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Mi comentario, incluso, fue mucho más arriesgado. Propuse, a manera de hipótesis, que
lo más probable es que el narrador no moría al final, sino que por el contrario se transformaba
en jaguar y mataba al oyente. Mi idea se fundamentaba en que al final de la obra, cuando el
oyente saca su revólver de manera amenazante, el narrador dice lo siguiente:
Mire: si pongo la mano en el suelo es sin motivo, sin razón… Vea el frío…
¡¿Usté está loco?! ¡Atié! ¡Sálgase, la choza es mía, xo! ¡Atimbora! Usté me
mata, el compañero viene, se lo lleva preso… El jaguar viene, María-María se
lo come… El jaguar es mi pariente…
Además de esa razón de tipo textual, otro motivo, más de carácter ideológico, me
impulsaba a creer que el narrador no podía morir sino que debía continuar con vida. Se trataba
de que él, a pesar de las traiciones que cometió y de los irreparables daños que causó, era el
representante de un saber que equiparaba en un mismo plano existencial al hombre y a la
naturaleza. Si él llegaba a morir, eso significaría que toda la realidad a la cual la novela le
apostaba habría fracasado. Si, por el contrario, él seguía vivo, eso significaba que los lectores
teníamos una alternativa esperanzadora en las posibilidades vitales que exploraba la novela.
Ahora que he vuelto a leer la novela con más detenimiento, especialmente el final,
comprendo que mis apreciaciones eran totalmente equivocadas. No hay ninguna duda de que
el narrador muere a manos del oyente, quien le dispara después de haber escuchado todo el
relato de sus vivencias. Quiero aprovechar este espacio para exponer los argumentos que me
llevaron a cambiar de posición.
Hum. Hum. Sí. No es. Eh, n’t, n’t… Achi… Sí. No señor, no sé… Hum-hum. No
señor, no toy ofendido, el revólver es suyo, usté es el dueño. Yo taba pidiendo
nada más por ver, arma buena, bonita, revólver… Pero mi mano no la deja
caipora, ¡pa! – No soy mujer. Yo no soy panema, yo – marupiara. Usté no
quiere dejarme, usté no cree. No digo mentiras… Ta bueno, me tomo un trago
más. ¡Usté también bebé! No toy ofendido. Apé. Cachaza buena de bueno…
Acto seguido, el narrador adquiere, en las líneas finales, un tono de súplica angustiosa
que termina convertido en un quejido agonizante:
He… Aar-rrá… Aaah… Usté me arahoou… Remuací… Reiucaanacé… Araaa…
Uhm… Huy… Huy… Uh… Uh… eeee… ee…
¿Qué dice el narrador con esas palabras que pertenecen a la lengua indígena tupi? Pues
bien, en el vocabulario que acertadamente la traductora ha agregado al final de la novela se
evidencian los siguientes significados: Aar-rrá quiere decir caigo; arrhooó, que equivaldría a
arahoou, significa me hizo un agujero, me hirió; Remuací equivale a por qué, si tú eres mi pariente
del lado de mi madre; y Reincaanacé, que aparece como Reiucaanacé¸ significa por qué me
matas, no sé por qué.
De manera que en esas líneas finales se encuentra una fuerte evidencia textual que
demuestra que el narrador ha sido herido por el oyente. No caben dudas: el narrador se queja,
dice que está cayendo, afirma que ha sido herido, le pregunta al oyente por qué ha hecho eso,
por qué lo está matando. Su locución tiene por objeto evidenciar ante el lector el momento y el
modo de su muerte, pues el registro en que ha sido contada la historia no admite la aparición
de otra voz que desde una posición omnisciente relate ese hecho.
Ahora bien, frente a esa evidencia contundente, evidencia que incluso le sirve a la
traductora para afirmar en el vocabulario que en el episodio final de la novela ocurrió “la muerte
del protagonista”, ¿puede pensarse en la posibilidad de que no haya muerto el narrador sino
que el final sea distinto? Definitivamente no.