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Aquella mañana transparente de verano empezó la vida, cuando vio nacer las letras al reverso
del papel, que se movían como larvas en un capullo, con el leve temblor de sus manos. El
joven mensajero pensó que estaban vivas y respiraban. Agitó las cartas cerradas en busca de
una palabra y las exploró contra el cielo, como si fueran diapositivas donde se condensaba la
luz del día. Sólo encontró signos ilegibles entre las venas y los nervios del papel. Había algo
más allá de todo. Su imaginación se traslucía en los sobres, donde divisó unos peces casi
invisibles, un insecto atrapado en un terrón de azúcar, el tránsito de las sombras tras una
despertarían las letras de su prolongada hibernación, donde vislumbró los contornos de los
– ¡A trabajar!
Salió enseguida a toda prisa, a la orilla de las sombras en aquella ciudad calurosa de
Baja California Sur. La carrera acortó la jornada antes de lo previsto; sólo le faltaba entregar
la última carta, sin nombre del remitente, dirigida a un tal Franz Walter Keller, escrita en el
sobre en perfectos eslabones con el pulso de una mujer. El origen provenía de algún lugar de
glaciales eternos, según la imagen de la cordillera de los Alpes estampada en el timbre postal.
Trató de imaginar aquel sitio remoto cuando vio los cielos limpios. Después erró entre
varias callejuelas en busca del domicilio, en las afueras de la ciudad. Se detuvo un momento
para cotejar los datos: «Lomas de Palmira»; no halló señales de tal calle. Debió subir una
larga cuesta entre los arbustos. Casi le ganó la tentación de arrojarla antes de llegar a la última
casa del suburbio. Allá no se oía ningún rastro de civilización, sólo el zumbar de los insectos,
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el rumor perpetuo del aire. Desde esa altura contempló la bahía arrinconada del puerto de La
Paz.
La vegetación trepaba por las tapias hasta alcanzar los techos, profusas ramas se
enredaban alrededor de aquella vivienda, la maleza crecía en las esquinas. El lugar parecía
pensó que el habitante de esa casa vivía en el más completo retiro. Cuando sintió que alguien
lo vigilaba desde una ventana, dejó la carta en el buzón y arrojó una revista de la National
La tarde declinaba a medio letargo; sus restos se dispersaron sobre el apacible Mar
contorno de los Alpes. La luz boreal siguió su progresivo recogimiento. Aquellas escenas
Pensó que allí vivía uno de esos extranjeros que se refugia en el lugar más apartado de
la tierra, donde nadie lo conocía. Uno de esos trotamundos que se pasea por las calles, y que
no revela su identidad, con el afán de perderse entre la multitud, ocultándose bajo una extraña
indumentaria; podría ser cualquiera hombre corpulento, de gesto impenetrable y gran estatura,
Después de contemplar la última carta se le impregnó la imagen del timbre postal, que
se encimaba en una esquina de la carta, con esa permanencia en la retina parecida a la que
El cartero se marchó con lentitud, como si le pesara la tarde, llevándose la vaga idea
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Sólo un mes tardó en caer la siguiente carta al mismo domicilio, con la misma caligrafía
rigurosa. Con similar frecuencia se repitieron las demás, durante varios años, precedidas de
una voluntad infatigable. El mensajero perdió la cuenta de las cartas que entregó en ese
domicilio y los días que se fueron. En su largo viaje las cartas cruzaron océanos y continentes.
Quizás terminaron en cualquier rincón, donde enferman los recuerdos. Tal vez no merecieron
respuesta. Más de una se perdió en el camino, o llegó a otro país por equivocación. Algunas
nunca partieron, sólo fueron la sombra de una idea pasajera que se insinúa en el papel, un
garabato trazado por una mano nerviosa que termina en un cesto de basura. Otras nunca
llegaron, abandonadas en cualquier lugar. Con el paso del tiempo las cartas extranjeras se
volvieron más esporádicas. Caían del cielo en cualquier fecha o estación, desafiando los
vientos, la lluvia, las tormentas, – y las dudas o tentaciones del cartero –. «Nadie reclamará
una entre tantas; mejor arrojarla en la yerba». Nunca deparó en los hechos que se daban en la
casa de la loma. «Yo sólo cumplo con mi deber», pensaba, sin involucrarse en cuestiones
ajenas. Las siguientes cartas se sucedieron de forma esporádica; cualquiera podía ser la
última. Después transcurrió mucho tiempo sin recibir otro sobre dirigido a la casa de la loma.
procedencia ni el asunto. Realizó su labor callada como se hace en cualquier parte del mundo,
esa tarea que se repite día a día en todos los hemisferios y latitudes para repartir toneladas de
papel. Las cartas partían desde las poblaciones más remotas y apartadas, desde los desiertos,
los páramos, las cumbres heladas de una cordillera. Desde la Antártida, Groenlandia o las
eternas nieves siberianas. Desde cualquier paraje donde tintinea la luz de una cabaña azotada
por el viento en medio de la inmensidad. Viajaban hacia varios rumbos por distintos medios.
En camellos, mulas, trenes y grandes buques. Por cielo, mar y tierra. Desafiaron los
merced de la suerte; unas pocas flotaron en una botella hasta donde las arrastró un río, o
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volaron atadas a una paloma mensajera. Algunas no señalaron ningún destinatario en espera
maleta. Otras fueron desenterradas hasta el final de una guerra. Tantas cayeron al piso
instantes después de leerse, tantas fueron estrujadas y rotas. Las más codiciadas serían casi
invisibles, viajarían a través de los sueños. Alguien las esperaría en vano durante largo
tiempo, viendo marcharse al cartero desde una ventana sin dejar correspondencia en el buzón.
Después de muchos años el cartero se retiró de esa profesión, olvidándose de los manuscritos.
casa. De allí emergieron las montañas de una cordillera, como témpanos de hielo, congelados
cajón. «¿Cómo llegó hasta aquí?», se preguntó. El hecho le resultó inconcebible; una voz no
se pudo guardar tantos años dentro de un sobre. Se preguntó hasta dónde llegarían las palabras
Sus ojos traspasaron el papel, más allá del olvido y del error, cuando sintió el deshielo
aquellos días, como la primera vez. Reconoció las mismas letras de aquella mujer, aún vivas,
sobre el papel fresco. En él resucitó la vieja impresión de sufrir un engaño, de estar en medio
No merecía reparo alguno, era una más, una de tantas. Nada la distinguía de las otras.
En sus dedos jugó la tentación de abrir el sobre, de romperla, como tantas veces. La carta le
quemaba las manos y temblaba como una paloma herida. Ahora, lo mejor sería destruirla, sin
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que nadie se diera cuenta. Sin embargo, no logró hacerse de tal atrevimiento. Su conciencia lo
detuvo. –Lo estremeció la idea de no haber entregado un mensaje urgente, una visa, dinero en
interminable soledad.
Esa vez contuvo la respiración cuando llegó al domicilio, encontró el buzón lleno, la
revista de la National Geographic del otro lado de la reja, intacta en su envoltura original; las
demás cartas yacían en la tierra, revueltas entre la hojarasca, en el mismo sitio donde fueron
entregadas. Los vidrios rotos, la casa vacía. Desde el principio se dio cuenta que nadie vivía
en ese lugar. No valieron tanto sudor y esfuerzo. La tinta sangraba fuera de los sobres y
volver jamás, cuando las primeras ráfagas de espías surcaron los cielos, seguidas de varias
patrullas de asalto. Más allá se agrupaban al aproximarse, por cientos, por miles, en
enjambres, en oleadas de escuadrones y pandillas, tras vencer las tormentas de nieve. Venían
del extremo polar ártico, de los lagos congelados, de las vastas riberas de Utah y del Misisipi,
desde Alaska y Canadá; era la época de las grandes migraciones. Pronto rompieron filas en
confusa desbandada; caían como flechas sobre los tejados, los arbustos y los árboles. Alguna
se apartó del grupo y voló, solitaria, rumbo al exilio, desapareciendo en la distancia. Entonces
el cartero se lamentó por las que cayeron a mitad del viaje y nunca llegaron; aquéllas que no
alcanzaron su destino.