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Ejército y Sociedad (VIII).

El “imperativo territorial”
Publicado: Jueves, 15 de Diciembre de 2005 13:25 por Ernesto Milá en MILICIA

Redacción.- Robert Ardrey define el imperativo territorial como el impulso que lleva a todo ser
viviente a conquistar y defender su propiedad contra eventuales violaciones realizadas por
miembros de su especie. El territorio satisface la necesidad de identificación que todos los seres
biológicos experimentan. Cada grupo de una especie, y cada individuo dentro de ese grupo, tienden
a identificarse con una parcela territorial mayor que ellos y en donde su presencia sea más duradera.
Los seres humanos somos “animales territoriales”, a los que el instinto de supervivencia nos
impulsa a “poseer” un territorio (hogar, Nación, espacio físico vacío en torno nuestro al movernos)
que podamos considerar inequívocamente como “nuestro”. Residimos y nos gusta poseer en
propiedad un Hogar en el que vivir, que consideramos como territorio específicamente propio e,
incluso, dentro de él, tenemos zonas en las que nos sentimos más cómodos y objetos que nos
desagrada ver utilizados por otros, un sillón, un lecho, una habitación, la propia cocina, etc.
Si un delincuente irrumpe en nuestro hogar, sin duda, estaremos dispuestos a defenderlo con uñas y
dientes y, la misma legislación, considerará un eximente, haber acabado con alguien que pretendiera
saquear nuestro hogar. El cocinero reacciona de forma airada y hostil cuando otra persona se
introduce en su espacio de trabajo. Así mismo, tenemos unos territorios colectivos (la Nación, la
Región) que nos proporcionan distintos niveles de identidad, que los consideramos “nuestro” y que,
así mismo, estamos dispuestos a defender. Este “instinto territorial”, como cualquier otro instinto,
es irracional, pero, no por ello, menos real, normal e inevitable. Ardrey concluye: «El hombre posee
un instinto territorial, y si defendemos nuestro hogar y nuestra patria es por razones biológicas; no
porque decidamos hacerlo, sino porque debemos hacerlo». Más adelante prosigue: «El lugar
desempeña un papel en la identificación: piénsese en el sudista borracho que llora su whisky con
acentos de Dixie, en el perro que vuelve a la casa de la que le ha echado su amo, en el salmón del
Pacífico que regresa, tras pasar años en el mar, al arroyo donde nació, e incluso en Leonardo
tomando el nombre de su ciudad natal: Vinci».
El territorio es la zona en la que se desarrolla la vida y en donde se encuentran los elementos
propios para la supervivencia; en su interior se ejerce el instinto de la reproducción. La tendencia
innata de los animales a defender un área determinada que consideran propia, individualmente o de
la manada, se pone en marcha, particularmente, contra miembros de la propia especie. Los
territorios se defienden mediante pautas de conducta específicas: el perro “marca” su territorio
orinando, mientras el ser humano coloca fronteras que delimitan su comunidad nacional, o bien
paredes y puertas para marcar su territorio íntimo. Dentro de esos espacios, tanto el animal como el
ser humano, se sienten seguros, conocen sus límites y esto les indica dónde empiezan sus dominios
y el de sus vecinos.
El instinto territorial indica el límite de lo colectivo (el grupo, la manada, la nación) y de lo personal
o familiar, describiendo relaciones jerárquicas más o menos complejas.
La territorialidad es una parte innata de la conducta animal. Toda las especie mantienen territorios
fijos y espacios individuales; todas las especies establecen límites para acceder a esos espacios;
todas las especies, finalmente, establecen límites, exclusiones o admisiones en los territorios de su
propiedad. En la naturaleza, el “derecho de admisión” está siempre reservado. Y, por lo mismo, el
patriotismo o el nacionalismo se interpretan como la expresión humana del instinto territorial de
todo animal y la desconfianza al extranjero, al que no es como nosotros, es una tendencia natural
que podrá ser atenuada, pero que jamás desaparecerá del todo, en tanto que instinto innato
incrustado en nuestros genes. Robert Ardrey escribe: “Este lugar es mío, soy de aquí, dice el
albatros, el mono, el pez luna verde, el español, el gran buho, el lobo, el veneciano, el perro de las
praderas, el picón de tres espinas, el escocés, el skua, el hombre de La Crosse (Wisconsin), el
alsaciano, el chorlito anillado, el argentino, el pez globo, el salmón de las Rocosas, el parisino. Soy
de aquí, que se diferencia y es superior a todos los otros lugares en la Tierra, y comparto la
identidad de este lugar, de modo que yo también soy diferente y superior. Y esto es algo que no me
puede quitar nadie, a pesar de todos los sufrimientos que pueda padecer o a donde pueda ir o
donde pueda morir. Perteneceré siempre y únicamente a este lugar".
La territorialidad humana es de la misma naturaleza que la animal, aunque, por la complejidad de
las sociedades humanas, la territorialidad humana tenga un desarrollo más sofisticado. Es inevitable
-repetimos, genéticamente inevitable- que el instinto territorial y sus cristalizaciones político-
sociales entre los humanos, reaparezcan una y otra vez, obstinándose en desmentir las más osadas
afirmaciones de los aventureros progresistas del intelecto.
Es evidente que los animales no son “imperialistas” y que, incluso, algunas especies evocan los
deseos del ministro Bono (“prefiero morir a matar”); los ratones nórdicos, por ejemplo, cuando no
encuentran alimento, se suicidan en masa. Pero se trata de excepciones. El imperialismo humano
apenas es otra cosa que una patología de civilizaciones modernas, que aparece cuando los
elementos económicos y la noción de beneficio, se convierten en dominantes. La noción de
“Imperio” –opuesta a “imperialismo”- es cultural: un pueblo dotado de una misión y de un destino
aspira a englobar en él a otros pueblos, a transmitirles su estilo de vida, que consideran superior; el
Imperio Romano evidencia estas características como ningún otro. Sus legiones caminaban al paso
con la civilización. Por lo demás, en aquellos tiempos, también existió el caso excepcional de
comunidades que, acosadas por púnicos o latinos, prefirieron el suicidio a la rendición. El instinto
territorial era tan fuerte y estaba arraigado que la posibilidad de ser alejado del propio marco
geográfico generaba un terror superior a la muerte. La muerte heroica no podía hacer olvidar la
cuestión de fondo: perdida la tierra que nos vio nacer, mejor morir. ¿Y la libertad? La posibilidad de
ser privado de ella, implica el estímulo del deseo de revuelta, hijo directo de la agresividad; cuando
la revuelta, desde el punto de vista objetivo, resultaba imposible y conducía a una muerte inevitable,
el sentimiento de agresión que, hasta entonces se había ejercido hacia el enemigo, se volvía contra
uno mismo; por eso los habitantes de Numancia y Sagunto, o los zelotes de Massada, se suicidaron
antes que rendirse. Por otra parte, da la sensación de que el instinto de conservación y de
supervivencia, cuando se alcanzan situaciones límites, conducen a dos tipos de respuestas: la muerte
heroica (la agresividad volcada hacia el adversario, fatalmente y sin posibilidad cierta de sobrevivir)
y el suicidio (la agresividad volcada hacia uno mismo), cuando la intensidad del temor a la muerte
es inferior al temor a la esclavitud, el sufrimiento, la tortura, la cárcel o el exilio.

Existen motivos que inducen a seres humanos a abandonar su territorialidad e inmigrar a otros
territorios, tendencia que es presentada por los hostiles a la etología como indicativos de que el
esquema, cierto en las especies animales, no puede aplicarse a los humanos. Pero, en estos casos
también se reconstruye el proceso pues, no en vano, los inmigrantes tienden a agruparse en barrios y
zonas específicas que, progresivamente, consideran como propias, se niegan a abandonar sus
tradiciones seculares que les recuerdan a su tierra natal e, incluso, refuerzas sus vínculos
identitarios. La “moriña”, la añoranza de la tierra natal entre gente que, por causas económico-
sociales se han visto obligadas a inmigrar, es un último reflejo –de singular fuerza, por lo demás-
que indica que el instinto territorial está siempre presente. En tiempos en los que las sociedades eran
menos complejas, una de las máximas penas a las que podía ser condenado un reo era al “exilio”, es
decir al abandono forzoso de la tierra que le vio nacer; era como si una parte del alma del
condenado se perdiera. La historia, lo único que ha hecho ha sido reforzar la complejidad de las
sociedades humanas, pero no alterar las pautas innatas de comportamiento.
Robert Ardrey es, sin duda, quien ha trabajado más el tema del instinto de territorialidad como
elemento básico de las motivaciones del comportamiento. Ardrey se apoya en los trabajos que Elliot
Howard, realizó en los “felices veinte” sobre las aves. Ardrey concluyó en su trabajo sobre el
“Instinto territorial” que el hombre delimita fronteras y límites de propiedad, como evolución del
instinto de los animales y de los métodos que utilizan para demarcar sus propiedades. Una
alambrada, un cartel de “Aduana”, una barrera, delimitan una frontera, al igual que una puerta y
unas paredes albergan el contenido de una “propiedad privada”, así el ser humano, evita conflictos
innecesarios y el hecho de que “su espacio” pase inadvertido ante eventuales intrusos. Ese mismo
comportamiento está presente en todas las especies animales. Los animales utilizan distintos
procedimientos para marcar su territorio: las aves realizan advertencias sonoras, cantando en
lugares bien visibles, el rugido del león se escucha a kilómetros de distancia anunciando su
presencia y el dominio sobre su territorio; otras especies utilizan métodos olfativos y marcan su
territorio son secreciones corporales, como la gacela Thomson, el venado rojo de Escocia, la hiena,
diversas clases de antílopes, el león y nuestro habitual y consabido perro doméstico. Existen aves de
plumaje endiabladamente cromático que se sitúan en los lugares más visibles de un territorio para
indicar que es “suyo”. En general, las especies animales tienden a eliminar la ambigüedad en los
procesos de reconocimiento de sus fronteras. Pues bien, a eso mismo, tiende el derecho
internacional.

Las fronteras humanas, al igual que las establecidas por las especies animales, no son estáticas. Por
el contrario, están sometidas a constantes procesos de modificación, por ejemplo, cuando una
comunidad animal crece, precisa, inevitablemente, un mayor espacio territorial o si un fenómeno
climático, acarrea una modificación en las condiciones del medio en el que se desenvuelve una
especie concreta, esto repercute inmediatamente en el territorio que “precisa” controlar. Tanto el
establecimiento de fronteras, como su defensa o ampliación, adquiere, entre las especies animales
como entre las humanas, la dimensión de un conflicto. Las especies animales saben que contra más
pequeño es un territorio a defender, con más ahínco se realiza y existen más posibilidades de éxito;
por el contrario, si este espacio es extremadamente dilatado, sus posibilidades de defensa
disminuyen. Análogamente, la historia de la humanidad demuestra que los grandes imperios son
extremadamente vulnerables. Así lo entendió Julio César, genial caudillo militar y político
extremadamente hábil, quien entendió que la dimensión geopolítica del Imperio Romano era el
estanque mediterráneo y renunció a extenderse por los bosques de Germania. Por el contrario,
Alejandro Magno, glorioso militar, carecía de visión geopolítica y no dudó, de victoria en victoria,
en dilatar excesivamente las líneas de su imperio, abandonando sus límites geopolíticos, y, por
tanto, condenando su construcción a un final rápido. Pocos años después de la muerte del
Alejandro, su Imperio se había desaparecido completamente. Otro tanto ocurrió con Atila o con
Gengis-Khan y, seguramente, con George W. Bush, líderes todos de imperios que han dilatado
excepcionalmente su área de influencia, condenándose, por lo mismo, a un rápido desbordamiento.
El propio territorio no se defiende con el mismo valor y arrojo que el territorio que se aspira a
ocupar. Los marines americanos en Vietnam no entendían las razones de su presencia en el Sudeste
Asiático, sin embargo, las Juventudes Hitlerianas respondieron en su territorio de manera fanática e
insensata a los tanques soviéticos y norteamericanos cuando cruzaron el Rhin y el Oder.

Los humanos no son los únicos que reconocen que han sido vencidos. De hecho, en la mayoría de
especies animales existen rituales de pacificación, especialmente en aquellos que actúan en los que
actúan aislados. En esos casos, el individuo vencido no huye sino que adopta un comportamiento
que evidencia su derrota y sumisión. Habitualmente, el vencido expone parte vulnerables de su
cuerpo, a la vista del adversario, o bien, si es macho, adopta el comportamiento de una hembra.
Entre los primates, el macho vencido se deja montar por el dominante, imitando la cópula,
evidenciando su derrota. Individuos de otras especies, cuando experimentan la sensación de la
derrota, muestran su trasero al macho dominante en señal de derrota. En el fondo, entre los
humanos vencidos, el comportamiento no es distinto. En caso de derrota se firma un tratado de paz
que deja humillado e indefenso al vencido (tratado de Versalles, tenido como paradigma de un
tratado vengativo, o Proceso de Nuremberg, proceso contra Saddam Hussein, Causa General tras la
Guerra Civil Española, verdaderos rituales de victoria que subrayan las culpas del vencido).
Existe otra analogía entre las especies animales y la humanidad civilizada. Los “jefes” ocupan
siempre el lugar más seguro y los territorios menos expuestos, por el contrario, los que ocupan los
lugares más bajos de la jerarquía están situados en las zonas más expuestas al enemigo. El bunker
de la Cancillería de Berlín, estaba al abrigo de cualquier ataque aéreo o artillero; el refugio
antiatómico en el que serían alojados los miembros del gobierno norteamericano en caso de ataque
atómico, es, simplemente, inaccesible; sin embargo, los soldados del frente del Este, los pilos de
caza nocturnos, los miembros de la Volkstrum, estaban expuestos a sufrir las mayores bajas en los
combates en defensa del territorio alemán ante los tanques rusos. Y es que siempre, en todas las
especies biológicas, los machos poseen una parcela cuya seguridad es inversamente proporcional a
la distancia del centro del área en que vive el rebaño. El macho más fuerte –el líder- ocupa el
territorio central y los demás se distribuyen en los alrededores. Contra más cerca se está del centro
del territorio de una especie, más seguro se está, pero, así mismo, ese centro es defendido con más
dureza. Al contrario, los territorios más distantes de ese centro –la periferia- se defienden con
menos encarnizamiento. La tenacidad en la defensa de un territorio aumenta a medida que nos
aproximamos a su centro y disminuye en la periferia.
El instinto territorial entre los humanos cristaliza en las ideas de patriotismo (apego a la “tierra de
los padres”, ya sea una nación, un Estado o un territorio), nacionalismo (sobrevaloración de la
propia nación en detrimento de las demás), el arraigo (apego del individuo a su patria chica, patria
carnal o tierra natal), la identidad (conjunto de rasgos antropológicos y culturales de una comunidad
concreta, verdadera conciencia territorial), la topofilia (sentimiento extremo de identidad con la
tierra natal) y la geopiedad (lazo existente entre los habitantes de un territorio y la naturaleza).
La especialización de las actividades humanas hace que cuando se trata de la defensa colectiva de
una nación o de una comunidad, la tarea haya sido encomendada a una “organización” específica,
las fuerzas armadas. En esta estructura se encuadran los “guerreros” de otro tiempo, es decir,
aquellos individuos mejor adaptados, física y mentalmente para esta tarea y encarnación de la
necesidad de defensa de toda la Nación. A ellos les compete la defensa de la comunidad. La defensa
de cada uno de nosotros. Negar la necesidad de las FFAA implica negar la posibilidad de defensa de
la comunidad que, a la postre, no es otra cosa que la negación de un instinto básico de la naturaleza
humana. En consecuencia, un puro sinsentido.
A fin de cuentas, la tarea de los etólogos ha consistido en cortar de raíz las especulaciones
progresistas que habían creado un sistema de valores y una visión de la sociedad que era,
justamente, la negación de nuestra naturaleza más profunda. Los lobos sueles ser ecuánimes, distan
mucho de ser esos asesinos despiadados de ganado con que han sido pintados desde los cuentos
infantiles; los lobos pueden perdonar al adversario vencido, pero jamás veremos un lobo pacifista,
ni una hormiga dispuesta a dialogar con la “cultura” de los insectos rivales. Se conocen casos de
delfines que han ayudado a sobrevivir a náufragos, aun a costa de su vida y es posible que ustedes,
como yo, conozcan casos de perros que han evitado que sus dueños fueran expoliados por
delincuentes. Castre a una especie de su instinto territorial o de su agresividad, y esa especie
sucumbirá en esa misma generación. Forme generaciones de pacifistas, eluda hablar del combate y
de la muerte, como posibilidad de lo humano, y lo que logrará, finalmente, es una comunidad que se
derrumbará ante la primera dificultad. Se pueden reconducir, encuadrar e integrar la agresividad y el
instinto territorial, pero jamás logrará desaparecer del todo. Cuando un ministro de defensa como
José Bono afirma con una seriedad pasmosa que prefiere morir a matar, simplemente está
engañando en el mejor de los casos (Bono siempre ha sido un fino estilista en el arte de la
demagogia y el populismo) o, en el peor, es un rematado ignorante de la naturaleza humana. Pues
bien, esto que parece extremadamente simple, demostrado por la etología, es negado por aquellos
“humanistas” sobre la base de pensadores románticos, utopistas de todos los pelajes y soñadores
que, por no conocer, ni siquiera conocen su propia naturaleza. Ilusos y babosillos cuyo orgullo
intelectual les impide recordar que también en nosotros los humanos, existe un sustrato biológico
que condiciona nuestra existencia.
Las doctrinas progres, negadoras de la evidencia
El marxismo, antes de entrar directamente en el basurero de la historia, percibió claramente que la
etología y la biología clásica y la molecular, apuntaban directamente contra la línea de flotación de
su doctrina. Hoy sabemos que los hombres no nacen “iguales” (aunque lo sean en derechos, no lo
son biológica, física e intelectualmente). Hoy sabemos que la educación puede corregir tendencias,
pero no abolir instintos. Hoy sabemos que el nacionalismo y el apego a la tierra natal, jamás
lograrán ser sustituidos definitivamente por un vago internacionalismo o un “comunismo” primitivo
que jamás existió. Sabemos también que la “lucha de clases”, cuando se da, no es sino la traslación
de una forma de conflicto intragrupal, expresión del instinto de agresividad y de supervivencia de
un grupo social concreto que aspira a conquistar el estatus del otro grupo. Negar la naturaleza
biológica del ser humano y el peso de sus instintos en su ecuación personal, llega a monstruosidades
como el GULAG soviético. Las ideas de los etólogos son, sencillamente, peligrosas para los
teóricos del “humanismo progresista” actual, como ayer lograron desarmar ideológicamente al
marxismo y convertir sus farragosas teorías en bromas pesadas. Pero esto no ha sido óbice para que
el progresismo moderno siga siendo aplicado sistemáticamente en el Primer Mundo. Este
pensamiento es dogmático (sus principios son presentados como inamovibles e indiscutibles,
someternos a juicio equivale a hacerse sospechoso y culpable de delito intelectual) e intelectual (no
se basa en principios científicos sólidos, sino en especulaciones y originalidades propias de
charlatanes). Sus dogmas básicos son:
1) Todos los hombres somos iguales (habría que matizar: iguales en derechos, no en capacidades;
incluso habría que revisar esta idea: los derechos deberían de estar –como, de hecho, estuvieron-
establecidos en función de las responsabilidades y de los esfuerzos; la idea de igualdad no existe en
la naturaleza; en metafísica, por lo demás, desde Aristóteles se sabe que cuando nos individuos son
exactamente iguales, no estamos ante dos individuos sino ante uno mismo).
2) Las pautas de comportamiento y el carácter son fruto de la educación (lo cual no explica el por
qué los psicótapas siguen siéndolo después de años de intentar modificar sus pautas de
comportamiento y por que, jóvenes con la misma educación, edad y nivel cultural, responden de
manera completamente diferente a los mismos estímulos).
3) La agresividad es producto de la "represión" (teoría que vale para algunas formas de agresividad
y para algunos tipos humanos particulares; de hecho, la observación de la realidad indica que, en el
mundo moderno, la disminución de represiones, tiene como contrapartida el aumento de las formas
más patológicas de agresividad).
4) El progreso es la tendencia natural de la historia (olvidando que la historia de la humanidad
evidencia que los movimientos de ascenso y descenso se han ido alternando en distintos momentos
de la historia y que la creencia en el progreso general e indefinido de la humanidad es, acaso, el
mito más difícil de demostrar).
5) las diferencias entre pueblos o razas son culturales, no biológicas (se absolutiza el papel de la
cultura y se considera a la biología como un engorro que, en el fondo, puede ser superado mediante
lavados de cerebro culturales; por tanto se niegan las diferencias antropológicas entre los pueblos,
sus predisposiciones naturales, sus intereses y sus capacidades, se niega, en definitiva, su herencia
biológica). ++
6) La economía es el único factor de la Historia (cuando la economía ha influido en la historia, no
ha sido más que un instrumento del instinto de supervivencia y cuando, interaccionando con el
instinto territorial y la agresividad, han motivado los grandes movimientos históricos).
Los desarrollos de la etología, según Benoist, sirvieron para desarmar ideológicamente al marxismo
y al pensamiento rouseauniano. Dice Benoist: “La propiedad privada no es el resultado de la
división del trabajo (como pretendía Rousseau), ni de una "contradicción" en la relación de las
fuerzas productivas (como pretendía Marx). Simplemente es, como todos los fenómenos de
posesión, una institución natural cuyo origen se pierde en los meandros de una herencia
prehumana”. Las filosofías de Rousseau, de Marx o de Freud están ampliamente superadas por los
descubrimientos de la antropología y la etología contemporáneas: “¿cómo podía Marx, en su época,
saber que la propiedad está marcada por centenares de millones de años de evolución? ¿Cómo
podía imaginar Freud que la jerarquía es una institución común a todas las sociedades animales, y
que la tendencia a domar a sus congéneres, a devenir un "alfa", es un instinto tan vital como (él
también) arcaico, de centenares de millones de años? Rousseau, ¿podía imaginar que el
australopitecus africanus, del cual sin duda descendemos, era un carnívoro, un matador, y no un
ser "bueno por naturaleza al que la sociedad corrompe"?”.
Gracias a las aportaciones de la etología es posible emprender, de ahora en adelante, una crítica
radical a las filosofías basadas en el pensamiento de Rousseau. El hombre no es "bueno por
naturaleza". En su nacimiento, no es ni "libre", ni "igual" ni nada de lo que de ello sigue.
Profundizando en esta crítica, aun podemos sustituir las palabras de orden equívoco de "retorno a la
naturaleza" por las de un "retorno a la cultura". La naturaleza, dicen los filósofos de la vida, nos
enseña lo que somos, pero no lo que podemos llegar a ser.
Y lo que somos está demasiado claro a la luz de la etología científica como para que podamos
negarlo: somos seres territoriales, estamos en la escala evolutiva en la que estamos gracias a que las
armas nos ayudaron a sobrevivir en medios hostiles, descendemos de cazadores- guerreros, tenemos
en nuestros circuitos biológicos un impulso agresivo modulado por la racionalidad.

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