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59 Concurso Fundación Caja


Mediterráneo de Cuentos “Gabriel Miró”

Título: Buscando un sueco a medianoche

Seudónimo: Ernest

Cuando a medianoche llegaron al hotel, Arturo cerró el libro que leía y saludó.

No le contestaron. En silencio, ceñudos como si el agotamiento los hubiera puesto

de mal humor, entraron esparciendo un intenso olor a gasolina y a carreteras. Se

recostaron contra el buró de la carpeta. Eran dos hombres viejos con viejos

cansancios en los rostros.

—Tenemos un amigo aquí y queremos verlo ahora mismo —dijo uno de ellos.

—Tendrán que esperar hasta mañana —dijo Arturo.

—Necesitamos darle un mensaje importante —explicó el hombre—, un mensaje

que no puede esperar. ¿Verdad que no, Max?

—No, no podemos esperar—dijo Max mientras ponía su mano encima del brazo

de Arturo, como si buscara su complicidad—, pero no te preocupes, el muchacho

nos ayudará a encontrarnos ahora mismo con ese rubio grandote.

—¿Se refiere al viejo americano? —preguntó el muchacho, quien con disimulo

fue quitándose la mano que le habían echado encima.

—¡No es americano! —precisó el hombre que había hablado primero.

—Él dice que lo es.

—¡Pues se trata de un sueco de mierda!

—Eso no importa nada, Al. Lo que importa es que trata de nuestro amigo, y que

vinimos a verlo por un asunto urgente.

—¡Pero es medianoche! Por mucho que me expliquen no puedo hacer nada.


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—Como se ve que eres un muchacho inteligente, entenderás que después de

recorrer tantas carreteras para encontrar a este hombre, no nos iremos sin verlo por

más que tú lo quieras.

—No es que yo lo quiera sino que no me queda otra opción: ya han botado a

dos carpeteros por cosas así. De todas maneras solo faltan dos horas para el

amanecer y si lo desean tenemos una habitación vacía...

—El muchacho se está pasando de inteligente, Max. Quiere obligarnos a dormir

en su hotelucho solo porque a él le da la gana.

La puerta de entrada se abrió de nuevo. Al parecer aburrido por las rondas de

vigilancia en los exteriores del hotel, el portero saludó con desgano y fue a sentarse

en un sillón próximo a una ventana, desde la que se veía el jardín iluminado por las

farolas. Los dos hombres se quedaron mirándolo fijamente, como si analizaran con

envidia la prominencia de sus músculos de joven.

—Veo que no le ha faltado protección a nuestro amigo durante los meses que

ha estado aquí —dijo Max.

—Así es, señor. En este hotel se puede dormir tranquilo, jamás se ha dado el

menor problema.

—Estamos agotados, Al. Quizás no sea mala idea descansar un poco, darnos

un baño y dormir tres o cuatro horas.

—Creo que sería una excelente idea, señor —coincidió Arturo.

—¿Vas a dejar que el chico inteligente se salga con la suya?

—Nos conviene esperar un poco, Al. De todas formas, si hemos esperado lo

que hemos esperado no sería tan grave para nuestro amigo que le diéramos la

sorpresa por la mañana.


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—No me cae nada bien darle el gusto a este chico tan listo, pero yo también

estoy muerto de cansancio, y es muy verdad que nuestro amigo no se enojará

porque tardemos un poco.

Arturo anotó sus nombres en un bloc de hojas amarillentas, que después

introdujo en una gaveta, donde también guardó el libro que había dejado

abandonado cuando ellos aparecieron.

—¿Te gustan los libros, muchacho? —quiso saber Max.

—Por las noches no tengo nada más qué hacer.

—¿Qué piensas de Hemingway?

—Uno de mis favoritos.

—¿Y crees que eso está bien? —intervino Al.

—Se dice que renovó la narrativa contemporánea.

—Pues quiero decirte que tú y la narrativa contemporánea tienen un gusto

podrido —concluyó Al.

Con un gesto irritado, Arturo cogió las llaves de la habitación y se dirigió a la

escalera, una escalera de mármol y larga como si nunca se fuera a acabar. Los dos

hombres lo siguieron. El hotel tenía tres pisos pero ellos se quedarían en el

segundo.

—¿Cuántos años tendrán esas? —preguntó Max, señalando dos robustas

columnas de granito que se levantaban a un lado de las escaleras.

—Esto lo hicieron los españoles en el siglo XIX, señor.

—La vida no tiene esa firmeza —reflexionó Max—, por eso hay que cuidarla

todo lo que uno pueda.

—Pienso lo mismo que usted, señor.

—Ahora sí nos sacamos la lotería, hemos encontrado a un chico inteligente

capaz de comprender toda esa bazofia tuya —casi gritó Al.


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—La vida es lo único que tenemos. Uno termina admirando a quien la defiende

hasta con los dientes —dijo Max, serio, concentrado, como si no hubiese escuchado

las palabras de su amigo.

—Eh, Max, no estás borracho todavía como para no comprender que es una

mierda cansona lo que estás diciendo —gritó Al, en tanto se estrujaba con la mano

el rostro pequeño y blanco.

Subían por los escalones de dos en dos, con una potencia increíble para los

años que aparentaban. Nadie hubiera dicho que se trataba de un par de viejos, a no

ser por sus caras ajadas o por su desactualizada e idéntica vestimenta, que incluía

viejos abrigos negros, abrochados en el pecho y desgastados.

Mientras caminaban parecía como si un ejército atravesara el hotel. Intentaban

avanzar sin hacer ruido, pero sus pasos eran amplificados por la resonancia del

pasillo abovedado, que se intensificaba en medio del silencio nocturno.

Pasaron varias puertas hasta que Arturo se detuvo en una, la abrió y se hizo a

un lado para permitirles entrar primero a la habitación. Al fue directo al baño y

pasado un tiempo salió con el rostro perturbado.

—Llegar a viejo es una calamidad, no se puede ni orinar como Dios manda —

dijo.

Max caminó hacia el balconcito colonial y luego regresó frotándose las manos

por el frío. Se sentó y prendió un cigarro. El cuarto comenzó a ahogarse de humo.

—¿Por las noches aquí nada más se quedan el carpeta y el portero? —interrogó

Max.

—Deben permanecer también un chofer y un cocinero, pero el chofer hoy tuvo

que salir, y al cocinero se le presentó un asunto con la familia. Pero si alguien

quisiese algo de comida no habría problemas: yo comencé en eso aquí.

—¿Y no temen a los asaltantes? Nosotros mismos podríamos serlo.


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—El portero está armado y, por si acaso, yo propuse que por la noche en la caja

no se dejara más que un pequeño efectivo de cambio.

—¡Qué competente y listo eres! ¡Te espera un gran futuro, muchacho! —dijo Al,

que se había quedado en calzoncillos y penetraba de nuevo en el cuarto de baño.

—Pues si dices que no hay problemas con la comida sería bueno que nos

prepararas algo mientras nos damos una ducha —sugirió Max.

—Jamón con huevos —gritaron desde el baño.

—Tocino con huevos para mí —solicitó Max—, y cervezas, una para Al y otra

para mí.

En la ducha, Al cantaba desafinado una balada country pasada de moda.

—¿Oíste lo que pedimos? —quiso cerciorarse Max.

—Perfectamente.

—No nos gustaría que demoraras. ¿Entiendes, muchacho?

Arturo abandonó la habitación. Ya había transcurrido casi media hora desde que

subió con los nuevos huéspedes. Normalmente no se alejaba más de cinco minutos

de la carpeta, siempre había que estar atento a la puerta de entrada, o a algún

huésped antojado de cualquier cosa. Sin embargo, después de avanzar unos metros

por el pasillo dio marcha atrás y se quedó espiando detrás de la puerta.

—Tal vez no sea necesario eso —dijo Max.

—¿Qué dices, que no oigo? —gritó Al desde la ducha.

—Que nadie más que nosotros debe recordar el asunto —gritó Max desde el

sillón.

—Algo así nadie lo puede olvidar.

—Si nos marcháramos ahora mismo, pudiera ser que no ocurriera nada.

—No me convencerás, Max. Tenemos que verlo a como sea. Tú en el fondo

también sabes que es así.


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Cuando notó que Al había salido del baño, Arturo se escurrió por el pasillo. Al

bajar, se halló al portero dormido, pero no lo despertó. Fue a la cocina, preparó lo

que le habían pedido y lo puso todo en una bandeja de metal. No necesitó volver al

segundo piso, los huéspedes lo esperaban sentados en el primer peldaño de la

escalera. Le pidieron la bandeja y sin demasiados escrúpulos allí mismo empezaron

a comer, voraces, interrumpiéndose solo para tomar cerveza. Arturo retomó la

lectura de su libro pero a cada ratos los miraba con disimulo, como para no tronchar

el entusiasmo casi animal con que se comían lo que él había preparado.

—Serías un esposo modelo para una de esas feministas que solo hablan y

hablan y no saben ni freír un huevo —lo elogió Max.

Arturo sonrió. Luego fue hacia la ventana y buscó en el jardín sin que lo pudiera

encontrar.

—¿Ustedes vieron salir al portero? —les preguntó, todavía de espaldas, a los

nuevos huéspedes.

—Está en el baño, si tanto lo necesitas puedes ir a darle una mano con lo suyo

—le respondió Al.

Cuando Arturo se volvió, Max se había sentado en su silla de trabajo, al otro

lado del buró.

—Normalmente en ese lugar siempre debe encontrarse el carpetero.

—Normalmente yo me siento donde me dé la gana, muchacho —le dijo Max con

dureza y estiró la mano para tomar el libro que Arturo había dejado abierto.

—Te aconsejo que no lo molestes y le obedezcas en todo, si quieres disfrutar

del gran futuro que te he pronosticado —le dijo Al.

Max revisaba el índice del libro acercándoselo demasiado a los ojos, que al

parecer comenzaban a sentirse los años. Se puso de pie y apagó un ventilador que

colgaba del techo y le removía las hojas.


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—¿Qué has leído de Hemingway, muchacho? —inquirió Max, y puso el libro a

un lado, como si no le hubiera interesado mucho.

—Todo lo que me ha caído en la mano, señor.

—¿Has leído “Los asesinos”?

—Un cuento excelente, con mucha tensión —respondió Arturo.

—No sé cómo he podido engañarme contigo —se lamentó Al—. En verdad no

tienes una gota de seso.

—Sin ser yo un literato puedo demostrarte que esa historia tiene algunos errores

—aseguró Max.

—¿Algunos? ¡Es un desastre! —se enfureció Al.

—Lo primero es el lugar del crimen —prosiguió Max—. Lo traslada a una

cafetería, a un sitio público, en vez de escoger la habitación donde vivía alquilado.

Ahí era donde por lógica tendría que haber ubicado la cosa, no solo porque allí

estaría solo, apartado, sino porque además allí lo iba a encontrar al seguro.

Al sacó una cigarrera del bolsillo interior de su abrigo y la puso encima del buró.

Él y su amigo empezaron a fumar.

—Tampoco hay quien se crea que los asesinos viajaron probablemente desde

Chicago hasta Summit, para luego irse como si nada, sin hacer el trabajo por el cual

después le pagarían una buena suma —agregó Max.

—Con dinero y prestigio por medio, con el compromiso que implicaba el

encargo, ellos no podrían haberse marchado sin antes haberlo llenado de balas —

dijo Al.

Hablaban apasionados, con la seguridad del que ha visto las cosas de cerca.

—Todo le salió mal en ese cochino cuento por no contar la verdad —dijo Al.
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—¿Qué verdad? —quiso saber Arturo, quien mientras los escuchaba cada vez

con más atención, había sacado un pañuelo para protegerse la nariz y que lo no

intoxicaran con los cigarros.

—En Summit nunca pasó nada. El hombre ya se había ido de ese pueblo

cuando los asesinos llegaron —confesó Al.

—¿Quieren decir que no se dejó matar?

—¡Qué inteligencia, muchacho! Eres todo una lumbrera —dijo Al.

—Nunca fue el tipo derrotado que pintó Hemingway. Desde un inicio —explicó

Max— luchó por su pellejo. De otra forma no hubiera durado los casi veinte años

que lleva corriendo de un lado a otro.

—Yo diría que tuvo demasiadas esperanzas, los hombres siempre tienen

demasiadas esperanzas. ¿Verdad que es así, Max?

—Si no hubiera sido por sus demasiadas esperanzas no estuviera vivo en estos

momentos.

—¿Vive todavía?

—Sí, muchacho, está vivo, pero ahora lo vamos a matar.

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