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Esos niños a caballo

Arturo Pérez Reverte – XL Semanal – 14 / 1 / 2.019.

Creo que me estoy ablandando con la edad. Lo confieso. Seguramente porque


hace un par de meses cumplí los sesenta y siete tacos de almanaque —
aunque ya apenas existen los almanaques de taco, que ésa es otra —, hay
ciertas cosas en las que empiezo a sentirme más blandiblub que de costumbre.
Es una situación incómoda, háganse cargo, para los que durante toda la vida
hemos ido de tipos duros, en plan de comernos las balas sin pelar. Cierto es
que nadie resulta perfecto, claro. Por mucho que lo procure. Los perros, los
niños y los ancianos siempre me produjeron humedades sensibles, aunque con
matices. Los ancianos, por ejemplo — ya estoy cerca de serlo —, me causan
ternura por su indefensión. En momentos complicados de mi vida vi a ancianos
abrumados por la tragedia y la violencia, y no es un recuerdo grato. Pero
siempre quedó y queda el vago consuelo de pensar que ellos mismos fueron
jóvenes en otro tiempo, quizá alguno tan malvado como los responsables hoy
de su desgracia, y tal vez culpable, también, del mundo y las gentes que ahora
lo maltratan.

Sobre los perros hablo con frecuencia en esta página. Si me gustan poco los
gatos porque se nos parecen demasiado a los seres humanos, lo que me gusta
precisamente de los perros es lo poco que se nos parecen. Lo diferentes que
son. Valor, dignidad y lealtad, sus principales virtudes, es justo lo que me
gustaría encontrar en los humanos, incluido yo mismo. Y podríamos resumir la
cosa señalando que, si en rarísimas ocasiones estaría dispuesto a matar a un
ser humano — decir nunca es no tener idea de los recovecos de la vida —, sé
con plena certeza que sería, o que soy, capaz de matar con mis propias manos
a quien abandona o maltrata a un perro. Pumba, pumba. Cabrón. Cartuchos de
posta lobera, y punto. Y dormir después a pierna suelta, sin complejos ni
remordimientos.

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Los niños ya son otra cosa. Los he visto sufrir de verdad. Y alguno, como aquel
del barrio de Dobrinja, Sarajevo 1993, reventado por un cañonazo serbio, se
me desangró entre los brazos porque no llegamos a tiempo al hospital, que
estaba en la otra punta de Sniper Alley, y anduve luego tres días sin poder
lavarme y con la camisa y las uñas manchadas de su sangre. Quiero decir con
eso que tengo un montón de fotos de niños en la memoria, de las que no se
olvidan. Y tales fotos se parecen mucho al dolor, la impotencia e incluso — ahí
sí — el remordimiento, pues cuando tienes que transmitir una crónica a tal hora
hay muchas cosas que sacrificas para hacer bien tu trabajo, aunque luego esas
cosas te remuevan la memoria durante el resto de tu puta vida.

Dicho en corto: los niños me tocan la fibra. Viví dos décadas largas en la parte
mala del mundo, y sé que esa parte no está tan lejos de ellos como creemos.
Los veo pasar camino del colegio, o en fila cuando van por la calle cogidos de
la mano, o sentados en un museo — igual que prisioneros de guerra iraquíes
— mientras las profesoras se lo explican, y me gusta observarlos, acechar sus
gestos y palabras. Su inocencia y primeras exploraciones del mundo y la vida.
Intentar adivinar en ellos lo que, bueno o malo, brillante o mediocre, tal vez
serán de mayores.

Esto me lleva a lo que afirmaba en la primera línea. Siento que me estoy


ablandando, y puede que sea la edad. La semana pasada estaba en la Plaza
Mayor de Madrid, mirando a los niños montados en los caballitos del tiovivo
que ponen allí por Navidad y Reyes, con sus gorros de lana, sus bufandas y
sus padres vigilándolos de cerca. Se movía el artilugio, las monturas subían y
bajaban, sonaba la música, y los críos se agarraban a los barrotes saludando a
sus familiares cada vez que pasaban ante ellos. Cabalgaban serios, íntegros,
formales, creyéndoselo de verdad. Consecuentes como sólo ellos pueden
serlo. Con esa inocente honradez que sólo un niño pequeño posee y que luego
la vida le arrebata poco a poco. Los veía pasar y pensaba que eran
afortunados por ser todavía lo que eran, asomados apenas a los complejos
lugares por donde la vida acabaría llevándolos. Y al observar sus rostros
extasiados y felices, la confianza con que miraban a padres y abuelos mientras
sus manitas se agarraban a los barrotes de los caballitos pintados, vi en ellos
los rostros de otros niños en otros lugares; y también vi el mío hace sesenta

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largos años, cuando desde la rueda móvil de un tiovivo miraba el mundo girar
en torno, con idéntica inocencia. Entonces me toqué la cara y comprobé que
estaba llorando como un perfecto gilipollas.

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