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Espacio y Ficción (Material teórico)

I
ANTONIO GARRIDO DOMÍNGUEZ
EL TEXTO NARRATIVO
SÍNTESIS, MADRID 1996

6. EL ESPACIO

6.1. El concepto de espacio

A primera vista el espacio desempeña dentro del relato un cometido puramente


ancilar: es el soporte de la acción. Sin embargo, una consideración un poco más atenta
revela de inmediato que el espacio en cuanto componente de la estructura narrativa
adquiere enorme importancia respecto de los demás elementos, en especial, el
personaje, la acción y el tiempo. Su trascendencia es tal que se puede elaborar, como ha
hecho M. Bajtín, una historia de la novela fundamentada en este factor
(indisolublemente asociado al tiempo).
A partir de la filosofía kantiana se ha ido insistiendo cada vez con mayor fuerza en la
importancia de la categoría del espacio no sólo para el lenguaje y la antropología
cultural sino, sobre todo, para el universo del arte. E. Cassirer (1964), G. Bachelard
(1957) y sus seguidores, G. Durand (1964), G. Genette (1966: 101-102) o I. Lotman
(1970: 270-271) resaltan la indudable espacialización de la lengua y, sobre todo, de la
imaginación creadora y del pensamiento en general. El hombre –y, muy en especial, el
artista– proyectan sus conceptos, dan forma a sus preocupaciones básicas (cuando no
obsesiones) y expresan sus sentimientos a través de las dimensiones u objetos del
espacio (a todo ello no es ajena, [-207;208-] obviamente, la psicología jungiana, en
particular). En este sentido resulta innegable su capacidad simbolizadora.
Además de un concepto, el espacio narrativo es ante todo una realidad textual, cuyas
virtualidades dependen en primer término del poder del lenguaje y demás convenciones
artísticas. Se trata, pues, de un espacio ficticio, cuyos índices tienden a crear la ilusión
de realidad, aunque esto no ocurre siempre; determinados géneros, como el relato
fantástico, renuncian con relativa frecuencia al espacio realista e incluso verosímil (T.
Albadalejo: 1986, 58-65).
A lo largo del tiempo la poética del espacio se ha nutrido fundamentalmente de la
tradición retórica y, por supuesto, de la creación literaria. En la presentación de la
naturaleza se siguen los modelos de Hornero, Virgilio y Ovidio, los cuales ejercerán
gran influjo, primero en la poesía bucólico-amorosa y en la épica de la Edad Media y,
después, en el Renacimiento. Con todo, el interés por el espacio cuenta entre las preo-
cupaciones importantes de la Retórica tanto en el discurso forense como en el
epidíctico. El espacio aparece entre los tópicos de cosa como componente importante de
la narratio al lado del tiempo. La intensidad de los ejercicios retóricos parece ser la
principal responsable de la progresiva estandarización del espacio, cuya descripción
terminará cristalizando dentro del ámbito literario en los tópicos del bosque ideal y del
locus amoenus (cuyos componentes llegaron a fijarse con una precisión matemática) (E.
R. Curtius: 1948, I, 263-289).
En general, en la tradición poética la presentación del espacio se considera una parte
más de la narración (Cascales: 1617, tabla VI). En el siglo XX el espacio volverá a
cobrar actualidad en el marco de la teoría literaria y siempre vinculado a la cuestión del
tiempo. En este punto el discurrir de las teorías de la literatura es claramente deudor del
pensamiento estético-filosófico. En efecto, fue Kant (1787: 115-131) el primero en
afirmar la naturaleza apriorística e intuitiva de estas dos formas puras de los fenómenos
que son el espacio y el tiempo así como la precedencia del tiempo sobre el espacio en
cuanto forma del sentido interno. El espacio funciona como condición subjetiva de la
intuición externa (de la percepción externa) y constituye, al lado del tiempo, una de las
fuentes del conocimiento. [-208;209-]
La indisolubilidad del tiempo y del espacio es proclamada también por Goethe –se
trata aquí de un tiempo histórico que se plasma en un espacio también concreto– y
reaparece en la teoría de la relatividad de A. Einstein. De ella toma Bajtín el término
metafórico de cronotopo convirtiéndolo en un concepto básico del arte literario:

«Aquí el tiempo se condensa –dice–, se vuelve compacto, visible


para todo arte, mientras que el espacio se intensifica, se precipita en el
movimiento del tiempo, de la trama, de la Historia. Los índices del
tiempo se descubren en el espacio, el cual es percibido y mensurado
después del tiempo.» (Bajtín: 1978, 237-238).

El cronotopo es importante como forma de conocimiento sensorial –los sentidos


adoptan una expresión necesariamente espacio-temporal–, pero en el ámbito literario su
trascendencia se incrementa al convertirse en centro rector y base compositiva de los
géneros (muy en especial, los narrativos). En este sentido es posible establecer una
historia de los géneros novelescos tomando únicamente en consideración su naturaleza
cronotópica. Así, el cronotopo del camino –el más cultivado sin duda a lo largo del
tiempo– determina (en cada caso de un modo específico) la estructura de la novela
picaresca, de aventuras o de caballerías. El castillo se encuentra en la base de la novela
gótica o negra y el salón en la realista; la escalera, la antesala o el pasillo se convierten
en símbolos de la crisis existencial (Dostoievski ofrece buenos ejemplos de este
cronotopo). En suma, el concepto de cronotopo eleva el espacio y el tiempo a la
condición de protagonistas de la estructura narrativa (M. Bajtín: 1978, 248-260, 335-
398).
La preeminencia del espacio sobre el tiempo es puesta de manifiesto por no pocos
teóricos. Unos resaltan el papel del espacio en cuanto determinante de la estructura
narrativa: la novela del siglo XX ha encontrado en el espacio su punto de anclaje (como
se puede comprobar en el Ulises, La montaña mágica, Manhattan Transfer o La
colmena) (J. Frank: 1945, 244-266; D.Villanueva: 1977). Otros insisten en que en el
ámbito de la ficción narrativa el tiempo se anula –la misión de la literatura es volver
presente, actualizar al margen del sentido temporalen beneficio del espacio. Este se
erige en [-209;210-] pieza fundamental de ese poner ante los ojos (tan artístico, por otra
parte) que es la misión de los índices espacio-temporales del discurso narrativo (K.
Hamburger: 1957, 96-99).
Así, pues, desde diferentes perspectivas se insiste en la interdependencia del espacio
y el tiempo y en el importante papel del primero en cuanto lugar en que cristaliza, se
vuelve concreta y tangible, la acción narrativa. Esta evoluciona a medida que se van
produciendo desplazamientos en el espacio, ya que lo característico del espacio es su
historicidad (en relación con el individuo o la colectividad) (M. Butor: 1964, 122-123).
En suma, el espacio es mucho más que el mero soporte o el punto de referencia de la
acción; es su auténtico propulsor.
6.2. Tipologías del espacio

Las dimensiones y cometidos del espacio literario son múltiples y todos ellos
justifican su existencia a partir del tejido verbal que lo constituye (sobre todo, el efecto
de realidad que le atribuye R. Barthes: 1966, 22). Así, pues, se pueden distinguir
diversos tipos de espacio dentro del espacio literario: único o plural, presentado
vagamente o en detalle, espacio sentido o referencial, contemplado o imaginario, protec-
tor o agresivo, de la narración y de lo narrado, espacio simbólico, del personaje o del
argumento, etc.
La distinción básica afectaría a los espacios de la historia y de la trama o discurso e
incluso al de la narración (según la propuesta de G. Genette y T. Todorov). Respecto del
primer tipo cabe decir con S. Chatman (1978:103) que el espacio contiene los
personajes –aunque no se mencione, éste es un supuesto inexcusable– y que, con mucha
frecuencia, se convierte en signo de valores y relaciones muy diversas (M. Bal:
1977.50-52).
En cuanto al espacio de la trama lo más relevante es que, al igual que el material
global del relato, se ve sometido a focalización y, consiguientemente, su percepción
depende fundamentalmente del punto de observación elegido por el sujeto perceptor
(sea el narrador o un personaje). Del mismo modo que la perspectiva del narrador puede
coincidir o no [-210;211-] con la de un personaje, soldarse a la de un agente o pasar de
uno a otro, la perspectiva del espacio se asocia estrechamente a la idiosincrasia y
posición del narrador. Como se verá más adelante al tratar del discurso del espacio, las
diferentes posiciones adoptadas por el sujeto perceptor tienen importantes
consecuencias (no sólo discursivas) respecto del modo como el lector percibe la
situación) (B. Uspenski: 1973, 58-65; M. Bal: 1977, 101-117; S. Chatman: 1978, 110).
Dentro de la trama narrativa el espacio mantiene relaciones privilegiadas con la
acción y con el personaje (J. Weisgerber: 1978, 9ss). En el primer caso el mayor o
menor protagonismo del espacio da lugar a hablar de espacios-marco o soporte de la
acción (como ocurre en Jane Austen) y espacios que ejercen un influjo determinante
sobre la trama hasta el punto de configurar su estructura (es lo habitual en lo que Bajtín
denomina novela de pruebas: novela griega, de caballerías, la novela picaresca;
piénsese, desde otro punto de vista en el papel compositivo de la venta en el Quijote).
Por otra parte, la creación novelesca ha ido acuñando con el paso del tiempo una galería
relativamente abundante de situaciones estereotipadas en las que se dan la mano el
espacio y la acción narrativa: la declaración amorosa en el jardín y a la luz de la luna, la
floresta como presagio de la lucha en los libros de caballerías, el castillo y las historias
de fantasmas, el relato policíaco y los bajos fondos urbanos, etc.
Pasando al segundo aspecto, habría que señalar que el espacio nunca es indiferente
para el personaje. Las más de las veces el espacio funciona como metonimia o metáfora
del personaje (R. Wellek-A. Warren: 1948, 265). Es algo evidente en la mayoría de los
relatos, pero particularmente relevante en corrientes como el Romanticismo, el
Realismo y el Expresionismo artístico-literarios: el espacio refleja, aclara o justifica el
estado anímico del personaje. Esta analogía es palmaria en el ejemplo de La Regenta:

«Estaba Ana en el comedor. Sobre la mesa quedaba la cafetera de


estaño, la taza y la copa en que había tomado café y anís don Víctor,
que ya estaba en el casino jugando al ajedrez. Sobre el platillo de la
taza yacía medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante
amasijo impregnado del café frío derramado. Todo esto miraba la
Regenta con pena, como si fuesen ruinas de su mundo. [-211;212-] La
insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma;
se le figuraba que eran símbolo del universo, que era así, ceniza,
frialdad, un cigarro abandonado a la mitad por el hastío del fumador.
Además, pensaba en el marido incapaz de fumar un puro entero y de
querer por entero a una mujer. Ella era también como aquel cigarro,
una cosa que no había servido para uno y que ya no podía servir para
otro.»

Otro buen ejemplo es el espacio sentido de determinados géneros autobiográficos


como la novela lírica o la confesión (G. Poulet: 1961, 220ss). Obsérvese en el texto de
El hijo de Greta Garbo, de F. Umbral:

«La ciudad, la otra ciudad, el otro planeta de la elipse, el sitio de


mamá, era un cielo frío y luminoso, un cielo excesivo y vertical, un
sobrante de tiempo navegando gozosamente por sobre los álamos en
perspectiva, en cristal de aire prefijando las cosas en la claridad
exagerada, exaltando una realidad de río pobre, una poquedad de
parque público, un ocio de agosto helado, músicas como brisas en la
nieve, avenidas que daban a la nada, alguna estatua centenaria, que era
el único dinamismo de la ciudad, con su ademán de arrojar un puñal o
descubrir un mundo.» (p.69).

Siendo por definición un fenómeno verbal y textual (R. Gullón: 1980, 83ss; J.
Weisgerber: 1978, 10) y de ficción, el espacio literario admite otras consideraciones
según el grado de aproximación al mundo objetivo. Así, cabría hablar de espacios
construidos de acuerdo con el modelo del espacio referencial; este es el caso de ciertos
ejemplos de la novela histórica actual y determinadas manifestaciones del relato
realisra-objetivista como El Jarama:

«Y de pronto una racha de música y estruendo les salía al camino.


Vieron mesas, manteles a cuadros blancos y rojos, a la sombra del
árbol inmenso, el rebullir de la gente sentada, el chocar de los vasos y
los botellines, bajo la radio a toda voz. La explanada era un
cudrilátero, limitado cara al río por el malecón de las compuertas y
encerrado por el ribazo y el ángulo que formaban las fachadas de las
casetas de los merenderos dispuestas en L, con sus paredes blancas,
sus emparrados y sus letreros de añil. Había geranios. [-212;213-]
Mirando arriba, el árbol grande hacía como una cúpula verde, que
todo lo amparaba. Se veían las ruedas dentadas de las compuertas...
(150).

Otros espacios, la mayoría, persiguen únicamente el efecto de referencialidad,


presentándose con los atributos y la minuciosidad del espacio existencial, concreto
(podrían citarse páginas de Galdós, Clarín, Martín Santos o Cela, entre muchos otros).
Se trata del espacio verosímil, el espacio literario por excelencia. Finalmente, habría que
aludir a los espacios en que es más apreciable la intervención de la fantasía. Se trata de
aquellas manifestaciones del espacio que se apartan resueltamente de las leyes del
mundo objetivo, acogiéndose total o parcialmente a las establecidas por el narrador para
la ocasión: esto es, según la lógica de los mundos posibles (T. Albadalejo: 1986, 58ss;
1991, 45-70). Responden a este enfoque, en especial, los espacios característicos de los
relatos de ciencia ficción o fantásticos, pero también habrían de incluirse en este
apartado, entre otros, el espacio desierto –aunque poblado de voces– de Comala y
ciertos comportamientos del espacio de Macondo (a pesar de lo «maravilloso» del
mundo físico caribeño, de acuerdo con las tesis del realismo mágico).
En cuanto realidad textual, el espacio literario es una realidad limitada que alberga en
su interior un objeto ilimitado: el universo exterior y ajeno, en principio, a la obra
literaria (I. Lotman: 1970, 270). El texto consigue representar este espacio infinito, bien
a través de la mención sucesiva o simultánea de diferentes lugares, o bien por medio de
la superposición de espacios contrapuestos: el que en este momento cobija o presiona al
personaje y el que en un pasado más o menos lejano fue testigo o causante de su
infortunio o felicidad, el espacio que agobia al pesonaje en el presente y el soñado por
éste como promesa de una felicidad futura o, simplemente, para olvidar los rigores del
contexto inmediato.
El Lazarillo y, en general, el relato intimista suministran buenas muestras de esa
contraposición entre espacios (y tiempos) presentes y pasados. En el primer caso es el
espacio del hambre, de las dificultades, mientras que en el segundo el [-213;214-]
espacio representa generalmente el paraíso perdido de la infancia o el de la difícil
transición de la niñez a la edad adulta (también su mitificación en casos como Retorno
a Brideshead o En busca del tiempo perdido). La «locura», en cambio, lleva a Don
Quijote a confundir los espacios soñados con la dura realidad del espacio existencial en
el que se mueven los demás personajes (con resultados harto negativos para él, por su-
puesto) . En otros casos –como en La invención de Morel, de Bioy Casares– la poca
consistencia de los personajes de la isla a la que llega el personaje-narrador conduce a
éste a dudar de la propia existencia y de la de su entorno (en el fondo, porque tanto uno
como otro, no son más que proyección de su propia alucinación). Todavía es más
llamativa la situación en «La noche boca arriba», de J. Cortázar, donde los espacios de
la vigilia y del sueño se remiten mutuamente en un intento de aclarar a través de lo que
aparentemente es una pesadilla (la persecución del personaje por los indios de una tribu
rival) la angustia y el temor a la muerte de un individuo que no acierta a distinguir entre
la realidad y el mundo de los sueños o delirios porque en ambos se siente indefenso ante
un grave peligro (R. Gullón: 1980, 35-42).
El espacio textual no se agota obviamente en esta presentación sumaria; a su
variedad, complejidad y riqueza de valores volverá a aludirse más adelante al tratar de
sus cometidos. En este momento puede resultar útil mencionar otros tipos de espacio:
los correspondientes al resto de los factores esenciales de la comunicación narrativa. En
efecto, los espacios del narrador y del lector no son en modo alguno superfluos respecto
del espacio del relato(por razones obvias, sobre todo, el primero), ya que con relativa
frecuencia constrastan de modo realmente significativo. Así, es muy posible que el na-
rrador relate desde un espacio cerrado –por ejemplo, una prisión– acontecimientos
desarrollados en un lugar abierto o viceversa (Cinco horas con Mario, de M. Delibes es
un buen ejemplo de la primera posibilidad).
También puede ocurrir que se narre desde un lugar hechos acontecidos en otro o que
se produzca un desplazamiento durante la narración, de forma que se comience en un
punto distante, se pase por varios lugares intermedios y se termine contando en el
propio espacio de los [-214;215-] acontecimientos (es algo bastante habitual en la
novela epistolar, en la novela-diario y, cómo no, en la policíaca). En cualquier caso, la
mayor o menor proximidad al lugar de los hechos ejerce un influjo nada desdeñable
sobre el punto de vista narrativo (nitidez o imprecisión en la presentación de los hechos,
emotividad, etc.), (G. Prince: 1982, 33; J. Weisgerber: 1978, 12-13).
En cuanto al lector, su espacio existencial contrasta de forma sistemática con el
ficticio del texto. Ahora bien, ambos espacios pueden acercarse e incluso identificarse
cuando se busca deliberadamente su convergencia o cuando los dos espacios se
superponen en la imaginación y sensibilidad del lector gracias al poder de sugestión de
la lectura (es algo que, con su maestría habitual, ha plasmado J. Cortázar en «Conti-
nuidad en los parques»).
En cualquier caso, el espacio (tiempo) desde el que el lector lleva a cabo la lectura de
un texto de ficción repercute decisivamente, por analogía o contraste, no sólo en el
modo de recepción del texto sino en el propio éxito o fracaso del proceso de lectura: la
identificación o rechazo afectivos de espacios afines a los de la propia experiencia
existencial son mucho más rotundos. Desde el momento en que el espacio se distancia –
bien por insólito o desconocido, bien por responder a los códigos novedosos de una
corriente artística– de lo que es su presentación o atributos habituales los riesgos de
perversión o fracaso del proceso de lectura son mucho más elevados (aunque también es
posible que genere la pasión por lo desconocido). Géneros narrativos como la novela
fantástica o el relato de ciencia ficción constituyen un buen ejemplo de lo que se viene
diciendo (y otro tanto cabría afirmar de los relatos cuya flora y fauna no forman parte de
la competencia léxica y enciclopédica del lector).

6.3. Funciones del espacio

Con todo, una definición correcta del concepto de espacio no estará completa
mientras no se tomen en consideración sus cometidos. De entrada, las referencias
espaciales no sólo contribuyen (y de forma decisiva) a la creación del efecto [-215;216-]
de realidad (Barthes: 1968) sino que constituyen un poderoso factor de coherencia y
cohesión textuales. En efecto, tanto la verosimilitud como el sentido del texto y no
menos el ensamblaje de la microestructura encuentran en el espacio un soporte
realmente sólido.
Enorme es, desde otro punto de vista, el papel del espacio en la organización del
material narrativo. Bajtín (1978: 247-260, 384-391) señala en este sentido en que el
espacio no sólo facilita la plasmación y concreción del tiempo sino que, a la luz de la
evolución de la novela, puede muy bien afirmarse que ha servido de base compositiva
para un elevado número de géneros narrativos como la novela griega, de caballerías,
picaresca, la gótica, la del s. XVIII o la realista. En ellas los ya mencionados cronotopos
del camino, el castillo, del salón, la escalera o el pasillo funcionan, respectivamente,
como centros polarizantes y canalizadores del material narrativo (G. Prince: 1982, 33;
M.a C. Bobes Naves: 1985, 207).
Idéntica función cumple el espacio cuando se semiotiza y convierte en exponente de
relaciones de índole ideológica o psicológica. En este caso la segmentación del espacio
en categorías como alto/bajo, derecha/izquierda, cerca/lejos, dentro/fuera,
cerrado/abierto, etc., permite establecer una serie de oposiciones axiológicas
(protección/indefensión, favorable/desfavorable, acogedor/hostil, etc. (I. Lotman: 1970,
281).
Un ejemplo característico de la semiotización del espacio lo ofrece la oposición
ciudad/campo dentro de la novela realista (M. Bal: 1977, 251-252); otro, no menos
importante, la distribución de las clases sociales dentro de la ciudad de Vetusta en una
obra tan emblemática como La Regenta. En este espacio se privilegian ciertos lugares –
la catedral, el casino, el caserón de los Ozores o el palacio de los Vegallana, entre otros–
como exponentes de determinados valores: el poder del magistral, el enclaustramiento
de Ana, la degeneración, el caciquismo, la intriga o la ociosidad de determinadas capas
de la sociedad vetustense (M.a C. Bobes Naves: 1985, 207).
Como ya se ha apuntado, el espacio es sobre todo un signo del personaje y, en cuanto
tal, cumple un cometido excepcional en su caracterización, tanto en lo que se refiere a
su ideología como a su mundo interior o personalidad y, cómo no, su comportamiento
(en este sentido resulta muy correcta [-216;217-] la ya mencionada consideración del
espacio como metáfora o metonimia por parte de Wellek-Warren). El hecho de que con
mucha frecuencia –sobre todo, en la narrativa moderna– el espacio se presente a través
de los ojos (la perspectiva) del personaje no es nada banal al respecto, puesto que
convierte automáticamente la visión en un signo del propio observador. Así, pues, los
personajes deambulan por espacios que constituyen una proyección de ellos mismos y,
en cuanto tales, se contraponen entre sí. Lo habitual es que cada personaje tenga
asignada una determinada parcela de ese espacio de un modo muy preciso, hecho que da
lugar a que se establezcan relaciones muy diversas con los demás personajes: el respeto
de las fronteras de los espacios ajenos –como ocurre generalmente en los cuentos
folclóricos– o su transgresión (con las consecuencias que este hecho acarrea). Esta
última posibilidad se cumple de forma preponderante en el relato contemporáneo en el
que los personajes se mantienen en su cricunscripción o pasan de un espacio a otro.
Tanto en un caso como en el otro el troceamiento del espacio y la subsiguiente
asignación de parcelas a los personajes da lugar a una verdadera polifonía espacial (I.
Lotman: 1970, 281-282; R. Bourneuf-R. Ouellet: 1970, 123, 140-143; J. P. Goldenstein:
1985, 96-97; G. Prince: 1982, 33).
En el ámbito de la novela lírica se pueden encontrar también buenos ejemplos de la
estrecha correlación entre personaje, espacio y valores ideológicos. Así, El hijo de
Greta Garbo, de F. Umbral, contrapone sistemáticamente el espacio de la madre –que
es, fundamentalmente, un espacio cerrado: su alcoba– a los espacios abiertos, hostiles,
de los vencedores. En Primera memoria, de A. M. Matute, la confrontación entre los
espacios-dominio de la casa de la abuela (y, en general, de las fuerzas vivas de la isla) y
el espacio del declive (los del otro bando) es todavía más violenta y encuentra su
expresión en las peleas de las bandas de chicos pertenecientes a los mencionados
espacios. En el caso concreto del relato intimista –tan importante como género y como
componente en la narrativa del siglo XX–, el espacio no sólo se ideologiza sino que,
simultáneamente, se convierte en depositario de los afectos del personaje. Así, la isla de
Primera memoria funciona como soporte de los tres discursos que cohabitan en su
interior: el [-217;218-] de la acción narrativa, el de los sentimientos que suscita su
evocación y, finalmente, el de la visión del mundo que sustenta dentro del discurso
expositivo (A. Garrido: 1988, 373-378). El simbolismo del espacio resulta, pues,
incuestionable (J. Y. Tadié: 1978, 9-10, 57ss; R. Gullón: 1980, 23ss).
Como se apuntó anteriormente, el espacio cumple una función primordialísima en la
organización del material narrativo; sin embargo, ejerce simultáneamente sobre la
estructura un influjo claramente desestabilizador cada vez que atrae sobre sí la atención
del narrador (o del personaje focalizador). En efecto, el interés por el espacio dentro del
discurso narrativo impone un cambio de ritmo en el desarrollo de la acción que atenta
de forma evidente contra la unidad de ésta (J. Ricardou: 1978, 30-32) o, al menos,
sustituye el énfasis sobre la diacronía por la acentuación de lo plástico y la si-
multaneidad (G. Genette: 1966, 201).

6.4. El discurso del espacio

6.4.1. Narración y descripción

Descripción o, más acertadamente, topografía es la denominación convencional del


discurso del espacio. A través de ella el relato se dota de una geografía, una localización
para la acción narrativa (e, indirectamente, una justificación para la conducta del
personaje, a cuya caracterización contribuye de forma decisiva en no pocos casos).
La descripción espacial plantea problemas de la más diversa índole, aunque
principalmente de estatuto teórico. En concreto, presentan no pocas dificultades
cuestiones tan importantes como la de sus relaciones con la narración –el em-
parejamiento más habitual– y otras disciplinas taxonómicas (arquitectura, economía,
historia, etc.), sus cometidos dentro de la estructura narrativa (variables según géneros),
los cambios en su propia constitución interna, etc.
Como en el caso de la narratio la descripción es deudora en más de un sentido de la
tradición retórica. En este ámbito su cultivo corrió parejo al de la propia narración hasta
el punto de convertirse en no pocos casos en un verdadero [-218;219-] cliche muy bien
aprovechado por la literatura (E.Curtius: 1948, I, 263-289). Aunque en modo alguno es
exclusiva de ningún género retórico, resulta evidente que su desarrollo debe no poco al
discurso menos comprometido (y, por tanto, más proclive a alardes artísticos): el
epidíctico o laudatorio. Así, pues, los retóricos contribuyeron decisivamente a la
consolidación de esta modalidad discursiva a la que someten (de manera especial) a una
restricción común a todo el arte clásico: la observancia del decoro. Por lo demás, la
constitución interna del la descripción hace que la incluyan entre los procedimientos de
la amplificatio (y así ha circulado también dentro de la teoría hasta fechas muy
recientes).
Pero la retórica es también responsable de algunos de los prejuicios históricos que
han pesado sobre la descripción. Entre otros, su consideración de ornamento del
discurso, el excesivo interés por el detalle, su carácter de definición imperfecta, además
de introducir una ruptura en el discurso en que se inserta. A lo largo de los siglos XVII,
XVIII y XIX son varias las acusaciones contra la descripción provenientes tanto del
ámbito retórico como del literario. Se cree que corre riesgos muy importantes, en
especial, para el discurso literario: el exceso de términos extraños y el acaparamiento de
la atención del receptor durante un período demasiado largo comprometen muy
seriamente tanto la eficacia persuasiva del discurso como su comprensión. En este
sentido merece reseñarse la condena que hace Paúl Valéry (1963: 15-17) de los abusos
de la descripción porque atentan contra la dimensión intelectual del arte y por el azar
que preside la constitución del discurso descriptivo (reducido a la simple yuxtaposición
de elementos, al listado).
Sin embargo, no todo son condenas para la descripción durante esta época. Clásicos,
neoclásicos y románticos establecen una vinculación muy estrecha entre el discurso des-
criptivo y el artista, por un lado, y con el personaje, por otro. De ahí que se insista en la
necesidad de animar la descripción y en el importatísimo papel que desempeña en la
organización de la trama narrativa (especialmente, en la contrucción del personaje). Los
románticos parecen ser los principales responsables de la mayoría de edad alcanzada por
la descripción dentro del ámbito literario. Su invitación a la mezcla de [-219;220-]
géneros y al hibridismo discursivo, la tendencia a la fragmentación y al detalle del relato
moderno y, en suma, la trascendencia de la forma espacial (plasmación de los ideales de
aquellos) figuran entre los factores más relevantes del estatuto de normalidad que poco
a poco va adquiriendo la descripción (Ph. Hamon: 1981, 10-31).
Con todo, su liberación no se producirá hasta el advenimiento del Nouveau Roman y
la aparición del poema en prosa. En ambos casos la descripción asume con mucha
frecuencia papeles de protagonista. Tanto en uno como en otro el relativo desinterés por
el tiempo y la atracción por la simultaneidad terminarán por centrar toda la atención
sobre el espacio (realidad compartida en gran medida por el relato del siglo XX).
La estrecha vinculación entre narración y descripción dentro del texto narrativo y la
tendencia tradicional a oponerlos justifican plenamente que los estudiosos se planteen si
la descripción supone o no una competencia específica. Para unos la afinidad entre
narración y descripción es tan elevada que, con los matices de rigor, pueden asimilarse
lógica o discursivamente. Así, para F. Martínez Bonati (1960: 51-53) narración y
descripción se opondrían como lo cambiante –personas, situaciones o circunstancias–
frente a lo que no experimenta alteración (sean acontecimientos u objetos, durativos o
no). Con todo, el hecho de que tanto narración como descripción constituyan desde una
perspectiva lógica una representación lingüística de los concreto individual hace viable
su inclusión dentro de una denominación común: ambas funcionan como modalidades
del discurso o frase mimética (que es, básicamente, una frase apofántica: encierra un
juicio o afirmación-negación sobre un sujeto concreto-individual).
Para otros –R. Bourneuf & R. Ouellet (1972: 124) y T. Todorov (1971: 388-392)–
narración y descripción se contraponen, respectivamente como sucesión de
acontecimientos frente a la yuxtaposición simultánea de objetos (aunque ambas
implican sucesión verbal) con o sin transformación. Todorov acepta en ambas el rasgo
de sucesión (objetos, cualidades, hechos), pero señala que, mientras la descripción se
presenta como un dominio regido por la continuidad y la duración, lo característico de
la narración es la transformación de estados [-220;221-] o situaciones narrativas (en el
sentido señalado por Lévi-Strauss y A. J. Greimas) y la discontinuidad. Narración y des-
cripción encarnan, pues, dos lógicas específicas, dos formas de representación del
universo narrativo, pero, por encima de todo, dos modalidades de la ficción.
Genette (1966: 199-202) alude, por su parte a la mutua dependencia entre narración y
descripción. Para la primera resulta sumamente difícil narrar sin describir –los objetos,
argumenta, pueden darse sin movimiento, pero éste precisa de los objetos– mientras que
la descripción podría subsistir en principio en estado puro, aunque, de hecho no ocurra
así. Concluye Genette:

«La descripción es, naturalmente, ancilla narrationis, esclava


siempre necesaria pero siempre sometida, nunca emancipada.»
(p.199).

La narración insiste en la dimensión temporal y dramática del relato: su contenido


son acciones o acontecimientos vistos como procesos; en cambio, la descripción implica
el estancamiento del tiempo a través del realce del espacio y de la presentación de los
procesos como auténticos espectáculos. Se trata, pues, de operaciones semejantes, cuyos
mecanismos discursivos son también idénticos; difieren únicamente en cuanto al
contenido. En suma, a falta de una delimitación más precisa, la descripción puede ser
vista como un aspecto de la narración.
J. Ricardou (1978: 32-34) sostiene, por su parte, frente a Genette, que no hay
descripción sin relato, ya que toda descripción implica un orden interno, una disposición
de los objetos enumerados (de modo paralelo a los acontecimientos en la narración).
Finalmente, para Ph. Hamon (1981: 40-91) la descripción sí implica una competencia
específica global (tanto en el emisor como en el receptor), que se desarrolla en dos
modalidades: competencia léxica (conocimiento del código léxico del idioma) y
competencia enciclopédica (conocimiento del mundo). Se trata de una competencia con
un elevado carácter intertextual –generalmente opera con un material ya segmentado y
clasificado por otros tipos de discurso [-221;222-] (geografía, arquitectura, etc.)– que se
manifiesta en un texto vacilante entre la forma expresiva del catálogo (la descrip-
ciónlista) y la economía de la definición.
Acogido a la estética de la discontinuidad, el discurso descriptivo contribuye a crear
–independientemente del tipo concreto de texto, realista o fantástico– un poderoso
efecto de realidad y, consiguientemente, puede verse como un texto argumentativo-
persuasivo y conativo. La descripción, por otra parte, crea una memoria textual
importante que facilita tanto el desarrollo de la trama como el éxito del proceso de
lectura. Es, pues, un importante factor de cohesión textual.
La constitución del texto descriptivo plantea dificultades similares a las del discurso
narrativo (en cuyo interior se inserta habitualmente). En primer lugar es también
pertinente en este caso la distinción entre quien ve (focalizador: narrador o personaje) y
quien habla (narrador o personaje descriptor). De su dilucidación dependen tanto la
información o volumen de datos como la configuración del texto descriptivo y, lo que es
más importante, su interpretación. Así, pues, la relación entre focalizador y objeto
focalizado da lugar a los mismos tipos de focalización que en el caso del relato: única o
múltiple, constante o variable, interna o externa (M. Bal: 1977, 107-110; J.Weisgerber:
1978, 14-15).
Los diferentes modos de presentación del espacio se originan en el tipo de relación
que se establece entre las focalizaciones del narrador y del personaje. Uspenski
(1973:58-65) señala dos posibilidades básicas, según confluyan o no las respectivas
posiciones espaciales. En el primer caso la posición del narrador aparece temporal o
permanentemente soldada a la del personaje, pudiendo asumir total o parcialmente su
punto de vista o, en ambas situaciones, pasar de un personaje a otro (cambiando de
posición cada poco tiempo). Cuando la convergencia no es total, se mantiene la coinci-
dencia únicamente en el plano espacial, ya que en los demás niveles narrador y
personaje defienden sus peculiares puntos de vista.
Tiempo de silencio ofrece, al igual que La Regenta, abundantes ejemplos de
identificación de los puntos de vista del narrador y del personaje así como de las
frecuentes [-222;223-] divergencias totales o parciales entre ambos. En el primer caso la
identidad surge preponderantemente cuando el focalizador es Pedro, mientras que el
narrador se distancia –sobre todo, ideológicamente– siempre que se trata de otro
personaje. El fenómeno se presenta con bastante claridad en la descripción de la celda
en la que Pedro es encerrado:

«La luz es eterna. No se apaga ni de día ni de noche. Dentro de la


celda, además del aire y del prisionero, de la cal con que están
pintadas las paredes y de los dibujos que en ésta hayan podido ser
hechos, no hay otra cosa que un lecho. Este lecho está construido de
un modo sólido, a prueba del peso quizá excesivo con que un
hipotético campeón de lucha grecorromana o tesorero estafador del
"Club de los Gordos" pudiera abrumarlo algún día...
Este lecho silencioso, indeformable incombustible, intransportable,
a prueba de fuego, a prueba de choque, a prueba de inundación, bajo
el que persona alguna jamás podrá ocultarse, que nunca será arrojado
alevosamente contra el guardián por preso mal intencionado está
enteramente realizado en obra de manipostería rematada en capa de
cemento amorosamente pulida por el maestro albañil de una vez por
todas, con la precisión con que la camarera de un hotel de lujo alisa la
colcha cada día.» (p. 173).

En cambio, en la presentación de la colonia de chabolas donde vive el Muecas


narrador y personaje coinciden indudablemente en la posición espacial y difieren de
forma clara en los demás planos –especialmente, el fraseológico o ideológico:

«¡Allí estaban las chabolas! Sobre un pequeño montículo en que


concluía la carretera derruida, Amador se había alzado –como muchos
siglos antes Moisés sobre un monte más alto– y señalaba con ademán
solemne y con el estallido de la sonrisa de sus belfos gloriosos el
vallizuelo escondido entre dos montañas altivas, una de escombrera y
cascote, de ya vieja y expoliada basura ciudadana la otra (de la que la
busca de los indígenas colindantes había extraído toda sustancia
aprovechable valiosa o nutritiva) en el que florecían, pegados los unos
a los otros, los soberbios alcázares de la miseria...
...Que de las ventanas de esas inverosímiles mansiones pendieran
colgaduras, que de los techos oscilantes al soplo de los vientos
colgaran lámparas de cristal de Bohemia, que en los patizuelos [-
223;224-] cuerdas pesadamente combadas mostraran las ricas ropas de
una abundante colada, que tras la puerta de manta militar se agazapa-
ran (nítidos, ebúrneos) los refrigeradores y que gruesas alfombras de
nudo apagaran el sonido de los pasos eran fenómenos que no podían
sorprender a Pedro ya que éste no era ignorante de los contrastes de la
naturaleza humana y del modo loco como gentes que debieran pone
más cuidado en la administración de sus precarios medios económicos
dilapidan tontamente sus posibilidades...
¡Pero, qué hermoso a despecho de estos contrastes fácilmente
corregibles el conjunto de este polígono habitable! ¡De qué mara-
villoso modo allí quedaba patente la capacidad para la improvisación
y la original fuerza constructiva del hombre ibero! ¡Cómo los valores
espirituales que otros pueblos nos envidian eran palpablemente
demostrados en la manera como de la nada y del detritus toda una
armoniosa ciudad había surgido a impulsos de su soplo vivificador!.»
(p.42-43).

La divergencia de puntos de vista aparece claramente en la presentación de la ciudad


a través del catalejo del magistral en La Regenta . El narrador acompaña al personaje en
su recorrido por la ciudad, pero se apaña resueltamente de él (bien es verdad que no
siempre de modo explícitamente formalizado) en la valoración, en lo ideológico (la
ironía es en éste, como en otros muchos casos, el procedimiento habitual):

«Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le dis-


putaban, pero que acabaría de devorar él solo. ¡Qué! ¿También aquel
mezquino imperio habían de arrancarle? No. Era suyo. Lo había
ganado en buena lid. ¿Para qué eran necios? También al Magistral se
le subía la altura a la cabeza; también él veía a los vetustenses como
escarabajos; sus viviendas viejas y negruzcas, aplastadas, las creían
los vanidosos ciudadanos palacios y eran madrigueras, cuevas,
montones de tierra, labor de topo... ¿Qué habían hecho los dueños de
aquellos palacios viejos y arruinados de la Encimada que él tenía allí a
sus pies? ¿Qué habían hecho? Heredar. ¿Y él? ¿Qué había hecho él?
Conquistar.» (pp. 17-21)

Los fenómenos de disidencia abundan en los casos en que el narrador opta por la
omniscencia y mantiene, por tanto, su propia perspectiva frente a la del personaje.
Destaca en este [-224;225-] sentido la presentación panorámica que sirve de marco a
una escena o a un relato completo (hecho particularmente frecuente dentro de la novela
realista). Obsérvese el ejemplo de Galdós:

«El barranco de Embajadores, que baja el Salitre, es hoy, en su


primera zona, una calle decente. Atraviesa la Ronda y se convierte en
despeñadero, rodeado de casuchas que parecen hechas con amasada
ceniza. Después no es otra cosa que una sucesión de muladares, forma
intermedia entre la vivienda y la cloaca. Chozas, tinglados,
construcciones que, juntamente imitan el palomar y la pocilga, tienen
su cimiento en el lado de la pendiente. Allí se ven paredes hechas con
la muestra de una tienda o el encerado negro de una clase de
Matemáticas; techos de latas claveteadas; puertas que fueron
portezuelas de ómnibus, y vidrieras sin vidrios de antiquísimos
balcones. Todo es allí vejez, polilla; todo está a punto de desquiciarse
y caer. Es una ciudad movediza compuesta de ruinas...
La línea de circunvalación atraviesa esta soledad. Parte del suelo es
lugar estratégico, lleno de hoyos, eminencias, escondites y burladeros,
por lo que se presta al juego de los chicos y al crimen de los
hombres.»
La desheredada: 101-102

En otras ocasiones el narrador pasa de un personaje a otro, de un detalle a otro


detalle, de forma que el lector ha de reunir todos esos elementos fragmentarios en un
todo coherente. Es, sin ir más lejos, la técnica habitual de Tolstoi en Guerra y paz –la
atención cambia permanentemente de orientación, centrándose bien en los de un bando,
bien en las de otro, en los vencedores, en los vencidos– y algo muy similar cabría decir
de La guerra del fin del mundo y de La colmena. En el primer caso el narrador va
alternando en las referencias espaciales entre los seguidores del Consejero, las tropas
enviadas para combatir contra ellos, las reuniones de los militares para planificar dichas
expediciones, las redacciones de los periódicos, las conspiraciones de nobles y militares,
etc. Un buen ejemplo lo ofrece Tres, III: el narrador –que vacila entre el distanciamiento
o la identificación con la perspectiva de los personajes– pasa de la tropa y del grupo de
periodistas que acompañan al Coronel Moreira César al del circo y de éste a Camadas y
a Rufino el pistero antes de retomar [-225;226-] al Coronel Moreira César (ahora
convaleciente en la mansión del Barón de Cañabrava).
En La colmena se salta también de un lugar o grupo a otro: café de doña Rosa (con
sus diferentes tertulias), la panadería del señor Ramón, las calles de Sagasta y Goya, etc.
En cambio, En busca del tiempo perdido (I: 654-655) presenta un ejemplo en que el
dinamismo se debe no tanto a la 'persecución' del personaje por el narrador sino más
bien a que éste se encuentra en un objeto móvil, un tren, y, consiguientemente, va
describiendo los elementos del paisaje que desfilan ante sus ojos.
Otro ejemplo de discordancia –éste extremo, en verdad– corresponde a la novela-
espacio La celosía, de A. Robbe-Gri-llet. Desde el punto de observación que mantiene
permanentemente oculta su personalidad –no su presencia– el narrador se limita a
reflejar lo que pasa ante sus ojos, lo que perciben sus sentidos, aventura hipótesis, pero,
siempre aparentemente fiel a su estatuto, no llega a identificarse con la perspectiva de
los personajes:

«Ahora la sombra de la pilastra –la pilastra que mantiene el ángulo


sudoeste del tejado– se alarga, sobre las baldosas, a través de esa parte
central de la terraza, delante de la fachada donde se han colocado los
sillones para la velada. Ya el extremo de la línea de sombra alcanza
casi la puerta de entrada, que marca su parte media...
Sentada de cara al valle, en uno de los sillones de fabricación local,
A... lee la novela que pidió prestada la víspera y de la que ya hablaron
a mediodía. Sigue su lectura, sin apartar la vista, hasta que la luz del
día es insuficiente. Entonces levanta el rostro, cierra el libro –que deja
al alcance de su mano encima de la mesita baja – y se queda con la
vista fija hacia adelante, hacia la balaustrada y los plataneros de la otra
vertiente, que pronto quedarán invisibles en la oscuridad. Parece
escuchar el ruido, que sube de todas partes, de los millones de
saltamontes que habitan la hondonada. Pero es un ruido continuo, sin
variaciones.» (pp. 10-11).
No existe una norma única para el discurso descriptivo; en realidad, cada género
literario hace uso de la suya propia. En este sentido cabe señalar que, siendo
básicamente idénticos los recursos empleados, tanto su proporción como [-226;227-]
distribución varían de acuerdo con las corrientes literarias. El discurso de la descripción
–que incluye una serie de signos característicos como el empleo del imperfecto verbal
(presente), nombres, adjetivos y números, procedimientos retóricos como la metáfora, la
metonimia, la comparación o la sinécdoque, además de léxico técnico– se fundamenta
en un juego de equivalencias jerarquizadas entre una denominación y una expansión.
Según Ph. Hamon (1981: 65-66, 140 ss), el sistema descriptivo consta de una
denominación –el elemento descrito o pantónimo, el cual no siempre aparece formulado
explícitamente– y una expansión o listado de términos coordinados o subordinados.
Corresponde a lo que en otras formulaciones se denomina tema (subtemas) y predicados
(M. Bal: 1977, 138) o nomenclatura y predicación (Ph. Hamon: 1972, 474-82). Así
pues, a una denominación como cocina le corresponderá una expansión que incluye una
lista o nomenclatura de elementos (mesa, sillas, armarios, electrodomésticos, utensilios,
etc) y un conjunto de predicados (blanca, brillante, redondo, puntiagudo, cortante,
luminoso, etc). En la disposición de los componentes de la expansión son frecuen-
temente operativos los criterios alto/bajo, derecha/izquierda,
interior/exterior,general/particular, físico/moral, etc. Es también relativamente habitual
que la descripción se reduzca a un listado sin denominación –lo cual obligará al lector a
suplirla como si de una adivinanza se tratara– o a una simple yuxtaposición de
predicados.
Ahora bien, la inserción del discurso descriptivo en el marco del narrativo requiere
algún tipo de justificación. Los más comunes se basan en la vista, en el intercambio
comunicativo (hablar) o en la actuación. Así, durante una conversación se informa al
interlocutor de lo que se ha visto o se tiene ante los ojos y el que se encuentra (ocioso)
junto a una ventana o lugar eminente está en condiciones de describir el paisaje que se
extiende ante su mirada. En el caso de la descripción realista la inserción llegó a
cristalizar en un mecanismo estereotipado, con unos pasos minuciosamente detallados
que justificaban la aparición del discurso descriptivo: 1) mención de una pausa por parte
del personaje (se detuvo, se apoyó, etc.), 2) alusión a la actividad perceptivo-sensorial
desarrollada por el personaje (ver, oír, etc.), 3) descripción [-227;228-] propíamente
dicha (M. Bal: 1977, 137); Ph. Hamon: 1972, 465-477). El lento comienzo de La
Regenta –la presentación de Vetusta a través del catalejo del Magistral– resulta bastante
ilustrativo al respecto.

6.4.2. La descripción del espacio

Establecer una tipología de la descripción no es una tarea fácil por diferentes razones.
La más importante sin duda reside en el carácter históricamente variable del discurso
descriptivo. Siendo la representación del espacio un fenómeno estrechamente asociado a
la focalización (y, en definitiva, a la visión del mundo del autor implícito, del narrador o
personaje) y al sistema de valores artísticos propios de una época, escuela o
movimiento, no es de extrañar que el discurso descriptivo experimente continuos
vaivenes no sólo en cuanto al volumen y minuciosidad de la información aportada sino
respecto de los materiales lingüísticos y normas que integran o regulan su constitución.
En líneas generales, puede afirmarse que hasta el Realismo la descripción bascula
entre el verbo, el nombre y el adjetivo y el sometimiento a criterios de carácter
horizontal o vertical, mientras que en el siglo XX la tendencia de las vanguardias a la
desrealización –la sustitución del trazado por líneas de puntos, la fragmentación de la
realidad en una serie de estampas o impresiones, el acompasamiento de la escritura a
impulsos de gran carga emotiva y, en suma, la imposición de una lógica radicalmente
distinta en el ámbito artístico– ha originado el afloramiento de nuevas modalidades.
Entre ellas cabe destacar la distribución de los elementos descriptivos –temas, subtemas
o predicados– de acuerdo con el eje metonímico o de contigüidad, el auge de la
metáfora y la aposición y, muy en especial, la notable potenciación de la amplificatio.
Los ejemplos que figuran a continuación no persiguen siquiera una presentación de
los paradigmas descriptivos más importantes sino sólo ofrecer algunas muestras
representativas del continuo devenir de la descripción espacial. El primer texto
corresponde al prólogo de los Milagros de Nuestra [-228;229-] Señora, de G. de
Berceo, el cual se ajusta en la presentación del espacio a los requisitos del locus
amoenus (espacio idealizado, fuente de placer para los diversos sentidos del hombre y
figura del paraíso). El autor practica ya el principio metonímico:

«Yo maestro Gonçalvo de Verceo nomnado,


yendo en romería caecí en un prado,
verde e bien sençido, de flores bien poblado,
logar cobdiçiaduero pora omne cansado.

Davan olor sovejo Las flores bien olientes,


refrescavan en omne las [carnes] e las mientes;
manavan cada canto fuentes claras corrientes,
en verano bien frías, en ivierno calientes.

Avién y grand abondo de buenas arboledas,


milgranos e figueras, peros e manzanedas,
e muchas otras fructas de diversas monedas,
mas non avié ningunas podridas [nin] azedas.

La verdura del prado, la olor de las flores,


las sombras de los árbores de temprados savores,
refrescáronme todo e perdí los sudores:
podrié vevir el omne con aquellos olores.

Nunqua trobé en sieglo logar tan deleitoso,


nin sombra tan temprada [nin] olor tan sabroso;
descargué mi ropiella por yazer más vicioso,
poséme a la sombra de un árbor fermoso.

Con la excepción de la picaresca –recuérdese el laconismo del Lazarillo y el


contraespacio de la casa lóbrega–, similar es la presentación del lugar en la novela de
los siglos XV y XVI –en especial, la pastoril– y, en gran medida, en el Quijote (aunque,
por lo general, se opta por la concisión). Obsérvese el ejemplo de Los siete libros de la
Diana, de Jorge de Montemayor, en el que el espacio sirve de confidente y brillante
marco a la altura y nobleza de las discusiones y sentimientos de los pastores. El
fragmento corresponde al comienzo del Libro Tercero:

«Con muy gran contentamiento caminavan las hermosas nimphas


con su compañía por medio de un espesso bosque, y ya quel sol se
quería poner, salieron a un muy hermoso valle, por medio [-229;230-]
del qual yva un impetuoso arroyo, de una parte y otra, adornado de
muy espessos salzes y alisos, entre los quales avía otros muchos
géneros de árboles más pequeños que, enredándose a los mayores
entretexéndose las doradas flores de los unos por entre las verdes
ramas de los otros, davan con su vista gran contentamiento. Las
nimphas y pastores tomaron una senda que por entre el arroyo y la
hermosa arboleda se hazía y no anduvieron mucho espacio quando
llegaron a un verde prado muy espacioso a donde estava un muy
hermoso estanque de agua, del qual procedía el arroyo que por el valle
con gran ímpetu corría. En medio del estanque estava una pequeña
isleta a donde avía algunos árboles por entre los quales se devisava
una choca de pastores; alrededor della andava un rebaño de ovejas
paciendo la verde yerva.»

Este topos del locus amoenus aparece incluso en el relato romántico con cometidos
hasta cierto punto similares a los que se le asigna dentro de la novela pastoril. Así, en El
señor de Bembibre el paisaje alegre, frondoso y feraz se contrapone sistemáticamente al
ánimo contristado del personaje. La descripción va registrando los objetos y sensaciones
–pueblos, valles, sotos de árboles frutales, praderas, etc.– que presumiblemente
estimulan los sentidos del caballero, gracias a una distribución simétrica de los
elementos de un discurso («ora...ora...ora...Por la izquierda...y por la derecha...») fun-
damentada en la amplificación de sustantivos por medio de construcciones bimembres
de adjetivos y comparaciones:

«Don Alvaro salió de su castillo muy poco después de Martina, y


encaminándose a Ponferrada, subió al monte de Arenas, torció a la
izquierda, cruzó el Boeza y, sin entrar en la bailía, tomó la vuelta de
Cornatel. Caminaba orillas del Sil, ya entonces junto con el Boeza, y
con la pura luz del alba, e iba cruzando aquellos pueblos y valles que
el viajero no se cansa de mirar, y que a semejante hora estaban
poblados con los cantares de infinitas aves. Ora atravesaba un soto de
castaños y nogales, ora un linar cuyas azuladas llores semejaban la
superficie de una laguna; ora praderas fresquísimas y de un verde
delicioso, y de cuando en cuando solía encontrar un trozo de camino
cubierto a manera de dosel con un rústico emparrado...
Si don Alvaro llevase ánimo desembarazado de las angustias y
sinsabores que de algún tiempo atrás acibaraban sus horas, hubiera
admirado sin duda aquel paisaje que tantas veces había cautivado
dulcemente sus sentidos en días más alegres; pero ahora su único [-
230;231-] deseo era llegar pronto al castillo de Cornatel y hablar con
el Comendador Saldaña, su alcaide.» (p.l 14).

La descripción becqueriana, centrada preferentemente sobre las ruinas o la


vegetación que crece entre ellas, es todavía muy «manierista» y constituye en cierta
medida una anticipación, por su minuciosidad, de lo que será el discurso realista del
espacio. En cambio, el lirismo y la configuración poética del lugar se distancian
enormemente de la descripción realista. Bécquer opta por un modelo paralelístico
(basado en la ennumeración):

«En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía


muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a
sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del
hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras
subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las
sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían
entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las
ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos
de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago flotando al viento
como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules,
balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles
tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y
rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de un
cielo azul luminoso y transparente.»
Rayo de luna, 33.

La descripción realista tiende a la exhaustividad en el inventario de la realidad


representada y es bastante frecuente su focalización. En el texto que sigue (comienzo de
La Regenta) la orientación horizontal domina en la presentación panorámica de la
ciudad, mientras que la vertical –el simbolismo resulta obvio– aflora a la hora de
centrarse en la descripción de la torre catedralicia:

«Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la


digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre
sueños el monótono y familiar zumbido de la campana del coro, que
retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa [-231;232-]
Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado
himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo
dieciséis, aunque antes comenzada, era de etilo gótico, pero, cabe
decir, moderado por un instinto de armonía que modificaba las
vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba
contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al
cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más
flacas que esbeltas, amaneradas como señoritas cursis que aprietan
demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual
grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía
como fu "irte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo
gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de
músculos y nervios, la piedra, enroscándose en la piedra, trepaba a la
altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de
juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada,
una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y
sobre ésta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.»

Algo similar cabe decir del texto de J. M a. Pereda; en él se mezclan continuamente


los planos horizontales y verticales y se lleva a cabo un recorrido mucho más exhaustivo
del paisaje a través de los ojos de un observador inmóvil:

«Delante y casi tocándole con la mano, un peñón enorme que se


perdía de vista a lo alto, aún continuaba creciendo según se alejaba
cuesta arriba hacia mi izquierda, al paso que hacia la derecha decrecía
lentamente y a medida que se estiraba, cuesta abajo, hasta estrellarse,
convertido en cerro, contra una montaña que le cortaba el paso
extendiendo sus faldas a un lado y a otro. Rozando las del peñón y la
del cerro hasta desaparecer hacia la izquierda por el boquete que
quedaba entre el extremo inferior del cerro y la montaña, bajaba el río
a escape, dando tumbos y haciendo cabriolas y bramando en su cauce
angosto y profundo, cubierto de malezas y misterios. Inclinado hacia
el río, entre él y la casa, debajo, enfrente y a la izquierda del balcón,
un suelo viscoso de lastras húmedas con manchones de césped,
musgos, ortigas y bardales. A la derecha...»
Peñas arriba, 25.

Similar atención al detalle y afán totalizador se observa en Azorín, aunque en este


caso el espacio se contagia de lirismo y peso poético: [-232;233-]

«La casa se levanta en lo hondo del collado, sobre una ancha


explanada. Tiene la casa cuatro cuerpos en pintorescos altibajos. El
primero es de un solo piso terrero; el segundo, de tres; el tercero, de
dos; el cuarto, de otros dos.
El primero lo compone el homo. El ancho tejado negruzco baja en
pendiente rápida; el alero sombrea el dintel de la puerta. Dentro, el
piso está empedrado de menudos guijarros. En un ángulo hay un
montón de leña; apoyadas en la pared yacen la horquilla, la escoba y
la pala de rabera desmesurada. Una tapa de hierro cierra la boca del
hogar; sobre la bóveda secan hacecillos de plantas olorosas y rótenes
descortezados. La puerta del amasador aparece a un lado. La luz entra
en el amasador por una pequeña ventana finamente alambrada. La
artesa, ancha, larga, con sus dos replanos en los extremos, reposa junto
a la pared, colocada en recias estacas horizontales. Sobre la artesa
están los tableros, la raedera, los pintorescos mandiles de lana: unos,
de anchas viras amarillas y azules, bordeadas de pequeñas rayas
bermejas; otros, de anchas viras pardas divididas por una rayita azul, y
anchas viras azules divididas por una rayita parda.»
(Antonio Azorín, 12-13).

Un lirismo mucho más potenciado y la conversión del discurso en una yuxtaposición


de series ennumerativas o aposiciones es lo más destacable de la descripción en F.
Umbral, la cual se alía habitualmente con elementos narrativos, y sobre todo, con la
valoración ideológica y el lirismo:

«La habitación de la madre, cómo reconstruir, ahora, la habitación


de la madre, aquella habitación, cómo era aquella habitación, lo sé , lo
sé tan bien que la nitidez de lo presente me borra la realidad de lo
distante, la habitación de la madre, la gran cama matrimonial,
mutilada de un hombre por la Historia, lecho de sus lecturas, y
siempre un libro en la mesilla, libro blanco con ribete azul, signo
zodiacal en el centro, título tentador, enigmático para el niño, escritor
de nombre umbrío y lontano...
.................................................................................................................
.....
«El cuarto de la madre, butacas con paisajes en huida, un verde
como llamas apagadas, el paisaje escapaba, más que el ciervo, el
ciervo estaba quieto en su bordado, sillas de pata baja, borlas en el
respaldo, todo aquel modernismo que venía de un versallismo adi-
vinado y triste, butacas de visita, sillones excesivos, butaquitas de
estar sólo un momento, haciendo su tertulia entre ellas mismas,
cuando no había nadie, y la tarima ancha, nunca la vi tan ancha, la
tarima con sol/resol de tarde, de mañana no daba, el oro prefinal que
la hacía espejo, la tarima con nudos como enigmas, rostros de la
madera bajo el encerado, bosque bajo la cera que la Ubalda, [-
233;234-] Inocencia, Eladia, las criadas, abrillantaban con un golpe
seco de su pie que les iba rompiendo la matriz.» (Hijo de Greta
Garbo, 39 y 41).

La descripción se convierte en auténtico listado de objetos y acumulación de


elementos en C. Simon. Con este procedimiento se logra una clara petrificación del
espacio (espacio agobiante, símbolo del espacio urbano del hombre moderno, reducido
a la simple mención de los objetos que lo integran):

«Y pegada a la bolsa, extendida entre sus colinas y el mar, aquella


ciudad, o mejor dicho aquella superficie abollada, amarillenta, con un
nombre parecido también a una hinchazón, ahuecado, barrigudo,
desenvolviéndose (rodando) a partir de la doble hinchazón inicial en
sinuosas convulsiones de curvas y palos: como una monstruosa
proliferación que hubiese ido progresando poco a poco alrededor de su
núcleo gangrenado, la vieja ciudad gótica, erizada, de ese gris casi
negro de los tejidos muertos, de calles angostas, aliento mohoso de
cadáver, cercada, ahogada, por una de esas aglomeraciones en cierto
modo coloniales, de esas megalópolis construidas en países
conquistados, o más bien sometidos, no moldeados por el tiempo, por
las lentas añadiduras y los lentos retoques de sucesivos períodos de la
Historia, sino febrilmente, vorazmente edificadas en unos decenios
por la riqueza, el orgullo, sobre el sudor y la expoliación... (y eso
pues: los obsesivos anuncios de clínicas para enfermedades venéreas,
los claustros sombríos plantados de magnolios, las hojas relucientes y
oscuras atravesadas por los oblicuos y polvorientos rayos de sol, las
deslumbrantes flores blancas sobre fondos tenebrosos, el silencio, los
gritos agudos de los niños resonando bajo los soportales de una plaza
real y muerta, el confuso rumor del tráfico, las palmeras polvorientas,
los bares estrechos como pasillos, el obsesivo y tibio olor a aceite
rancio, los puestos de pescado bajo las lámparas de arco voltaico,
azulado, metálico, lívido, rosa pálido, los escaparates con
preservativos con color de mucosas, las tiendas con paredes de
azulejos, de color verde oliva o gris azulado, como urinarios, los
grandes hoteles cubiertos de cúpulas, de cimborrios festoneados, de
tiaras, los anuncios rosa contra la sífilis, el vuelo circular de las
palomas, los excrementos de las palomas en las estatuas de bronce, las
arquitecturas abolladas, las verticales oleadas de piedra, los suntuosos
y espejantes automóviles conducidos por chóferes de polainas negras,
los anuncios amarillo azufre...»
Las Geórgicas. [-234;235-]

El protagonismo del espacio –tan evidente en los grandes relatos del siglo XX–
adquiere una solidez difícilmente igualadle en una novela-descripción de nuevo cuño
como La celosía:

«Exactamente frente a la casa, un macizo grupo de árboles marca el


punto más elevado que ha alcanzado el cultivo en este sector. El sector
que acaba ahí es un rectángulo. Su suelo, entre los penachos de follaje,
no es ya visible, o apenas. Sin embargo, el alineamiento impecable de
los árboles demuestra que su plantación es reciente y que todavía no
se ha realizado ninguna cosecha.
A partir de ese bosquecillo, el lado superior del sector va bajando y
desviándose débilmente (hacia la izquierda) en relación con la
pendiente mayor. En la línea hay treinta y dos plataneros, hasta el
límite inferior de la parcela.
Prolongando ésta hacia abajo, en la misma disposición de las
hileras, otro sector ocupa todo el espacio comprendido entre el pri-
mero y el riachuelo que corre por el fondo. Sólo comprende veintitrés
plantas en la línea de su altura. Sólo lo más adelantado de la
vegetación lo distingue del anterior.» (p. 20).

La última muestra corresponde a un espacio opresor como el de la celda en que


permanece retenido Pedro en Tiempo de silencio. En este caso el discurso se aproxima a
la desnudez y precisión de la descripción técnico-funcional (cuyo léxico incorpora de
hecho) que, al ser focalizada por el personaje, se convierte en denotativa del punto de
vista general de la obra:

«La celda es más bien pequeña. No tiene forma perfectamente


prismática cuadrangular a causa del techo. Este, en efecto, ofrece una
superficie alabeada cuya parte más alta se encuentra en uno de los
ángulos del cuadrilátero superior. Aparentemente, cada dos células
componen una de las semicúpulas sobre las que reposa el empuje de la
enorme masa del gran edificio suprayacente. Estas cúpulas y paredes
son de granito. Todas ellas están blanqueadas recientemente. Sólo
algunos graffiti realizados apresuradamente en las últimas semanas
pueden significar restos de la producción artística de los anteriores
ocupantes. Las dimensiones de la celda son más o menos las
siguientes. Dos metros cincuenta de altura hasta la parte más alta de la
semicúpula; un metro diez desde la puerta hasta la pared opuesta; un
metro sesenta en sentido perpendicular al vector anteriormente
medido. Dadas estas dimensiones, un hombre de [-235;236-]
envergadura normal sólo puede estirar a la vez los dos brazos -sin
tropezar con materia opaca- en el sentido de las diagonales. Por el
contrario, ni un hombre muy alto podría llegar a tocar el techo. La
cama no está orientada en el sentido de la diagonal, sino paralela al
plano normal de la puerta y apoyada en la pared opuesta a ésta, por lo
que un hombre de buena estatura al dormir debe recoger ligeramente
sus piernas aproximándose a la llamada posición fetal sin necesidad de
alcanzarla totalmente.» (Tiempo de silencio, 171-172).

Como se ve, la tipología del discurso descriptivo varía de acuerdo con la corriente,
grupo o escuela estéticas y, por consiguiente, constituye una realidad vinculable al
sistema de valores propio de cada una de ellas.

6.4.3. Cometidos de la descripción

En cuanto a las funciones de la descripción dentro del texto narrativo la más antigua
sin duda es la que le asignó la tradición retórica dentro del discurso judicial, primero, y
del epidíptico después: función ornamental (exhibición de las facultades del orador),
que no sólo adorna el discurso sino que crea el decorado de la acción. Es la faceta
heredada por la literatura, a través de la cual ésta logra la ilusión de realidad que le es
característica.
Otro cometido no menos importante reside en la elevada capacidad simbolizadora y
explicativa de la descripción espacial respecto de la psicología o conducta del personaje
(aspecto ya mencionado en el capítulo consagrado a este componente del relato y en
este mismo apartado al tratar sobre las funciones generales del espacio). En este sentido
habría que aludir al almacenamiento de un importante volumen de información dentro
de la descripción que posteriormente resultará de gran relevancia tanto para el personaje
como para la evolución general de la historia. La correlación entre topografía y
personaje alcanza su cénit dentro del movimiento realista-naturalista (piénsese en el
poder de simbolización de la presentación de Vetusta a través del catalejo del magistral
o la frecuente focalización del espacio a través de la Regenta en la novela que lleva su
nombre). [-236;237-]
Con todo, las funciones importantes de la descripción no se detienen en este punto.
La presentación del espacio desempeña, además, un papel muy importante en la
organización de la estructura narrativa. En primer lugar, contribuye decisivamente a su
articulación, cuando, como ocurre en el Realismo, aparece en puntos fijos, el comienzo
del relato, y también gracias a la introducción de nuevos espacios, etc. En segundo
lugar, la descripción –que bien puede ser vista como un procedimiento catafórico– crea
una memoria activa de vital importancia para el desarrollo de la acción, ya que la sola
mención directa o indirecta del espacio permite justificar determinados acontecimientos
o situaciones. Finalmente, la descripción influye en la estructura del relato ya que de un
modo u otro lo suspende, introduciendo un ritmo diferente y aplazando la resolución de
los acontecimientos (Genette sostiene que no siempre la descripción implica pausa, que
con relativa frecuencia se narrativiza). Un último cometido –y no menos importante–
tiene que ver con el receptor. La descripción dota de ojos al lector, haciéndole ver el
espacio en que se desenvuelve el complejo universo del relato y facilitándole el proceso
de recepción e interpretación del texto (G. Genette: 1966, 200; 1972: 151, 155, 160; Ph.
Hamon: 1972, 182-185; R. Bourneuf-R. Ouellet: 1972, 131-136; A. J. Greimas: 1976,
110-129). [-237;239-]
II
Hacia una teoría del signo espacial en la ficción narrativa contemporánea
Natalia Álvarez Méndez

Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra­visor/signa­revista­de­la­asociacion­
espanola­de­semiotica­­1/html/027e2832­82b2­11df­acc7­002185ce6064_47.html

Universidad de León

1. Introducción al signo espacial en el género narrativo

Al contemplar el panorama bibliográfico de la Teoría de la Literatura, es bastante


habitual advertir la existencia de múltiples estudios relativos a la teoría de la ficción, los
acontecimientos, el tiempo o los tipos de personaje, de narrador y de discursos
narrativos. En comparación, apenas se accede a ideas relativas al espacio, a su
significado o a sus funciones dentro de los textos de prosa ficcional. No se ha negado en
ningún momento que se trata de un elemento esencial de las tramas (Bal, 1985;
Albadalejo, 1992; Garrido Domínguez, 1993), pero tampoco se ha mostrado de manera
sistemática su gran importancia y riqueza textual. Algunos motivos que han propiciado
esta situación actual proceden ya de la tradición teórica. Así pues, además de haberle
dedicado al espacio una atención excesivamente menor en comparación con otras
cuestiones narratológicas, ha influido también negativamente la falaz creencia de la
prioridad del tiempo sobre el espacio; idea errónea (Gullón, 1974: 248; Bajtín, 1982:
220; Zoran, 1984: 310) derivada de la mayor sistematización que ha acompañado al
estudio teórico del primero y que no puede sostenerse de forma taxativa.
Para poder realizar un análisis íntegro de la dimensión espacial en la narrativa y una
justificación pormenorizada de la posición privilegiada que este elemento sustenta en la
ficción en prosa, es necesario acercarse a aspectos tan relevantes como el de su noción y
su lugar en la ficción; su origen y desarrollo; sus funciones; su presentación; su
percepción; así como el de las diversas tipologías y maneras de construir la experiencia
espacial. Al analizar estos aspectos teóricos, se aprecia que la mayor parte de las
investigaciones existentes en torno al espacio novelesco se reducen a la aplicación a
obras concretas de aspectos aislados. Sin embargo, a pesar de las lagunas propias de
muchos análisis y de la falta de sistematización que caracteriza al estudio de este
elemento, sí existen sugestivas aportaciones que no se deben olvidar. En esta línea
sobresale, en primer lugar, el sentido ontológico asociado al espacio literario, con la
concepción tradicional, procedente de Aristóteles, de un marco o lugar físico en el que
se desarrolla la acción, un ámbito topográfico de la historia narrada en el que se sitúan
los personajes.
Muchas ideas actuales ponen de relieve, por el contrario, la convicción de que este
componente de la trama no puede definirse de manera tan simple. Esto se debe a
estudios previos como los de Leibniz, Kant o Hegel (Valles Calatrava, 1994: 150), que
comienzan a demostrar la vinculación de espacio y tiempo, conduciendo la teoría de la
literatura hacia la noción de cronotopo de Bajtín (1975: 237-409), en la que se explicita
la conexión de relaciones temporales y espaciales conformadas en un todo concreto.
Como avances posteriores hay que señalar la concepción de Joseph Frank de spatial
form (1945: 231), que caracteriza gran parte de la literatura moderna como la
plasmación ante el lector de una yuxtaposición espacial; las ideas de Forster (1990:
155), Poulet (1961) y Baquero Goyanes (1989: 79-85) en relación con las estructuras
narrativas dispuestas en formas geométricas espaciales; el estudio de los lugares felices
o topofilia de Gaston Bachelard (1965); las relevantes aportaciones establecidas por
Ricardo Gullón (1980) en su análisis del espacio novelístico; o los niveles de
estructuración espacial en el texto narrativo delimitados por Zoran (1984: 316-319) y
Valles Calatrava (1999: 18), entre otros análisis críticos destacados.
Partiendo de los presupuestos precedentes, se puede avanzar un paso más y
confirmar la identidad del espacio como un signo complejo en el seno de la ficción
narrativa, al constituirse como una realidad textual y, a su vez, como un elemento
ficticio que -junto al tiempo, los acontecimientos y los personajes- contribuye al
nacimiento de la trama (Martínez García, 1994-95: 233-4) y siempre proporciona
coherencia al universo representado. Todo ello a pesar de la transformación sufrida por
su noción, su representación y sus funciones y connotaciones significativas, en virtud de
la cultura propia de cada período. Cierto es que el espacio, con sus múltiples funciones
y posibilidades representativas, impide que se siga hablando de dimensiones geográficas
(Zumthor, 1994: 396-7), que le sirven al escritor para concretizar unos hechos, pues
realmente nos encontramos ante ámbitos ficcionales que son presentados de manera
singular y con vida propia (Gullón, 1980: 8). El espacio, por lo tanto, no será sólo el
escenario donde se sitúan los personajes y acontecen las acciones, sino que en muchas
historias se erige en protagonista o en el elemento estructurador de la trama,
revistiéndose de coherentes formas y múltiples sentidos, a través de la presentación de
lugares cargados de significación que construyen mundos ficcionales no sólo análogos
al real, sino también maravillosos, míticos o fantásticos.
Lo que posibilita esa impronta del espacio en la ficción es su carácter de signo,
configurado por diferentes dimensiones (Camarero, 1994: 92-93; Zumthor, 1994: 347):
la del espacio del discurso o significante, formado por el conjunto de signos que se
conjugan en el discurso textual; la del espacio del objeto o referente, centrada en el
lugar físico como objeto espacial que el escritor plasma en la obra literaria; y la
dimensión del espacio de la historia o el significado, que es el que contiene la historia
de la narración y el que posibilita que el escritor logre desarrollar el protagonismo y la
significación simbólica de los diversos escenarios; sin dejar tampoco a un lado la
olvidada dimensión del espacio de la lectura. Dado su carácter de signo, lo más justo es
abarcar el espacio con todos sus valores sintácticos, semánticos y pragmáticos. Gracias
a ellos se configuran sistemas sémicos en las narraciones y se organiza en cada obra un
universo ficcional cuya coherencia es sostenida por un peculiar código espacial
determinante en el seno del discurso.
Inicialmente, atendiendo tanto a la dimensión del espacio del discurso como a la del
referente, se advierte que el espacio cumple una importante función sintáctica en las
tramas novelescas. Se aprecia su valor sintáctico desde el mismo momento en que,
concibiéndolo desde un punto de vista exclusivamente ontológico, se asimila a un lugar
físico, en el que se ubican los personajes y los acontecimientos. Además, al situar la
acción, se convierte en uno de los elementos estructurantes de la sintaxis narrativa,
constituyéndose en un soporte novelesco relevante en virtud de las relaciones
establecidas entre los diversos escenarios de la historia. Este elemento despliega una
destacada labor estructural y determina la sintaxis narrativa a través de la organización
de los diversos emplazamientos, a la vez que vincula las formas a los sentidos. Por ello,
el espacio, aunque construido en la narración por medio del lenguaje, es un componente
de las circunstancias que rodean al ser humano y una realidad presente en el seno de la
ficción. Así pues, es necesario atender también a otro tipo de valores, concretamente los
semánticos, que condicionan y matizan la interpretación de la realidad del universo
ficcional.
La función semántica es tan relevante como la sintáctica y genera una gran riqueza
significativa, ya sea referencial o simbólica y semiotizada. En efecto, el espacio, aparte
de ser un elemento estructural y sintáctico pertinente, se convierte en el seno del
discurso novelesco en un signo dotado de primordiales valores semánticos que facilitan
la recreación y la interpretación del mundo ficcional. Cuando el escritor construye una
narración debe tener en cuenta las capacidades significativas del espacio, si quiere
alcanzar los objetivos pretendidos. Para lograrlo, puede utilizar variados recursos con el
fin de sugerir el significado literario de la historia novelesca como, por ejemplo, la
descripción o determinados signos lingüísticos espaciales.
La descripción se presenta como uno de los mecanismos que más juego proporciona
al narrador novelesco, pues no desarrolla ni mucho menos una función simplemente
decorativa (Garrido Domínguez, 1993: 218). Por el contrario, es un factor discursivo
esencial que muestra la relevancia de la focalización (Ortega y Gasset, 1938: 125-133;
Bal, 1985: 103-104; Garrido Domínguez, 1993: 121-150); de los sentidos (Perec, 1974:
159; Bobes Naves, 1983: 119-120; Bal, 1985: 101-102, Cuesta Abad, 1989: 480, etc.),
que pueden conformar los diversos ambientes; de los objetos que otorgan contenido
semántico a los diferentes escenarios; y de la perspectiva y de la distancia a la hora de
construir un ámbito ficcional de actuación (Ortega, 1936: 719; Bourneuf y Ouellet,
1975: 125-126; Sánchez, 1981: 30; Bal, 1985: 67; Prado Biedma, 1999: 257-258).
El proceso de elaboración del espacio de la historia no se lograría, no obstante, sin la
ayuda de otros recursos narrativos, pues su densidad semántica se deriva de su relación
en el conjunto narrativo con otros códigos y unidades, como los acontecimientos, los
personajes y el discurrir temporal, con los que se entremezcla y asocia. La vinculación
del espacio con los citados componentes de la trama crea un contenido semántico y
pone de manifiesto el significado literario y artístico de la novela. Sobresale la
vinculación con los personajes, pues el espacio se convierte en un signo que remite
mediante procesos metonímicos y metafóricos a la situación de los caracteres
novelescos, a sus sentimientos, ideas o acciones. De tal modo, he constatado que el
marco en el que se mueve el personaje es expresión de su propia figura y llega incluso,
en ocasiones, a moldearle. De esta manera, el espacio adquiere mayor valor sémico por
su relación con los personajes (Welleck y Warren, 1953: 265; Garrido Moraga, 1982:
189-190; M.C. Bobes, 1983: 124-125, 129; Jovita Bobes, 1998: 79), cada uno de los
cuales tendrá su ámbito propio, privado y social, que se opone de forma exclusiva y
excluyente a otros lugares ajenos.
Parece entonces que la gran riqueza significativa del espacio de la historia se debe,
en parte, a la conversión en un ámbito vivido, experimentado y personalizado, un marco
escénico que, al estar poblado por seres vinculados a sus espacios, adquiere
significación y llega incluso a determinar y condicionar al personaje. Cada vez que las
figuras actúan y se relacionan van dotando a los lugares de la ficción de un contenido
semántico, sostenido por los cimientos de esa estructura de vínculos espaciales. Esto se
consigue porque el espacio genera sentimientos y estímulos en el hombre, quien se
convierte en el sujeto productor y consumidor del mismo mediante su perspectiva y sus
sentidos. Se capta así el espacio con una mirada semántica, logrando que los lugares
narrativos no sean neutros, sino ámbitos asociados e integrados a los personajes y
acontecimientos de la historia.
Gracias a los recursos mencionados, la dimensión espacial, recreada no sólo
mediante formas concretas, sino también a través de connotadores sentidos, se erige
como un elemento determinante y digno de sustentar el protagonismo narrativo, sean
del tipo que sean los ámbitos representados en el universo de ficción. Por esta última
razón, es necesario delimitar los diversos medios que el escritor posee para crear el
ámbito de actuación, es decir, el marco físico, social, psicológico, arquitectónico,
antropomórfico, etc., que configura el espacio de la historia. Y sin olvidar atender a la
amplitud tipológica de los espacios plasmados en las historias narrativas -como los
semiotizados y simbólicos, entre otros-, aspecto en el que incidiré posteriormente.
En última instancia, no se puede pasar por alto el valor pragmático de este elemento,
aspecto olvidado por gran parte de los estudiosos. La pragmática ha cobrado fuerza en
el seno de la teoría de la literatura, eliminando la cerrazón estructural del texto y
concibiéndolo como una entidad no sólo sintáctica o semántica, sino también lingüística
y comunicativa, implicando tanto al autor como al lector en ese proceso literario
(Gullón, 1980: 42; Iser, 1987: 70, 176; Baquero Goyanes, 1989: 219; Prince, 1996: 153;
Garrido Domínguez, 1996: 220). Así, el receptor de cada mensaje literario deberá
actualizarlo y, mediante diversas estrategias, reorganizarlo y dotarlo de coherencia y
significado. En ese proceso desempeña una gran importancia el espacio de la lectura,
pues el espacio adquiere tanta relevancia en algunas historias que los demás
componentes quedan subordinados a él, convirtiéndose en la clave para descodificar el
mensaje narrativo. Por ello, al analizar las tipologías espaciales no se puede centrar el
estudio sólo en el espacio del significante, del objeto y de la historia, relacionados con
los valores sintácticos y semánticos. Hay que atender también al espacio de la lectura
que, por su carácter pragmático, ha parecido equívocamente tangencial durante mucho
tiempo.
En el proceso de lectura se observa que los espacios narrativos sugieren incluso
aspectos y datos no expresados explícitamente. De ahí, se deduce que la reescritura del
espacio por parte del receptor es fundamental para completar la cadena comunicativa,
conformada por el emisor (escritor), el mensaje (narración) y el receptor (lector). Por
estas razones, es necesario reivindicar la dimensión del espacio de la lectura, importante
no sólo por su actuación y significado en el seno de la ficción, sino también por las
relaciones establecidas con el espacio del autor y el de la historia.
En conclusión, el espacio es un elemento de la trama que proporciona concreción y
verosimilitud a la historia, pero que, además, se convierte en un signo que crea sentidos
sintácticos, semánticos y pragmáticos. Posee una riqueza textual que le dota de una
significación que en ocasiones, puede llegar a potenciarse más incluso que los propios,
personajes que lo habitan. Por los motivos citados es muy necesario dedicar más
trabajos a analizar este elemento narratológico, ya sea con un interés sistematizador o
parcial, pero integrando siempre en los estudios tanto conocimientos teóricos como su
consiguiente ilustración con ejemplos textuales, mediante una perspectiva sincrónica,
diacrónica, comparativa o intratextual.

2. La dimensión espacial en la narrativa contemporánea

La tesis de la esencialidad del espacio como signo constructor de las tramas se


puede demostrar analizando la literatura más reciente que, incluso en las obras de
talante más sobrio y objetivo, la naturaleza del espacio y las relaciones instituidas entre
éste y otros códigos narratológicos convierten los lugares físicos en un ámbito
experimentado y coherentemente vertebrado y significativo en términos narrativos. Tras
un estudio de los tres principales planos espaciales integradores de los textos de prosa
de ficción -el de la localización de personajes y acontecimientos en un nivel situacional;
el del diseño discursivo espacial; y el del ámbito de actuación ligado al espacio de la
historia con sus hechos, seres y tiempos-, se confirma la relevancia de la dimensión
espacial. Concretamente, se observa la continua construcción de un espacio humano,
constituido por un sistema y entramado de ámbitos que, sometidos a una diversidad
representadora, sostienen, actualizan y potencian el significado de las historias narradas.
En la narrativa contemporánea, habida cuenta de que el siglo XX ha sido la época
en la que el espacio ha renovado la prosa de ficción de forma más profunda, se
encuentran numerosas muestras que ilustran la gran impronta de la dimensión espacial
en el seno del citado género literario. Se constata su lugar privilegiado en la última
narrativa, así como la riqueza de su presentación y, sobre todo, el protagonismo y la
gran funcionalidad y capacidad simbólica que adquiere en la literatura más reciente
(Valles Calatrava, 1999: 13). Así pues, analizando los diversos modos de construir la
experiencia espacial de ficción en novelas publicadas en los últimos años, se pueden
extraer los pilares fundamentales, en los que se sustenta la importancia de este
componente de la trama.
Previamente, para entender íntegramente el estado actual de la cuestión, no hay que
olvidar que el proceso de evolución sufrido por el espacio comienza con la importancia
que tal elemento fue adquiriendo en el arte retórico, con su inclusión dentro de la
narratio del discurso y la aparición de los tópicos de cosa. Esa transformación se
potencia con la relevancia con la que la descripción logra reflejar la esencialidad
espacial (Garrido Domínguez, 1993: 220). Hay que tener en cuenta también que, en
cada época, la presentación de este elemento estaba íntimamente unida a la situación
histórica y cultural coetánea. Por ello, a lo largo de la tradición, el espacio ha sido
reflejado y utilizado de manera diversa, según el ideario de cada movimiento literario
(Garrido Domínguez, 1993: 228). Así, se observa cómo, si en un principio la única
función de la topografía era la ornamental y embellecedora, hoy día se erige como un
elemento primordial de la trama. A raíz de esto el discurso narrativo ya no se
desvinculará nunca más del espacio, elemento que será imprescindible a la hora de
centrar los acontecimientos en un lugar concreto.
En la actualidad, además, se ha incrementado el desarrollo de las técnicas de
plasmación del espacio, al dotarlo de una mayor complejidad (Martínez García, 1994-
95: 236). Por poner algún ejemplo, debemos señalar simplemente que uno de esos
elementos enriquecedores de nuestra narrativa más actual es el juego de perspectivas a
la hora de descubrir y conformar el mundo ficcional literario, potenciando el valor de
las sensaciones sensoriales (Valles Calatrava, 1999: 25), de los objetos que caracterizan
cada escenario, de la distancia desde la que se presenta (Bal, 1985: 67), de los cada vez
más comunes y reveladores deícticos espaciales que los narradores utilizan muchas
veces con algún sentido simbólico oculto y no simplemente como indicadores, etc.
Se encuentran numerosos ejemplos en la narrativa actual de todos los aspectos
citados. Por poner una muestra, en la novela El desorden de tu nombre, de Juan José
Millás, se aprecia cómo la relevancia de ciertas sensaciones sensoriales -concretamente,
gustativas y olfativas- llevan al personaje a una significativa asociación de recuerdos. A
raíz de un olor característico, el espacio en el que se encuentra le inspira antiguas
sensaciones:
La enumeración de los componentes no hizo sino aumentar el
rechazo de Julio, que comenzó a beberlo a sorbos con la
impresión de que la mano de su madre había disuelto en él la
esencia misma de toda la historia familiar; el olor evocaba
algo cercano, pero oculto; se abría como una flor maligna en
la superficie de la conciencia e inundaba el ambiente de
vapores de cuarto de estar con mesa camilla, sillas de
tapicería desflecada y televisor en blanco y negro sobre
estantería vulgar de escasos volúmenes encuadernados en
piel.

(Millás, 1988: 57)


De igual manera se plasma en muchas narraciones
contemporáneas el gran valor semántico que adquieren los objetos propios del espacio
de la trama. En La ignorancia, de Milan Kundera, uno de los protagonistas, emigrante
durante muchos años en Dinamarca, regresa a su lugar de origen y se da cuenta, a través
de los objetos que conforman el espacio natal de Praga, de que ése ya no es su
verdadero hogar:
Se había propuesto reclamarle el cuadro y, concentrado en lo
que quería decir; dejó caer la mirada sobre la muñeca del
hermano y su reloj. Lo reconoció: grande, negro, pasado de
moda; se quedó en su apartamento, y el hermano se lo había
apropiado. No, Josef no tenía motivo alguno para indignarse.
Todo había ocurrido según sus propias instrucciones; no
obstante, ver su reloj en la muñeca de otro le hundió en un
profundo malestar. Tuvo la impresión de reencontrar el
mundo como podría hacerlo un muerto que, al cabo de veinte
años, saliera de su tumba: toca tierra con el tímido paso de
quien ha perdido la costumbre de caminar; apenas reconoce
el mundo donde vivió, pero se topa constantemente con los
restos de su vida: ve su pantalón, su corbata, en los cuerpos
de los supervivientes, quienes con toda naturalidad, se los
han repartido; lo ve todo y no reivindica nada: los muertos
suelen ser tímidos.

(Kundera, 2000: 75)


Se puede deducir que el espacio pasa de ser un simple
elemento decorativo a subrayar su esencialidad en la obra literaria a través de dos planos
funcionales: el referencial (Garrido Domínguez, 1993: 215-6) y el simbólico. La
capacidad simbólica es la que, además de caracterizar a los personajes o generar
semiotizaciones espaciales de gran riqueza, puede en ocasiones convertirse en el eje
sobre el que se cimenta toda la acción, así como la coherencia y cohesión del material
narrativo. En esta línea, no pueden olvidarse las diferentes dimensiones que configuran
el signo espacial, conforme hemos analizado. En un nivel inicial, con clara función
sintáctica y estructural, el espacio se muestra en su vertiente topográfica (Zoran, 1984:
316), ubicando los hechos y los personajes. En cuanto a la caracterización del espacio
del referente o el objeto -utilizando los criterios (Valles Calatrava, 1999: 75) de
naturaleza espacial (urbano, rural, privado, público, abierto y cerrado), de amplitud
(país, ciudad, barrio, casa, habitación, rincón) y de orden taxonómico (espacios
geopolíticos, posicionales, sociales y particulares)-, se trasluce en el análisis de
narraciones recientes su presencia y riqueza textual. En esta misma dimensión
situacional interesan los procedimientos mediante los que se presentan los espacios y la
disposición y organización de los emplazamientos, es decir, el orden de aparición de los
lugares que genera relaciones entre los anteriores y posteriores.
Pero sobresale, también a nivel situacional, su especial función que, además de
localizadora, es referencial, de forma que concreta los sucesos de la historia al constituir
marcos de referencia. En esta línea resalta la técnica practicada con frecuencia por
muchos de los escritores contemporáneos, que ficcionalizan en el discurso novelesco
espacios tomados de la realidad geográfica, partiendo de la experiencia y conocimiento
personales. A sí sucede, por ejemplo, con autores como Luis Mateo Díez, Caballero
Bonald, Juan José Millás o, entre otros, Muñoz Molina. Hay que tener en cuenta que ese
espacio creado a partir de la imaginación del escritor, aunque en ocasiones pueda
inspirarse en un lugar real, siempre conforma un nuevo mundo con vida propia que sólo
tiene existencia verosímil en la obra textual, en la literatura (Castilla del Pino, 1988:
180; Goodman, 1990: 144; Albadalejo, 1992: 49-58; Garrido Domínguez, 1997: 25). De
tal modo, la suma de todos los lugares plasmados en muchas de las narraciones
recientes -tanto los de carácter más real como los más ficcionales-, tan detallados en
ocasiones, logran convertir el espacio localizador de las historias en un verdadero
protagonista más de las mismas. No es de extrañar, pues, que en muchas obras se
ofrezca la imagen de un mundo ficcional con coordenadas propias y con datos
pormenorizados de situación, tradiciones, población y urbanismo, que dibujan de
manera íntegra y factible el marco soporte de los acontecimientos y personajes
recogidos en la narración. En el segundo nivel, correspondiente al espacio del discurso o
el significante, destaca el diseño espacial mediante el que se construye el ámbito de la
historia a través de determinadas operaciones discursivas. Además de observar cómo se
organiza el espacio narrativo a través de su disposición en el discurso, es necesario
atender también a los signos lingüísticos más destacados que contribuyen a configurar el
diseño espacial, gracias a su carácter de unidad sintáctica imprescindible que dota de
coherencia y cohesión a la historia novelesca. Sin embargo, en este nivel lo que resalta
sobremanera es la construcción espacial mediante la descripción, un recurso que pone
ya de manifiesto no sólo el valor estructural del espacio sino también su valor
semántico.
En esa línea, es importante el contexto en el que aparecen las descripciones tanto
geográficas y ambientales como antropomórficas. Igual de relevante es la existencia de
dos formas frecuentes de descripción, la que utiliza numerosas expansiones de la
denominación y la que se centra en la enumeración de los diferentes elementos que
constituyen cada marco. De ahí que, además de los sentidos de la vista y el oído, tengan
un gran contenido semántico los elementos cinestéticos, por el modo en que los
personajes transmiten su propia percepción del espacio a través de sus gestos, actitudes
o movimientos, delatando sus intenciones o estados de ánimo. Así se refleja en el pasaje
de Rabos de lagartija, de Juan Marsé, que revela la simbólica posición del inspector
frente a la casa de la pelirroja, propiciando una representación del espacio que nace del
propio ámbito corporal:
...parecía tan acostumbrado a permanecer así de pie, tan
quieto y con los hombros un poco encogidos y tan ajeno al
trasiego de la vida en torno, a la llovizna gris o el sol
implacable, que a menudo parecía alguien llegado de fuera
que se hubiera extraviado en el barrio, y que no le importara
su extravío ni tuviera prisa por orientarse ni por nada. Su
figura alta y de movimientos sinuosos, como retardados,
sugería una malformación que en realidad no tenía, una
suerte de flexión muscular o de encantamiento, una
disposición física a la inmovilidad.

(Marsé, 2000: 30-31)


En cuanto a la perspectiva y los ángulos de visión,
tanto estables como dinámicos, se aprecia la importancia de la utilización de una
distancia próxima o lejana según los casos, junto a la perspectiva horizontal y, en menor
medida por lo común, la vertical. Lo que lleva a la conclusión de que, vinculando los
diversos lugares a la mirada del personaje, se espacializa la novela y, por lo tanto, el
ambiente recreado adquiere una mayor relevancia en el conjunto de la trama.
En el seno de la dimensión actuacional se sitúa el espacio del significado o de la
historia, el conjunto de marcos escénicos, caracterizados mediante su vinculación con
determinados personajes y acontecimientos de mayor o menor tiempo de desarrollo. Al
estudiar la experiencia espacial de ficción es de justicia analizar con especial atención
los diferentes ámbitos de actuación que organizan la historia, de tal modo que la trama
se sustenta en los primordiales ejes espaciales de la misma. Esos grandes núcleos
contienen, a su vez, múltiples subespacios y entretejen las relaciones entre los
personajes, gracias a su proyección significativa. Observando una serie de novelas
publicadas en los últimos años se llega a la conclusión de que ha sido inmenso el
desarrollo alcanzado en los modos de representar esos universos de ficción. No sólo se
asiste a la repetición de espacios estereotipados ya utilizados manidamente en épocas
anteriores, sino que se encuentra una gran pluralidad de escenarios dentro de una misma
narración que, ya sean referenciales o fantásticos, potencian la multiplicidad de espacios
semiotizados y simbólicos, así como el juego de perspectivas.
Es latente la recurrencia de semiotizaciones (Bal, 1985: 52; Valles Calatrava, 1999:
21-3), surgidas a raíz de la dialéctica entre diversos ámbitos, como por ejemplo: el
espacio estable y el dinámico, el público y el privado, el natural y el edificado, el
referencial y el fantástico, el contemplado y el imaginado, el objetivo y el subjetivo, el
presente y el pasado, el de la vigilia y el del sueño, el opresor y el satisfactorio, el del
día y el de la noche, el del campo y el de la ciudad, el de la miniatura y el de la
inmensidad, el interior y el exterior, el del afuera y el del adentro, el terrestre y el
celeste, etc. Así como la también recurrente capacidad simbólica del espacio de la
locura o el delirio, el paradisíaco, el del jardín, el de la isla, el acuoso, el del útero
materno, el de algunos espacios geométricos como el circular o el laberíntico, y
determinados escenarios limítrofes o fronterizos, así como otros ideológicos o clasistas.
Por poner tan sólo algún ejemplo, la semiotización del espacio terrestre y el celeste
presenta una gran riqueza significativa en La ruina del cielo, de Luis Mateo Díez
(1999b), aunque en la novela existe en cierto grado una subversión de las connotaciones
propias del paraíso y el infierno. En la narración se recrea Celama, una tierra simbólica
plasmada como un reino de la nada que acompaña al hombre en su destino desgraciado.
Se convierte así en un espacio mítico que revela a sus habitantes la palpable realidad del
infierno manifestada en la propia tierra, que es, a su vez, un fiel reflejo de las
connotaciones significativas asociadas al cielo, lugar que ya no se identifica con la
promesa de un paraíso. Por ello, Celama engloba las penurias y la infelicidad diaria, y
despliega en todo momento un halo negativo que proyecta la sombra de la muerte y
constata la existencia del infierno. Por otra parte, resalta la semiotización entre el
espacio del día y de la noche presente en Días del desván, también de Luis Mateo Díez.
En el relato se muestra la recreación de ese marco por medio del eje espacial arriba-
abajo, localizándolo en la zona alta de la casa, pero caracterizándolo con la misma
oscuridad, soledad y silencio propia de los sótanos subterráneos. Entre esos factores
sobresale la oscuridad que envuelve ese lugar que, siempre opuesta a la claridad diáfana
del espacio del día, potencia en un principio el miedo a consecuencia de que la noche
distorsiona en su seno los límites del espacio:
El secreto del Desván estaba esparcido en la oscuridad de los
rincones y, además de la inquietud y el sigilo, reforzaba el
misterio en el miedo, que era como un guardián invisible que
habitaba los espacios más recónditos, aquéllos de los que
provenían las amenazas que susurra el silencio.

(Mateo Díez, 1999b: 9)


Son frecuentes también las narraciones actuales que
utilizan los mencionados espacios simbólicos. Por ofrecer alguna muestra, es muy
destacada la utilización de los espacios fronterizos y del espacio del útero en Rabos de
lagartija de Juan Marsé (2000). Es latente el carácter fronterizo de la puerta de la casa
protagonista, como espacio simbólico que une y separa a la vez (Perec, 1974: 73). Este
fenómeno se debe a la existencia, muy remarcada a lo largo de la historia, de una puerta
que se abre hacia el callejón y al día, y otra que se abre al barranco y a la noche. Según
el adolescente protagonista, la primera le servirá para huir y ocultarse del mundo
durante el día, y la segunda para escapar por la noche. Cumplen, pues, dos funciones
distintas pero complementarias, al ser utilizadas siempre para resguardarse de la
realidad circundante. En la novela, además, el espacio del útero se recreacomo un lugar
paralelo y similar en su significado al del hogar natal, pues en él se experimenta la
protección propia del marco original. A través de la simbología del útero, la pelirroja le
expone al inspector cómo el carácter de David no se puede definir como mentiroso, sino
como fantasioso, provocado por las circunstancias que le han hecho crecer deprisa y en
soledad, como la ausencia de la figura paterna. Sostiene la veracidad de esta aseveración
mediante el hecho de que esos datos le fueron manifestados ya en el propio útero, lugar
concebido por el chico como un refugio ante la hostilidad del medio exterior:
Tiene fe en algunas cosas importantes. Pero es bastante
nervioso e inestable, lo admito. Un chico especial. Ya lo era
antes de nacer. Su padre no lo quería, ¿sabe?, andaba por
aquel entonces con otras querencias, y quizá por eso yo
sentía el niño dentro de mí como... como una cosa escondida.
Lo sentía como si quisiera ocultarse.

(Marsé, 2000: 164)


Al margen de los marcos semiotizados y simbólicos
no se puede olvidar, por supuesto, los continuos espacios centrados en cuatro focos
fundamentales: el camino, la ciudad, la casa y el cuerpo. El camino es un ámbito
abierto, externo y, a su vez, un espacio por el que los personajes deambulan, cruzándose
unas veces de manera indiferente e interrelacionándose en otras ocasiones, originando
situaciones dotadas de una gran riqueza narrativa. En La orilla oscura, de José María
Merino (1995), el viaje que realiza el protagonista de la novela, a través de los canales
de la costa atlántica, se convierte en un símil de la complicada peregrinación del hombre
por la vida, un camino en el que se trata de olvidar el pasado para encontrar la verdadera
identidad y realidad.
La ciudad constituye un microcosmos que abarca a los personajes, los ambientes y los
acontecimientos. En algunos casos su fuerza sémica es tan relevante que alcanza la total
protagonía dramática (Fischer, 1998: 65; Prado Biedma, 1999: 245), actuando a veces
como un ser humano. Es muy representativo el modo en que se recrea ese espacio en la
novelística de Millás, partiendo de la urbe madrileña. Ese escenario pasa de ser el
ámbito de localización de la historia a convertirse en un territorio propio que sostiene a
los personajes, los ambientes y los acontecimientos. En Cerbero son las sombras
(Millás, 1974) y El jardín vacío (Millás, 1981) se plasma una ciudad quebrada y
abandonada, mientras que en el resto de las narraciones aparece reflejada con rasgos no
siempre tan negativos, aunque siempre proyectando los trastornos psicológicos de los
caracteres. No es mostrada la ciudad en su vertiente más cosmopolita, con multitud de
paisajes y de gentes, sino que es más importante la atención concedida a determinadas
zonas o barrios concretos que logran, pese a su aparente nimiedad, proyectar el espacio
mental de sus habitantes.
En el seno de las historias la casa se convierte en el escenario propio de cada
personaje, el lugar donde transcurre su existencia. Es un espacio recurrente en las
narraciones ficcionales, ya sea presentado con más o menos detalle, atención o
protagonismo. Es tan esencial su imagen porque en ella se reúnen los pensamientos
junto a los recuerdos y los sueños de los seres humanos que habitan la ficción. Se
convierte en un espacio de la intimidad, en el que, sean cuales sean sus características,
lo importante es la sensación que genera en el ser humano que la habita. Así, por
ejemplo, en Rabos de lagartija la imagen que ofrece la casa de los protagonistas es la de
una modesta vivienda situada alejada de la ciudad, en un callejón sin salida y al borde
de un barranco. Pero, a pesar de la pobreza de ese escenario, la inquilina lo convierte en
un ámbito protector, transformando un frágil nido en apariencia (Bachelard, 1965: 137)
en un verdadero hogar:
La minúscula vivienda de realquilados está vista en un
santiamén. Apenas cincuenta metros cuadrados. No hay
recibidor ni vestíbulo ni antesala de nada: al cruzar el
umbral ya se halla uno en el comedor, así de sopetón, frente a
una mesa rectangular cubierta con un hule a cuadros, a un
lado el aparador y al otro, bajo la ventana con celosías que
da al callejón visto en profundidad, la máquina de coser
Nogma, la mesa camilla y dos sillones de mimbre. Se ve muy
claro que lo que hoy es recibidor, comedor y sala de estar,
todo a la vez, antes era salita de espera del consultorio
médico: en la pared aún hay manchas descoloridas y clavos
donde colgaban cuadros y diplomas.

(Marsé, 2000: 51)


El espacio del cuerpo se ha expuesto, desde épocas
remotas, como un símil estilístico del espacio geográfico; un modelo analógico del
universo (Lotman, 1996: 84-85); un ámbito que puede ser observado, descrito y
recorrido, puesto que el hombre ocupa un lugar concreto y se mueve a través de él
(Gullón, 1974: 247). Un claro pasaje de La soledad era esto, de Juan José Millás
(1990), revela un espectacular y diáfano símil entre el espacio del cuerpo y el espacio
geográfico. Concretamente, el espacio del cuerpo será un símil de un barrio urbano,
logrando reflejar mediante la comparación el penoso estado no sólo físico sino también
psíquico en que se encuentra el personaje:
Realmente, un cuerpo es como un barrio: tiene su centro
comercial, sus calles principales y una periferia irregular por
la que crece o muere. [...] Las uñas de mis pies son la
periferia de mi barrio. Por eso están rotas y deformes. Y mis
tobillos son también una zona muy débil de este barrio de
carne que soy yo, donde anidan seres que han huido de
alguna guerra, de alguna destrucción, de algún hambre. Y
mis brazos son casas magulladas y mis ojos luces rotas, de
gas. Mi cuello parece un callejón que comunica dos zonas
desiertas. Mi pelo es la parte vegetal de este conjunto, pero
ya hay que teñirlo para ocultar su ruina. Y, en fin, tengo
también un basurero del que no quiero hablar, pero, como en
todos los barrios arruinados, la porquería se va acercando al
centro y ya se encuentra una con mondas de naranja en
cualquier sitio. Por mi cuerpo no se puede andar de sucio
que está y el Ayuntamiento no hace nada para arreglarlo.

(Millás, 1990: 49)


No obstante, no es la originalidad de cada una de estas
tipologías espaciales la que asombra, ya que muchas de ellas se localizan ya en
diferentes períodos literarios. Lo importante es la explotación conjunta de todos esos
diversos modos de representar el espacio y de organizar la realidad del mundo ficcional
de una manera novedosa al concebirlo como un protagonista relevante de la novela o
como el eje que posibilita el desarrollo de la narración.
Por otra parte, sin olvidar la vinculación de los diversos espacios con los personajes
y el tiempo, se observan los cambios dinámicos de ámbitos de actuación marcados por
las entradas o salidas de los personajes, la peculiar percepción que cada persona puede
tener de un mismo espacio, sus significativas actuaciones gestuales, y la metonimia que
se establece en ocasiones al identificarse algunos escenarios con el estado de ánimo de
un personaje o con un concreto rasgo de su personalidad. En la novela de Lucía
Etxebarría (2001), De todo lo visible y lo invisible, la casa lóbrega de la protagonista se
identifica con uno de los elementos que potencian el estado depresivo de la misma. Así,
tras dos intentos de suicidio ocasionados por el desengaño amoroso y vital, su mejor
amigo reconoce el acierto de realizar cambios en ese hogar:
Madrid, sin embargo, volvía a conocer la primavera. Ruth
contrató a una cuadrilla de pintores recomendados por Pedro
-de eficiencia probada y legalidad dudosa- quienes, amén de
aturdirla durante una semana con los grandes éxitos de la
bachata y la cumbia en cinta-casette, pintaron las paredes en
tonos albaricoque y salmón, de forma que la casa adquirió
cierto aspecto festivo, como de niño endomingado. [...]
-Está mucho mejor así, dónde va a parar -opinó Pedro-. Por
lo menos ahora este piso parece que tenga claridad, que esto
parecía la mansión de la Familia Munster.
(Etxebarría, 2001: 430-431)
En cuanto a la vinculación con el tiempo se
advierte que cada ámbito de actuación está marcado por un tiempo interno, además de
por su relación temporal con los marcos escénicos anteriores y posteriores. Y, puesto
que no es lícito dejar de matizar la importancia de la intensa interrelación entre ambos
elementos, es interesante acercarse hacia el concepto de cronotopo. Los establecidos por
Bajtín facilitan la localización de las conexiones espaciales y temporales en obras de
nuestra tradición literaria próxima. No obstante, para poder establecer de manera
taxativa y general los cronotopos propios de la última prosa ficcional, incluida la
gestada ya en el siglo XXI, habría que dejar pasar algo más de tiempo con el fin de
gozar de una perspectiva más distanciada y coherente. A pesar de ello, es posible
resaltar ya la gran impronta que despliega en la narrativa más reciente un peculiar
cronotopo que dista de los que tradicionalmente han surcado la ficción narrativa. Hago
referencia al configurado por un tiempo actual situado en un espacio propio de la
realidad contemporánea. Se trata de un ámbito urbano, caracterizado por la celeridad de
la vida moderna, cuya máxima expresión es el pequeño apartamento de ciudad que, en
muchos casos, potenciará la soledad y el análisis introspectivo de la psicología de sus
habitantes.
Por otro lado, para completar la visión del signo espacial en la narrativa reciente no
se puede olvidar la relevancia de la cuarta dimensión del mismo, la del espacio de la
lectura. Resaltan numerosas divergencias que se producen entre el espacio de la lectura,
el de la historia y el del autor, así como la posibilidad de desarrollar juegos narrativos
mediante la inserción del espacio de la lectura en el seno de la propia ficción (García
Peinado, 1998: 378), poniendo de relieve cómo a través de ese proceso los espacios
adquieren su máximo sentido gracias a la imaginación del lector y a la labor de
reinterpretación que éste lleva a cabo. En La orilla oscura, de Merino (1995), en el seno
de una narración que cuestiona la identidad del ser y el grado de realidad de la
existencia, hay un profundo interés por el proceso de construcción de mundos literarios.
Por ello, se localizan numerosas referencias sobre la relación entre la literatura y los
espacios de la vida, resaltando la mezcla de ficciones y de realidad en la mente del
hombre.
En suma, se observa en muchos casos cómo la narrativa actual incide en una de las
preocupaciones más trascendentales del pensamiento moderno, haciendo girar las
historias en torno al individuo y al espacio -urbano generalmente-, es decir, al hombre y
al medio que comúnmente éste habita. Es cierto que los personajes suelen configurar el
eje de las historias, pero el reflejo de su existencia no tendría el alcance deseado por los
escritores de no ser por la riqueza textual proporcionada por el protagonismo del
espacio en que éstos viven, es decir, del marco ambiental urbano, y en ocasiones rural,
que pone de manifiesto la relevancia significativa de los pequeños mundos recreados.
Así, aunque los autores persigan mostrar la psicología y la vida de sus personajes,
necesitan para ello servirse del lenguaje de las relaciones espaciales para reflejar ese
complejo microcosmos de experiencias entretejidas.

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