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REINTERPRETACIÓN DE UN FINAL INDESEADO

Edison Duván Ávalos Flórez


duvanflo@yahoo.com - 0984 095 409
Estudiante del Doctorado en Literatura Latinoamericana
Universidad Andina Simón Bolívar - Quito

D urante la clase del miércoles 20 de julio, después de una lectura apasionante


pero somera de la novela “Mi tío el jaguareté”, escrita por Joâo Guimarâes Rosa
y publicada de manera póstuma, planteé frente a todos mis compañeros del
curso la posibilidad de que el final de dicha obra fuera abierto, es decir, que tal vez no existía la
posibilidad de definir, a partir del texto, si el narrador moría a manos del oyente o si seguía vivo.

Mi comentario, incluso, fue mucho más arriesgado. Propuse, a manera de hipótesis, que
lo más probable es que el narrador no moría al final, sino que por el contrario se transformaba
en jaguar y mataba al oyente. Mi idea se fundamentaba en que al final de la obra, cuando el
oyente saca su revólver de manera amenazante, el narrador dice lo siguiente:
Mire: si pongo la mano en el suelo es sin motivo, sin razón… Vea el frío…
¡¿Usté está loco?! ¡Atié! ¡Sálgase, la choza es mía, xo! ¡Atimbora! Usté me
mata, el compañero viene, se lo lleva preso… El jaguar viene, María-María se
lo come… El jaguar es mi pariente…

Esas palabras, en mi interpretación, anunciaban que el narrador estaba convirtiéndose


en jaguar sin dejar de ser él mismo. De hecho, en otras ocasiones anteriores, cuando el narrador
mencionaba que ponía sus manos en el suelo, o cuando decía que aparecía María-María a su
lado, era porque definitivamente estaba empezando a manifestarse su Yo-jaguar.

Además de esa razón de tipo textual, otro motivo, más de carácter ideológico, me
impulsaba a creer que el narrador no podía morir sino que debía continuar con vida. Se trataba
de que él, a pesar de las traiciones que cometió y de los irreparables daños que causó, era el
representante de un saber que equiparaba en un mismo plano existencial al hombre y a la
naturaleza. Si él llegaba a morir, eso significaría que toda la realidad a la cual la novela le
apostaba habría fracasado. Si, por el contrario, él seguía vivo, eso significaba que los lectores
teníamos una alternativa esperanzadora en las posibilidades vitales que exploraba la novela.

Ahora que he vuelto a leer la novela con más detenimiento, especialmente el final,
comprendo que mis apreciaciones eran totalmente equivocadas. No hay ninguna duda de que
el narrador muere a manos del oyente, quien le dispara después de haber escuchado todo el
relato de sus vivencias. Quiero aprovechar este espacio para exponer los argumentos que me
llevaron a cambiar de posición.

Desde el inicio de la novela, el narrador empieza a destacar y a resaltar constantemente


que el oyente a quien le está contando su historia posee un revolver. Esa arma, además de
generar una distribución del poder ubicando al oyente como dominador y al narrador como
dominado, cobra poco a poco tal importancia que deja de ser un elemento simbólico que gira
aisladamente en la trama, para transformarse en núcleo temático que concentra la producción
del discurso novelístico. En términos cinematográficos, sería como si el revolver dejara de ser
parte del decorado escenográfico para ir ganando un espacio cada vez más importante en el
encuadre hasta quedar en primer plano.
Hum, ¿por qué está usté buscando con la mano el revólver? Hum-hum… Aa,
arma buena ¿será? Ha-ha, revólver bueno. ¡Eré! Usté déjeme agarrarlo con
mi mano para verlo bien… A-ña, ¿no me deja, no me deja? ¿No le gusta que
lo agarre? No tenga miedo. Mi mano no lo deja caipora. A quien no dejo tocar
las armas es a la mujer, mujer no dejo; no dejo ni ver, no debe. La deja
panema, caipora… Hum, hum. No señor. Sí. Sí. Hum, hum. Usté sabrá…

Hum. Hum. Sí. No es. Eh, n’t, n’t… Achi… Sí. No señor, no sé… Hum-hum. No
señor, no toy ofendido, el revólver es suyo, usté es el dueño. Yo taba pidiendo
nada más por ver, arma buena, bonita, revólver… Pero mi mano no la deja
caipora, ¡pa! – No soy mujer. Yo no soy panema, yo – marupiara. Usté no
quiere dejarme, usté no cree. No digo mentiras… Ta bueno, me tomo un trago
más. ¡Usté también bebé! No toy ofendido. Apé. Cachaza buena de bueno…

De manera que el lector proyecta en su imaginario la posibilidad de que ese revólver,


tarde o temprano, jugará un papel decisivo en el desenvolvimiento de las acciones. El efecto
narrativo es muy parecido al que aplicó Gustave Flaubert en “Madame Bovary”, cuando
concentró la atención del discurso novelístico en el frasco de veneno que Monsieu Homais ubica
en su estantería, el cual luego será ingerido por Madame Bovary para quitarse la vida.

Y en efecto, así pareciera quedar confirmado en los párrafos finales de la novela de


Guimarâes Rosa, cuando el oyente sorprende al narrador al apuntarle de manera amenazante
con el revólver:
Ei, ei, ¿qué está usté haciendo?

¡Retire ese revólver! No juegue, retire el revólver para el otro lado… No me


muevo, toy quieto, quieto… Mire: ¿usté quiere matarme, huy? ¡Eche, eche el
revólver para allá! Usté ta enfermo, ta desvariando… ¿Vino a llevarme preso?

Acto seguido, el narrador adquiere, en las líneas finales, un tono de súplica angustiosa
que termina convertido en un quejido agonizante:
He… Aar-rrá… Aaah… Usté me arahoou… Remuací… Reiucaanacé… Araaa…
Uhm… Huy… Huy… Uh… Uh… eeee… ee…

¿Qué dice el narrador con esas palabras que pertenecen a la lengua indígena tupi? Pues
bien, en el vocabulario que acertadamente la traductora ha agregado al final de la novela se
evidencian los siguientes significados: Aar-rrá quiere decir caigo; arrhooó, que equivaldría a
arahoou, significa me hizo un agujero, me hirió; Remuací equivale a por qué, si tú eres mi pariente
del lado de mi madre; y Reincaanacé, que aparece como Reiucaanacé¸ significa por qué me
matas, no sé por qué.

De manera que en esas líneas finales se encuentra una fuerte evidencia textual que
demuestra que el narrador ha sido herido por el oyente. No caben dudas: el narrador se queja,
dice que está cayendo, afirma que ha sido herido, le pregunta al oyente por qué ha hecho eso,
por qué lo está matando. Su locución tiene por objeto evidenciar ante el lector el momento y el
modo de su muerte, pues el registro en que ha sido contada la historia no admite la aparición
de otra voz que desde una posición omnisciente relate ese hecho.

Ahora bien, frente a esa evidencia contundente, evidencia que incluso le sirve a la
traductora para afirmar en el vocabulario que en el episodio final de la novela ocurrió “la muerte
del protagonista”, ¿puede pensarse en la posibilidad de que no haya muerto el narrador sino
que el final sea distinto? Definitivamente no.

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