que habían
construido un panal en medio de total ingravidez. No sé si este hecho admirable sirva para
sacar algunas conclusiones acerca de las casas sin cuota inicial. A lo mejor no, pero al menos
permite reflexionar sobre la ingravidez y las abejas.
Un hecho poco conocido, y sobre el cual aún no he visto comentarios autorizados en las
revistas apícolas, es que de las 3.300 abejas que partieron al espacio, sólo volvieron vivas
3.280. Veinte perecieron durante la travesía. Fueron heroínas del progreso del hombre a las
cuales habrá que rendirles algún día el justo homenaje.
Resulta interesante saber que ya tenemos abejas astronautas. Pero al mismo tiempo me
preocupa la ligereza con que los científicos están colando animales en las naves del espacio.
¿Sabían los tripulantes del Challenger la compañía en que viajaban? ¿Habían aprobado el
experimento? ¿Qué habría ocurrido si las 3.300 abejas, enfurecidas por la falta de gravedad o
por algún efecto estelar desconocido, resuelven atacar a los comandantes de la nave? Estoy
seguro de que el periplo apícola se realizó a escondidas de los astronautas. Ningún tipo
sensato habría aceptado meterse en un viaje a la luna con 3.300 abejas, por más italianas que
fueran.
Uno sabe cómo empiezan estas cosas, pero no tiene idea de cómo terminan. La siguiente
escena podría ocurrir en cualquier viaje futuro del Challenger:
—Oye, John —dice el Comandante—: obtura las aletas altero-cósmicas para mantener las
antenas en posición U-48.
— ¿Mhhh?
—Sigue las instrucciones que te he dado —insiste el Comandante—. Y déjate de hacer
ruidos al comer.
Ante los persistentes chasquidos de John, el Comandante voltea a mirar y descubre
aterrorizado un tigre que se relame al pie de la silla del copiloto, mientras se extienden a sus
pies los chiros ensangrentados de un traje de astronauta. En la estación de Cabo Cañaveral,
donde han seguido la escena por medio de monitores de televisión, los científicos se abrazan
dichosos al comprobar que los tigres no pierden el apetito en circunstancias de gravedad 0.
Nada de esto sería especialmente delicado, sin embargo, si no estuviese presente el
riesgo de algún accidente espacial que conduzca al desembarco de tigres, marimondas,
iguanas, ñandúes, abejas italianas, pastores alemanes, sapos de tierra caliente o anofeles de
pantano en algún planeta de galaxia ajena. Ello podría provocar peligrosas confusiones.
Supónganse ustedes que una nave poblada de sapos, con los cuales se quiere experimentar la
capacidad de croar en circunstancias de ingravidez, se extravía y va a parar a algún lejano
mundo. Los habitantes de la estrella pensarán, con seguridad, que el sapo es el rey del planeta
Tierra. Procurarán descifrar su lenguaje y sus costumbres; invitarán al sapo más grande a una
conferencia cumbre con el príncipe o gobernante máximo del planeta; sapos, sapas y sapitos
serán agasajados en Palacio; los entrevistarán en la televisión; saldrán en la prensa; se
interpretarán himnos en su honor; habrá desfiles militares para rendir tributo a los batracios;
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muchas mujeres morirán de amor prendadas de los ojos saltones del sapo; muchos varones
serán presa de la concupiscencia observando las ancas de rana.
Algún día los científicos locales lograrán entender los computadores de la nave intrusa y
estimar la trayectoria que ésta ha seguido. Una comisión especial del avanzado planeta querrá
entonces retribuir la visita y se enrumbará en su platillo volador con dirección a la Tierra. Sólo
al llegar aquí descubrirán la verdad y sabrán que el amo de la creación terrícola no es el sapo
sino el hombre.
¿Se imaginan ustedes la desilusión de esa pobre gente?
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Noemí Sanín: en su primera vida fue el león que se comió a Glenn Ford; en la segunda,
el consejero que pidió a Luis XVI decapitar a Shirley MacLaine; en la tercera, el verdugo que
hizo caer la cuchilla sobre la testa de Stallone; en la cuarta, el amigo de Jorge de Inglaterra
que violó a Loretta Lynn; en la quinta, Enrique Olaya Herrera; reencarnó hace tres décadas
como ministra de Comunicaciones y se estima que podría reencarnar algún día como Miss
Nueva Zelandia.
El Puma: fue vendedor de pitayas en la Corte de Sheshonk, rey egipcio en el siglo
noveno antes de Cristo, y está convencido de que fue también Cristo nueve siglos más tarde.
Tomó parte en la invasión de Constantinopla por los turcos en calidad de gato acompañante.
Reencarnó como hija menor de Miguel Antonio Caro y más tarde como profesora de canto en
una aldea de Neguev. Su penúltima reencarnación fue como lobo, aunque en una manada
diferente a la de Stallone. Por error, reencarnó parcialmente como Julio Iglesias.
En cuanto a este servidor, sólo pude saber que fui corista de zarzuela en el estreno de
"Marina" (1871), pionero de los "hooligans" de Liverpool que fundaron el fútbol como excusa
para sus desmanes en el siglo pasado y poeta trasnochador de la Gruta Simbólica a comienzos
de éste. Si lo último es verdad, aspiro a haber sido Eduardo Ortega, quien dejó el siguiente
chispazo que encierra su, mi, nuestro pensamiento sobre cualquier trabajo eventual de horas
extras después de muerto:
Pienso cuando estoy fumando que todos vamos al trote, que la vida es un chicote que se
nos está acabando. Si en el momento nefando - Dios me llega a preguntar: — ¿Quiere usted
resucitar?, le diré echándole el humo: —Mil gracias, Señor, no fumo porque acabo de botar.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Mascotas
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
apartamento y por la noche apareció el chino absolutamente radiante: ¡se había ganado la rifa
de una mascota! Daniel la bautizó "Corbata". Y aunque el animal es mucho más callado que
"Perro" o "Gato" y no destroza muebles, como "Rafael Valdés", ni amenaza con escapar por la
ventana, ya no sabemos qué hacer con él. No es sólo la cantidad de comida que ingiere, ni la
capacidad abismante de ensuciar alfombras. Sino que el techo del apartamento es bajo, las
lámparas nos costaron un ojo de la cara y todos nos preguntamos cómo diablos hacer para
que la maldita jirafa mantenga el cuello agachado...
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Empiezo por contarles que al final muere Carmen. Esto le brindará a usted una excusa
para faltar a la temporada de ópera en caso de que sea de los que acuden cautivados por el
suspenso. Pero Carmen no muere sola, ni muere de primera. Se trata de una obra bastante
sensacionalista, puro sexo y violencia. En el primer acto hay riña de señoras; en el segundo,
asesinato de un oficial de la guardia (Zúñiga) a manos de uno de sus subordinados (don José);
en el tercero, intento de homicidio protagonizado por don José en la persona del torero
Escamillo y posterior round a mano limpia entre los dos; y en el cuarto, finalmente, asesinato
de Carmen con arma blanca por el peligroso don Pepe.
"Carmen" de Bizet —no de bidet, como decía una tía mía escandalizada— fue el
argumento definitivo para que este servidor, amante del arte mayor de la zarzuela, accediera
a asistir a una ópera. Allí hubo engaño. Se me dijo que era una obra divertida, y la sangre de
los muertos salpicó hasta el tercer palco de segunda fila; se me dijo que era una obra
fácilmente comprensible, y todavía me pregunto por qué Carmen le coqueteaba a Zúñiga en el
acto primero; se me dijo que era una obra ligera, y duró tres horas y 32 minutos, sin
descuento. A la larga, sin embargo, fue una experiencia inolvidable. Quedé encantado con
Sofía Salazar y, si no hubiera sido porque don José parecía excesivamente celoso, hasta me
habría trepado al escenario a defenderla cuando resultó golpeada alevosamente por Frasquita.
Tuve la mala suerte de hacerme acompañar de Fontanarrosa, quien resultó demasiado
sensible para la obra. Al final del segundo acto, cuando muere el militar —después de haber
sido impresionantemente golpeado a rodillazos en dolorosa región— Fontanarrosa perdió la
compostura y me propuso que nos fuéramos.
—¡No sabes qué quilombo se va armar aquí! —me dijo—. Verás que en el tercer acto se
desata una ola represiva que podría terminar en cualquier cosa.
Fontanarrosa es argentino y ocho años de dictadura militar lo dejaron hipersensible.
Aunque intenté convencerlo de que nos quedáramos, me fue imposible atajarlo. Terminando el
segundo intermedio nos marchamos. Al cabo yo consideré que, como habíamos asistido con
boletas de cortesía provistas por la propia Carmen, de golpe podríamos vernos envueltos en
algún lío. Fontanarrosa tenía, además, otras razones. Temía que si el cuarto acto llegaba a
terminar empatado, podría haber tiempos suplementarios y no saldríamos antes de la
medianoche.
La obra es bonita, no me aparto. Pero tiene sus bemoles. El idioma italiano que hablan,
por ejemplo, es tan deplorable que parece francés. Me dio la impresión, además, de que el
tenor exageraba un tanto en las escenas de amor con Carmen, hasta el punto de que en una
de ellas tuvo que intervenir la directora de Colcultura para que el tipo se aconductara. En el
acto segundo hay una extraña competencia entre Carmen y don José por un taburete —algo
así como el juego de sillas musicales pero sin que la música se interrumpa—, enojosa disputa
que habría podido evitarse arrimando otra silla que estaba junto de la mesa. Tampoco me
gustó el torero. Escamillo parecía hallarse disfrazado de cantante de ópera disfrazado de
torero, y no de simplemente torero. Es verdad que el asunto transcurre en 1820; pero en ese
entonces ya Pepe Cáceres toreaba con traje de luces y no con vestido de churumbel, como
Escamillo.
Lo que más me impresionó, sin embargo, fue ver salir, en medio del coro de piscas que
aparece en el primer acto, a una de las hijas de mi tío Patricio. Increíble. ¡Todos los esfuerzos
que ha hecho mi tío por darles a sus hijos una educación decente, y ahora le resulta esta niña
con semejantes compañías...!
"Carmen" es una de las óperas más populares del repertorio universal. De ella se han
hecho películas, ballets y no me extrañaría que pronto saliera una historieta. Algunas de sus
arias —como esa de "Toreador"— las oye uno silbar en busetas y puestos de fritanga. Sin
embargo, aún le falta mucho para llegar a ser zarzuela. Pese a estar escenificada en España,
jamás cantan ni bailan "El Vito", lo cual resulta imperdonable. Por otra parte, no me pareció
apta para niños; es cierto que en un momento dado desfilan varios gamines y cantan una
pieza que no es "Grabé en la penca del maguey tu nombre". Pero hay muchos episodios
sangrientos y no pocas concesiones eróticas: en el programa anuncian que Carmen tiene
cuatro actos, pero yo alcancé a contar varios más.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Sin embargo, lo que más me ofendió de la trama fue el hecho de observar cómo un
sargento bueno y decente, como don José, se convierte primero en desertor, después en
contrabandista y finalmente en asesino. No me parece que la situación del país sea lo
suficientemente sosegada para que el Gobierno ande patrocinando esta clase de obras que van
en demérito de las fuerzas armadas en general y de don José en particular. Me temo que los
enemigos de las instituciones republicanas, que no saben distinguir entre la falibilidad de los
hombres y la infalibilidad de los cuerpos armados, podrían utilizar la trama de esta ópera para
su soterrada campaña contra los pilares de nuestra democracia.
El país —en suma— no está preparado para "Carmen". O, por lo menos, no lo estábamos
Fontanarrosa y yo. Por eso abandonamos el Teatro Colón al terminar el segundo acto, sin decir
ni chau.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Después de haber conquistado al público masivo de Estados Unidos y del resto del
mundo, Julio Iglesias empieza a desplegar una nueva estrategia enderezada a seducir—en el
mejor sentido de la palabra, digo yo— uno por uno a los pocos seres que aún nos resistimos a
hervir en la caldera frenética de sus millones de hinchas.
Tengo que decir a mis lectores, con algo de vanidad y mucha desazón, que Julio Iglesias
está decidido a conquistarme. En el mejor sentido de la palabra, claro. Me tiene chequeado.
Cada vez que escribo alguna frase irónica contra sus performances dulzarronas, me dispara un
cable amabilísimo. Estoy hablando de reacciones instantáneas: mi nota se publica por la
mañana y el telegrama de Miami llega al mediodía. Debe tener espías locales. No me deja
pasar ninguna mención sin responderla con gentileza y paciencia. Hace poco mencioné el
arequipe con brevas y la sola alusión al dulce hizo activar su maquinaria de conquista. Los
mensajes vienen firmados por Fernán Martínez, su jefe de prensa, un simpático e inteligente
colega que trabajó conmigo hace diez años. Pero yo sé que en realidad los escribe y los manda
Julio Iglesias. Martínez es la fachada.
El asedio comenzó hace dos o tres años, cuando yo ya había evidenciado mi repudio por
el tono melodioso y señorero de Iglesias. Por esa época llegué a Miami de regreso de un
encuentro de periodistas en Nueva York, y me sorprendió toparme en el aeropuerto con tres
ejecutivos de "Producciones Julio Iglesias Ltda.". Pensé que iba a recibir a una de las actrices
que hacen cola para pasarla noche con el cantante. Pero, ¡qué va! Iban por mí. Yo era el
invitado de honor al recital que presentaba esa noche Iglesias en un gigantesco auditorio
municipal. Sinceramente, me sentí lisonjeado y asistí al concierto. Había miles de señoras,
señoritas y niñas que lloraron y gimieron durante toda la presentación. Pero Julio, que ya se
había propuesto reclutarme para el ejército de sus admiradores, cantó un par de canciones
mirando hacia el sector de platea donde yo me encontraba, homenaje que no pasó inadvertido
a la prensa local. Por último, en el momento de las venias, me permitió una brevísima mirada
al costado izquierdo de la cara, ese que no le gusta que le vean.
Muy bien. Yo agradecí a los ejecutivos, gasté algunas palabras de cortesía hacia el
concierto y me fui a mi hotel. Pero no por mucho tiempo. Hasta allí llegaron otros ejecutivos
de "Jules Church Productions Inc" —la filial gringa de la empresa matriz— que me sacaron a
comer, me obligaron a repetir moros y cristianos en un restaurante cubano y luego me
regalaron un papel autografiado por Julio Iglesias: "Para Daniel, con todo aprecio". Al llegar a
Bogotá le borré el Daniel con trementina, escribí Gloria, le obsequié el papel a mi secretaria y
ella entró en un éxtasis feliz del cual aún no ha regresado.
En los años siguientes se produjeron nuevas escaramuzas. Son las que he venido
relatando: nota escrita es mensaje fijo. Hasta que la semana pasada encontré en mi buzón un
material de Julio Iglesias francamente comprometedor. Se trata de una carpeta impresa a todo
color en el papel más fino posible, cuya carátula muestra a Julio vestido de smoking (costado
derecho, por supuesto) y un letrero en la esquina donde se lee: "Amigos de Julio: International
Fan Club". Al abrir la carpeta cayó encima de mi escritorio aquel documento por el cual
morirían varias de mis primas, algunas de mis sobrinas, mis dos hijas y la totalidad de mis
tías. Se trata de una escarapela con la foto del artista a todo color y un espacio blanco que me
acredita, con nombre y todo, como miembro activo del club internacional de fanáticos de Julio
Iglesias.
Para celebrar mi ingreso no solicitado al club de fans venían en la carpeta calcomanías,
un boletín de noticias, un poster, la biografía del cantante y cinco fotos suyas. Costado
derecho, por supuesto. Una de ellas —me da pudor contar lo que sigue, pero los periodistas
debemos sinceridad a nuestro público—: digo que una de las fotografías, la única en blanco y
negro, lleva una leyenda y una firma. La firma es la de Julio. La leyenda dice: "Un beso". Si no
fuera porque la inscripción está impresa y no manuscrita —lo sé porque pasó la prueba de la
trementina— yo habría pensado que ya era hora de dejarle saber al señor Iglesias que soy un
caballero honrado y no aquello por lo que él quizás me toma.
Pero no es preciso hacerlo. Sé que Julio quiere subyugarme —en el mejor sentido de la
palabra—, por cuanto no considera verosímil que unos pocos terrícolas ofrezcamos a su voz y
al costado derecho de su rostro la tenaz resistencia que oponemos.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Gracias a los textos de la carpeta, que releí; a las fotos, que observé cuidadosamente; y
al poster, que rifé, he podido saber muchas cosas interesantes de Julio Iglesias: que es
supersticioso (no pasa por debajo de escaleras, no se sienta en una mesa donde haya trece
personas); que tiene un Rolls Royce de color azul; que toma gazpacho y paella; que es
abogado —como uno—; aficionado al fútbol —como uno—; y enamoradizo —como dos—.
También me informan los folletos que un accidente de automóvil truncó su carrera de arquero
y le abrió las puertas del canto (¡Maldito accidente!); que tiene tres hijos y un perro de pura
raza —como uno—; que sus lugares preferidos son "su casa en España, su casa en Miami, su
Isla en Polinesia y su hacienda en Argentina" —no como uno—; que quiere dejar de fumar y
que cree de veras en la amistad.
Mi condición de miembro no voluntario del club de fans de Julio Iglesias me ha obligado a
mirarlo desde otra perspectiva. La carpeta me permitió ver al ser humano que hay detrás del
cantante, con sus inquietudes, sus angustias y sus pequeños gustos. Es hora de confesar que
su amable persistencia está a punto de doblegar mi antipatía. Voy a proponerle un trato
público a Julio: me comprometo solemnemente a que si él deja de cantar, yo me vuelvo el
primero de sus hinchas.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Miedo a la aguja
—Señorita —le dije al ver que desenfundaba la hipodérmica—: perdóneme, pero si es con
aguja no le jalo.
La enfermera me miró desconcertada. No podía creer lo que yo le estaba diciendo, así
que juzgué prudente repetírselo.
—Así como lo oye: le traigo las muestras que quiera —coprológicas, de orina, de afecto
—, pero de inyecciones ni hablemos.
La enfermera reaccionó al cabo de algunos segundos y me mostró el papelito donde el
médico había instruido las pruebas de laboratorio.
—Aquí dice "triglicéridos". El día que alguien consiga medir los triglicéridos en una
muestra de orina, le darán el Nóbel. Lo lamento, pero hay que sacarle sangre.
Yo me puse de pie, decidido a dar la lucha definitiva, a morir en la defensa de mis
principios, a verter hasta la última gota de sangre para que no lograran extraerme la primera.
—Pues tendrá que esperar hasta que me sobrevenga alguna hemorragia nasal, que no
son infrecuentes en mi caso, para recoger la muestra. Anóteme aquí su teléfono, que yo la
llamo tan pronto como sienta las narices húmedas...
Me disponía a irme, cuando le enfermera gritó en voz alta:
—¡Doctor!
Al doctor le bastó ver mi actitud y la cara desolada de la enfermera para entender qué
ocurría. Quiso ser comprensivo. Me llevó a su oficina, me ofreció un tinto, sintonizó música
suave en el radio y empezó a hablarme de grandes actos heroicos que registra la historia de la
humanidad. Mencionó a Massada, la fortaleza en que se suicidaron cientos de judíos a fin de
no caer en manos de los legionarios romanos; hizo el recuento de las guerras púnicas y sus
miles de víctimas; habló de los años de la plaga y del cólera; refirió el martirologio de una
docena de santos; describió con repugnante esmero los campos de concentración nazis;
recordó los millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial. Y al final dijo:
—Supongo que frente a tanta muerte y tanto heroísmo, un pinchazo en una vena
constituye una ridiculez.
Y, creyendo que me había convencido, me tomó de la mano cariñosamente y empezó a
conducirme hacia la enfermería.
—Un momento —le dije cuando adiviné sus intenciones—. Lo que para usted puede ser
ridículo, para mí es heroico. No aspiro a entrar a la historia por mi valentía. Tampoco quiero
que me feliciten mis amigos por mantener la compostura ante la jeringa que servirá para el
examen de triglicéridos. Es más: ni siquiera me interesa saber qué son los triglicéridos. Lo
único que le puedo decir es que esta epidermis asustada que usted ve no será perforada por
aguja alguna. ¡Se lo juro! El doctor dejó caer los brazos y le pidió a la enfermera que llamara
al psiquiatra. Poco después llegó el psiquiatra. En estas clínicas modernas los médicos se
agrupan para que ninguna presa del cuerpo necesite ser examinada por la competencia. Ni
siquiera la cabeza. Por eso andan mancornados hasta con psiquiatras.
El psiquiatra no sólo quiso ser comprensivo, sino inquisitivo. ¿Por qué mi horror a las
agujas? Trató de averiguar mis más lejanos recuerdos infantiles, los hobbies de mi padre, la
frecuencia con que mi madre ve musicales de televisión, los votos de mi hermano en Nilo
(Cundinamarca) y la estatura promedio de los vecinos de mi cuadra. Todo se lo dije. Pero
cuando, invocando a Freud, quiso sacarme datos sobre la vida sexual de Amparo Grisales, lo
mandé al diablo. Que aprendan a respetar. En un intento final, que tampoco le funcionó, me
ofreció un osito de felpa si me dejaba sacar sangre.
Después del psiquiatra trataron de convencerme el celador del edificio, la cajera, un niño
al que acababan de pinchar y el jefe del personal de EL TIEMPO. Este último me amenazó con
retenerme la quincena y suspenderme los vales azules para el almuerzo. Me negué
sistemáticamente y, ya molesto, le ofrecí —en vez de la sangre— una muestra coprológica.
Pero me pareció que él también es de la tesis de que los triglicéridos sólo pueden pesquisarse
en la sangre, pues rechazó iracundo mi oferta y desde entonces no me entrega vales azules.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
A pesar de que aporté a colación nuevos argumentos, como el hecho de que en Estados
Unidos están eliminando a los condenados a muerte con aguja hipodérmica, me doy cuenta de
que he quedado como un cobarde. Lo único que me reconforta es que, a raíz de esta historia,
pude conocer a otros varones hirsutos, verdaderos machazos como yo, que no tiemblan ante
el pelotón de fusilamiento pero sí ante la amenazadora presencia de una inyección.
Pensando en hacerle un bien a la humanidad, me reuní con tres de ellos: un ex-
torturador que está desempleado desde hace tres años, un torero andaluz motejado "Er
asesino" y un antiguo jefe nazi. Con ellos fundé una organización de auto-defensa, llamada
VCH: Varones Contra la Hipodérmica. Nuestro desafiante lema campea glorioso sobre una
bandera colorada: "Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que una aguja
por el pellejo nuestro".
Ya somos cientos los afiliados. Y estoy seguro de que seremos miles.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Una buena noticia: los tigres han vuelto. Después de haber sido perseguidos, cazados y
desollados por los seres humanos durante largas décadas, se registra un saludable aumento
en el número de tigres en algunas regiones del mundo. Un informe optimista al respecto trae
el diario soviético Izvestia, de donde lo ha tomado el Daily Telegraph de Londres, de donde lo
tomó esta columna.
Según noticias procedentes de Khabarovsk, región en la que se daban silvestres los
tigres hasta hace un siglo, los últimos diez años revelan que ha aumentado la población de
felinos gracias a que a los humanos les está vedado cazar tigres. Sin embargo, como los tigres
no tienen prohibido cazar humanos, también anota Izvestia una disminución de la población
campesina por culpa de los tigres. "Decenas de seres humanos —dice el Daily Telegraph que
dice Izvestia— han muerto en la última década por ataques de tigres, y centenares de
animales domésticos son devorados cada año por las fieras". En los diez últimos años se han
presentado el doble de ataques de tigre que en los cincuenta años previos.
Los ecólogos rusos atribuyen la mayor ferocidad de los tigres siberianos al hecho de que
la cacería de venado a lo largo del río Ussuri se incrementa y en ocasiones el tigre, al verse
privado de su presa favorita, resuelve almorzarse un campesino o dos. Es evidente que sólo lo
hace por necesidad, ya que los campesinos siberianos —tan reacios al baño y al aseo— son al
menú de los tigres lo que el queso Camambert al de los franceses. Además, andan envueltos
en gruesas pieles (los campesinos, no los tigres) y con botas altas, todo lo cual dificulta
enormemente la digestión al tigre.
Preocupada, Izvestia consulta al profesor V. Zhivotchenko, experto en tigrología, acerca
de las medidas que resultan aconsejables para quienes se encuentren con un animal de estos
en plena estepa siberiana. El primer consejo del profesor —dice el Daily Telegraph que dice
Izvestia— es el de "dejarle saber al tigre que uno no está tratando de disputarle su territorio
de cacería", pero que tampoco le tiene miedo. Los animales se han demorado en entender lo
primero y definitivamente no se preocupan por lo segundo. Se sabe que varias víctimas habían
avanzado notablemente en sus explicaciones sobre la importancia del respeto a la propiedad
privada de las fieras cuando fueron atacados y consumidos cuidadosamente por el tigre.
El segundo consejo del profesor Zhivotchenko se refiere a cómo escapar del tigre sin
meterse en un lío peor. Dice el Daily Telegraph que dice Izvestia que dice el experto:
"Situaciones críticas se presentan cuando la gente trata de huir del tigre o trepa a un
árbol para eludirlo; los tigres pueden esperar durante muy largo tiempo". Aunque el profesor
no lo menciona, se supone que durante su paciente espera estarán actuando los jugos
gástricos del tigre y se le abrirá notablemente el apetito, de modo que cuando uno descienda
del árbol ya no se contentará con una pierna, sino que pedirá pechuga y rabadilla.
Justamente sobre este último punto ofrece su tercer consejo el profesor ruso: "Nunca le
dé la espalda a un tigre, pues esto estimula a la bestia". Yo diría que lo irrita, como irrita a
cualquiera semejante gesto. La cortesía aconseja que no se ofenda de tan incivil manera al
prójimo, especialmente si el prójimo es un tigre que dos segundos después podría dar un salto
y atenazar al malcriado por la nuca.
El último consejo de V. Zhivotchenko debe observarse al pie de la letra. Dice el Daily
Telegraph que dice Izvestia: "A los tigres no les gusta que los sigan y, además, tienden a
triturar los huesos de sus víctimas con la fuerza de sus mandíbulas; por esta razón, una vez
atrapado es mejor no resistirse sino entregarse silenciosamente".
Ignoro si estos consejos del profesor ruso (y juro sobre una Biblia que así los publica el
Daily Telegraph) habrán sido comentados con los campesinos de Siberia. Pero el informe
agrega que el tigre siberiano "es tranquilo y balanceado (?)", a diferencia del tigre de Bengala,
sangriento y agresivo. Los tigres de Siberia, de los cuales hay unos 200, miden hasta dos
metros de cabeza a cola y pesan más de 300 kilos.
Un tigre en particular —remata el informe— se ha convertido en mascota de un pequeño
pueblo cercano a Vladivostok. Se le ve con frecuencia caminando por las calles, pero no ataca
a los seres humanos. "Los perros, en cambio, son un manjar que adora", observa el profesor
Zhivotchenko.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
No puede uno menos que sentir una pequeña alegría al saber que los tigres están
regresando. Ahora sólo podía vérselos padeciendo triste encierro en un zoológico o convertidos
en gatos grandes por obra de un domador de circo. Reconforta saber que en Siberia han vuelto
a rondar los grandes felinos y que comen gente sin preguntar siquiera a su víctima si está
afiliada al partido comunista.
Si usted tiene planeado pasar el próximo puente en Siberia, recuerde bien los consejos
del profesor Zhivotchenko: no establezca disputas de finca raíz con el tigre, no trepe a los
árboles, no le dé la espalda y, sobre todo, no se queje cuando empiece a comérselo, porque
entonces se lo comerá más rápido.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
están repletos de anuncios de magos y brujos. Al parecer, la comunicación con los muertos
sigue siendo una de las actividades favoritas de quienes aspiran a conocer lo que les depara el
destino. Con el cierre de las importaciones, ya estos procesos no se realizan a través de una
"médium" sino de una "small"; pero, tristemente, aún hay por ahí muchos lugares donde se
reúne regularmente un grupo de personas en torno a una mesa y se dedica a gastar tiempo y
ahorrar luz en pretendidas telecomunicaciones con Napoleón, maridos anónimos, San Juan
Bautista y otros ciudadanos fallecidos.
No creo tampoco en estas invocaciones, como no creo en horóscopos ni en agüeros. Me
provoca especial deleite pasar bajo una escalera, acariciar gatos negros, jugar fútbol con la
camiseta número 13, derramar la sal (cuando está barata), matar polillas gigantescas y
romper espejos.
No soy crédulo ni agüerista. Y toco madera para no serlo jamás.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Cenizas en órbita
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
de la vieja y cuáles las del gato, para colocarlas al lado de las de Cristóbal Colón y las de Neil
Armstrong?
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Entre todas las historias que se publicaron a raíz del tricentenario de Bach, la más
conmovedora es la de aquel organista de la ciudad de Lübeck que aceptó a Bach como
discípulo, pero le puso como condición la de casarse con su hija Margreta. Mucho era el amor
de Bach por el órgano y mucha su admiración por el profesor Dietrich Buxtehude, pero no
tanto como para dejarse sobornar en asunto tan serio como el matrimonio, así que prefirió dar
a todos noches muy felices, como Rin Rin Renacuajo, y desaparecer de la escena y de Lübeck.
Fue, sin duda, la más importante fuga de Bach.
Lo curioso es que pocos años atrás el organista había hecho la misma proposición a
Hándel, con idénticos resultados. Y antes de morir, el buen Dietrich logró que el Concejo de
Lübeck aprobase un acuerdo según el cual sólo podría tocar el órgano del municipio quien
hiciera lo propio con la pobre Margreta. Finalmente un tipo llamado Johann Christian
Sochiefferdecker cerró los ojos, se lanzó en brazos de la hija de Buxtehude y consiguió el
cargo oficial de organista. Fue un músico sin brillo, nos dicen los expertos, que no obtuvo un
cupo en la historia por haber pulsado las teclas más famosas de Lübeck, sino por haberlo
hecho con las de Margreta.
Lo más terrible de todo es saber que el insigne organista acudió a tan desesperados
recursos al temer que su hija no se casaría nunca, pues, nos dicen los historiadores, "tenía ya
30 años".
¿Conque a los 30 años se alcanzaba en ese entonces el estado de solteronía? Grave cosa.
Gravísima. Porque el síndrome de la soltería avanzada ha sido uno de los flagelos de la
humanidad; contra él hoy existen varios antídotos, pero pocos en cambio se conseguían en esa
época.
Yo no sé decir exactamente a partir de qué almanaque se ingresa en nuestros tiempos a
la solteronía. Pero con certeza no a los 30. Hay que tener en cuenta varios factores. Por una
parte, que la expectativa de vida hace tres siglos era en promedio de unos 45 años, de modo
que a los 30 la dama ya había recorrido el 66 por ciento de su probable existencia sin haber
conocido aún varón. Sólo le quedaba un tercio de vida para gozar de señores antes de pasar a
gozar de El Señor.
Si tenemos en cuenta que hoy la expectativa de vida en Colombia es de 64 años (datos
de Unicef), vemos con algún alivio que al estado de solteronía sólo se llega a los 42 años y
medio. En otras palabras, que si Margreta hubiera vivido aquí y ahora, su padre sólo se habría
empezado a preocupar por su situación no marital cuando la niña tuviera 41 años. Pero tal vez
Bach no habría huido, y Hándel se habría limitado a ser organista suplente de Lübeck y el
mundo habría perdido a dos de los más grandes genios de la música.
Solteronas y solterones ha habido siempre. Pero las solteronas, más que los solterones,
han constituido una especie de peso en la conciencia de la sociedad. En 1685 y en 1985. En
Lübeck y en Colombia. El Tuerto López escribió sentidos versos a esas "muchachas solteronas
de provincia, que los años hilvanan leyendo folletines y atisbando en balcones y ventanas". Las
consideraba "inútiles y castas" (pleonasmo sin oficio), "papandujas, etcétera" y, sobre todo,
"pobres muchachas". No le falta razón. Pero hay que decir que ahora las cosas han cambiado.
Desde que la soltería se volvió recuperable, por obra de los jueces y del tribunal de
anulaciones de la Santa Madre Iglesia, ya no se huye de ella sino que muchos —por el
contrario— procuran volver al estado de gracia que ella produce. Durante siglos se miró con
pavor, incluso con desconfianza, a la soltería avanzada. Nadie reparaba que el Papa era soltero
y que soltera murió Santa Teresa, sin que los criticaran jamás por ello. De allí que los padres
empezaban a preocuparse cuando sus hijas se acercaban a la treintena sin pronósticos de altar
y llegaban a comprometer a las autoridades civiles en la cacería de novios, según lo hizo el
desesperado Dietrich Buxtehude.
Ya el asunto no es tan acuciante. Las madres no sufren tanto como solían hacerlo ante la
perspectiva de que sus hijas se queden "para vestir santos". Yo, que llevo trabajando con los
Santos muchos años, he oído decir que lo difícil no es desvestirlos, sino vestirlos, y por esto
entiendo el penoso origen de la expresión. Pero, seamos sinceros. Ya pasó de moda el andarse
afanando por el estado civil de las mayores de 25 años. Conozco señoras que a los 60 han
vuelto a ganar su soltería tras un par de matrimonios, y nadie se compadece de ellas. Al
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
contrario: muchas amigas las envidian. Por otra parte, la solteronía ya no significa,
necesariamente, inutilidad ni castidad, como lo supuso el Tuerto López. Una solteronía bien
administrada puede producir más dicha que un mal matrimonio. Y tengo ejemplos cercanos
para decirlo. Tuve un tío reputado solterón que murió hace varios años en presumible celibato.
Sus sobrinos, conmovidos, nos acercamos al cementerio esa tarde para que el cortejo no
estuviera tan solitario. ¿Tan solitario? Qué ingenuos: detrás del féretro desfilaron, en llorosa
caravana, no menos de seis mujeres que emitían desgarradores gemidos típicos de viudez
flamante y una buena colección de jóvenes de diversas edades y tamaños, todos idénticos a mi
tío.
Las solteronas y los solterones, pues, son asunto del pasado. Como la quinina y el
alumbrado de gas, pertenecen a otros tiempos. La posibilidad de solteronía ya no asusta a
nadie. Ahora: que si una de mis hijas cumple 30 años y no hay novio a la vista, soy capaz de
fundar yo también una academia de música y bautizarla "Dietrich Buxtehude". Quién quita que
caiga algún pretendiente...
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Hace casi cuatro siglos un triste y enjuto caballero se dirigía a su amada, en tierras de La
Mancha de la siguiente manera: "Soberana y alta señora... amada enemiga mía...".
Algo va de entonces a hoy y de La Mancha a Colombia, cuando y donde el apelativo
cariñoso con que se dirige a su consorte una de las más célebres esposas de la televisión
nacional es "Puchis".
Sin embargo, sea el remoquete "Alta y dulce señora" o simplemente "Puchis", nada hay
más bobo y nada hay más cursi que los apelativos cariñosos que se emplean entre
enamorados. No hace mucho un ensayista de la revista Time justificaba el asunto con la
siguiente frase, que es perfectamente cierta: "Esos términos son tontos porque los
enamorados generalmente son tontos".
El problema no tiene solución. Unos optan por los genéricos cursis y otros, para eludir la
cursilería, escogen apelativos específicos que acaban siendo tan cursis como los primeros. Me
explico. Uno puede decirle a la novia o a la mujer "Negra" o "Mona" y con eso lo único que
está haciendo es cometiendo un pecado común de cursilería. Hay maneras de agravarlo; la
principal de ellas es el diminutivo "Negrita", "Monita". La opción opuesta consiste en desechar
las fórmulas genéricas y fabricar el amoroso sobrenombre a la medida de quien lo recibe.
Pienso en "Niña de los ojos verdes", que sería de una cursilería espantosa aunque reflejara con
fidelidad las oculares características de la novia. Pienso también en soluciones que aspiren a
vuelos poéticos menos elevados, aunque aludan siempre a una identificación específica de la
amada: "Cicatriz", por ejemplo, para llamar a una mujer cuya cara ha quedado trajinada de
mala manera por culpa de un accidente automovilístico o cuya costura de la apendicetomía
hizo queloide:
—"Cicatriz", ven a darme un beso...
La opción suena también bastante cursi, sin mencionar sus implicaciones en el terreno de
la crueldad. Y eso no es lo peor. Lo peor es que estos motes cariñosos generalmente sufren un
proceso de degradación aún mayor. De "Cicatriz", la víctima pasará a "Cica" y de "Cica" a
"Ciquita":
—"Ciquita", ven a darme un beso...
Los colombianos hemos encontrado refugio en unos cuantos genéricos que procuran
sacarle el cuerpo a la cursilería por medio de la dulcificación del humor. Son palabras que
quieren volverse tiernas al tomar lo que podría ser un pequeño insulto y convertirlo en
cariñosísima manera de dirigirse al amado(a). Típica entre todas es "gorda" o "gordo",
expresión que pronto adquirió dimensiones fatales con el agregado de la terminación "is",
denotativa de amor:
—"Gordis", ven a darme un beso...
El extendido empleo del "gordis" podría suscitar una empalagosa ola de vocablos
similares—defectos edulcorados—, tales como "calvis", "barrigonis" o "desdentadis". Y, ¿qué
tal el doble "is"?
—"Celulitisis", ven a darme un beso...
La cursilería asedia, y por el lado del sufijo "is" no parece haber salida. Podría pensarse
en volver a arcaicas expresiones laudatorias. Don Juan Tenorio tuvo mucho éxito gracias a
aquella fórmula de tomar entre las suyas la mano pálida de la amada y susurrarle al oído
apodos de este calibre: "Ángel de amor"... "Gacela mía"... Sin embargo, el alto rendimiento
que tuvieron ellos en su época no garantiza que pudieran volverlo a tener en la nuestra.
¿Alguien se imagina a un sardino que le suelte a una chica en la onda el "gacela mía" cuando
bailan rock en la discoteca?
El "Cantar de los cantares" constituye una de las más bellas páginas de amor jamás
escritas. No es mucha gracia, pues, al fin y al cabo tenía a Dios como corrector de estilo. Allí
las invocaciones son del tipo genérico: "Amado de mi corazón", "amada mía"... Cosas así, que
hoy servirían de muy poco frente a un "Puchis" o un "Gordis". Ha hecho tránsito a nuestros
días, sin embargo la más clásica y simple de las antiguas expresión de cariño: "Mi amor". La
única novedad que ha logrado introducírsele en Colombia es la incorporación de los dos
términos, fonéticamente, en una sola palabra:
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Los científicos perdieron la pista del ingrato lobo afgano hacia 1955. Se le vio por última
vez un martes en el antiguo aeropuerto de Orly, donde aseguró en medio de gruñidos
desgarradores que, desilusionado de la civilización, marchaba en busca de su medio natural.
Era el momento que Beimer-Walraff había temido: el del regreso de la bestia a su ambiente al
cual se sentía pertenecer. EL experimento había sido inútil. Sus palabras de despedida
—expresadas en el precario léxico que consiguió aprender— indicaban que se dirigía a
Coscuez; los cartógrafos buscan inútilmente desde entonces la ubicación del extraño lugar en
los mapas de Afganistán.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
América fue descubierta el 12 de octubre de 1492 gracias a que en esa época existía el
mapamundi pero no existía el memorando. El mapamundi era plano como una mesa. El
memorando aún estaba a cuatro siglos y medio de ser inventado. De haber existido este
cómodo sistema burocrático de pasarse la pelota, Colón jamás habría podido llegara nuestras
costas. Lo que más probablemente habría sucedido aparece sintetizado en la serie de
memorandos apócrifos hallados por mí en el baño de señoras del Archivo de Indias, que
transcribo a continuación:
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
El proyecto del señor Colón se refiere a temas geográficos que escapan a la jurisdicción
de esta oficina y que no son, evidentemente, tan agrícolas como se nos dijo en un principio.
Nos permitimos ponerlo de nuevo bajo su mando.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Ganarse la Copa Mundo no tiene mucho misterio. Por ejemplo, Colombia la va a ganar en
1986 y no andamos dándonos aires de importancia. Lo realmente difícil es diseñar el uniforme
de los jugadores que van a ganar la Copa Mundo.
En esos trotes estuvimos durante los últimos tres meses los directivos de la Selección
Colombia. María Elvira Pardo, la diseñadora que aportó su sabiduría sartorial al proceso, algo
sabe del asunto, y algo sabe también el doctor Gabriel Ochoa. Pero la intimidad total de cada
tela sólo la conocemos los miembros de la llamada Comisión de Notables: León "Gucci"
Londoño, Juan Sebasdior Betancur, Carlos Yves Cure, Alberto "Coco" Casas, Jorge Correa
Chanel y este servidor.
Todo empezó de la manera más inocente. Había el unánime propósito de reemplazar el
uniforme anaranjado y negro de la Selección de Fútbol por uno que reflejara la bandera
nacional. Cure pensó que era cuestión de dedicarle diez minutos al proceso y le dijo a Correa,
que es dibujante aficionado y carga en el bolsillo lápices de todos colores: "Hazte unos monos
con el nuevo uniforme y los aprobamos". Lejos estábamos de sospechar que acabábamos de
embarcarnos en la más difícil travesía de la Selección Colombia.
Los monos que hizo Correa hicieron estallar en mil pedazos la armonía que hasta
entonces reinaba en el grupo asesor de nuestro equipo nacional. Londoño opinó que faltaba
sobriedad; Betancur resultó partidario del cuello en V; a Cure le salió el gusto corroncho y
agregó a la camiseta una capita tricolor, como la de Superniña, que supuestamente haría más
original el diseño, aunque reconoció que facilitaría la detención y ahorcamiento de nuestros
jugadores por el rival. Casas, finalmente, opinó que los colores escogidos eran "lobísimos".
—Qué podemos hacer —respondió Cure— si son los de la bandera patria. Yo traté de
conciliar divergencias. Cure tenía razón: eran los de la patria. Pero Casas también tenía razón:
resultaba muy difícil combinarlos. Al fin y al cabo, habían sido escogidos dos siglos antes por
Francisco Miranda sin pensar en la Selección Colombia. "Y no se les olvide —les advertí— que
Miranda tenía gusto de venezolano". Llamamos á María Elvira. Ella, después de escucharnos
pelear durante tres horas, se dio cuenta de que el verdadero y único jefe del paseo era el
doctor Ochoa. No volvió a pasarnos al teléfono y a partir de ese instante únicamente aceptó
tratos directos con Ochoa y con dos jugadores que se convirtieron en asesores de corte y
confección del "scratch": Reyes y Knight. Pero nosotros, ignorantes de las reuniones al más
alto nivel que celebraban María Elvira y el médico en Cali, resolvimos continuar con nuestro
patriótico aporte. Fue menester gastarle varios almuerzos a Cure para que abandonara la idea
de la capita. Seguía insistiendo, eso sí, en una camiseta a rayas amarillas, azules, rojas y
verdes. ¿Verdes?, le preguntamos con curiosidad. "El color de la esperanza", contestó con
convicción. Juan Sebasdior, que no había hablado, sólo daría su visto bueno a la discreta
camiseta de Cure si la comisión votaba a favor de una pantaloneta rosada que había venido
diseñando en sus ratos de ocio durante la última semana. ¿Rosada?, le preguntamos con
horror. "El color de la juventud", contestó con convicción. El desconcierto fue roto por Casas.
Como buen político, él estaba dispuesto a algunas transacciones: sale la capa de Cure; entra el
rosado de Sebasdior, pero en las medias; baja el verde a la pantaloneta y la camiseta será
intensamente y enteramente azul. ¿Azul?, le preguntamos con sorpresa. "El color de Álvaro
Gómez Hurtado", contestó con convicción.
Resolvimos aplazar la discusión de los colores que formarían parte de nuestro más
importante uniforme deportivo, y optamos por empezar a ponernos de acuerdo con las cosas
fáciles: corte y estilo. Correa y Betancur eran partidarios irreductibles del cuello en V; a
Londoño y Casas les atraía el cuello redondo; Cure y yo estábamos por el cuello de polo. Había
un triple empate, así que resolvimos llamar al gerente administrativo de la Selección. Cuando
llegó Germán Obando, se inclinó por "el cuello imperio". Nunca pudo definir exactamente qué
era el tal cuello imperio, pero sospechamos que lo propuso tan solo por dárselas de modisto.
Decretamos un receso para buscar acuerdos. En una hora armaron sólida tenaza Londoño,
Casas, Correa y Betancur. Su propuesta: cuello en V y pantaloneta rosada. Puestas en
votación las ofertas, ganó el cuello en V por cuatro votos contra dos. Obando votó en blanco y
lo enviamos, por cobarde, a diseñar en Cali la pijama del presidente de la Federación de Fútbol
con la ayuda de Álvaro Guerrero, el gerente deportivo, quien había demostrado inclinaciones
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
cromáticas dignas de Francisco Miranda. Obando trató de explicarnos después que había
votado en blanco pero con una rayita tricolor en los bordes. No le creímos.
Cure y yo seguíamos oponiéndonos a la camiseta tricolor con pantaloneta rosada y
medias verdes. Cure, porque le parecía muy discreto. Yo, porque no me gustaba el cuello en V.
Londoño intentó un discurso sobre "el abigarrado espíritu tropical de nuestro pueblo" y "la
variedad multicroma de los eludes", pero lo callamos entre todos.
De pronto apareció Betancur ataviado con el uniforme de la propuesta. La flacura de las
piernas de Juan Sebasdior nos conmovió tanto que —sin parar mientes al uniforme—
resolvimos darlo en adopción a una de esas familias suecas que están recogiendo niños en
Etiopía. A la mañana siguiente supimos que Julio Nieto Bernal había declarado a la radio que él
diseñaría el uniforme y entramos en pánico. Nuestra jefe de relaciones públicas, Ángela
Patricia Janiot, intervino con mucha dulzura y consiguió que volviéramos a negociar la
camiseta.
Un miércoles a las 4 p.m. logramos llegar a un acuerdo. Todos suscribimos el acta de
creación del nuevo uniforme de la Selección Colombia: medias tricolores, camiseta rosada con
un dragón verde en el pecho (aporte de Cure, que alguna vez visitó a la China) y una
pantaloneta que fue descrita como de color "rojo esmeralda". La pijama del presidente de la
Federación llevaría capita. Estábamos a punto de ordenar champaña cuando nos enteramos
por la radio de que en ese instante David Cañón acababa de entregar a la prensa los dibujos
del nuevo uniforme. ¡María Elvira y el doctor Ochoa se habían salido con la suya!
Hubo un momento de desconcierto y de zozobra. Pero, a tiempo que destruía el acta, yo
observé para consolarlos:
—Menos mal. Nos estábamos volviendo maricas. Por primera vez estuvimos
completamente de acuerdo.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Enseguida, cuatro micro-obras de teatro navideño que nunca serán llevadas a escena
como autos sacramentales.
Navidad negra
Hijo: —Madre, ¿por qué llevas ese lazo negro?
Madre: —Es que se acerca la época del dolor, hijo.
Hijo: — ¿Quieres decir que volverá a ocurrir lo del año pasado?
Madre: —Mucho me temo, hijo.
Hijo: — ¿Y el lazo negro?
Madre: —Tal vez debas saber que ayer asesinaron a mi hermano.
Hijo: —¿Cómo ha sido, madre?
Madre: —Vinieron por él unos hombres al despuntar la mañana, se lo llevaron a la fuerza
y luego lo pasaron a cuchillo.
Hijo: —Lo mismo ha sucedido con el padre de los vecinos.
Madre: —Y con otros muchos del barrio. Esta es la época negra, hijo. Tenlo siempre
presente.
Hijo: —Pero dime, madre, ¿por qué ocurren estas cosas?
Madre: —Aún no estás en edad de comprenderlo. Solamente debes recordar que, cuando
estallan luces vivas en el cielo, es porque la muerte se acerca.
Hijo: —Madre, ¿por qué Dios me hizo pavo y no pato?
Madre: —Calla, hijo, y busca otra lombriz.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Recepcionista: —Son muy raras sus vestimentas, como de otra época. Y en la mano
llevan unas pequeñas cajas de madera.
Mecánico: —Las estuve curioseando cuando los encontré en la pista.
Recepcionista: —¿Qué contienen?
Mecánico: —En una hay pepitas de oro y en la otra incienso, como el que queman en las
iglesias. No pude reconocer qué contenía la tercera. ¿Acaso marihuana?
Recepcionista: —¿Y cómo fue que llegaron hasta aquí?
Mecánico: —Lo ignoro. Supongo que en esos caballos muy raros de doble joroba que
pastan en este instante en la zona verde.
Recepcionista: —¿Pero qué es lo que buscan? Todo esto me está dando mucho miedo.
Mecánico: —No sé bien. Dicen cosas extrañas. Anoche, cuando los sorprendí, miraban
con curioso deleite el jumbo de El Al, la aerolínea israelí.
Recepcionista: —¿Serán terroristas?
Mecánico: —No lo creo. Dijeron que venían siguiendo el avión por tierra desde hacía
muchas horas, pero no creo que tengan malas intenciones. Parecen buena gente.
Recepcionista: —¿Por qué insisten en hablar con el jefe?
Mecánico: —Dicen que en este lugar acaba de nacer un rey.
Recepcionista: —¿Un rey? ¿Un rey en el aeropuerto? ¿Será que están locos?
Mecánico: —Yo creo que más bien se trata de marcianos.
Recepcionista: (Descolgando el teléfono). —Pienso que lo mejor es avisar a la policía.
En el camino a Egipto
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
El primer regalo que recuerdo haberle dado a mamá con motivo del Día de la Madre fue
un huevo de chocolate. Era el mismo huevo de chocolate que había aparecido en mi mesa de
noche el domingo de pascua, precedido de una explicación que me dieron mis taitas el sábado
en la noche sobre la posibilidad de que los conejitos trajeran un regalo a los niños formales la
madrugada siguiente.
Yo tenía ya 23 años y no me distinguía por mi inteligencia, pero había estudiado el
conejo en clase de ciencias naturales unos meses antes y no veía chance alguno de que un
mamífero roedor pudiera poner huevos. Mucho menos de chocolate. Recordaba el oviducto de
las aves, pero ningún chocoducto en el conejo. Sospeché que el regalo era obra de mi mamá,
a menos que alguna gallina suiza hubiera confundido el nido con mi mesa de noche. Esta
posibilidad, sin embargo, no parecía muy lógica por tres razones: 1) ¿Qué hacía una gallina
suiza en Colombia? 2) ¿Cómo podía confundir una gallina suiza —sobre todo suiza, que son tan
serias— un mueble con un nido? 3) ¿Qué hacía en el armario de mi mamá un huevo de
chocolate el día viernes, según pude verlo cuando anduve buscando inútilmente allí una gallina
para la comida?
A fin de confirmar mis sospechas resolví tenderle una trampa a mi madre. No dije
palabra alguna sobre el huevo de chocolate al día siguiente. Ella me preguntó con disimulo —
para no revelar el maravilloso secreto— si los conejitos no me habían colocado un huevo
pascual de chocolate en la mesa de noche esa madrugada. Yo le contesté que los conejos no
ponían huevos, sólo las vacas, pero estas últimas no los ponían de chocolate sino de leche
condensada. Mi mamá no dijo nada. Se limitó a darme otra cucharada de sopa y a limpiarme
del bigote los restos de cuchuco que cayeron sobre ella. Pero deduje que le temblaba la mano,
porque poco después me volcó el frasco de compota sobre la corbata.
Escondí el huevo durante algunos meses encima de mi almohada. Por las noches, cuando
me iba a dormir, lo colocaba en el cajón de la mesa de noche. Y cuando llegó el Día de la
Madre acabé de preparar el ardid. Mis hermanos menores ya habían salido para sus oficinas
cuando me acerqué al cuarto de mamá, la felicité y le extendí el regalo, cuidadosamente
envuelto en un papel transparente para que fuera una sorpresa. Ella me lo agradeció mucho,
aunque me advirtió que en realidad se estaba festejando el Día del Padre. Luego procedió a
desempacar el huevo de chocolate. Yo no le desprendí la mirada un solo instante, porque sabía
que la reacción que ella tuviera ante el obsequio iba a revelarme la verdad. Si exclamaba algo
así como "¡oh!, el huevo de los conejitos", ya sabría yo el origen de los presentes pascuales.
Pero si permanecía serena y se limitaba a darme las gracias sin hacer preguntas, tendría que
desechar mi hipótesis sobre la fábula de los conejos y adoptar quizás la de la gallina suiza.
Fueron unos pocos segundos cargados de tensión, los que ella demoró en quitar el papel
transparente. Sin embargo, la mala suerte quiso que no pudiera conocer su reacción al ver
surgir el famoso huevo de chocolate del envoltorio, pues en ese instante entró la niñera y me
llevó casi arrastrado al baño y afeitada matinal, a pesar de mi llanto y mis protestas. Moriré,
creo, con la duda.
El segundo regalo que le di a mamá con motivo del Día de la Madre fue cinco o seis años
después. Lo recuerdo perfectamente porque acababa de repetir por sexta vez el tercer curso
de bachillerato. Tenía entonces casi treinta años y el profesor de gramática me había enseñado
un maravilloso juego de palabras llamadas palíndromos. Había sido una revelación
extraordinaria. La frase podía leerse al derecho o al revés, de izquierda a derecha o de derecha
a izquierda, sin que perdiera su significado. La lección empezó con "Amor a Roma". Después
pasamos a "Anita lava la tina". Por último escribió en el tablero una extensa oración digna de
San Francisco de Asís: "Dábale arroz a la zorra el abad". Yo discutí que debía tratarse de una
zorra vietnamita, porque recordaba, de mis clases de ciencias naturales, que las zorras eran
aficionadas a las gallinas, pero no a los cereales. El profesor me explicó con toda dulzura que
esta era una zorra que comía arroz con pollo. Yo le seguí objetando: "Dábale arroz con pollo a
la zorra el abad" no resultaba palíndromo. El profesor se llenó de paciencia y me narró la
historia de la zorra vegetariana. Quedé convencido. Fue entonces cuando decidí regalarle a mi
mamá un palíndromo referente al cariño entre madre e hijo con motivo de su día. Lo trabajé
durante meses, y sólo pude terminarlo la víspera. Al llegar la fecha le di un beso, la felicité y le
estiré un papel que decía:
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Cama mojada
Durante los días de éxtasis que antecedieron a mi primera comunión alguien me dijo que
cuando llegara la fecha podía pedir a Dios tres dones. Pedí cuatro. Que yo me fuera para el
cielo. Que mis papas se fueran para el cielo. Que mis hermanos se fueran para el infierno. Y
que me dejara de mojar en la cama.
Yo tenía ocho años y mis principales preocupaciones en la vida no eran la salvación
eterna, la existencia de Dios, la virtud divina, el año académico ni la clasificación de mi equipo
de fútbol. Hoy puedo confesar que mi ansiedad de todo momento era cómo dejarme de mojar
en la cama. Me parecía que no podía haber vergüenza mayor en la vida que la de amanecer en
un pozo de orines, como me pasaba cada mañana. Sufría de que mis compañeros se
enterasen. Sobre todo Perucho, que era el más macho del curso y con seguridad se dedicaría a
dejarme en ridículo si llegaba a saberlo.
Mis hermanos conocían mi terrible debilidad. Por eso me amenazaban con revelar el
secreto en el colegio (los malditos iban al mismo colegio que yo) en caso de que no accediera
a sus frecuentes chantajes. Cuando, hallándome con mis compañeros, se me acercaba uno de
mis hermanos a pedirme plata, la extorsión era implícita. Yo les daba mi mesada hasta el
último centavo, y si era necesario me endeudaba con algún amigo para cumplir tan infame
forma de boleteo. Ellos salían dichosos a comprar maní dulce y paletas, a sabiendas de que si
esa tarde yo llegaba a tocarles un solo pelo al volver a casa, al día siguiente me exponía a que
revelaran mi secreto. Una vez estuve a punto de ahogar a Juan Francisco en el inodoro por
haberme extorsionado esa mañana. Y al otro día el miserable gritó desde detrás de un pino,
mientras mi curso jugaba un partido definitivo contra el de Marujita:
—¡Uno de los arqueros de segundo se orina en la cama!
Arqueros de segundo no había sino uno. Yo. Por eso cuando Perucho se me acercó,
perversamente interesado en el dato, le expliqué que la víspera había tenido que orinar la
cama a mi hermano en venganza porque él me había robado la milhoja de las onces.
Perucho no quedó muy convencido, pero por fortuna el secreto no alcanzó a conocerse.
Sin embargo, yo pasaba cada jornada en dolorosa agonía pensando cuándo sería que mis
hermanos, en un ataque de ira, saldrían a gritarlo en la mitad de la cancha de fútbol.
Todo esto explica por qué le pedí a Dios que me permitiera no mojarme más en la cama
y que enviara a mis hermanos al infierno. Hice la primera comunión el 29 de junio de 1953, y
el 30 la cama amaneció, por primera vez en mi vida, completamente seca. ¡Dios existía! ¡Dios
había oído mis oraciones! Festejé la concesión del don bienaventurado con una muenda a mis
hermanos, cuyas consecuencias neurológico-cerebrales se perciben aún hoy. El uno es
antropólogo y el otro jefe del liberalismo. Reconozco que se me fue un poco la mano, pero
cualquiera convendrá en que había razones para un ajuste de cuentas.
Liberado de la húmeda cadena, me fui liberando luego del complejo. Y si hoy hablo
tranquilamente sobre el tema, es porque he logrado averiguar que muchos grandes hombres
usaron las sábanas a manera de mingitorio hasta que tuvieron edad relativamente avanzada.
Churchill se orinó en la cama hasta los catorce años; San Alberto Magno sufría de enuresis en
las siestas; la Pompadour "pasaba el río" cada tercera noche; se dice que Ernest Hemingway,
varón de enorme vitalidad, anegaba la cama, la alcoba y en algunas ocasiones lograba subir el
nivel de las amarillas aguas hasta el tercer peldaño de la escalera de la mansarda.
Historiadores averiguados informan que el almirante Nelson aprendió a amar la navegación
desde su propio lecho y que Catalina la Grande empantanó cobijas hasta los 38 años,
circunstancia que resultaba bastante incómoda para sus numerosos admiradores. Ricardo
Corazón de León, por otra parte, empezó a padecer de enuresis a los 26 años y sus más
cercanos siervos lo llamaron Ricardo Riñon de León.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Todo esto me consoló mucho en los años que siguieron al milagro. Después llegué a
enterarme de que en psicología y siquiatría se estudia con mucha atención el fenómeno, al
cual se le atribuyen distintas causas: inseguridad, odio a la madre, odio al padre,
sobreprotección y, en regiones muy frías, pereza de ir al baño.
Me ha vuelto a ocurrir, pero muy de vez en cuando. Y me aseguran psicólogos amigos
que le ocurre al 94 por ciento de los adultos. Es el famoso sueño aquel en que uno se siente
asaltado por ganas incontenibles de aliviar la vejiga, hasta que la alivia... tanto en sueños
como en la vida real. Quien no se haya mojado nunca más en la cama después de los ocho
años, ¡que tire la primera mica!
Todo esto comentaba el otro día con Perucho, a quien me encontré luego de muchos
años de no vernos. Perucho es hoy un pujante ejecutivo, gerente de una empresa de textiles.
El escuchó con mucha atención mi historia y me comentó al final:
—¿Sabes que en 1953 yo también me mojaba en la cama?
Sentí un descanso. Pero luego volví a preocuparme cuando me confesó, con lágrimas en
los ojos, que todavía le "seguía pasando" tres o cuatro veces por semana.
—Y lo peor —remató Perucho— es que malgasté uno de los tres deseos de mi primera
comunión pidiendo que mis hermanos se fueran para el cielo.
Compadezco a Perucho; pero, bien hecho. Por pendejo.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Notas de sociedad
Se anuncia para dentro de algunas semanas una telenovela basada en las notas de vida
social de la prensa colombiana. Como adicto que soy a la lectura de estas páginas (mas no a la
figuración en ellas), aprovecho la ocasión para insistir en una idea que me obsesiona desde
hace tiempo, y es la de proponer que las notas de vida social se hagan más específicas, más
informativas y a cargo de personal especializado.
Yo sueño con unas notas sociales que realmente satisfagan la curiosidad que nos
caracteriza a todos los lectores de esas secciones. Pienso que EL TIEMPO podría contratar un
médico para que se encargara de su redacción, con lo cual tendríamos unos sueltos sociales
realmente interesantes desde el punto de vista científico. Como estos:
Interna en la Clínica Los Sauces se encuentra doña Domiciana de Materón. La distinguida
enferma padece una hipertrofia septal asimétrica, producto de una hiperplasia adrenal
congénita, que le ha producido incómodos trastornos genéticos.
Con infección de tipo estafilocóccica adelantada se encuentra el doctor Ismael Ludibín.
Los galenos que lo atienden están tratándolo con Infenol C Inyectable, que ofrece excelente
penetración en tejidos, huesos y pus y puede aplicarse aun en el caso de quienes, como él,
ofrecen función hepática deteriorada.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
***
Al hogar de don Betulio Araoz y doña Renata de Araoz, gentil pareja de nuestra
sociedad, acaba de llegar el primogénito, después de 16 años de matrimonio. El nacimiento de
Betanio, como se llamará el precioso niño, ha llenado de alegría a la pareja, pues el padre
padece desde joven una necrospermia recurrente de origen testicular que hacía difícil la
concepción de doña Renata. El tratamiento de masajes prostáticos e inyecciones hormonales
rindió finalmente sus resultados, los cuales serán bautizados mañana por el párroco de
Teusaquillo.
***
***
Si EL TIEMPO inicia este tipo de información social, muy pronto sus competidores estarán
imitándolo, e incluso tratando de superarlo. Estoy seguro, por ejemplo, de que algún otro
diario creará una Unidad Investigativa de la Vida Social que podría rendir juiciosos y jugosos
informes como los que siguen:
***
Después de una pelea conyugal en la cual la suegra recibió un golpe con vaso de
licuadora que le significó una herida de doce puntos en la nuca, se separaron en Bogotá don
Rafael Petate y doña María Estela de Petate. La Unidad Investigativa conoció grabaciones en
las cuales consta que don Rafael tenía amores con la cajera del supermercado Lomalinda.
Enterada de ello, doña María Estela lo agredió al llegar a casa el martes pasado. Su madre
participó inicialmente en la emboscada al marido, pero debió retirarse debido al incidente de la
licuadora. Este diario, sin embargo, averiguó que desde hace siete años doña María Estela es
amante del administrador del supermercado, quien fue, justamente, quien descubrió el pastel
de don Rafael. ¿A qué, entonces, tanto alboroto?
Una posibilidad más es la de colocar la sección de Vida Social en manos de una redactora
social de las que están enteradas de todo, pero dejarla trabajar libremente, para que suelte
sus chismes como a bien tenga. Sería la única manera como un diario serio podría
contrarrestar la influencia de sus competidores en esta área de tan alta lectura. Me imagino así
algunas de estas notas:
Están circulando las invitaciones para el matrimonio del doctor Pedro Piedrablanca y la
señorita Rubiola Lasprilla. Bueno: "señorita" es un decir, pues todos sabemos que el año
pasado estuvo de vacaciones en Quito con Alfonso Arréguez, a pesar de que éste es casado
con Marielita Pinenda, tan linda ella. Se dice, sin embargo, que Marielita es lo que podríamos
llamar "sexualmente perezosa" y ello ha lanzado a Alfonso a varias aventuras, entre ellas la de
Rubiola y la que mantiene actualmente con la esposa del director del Instituto Superior
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Filosófico. En cuanto al doctor Pedro Piedrablanca, sabemos que está bien enterado del asunto
pero ha resuelto hacerse el pendejo. ¿Sería que Rubiola sospecha lo de la "amistad íntima"
entre Pedro y su socio Margarito Ovalle? Le deseamos parabienes a la buena pareja, para que
no corran la misma suerte que los padres de Rubiola, los cuales se separaron luego de 22 años
de matrimonio porque él roncaba como una vaca y ella pronunciaba en sueños, con dulce
acento, los nombres de varios amigos de su marido...
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Volver
Cuando está en vacaciones y regresa, usted puede comprobar cuan cierta es aquella
frase según la cual "partir es morir un poco". Y si resuelve prolongar las vacaciones, estará en
capacidad de saber que "quedarse es morir del todo". Es cierto: ha llegado la hora de revaluar
el concepto que existe sobre las vacaciones y concluir, con entera sinceridad, que irse de
descanso es la mejor manera de empezar el año con cansancio.
Vacaciones las de antes, cuando las gentes viajaban a lomo de muía en busca de una
hacienda enclaustrada en el llano o la montaña. Los veraneantes desaparecían durante largas
semanas y se desconectaban por completo del mundo y sus peligros. Cuando regresaban a la
civilización habían cambiado de piel, no recordaban bien el idioma y eran hombres y mujeres
nuevos. Con el arribo del tren aparecieron los veraneaderos. Cerca a Bogotá florecieron
Cachipay, La Esperanza y Apulo, municipio este último que siempre se prestaba para rimas
picantes en las veladas de coplerío que convocaban cada noche a los huéspedes del hotel. No
era tan renovador como la hacienda extrañada en un paraje ignoto, pero seguía siendo
descanso. Las gentes se veían en los pasillos, conversaban lentamente y tan solo se
comunicaban con el mundo a través del tren de vapor que llegaba un par de veces por semana
a la estación.
Después nos cayeron los "resorts" de playa y, finalmente, los lugares colectivos de
veraneo barato. No tengo queja especial contra estos últimos desde el punto de vista de la
saludable misión social que prestan. Si no fuera por los Cafams, Colsubsidios y semejantes,
muchos de nosotros tendríamos pocas posibilidades de conocer el sol de cerca. Lo que nadie
podría negar es que para conseguir cupo en el centro de vacaciones, para obtener servicio de
desayuno antes de que llegue la hora del almuerzo, para separar mesa a la comida, para
poderse sentar en el bus de ida y de regreso, para rescatar al hijo menor de la multitud que
compra pollo asado y para meterse a la piscina sin caer encima de una señora gorda que
trabaja en una fábrica de buzos se necesita ahora desplegar tal afán, tal habilidad y tal
diligencia que cuando termina la vacación el veraneante está mucho más cansado que cuando
empezó.
A lo largo de las dos semanas de la prestación que el ingenuo Código Laboral inventó
como reparación a las fatigas del año, un veraneante moderno ha tenido que pelear con dos
chóferes de buseta, cinco o seis meseros, el hombre que vende paletas en las afueras del
campamento, el empleado de la droguería que pretende especular con los remedios contra la
soltura de estómago, los vecinos de caseta a los cuales les regalaron de aguinaldo una radiola
portátil que no cesa de moler vallenatos, el niño de la cabaña de la zona H que le pega al suyo
cada vez que se arrima a la piscina, el recreador oficial del centro que se recrea más que todo
observando con curiosidad sicalíptica el bikini de su esposa y el gordo de la bata estampada
que sólo se mete a la piscina un par de veces al día pero, cuando lo hace, observa una
sospechosa quietud dentro del agua y luego hace olitas con las manos y se aleja del lugar.
Si el veraneo no es en un centro masivo sino en un "resort" de playa, las cosas pueden
ser mucho peores. Aquí usted llegará a la fatiga total por culpa de la vendedora de pina que lo
despierta con sus gritos cada vez que usted ha logrado dormirse en la arena, el salvavidas que
casi lo deja ahogar porque estaba dedicado a contestar preguntas de unas chicas en tanga, el
mercader ambulante de gafas verdes que insiste en venderle unas igualitas a las que usted le
compró el año pasado, el tipo flaco y apuesto que camina en las manos para atraer las
miradas de las muchachas, las muchachas cuyo inquietante perfil le impide a usted descabezar
un motoso, los atarvanes que juegan fútbol a gritos y retozan echándose arena a dos metros
de su acomplejada humanidad, los vecinos de carpa a los cuales les regalaron de aguinaldo
una radiola portátil que no cesa de moler vallenatos y el gordo de la bata que se suena con
insuficiente discreción en el mar. Volver es morir un poco, porque allí, en la playa o en el
centro vacacional, ha dejado usted medio riñon, el pellejo insolado y casi la totalidad de sus
ahorros. Pero quedarse es morir del todo, porque, si usted es sincero con usted mismo, al
cabo de diez o quince días de este trajín aceptará que su cuerpo enfermo no resiste más.
Así que lo prudente es empacar y volver a casa. La oficina lo espera, lejos de los
atarvanes que jugaban fútbol a gritos y del gordo de bata estampada. La verá como un
paraíso. Soñará con ella durante el atafagado viaje de regreso. Adorará a su jefe, cuyas mañas
al menos son mañas conocidas. Y, al ver de nuevo el escritorio donde tendrá que pasar los
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
próximos once meses y medio, sentirá una honda satisfacción: la que producen las cosas
sencillas y conocidas.
Pero a usted le faltará valor para confesarlo así y para reconocer que el único sitio donde
ahora uno realmente puede descansar es en el trabajo.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Ando buscando al tipo que se inventó la Luna de Miel. Lo busco para demandarlo. Para
demandarlo por estafa. Por estafa, porque la Luna de Miel no pasa de ser un dulce mito con el
que embaucan a la gente, a sabiendas de que se trata de una felicidad de fachada detrás de la
cual se esconde el matrimonio.
Alguien tiene que confesarles a las nuevas generaciones la verdad. Es decir, que la Luna
de Miel es un engaño en deshabillé. Aunque a lo mejor ni siquiera valdría la pena hacerlo,
porque para muchos contrayentes jóvenes la noche de bodas ya no constituye —para emplear
un símil de mesa— el momento esperado de comerse la lasaña, sino el rutinario de lavar los
platos.
Hay, sin embargo, una mayoría que aún llega a la fecha nupcial con la mirada puesta en
la noche de bodas. A ellos quiero decirles que se desengañen. Más allá de la vanidad del
encaje rosado y las leyendas del champán, se agazapan horas terribles de desconcierto y
aburrición. Porque eso, aburrida y desconcertante, es la tal Luna de Miel.
El asunto empieza en la mismísima fiesta matrimonial, que obliga a los desposados a
someterse a ridículos e invariables ceremoniales para que los asistentes al ágape —la mitad de
ellos ya borrachos y la otra mitad con ganas de largarse— los feliciten y aplaudan: el corte de
la primera tajada de ponqué a dos manos, el brindis con los brazos entrelazados, el
lanzamiento del ramillete a las solteras y el de la liga de la novia al ansioso grupo de varones
célibes. (Anoto, sobre este último punto, que hace poco estuve en una fiesta que resultó
bastante más emocionante que de costumbre: la novia, pasada de copas, se desprendió de la
liga y la arrojó coquetamente a los señores; después, entusiasmada por el exitoso recibimiento
que la liga tuvo, empezaba a hacer lo propio con los cucos cuando su madre consiguió
atajarla).
Tras el tour de mesas, de los chistecitos flojos de los amigos de ambos, del valse con
papá y del agradecimiento —lleno de equivocaciones— por los regalos, logran al fin
escabullirse los novios. Los espera aún un nuevo baño de arroz que hace inevitable pensar con
sentimientos de culpa en los niños etíopes y un automóvil al cual los sardinos han colgado
latas y pintarrajeado con letreros estúpidos alusivos a los contrayentes. De esta manera, la
pobre pareja tendrá que transitar conspicuamente por las calles de la ciudad mientras los
transeúntes más comprensivos sonríen y los menos comprensivos les hacen señas obscenas.
Pero éste es sólo el preámbulo. Lo peor se acerca. Ha caído la tarde y aguarda la famosa
noche de bodas. La dificultad de acomodar la fiesta a los itinerarios aéreos obliga
generalmente a que la esperada jornada transcurra en un hotel de lujo situado en la misma
urbe donde residen los recién casados y, por supuesto, también los invitados a la juerga.
Al llegar al hotel con la acertada sensación de que todo mundo los observa, el novio
llenará la hoja de registro en la cual habrá de escribir su nombre y, por primera vez, colorado
y temblando, agregará "y señora". Después se marcharán ambos a su habitación procurando
aparentar frescura, seguidos por un botones que sonreirá maliciosamente a sus colegas.
En el momento de cerrarse la puerta la novia recordará, quizás sin quererlo, las castas
admoniciones que su madre le diera la víspera y los consejos alborotados que le susurraran las
amigas. Por su parte, el novio no podrá olvidar las palabras que su suegro —un tipo con fama
de viejo verde y libertino— pronunciara al abrazarlo junto al automóvil nupcial:
—¡Espero que se porte usted como un caballero!
Exactamente en ese instante, a pocos kilómetros de allí, a uno de los asistentes a la
boda, cuyo grado de embriaguez oscilará entre moderadamente y alegre y fundido de la perra,
le dará por llevarse a un grupo de amigos a sorprender a los novios. Hechos una ruina, con los
sacolevas untados de batido blanco y botellas de Sello Negro en la mano, contratarán un trío y
penetrarán violentamente al hotel hasta llegar, tras el soborno del caso a la recepcionista, a la
puerta de la nupcial habitación.
Allí ofrecerán una serenata destemplada que, luego de empezar con "La novia" y de
pasar por "Que seas feliz", terminará con "Que vivan los novios" interpretado por el coro etílico
y rubricado por los ruidos del más gracioso del combo, que sabe imitar con la boca el ruido de
voladores que zumban y estallan.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
De las habitaciones vecinas zumbarán y estallarán madrazos contra los del jolgorio y el
empleado de seguridad se verá obligado a invitarlos —revólver en mano— a que se retiren.
Para entonces será casi la medianoche. Y entonces —¡qué nervios!— los novios quedarán
al fin solos...
Habrá un momento de embarazoso silencio. El se acercará tiernamente hacia ella. Ella
mantendrá la mirada recatada y baja. El pronunciará su nombre como un susurro; ella alzará
los ojos. El tenderá sus manos hacia las suyas, y las tomará con ternura. Sus rostros se
acercarán sin que ellos mismos se percaten; en los labios de ella arderá un leve temblor y en
los ojos de él brillará la chispa inconfundible de la pasión. Levemente, como una mariposa que
se posare sobre una flor en busca del néctar que alberga la corola, se buscarán las dos bocas y
tropezarán los labios en un beso tierno cuya superficie tersa contendrá a duras penas el
torrente de amor que ansia desbordarse.
En ese momento exacto golpearán la puerta.
Roto el encanto, ella se arreglará el peinado y él se compondrá la corbata y abrirá a la
mayor brevedad para que no piensen que. Es el camarero. Lleva en la mano izquierda un
charol, en el charol un balde plateado, en el balde una botella de champaña, y al lado de la
botella dos copas. "Cortesía de la casa", comentará con una sonrisa. Y entrará, el maldito.
Depositará el balde, la botella y las copas encima de una mesita y se quedará en la habitación
arreglando las cortinas, acomodando el florero, preguntando muy comedido si todo está en
orden, si no falta nada. Sólo se alejará, deshecho en agradecimientos, cuando el novio le estire
un billete de quinientos. Menos de quinientos sería penoso en la noche de bodas.
Ido el camarero, y desperdiciado sin remedio el instante de amor que iba a permitir la
inauguración de la noche de bodas, la novia ha entrado al baño para acicalarse. Es la ocasión
propicia para que el novio abra la maleta y extraiga un atuendo más cómodo. Pero en vez de
encontrar la flamante bata de seda y la pijama nuevecita, hallará una sopa de prendas. La
botella de champaña que la mano precavida de papá había escondido entre la ropa se ha
quebrado y en la valija, convertida en piscina, flotan en medio de burbujas pañuelos y
piyamas, camisas y pantalones, medias y calzoncillos tipo bikini. El extraerá la pijama menos
húmeda. Piensa secarla en el baño con ayuda de una toalla y después padecerla hasta el feliz
momento en que pueda —deba—, quitársela.
Mientras tanto, ella sigue acicalándose. Han pasado diez minutos. Quince. Veinte. Risitas
nerviosas del varón desde la alcoba y un par de chistecitos en voz alta para aliviar la llama que
crece. Cuando la tensión alcanza su punto más alto, y él está dispuesto a quitarse allí mismo el
sacoleva sin reparar en piyamas, vendrá un terrible anticlímax: el novio escuchará el ruido del
inodoro que se vacía y la tapa que cae. Poco después verá aparecer a su amada en la puerta.
He ahí su silueta provocativa, envuelta en una levantadora bordada que grita, con su olor a
nueva, que fue comprada la víspera en una boutique costosa. ¡El gran momento ha llegado!
O eso creyó él durante un par de segundos. Pero ahora cae en la cuenta de que es
prudente secar la pijama y aplicarse esa lavanda "Noche de bodas" que la mano amorosa de
mamá colocó entre el necessaire. Será, además, la única manera de contrarrestar la borrasca
de perfume que se ha apoderado del cuarto porque a ella —manojito de nervios— se le fue la
mano en "Charlie". Así que se disculpará y pasará a ocupar su turno en el cuarto de baño
durante algunos minutos. Ahora quien va a sufrir el inevitable anticlímax del W.C. será la novia
—florecita tímida— que llegó al hotel convencida de que iba exactamente a lo contrario.
Después de mojar y limpiar el aro, después de aplicarse abundante dosis de lavanda y
después de estrenar una pijama que resultó ser dos tallas más grande que la suya, el novio
hará su aparición en la puerta. A pocos metros de allí, en el nido de amor de la cama doble,
bajo el tibio resplandor de las lámparas, estará ella —pajarito expectante— dispuesta a
confirmar si es verdad todo lo que se dice de la noche de bodas.
No quiero entrar en detalles sobre la serie de pifias que ocurrirán una vez que el novio —
luego de chequear que la puerta esté bien cerrada, pero sin cometer la indelicadeza de colgar
al otro lado el letrero de "Favor no molestar" —resuelva él también refugiarse bajo las
sábanas. Me apenaría describir las torpezas que tendrán lugar y que el lector podrá imaginar
fácilmente. Lo que sí conviene anotar es que en esa misma jornada empezarán ambos, pero
sobre todo él, un odioso maratón en que el orgullo personal, acicateado por los mitos sociales
y las convenciones sexuales, hará esfuerzos por ingresar al Libro Guinness de Récords
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Mundiales en aquella disciplina en que mejor estado físico se exige. No los detendrá ni la
llamada de la suegra a las 7 a.m. a ver qué tal noche pasaron.
Al tercer día, los dos querrán acostarse sólo a ver televisión, pero el efecto de
demostración seguirá dominándolos. Mentirán. Se dirán que no hay nada más chévere en el
mundo. Al quinto día ya estarán seguros de que es mucho mejor un buen libro. A partir del
octavo día, cuando se encuentren en pleno fragor amoroso, su imaginación empezará a
poblarse de insólitas tentaciones: el tele noticiero que se están perdiendo, la transmisión de un
partido de fútbol, la revista que espera encima del asiento. Del día undécimo en adelante van
a añorar un placer tan elemental como el cortarse las uñas de los pies sin que nadie le haga a
uno cosquillas en los gordos de la espalda.
Un año más tarde querrán demandar al tipo que se inventó el mito de la Luna de Miel.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
El rabo de Constantino
Constantino tenía quince años la primera vez que se sintió la cola. Asistía a clase de
historia medieval cuando tuvo la impresión de que algo se le enredaba en los barrotes del
espaldar del asiento. Se palpó con disimulo y encontró, sorprendido, que se le había alargado
el coxis. Aparecía ahora una especie de turupe, de promontorio duro semejante al que les
brota a los ciervos jóvenes en el testuz cuando amenazan con aparecer los cuernos.
A los pocos días la cola había aumentado de tamaño y se vio obligado a perforar un
orificio en la parte posterior de los calzoncillos para darle salida. Tres semanas más tarde la
cola medía casi treinta centímetros; Constantino la camuflaba bajo el pantalón, pero tenía que
sentarse de lado. Cuando la cola empezó a hacerle cosquillas en la parte anterior de la rodilla
resolvió visitar al médico.
—Es una curiosa aparición teratogénica—dijo el médico abismado.
—Mi madre me comentó que, cuando estaba embarazada, se sintió mal al mezclar un
somnífero con una gaseosa —explicó Constantino— Quizás ese es el origen de todo.
Era difícil saberlo. El embarazo había ocurrido más de tres lustros atrás y la madre de
Constantino había muerto el año anterior. El médico pronosticó que le seguiría creciendo el
rabo. Cortarlo podría producir trastornos fatales en el sistema nervioso. No había ninguna
literatura sobre el caso. Era la primera vez que aparecía un paciente con cola.
Constantino se refugió en un melancólico retiro. Se negaba a ir a las fiestas de sus
amigos y participar en deporte alguno por temor a que descubrieran su secreto. No
frecuentaba chicas, pues le agarró terror al matrimonio: ¿Qué iba a decir su esposa la noche
de la luna de miel cuando Constantino se bajara los pantalones y quedara al descubierto su
rabo movedizo, levemente peludo, ensortijado y prensil, como el de los micos? Cuando
empezó a dolerle el rabo, que se rebelaba contra la tiranía de permanecer doblado, optó por
retirarse del colegio. Y de toda vida social. Salía muy tarde en la noche, cuando nadie pudiera
ver que debajo del abrigo se contorneaba una cola insólita.
Pero resultaron inútiles las precauciones. Alguien descubrió el rabo en su silueta
vespertina y regó el cuento. No pasó mucho tiempo antes de que el pueblo entero lo supiese.
Surgieron las primeras voces que pedían a las autoridades que lo investigaran para establecer
por qué era diferente a los demás. Un grupo de vecinos firmó una carta al alcalde en la cual
pedían que le impusiera la pena de extrañamiento: no querían que sus hijas pudieran
enamorarse de un señor con rabo. Organizaciones pías hablaron de pactos con el diablo.
Constantino resolvió huir una madrugada del pueblo, cuando se enteró de que el alcalde
pensaba encerrarlo en un manicomio debido al peligro que podía esconder su cola para la
sociedad.
Humillado y ofendido, se refugió en una pieza oscura de la ciudad. Llevaba consigo la
precaria herencia que le dejara su madre. Al cabo de dos años tiró la toalla. Alguien tenía que
hacerse cargo de él, y lo lógico es que fuera el gobierno. Escribió una adolorida carta al
ministro de Salud donde contaba su caso y clamaba por protección y auxilio. La respuesta
llegó a los 46 días hábiles. Era un oficio firmado por el subdirector de gastos. Lo lamentaban
mucho: el presupuesto contemplaba rubros de ayuda a leprosos, ciegos, niños quemados,
enfermos del mal de chagas, pero no decía una sola palabra acerca de ciudadanos afligidos por
rabo largo. Ante el riesgo de cometer peculado, el ministerio debía abstenerse de
proporcionarle auxilio alguno.
A Constantino le produjo tanta ira la respuesta del gobierno, que resolvió constituirse en
minoría beligerante y exigir sus derechos. Fundó primero la Liga Pro-Hombres con Cola, luego
la Asociación Comunera de Rabícolas y finalmente el Partido Colero Rabical. Pero en ninguno
de los tres contó con prosélito alguno. Su situación era realmente preocupante: era él el único
hombre con rabo en el universo mundo.
Empresarios de circo, programadores de televisión, agentes de ferias, organizadores de
reinados y presidentes de carnavales lo buscaron. Le ofrecían tentadoras sumas por
entregarse en brazos de la farándula. Insistían en programarlo al lado de los Hermanos
Siameses y la Mujer Barbuda. Aunque no le habrían caído mal unos cuantos pesos,
Constantino se negó a sucumbir ante la tentación circense.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Cuentos de miedo
Alfred Hitchcok, el gran mago del suspenso cinematográfico, le confesó una vez a su
colega Francois Truffaut que lo obsesionaba la siguiente escena: dos hombres conversan junto
a la línea de ensamblaje de una fábrica de automóviles; mientras lo hacen, se cumple el
proceso de montaje de un automóvil; pieza a pieza ha ido apareciendo un carro. "Finalmente
—dice Hitchcok— el vehículo está completo, con gasolina y aceite, listo para salir. Los dos
hombres lo miran y observan: "¡Es extraordinario!". Entonces abren la puerta del coche y del
interior cae un cadáver... ¿De dónde viene ese cadáver? ¿Cómo entró allí si los dos hombres
han visto el ensamblaje del automóvil, desde que empezó en cero? El cadáver ha caído de
quién sabe dónde, ¿me entiende?".
Sí. Le entendemos, Alfredo. Todos tenemos en el fondo una o varias obsesiones
absolutamente sin sentido y generalmente crueles que nos acompañan a lo largo de la vida. Es
famosa la de que aquel hombre cuya pesadilla recurrente lo mostraba deslizándose por la
baranda de una escalera, baranda que se convertía de repente en una enorme cuchilla de
afeitar. Conozco una señora que odia comer huevo duro porque piensa que existe una mínima
posibilidad de que los líquidos intestinales den nueva vida al huevo y acabe ella incubando un
pollito que algún día buscará alborotada salida por la garganta de la dama... en el mejor de los
casos.
En mi colección de obsesiones y temores hay uno cuyo origen tengo perfectamente
detectado. Cuando era niño solía hurgarme las narices, como lo hacen todos los niños entre los
tres y los 83 años. Mi mamá se desesperaba con esa desagradable costumbre, hasta que me la
quitó con una sola frase: "Un día de estos, cuando te estés hurgando la nariz, alguien te va a
empujar la mano y vas a ver lo que pasa...". Ocurrió hace más de 30 años. Pero a veces me
despierto angustiado a la madrugada porque acabo de ver en sueños a un niño que se ha
enterrado el dedo índice nariz arriba hasta llegar al cerebro y, cuando logra zafarlo, se produce
una verdadera catarata por donde salen, después de los mocos, el ojo con todas sus partes y
la masa encefálica. Sobra decir que soy el más meticuloso usuario de pañuelos que tiene el
país.
Pero hay otros miedos que me asisten. Un obrero sube a la terraza de un edificio con el
fin de elaborar un trabajo que ha dejado para más tarde pero no logra recordar cuál es; abre
la puerta que sale a la azotea, da el primer paso y cae al vacío: sólo en el vertiginoso descenso
hacia la muerte logra recordar que la obra que le faltaba terminar en el edificio era la azotea.
Esta imagen me sobrecoge cada vez que subo al último piso de mi edificio a revisar la antena
de televisión. Abro la puerta, observo cuidadosamente el piso asfaltado y todo parece estar en
orden. Pero no avanzo hasta que arrojo algunas monedas y las veo rebotar sobre la superficie.
Entonces me coloco en cuatro patas y aventuro la primera mano sobre el vacío con los ojos
cerrados....
Cada quien nace y crece con sus propias aprensiones, como la de ver rodar un cadáver
de un carro recién ensamblado. Una amiga mía padece secretos canguelos interplanetarios. Me
ha confesado que en noches oscuras, cuando se baja del carro a abrir la puerta del garaje,
suda pensando que se topará con una criatura de Marte: "Es babosa, sin pelos, con la cabeza
enorme y el cuerpo pequeño, llena de uñas por todas partes". Así es la vida: lo que sería el
sueño de una manicurista constituye la pesadilla de mi amiga.
Pero lo peor son los cajones. Yo pienso que los cajones de los armarios son unos de los
principales perros de presa que todos llevamos agazapados en el rincón de los miedos. ¿Quién
no teme ver surgir algo horroroso del cajón que abre en este momento, como le pasó a
Pandora? Cuando niño yo le tenía pavor a los ratones y cada vez que jalaba un cajón juraba
que me iba a saltar a la garganta una rata gigantesca con la cola ondulante y peluda, los ojos
amarillos y unas manécitas agudas, como de relojero. Cuando fui adolescente y continué
asaltado por este temor, un psicólogo me explicó que las ratas no atacan sino a los niños. Me
convenció. Desde entonces, cada vez que abro un cajón salto instintivamente hacia atrás
porque estoy seguro-de que de él caerá un niño con la garganta destrozada por una rata.
El que esté libre de cajón que tire la primera piedra. Mi bisabuelo, que era hombre
dedicado al culto de los temores rituales, vivía obsesionado con dos: bien de un plato de sopa
o bien de un cajón saldría alguna vez la mano que lo estrangularía. La idea era absurda, por
supuesto. Pero un día el bisabuelo abrió un cajón de la despensa en busca de alguna vianda y
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
encontró con espanto que en él se hallaba un plato de sopa humeante. No salió mano alguna
que lo estrangulara, pero la impresión fue demasiado fuerte para un viejo de 86 años y murió
de infarto allí mismo. La cocinera descubrió el cadáver cuando se acercó a la despensa a
rescatar el plato de sopa que había escondido para que no se lo merendara la muchacha de
adentro.
Tal vez lo más extravagante que he conocido en materia de pánicos es el de una
solterona húngara de principios de siglo que tenía pavor a leer escritos que versaran sobre
miedo. Cuando terminaba la lectura del texto, cerraba los ojos durante dos minutos y encogía
los hombros aterrorizada porque estaba segura de que frente a ella había un hombre dispuesto
a matarla con una hachuela. Pues bien: un día, convencida por sus sobrinos, terminó de leer
un artículo sobre sustos y, en vez de cerrar los ojos, los abrió. Y, ¿saben ustedes lo que
ocurrió? Se los diré si tienen los ojos bien cerrados y encogidos los hombros, porque ya llega el
hombre de la hachuela...
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
El caso del poeta Yoshimiogo Sikayawa constituye uno de los más apasionantes de las
letras japonesas de las últimas décadas, a pesar de que tanto su obra como su vida se ignoran
en el occidente. En el occidente del Japón y en general en el resto del mundo.
Yoshimiogo Sikayawa nació en Wakayama, en la costa oriental del Japón (lo que explica
que se le desconozca en la occidental) el 17 de octubre de 1938. Pesó en el alumbramiento
230 gramos y midió 14 centímetros, razón por la cual muchos le atribuyen el haber sido el
primer poeta compacto del Japón. Educado dentro de estrictas tradiciones niponas, a los
cuatro años ya hablaba japonés, a los cinco lo leía de corrido, a los ocho lo escribía y a los
nueve mató a su profesor de gramática de un golpe de karate. Data de entonces su primer jai-
kai, que provocó sensación en el círculo de té con saki de los amigos de su madre:
Gracias a este poema fue aceptado en la liga provincial de sumo, arte de defensa
personal que empezó a estudiar y practicar con gran denuedo. A los 17 años obtuvo otro
resonante triunfo poético, cuando consiguió ahorcar al campeón de sumo local. Noblemente, el
propio Yoshi-miogo encabezó, lloroso, los funerales de su maestro y alzó el ataúd ayudado por
43 hombres. Se dice que esa misma noche, sin poder contener la tristeza, escribió el poema
que tituló "Tora tora":
He vuelto y los cerezos han florecido. El aroma de la voz paraliza el cielo. Pero alcancé a
ver las hojas. ¿Dónde estás? Atardece.
Algunos críticos creyeron ver en este poema una primera reiteración existencia! de sus
preocupaciones estéticas. Pero hoy se sabe que era apenas una impresión superficial motivada
en el hecho de que se trataba de un poema mucho más extenso que los anteriores. Sea como
fuere "Tora tora" significó la consagración definitiva de Yoshi-miogo Sikayawa en los
ateneos poéticos de la costa oriental del Japón, y también en Hollywood, donde se hizo una
película inspirada en el título de su poema. De allí en adelante, y hasta su muerte, fue invitado
permanente a duelos de karate, torneos de puñalada trapera a la usanza de Koriyama y cursos
de hara-kiri cuyo discurso de clausura fue varias veces encargado a Sikayawa por el
cementerio municipal. Justamente se hizo famoso un jai-kai que leyera el gran poeta en el
seminario intensivo de hara-kiri que tuvo lugar en 1959 en Mutanabe:
El aroma del cerezo vuelve. Florecen las hojas del té. Pero alcanzo a oír la voz. Atardece.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Los primeros discípulos de Sikayawa aparecieron por esa época. Se trataba de jóvenes
que querían, como él, volver a la tradición estética y poética del Japón milenario. Poco a poco
Sikayawa se fue convirtiendo en el gran orientador de estos muchachos que se rebelaban
contra la vida automatizada y la influencia occidental en su sociedad y que aspiraban a
recuperar viejos valores: la lucha cuerpo a cuerpo, el asesinato familiar y la ley del shogún, o
restauración del honor mancillado. Esta ley autoriza al guerrero cuya novia ha sido violada por
el enemigo a violarla él también.
Sikayawa hizo de la resistencia física y de la fuerza un credo estético. Su pensamiento al
respecto está condensa-do —hay que recordar que Yoshimiogo era un japonés compacto— en
el manifiesto poético que divulgó en las faldas del volcán Sakayawa días antes de muerte:
Tu té ha hecho florecer el cielo. El aroma de la voz he oído. Pregunto a los cerezos dónde
estás. Atardece.
Yoshimiogo tenía sólo 26 años cuando murió en abril de 1965. Rodeado de sus discípulos
y emitiendo gruñidos de guerra dentro de la más recia tradición samurai, el gran poeta se hizo
el hara-kiri con un cortauñas.
Sus últimas palabras fueron: "atardece".
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Viejos pergaminos de computador indican que Yoshimiogo nació, como queda dicho, en
la provincia de Wa-kayama, así llamada por la gran cantidad de aves disléxicas de colorido
plumaje que se ven en sus alrededores. Su abuelo, pescador de ballenas, pereció ahogado en
un temporal, por lo cual se repartieron sus bienes temporalmente. Tal parece que de allí surgió
en la familia paterna del poeta una terrible fobia al elemento líquido. Su padre, Minundo
Sikayawa, se hizo plomero a pesar de la familiar fobia, a fin de templar el carácter; lo
encontraron ahogado en un bidé de la embajada alemana. El cadáver parecía templado. La
madre del poeta, en cambio, pertenecía a una familia de creencias opuestas a las del padre;
era reconocida, además, por su gran inventiva. Fue ella, Mi-kukita Nosemoja, la creadora del
bikini impermeable que tanto se usó en las playas de Niigata antes de que éstas se vieran
invadidas por hordas de ratones.
Las actividades industriales de su madre hicieron que ésta prácticamente abandonara al
pequeño Yoshimiogo en manos de una anciana niñera que lo educó y le transmitió el amor por
la poesía desde muy temprano: lo levantaba a las 4 a.m. Esta nodriza, Yokito Lakakita, ejerció
enorme influencia en Yoshimiogo y dispuso su ánimo para que a lo largo de su vida buscara
siempre el consejo de los ancianos. Conviene recordar, al respecto, que uno de sus primeros
maestros de yoga fue Yata Katano, el famoso filósofo de Tokio y Meboi. Documentos conocidos
después de la guerra muestran que Katano, a quien se atribuía más de cien años de edad, era
en realidad una víctima de progreria o envejecimiento precoz. Su verdadera edad: trece años.
Ello explica su afición por las discotecas de rock y el hecho de que en el templo de yoga que
presidía se encontrase un afiche de Stevie Wonder untado de chicle.
Sobre la manera como Yoshimiogo supo mezclar la poesía con las artes marciales nos
extendimos suficientemente en el capítulo anterior. No dijimos, sin embargo, que uno de sus
primeros maestros —de dudosa reputación— fue quien le enseñó a ponerse en guardia. Este
Soymari Iketa consiguió que Yoshimiogo aprendiera uno de los golpes que le permitió ser
campeón de defensa personal años más tarde. Aunque el golpe de pestañas no pertenece al
repertorio más ortodoxo del "sumo", en más de una ocasión le permitió conquistar el favor de
los jurados y derrotar a su contendor por puntos y decisión protestada. Se reconocen en
Yoshimiogo tres grandes influencias. Dos que ya hemos mencionado —la de la nodriza Yokito y
la del maestro Katano— y finalmente la de un pensador de Kyushu que predicaba que los
últimos serían los primeros y que quien ríe de último ríe mejor. Se cree que estas doctrinas de
Yogano Ijijí modelaron la proverbial paciencia del poeta.
Por la época en que estudió en la academia de Oketa, Yoshimiogo conoció a Yokohito
Nolejalo, una doncella hermosísima que le inspiró volcánicas pasiones, por fortuna no
traducidas al español. Yokohito toleraba los galanteos de Yoshimiogo, pero nunca aceptó pasar
a mayores. Después de veintidós años de rogarle, el poeta no solo rompió con ella sino a ella:
un golpe certero de karate la dividió longitudinalmente. Parte de su cuerpo se conserva en el
Museo de Kyoto y la otra parte se conserva en alcohol. Todo indica que la pertinaz negativa de
Yokohito Nolejalo a los requerimientos amorosos de Yoshmio-go se originaron en el temor de
la casta muchacha a la mezcla de apellidos. En efecto, veía con terror que sus futuros hijos
fueran Sikayawa Nolejalo, lo que reavivaría la tradicional aquafobia de la familia del poeta.
Desilusionado del fracaso de sus amores con Yokohito, el poeta se entregó al sake. Al
sake y al meta (que era un juego de apuestas hípicas) y frecuentó la Casa de Té de una
madama llamada Miakueto Konete. Allí conoció una variada gama de amigos. Se hizo íntimo
del periodista Minuro Sakamika, dedicado a elogiar el régimen imperial; se emborrachó mil
veces con el piloto kamikaze Yoshubo Konjuma; y conoció la tortuosa vida del banquero pro-
soviético Tekito Tuwita, llamado por eso "el nikita nipón".
¿Qué hobbies tuvo Yoshimiogo, aparte de echar al inodoro discos compactos de José José
y jalar la cadenita? ¿A qué dedicaba sus horas libres? ¿Qué títulos componían su biblioteca de
dos volúmenes? ¿Qué pasta de dientes usaba, y por qué solamente se la aplicaba en barros y
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
espinillas? ¿Por qué su gato solía hacerse pipí en los sombreros de las visitas? ¿Por qué sus
lámparas no tenían bombillos?
Estos y otros interrogantes permanecen en la mayor oscuridad. Dentro de algún tiempo
podremos saber algo más sobre este inconmensurable poeta japonés, cuando uno de sus
discípulos, que ha empezado a revisar viejos manuscritos, escriba la biografía del maestro. Es
posible, sin embargo, que el estudio demore aún varias décadas. El discípulo es de Magangué,
no habla ni entiende el japonés y espera un giro del Icetex para poder continuar su viaje hacia
el Japón. Desde hace nueve años está tirado en una de las islas Azores.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Juanita, que termina bachillerato dentro de seis meses, no está muy segura de qué
estudios seguir, así que resolví enviarla a algunos expertos en orientación profesional. Volvió
verdaderamente desilusionada y confundida de su primera cita. —La psicóloga —me explicó—
sacó una serie de cartones. Había fotografías de sillas, de casas, de aviones, de animales.
Empezó a mostrármelos uno por uno con cara de circunstancias.
Empezó a mostrárselos uno por uno con cara de circunstancias y le preguntó a Juanita
qué veía. Le enseñó primero un sofá.
—Veo un sofá —contestó Juanita, que siempre ha tenido una enorme seguridad en sí
misma, como de alero argentino.
La psicóloga hizo una mueca de desagrado. Luego le mostró la fotografía de un tetero.
Juanita vio un tetero. La psicóloga hizo otra mueca de contrariedad. Vino un gato dentro de
una canasta. Juanita vio el gato y vio la canasta. El uno dentro de la otra. La psicóloga meneó
la cabeza. Un árbol. Con flores. Juanita vio un árbol florido. Rictus. El proceso se surtió durante
diez o doce cartones más. Cuando la psicóloga exhibió un enano en un columpio y Juanita dijo
"enano columpiándose", la doctora dejó caer el resto de los cartones, evidentemente
defraudada. Dos días más tarde me llegó el reporte: "Le falta imaginación. Debe evitar
carreras relacionadas con artes y letras. Podría ser una buena química o, en el peor de los
casos, estudiar computación".
La consolé, le elogié su último poema y la mandé a donde un psicólogo que se había
graduado en Harvard. Tuvieron una entrevista breve y, luego, lo que se temía Juanita:
cartones. Pero ya mi niña, que es muy avispada, estaba resuelta a no caer por segunda vez. El
doctor mostró un perro y Juanita dijo "máquina de escribir"; mostró una cocada y Juanita
exclamó "abuelita tejiendo"; mostró un bombillo y Juanita gritó "catarata"; mostró un
dromedario y Juanita opinó "cenicero". El doctor tampoco terminó la prueba. Abriendo
tamaños ojos, soltó el cartón número siete y la acompañó a la puerta. El reporte llegó tres días
más tarde: "Le sobra imaginación. Debe evitar carreras relacionadas con artes y letras, que
serían peligrosas para ella. Podría ser una buena química o, en el peor de los casos, estudiar
computación".
El tercero no fue un psicólogo sino un centro que llevaba algún nombre pomposo:
Instituto Científico Internacional de Vocaciones y Orientaciones Profesionales, ICIVOP, o algo
así. Allí los exámenes eran mucho más técnicos. Nada de dromedarios, sofás, enanos en
columpios ni teteros. Tan solo manchas. De distintos colores y formas. Juanita tenía que decir
a qué se le parecía cada mancha. De sus respuestas los científicos iban a deducir en qué debía
ganarse la vida. Después de que Juanita les inventó parecidos a 42 manchas, una voz
pregrabada la felicitó. Era el final del test. El reportaje aconsejó gravemente, y en
mimeógrafo, que Juanita siguiera "la noble vocación del sacerdocio, con la seguridad de que
llegará a ser obispo coadjutor". Como carrera alternativa, la de oficial de artillería.
Preocupado, acudí al colegio. Me recomendaron a un profesor que se ha encargado de
guiar a las últimas promociones de bachilleres del plantel. Juanita asistió ansiosa a la
entrevista. Estaba preparada para todo. Para dromedarios en columpios, enanos comiendo
cocadas, gatos tejiendo canastas y manchas variopintas. Pero esta vez fueron preguntas.
Preguntas absurdas a las cuales Juanita optó por responder con contestaciones no menos
absurdas, por si allí radicaba el secreto del examen y de su futuro.
—Supóngase —preguntó el orientador profesional— que usted está en altar mar,
náufraga en una balsa, muriendo de la sed y del hambre. ¿Cuál es su color preferido para una
sobrecama doble?
—Asada tres cuartos —contestó Juanita sin vacilar.
—Un panadero necesita cuatro huevos para amasar trece panes, y seis arrobas de harina
para 378 panes. Un día solo consigue 68 huevos y media arroba de harina.
Dígame entonces ¿cuál era la novela favorita del Papa Pío XII?
—Subiendo a la derecha —contestó Juanita sin pestañear.
—Usted está amarrada a un árbol en medio de la selva. Escucha un ruido y ve venir un
tigre. Mientras tanto, encima de su cabeza empieza a descolgarse una boa. El cuchillo salvador
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
ha quedado enterrado en el cadáver del caníbal. Pero el cadáver salió a almorzar y la boa no
habla español. ¿Cómo le explico a mi hermano que no puedo prestarle el carro?
—Insertando la pieza identificada como AC en la ranura de seguridad de la plaqueta
amarilla.
El orientador profesional dio por terminada la entrevista después de veinte minutos. El
correo urbano trajo ayer tarde su reporte. Decía: "Se le aconseja estudiar la carrera de
orientación profesional".
Juanita aún no sabe qué camino coger.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Este año los Juegos Olímpicos ofrecen más de una sorpresa. Para la mayoría de los
países han transcurrido cuatro años desde las últimas olimpiadas; para otros, entre los que se
encuentran los Estados Unidos, la ausencia de las pistas completa ocho años toda vez que no
participaron, por razones políticas, en los Juegos de Moscú en 1980. A lo largo de estos cuatro,
de estos ocho años, han ocurrido muchas innovaciones en la ciencia y la tecnología. Empezó a
hacer vuelos de ida y regreso a la estratosfera el Columbia; el hombre pasea por el espacio
tranquilamente sin cordón alguno que lo amarre a la nave; desapareció del mundo la viruela;
nació el primer bebé-probeta; un individuo vivió durante varios días conectado a un corazón
mecánico; fue descubierta una luna que gira alrededor de Plutón; alguien inventó la bomba de
neutrones, que deja las casas intactas pero sin nadie vivo para habitarlas; biólogos británicos
completaron por primera vez la estructura genética de un organismo vivo; fueron localizadas
partículas W en los átomos; se empezó a trasplantar piel de tiburón a personas quemadas;
nacieron las primeras empresas comercializadoras de inventos genéticos; siguen hallándose
eslabones a la cadena del DNA; un profesor muy serio puso en duda la existencia de la
menopausia.
Mientras esto ocurre en los laboratorios médicos y bélicos, la vida avanza también en los
laboratorios deportivos. Las olimpiadas griegas no dispensaban atención a los asuntos
biológicos. Los atletas salían, competían, y perdían o ganaban, pero era poco lo que podían
influir en los resultados los discípulos de Hipócrates. A nadie se le ocurrió purgar a un corredor
para que ganara la pentatlón, ni hubo un enfermero que le tomara la muestra de orina a
Fidípides antes que falleciera exhausto tras haber acortado a zancadas los treinta y pico
kilómetros que separaban a Maratón y Atenas.
Eran otros tiempos. Ahora los atletas aportan un 30 por ciento de la hazaña y los
científicos se encargan del resto. Cuando no son los zapatos ultraelásticos, es el traje de baño
de licra; y cuando no es la garrocha de goma, es la pista de tartán. Y, por encima de zapatos,
chingues, garrochas y pistas, están el doping, las pepas, las inyecciones, los tratamientos de
hormonas y otros malabarismos genéticos que procuran mejorar la raza de los atletas en el
intermedio de cuatro años que se extiende entre cada olimpíada. Cuando se inauguran los
nuevos juegos, vemos siempre algo muy parecido a la Exposición Anual del Automóvil; el
público cree que va a observar deportistas, cuando en realidad se trata de un desfile de
nuevos modelos.
Esta revista pudo averiguar, pese a la alta condición secreta de los mismos, algunos de
los nuevos modelos atléticos que se programaron para saltar a las canchas durante la
olimpíada de Los Angeles.
Alemania Oriental, país pionero en la transformación fisiológica de atletas, ha venido
trabajando ardientemente en un nuevo prototipo de nadador. Los doctores Augustus K.
Otteringer y Karl Heinz Frederick Gunther Gómez han echado a las piscinas olímpicas el
producto de sus desvelos. Se trata de unos ejemplares capacitados para nadar los cien metros
planos en un tiempo inferior al medio minuto. Los científicos no albergan ninguna duda en el
sentido de que se trata de los nadadores más veloces del planeta. Los problemas provienen de
otro lado. Para empezar, no sabían si inscribirlos en las competencias masculinas o femeninas.
Los profesores lograron eliminar a fuerza de inyecciones hormonales toda presa no
indispensable para la natación y esta es la hora en que se ignora a qué sexo pertenecen los
competidores. Algunos médicos sugirieron examinar los pies, con la certidumbre de que el
tamaño de las falangetas permite diferenciar el sexo. El asunto es que la aplicación intensiva
de esteroides mezclados con ácido desoxirribonucleico de pez-espada logró desarrollar en los
deportistas una aleta que reemplaza las extremidades inferiores. Es decir, no hay pies. Ni
falangetas. Mientras el Comité Olímpico alemán busca una solución para el impase, los
nadadores siguen entrenando febrilmente y sometiéndose al tratamiento hormonal intensivo.
Calvos y asirenados, son conducidos a la piscina en brazos de los preparadores- pues las
aletas les impiden caminar y duran allí 23 horas al día pues las branquias les impiden
permanecer más de un rato fuera del agua.
Por su parte, Estados Unidos exhibe orgullosamente a sus levantadores de pesas,
producto de experimentos de alimentación y desarrollo muscular adelantados durante los
últimos ocho años. Las grúas especiales que diseñó la NASA para movilizar a los pesistas del
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa... Hace unos años yo era el más agresivo
defensor de los espacios científicos por televisión. No entendía cómo era posible que el país
entregara cuatro horas semanales a programas de concurso en vez de reservarlas a
documentales sobre la naturaleza. Me preguntaba qué iba a ser de nuestra juventud, tan cerca
de las violentas series policiacas y tan lejos de las películas de divulgación científica.
Fui militante-de esta corriente hasta hace poco. Exactamente hasta que empezó a
imponerse en nuestra televisión la programación científica. Ahora me arrepiento. Me doy
cuenta de que la ciencia y la televisión no van bien juntas. Mea máxima culpa.
Hace algunas noches, por ejemplo, presencié un espació dedicado a la enfermedad de
Chagas y el trepanosoma no-sé-qué-diablos, que es el agente que lo produce. Me había hecho
preparar unos buenos pericos con longaniza de Sutamarchán y estaba a punto de empezar a
devorarlos —con la mente, el corazón y las oraciones puestos en los niños africanos— cuando
salió al aire el programa. Una de las primeras escenas me mató el apetito por la longaniza.
Apareció en la pantalla un ratón blanco de laboratorio que fue pulcramente atrapado por las
pinzas de un científico, pulcramente trasladado a una mesa, pulcramente colocado patas arriba
a pesar de sus protestas y enseguida miserablemente desventrado con un bisturí,
cruentamente hurgado por las pinzas y repulsivamente privado de algunas entrañas
sanguinolentas con el fin de que la cámara (es decir el espectador, es decir yo) pudiera ver en
qué órgano del ratón se aloja la enfermedad de Chagas.
El cadáver del inocente quedó allí tirado sobre la mesa, mientras la cámara se acercaba
al hígado diminuto, quizás con la inútil esperanza de que lográsemos ver al trepanosoma en
acción. Al perro le tiré la longaniza, porque cada vez se me parecía más al difunto, pero el
perro, que también era aficionado a los programas educativos, se negó a comerla. Luego
repetí la operación con los pericos y el chocolate, cuando el espacio insistió en sus crudezas
científicas y nos mostró la extracción de oscuras materias a un insecto llamado pito y la de
sangre a unos enfermos de Chagas. Terminamos el perro y yo disputándonos el primer turno
en el baño.
No me había repuesto de la impresión de la víspera cuando, al otro día, me tocó ver una
cuña científica sobre el peligro de la aftosa. Valiéndose de crueles caricaturas, algún instituto
oficial advertía a los ganaderos sobre la necesidad de vacunar a sus reses. Trato de recordar
los dibujos y siento que se me revuelve de nuevo el estómago al evocar aquellas vacas con la
lengua afuera o, mejor dicho, aquellas lenguas con la vaca afuera, pues se trataba de unas
reses diminutas que exponían a la vista de los televidentes lenguas enormes salpicadas de
llagas purulentas. Por si el espectáculo de las lenguas infectas no fuera suficientemente
ilustrativo, segundos después desfilaban varias ubres afectadas por la aftosa. Más que ubres,
eran campos de batalla en los que peleaban cuerpo a cuerpo la sangre y la pus.
Inravisión tiene el buen gusto de transmitir estas cuñas educativas a la hora en que los
colombianos nos sentamos a manteles, de manera que me declaré en huelga de hambre. A
pesar de que mi corazón y mis oraciones estaban con los niños africanos, obligué a que
arrojaran a la caneca la lengua alcaparrada que había preparado esa noche mi mujer con todo
esmero. Al día siguiente supimos que el recolector de basura, que también había visto la cuña,
se negó a tocar la caneca donde aún dormitaba el órgano carrasposo. Ahora sé que ni siquiera
los niños africanos habrían aceptado comida luego de ver un programa de estos.
Después de tan terribles experiencias he tenido que presenciar otras, como el libertinaje
que caracteriza la vida de las amibas, las porquerías que ensayan las células para reproducirse
sin ofender a Profamilia y los hábitos antihigiénicos del bacilo Coli. Todo eso a la hora en que
los colombianos comemos. Hoy estoy convencido de que es preciso prohibir de inmediato los
programas de divulgación científica por la televisión y desterrar para siempre de la pantalla
chica los ratones destripados, las vacas ulceradas, las orgías de amibas y el aparato digestivo
del pito. Algo tiene que hacer el Gobierno para protegernos a los niños y a todos los demás de
los documentales científicos.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Ahora resulta que el alcalde de Medellín ha prohibido la media luz. Discotecas, tabernas,
heladerías, bares, griles y clubes nocturnos deberán permanecer copiosa y constantemente
iluminados. Como cualquier casino, como cualquier quirófano. Lo que ha hecho el alcalde de
Medellín, ni más ni menos, es prohibir el amor. Inconcebible algo así en la ciudad del tango,
que es una música de pocas bujías. Será preciso en adelante cambiar la letra de algunos:
¿A plena luz los besos? ¿Pero a quién se le ocurre dar besos a plena luz, como no sea a
esos quinceañeros de rumba y playa que aparecen en las cuñas de gaseosas? Si algo hay
bueno en esta vida son los besos de heladería a media luz, recogidos, íntimos, crepúsculo
interior: los que acaba de prohibir el alcalde de Medellín, representante político de quién sabe
qué Congregación Mariana en el gobierno municipal.
El argumento de esta medida enemiga del erotismo ya se conoce: "Garantizar la
tranquilidad y la seguridad de los asociados en este tipo de establecimientos abiertos al
público". La norma arranca de dos supuestos equivocados. Primero, que la gente que acude a
discotecas, tabernas, heladerías, bares, etc., anda a la busca de tranquilidad. Segundo, que la
plena luz garantiza esa tranquilidad.
Vamos por partes, como hacían los escolásticos. El que necesite tranquilidad, que se
quede en su casa. Lugares como los descritos —si que también otros un poquito menos
abiertos al distinguido público— son para quienes buscan la deliciosa intranquilidad del
romance.
Cosas así son las que se susurran en estos sitios donde la gente va a ponerse nerviosa,
porque ese es el secreto del asunto. Lo contrario es el Valium 10. Del piropo de Jorge, Lía
saltará a la risita erizada. Y de la risita erizada a la mirada subrepticia, al roce de manos, a la
súbita seriedad que precede al beso y, bueno, finalmente al beso. El beso de heladería, de
discoteca o de taberna, que es de las pocas cosas buenas que aún no pagan impuestos en
Colombia.
El señor alcalde de Medellín comprenderá que ninguna de las anteriores conductas
pueden desarrollarse cabalmente cuando Lía y Jorge están sometidos a la terca inquisición de
los reflectores, como en las películas de interrogatorios policiales. ¿Qué tiene el señor alcalde
en contra de la risita nerviosa de los enamorados, de la mirada subrepticia, del roce de las
manos, del beso con sabor a vainilla que se da la gente en la heladería a media luz?
Y además, el tonto argumento de la seguridad. "Los asociados", como ha dicho el
secretario de la alcaldía empleando un término que la plena luz hará cada vez más difícil en la
práctica: los "asociados", digo, no están seguros ni a media luz, ni a plena luz, ni a oscuras. La
inseguridad, bien lo sabemos, ha desbordado todos los límites de vatiaje. Asaltos se cometen a
las doce del día en la Jiménez con séptima, y a las diez resplandecientes de la mañana en La
Playa con Junín. Según las estadísticas, en Colombia hay más asaltos y raponazos de día que
de noche. Esto no quiere decir, sin embargo, que al señor alcalde de Medellín se le ocurra
ahora la feliz idea de prohibir los focos, como dicen allá. Si seguimos la curiosa lógica del
burgomaestre local, antes de dos meses se obligará a las salas de cine a proyectar la película
con las luces encendidas y será sujeto de arresto todo ciudadano que duerma con los ojos
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
abiertos. Al fin y al cabo, no son pocos los hurtos que ocurren al amparo de las
cinematográficas tinieblas, ni los robos que se perpetran con la complicidad del sueño
doméstico. Y si los paisas insisten en ignorar esta última orden, señor alcalde, debe usted
hacerse respetar por medio de un decreto que prohíba las camas.
Prohibidas las camas y la media luz, desaparecerá más de una intranquilidad. Pero puedo
garantizarle al señor alcalde y a los distinguidos habitantes de Medellín, que a la vuelta de
nueve meses empezarán a quebrar las clínicas de maternidad y dentro de cuatro años las
guarderías infantiles podrán utilizarse como depósitos de café.
Reflexionemos un momento, señor alcalde. Piense usted en las desoladas parejas que
ahora se sientan a más de un metro de distancia entre silla y silla —entre taburete y taburete,
señor alcalde— en las heladerías iluminadas, en los bares resplandecientes, en las discotecas
alumbradas, en las tabernas fúlgidas, en los griles radiantes.
Señor alcalde de Medellín, no destierre el amor. "Bájele a la lámpara un poco más...".
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Ya todo está escrito. Después de muchos siglos de literatura, es difícil salir con algo
original. Al arribar a la conclusión de que es imposible crear temas nuevos, me he dado a la
única tarea posible: inventar nuevos desarrollos a los temas conocidos. Hasta ahora he
trabajado apenas unos pocos cuentos infantiles. Creo que la experiencia es exitosa y justifica
ensayar con relatos de mayor envergadura.
Fíjense, por ejemplo, lo que podría ocurrir con "Blancanieves". En el momento de poner
punto final al cuento, dicen los hermanos Grimm que la reina, tras descubrir que Blancanieves
había resucitado merced a un beso de su príncipe azul, "se puso enferma de la rabia... Corrió a
la boda y, al entrar, vio a Blancanieves. Se quedó medio muerta de la sorpresa; pero los
criados del rey tenían preparadas para ella unas zapatillas de hierro ardiendo, y se las
pusieron, por mala; y la madrastra empezó a bailar de dolor, y tanto bailó que se murió".
Ahora bien: todavía es posible alargar un poco la historia y añadir, por ejemplo, este
nuevo final:
Cuando el príncipe vio que caía muerta una de las invitadas a su boda, decidió que el
incidente no podía malograr el día más feliz de su vida. Ya era bastante molesto el olor a carne
chamuscada que despedían los pies de la reina, cuyo cadáver rodeaban cientos de comensales
aterrados. El príncipe le recomendó a Blancanieves que bailara un rato con los enanos
mientras él se encargaba de la occisa. En medio del estupor general, tomó a la madrastra
entre sus brazos, la despojó de las zapatillas de hierro y le dio un largo beso, el famoso "beso
resucitador" con el cual había devuelto la vida a Blancanieves unas semanas atrás. La
madrastra reaccionó favorablemente y del molesto episodio sólo le quedaron, a manera de
huella permanente, las quemaduras de primer grado en las plantas de los pies. Cuando llegó
el comisario de turno a recoger el cadáver, fue la propia madrastra la que le gritó desde la silla
de ruedas:
—¡Te equivocaste de cuento, viejo!
Como ustedes ven, las posibilidades siguen abiertas para ulteriores peripecias. Aunque
no hay nada nuevo bajo el sol, este agregado—que se llamaría "Blancanieves II"— podría
hacer con el cuento lo que el príncipe con su novia y con la madrastra: inyectarle nueva vida.
También con "Caperucita Roja" puede intentarse una secuela. Recapitulemos: la niña y la
abuela habían sido rescatadas del interior del lobo y el cazador providencial llenó de piedras la
barriga del animal. "Cuando éste quiso echar a correr, se cayó al suelo, porque las piedras
pesaban mucho; se cayó, reventó y murió". Y agregan los autores: "Caperucita, la abuela y el
cazador se pusieron., muy contentos; el cazador se quedó con la piel del lobo; la abuela se
comió el pastel y se bebió el vino y se puso buena. Y Caperucita dijo que no volvería a
desobedecerá a la madre ni a salir sola por el bosque".
Al cuento le cabe una cola que podría ser de este estilo:
No bien partieron junios el cazador, la niña y la abuelita, fue interceptado el primero por
unos inspectores del Inderena que le pidieron exhibir la autorización para transportar pieles de
animales silvestres. El cazador carecía de ella, lo cual, a la luz del Código de Recursos
Naturales, lo hacía acreedor a una sanción. La piel fue decomisada por las autoridades y
detenido el hombre. La abuelita corrió suerte parecida. Hallábase de tal manera ebria por el
vino que fue llevada a los patios por una patrulla vial. Luego de hacerle la prueba del aliento,
el juez dictaminó que se hallaba en avanzado grado de embriaguez y le ajustó 72 horas
inconmutables de arresto. De esta manera, Caperucita volvió d quedar sólita en el bosque. Fue
ese el momento que aprovechó el hermano del lobo muerto para acercarse a ella y-entablarle
conversación. El resto fue como en el primer: cuento, pero sin abuela, cazador ni piedras. Puro
lobo feroz* y Caperucita, hermano. ¡Tronco de lobazo!
Cenicienta era la maravillosa niña del baile? ¿Y recuerdan que se casaron? ¿Y recuerdan que a
las hermanastras les sacaron los ojos las palomas? (Así lo afirman los crueles hermanos
Grimm). Pues bien, aún podríamos añadir unas líneas más a esta cruenta historia.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Mitología cachaca
Ignorada durante mucho tiempo por los tratadistas del tema, la mitología cachaca
empieza a ser reconocida ya como una de las grandes vertientes de la mitología universal, al
lado de la griega y la nórdica. Gracias a los estudios de Hubert Von Tuppé, Peter Reichel-Welch
y Otto Levis-trauss Jeans, se ha podido profundizar en algunos elementos fantásticos del mito
bogotano, que hoy son objeto de análisis en academias y universidades del mundo entero.
Estos tres profesores han terminado un extenso trabajo sobre el asunto, que se publicará
el año entrante en Alemania. El título tentativo es el de "Guía de restaurantes vegetarianos de
Hong Kong", pero se cree que el título final será mucho más aproximado a la materia de
estudio. De los borradores del tratado sobre mitología bogotana escrito por los doctores Von
Tuppé, Reichel-Welch y Levistrauss Jean se han filtrado algunas notas. Todas ellas se refieren
a personajes mitológicos que son de frecuente aparición en la tradición oral cachaca, pero
cuyos orígenes ignoran los propios bogotanos:
Berbecí: Dios de la ira, esposo del Hada Tatacoa. Ocupa un lugar de enorme importancia
en la mitología bogotana. Se dice que fue concebido en una piedra por la diosa Chispas. Su
presencia huele a pólvora y explota fácilmente. Una de las pocas referencias cultas sobre el
personaje se encuentra en el Diccionario de la Real Academia, donde se le confunde con el
hongo bejín. Es invocado frecuentemente, aún ahora, por los bogotanos. La expresión "estar
como un berbecí" constituye alusión religiosa a este dios que tiene su morada en el lugar
donde nacen los rayos y centellas.
Tatacoa: El Hada Tatacoa, esposa del dios Berbecí, es también llamada la Madre de la
Rabia. Cuenta la mitología que desciende vestida de negro desde las alturas y se posa en el
Olimpo de los Buses, donde su esencia contamina a todos los conductores de vehículos
públicos. De allí que se diga que todos los choferes bogotanos parecen una Tatacoa. El Hada
tiene cuerpo de bomberos y cabeza de proceso; al sonreír (cosa que hace muy poco) revela
dientes de ajo. Berbecí y Tatacoa tuvieron una hija y un hijo, según el mito. La primera,
llamada Chicha, heredó atenuadas las características de sus padres. El segundo, el príncipe,
Embejuque, también las comparte pero es mudo de nacimiento.
La fiera sarda: Tercer miembro de la familia del dios de la Ira; medio hermana de
Berbecí y medio cuñada de Tatacoa, es también medio tía de Chicha y Embejuque. Recién
nacida tuvo un disgusto con su hermano y ambos se pusieron bravísimos. Como consecuencia
de ello, Berbecí la echó de la Morada de la Ira y ella se fue morada de la ira. Maldita por su
hermano, al tocar agua salada se convirtió en esposa de un tiburón, pero no se sabe qué
tiburón. Por esta razón no fue recibida en el océano y tuvo que regresarse en el próximo vuelo
a Bogotá. Desde entonces anda errante por la carrera séptima y reencarna periódicamente en
ser humano. Ha llegado inclusive a colarse en las listas del liberalismo oficialista, según la
mitología cachaca.
Pereque: Gnomo de las contrariedades. Dice la mitología cachaca que anda poniendo
pequeñas e invisibles trampas, molestias e inconvenientes. Con frecuencia los Pereques
deambulan por las calles de Bogotá disfrazados de verde pidiendo papeles, sacando
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
***
Hasta aquí las notas conocidas del tratado de mitología cachaca de Von Tuppé, Reichel-
Welch y Levistrauss Jean. Se sabe que los restantes capítulos versan sobre otros personajes,
tales como el dios Tombo, el dios Lobo y el hada Mamola, princesa de las negativas. Pero esas
notas no se han filtrado al público.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Le agradecí mucho a mi tía Rita el asador. Era el primer regalo de Navidad que me daba
en los últimos 32 años y me produjo verdadera estupefacción escuchar cuando mi sobrino, el
que lee los regalos en el árbol de pascuas familiar, decía: De tía Rita, para Daniel. No fui el
único sorprendido. También los demás miembros de la reunión, a los cuales no se les ocultaba
que, 32 años atrás, cuando tía Rita me oyó lanzando un ajo porque no lograba armar un
mecano, resolvió que no volvía a dirigirme la palabra. Así había sido desde ese lejano día y por
eso caímos todos de para atrás cuando mi sobrino, alzando la enorme caja, confirmó que era
de tía Rita para mí. Yo miré a tía Rita para agradecerle, pero ella estaba rodeada por sus hijas
—mis primas— que le preguntaban angustiadas si no había sido un error, si en vez de Daniel
no debía leerse José Gabriel —que es el sapo de la familia— o si acaso era una persona distinta
la que me ofrecía el regalo.
Seriamente, tan seriamente como había permanecido durante el intercambio de pascuas,
mi tía gritó de repente:
—¡Es mío y es para Daniel! Que siga la repartición...
Ante el tono dictatorial de mi tía Rita, que es una pétrea matrona, la repartición siguió; y
yo, luego de balbucear un agradecimiento que no me fue respondido, comencé el juicio de
casación sentimental en el que muy pronto eché atrás la sentencia de enemistad perpetua que
había dictado contra mi tía Rita 32 años antes.
Sobra decir que esa noche no dormí pensando en el momento en que podría desempacar
el asador y ensamblarlo. Me veía devorando un pedazo de carne asada blandita y jugosa a
nombre de mi tía Rita. Apenas hicieron bip-bip las seis de la mañana en mi reloj japonés de
pulsera, me entregué a la tarea. Salieron de la caja una cantidad de piezas de todos los
tamaños (patas metálicas, rodachinas, arandelas, tuercas, tornillos, manivelas, parrillas, hojas
de aluminio) y un folleto de instrucciones. Estaba escrito en tres idiomas. Sólo después de
examinarlo durante un buen rato me di cuenta de que uno de ellos era el español. La verdad
es que en un principio no reconocí ninguna palabra. Términos como "escrúa" designaban a los
tornillos y "suportes" a las patas metálicas. Se notaba que la versión en español había corrido
por cuenta de algún puertorriqueño.
Armado de destornillador, tenazas, llave inglesa y martillo procedí, dichoso, a armar el
asador. "Gire la torniquete H en dentro de la inicisión F, mientras libera el resorte A de manera
que llegue pasando por el pasador que se encuentra colocado junto a la escrúa de estrellas".
Así decía, textualmente, el primer paso para el ensamblaje del aparato. Lo leí doce veces y,
concentrándome como si estuviera jugando la final del mundial de ajedrez, logré imitar lo que
indicaban las instrucciones. Paso segundo: "Torne la rolera X en dirección al orificio marcado
de la flecha, y ahora proceda al ensamblaje de la coverta alumínica siguiendo las instrucciones
del número 3". Desconcertado, resolví dejar el paso anterior para más tarde y obedecer lo
referente a la coverta alumínica. La guía era más sencilla en este caso: "Tomando las piezas
identificadas de escrúas verdes, dismantele la armazón colapsable y después escrúe
cuidadosamente cada una con su pieza que matcha". Me tomó dos horas, pero logré armar la
coverta alumínica. En ese momento ya había empezado a sentirme inseguro, no sólo en
cuanto a mis habilidades mecánicas sino a mi propio idioma.
—Chavita —le ordené a la muchacha—: bríngame un cafeleche como pronto sea.
Paso número cuatro: "Estando ya listo el piezaje para la fijación de los suportes, oblitere
las pequeñas puntas metálicas produciendo agujeros para la intercepción de las varitas S, T,
ST, R y RS en los puntos demarcados de flecha; enseguida apoye la cabeza de los suportes
logrando su penetración presurizada pero sin forzamiento en las aberturas M, MN, N, NM y
NMN. Tenga cuidado de mantener la coverta reversada para no peligrar la estabilidad del
asemblaje". Con cierta desesperación, dejé también para después el paso número cuatro y le
expliqué a Chavita, que me miraba bastante lela mientras yo maldecía blasfemias incoherentes
literalmente traducidas ("Dios-maldecida escrúa", "Tirando destornillador" y otras similares)
que lo que ocurría es que los panfletos conteniendo instrucciones están distantes de buenos y
son redactados en una jergona imposible de decodar.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
—¿Usted sabe —le pregunté— dónde el infierno queda la abertura MN para lograr en ella
la penetración presurizada sin forzamiento del suporte T, sin necesidad de atarlo a él con una
cinta escocesa?
Chavita pensó que yo me había vuelto loco y me lo dijo con sinceridad manteña. "Yo no
níe he ido nueces", protesté. "Es que simplemente el descifraje de este libreto de instrucciones
es un infierno de una tarea".
Abrevio el epílogo. Nunca pude ensamblar el asador. Me inscribí en una escuela de
idiomas para aprender de nuevo el castellano. Chavita aún me mira con compasión, como se
mira a un loco. Y en el vecindario todavía recuerdan esa mañana del 25 de diciembre cuando
salí en pijama a la calle gritando:
—¡Tía Rita tomó revenganza, tía Rita tomó revenganza, la tirante vieja sucia!
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
El trece de mayo
Al despuntar el mes de mayo cada alumno tenía encima de su pupitre una pequeña
imagen de la Virgen de sus preferencias y cada grupo rezaba por su lado ante una estatua de
su respectiva reina. En los recreos los fatimistas organizábamos enormes manifestaciones de
niños que cantábamos en coro "el 13 de mayo/la Virgen María/ bajó de los cielos/a Cova de
Iría". Los rivales se aprendieron, instruidos por Chouffan, aquella canción de "Frere Jacques,
frére Jacques/dormez-vous?". Como nosotros no teníamos idea alguna de francés, pensamos
que era un himno religioso a la Matrona de Lourdes.
Las cosas estaban a punto de perder la precaria compostura y llegar a una batalla
campal detrás de la capilla para definir cuál de las dos Vírgenes era más milagrosa, cuando
regresó del hospital Carmencita. Todavía demacrada y flaca convocó a los alumnos de
primaria, advirtió que cualquier grito en favor o en contra de cualquiera Virgen en particular
sería sancionado con expulsión y nos impuso como castigo la suspensión de recreos durante
una semana.
Ese mes nos obligaron a rezar el rosario frente a una estatua de Nuestra Señora de
Chiquinquirá. Luego supe que Carmencita era boyacense, se apellidaba Casas, y entendí que,
una vez más, había ganado el equipo local.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Tarde de difuntos
Hace pocos días falleció el padre de un amigo a quien no veía desde los tiempos de
colegio. Resolví pasar por la funeraria que anunciaba el aviso a darle un compungido abrazo.
Era una de esos multifamiliares del velorio donde se realizan simultáneamente cinco, siete,
nueve velaciones. Tuve que buscar la correspondiente sala en un tablero digno de edificio de
abogados y contadores y llegué hasta allí después de recibir repetidos apretones de personas
que me daban el pésame en los pasillos.
El espectáculo era realmente triste. La viuda se hallaba sentada en una silla de terciopelo
frente al féretro. Se la veía tan pequeña, tan flaca, tan vieja, tan demacrada, que casi no podía
creer que se tratase de la misma señora que treinta años atrás iba al colegio cada noviembre a
repartir cachetadas a los niños que habían ofendido al suyo durante el año lectivo. Mi amigo
había salido a dormir, seguramente. Un grupo lloroso de hermanos, primos y tías ocupaba las
demás sillas. Me acerqué y los abracé uno por uno. Cuando llegué a la viuda, la pobrecita se
me aferró al cuello y lloró inconsolablemente por espacio de tres minutos. Yo hice lo que uno
hace en esos casos (apretar la boca, menear la cabeza, suspirar hondo) y dije lo que uno dice
en esos casos ("Valor", "nunca lo olvidaremos", "hay que ser fuertes"). Luego me senté
meditabundo en una silla, a esperar el regreso de mi amigo.
Durante las dos horas que permanecí en el velorio entraron y salieron varios deudos. Yo
me paraba, me dejaba abrazar y dar el pésame y luego volvía a sentarme. En un momento
dado se me instaló al lado un costeño completamente vestido de negro. El hombre suspiraba
que partía el alma y apoyaba a veces la cabeza entristecida sobre un maletín que llevaba en el
canto.
—Ay —me susurró al cabo de un rato— Quien lo ve ahí tendido y hace apenas ocho días
era un hombre lleno de salud y de optimismo...
Yo asentí tímidamente.
—Mire usted a la viuda —me comentó—. Pobrecita. Ayer eran felices; hoy lo está
llorando.
Yo volví a asentir, pero esta vez con un estremecimiento de pesar.
—Fueron muchos años juntos. Muchos. Años alegres, durante los cuales uno cree que
esta vida va a durar para siempre, que la muerte no existe.
Yo asentí de nuevo con cara filosófica.
—Pero todo termina. Todo tiene su fin. (El tipo de negro había agarrado vuelo y subía el
tono de voz a niveles cercanos a la oratoria). ¡Quién iba a pensar que este hombre lleno de
vida yacería hoy aquí, yerto e inane...!
—Inane no —corregí en voz baja, a pesar de que me sonaba a medialengua—: inerte.
—Está bien: ¡inerte, inanimado, insepulto...!
El asunto estaba poniéndose un poco incómodo porque los vecinos miraban al tipo de
negro.
—¿Y sabe qué es lo peor? Que la viuda, esa hermosa dama que usted ve allí, ahora
marchita por la tristeza, tendrá que iniciar un doloroso viacrucis para dar cristiano descanso a
los restos de su marido. El no previo nada, ¿me entiende? Ni tumba, ni dinero para gastos de
velación, ni féretro, ni misas, ni nada. Por eso la que ahora tendrá que afrontar el grave
problema económico es ella. Pobrecita. Como si fuera poco su dolor.
Yo me sentía francamente mal. Miré hacia el pasillo, pero mi antiguo condiscípulo no
llegaba.
—Amigo —susurró el tipo de negro—. Le apuesto a que en caso de que usted corriera la
misma suerte, y Dios no lo quiera, su pobre viuda quedaría en situación parecida.
Yo volví a asentir. Los vecinos observaban con los ojos enrojecidos.
—Apuesto a que no tiene lote en el jardín cementerio, ni previsión para misas, ataúd,
carroza... Todo esto cuesta dinero y no es justo dejarle el problema a los pobres deudos.
Bastante tienen ellos con el dolor que deben sobrellevar...
Traté de pedirle que hablara en voz más baja e imploré con el corazón que llegara mi
amigo. El tipo de negro extrajo del maletín unos papeles.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
—Aquí tiene, amigo —me dijo—. Son los títulos de propiedad de un lote en el Jardín
Cementerio Santísima Madre. Con un leve recargo usted adquiere el derecho a que le poden el
césped de la tumba cada mes. Si usted toma esta promoción especial que le ofrezco, tendrá
además descuento en un precioso féretro de cedro como »el que, ay, tiene a la vista. Présteme
su tarjeta de crédito y cerramos ya mismo el negocio...
La situación era trágica. Todos los deudos nos miraban y la viuda había suspendido el
rezo del rosario llena de estupor y confusión. Con tal de que el tipo de negro se callara, yo
estaba decidido a hacer cualquier cosa. Le extendí mi tarjeta de crédito y él procedió a fabricar
el recibo.
No bien lo firmé, la viuda se puso en pie y me felicitó por la estupenda compra, y el
hombre de negro se dirigió a los deudos y les habló de las tácticas de marketing. Los deudos
sacaron lápiz y papel tomaron notas mientras comentaban elogiosamente la lección de ventas
que acababan de recibir. Enseguida vi con horror cómo el tipo de negro abría el ataúd y extraía
de allí un cartapacio con folletos y calcomanías promocionales de la funeraria.
Miré aturdido hacia el pasillo y noté que en ese momento pasaba mi amigo, llorando,
detrás de otro cortejo fúnebre. Con él iban sus hermanos y su madre. Corrí a abrazarlo
mientras el tipo de negro decía a los deudos:
—Mañana el taller de marketing será en la sala de velaciones número siete.
Salimos. De repente se había oscurecido y diluviaba a cántaros. Yo alcancé a pensar si el
tipo de negro me había devuelto la tarjeta de crédito. Un ave negra se posó sobre la carroza
funeraria. Estoy seguro que también había sido contratada.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Como dicen los anuncios de prensa, el del padre es "un día muy especial". Hace unos
años mis hijos me esquilmaban 3 mil pesos para comprar los regalos con que irían a
obsequiarme en el Día del Padre. Cuando llegaba la fecha, sin embargo, sólo recibía un suéter
color zanahoria de 1.999 pesos. Los otros 2.001 se quedaban por ahí perdidos, como en las
licitaciones públicas.
Así funcionaron las cosas durante un tiempo. Pero al fin me convencí de que era injusto.
Injusto conmigo. Ellos estuvieron parcialmente de acuerdo. Creían que era injusto. Pero con
ellos. Aspiraban a una mayor "comisión". Como en las licitaciones públicas. Negocié con los
chinos como quien negocia con un sindicato y conseguí que me permitieran comprar yo mismo
los regalos. Yo iba al almacén acompañado por ellos; yo aceptaba el regalo que a ellos les
gustaba (generalmente un suéter color zanahoria); yo lo pagaba y ellos se encargaban luego
de guardarlo, empacarlo y regalármelo el Día del Padre. Yo fingía sorprenderme gratamente
con el regalo, elogiaba la generosidad de mis hijos, les agradecía el cariño demostrado con su
anciano progenitor y luego colgaba el suéter color zanahoria al lado de los suéteres de los años
pasados.
Esta fórmula no duró mucho. Al cabo de dos o tres años los niños me invitaron a
almorzar (pagando yo) una semana antes del Día del Padre y me notificaron que a partir de
esa ocasión el procedimiento cambiaría. Querían regresar al viejo sistema, que les permitía
ganarse unos pesos el Día del Padre.
—Entendámonos —les expliqué—. El padre soy yo. Por consiguiente no veo por qué son
ustedes los que deben beneficiarse en esta fecha.
—Muy sencillo —contestó Juanita—. Es bien sabido que la máxima felicidad de los padres
es ver a sus hijos contentos, ¿o no?
—Anjá.
—Con el antiguo sistema te dábamos un doble regalo: la satisfacción material de la
mercancía y la satisfacción espiritual de ver a tus hijos contentos porque se habían ganado una
platica honradamente. Ahora sólo podemos darte la primera.
—Eso hace que nos sintamos mal —agregó María Angélica—. Malos hijos.
—Como Caín, pero en hijo —ilustró Daniel.
—Y aspiran entonces a volverme a dar la satisfacción espiritual... —completé yo.
—Has comprendido.
Volvimos por un tiempo a la vieja fórmula. Pero cada año parecía aumentar en ellos el
amor filial. Ya no se contentaban con darme una alegría espiritual de mil pesos. Ahora querían
de 2 mil, lo cual implicaba que sólo quedaban mil para mi regalo: un chaleco de color
zanahoria. Subió la factura. Y subió la comisión. Al cuarto año les giré un cheque por 4 mil
pesos para mi regalo, y recibía el Día del Padre unas medias de 300 pesos. Color zanahoria. Ya
era demasiado. Los invité a almorzar (pagando yo) y les planteé el problema.
—Yo les agradezco mucho que me traten de dar la satisfacción de verlos dichosos con
mis 3.700 pesos; pero me parece que se están excediendo en cariño.
María Angélica fue la más dura.
—Si te interesa más el vil placer terrenal de una mercancía que la felicidad sublime de
tus hijos dichosos, allá tú. Volveremos al descuento convencional.
En ese momento el regalo para el Día del Padre ya no costaba 3 mil ni 4 mil pesos. El
sindicato filial exigía 5 mil básicos y una suma adicional para "embalaje, transporte y gastos
extras".
Giré. Y el Día del Padre recibí a manera de regalo una pijama color zanahoria que había
visto anunciada por 1.999 pesos. Daniel me explicó que la comisión de compra había sido
reajustada a consecuencia de la devaluación del peso frente al dólar. Era ya más costosa que
el regalo. Como en las licitaciones públicas.
Finalmente llegué a un acuerdo que nos hizo felices a todos. El próximo domingo, cuando
suenen en mi despertador las ocho de la mañana, extraeré de mi armario un pequeño sobre,
me dirigiré en puntillas al cuarto de mis hijos, correré la cortina con un movimiento brusco y
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
los despertaré gritando alegremente: "¡Feliz Día del Padre!". Ellos volarán a abrir el sobre,
encontrarán allí tres billetes de 500 pesos para cada uno, se pondrán muy contentos y yo los
abrazaré emocionado y les agradeceré la doble felicidad que me brindan: por una parte, la de
verlos radiantes con mi plata; y, por otra, la de evitar la llegada de unos pantalones de pana
que habrían completado el horrible guardarropa color zanahoria que me han regalado mis hijos
con generosidad que no me cansaré de aborrecer.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
La historia que voy a contaros —dijo esa tarde la abuela mientras se mecía en su silla de
mimbre— ocurrió hace mucho tiempo, cuando los pájaros no habían aprendido a piar ni Yolima
Pérez cantaba en la televisión.
Los nietos, convocados por la grave voz de la abuela, se agruparon en torno a la silla
para escuchar el relato. Afuera empezaba a hacer frío y adentro aparecían las primeras
estrellas. En el musical de Jimmy.
—Erase que se era una familia de leñadores —continuó la abuela— cuyo hijo menor
quería ser osteópata. Esto mantenía muy turbados a sus padres, pues no sólo eran muy
pobres sino que la osteopatía aún no había sido inventada. Como consecuencia de esta
circunstancia, el hijo menor tuvo que dedicarse también a cortar leña, como sus hermanos, y
no se volvió a hablar de osteopatía.
(Era evidente, comentaron los nietos entre sí, que la abuela empezaba a reflejar algunos
efectos de la arterio esclerosis).
—Todas las mañanas —prosiguió la abuela—, tan pronto como el lechero se acercaba a la
cabaña de los leñadores a entregar el periódico del día, los chicos saltaban de la cama y se
preparaban para emprender la dura jornada que espera al cazador. Alistaban las armas y,
después de un desayuno frugal que ingerían en el restaurante más cercano, partían hacia sus
oficinas.
(Era evidente, comentaron los nietos entre sí, que los efectos de la arterio esclerosis se
agravaban en la abuela por minutos).
—Su madre permanecía en la cabaña zurciendo medias, planchando camisas, embolando
zapatos, cocinando el almuerzo, barriendo los pisos, lavando los vidrios, desinfectando los
baños, soplando las brasas del horno, regando las matas, arreglando los discos, limpiando el
betamax y ordenando los recibos de los servicios públicos. No creáis, sin embargo, que en
estas faenas domésticas carecía de ayuda. Siempre estaba a su lado (salvo cuando ella iba al
baño o cosa por el estilo) la única niña de la familia. Se llamaba Lucero y era como un dedo
pulgar: gorda y bajita. Cuando terminaban el aseo de la cabaña, Lucero y la madre, salían al
bosque en busca de flores. Flórez era un vendedor ambulante que recorría todas las mañanas
el bosque vendiendo los más increíbles helados que puédais imaginaros...
(Era evidente, comentaron los nietos entre sí, que la abuela no había aprendido a
conjugar bien el subjuntivo de la segunda persona del plural: "puédais!!").
—...helados de fresa con crema, de maní con coco, de chocolate con menta, de tamal
con chocolate, de aguade-panela con queso, de vainillas, de dejémonos de vainillas, de
cuchuco con espinazo y de patacón pisao...
(Era evidente, comentaron los nietos entre sí, que en el reblandecido cerebro de la
abuela provocaban estragos los medios de comunicación social).
La abuela proseguía impertérrita su relato, rodeada del risueño grupo de nietecitos. Caía
afuera la noche como si se hubiera tropezado. La luz de la lumbre permitía observar la cara
arrugada de la abuela con las antiparras, la cofia antigua en torno a la cabeza y, reposando
sobre las piernas de la anciana, una roja cobija de la cual era fácil deducir que había sido
robada a la empresa de aviación más antigua de América en algún vuelo internacional.
—Al atardecer —proseguía la abuela—, con el viento de las cinco y media, regresaban a
la cabaña el padre y los hermanos de Lucero; volvían silbando canciones del bosque,
generalmente una distinta cada uno, por lo que era difícil entender qué silbaban. Al llegar a
casa, depositaban encima de la mesa los frutos de la faena: sardinas en conserva, gaseosas
dietéticas, chocolatinas, pañales desechables, bicicletas fijas, muñecas que dan la hora y
fascículos de la Enciclopedia Universal del Minero. Vosotros os preguntaréis por qué estas
cosas. Pues bien: yo tengo la misma preocupación.
(Era evidente, comentaron los nietos entre sí, que el caso de la abuela merecía ya ser
atendido por un especialista).
—Como os venía diciendo —agregó la abuela—, esta familia de pobres mineros, oficio
que explica los fascículos que os mencionaba, tenía una especie de huerto donde cultivaba
especies. Una especie de lechuga, una especie de zanahoria y pimienta. La pimienta era lo
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más preciado de la comarca. Cada vez que una doncella del lugar aspiraba un grano de esta
pimienta, sentía ganas irreprimibles de estornudar y entonces...
En ese momento, la abuela estornudó con la fuerza de un volcán, sin importarle que
afuera la noche se apretara contra los altos eucaliptos y que se escuchara ya el arrurú de los
terneros en la colmena. ¿Y qué vieron los nietos? Que, al estornudar la abuela, volaron la cofia
y las antiparras y en vez de la abuela aparecía sentado en la silla de mimbre un viejo calvo y
de bigote que los miraba muerto de la risa.
(Era evidente, comentaron los nietos antes de marcharse disgustados, que el abuelo les
había vuelto a tomar el pelo).
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
¿Existe la vida después de la muerte? Este tema ha desvelado a la humanidad desde que
la humanidad se civilizó hasta el punto de desvelarse. Antes solamente era objeto de
discusiones metafísicas. La vida perdurable, la resurrección de los muertos, etc. Pero en los
últimos años ha habido una ola que busca una respuesta científica a la pregunta que las
religiones contestaron desde hace tiempo. Para averiguarlo, se han hecho entrevistas a
personas que estuvieron clínicamente muertas y volvieron a la vida. Sus respuestas han
llevado a muchos doctores a la conclusión de que la muerte no se presenta como una especie
de abismo negro y doloroso, sino que, al terminar el puente de la vida, espera una orilla llena
de tranquilidad, luz y paz. Es la vida que existe más allá de la muerte.
Lo que nadie se había preguntado era el final de aquella nueva vida. El profesor Helmut
Haegelfield, joven biólogo nacido en Salamina (Caldas), pero de padres boyacenses, se
propuso llegar hasta tan lejana meta. Para ello entrevistó largamente a pacientes que tuvieron
milagrosas resurrecciones científicas y, apoyado en avanzados recursos nemotécnicos,
consiguió que recordaran no sólo lo que había ocurrido cuando murieron, sino lo que pasó
después, al término de su segunda vida. Gracias a Haegelfield podemos ahora preguntarnos:
¿Existe la muerte después de la vida después de la muerte?
He aquí algunos testimonios, entre los que recopiló Haegelfield, que proyectan una
respuesta a tan escalofriante pregunta.
"Recuerdo que el médico dijo algo así como 'se nos va la vieja' y que el anestesista
contestó 'pues nos vamos todos porque yo tengo una cita a las cinco'. Después no escuché
más voces. Me sumergí poco a poco en una especie de nebulosa y estuve durante un rato
como flotando o, haga de cuenta, caminando sobre nubes de algodón de dulce, pero sin
enmelocotarme, ¿me entiende? Vi de golpe una luz blanca muy fuerte que me transmitió una
sensación infinita de tranquilidad y entonces supe que había muerto materialmente hablando,
pero había nacido a otra vida. Después de esa luz se apareció a mis ojos otra, menos intensa,
de resplandores amarillos. Seguí caminando por los copos de nubes y la luz cambió de nuevo:
ahora era una luz redonda, muy roja, la que se colocaba en mi camino. Fue entonces cuando
escuché el frenazo, y sentí un golpe que me elevó por los aires pero sin que me doliera.
Alguien dijo con voz muy dulce, 'se nos va la vieja'. Luego pasó una sombra muy oscura y otra
voz terrenal gritó: 'Regresó la vieja'. Era el médico de Tuluá. Si a mí me lo preguntan, tendría
que contestar que sí: sí existe la muerte después de la vida después de la muerte".
W. K. Q. (Seudónimo del escritor pamplonita U. J. Ñ., quien fue dado por muerto al
caerse de un caballo de madera y no reflejar vida cerebral en el escanógrafo, situación que se
remedió cuando fue enchufado el escanógrafo; el Ateneo de Medicina lo incluye entre sus
casos de resurrección milagrosa y ha llegado a alquilarlo para congresos científicos y fiestas
infantiles):
interpretaba 'Oropel' y una voz que pedía media de aguardiente. Me le había muerto a la
muerte. Si a mí me lo preguntan tendría que decir que sí, que sí existe muerte después de la
vida después de la muerte".
Capitán Ch. L. Ch. (Militar de 33 años, muerto en combate en Honduras y resucitado por
la ciencia tres años después en el zoológico de Manila por razones que aún no ha sido posible
documentar):
"Lo último que oí fue a uno de los reclutas que decía 'Ojo a la bala'. Luego se apoderó de
mí una terrible sensación de placidez. Puros ángeles, serafines y pendejadas de esas. Nada de
acción. Había en la atmósfera un insoportable olor a incienso, que me hizo añorar el de la
pólvora y la sangre. Quise caminar y sentí como si estuviera deslizándome sobre nubes
afeminadas. Extrañaba el barro, la caca, los arenales. A las 5 p.m. había servicio de cantos
gregorianos a la habitación. Nada de rancheras, ni tiros, ni lamentos de los heridos. Al tercer
día agarré la automática, que se me había venido enredada en el alma, y me disparé en la
cabeza. Enseguida vino un torbellino muy extraño y sentí que los osos me abrazaban y me
lamían como si fuera hijo suyo. Ya estaba ex-muerto. Es decir, vivo. Si a mí me lo preguntan,
tendría que decir que sí, que sí existe la muerte después de la vida después de la muerte".
Margarita * de** (Dama de nuestra sociedad muerta de infarto y resucitada gracias a los
masajes que le aplicó devotamente en el pecho un amigo de su marido, asesinado poco
después por el propio marido en un ataque de celos):
"No, mija, yo sí dije de ésta no me salvo nonononó, y entonces vi una luz, pero qué luz
mija, parecida a la sala de las Bustamante cuando hay fiesta y no qué tranquilidad tan buena y
qué atenciones, ¿oíste? Veo en ese momento un diablo y me aterro de pensar que estoy en el
infierno, qué angustia, pero el diablito me dice que tranquila que lo que pasa es que es hincha
del América; pero ya era tarde, mija, me había dado el infarto de regreso y ahora sentía que
volvía a morirme y no estaba equivocada: ahí estaba, tirada en el suelo de mi casa con Jorgito
dándome masajes. ¿Qué si qué? Claro que hay muerte después de la vida después de la
muerte, mija".
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
minutos en pisos inútiles hasta que algún cristiano bajó del ascensor y dejó el carro libre.
Debió montarse en él muchas veces, confiado en que la suerte del próximo viaje lo dejara por
azar en el piso esperado. En algún momento llegó a él; guiado por la magia del olor y del
amor, se acercó al apartamento donde habitaba la perra de sus sueños. Raspó la puerta;
alguien abrió y no lo vio; Pachulí pudo colarse y esconderse bajo la silla hasta que cayó la
noche. Y entonces sí corrió en busca de su perra, que lo esperaba ansiosamente en el cuarto
de San Alejo. Allí se encontraron por vez primera los dos hocicos, húmedos de ternura y de
ladridos entrecortados. Allí se rozaron por la primera vez las patas trémulas. Lo demás fue una
pasión sin límite ni medida, un encuentro casi animal entre los dos enamorados, que convirtió
a la noche en una hoguera fugaz donde se consumieron los corazones y la llenó de murmullos,
de perfumes y de música de alas.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Todo empezó un día en que ambos acudieron a llevar a sus hijos a clase. Aunque de
escuelas distintas, los dos chicos recibían lecciones de refuerzo en matemáticas en una
academia especializada. Eran clases extracurriculares que se impartían después de las seis de
la tarde a los colegiales que corrían el peligro de perder la materia. Por esta razón él pudo
asistir... y ella también.
El trabajaba en una oficina de arrendamientos. Tenía 36 años y había enviudado tres
años atrás. Este chico y una niña apenas un poco mayor constituían su única familia.
Ella tenía 32 años y un hijo solo: este chico de once que ella traía a clases dos veces por
semana después de las seis de la tarde. Era su única familia desde que su esposo se marchó.
Estaba separada desde hacía ocho años. Trabajaba en una agencia de publicidad.
El era un hombre bueno en el mal sentido de la palabra. Apenas llegaban las cinco y
media de la tarde, corría hacia su casa para reunirse con los muchachos. Les ayudaba a hacer
tareas, cocinaba para ellos, se inventaba juegos para pasar con ellos las horas. Los había
obligado a leer Corazón, de Amicis, y todos los libros de Louise M. Alcott. Ignoraba en realidad
cómo se es madre y por eso procuraba imitar lo que hizo con él la suya cuando había tenido la
misma edad de sus hijos.
Ella era una mujer un poco triste. Una tarde encontró el recado sobre una mesa. Sin
mayores explicaciones, su marido le decía que no volvería a verlos, que se iba. Lo cumplió.
Desde ese día no había vuelto a saber de él. Tuvo que aprender a trabajar. Ingresó a una
agencia de publicidad porque un primo le consiguió el puesto. La hicieron "copy" pero no
resultó. Sólo en ese momento supo los problemas salariales que tiene la mala ortografía.
Apenas llegaban las cinco y media corría hacia la casa para ayudarle en las lecciones al chico.
El era un hombre tímido y de pocos amigos y de pocas amigas. En los tres años de su
viudez nunca se había sentido particularmente atraído por mujer alguna. A veces pensaba, al
sentir la soledad de su lecho en la alta noche, que sería bueno recomponer su vida. Sabía que,
por más que él tratara de llenarla, flotaba en la casa un viento de ausencia y de vacío: el vacío
y la ausencia de una mujer.
Ella era una mujer silenciosa. Aunque el ambiente de la oficina estaba cruzado de
varones jóvenes y atractivos que le hacían ofertas porque lo consideraban parte de su
profesión, nunca quiso salir con ninguno. Los rechazaba con una sonrisa definitiva pero triste.
Triste porque sabía que en su casa hacía falta un hombre. Definitiva porque creía que en su
corazón ya no había rincón que no hubiera copado su hijo.
Y sin embargo, aquella tarde, cuando él fue a dejar por primera vez a su chico y la vio a
ella...
Y sin embargo, aquella tarde, cuando ella fue a dejar por primera vez a su chico-y lo vio
a él...
Se encontraron dos veces por semana frente a la academia durante las semanas
siguientes. Al principio se saludaban de lejos; los chicos se habían hecho amigos. Pero como
en algunas ocasiones la clase se prolongaba unos minutos más, cierta tarde él se decidió. Bajó
del auto, se dirigió al de ella; la saludó y le pidió un fósforo. Ninguno de los dos fumaba; al
saberlo se rieron un poco y se despidieron con la silenciosa promesa de volver a conversar.
La próxima vez charlaron un poco más. El supo que ella estaba separada; ella se enteró
de que él era viudo. A la semana siguiente, cuando los muchachos salieron de clase, los
sorprendieron conversando. El permanecía de pie bajo el frío vespertino, un poco inclinado
para alcanzar la ventana de ella. Quizás fue el chico de ella quien se lo sugirió; lo cierto es que
cuando volvieron a verse ella lo hizo pasar para que esperara dentro del carro la salida de los
muchachos.
Transcurrieron unas semanas más. Todos sabían que el año escolar estaba por terminar
y, con él, los encuentros gozosamente obligados. Con la aproximación de la fecha, ella y él
empezaron a sentir que la enredadera de una expectativa les crecía en el corazón. No era
necesario que se lo dijeran. Ambos sabían que estaba por llegar el momento inevitable. El se
mostraba nervioso; jugaba con el llavero. Ella también; aprendió a fumar a esas horas de la
vida.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Y cuando llegó el último encuentro, mientras la luna se levantaba redonda por detrás del
edificio de la academia, los dos conocieron, en el mismo instante y en el mismo sitio, lo que
era la verdadera felicidad: ¡sus hijos habían aprobado el examen de matemáticas!
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Primera confesión
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—Por más que repito los mandamientos, no veo ninguno que prohíba pegarle a los
hermanos.
Los repasé rápidamente. Desde el primero —"Amar a Dios sobre todas las cosas"— hasta
el décimo —"No codiciar los bienes ajenos"— y no encontré uno que condenara de manera
específica levantar a patadas a las hermanas. Tuve que acudir a algunas explicaciones
sofisticadas, que me hicieron sentir profesor de derecho. —Es posible que no figure in expreso.
Pero debes atenerte al espíritu de la norma y no simplemente a la letra. ¿Cuál es el espíritu de
los diez mandamientos? Sembrar el amor a Dios, evidentemente; y, como bien dice Astete,
"amar al prójimo como a sí mismo". Al golpear prójimo estás ofendiendo a Dios. Esa es la
hermenéutica sana de los mandamientos.
Daniel había escuchado la disertación boquiabierto.
—No sabía —argumentó en su defensa— que Juanita y María Angélica eran prójimas
mías. Pensé que sólo eran hermanas. Muy bien: se lo diré al padre mañana.
—Hoy —corregí señalando el reloj. Eran las cinco y media.
Había logrado dormir un poco cuando reapareció Daniel. Esta vez tuvo que darme varios
empellones para que me despertara.
—Papá: ¿hermenéutica es una grosería? ¿Dios se ofende cuando la oye?
—Dios —le contesté exasperado— se ofende cuando los niños no dejan dormir a los
papas. ¿No te enseñaron acaso el cuarto mandamiento?
—"Honrar a padre y madre" —contestó con convicción de erudito.
—¿Entonces?
Antes de dar la espalda con arrogancia y perderse en la claridad, Daniel sentenció:
—Allí no dice nada de dejar dormir. De esta sí no me confieso.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
pudiéramos entendernos tan bien. Todo resultó inútil. Arturo estaba embobado con La Muerte.
Se casaría. Nos dejaría. Se iría para siempre de "la rumboteca".
Y así ocurrió. Al avecinarse la fecha de la boda, Arturo empezó a hacer maletas. Ya las
cosas no eran como antes. Ninguno tenía ganas de rumbear. No aparecía ningún candidato
adecuado para reemplazarlo. Tendríamos que entregar el apartamento porque entre dos era
imposible sostener los gastos. Hilario, el barranquillero, disparó sus últimos cartuchos la
víspera del casorio. Trató de convencer a Arturo de que no le convenía amarrarse tan pronto,
que no iba a ser feliz con La Muerte y que había oído malas cosas sobre la muchacha. Esto
último era falso, naturalmente, y provocó la indignación de Arturo. Casi se van a las manos,
pero yo conseguí tranquilizarlos. Arturo destapó aguardiente para ahogar la despedida.
Al día siguiente Hilario todavía estaba tronado cuando llegamos a la iglesia en calidad de
padrinos. Soportamos la ceremonia con un estoicismo sólo comparable al guayabo. Y aunque
los tres habíamos jurado, a eso de las cinco de la madrugada que seguiríamos tan unidos
como siempre, todos los propósitos se vinieron abajo de manera estrepitosa y súbita. Cuando
el cura los pronunció marido y mujer "hasta que la muerte los separe", Hilario se paró en la
banca y gritó: "viste, Arturo, nojoda, hasta el cura sabe la vaina...!"
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Muerte de perros
Me pregunto si será imposible lograr que el escritor al que se le muere su perro escriba
sobre él. Y lo digo porque he conocido excesos líricos nacidos ante despojos caninos que serían
razón suficiente para justificar la inmortalidad de la víctima.
Hay autores que iniciaron su carrera con un poema lacrimoso ante el cadáver del can. Es
el caso de "soluciones a la mano" de Ernesto Samper Pizano, a quien la literatura universal
debe una página desgarradora que apareció en la revista del colegio al morir atorada con un
hueso una perra llamada "Cuca". Quien ignorase que se trataba de un canto fúnebre a
mamífero carnicero doméstico con la cola de menor longitud que las patas posteriores, una de
las cuales suele alzar el macho para orinar (Diccionario de la Real Academia de la Lengua),
tendría derecho a creer que era un poema a la amada muerta. El asunto decía más o menos
así:
Un poeta de tan pobre acento —he debido decir ladrido— sólo podía terminar arrojado en
las aguas más putrefactas del arroyo de la vida. Así ocurrió. Hoy es concejal del Distrito.
Años después de haber leído esta elegía (término muy propicio para un político), me
encontré con otro escritor atormentado por la agonía de su perro. Era Álvaro Bejarano, el
ingenioso "Loco" de la prensa caleña. Corría el mes de octubre de 1975 cuando publicó en El
Pueblo una nota que llevaba por título "Historia para ser contada". Empecé a leerla con el
desayuno y no pude terminar porque las lágrimas habían salado el chocolate y ensopado el
pandebono. La historia del "Loco" tenía que ver con Tony, un perro lanetas que llevaba trece
años lamiendo a todos los miembros de la familia Bejarano. Lo que quería contarnos era que
"Tony se me está muriendo sin que los veterinarios puedan hacer nada por él". Algunos
detalles de la dolorosa agonía: "Se fue a Bogotá con mis hijos y entre el frío y la nostalgia del
Valle, Tony se acostó a morirse". No había muerto aún, era claro. Pero, advertía el atribulado
autor, "como Tony se va a morir, yo estoy habitado por la pena y quiero que mis lectores
tengan un pensamiento para Tony, que es todo ternura y lanas viejas".
Cuando escribió lo anterior Álvaro, a quien quiero como a un hermano— es decir, poco y
con desconfianza—, no me atreví a ahondar su herida preguntándole por la suerte final del
perro. Pero lo hice en reciente oportunidad. Pensé que el tiempo transcurrido había restañado
ya aquella lacerante llaga. Me sorprendió y me conmovió ver que, ante la sola mención del
tema (tengo testigos), Bejarano dejó escapar dos lagrimones, sollozó y me abrazó gritando:
"Tony se nos fue, hermano, Tony se nos ha ido...". Ante las circunstancias, no me atreví a
preguntarle si se había ido por los caminos de la muerte o si era preciso publicar otro de esos
avisos que empiezan diciendo: "Perro extraviado..."
De puro ignorante llegué a suponer que las odas de amor a los perros muertos eran otro
mal típicamente nacional, como comentar la película en voz alta o escarbarse los dientes con
la pata de un fósforo. Pero pocos días después de haberme logrado zafar del lloroso abrazo de
Bejarano me topé el más reciente poema de uno de mis autores norteamericanos favoritos,
Robert Penn Warren. ¿Y saben ustedes a quién estaba dedicado? A "Faraón", así descrito en el
poema:
Cocker. Inglés. Quince años de edad. Tumor. El veterinario no prometió nada. Y así fue.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Yo también me rajé al leer "Old dog", de Robert Penn Warren, y, elevando los ojos al
cielo, exclamé condolido: "Sálvanos, Señor, de los perros ajenos vivos, de los perros propios
muertos y sobre todo de los poetas ajenos que lloran la muerte de sus perros propios".
Ahora bien: ¿Me permiten los lectores que dedique esta nota a "Pachulí", vivo y
coleando?
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Me ocurrió hace poco en una fiesta, cuando me refugié por unos minutos en el cuarto de
baño y, apremiado como estaba, olvidé pasar el seguro. Me hallaba en pleno uso de mis
derechos de intimidad fisiológica cuando una dama asistente al ágape penetró de improviso en
el W.C. Nos miramos a la cara, cada uno más aterrado que el otro. Y, después de unos
segundos de parálisis que parecieron más largos que un editorial de "Nueva Frontera", ella
salió corriendo —y dejó la puerta de par en par—, mientras yo pensaba con la mayor seriedad
en arrojarme por la ventana.
Fue entonces cuando supe que uno siempre debe tener a mano frases decorosas para
manejar estas situaciones difíciles. Estoy preparando, en consecuencia, un Diccionario
Desembarazazo, cuyos primeros borradores quiero compartir con los lectores.
Encuentro en el cuartico
Ella entra al cuarto de baño sin sospechar lo que le espera, y se topa con que un
caballero ocupa plácidamente el mueble principal.
¿Qué podría decir ella?
• "No se levante, por favor... Vine sólo a ver si he dejado mi cartera por aquí..."
• "Perdón: ¿Tiene horas?"
• "¿Interrumpo algo?"
• "¿Sube o baja?"
• "¿Podría decirme si aquí venden estampillas de correo aéreo?"
Y, en último caso: "Excuse, señor conductor, es que estoy sin anteojos: ¿Este bus pasa
por el barrio Restrepo?"
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Y, en último caso: "Tal vez hay un error: yo vengo a cobrar la cuota de la enciclopedia".
El sonido y la furia
En la recepción diplomática se acerca el señor cardenal saludando a cada uno de los
asistentes. En el momento en que un embajador besa el anillo del cardenal y hace la
reverencia del caso, se escucha un ruidillo traicionero a espaldas del embajador.
Y, en último caso: "¡Qué dicha! Al fin llega la información que solicité para escribir el
artículo que me pidieron".
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
en las esquinas el decreto que declaraba gravemente amenazado el orden público. A las tres y
media entraron los agentes, de Policía a la casa de Piedad Agudelo y, amparados en una orden
de captura abusiva, detuvieron el cadáver del difunto Humberto. Esa misma noche fue
enterrado el risueño fiambre sin mayor protocolo en el cementerio local por cuenta del erario
del municipio. El alcalde se acostó al alba con la satisfacción del deber cumplido y ordenó
levantar el toque de queda a las siete en punto de la mañana siguiente.
A las siete y cuarto, cuando las dos viudas se presentaron al mismo tiempo ante la
tumba llevando flores y parientes armados, se desató la balacera en que murieron los
primeros trece. Veinte años después la vendetta sigue.
En el pueblo les parece que la carnicería empezó hace como un siglo. No de otro modo se
explica que queden apenas tres niños de los Agudelo y un par de mellizos de los Ramos,
bautizados pero sin confirmar. Por eso cuando los habitantes del pueblo quieren hablar de
asuntos viejos, se refieren a "los tiempos del difunto Humberto".
Cuando nuestro padre Adán...
Cada vez que se acercaba el Día del Padre empezaban los sufrimientos para el pobre
Adán. Era lo único que realmente le molestaba del Paraíso. Tenía frutas en abundancia con las
que podía hacer salpicón sin pagar impuesto a las ventas; dormía abrazado a tigres
pechichones que lo calentaban de noche; se asoleaba en playas blanquísimas donde no había
turistas antioqueños ni latas vacías de cerveza; descabezaba prolongados motosos tendido en
los prados sin temor a que lo asaltaran los gamines. El lugar era bastante bueno. Ambiente
distinguido y atención esmerada. Cinco estrellas. Pero cuando se aproximaba el mes de junio
el Paraíso se convertía en un infierno para el pobre Adán: ¿qué demonios podía regalarle el Día
del Padre al Supremo Creador, un tipo que lo tenía todo, que lo sabía todo, que lo podía todo?
En años anteriores se había aparecido con piedras preciosas, pieles curtidas, bultos de
naranjas y loras amaestradas que cantaban el hosanna. Pero ya la imaginación se le estaba
agotando. La última vez duró casi dos meses echándole cabeza a un posible regalo y lo único
que se le ocurrió fue un mísero ramo de flores. El regalo era tan obvio que equivaldría, en
nuestro tiempo, a obsequiar un frasco de vetíver. El Padre Eterno lo recibió con fingido
agradecimiento, y Adán se dio cuenta de que el Creador se hallaba irritado. No era para
menos. Su único hijo le salía el Día del Padre con apresurado manojo de margaritas, cuando el
mundo entero estaba cubierto de flores en aquellas épocas y los dinosaurios se alimentaban de
anturios y las panteras negras de Mahenge se abstenían de comer mango dulce sólo para
evitarse la incomodidad de las hilachas entre la doble hilera de colmillos. La próxima vez —
pensó el Señor— Adán tendría la desfachatez de regalarle un mojicón de tierra o un coco de
agua.
Apenas unas semanas después del ramo de flores, el Padre Eterno resolvió que Adán
necesitaba una compañera. Algunos ángeles —los caídos— comentaron que se trataba de una
venganza; otros —los serafines— dijeron que el Creador había obrado así llevado por el
principio de que dos cabezas piensan más que una. Lo cierto es que una tarde en que Adán
echaba siesta despatarrado sobre una victoria regia, el Señor le extrajo una costilla, la forró en
carne de primera, le agregó algunas presas, le suprimió otras y, tras asestarle un soplo divino,
observó cómo la costilla salía corriendo convertida en Eva y empezaba a decir "brutas" y a
pedirle plata a Adán.
Vivieron felices un tiempo. La Biblia cuenta que andaban empelotes, hombre y mujer, sin
avergonzarse uno del otro; ello se debía a que ninguno de los dos tenía ombligo, que es el
elemento realmente erótico y sicalíptico del cuerpo humano. Así transcurrieron los días. De
siesta en siesta y de playa en playa. Hasta que, en el mes de abril, Eva notó achantado a
Adán. De ahí pasó al mal genio y a la franca irascibilidad. Pronto le cogió fastidio al tigre de
sobrecama y se dedicó a tirar piedra a los árboles por el solo placer de asustar a los micos. No
tardó Eva en averiguar, valiéndose de recién descubiertas artimañas femeninas, que se
aproximaba el Día del Padre y que a ello obedecía la neurastenia de su marido.
Desde ese instante no hizo sino ayudarle a pensar en el obsequio con que sorprenderían
a Yavé. Pero ya ve que todo lo que proponía Eva, Adán lo había regalado. La perspectiva era
negra. Porque, aunque hallaran un presente original para el año en curso, antes de doce
meses andarían en el mismo lío, y así hasta la consumación de los siglos.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Menos mal que Eva era dicharachera y amigosa y había armado buena relación con
algunos animalillos del Paraíso, preferentemente ratas, murciélagos, alacranes, sapos,
lechuzas y una serpiente conversadora que acabó por convertirse en su mejor amiga. Cierta
tarde en que se hallaban las dos dándose un baño de asiento en aguas cristalinas, la astuta
cuatro-narices preguntó a Eva:
—¿Es cierto que Dios os ha prohibido comer de algunos frutos del jardín?
—El Señor nos ha autorizado para comer de todos, salvo aquel árbol que se halla en
medio del jardín y del cual nos ha advertido que moriremos si probamos su fruto.
Ese árbol era un manzano precioso y la serpiente, que estaba al tanto de las
preocupaciones de Adán y Eva pues era el demonio enculebrado, le sugirió en voz baja a la
mujer:
—Estoy segura de que el árbol prohibido os solucionará el problema del Día del Padre.
Haréis con su rojo fruto un exquisito pai (la serpiente no dijo torta, sino pai, porque había
tomado clases de inglés) y lo llevaréis como obsequio al Señor tu Dios.
Eva se asustó al principio y dijo que no podía desobedecer a Yavé. Pero la culebra era
muy viva y la convenció de que el Padre Eterno les había prohibido usufructuar el árbol aquel
en provecho propio, pero en cambio no se opondría a que le hornearan un buen pai (insistió en
llamar pai a la torta) y se lo ofrendaran en su día.
La serpiente acabó por convencer a Adán y Eva de que ese era el regalo ideal. Y fue así
como el Día del Padre se aparecieron ambos ante el Señor con una provocativa torta del Bien y
del Mal. Pero Dios, que se preciaba de severo en materias de disciplina y además no era
dulcero, montó en cólera, les tiró la torta a la cara, los condenó a padecer y revertir en polvo y
los expulsó del Paraíso, sin siquiera haberlos amonestado antes.
Desde entonces es de muy mal gusto regalar pai de manzana en el Día del Padre.
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
A diferencia de la mayoría de las personas —que entienden idiomas pero no los hablan—,
a mí me sucede con el portugués que lo hablo pero no lo entiendo. Es decir, aprendí la música
pero me falta la letra. Y como saben que adoro a Brasil, aunque nos haya secuestrado a
Amparito Grisales, mis amigos me aconsejaban que tomara unas clases para aprenderlo como
Deus manda. Yo pensé que era una pendejada, pues español y portugués se parecen tanto
que no precisaba tomar clases. Sin embargo, para salir de dudas, resolví preguntárselo a
Norma Ramos, una buena amiga brasileña con la que me encontré cierto día en que ambos
almorzábamos en una churrasquería rodizio. —Norma: dime la verdad. Siendo el portugués un
dialecto derivado del español, ¿tú crees que necesito tomar clases de portugués? —le pregunté
en el mejor portugués de que fui capaz.
—Al fondo a la derecha —me contestó Norma, y siguió comiendo.
Fue una experiencia terrible. Allí mismo decidí que no sólo iba a tomar clases de
portugués, sino que Norma tendría que ser mi profesora. Ella —que es puro corazón y mechas
rubias— aceptó con resignación misericordiosa. Y como yo le insistiera que me hablase en
portugués todo el tiempo, me dijo que desde el lunes nos sentaríamos a estudiar dentro de su
escritorio. Me pareció bastante estrecho el lugar, pero llegué ese lunes decidido a todo.
Yo creía que el portugués era el idioma más fácil del mundo. Pero la primera lección que
saqué es que resulta peligrosísimo justamente por lo que uno cree que se trata tan solo de
español deshuesado. Escritorio no quiere decir escritorio, sino oficina; en cambio, oficina
quiere decir taller; y talher significa cubiertos de mesa. No me atrevía a preguntar a Norma
cómo se dice escritorio (nuestro tradicional escritorio de cajones y bade, en el caso de
gerentes de medio pelo); pero ella, que es tan inteligente, lo adivinó en mis ojos aterrados.
"Escritorio se dice escrevaninha", observó Norma. "¿Escriba niña?", comenté desconcertado:
"Así le decimos a las secretarias". Norma sonrió con benevolencia.
Le pedí que decretáramos un rato de descanso. "Un rato en portugués es un ratón",
respondió inflexible. "Fíjate lo que me pasa por hablar como un loro", traté de disculparme.
"Un louro en portugués es un rubio", dijo ella. "Y rubio seguramente se dirá 'papagayo',
comenté yo tratando de hacer un chiste. Glacial, Norma aclaró:
—Ruivo es pelirrojo; y papagaio es loro.
—Perdóname, Norma, pero es que yo hablo mucha basura.
— Vassoura, no. Lixo. Vassoura quiere decir escoba.
—Y escoba, ¿significa...?
—Escova significa cepillo.
Era suficiente para el primer día. A la siguiente lección regresé dispuesto a cometer la
menor cantidad posible de errores. Le rogué a Norma que me regalara un tinto, a fin de
empezar con la cabeza despejada. Me lo trajo de café brasileño, a pesar de lo cual quise ser
amable y dije que lo encontraba exquisito.
—No veo por qué te desagrada —me contestó ella.
—Al contrario: lo encuentro exquisito —insistí yo, sin saber que ya había cometido el
primer error del día.
"Exquisito quiere decir en portugués, desagradable, extraño", suspiró Norma.
Confundido, le eché la culpa a la olla. "La panela", corrigió Norma. "No lo noté endulzado",
comenté yo. "Lapanela, en portugués, es la olla", dijo Norma. "¿Y olla no quiere decir nada?",
pregunté yo, "Olha, quiere decir mira", contestó ella. "Supongo que tendrán alguna palabra
para panela", me atreví a decir. "Panela se dice rapadura", sentenció Norma. No quise
preguntar cómo llamaban a la raspadura. Simplemente le dije que salía un segundo al baño y
solo volví una semana más tarde.
Norma estaba allí, en su escritorio (¿en su panela? ¿en su lixo?), esperándome con
infinita paciencia. Siempre en portugués, le pedí perdón y le dije que me tenía tan abrumado
el portugués, que ya no me acordaba ni de mi apellido. "De su sobrenome, dirá", comentó
ella: "apelido quiere decir apodo". Intenté sonreír: "Trataré de no ser tan torpe". Dijo Norma:
"no exagere: torpe es infame; inábil sí es torpe". Con este nuevo desliz se me subió la
temperatura. "Quise tomar un vaso de agua ("vaso es florero —corrigió ella—; copo es vaso y
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
flaco es copo") y me justifiqué diciendo que el viaje hasta su escritorio había sido largo,
porque venía de una finca. "Comprido, no largo; fazenda, no finca", dijo Norma. "Largo quiere
decir ancho, así como salsa significa perejil y molho significa salsa".
Me di por vencido. Acepté que el portugués era un idioma difícil y entonces sí se le
iluminaron los ojos a Norma. La cuestión era de orgullo. De ahí en adelante no me regañó sino
que me mostró todas las diferencias que existen entre palabras homófonas de los dos idiomas.
Caro se dice costoso, porque custoso quiere decir difícil; morado se dice roxo, porque rojo se
dice vermelho; escenario se dice palco, porque palco se dice camarote; cadeira no es cadera,
sino asiento; bilhete no es billete sino nota; pero en cambio nota sí quiere decir billete; maluco
es loco y caprichosa es limpia; distinto es distinguido y presunto es jamón.
"Pero —remató Norma— sobre todo, nunca vas a decir buseta en el Brasil, porque vuseta
en realidad es cuca y cuca quiere decir cabeza, de manera que esta última, aunque no la
puedes decir en Cuba, sí puedes mencionarla en el Brasil".
Era demasiado. Pedí permiso para no volver nunca a clases de portugués, el idioma más
difícil del mundo. Norma me preguntó por qué.
—La verdad, Norminha, estoy "mamao"...
—Mamao, no —corrigió Norma antes de que yo huyera para siempre: esgotado. Mamao
quiere decir papaya. Pero no vas a decirlo nunca en Cuba.
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El mal de irse
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***
En los días finales el mal de irse se agudizó. Empecé a pensar cómo sería de insulsa la
televisión europea sin musicales de Jorge Barón, volví a cine doble al Teatro Lux y una noche
tuve sueños eróticos con un paquete de Chitos. El séptimo día padecí la sensación exacta de
que me iba a hacer falta mi hermano Ernesto y el noveno día suspiré de modo lastimero
cuando pasamos frente al monumento a los veteranos de la guerra de Corea que hay en la
calle cien. Veníamos de casa de su hermano, quien nos había prestado una cámara finísima
para que pudiéramos fotografiarnos frente a la Torre Eiffel. Mi mujer detuvo el carro.
—¡No me diga que semejante pagoda tan monstruosa le va a hacer falta en el exterior!
—Pues sí —le confesé con lágrimas en los ojos—. Cuando pienso que no la veré durante
un tiempo siento una cosa rara aquí. Como un ahogo. Mire lo imponente que se ve al lado de
esos niños que juegan cerca a ella...
Mi mujer —flor de resignación, almita comprensiva— meneó la cabeza sin decir nada y
me entregó la cámara.
—Si cree que la pagoda le va a hacer falta, tómese una foto con ella y la colocaremos en
la mesa de noche cuando estemos en Europa.
—¿De veras? —le pregunté dichoso— ¿Me jura que pondremos encima de la mesa de
noche mi retrato con la pagoda al fondo?
—Se lo juro —suspiró mi mujer, almita resignada, flor comprensiva.
Fue un momento de escalofrío patriótico. Mientras ella permanecía en el carro, yo bajé y
pedí a los niños que me retrataran frente al monumento. Les enseñé a manejar la cámara y,
con el corazón destrozado por la inminente ausencia, me dirigí hacia la pagoda.
Cuando los dos gamines salieron en carrera con la cámara, sin que nosotros pudiéramos
hacer nada por evitarlo, sentí el milagro: el mal de irse había desaparecido, aunque fuera
temporalmente. Estaba curado.
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Locos
"Cuando usted conozca a Nueva York —recuerdo haber leído la frase en un aviso de
prensa— se impresionará por sus rascacielos".
Conocí finalmente a Nueva York. Pero lo que me impresionaron no fueron los rascacielos,
sino los locos que luchaban contra los rascacielos. Cada ciudad genera un tipo característico de
locos, y los de Nueva York nacen, crecen y se definen por su interrelación con los rascacielos.
Son locos afectados por muchas cosas de la vida moderna —la angustia existencial, el sentido
de no pertenencia e insularidad y otras bellezas que estudian los psiquiatras—, pero sobre todo
por los rascacielos. Como si les produjera dolor la inmensidad del edificio impertérrito frente a
la pequeñez de su condición humana, los locos de Nueva York tienen casada una pelea con las
moles de cemento. El día que conocí el Empire State me afectó mucho más que su altura el
pugilato que sostenía con él un loco de Nueva York. Era un tipo de gabán raído y mitones
sucios que insultaba a gritos al edificio y después de un rato de nombrarle la madre, como el
Empire State no respondiera, la emprendió a patadas con él.
La gente en Nueva York mira todo con indiferencia y el espectáculo del loco camorrista
que desafiaba a pelear al Empire State tan solo suscitó rápidas miradas de reojo de los
transeúntes afanados. Al cabo de los minutos, el loco —con una mirada en que relampagueó
brevemente el orgullo— suspendió los puntapiés, miró de arriba a abajo al Empire State, le
escupió y le dio la espalda.
Locos volví a ver en Nueva York enfrentados a edificios, no una, sino varias veces. Si
bien ya no me topé más con el gladiador que quiso aplicarle la doble nelson al Empire State, sí
encontré uno que insultaba al edificio de la Chrysler, a otro que cacheteó cobardemente a un
edificio bajito del Rockefeller Center y a uno más, mi verdadero héroe, que una tarde de
primavera se bajó los calzones frente a las torres del World Trade Center y les mostró
despectivamente el rabo pálido.
Los locos de París son por completo distintos a los de Nueva York. Ellos no tienen duelos
pendientes con la arquitectura, ni se consideran ofendidos por el edificio de la Opera, el de la
alcaldía y ni siquiera la horrorosa torre Montparnasse. Su lugar de exhibición no es la calle,
como los neoyorquinos, sino el metro. Allí los ve uno en trance de viajar interminablemente a
cambio de unos pocos céntimos. Los locos de París no pelean, como sus colegas de Manhattan,
ni deambulan por en medio de las avenidas más congestionadas, como lo hacen a diario los
pobres locos de Bogotá. Los locos de París hablan. Hablan solos, hablan con el pasajero
vecino, hablan a gritos con alguien que se encuentra en el andén opuesto del metro, o hablan
con los cartelones publicitarios que llenan los socavones del tren subterráneo. Hablan; es
decir, murmuran, gritan, preguntan, comentan. No practican el monólogo ni siquiera cuando
hablan solos. El loco de París habla y se contesta. Improvisa largos diálogos consigo mismo en
que no faltan los reproches y las explicaciones. Un loco parisino puede tomar la línea del tren a
las siete de la mañana, instalarse en uno de los asientos reservados a mutilados de guerra y
hablar sin detenerse, allí apoltronado, hasta que el metro silencie sus vagones y apague
mansamente las luces al filo de las dos de la madrugada. El loco entonces dormirá en la banca
de una estación vacía y descansará hasta las siete de la mañana siguiente, cuando estará listo
otra vez para un café y una charla larga.
Toda ciudad que se respete tiene sus locos. En épocas mejores, Bogotá tuvo una
adorable exposición de locos y bobos cuya gama variaba del Bobo Tranvías —dado en la manía
de correr tras ellos— hasta el candidato eterno a la Presidencia de la República, doctor Gabriel
Antonio Goyeneche. Roma también tiene sus locos, sólo que hay que ser un experto para
diferenciarlos de los demás ciudadanos que andan a mil y efervescentes en unos carros
emparentados de cerca con las bacinillas. Hay países que no sólo tienen locos, sino que los
eligen para muy altos cargos públicos. No digo nombres.
Estoy aún por descubrir, sin embargo, a los locos de Madrid. Los busco en las calles, en
el metro, frente a los edificios y en las pequeñas plazas, y todavía no los detecto. Acudí al
estadio para presenciar el partido cuasi-fínal entre el Real Madrid y el Barcelona; me decían
que allí encontraría muchos locos, sobre todo en la tribuna llamada "Ultra Sur". Sin embargo,
me parecieron caballeros de finos modales y ejemplar comportamiento, muy poco digno, a
decir verdad, de una afición huraña que se respete. Encuentro a Madrid fascinante, pero me
desconcierta que en más de un mes no haya sido capaz de ver un tipo de esos que uno puede
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
señalar con el dedo y decir sin lugar a dudas: "Ahí va un loco". Debe haberlos, por supuesto.
Sin ir muy lejos, la historia de la realeza española despliega una buena variedad de locos,
entre ellos la antonomástica doña Juana. Pero aún no consigo verlos. El asunto me
preocupaba, y ya empieza a obsesionarme. Me pregunto si será que estoy volviéndome loco...
Madrid
115
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
La primera de la temporada
—¿Daniel?
Madrid. Sábado. Siete de la mañana. Contesté que sí, entre dormido y despierto.
—Oye, majo: ¿Estáis listos para una corridilla de toros esta tarde? Van en el cartel
Galloso, Luis Reina y Pepín Jiménez, con toros de Hernández Pía. Santa Coloma puros, hijo...
—¡Manuel Santamaría!
Noté una evidente desilusión en la voz que trataba de animarme para ir a toros desde el
otro lado del teléfono. "¿Cómo me reconociste?", preguntó. No era difícil. La única persona que
habla madrileño en Madrid es Manuel Santamaría Mallarino, el ministro consejero de la
embajada de Colombia. "Listos", le contesté. Quedó de recogerme a las tres.
No puedo negar que me mantuve en ascuas todo el día. Ver una corrida de toros en
España era una ambición de muchos años. Hasta los seis años de edad quise ser torero; pero
un día vi un vaso de leche de cerca y me entró ese pánico inenarrable e íntimo que ha
agarrado el corazón de varios matadores valientes y me corté la coleta antes de que hubiera
llegado a crecerme. Desde entonces soñaba con una tarde de toros castellana, llena de sol, de
paso-dobles y manólas.
La corrida era la primera del año en España. Es famosa por eso la feria de Valdemorillo,
una aldea a cuarenta minutos de Madrid. Uno sale en dirección al Escorial y, al toparse con la
desviación de Majadahonda, tuerce a la derecha. A lo lejos se ven los tres altos hornos de
cerámica, ya abandonados, que constituyen el mayor atractivo del pueblo. Junto con su feria,
naturalmente, que ofrece las primeras corridas a los madrileños luego de casi cuatro meses de
castidad taurina.
Salí y compré gorra y botas, cigarros y camisa blanca, pantalón estrecho y chaqueta
corta. Esa tarde, bajo el sol sin misericordia que alumbra las grandes corridas, estaba decidido
a ser el más castizo de los espectadores.
Manolo estuvo allí con puntualidad bogotana (cinco menos cuarto) acompañado de dos
amigos taurófilos llamados Lucio y Ricardo, no sé si de nombre o de apellido. Esta
ambivalencia puede ser característica de todos los españoles, aún no lo sé; en la plaza
encontramos luego a un antiguo matador que se llamaba Hernando, pero no de nombre sino
de apellido, y aumentó mi duda. Hizo frío durante todo el camino —dos grados sobre cero o
cosa por el estilo— pero yo estaba seguro de que al llegar a Valdemorillo brillaría el sol de los
toreros, ese sol resplandeciente que hace lustroso el pelo del toro ensoberbecido y refleja mil
luces de discoteca en las lentejuelas del traje del matador de turno.
Cuando llegarnos a Valdemorillo el cielo se había encapotado aún más y la temperatura
bajaba de cero. Nos metimos a la taberna "Los bravos" a probar un caldo levantamuertos
mientras comenzaba la corrida. Todos hablaban en voz alta, como si fueran españoles, y en
una mesa había un tipo que improvisaba de pie lances con banderillas imaginarias. "Es el
Duque de Primo de Rivera", me comentó al oído Ricardo, con veneración digna de un
aficionado de derechas.
"Ah caray", dije yo por todo comentario en el momento mismo en que el duque colocaba
a un plato de jamón de Jabugo un par de banderillas que fue muy aplaudido por los miembros
de su corro. Yo estaba seguro de que todos estaban esperando unos minutos más y nos
lanzaríamos a la plaza tan pronto como el sol de las manólas se instalara a presidir la fiesta.
Pero el sol no quería presentarse y a las cinco y pico, con la temperatura más caída que
las banderillas del duque, nos fuimos a la plaza. Los verdaderos taurófilos no protestaban por
el frío, pues tienen la piel curtida por muchas presidencias de plaza tacañas. Los demás (yo)
sí. Cuando cayeron los primeros copos de nieve tuve el presentimiento de que la corrida no iba
a ser con toros sino con osos polares. Pero estaba equivocado. Terminado el paseíllo bajo un
viento importado de Alaska, salió el primero. Era toro, no oso polar. Derrotó contra el primer
burladero e hizo temblar la plaza portátil. Estaba bravo. Con toda la razón: tanta espera y
tanto frío...
La nieve seguía cayendo. Los toros salían negros del chiquero y a la hora de las varas ya
eran berrendos. Lo confirmó al día siguiente el columnista taurino de EL PAÍS: "La mayoría
eran cárdenos; caretos unos, nevados otros". ¿Cómo "otros"? Nevados todos. Hernando
Santos nunca dijo nieve cuando me hablaba de toros.
El peligro del estoque no era que tocara hueso sino que tocara hielo. Pero la tarde estaba
para paradojas. Lo confirmó al día siguiente el columnista taurino de EL PAÍS con un
comentario sobre el encierro, que dejaba ver sus esfuerzos (los del periodista) por quedar bien
al mismo tiempo con el ganadero y con el público: "La corrida no resultó brava, pero
desbordaba casta".
Yo le pregunté a Manolo si los toros llegaban congelados de alguna hacienda en el norte,
pero él no me contestó pues estaba hablando con un novillero compatriota que hace carrera en
España: el Macareno de Colombia. Si se efectuaban corridas bajo la nieve, no veía yo por qué
un torero no podía tener nombre de galleta, así que opté por no escandalizarme.
La primera de la temporada en Valdemorillo duró cinco toros más. Cada vez que la plaza
gritaba "ole", el vaho colectivo opacaba por unos segundos los tendidos. Triunfó Pepín
Jiménez, un torero rubio cuya coleta negra daba la impresión de que se le hubiera trepado al
cogote una araña polla. El y Reina ganaron orejas. El alguacilillo tuvo que descongelarlas,
como hacen las señoras con la carne del almuerzo, antes de poderlas cortar.
Después regresamos a Madrid en medio de la entusiasta conversación de Manolo y sus
amigos. Hablaban como si hubiera visto la mejor tarde de Joselito. En fin: era la primera de la
temporada, y había que excusarles el desenfreno.
Al día siguiente llamé a Manolo a agradecerle de nuevo la invitación y le propuse que al
llegar el verano me lleve a alguna competencia de esquí en cotizas. Manolo se rió un poco y
luego pasó a hablarme de las tres verónicas de Pepín con el segundo, las cuales, decía Manolo,
habían reemplazado el sol e iluminado la plaza; y otro poco de hipérboles que no fueron
consuelo suficiente para mi primera nevada de toros.
Valdemorillo
117
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Candidato al Nobel
Todo indica que este año el Premio Nobel de Medicina lo ganará el doctor Afortunado
Ramos. El doctor Ramos es un médico español de 93 años que habita en perdida aldea de la
Sierra de Guadarrama. Hace 30 años no practica la medicina; hace 25 no sale de la aldea;
hace 18 no oye; hace diez no se levanta de una silla; y hace cuatro que sólo toma leche tibia y
chorizo cervecero. Dice que este último le quita las agrieras que produce la leche.
"Pocas personas han contribuido tanto como él al avance de la medicina", declaró a un
diario madrileño el profesor Francisco de Espesa y Villafuerte, prestigioso catedrático de la
Universidad Complutense. "Más vale tarde que nunca", fue el original título del editorial que
publicó sobre el tema el New England Journal of Medicine. "Su formidable aporte a la medicina
y a los médicos aún no ha sido suficientemente valorado", comentó la Revista de la Asociación
Médica de Berlín: "Todos los médicos tenemos una deuda con Herr Ramos que apenas saldaría
en parte la concesión del Nobel".
Varias academias de medicina, —entre ellas la de Colombia— piensan asociarse a la
celebración. Desde ahora se planean ciclos de conferencias, seminarios y simposios sobre la
contribución del doctor Ramos al desarrollo de las ciencias de la salud.
Por su parte, el profesor parece ignorar que su modesta trayectoria de médico pueblerino
está a punto de recibir el impresionante homenaje de sus colegas. Hace poco una revista
neozelandesa recordaba el día en que el doctor Ramos realizó su aporte a la medicina
universal.
Era una madrugada lluviosa de 1916 en la pequeña aldea serrana, cuando el doctor
Ramos, recién egresado de las aulas, fue llamado por un campesino a atender el parto de su
mujer. Ramos no había sido alumno brillante en las Escuela de Medicina y recordaba mal las
lecciones de asistencia de partos. Al establecerse en la aldea aspiraba más que todo a recetar
como clínico, no a recibir bebés. Sin embargo, se levantó, se echó encima una capa, recogió
en un talego algunos instrumentos, trepó en la muía que le había llevado el campesino y partió
con él hacia una casa pequeña en lo alto de la sierra.
El parto no tuvo problemas. Era un alumbramiento normal de primeriza. Pero al doctor
Ramos se le olvidó por completo cortar el cordón umbilical por ambos extremos y deshacerse
de él. Antes bien, luego de haber liberado al niño de la natural atadura, tomó el cordón —sin
desprenderlo de la madre—, lo anudó, lo remató con dos lachos primorosos y procedió a
insertarlo de nuevo en la cavidad de donde había salido. Después se lavó las manos, recibió los
agradecimientos y un par de gallinas que le ofrecía el emocionado y agreste padre, y montó de
nuevo en la mula.
El campesino regresó en su busca a los doce días. La mujer estaba grave. Volvió el
doctor, la examinó y se dio cuenta del terrible error que había cometido al acomodar el cordón
umbilical madre arriba. El campesino lo observaba con ojos de pánico; el recién nacido lloraba
en la cuna y la mujer se quejaba como sólo se queja alguien que está pudriéndose por dentro.
Fue entonces cuando el doctor Ramos hizo su genial aporte científico, que le valdrá
seguramente el Nobel de Medicina. Mirando el cordón purulento, se limitó a comentar con un
gesto frío:
Hizo necrosis.
Esta fue la colaboración histórica del doctor Afortunado Ramos a la medicina: el uso del
verbo hacer para explicar ciertos fenómenos que afectan al paciente. Ramos hubiera podido
decir "se produjo necrosis" o "ha aparecido una necrosis". Su rapto genial consistió en emplear
por vez primera el verbo hacer, que en forma automática y subliminal lo liberaba a él de toda
culpa y la trasladaba de alguna vaga manera al órgano enfermo e incluso a la propietaria del
mismo.
Hasta ese día no había sido posible ocultar los errores médicos. A los pacientes les
"daba" infarto o les "daba" oclusión intestinal. "Dar" es un verbo peligroso, pues implica la
acción de un agente transmisor o donante. Alguien da. Y dar es inseparable de recibir. Si a la
campesina serrana le hubiera "dado necrosis", quería decir que la había recibido de alguien. Y
ese alguien no podía ser otro que el doctor Ramos, por haber alojado de nuevo el cordón
umbilical en sus grutas ginecológicas. Al decir "hizo necrosis", toda la responsabilidad se mudó
de súbito al cordón. Y alguna, también, a la pobre mujer, que murió pocas horas después,
118
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
cuando "hizo" peritonitis. Desde 1917 el verbo hacer pasó a formar parte del lenguaje médico
castellano y, con el tiempo, de todos los idiomas. Aún hoy es posible percibir la diferencia
entre un médico y un paciente por el mero uso de este verbo. "Hizo un derrame", dice el
médico con la mayor perversidad. "Le dio un derrame", dice el lego en su candor. La diferencia
es obvia. Si el dictamen acerca de un niño enfermo es que "ha hecho apendicitis" sus padres
tenderán a reprenderlo. ("Mijo: ¿por qué hizo apendicitis? Esas cosas no se hacen..."). Pero si
la apendicitis le da o le sobreviene, no es culpa del niño. Podría serlo entonces del médico, que
lo revisó la víspera y no consiguió encontrarle el daño.
Sin saberlo, el doctor Afortunado Ramos espera en su silla el Premio Nobel, mientras se
cura las agrieras de la leche tibia con chorizo cervecero. Sus colegas recomiendan que el
galardón se le otorgue este año; el doctor está achacoso y no se sabe si podría hacer una
embolia antes que le sobrevenga el Nobel.
Pedraza
119
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
En otras épocas las muchachas románticas soñaban con casarse con un príncipe y los
hombres inteligentes soñaban con llegar a ser reyes. Gustaba mucho eso de ser rey: vida
palaciega, comilonas gratuitas, damas a la orden, patronazgo de músicos y poetas, caballos de
pura sangre, trajes engalanados, cosas así. Y, por si faltare algo los hijos heredaban el puesto,
como en las licitaciones de noticieros de televisión.
La cosa empezó a cambiar cuando los descamisados franceses (en realidad, los
"despantalonados" si nos atenemos a una traducción textual) resolvieron aplicarle a Luis XVI y
señora una extirpación radical de cabeza. Eso ya no gustó tanto a los soberanos que pululaban
por entonces. Y gustó aún menos cuando los zares imbatibles fueron derrocados y la Rusia
Imperial se vino abajo. Después, con el avance del comunismo y la democracia, los reinos
fueron reemplazados poco a poco por regímenes en los que sólo caben las reinas de belleza.
Finalmente, las antiguas majestades acabaron por convertirse en una plaga de nobles con
mucha alcurnia y poca plata que andan a la caza de cocteles y discotecas para lucir sus títulos
y atragantarse de pasabocas.
Cómo es la vida: ahora las muchachas ya no sueñan con casarse con un príncipe (así lo
haya hecho la bella hija de nuestro embajador en Francia) sino con corredor de automóviles; y
los hombres inteligentes no sueñan con ser reyes sino banqueros. Ser rey se volvió jartísimo,
incluso para algunos que ejercen el cargo con simpatía e inteligencia, como el de España. Nada
más lagarto que una alteza exiliada. Por ahí andan, errantes y sin oficio conocido, el
archiduque Otto de Austria, hijo del Emperador Carlos I; el príncipe Luis Fernando de Prusia,
nieto del kaiser Guillermo II, quien no sólo se quedó sin trono sino que tampoco tiene reino; el
rey Simeón II de Bulgaria, que a duras penas reina en su casa de Madrid; el rey Miguel de
Rumania, cuyo mayor lujo es montar en un jeep del año 44; el príncipe Alejandro de
Yugoslavia, un personajete de 39 años que trabaja como asegurador en Rio de Janeiro; el rey
Leka II, de Albania; el rey Duarte II de Portugal; el príncipe francés Luis Napoleón —que ha
declarado estar listo para cuando quieran devolverle el trono—; el duque Vladimir Cyrilovicth,
aspirante a retornar a la corte de los zares si Gorbachev le da licencia; y otros cuantos
maniáticos de sangre azul que sueñan aún con reinos perdidos mientras llenan los formularios
de la declaración de renta.
Hay otros que aún ocupan un papel decorativo en sus respectivos países. Los más
famosos son, por supuesto, los miembros de la familia real de Inglaterra, aficionados a montar
en carroza, a caballo y últimamente en actriz Porno. Pero también están la reina Juliana, de
Holanda, cuyo esposo, el Príncipe Bernardo, resultó enredado en un lío de sobornos. Y el
Príncipe Rainiero, de Mónaco, cuyas hijas han aparecido encueras en las revistas de medio
mundo.
Y las princesas de los Países Bajos, con una doble tendencia a la obesidad y el
estrabismo. Y el rey Gustavo de Suecia, a quien vimos durante las transmisiones del Nobel a
García Márquez: dicen quienes lo conocieron que en la televisión parece un poquito tonto, pero
que, tratado de cerca, lo es mucho más.
Reyes que llenan el formulario rosado de la declaración de impuestos, príncipes que se
van de rumba con actrices de cine rojo, príncipes que rinden tributo a Su Majestad La Mordida,
princesas que andan mostrando el repechaje en público, reyes tontarrones: a eso se ha
reducido el otrora lucrativo asunto de los palacios. Es que se abusó de la nobleza. Algunos
micro-estados europeos, como Licchtenstein, tienen más príncipes que territorio: 72 príncipes
y princesas se apretujan en sus 61 millas cuadradas.
Ya a los reyes no les dan ni dinero de bolsillo. Viven mal. Visten ropa refaccionada. Usan
carramplones. No pasará mucho tiempo antes de que monten en bus. La más reciente prueba
de ello se dio el 11 del pasado mes de junio en Dinamarca. El príncipe Henrik, esposo de la
reina Margarita, no recibe estipendio alguno del Estado y es su mujer quien le regala monedas
para los dulces. Aburrido con la situación, Henrik emitió un comunicado en el cual anunció
estar "aburrido hasta la coronilla" (valga la expresión) de Dinamarca. Francés y antipático, si
me perdonan el pleonasmo, Henrik entró en paro desde el 11. ¿Paro de qué? Bueno, paro de
sus deberes reales. ¿Y cuáles son sus deberes reales? Asistir a cócteles, sonreír en las
recepciones, acompañar a la reina Margarita a ceremonias oficiales y otra serie de camellos
insoportables. Henrik declaró que su trabajo de príncipe consorte "significa muchas
120
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
humillaciones para nada", y anunció que sólo si el Parlamento le asigna un sueldito mensual
volverá a cumplir con sus quehaceres. Pero sigue siendo el Príncipe.
Reyes en paro, reinas que no dan a sus esposos suficiente plata para comprar cigarrillos,
consortes que aspiran al salario mínimo: en esto han terminado las altivas cortes europeas.
Sólo falta que el rey Balduino se venga a vivir a Colombia y acabe montando un crem-
helado en Duitama.
Mónaco
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Repartiendo santos
Los mercaderes de Venecia inventaron las sucursales bancarias, los gringos inventaron
las sucursales de restaurantes y los franceses inventaron las sucursales del matrimonio. A los
tres se les agradece y aplaude el invento. Pero nadie ha agradecido a los españoles un invento
frustrado que estaría en condiciones de producir la rápida expansión del cristianismo en esta
era pagana y la renovación de la fe en el decaído santoral. Me refiero a las sucursales de
santos, idea netamente española que intentó ponerse en práctica por primera vez hace seis
siglos y que aún tarda en agarrar.
San Isidro es el gran santo madrileño. De él sabemos en América Latina que quita el
agua y pone el sol, pero ignoramos lo demás. Muchos madrileños también lo ignoran, aunque,
al llegar del brazo la alta primavera y San Isidro, en los azules días de mayo, se echan a la
calle de verbena, acuden a las corridas que se celebran en honor del santo y guardan
cuidadosamente el festivo del 15, que es cuando se conmemora alguna fecha del barbudo
labrador. No el nacimiento, que fue el 4 de abril de 1080; tampoco su muerte, que tuvo lugar
el 30 de noviembre de 1172. Sólo que el Vaticano, al santificarlo en 1619, decretó que fuese
su fiesta el 15 de mayo. Y así viene ocurriendo desde entonces.
San Isidro era un humilde jornalero que trabajaba al servicio de don Iván de Vargas, rico
hacendado madrileño, cuyas tierras se extendían por zonas vecinas al río Manzanares, hoy
absorbidas por la ciudad. Dicen sus biógrafos que Isidro se la pasaba orando y arando el
campo. Esto último no parece ser muy cierto, pues la leyenda y los cuadros respectivos relatan
que más bien Isidro se limitaba a orar mientras una cuadrilla de arcángeles arreaba por él los
bueyes. Sin faltar el respeto al santo, habría que decir que muchos campesinos y hasta
oficinistas escogerían gustosos la vida de oración si el cielo se comprometiera a enviar ángeles
para hacerles los turnos de trabajo.
Como era de esperarse, los surcos de San Isidro eran los más derechos, los más
fructíferos y los de más veloz factura en toda la región, lo cual motivó envidias y celos de parte
de otros labradores. Justificados, pienso yo. Lejos de atender las críticas que se desgajaban
sobre Isidro —a quien veían orando a toda hora, sin menoscabo de la labranza—, don Iván de
Vargas lo ascendió a mayordomo, y puso bajo su cuidado las tierras de Salamanca. Parece que
en agradecimiento Isidro obró su primer milagro importante, que consistió en hacer brotar
agua de una roca dura. Hasta hoy chorrea de ella el manantial y los peregrinos suelen
acercarse a beber con la esperanza de que se les cumplan sus deseos. Casó San Isidro con
una buena mujer del campo que llegó a ser santa, como él, y que se llama Santa María de la
Cabeza. No he querido averiguar la razón del nombre, pero si me pidieran pintarla creo que
dibujaría a Juan B. Fernández con pelo largo.
No voy a entrar en más detalles sobre la cabeza de Santa María ni las gracias
meteorológicas e hidráulicas que se le atribuyen al patrono madrileño, pues quiero más bien
pasar al tema de los santos con sucursales. Sucede que el cadáver incorrupto de San Isidro se
convirtió desde poco después de su muerte en pieza venerada de la noble villa, y reyes y
vasallos dieron en rendirle fervoroso tributo a los restos. Tanto cariño despertaba —y despierta
— el santo agricultor, que a mediados del siglo XIV doña Juana, esposa del rey Enrique II,
resolvió montar una sucursal de los santos despojos en su propio castillo e intentó llevarse
consigo un brazo del santo. Tal parece que alguna fuerza sobrenatural protegió al pobre San
Isidro del descuartizamiento, pues doña Juana sufrió un ataque que le impidió salir de la
capilla donde se adoraban los restos. Total: aunque desprendido, el brazo volvió al lado de su
legítimo dueño.
Siglo y pico después —hacia 1490— una dama del séquito de Isabel la Católica quiso
imitar a doña Juana. Un día que la reina había rezado ante el cadáver preservado del labriego,
se arrodilló la dama ante él y, simulando besarle el tumefacto pie, le arrancó de un mordisco
uno de los dedos. Para ser más exactos, el vecino al dedo gordo. Pero otra vez se consumó la
prodigiosa defensa del beato cuerpo; a la dama le sobrevino su respectivo ataque, se
descubrió el bocado y éste regresó a la caja. El santo dedo, sin embargo, estaba reservado
para nuevas misiones, y a comienzos del siglo XVII se vio obligado a asistir al rey Felipe III,
quien había caído enfermo a 50 leguas de Madrid. Como el rey no mejoraba de sus males, el
vicario real consideró que había llegado el momento de poner a prueba el amputado dáctil: lo
echó en una bolsita, le agregó tres dientes del santo y, sin que esta vez se presentase
122
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
oposición celestial —quizás por la gravedad de la emergencia— se trasladó con las muestras
de San Isidro hasta el lugar donde yacía el rey. Este, no más se aplicó la bolsita en el pecho,
sanó y pudo regresar a casa.
Hace algún tiempo volvió a aplicarse el descuartizamiento de santos a los restos de
Santa Teresa, cuyas presas se repartieron en distintos conventos y castillos. De esta manera,
la principal de Santa Teresa continúa en Avila, pero hay sucursales suyas por muchos sitios. Si
pensamos que en otras plazas de España andan repartidos huesos varios de Santa Eulalia,
cabellos de María Magdalena y un filete del corazón de San Bartolomé, resulta fácil darse
cuenta de que la política de sucursales del santoral ha intentado aplicarse en España con
alguna constancia.
El hecho de que no haya funcionado del todo, y no exista distribución internacional de
souvenirs de santos ni canjes de restos entre diversos países, sólo muestra que la Iglesia aún
tiene fe en que la producción de santos no está totalmente agotada.
Avila
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Se necesitan huevos
La medalla al valor, que algunos gobiernos conceden a héroes de guerra, bomberos sin
tacha y vencedores de ordalías, sólo puede tener a mi juicio un verdadero dueño: aquel
hombre de las cavernas que se atrevió, en la alborada de la historia, a comerse el primer
huevo.
No es gracia ahora, después de tantos siglos, engullir unos huevos revueltos con cebolla
y tomate, una tortilla española o una ensalada con huevo duro. El huevo está incorporado al
menú cotidiano del hombre como el más común de los alimentos y, aunque su precio a veces
lo reintegra a la categoría de curiosidad gastronómica que debió tener en el jurásico, ya no
hay quien vacile antes de comerse unos buenos pericos. Es cierto, sí, que aún se necesita un
poquito de valor para entrarle al huevo tibio en su propia cáscara y coraje importante para
tragar, como he visto que algunos lo hacen, huevo crudo conjugo de naranja. Pero aquí las
agallas sirven para superar una sombra de asco que pudiera saltar por ahí, y no para
experimentar si el huevo es sabroso o no, si produce la muerte por envenenamiento o si
alimenta, como tuvo que hacerlo un día aquel hombre de Cromagnon que, hallándose con
hambre, se topó con un nido de ave prehistórica donde se asoleaban uno o varios huevos.
Desde que descubrió el huevo de ave grande ese valeroso antropopitecus, cuyo nombre
olvida ingratamente la historia, sus sucesores han seguido ingiriendo toda clase de huevos.
Los de gallina, con ser los más corrientes, no son, por supuesto, los únicos. Siendo yo niño
recuerdo que se produjo una invasión de huevos de pata al mercado nacional. Eran huevos
más grandes que los de gallina y se vendían a precios más reducidos, por lo cual se pusieron
en boga. Pero los huevos de pata desaparecieron de las despensas tan rápidamente como
habían llegado allí, y no he vuelto a saber que alguien los coma o los compre. Es más:
tampoco sé si las patas siguen poniendo huevos. Valdría la pena que los científicos estudiaran
la cosa, porque a lo mejor las patas de hoy dan a luz sus crios sin empollarlos, como cualquier
perra. Está tan desarreglado el mundo, que uno nunca sabe...
La antípoda de los huevos de pata fueron los de codorniz, que llegaron a Colombia hace
unos quince años. Más caros que los de gallina y más pequeños, deben su prestigio en cocteles
y ensaladas elegantes a la cualidad afrodisíaca que sus productores le atribuyen. Por mi parte,
tengo dudas acerca de esta cacareada condición. Alguna vez, necesitándolo, ingerí 46 huevos
de codorniz; pero sus efectos, en vez de llegar a donde deberían llegar, se quedaron a mitad
de camino: el hígado se me volvió puré y acabé vomitando dos días seguidos. Por lo demás, si
los huevos de codorniz fueran afrodisíacos sería famoso por su virilidad el macho de la
emplumada especie. Y no sólo no se le nombra jamás (¿quién ha oído hablar de "el
codornizo"?) sino que ni siquiera lo menciona la sección de cocina de Playboy.
Asaltados los nidos, el hombre pasó a buscar huevos en otros lugares. Así se
incorporaron a la dieta del homo sapiens, desde tiempos inmemoriales, los blandengues
huevos de tortuga y los de diversos peces. Entre éstos los más famosos son, por supuesto, los
de esturión —mi colega D'Artagnan alguna vez dijo que los de centurión, lo que motivó un alud
de aterradas protestas desde los cuarteles del ejército romano—, con los cuales se prepara el
caviar. Esta supuesta exquisitez constituye, en realidad, una de las peores atrocidades de la
cocina europea: el caviar tiene aspecto de mermelada de mora, huele a ropa interior de
pescador, sabe a bocachico salado y cuesta como si fuera de oro.
A los costeños colombianos hay que acreditarles el haber consumado un acto de arrojo
apenas comparable al del primer huevófago, y es el de resolverse a comer esas pelotas
amarillo-verdáceas, de arenosa textura y aspecto de camándula gigantesca que son los huevos
de iguana. Uno diría que quien haya visto una vez una iguana se sentiría incapaz de ingerir sus
huevos; y el que haya visto un huevo de iguana se sentiría incapaz de ingerir el bicho que los
produce. Y sin embargo, en la Costa se los almuerzan a ambos, prueba de que es tierra de
valientes.
Lo último en huevos son los huevos de caracol. Como en el caso de la iguana, comer
caracol ya es un acto admirable; pero comer huevos de caracol no sólo es más admirable, sino
que es carísimo. Un famoso delikatessen de París ha lanzado el insólito producto, cuyos
recipientes de menos de dos onzas valen más de 8 mil pesos colombianos.
124
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Sólo es más costosa la cocaína pura. La cosecha es escasa, pues se necesita un millón de
caracoles para producir 1.760 libras; que es la ovizafra mundial. Los lamas, en el Alto Tibet,
comen huevo de caracol desde hace siglos. Pero en Europa sólo entraron el año pasado,
cuando se pusieron en venta, 600 recipientes que desaparecieron de las vitrinas en pocas
semanas.
Menos heterodoxo en estas materias que los franceses, supongo que seré yo uno de los
últimos cristianos en decidirme a comer con mantequilla y tostadas esos racimos de huevecitos
minúsculos color ámbar que acabo de ver en la vitrina del Almacén Fauchon. Pero nadie debe
decir de este huevo no comeré. Hace apenas ocho días, en un restaurante de Pamplona, quise
pedir un plato sencillo, liviano y conocido. Pensé en una sopa. Y descubrí entonces un renglón
de la carta que me atrajo sobremanera "caldo de buey con huevos".
Lo ordené, lo esperé con confianza y cuando llegó, al cabo de diez minutos, descubrí que
eran criadillas.
—Bien merecido —me comentó mi mujer—. Usted es el único que aún cree que los
bueyes tienen huevos...
París
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Federico el rumbero
La rima es pobre pero el hecho es cierto. Mientras los de su familia peleaban y perdían,
Federico IV bebía. El castillo se fue convirtiendo, así, en la taberna más grande del país. En el
siglo 16, cuando reinó Federico, le fue instalado un enorme tonel de madera. Y en el siglo
siguiente, para mejorar la marca, el rey Karl-Ludwig mandó construir otro, que aún se
conserva, cuyas dimensiones lo destacan como el mayor tonel de madera del orbe en los libros
de récords. Mide 8.5 metros de largo por 7 de diámetro y tiene capacidad para 221.726 litros
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
de vino... que son los que Federico se empujaba en un par de semanas. El tonel tuvo un
famoso guardián, el bufón enano Perkeo, que, siguiendo los pasos del antiguo morador del
castillo, necesitaba un mínimo de 18 botellas diarias de vino para matar el guayabo que le
habían producido las 18 del día anterior.
Los textos de historia, siempre tan moralistas, nos informan qué fue de Federico el
Parrandero: "A la edad de 30 años Federico caminaba con bastón y seis más tarde pasó a
mejor vida". Había nacido en 1574 y murió en 1610. Por su camaradería, sus frecuentes
rumbas y por las cataratas de vino que bebió, hay que convenir en que este personaje no
debería ser conocido como el rey Federico IV, sino como Federico, el rey cuarto.
Heidelberg
127
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
—El bosque europeo está muriendo, señor Klieppendorf. ¿Lo sabe usted?
El señor Klieppendorf me miró desde el fondo de su silla en el despacho de la siderúrgica.
Durante una fracción de segundo me pareció ver en sus ojos un chispazo de sorpresa. Pero
después adquirieron de nuevo ese color opaco, verde, penetrante que tienen todos los ojos de
los ingenieros químicos alemanes.
—Sí, lo sé— me contestó Klieppendorf.
Observé a mi lado. Legajadores, libros de contabilidad, curiosos pisapapeles en forma de
tuerca o de tornillo, de esos que suelen regalar en Navidad todas las empresas siderúrgicas
alemanas.
Por la ventana alcanzaba a divisar las altas chimeneas y los edificios grises de la
siderúrgica. De vez en cuando las lenguas de fuego que se escapaban del cogote de la
chimenea fustigaban con un resplandor escalofirante la noche de Hamburgo. Resolví proseguir
sin dejarme impresionar por la mirada de Klieppendorf, que no se desprendía de la mía.
—El bosque de Hamburgo ha muerto —le dije—. Arboles en ruinas, nidos abandonados,
ramas rotas, hojas que se pudren. Mire: la prensa vespertina publicó las fotografías.
Tiré encima del escritorio un ejemplar del diario de la tarde. Había en él un informe
gráfico, detallado y triste sobre la muerte del bosque alemán. Klieppendorf se limitó a mirarlo
durante un segundo, sin siquiera tomarse el trabajo de recoger el ejemplar. Después volvió a
dirigirme su mirada verde y me habló. Habló lentamente, espesamente, oscuramente, como
todos los Klieppendorf.
—No son las primeras fotografías, Herr Samper. El bosque europeo lleva diez años
muriéndose. El de Hamburgo se cae a pedazos desde hace seis.
Yo sonreí. Mis sospechas parecían confirmarse. ¿Por qué estaba tan seguro Klieppendorf
de las fechas? Yo no las había mencionado. El periódico tampoco se refería a ellas. En ese
momento estuve seguro de que Klieppendorf sabía más de lo que me estaba diciendo. Mucho
más.
—Señor Klieppendorf —continué—. ¿Tiene usted la más leve presunción acerca de las
causas de la muerte del bosque alemán?
Busqué en sus ojos el destello que lo traicionara. Pero permaneció impasible. Suspiró
hondo, se echó levemente hacia atrás en su silla y dijo por toda respuesta:
—¿Lo sabe usted, Herr Samper?
Me di cuenta de que estaba ante un verdadero profesional del crimen. Un ingeniero
químico alemán habría reaccionado de manera distinta, pensé yo. Habría mencionado lecturas
al respecto; habría alcanzado, incluso, a aventurar alguna hipótesis científica. Klieppendorf no.
Klieppendorf tenía la desfachatez de responder a mi pregunta con otra pregunta, casi con una
inculpación. Supe que tenía que tratarlo como al genio del mal que era.
—Escuche, Klieppendorf —le dije—. Usted sabe muy bien quién mató al bosque alemán.
No trate de hacer juegos conmigo. Hallaron trazas de ácido sulfúrico en el cadáver.
Por primera vez pareció sorprenderse.
—¿Juegos yo, Herr Samper? No le entiendo. No entiendo qué quiere decirme.
—Quiero decir lo que usted ya entendió muy bien, Klieppendorf. Alguien ha dado muerte
al bosque alemán. Alguien que ya había herido al bosque europeo, en general. Y me propongo
averiguar quién es, aunque tenga que llamar a la Policía desde esta misma oficina.
Klieppendorf regresó a su habitual impasividad. Sin decir palabra descolgó el teléfono,
marcó un número y me entregó el auricular.
—Es la estación de policía, Herr Samper. Me pareció entenderle que quiere usted
denunciar un caso.
Colgué el aparato mientras escuchaba una voz que preguntaba desde el otro extremo del
cable qué ocurría. —Ah, no Klieppendorf: eso sería demasiado fácil. A usted lo absolverían por
falta de pruebas y yo terminaría implicado en un escándalo que no le conviene a mi país.
Primero lo cercaré, Klieppendorf. Le juro que lo cercaré Puede decirme, por ejemplo, ¿qué
128
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
estaba haciendo usted el sábado pasado a las cinco de la tarde? Klieppendorf hizo un gesto de
ignorancia. —No lo recuerdo, Herr Samper. Nunca hago nada que valga la pena recordar.
—Pues ayudaré a su memoria, Klieppendorf: el sábado pasado lo vieron a usted pasear
por uno de los bosques que rodean a Hamburgo.
Klieppendorf no pareció impresionarse. —Es lo que hago todos los días. Sábados, lunes,
miércoles, viernes, Herr Samper. Salgo a pasear a mi perro después del trabajo.
Con un veloz ademán, me hinqué frente a Klieppendorf, le agarré el zapato y le señalé
unas briznas de hierba atenazadas en la entresuela.
—¿Y esto cómo se explica Klieppendorf? ¿Fue que ya paseó a su perro hoy?
—Usted está loco —contestó Klieppendorf antes de darme el desdeñoso puntapié.
Salí de la fábrica con la convicción absoluta de que Klieppendorf es el asesino del bosque
europeo. Por lo menos, del alemán. Ya está descubierto. Mientras las llamaradas súbitas
parecían flores infernales en la boca de las chimeneas, pensé que sólo necesito ahora descubrir
el arma asesina. En cuanto al móvil del crimen, dinero o mujeres. Siempre ha sido este el
móvil en los ingenieros químicos alemanes.
Hamburgo
129
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Cátala
La primera vez que escuché hablar catalán fue a los músicos de Joan Manuel Serrat
durante una comida en casa de Rita. No la tía, sino la otra. Me pareció entonces que nos
estaban mamando gallo, porque en vez de otra lengua parecían estar hablando castellano con
la supresión de una vocal o consonante finales. Cuando se los dije así, se rieron un poco y
Serrat alcanzó a indignarse.
—Estás loc —me dijo.
Pero su frase confirmaba mis sospechas. La circunstancia de que al despedirse esa noche
le dieran a Rita "moltes graces" en vez de muchas gracias, me hizo pensar que para hablar
catalán bastaba con suprimir la última letra y, además, cambiar de vez en cuando una vocal
por otra.
Esa siguió siendo mi idea sobre el catalán. Hasta que hace pocos días visité por primera
vez a Cataluña. Desde que lograron aliviarse del cogote la mano de hierro del generalísimo
Franco, que reprimía todo intento de expresión de identidad cultural en las provincias, la
región de Cataluña se volvió Generalitat; Cataluña pasó a escribirse Catalunya y los catalanes
se dedicaron a demostrar que su idioma es todo un idioma y no un dialecto o un truco para
ahorrarse unas pesetas cuando transmiten telegramas en castellano. Ahora todo está y todo
es en catalán:
Desde los letreros en las carreteras, hasta los menús en los restaurantes.
Fue justamente en un restaurante donde empecé a agarrarle respeto al catalán. Estaba
con los Goye-Carpio, unos amigos que ya se lo tenían (digo: le tenían ya respeto al catalán)
cuando nos instalamos en el Racó d'en Mane-lic, un "restauran tipic de muntanya" en la villa
de Prades, aldea por lo demás absolutamente adorab. Pedimos la carta y los Goye-Carpio
intentaron acudir a los auxilios de traducción del mesero. Yo los atajé con vehemencia. "El
catalán —les revelé— no es más que castellano cojo; yo les traduzco". Y empecé.
Por cuestiones de eufonía, a Alicia le sonaba comer arrengada con maduixes. Sólo quería
saber qué era arrengada y qué traducía maduixes. Ninguno de los dos se parecía en lo más
mínimo al castellano, de modo que, aduciendo el carácter de lugareñismos montañeros de los
dos términos, le pedí que escogiera otros platos. Optó por brou. Nuevo desconcierto personal.
El catalán empezaba a parecerse a un idioma. Le supliqué que desdeñara también estas
preparaciones y Alicia me pidió entonces que yo le aconsejara viandas. Encontré una
longanissa y se la recomendé. Pero eso, y un peix que debía corresponder a pez (no me
equivocaba) fueron los pocos renglones del menú que conseguí identificar. Cancelada Alicia,
atendía a Joaquín su marido, también llamado el Kaiser. Este se empeñó en que le trajeran
cordero y ensalada. Llamé al mesero. Le pedí corder y ensalad. El mesero no entendió y llamó
al maitre. Al maitre le pedí entonces cordel y salat. Meneó la cabeza y llamó al dueño. El
dueño, finalmente, me explicó que cordero se dice xai y ensalada se dice amanida.
Aprovechando su presencia —viejo bueno y comprensivo este dueño— le preguntamos qué
querían decir los demás platos.
Estuve seguro de que el catalán era un señor idioma cuando el hombre nos contó que
arrengadas son sardinas; visuesa, rellena; maduixes, fresas; brou, caldo; conill, conejo;
vedella, ternera; y escudella, sancocho. Pero también dijo que vi quería decir vino y butifarra,
butifarra.
Esto último fue fatal. Porque entonces volvía a pensar que, aunque el catalán era un
idioma completo, yo ya hablaba el idioma. Así que, tan pronto como nos dio la espalda el
dueño, silbé de nuevo al mesero para ordenar mi ración y le señalé en el menú una
combinación de platos típicos que me sonó deliciosa: "Callau i saumell". El mesero intentó
explicarme algo, pero lo corté con firmeza. Me apetecían callos y esa extraña verdura catalana,
el saumell, así que no le acepté que me informara nada sobre el precio, ni que me fuera a
preguntar si los quería picantes o aptos para paladar de turista. Esto me habría podido matar
de la ira. Turista yo, todo un catalá.
—Tráigame callau i saumell, y punto —le repetí enérgico.
El mesero alzó los hombros y se alejó con el pedido.
130
Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Pasado un rato, empezaron a llegar a nuestra mesa los más deliciosos manjares: el
cordero del Kaiser era un epinicio culinario; las sardinas con longaniza de Alicia les habrían
sacado lágrimas de emoción a gourmets inconmovibles como Eduardo Carranza y el Bebé
Martelo; extraordinario se veía el conejo. Como para mayor gloria de su nombre, el dueño
había llegado hasta nuestra mesa a acompañar las bandejas. Lo único que yo no veía eran mis
platos. Los exquisitos callos y el tal saumel. Cuando vi que Joaquín, Alicia y su pequeña hija se
repartían el fiambre y no dejaban nada para mí, demandé al mesero mi "callau i saumell". El
mesero señaló al paciente propietario del establecimiento.
—Josep Callau i Saumell —se me presentó el viejo con una sonrisa, estirando la mano—:
Medalla del turisme de la Generalitat de Catalunya...
En ese instante, mientras sacudía desconcertado la mano afable del viejo, supe dos
cosas: que había ordenado como almuerzo un sancocho de dueño, y que el catalán es un
idioma terriblemente difícil.
Prades, Catalunya
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Después de ofrecerle viaje desde Madrid, de hacerle antesala de dos horas y de soltarle
cuatro padrinos calificados, conseguí que María Emma, la gerente de Focine, me diera una
carta de recomendación para Francesco Rossi. Rossi es un amigo italiano de Gabo que dirige
películas. Desde hace varias semanas Rossi anda filmando en Mompós la versión
cinematográfica de Crónica de una muerte anunciada.
Mi intención era conseguir cualquier papel en la película. No me hacía muchas ilusiones
acerca del contrato. Por cubrir la contaminación radiactiva en Europa había llegado tarde a la
integración del elenco. En las mismas se encontraba un tipo que, casi al tiempo conmigo,
obtuvo su respectiva carta de recomendación de María Emma.
No sé si ustedes recuerdan en qué consiste la trama de la obra de Gabo. Hay un tipo
llamado Santiago Nasar que seduce y perjudica a su novia, Angela Vicario, razón por la cual
ésta es repudiada después por su marido, Bayardo San Román, cuando descubre en la noche
de bodas el pastel que Angela le esconde y, al descubrirlo, descubre también que ya el pastel
había sido descubierto por otro. Como venganza por haber mancillado el honor de Angela, sus
dos hermanos, Pedro y Pablo Vicario, anuncian que matarán a Santiago Nasar con dos
cuchillos monstruosos que emplean para castrar marranos; el único del pueblo que no llega a
enterarse de la amenaza es Santiago, de modo que cuando Pedro y Pablo lo encuentran —un
poco a pesar de ellos— no les queda más remedio que tasajearlo con los cuchillos para castrar
marranos. Rodeando a estos personajes principales revolotean muchos otros, desde coroneles
hasta obispos, por lo cual yo no consideraba muy difícil que Rossi me asignara un papel.
—Mhhh —fue todo lo que dijo Rossi cuando le mostré la carta de María Emma. Después
hizo un gesto escéptico y chasqueó los dedos para llamar a su asistente. "II folder di María
Emma", ordenó a la asistente. Esta regresó poco después con un burro que cargaba dos
costales repletos.
—Son las cartas di recomendazione di María Emma —dijo Rossi—. Agrégale questa...
Enseguida alzó los hombros con impotencia y se dispuso a seguir organizando la escena
en que llega el obispo al pueblo a bordo de un vapor fluvial.
—Señor Rossi —le dije con un hilo de voz, en lo que era mi último recurso—. No sólo
conozco a María Emma; también me trato con Gabo.
La mención de Gabo pareció impresionarlo. Me miró, habló algo en voz baja con su
asistente y finalmente me dijo:
—Va bene: habrá un piccolo papello per te...
Yo me puse dichoso. Un Rossi nunca falta a su palabra, así que en ese momento estuve
seguro de que podría contar con una oportunidad que me abriera las puertas de la gloria.
Permanecí varios días en Mompós, lo cual me permitió conocer mejor al otro amigo de María
Emma, el que había llegado al pueblo simultáneamente conmigo y había entregado su
respectiva carta de recomendación. El también se trataba con Gabo y gracias a ello Rossi había
accedido a darle "il último papello della película". Era un buen tipo y sólo aspiraba, como yo, a
fama, dinero y mujeres.
A medida que la filmación avanzaba, Rossi convocaba actores al escenario. Un
muchachito de apellido Delon hizo las veces de Santiago Nasar; dos gemelos importados de
Italia personificaron a Pedro y Pablo Vicario; el rol de Bayardo San Román se lo dieron a un
inglés llamado Rupert; el de obispo a un personaje de Mompós; el de cura a un primo del
personaje; el de fotógrafo a Divo, el mejor cocinero italiano del Caribe; el de alcalde a un
recomendado de Al Pacino y María Emma.
El otro y yo empezábamos a preocuparnos. Aunque habíamos tenido la suerte de lograr
los últimos papeles disponibles, Rossi no nos convocaba aún al escenario. Se habían rodado ya
la mayoría de las escenas. La del vapor saturado de eminencias eclesiales; la de la noche de
bodas; la de la novia repudiada; la del aviso a los gemelos; la de la búsqueda de Santiago
Nasar... Sólo estaba pendiente la secuencia del afilamiento de cuchillos y el asesinato de
Santiago a manos de los Vicario.
Lo curioso fue que el otro y yo nos dimos cuenta al mismo tiempo de lo que iba a ocurrir.
Bastó con que nos miráramos para entender que faltaban apenas dos papeles por proveer, y
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
que esos iban a ser los nuestros. Nos salvó la malicia indígena. Cuando vimos aparecer en el
escenario a los mellizos Vicario armados de tremendos cuchillos y escuchamos que Rossi
preguntaba a su asistente "¿Dónde están le due marrani?", ya la avioneta de Focine nos
conducía a un lugar seguro.
Mompós, junio de 1986 Cinecitá, julio de 1986
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Mucho han escrito los historiadores acerca de los bienes y males que llegaron del Viejo
Mundo a América en la grupa de los conquistadores. Poco se sabe, sin embargo, sobre la
introducción del piojo al Nuevo Continente. El único cronista que se refiere a este irritante
episodio es Gonzalo Fernández de Oviedo, cuya Historia General y Natural de Indias, publicada
entre 1532 y 1535, contiene en el capítulo LXXXI el siguiente párrafo sobre lo que él denomina
"los animales pequeños e importunos que se crían en las cabezas y cuerpos de los hombres":
...Después del pasaje de las islas Azores, todos los piojos que los cristianos llevan o
suelen criar en las cabezas y cuerpos se mueren y alimpian y en las Indias no los crían; y
comúnmente en las cabezas de los indios naturales todos los tienen...
Llama la atención en el texto de Fernández de Oviedo que, siendo los piojos unos bichos
de claro origen europeo, los indígenas abundaran en ellos y los navegantes no. Resulta
evidente que alguna cabeza ibérica llevó el piojo a América e infectó a los indígenas. Pero,
¿cuál? El cronista no rasca el tema más allá del párrafo que cito. Consultando los archivos del
ayuntamiento de Jerez de los Caballeros es posible, sin embargo, hallar datos que contribuyen
a esclarecer el asunto.
De Extremadura, como muchos otros conquistadores, era Alonso Cisneros Cabeza de
Toro. Durante sus años mozos se distinguió por jugador y pendenciero. El 13 de enero de
1498, cuando tenía 16 años, ganó una propiedad rural jugando al puico con un tahúr de
Valladolid; y el 14 de enero del mismo año perdió la mano derecha cuando el tahúr de
Valladolid se la desprendió de un mandoble al darse cuenta de que le había hecho trampa.
Desde entonces usó un burdo garfio en el lugar de la desgraciada extremidad.
Por haber perdido la extremidad —según unos historiadores— o por ser natural de
Extremadura —según otros— sus compañeros llamaban "El Extremeño" a Cisneros. La verdad
histórica es que lo motejaban así debido a sus ideas extremistas sobre distintas materias.
Cisneros iba más allá de quienes pregonaban temerariamente que el mundo era redondo, y
sostenía que era cúbico. "Cúbico, como un cubo de vino", solía repetir después de haber
ingerido el contenido del recipiente, por lo cual se cree que en realidad quería decir que el
mundo era cilindrico. Cisneros no sólo afirmaba que la Tierra giraba alrededor del sol, sino que
lo hacía tomada de la mano de los demás planetas. Sostenía, finalmente, que los animales
tienen alma y que, si uno observa cuidadosamente una mesa de noche durante varios años,
notará que ciertos muebles también.
Alonso Cisneros Cabeza de Toro se alistó en una de las expediciones conquistadoras de
Indias después de haber permanecido un tiempo en la prisión de Badajoz por robo a mano
armada. Realmente había perpetrado un atraco simple, pero el garfio le complicó el pleito. Es
su estadía en la cárcel lo que permite afirmar que "El Extremeño" introdujo el piojo a América.
En Badajoz, Cisneros conoció a otro reo que había sido conducido a mazmorra en 1504,
cuando estaban aún vigentes los represivos decretos reales contra el uso de piojos. El origen
de esta campaña no era sanitario, sino fiscal; el piojo ("pioxo") era de origen portugués y
pagaba impuestos; la pulga era, en cambio, producto nacional español. El colega de celda de
Cisneros había logrado burlar la prohibida importación de piojos mediante el truco de hacerlos
pasar por pulgas. Descubierta la trampa cuando algunas de las falsas pulgas se negaron a
saltar bajo las órdenes de un guardia suspicaz, el reo fue juzgado como piojotraficante y
condenado a doce años de prisión. Quedó en libertad ocho meses después, cuando sus
compañeros de reclusión se quejaron de padecer condena a rasquiña perpetua.
Fue en ese tiempo cuando Manrique adquirió la plaga. Aún hoy los historiadores de Jerez
discuten si lo hizo con los bichos en estado de liendres o de piojos ya desarrollados. Lo cierto
es que en 1508, al embarcarse en Cádiz hacia América, "El Extremeño" llevaba ya el contagio.
No era el único, ciertamente. Otros marineros también lo padecían e incluso uno de ellos, que
no conocía baño desde que la comadrona lo lavó en vino blanco al nacer, a falta de agua,
alcanzó a criar cucarachas en las axilas y ciempiés en los pelos del pecho. Preocupados por
evitar la llegada del piojo a las Indias Occidentales, los decretos reales disponían que, al pasar
las islas Azores, todos los marineros, tripulantes y conquistadores debían dedicarse a una
exhaustiva operación de auto-despulgue. La operación tomaba varios días, pero era de tal
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
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Daniel Samper Pizano Postre de Notas
Señor
Ronald Reagan
Casa Blanca
Washington
Estimado Señor Reagan:
Dos son los sueños de los colombianos: tener casa propia y ganar en dólares. Yo me he
demorado un poco en realizarlos ambos. Pero desde 1978 tengo un apartamento en compañía
con el Banco Central Hipotecario y, a partir de febrero de este año, gano en dólares. Quiero
decir con esto que, previo el visto bueno del Banco de la República y el lleno de las
formalidades que la ley ordena, mi magro salario de periodista se convierte mensualmente a
dólares y se me gira a Madrid, donde soy corresponsal de EL TIEMPO, periódico que usted
suele recordar cada vez que le mencionan a Bolivia.
Hasta hace algunos meses, los colombianos que ganaban en dólares —diplomáticos,
banqueros de sucursales en el exterior, burócratas internacionales, etc.— eran los reyes del
mundo. Poco les importaban las condiciones locales del país de residencia pues, fuesen las que
fueran, el dólar iba siempre hacia arriba. Es decir, cada mes sus dólares compraban un poquito
más de moneda local y, por consiguiente, el nivel de vida del que ganaba en dólares mejoraba
día a día. Las crisis lo favorecían. Y las bonanzas también.
Pero esto ha dejado de ser cierto, señor Reagan. Alguien, a espaldas suyas, ha estado
manipulando la divisa norteamericana para lograr que se deteriore frente a las del resto del
mundo, con fines que no vacilo de calificar de protervos. Buscan, seguramente, que quienes
empezamos a agarrarle cariño a usted, señor Reagan, cuando pasamos a ganar en dólares, se
lo perdamos del todo. Le revelo algunos datos que a usted con seguridad le ocultan. Según la
prensa, el dólar ha alcanzado su más bajo punto en relación con el yen japonés desde la II
Guerra Mundial. En las últimas semanas su cotización ha descendido en Europa a niveles que
realmente ofenden el buen nombre de los Estados Unidos de América. La peseta, por ejemplo,
que hace un año largo se cotizaba a 192 por dólar, se ha fortalecido en casi un treinta por
ciento. Ayer cambié dólares a 136 pesetas, ¡señor Reagan!
Esto ha significado una vertiginosa caída en el nivel de vida de quienes, —como usted,
como Robert De Niro y como yo— ganamos en dólares. Ya no se nos respeta en los
restaurantes, señor Reagan. La pinta de turista, que antes despertaba la codiciosa amabilidad
de los camareros, hoy es factor de desprecio y malos tratos. En mi casa, los mercados
semanales han ido disminuyendo de tamaño, hasta el punto de que ya no contratamos taxi
para llevar a casa los talegos. Nos venimos en bus con el paquete, señor Reagan.
Mi mujer, que se resiste a creer que su gobierno haya abandonado al símbolo del poderío
norteamericano (los misiles, sí, señor Reagan: ya sé que los misiles son poderosos, pero no
sirven para comprar camisas en el Corte Inglés): mi mujer, le decía, sospecha que hay una
gigantesca operación imperialista detrás de todo esto. Como antes podíamos almorzar de vez
en cuando en Casa Lucio y ahora sólo nos alcanza para ir al McDonald's; como antes podíamos
ordenar un buen vino Marqués de Cáceres y ahora tenemos que contentarnos con Coca-Cola;
como antes solíamos ir al teatro y últimamente apenas nos alcanza la plata para Rambo y
Rocky XXII, mi mujer sostiene que estamos ante una colosal maniobra enderezada a obligar a
los que ganamos en dólares a que consumamos productos de Estados Unidos. Yo no lo creo
así, señor Reagan. Pienso que alguno de sus asesores está metiendo los tennis sin que usted
se entere y confío en que esta carta mía alertará a usted y lo llevará a tomar medidas que
rescaten el prestigio del dólar y de quienes ganamos en dólares.
Si ello no llegare a suceder en los próximos dos o tres meses; es decir, si el dólar —y los
que ganamos en dólares— continúa en la melancólica situación en que hoy se encuentra, ya no
tendrá disculpas, señor Reagan, y consideraré su actitud como un acto de hostilidad personal
contra este modesto periodista que creía ver realizados sus más caros sueños financieros.
***
Madrid, mayo/86
Dos son los sueños de los colombianos: tener casa propia y ganar en dólares. Usted, que
vive en Palacio alquilado y gana en pesos, de sobra lo sabe. Pues bien: como sé del aprecio
personal con que usted me distingue, por tratarse del hermano mayor de Ernesto, quiero
comunicarle una noticia buena y una mala: la buena es que a partir de febrero estoy ganando
en dólares. La mala es que los dólares ya no valen nada en el mundo.
Pero digo mal cuando digo en el mundo, doctor Betancur, y esta es una noticia más que
aspiro a comunicarle. Digo mal, porque Colombia es el único país del orbe que cada día paga
más por los dólares. En tanto que la divisa norteamericana está de rodillas ante el yen,
humillada ante el marco, postrada ante la peseta, de hinojos ante la libra y sometida ante el
franco, mantiene un insólito vigor frente al peso. Me cuentan que ya se cotiza a 186, doctor
Betancur.
Usted entenderá lo que esto significa para quienes ganamos en dólares. Nos ahoga un
doble torniquete: cada vez conseguimos menos dólares al convertir los pesos de nuestro
salario, y cada vez conseguimos menos pesetas (marcos, francos, libras, yenes, etc.) al
convertir en moneda local los dólares comprados en Colombia.
Yo me temo que lo que sucede es que el señor ministro de Hacienda aún no se ha
enterado de que el dólar pasó de moda, y sigue permitiendo que se fortalezca frente al peso.
Lo disculpo: el trajín electoral, la bonanza cafetera, la Vuelta a España, etc., impiden que el
gobierno concentre la atención en algunos titulares de la prensa internacional donde se
informan estos hechos que le cuento.
Confío en que mi advertencia permitirá al gobierno que usted dignamente dirige cambiar
sus equivocados rumbos frente al dólar. Nada me produciría mayor pena, doctor Betancur que,
al terminar su período y darse usted unas merecidas vacaciones por estos solares que usted
tanto quiere, este corresponsal sólo tenga medios para invitarlo a comer en un Me Donald's. Y
después a cine.
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