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EL CORAZÓN DEL MUNDO

Hans Urs von Balthasar


EL REINO
I II III IV
LA PASIÓN
V VI VII VIII IX
LA VICTORIA
X XI XII XIII

EL REINO
I
¡Cárcel de finitud! También el hombre, como todo ser, ha nacido en la prisión; el
alma, el cuerpo, el pensamiento, su vislumbre, su deseo: todo en él tiene sus límites, él
mismo es limitación palpable, todo es esto, no aquello, distinto, separado de lo demás.
Todos miran hacia lo que es extraño desde las enrejadas ventanas de los sentidos; y aun
cuando su espíritu vuele a través de los espacios como un pájaro: él nunca será este
espacio, y el surco que deja al pasar se disuelve una vez más y no deja rastro alguno
permanente.
¡Qué distancia tan grande de una cosa a la que le está próxima! Y si llegan a amarse y
se hacen caso de una isla a la otra, si tratan de intercambiar su soledad y engañarse
mutuamente interpretándola como unidad: con cuánto más dolor les sorprende la
desilusión, pues palpan las barreras invisibles, las frías paredes de cristal contra las que
se arrojan como pájaros enjaulados. Nadie puede romper su abandono, nadie sabe quién
es el otro. El hombre se limita a presentir a la mujer, el niño al hombre, quizá con menos
seguridad que el hombre presiente al animal. Las cosas son extrañas entre sí, y aun
cuando se encuentren bastante cerca y se complementen como los colores, como el agua
y la roca, como el sol y la nube, aún cuando juntamente realicen la armonía tonal del
universo: lo polícromo paga el precio de la más amarga separación. El mero hecho de
existir un individuo es ya renuncia. Roto el límpido espejo, la imagen infinita se esparce
por todo el mundo, el mundo queda convertido en un montón de residuos. Pero de todos
modos cada una de las ruinas es todavía algo precioso; de cada uno de los fragmentos
parte un rayo del misterio original; en cada uno de los bienes creados se percibe un bien
infinito, una promesa de más, el quizá de un riesgo, un halago, tan dulce, que ante ese
violento placer se nos detienen los pulsos al situarse desnuda y desvestida del envoltorio
de ceniza que es la costumbre y dejarse ver de este modo ante nuestra mirada por un
momento: llenándonos de una felicidad maravillosa, sin límites. El sello del origen, el
beso de lo original, la garantía de la unidad perdida. El meollo de la felicidad es siempre
impalpable pero sigue siendo constantemente misterioso; si corremos tras ella, no la
podemos alcanzar; ella mantiene en la mano la manzana de Adán, no el fruto infinito del
árbol de la vida. La imagen celestial se desliza sonriendo tristemente, se apaga, se
disuelve en el aire. Lo que se apareció como sin límites vuelve ahora a mostrar sus
barreras concretas, y tanto el buscador como lo buscado, se deslizan ambos hacia una
estrecha prisión. Y nuevamente nos encontramos frente a todo, siendo parte de una
parte, y lo que tenemos es algo que compartimos con todo lo demás, ni las sacudidas ni
las lágrimas rompen los muros de la cárcel.
Pero mira: existe esa realidad fluctuante, que se desliza incomprensiblemente, el
tiempo. Es la barca invisible que va de orilla a orilla. Un vuelo de una cosa a la otra. Monta
sobre el tiempo, éste empieza a correr, te lleva no sabes cómo, no sabes a dónde, el suelo
firme que hay bajo tus pies se mueve y vacila, el camino firme se convierte en deslizante
y vivo, comienza a fluir como el maravilloso curso de un río, las orillas se transforman y
cambian - ahora son bosques, más tarde se trata de amplios campos, de ciudades de
hombres -, la corriente misma cambia de forma y se transforma a cada momento; de
pronto se desliza como un suave susurro, de repente se eriza formando grandes
cataratas, y termina por amansarse y convertirse en un lago tranquilo: ahora el
movimiento se ha hecho imperceptible, y a lo largo de la orilla el agua vuelve a
encresparse formando olas hasta que una vez más el ímpetu del centro de las aguas llega
hasta las orillas.
El espacio es frío y rígido, pero el tiempo es vivo; el espacio separa, pero el tiempo
lleva todo hasta todo. El tiempo no corre fuera de ti, tú no nadas como un tronco que se
desliza sobre el agua, el tiempo fluye a través de ti, tú mismo fluyes. Tú eres el río. ¿Te
sientes triste? Confía en el tiempo: pronto reirás. ¿Ríes? No mantendrás por siempre tu
risa: pronto llorarás. El tiempo te lleva de sentimiento en sentimiento, de este estado a
otro estado, de la vigilia al sueño y del sueño una vez más a la vigilia. No puedes caminar
largo tiempo, nuevamente te pones a descansar, te cansas, sientes hambre, tienes que
sentarte, comes, te levantas nuevamente, y comienzas una vez más a caminar. Sufres:
desde lejos, como algo inalcanzable contemplas la acción que quieres emprender; pero
siempre te arrastra la corriente y una mañana llega por fin la hora de la acción. Tú eres
un niño, y nunca, piensas, te sustraerás a la debilidad de la infancia, que te encierra entre
cuatro muros sin ventanas. Pero mira, tus muros mismos son movedizos y cuarteables y
todo tu ser se transforma modelándose en un joven. De tu mismo seno surgen
manantiales ocultos en ti, y un día el mundo brotará en torno a ti. Poco a poco el tiempo
te lleva de curva en curva, perspectivas, horizontes pasan de largo ante tu mirada:
empiezas a vivir la transformación, empiezas a descifrar una aventura desmesurada.
Experimentas una dirección, sientes una partida, olfateas el mar. Y ves que lo que cambia
en ti es lo mismo que cambia en todo lo que hay en torno a ti: todo punto, por el que tú
pasas rozando, está asimismo en movimiento. Un torbellino se debate sobre él desde
todas partes, toda su larga historia se desata sobre él, pero al igual que tú, tampoco él
sabe donde termina esa historia. Miras al cielo: los soles giran altos, pero en conexión con
sus sistemas de planetas, como racimos de uvas, ruedan deslizándose hacia las distancias
creadas de antemano y hacia los espacios inescrutables. Tú desintegras los átomos:
forman éstos un enjambre más confuso que un disperso montón de hormigas. Tú buscas
un apoyo y una ley estable en el centro de nuestra tierra, pero también ésta es puro
acontecer e historia, nadie puede predecirte de antemano y contar con las nubes de la
próxima semana.
Es cierto que existe una ley, pero se trata de la misteriosa ley del cambio, cuyo único
fundamento está en aquél que cambia. No puedes llevar el río a la orilla seca, para
capturar como un pez la ley de su fluir. Y sólo en el agua puedes aprender a nadar. Los
sabios que existen entre los hombres tratan de buscar el fundamento de la existencia,
pero no pueden hacer otra cosa que descubrir una ola de esa corriente; en su pintura el
fluir se ha hecho rígido, y sólo resulta verdadera si nuevamente abandonan la imagen al
cambio y al movimiento. Los que sintieron avidez emprendieron muchas cosas, y
arrojaron rocas al mar, para detener la corriente, con sus sistemas trataron de descubrir
un islote de la eternidad e hincharon su corazón como globos para capturar la eternidad
en una hora feliz. Pero ellos sólo capturaron aire y estallaron, o hechizados por una idea
imaginaria, olvidaron vivir bien y la corriente arrastró suavemente sus cadáveres. No, la
ley está en movimiento, y sólo corriendo puedes llegar a capturarla. La perfección está en
la plenitud de lo que llega. Por eso nunca pienses que la has conseguido; olvida lo que
queda tras de ti, lánzate hacia aquello que está delante de ti: finalmente, te convertirás en
aquello que tú ansías en medio del cambio en el que pierdes lo ganado.
Confía en el tiempo. El tiempo es música, y el espacio a partir del cual suena, es el
futuro. Compás tras compás se va creando la sinfonía en una dimensión que se va
descubriendo a sí misma, y que siempre pone a disposición una provisión inagotable de
tiempo. Con frecuencia falta espacio: la piedra es exigua para la estatua, la plaza no
permite ya ser ocupada por más gente. Pero ¿cuándo ha faltado tiempo? ¿Cuándo se ha
salido como un nudo que es demasiado corto? El tiempo es tan largo como la gracia.
Entrégate a la gracia del tiempo. No puedes interrumpir la música para atraparla y
recogerla: déjala que fluya y vuele, de otro modo no la comprenderás. No la puedes
empaquetar en un bello acorde y poseerla para siempre. La paciencia es la virtud
primera de quien quiere percibir. Y la segunda, la renuncia. Pues mira: no comprendes el
movimiento de la melodía hasta que suena su último tono. Sólo ahora, que ha concluido
todo, captas la perspectiva de los acentos misteriosos, los arcos de la tensión y las curvas
de lo profundo; sólo lo que perece al oído, penetra en el corazón. Y, sin embargo: no
puedes captar en la unidad del espíritu de manera invisible lo que de manera perceptible
no experimentas en la multiplicidad de los sentidos. De este modo lo eterno está por
encima del tiempo y es como la cosecha del tiempo, y sin embargo la eternidad llega a ser
y a realizarse sólo con el cambio del tiempo.
¡Qué clase de seres somos! Tenemos que creer sumergidos en el paso del tiempo.
Llegamos a la madurez, nos enriquecemos sólo mediante la renuncia a una hora y a la
otra. Tenemos que soportar la duración. Cuando tratamos de detenernos lesionamos la
ley de la vida de la naturaleza. Cuando perdemos la paciencia de la existencia temporal,
caemos por eso mismo en la nada. Mientras caminamos nos llega el susurro de una voz
en alas del viento contrario que cortamos; pero si nos detenemos para oírla mejor, la voz
se convierte en silencio. El tiempo es a la vez amenaza y promesa maravillosa: avanza,
nos dice, ¡de lo contrario no vendrás conmigo! ¡Avanza, muestra tus manos vacías, de lo
contrario no te las podré llenar! De lo contrario pasaré de largo junto a ti con mi fresco
don y te abandonaré a tu ya rancia bagatela. Créeme que eres más rico cuando puedes
concluir y destruir tu felicidad y tus horas de elevación; eres más rico cuando puedes ser
pobre, y permanecer abierto en lugar de ser un pordiosero a la puerta del futuro. ¡No te
detengas, no te encierres, no te pegues a nada! ¡No puedes acaparar el tiempo, aprende
de él la prodigalidad! Sé pródigo por propia voluntad y reparte aquello que de otro modo
se te arrebatará a la fuerza. Entonces serás tú, que te quejas de haber sido robado, más
rico que un rey. El tiempo es la escuela de la exaltación, la escuela de la magnanimidad.
Es la universidad del amor. El tiempo es el suelo de nuestra existencia. El tiempo es
existencia que fluye como una corriente; el amor es la vida que se convierte a sí misma en
corriente. El tiempo es indefenso, es existencia desposeída de sí misma sin que haya sido
interrogada; el amor se enajena a sí mismo y se deja desarmar voluntariamente. La
existencia no puede manifestar el amor de otro modo que fluyendo - ésa es su ley y su
naturaleza. Y de este modo puede ser libremente, por sí mismo, el amor. Tenemos que
ser pacientes, aun cuando sintamos perecer de impaciencia, pues nadie puede aumentar
un solo palmo de la medida de su amor a no ser que se vaya creciendo - con el tiempo.
Tenemos que renunciar, y aunque llenos de convulsiva avaricia apretemos fuertemente
nuestra posesión, el mortífero tiempo suelta suavemente nuestros dedos, para esparcir
por el suelo los tesoros alcanzados. Lo que al fin el último momento nos obliga a realizar
por la fuerza, todo momento nos aconseja suavemente que lo llevemos a cabo: que
descubramos el misterio de la duración como el dulce meollo de nuestra vida: la oferta de
un amor inagotable. Cosa extraña: podemos ser aquello que pretendemos con afán, pero
en vano. En el existir podemos realizar lo que en el sabe y en el querer se nos escapa con
dolor. Quisiéramos entregarnos - y estamos ya entregados. Buscamos a aquél a quien
pudiéramos entregarnos - y ya hemos sido aceptados hace tiempo. Y cuando el corazón
se encoge al considerar la vanidad de todo lo que se ha vivido, surge el temor de la esposa
en la noche de bodas, cuando se le priva del último velo.
Hemos sido proyectados como seres que pueden lograr voluntariamente lo que
deben querer contra su voluntad. Pero ¿qué puede comunicarnos más felicidad, que
pensamiento puede ser más embriagador que éste: ya el existir es una obra de amor? ¿De
manera que yo lucharía en vano por no ser lo que ya soy? De manera que aunque grite:
¡no! con toda la fuerza de la garganta, con todas las venas de mi cuerpo agitadas por el
temor: ¡no!, en el último rincón más profundo un eco traidor dice: ¡sí, sí! Cuando después
de muchas muertes morimos por última vez, entonces en ese acto de vida suprema la
existencia ha dejado de morir. Sólo una cosa es siempre mortal: no querer morir
mientras se vive. Toda muerte realizada voluntariamente es origen de la vida. Así el cáliz
del amor está mezclado de vida y de muerte. Es un milagro que no amemos: el amor es
sello de agua en el pergamino de nuestra existencia. Nuestros miembros se mueven de
acuerdo con su melodía. Quien ama, obedece a la tendencia de la vida temporal; el que se
niega a amar lucha (en vano) contra la corriente. ¡Qué fácil nos resulta el gesto de
donación cuando corre a través de nosotros constantemente, el agua del ser, como por la
boca de un pozo! ¡Qué fácil nos resulta la enajenación, al bañarnos en la riqueza del
futuro que corre de una manera inagotable! ¡Qué fáciles para nosotros la fidelidad, pues
el tiempo infiel nos ha colocado en el dedo el anillo de la indisolubilidad! ¡Qué fácil es la
muerte, pues cada hora sentimos qué bienaventuranza, qué ventaja supone incluso el
perecer! Y hasta el envejecer, lo que nos infunde temor, y nos encoge nuestro ánimo, nos
ofrece en compensación de la obscuridad exterior la interior claridad de la pobreza. Nada
es trágico en nosotros, pues toda renuncia recibe un premio sobreabundante, y cuanto
más nos acercamos al centro de la pobreza, tanto más íntimamente tomamos posesión de
nosotros mismos, con tanta mayor seguridad nos pertenecen todas las cosas.
De este modo podemos ser lo que queremos. En el agua misteriosa del tiempo en el
que nos bañamos, lo que somos por nosotros mismos, la profunda resistencia llena de
rencor que anida en los corazones se disuelve, queda superada en esta fluidez del ser.
Sólo lo rígido es problemático, lo impenetrable, lo que se opone a todo espíritu y mirada.
Pero el ojo es fluido y el espíritu penetrante, y de este modo resulta transparente y diluye
lo que es rígido. Mientras en el exterior vamos colocando las cosas de modo que sus
envoltorios se toquen y nos blindamos contra las inexorables exigencias de la vida, la
fuente sigue manando en lo más íntimo del individuo y quebranta los muros y va
minando nuestra más dura fortaleza. Nadie resiste hasta el final el incesante empuje de
este oleaje: nos va reblandeciendo día tras día, va carcomiendo guijarro tras guijarro de
la orilla ya desgastada: al final nos derrumbamos. Con el tiempo, hasta el más estúpido
comprende el tiempo. El tiempo va cavando para sí mismo un lecho en él y con su
redondo vientre lo va limando como el torrente que se precipita lamiendo el glaciar. Tú
sientes el tiempo así, y él te introduce en su más elevado misterio. Tú sientes el ritmo del
ímpetu y de la calma del tiempo. Como futuro se acerca a ti, te llena de dones sin medida,
pero también te roba, lo exige todo de ti. Te quiere rico y pobre a la vez, cada vez más rico
y más pobre. Te quiere cada vez más amoroso. Y si cumplieras plenamente la ley y el
mandamiento de tu ser y fueras plenamente tú mismo, vivirías tan sólo a partir de este
don, que fluye hasta ti (y que eres tú mismo) y que tú volverías a donar santamente sin
haberlo contaminado por tu posesión. Tu vida sería un hálito, en el doble movimiento
reposado e inconsciente de tus pulmones. Y tú mismo serías el aire inspirado y espirado
en el movimiento cambiante de esa manera. Tú serías como la sangre en el puso de un
corazón, que mueve tu organismo y te mantiene preso en el círculo y en la ruta de sus
venas.
Tú sientes el tiempo - ¿y no sentirías este corazón? Tú sientes el torrente de la gracia,
que penetra en ti, cálido, rojo - ¿y no sentirías cómo eres amado? Buscas una prueba - y
sin embargo, tú mismo eres la prueba. Tratas de captarlo, al Desconocido, en las mallas
de tu conocimiento - y sin embargo eres tú el capturado en la red inextricable de su
poder. Querrías comprender - pero eres tú el que eres comprendido. Querrías imponerte
- y sin embargo eres dominado. Tú planeas buscar - y sin embargo has sido encontrado
largo tiempo ya y desde el principio. Tú te palpas a través de mil ropajes en tu cuerpo
viviente - ¿afirmas que no sientes la mano que, desnuda, toda tu alma desnuda? Te
mueves de un lado para otro con el ímpetu de tu inquieto corazón y llamas a esto
religión, pero en verdad no se trata sino de movimientos del pez que boquea en la barca.
Querrías encontrar a Dios, aun cuando para ello sufrieras mil dolores: qué humillación
que tu esfuerzo sea vano, ya que él desde hace tiempo te sostiene con su mano. Pon el
dedo para percibir el pulso vivo del ser. Siente el latido de que un solo acto de la creación
a la vez te impone una exigencia y te libera. En el tremendo fluir de la existencia esto
determina a la vez la medida exacta del abismo: así como debes amarle como a aquel que
es el más próximo a ti, debes hundirte ante él como ante el Altísimo. Al igual que él en el
mismo acto te viste por amor y te desnuda por amor. Al igual que él pone en tu mano con
la existencia de todos los tesoros y la alhaja más preciosa: responderle con tu amor,
poder devolver su don, y sin embargo (no después, en un segundo momento, en un
segundo paso) él te arrebata nuevamente todo lo que te dio, para que no ames el don,
sino al donante y hasta en la donación sepas que no eres más que una ola de su
corriente. En el mismo instante de la existencia estás cerca y lejos, en el mismo momento
se te pone un amigo y un señor. En el mismo instante eres hijo y siervo. Siendo lo que
fuiste, vives en la eternidad; pues aun cuando tu virtud, tu sabiduría, tu amor se elevaran
de una manera inconmensurable y emergieras por encima de los hombres y de los
ángeles, y subieras directamente atravesando todos los cielos: nunca te alejas de tu
salida. Pero nada es más bienaventurado que esta realidad original primera; y en el más
amplio arco de la evolución vuelves nuevamente a esta maravilla de tu origen; pues el ser
del amor es incomprensiblemente magnífico.
Y naturalmente la vida camina hacia adelante a partir de su origen, se busca a sí
misma y cree hallarse allí donde está segura ante la amenaza de su comienzo. La semilla
aparece demasiado insegura, y necesita de una corteza o envoltura más fuerte, y el
momento de la concepción se parece demasiado a lanada. Pero una ley férrea hace
retornar todas a las cosas al círculo más derechamente que una flecha. En ese arco
grande y esbelto, la vida se erige hacia sí misma mediante el crecimiento, quiere
afirmarse poderosamente a través de la estrecha puerta de la vida y aniquila el corazón y
el cerebro del individuo avasallado por la obstinación y su misión, y sus manos orgullosas
como si fueran su propia creación distribuyen y reparten lo que a ellas les llegó de otra
parte, de la especia, desde raíces desconocidas. Pero ya se ha alcanzado la cima, y
mientras en otras partes todavía el sol asciende, su camino empieza a declinar, en los
frescos bosques se sumerge la tarde, y nuevamente se vuelve a oír el murmullo,
primeramente un riachuelo, un recuerdo casi desprendido de los primeros tiempos le
sobreviene, se añoran dulcemente los tiempos primitivos, el ansia nos oprime, se impone
el amor, y de manera imprevista, repentinamente, una cascada se precipita al vacío, la
noche del principio. Todo lo que el ser extraordinario tenía de maravilloso se deshace,
como el curso de distintos ríos en un mar de muerte y de vida. En un mismo mar se
levantan y hunden las olas, los cuerpos fluctúan unos junto a otros, las formas y las
especies, siglo tras siglo, deshechos en espuma en la postración de los más increíbles
homenajes en la lisa arena de la playa de la eternidad.
Significado de nuestra vida: demostrar mediante el conocimiento que no somos Dios.
Así morimos en Dios, pues Dios es vida eterna; ¿cómo llegaríamos a su contacto sino a
través de la muerte? La muerte en nuestra vida es la garantía de que alcanzamos lo que
está por encima de la vida. La muerte es la reverencia de la vida, la ceremonia de la
proskynesis ante el trono del Creador. Y como lo más íntimo de los seres consta de
alabanza, servicio y respeto que deben las cosas a su creador, así una gota de muerte está
mezclada en todo momento del ser. Pero como el tiempo y el amor están tan
estrechamente entrelazados, aman también su muerte, y su existencia no se opone al
ocaso. Y si la exigua vida siente temor, la obscura voluntad se opone a la muerte, la
existencia misma, el profundo curso del mar, que levante y sumerge esa existencia,
conoce a su señor y se somete gustosamente. Pues sabe por una especie de
presentimiento: el otoño sólo existe porque se prepara la primavera y en este mundo se
agosta gustosamente lo que la esperanza trae para que florezca en Dios.
De este modo la criatura muere en Dios y resucita en Dios. Revoloteamos atraídos
por la luz y extasiados; pero el fuego, al que nadie puede acercarse, nos mantiene
hechizados. Nos arrojamos a las llamas, nos quemamos, pero la llama no mata, se
convierte en luz y arde en nosotros como amor. El amor, que conoce profundamente lo
que vive en nosotros se erige en nosotros como centro, del que vivimos, lo que nos llena y
nos nutre, nos mantiene hechizados, se viste de nosotros como si de un abrigo se tratara,
que nuestra alma necesita como de un órgano; no es que nosotros seamos esto, lo es, en
una proximidad máxima que casi no se distingue de nosotros, lo es el Señor en nosotros -
y mediante el amor crece en nosotros el temor, que una y otra vez y con urgencia nos
impulsa a arrodillarnos, nos empuja al polvo de la nada. Golpea con fuerza, con más
estruendo todavía que el tiempo, el corazón del amor. Late uniendo dos seres en uno y
separando uno en dos seres. Así vivimos partiendo de Dios: él nos atrae poderosamente
hacia su ardiente centro, él nos arrebata con dominio todo centro que no es el suyo. Pero
nosotros no somos Dios; y para mostrarnos con más vigor la fuerza de su centro, nos
aparta imperiosamente - pero no nos deja solos, desfallecidos, sino que nos hace
donación de nuestro propio centro y nos comunica la fuerza de su misión. Dios no exige
celosamente, él nos quiere para sí y para su exclusiva gloria. Pero cargados con su amor,
y viviendo de su gloria, nos devuelve al mundo. Pues no es ritmo de su creación, que el
mundo salga de Dios en un movimiento de egresión y vuelva a él en regresión de donde
procede. Más bien ambas cosas son una sola, no menos condicionada la salida que la
entrada; no menos querida por Dios la misión que el anhelo. Y quizá más divina todavía
que la vuelta a Dios, en la salida de Dios, pues lo más grande de todo no es que nosotros
conozcamos a Dios reflejándolo como espejos relucientes, sino que lo demos a conocer,
como antorchas encendidas dan a conocer la luz. Yo soy la luz del mundo, dice el Señor, y
sin mí no podéis hacer nada. Y no hay luz alguna, ni Dios alguno fuera de mí. Pero
vosotros sois la luz del mundo, luz escondida pero no falsa, sino ardiente de mi llama,
debéis prender fuego al mundo con mi fuego.
Salid a las tinieblas más obscuras, llevad mi amor como ovejas en medio de lobos,
llevad mi mensaje a aquellos que caminan en la obscuridad y en la sombra de la muerte.
Salid y aventuraros fuera del redil custodiado; una vez os recogí, cuando, ovejas errantes,
ensangrentadas entre espinas, os conduje al hogar sobre los hombros del buen pastor;
pero ahora el redil ha quedado abierto, la puerta del aprisco se ha ensanchado: ¡es la
hora de la misión! ¡Fuera!, separaos de mí, pues yo estoy en medio de vosotros hasta el
fin del mundo. Pues yo mismo he salido del Padre y alejándome de él me hice obediente
hasta la muerte, y obedeciendo me hice la imagen más perfecta de su amor hacia mí. La
salida misma es el amor, la salida misma es ya el retorno. Así como el Padre me ha
enviado, así os envío yo a vosotros. Saliendo de mí como sale el rayo del sol, el agua de la
fuente, permanecéis en mí, pues yo mismo soy el rayo, que centellea de brillo, soy el
torrente que brota del Padre. Así como yo recibo el caudal del Padre, así vosotros debéis
recibir de mí vuestro caudal. Volved hacia mí vuestro rostro hasta tal punto que yo pueda
volverlo hacia el mundo. Debéis salir de vuestros propios caminos hasta tal punto que yo
pueda situaros sobre el camino que soy yo.
He aquí un nuevo misterio insospechable para la pequeña criatura: que incluso la
lejanía de Dios y la frialdad del temor son una imagen y símbolo para Dios y para la vida
divina. Lo más incomprensible es la verdadera realidad: precisamente en lo que tú eres
no Dios, en eso te asemejas a Dios. Y precisamente en lo que estás fuera de Dios, en eso
estás en Dios. Pues el hecho mismo de estar frente a Dios es algo divino. En lo
incomparable de tuyo reflejas la unicidad de Dios. Pues incluso en la unidad de Dios hay
distancia y reflejo y eterna misión: El Padre y el Hijo opuestos entre sí y sin embargo uno
en el Espíritu y en la naturaleza que sella a los tres. Dios no es sólo la imagen original, es
también semejanza y trasunto. No sólo la unidad absoluta, también es divino ser dos, si el
tercero los une. Por eso en este segundo ha sido creado el mundo, y en este tercero se
afinca en Dios.
Pero el sentido de la creación permanece incomprensible mientras el velo cubra la
imagen eterna. Si el latido del ser no resonara en la vida eterna, en la vida trinitaria, esta
vida sería sólo fatalidad, este tiempo sería tan sólo tristeza, todo amor se limitaría a ser
transitoriedad. Sólo ahora comienza a brotar en nosotros la fuente de la vida, y nos habla
de la Palabra, se convierte ella misma en palabra y lenguaje, nos comunica, como saludo
de Dios, la misión de que debemos anunciar al Padre en el mundo. Sólo ahora se ha
disuelto la maldición de la soledad, pues el enfrentarse es algo divino, y todo ser, hombre
y mujer, y animal y piedra ya no se excluyen por su peculiaridad de ser, de la vida
universal, sino que más bien coordinados en sus formas, ya liberados de la oscura cárcel,
dispuestos a evadirse a lo infinito partiendo del oscuro anhelo, más bien como
mensajeros de Dios y formando un cuerpo en plenitud magnífica, un cuerpo cuya cabeza
descansa en el seno del Padre.
¡Sigue, pues, latiendo, corazón de la existencia, pulso del tiempo! ¡Instrumento del
amor eterno! Tú enriqueces y nos devuelves una vez más a nuestra pobreza; nos atraes y
nos repeles nuevamente, pero nosotros, en este flujo y reflujo, somos tu regalo. Tú
bramas sobre nosotros en majestad, tú guardas un silencio profundo con tus estrellas, tú
nos llenas sobreabundantemente hasta el borde y nos vacías absolutamente hasta el
fondo. Y bramando, callando, llenando, vaciando, tú eres el Señor y nosotros somos
tus siervos.

II

El vino al mundo. Lleno de sabiduría y conocimiento del Padre, cargado de todos los
tesoros del abismo, la expresión de lo indecible. El es en el principio la Palabra. Y cuando
abrió la boca ante el mundo y empezó a hablar del Padre, empezó al mismo tiempo a
expresarse a sí mismo, pues él es la palabra viva, el que habla y el discurso mismo. Vino al
mundo para revelarse a sí mismo como la Revelación del Padre, y al exponer en esta
noticia toda su aspiración y el sentido de su ser, y el no querer ser otra cosa sino espejo y
ventana del Padre, coincidieron su voluntad y su esencia, y esta unidad fue el Espíritu
Santo. Por consiguiente la acción fue trina y asimismo trino el contenido de la Revelación,
y la esencia, y el núcleo de toda verdad estaba incluida en la trinidad, raíz y meta de todas
las cosas.
En este discurso la Palabra de Dios era el amor. Pues ama el que se manifiesta para
comunicarse; y esto hizo Dios con su palabra. El decir mismo era el amor de Dios y por
eso mismo también la palabra dicha. Lo cierto es que el decir no era otra cosa que la
palabra dicha, pues la Palabra era en Dios y Dios era en la Palabra. Una fuente comenzó a
manar, y precisamente la fuente consiste en que empezó a manar. Con bastante
frecuencia se encontraban cisternas secas en el mundo, pero la novedad fue: una
corriente de agua corre y mana. La exterioridad de Dios se manifestó de manera
sobreabundante, hubiera podido creerse que llevado de la ira; pero cuando Dios se
deshace en tormentas, entonces la nube de la ira descarga un diluvio de amor.
El agua tiende a correr hacia abajo y también lo hace el amor, siendo ésta su fuerza
de gravitación. Lo que procede de arriba, no necesita de altura, necesita profundidad,
quiere la experiencia del abismo. Lo que procede de arriba, es ya puro y seguro, sólo
puede manifestarse descendiendo. Lo que procede de abajo, tiende naturalmente hacia la
altura, el instinto le empuja a la luz, el impulso tiende al poder, todo espíritu finito quiere
afirmarse y desplegar su corona la sol de la existencia. Lo que es pobre, trata de ser rico:
en fuerza, en calor, mediante la sabiduría y la simpatía. Esta es la ley del mundo. Pues
todas las cosas tienden a partir del germen, que es vida concentrada, a desarrollarla, lo
posible se lanza impaciente tras la forma, las tinieblas deben tender a la luz a través de
las cenizas y la tierra. Y en ese ímpetu de las cosas chocan unas con otras y se limitan
mutuamente, y estos límites resultan movedizos tanto en el juego como en la lucha por la
existencia, y estas delimitaciones entre las cosas se llaman costumbres y convención y
familia y estado. A su manera, este impulso, esta entelequia da testimonio en favor de la
buena naturaleza del Creador - pues todo bien tiende a su expansión fuera de sí mismo -
y da asimismo testimonio a favor del obscuro instinto de la criatura que tiende hacia Dios
- pues este impulso es inquieto y lleno de hambre e insaciablemente abarca en sí al
mundo, al hombre y a Dios -, para llenar su vacío. Por esta razón el amor de los hombres
se llamó ya desde antiguo pobre e indigente, y necesitado de hermosura, para que ebrio y
ciego condujera a cosas agradables. Pero la Palabra vino de arriba. Vino de la plenitud del
Padre. En él no había impulso alguno, pues él mismo era la plenitud. La luz estaba en él y
la vida y el amor sin deseo, que sentía compasión por el vacío y quiso llenarlo. Pero la
naturaleza del vacío era asimismo tender a la plenitud, era un vacío amenazador, un
abismo, una garganta defendida con dientes. La luz vino a las tinieblas, pero las tinieblas
no tenían ojos con que percibir la luz, sólo tenían fauces. La luz vino a iluminar a aquéllos
que estaban sentados en las sombras de los sepulcros, e iluminación habría de significar:
conocer la corriente deslizante de la luz y transformarse a sí mismos en luz que fluye.
Esta sería la muerte del impulso y su resurrección al amor. El hombre quiere subir, pero
la Palabra quiere descender. De este modo ambos se encuentran, a medio camino, en el
centro, en el lugar del mediador. Pero se cruzarán, como se cruzan las espadas; sus
voluntades son opuestas. Pero Dios y el hombre se relacionan entre sí de manera muy
diferente a como lo hace el varón y la mujer; no es que ambos se complementen. Y no se
puede decir que Dios necesita el vacío para mostrar su plenitud, como el hombre necesita
de la plenitud, para alimentar su vacío; o que Dios necesita descender para que el
hombre suba. Si la mediación fuera esto, entonces el hombre habría engullido dentro de
sí el amor de Dios, pero como alimento e incremento de su impulso apasionado, su
voluntad de poder se hubiera apoderado finalmente de Dios, y de este modo la Palabra
hubiera sido sofocada y las tinieblas no la hubieran comprendido. Y las cosas últimas del
hombre serían peores que las primeras, pues hubiera incluido en el círculo de su yo, no
sólo a sus semejantes, sino al creador mismo y lo hubiera reducido a instrumento de su
anhelo egoísta.
Pero diremos más bien que si deberían ambos encontrarse, ¿por qué camino habría
que llegar a este resultado? Las tinieblas deberían convertirse en luz, el impulso ciego
debería disolverse en amor vidente, y la voluntad razonable de posesión y desarrollo
debería aclararse convirtiéndose en la irracional sabiduría del yo que se desborda. En
lugar de tratar de llegar hasta el Padre pasando de largo por las palabras de Dios en
temerario ascenso, ha surgido una nueva orientación: invertir la marcha juntamente con
la Palabra, descender las gradas ya escaladas, encontrar a Dios en el camino hacia el
mundo, no caminar por otro sendero sino por el del Hijo al Padre. Pues sólo el amor
redime, y sólo Dios es el amor. No hay dos clases de amores. Junto al amor de Dios no hay
otro amor, el amor humano. Sino que cuando Dios determina y anuncia su palabra: el
amor desciende, el amor se desborda en el vacío, y entonces alcanza la plenitud de todo
amor.
Pero ¿cómo podría el hombre comprender esto alguna vez? Pues durante mucho
tiempo el impulso y el instinto y el anhelo de su naturaleza se había solidificado en el
pecado, la enfermedad del egoísmo había destrozado la estructura de su alma como un
cáncer. El rico corazón, que Dios le había regalado, temblaba lleno de deseos y se
consumía en melancolía, todo intento de escapar de la cárcel interior lo reducía a una
dura esclavitud. Dócil a la violencia, empezó a ensalzar la esclavitud y a enriquecer la
fortaleza violenta de su yo con murallas y fosos. Quien declare la guerra a este yo ¡que
tenga cuidado! Tendría que luchar batalla tras batalla, y si el enemigo penetrara a la
fuerza ya en el puente, y el castillo se encontrara en llamas, y sólo una de las torres
ofreciera todavía desesperada resistencia: el hombre no se rendiría antes de que fuera
arrancada la última puerta, hasta que fuera arrojado el último dardo, hasta que se
agotara la última fuerza de su brazo en una lucha mortal.
Así pues, la Palabra vino al mundo. Vino a su propiedad, pero los suyos no la
recibieron. Irradió luz sobre las tinieblas, pero las tinieblas se alejaron de él. De este
modo la revelación del amor tuvo que decidirse a luchar a vida o muerte. Dios vino al
mundo, pero un frente de lanzas y escudos se opuso a su llegada. Su gracia comenzó a
gotear, pero el mundo se hizo escurridizo e impenetrable, y las gotas, resbalando,
cayeron al suelo. El mundo se había cerrado herméticamente. El ciclo de la vida del
hombre estaba cercado, ascendía del seno y volvía al seno. La comunidad de los hombres
estaba cerrada, bastándose a sí mismo y satisfechos por sí mismos. Todo anhelo que
trascendía los límites volvía nuevamente a referirse dentro de los mismos. La religión
cerrada, un círculo de costumbres y ritos, oraciones y sacrificios, obras de la humanidad
y obras equivalentes de la divinidad, recibidas de los antepasados y que nadie fuera de
los impíos osaba tocar. El mundo se encontraba cerrado y bien blindado por todas partes
frente a Dios, y no tenía ojos para mirar hacia fuera, pues todas sus miradas estaban
vueltas hacia sí mismo, al interior, pero su interior se parecía a una sala de espejos donde
la limitación parecía quebrarse en lejanías inasequibles, se hacía infinita a sí misma y de
este modo no necesitaba de Dios. Sólo las fauces del mundo estaban abiertas hacia el
exterior, preparadas para engullir a todo aquel que se atreviera a aproximársele. Y como
la Palabra de Dios vio que su bajada no podía ser otra cosa que muerte y corrupción, y
que su luz habría de perecer en las tinieblas, entonces comprendió que la lucha e hizo
declaración de guerra. E ideó esta argucia insondable: sumergirse como Jonás en el
vientre de la tierra y penetrar hasta el más escondido escondrijo de la muerte. Para
experimentar la prisión última del afán pecaminoso y beber las heces del cáliz. Para
hacer frente al inevitable impulso que empuja al poder y a la fuerza. Para mostrar la
inutilidad del mundo con la inutilidad de su propia misión. Para presentar la invalidez de
la rebeldía con la invalidez de su obediencia frente al padre. Para poner a la luz la
impotencia mortal de esta desesperada lucha contra Dios por medio de su propia
impotencia mortal. Dejar al mundo su voluntad y con ello hacer la voluntad del Padre.
Dar al mundo su voluntad y mediante esto quebrantarla. Hacer que se destruya su propia
vasija y de este modo derramarse a sí mismo. Para dulcificar la inconmensurable
amargura del mar derramando una sola gota de su sangre divina. Debería realizarse este
cambio que resulta tan incomprensible: la más extrema oposición debería tener como
consecuencia la suprema unión, en la última ignominia y derrota debería manifestarse la
fuerza de su suprema victoria. Pues su impotencia sería ya la victoria de su amor al Padre
y su reconciliación, y como acto de su suprema fortaleza esta impotencia sería tan grande
que superaría con mucho la miserable impotencia del mundo y la acogería. En adelante
sólo él sería el criterio y la medida y asimismo el sentido de toda impotencia. Quiso
hundirse tan profundamente que toda caída en el futuro sería caer dentro de él. Y toda
corriente de amargura y desesperación de aquí en adelante, descendería adentrándose
en su más ínfimo abismo.
Ningún luchador es tan divino como aquél que puede aprestarse a vencer mediante
la derrota. En el momento en que recibe la herida mortal, su adversario cae
definitivamente herido a tierra. Pues él ataca al amor y resulta afectado por el amor. Y
mientras el amor se deja atacar, demuestra lo que había que demostrar: que
precisamente es el amor. El que odia sabe que sus confines han sido sorprendidos y
comprende que puede comportarse como siempre: sus límites confinan por todas partes
con el gran amor. Todo lo que puede atentar contra él: ignominia, indiferencia, desprecio,
burla y escarnio, silencio mortal, calumnia diabólica: todo servirá para mostrar la
superioridad del amor; de las noches obscuras emerge con más brillo cada vez. Pues toda
vida mundana se inclina alguna vez o con frecuencia hacia la muerte y debe traspasar su
umbral cargada con el peso de la impotencia; en esta carrera se realiza finalmente el
ademán del Hijo, que da sentido y forma a toda impotencia en cada caso. Por todas partes
estamos rodeados por una barrera mortal, y nosotros que creíamos poder excluir a Dios
de nuestro ámbito cerrado o incluirlo en él, mediante nuestra acción hemos patentizado
la exclusividad de su amor que nos mantiene apretados en sus brazos inextricables. Pues
la muerte - nuestra muerte - se ha convertido en un vestido y en una transformación de
amor.
Pero todavía no se ha realizado el plan y la argucia de Dios; precisamente falta la
pieza central. Falta todavía el medio para penetrar en el interior del mundo para
transformarlo desde dentro, el talismán para descerrajar la puerta cerrada. Entonces
creó él su corazón y lo puso en medio del mundo. Un corazón humano que conoce
el impulso y el anhelo de los corazones humanos, experimentado en todas las
tortuosidades y mutaciones, las corazonadas y presentimientos, en todas las amargas
felicidades, felices amarguras que siente un corazón humano. Este que es lo más
insensato, lo más ininteligible, lo más mudadizo de todas las criaturas. Este asiento de
toda felicidad y de todas las traiciones, este instrumento que es más rico que toda una
orquesta, más pobre que las alas de un grillo, y en su incomprensibilidad una imagen
desfigurada que refleja la incomprensibilidad de Dios: mientras el mundo dormía, Dios se
lo arrebató de su costilla y con ello formó el órgano de su amor divino. Con esta arma -
como el guerrero en el vientre del caballo troyano - se situó en medio del territorio
enemigo, tomaba ya parte plenamente en el engranaje del mundo, lo sabía todo desde
dentro; como en sueños en esta concha podía oír el rumor del mar de sangre de la
humanidad: su traición era ya patente para él, y sintió en sus espaldas el frío del
desamparo. Pues en el ámbito interior del corazón todo misterio se manifiesta y se abre y
las oleadas de la sangre lo arrastran de manera indefensa y patente de un corazón
humano al otro. El participó en este movimiento cíclico.
Ya no se podía evitar su muerte en adelante. Pues ¿qué corazón se puede proteger a
sí mismo? No sería un corazón si estuviera blindado y protegido, no sería un corazón, si,
entregándose sin protección a la corriente impulsora, distribuyendo vida del propio
acopio inagotable de vida, no olvidara todo lo demás en el júbilo de este derroche. Todo
corazón está embriagado de tanta sangre y sólo se cuida de meter en nueva danza lo que
es inactivo; un celo salvaje lo devora; lleva inexorablemente el compás de la vida, de
manera que el eco de su tiránico látigo amenaza incluso en sueños todo su cuerpo hasta
los miembros más externos. Corazón y vida, corazón y fuente, corazón y nacimiento son
una misma cosa: ¿cuándo tendría tiempo un corazón para pensar en la batalla y en la
lucha? Mientras todos los miembros dormitan y sucumben a la tentación de la muerte, el
corazón despierto mantiene vivo a los inconscientes. Ellos pueden defenderse, deben
vencer al enemigo exterior, el indefenso corazón les presta la energía que procede de su
ígneo centro. Toda guerra se alimenta de él, pero él mismo es impotencia. Toda salud
procede de esta herida que mana incesantemente.
Todo corazón está desvalido, porque es la fuente; por eso todo enemigo apunta al
corazón. Aquí vive la vida, aquí hay que dar con ella. Aquí surge ella, con su fresca
desnudez, de la garganta de la nada. Aquí puedes poner los dedos en el pulso de la
existencia, aquí puede ver con los ojos su maravilloso nacimiento. Con todo su colorido
rojo se descubre aquí la rosa de la vida, y el ojo penetra en ella y en el misterio de la
primera generación. Todo irradia de este centro generador, y cuando las venas dan un
giro retornando de su errante viaje, cuando retorna fatigosa y obscuramente la corriente
que salió, para sumergirse nuevamente en el latido del origen, entonces, el blando calor
que lleva consigo sería todavía como un resonar del origen. Todo misterio de la vida tiene
su comienzo en el corazón; pesadamente cargadas de misterio parten del puerto sus
flotas sobre las olas de la sangre; y lo que susurran al volver de las más lejanas islas al
gran oído maternal del origen, ¿puede ser algo nuevo, más lleno de vida que la vida
misma? La vida se expresa a sí misma en los ritmos inmortales que martillean el corazón,
y su suavidad y dureza, su arriba y abajo, su marcha y su retorno se extienden
convirtiéndose en la ley vital de todo el cuerpo.
Por consiguiente la Palabra vino al mundo. La vida eterna eligió para sí el lugar de un
corazón humano. El decidió vivir en esta tienda de campaña tan movediza, y dejarse
alcanzar. Pues el origen de la vida es indefenso. Dios en su eterno castillo, en su luz
inaccesible era inatacable, como proyectiles infantiles chocaban los dardos de los
pecados contra su majestad férrea. Pero Dios en el refugio de un corazón: ¡qué fácil
resultaba ahora alcanzarlo! ¡Con qué rapidez se le podía herir! Más fácilmente que a un
hombre; pues un hombre no es sólo corazón; tiene huesos y cartílagos, blandos músculos
y piel endurecida; se requiere mala intención para lastimarlo. Pero un corazón: ¡qué
blanco! ¡Qué atractivo! De manera casi inconsciente se dirige hacia él el curso de las
flechas. ¡Qué desnudez se ha dado Dios a sí mismo, qué tontería ha cometido! El mismo
descubrió el impotente lugar de su amor; apenas se ha manifestado que habita entre
nosotros como corazón: todo el mundo se dispone a afilar los dardos y prueba el arco.
Toda una lluvia, una granizada cae sobre él, millones de proyectiles vuelan sobre el
pequeño punto rojo.
Su indefenso corazón no le protegerá. Un corazón no tiene inteligencia. El mismo no
sabe por qué late. No saldrá en su defensa. Más bien lo traicionará (todo corazón es
infiel). No se detiene jamás, marcha, corre; y porque el amor siempre se derrama, así
también su corazón desertará - pasándose al enemigo -. Es su gusto habitar entre los
hombres, es curiosidad suya descubrir cómo saben los corazones extraños, los demás.
Quería paladear este sabor, y esto le costó algo, y vino a su costa. Ya no olvidará este
sabor en las eternidades más lejanas. Sólo un corazón podía estar dispuesto a tales
aventuras, a locuras, que en el mejor de los casos no se comunican a una inteligencia, que
es mejor callarlas totalmente, que se pueden tramar solamente en alianza con la carne y
la sangre, locuras del pobre corazón que de su oculta pobreza y de sus mezquinos bienes
cree hacer surgir por arte de magia tesoros ante los cuales sienten sorpresa los
habitantes del cielo.
Así el Hijo vino al mundo y Dios sabe a dónde le ha arrastrado su corazón, pues todo
corazón tira impacientemente de su cuerda, ventea pistas que nadie sospecha, recorre
sus propios caminos. Y sin embargo, en definitiva se comprenden perfectamente, el Señor
y su corazón. El corazón sigue gustosamente la voluntad del Señor, que azuza a aquél a
que se introduzca en la cueva del reposo. Y el Señor sigue gustosamente las huellas del
corazón que le invita a aventuras mortales: la caza del hombre en el bosque del obscuro
mundo, enemigo de Dios.
¡Signo incomprensible erigido en medio del mundo entre el cielo y la tierra! Cuerpo y
no cuerpo, semejante a un centauro, en el cual se confunde lo que eternamente debió
permanecer separado en el abismo del temor. El mar divino forzado a introducirse en la
exigua fuente de un corazón humano, la poderosa haya de la divinidad plantada en el
diminuto y frágil tiesto del corazón humano. Dios, reinando en su elevada majestad, y el
siervo trabajando fatigosamente y adorándole arrodillado en el polvo, ambos ya no se
distinguen. La conciencia regia del Dios eterno comprimida en la inconsciencia de la
humildad humana. Todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios almacenados en la
estrecha cámara de la pobreza humana. La contemplación del Padre eterno encubierta en
el pensamiento de una fe obscura. La roca de la seguridad divina moviéndose sobre las
olas de la esperanza terrena. El triángulo de la Trinidad con la punta puesta sobre un
corazón humano.
Así se balancea este corazón, como el lugar en que se estrecha el reloj de arena, entre
el cielo y la tierra, y corre incesantemente de la ampolla superior la arena de la gracia
sobre el suelo de la tierra. Y a su vez desde abajo sube un débil olor, un olor extraño al
cielo sube, a las esferas celestiales, y ningún fragmento de la infinita divinidad queda
intacta sin que perciba este nuevo aroma. Un vapor rojo invade suave y constantemente
las blancas tierras de los ángeles, y el inaccesible amor del Padre y del Hijo adquiere el
color de la ternura y de la inclinación del corazón. Todos los misterios de Dios que hasta
ahora ocultaban su rostro bajo seis alas, se descubren ahora y sonríen hacia abajo en
dirección a los hombres. Pues inopinadamente, cumpliendo un doble curso, la propia faz
les llega desde el ámbito de la tierra reflejada en el espejo de aquí abajo.
Toda unidad se vuelve doble y todo lo doble llega a ser uno. No es que sobre la tierra
se reproduzca una mera imagen de la verdad celeste, sino que lo celestial mismo se
traduce a un lenguaje terreno. Cuando un criado aquí abajo cansado y fatigado por el
peso del día se echa a tierra y adorando a Dios toca el suelo con su cabeza, entonces este
pobre gesto encierra toda la adoración del Hijo increado ante el trono del Padre. Y a esta
eterna perfección añade ese gesto por siempre la perfección sencilla, sin brillo, dolorida y
fatigada de una humildad humana. Pero el Padre nunca ha amado tan definitivamente al
Hijo como cuando contemplo esta genuflexión extenuada: entonces se juró elevar a este
hijo sobre todos los cielos hasta su corazón de Padre, a este hijo humano, que es su hijo,
y, por amor a este Uno, también a todos los demás que se parecieran a este Uno, al Muy
Amado, en los cuales, desfigurada y encubiertamente, descubrió los rasgos de El. Y
cuando el siervo, como pelota en manos de sus verdugos, cubierto de sangre, coronado
de espinas ocultó su faz hasta tal punto que él mismo, el padre, encuentra al asesino más
humano y le absuelve, mientras que la multitud bramando condena a muerte al otro, que
ya no es su hijo, entonces la eterna majestad jamás ha gozado de una gloria y un
resplandor semejante, pues en el desconocido semblante de aquel abyecto, se refleja la
inmaculada y resplandeciente voluntad del Padre.
¿Quién puede separar aquí lo que ya no se puede separar? ¿Quién separa la gloria de
Dios de la figura de esclavo del hombre? ¿Quién distingue en estas acciones terrenas de
Dios lo que procede del instrumento humano, del que se sacó hasta lo último, y lo que es
cuestión de la gracia, que saca al violín tonos que no existen en absoluto? ¿Quién puede
determinar lo que puede un corazón humano, cuando elevándose por encima de sí
mismo se convierte en presión de lo divino y precisamente de este modo puede
representar su ser que es el más humano de todos y puede así mismo renunciar a él?
¿Quién puede mostrar los límites entre la humanidad, que contiene en sí un corazón
humano, y la otra a la que el amor celestial se añade y se extiende? Y ¿quién puede decir
que en la segunda, en la celestial infinitud debía dejar de latir el corazón humano, porque
perdió el aliento, porque ese corazón no se podía extender hasta los confines del mundo,
sí del mismo Dios, o quién puede decir que un yo divino no tiene espacio suficiente para
habitar en ese corazón tan amplio, y que por consiguiente el mundo tiene un lugar en él
fácilmente y sin violencia alguna y espontáneamente? ¿Quién es suficientemente
temerario para afirmar que nos basta lo finito, y la felicidad oculta de un rincón de la
tierra, unos años, una fortuna velada, una suerte moderada, que ésta satisface al corazón,
y que lo humano es más puro si se lo separa limpiamente de lo divino, que pruebe su
transitoriedad e inclinándose sobre sí mismo se trague sus propias lágrimas como un
vino glorioso? En lugar de alabar la aniquilación y destrucción de todas las barreras
contemplando el gran corazón central, y considerar que el Altísimo tiene en cuenta con
este amor la humildad de su creación, que la trajo hacia sí y que eligió la carne y la sangre
como patria y habitación de la gracia sobrehumana.
¡Alaba, corazón mío, las anchuras del corazón del mundo! Si desde lo alto brama el
mar trinitario de la vida eterna sobre la pequeña envoltura, partiendo de abajo se rompe
hacia arriba el contra - mar de todos los países y tiempos, el turbio torrente del mundo, la
negra espuma del pecado, todo: traición y desidia, obstinación, temor y la ignominia se
levantan y empujan, se introducen violentamente en el corazón del mundo. Y ambos
mares entrechocan entre sí como el fuego y el agua, y en el estrecho campo de batalla se
decide la eterna lucha entre el cielo y el infierno. Mil veces debería haber hallado ese
corazón bajo el violento estruendo, pero resiste, se mantiene, vence en la prueba. De un
golpe vacía toda la superficie del cielo y del infierno, y junto con la miseria más ínfima
saborea el placer supremo. Y lo que aquí se goza y llora, no deja sin embargo un solo
momento de ser lo que era: un sencillo corazón humano. Manteniéndose firme ante el
doble asalto, la doble tormenta de amor y odio, ante el doble rayo del juicio y de la gracia,
no saltará en pedazos, el pequeño corazón, ni siquiera en el caso en que el Padre cierta
vez, ocultamente, asociado a los traidores, lo abandone, solo en medio del mundo,
rodeado del rugido de todas las tinieblas heladas, ardiendo en las llamas del infierno,
rodeado de las risas sardónicas de todas las comparsas del pecado, angustiado hasta el
paroxismo, sepultado envida, sumergido hasta el fondo. Pero ni siquiera la muerte puede
matarlo, ni todas las aguas del infierno son capaces de anegarlo, y de este modo este
corazón, que sigue amando incluso cuando el Padre se le oculta, parece la realidad
suprema; los milagros del corazón del hombre serían mayores todavía que los milagros
de Dios: pero se trata del corazón humano de Dios.
Pues es preciso saber esto: cuando los confines humanos fueron capaces de permitir
dentro de sí la plenitud de Dios, esto era un don de Dios y no la capacidad receptiva de la
criatura. Sólo Dios puede extender hasta el infinito sin destruir la limitación. Y más
grande todavía que el milagro de que un corazón pueda ampliarse hasta las medidas de
Dios, el que Dios pueda estrecharse hasta las medidas del hombre. Que el ánimo
del señor encuentre lugar en el ánimo del criado. Que la eterna visión del Padre, sin dejar
de ser lo que es, quede ofuscada convirtiéndose en la ceguera de un gusano que se pisa.
Que el sí perfecto a la voluntad del Padre hubiera podido decirse en medio de la
insubordinación que impulsa a la huida de los instintos amotinados de la oveja
sacrificada con la muerte. Que el eterno abismo de amor del Hijo respecto del Padre, que
sin embargo se cierra eternamente en el abrazo de ambos en el Espíritu, pudiera abrirse
como el abismo que separa el cielo y el infierno, en virtud del cual el Hijo susurra su
“tengo sed”, que el Espíritu no sea ya otra cosa que el gran caos que separa y que resulta
infranqueable. Que la Trinidad pudiera desfigurarse en la deformada imagen de la pasión
en la relación de juez y pecador. Que el amor eterno pudiera vestir la máscara de la ira
divina. Que el abismo del ser pudiera vaciarse hasta concluir en un abismo de la nada.
Pero hasta este misterio se acoge y se conserva en el ámbito de un corazón. En su
centro se encuentra el ser y el no-ser. Sólo a él le es conocida la intriga y la solución del
enigma. En su eje se cruzan los travesaños. Sobre todo abismo se extiende la bóveda de
su amor impulsivo. Toda contradicción se embota ante la palabra de su entrega. Este
corazón único es tanto el amor de Dios hecho hombre como el amor del hombre hecho
Dios. La perfecta representación de la vida trinitaria como la perfecta representación
viva de la única actitud ante Dios. Abismo y proximidad coinciden. El siervo es amigo en
cuanto siervo, el amigo es siervo en cuanto amigo. Y nada está confuso y mezclado, no se
violenta límite alguno en el torbellino de la infinitud. La forma y el contorno conservan su
rigidez con exactitud, claridad y firmeza como el cristal, y lo que el pecado confundió
caóticamente se separa ahora limpiamente en la obediencia y en el respeto. La
embriaguez de este amor es sobria, virginal el lecho nupcial del cielo y de la tierra.
Pues no es el éxtasis lo que redime, sino la obediencia. Y no amplía la libertad, sino la
vinculación. Por eso la Palabra de Dios vino al mundo vinculada por la fuerza del amor.
Como siervo del Padre, como el verdadero Atlas, llevó el mundo sobre las espaldas. En la
propia acción resumió y comprendió las dos voluntades opuestas y, al ligarlas ambas,
deshizo el insoluble nudo. Se atrevió a exigir todo de su corazón, y en excesiva exigencia
destrozó su corazón con una acción absolutamente imposible. Con esta sobrecarga
conoció el corazón a su divino Señor, conoció la felicidad y el amor (que siempre
imponen exigencia) y se abrió al mandato.
Se abrió al mundo. Acogió en sí al mundo. Se convirtió en corazón del mundo. Se
enajenó para ser corazón del mundo. La oculta cámara vino a ser camino principal, por el
que descienden las caravanas de la gracia y por donde ascienden las largas filas de los
que lloran y de los mendigos. Se trata de un ir y venir, de un trasiego semejante al de los
lugares de intercambio y a las centrales de comercio. Todo lo que sube recibe aquí su
pase y su certificado, un solo corazón da trabajo a cientos de miles de empleados. Todo lo
que desciende se lee aquí y se procede a la distribución. A nadie se le puede dejar pasar
de largo, todos necesitan de su ayuda, de su misión, de una clara descripción de su
camino restante, de su consuelo, de su aprovisionamiento. Los peticionarios son
incontables, hay que tratar cada caso en particular. Ningún destino es semejante al otro,
ninguna gracia es impersonal. Los hilos corren, la rueca del mundo teje su muestra
infinita, los humores circulan en las venas de la humanidad, pero una inmensa rueda
impulsora pone todo en movimiento, un latido invisible lo impulsa todo hacia adelante.
Comienza el ciclo del amor. Las palas de Dios se hunden en lo profundo, y de las bajos
mundos de las almas recogen el barro chorreante y lo cargan en el corazón central. La
sangre envenenada se absorbe hacia fuera, se filtra, y se vuelve a poner en el torrente
circulatorio nueva y rosada. Todo lo que espesado y arduo se sumerge en el baño
purificador de la misericordia; la fatiga y la desesperación se arrastran al corazón, que las
acoge. El vive en servicio.
No quiere glorificarse a sí mismo, sino sólo al padre. No habla de su amor. Realiza su
servicio tan imperceptiblemente, que casi llega uno a olvidarse de él, como olvidamos
nuestro corazón en el ajetreo de los negocios. Pensamos que la vida vive de sí misma.
Nadie se pone a escuchar, ni siquiera durante un segundo, a su corazón, que sin embargo
nos está regalando hora tras hora. Se ha acostumbrado a la suave conmoción de su ser, el
eterno romper de las olas, que partiendo de su interior choca contra la orilla de su
conciencia. Lo considera como una fatalidad, como si fuera la naturaleza, como si se
tratara del curso de las cosas. Se ha acostumbrado al amor. Y ya no oye la mano que
llama, que día y noche llama a la puerta de su alma, ya no oye esta pregunta, esta
petición de permiso para entrar.

III

De este modo empezó su bajada al mundo. Baja, pon en orden las cosas, le dijo el
Padre. Y así vino, y como un extraño se mezcló entre el hormiguero de los mercados. Pasó
de largo por los puestos y barracas, en los cuales prudentes e ingeniosos ofrecían sus
mercancías, y vio las febriles manos de los compradores revolviendo alfombras y joyas;
oyó como los sabios gremiados alaban a sus nuevos inventos: modelos de estado y
sociedad, hilos conductores de la vida feliz, máquinas que vuelan hacia lo absoluto,
escotillones y fosos que conducen a la nada feliz. Pasó de largo junto a las estatuas de los
dioses, conocidos y desconocidos, contempló los graneros del espíritu, donde se
amontonan fardos y gavillas (pues a partir de su animalidad el hombre lleva en la sangre
el deseo de asegurarse y de cubrirse). Apartó a un lado la cortina de los bares donde el
absintio crea la entrada a los iniciados en infiernos y paraísos artificiales. Subió a una
montaña, contempló los campos, oyó risas y lágrimas, vio en muchos aposentos al
hombre y a la mujer apasionadamente unidos, y en la alcoba vecina a una parturienta
gemir; se sacaba a los muertos, pasando de largo ante los niños que iban a la escuela. Se
edificaban ciudades sobre los escombros de colonias sumergidas; aquí rugía una guerra,
allí se extendía la paz; el amor reía de odio, y el odio de amor salvaje; las flores y la
corrupción, la inocencia y el vicio crecían mezclados y despedían confusamente su
aroma. Un ruido tremendo, de mil voces, confuso, surgía de la muchedumbre, el polvo y
el humo se arremolinaban, y todo olía dulcemente a inmundicia y putrefacción. Nadie
conocía el nombre del Padre.
El era la luz, y todos estaban ciegos. Era la Palabra y todos estaban sordos. El era el
amor, pero nadie presentía que existía. Y cuando caminaba a través de la muchedumbre,
y ésta lo apretujaba, nadie llegó a verle. Fijaba su mirada divina en este joven, en esa
muchacha, pero ellos no la sentían y miraban distraídos a otra parte. En medio de la
iluminación de la noche mundana su llama parecía más pobre que una antorcha, su voz
resonaba como la de un pajarillo en medio del estruendo de una cascada. Dos mundos se
entrecruzaban en su alma, y resultaba algo insoportable el abarcar su oposición con la
sola mirada. Esta rutina, aquí, esta calle llena de hombres, que acuden a sus negocios,
cada uno al suyo; zapatero o panadero, uno proporciona la leche, otro cuida de la
correspondencia, en sus uniformes se conocen los oficios en que se reparten todos ellos.
Han instituido una autoridad y una jerarquización, muchos se llaman poetas, que
describen en versos su trabajo, o incluso la disposición de la existencia, y algunos regulan
el comercio con el ser supremo. Muchos se conocen y se saludan entre sí, y todos saben:
todos juntos constituimos lo que se llama humanidad; un estremecimiento de orgullo les
invade, un elevado sentimiento se apodera de ellos al pensar: nosotros somos ese círculo
que lleva en sí mismo su sentido y su ley; existe el pacto de que ninguno de nosotros
saldrá más allá de los límites de este parque cerrado. Nos sentimos llenos de
consideración respecto de los defectos de nuestra fundación, pero sospechamos
fuertemente de todos aquellos que ponen en tela de juicio esta institución como
conjunto. Pues si en detalle algunas cosas podrían ser mejores, sin embargo en conjunto
las cosas son lo que deben ser.
Pero él veía las cosas de otro modo. Las veía con los ojos del Padre: lo que éstos
designaban como defectos, era para él una lepra terrible en el rostro, como una sarna,
una llaga virulenta, que aconsejaba su alma y la desolaba. Y lo que ellos llamaban su
vinculación, eran cadenas pesadas, indestructibles, que arrastraban melancólicamente,
impulsados por los demonios; y lo que ellos ensalzaban como alegre modestia dentro de
sus límites, vista la cosa desde dentro, no era sino inmensa desesperación. En su alma se
abría un vacío como un hambre vaga, pero no se trataba de un vacío ancho, sino estrecho,
y encogedor que se había apoderado de sus cabezas y sentidos. Caminaban
horriblemente desnudos, pero ante los demás se creían cubiertos y habían perdido la
sensación del frío. Su enfermedad era tan pérfida que todas las huellas desaparecían
imperceptiblemente. Estaban muertos, tan radicalmente muertos que ellos mismos
creían en la vida. Estaban apartados de Dios y tan alejados de su verdad que imaginaban
que todo está en orden. Tan entregados al pecado que no sospechaban lo que era pecado.
Hasta el punto separados que se tenían por elegidos. Tan destinados al abismo y a las
llamas que tomaron al abismo por Dios y a la llama por el amor.
Ahora se encontraba El al margen de su país: ¿cómo iba a traspasar sus confines? ¿En
qué idioma podían ellos entender su mensaje? ¿De qué manera habría que traducirlo y
transformarlo para que pudiera tener acceso a sus oídos? ¿Cómo iba a ocultar el
resplandor de eternidad en su rostro, para encontrarse con ellos, sin atemorizarlos? Pero
si se enmascaraba y aparecía entre ellos como uno más, entonces todo sería peor
todavía. ¿Cómo habría entonces de diferenciarse? ¿Cómo hacerles comprender que él era
otro? ¿Cómo revestido de carne, podía exigir de ellos fe divina? ¡Oh aventura peligrosa,
empresa imposible! Tendrán que escandalizarse por él. Van a confundir todo. Sus
palabras y sus discursos se interpretarán como una nueva moral y un plan de promoción
mundial, su ejemplo se interpretará como el de un maestro de religión. Y si deja que su
manto ondee al viento y le llega un rayo de su corazón, se enfurecerán y gritarán:
“¡Blasfemia!” y le arrojarán piedras hasta que vuelva una vez más a esconderse tras su
máscara. Y finalmente en nombre del orden mundial y del temor de Dios lo exterminarán
como si se tratara de un escándalo (seduce al pueblo) y mostrarán un ejemplo para los
tiempos venideros. ¡Que sea un hombre como ellos o que se quede como Dios! ¡Lo van a
confundir todo! Trabarán amistad con él y tratarán de enredarlo en sus círculos,
aprovecharse de él en beneficio de su voluntad de poder y perfección y de su impulso por
conquistar los primeros puestos; y cuando él exija respeto, resultarán unos
desvergonzados. Pero cuando pida su amor, y la proximidad y el calor de su ayuda:
entonces se apartarán como extraños de él y lo arrojarán a una soledad divina e infernal.
Sin embargo quiere hacer la prueba. Consulta con su corazón, que le descubre las
pequeñas alegrías y sufrimientos de su rutina. De estas cosas quiere hablar, en ellas
quiere ocultarse. Y ahora, ¡oh hombres, vosotros camináis, deteneos, mirad y contemplad
esta representación! La eterna sabiduría, la que penetra en las profundidades de Dios y,
nacida antes de la estrella de la mañana, proyecta todos los mundo y sus caminos,
todos los destinos y derroteros de los seres - ved, como pronto empieza a balbucear y a
tartamudear al igual que un bebé, cómo cuenta pequeñas cosas (“verdaderas” historias
que quizás hasta sucedieron alguna vez): “Hubo una vez un hombre que tuvo dos
hijos...”Y los niños escuchan con atención y aplauden y gritan: ¡otra historia! “Hubo una
vez un campesino que se fue al campo para sembrar...” Cientos de historias semejantes, y
los niños abren los ojos y la boca y se sienten felices y contentos. Todo lo que es humano
puede convertirse en materia de parábola, y lo que la sabiduría creó una vez desde lo alto
de las estrellas hoy viene a ser, pues la sabiduría peregrina entre los hombres encubierta,
el escabel sobre el que debe erigirse para que su voz resulte perceptible.
De este modo se esfuerza el extraño e introduce no sé qué extraño acento en sus
narraciones para que atraigan la atención de los que le oyen. Un aroma y un sabor se su
patria. Un aire que lo atraviesa todo, y se le oye pero nadie sabe de dónde viene y a dónde
va. Algo debía de tocarles y despertar su recuerdo de algo que hace mucho tiempo pasó,
un dardo sutil e invisible debía de herirlos en un lugar insospechado. A través de la
envoltura de las palabras humanas debía de resonar como una música lejana que llegara
del paraíso e hinchar las velas de las almas con anhelos. Pero las gentes tienen oídos y
no oyen. Tienen una inteligencia y sin embargo no entienden. Todos sus sentimientos
están cerrados al mundo real. No sólo son incapaces de interpretar sus palabras, sino
también sus acciones y sus gestos. Sólo dentro de sus círculos pueden ordenar un suceso;
lo entienden al reducirlo a su propio nivel. Llegan a comprender una cosa nueva si la
conocen como parte de su antiguo acervo. Son como el ganado que sólo ve y devora la
hierba que conviene a su estómago. El príncipe de este mundo los retiene todavía bajo su
control, y ha puesto una venda en sus ojos. Cuando este hombre les reparte pan en el
desierto creen entonces ciegamente haber descubierto a su maestro; echan a correr tras
él como una manada de cabras en las montañas que huelen a sal y sudor y él tendrá que
ocultarse de ellos huyendo para salvarse de la codicia de sus impulsos. Pero sus pastores
se han despertado del sueño y agudizan los oídos llenos de confianza: han olfateado al
enemigo primitivo, no descansarán hasta que sucumba a sus maquinaciones.
No, las palabras y las acciones no consiguen nada. Primeramente tienen que crear los
ojos que puedan verle, e implantar oídos que no existen a fin de que le puedan oír, y un
tacto desconocido para sentir a Dios y un nuevo olfato y paladar para oler los aromas de
Dios y gustar sus alimentos. Tiene que crear de nuevo partiendo de su origen todo su
espíritu. Pero el precio que hay que pagar por esto será el más extremo: tendrá que
tomar sobre sí sus sentidos muertos, embotados, y perder a su Padre y a todo el mundo
celestial. Su generoso y rico corazón tendrá que deshacerse en la muerte, en el infierno, y
totalmente aniquilado, y desbordado en un mar sin forma, tendrá que entregarse a ellos
como bebida de amor, que finalmente hechizará sus míseros corazones.
El corazón del mundo tiene que forjarse primeramente su mundo. La cabeza del
mundo tiene que formarse su propio cuerpo. Hasta ahora en el mundo imperaba una ley:
despierta amor lo que es hermoso, lo que nos agrada, lo que se presenta como valioso a
nuestro amor; el fuego de el noble simpatía se enciende en llamas y se alimenta con las
preferencias del amado. La inclinación humana pasa por el puente de los valores innatos.
Y a la larga moriría el amor que no se alimentara de dones mutuos. Así lo quiere la
naturaleza, pues Dios ha enriquecido a sus hijos para que se enriquezcan mutuamente y
para que se agraden unos a otros.
¿Pero qué comunión existe entre Dios y el pecado? ¿Qué simpatía podría mediar
entre la luz y la obscuridad? Una vez su Palabra creó el mundo de la nada, y ahora, por
segunda vez, tiene que producir el mundo de la gracia de menos de la nada, del odio.
Golpeando una roca hacer brotar agua. El mismo tiene que inventar lo que habría de ser
digno de su amor. No sólo tiene que dar el amor, sino incluso tiene que crear la respuesta
al amor. En virtud de la palabra tiene que hacer donación de la virtud de la respuesta. No
tiene tú alguno en el que perderse, en su soledad tiene que crear la figura recíproca de su
amor. Permite que las tinieblas se introduzcan en sus llamas; hace que el mundo que
todavía no le conoce se convierta en su cuerpo; y de la soledad de un cuerpo crea su
esposa.
Es como si el sol se elevara sobre el caos, e iluminara un mundo que sólo se compone
de desierto, hielo y rocas. Nada de animales, ningún ser viviente sobre ese mundo,
ningún bosque, ninguna paja, ninguna semilla, nada de huellas, ni posibilidad de vida. Y
sobre esta muerte brilla la luz del mundo. Y brilla y brilla, y día tras día derrama sus
tesoros y con serenidad paciente sale y se oculta, derrama su vida - y la vida era la luz de
los hombres - hasta que un día sucede el milagro y un primer tallo tierno aparece, y sigue
un segundo, doce y setenta y dos hasta que de la muerte generosa y santa del primer
germen se prepara una capa delgada de tierra fructífera, el primer arbusto que echa las
primeras sombras, el aire se llena de gérmenes vitales, los ríos ven reverdecer sus orillas
y finalmente, cómo se extiende sin roturas la hermosa alfombra, aparece el rey y
agradecido dirige abiertamente su rostro hacia la luz maternal que lo ha engendrado.
¿Pero quién es este sol? ¿Quién se ha lanzado a esta tarea del amor? ¿Quién es la luz
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo? Es un corazón como el nuestro, un
corazón humano, que tiene sed de correspondencia de amor. Como son precisamente los
corazones, llenos de cálida locura, de esperanza incomprensible. Llenos de obstinación.
Un corazón que languidece sino se le ama. ¿Quién vive toda una vida rodeado
exclusivamente de enemigos? Y si le sucediera a uno, como a Crusoe, vivir en una isla
desierta, tendría el recuerdo de una juventud y alimentaría su soledad con imágenes de
una amistad que quedó ya muy lejos. Un corazón humano no es como Dios; no se cierra y
gira entorno a sí mismo, es indigente. El corazón humano llama, busca, necesita sangre
extraña para vivir él mismo. Un corazón humano no es, como Dios, omnipotente; no
puede crear con una sola palabra a la manera del Señor. Dios dijo: ¡hágase! Y se hizo.
¿Qué puede un corazón, si no encuentra correspondencia? ¿Qué hará, sino queremos
amar?
Todo será más difícil de lo que parecía visto desde el cielo. Visto desde allí el amor
era lo irresistible, lo habituado a vencer. Bastaría aproximarse a los hombres con el cáliz
lleno, y sin más los sedientos caerían de hinojos y suplicarían pidiendo un trago.
Experimentarían la proximidad de la salvación, no podrían actuar de otra manera. Con
esta convicción vino al mundo. Y ahora que se encuentra revestido de la lóbrega carne, y
que en su corazón late este corazón de carne: ¡qué extraño, qué distinto es todo de lo que
él pensaba! ¡Qué obscuro resulta este ropaje a la luz del cielo!
¡Y qué prudencia va a ser necesaria! ¡Con qué suavidad, con qué vacilación tiene que
sentar el pie para que no tropiece la gente con su amor, para que no lo interpreten mal!
Pues ellos experimentarán el gran calor de su corazón y extenderán sus brazos para
abrazarlo. Pero él no se refiere a ese amor, y tendrá que apartarse de ellos por amor,
mantenerse frío y dominar su propio corazón. Y será todavía más difícil el que tendrá no
sólo que dar su propio amor a los que ama, sino que tendrá que enseñarles y formarles
sin piedad para que logren la misma misericordia, empujarlos a una soledad semejante a
la suya que resulta mortal. Al hombre que más ama tendrá que atravesarle con siete
espadas empuñadas por él mismo, dejar intencionadamente y con plena conciencia que
muera su amigo (esto le causa suficiente amargura) y a los que él ha reunido
trabajosamente en su rebaño, en su redil, los enviará indefensos como ovejas entre los
lobos. No sólo hará sufrir a los que ama, para formarlos en la disciplina, sino que los
sacrificará para iniciarlos en el nuevo misterio del amor.
El mundo fue redimido por la soledad de un corazón. No por la bella soledad de la
clausura, que se reviste de protección a causa de las cicatrices que deja la vida, sino por la
soledad que nos abandona indefensos al tráfago del mundo. Por una soledad en la que el
corazón, sumergido suavemente en el agua helada de las imposibilidades, debe sentir el
amor como la fría cuchilla de una espada y una herida permanentemente en carne viva.
El pueblo es embotado y bestial, los sacerdotes están al acecho, los discípulos son
obstinados y disputan por los primeros puestos, uno de los doce le traicionará; en la
patria y en la ciudad natal y hasta en la casa paterna el profeta sólo encuentra
desconfianza; sus primos le toman por loco. Para dar con él, se asesina a los niños. Ahora
avanza él, quiere obligarlos al amor, les amenaza con la muerte eterna, si no comen su
cuerpo y se manifiesta ante los tres amados con la magnificencia extática de su
hereditaria grandeza. Vuelve de su primera idea para que no amen a la fuerza, y nadie
puede levantar tiendas de reposo en su luz celestial. Sea cual fuere la forma como se
dirija a ellos, siempre se escandalizarán. Semejante a un alfarero, que modela su arcilla
en el torno, él va modelando su corazón para ofrecerlo a los hombres de una forma nueva
y diferente. En vano; no le prestan atención. Ya lo saben todo. Lo han pesado y lo han
encontrado demasiado pesado. Qué ligero es el amor de ellos: comprendido rápidamente,
practicado sin dificultades, simple como el dormir y el comer. ¿Para qué ese esfuerzo
extremado? ¿La vertiginosa danza en la cuerda alta, el espíritu dislocado, alterada la
medida justa? Lo rechazan, y él venga en medio de ellos como un extraño. En medio de su
mundo Dios ha aprendido a ser lo que era desde toda la eternidad: solitario y solo. Por
medio de la soledad ha redimido al mundo.
Y sin embargo la soledad no es abandono. Pues también el sol está solo en el
firmamento. Pero ¿qué pasa si el sol se oculta en las tinieblas? Todos los corazones viven
de la esperanza. Sólo ella impide el vértigo que se siente sobre el puente que se balancea
al aire, sobre el puente del tiempo, vacilando segundo tras segundo, sobre el abismo del
no-ser.
El corazón late - ¿para qué? Para mañana, para otras mañanas bellas, y el camino
llano parece ascender siempre ante la vista. Venga a nosotros tu Reino. El Reino de los
cielos ha llegado muy cerca de nosotros. Queda todavía un momento, hijos... pocos son los
fieles, pero espera y trabaja, corazón mío, no siempre se resistirán los demás. “Simón,
¿ves aquella mujer?” -suena como un triunfo. Lo que ha resultado ahora, que la amarga
envoltura se ha quebrado y el aroma se ha derramado así como las lágrimas, también te
sucederá a ti, fariseo, aunque quizá un poco tarde. Esperanza del corazón de Dios. El
Reino de los cielos es semejante a una semilla de mostaza que (dicho esto con una
sonrisa misteriosa) es mucho menor que todas las demás semillas de la huerta..., y en
espíritu ve él el árbol, que brota del corazón, en cuyas ramas anidan los pájaros del cielo,
su copa se mece alta a la luz del sol, en alas del aire que viene del Padre. Pero su
mirada se posa en la tierra, y despierta como de un lejano sueño. ¿Dónde está el Reino?
¿Y quién pertenece a él? ¿Quién de estos doce, de estos setenta y dos es digno de
franquear su umbral? ¿Y dónde están los demás, los innumerables que el Padre le ha
confiado? ¿Ha crecido el Reino desde los días del bautismo del Jordán? ¿No se han
apartado de él las turbas, en la hora de la gran promesa? ¿No le traicionarán también los
doce? ¿No se les escurrirá de entre los dedos el Reino como un sueño huidizo? ¿A qué
hechizo se deberá entonces su venida? ¿Cómo voy a procurarlo? ¿Cómo va a bastar un
solo corazón, para transformar el infierno en paraíso? Y no puedo decir: ¡Padre, crea tú el
Reino!, pues tú me has encomendado a mí la tarea y has cargado el mundo sobre mis
hombros. ¡Esperanza! - ¿en qué? No en los hombres, y no en el tiempo, y tampoco en
Dios... esperanza - ¿en qué? ¿En mí mismo? ¿En la fuerza de mi amor? ¿Pero es que llega
hasta el final? ¿Qué pasa si se niega? ¿Y si yo tuviera que darme en la cruz de que todo es
baldío? ¿Y el Reino se hunde en la noche, y mi corazón se despedaza con un gran grito,
porque ya no puedo más? ¿Por qué la fuerza de Dios, a partir de la cual late - late en
esperanza - se aparta de él? ¿Y cuando me vea privado de la última gota de agua y de
sangre, y contemple el cielo en un vacío inmenso, y la exigencia del airado juez me
fulmine con terrible amenaza?
Difícil es la tarea, pero más difícil todavía rehusarla. Es más difícil la experiencia de la
impotencia y la certeza del fin. Tan improbable es la flor de la gracia que sólo crece
brotando de la roca más dura de la imposibilidad. Se hace en vano la donación de la
gracia, y esta inutilidad de la misma debe sufrirse hasta el fin. Pues en definitiva todo es
baldío, tanto el mundo como la gracia. Si Dios perdona, su perdón es vano. ¿Qué amor no
es derroche? Por esto debe extinguirse el sol, y el corazón de Dios tiene que rehusar. Tan
fuerte debía de ser este corazón que no se sustrajo a la extrema impotencia. Al igual que
una barca con una vía de agua empieza a hundirse, y ningún grito de auxilio puede
salvarla del naufragio. Pues la sabiduría de Dios había resuelto vencer en la derrota, y
derramarse en solemne locura. Pues es locura morir por una causa perdida. Es locura
esperar cuando ya desde hace mucho tiempo todo está perdido. El amor de Dios se ha
vuelto loco y se ha visto privado totalmente de dignidad.
Ahora pone el pie en el suelo, en la maraña del mundo, en las tierras movedizas del
pecado. Las oleadas de la tentación salpican en torno: ¡todavía hay que salvar el Reino!
¡Cree en tu poder! ¡Confía en la estrella de los magos! ¡Haz que las legiones de los ángeles
te saquen de aquí atravesando el vacío! ¡Haz el milagro que encadene a ti su corazón:
dales juegos y pan! ¡Dobla la rodilla de su temerario corazón (arrodillarse es bueno!) y
dirige a mí tu oración! ¡Padre! Grita el corazón en su caída vertiginosa, en tus manos, que
no siento, que se han abierto para dejarme caer en ellas, que me acogerán sobre el suelo
del abismo, en tus manos encomiendo mi espíritu. En tus manos aliento mi espíritu. Mi
Espíritu Santo.
El corazón se ha convertido en espíritu, y del soplo del Espíritu ha engendrado para
sí el nuevo mundo. Un gran estruendo llenó la casa, las ventanas y las puertas volaron al
igual que los ojos y los oídos. Desde dentro reventó la fuerte armadura blindada, y el velo
se apartó de la cara. El amor del corazón ha amado hasta la aniquilación, y habiéndose
ocultado en sí mismo, surgió en los corazones de los redimidos. En otros tiempos fue un
sol que vivía solitario en la fría noche del mundo; ahora brilla y da luz, distribuido, un
firmamento de estrellas. Parecía que iba a luchar con las tinieblas y que dominado por el
caos iba a sumergirse en el pantano; pero no hay enemigo más poderoso ni noche
más noche que la luminosa claridad de las tinieblas del amor.

IV

Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Yo soy la raíz, el tronco y la rama, modesto,
podado y mutilado, cubierto a medias en el suelo, bajo la nieve y la tierra, pero vosotros
sois mis flores, vosotros sois mi fruto. En las largas noches de invierno reúno mis fuerzas,
voy sorbiendo de la escasa tierra y de las secas piedras, gota a gota, la insípida agua, pero
bajo las tormentas del año y los huracanes voy laborando rama tras rama, voy desudando
mi preciosa sangre, mi dorado vino. Esta sangre, este vino; sois vosotros. Yo soy la vid,
vosotros sois el vino de mis lágrimas. Primeramente como sarmientos, jugosos y tiernos,
maleables como serpientes, brotáis en movimiento ascensional; ansiosos de vida, de
libertad, tendéis a salir de la grisácea y nudosa cepa, buscáis la propia existencia, y os
repantingáis al sol gustando de la vida. Extendéis largos brazos para captar, para enlazar,
para encadenar a vosotros todo ser viviente que se mueve. Vosotros llamáis a eso
conocimiento y amor. Las ramas trepadoras se levantan hacia el cielo, en dirección a la
luz y a las estrellas, con ansias de aprehender a Dios, pero lo que cogen con sus corvos
dedos es aire y nada.
Yo soy la vida y yo mismo he empujado y creado el instinto y la tendencia pues el
verano sigue a la primavera y la sabiduría se madura con la decepción. Pero mi padre es
el agricultor, y todo sarmiento que no produce fruto en mí, él lo corta. El salvaje impulso
de los sarmientos cae a tierra bajo la podadera nuevamente me veo privado de cabellera,
y la mayor parte de vosotros se agosta y está destinado al fuego. El hierro candente
atraviesa vuestros apetitos de mundo y de Dios; atacados en raíz sucumben impotentes
cubiertos de llamas, y lo que todavía parece ejercicio de vida, es llama de la muerte, que
va devorando miembro tras miembro. Haced que este fuego arda en vuestros miembros,
pues ardéis en mí y para mí. A mí se me ha entregado todo juicio y nadie viene a mí sino
es a través del fuego. Ningún codicioso entrará en el Reino de los cielos.
De la cepa también brotan hojas, jugosas y brillantes, y están hinchadas de jugo hasta
llegar a un tamaño moderado, en pleno verano se despliegan y se endurecen y adquieren
un color obscuro; a través de ellas respira el árbol. Articuladas bellamente, con bordes
agudos y exactos, desarrollan su naturaleza, semejantes unas a otras, pero sin embargo
ninguna es igual a la otra. Vueltas hacia el sol beben la luz y devuelven a la cepa un calor
vivificante. Todas ellas tienden hacia la claridad y aun cuando surja mucha sombra, se
extienden de tal manera que cada una recibe su parte de luz. Y naturalmente la cepa
necesita del follaje, y mientras dura el verano parece que éste es su fruto. Muchos seres
hay en el mundo y a través de vuestra naturaleza corre un movimiento de dilatación y
agitación. Y sin naturaleza no entraría fruto alguno en los graneros celestiales. Pero he
aquí que el sol de Dios es duro, agosto quema como un horno, desde hace semanas no ha
caído una gota de lluvia. La cepa ya no contiene humedad para poder reverdecer. Corre
un estremecimiento a través de todas las hojas: saben que han sido sacrificadas. Esta vez
ya no habrá necesidad de podadera, la sabia naturaleza forma por sí misma una pequeña
e impenetrable capa entre las ramas y el suelo. De este modo el largo otoño da comienzo
a su frescor, y pronto con escarchas y como una imagen aureolada de un amor perdido,
como la idea del verano que pasó se da en las hojas el juego del rojo y el amarillo:
recuerdo, -espejo interior de los que no es - el ojo de la vida vuelto hacia dentro. Hoja,
deja que el viento sople, no te aferres a la rama. Tú eres solamente el vestido, no el
cuerpo. Y toda cosecha es una fiesta de la muerte. Mira, yo mismo, la vid, sacudo de mí lo
superfluo. Haz que tu ser se mueva y acuérdate del fruto.
También tuve flores; insignificantes, incomparables a las grandes flores de la tierra. Y
escondidas entre las hojas se encontraban las abejas y los abejorros que en silenciosa
cohabitación esperan su hora. Y mientras en torno amarillea la segada pradera, rebosan y
se hinchan las uvas. Durante largo tiempo están inmaduras y son amargas y duras; tened
paciencia, uvas mías, yo soy el que os regulo. Al principio parece que no soy nada, como
una áspera piel colgáis obscuras a la sombra de las hojas, temeroso rebano. Todavía no
creíais en mí; pensabais afligidas cómo os ibais a alimentar de la escasa lluvia, del
ausente sol. Y no sabíais que toda la fuerza procede de dentro, de mí. Sin mí no podéis
hacer nada. No digo: poco; digo: nada. Pero el que permanece en mí y yo en él, ése da
mucho fruto. Yo mismo doy fruto en él, y él es el fruto. Mi Padre es glorificado porque
vosotros dais mucho fruto.
¿Por qué os lanzáis a la actividad, al trabajo? Yo soy la vid, yo soy el que actúo. ¿Cuál
es vuestra actividad sino vuestra maduración? Dejad que mi savia suba hasta vosotros,
para que colguéis pesados y dorados; entonces el confuso sueño de actividad de los
retoños primaverales madurará en vuestros henchidos granos, así como la embriaguez
veraniega de las hojas y toda la obra de la tierra. Podéis contener en vosotros el sentido
de la tierra, pero por medio de mí. Y s alguna vez en la glorieta del cielo escanciáis este
vino para el banquete de bodas del Cordero, en él está contenido todo el mundo - como
espíritu-. Entonces se podrá catar el lugar y el año de la cosecha de salvación, y saborear
el gusto de todo el paisaje del que procede, y no os veréis privados ni de la más pequeña
felicidad. Pero en la vid todo está vuelto invisiblemente hacia dentro, y los límites que
separan a las cosas han quedado difuminados en el flujo unificador, y toda codicia
fermentadora pereció y toda obscuridad resucitó convertida en claridad.
Yo soy la resurrección y la vida. Pero no como el mundo la conoce, como caduco
giróscopo de primaveras y otoños, como molino de melancolía, como torpe imitación de
la vida eterna. Toda vida y muerte del mundo es a la vez una gran muerte, y yo convierto
esta muerte en vida. Desde que yo pisé el mundo, comenzó a circular en las venas y
ramas de la naturaleza una savia nueva, desconocida; las potencias del destino, la
potencia de los planetas, los demonios de la sangre, y lo que de más siniestro se esconde
todavía en los cóncavos pliegues de la creación: todo esto es sometido a dominio y
transformación y debe obedecer a la suprema ley. Toda forma del mundo es para mí
mera materia que yo aliento. Y no injertándola desde fuera a la vieja vida, al antiguo
ámbito de Pan, sino que desde dentro transformó ese ámbito, como vida de la vida. Todo
lo que muere, revierte a mí; todo lo que otoñea, viene a parar a la playa de mi primavera;
todo lo que se corrompe, sirve de abono para mis flores. Todo lo que niega, está ya
convencido, todo lo que codicia, está ya enajenado, todo lo que se vuelve rígido, está ya
quebrado. Yo no soy uno de los resucitados; yo soy la Resurrección. El que vive en mí, el
que está incorporado a mí, está incorporado a mi resurrección. Yo soy la transformación.
Come el pan y el vino y se transforman, así se transforma el mundo en mí. El grano de
mostaza es insignificante, sin embargo, su fuerza interior no descansa hasta que con su
sombra cubre todos los arbustos del mundo. De este modo mi resurrección no descansa
hasta que salta en pedazos el sepulcro de la última alma, y mis fuerzas alcanzan hasta la
última rama de la creación. Vosotros veis la muerte, sentís el descenso hacia el fin; pero
la muerte misma es vida, quizá la vida más viva, es la profundidad obscurecedora de mi
vida, y el mismo fin es el comienzo y el descenso mismo es el impulso ascensional.
¿A qué se llama todavía muerte, después que yo he muerto la muerte? ¿No tiene ya
desde ahora toda muerte el sentido y el sello de la mía? ¿No es su significado el de un
abrazo y el de un sacrificio perfecto en el seno de mi Padre? Con la muerte caen las
barreras, con la muerte se abre violentamente el castillo siempre cerrado, la esclusa se
revienta, las aguas corren libremente. Todos los terrores que le rodean son nieblas
matinales que se deslizan hacia el azul. También la muerte de las almas, cuando se
cierran ásperamente ante Dios, se fortifican, se amurallan, cuando el mundo se hacina en
torno a ellas y todo amor se convierte en algo así como olor de corrupción y se agosta la
esperanza y una amarga obstinación se rebela y silba desde lo profundo como las
víboras: ¿no he sufrido yo todas estas muertes y qué puede vuestro veneno contra el
mortal antídoto de mi amor? Todo horror le sirvió de ropaje, en el que se ocultaba, y fue
como un muro que tuviera que atravesar.
No temáis ante la muerte. La muerte es llama liberadora del sacrificio, y el sacrificio
es transformación. Y transformación es comunión con mi vida eterna. Yo soy la vida.
Quien cree en mí, el que me come y me bebe, tiene la vida en sí, la vida eterna, la tiene ya
aquí y ahora, y yo le resucitaré en el último día. ¿Comprendéis este misterio? Vosotros
vivís, obráis, sufrís, pero no sois vosotros: otro vive, actúa, sufre en vosotros. Vosotros
sois el fruto que madura, pero soy yo el que produce la madurez, lo que os madura a
vosotros. Yo soy la fuerza, la plenitud que se derrama sobre vuestro vacío y lo llena, pero
al llenar la plenitud se llena en el vacío, y por consiguiente vosotros sois mi plenitud.
Vosotros me necesitáis, porque no podéis hacer nada sin mí, y yo os necesito (aun cuando
no necesite de criatura alguna) para manifestar mi plenitud derramándola. De este modo
vosotros vivís en mí y yo vivo en vosotros. Yo soy la simiente que cae en vuestro surco y
muere, y cuando yo resucite de vuestro suelo, es vuestra simiente que se levanta. Y
también sois vosotros el grano de trigo que cae en el surco deDios y muere en el
bautismo y en la crucifixión, y cuando vosotros resucitáis, sois mi cosecha. Dos vidas
resultan visibles, y sin embargo se trata de una sola. Pues en la espiga no se puede
distinguir lo que procede del terreno y lo que ha edificado la fuerza de la planta. El
material de construcción es siempre el mismo, pero se ensancha de manera nueva en los
vínculos de la vida orgánica, y se ha ennoblecido hasta la osamenta misma del ser. Así
pues vivid libremente, pero no ya vosotros, sino que yo vivo en vosotros. Por esta razón
sois mi propiedad, mi fruto, mis sarmientos. Pero también yo soy vuestra propiedad,
pues yo me he dado a vosotros, y vosotros disponéis de mí como de vuestro más íntimo
ser. Ya no os pertenecéis a vosotros mismos, os habéis convertido en templos de Dios;
pero tampoco yo me pertenezco a mí mismo, me he convertido en la cantera de donde se
saca la piedra para el templo del mundo.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Habéis florecido a partir de mí: ¿os
sorprendéis de que una gota de la sangre de mi corazón se infiltre en todos vuestros
sentidos y deseos? ¿Os sorprendéis de que los pensamientos de mi corazón se infiltren en
vuestro corazón mundano? ¿Cuándo revolotea en vosotros un susurro, y día y noche
sentís un zumbido y un señuelo? ¿Hacia el amor que quiere sufrir; hacia el amor que
redime juntamente con mi amor? ¿Que os sobrevengan las ganas de arriesgar vuestra
vida y todas vuestras fuerzas y ponerlas en juego por vuestros hermanos? ¿Y tratar de
completar en vuestro propio cuerpo lo que todavía falta a mi pasión, y que tiene que
faltar mientras yo no sufra mi pasión en todos mis miembros y ramas? Pues
naturalmente todos vosotros habéis sido redimidos exclusivamente por mí, pero yo soy
el Redentor integral, sólo unido a cada uno de vosotros. ¿Queréis llevar a cabo conmigo la
gran transformación y edificar el Reino del Padre? ¿Queréis vivir mi convicción, la del
que no se aferró convulsivamente a la forma de Dios, sino que la quebró y la vació y
comenzó a derramarse con ánimo de servicio y humildad hecho obediente hasta la
muerte de cruz? ¿Lo queréis? Pues en vosotros tiene que culminarse mi obra y esto se
llevará a efecto cuando mi corazón lata en el vuestro, y todos los corazones, sumidos y
dúctiles, latan juntamente en mi corazón para el Padre. ¿Lo queréis? Sin embargo,
todavía no lo queréis. Todavía lo rehusáis. Siempre me dejáis en la estacada. Todavía
seguís pensando: ¡El es el redentor, no nosotros! Es cierto que lo soy yo, y tendré que
desangrarme y expiar hasta que lo comprendáis. Y mientras os oponéis, en medio de
vuestra oposición estáis a mi merced, vuestra soledad derramará lágrimas por mí
vuestra descompuesta obstinación terminará reconociéndome.
¿Y no muero yo por medio de vosotros, sarmientos míos? ¿No me he debilitado para
fortaleceros a vosotros? ¿No he sufrido por largo tiempo la vacía soledad dentro de la
cual os fortificáis? ¿Y si ardéis convirtiéndoos en grises cenizas, no saldré victorioso
extinguiendo en vano lo que ya no se puede salvar? ¿La espada con la que atravesáis mi
costado, no es la misma que sale de mi boca separando, como fuego vivo, el espíritu y el
alma, penetra en las articulaciones y en el corazón? ¿No soy yo el imán que atrae todo
hacia sí, hasta los clavos del casco de los barcos, para que se oculten en mí? Desde hace ya
mucho tiempo mi gracia fluye a vuestras vacías vasijas, y permitís que sigan estando
vacías en vosotros, sacáis vuestros brotes de mi semilla, y tú, esposa mía, Jerusalén, te
comportas como una prostituta. Pero he aquí que nada puede impedir ya la impotencia
con la que me debilitas. Cuando soy débil, entonces tengo fortaleza. Permite que mi
debilidad te comunique impotencia, oh esposa mía, y que en ti nazca el fruto de tu
cuerpo, el hijo de nuestro amor. ¿Qué más tiempo quieres que yo complete tu negativa
con mi pasión, durante cuánto tiempo quieres cargar el peso sobre mí, que llevado
conjuntamente, produciría la alegría del Reino de los cielos? ¿Qué rama rechaza la savia,
que concentrada laboriosamente en las raíces, es empujada hacia arriba a través de
largos canales, para serle finalmente ofrecida? ¿O tengo que asemejarme a los árboles
resinosos que a través de una hendidura desudan su sangre al exterior dejándola caer en
escudillas que le han sido adheridas? ¿Cuánto tiempo todavía separas mi soledad de la
tuya, en lugar de hacer que se confundan en la unidad de un único amor? La soledad
amorosa fructifica; la soledad que se resiste no fructifica, aun cuando sufra.
No os escandalicéis, sarmientos, por la deformación de vuestro tallo. No despreciéis
la impotencia que os fortalece. Pues en mí está activa la muerte, en vosotros la vida.
Vosotros estáis ya hartos, os habéis hecho ya ricos, habéis llegado a la magnificencia sin
mí. Si fuera verdadera magnificencia, yo podría reinar en vosotros. Pero mientras
vosotros sois fuertes, yo todavía soy débil; mientras vosotros brilláis de gloria, yo soy
despreciado; hasta este momento sufro de hambre y de sed, de desnudez y de golpes, soy
apátrida que trabaja con sus manos duramente, el maldecido que bendice, el perseguido
que lo soporta pacientemente, el consolador calumniado, la basura del mundo - todavía
hoy en día - y siempre el agua que mana y en la os laváis todos vosotros. Y al igual que me
despreciáis a mí, así despreciáis también a mis discípulos y enviados, pues también en
ellos rige la misma ley de impotencia, y porque toda vida toma su principio de la
impotencia y hasta de la ignominia, así les he asignado a ellos el último lugar, como a
malhechores, que han sido condenados a muerte. Pero así como yo, crucificado en
impotencia, vivo por la virtud de Dios, también ellos se manifestarán vivos frente a
vosotros, vivos en mí por la virtud de Dios. Pues he aquí que en ellos mi vida ha
comenzado a circular y madurarlos como primicias de mis frutos. Así como el fresal
produce largos esquejes y en sus extremos se forman raíces y una nueva planta, así he
multiplicado yo mi centro y creado nuevos centros en corazones derivados del mío. Mis
hijos se convierten en padres, y de la sangre de mis apóstoles florecen nuevas
comunidades. Pues mi gracia es siempre fructífera, y mi don consiste en dar una y otra
vez la gracia. Mi tesoro consiste en derrochar, y sólo me posee el que me distribuye a los
demás. Yo soy la Palabra, y ¿de qué otro modo se posee la palabra, sino pronunciándola?
Yo soy la cabeza, vosotros los miembros. Lo que yo pienso y siento, debéis
manifestarlo y hacerlo. Yo transformaré el mundo, lo modificaré mediante vosotros, mis
manos y mis pies. El plan es invisible mientras está en el cerebro, pero paso a paso va
adquiriendo forma gracias al cuerpo. Cuando yo, como un hombre entre muchos otros,
caminaba de incógnito por los campos de Judea, ¿quién sabía qué era yo? Aquel hombre
era tan sólo el germen de lo que soy, que todavía no había nacido en absoluto. Pues hasta
la cruz no se oyeron mis dolores de parto, y al resucitar yo, la luz del mundo, me acerqué
a la luz del mundo. En mi Ascensión me hice invisible, y penetré en el mundo como alma
y espíritu, y creciendo en edad y sabiduría empecé a mostrar mi plenitud en los espíritus
y en las almas. Y os comunicaré la riqueza de mi corazón, para que gracias a mi espíritu
logréis fuerza y energía de acuerdo con el hombre interior, y sepáis que por la fe habito
en vuestros corazones y para que vosotros, enraizados y sumergidos en el amor, podáis
medir juntamente con todos los santos mi anchura y longitud, mi altura y profundidad,
conscientes de mi amor, que trasciende todo concepto, y de que en definitiva la plenitud
de Dios inunda vuestras almas plena y absolutamente. De este modo mi cuerpo llegará a
su plenitud en el recíproco servicio de sus miembros, hasta que todos juntos lleguemos a
la edad del varón perfecto, a la figura de madurez de mi cuerpo viril.Y ahora, antes de que
me aleje de vosotros en cuanto soy un hombre individual, que parte, a donde vosotros no
me podéis seguir (al interior de vuestras almas), antes de que resucite en vosotros con
mi voz mil veces multiplicada, que será vuestra propia voz, la voz del coro de la Iglesia,
quiero por última vez elevar mi voz como individuo, y rezar así al Padre:
¡Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu hijo, para que tu hijo te glorifique! Permíteme
ir a la muerte y derramar la sangre de mis venas; permite que mi corazón se ensanche en
una muerte que sobrevive hasta los límites del mundo; permíteme representar en los
gestos terrenos del dolor lo que es la gloria de nuestro amor, que tú me has dado antes
del tiempo del mundo al principio, desde el origen de mi ser; no me niegues esta súplica,
el poder revelarte en los terrores del infierno y hasta en la forma del pecado, para que tú
seas glorificado por mí en estos miembros y ramas mías, pues en lo sucesivo - ellos y yo -
formamos una unidad indivisible. Antes, Padre, nosotros éramos y una cosa, y ellos se
encontraban ante nosotros como enemigos, y nosotros deliberábamos desde lejos cómo
podríamos prestarles ayuda. Ahora yo estoy en medio de nuestros enemigos, me he
convertido en traidor a tu justicia, y si quieres atacarlos, atácame a mí primero. Yo los
cubro, como la gallina cubre a sus polluelos. Yo me siento responsable de ellos. Yo me
consagro a su favor, yo intercepto el rayo que tú has destinado a ellos y que ya posees en
tu silencio cuajado de tormentas. El fuego con el que me matas, lo arrebato de tu Olimpo,
para forjar con él el tesoro de la Iglesia. Transformaré el dardo de tu justicia en el cetro
de tu misericordia. ¿Pues, oh Padre qué es tu justicia sino tu amor hacia mí, y qué es la
mirada airada de tus ojos sino la más maravillosa revelación de tu amor hacia mí? ¡No
soy yo el que ama - lo eres tú, y todo lo mío es tuyo -! Y por esto he aquí que también esto
enemigos, mis amigos, lo son tuyos. Y no me sitúo ante ellos como un muro protector,
para cubrirlos de tu ira, sino que los tomo en la mano, como el celebrante su patena, y te
los ofrezco: Ellos son tuyos porque son míos, y todo lo mío es tuyo; ellos son tuyos, tú me
los has confiado, y ellos han guardado tu Palabra. Pues las palabras que tú me has dado,
yo las he dado a ellos, y ellos las han aceptado. Y ellos han creído y comprendido que yo
he salido de ti, pues mi palabra está en ellos, yo mismo estoy en ellos, soy una cosa con
ellos, como tú Padre, y yo, somos una sola cosa. Y si ahora yo voy y me sacrifico por ellos,
¿a quién debo confiarlos, sino a ti, Padre, como mi preciosa herencia y el fruto de los
dolores de mi Encarnación y las uvas de mi vid? ¿Para quién las he madurado, sino para
ti, para que cuando haya dominado la muerte y el infierno, las ponga en la repleta
bandeja del Reino sobre la mesa eterna? Ellos son tuyos, presérvalos del mal. Y ya que
ahora son una parte de mí mismo, y mi destino no es algo ajeno a ellos, y ya que yo me
consagro y me sacrifico por el mundo en el misterio de la expiación vicaria, por todo esto
te digo también esto: ¡Conságralos para la verdad! Como tú me has enviado al mundo, así
yo los he enviado al mundo. Sacrifícalos también en la misión, para que ellos, como rayos
de la luz, sucumban en la obscuridad iluminándola y sucumbiendo iluminen la
obscuridad; para que ellos participando de mi misión recibida de ti, salgan de mí y en su
caminar, en su irradiar y derramar sean conscientes de su unidad conmigo, de mi unidad
contigo, que sientan lo que es nuestro amor, que no se preserva, sino que arriesga la
separación hasta el juego del abandono último - pues tú, Padre, me dejarás ir ahora; y
antes de que lo olvide en la noche que me va a sorprender inmediatamente, te lo quiero
decir por última vez: que en esta noche reconozco tu supremo amor y no quisiera que las
cosas fueran de otro modo (hágase tu voluntad), y en la libertad con que tú me arrojas
ahora, adoro tu derecho divino y beso tu dedo, que me arroja - que también ellos en la
noche del espíritu con fe pero sin sentimiento sean conscientes de nuestro espíritu; que
sean una misma cosa, como nosotros somos una cosa - y no otra cosa; que yo esté en
ellos, como tú estás en mí - y no de otros modo. Sólo en tu cruz está la salvación, y en tu
abandono está la consolación, y del costado abierto del corazón traspasado fluyen las
gracias.
De este modo florezco ante ti, Padre, y llevo por ti los sarmientos del mundo. La vida
que circula en mis ramas, la conoces: es tu propia vida en mí. Lo que baja directamente
de tu origen hacia mí, es lo que yo he extendido horizontalmente por el mundo. Y lo que
horizontalmente, allí arriba en el curso de la eternidad, es compartido entre nosotros
dos, era nuestra vida eterna, y yo la he hecho descender hasta lo más profundo de la
tierra. Por esta razón, como el mediador, tengo la forma de la cruz; la cruz está dentro de
mí mismo, yo la llevaré, porque yo soy lo que soy en virtud de tu misión. Yo soy la cruz, y
el que está en mí, no puede sustraerse a la cruz. El amor mismo tiene forma de cruz, pues
todos los caminos se cruzan en ella. Por esto has dado al hombre la forma de la cruz,
cuando extiende con amor sus brazos, para que en el signo del Hijo del hombre el mundo
se salve y se oriente hacia ti.

LA PASION
V
No lo puedo. Ya sé que debo; pero no lo puedo. Me pongo sordo, me obstino: nadie
debe atreverse a tocarme. El dardo de la reputación, dirigido con certera puntería, rebota
en mí. Yo tengo una piel gruesa, una piel engrasada; en ella la exigencia resbala como el
agua en el plumaje de un pato. Apelo a mis derechos, garantizados desde el lado
supremo, en virtud de la naturaleza que yo he recibido, que soy yo, en virtud de los
impulsos y costumbres que han sido implantados en mí y que exigen la vida y el
desarrollo. Que nadie me discuta estos derechos - ni siquiera en la suprema instancia -. Y
si a pesar de todo alguien osara hacerlo, que lo sepa: no lo puedo.
Suavemente, casi imperceptiblemente y sin embargo ineludiblemente sea próxima:
un rayo de luz, una oferta de fuerza, una orden, que es más y menos que una orden: un
deseo, una súplica, una invitación, una seducción: tan breve como un instante, tan
sencillo de comprender como la mirada de dos ojos. Y en esto una promesa: amor, gozo y
perspectiva de una lejanía, inmensa, vertiginosa. Liberación de la insoportable cárcel de
mi yo. La aventura, que anhelaba desde siempre. El riesgo perfecto, en el que estaría
seguro de que perdiéndolo todo, lo ganaría todo. La fuente de la vida se abre para mí
inagotable, para mí que muero de sed. La mirada está totalmente tranquila, no tiene nada
de fuerza magnética, de fuerza hipnótica; él pregunta, me deja la libertad. En su interior
se suceden las sombras de la preocupación y de la esperanza.
Bajo los ojos; miro al lado. No quiero hacerlo ante su vista, no quiero decirle que no
ante su presencia. Les dejo tiempo para se vuelvan y se retiren a la cuenca de la
eternidad. Para que se oculten, para que desaparezcan. No estoy en casa, el señor dice
que no va a hablar por el momento. Yo les dejo tiempo para que se vuelva a cerrar el
pesado párpado de la eternidad. Durante un segundo, precisamente en el momento
en que sé: demasiado tarde me invade un dolor inmenso: se menosprecia la felicidad, se
hace mofa del amor, nadie me los restituye. Las puertas de la prisión resuenan en el
palacio: nuevamente soy prisionero. En aquello que me es tan querido, y tan aborrecido:
en mí mismo.
Separado. Nuevamente separado. Felizmente otra vez solo - no, no solo - Solo con
una carga, con una presión, que va ascendiendo, que resulta insoportable, de la que hay
que desprenderse tan pronto como sea posible. Miro a mi alrededor con la rapidez del
rayo: ¿a dónde se puede descargar esta carga? Se va haciendo cada vez más pesada, me
va ahogando, sólo sé una cosa: ¡fuera de mí esta carga! Y la traspaso al primero que
encuentre. Recusado por dos veces. Dos veces separado de los demás: pero la verdad es
que sólo una vez. El apartado es aquel sobre el que yo cargué el peso. Sobre él pende
ahora. Por el mismo carril deslizo yo ambas cosas: la gracia y la culpa. Me excuso de no
querer llevar la carga de la gracia. Adán, ¿dónde estás? Adán, ¿qué has hecho? No soy
culpable, la mujer me ha seducido. Mujer, ¿qué has hecho? La serpiente me ha engañado.
Hombre,¿qué has hecho? Tu creación, Señor, tu bella naturaleza, el veneno de las hojas en
flor, el aguijón que está bajo la rosa, el insecto de la flor... Caín, ¿qué has hecho? ¿Soy yo el
guardián de mi hermano? ¿Soy yo el guardián de mi sangre?
Lo general. El curso del mundo. Todos lo hacen así. No soy más que un hombre. “Ecce
homo.” Lo cargo sobre el “hombre”.
La vida es realista; siempre se da la razón al sobrio. Ciertamente la hora de los
espíritus es cuando lo extraño se pone en contacto contigo, cuando te roza el rostro,
como el plumón de un pájaro nocturno en la oscuridad, tú miras y caminas juntamente, el
pelo de tu alma se eriza tras lo imperceptible de este brusco contacto. Sin embargo sería
quizá posible que hubiese una salida, esa puerta imaginaria, ese camino suspirado, el
puente invisible sobre el desfiladero, en el soñaba cuando niño, cuando jovencito, en el
que he creído, en el que confiaba con mi imaginación: si fuera posible. ¡Ahora, hoy
todavía! Por consiguiente, todavía no he sido abandonado, no me han dejado. Se pregunta
por mí, querrían apoderarse de mí, y hasta creo que querrían utilizarme. En todas partes
hay una imagen clara de mí, de lo que yo hubiera podido ser, de lo que - pero, ¿cómo? -
todavía podría ser. Pero cada vez son más raras estas horas del espíritu, y la envoltura de
la rutina crece y prolifera cerrándose cada vez más en torno a mí y poco a poco la corteza
se convierte en carne, y la carne en corteza, la cerrazón frente a Dios en costumbre mía,
en mi segunda naturaleza. Quizá se trata de la costumbre del pecado, de la mala
costumbre; y ésta, si poco a poco las inmundicias se amontonan en torno a mí hasta
ahogarme, provocará el asco, y entonces la bondadosa naturaleza me concederá el placer
de abrir mi alma culpable ante Dios. Pero quizá se trata de la costumbre de la vida
inocente, el servicio de una existencia ordenada, al que como raíz pertenece una gota de
resignación. La centinela de la conciencia tranquila, a la que - para asegurarle la
profundidad y el paso firme - también pertenece una reliquia de mala conciencia. Dios es
la benevolencia, es la gracia; Dios no pedirá de mí cosa alguna esencial distinta de los
demás. Yo soy un hombre que piensa de acuerdo con la ética. No he asesinado a nadie, no
he violentado caja alguna, no he incendiado casa alguna, no tengo antecedentes penales.
Soy un hombre como los demás, y hasta quizá mejor, un poco mejor que algunos. Esto se
verá después en el juicio; no se me podrá acusar de nada que sea un poco importante.
Dios sabe que he tenido buena voluntad. Me he esforzado ordenadamente en alimentar y
en sacar adelante a mí mismo y a mi familia; me he preocupado día y noche de que los
míos no tengan que estar en la miseria, he lavado, he cocinado, he hecho compras, he
cosido, he planchado, he ahorrado, he almacenado, he pensado en el futuro; a lo largo y a
lo ancho hemos tenido la bendición de lo alto, siempre he sabido en qué hincar el diente,
en los domingos hemos tenido nuestra diversión bien merecida y en los últimos años
nuestro retiro. No, yo no sabía en realidad... Y además para no olvidarlo: también como
hombre religioso he cumplido con mis deberes. He sido un cristiano practicante. Soy un
buen católico. Los domingos iba a misa. He cumplido la Pascua. He pagado los impuestos
de la Iglesia. He dado limosnas. He rezado mis oraciones de la mañana y de la noche. Me
he confesado frecuentemente y válidamente. He hecho los nueve primeros viernes (el
seguro ante Dios que me ha garantizado la Iglesia).
He comulgado todos los domingos. He comulgado todos los días. Yo he, yo he... Por
medio de mi religión he levantado una muralla contra Dios. He taponado mis oídos para
escuchar la voz de Dios mediante mi práctica. Suavemente, imperceptiblemente, todo
aquello que hubiera podido ser una vida se ha convertido en un mecanismo tras el cual
mi alma se ha puesto a descansar. La vida es tan larga, la constante repetición de lo
mismo es tan adormecedora; quien habita junto a un torrente, después de una semana ya
no oye el estruendo. De este modo hemos olvidado nosotros escuchar. Las esferas cantan,
pero nosotros nos oímos solamente a nosotros mismos y la cantinela de nuestros
intereses. Cada vez se obstruyen más hendiduras; con más evidencia cada vez se ahoga la
voz de Dios, se la encierra dentro del sistema propio de nuestra vida. Como al pájaro
enjaulado, al que de noche se le cubre y de día se le permite cantar, así yo me muestro
inclinado a permitir de tiempo en tiempo una tonada de la Palabra de Dios. En forma de
una predicación, de una hora de edificante lectura de la Biblia, de una audición de la
pasión de San Mateo, de una poesía de Rilke, de un confuso sentimiento sagrado frente a
un paisaje. Estas horas solemnes de la vida, incluidas en su confort (se paga bastante
caro) bastan a mi indigencia religiosa -que sin esto está tan embotada que apenas
necesito cubrir la jaula -. Bajo el peso de mi buena conciencia, bajo el trasfondo de mi
buen corazón queda ahogada la voz de la verdad. He enmudecido desde hace ya mucho
tiempo.
O puedo desplazar la deuda para mañana. Los ojos que me miran fijamente, indican
siempre el día de hoy. “Precisamente quiero ser amado ahora.” Pero yo bajo mis ojos y
digo: mañana te amaré. Mañana verás lo que estoy dispuesto a hacer por ti. El sacrificio
que te ofreceré. Mañana te pagaré el doble, si me niegas tan sólo la hora de hoy. No puedo
deshojar la rosa antes que florezca, pero sí te daré una rosa silvestre. Dame la primavera,
y entonces te dejaré el otoño, y hasta quizá el tardío verano. Sólo hoy desvío tu mirada y
ya desde mañana podrás mirarme siempre. “¡Yo vengo ya, vengo inmediatamente!” le
grita el niño a la madre que le reclama, y prosigue en su juego hasta el fin, pues está
seguro que un plazo moderado entra dentro de la obediencia. Es un juego humano.
¿Quién podría apartarse alguna vez totalmente de su vida? ¿Por qué quieres, Señor, que
saltemos juntamente los peldaños intermedios? Quieres la totalidad inmediatamente, el
corazón entero, toda el alma, todos mis sentimientos y todas mis fuerzas, pero la ley de la
vida es el desarrollo gradual. Atente también a esta ley como buen pedagogo. Voy a
concederte una cuarta parte, y cuando tenga treinta años, la mitad, así poco a poco y con
seguridad recibirás la totalidad. Si yo me apartara desgarradoramente de aquel con el
que estoy ligado hasta lo profundo del corazón, sangraría, me quedaría desangrado, y
tendrías entre los brazos a un muerto, o volvería la mirada hacia aquello que sólo superé
externamente. Por consiguiente aguarda a que termine de paladear estas cosas; entonces
tendré entre mis dientes el insípido alimento y lo arrojaré de mi boca. Ten paciencia
conmigo hasta que la ola que me levanta ahora, se convierta en valle y vacío, hasta que el
velo que ahora me cubre suavemente, se desgarre, hasta que el poso de la existencia
resulte visible. Se dice con verdad que se te encuentra preferiblemente en la decepción,
en la desilusión, en el lado sombreado de la vida. Pasa hoy de largo y vuelve a llamar la
siguiente vez, entonces estaré yo un poco más allá. No quiero decir que debas
abandonarme, no te preocupes; tira siempre de mí, pero tírame suavemente, péscame, si
conviene, inadvertidamente, al igual que el tiempo nos transforma imperceptiblemente
de muchachos en ancianos. Tómame en tus brazos como una madre levanta de la cuna a
su hijo dormido. Y si tiene que suceder que sienta el dolor de la separación, quiero
concederte esto, quiero hacerte esta concesión: que puedas recogerme mañana, si tan
sólo me concedes el día de hoy. Y hasta estoy dispuesto a esto: a tomar tu cruz sobre mí,
recorrer estación tras estación tu vía crucis hasta el total sacrificio, hasta la muerte
definitiva - con una condición: mañana. Y cerraré asimismo mis oídos y ya hoy, en medio
del placer, pensaré en ello y tendré bien claramente presente ante mis ojos que mañana
te seguiré. Al igual que el condenado piensa en el mañana a cada bocado de la última
comida, así pensaré yo en ti, con el propósito de entregarme a ti. Pero mañana, mañana,
no hoy.
Y además: yo podría ofrecerte muchas cosas. ¿Por qué exiges tan poco? ¿Por qué
quieres este corazón pequeño, miserable, tan inútil? ¿No ves que podría darte todo lo
demás? “Te daré la mitad de mi reino.” ¿Acaso prefieres mi fortuna? ¿O mi salud? ¿O
podré contentarte con un voto? ¿O rezándote todos los días esta oración? ¿Quieres esta
novena? ¿Te gusta esta piedra preciosa, o ese diamante? Si lo tienes en esta posición
verás qué destellos emite. Te puedo enseñar varias clases de paños, brocados, puntillas -
fragancias de sacrificios y renuncias múltiples y mortificaciones escogidas. Mira cómo se
amontonan los géneros en mi mostrador: todo esto es tuyo, y para que no parezca
mezquino, te daré además muchas otras cosas: quisiera ser especial venerador de tu
corazón “que tanto ha sufrido por nosotros”, por la conversión de los pecadores, y de los
corazones endurecidos quisiera yo orar y hacer penitencia. Lo pasaste muy mal, ¿verdad?
¡Los tiempos son duros! ¡La defección de las masas! Y hasta tu Iglesia... Ahora bien, ¡voy a
ver qué puedo hacer por ti! ¡Pero ahora, perdona, tengo que irme! Y el corazón que está
derramado entre todas estas baratijas y que ambos casi habíamos olvidado, me lo dejas a
mí hasta la vez siguiente, ¿no es cierto?
Y después de todo hay muchas otras personas por ahí: ¿no se podrían repartir las
cargas un poco? Si todos las lleváramos juntamente, quizá no se sentiría tanto. Los demás
pueden seguir tomando parte en el juego, ¿por qué tengo que retirarme yo? Los demás
pueden paladear las alegrías de la vida sin malicia ni remordimiento, y ¿por qué tiene
que sobrevenirme precisamente a mí esta amargura de la mala conciencia? Los demás
sueñan con un suave ocaso, no saben lo que hacen, los afortunados; ¿por qué me pones
precisamente a mí en la aguda luz de tu mirada? El hombre no se desarrolla bien bajo
esta iluminación. Otros quizá sí, pero no yo. ¿No tienes tus almas escogidas, especiales,
que han sido creadas y preparadas para esta vocación? ¿Las almas de “natural religioso”?
Para éstas es un placer el tener trato contigo; ellas saben cómo se hace esto, son expertas
en el amor. En ellas encontrarás más que en mí. Ellas no te negarán nada de lo que les
pidas. Los que están en los conventos están para esto. Supplet Eccelsia. Naturalmente, un
sacerdote se encuentra ante el altar, preocupado y cansado, siente tras sí en la nave la
dispersa multitud, con su ciega confianza: ahí delante sucede algo que de alguna manera
(no sabemos exactamente cómo) también a nosotros nos afecta, ahí delante está
actuando uno que suponemos sabe lo que hace; él ha recibido el oficio, él tiene la
responsabilidad. Pero ¿cómo podría un sacerdote, un hombre, llevar el peso de toda la
comunidad? El es (afortunadamente) un mero hombre, un mero pecador, es cierto que
una vez trató de entregarse y no reservarse. Pero todo ha sucedido de manera muy
diferente a como lo había pensado. Pero no se puede vencer tan fácilmente al hombre
viejo, y si todo marcha bien, también él espera en el día de mañana. De todos modos, él
conoce su teología. El sabe que uno expió y sufrió por todos. El lo hará. Sobre él puede
cargar también éste su peso. “Venid a mí todos los que estáis tristes y cargados.” El
mismo ha enseñado a los hombres tan sólo el camino para llegar a él. Su función es sólo
una función ministerial. El sólo es un canal, sólo un mediador. La gracia actúa ex opere
operato. Y la obra realizada no es suya, sino obra tuya, oh Señor, y sobre ti la descargo. En
último término de ti depende.
Nadie quiere. Todo el mundo se aparta de ti. En este signo has aparecido en el
mundo. El vino a su posesión, pero los suyos no le recibieron. Ellos saben perfectamente
que el Rey debe nacer en Israel. Y hasta conocen el lugar: Belén; se lo explican a todo
aquél que pregunta por ello. Pero ellos no van allí. Y sin embargo, en Belén estás cerca de
ellos: ellos te arrojan fuera del país, a la emigración. Y te soportan en Nazaret sólo
mientras no te das a conocer a ellos. Y el pueblo sólo se alegra de ti al multiplicar los
panes y mientras les cuentas hermosas historias. Y los discípulos te acompaña sólo al
sentirse ofuscados por la esperanza de un reino terrestre, pasando por alto tu anuncio de
la futura crucifixión. Pero entonces empieza la lucha por arrojarte fuera. Al apartarse de
tu gracia, se cierran a ti. Te has convertido en la pelota, y el juego consiste en que cada
uno debe tratar de desprenderse de la pelota lo antes posible. Las más de las veces
resultas una carga para aquellos que están cerca de ti: a partir del Nuevo Testamento, a
partir de la Iglesia comienza a rodar la piedra. En la figura del primero te traicionamos
todos, en la figura del segundo, que elegiste como roca, te negamos todos, en la parábola
de los restantes te dejamos todos que estés solo. Y expulsado de tu Iglesia caes en manos
de tu antiguo pueblo, de los judíos; caes dentro del seto de la Alianza que tú erigiste en
torno a Israel. Sin embargo tampoco aquí recibes una calurosa bienvenida. Ayer existía
esta alianza y mañana, si viene el Mesías, nuevamente existirá. Pero hoy no conocemos
más rey que al César. Y la pelota sigue rodando, fuera del seto de la Alianza y retorna al
pueblo de fuera, al pueblo de los paganos. Por un momento parece como si hubieras
logrado aquí un lugar. “No encuentro culpa en este hombre.” Pero también aquí resultas
inoportuno, como siempre, pues estorbas los círculos políticos. Sólo resultas oportuno
para que, enviado a Herodes, te conviertas en la piedra que se desliza en la escena del
juego de poder. No te ha acompañado mucho el éxito como realizador de milagros, y
vuelves rodando al punto de partida y ya no te soporta el sensible suelo de la tierra.
¡Fuera y arriba! Mortificado y martirizado hasta la muerte por aquellos que no saben lo
que hacen, lleno de ignominia y blasfemado por aquellos que no pueden hacer otra cosa
que saberlo, eres arrojado ahora del todo afuera, subido como una hostia sobre la tierra,
que te rechaza, levantado hacia el indiferente cielo.
Porque ya ni el Padre te quiere. El ha amado el mundo de tal manera, que te ha
entregado a ti para su salvación. Te ha abandonado a ti en favor de ellos, ya no puede
necesitarte - ¡palabra de honor! -. Tienes que ver por ti mismo como te las arreglas con el
mundo. Con este mundo que ya se las ha arreglado contigo. El mundo es redondo y
cerrado. Tú estás fuera de él y no tienes parte en él. Y en ese momento eres su rey. Y
todos nosotros doblamos nuestra rodilla y exclamamos: ¡Salve, rey de los judíos!, y lo que
querríamos decir, es: ¡crucifícale, crucifícale!, pues te has convertido en hastío para todos
nosotros y en la carga más pesada, márchate de aquí y sigue realizando la obra de la
redención, a la que te entregaste. ¡Crucificadle, para que seamos redimidos por él!
¡Crucificadle, para que seamos redimidos gracias a él! ¡Márchate, tolle, crucifige!

VI
¿Sabes, Señor, lo que has elegido? ¿Ves claramente las consecuencias de tu
obediencia? En la administración de la naturaleza se disuelven los restos venenosos y las
heces de los animales y de los hombres, el sudor se evapora, las lluvias y los fríos
arrastran la inmundicia, los cadáveres se pudren, ni siquiera el vaho venenoso de las
grandes ciudades puede enturbiar el sereno cielo. Pues las materias mismas no son
impuras sólo cambian su estado. Pero en la administración del corazón las cosas son
diferentes. Allí domina el mal, que no tiene naturaleza, sino que es antinatural, y se va
amontonando en cúmulos cada vez mayores, pues de por sí no se deshace, y ningún
poder del mundo (ya lo sabes, los hombres lo ignoran naturalmente) puede borrarlo. En
el norte de Francia se ven fábricas y junto a ellas se elevan las negras escorias altas como
montañas, diez veces más altas que los tejados de la ciudad; las funestas colinas, en las
que sopla una maldición, tratan en vano de ser una parte del paisaje. ¿Y tú quieres
demoler las torres y montañas del pecado? ¿Y tú quieres vaciar este mar de venenos
infaliblemente mortales? ¿Quieres transforma su noble corazón en un depósito
clarificador del mundo?
¿Pero cómo vas a soportar el contacto incluso de un solo pecado, tú que eres
totalmente puro? Date cuenta, te estremecerías, hasta lo más profundo de tu ser, si al
pasar por la calle te rozara uno de nosotros. Y si contemplas su alma y si miras al fondo
de la muchedumbre de gusanos, y lanzas una mirada retrospectiva a los años pasados, y a
lo que se ha depositado en ella de maldad pequeña y cobarde: te digo que lo vas a pasar
muy mal. Sin embargo no basta con rozar a este pecador, el soportar durante un
momento su contacto, sentir en tu rostro su apestado aliento. Tú tienes que esforzarte
por tomar sobre ti sus pecados, y declararte uno con ellos, no sólo considerarlos desde
fuera, sino gustar desde dentro su naturaleza, su malicia; tienes que representarte y
hacerte a la idea de que no se trata de tus propios pecados precisamente. Ahora te
pertenecen a ti, siendo totalmente indiferente el que los hayas cometido tú mismo o no.
No te puedo contar lo que se oculta en un alma, ya se trate de pecados perceptibles,
conocidos, de los cuales tiene conciencia y que de vez en cuando le supone una pequeña
carga, de pecados medio conscientes y olvidados hace ya mucho tiempo- pues el hombre
no soporta durante largo tiempo su ignominia, la olvida gustosamente -, y finalmente
pecados inconscientes: todos estos pecados posibles, de los que él es capaz, para los que
de su parte nada falta sino el estímulo externo, la ocasión, el trato, la seducción, y las
malas compañías. No te puedo describir todo esto detalladamente, nosotros los hombres
no somos conscientes en absoluto del número y del peso de nuestra culpa; o la medimos
invirtiéndola totalmente, y las pequeñeces que nosotros pasamos por alto plenamente,
pesan mucho en las balanzas de la eternidad. De este modo el hombre piensa las más de
las veces sólo en las malas acciones que ha cometido, y los malos pensamientos que ha
fomentado, y como nadie los ha visto, le parecen sin importancia. Pero tú te encontrarás
con algo diferente que él mismo no ve: el vacío. La falta de amor. La imprescindible e
irrecuperable falta del bien que le ha sido destinado por Dios. El hueco que él mismo no
percibe, porque él mismo está hueco. Pero tú, que eres la plenitud del amor y de la
acción, gritarás en este vacío, te congelarás en este invierno de amor. Y no serán los
grandes pecados los que más te hagan sufrir. Estos son redondos y fácilmente
reconocibles, y con un poco de ánimo los puedes tragar como si de una bagatela se
tratase. Pero ¿qué haces tú, el Grande, con las sabandijas? Pues el pecado las más de las
veces es pequeño; es insignificante, sin magnitud y sin dignidad. Es la pequeñez misma, y
viscosa hasta la repugnancia. Tú lo sabes: ese regatear, esas cuentas sin fin. ¿Hasta dónde
puedo llegar sin tener que confesarme? ¿Qué puedo permitir todavía a mi deseo de
placer? ¿Dónde está el límite entre el pecado venial (¡yo lo tomo sobre mí!) y el pecado
mortal? Estos pactos comerciales con Dios. Así es la mayor parte de nosotros. ¿Qué
pensarías tú de este nuestro modo de actuar; Hijo del amor? Una vez blandiste un látigo y
azotaste las almas comercializadas en el templo arrojándolas de la casa del Padre. Ahora
tú estás encadenado y todos ellos se mueven de un lado para otro y se acercan a ti y
deslizan por tu garganta sus inmundicias. Ten en cuenta que tú no desprecias ni uno sólo
de esos pecados “pequeños” ni los pasas por alto, pues tú debes gustar cada uno de ellos
separadamente, de lo contrario, tu obra no sería completa. Ya un solo día de un solo
hombre, es una cadena ininterrumpida de pequeñas traiciones, de inocentes puntadas
contra el amor. Ah, tu labor es grande. Pero hay muchos de esos pecados, tu Padre los ha
creado innumerables como la arena del mar, y caerán sobre ti como plaga de langostas y
no quedará en ti hoja alguna verde.
Tú has aceptado el soportar esta ignominia. Y de hecho todo el mundo tiene que
hacerlo. Ellos mismos no lo hacen. Ellos saben muy bien hacer cosas ignominiosas, pero
piensan que lo vergonzoso de sus acciones se evapora sin dejar rastro y se sumerge en el
olvido del tiempo. Ellos nada saben del libro de la vida y de la memoria de eternidad.
Ellos sacuden su ignominia de sí, y prosiguen su camino aliviados. Pero sobre ti llueve
esta vergüenza, esta afrenta de siglos, un torrente inmenso. Una lepra millones de veces
repetida te cubre, y te sumerges en una cloaca inmunda. ¿Qué significa la ignominia? Es
poco estar en la picota, pues en definitiva los que están allí abajo, que contemplan
mofándose al reo, son todos ellos pecadores, y hasta es posible que algunos de ellos lo
sientan. Tener que desnudarse completamente en una velada seria es poca cosa, pues
todo el mundo tiene el cuerpo bajo el vestido. Tener que anunciar ante todo el mundo los
pecados más ocultos es poca cosa, pues en cada periódico leemos todos los posibles
crímenes de los hombres. Pero la afrenta misma, la afrenta en sí, que nadie de nosotros
quiere sentir y ha sentido - ¿qué es eso?-. Tú lo experimentarás. Te avergonzarás ante
todo el mundo, ante las piedras muertas del Monte de los Olivos, ante toda criatura y
sobre todo ante tu Padre; querrías sumergirte en el abismo y arrastrarte a cualquier
agujero pero tú mismo eres el abismo y el agujero. Y no creas que no se te presta
atención. Todos nosotros te miramos, todos nosotros vemos en ti nuestra afrenta y en ti
la despreciamos.
No puedes desprenderte del asco que sientes. Pues ahora tú mismo eres la
repugnancia, todo lo vulgar ha hecho presa de ti y ahora no sólo a ti mismo, sino a todos
nosotros nos causas espanto. Nosotros somos la sociedad de los hombres decentes, tú
estás fuera. Nosotros podemos excusarnos mutuamente nuestras pequeñas debilidades y
volvernos a quitar el sombrero unos ante los otros, pero de ti sólo podemos apartarnos
con desprecio. Constituimos una sociedad, un anillo cerrado, y sería intolerable pensar
que un ser como tú pertenece a nuestro círculo.
¿Te sobreviene finalmente el temor? ¿Temor, del que los hombres nada saben? No el
temor ante el infortunio que amenaza, ante una catástrofe determinada. Pues una
angustia así es limitada, tiene su objeto, y la conciencia del hombre se ve conducida hacia
ella. Y en nosotros, los hombres, la esperanza permanece siempre junto a nosotros como
acompañante inseparable de la angustia. Quizá todavía me puedo salvar de la casa que
está en llamas; quizá pueda todavía alcanzar la galería que ha sido cegada, quizá en el
último momento reciba todavía la liberación. Lo que tú sufres no es una angustia con una
forma concreta. Se trata de un mar de angustias sin orillas, de la angustia-en-sí. La
angustia que es el núcleo del pecado. La angustia, el temor ante el juicio ineludible de
Dios. El temor del infierno. El temor de no ver ya más en la eternidad la faz del Padre. El
haber sido apartado definitivamente del amor y de toda criatura. Tú caes en el abismo sin
fondo, estás perdido. Este temor no está limitado por el tenue rayo de la esperanza. Pues
¿en qué podrías esperar todavía? ¿Puedes esperar que todavía el Padre te conceda la
gracia del perdón? No va a hacerlo, no puede, no quiere hacerlo. Y sólo por el precio de tu
sacrificio perdonará al mundo. Al mundo –no a ti -. No se puede hablar en absoluto del
más allá de tu temor. ¿Misericordia? Pero si tú eres la misericordia de Dios, y esa
misericordia consiste en que tú perezcas. Uno tiene que cargar con el pecado y ése eres
tú. Tú mismo lo has querido. ¿Quieres apartar de los hombres el rayo de Dios? Así el rayo
se dirige precisamente sobre ti.
“Padre” exclamas, “si es posible”. Pero resulta que no es posible. Ha desaparecido
toda fracción, toda brizna de posibilidad. Tú clamas al vacío: ¡Padre! El eco responde. El
Padre no ha oído nada. Has caído demasiado abajo, cómo iban a oírte allá arriba en el
cielo. Padre, yo soy tu hijo, tu hijo amado, nacido de ti antes de todos los siglos. Tú has
sido mordido por la lepra de toda la creación, ¿cómo iba él a conocer tu rostro? El Padre
se ha pasado a tus enemigos. Juntos han fraguado contra ti el plan de la guerra. Ha amado
tanto a tus asesinos que te ha traicionado a ti, su Hijo unigénito. Te ha abandonado como
a un puesto perdido, te ha abandonado como a un hijo perdido. ¿Estás seguro de que
todavía existe? ¿Existe un Dios? Si existiera Dios, sería el amor, no podría ser la misma
dureza, más hermética que una pared de bronce. Si existiera Dios debería al menos
manifestarse su majestad, deberías al menos sentir un aliento de su eternidad, podrías al
menos besar la orla de su manto, cuando en su dignidad se alejara de ti y te pisara sin
consideración. ¡Ah, qué gustosamente te dejarías pisar por el adorado pie! Pero en lugar
de mirar fijamente a los estrellados ojos de Dios, contemplas el vacío de una negra
cuenca. Ahora pasas vacilante hacia los hombres, para reanimarte con su calor animal, ya
que el eterno amor está muerto para ti, y el frío del mundo te rodea con su hálito helado.
Pero los hombres duermen. Deja que duerman, deja asimismo que duerman tus
discípulos; nunca comprenderán que Dios ya no ama. Pasa por tu alma como un rayo de
luz: que me abandone con tal de que a cambio ame solamente a los hombres. ¡Si tengo
que ser el precio del rescate, las tinieblas eternas no son un precio exagerado a cambio
de la luz eterna - ¡mi Luz eterna! - que ahora van a heredar en mi lugar! Padre, que tu
voluntad se haga en ellos y también en mí. Tu voluntad amorosa en ellos, tu voluntad
airada en mí...Pero el ángel fortalecedor te abandona nuevamente, y por la izquierda se te
aproxima Satán. El te muestra el mundo. La humanidad que pide la redención. ¡Puedes
quizá resistir esta mirada! ¿Entiendes lo que ves ahí? Voy a decirte sencillamente de qué
se trata: has realizado en vano tu obra. Antes del nacimiento de Cristo - después del
nacimiento de Cristo: todo sigue siendo igual a grandes rasgos. Habíamos esperado un
torrente de gracia, pensábamos que Dios de acuerdo a su promesa derramaría su
Espíritu, y que un Reino sagrado surgiría al final de los tiempos. Pero nada en absoluto
variará. Algunos de tus discípulos contarán algo acerca de tu existencia, la gente
escuchará, sorprendida durante un momento, esta nueva leyenda y durante cierto
tiempo parecerá como si tu Iglesia poseyera una nueva vida espiritual, una fuerza de
arriba para la transformación del mundo. Pero este mundo empieza ya a desteñirse,
pintará sus mejillas con los colores de moda en el mundo, pronto se preguntará a la
Iglesia qué es lo que de nuevo ha traído en realidad. Y esta pregunta tendrá su
justificación. Se preguntará qué pruebas aporta. No se le preguntará por las
demostraciones de los libros ni por las pruebas respecto de la legalidad de su misión,
sino que se le preguntará por las pruebas de fuerza. Y como ella misma está implicada en
el pecado original, y porque el pecado de los cristianos es más grave que el pecado de los
judíos y paganos, por eso su voz estará velada, tartamudeará y a lo sumo dirá cosas
estúpidas, inútiles y patéticas. Y se las perseguirá, porque ha engañado al mundo con
promesas brillantes y esta persecución será justificada. Pero el engaño revertirá sobre ti,
que la has fundado y enviado. Serás culpable de que los hombres pierdan su infantil fe en
los dioses, y que ahora, por la desesperada decepción sufrida en ti pasen a un ateísmo
decidido. ¿Ves lo que has organizado con tu redención? Querías traer luz a los ciegos,
pero ahora, al hacerse videntes, son doblemente culpables. Antes te crucificaron y no
sabían porqué lo hacían. Su pecado se parecía a la crueldad innata del animal de presa;
era naturaleza. Pero ahora saben lo que hacen; tú has quitado el velo del misterio del
amor eterno, los has situado inmediatamente ante el triple abismo de Dios, como
misterio de la economía divina. Ahora su pecado es una rebeldía contra el amor. Lo que
era venial y excusable, se ha convertido por ti en mortal e imperdonable. Antes ellos
disparaban contra el cielo dardos infantiles, pero tú has puesto en sus manos dardos
agudos, envenenados, con los que atacan el blanco del corazón de Dios. Te has
equivocado en tus cuentas. Has creído que ibas a traer la redención, y en realidad has
decuplicado el pecado. De cien maneras tomarán ocasión de ti para el pecado. Les
servirás de escándalo con tu doctrina, se sentirán escandalizados con cada una de las
frases de tu discurso. Con razón, como lo concederás tú mismo; pues son confusas y para
la gran masa resultan peligrosas. Todo error, toda estupidez revertirá sobre ti y se
cubrirá de tus palabras. Semejantes a las furias destrozarán tu Evangelio y agitarán unos
contra otros los sangrientos despojos. Y además tus fieles pecarán contra tu redención:
pues el amor de Dios se ha hecho barato y por pocas monedas de arrepentimiento se
puede obtener en el automático de la confesión tu absolución. Entiendes lo que has
hecho: les has facilitado el pecado. ¡Tu redención es una ignominia, redime al hombre
para el pecado! Se te debería evitar, se debería hacer un amplio arco en torno a ti, pues
eres un seductor de la humanidad. Eres un peligro para todos aquellos con los que te
encuentras. Eres una enfermedad infecciosa. Créeme, los hombres son mejores si se les
conserva en su naturalidad y en sus instintos. Todo lo que tú consigues es darles una
mala conciencia.
No, tienen razón al rechazarte. Ellos no quieren tu ofrecimiento, que concluye con
una pérdida semejante. Lo que ellos necesitan es pan y amor – el amor que ellos conocen
ya y que tú no conoces, tú que eres virgen -, ellos no comprenden más. Tu religión es
nada para las masas. Tus sacerdotes anuncian desde el púlpito tus exigencias, pero nadie
las va a cumplir, y muchos se admirarán de cuán ajeno al mundo eres. A muchos, a
muchos trastornarás las cabezas y las conciencias para que ya no conozcan lo que
propiamente vale.
Pero todavía estoy viendo a tus elegidos, a tus amigos especiales, a las niñas de tus
ojos. Tus santos. No voy a ponerlos bajo la lupa, no voy a examina como se opusieron a tu
amor con pies y manos, hasta que finalmente has demolido su fortaleza por la fuerza.
Pero ¿qué les regalas a cambio? Tu cruz, tu vía crucis. El Padre te ha abandonado, y ahora
por tu parte tú los abandonas a ellos. Tu amor es cruel. ¿Qué clase de redención es ésta?
¿No podías llevar tu cruz de una vez por todas? ¿Eres tan débil que otro tiene que
arrastrarla en pos de ti? Tú te ofreciste, grandilocuente Atlas, para llevar sobre tus
hombros el peso del mundo. Tú has sobreestimado tu fuerza: en el breve camino te caes
tres veces, y Simón lleva tu madero. ¿No puedes dejar por fin en paz a los tuyos? Los
entregas a las bestias salvajes, los dejas arder como antorchas vivientes, son
atormentados en campos de concentración lenta y diabólicamente hasta la muerte. No
basta con esto; los entregas a todos los demonios, los arrojas a la misma cueva del temor,
repugnancia, y los dejas, como dice tu Apóstol, como basura y escoria del mundo para
desprecio de tu creación. En su cuerpo tienen que completar por ti lo que todavía falta de
tu pasión, lo que tú no comprendiste a sufrir limpiamente.
Pues naturalmente a la pasión correspondía un corazón grande y fuerte. Pero el tuyo
es pequeño y débil y completamente impotente, de manera que ni tú mismo lo reconoces.
Y para sufrir había que poder amar. Pero tú ya no amas; tu amor, que en otros
tiempos vibró altamente como una campana profunda, resuena quejumbrosamente como
la carraca del Viernes Santo. Sería demasiado fácil sufrir si se pudiera amar. Pero se te ha
quitado el amor. Lo único que todavía sientes es el vacío ardiente, el hueco que ha dejado.
Sería una alegría para ti el poder amar todavía a lo largo de la eternidad desde lo
profundo del infierno al Padre que te arrojó. ¿Querrías entregarlo todo, no es cierto? No
es arte alguno el darlo todo mientras todavía se retiene el amor. Pero la cosa se pone
seria cuando el amor se entrega a sí mismo. El amor era el corazón de tu corazón, el pan
de tu alma, la eterna respiración de tu persona. Tú vivías del amor, no tenías otro
pensamiento que el amor, tú eras el amor. Ahora te ha sido quitado: te ahogas, sientes
hambre, te has enajenado a ti mismo. Mueres la auténtica muerte de amor; pues el amor
agoniza y se encuentra ya en los últimos momentos.
Todo esto tiene que ser así. Y tiene que estar oculto y los hombres no lo sospechan.
Ellos pasan de largo alejándose de esto como a través de obscuros canales y conductos,
esas catacumbas del horror bajo la gran ciudad. Allí arriba brilla el sol, los pavos reales
abren su cola, la alegre juventud alborota con sus vestidos ligeros mecidos por el
viento - y nadie sabe el precio.

VII
Si tienes fuego en casa, cuídalo bien en un hogar incombustible, cúbrelo, pues si una
sola chispa de él sale fuera y tú no lo adviertes, serás tú con todas tus cosas pasto de las
llamas. Si tienes al Señor del mundo en ti, en tu incombustible corazón, cuídalo bien, vete
cuidadosamente con él, que no empiece a exigirte y ya no sepas a donde te lleva. Ten las
riendas fuertemente de la mano. No abandones el timón. Dios es peligroso. Dios es un
fuego devastador. Dios ha puesto sus miras en ti. Escucha su advertencia: “Quien pone la
mano en el arado, y vuelve la vista atrás, no es digno de mí. El que no me ama a mí más
que a su padre y a su madre, más que a sus parientes y a su patria, sí, más que a sí mismo,
no es digno de mí.” Presta atención, él disimula, empieza por un pequeño amor, por una
pequeña llama, y antes de que te des perfecta cuenta, te coge por entero y ya estás preso.
Si te dejas coger, estás perdido, pues no hay fronteras hacia arriba. El es Dios, y está
acostumbrado a la infinitud. Te succiona como un ciclón, te mete en el remolino
zarandeándote como una tromba de agua. Sé previsor: el hombre ha sido creado para la
medida y el límite, y sólo en lo limitado encuentra descanso y felicidad; pero éste no
conoce la medida. Es un seductor de corazones.
¿Le ves cómo está sobre las gradas del Templo en medio de la burbujeante multitud?
¿Cómo extiende los brazos y eleva la voz? La cual sólo basta para mover un corazón
humano desde sus cimientos: “Si tenéis sed, venid a mí y quien crea en mí que beba de
mí.” Pues dice la Escritura: “Ríos de vida eterna fluyen de él”. Cuídate de esta bebida.
Pues ya lo dijo a aquella mujer: “Todo aquél que bebe agua de la tierra, volverá a tener
sed. Pero el que beba del agua que yo le daré no volverá a tener sed jamás.” Cuídate; pues
también está escrito: “Quien bebe de la sabiduría, volverá a sentir sed una vez más.” Me
temo que quien bebe de esa agua se enterará por vez primera de qué es sed, y cuanto
más insaciablemente empiece a beber, su dolor resultará tanto más insoportable.
Incorporado a la ley de lo infinito, sucumbirá al vértigo. Presta atención al hecho de que
invita a perder el alma para ganarla. Se refiere al amor. Anima a los hombres a realizar lo
imposible. No comprende que han sido creados para la felicidad limitada: un par de años
en común con un ser querido, un paseo por el campo, o sencillamente un plato de fresas.
Un cuadro, un libro, un banco a la sombra. Una estufa agradable. Un paseo a través de la
noche. El rumor de una batalla. La majestad de una muerte. Siempre un sentido eterno,
reprimido en la exacta figura de un momento. Esto es bastante e indescriptible. Aquí es
donde madura y se redondea al mundo como un fruto en sí mismo y con su divino
sentido cae a los pies del Eterno. Pregunta a los poetas.
Pero para nosotros es un peligro. No estuvo bien de su parte el manifestarse de ese
modo, pues sus palabras suenan como una revuelta abierta: “He venido a traer fuego a la
tierra, y ¡qué más quiero sino que arda!” Si hubiera reservado para sí la sobremedida de
su alma, o si por mi causa hubiera hecho inflamarse todo el fuego de artificio de su amor
de redención como espectáculo único ante los maravillados ojos de los espectadores, no
habría nada que objetar. Podríamos aplaudir con reconocida aceptación, podríamos
ofrecerle una “aprobación estruendosa y de larga duración” por ese inesperado y gratuito
enriquecimiento de la creación con motivo tan festivo. Podríamos sentirnos orgullosos de
que el reparto artístico del corazón humano, tan rico ya en extraordinarios acróbatas,
haya dado fin y coronado su ejecutoria con el salto mortal de Dios. Pero no se conforma
con esto. El presenta su salto mortal como un prototipo, e invita a los hombres a salir de
sus límites para hacer lo mismo, para arriesgarse a esta aventura infaliblemente mortal.
Su fuego debe continuar ardiendo. Algunas veces resulta que un alma salta por los aires
como la dinamita, y en una amplia zona las ventanas saltan hechas añicos y las paredes
de las casas tiemblan.
¿Qué se hace cuando amenaza un gran fuego? Se le rodea. Se procura limpiar cuanto
le rodea, y si es necesario, se acude a la dinamita y se derrumban barrios enteros. Se abre
a través del bosque una vereda, o si es un valle el que arde, se abre una amplia zanja.
También nosotros tenemos que empeñarnos en poner un dique a este fuego. Se crea en
torno a él un espacio sin aire en el que ni el fuego ni el amor pueden respirar. ¡Ahogadlo -
aunque suavemente -!
Cogedle la palabra, es lo mejor que podéis hacer: “Mi reino no es de este mundo.” Ahí
tenéis la llave. Su Reino no es de este mundo, no es este mundo. ¡Qué grandioso! ¡Qué
celestial! Posee un reino superior. ¡Elevadlo, subidlo a ese reino superior! Dejadle con su
reino, entonces él tendrá que dejarnos con el nuestro. No tenéis por qué enseñarle la
puerta groseramente; hacedlo con nobleza: podéis dejar de venerarle, dejar de
cumplimentarle en el mejor y menos sospechoso de los sentidos. No le discutáis nada,
más bien concedédselo todo: que procede de arriba y nosotros de abajo, que El es la luz
del mundo, y que las tinieblas no han comprendido que El ha venido para volver
nuevamente a su Padre. Pues entended: El quisiera la proximidad, quisiera habitar en
vosotros y mezclar su respiración con vuestro aliento. Querría estar con vosotros hasta el
fin del mundo. El llama a todas las almas, se hace pequeño e insignificante, para poder
participar de todos vuestros pequeños negocios y preocupaciones. Se presenta
suavemente para no molestar, para no ser conocido, para estar de incógnito, en medio de
todo el barullo del mercado anual. Busca confianza, intimidad, mendiga vuestro amor.
Aquí se impone mostrarse inflexible. No borrar los límites. El es Dios, pues que siga
siéndolo. Que no se rebaje. Es temor de Dios recordarle lo que El se debe a sí mismo. Si de
pronto abandona el trasfondo y trata de apoderarse de vuestro corazón es una de sus
famosas incursiones, para que éste se abra plenamente, arrojadlo fuera y decidle con
humildad: ¡Señor, apártate de mí, que soy un pobre pecador! Una distancia evidente. Y si
El os mira dolorosamente y con mudo ademán trata de haceros ver su soledad:
permaneced firmes, mostradle vuestra pleitesía y decid: Señor, no soy digno de que
entres en mi casa (el resto lo podéis dejar). O si El os invita a su casa, ¡deteneos, no os
precipitéis a lavarle los pies, sin respetar distancias y con familiaridades, ni a darle el
beso ni ungir su cabeza con aceite! Si se sienta en el último lugar, decidle: amigo, sube
más arriba, y obligadle a sentarse en el primer puesto. Adoradle, como cuando se
transfiguró allá arriba en la montaña, edificadle tres tiendas para que viva con sus
íntimos, tened cuidado que no baje de allí.
Todo esto es más fácil de lo que pensáis. Se trata de un pensamiento expresamente
religioso; y ¿qué otra cosa quiere Dios de vosotros sino la religión? El reconocimiento de
la “infinita distinción cualitativa” entre Dios y el mundo. Más dialéctica o más liberal -
esto se deja a vuestra elección.
En la vida pública esto no es difícil. Se impone en ella mantener vigorosamente la
línea de separación que se trazó en otro tiempo. Su Reino no es de este mundo. Por esa
razón no ha perdido nada en los asuntos temporales que nos corresponden. Dejadle sus
catedrales, y que él nos deje nuestros bancos, nuestros negocios, nuestra política,
nuestras escuelas, las obras de nuestra cultura, nuestra patria. Dejadle a él esa zona tan
cuidada, el parque nacional de sus iglesias; nos comprometemos a no cortar árboles ni a
cazar allí, nuestras calles tienen que disponerse en arco en torno a esta zona protegida, y
en ella debe permitírsele el llevar hasta la proximidad de los glaciares a sus pocos
animales montañeses y a sus maravillosos enanos. Si alguna vez alguno de nuestros
investigadores, un filósofo de la religión, se pierde en su jardín y recoge un par de plantas
raras, con las que se encuentra allí a cada paso; si las recoge y las clasifica (de acuerdo
con el más reciente estado de la psicología) - se supone que no tomará a mal este
arranque de sentimentalismo. ¡Aparte de esto ni una palabra sobre él! En vuestros
asuntos políticos del estado cuidad de que, de acuerdo con las leyes inmanentes de la
razón y de la humanidad, os adelantéis a practicar la beneficencia y la promoción de la
autoconservación. Aun cuando en el terreno de la moral privada la caridad
desinteresada goce de cierta justificación, el estado como realidad global y la nación
deben ser edificados sobre el sólido fundamento del interés colectivo para que sucumba
inmediatamente a una utopía alejada de la realidad. Por consiguiente ni una sola palabra
acerca de él en vuestras asambleas, ni una palabra sobre él en vuestros editoriales, ni una
sola palabra de él en vuestras conferencias de la paz. El mundo es el mundo. Será
aconsejable el reducir a los clérigos al ámbito de la Iglesia, y no concederles el derecho o
poder en las cuestiones públicas. Además con esto le hacéis un servicio, pues desde
mucho tiempo atrás la política ha corrompido a la Iglesia y ha comprometido su
influencia. Será oportuno preocuparse de la precisa separación den las escuelas de las
especialidades profanas y de la religión; si la “enseñanza de la religión” es una
especialidad marginal cuidadosamente aislada junto a las otras veinte especialidades,
entonces el peligro de una invasión no podría ser ya grande. El alumno comprenderá por
sí mismo que aquí se trata de una especie de especialidad libre sin importancia práctica,
y en todo caso sin influjo en la nota de los exámenes. Con esto tenéis a la juventud de
vuestro lado. Por el contrario, en los tiempos de crisis no puede perjudicar orientar la
indigencia religiosa creciente -para no dejarla convertirse en una intranquilidad
peligrosa - hacia las instituciones sacrales levantadas en las calles más frecuentadas para
este fin. En ellas todo el mundo puede recuperar fuerzas nuevamente, casi gratuitamente.
Esto pertenece a la higiene de la vida pública y ahorra además la molestia de resolver las
turbias aguas del problema religioso. ¡En todas las cosas la solución es inmunidad contra
el bacilo religioso! Como vacuna y antídoto: las instituciones eclesiásticas. Entonces
tendréis orden.
En la vida cultural hay que llegar a la claridad. Que de lejos pueda reconocerse una
librería religiosa en cuanto tal, y en las restantes librerías en las que cualquiera puede
entrar sin impedimento téngase cuidado que no circulen abiertamente escritos de esa
clase. En el arte hay que cuidarse de que los objetos religiosos puedan caracterizarse
como tales, y que de ningún modo una “atmósfera religiosa” confusa rodee una obra de
arte profana. Los artistas religiosos harán bien en reunirse en un gremio especial hay que
fomentar con todas las fuerzas centros cristianos de formación, con tendencia a
representar lo confesional en la cultura pura, por medio de esto se purificará la restante
atmósfera. Debe presentarse por ambas parte como un logro importante de la nueva era,
como la salvación decisiva, la separación de la filosofía y la teología, la separación de los
órdenes naturales y la fe cristiana, la separación del mundo del pecado y el ámbito de la
redención, la separación de humanidad y cruz. Hay que prohibir como peligrosas para el
estado las sociedades que oficialmente desprecian estas leyes de salubridad pública. Por
el contrario, hay que fomentar aquellas asociaciones que consideran el cristianismo
como demasiado sagrado para la calle, demasiado puro para este mundo, y apuntan a
esos salones consagrados que como piadosas reliquias de la Edad Media, bajo la
protección de la patria, adornan la imagen de las calles de nuestras ciudades. (¡Fomentad
el turismo!).
Pero todo esto no basta. Parece que todavía le queda el reino interior de las almas.
Expulsado de la vida pública puede desarrollar su poder de seducción en la esfera
privada de las conciencias. ¡Redoblad vuestra vigilancia! Aquí hay que advertir a cada
uno personalmente. Puede imponerse como única forma que resulta simple: ateos a la
praxis de la aplastante mayoría de los cristianos; ellos han escogido claramente y de
manera instintiva lo recto. Han hallado el dorado equilibrio entre las inmediatas
exigencias de la vida y aquella imposición totalitaria. En vuestra vida cotidiana erigid en
cualquier parte, en una esquina apacible, una capilla. Poned en ella un altar, y en primer
término un reclinatorio. Allí queda reservado; allí, prescindiendo de la importante visita
de la misa del domingo, podéis visitarle un par de momentos durante el día. “Mis cinco
minutos diarios”.
Para vosotros la saludable gimnasia matinal del alma, para él una señal de que no le
habéis olvidado, de que contáis con él. Le podéis pedir que bendiga los negocios de
vuestro día. Con esto se ha tendido cierto punto. Con esto podéis obtener lo que se llama
“buena opinión” de vosotros, gracias a la cual le prometéis realizar la labor diaria “para
su gloria”. Y entonces fuera, y no olvidéis cerrar con llave el santuario y tener cuidado. En
serio: mirad que no tenga intervención alguna en vuestros asuntos privados. No dejéis
que nadie os intranquilice tratando de demostrar con citas bíblicas y escritos piadosos
que debéis orar en todo tiempo y que tenéis que mantener constantemente trato con él.
No, esto estorbaría vuestro trabajo, que sin duda alguna, es voluntad de Dios y de la
naturaleza. Decidle que le estáis agradecidos de todo corazón si mientras tanto se ocupa
de vuestra redención, os perdona vuestros pecados, os comunica las gracias necesarias, y
que será un placer para vosotros el recibir como conclusión el resultado de sus esfuerzos.
Hasta ese momento hay todavía tiempo, y vosotros no le podéis servir de ayuda.
Pero con esto todavía no se ha conseguido todo. La separación de oración y la vida
diaria es sólo el principio. Queda el tiempo de oración, en el que te enfrentas a él cara a
cara. El tiempo del examen de conciencia, voluntario o involuntario. El tiempo en el que
su inescrutable mirada se encuentra nuevamente contigo y en el que el fuego
domesticado podría arder una vez más. El tiempo en el que un temor íntimo por ti
mismo, un íntimo anhelo de pureza e integridad te sacude y las lágrimas no están lejos.
Momentos peligrosos. El tiempo en que el amor atrae. Mantente fuerte. No seas una
mujer. Dite siempre a ti mismo que sobre sentimientos débiles no se edifica nada
duradero. Estas gracias de blandura no están de acuerdo con tu carácter. ¿Y no has
experimentado siempre que estos sentimientos se mueven sin dejar huella como nubes
errantes y que tras ellas las cosas quedan exactamente como antes? No fundamentes tu
religión en cosas tan poco claras y tan difusas. Quizá en él existe este aspecto
sentimental, pero para ti basta que esté representado en forma de una estampa que
llevarás en tu libro de oraciones. Y si aún así no pierdes de vista su mirada, entonces reza
durante tanto tiempo que llegues a ya no verla. Esto se puede hacer. Alejar a Dios con la
razón. Rezar con tanto fervor, que uno queda absorbido por las propias palabras y ya no
queda tiempo ni posibilidad para oír la voz de Dios. Así se logra alejar con la oración al
Dios que está cerca de nosotros y convertirlo en un Dios lejano. Tú le abrumas con tus
ruegos, hasta que él enmudece con los suyos. Usa de él miles de veces, entonces él no
podrá presentarte demandas. Gracias al cumplimiento de tus deberes religiosos, o lo que
sería más noble todavía, gracias a los voluntarios ejercicios de piedad, te has ahorrado el
tener que escuchar su pesada voz. Créeme, este método es con mucho el mejor, y si le
eres fiel, a la larga o en breve tiempo llegarás a sustituir con tu propia religión la suya.
Entonces tendrás definitivo reposo. Sólo que todo sucede en nombre de la piedad y del
cristianismo. Es esencial que frente a él estés cubierto. Dile que él es Dios, que él lo sabe
todo. Entonces no necesitas hacer nada juntamente con él. O dile que en definitiva tú no
eres más que un hombre, esto le impresionará y le moverá a compasión. O dile que tienes
una confianza ilimitada en su gracia y que con riesgo de tu salvación aceptarías que todo
saliera bien. Esto le impresionará en su amor propio de redentor y le desarmará.
Muéstrale una piedad ingenua, infantil, firme y de una sola pieza, y, abre en dirección a él
unos ojos inocentes, angelicales (“la mirada pura de la criatura”) y no se atreverá a
introducirte en sus trastornadores misterios. Que su Reino no sea de tu mundo. Déjale su
obscuridad, tu luz no necesita comprenderla.
Pero todavía queda la misma Iglesia. Su lugar de refugio. La Iglesia, y las iglesias.
Aquí se ha concentrado él, aquí ha concentrado el poder de su gracia. Aquí hay que darle
un golpe decisivo. Entonces ya no quedará nada de él, entonces habrá perdido el suelo
que le quedaba bajo sus pies, entonces ya de verdad que su Reino no estará entre
nosotros. Pero confiad, también esta batalla está ya casi ganada. Todo se mueve con el
propósito de aislarlo en la Iglesia. Pues también aquí, y aquí sobre todo, querría él tratar
humanamente con los hombres. Aquí, en este terreno, ha inventado la maravilla de su
Eucaristía: él está en ti y tú estás en él. Una fiesta de bodas entre tú y él, fiesta que no
tiene fin, matrimonio que comparado con la unión del hombre y la mujer, la supera hasta
tal punto que esta unión no es más que un breve y pobre remedo. Con este ropaje de pan
y vino quiere vivir corporalmente presente entre nosotros, para participar de las alegrías
y de los sufrimientos de nosotros. Pero ¡recordadle la distancia del respeto! El sentido
simbólico de la Eucaristía. ¡Enseñadle a pensar más escatológicamente! Finalmente
nosotros estamos en el tiempo, él en la eternidad. Y con esto entenderá lo que queréis
decirle, ¡arrojadle fuera juntamente con su sagrario! ¡Queremos pensar de él de una
manera más espiritual y elevada! Que su presencia sea espiritual, que sea espiritual su
Reino. Y ese cortejo humano, demasiado humano de estatuas, confesionarios,
reclinatorios, vía crucis, pinturas e incensarios: ¡fuera este escándalo de proximidad!
¡Una atmósfera clara entre tú y Dios! ¡Fuera este medium confuso, esta meditación medio
humana, medio divina, esta media luz de los sentidos! ¿No resucitó y no está sentado a la
diestra del Padre? ¿Y no va a venir suficientemente pronto para juzgar a los vivos y a los
muertos? Vamos a ser sobrios, y cuando vayamos a la comunión, no olvidemos el
sombrero de copa junto con el devocionario.
También puedes ocultarlo tras las imágenes, tras la Iconostasis. Allá atrás, invisibles
al pueblo profano, los popes realizan su ministerio y sólo desde lejos se oye cómo
resuenan los cantos y campanillas. El misterio es tres veces santo, una imagen y
representación del culto divino celestial, y todo contacto inmediato con él sería una
profanación. Al pueblo le bastan los santos en las paredes de la iglesia, que se muestran
grandes inimitables, en actitudes hieráticas, levantando sus serias manos reservadas.
Podéis dirigir vuestras oraciones a ellos, podéis suplicar su mediación. La elevada luz del
Tabor, en la que se asienta el trono del Señor, podría ofuscaros. Muy pocos llegan a la
dignidad de aproximarse a él en éxtasis y eso después de haberse purificado durante
largos decenios en el Athos. En verdad vale la pena entusiasmarse de la belleza de los
iconos, pues con el mundo espiritual que ella nos revela, nos ha liberado de la
importunidad de su amor.
Y tú, católico, le has llamado prisionero del sagrario. Ahí le retienes tú en garantía, en
el obscuro y dorado cofre. La llave de ese cofre está en alguno de los cajones de la
sacristía. Ahora él se encuentra ahí, y tiene que contentarse si durante el día vienen un
par de viejos y rezan un rosario ante él. “¿Tienes tú idea del abandono y de la soledad?”
Los hombres que están fuera se apresuran tras sus ligeros negocios, con carteras bajo el
brazo y cartapacios y cestos de compra pasan frente a la Iglesia, que como una pared
muerta irrumpe el colorido de los escaparates. Ninguno de ellos piensa en él. Pues ahora
nadie le necesita. Las máquinas de escribir tabletean, las chimeneas humean, los alumnos
resuelven sus problemas, la mujer de casa tiene una gran colada: todo esto sigue su
curso, un engranaje sin fricciones, en el que él nada ha perdido, en el que para nada se le
tiene en cuenta. En alguna parte, durante una misa tardía suena la campanilla de la
consagración - ¿para quién? -. Entonces el sacristán arregla las cosas, cubre el altar y un
silencio de muerte reina en torno al que se tiene por muerto.
El sagrario tiene su ventaja. Se sabe dónde tiene su morada. Y en consecuencia se
sabe asimismo dónde se encuentra. (Uno se defiende más fácilmente con la presencia
general de Dios). Silenciosamente en su rincón sigue tejiendo la obra de la redención. Y
una vez al año, o incluso doce veces se le da el gusto, se le deja que realice en uno la obra
de su amor. Se “practica” (¡Un aplauso para el que inventó esta palabra!) o, más bien se le
deja que él practique con nosotros.
Con frecuencia ha intentado escapar de su prisión. Una vez dio a conocer que quería
una fiesta en honor a la Eucaristía. Así lo sacamos y lo llevamos, una vez al año, por las
calles y los campos. Los espectadores se detienen confusos y se quitan silenciosamente
sus sombreros. Otra vez dejó ver su corazón, rodeado de espinas, cargado de la cruz, y
una gran llama que ya no podía retener que asciende saliendo del corazón. Otra fiesta
más. Se le consagran las casa, en todas partes luce en los cuadros al óleo llenos de
colorido. Todo esto influye peyorativamente en el buen gusto. No se expresa en voz alta,
pero al menos las personas cultas están de acuerdo en que la cosa tiene una notable
aceptación por parte de las personas chabacanas. Sería mucho mejor que se dejara todo
esto en la obscuridad, por lo menos de ese modo, aun cuando se regalara esta cuestión al
olvido, no sería objeto de profanación. Apenas le da la luz, se cubre de una capa de dulce
insipidez. Unos rizos artificiales caen sobre sus hombros, y el doloroso espectáculo le
causa repugnancia al creyente.
No, es mejor que en el futuro se renuncie a tales salidas. Que se contente con su
suerte de redentor. Nos sentimos felices de que haya escogido esta vocación. Sólo que se
cuide de construir su taller fuera de las puertas de nuestra ciudad. Se encuentra en las
esquinas de las calles y ofrece su corazón. Pues está escrito por la Sabiduría que salió a la
plaza y que se ofreció como gran banquete a los invitados, pero en vano. Todos tienen
prisa y pasan de largo. Nadie lo necesita. Ha sacado mal las cuentas. Si se toma en serio, el
hombre, que no puede ensalzar bastante claramente su necesidad de amor, rechaza
rotundamente el ofrecimiento del amor. El se entrega a sus brazos. Una voz interior le
advierte: no te des a él. El peligro es demasiado grande. Dile que lo sientes. Tú has
comprado una granja, has alquilado para hoy una yunta de bueyes, has tomado mujer,
que te basta provisionalmente. De veras que lo sientes. Los pájaros tienen sus nidos y los
zorros sus madrigueras, pero el Hijo del hombre - y precisamente esto es lo que sientes
de veras - no tiene nada, ni un amigo ni un corazón humano donde apoyar su divina
cabeza.

VIII

Tú estás en la prisión y yo estoy en la prisión. Yo sé, Señor, que tú estás en la cárcel


por mi amor, y sólo porque yo permanezco en la mía, tú permaneces en la tuya. Ambos
estamos relacionados, ambos somos una misma y sola prisión. Si tú pudieras liberarme
de mi andadura, tú serías libre; entonces se desplomaría el mundo que nos separa a
ambos y gozaríamos de la misma libertad. Quizá también yo podría liberarte, al
liberarme a mí mismo y también en ese caso ambos nos veríamos libres. Pero ésta es,
precisamente, la cuestión. Pero esto es lo que precisamente tú no puedes, y yo mismo no
puedo.
Conozco el misterio: quieres compartir mi destino. Pero yo estoy profundamente
sumergido en mí mismo, y yo no puedo hacer saltar las puertas de este infierno. Tú creías
que saltaría entre los dos más fácilmente, y te ofreciste a ayudarme. Te sumergiste en mi
infierno. Pero como mi soledad es solitaria, también la tuya lo es. Y ahora, separados por
el muro, estamos esperando el uno al otro. Yo sé perfectamente que la culpa es mía, y que
tú nada tienes que ver con esto en absoluto. Tú has hecho todo lo que era posible. Tú has
padecido, has expiado en sustitución mía, has pagado todo por adelantado hasta la última
gota de tu sangre. Pero hay una cosa que tú no puedes, y precisamente tampoco puedo
hacerla yo. Yo debería..., pero no puedo. Yo debería quererlo pero no quiero quererlo. ¿De
qué se trata, cómo se entiende esto? No lo comprendo. Quiere decir esto que tú has
borrado y expiado el pecado, tú lo has extinguido, no sólo lo has cubierto, y ya en
adelante no existe más a los ojos de Dios. Pero el pecado es esto: que yo no quiero lo que
Dios quiere. Y no veo cómo podría quebrarse en mí esta resistencia. No veo cómo podría
horadarse este muro de la prisión que me tiene encarcelado.
¿Entiendes, Señor, lo que quiero decirte? No resulta fácil explicártelo a ti. Pues yo
mismo no sé exactamente como sucede, que relación tiene todo esto entre sí. Cuando me
pongo a pensar en esto, resulta algo así como una maraña inextricable, y mi alma se
encuentra aprisionada en ella; quizá se trata de la oveja que estaba enredada entre las
zarzas. Voy a intentar contártelo.
Primeramente todo es muy fácil. Yo veo que no puedo lo que quisiera. Sé asimismo
con toda exactitud lo que debiera. Me lo has dicho tú con frecuencia y también me lo ha
dicho el sacerdote, y hasta yo mismo me lo he dicho. Por lo tanto en esto no hay fallo
alguno. Lo que falla es la voluntad, poder querer. Hay en mí una voluntad, que quiere; y
hay en mí otra voluntad que no quiere (¡la misma!). “Lo que hago me resulta
incomprensible, pues no hago lo que quiero, el bien, sino que realizo lo que aborrezco, el
mal. La voluntad del bien está en mí, pero no la realización. Yo hago no precisamente lo
que quiero, el bien, sino que hago lo que no quiero, el mal. De acuerdo con el hombre
interior siento alegría por la ley de Dios, pero en mis miembros tengo otra ley, que se
opone a la ley de mi espíritu y me mantiene aprisionado bajo la ley del pecado, que
domina en mis miembros. ¡Qué pobre hombre soy! ¿Quién me salvará de este cuerpo
mortal?” De este modo me encuentro dividido en mi voluntad más íntima, y precisamente
cuando quiero, a la vez también no quiero. Y por eso desde el fondo de la cárcel de mi no-
querer clamo a ti: ¡Haz que quiera!
¿Pero se puede orar así? Tú puedes darlo todo, toda facilidad, toda gracia -claro que
debo ser yo mismo quien quiera y dé el paso decisivo. Me encuentro en el lecho de mi
placer y este placer me repugna, y quisiera desligarme y levantarme. Y no me falta nada
más que la decisión, el acto que realmente lo ponga en práctica. ¿Puedo decir al amigo
que está junto a mí y que quiere ayudarme: dame la decisión? El me puede mostrar
razones, darme alimentos que me fortalezcan, extenderme su mano - pero ¿cómo podría
darme ese punto de libertad que es imparticipable; ese chispazo de voluntad real? - En
ninguna parte sino en mí mismo puede proceder esa acción. Pero yo no quiero. Pues yo
amo mi placer, esta amargura me resulta dulce, no puedo decidirme a rechazarla. Y aun
cuando me forzara a ello externamente y me encadenara externamente, sin embargo mi
alma no se habría apartado de ese placer por esta razón. Sólo por falta de ocasión
próxima dejaría de pecar durante cierto tiempo. Con frecuencia me parece inconveniente
el atosigarte con súplicas que no han sido concebidas seriamente. Mientras que una de
mis manos plegadas ora: líbrame del mal, la otra se lamenta: perdóname y déjame
todavía el querido mal. Plegaria tras plegaria sube hacia ti y ninguna de ellas es total y
verdadera. Mientras yo hable, parte a la vez de mí otra voz como un eco diabólico: Venga
a nosotros tu Reino - venga mi reino. Hágase tu voluntad - que se haga mi voluntad. El
pan de cada día dámelo - déjame el pan de cada día. Si yo fuera un santo, entonces quizá
mi voz callaría, y podría amarte de todo corazón y cumplir tu ley con la voluntad perfecta.
Pero soy uno de entre tantos, y como mi voluntad no es más que media, también lo es mi
oración; por esta razón temo mucho que no puedas tú secundarla y que te apartarás de
mí, al igual que arrojas a los tibios.
Y ahora es cuando llego a lo peor, y aquí el matorral resulta inextricable. Sino puedo
realizar inmediatamente la totalidad, debería poder realizarla paulatinamente. Querrías
verme avanzar, fortalecerme lentamente, sanarme. Los pequeños pasos que realizara
podrían conducirme poco a poco hacia el objetivo en lugar de sufrir una transformación
repentina. Pero la cosa no es así. A mí me parece que más bien se da el caso contrario.
Como durante la juventud mi cuerpo creció, así creía yo que mi espíritu progresaría. Se
había apoderado de mí un sueño paradisíaco, sin saber si se trataba de una realidad ya
pasada o futura. Una imagen oscilaba delante de mí, evocadora y hechicera. No sabía
cómo lograrlo, ni me importaba el modo, pues creía que todos mis caminos, incluso los
más confusos, se dirigían hacia él, y con toda seguridad, infaliblemente, un lejano día, lo
conseguiría. Se trataba de un espejismo del desierto. Paulatinamente el curso de la vida
empezó a detenerse, empecé a pisar tierra firme, la hermosa imagen que pendía sobre mí
se hizo pálida y difusa. Se transformó en una estrella y en un ideal, cuya inaccesibilidad
es una parte de su hermosura. Como una ciudad sumergida, que en las apacibles tardes
se puede ver en el fondo debajo de la barca - pero el lodo y las algas se entremezclan
ininterrumpidamente como un velo sobre ella - sin embargo pronto ya no se podrá
distinguir sino un par de bloques informes y obscuros. Todo proliferó como un arbusto
de rosas con espinas. Empecé a interpretar el ideal como un ardid de la vida, que hace
soportable su falta de esperanza al hombre mediano que no tiene salvación. Desde ese
momento y apenas sin consentimiento por mi parte, la desesperación hizo presa en mi
corazón. Comprendí que nunca lo alcanzaría. Me sopesé a mí mismo y me encontré
demasiado ligero. Pude darme cuenta de hasta qué punto había hundido el pecado en mis
raíces y vi con exactitud que nunca lograría arrancarlas del todo. Para ello se hubiera
requerido una innata nobleza, una fuerza de arranque y una magnanimidad que yo no
poseía. No había uno solo de mis pensamientos, una sola de mis acciones, que no
estuviera cubierta de la costra de mi pequeñez, de mi espíritu raquítico. Nada era para mí
tan irrebatible, como mi limitación esencial, que me forzaba a poner barreras en todas
partes por mí mismo.
Con estas barreras llegué hasta ti, el Ilimitado, y aquí todo resultó terrible. Yo sentí tu
infinitud. Sabía que tú no dejarías de invitarme a la plena entrega, al asalto hacia tu luz
soberana. Pero se oponía a esto, sin insuperable evidencia, la inadecuación de mi
naturaleza. Cuanto con más frecuencia tu gracia se esforzaba por tomar mi carga y
llevarme por el río cogido en brazos, tanto más fuerte y más rígido me volvía yo. Sabía
que no tendrías éxito. Es cierto que me podías perdonar el pecado una y otra vez, que me
podías elevar por un breve instante a la altura solar de la pureza. Pero mi centro de
gravedad tendía incesantemente hacia abajo. De este modo en torno a mí se fue
formando una prisión: hacia fuera ofrecía un aspecto de despreocupada alegría y de
experimentada resignación; pero por dentro, en el profundo pozo de la desesperación,
pulula una chusma perezosa que aborrece la luz: ocasiones desperdiciadas, gracias
rechazadas, una melancolía imborrable. Olor a corrupción. Las cosas habían llegado tan
lejos que el mero rayo de una nueva exigencia tuya bastaba para despertar un rotundo no
de mi voluntad contraria. Lo mejor era no hacer otra cosa que continuar por este
ignominioso camino de caídas en la tentación. Y si tú te esforzabas en abrir desde fuera la
puerta de mi cárcel, yo me apoyaba desde dentro con todas mis fuerzas oponiéndome a
tu acción. La máscara se desarrolló juntamente con mi rostro. Yo era un cristiano, creía
en todo, yo actuaba también, pero ya no era posible mi redención. O lo era simplemente
en el lamentable sentido de que en el lejano más allá esperaba el fuego que destruye la
definitiva cárcel de aquí abajo y que libera los rígidos miembros de la coraza. Yo
lamentaba que tú te hubieras encontrado conmigo.
Estaba ligado por la mentira. Si me decía a mí mismo: puedo, quiero, yo sabía que no
era así, escarmentado por una experiencia repetida cientos de veces. El lodo no basta
para la estatua que pensaste formar conmigo. Pero si me decía: no puedo, no quiero,
entonces era pecado, pues yo te arrastraba al engaño. Dos criterios tenía yo en la mano,
ambos correctos, ambos contrastados, pero eran opuestos entre sí. Y pensaba con
frecuencia, que las cosas iban mejor a los paganos que a los cristianos, prescindiendo de
unos pocos escogidos, que tú simplemente has arrebatado llevándolos a tu mundo,
permanecen crucificados en una vergonzosa medianía y no son ni terrenos ni celestiales.
Y finalmente, creía entender que las cosas no podían ser de otro modo pues todas las
criaturas son finitas, tienen una medida y un límite, y si esta limitación se encuentra con
el amor infinito y su exigencia, es evidente que queda aprisionada. En el ser finito se da el
temor a ser violentamente abierto por Dios; y por eso se cierra, al aproximarse éste. Es
un piadoso error pensar que añoramos al infinito y la liberación de nuestros límites: la
experiencia contradice esto. Antes que aceptar de Dios la medida de la infinitud, le
imponemos la medida de nuestra finitud. Paso a paso defendemos nuestro suelo con la
fuerza de las armas. Nosotros presentamos nuestro ofrecimiento de paz: en tanto voy por
mi propia voluntad, estoy dispuesto a cederte; conténtate con esto, no pases por encima
de mi límite. Tú sólo lograrías destruirte, tú forzarías el muelle del reloj. Completa lo que
me falta sacándolo de los graneros de tu infinitud. Hasta aquí, ¡y no me halagues más!
Sábete que la medida de acuerdo con la cual juzgo es este determinado “grado de
perfecciones” que yo me he fabricado sacándolo de tus prohibiciones claramente
comprendidas, con el aditamento de determinado número de obras de amor voluntarias.
Aquí es donde yo me detengo y estoy firmemente decidido a no prestar oído a esa voz
difusa y obscura que por encima de esto se desliza hacia lo indeterminado. Pues yo soy
tan sólo un miembro de tu Iglesia, y es justo que no exijas de mí el todo, sino solamente
una parte. Así para poder edificar en ti la totalidad del reino de Dios a partir de los
muchos fragmentos de los hombres. Toda perfección humana reside precisamente en la
medida.
Finalmente tú mismo me has creado en una prisión: en este mi yo. En ella vivo, en
ella me muevo y soy. Y yo amo este yo “pues nadie odia su propia carne”. Se me ha
confiado este espacio, mi pensamiento lo ilumina, mis sentidos lo pueblan con contenidos
del mundo, mi voluntad lo amplía. En su mónada se refleja irrepetiblemente el todo. Yo
conozco el mundo y a ti mismo sólo en este ámbito interior, tengo que medirlo todo de
acuerdo con sus leyes, al igual que el ojo sólo ve colores y el oído sólo oye sonidos, yo
sólo puedo conocer todas las cosas en relación conmigo. Hasta el amor es una ley de este
yo; su fertilidad es una tendencia creadora hacia el extraño, la trascendencia fundada en
él. Aun cuando parece que sacude sus rejas con añoranza, también esto pertenece a su
vida y hace que la existencia sea más rica y más amable. Este yo, oh Dios, es el don
supremo, único que yo he recibido de tu mano. ¡Y ahora quieres ponerlo en duda, me lo
quieres arrebatar totalmente! Aquí tengo que saber defenderme. ¡No, yo no deseo nada
fuera de mí mismo! ¿De qué me sirve a mí un éxtasis, una
“fusión” con la naturaleza o con una persona amada, si ya no la siento? ¿Cómo te puedo
regalar mi amor, cómo puedo ofrecerte mi yo con amor, si ya no tengo ese yo, si estoy
enajenado de mí mismo? - ¡y sin embargo, parece que tu exigencia apunta
silenciosamente a eso!-. ¡Déjame mi yo, después lo tendrás tú! ¡Este pequeño calabozo
mío, no ansío libertad alguna! En el largo trato con esta cárcel de mis dolores con todos
sus defectos y con toda su carga, he llegado a cobrarle afecto; ¡tómame, si la naturaleza lo
exige, toma mi cuerpo (me lo devolverás con toda la hermosura) sólo que no te apoderes
de mi alma! ¡Tú no puedes exigir este imposible, que salga de mí mismo, que me
convierta en extraño a mí mismo, para que salte a media noche como un ladrón desde la
ventana - a la muerte segura! - ¡No muevas, Padre, tu cuchillo sobre mí! “¡No quisiéramos
ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal pase a la vida!” ¡Si me abres en dos
las valvas, como a una ostra, yo pereceré!
Hijo mío, entre la medianoche y el rocío de la mañana, cuando ellos me arrastraban
hacia el segundo interrogatorio, permanecí en tu prisión. Sólo, destrozado, afrentado,
estuve atado a un poste, y pensé en ti y en el día que entonces se estaba formando. He
paladeado tu prisión, no me quedó por saborear nada de su amargo hedor de corrupción.
Yo he examinado y conocido hasta la más remota celda de todas las prisiones, de todas
las cosas que en la desesperación se levantan contra la libertad de Dios. Yo he elegido
como morada mía un lugar muy profundo, en lo más profundo de ti, en la obscura
ignominia de tu incapacidad y de tu oposición. Al igual que una pequeña raíz hace saltar
las más duras piedras, así he hecho yo saltar lentamente el muro de tu prisión. Todavía te
apoyas tú con la fuerza de la desesperación contra mi amor, pero ya tu brazo comienza a
paralizarse; paso a paso cedes a mi prisión.
No voy a revelarte el misterio en virtud del cual yo superé y vencí tu desesperación.
El niño, agotado por las obstinadas lágrimas, acaba de dormirse; a la mañana siguiente ha
olvidado su resistencia y su inconsolable pena. Una gran magia reside en esta memoria
extinguida: se abre una nueva hoja, comienza un nuevo capítulo. De momento no hay
preguntas sobre esto, ya sea que lo sepas o no. Sólo interesa que pude vencerla. Cuando
en medio de tu soledad, concentrado en ti mismo, meditabas sobre tu profundo
pesimismo, tú no conservabas tu unidad, estabas dividido en ti mismo. Tu unidad - en
aquel abrazo melancólico de placer y arrepentimiento - era pura apariencia. Suavemente,
sin que tú lo percibieras, yo te he descompuesto y así te he regalado la unidad.
Ya no piensas en progresar, eso está bien. Porque tú progresarías siempre en
dirección hacia ti. Realmente tus pasos no te hubieran conducido lejos. Ahora deja de
cavilar, deja que los muertos entierren a sus muertos, aparta tu mirada de la miseria de
estas cadenas y vuélvela hacia mi miseria, dirige a ella una larga y perseverante mirada.
Verás lo que no querías creer. Tu prisión se ha convertido en mi prisión, y mi libertad se
ha convertido en tu libertad. No preguntes cómo ha sucedido esto, sino alégrate y da
gracias. Ni siquiera un cadáver se corrompe eternamente; se descompone, el agua y los
gusanos absorben su esencia, y cuando pasen los años, en su lugar hay una tierra sana,
fértil. Tú eres limitado, es cierto; por eso tu resistencia es también limitada, y finalmente
yo me las arreglaré contigo. Las duras envolturas caen a tierra como las hojas que
protegen a las flores, el caparazón se abre, y sale volando una mariposa. Ciega,
inconsciente se aferra a una esquina, mientras la sangre le va extendiendo los lóbulos de
las alas. Cuando siente que las alas son ya rígidas y resplandecientes abandona, sin
decisión, como espontáneamente, la rama y comienza su vuelo.
Y lo que has dicho de tu yo, es una tontería. Tú no serías mi criatura, si no hubieras
sido creado abiertamente. Todo amor sale de sí mismo al espacio inconmensurable de
una libertad, busca la aventura y en ella se olvida de sí misma. No digo que tú podías
librarte a ti mismo, pues para eso vine yo. Tampoco que la libertad del amor está
encerrada dentro de ti mismo, pues yo te la he dado. El Padre te ha arrastrado hacia mí.
Tú eres libre. Un ángel te dio un empujón en tus flancos, las esposas cayeron de tus
muñecas, la puerta se abrió por sí misma, y ambos pasasteis suspendidos en una vigilia
somnolienta hasta llegar a la libertad. Tú te imaginas todavía que fue un sueño. Sacúdete
el sueño de los ojos. Eres libre para irte adonde quieres.
Pero he aquí que muchos de tus hermanos languidecen todavía en la cárcel. ¿Vas a
gozar de tu libertad, mientras ellos sufren? ¿O vas a ayudarme a liberarlos de sus
ataduras? ¿Vas a ayudarme a compartir con ellos su prisión?

IX

¡Apártate de mí, yo soy un hombre pecador! ¿Por qué hablo todavía contigo? El
aliento de mi boca llega hasta ti como un veneno y te ensucia. Apártate de mí y rompe
este vínculo imposible. Hubo un tiempo en el que fui pecador como los demás pecadores,
y podía recibir el don de tu gracia, el don de mi arrepentimiento como el mendigo recibe
la moneda que se le arroja al fondo de la gorra, yo podía comprar con esa limosna el pan
y la sopa para vivir así gracias a ti. Podía saborear la felicidad del arrepentimiento. Podía
gustar la amargura de la contrición como un beneficio de tu gracia; esa generosa
amargura concedida por tu gracia superaba en dulzura la amargura de mi culpa. ¿Pero
hoy? ¿Qué hacer? ¿A dónde arrastrarme que tú no me veas, que no te sirva de carga, para
que mi descomposición no te importune ya más? He pecado ante tu propio rostro, y la
boca que rozó tus labios miles de veces, tus labios divinos, ha besado ahora los labios del
mundo y pronunciado el “no le conozco”. No le conozco, no conozco a ese hombre. Si le
conociera, no habría podido traicionarle así. Tan desenfrenadamente, tan claramente. Y
quizá si le hubiera conocido, no le habría amado. Pues el amor no traiciona de ese modo,
no se aparta así, con el aire más inocente, el amor no olvida el amor. El que yo te haya
podido abandonar así después de todo lo que pasó entre nosotros sólo prueba una cosa:
que yo no era digno de tu amor. No se trata de orgullo, ni se trata de humildad, se trata
simplemente de la verdad cuando digo: ya basta. No quiero que ni uno solo de los rayos
de su pureza penetre en la confusión de mi infierno. Es algo hermoso que el amor se
rebaje hasta lo vulgar con los seres vulgares. Hay una traición que resulta irreparable.
Siempre queda algo en la eternidad, mis ojos no podrán encontrarse una vez más con los
tuyos. Arrojaré las treinta monedas de plata en el templo – por favor no confundas esta
acción con el arrepentimiento -. Esta altisonante palabra no corresponde a este lugar. Mi
alma cierra sus labios para que ninguna palabra se le escape. Mi acción ya es suficiente
palabra, clama al cielo y sería mejor que clamara al infierno. Hazme este último favor y
apártate de mí, ya no puedo ver por más tiempo este rostro. Límpiate, déjame donde
estoy, en el lugar al que pertenezco. Esta vez sé quien soy. ¡Esta vez es definitivo! Ya
sabes lo que ha dicho tu Apóstol: “Los que una vez recibieron la luz, los que gustaron en
otro tiempo el don celestial y recibieron la palabra del Señor y las fuerzas del mundo
futuro acogieron al Espíritu Santo y después cayeron ya no pueden renovarse con el
arrepentimiento. Por ellos mismos vuelven a crucificar al Hijo de Dios y lo afrentan.
Como la tierra bebe la lluvia que cae en abundancia sobre ella y produce el fruto deseado
para aquellos que la han dispuesto, así recibe ella la bendición de Dios. Pero si produce
abrojos y espinas, resulta inútil y está cerca la maldición y su fin es el fuego”. Basta ya de
abonos en torno al árbol estéril, que a mi parecer te demostrará que demasiada
preocupación no hace bien: Córtalo -y no se hable más de él.
Los hombres han herido tu corazón, agua y sangre brotaron de él, los hombres
bebieron y se curaron, se lavaron y quedaron purificados. Pero yo he hecho algo
diferente. Con penetrante golpe he atinado el centro del amor. He matado el amor. He
atinado con el más íntimo núcleo del amor, sabiendo lo que hacía, y he alcanzado el más
delicado nervio de su vida. Y se ha hundido totalmente, ya no existe. Un cadáver pende de
la cruz, yo me siento a lo lejos y medito profundamente en mi perdida vergüenza. Soy el
hijo de la perdición.
He abusado de tu cruz y de tu misericordia. Todo se ha consumado, hasta la última
gota. Incluso el retorno del hijo perdido, la oveja enredada en las espinas, el
dracma perdido; todo ha sido consumido y cerrado. Se puede representar la escena
veinte veces, quizá cincuenta, pero ya resulta insípida y pierde su sal. Y nuevamente
escucho a tu Apóstol: “Si pecamos conscientemente con el pleno conocimiento de la
verdad, no hay sacrificio ya para nuestros pecados, más bien nos aguarda un juicio
terrible y las llamas del infierno, que exterminará a los antagonistas. Quien transgrede la
ley de Moisés, oído el testimonio de dos, tres testigos, será muerto sin piedad. ¿Cuánto
mayor castigo sobrevendrá a aquél que pisa con sus pies al Hijo de Dios y considera
vulgar la sangre de la alianza, con la que fue santificado, y desprecia el Espíritu de la
gracia! - podéis calcularlo vosotros mismos-. Nosotros conocemos a aquél que ha dicho:
¡A mí la venganza! ¡Yo me vengaré! Y en otra parte: el Señor juzgará a su pueblo. Terrible
será caer en las manos del Dios vivo”.
Existe una comunión de los santos. Y existe una comunión semejante de pecadores.
Quizá ambas son una misma cosa. Esta cadena, esta ola, que va avanzando a través de los
días y de los siglos, sangriento torrente de culpa, calle de amargura de los hombres que
se destrozan y nuevamente se levantan de su tropiezo. Una vida de cálida culpa, y de
cálido arrepentimiento los impulsa a todos ellos, y en medio de este obscuro torrente de
sufrimiento bueno y malo giran asimismo las gotas redentoras de su sangre; oh Señor, tú
los salvarás.
Yo he sido expulsado de esta comunión de los pecadores. Rígido y helado, convertido
en una masa informe, me aparto a un lado, mi culpa es incomparable a cualquier otra.
Cuando ellos pecan, el ángel de Dios llora en el centro de ellos. En mí no hay ángel alguno.
Cuando ellos caen, revienta en ellos un recipiente oculto y de él como un sacrificio, brota
un amargo anhelo. Pero en mí ya nada se rompe, todo es duro e irremisiblemente
cerrado. Cuando ellos han pecado, pueden orar; pero ¿qué plegaria puedo yo todavía
dirigir que no vaya acompañada de las mofas del infierno? ¿Cómo voy a creer todavía en
lo que te digo? “¿Lo siento?” “¿Quiero amarte?” En los demás gime el Espíritu Santo
ofendido. En mí todo permanece mudo; será lo que se llama el pecado contra el Espíritu
Santo. Los demás caen de hinojos ante la cruz. Yo he ido a parar detrás de la cruz. Los
demás reciben la formación de Dios: “Ha estado bien que me hayas humillado, para
aprender así tu justificación.” Yo he pasado hace mucho tiempo por esa escuela, en mí el
pecado ya no tiene ese aspecto reformador. Es más bien redondo y pleno, indiscutible
desde todo punto de vista, una bola de fuego y hierro.
Déjame solo. Que tampoco tu madre me toque. No soy objeto de vuestras miradas. No
derrochéis vuestra compasión conmigo, estaría fuera de lugar. Que venga sobre mí lo que
tiene que venir. Al ladrón de la derecha le prometiste el paraíso. Se lo deseo de todo
corazón. Se lo mereció. El no sabía lo que hacía. Sed felices juntos en vuestro eterno
paraíso. No te atormentes por mí. Yo sigo siendo el de la izquierda. Y no me atormentes
más con tu tormento. Trata de olvidarme.
¿Ha sido un rayo? Durante un instante en medio de las tinieblas, ¿se hizo visible el
fruto de la cruz, inmóvil, rígido como la muerte, con ojos de mirada fija y ausente, lívido
como un gusano, probablemente ya muerto? Es cierto que éste era su cuerpo, pero
¿dónde está su alma? ¿En qué playas sin orillas, en qué profundidades marinas sin aguas,
en el fondo de qué llamas sombrías se encuentra en movimiento? De pronto lo saben
todos los que rodean el patíbulo: Se ha ido. Un vacío inmenso (no una soledad) surge del
cuerpo que cuelga, nada más que ese fantástico vacío. El mundo con su figura ha pasado,
desgarrado como un velo de arriba abajo, sin ruido; se hundió, se deshizo, reventó como
una ampolla. Nada más que la nada. Ni siquiera tinieblas. El mundo ha muerto. Dios ha
muerto. Todo lo que fue, fue un sueño que nadie había soñado. El presente es puro
pasado. El futuro es nada; la manecilla indicadora ha desaparecido entre las cifras. No
hay ya una pugna entre el amor y el odio, entre la vida y la muerte. Ambas se han
equilibrado, y el vacío del amor ha sido absorbido por el vacío del infierno. Ambos se han
interpretado perfectamente. Nadir se encuentra en Zenith: Nirvana.
¿Ha sido un rayo? ¿Durante un instante en la inmensidad del vacío se ha hecho
visible la forma de un corazón, empujada en medio del torbellino por el caos etéreo,
impulsada por impulso propio, suspendida sola entre los cielos desalmados y la tierra ya
pasada?
Caos. Más allá del cielo y del infierno. La nada informe tras los límites de la oración.
¿Es eso Dios? Dios ha muerto en la cruz. ¿Es eso la muerte? A los muertos no se les ve. ¿Es
el fin? Ya no hay ahí nada que termine. ¿Es el comienzo? ¿Comienzo de qué? En el
comienzo era la palabra. ¿Qué palabra? ¿Qué palabra informe, incomprensible y sin
sentido? Pero mirad: ¿Qué es esa ligera claridad que empieza indecisa a dibujarse en el
vacío infinito? No tiene contenido ni contorno; algo que no tiene nombre, más solitario
que Dios, surge del simple vacío. No es nade. Es anterior a todo. ¿Es el principio? Es algo
pequeño e indeterminado como una gota. Quizá es agua. Pero no fluye. No es agua, es
más turbio, no es transparente, es más viscoso que el agua. Tampoco es sangre, pues la
sangre es roja, la sangre es viva, la sangre tiene un claro lenguaje humano. Esto de aquí
no es ni agua ni sangre, es más antiguo que ambas, es una gota caótica. Lentamente,
lentamente, de una manera inverosímilmente lenta empieza la gota a reanimarse; no se
sabe si este movimiento es una infinita inercia y cansancio en el momento más extremo
de la muerte, o el principio más original -¿de qué? - ¡Silencio, silencio! Detengamos el
aliento de los pensamientos. Es todavía demasiado débil para hablar de amor. Pero mira:
ahora se mueve. Una débil y tenaz corriente de agua. Demasiado pronto para hablar de
manantial. Fluye perdido hacia el caos, desorientado, sin centro de gravedad. Pero
holgadamente. Un manantial en el caos. Brota de la pura nada. Brota de sí mismo. No se
trata del principio de Dios, que se pone siempre a sí mismo con poder en la existencia,
como luz y vida y felicidad trina. No se trata del principio de la creación, que se desliza
suave y somnolientamente de las manos del Creador. Se trata de un principio sin igual.
Como si la vida brotara de la muerte. Como si la fatiga – tan cansado que desde hace
mucho tiempo ningún sueño puede satisfacerlo-, como si la extrema disolución de las
fuerzas se licuara en el margen último del agotamiento, comenzara a fluir, que el fluir es
quizá un signo y símbolo de la fatiga, que ya no puede resistir más, porque toda la
fortaleza, la firmeza toda se disolviera finalmente en agua. ¿Pero no nació del agua -
al principio-? Y este manantial del caos, esta fatiga fluyente ¿no es el principio de una
nueva creación?
Magia del Viernes Santo. Este manantial sigue desorientado. ¿Precipitación quizá del
amor del Hijo, que, derramado hasta la última gota, ya se quebró toda la vasija y el
mundo viejo ya pasó, busca un camino hacia el Padre a través de la sombría nada? ¿O a
pesar de esto mana inerme, inconsciente, en dirección opuesta frente a una creación
nueva, que todavía no existe en absoluto, sin forma ni contornos? ¿Es quizá protoplasma
que se engendra a sí mismo, germen primero del nuevo cielo y de la nueva tierra? La
fuente brota con más abundancia cada vez. Es cierto que brota de una herida, es como la
floración, el fruto de una herida, surge como un árbol de esta herida. Pero la herida ya no
duele, el dolor ha quedado atrás, y también el origen ya pasado, y la pretérita boca de la
fuente actual. Lo que aquí mana no es ya el dolor que duele, sino el que ya dolió. Ya no es
el amor que sacrifica, sino el amor sacrificado. Sólo la herida está ahí: su boca abierta, la
gran puerta abierta, el caos, la nada, de la que procede el manantial. Ya nunca más se
cerrará esta puerta. Como tampoco la primera creación procederá de otra parte sino de
la nada constantemente, como tampoco este mundo segundo, todavía no nacido,
comprendido en su primera aparición, procederá de otra parte sino de la herida que no
se cerrará ya jamás. Toda figura deberá en adelante proceder de este vacío abierto, toda
salud sacará su fuerza de la llaga creadora. ¡Puerta de la victoria de la vida coronada de
alta bóveda! Los ejércitos de la gracia salen de ti revestidos de oro, con lanzas de fuego.
¡Fuente de vida que brota de lo más profundo! Ola transformación ola viene a ti
inagotable, constante el fluir de agua y sangre, bautizando los corazones paganos,
saciando la sed de las almas, derramándose sobre desiertos de la culpa,
enriqueciendo sobreabundantemente, desbordando toda acogida, superando toda
apetencia.

LA VICTORIA
X
Nadie vio la hora de tu victoria. Nadie es testigo de un nacimiento del mundo. Nadie
sabe cómo se transformó la noche infernal del sábado en la luz de la mañana pascual.
Todos nosotros dormíamos, llevados sobre el abismo en las alas; durante el sueño
recibimos la gracia de la Pascua. Y nadie sabe cómo le sucedió esto. Nadie sabe qué mano
le rozó la mejilla de manera que de repente el pálido mundo brillara con multitud de
colores y tuvo que sonreír sin querer ante el milagro que se realizó en él.
¿Quién puede describir lo que esto significa: el Señor es espíritu? Espíritu es la
realidad invisible, que se muestra a sí mismo más visible a los ojos de todo lo sensible.
Espíritu es el aroma invisible del paraíso, que ha surgido en medio de nosotros. Espíritu
es la gran ala invisible que se la conoce el soplar el aire y en el súbito placer que se
impone cuando simplemente nos roza su plumón. Espíritu es paráclito, el consolador, en
cuya ternura la palabra del arrepentimiento enmudece inexpresada, como ahogada, al
igual que una gota de rocío queda ahogada a la luz del sol; un gran manto blanco, más
ligero que la seda, se ciñe en torno a su cuerpo y bajo él se descomponen como por sí
mismos los pegadizos vestidos de la desesperación. El espíritu es un mago: puede crear
en ti lo que no es, y hacer desaparecer lo que parecía indestructible, en medio de un
desierto crea él jardines, surtidores de agua, pájaros, y lo que él realiza por arte de su
magia no es ilusión, sino que es la pura verdad. Y juntamente con la verdad crea en ti la
fe. Tú crees en la palabra, tú ves, sientes, tocas; sientes el nuevo miembro que ha nacido
en ti, tú pasas la mano por la tersa piel de la que ha desaparecido la herida gracias a un
milagro. Vives en el reino de lo prodigioso; te paseas como los niños lo hacen a través de
un cuento: feliz y espontáneamente. Y todo el pasado es como un sueño del que uno no se
acuerda con exactitud, y todo el mundo pasado es como un cuadro enmarcado que cuelga
en la nueva habitación.
Hace muy poco todavía que te arrodillabas bañado en lágrimas junto a la tumba
vacía. Y sabías tan sólo que el Señor estaba muerto, que la dulce vida entre tú y él estaba
muerta. Ahora diriges tu mirada fija al vacío del sepulcro, en tu alma corre un aire frío,
triste, en ella el muerto tuvo su morada, allí tú le ungiste y le amortajaste con tu respeto y
veneración que ahora nada aguarda ya. Quieres prestar tu servicio a su sepulcro, no dejas
de orar y de dirigirte a las iglesias para celebrar las vacías ceremonias, para servir sin
esperanza a tu amor muerto. Ah, pero ¿qué significa la resurrección? ¿Quién lo sabe entre
los que no han resucitado? ¿Qué significa la fe? Ha quedado encerrada y sellada dentro
del sepulcro. ¿Qué significa la esperanza? Un pensamiento plomizo sin fuerza y sin
anhelo. ¿Y amar? Ah, quizá la lamentación, el vacío dolor de la inconsolable inutilidad, el
cansancio, que ya no puede afligirse más. Así clavas tu mirada en el vacío. Pues de hecho
el sepulcro está vacío, tú mismo estás vacío, y por eso eres ya puro, y sólo un escalofrío te
impide volver a contemplarlo. ¡Miras delante de ti, y tras tus espaldas está tu vida! Ella te
llama, te das la vuelta y no la conoces; los ojos desacostumbrados a la luz no pueden
captar nada. E inmediatamente una palabra: ¡tu nombre! ¡Tu propio nombre tan querido
que sale de la boca del amor, tu ser, tu compendio, tú mismo que sales de la boca del que
creías muerto! ¡Oh palabra, oh nombre, mi nombre propio! Dirigido a mí, entre alientos
de sonrisas y promesas, ¡Oh torrentes de luz, oh fe, oh esperanza, oh amor! En un
instante soy un nuevo ser, me ha sido devuelto a mí, para en el mismo momento y con el
mismo suspiro arrojarme a los pies de la vida.
¡“Yo soy la Resurrección y la Vida”! El que cree en mí, a quien yo toque, quien oye su
nombre pronunciado por mis labios, vivirá y ha resucitado de entre los muertos. Y hoy es
tu último día, el más nuevo, el más juvenil de los días, ninguno será tan último como éste
para ti, pues la Vida Eterna te llamó por tu nombre.
Ahora sé quien soy, ahora puedo serlo, pues mi amor me ama, mi amor me hace
donación de confianza. Este ahora en el que se encuentran ambos nombres, es el día de
mi nacimiento en la eternidad y ningún tiempo borrará este ahora: aquí se ha puesto el
punto. Aquí está la creación y el principio. Aquí se ha vaciado la campana en la forma
vacía, su envoltura se ha quebrado en ruinas, esa envoltura rodeándome por fuera
evitaba mi vacío; de aquí en adelante podré sonar en las torres y anunciar, anunciar...¡“Ve
y anuncia a mis hermanos”! Veo ya impaciente como baten sus alas, ve paloma mía, mi
mensajera pascual, anuncia a mis hermanos. Pues esto es resucitar y vivir: proseguir el
anuncio, llevar la llama. Ser útil en mis manos para la edificación de mi Reino en los
corazones. Continuar el latido de mi corazón. Y ellos tampoco te creerán a ti, como tú
mismo no creíste: pues la vida reflejada en ti iluminará también a partir de ti el
convencimiento de la vida y transformará sus atrofiados sentidos.
¡Ve y anuncia! Y mientras sopla el huracán, empieza asimismo a soplar el espíritu del
Señor, y como partiendo del sereno cielo sus rayos caen por todas partes ante las almas
amedrentadas y las eleva en el mismo instante e introduce en ellas la misma llama. Y
cuando ellas, embriagadas de felicidad, tratan de aprehenderlo con sus ojos y sus manos,
desapareciendo, las conduce por el mismo camino: “¡Ve y anuncia!” Y ellas se
arremolinan entre sí reteniendo la respiración. Y finalmente, por la tarde, se encuentran
en la sala con el corazón ardiente, y llenos de su amor se cuentan mutuamente, y
mientras hablan he aquí que El se presenta entre ellos y los saluda: La paz sea con
vosotros. La paz, que el mundo no conoce; que no puede dar. La paz que trasciende toda
imaginación y sentido, tan sobreabundante en altura y profundidad y tan arrebatadora
que su corazón debería perecer de exceso si no se tratara precisamente de eso - de la paz.
¡Oh silenciosa resaca, oh tormenta sosegada! Tan sencillo es el paraíso de Dios que no es
sino un convite con un panal de miel y un pescado asado. Tan terreno es el Paraíso, que
no es sino un mañana de pesca en el lago de Genesareth; las olas revientan mansamente,
el primer sol brilla a través de las nubes, a la orilla se encuentra un hombre y llama, hace
una señal, se arrojan las redes a la derecha, y salen éstas del agua convertidas en un
hervidero de peces. A la orilla se encuentra preparado el desayuno, todos se sientan,
mientras las piedras se secan, y porque nadie necesita preguntar quién es el extraño, y en
medio de aquel silencio murmuran mansamente las olas. ¡Oh paz que está por encima de
toda cuestión: es el Señor! Todo es tan sencillo como si nunca las cosas hubieran sido de
otro modo. Como siempre, el maestro bendice el pan y lo ofrece a ellos, después de
partirlo. Como si nunca hubiera existido la cruz, las tinieblas, la muerte. La paz sea con
vosotros. Como si en sus corazones no hubiera surgido la traición, la negación, la huida.
La paz sea con vosotros, no como la de el mundo, la doy yo a vosotros. Que vuestro
corazón no vacile y tiemble. Pues mirad: yo he vencido al mundo.
Y tú, Simón Pedro, hijo de Juan: ¿Me amas? ¿Me amas, alma, que me has traicionado
tres veces? ¿No me has amado siempre, y no era amor el que tú me siguieras
secretamente, en lugar de huir a un rincón seguro como los demás, no era amor el que tú,
helado y como enloquecido, trastornado y paralizado, te encontrabas en aquella tienda
nocturna? Tú te calentabas, ¿pero qué calor penetraba hasta tu alma helada, que negaba,
sin saber cómo le sucedía, porque todos vosotros debíais abandonarme para que yo
pudiera seguir solo el camino que sólo pisa el solitario; que negaba, porque el amargo
torrente de las lágrimas al canto del gallo la convertía plenamente en posesión mía? Todo
esto está ahora lejos y apenas resulta visible, una nueva página se abre ahora. No sólo he
vencido la muerte, y no sólo el pecado, sino que no menos su infamia, la roja ignominia, la
amarga hez de tu pecado, tu arrepentimiento y tu mala conciencia: mira, todo esto ha
desaparecido sin dejar huellas, como la nieve se esfuma ante el sol de Pascua. Me miras a
los ojos de una manera tan serena, con tal libertad y con un aire tan inocente (muchas
veces con el mismo disimulo del niño que quisiera ocultar su acción tras un rostro
inocente), me miras con más ligereza que una canción de primavera y tu mirada es hasta
el fondo, tan azul como el cielo que está sobre nosotros: - de modo que me veo obligado a
creerte: ¡Sí, Señor, tú sabes que te amo! Este es mi regalo de Pascua para ti: tu buena
conciencia, y tienes que recibirlo con buena conciencia, pues en el día de mi victoria no
quiero ver ni unsolo corazón triste. ¿A qué viene pues esa contrición ya superadas, esa
tentativa desafortunada de parecer infeliz? Deja para los fariseos esas mediciones
exactas y justas entre el pecado y el arrepentimiento, entre el peso de vuestro pecado y la
duración y violencia de vuestro sentimiento de culpabilidad, todo eso pertenece al
Antiguo Testamento. Yo he cargado sobre mí la culpa, la ignominia y la mala conciencia,
ahora ha nacido el Nuevo Testamento en la inocencia del Paraíso y en el renacer del agua
y del Espíritu Santo. Tan soberano es el brillo y resplandor de este mundo renacido, que
vuestra alma no es capaz de vivir los sentimientos del mundo naufragado. ¿Puede resistir
el cáliz de las flores cuando el sol le inunda con semejantes torrentes de calor y de luz?
¿Puede permanecer cerrado, quizá porque no sería digno de mirar a los ojos de la
sagrada luz? Si los padres perdonan, y los amigos se perdonan entre sí, y sin embargo son
seres humanos y no pueden crear, ¿cómo yo, vuestro creador, no iba a ser capaz de esta
acción creadora en el día de mi resurrección?
Acércate también tú, Tomás, levántate de la caverna de tus dolores, pon tu dedo aquí
y mira mi mano; extiende tu mano y ponla en mi costado: y no imagines que tu ciego
dolor es más penetrante que mi gracia. No te fortifiques en el castillo de tus sufrimientos.
Naturalmente crees que tu vista es más aguda que la de los demás, tú tienes pruebas en la
mano, no quieres que nadie te dé gato por liebre, y todo en él grita: ¡Imposible! Tú ves el
abismo, puedes medirlo con el metro, el margen que hay entre la mala acción y la
expiación, entre tú y yo. ¿Quién va a querer luchar contra semejante evidencia? Tú te
retiras a tu luto, por lo menos éste es tuyo; con la experiencia de tu sufrimiento sientes
que vives. Y si alguien pusiera su mano sobre ese sufrimiento, y tratara de arrancar sus
raíces, arrancaría a la vez todo tu corazón del pecho - tanto te has identificado con tu
dolor. Sin embargo, yo he resucitado. Y tú prudente y viejo dolor, en el que te sumerges,
en el que imaginas mostrarme tu fidelidad, en el que crees estar junto a mí, es muy
anacrónico. Pues hoy me siento joven y feliz. Y lo que tú llamas tu duelo no es más que
obstinación. ¿Tienes una medida en tu mano? ¿Es tu alma el criterio de lo que es posible
para Dios? ¿Es tu corazón lleno de vacilaciones el reloj en el que puedes leer el designio
de Dios sobre ti? Es incredulidad lo que tú tienes por sentido profundo. Pero ya que estás
tan lastimado y el patente tormento de tu corazón se ha abierto hasta el abismo de tu
propio ser, dame tu mano y siente con ella el latido de otro corazón: en esta nueva
experiencia tu alma se entregará y la sombría amargura autoalimentada se quebrará.
Tengo que vencerte. No puedo menos de exigirte lo más querido que tienes, tu
melancolía. Sácala de ti, aun cuando te cueste el alma y parezca que vayas a morir.
Expulsa de ti ese ídolo, ese cascote frío de tu pecho, y en su lugar pondré en ti un corazón
de carne, que latirá de acuerdo con mi propio latido. Saca de ti ese yo, que vive por no
poder vivir, que está enfermo porque no puede morir: deja que perezca, así por fin
podrás empezar a vivir. Estás enamorado del triste enigma de tu incomprensibilidad,
pero a ti se te ve y se te comprende, pues mira: si tu corazón te acusa, piensa que soy
mayor que tu corazón y lo sé todo. Anímate a saltar a la luz, no pienses que el mundo es
más profundo que Dios, no pienses que no sabré arreglármelas con él. Tu ciudad está
cercada, tus provisiones están agotadas: tienes que rendirte. ¿Qué es más sencillo y más
dulce que abrir las puertas al amor? ¿Qué es más fácil que caer de hinojos y decir: Señor
mío y Dios mío?
Mi Reino está madurando en todos vosotros. Vosotros no veis mi Reino, o a lo más
sólo desde lejos adivináis algunos pequeños fragmentos del mismo. Pero yo soy el rey y
el centro de todos los corazones, y el misterio más íntimo de todos los corazones, el
mejor guardado, se me descubre. Vosotros veis solamente la envoltura exterior con la
que los hombres se esconden unos de otros. Yo veo desde dentro a las almas, desde ese
centro ante el que se encuentran indefensas y manifiestas. Y allí, en lo más íntimo, está
también su verdadero rostro. Allí brilla su oro, allí se encuentra la perla oculta. Allí
ilumina la imagen y la parábola, el sello de la nobleza impreso en ellas. Allí están abiertos
los ojos que contemplan constantemente el rostro del Padre. Allí vigila la lámpara ante el
tabernáculo, aun cuando el cuerpo, el alma exterior, duerma. A lo que muchas veces los
hombres hacen exteriormente de una manera desmañada, torcida e inadecuada
corresponde en la intimidad algo puro, emocionante y bien intencionado. Y si me aman
de verdad, si se hacen el bien mutuamente, entonces también su faz interior brilla y me
sonríe, y yo recibo más que el hermano humano. Todo el bien que hay en ellos, que ellos
mismos desconocen, que quizá por una especie de pudor no quieren conocer, se vuelve a
mí. La incomprensible belleza de las almas que mi Padre ha ocultado en ellas, para que no
se enamoren de sí mismas en el espejo creado: esta belleza, la más próxima a Dios y que
es la más impresionante, está totalmente descubierta a mis ojos. No creéis que es
maravilloso ver todo esto, como en una esfera inmensa estos millones de corazones, que
sólo yo puedo contarlos, se abren en torno a mí como una gigantesca rosa roja
respirando afanosamente en dirección a la luz; tanto esfuerzo, tanto peligro, tanto riesgo
ciego, tanta esperanza de auxilio, y constantemente los temores, las dificultades, las
vacilaciones, los tropiezos, las caídas, levantarse y proseguir el camino: todo en torno a
mí. Toda vida individual: una cadena infinitamente complicada, una historia que hay que
inventar cada minuto, un encanto, una vaga promesa, un anhelo, un presentimiento,
después una repentina comprensión, una decisión como a través de un velo, un caminar
seguro, y nuevamente el crepúsculo, niebla, detenerse (el pensamiento de vivir quizá más
bien para sí mismo, pasos atrás, titubeos, un ligero desaliento, pero ¿qué era eso? ¿Quizá
mi voz? Un escuchar, reflexionar, arrepentirse, o también una desatención premeditada,
un apartarse obstinado, el derrotarse, el jugar a muerto, quizá a lo largo de años, hasta
que un repentino despertar, salir del sueño, y apresuradamente volver al camino por
tanto tiempo perdido. Y todo esto miles de veces, y constantemente, y cada vez, en cada
una de las almas, de manera completamente nueva: un mundo que surge, el Reino en
devenir, la Jerusalén celestial en construcción, la peregrinación de los pueblos hacia el
Paraíso: y siempre en dirección a mí. Y toda alma es un regalo del Padre a mí; yo puedo
volverme a cada una de ellas, puedo desbordarme por ellas, extenderme a sus pies como
camino, puedo arquearme como puerta para la vida sobre todo camino del destino. Entre
toda alma y yo, existe esta alianza, este vínculo virginal de un sagrado matrimonio; para
cada una de ellas yo soy el todo, lo último, lo absoluto; yo soy padre, madre, hermano y
esposo. Para todas ellas estoy dispuesto a ser la plenitud, cuando todas las decepciones y
todos los amantes falsos se niegan definitivamente. De nuevo siempre se desarrolla la
escena de la vasija de alabastro rota, las lágrimas y los cabellos sueltos, cuando una vida
se derrama ante mí como una libra de aromático nardo o un collar de perlas; el episodio
junto al pozo de Jacob, o en casa de Simón el fariseo, o, de manera inolvidable, aquella
conversación que mantuve con la mujer en el templo, o la mirada del leproso que volvió
para darme las gracias, o la del joven que resucitó de entre los muertos sobre su
parhuela, al verse a sí mismo, fuera de la ciudad, mirando fijamente a la gente, que tenía
su vista clavada en él, y al ver a su madre, y finalmente mirarme a mí, y empezar
lentamente a comprenderlo todo; o la mirada de mi amigo Juan bajo la cruz, que estaba
pendiente de mí con todas sus fibras ofreciéndome todo su ser como una bandeja, o
finalmente la existencia con mi madre, sentado a su regazo, creciendo junto a ella y
convirtiéndola lentamente en amiga y esposa. Y todo esto se me ha ofrecido desde el
principio del mundo, pues también los patriarcas desearon vivir mi vida y la vivieron, y
los consoló. Después el número incalculable de santos a los que hice posible por otros
tantos caminos de la gracia la entrega de sus almas. Pero también los demás, los que allá
abajo, en la niebla, menos favorecidos por el sol del Padre, se vuelven hacia mí subiendo
por sendas arduas, jadeando bajo la carga de su culpa y de su destino que apenas puede
mejorar, esa pequeña gente, el bajo pueblo como una inmensa multitud, de los cuales los
menos se dan cuenta, los más viven sumergidos en tinieblas sin conocerme. Ante sus ojos
ciegos yo soy como una sombra difusa (como aquel ciego, al que curé y que me dijo al
primer contacto: veo a los hombres caminar como si fueran árboles), pero si ellos ven
solamente un crepúsculo, sonríen ya y continúan adelante gustosos. Pero asimismo todo
lo que los hombres buscan e inventan es mío y está dirigido hacia mi centro, y nada de
esto se pierde para mi Reino: todo lo que ellos transforman de mi prototipo y convierten
en casas, estatuas, puentes, lo que transforman en música partiendo del eco de mi voz, lo
que despliegan en colores y contornos de mi blanca luz - y con frecuencia los hombres
han llorado frente a la belleza, porque sin que ellos lo supieran, con ella yo tocaba su
corazón-, todo lo que con su penetrante adivinación surgió del profundo centro como la
obra y en el plan del maestro apuntaba más lejos, infinitamente más lejos que este pobre
esbozo, esta embotada línea puede indicar: todo esto, en su invisible prolongación, debe
apuntar hacia mi centro. Y todo lo que los hombres han realizado en sus alianzas, estados
y naciones en orden a la comunidad y a la facilitación mutua, ha sido pensado en orden a
mí y es una sombra de la ciudad de doce puertas adornadas de piedras preciosas y me
proporciona piedra y maderas para la edificación de mi Reino.
Y hasta en sus ídolos tienen que servirme, y aquellos que me persiguen y me niegan
andan huroneando tras mis huellas en el montón de basuras que es su iluminado ideal.
Para todos soy el camino, la verdad y la vida, aun cuando no conozcan la senda por la que
caminan, y no se den cuenta de a dónde conduce, aun cuando la de verdad no sepan otra
cosa que enigmas, y lo que llaman vida no es sino un débil eco, un reflejo desfigurado de
la vida en mí. ¡Cuántas veces ha recorrido el camino de Emaús, junto a tales personas,
acompañándolas, no sabiendo ellas quien soy yo, no habiendo oído jamás mi nombre,
pero su corazón ardía, por eso les explicaba el libro de la vida, y por qué habría de
ocultarlo, a mí mismo me ardía el corazón con la alegría del camino!
Y después mi permanencia entre los pobres. Cuando yacen en medio de harapos en el
frío cobertizo, inciertos de lo que les deparará el día siguiente, entre quejas y resignación,
antes de dormir, me complace acariciar con invisible mano su alma, y tratar de borrar la
oposición involuntaria, tan incomprensible a la voluntad del Padre y abrirlos a la plena y
dolorosa resignación. Y en la mañana fría acompañarlos en su camino a la fábrica, a su
trabajo diario carente de alegría, ese trabajo que en su estrechez tanto se parece al mío.
Caminar a través de las salas de los hospitales y visitar a mis hermanos que con su dolor,
sin ellos saberlo, colaboran en mi obra. Caminar sobre los campos de batalla donde la
vida que acaba se retuerce en convulsiones a dos pasos del Paraíso. Atravesar todo el
subsuelo del pecado, de la degeneración y desesperación aliviándolo, y de paso descubrir
tanto tesoro que cubierto de inmundicias aguarda el fuego liberador. Lo que yo toco
recupera la vista, lo que yo bendigo se purifica, lo que yo miro se eleva en esperanza. No
decepciono a nadie: soy rico para llenar todo el vacío, feliz para superar toda la felicidad
del mundo, poderoso como para traer y arrastrar al más depravado. Mi Reino es
ilimitado y sobreabundante - ¿cómo no lo iba a amar? ¿Quién no ama su cuerpo? -. Pues la
Iglesia, y por ella el mundo, es este cuerpo. ¿Quién no moriría con el corazón ligero por
una esposa semejante? Pues todo lo que fue creado en mí - nada fue creado sin mí - es
tierra para la semilla de mi palabra y boca casta para mi beso.
Y sin embargo no es esta mi última felicidad. Mi Reino no es mi Reino. Todo lo que
me pertenece, pertenece al Padre. A todos vosotros, hermanos míos creados, os amo por
mi Padre. Vosotros sois el botín que yo me llevo a casa en el carro de la victoria y que
deposito ante su trono. Creedme, el Padre os ama; os ama tanto que no me perdonó a mí
y me entregó por vosotros. El es el realizador, yo sólo soy la acción. El ha planeado,
creado, y fundado, él os ha elegido y predestinado, amado, pues vosotros érais todavía
pecadores, él os ha atraído hacia sí, para que vosotros como agraciados pudiérais
publicar la grandeza de su poder. Suyo es el Reino, y por consiguiente tenéis que orar:
¡Venga a nosotros tu Reino! Hágase tu voluntad y no la mía. El Reino, que yo erigí con
angustia y sangre, que se ha fundado en este día de Pascua, yo lo devuelvo a sus manos.
Yo lo extiendo a sus pies como homenaje. La felicidad de un hombre que ha conquistado
con su espada un reino para regalárselo a su esposa ¿qué es comparada con la felicidad
que yo siento, pues yo he dado al Padre la totalidad del mundo? Pues naturalmente todo
don óptimo desciende del Padre de las luces, y nada se le puede dar que él mismo no
concediera previamente al donador. Yo también, el resplandor de su gloria, el espejo de
su naturaleza, sólo soy gracias a él: él me abraza en el Espíritu Santo, y conmigo a su
creación: ¿Qué recibe entonces sino lo que él mismo ha derramado, él que es la fuente de
donde brota todo bien? Y de este modo mi felicidad consiste en que soy su propiedad y el
rayo de su luz y vuelvo a su seno sin menoscabo a través del turbio mundo. Sin embargo
vuelvo a casa más rico de lo que partí. ¿No procede de nosotros dos el Espíritu Santo, en
el que ambos estamos unidos? ¿Estaría completa la divinidad si yo no lo espirara? ¿Y no
toma parte en mí el mundo de una manera creada en esta creación? ¿No puede el mundo,
que es objeto de donación, entrar con manos llenas a la presencia del Padre donador de
todo? ¿No puede la semilla del Reino por su propia fuerza, esa fuerza que le ha sido dada
en propiedad, producir fruto del sesenta por ciento, del ciento por ciento, toda una
cosecha? Al igual que el rayo que está cogido entre dos espejos, así mi felicidad se
balancea entre una doble felicidad: no poseer nada por mí mismo que no pertenezca al
Padre: ser en mi persona don a mí mismo, de manera que en todo lo que soy sólo me
encuentro con su bondad, y poder edificar para él por propia fuerza este Reino, con el
dolor y la muerte, que él mismo no sintió, y poder entregarle en el Espíritu Santo que
procede de ambos, el henchido conjunto de toda la creación como un diamante que brilla
al sol. Ambas cosas son mi felicidad: Desaparecer para que sólo él aparezca, aparecer
para anunciarle a él como palabra suya. En este juego vaivén estamos cogidos yo y el
mundo, y no existe nada más que la mayor gloria del Padre siempre más grande.

XI

Tomás, tú has introducido tu dedo en mi corazón abierto: ¿has sentido también tu


alma lo que significa: Yo soy manso y humilde de corazón? ¿Has adivinado, discípulo, este
misterio que es el más íntimo del corazón que me llega verdaderamente al alma y me
llena hasta el borde? Si lo hubierais entendido, amigos, ¿caminaríais pesadamente por el
terreno camino hacia Emaús con el espíritu entorpecido y con el alma llena de tristeza y
os devanaríais los sesos preguntándoos por qué tenía yo que sufrir y morir, por qué no
aparece ya mi Reino, por qué vuestra esperanza - vuestra infantil esperanza - se quebró
como un juguete, pues la vuestra no puede menos de recomponerse cada día y quebrarse
al mismo tiempo? Mirad, yo mismo destruyo esa esperanza vuestra en un Reino
inmediato, los tronos a la derecha y a la izquierda, tinglados de gloria, una Iglesia
victoriosa, que domina las naciones desde la salida del sol hasta el ocaso; esa esperanza
en la que llamáis la paz de Cristo en el Reino de Cristo, y que no es otra cosa que vuestro
anhelo de tranquilidad y existencia segura en el reino de este mundo. Quieres pruebas
convincentes de que he resucitado, quieres verlo y no creerlo, Tomás, quieres ver y no
creer en este Reino; quieres ver las llagas en lugar de sentirlas y lograr por el dolor
juntamente conmigo la victoria del Reino.
Pero ¿dónde he vencido yo sino en la cruz? ¿Estáis ciegos, como los judíos y paganos,
para imaginar que el Gólgota habría sido mi precipitación y mi bancarrota, y pensáis que
más tarde, pasados tres días, me habría recuperado de mi muerte y subiría penosamente
del abismo del Hades emergiendo una vez más entre vosotros? Mirad: este es mi
misterio, y no hay otro en el cielo y en la tierra: Mi cruz es la Salvación, mi muerte es la
victoria, mi obscuridad es la Luz. Cuando yo yacía en el lugar del suplicio, y cuando sentí
la angustia en el alma porque creía que mi pasión era vana, era abandonada y
deshechada, y todo era tinieblas, y sólo el odio de la masa silbaba en torno a mí de
manera escarnecedora, mientras el cielo callaba, cerrado como una boca despectiva, en
medio de este infortunio mi sangre huía a través de las abiertas puertas de las manos y
de los pies, y mi corazón se encontraba cada vez más solitario en cada latido, la fuerza
escapaba de mí a torrentes, y en mí sólo había desmayo, fatiga mortal y una repugnancia
infinita - y finalmente se aproximaba el misterioso y último lugar a la orilla del ser, y
después la caída en el vacío, y el vuelco en el abismo sin fondo, la desesperación, el fin, la
aniquilación-: la tremenda muerte, con la que yo sólo he muerto (a todos vosotros se os
ha ahorrado gracias a mi muerte y ya nadie experimentará lo que significa esto: muerte):
esa fue mi victoria. Mientras yo caía y caía, surgía el Nuevo Mundo. Mientras yo dormía,
mi esposa, la Iglesia, se liberaba de toda debilidad, se fortalecía. Mientras yo me perdía y
me deshacía totalmente y salía de la cámara de mi yo y me encontraba sin refugio (ni
siquiera en Dios) y expulsado hasta del rincón de mi persona: yo despertaba en el
corazón de mis hermanos. ¿No he dicho yo que la semilla tiene que caer a tierra y morir y
que sólo así produce mucho fruto? Pues sin morir permanecería ella sola. Pero ¿qué es lo
que sucede con una muerte semejante? La semilla deja de ser una semilla, la raíz absorbe
los jugos vitales, y el tallo los consume totalmente, y si la espiga plena a lo largo del año
se mece al viento y al sol, ¿dónde ha quedado la semilla? ¿Quién se acuerda del obscuro
desarrollo en el negro y húmedo suelo, mientras pasan por sus dedos las doradas
mazorcas? La semilla ha sido consumida y ha resucitado en la espiga: ella misma y no ella
misma. Y esto millones de veces en todo el campo, y de manera renovada se transforma
año tras año: la parábola del Reino y de mi amor.
Pero vosotros, hijos, ¿qué es lo que queréis? Os veo armados de escalas y tratáis de
encaramaros a ellas fatigosamente, subir a toda costa. Sois pequeños de estatura, y subís
a un árbol para verme, y muchas veces yo soy el árbol. Una de vuestras escalas se llama
oración, meditación y humildad, y con ellas imagináis que vais a llegar hasta mí. A otra de
esas escalas la llamáis virtudes y ésta tiene muchos y altos retoños, sobre la escala de la
virtud os encaramáis a ella ágilmente y os miráis de reojo para ver quién lo puede hacer
mejor. Hasta habéis explicado que la humildad es una virtud y le ejercitáis como se
ejercita un instrumento musical. Tenéis constantemente en la boca mis sagradas
expresiones de mortificación, de pobreza interior, de paciencia en el sufrimiento, y
asimismo mi sagrado ejemplo: el pesebre y la cruz; a la más pequeña molestia la llamáis
cruz, a la renuncia más natural sacrificio. Hasta mi cruz os sirve de escalera para lograr
vuestros deseos. Quizá vosotros sufrís para actuar después tanto más. Vuestra apetencia
de gloria es también el poder de la Iglesia, la queréis grande y hermosa y amplia, y si
vosotros mismos no mandáis, veis con satisfacción como ella pastorea a las naciones
como si fueran un rebaño. ¡Qué tenaz en vosotros este impulso de poder!, ¡cómo vive
escondido en todos los que por mi nombre han muerto al mundo!, ¡qué dulce es el canto
de la antigua serpiente: Conoceréis y seréis como dioses! Y algunos buscan el último
puesto sólo porque desde un punto de vista secreto es el primero. Prestad atención: ¿no
conocéis la decepción de que el mundo olvida aplaudir vuestra humildad? ¡Y qué pegados
estáis a vuestra dignidad espiritual y cómo apreciáis la religión de los hombres de
acuerdo con el hecho de que os saluden o no! Buscáis la santidad: señal de que no la
tenéis. El santo (yo lo soy) no anda tras ella. Ignorándola, despreocupado, no prestando
atención a sí mismo, cae de hinojos ante sus hermanos para lavarles sus cansados pies;
olvidando su propia hambre de Dios, se sienta a la mesa y se mueve en torno para
servirles.
¿En quién pensé cuando, siendo un niño que tiritaba de frío, yacía en el pesebre, sino
en vosotros? ¿De qué hablaba en el resplandor del Tabor con Moisés y Elías, sino de la
pasión que iba a sufrir por vosotros? ¿Para quién pedí al padre los signos sino para
vosotros? ¿Y para qué recorrí catorce estaciones sino por vosotros? ¿Y mi divinidad
misma y el abrazo de mi Padre: por quién los abandoné sino por vosotros? ¿Queréis
seguirme? ¿Queréis llamaros discípulos míos? Que os guíe el sentido que me animó a mí:
yo, siendo esencialmente Dios, no me aferré convulsivamente a ser igual a Dios, sino que
me enajené y aniquilé, tomé figura de siervo, me hice semejante a los hombres, me rebajé
hasta vestirme del vestido cotidiano del hombre, siendo obediente, obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz. Vosotros me decís: Maestro, tú vienes de arriba, eres rico y no
podías ganar nada, eras Dios, ¿cómo podías desear la vida divina? Pero nosotros somos
pequeños, y en nosotros todo ansía superación, y es una tendencia innata en nosotros,
criaturas, el poder poseer a Dios. Vosotros que habláis así no sabéis de qué espíritu sois.
¿Ansiáis la semejanza con Dios? Entonces miradme. Entonces seguid mi camino.
¿Vosotros pensáis que yo nada podía ganar, porque ya era Dios? ¿Es este el Dios que yo
os he revelado? ¿El Dios sin indigencia, el Dios que se basta a sí mismo tal como lo
proponen los sabios de este mundo? Mi amor hacia vosotros ha ridiculizado su filosofía,
pues no fue bastante para mí ser Dios; creí que con mi plenitud echaba de menos vuestra
indigencia y os quise demostrar mi divinidad sólo de una manera, despojándome de ella
para convertirme en siervo vuestro. ¿Qué queréis de mí cuando vuelva al Padre? Yo soy
el camino y no hay otro fuera de mí, yo soy la puerta, el que salta por encima del muro es
un ladrón - aunque pretenda apoderarse de la vida eterna.
Esto fue lo más divino de Dios (y mi empeño consistió en mostrarlo): Dios era tan
libre que podía entregarse a sí mismo. Vosotros llamáis amor a vuestra tendencia a la
plenitud. Pero ¿quién conoce la naturaleza del amor sino Dios, pues Dios es amor? No es
amor el que vosotros le amárais a él, sino el que él os haya amado y entregado su alma
por vosotros, sus hermanos. Esta fue su eterna bienaventuranza, que él sintió el gusto de
prodigarse en un vano amor hacia vosotros. Esta fue su única supra mundana, que en el
misterio del pan y del vino se multiplicó como la nieve y la arena del mar, para
alimentaros con vida divina. Esta fue su autosuficiencia, que empezó a sentir hambre y
sed, y en la persona de sus miembros padeció toda clase de pobreza, de ignominia, de
prisión, de desnudez y enfermedad. Esta, hermanos míos, fue su victoria, que vencí mi
divinidad y en la figura de siervo puede revelar al Señor y con el perfil del pecado pude
manifestar el contenido del amor. Esta fue mi victoria, que fuera de Dios entendí cómo
ser en Dios. Que me hice todo en todo lo que no era yo.
¿Entendéis lo que significa entregarse? Por la libertad despojarse de su libertad, por
amor renunciar a la libertad, no ser ya señor sobre sí mismo; no poder determinar ya a
donde se dirige mi ruta; dejarse, entregarse al curso de las consecuencias, que nos
conducen por caminos involuntarios - ¿a dónde?-. Te precipitaste de una de las más altas
rocas: tu caída fue libre, y sin embargo, una vez que te precipitas, la espada se precipita
sobre ti, y ruedas como una piedra muerta hasta el fondo del abismo. Así decidí darme.
Entregarme. ¿A quién? Por igual. Al pecado, el mundo, a todos vosotros, al demonio, a la
Iglesia, al Reino de los cielos, al Padre... Para ser simplemente el entregado. El cuerpo,
sobre el que se congregan los buitres. El consumido, el comido, el bebido, el arrojado, el
derramado. La pelota. El explotado. El que ha sido exprimido hasta las heces, el que ha
sido pisado hasta la infinitud, el atropellado, el que ha sido presionado hasta el fin, el que
se ha ensanchado hasta el océano. El que ha sido disuelto. Este era el plan. Esta era la
voluntad del Padre, y cumpliéndola con obediencia (lo realizado era ya obediencia) he
llenado el mundo desde el cielo hasta el infierno, y todas las rodillas se doblan ante mí y
todas las lenguas deben confesarme. Ahora soy todo en todos; y por esta razón, la muerte
que me liquidó, es mi victoria. Mi ocaso, mi caída vertiginosa, mi marcha hacia abajo
(bajo mí mismo), hacia todo lo extraño, antidivino, hacia el infierno: esta fue la ascensión
de este mundo hacia mí, hacia Dios. Fue mi victoria.
Vosotros estáis en Dios - a costa de mi divinidad. Vosotros tenéis el amor -yo lo perdí
por vosotros. Esta pérdida es mi Reino. Mi Reino no es de este mundo, pero el mundo
está en mi esfera. Cuando en la cruz mi corazón trasudó en el lagar, toda la fuerza se
había ido ya, sólo padecía el vacío y el desmayo, y de él se deslizaba gota a gota el no -
poder - más, el apenas - querer - todavía; cuando toda la sangre había escapado del
corazón y todo el espíritu del alma, todavía entonces sangraba la nada: cuando la lanza
hizo la incisión (visiblemente en el corazón de carne e invisiblemente en el alma, en el
espíritu, en Dios) escapó de mí el agua de la plena consunción, Dios mismo se había
consumido en mí. Lo inagotable había quedado agotado. El mar del ser permanecía seco.
La vida se había extinguido, el amor era amado.
Esta fue mi victoria. En la cruz era la Pascua. En la muerte había saltado en pedazos
el sepulcro del mundo. En la precipitación al vacío estaba la Ascensión a los cielos. Ahora
yo lleno el mundo, y en definitiva toda alma vive de mi muerte. Y cuando un hombre
decide abandonarse a sí mismo, la propia limitación y estrechez, su voluntad, su poder,
su cerrazón, renunciar a su oposición, allí brota mi Reino. Pero como los hombres hacen
esto sólo a regañadientes, y lo prefieren todo antes que entregarse a mi gracia, por eso
debo acompañarlos por los anchos caminos a lo largo de toda su vida, hasta que sean
conscientes de la verdad; comprendan que ellos no entienden, abran sus rígidos dedos y
se dejen sumergir en mi corazón. Hasta que sientan que el suelo vacila de tal manera que
ya no hagan de lo increíble un nuevo punto de vista, y no cierren lo que está abierto
convirtiéndolo en celda superior, haciendo más bien que el abandono y la entrega se
conviertan en una protección segura y que la locura de Dios sea sublime sabiduría. Hasta
que ellos, desacostumbrándose de mirar hacia sí mismos, me miren finalmente a mí
como si fuera ésta la primera vez. Hasta que de lejos el horizonte del Reino ilumine el
crepúsculo, a ellos que conocen tan bien el cristianismo. Hasta que ellos, hartos de
madurez y de cálculo entiendan por vez primera las palabras: Si no os hiciéreis como
niños... Los niños son indefensos, los niños se mueven en las mareas del alma como
navecillas sin timón. Cuando llora un niño, llora todo él, se entrega libremente a las
lágrimas, no puede poner un muro de contención a las lágrimas, no tiene refugio donde
acogerse ante esta inundación. Llora mientras puede llorar, al igual que el cielo llueve
hasta que las nubes se vacían. Y cuando un niño se alegra, se transforma totalmente en
alegría. El vive plenamente, ilimitadamente y sin reflejos. Y cuando siente temor, es puro
temor, y no tiene la capacidad (mortal) de erigir un muro de cristal entre lo impotente y
su propia alma. Los sabios de este mundo os anuncian: Bienaventurado el que posee una
cámara de asbesto, donde no le ataca ni el agua ni el fuego de la vida. Bienaventurado
aquel que educó y moderó sus pasiones de tal manera que formen un muro
infranqueable en torno a su ciudadela, libre de ataques que puedan venir del destino.
Pero yo os digo: Bienaventurado el que, como los niños, se expone a la existencia nunca
dominada, el que no supera, sino que se somete a mi gracia que siempre vence.
Bienaventurados no los iluminados, los maduros, quienes nada tienen ya que hacer sino
caer del árbol, sino más bien bienaventurados los que sufren maquinaciones y
sobresaltos, los que cada día se encuentran ante mis enigmas y no pueden solucionarlos.
¡Bienaventurados los pobres de espíritu, los pobres en el espíritu! ¡Ay de los ricos, por
segunda vez, ay de los ricos en el espíritu! Resulta más difícil al Espíritu (aun cuando
ninguna cosa es imposible para Dios) mover su cebado corazón. Los pobres están
dispuestos y son fáciles de dirigir. Semejante a los perrillos no apartan la mirada de la
mano de su señor A ver si quizá les arroja un desperdicio de su plato. Con la misma
atención siguen los pobres mis gestos, atienden al viento (que sopla en la dirección que
quiere), aun cuando éste gire, conocen el tiempo que hace en el cielo e interpretan los
signos de los tiempos. Mi gracia resulta modesta, pero los pobres se sienten contentos
por pequeños dones. Por eso invité a mi convite a los pobres, mendigos, lisiados y
paralíticos, y a aquellos que con sentido del humor ocuparon los puestos últimos de la
sociedad respetable: los vagos y errantes, los que acampan a las afueras de las ciudades,
los vagabundos, la chusma de las zanjas. Ellos son mis queridos, respetados húespedes, el
estar entre ellos es mi complacencia, yo fomento el trato confiado con los publicanos y
mujeres públicas, pues todos ellos entrarán antes que vosotros en el Reino de los cielos.
Simón, ¿ves esa mujer? Ella es una pecadora, pero ella ha amado mucho, y se ha tenido
poca consideración a sí misma, por eso se le ha perdonado mucho y todo, y la dejo irse
con el don de mi paz. Mi plenitud se derramará en vasijas vacías. Yo sumergiré las raíces
de la nueva esperanza. Depositaré el hijo de la promesa en el seno estéril de Sara. ¿De
qué sirve vuestra piedad, la afectación de vuestra “vida espiritual”? Misericordia quiero y
no sacrificio. Vosotros tendéis hacia la perfección. Es correcto, pero no seáis perfectos de
manera diferente a como lo es vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol
sobre justos e injustos, hace llover sobre buenos y malos, que al criado de la hora
undécima da el mismo denario que a aquel de los primeros que sufrió a lo largo del día.
Vosotros tendéis a la perfección. Es correcto, pero os pregunto ¿para qué? ¿Por qué os
impulsa la salvación de vuestros hermanos, por qué ardéis ante el escándalo que ellos
reciben, por qué queréis sacrificaros en el impulso de vuestro amor, de vuestro deseo de
ayudar? ¿Tratáis de disponer vuestro corazón para que sea limpio, como lo exige la ley
respecto del cordero y del carnero, consumido por el fuego, en lugar del pecado del
pueblo? Y os dáis cuenta de que mientras el corazón depende del otro de este mundo los
hermanos no creerán en mí, al predicarle la pobreza. Y mientras mi espíritu se mueve en
la libertad personal que bien se merece, ¿cómo va a hablar de manera que se le preste
crédito de la obediencia del Señor por la que ganó el mundo? Que estas obras sean un
medio para vosotros, para que vosotros mismos os convirtáis en medio e instrumento del
amor. Pues aun cuando hubierais alcanzado toda perfección, y hubierais llenado vuestros
graneros celestiales con méritos hasta el mismo techo, si no tuvierais amor, no os serviría
de nada.
Pero ¿qué fácil es, no es cierto? ¡Tener este amor! Mirad al mundo, miradlo con mis
ojos: ved cómo se afana por las cosas vanas, cómo se lanza ansiosamente por los venenos,
cómo se aturde en la desesperación, ved al hijo ultrajado, al joven contaminado, la
muchacha corrompida, ved cómo el odio y la ansiedad codiciosa los empuja unos contra
otros de una manera brutal y horrible, cómo sus corazones se endurecen, se corrompen,
se pudren, cómo en su danza van enredándose cada vez más en sus lazos, cuán
horriblemente sucumben al abierto abismo. Es el curso del mundo, dicen los hombres y
ríen: ¡quién va a cambiar el curso del mundo! Pero vosotros no os deis por derrotados,
más bien, como si se os hubiera introducido un cuchillo, saltad hacia arriba: ¡No
queremos eso! Arrojaos a la brecha. Ya sabéis que yo, vuestro Dios, he redimido al
mundo. Mediante la gracia podéis echar un vistazo a mi obra. ¿Está completa? ¿Ha
muerto el pecado? ¿No tenéis más que hacer que un simple dar gracias? ¿Ya ha tenido
lugar ese giro imponente de aquí hacia allí? ¿Está ya ahí el Reino? ¿Ha sido removida ya la
piedra? ¿No ruge lleno de miedo el hombre atormentado? Vosotros arriesgaos,
precipitaos bajo las ruedas, tratad de completar en vuestro cuerpo lo que falta, lo que
verdaderamente falta, lo que parece que falta a mi pasión.
¿Y qué es ello, hijos míos? ¿Predicación? ¿Convencer a los hombres? Mi palabra
divina se ha encontrado con vosotros muchas veces. ¿Acciones? ¿Lograr el Paraíso
inmediatamente ya aquí en la tierra? ¿La Iglesia sin mancha? ¿La orden de los
resucitados? Ya sabéis a dónde conduce esto. Lo estáis viendo hace ya largo tiempo, os
esforzáis a este fin, y hasta sufrís heridas por ello. Y si volvéis la mirada hacia esos largos
años, llenos de trabajo: ¿qué se ha logrado? Dos, tres convertidos, quizá incluso veinte,
cien. ¿Dónde están los otros? ¿Ya se ha realizado la obra, el mundo se ha convertido? ¿O
sólo se ha comenzado la acción? ¿Acaso esos muros artificialmente dispuestos no
amenazan con volver a precipitarse y a enterraros bajo sus ruinas? ¡Todo en vano!
Vosotros levantáis la vista, ved - ¡por vez primera! - la cruz.
Ante la prepotencia del pecado sólo la gracia vence con su sobreabundancia. Las
obras caen a tierra, como envolturas que se desprenden, con mayor rapidez cada vez,
descubriendo el dulce fruto interior, en torno al cual gira finalmente todo: el anhelo
ilimitado. La madera de las acciones creadoras se consume siempre en llama, hasta que
finalmente, la desnuda llama del amor sobrevive sin necesidad de la leña. Vuestras
acciones son buenas, pero las cadenas de Pablo eran mejores, y Juan nada tenía al final
sino que únicamente le quedó la súplica del amor. Mi exigencia es cada vez más urgente,
nada la sacia, ya nada le puede satisfacer, nada puede cerrar el vacío, que os absorbe,
acallarlas lágrimas que veis caer, cubrir la vergüenza del rostro ensalivado con la corona
de espinas: así recogéis vuestra alma como un paño blanco y la eleváis hacia mí, y como
yo me aliviaré con su uso, debe llevar en adelante mis huellas. Y como queda adherida en
ella la imagen, comprende ahora también mi pasión, y comprendiéndola la realiza
juntamente conmigo. No le ahorro esta vista. No hay dos clases de amor.
Juntas manan hasta el suelo la sangre y el sudor de nuestras almas. ¡Con qué
diferencia! - lo sabéis vosotros. Yo llevé solo toda la carga, por eso vosotros dormís
(¿cuándo no dormís?) y vuestra aportación llega siempre demasiado tarde; la cruz ha
sufrido. Vosotros no lleváis el juicio, sino la gracia. Si la carga os aprieta, no deja de ser un
juego. Mi yugo es suave, mi carga ligera. La cruz en vosotros es sólo una indicación.
Vuestra corredención es sólo una analogía (una expresión de mi amor). Pero vale, yo
mismo hago que valga. Yo completo vuestro defecto de plenitud, y vosotros debéis
completar mi falta de plenitud. De lo contrario el amor ya no sería amor. Si yo no os lo
permitiera. Participad de mi fracaso, gustad de la inutilidad de la redención. De esta
materia hace mi Padre su gracia. Existe un juicio, en las manos del Padre hay una balanza.
En uno de los platillos está presionando hacia abajo esa carga de inutilidad. En el otro
está la ligera y ascendente esperanza. Y como se inclina el primer platillo, está decidido
el juicio: la esperanza asciende, mi Reino vence ascendiendo.

XII

Mi Reino es invisible, pero a ti, esposa mía, voy a erigirte ante la mirada de los
hombres, de una manera tan visible, que nadie pueda pasarte por alto. Voy a elevarte
como a la serpiente de bronce en el desierto, como a la roca contra la que se estrella el
infierno, como a la montaña de Tabor, sobre cuya cumbre se encuentra la nube luminosa,
y como a la cruz, que proyecta su sombra sobre las naciones, el escudo de armas de mi
victoria en el fracaso. Quiero edificarte con un fundamento férreo, y tu estructura será el
presagio de que pongo un monumento para mí mismo en la tierra. Serás testigo para mí
hasta el último confín de la tierra de que estuve allí, y no te abandonaré hasta el fin de los
tiempos. Serás un signo de contradicción entre los pueblos, y nadie murmurará tu
nombre, oh Iglesia, sin temblar. En ti se dividirán los espíritus, pues muchos te amarán y
lo entregarán todo por ti, pero otros muchos te odiarán, se conjurarán no descansar
hasta que te hayan hecho desaparecer de la tierra de los hombres. Y te despreciarán,
como no han despreciado, fuera de mí, a ser alguno sobre la tierra, formarán filas para
poder escupirte en el rostro, limpiarán con tu vestido la porquería de sus zapatos,
pintarán en todas las paredes la caricatura de tu misterio, en las tabernas cantarán
canciones licensiosas sobre ti y se retorcerán de risa. Te pondrán en la picota y después
que te han atado y te hayan cerrado la boca se te acusará de toda vulgaridad y se te
exigirá que te laves. Nada se dejará de intentar para hacerte sospechosa, y cualquier
defecto tuyo se exagerará hasta lo monstruoso. Lo vas a pasar muy mal y puesta entre
dos aguas, en todas partes, donde aparece un camino practicable, se presentará al poco
un precipicio y una desorientación, o una pared: ¡Imposible! Tendrás que vivir en la
tierra y sin embargo, no poseerás hogar propio, tendrás que familiarizarte con todas las
buenas y malas costumbres de los pueblos y con todas las necesidades de los hombres;
pero los hombres se cuidarán de que entre ellos ni se confíe en ti ni resultes familiar.
Harán que te sientas como extraña en casa, a lo más tolerada, nunca que te sientas
querida de verdad. Sea cual fuere el modo como lo intentes y realices, nunca te saldrá
bien tu intento. Si te haces igual a ellos, te despreciarán; si te retraes, dirán: Mirad cómo
sabe a dónde pertenece; por tanto terminemos de una vez y expulsémosla
definitivamente. Durante un tiempo parecerá como si entre ellos te fuera bien, se
extenderán en torno a tu signo y acapararán a la gigantesca sombra de las catedrales, tu
palabra será su alimento y tus bendiciones transfigurarán su vida. Pero después sucederá
como si los niños desdeñaran la leche de tus pechos: los más sabios se liberarán de tus
vínculos celestiales y a lo largo de los siglos se irá engrosando el torrente de la defección,
hasta que fatalmente las masas abandonarán tu redil, arrastradas por la imposibilidad de
resistir esta inclinación, hacia la tierra. Tú que querías congregar a la humanidad, para
ofrecérmela a mí como fruto único en la bandeja de tu oración, mira, ahora te encuentras
deshojada como un árbol otoñal, no se ha producido cosecha alguna, y el mandamiento
de la misión, que te arde en el corazón, se encuentra sin cumplirse, y hasta en peores
condiciones que en el primer día de partida. Entonces todavía era posible todo en medio
de las inmensas tinieblas de los paganos: surgió una luz, y todos los rostros se volvieron
espontáneamente hacia aquella novedad. Pero ahora parece que tu canción se convierte
en un organillo; cuando apareces en la calle, se cierran todas las ventanas, y lo que contra
su voluntad perciben todavía los oídos, despierta solamente hastío e infinito
aburrimiento. Ya no puede ocultar la ignominia de haber perdido definitivamente en el
juego, al ser totalmente rechazada; la necesidad puede contribuir a que se te llenen un
par de iglesias aisladas: sólo que espera al día de la prosperidad y entonces te verás más
olvidada que un cadáver milenario. No has conocido los signos de los tiempos. El
impetuoso torrente del amor, que se abrió a partir de ti sobre el sediento mundo, el
esclavo levantó la vista en su desesperación, las mujeres abandonaron sus velos, todos
los desheredados de la justicia sintieron el aliento de una misericordia supraterrena -:
ahora parece que se le ha puesto un dique, tus funcionarios calibran ahora con toda
precisión en sus instituciones y con sus instrumentos la preciosa calidad de mi gracia. La
corteza del árbol que crecía antes salvaje se ha convertido en corcho; te has hecho tan
familiar, que hasta las tormentas del ocaso del tiempo y las sacudidas de la persecución a
tus puertas y ventanas apenas te despiertan del sueño, y un golpe en tu mejilla sólo
consigue una sonrisa tímida.
Te cubre la ignominia más y más, y de manera tanto más ardiente cuanto tú la niegas, y
actúas como si no la sintieras.
De este modo te encuentras, esposa mía, en verdad como signo sobre mis pueblos, al
que se señala con el dedo: muy conocida pero poco querida. Tu fracaso recae sobre mí,
pues por ti mi nombre es blasfemado entre los paganos. Muchos que me buscaron con
corazón sincero, se detuvieron horrorizados en el camino, al contemplarte a ti de súbito,
y se apartaron. Y muchos que vieron con cuánto esfuerzo viven tus fieles, qué poco se
manifiesta su redención, qué lamentablemente se ahoga bajo la ceniza la llama de sus
corazones, con qué medida tan estricta juzgan al mundo, se volvieron decididos a la
inocencia pagana. No es que tu amor, que vence al mundo, resulte escándalo para ellos –
pues tenías que dar este escándalo- sino tu tibieza y tu insuperable falta de amor. Tú
deberías ser para los hombres el símbolo de la unidad entre yo y el Padre, y para esto te
envié el Espíritu Santo, el vínculo del amor unificador, y te fundé en la universal unidad
del bautismo, de la doctrina, de la sucesión ininterrumpida de Pedro hasta Pablo VI. Tu
ser mismo es la unidad, y cada una de las notas por las que se te conoce y en virtud de las
cuales te puedes acreditar, es siempre, constantemente, la unidad. Y porque yo mismo
puse esta unidad en ti y marqué a fuego en ti esta marca indeleble, ya que juntamente con
mi Espíritu entré en ti, y como único corazón tuyo te muevo desde dentro a la unidad.
Pero constantemente te sublevas contra la misma, ningún pueblo está tan dividido y tan
radicalmente afectado de discrepancia como el tuyo; todo aquel que en ti estáre vestido
de una función, que realiza una misión, que administra un encargo dado por mí, está
constantemente inclinado a considerar la parte, que es él, como el todo; la pequeña rueda
que él mueve, como la fuerza que todo lo mueve; el inútil servicio que él presta, como
algo imprescindible. Todos vosotros sois miembros, y en cuanto miembros deberíais
completaros mutuamente en el servicio, agradecidos a que, lo que no tenéis vosotros
mismos, posean vuestros hermanos.
Pues yo soy la totalidad, yo soy la cabeza del cuerpo y el alma que le da unidad. Pero
disputando a lo largo de los siglos por los mejores puestos, destrozáis y desgarráis
constantemente mi cuerpo, y cuando no lográis arrancar de la comunión de la Iglesia
todo un miembro, todo un país, si no adosáis a mi casa verdadera con vuestra obstinación
una secta nueva, la secta diezmilésima, al menos, vosotros, insaciables intrigantes, tratáis
de agujerear en el interior de la casa las paredes como si fuerais ratones, y de sacudir el
fundamento como si fuerais topos. La envidia de vuestros sacerdotes se ha hecho
proverbial y la disputa de vuestras órdenes religiosas se ha hecho objeto de burla, así
como las rivalidades de vuestras asociaciones. Cada una cree que su limitado programa
es el mejor, el único verdadero, y de este modo los miembros se comprimen y la sangre
ya no circula. Mucho tiempo antes de que una nueva parte de tu casa sufra de sacudidas,
mucho antes de que se selle un cisma externo, en el interior se han secado los jugos del
amor y la herejía oculta el pecado devorador han hecho inevitable lo terrible.
Contigo, cuerpo mío, lucho yo la gran lucha, la disputa apocalíptica. Lo que
permanece lejos de mí y de mi corazón, es carne insensible, perdida en sí misma; no me
resulta difícil salvar una cosa semejante; no se resiste, se deja llevar al redil a su debido
tiempo. Pero lo que se encuentra más cerca, lo que pertenece a mi cuerpo incorporado a
mi misterio, lo que percibe el latido de mi corazón a través de la bóveda interior, eso ha
recibido el Espíritu, está vigilante y puede decidirse libremente. Eso sabe en verdad lo
que significa el pecado. De este modo me encuentro en peligro en mi mismo cuerpo, el
enemigo mortal me espía dentro de mí mismo, he alimentado una serpiente en mi propio
pecho, un gusano que nunca muere. También en esto me he hecho semejante a vosotros;
así como en vosotros surge la tentación de vuestra propia carne, del mismo modo de mi
misma carne me llega la más profunda amenaza. El Espíritu está pronto y es fuerte, pero
la carne es débil y allí donde el espíritu limita con la carne, es lesionado y familiarizado
con la debilidad. Allí se ha traicionado y abandonado a sí mismo siempre, pues si no
hubiera nada de carne en él, ¿cómo podría formar con la carne un solo ser? Por tanto allí
donde yo, el fuerte Dios, me tracioné en favor de ti, cuerpo mío, mi Iglesia, allí me hice
débil, sólo allí podía yo ser afectado de muerte. Allí cedí a la tentación y sucumbí a ella,
amar en mi cuerpo un cuerpo (pues, ¿quién odia su propia carne?) al entregarme al
inmenso caos de un cuerpo. Al sumergirme bajo el juego de aguas de la carne. Al pasar a
este mundo opuesto a la luz del Padre, al pasar a esa obscuridad hirviente. A esta
aventura de los sentidos. A este bosque desconocido del género humano. Al igual que
vosotros pasáis con ansia y con el latido acelerado la barrera de la tentación, así atravesé
yo con el corazón conmovido la barrera de la carne, sabiendo el peligro que me acechaba.
Me arriesgué a entrar en el cuerpo de mi Iglesia, en el cuerpo mortal, que sois vosotros.
Pues el espíritu es sólo mortal en su cuerpo. De este modo en adelante ya no somos dos,
sino una carne juntamente, que se ama y que lucha consigo en continua disputa hasta la
muerte. Por tu causa me convertí yo en débil, pues sólo en la debilidad podía yo
experimentar tu ser. ¿Es un milagro que tú percibieras tu ventaja y atacaras mi
desnudez? Pero yo te he vencido por la debilidad y mi Espíritu ha dominado a la carne
que no se dejaba domar (¡nunca se ha defendido una mujer de manera más
desesperada!) para sellar mi victoria, para aprovechar mi triunfo hasta el fin, te he
marcado a fuego con un sello. Sobre la debilidad de tu carne he puesto la marca de mi
debilidad carnal. En tu pecado he puesto la marca de mi amor. Ya nunca más tu disputa
pecadora contra mí será otra cosa que la larga disputa del amor. Este es el sentido que yo
le doy, desde entonces ya no tiene más otro sentido. Precisamente porque pecas tú,
infeliz, conociendo el amor, precisamente por eso tu pecado queda encerrado dentro de
mi amor. Y porque yo, espíritu y amor a la vez, soy el campo de batalla entre Dios y el
mundo, por eso en mí la batalla está siempre ganada, y nuestro vínculo naufragante,
nuestras bodas de sangre, el rojo matrimonio del cordero, es ya ahora y aquí el blanco
tálamo nupcial del amor divino. Haz lo que quieras, estás cogida en el amor. A ti, fiera, te
he impedido que agitándote te descoyuntaras y desgarraras en tu sangre, te he lavado en
el baño de mi sangre, en baño de agua del bautismo y en la palabra de la vida, y he creado
para mí una Iglesia magnífica, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada. Puedes
comportarte como una adúltera y traicionarme diariamente con otro, tú no eres aquélla
por la que te haces pasar, por toda la eternidad tú eres mi cuerpo puro y mi casta esposa.
Voy a vestir tu ignominia con tal santidad que el olor de tus vestidos llenará toda la
tierra, y nadie podrá negar que lo haya percibido realmente y de manera corporal. Voy a
poner en tus manos semejante amor, para que tú lo puedas distribuir, para que tu
nombre sea mencionado entre todos los pueblos: la Amable y la guardiana del amor. Y
pondré en tu corazón tal preocupación por el mundo y por mis ovejas perdidas que el
insensible rebaño olfateará al pastor y correrán en pos de ti casi contra su propia
voluntad. La infamia que tú me preparas no será tan grande como la ignominia que yo te
comunicaré sacándola del tesoro de mi cruz; el desprecio con el que te afrentan no será
nada en comparación con el desprecio y la burla que yo te entrego del tesoro de mis
divinos dolores como mi regalo precioso y mi inapreciable presente de bodas. La obscura
debilidad con la que te encuentras en este siglo de ocaso ante el mundo, incapaz de
transfórmalo, esta debilidad, pues, ¿cuándo fui suficientemente fuerte para renovar la faz
de este mundo exterior? De este modo te transformaré en la que tú no eres, y te crearé
con la exclusiva fuerza de mi corazón, como Eva nació de la costilla de Adán.
Tú vives, oh Iglesia de una exigencia y de una promesa. No vivas de ti misma, vive
solamente de mí y en mí conócete a ti misma no como la que eras, no conozcas ya tu
corazón, sino que debe bastarte con mi solo corazón (que yo he puesto en el centro del
cuerpo para ti), así serás tú mi esposa y mi cuerpo, y yo salvaré en ti, exclusivamente en
ti, el mundo entero. Sé mi esclava, renuncia a tu voluntad y a mis pies dí como Ruth que
serás obediente hasta la muerte, sé para el mundo mi obediencia encarnada,
representada de una manera visible – y sensible a través de todos los tiempos, tan
obediente que, quien dice Iglesia diga obediencia; pues en la obediencia está la
redención, y quien me representa debe describir mi obediencia hasta la muerte de cruz -:
de este modo quiero erigirte en reina del mundo y que todas las naciones y todos los
tiempos se inclinen ante ti Pero tú, siendo obediente tú misma, debes exigir obediencia
en mi nombre, pues en ninguna otra parte sino en ti quiero regir el mundo y en ninguna
otra parte sino en tu cuerpo late mi corazón. Esta es la exigencia y la esperanza.
Encadénate a mí de una manera tan irrevocable que pueda descender contigo al infierno,
después te encadeno yo tan irrevocablamente a mí que puedas ascender juntamente
conmigo al cielo. Vacíate de tal modo en mi que o pueda llenarte de mí. No voy a ocultarte
lo más extremo, ni tampoco lo más elevado, pues no quiero tener secreto alguno delante
de ti. Donde yo esté, allí estarás tú también. Lo que yo haga, tú tienes que hacerlo en mí.
De este modo te enseñaré mi obediencia, debes permanecer ciega abandonando toda
idea propia, todo amor propio, toda fe propia, y en esta obediencia tiene que conocer
quién es de mi espíritu y quién pertenece a mi amor. Pero esta obediencia será solamente
la garantía de mi amor hacia ti y de tu amor hacia mí, y en medio de ese servicio de
esclavitud que experimentarás, como un rayo de luz que viene de arriba, la libertad de los
hijos de Dios, hasta qué punto el servicio sigue al impulso del amor. En todo esto te
sucederá al igual que a mí, pues yo como esclavo de mi Padre estuve vinculado a su amor
de manera cada vez más estrecha y toda distancia creada se manifestaba como medio y
rodeo y como una argucia profunda de la unión con él. El mismo juego que el Padre
practicó conmigo, lo repito yo ahora contigo. Te dejo en el mundo, te vuelvo a dejar en el
mundo como enviudada para unirme a ti más íntimamente, más espiritualmente y más
divinamente a partir del cielo. Te dejo como sin alma en el sepulcro del mundo, vagado tu
espíritu entre las sombras del mundo inferior, para liberarte de súbito, inmediatamente,
de la muerte y para demostrar al mundo una vez más que tú vives y yo vivo en ti. Pues tu
existencia en el mundo es un milagro constante y a nadie puede quedarle oculto que tú
bebes de una fuente extraña, que otra mesa distinta de la tuya te alimenta, así, a pesar de
todo, tú serás mi signo entre las naciones. Seguirás siendo para ellas inverosímil, hasta tal
punto que te anunciarán cada día la muerte. Y tú, por decirlo así, morirás, pero he ahí que
nosotros vivimos, tú y yo, pues yo morí una vez, y el que come de mi muerte, vivirá
eternamente y yo le resucitaré en el último día – y todos los días son el último. Yo morí
una vez y una sola vez tan sólo mi cuerpo, mi Iglesia, pasa de la muerte a la vida. Esta es
la única mutación. Cada uno de tus miembros la realiza juntamente, en su sitio, en su
siglo, pero en la unidad de una única transformación, en la transubstanciación de este
mundo en el otro mundo (el mismo). Se trata de una sola mutación, en la que la tierra se
convierte en el cielo, y el punto de arranque es la Iglesia. Aquí se abre el mundo cerrado y
aguarda a la gracia prometida. Aquí reconoce el hombre su culpa y confiesa su verdad; al
descubrirla, queda la verdad destruida, y en lugar de ella recibe la verdad de Dios. Aquí el
hombre viejo es sustituido por el nuevo. Aquí muere el mundo y surge otro nuevo. Aquí
ambos eones se interfieren. Aquí todo fin se convierte en principio, todo lo que carecía de
perspectiva en la garantía de una esperanza. Aquí de la roca más dura brota el agua de la
vida eterna. Aquí termina el curso de la razón y nacen las alas de la fe. Aquí se resuelve el
enigma del mundo gracias al misterio de Dios. Aquí se cierra el abismo abierto entre el
cielo y la tierra, pues tus fieles viven en ambas esferas a la vez. Ya no es la felicidad una
promesa lejana, sino que la vida eterna consiste en que te conozcan en el amor, Padre, y a
mí, que tú has enviado. Y ningún temor humano respecto de la salvación será
fundamento tan vacilante como para que la roca de la fe no sea un fundamento más
seguro. “Pues mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y ellas siguen y yo les doy la vida
eterna y ellas no se perderán eternamente y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre,
que me las ha dado, es mayor que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del
Padre. Yo y el Padre somos una cosa.” Por eso soy yo mismo la Resurrección y la Vida, y el
que cree en mí, el que bebe de la fuente que mana de mi costado abierto, de aquél surgirá
una nueva fuente inagotable, pues fluye de la vida eterna hacia la vida eterna. Y no en el
último día, Marta, no sólo entonces lo resucitaré yo, pues el que cree en mí, ése ha pasado
ya de la muerte a la vida, su sepulcro ha saltado en pedazos y ha resucitado para la vida
eterna; que ellos, en la fe, en el amor, en la esperanza, te conozcan a ti Padre y a mí que
me has enviado.
A ti Iglesia mía te he confiado esta fuente. De tu costado abierto fluye para refrigerio
de las naciones. Al igual que tú misma como nueva Eva, brotaste de mi sueño, así broto
yo, la vida divina, de ti. Tus manos me reparten como el pan del mundo. Pues
naturalmente la mujer procede del hombre, pero gracias a la mujer nace el hombre. Pero
todo procede de Dios. Y como yo, siendo Dios, soy la fuente y soy antes que todas las
cosas, por eso es el hombre la gloria de Dios y la fuente de la mujer, y el Dios hecho
hombre es el varón, y la Iglesia la mujer, pues la mujer es la gloria del varón. Pero como
yo fue el Hijo del hombre, he nacido de seres humanos, y soy hijo tuyo, oh Iglesia, pues
todo aquel que hace la voluntad de mi Padre no sólo es para mí hermano y hermana, sino
también madre. Tú has nacido de mi corazón, y he reposado bajo tu corazón. Tú, a quien
yo engendré en la cruz con dolores, como mujer en parto, me engendrarás en medio de
dolores hasta el fin. Tu imagen se confunde misteriosamente con la imagen de mi madre
virginal. Ella es la única mujer, pero en ti se convierte ella en la madre cósmica. Pues en ti
mi corazón se amplía hasta convertirse en el corazón del mundo. Tú misma eres el
sagrado corazón de las naciones, sagrado gracias a mí, que unifica al mundo para mí,
haciendo que mi sangre circule a través del cuerpo de la historia. En ti madura mi
redención, que yo mismo llegue hasta alcanzar mi plena figura, hasta que yo, dos en uno
contigo, en la unión de dos en una sola carne, tú mi esposa y mi cuerpo, ponga a los pies
del Padre el Reino, que somos nosotros. La alianza de nuestro amor es el sentido del
mundo. Todo se cumple en ella. Pues el sentido del mundo es el amor.

XIII

¡Oh bienaventurado desenfreno de tu amor! Nadie te domará jamás, nadie te investigará


jamás. Los caminos, que temerarios empezaron a abrirse, no penetran ya más; de pronto
quedaron interrumpidos, todavía queda en el aire la decepción de los pioneros, se
experimenta la sensación con la que tuvieron que retornar. Otras sendas han quedado
cubiertas de vegetación; la maleza se extiende hacia los márgenes, altas ramas han caído
cruzándose; de nuevo la selva florece y se puebla de ruidos sin fin.
Cuando yo era joven, pensé que podía salir contigo hacia las regiones limpias. Vi una
calle empinada delante de mí, y sentí ánimo, empaqueté mis cosas y empecé a subir.
Traté de aligerarme al abandonarlo todo en el espíritu siguiendo tus palabras. Durante
un tiempo me pareció que realmente subía en el camino. Pero si hoy, después de años,
levanto los ojos, entonces los tuyos brillan con mayor altura, más inmensos que nunca
por encima de mí. Ya hace mucho tiempo que no se puede hablar de un camino.
Yo me había equipado perfectamente con mapas y aparatos de medida Sabía de
memoria las doce tablas de la humildad y los siete muros y fosos construidos en torno al
castillo del alma. En algunas cimas veía banderitas y señales que habían sido puestas allí
y ciertas marcas rojas y azules que demostraban entre los escollos que algunos otros
habían pasado por aquí. Las “indicaciones para la vida feliz” pululaban en ciertos lugares
donde acampa la gente como las latas de sardinas y los desperdicios. En el curso del
tiempo perdí la costumbre de prestar atención a estos restos tristes, pero se me ocurrió
de pronto que eran cada vez menos, me parecían ya viejos y oxidados y próximos ya a
convertirse en una parte de la maleza, perdidos en el espesor de la selva virgen y de la
maraña selvática.
Y todos los que pretendían exorciszarte y desencantarte me parecían infantiles y
necios; sentía en mí una ira contra ellos, porque seducían la almas de aquellos que
hubieran podido comprender, oh selva, tu hechizo. Pero también me asaltó la tentación,
porque ellos engañaron al mundo y a sí mismos por lo mejor. Y un día arrojé todo a la
maleza: mi bagaje, provisiones y mapas, y me consagré solamente a ti, paisaje virginal, y
fui libre para ti.
Los maestros decían: tres son los caminos del saber. El camino del sí, el camino del
no, y por encima de ambos el camino del más allá. Encontrarte a ti en todas las criaturas,
pues todas reflejan en sus fragmentos una imagen de tu luz. Abandonar todas las
criaturas, porque sus duros límites no captan tu ser infinitamente fluido. Finalmente
destruir las envolturas de sus perfecciones y extenderlas hasta la medida ilimitada de tu
eternidad. Pero yo me di cuenta que estos caminos no son camino alguno. El sí es una
afirmación, el no una contra -afirmación; ambos se confunden entre sí y finalmente
conduce al abismo, y el tercer camino es la imposibilidad de trascenderlo. Algunos
aconsejaban: arrójate a la profundidad para que tu ser y tu limitación se destruyan, así
encontrarás lo que anhelas. Tus ojos se abrirán y tú serás como Dios.
Una gran tentación yacía en aquellas palabras, y desde las profundidades del cráter
apareció atractiva una lava dorada, señalando una vida divina. El oro de este oro me
pareció que era la luz, que maravillosamente algunas veces se producía durante la noche
y salía de las más altas grutas del Athos a los lejanos navegantes. Y me pareció sagrado el
vértigo en el que se elevaron por encima de las barreras Plotino y Al Hallaj y los
discípulos de los Bodhisattva.
Pero a su debido tiempo me acordé de tu corazón, Señor, y que tú has amado las
limitaciones de tus criaturas y que has descendido hasta nuestro valle de la tierra para
permanecer aquí entre nosotros hasta el fin del mundo, y para amonestarnos de la
tentación y seducción del espíritu y del desprecio incluso de uno solo de estos pequeños.
Y cuando te contemplé como cansado te sentabas junto al pozo de la pecadora, y cómo
frotaste los ojos del ciego de nacimiento con lodo y saliva, entonces surgió en mí la
sospecha de que aquellos seres superiores en sus éxtasis sólo se encontraron en el
supuesto fantasma de su vacío anhelo. Y si aquéllos tuvieron que engañarse, aquellos que
pasando de largo ante tu humanidad y más allá de ella pretendieron conocer el camino
que conduce a la original profundidad del Padre.
Pero todo camino que no eres tú mismo fracasa. Todos los que te ignoraron sufrieron
equivocación, y nadie que no estaba en ti te conoció. El trecho que me separa de ti es
impracticable si de antemano yo no lo he pasado ya en ti.
Pero, Señor, ¿tú mismo eres camino? En nada te pareces a las vías humanas. Ninguna
de tus palabras es una segura indicación de la siguiente, como sucede entre los hombres,
ya que los postes kilométricos indican la distancia y la dirección clara. Toda dirección es
un juicio y una ejecución, toda explicación es una ejecución, toda indicación es una
reprensión. El camino - que eres tú, y tú ERES camino - debe privarnos de toda vía fija
bajo nuestros pies, todo avance nos devuelve a la vez al gran abismo de nuestra nada y
nos desvía a los lados para que, arrodillados en el polvo, te dejemos exclusivamente a ti,
el Rey de la Gloria, marcar el camino. Tenemos que realizar obras y creer en obras, pero
resulta también menores al crecer y, con la vista puesta en ti, olvidar todas nuestras
obras. Nuestra justicia tiene que ser mayor que la de los escribas y fariseos, pero
debemos ser más pequeños y rebajarnos más que este niño. Tenemos que congregar
tesoros en el cielo, y en seguros graneros, donde ni el óxido ni los insectos los devoren,
pero a la vez ser más pobres que todos y mendigos felices en el espíritu que no han de
preocuparse angustiosamente por el mañana, por el día eterno. Tenemos que caminar en
tensión hacia lo que se encuentra delante de nosotros, y sin embargo descansar,
distendidos tranquilamente, como un pájaro en tu mano. Que nuestras obras brillen ante
todos los hombres, pero hemos de cuidarnos de realizarlas en lo oculto. Tenemos que ser
perfectos como el Padre de los cielos, pero a la vez contritos como el publicano en el
templo, y sentirnos como pecadores de ningún valor. Vigilantes y maduros, como amigos
tuyos, incorporados a tus misterios, pero como esclavos que no ansían conocer el día y la
hora. Como madre en parto, fatigarnos y morir por los hombres, y sin embargo, si ellos
no nos reciben, proseguir el camino y sacudir el polvo de nuestras sandalias. Ser
equilibrados y no necesitados de bien alguno, pero compasivos en la tristeza y en la
alegría, y de mano abierta al dar y tomar. ¡Hacer que, a la manera de la semilla, tu Reino
vaya creciendo en nosotros como un sembrado que crece incesantemente lleno de
maleza, pero a la vez arrebatar con la velocidad del rayo el Reino de los cielos por la
fuerza con el destello de una gran decisión!
Dónde está el camino, ¿dónde la indicación? ¿No es esto el desierto? ¿Y quién puede
comprender el Reino, que es pequeño como una semilla y crece por encima de todo, que
está mezclado de buenos y malos, y en el que sin embargo no entra un solo malo, que
además no es de este mundo y que visto de cerca está en medio de nosotros, que se
aproxima, si estamos sentados a la sombra de la muerte y nos alejamos, y se aleja, cuando
nos aproximamos y pretendemos comprenderlo? Este Reino, tu presencia en el mundo,
es tan incomprensible como tú mismo. Pues lo es todo a la vez: es pobre y es rico,
poderoso y débil, tan visible que nadie puede inculpablemente dejar de verlo, y tan
oculto, que nadie puede contemplarlo sin los ojos de la gracia. De manera casi esclava se
nos pone el amor de Dios en sus sacramentos a nuestros pies, encadenada a la propia
decisión irrevocable de hacerse disponible, sensible en el agua y pan y vino y óleo; pero si
uno se acerca y los coge, se le escapan de entre los dedos como si fueran aire, que
desprecia y se burla de todo seto espinoso. ¿Y tú, oh Iglesia, princesa y reina de todas las
naciones, extasiada inviolablemente a la derecha del Señor, esposa sin arruga ni mancha,
pero también sencilla esclava y corrompida pecadora, y con frecuencia confundida con la
roja Babilonia montada sobre la espalda de la bestia! ¡Y vosotros, cristianos , luminarias
del mundo y luces sobre el candelero, sal de las naciones y libertos de Dios, pero a la vez
escándalo para los hombres y despreciados por vuestros pecados y perseguidos con
razón y no por causa de Cristo! Ciudadanos del cielo, expatriados de este mundo, pero
fatigándoos afanosamente día tras día y arrastrándoos de confesionario en
confesionario: ¿quiénes sois vosotros?
Maleza de desierto en los corazones, que se oponen voluntariamente, que se
defienden anhelantes, que se apartan adelantándose, desierto en las conciencias, en las
malas y sin embargo nuevamente buenas, llenas de sabiduría de la infancia de Dios y
vacilando inseguras si son dignas de ira o dignas de amor. Desierto del amor mismo, que
no sabe si ama, que quizá no es constantemente sino el creciente afán que se oculta bajo
las rosas de la entrega, o las murallas deleznables, desmoronables, dentro de las cuales se
siente más seguro del don del amor de Dios derramado en el corazón y del firme edificio
edificado en Cristo, el Señor.
Finalmente desierto de todo este mundo inextricable: roca rígida y ola espumeante,
retorno de lo eternamente idéntico y transformación en un constante nacimiento y
ordenación todavía nunca existente en la órbita de las estrellas y en el torbellino atómico,
ya sea que toda ley imaginable se desborde en una enigmática libertad. Mundo
encomendado al hombre para su cuidado y progreso infinito, y de manera siempre nuevo
sobrepujando toda barrera como caos descuidado, cortando las puntas demasiado finas,
dirigiendo hacia abajo con toda naturalidad las curvas ascendentes, y doblando su
madura forma retornándola a su antiguo seno. Mundo en el que el sentido y el
contrasentido se balancean indiferentemente y cada parte exige lo opuesto a ella, que se
cierra en forma de huevo redondo y que en su atmósfera encierra todo el impulso hacia
el cielo, y mundo que sin embargo abierto, está ahí siempre abierto como una anatomía,
suspirando por la plenitud desde sus entrañas, y que no puede darse a sí mismo;
mostrando a Dios con todos sus dedos sintiendo sed de él con todas las fibras de su
cuerpo como si se tratara de la lluvia más necesaria de todas. Mundo de cuya
profundidad surgen todas las fuerzas y que sin embargo se oculta débil e impotente y
aguarda la venida de la gracia. Mundo ambiguo, cuya duplicidad y no unidad es sin
embargo lo unívoco y claro. Mundo intermedio, que, al distinguir al creador y la criatura,
los une. Mundo tremendo, que rebelándose obliga a Dios mismo a descender en figura de
hombre con su ira, mundo - niño, que como niño de pecho sueña en los brazos de la
Virgen María.
¿Quién comprende el sentido del Señor en su creación y por encima de ella? ¿Quién
puede unir con corto hilo el infinito ramo de la sabiduría? Mira como la apariencia de una
fuente surtidora pone el espíritu y el ser del hombre bajo la evaporación de todo
misterio. Deja que corra, dejándola correr puedes coger lo que quieras; y lo que tú
puedes, será ser envoltura de la ola. Abre tu corazón y tu cerebro y no trates de
detenerlos; lavándote te purificarás; el sentido que buscas es precisamente lo que es
extraño y pesa en su fluir. Cuanto más regalas renunciando, tanto más rica será tu
sabiduría; cuánto más recibes ofreciendo, tanto más robusta es tu fuerza. Mira, todo te
confundirá, para que, sacando de la plenitud de la confusión, conozcas la
sobreabundancia del amor; todo te dejará vacío, para que te ahueques dejando espacio a
la sobreabundancia de la fe: todo te deteriora como si fueras un paño, para que aguzado
como para mostrar los hilos resultes transparente para la plenitud del amor.
Pues he aquí que todo se disuelve en el elemento y es reducido al átomo, para que
cristalice nuevamente convirtiéndose así en el único cristal del centro mismo. Todo
muere en las batallas mortíferas de la limitación del saber, pues sólo de la materia de
total debilidad se teje el vestido regio del vencedor del mundo. Todo viene a parar al río,
como los témpanos que crujiendo revientan al sol y se arrastran informes hacia el mar,
chocando unos contra otros. Pero el movimiento está producido por el latido del centro, y
lo que parecía una presión caótica, es el ciclo de la sangre en el cuerpo del Cristo cósmico.
En este cuerpo debes tú influir y de manera siempre nueva, como gotas, debes
dejarte arrastrar por las rojas arterias y las venas que laten. En el torrente sanguíneo
experimentarás tanto la inutilidad de tu resistencia, que se opone, como la fuerza del
músculo que te impulsa. Experimentarás la angustia de la criatura, que debe doblegarse y
perder, pero también el placer de la vida divina, que consiste en el cielo cerrado del
infinito amor divino que circula. Transportado río abajo sobre las olas de la sagrada
sangre te encontrarás con todas las cosas, verás cómo los escombros chocan contra les
escombros en las cataratas del torrente montañoso, pero verás también qué hermosos
barcos de vela se cruzan sobre la suave alfombra de una corriente regia. Empujado
libremente hacia la obscura soledad llegarán a conocer la comunión de todos los seres
entre sí, como su contacto e identidad en las rutas fluyentes del cuerpo. Y así
familiarizado con todas la cosas y naturalezas, comunicarás finalmente contigo mismo
y te sentirás conducido, dando el más amplio rodeo de olvido de ti mismo, al festivo
banquete de los dones, en el que tú, un desconocido, eres para ti mismo como un nuevo
don. Empujado por el latido del corazón hasta todos los miembros del enorme cuerpo,
emprenderás el viaje más extenso de Colón, pero como la tierra se redondea a manera de
una pelota, las venas vuelven al corazón y el amor entra y sale eternamente. Lentamente
aprenderás el ritmo y ya no te angustiarás cuando el corazón te expulse al vacío y a la
muerte, y ahora sabes que es el camino más corto para ser absorbido nuevamente a la
plenitud y al placer. Y si te elimina fuera de sí, sabe que esta es la misión y enviado por el
Hijo realizas tú mismo el camino del Hijo, lejos del Padre en el mundo, y tu camino hacia
la lejanía, donde Dios no está, es el camino de Dios mismo, que sale de sí, que abandona a
sí mismo, que se deja caer, que se pone a sí mismo en la estacada. Pero esta salida del hijo
es también la salida del Espíritu del Padre y del Hijo, y el Espíritu es el retorno del Hijo al
Padre. En el margen más extremo, en la orilla más alejada, donde el Padre es invisible y
está totalmente oculto, allí espira el Hijo su Espíritu, lo murmura en el caos y en las
tinieblas y el Espíritu de Dios flotaba sobre las aguas. Y cerniéndose en el Espíritu, el Hijo,
glorificado, se inclina ante el Padre, y tú con él y en él, y la salida y la entrada son una
misma cosa.
Cómo te agradezco, Señor, que yo pudiera fluir y que no tenga que estar retenido,
que pueda extenderme en tu bienaventurada incomprensibilidad y que no tenga que
descifrar preocupado signos y escritos. Pues todo es ruina, pero habla de ti, y todo es
signo y me muestra a ti. Y por encima del enigma de todas las cosas resplandece tu
misterio como un sol en lo alto, y en el ocaso de toda luz del mundo tu gran noche alborea
oculta. Todo camino me impulsa a salir de mí mismo con fuerza para ir al desierto, y
como no encuentro otro camino, experimento tus alas y tu aliento. Cómo te agradezco,
Señor, que tú trasciendes nuestro corazón, pues finalmente todo lo que podemos pensar
yace tras de nosotros despectivamente. Y nuestro espíritu no ansía detenerse, sino estar
en ti, y, conociendo, ser conocido de tu corazón. En el fracaso de toda sabiduría no está la
ignorancia, que nosotros experimentamos, sino el ser oculto de toda sabiduría en ti. El
oleaje de este mundo se rebela osadamente, pero pulverizándose de su ímpetu, se
resquebraja y extendido ampliamente, se arroja a tu orilla en desmayada adoración.
Cómo te agradezco, Señor, que no deshicieras el atormentador desierto del mundo sino
en el bienaventurado frenesí de tu amor, y que, lo que en nosotros se impugna y se
reprime, se funde en el crisol de tu fuerza creadora. Y que todo lo que en nosotros brilla
ambiguamente y por eso de manera seductora, se reconcilia en ti y resulta redentor. En
lugar de enigmas tú pones, iluminándolos, misterios. Todo, y hasta el pecado, es para ti
materia y piedra de edificación: expiándolo tomas sobre ti todo y le haces donación de un
nuevo ser sin aniquilar su ser. La basura es transformada por ti en tesoro, el devaneo en
virginidad, a los desesperados les regalas un futuro; tu mano hechicera supera todas las
fábulas de los niños. Tú eres la contantemente viva fuente de todas las posibilidades, y lo
real se modela entre tus dedos con la misma facilidad que la arcilla en el torno del
alfarero. Tú eres más fantástico que cualquier sueño y nuestras más altas utopías son
estúpidas y sólo un pálido reflejo de lo que tú has realizado hace ya mucho tiempo. Sin
embargo lo que tú inventas e imaginas libremente en el sueño más íntimo de todas las
cosas que nunca osaron soñarlo en absoluto, ni siquiera lo podían; pero si tú lo tomas en
tu boca y de acuerdo con el propio deseo lo expresas, entonces has pronunciado, has
manifestado su ser y son un regalo para sí mismos. Cómo te agradezco, Señor, que mi ser
me trascienda en ti a mí mismo, y que mi centro está en ti más allá de mí mismo. Por la
senda torcida de mi corazón, lo pueda o no, y a pesar de toda oposición, debo salir de mí
mismo para llegar hasta ti. Y todas las cosas se abren a ti como huevos, de los que se
desliza un recién nacido, como botones que revientan, y todos los seres se asoman de tus
ventanas en dirección a ti y te encuentran en ti, más allá de ellos mismos, juntamente a ti
y a sí mismos. Se ordenan en torno a ti como las hojas de las flores en torno al oculto
estambre, cuyo ocultamiento sólo se manifiesta como aroma.
La rosa del mundo pierde sus hojas, todos nosotros nos marchitamos, y caemos, pero
en este otoño florece tu primavera. Caemos como follaje amarillo, nos corrompemos y
nos pudrimos, lo que procede de la tierra, se convierte en tierra, el corazón de
pensamientos terrenos. Y una vez más el jardín del cielo se transforma en selva virgen.
Nosotros no somos Dios. No se puede adivinar el silencio del límite. Límite es nuestra
forma, límite es nuestro destino, nuestra fortuna. No podemos destruir nuestra forma, tú
mismo tienes respeto por nuestra forma. Nosotros retrocedemos al abismo. El amor se
encuentra solamente en el abismo, la unidad está solamente en la distancia. Dios mismo
es unidad del Espíritu sólo en la distinción de Padre e Hijo. Que nosotros somos espejos
que estamos frente a ti, espejos receptores, es el sello en nosotros de tu superioridad,
como autor nuestro. Nos parecemos a ti en que no somos tú. Tenemos participación en la
proximidad del amor en el hecho de que hemos sido desplazados a la lejanía del respeto.
Pues el amor es casto y el seno de Dios es virginal. Y la reina, tu madre, es virgen y
esclava.
Nosotros nos postramos y te adoramos. En último término tú eres el único que
existe, el corazón en el centro. Nosotros no existimos. Lo que hay de bueno en nosotros,
eres tú; no entra en consideración lo que somos nosotros mismos. Nosotros perecemos
ante ti y no queremos ser nada más que tu espejo y ventana para nuestros hermanos.
Nuestro ocaso ante ti es la aparición ascendente por encima de nosotros, nuestra
disolución en ti y tu entrada en nosotros. Pues todavía nuestro ocaso ante ti lleva la
figura de tu propio ocaso, y nuestro alejamiento culpable respecto de ti no nos pertenece,
pues tú lo has convertido en tu propio alejamiento. El pecado tiene la forma de la
redención.
Y así en último término sigues estando solo, y todo en todo. Eres una cosa contigo
mismo, y sin perderte a ti mismo, te derramas sobre los múltiples seres; permaneciendo
en la multiplicidad de los miembros los acoges a todos a la unidad del cuerpo. La acción
de tu extrema fortaleza y de tu amor inmutable es que te enajenas hasta la más extrema
debilidad y hasta renunciar al amor, y si tú te encuentras en la más extrema debilidad y
todos te pisotean como a un gusano, eres el héroe y has destrozado la serpiente. ¿Qué es
ya el vacío? ¿Qué es ya la plenitud? ¿Cuál de las dos cosas es privación? Si estás vacío,
ansías la plenitud, y en ese caso nosotros, la Iglesia somos tu plenitud. Si estás lleno y
como una nodriza te sientes impulsado a descargar tu pecho repleto y dolorido: también
somos nosotros, la Iglesia, tu plenitud. Siempre eres tú la plenitud y nosotros somos el
vacío, siempre, aun cuando te encuentres exhausto y exprimido, nosotros recibimos de tu
plenitud gracia tras gracia. Tu Iglesia es sólo el receptáculo, es tan sólo tu órgano. Tú eres
la fuente torrencial; y asimismo de nosotros brota una fuente hasta la vida eterna, pero
en este caso no es más que una bebida que tú nos diste, pues sólo de ti brotan fuentes de
agua viva. Y si caminas por el mundo pobre y pálido, escondido bajo el ropaje de la
humildad y de la pobreza, si te escondes tras los pecadores y los publicanos, y si
realizamos en ti las ocho obras de misericordia, aun entonces sólo tú eres el donante, que
nos haces posible desde dentro y desde fuera el amor.
Tú permaneces solo. Tú eres todo en todo. Aun cuando tu amor nos quiera para
realizarse compartido por dos y quiera celebrar con nosotros el misterio de la
procreación, sin embargo en todas partes se trata de TU amor, que da y recibe la
donación, a la vez semilla y seno, y el niño engendrado vuelves a ser tú mismo. Si el amor
necesita de dos pies para caminar, el caminante es uno, y ése eres tú. Y si el amor necesita
de dos amantes, uno que ama y otro que es amado, sin embargo el amor es uno sólo, y ése
eres tú.
Todo está referido a tu corazón que late. Todavía palpita y crea el tiempo y la
duración, y con sus grandes y doloridos latidos impulsa el mundo y su acontecer hacia
adelante. Es la inquietud de la hora, y tu corazón se siente inquieto, hasta que nosotros
descansamos en ti, hasta que el tiempo y la eternidad se confunden sumergidos el uno en
el otro. Pero: Estad tranquilos, yo he vencido el mundo. El tormento del pecado ha cedido
ya, transformándose en el silencio y la quietud del amor. A partir de este momento se ha
convertido en más obscuro, más flameante y vivo en orden a la experiencia de lo que es el
mundo. Pero el estéril abismo de la agitación ha sido superado por la insondable
misericordia, y en medio de los majestuosos latidos domina sosegadamente el corazón
divino.

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