You are on page 1of 5

FIRMEZA QUE LA FE COMUNICA A LA VIDA INTERIOR

En esta atmósfera sobrenatural quiere san Benito


que viva y respire continuamente el monje, quotidie;
quiere, como san Pablo en el simple cristiano, que el
monje viva de la fe: “El justo vive de la fe” (Hb 10, 38.
El justo, esto es, el que en el bautismo se ha revestido
del hombre nuevo, creado en justicia, vive como tal de
la fe y de la luz que le comunica el sacramento de
iluminación. Cuanto más viva de la fe, tanto más gozará
la verdadera vida sobrenatural, tanto más verificará en
sí la perfección de su adopción divina. Subrayamos esta
expresión: Ex fide. ¿Qué significa exactamente? Que la
fe debe ser la raíz de todos nuestros actos, de toda
nuestra vida. Hay almas que viven con fe: CUM fide. La
tienen e innegablemente la practican; empero sólo se
acuerdan de ella en determinadas ocasiones, en los
ejercicios de piedad, por ejemplo en la santa misa, la
sagrada comunión, el oficio divino; porque estos actos,
dirigidos esencialmente a Dios, implican en sí mismos
el ejercicio de la fe.
Pero se diría que estas almas se contentan con esto;
que en dejando esos ejercicios entran en otra esfera, en
la vida puramente natural. Por esto, si la obediencia les
manda algo penoso, murmuran; si un 'hermano requiere
su ayuda, se encogen de hombros; si se les hiere en su
susceptibilidad, se irritan. ¿Están en esos momentos
iluminadas por la fe? Evidentemente que no: no viven
de la fe; teóricamente reconocen que el abad ocupa el
lugar de Cristo, que Cristo está representado en los
hermanos, que hay que olvidarse de sí mismo por imitar
a Jesucristo en su obediencia; mas, en la práctica, estas
verdades no existen para ellas y no ejercen influencia en
su vida; su actividad no brota de su fe; se sirven de la fe
en determinadas circunstancias, pero, una vez
desaparecidas éstas, vuelven tales almas a ser naturales,
y dejan a un lado la fe. Entonces es la vida natural la
que prevalece en ellas, el espíritu natural el que en ellas
domina como dueño. Y esto, ciertamente, no es “vivir
de la fe”.
Una vida así, sin homogeneidad, no puede ser firme
y durable; estará siempre a merced de las impresiones,
de los impulsos de temperamento y humor, de los
cambios de salud, de las tentaciones: varía a cada
instante al vaivén de la caprichosa brújula que la guía.
Por el contrario, cuando la fe es viva, fuerte y
ardiente, y se vive de ella; esto es, cuando uno se guía
en todo por los principios de la fe, cuando la fe es raíz
de todas nuestras obras, principio interior de toda
nuestra actividad, entonces nos sentimos fuertes y
estables, pese a las dificultades exteriores e interiores,
no obstante las obscuridades, contradicciones y
pruebas. ¿Y por qué? Porque juzgamos de las cosas
como Dios las ve, juzga y aprecia: participarnos de la
infalibilidad, inmutabilidad y estabilidad divina.
Esto lo dice el mismo Señor: “El que oye mis
palabras y las practica –o sea, “vive de la fe”– será como
un hombre sabio que construyó su casa sobre roca: se
desataron las lluvias, soplaron los vientos y la batieron;
pero la casa no cayó porque estaba edificada –añade
Jesucristo–, sobre roca firme” (Mt 7, 25).
Esto lo experimentamos nosotros cuando tenemos
una fe viva y profunda. Esta fe nos hace vivir una vida
sobrenatural; por ella, entrarnos a formar parte de la
familia de Dios, pertenecemos a aquella “casa divina”,
de la cual “Cristo –dice san Pablo– es la piedra angular”
(Ef 2, 20.). Por la fe nos adherimos fuertemente a Él, y
así el edificio de nuestra vida sobrenatural es fuerte y
estable por Él; Jesucristo nos hace participantes de la
firmeza propia de la roca divina “contra la cual nada
pueden las furias infernales” (Mt 16, 18). Así
divinamente sostenidos, vencemos los asaltos y
tentaciones del mundo y del demonio, príncipe del
mundo: “Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra
fe” (1Jn 5, 4). El demonio, y el mundo que es su
cómplice, nos asaltan y solicitan; empero los vencemos
con la fe en la palabra de Jesucristo.
Habréis observado que el demonio insinúa siempre
lo contrario de lo que Dios afirma; la triste experiencia
comenzó en nuestros primeros padres. “El día que
comiereis del fruto vedado, moriréis” (Gn 2, 17), les
había dicho Dios. El demonio, descaradamente, dice lo
contrario: “No moriréis” (Gn 2, 4). Cuando nosotros
prestarnos oídos al demonio y confiamos en él, tenemos
fe en el demonio, no en Dios. Pero el demonio es “padre
de la mentira y príncipe de las tinieblas” (Cfr. Ef 6, 11).
Dios, por el contrario, es “la verdad (Jn 14, 6) y la luz
sin sombras” (1Jn 1, 5). Si escuchamos a Dios,
venceremos siempre. ¿Qué hace al ser tentado nuestro
Señor, modelo nuestro en todas las cosas? A cada una
de las acometidas del maligno opone solamente la
autoridad de la palabra divina. Lo mismo debemos
hacer nosotros, rechazando los ataques del infierno con
la fe en la palabra de Jesucristo. Dirá el demonio:
¿Cómo Jesucristo puede estar presente bajo las especies
de pan y vino?”. Respondámosle: “El Señor ha dicho:
“Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre” (Mt 26, 26.28).
Él es la verdad, y esto me basta”. Nos sugerirá el
tentador vengar la injuria, la afrenta; y nosotros con
mayor valentía responderemos: “Cristo ha dicho que lo
que hiciéramos al menor de nuestros hermanos será
considerado como si a Él se lo hiciéramos (Mt 25, 40),
de suerte que cualquier sentimiento de frialdad que
voluntariamente manifestemos contra nuestros
hermanos, al mismo Jesucristo en persona va dirigido.
Otro tanto digamos del mundo: lo venceremos con la
fe; porque cuando se cree firmemente en Cristo, no se
temen las dificultades, las contradicciones o los juicios
del mundo, pues Cristo está en nosotros por la fe y Él
es nuestro apoyo. Esto aseguraba Dios nuestro Señor a
santa Catalina, cuando la envió a través del mundo por
el bien de La Iglesia, para hacer volver al Papa de
Aviñón a Roma. En su humildad y flaqueza temía la
santa las serias dificultades que tal misión entrañaba;
mas Jesús le dijo: “Porque estás armada de la fortaleza
de la fe, triunfarás felizmente de todos los
adversarios”1. En su Diálogo habla de la fe con vivo
entusiasmo. “En la luz de la fe –dice dirigiéndose al
Padre–, adquiero esta sabiduría, que se encuentra en la
sabiduría del Verbo, tu Hijo; en la luz de la fe, me
siento más fuerte, más constante y con más
perseverancia; en la luz de la fe encuentro la esperanza
de que no me abandonarás en el camino. Esta misma
fe me enseña el camino que debo seguir: sin ella
andaría en tinieblas; por eso te suplico, Padre eterno,
me ilumines con la luz de la santa fe”2.

1
Vida, por el Ven. RAIMUNDO.
2
Ibíd.

You might also like