You are on page 1of 5

Sin destino

Seudónimo: Juan Pablo Razo

Aquella mañana transparente de verano empezó la vida, cuando vio nacer las letras al reverso

del papel, que se movían como larvas en un capullo, con el leve temblor de sus manos. El

joven mensajero pensó que estaban vivas y respiraban. Agitó las cartas cerradas en busca de

una palabra y las exploró contra el cielo, como si fueran diapositivas donde se condensaba la

luz del día. Sólo encontró signos ilegibles entre las venas y los nervios del papel. Había algo

más allá de todo. Su imaginación se traslucía en los sobres, donde divisó unos peces casi

invisibles, un insecto atrapado en un terrón de azúcar, el tránsito de las sombras tras una

cortina de lluvia. Creyó mirar a través de un témpano de hielo. Se preguntó cuándo

despertarían las letras de su prolongada hibernación, donde vislumbró los contornos de los

años por venir, hasta que alguien lo sacó de su marasmo:

– ¡A trabajar!

Salió enseguida a toda prisa, a la orilla de las sombras en aquella ciudad calurosa de

Baja California Sur. La carrera acortó la jornada antes de lo previsto; sólo le faltaba entregar

la última carta, sin nombre del remitente, dirigida a un tal Franz Walter Keller, escrita en el

sobre en perfectos eslabones con el pulso de una mujer. El origen provenía de algún lugar de

glaciales eternos, según la imagen de la cordillera de los Alpes estampada en el timbre postal.

Trató de imaginar aquel sitio remoto cuando vio los cielos limpios. Después erró entre

varias callejuelas en busca del domicilio, en las afueras de la ciudad. Se detuvo un momento

para cotejar los datos: «Lomas de Palmira»; no halló señales de tal calle. Debió subir una

larga cuesta entre los arbustos. Casi le ganó la tentación de arrojarla antes de llegar a la última

casa del suburbio. Allá no se oía ningún rastro de civilización, sólo el zumbar de los insectos,

1
el rumor perpetuo del aire. Desde esa altura contempló la bahía arrinconada del puerto de La

Paz.

Tomó un breve descanso y respiró esa profunda quietud.

La vegetación trepaba por las tapias hasta alcanzar los techos, profusas ramas se

enredaban alrededor de aquella vivienda, la maleza crecía en las esquinas. El lugar parecía

una casamata, una guarida, el refugio de un desertor o la cueva de un ermitaño. El cartero

pensó que el habitante de esa casa vivía en el más completo retiro. Cuando sintió que alguien

lo vigilaba desde una ventana, dejó la carta en el buzón y arrojó una revista de la National

Geographic hacia el otro lado de la reja.

La tarde declinaba a medio letargo; sus restos se dispersaron sobre el apacible Mar

Bermejo. En la sencillez de las formas sustraídas del atardecer el mensajero se figuró el

contorno de los Alpes. La luz boreal siguió su progresivo recogimiento. Aquellas escenas

crepusculares incitaron su imaginación, en la que se dibujaba el perfil difuso de aquel

habitante solitario de la loma, un ex convicto, un sacerdote, un prófugo, un perseguido...

Pensó que allí vivía uno de esos extranjeros que se refugia en el lugar más apartado de

la tierra, donde nadie lo conocía. Uno de esos trotamundos que se pasea por las calles, y que

no revela su identidad, con el afán de perderse entre la multitud, ocultándose bajo una extraña

indumentaria; podría ser cualquiera hombre corpulento, de gesto impenetrable y gran estatura,

con gorra, lentes oscuros y barba crecida.

Después de contemplar la última carta se le impregnó la imagen del timbre postal, que

se encimaba en una esquina de la carta, con esa permanencia en la retina parecida a la que

deja la contemplación prolongada de una luz intensa.

El cartero se marchó con lentitud, como si le pesara la tarde, llevándose la vaga idea

de no volver en mucho tiempo.

2
Sólo un mes tardó en caer la siguiente carta al mismo domicilio, con la misma caligrafía

rigurosa. Con similar frecuencia se repitieron las demás, durante varios años, precedidas de

una voluntad infatigable. El mensajero perdió la cuenta de las cartas que entregó en ese

domicilio y los días que se fueron. En su largo viaje las cartas cruzaron océanos y continentes.

Quizás terminaron en cualquier rincón, donde enferman los recuerdos. Tal vez no merecieron

respuesta. Más de una se perdió en el camino, o llegó a otro país por equivocación. Algunas

nunca partieron, sólo fueron la sombra de una idea pasajera que se insinúa en el papel, un

garabato trazado por una mano nerviosa que termina en un cesto de basura. Otras nunca

llegaron, abandonadas en cualquier lugar. Con el paso del tiempo las cartas extranjeras se

volvieron más esporádicas. Caían del cielo en cualquier fecha o estación, desafiando los

vientos, la lluvia, las tormentas, – y las dudas o tentaciones del cartero –. «Nadie reclamará

una entre tantas; mejor arrojarla en la yerba». Nunca deparó en los hechos que se daban en la

casa de la loma. «Yo sólo cumplo con mi deber», pensaba, sin involucrarse en cuestiones

ajenas. Las siguientes cartas se sucedieron de forma esporádica; cualquiera podía ser la

última. Después transcurrió mucho tiempo sin recibir otro sobre dirigido a la casa de la loma.

El cartero siguió entregando la correspondencia por la ciudad sin importarle la

procedencia ni el asunto. Realizó su labor callada como se hace en cualquier parte del mundo,

esa tarea que se repite día a día en todos los hemisferios y latitudes para repartir toneladas de

papel. Las cartas partían desde las poblaciones más remotas y apartadas, desde los desiertos,

los páramos, las cumbres heladas de una cordillera. Desde la Antártida, Groenlandia o las

eternas nieves siberianas. Desde cualquier paraje donde tintinea la luz de una cabaña azotada

por el viento en medio de la inmensidad. Viajaban hacia varios rumbos por distintos medios.

En camellos, mulas, trenes y grandes buques. Por cielo, mar y tierra. Desafiaron los

desfiladeros, las tormentas, las marejadas. Muchas perecieron en el camino, o quedaron a

merced de la suerte; unas pocas flotaron en una botella hasta donde las arrastró un río, o
3
volaron atadas a una paloma mensajera. Algunas no señalaron ningún destinatario en espera

de un salvamento. Las prohibidas se ocultaron dentro de un calcetín o en el fondo de una

maleta. Otras fueron desenterradas hasta el final de una guerra. Tantas cayeron al piso

instantes después de leerse, tantas fueron estrujadas y rotas. Las más codiciadas serían casi

invisibles, viajarían a través de los sueños. Alguien las esperaría en vano durante largo

tiempo, viendo marcharse al cartero desde una ventana sin dejar correspondencia en el buzón.

Pero de tantas ninguna más volvería a llegar a la casa de Franz.

Después de muchos años el cartero se retiró de esa profesión, olvidándose de los manuscritos.

Una mañana se levantó con el propósito de acomodar un cerro de cosas amontonadas en su

casa. De allí emergieron las montañas de una cordillera, como témpanos de hielo, congelados

en la fotografía de una postal, donde no había transcurrido el tiempo.

Después se asombró al encontrar una carta para Franz escondida en el fondo de un

cajón. «¿Cómo llegó hasta aquí?», se preguntó. El hecho le resultó inconcebible; una voz no

se pudo guardar tantos años dentro de un sobre. Se preguntó hasta dónde llegarían las palabras

embalsamadas de esa carta, fuera de su itinerario. Más lejos de lo imaginable. Su larga

travesía no había terminado allí, sino que apenas iniciaba.

Sus ojos traspasaron el papel, más allá del olvido y del error, cuando sintió el deshielo

en su retina, que se despejó momentáneamente, y creyó mirar con la claridad instantánea de

aquellos días, como la primera vez. Reconoció las mismas letras de aquella mujer, aún vivas,

sobre el papel fresco. En él resucitó la vieja impresión de sufrir un engaño, de estar en medio

de seres inexistentes, y que los escritos eran falsos e ilusorios.

No merecía reparo alguno, era una más, una de tantas. Nada la distinguía de las otras.

En sus dedos jugó la tentación de abrir el sobre, de romperla, como tantas veces. La carta le

quemaba las manos y temblaba como una paloma herida. Ahora, lo mejor sería destruirla, sin
4
que nadie se diera cuenta. Sin embargo, no logró hacerse de tal atrevimiento. Su conciencia lo

detuvo. –Lo estremeció la idea de no haber entregado un mensaje urgente, una visa, dinero en

efectivo, o un salvoconducto–. Recapacitando, tomó la misiva y partió de nuevo hacia aquella

interminable soledad.

Esa vez contuvo la respiración cuando llegó al domicilio, encontró el buzón lleno, la

revista de la National Geographic del otro lado de la reja, intacta en su envoltura original; las

demás cartas yacían en la tierra, revueltas entre la hojarasca, en el mismo sitio donde fueron

entregadas. Los vidrios rotos, la casa vacía. Desde el principio se dio cuenta que nadie vivía

en ese lugar. No valieron tanto sudor y esfuerzo. La tinta sangraba fuera de los sobres y

traspasaba el papel marchito.

Se marchó con lentitud, como si le pesara la tarde, llevándose la vaga idea de no

volver jamás, cuando las primeras ráfagas de espías surcaron los cielos, seguidas de varias

patrullas de asalto. Más allá se agrupaban al aproximarse, por cientos, por miles, en

enjambres, en oleadas de escuadrones y pandillas, tras vencer las tormentas de nieve. Venían

del extremo polar ártico, de los lagos congelados, de las vastas riberas de Utah y del Misisipi,

desde Alaska y Canadá; era la época de las grandes migraciones. Pronto rompieron filas en

confusa desbandada; caían como flechas sobre los tejados, los arbustos y los árboles. Alguna

se apartó del grupo y voló, solitaria, rumbo al exilio, desapareciendo en la distancia. Entonces

el cartero se lamentó por las que cayeron a mitad del viaje y nunca llegaron; aquéllas que no

alcanzaron su destino.

You might also like