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Se suele catalogar la obra poética de Gonzalo Millán como “objetivista”, esto es, como un intento
de anular las marcas más patentes de emocionalidad del sujeto a favor de una exposición centrada en
la imagen de, generalmente, objetos. Esto último sería “lo objetivo”. Millán mismo ha invocado a
autores “imaginistas” y “objetivistas” norteamericanos del siglo XX (T. H. Hulme, H. D., E. Pound,
W. C. Williams, C. Reznikoff) e incluso la poesía china y el haikú –posiblemente mediante traducción
inglesa también—como forma de encontrar una tradición en la cual avalarse. El texto “Hacia la
objetividad” del mismo Millán, publicado por Soledad Bianchi en su antología Entre la lluvia y el
arcoris en 1983, debe leerse como una suerte de manifiesto del poeta. La “objetividad” por una parte
se opone a la subjetividad concebida de forma romántica y moderna, es decir, como un interior
psíquico resguardado del cual emerge el texto poético. Además, la objetividad se concibe a
contrapelo del sujeto lírico que identifica al autor con el sujeto textual y, por lo tanto, al texto poético
bajo el signo de la expresividad.
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Matías Ayala 65
Esta objetivación, de cualquier modo, nunca ha sido extremada por el poeta: “Aunque se hable de
objetos, el hombre nunca está excluido, la humanidad está siempre implícita. La objetividad tiende a
reducir la excesiva individualidad. Como decía Ponge, la objetividad corrige una visión demasiado
antropocéntrica” (“Hacia la objetividad” 57). En efecto, la proyección romántica del sujeto en la
imagen—así como la internalización de la imagen en el sujeto—sigue operando en el texto de Millán.
La elección de determinada imagen, su forma de presentación (enmarcada, fragmentada o
yuxtapuesta), su énfasis en el detalle y la descripción de artefactos y productos, son todas decisiones
estéticas, es decir, que muestran las opciones del poeta.
La paradoja que presenta la obra de Gonzalo Millán es que a pesar de la preeminencia de la
imagen y su despersonalización, su obra es fuertemente biográfica. Es más, casi toda su obra poética
puede ser leída en clave autobiográfica: Relación personal (1968), libro basado en el mundo amoroso
juvenil; Vida (1984), importante continuación en donde una pareja contrae matrimonio, instala un
hogar, se multiplica y se separa; Seudónimos de la muerte (1984), que da cuenta del exilio; Virus
(1987), que hace terapia de una crisis de creatividad; y Autorretrato de memoria (2005), en el cual
evoca su infancia. Su diario de muerte, Veneno del escorpión azul (2007), escrito en prosa y verso,
sella esto de forma clara. Quedan afuera de este tentativo esquema autobiográfico dos libros
importantes: La ciudad (1979, 1994, 2007) y Claroscuro (2002). La construcción serial del primero y
la temática ecfrástica del segundo le permitieron escapar de esa primera persona del singular que
parece permear su obra, quizás a su propio pesar. Habría que ser cauteloso, no obstante, y no
buscar oposiciones en donde no es necesario que las haya. Así, se puede afirmar que en la obra de
Gonzalo Millán hay una continua dialéctica entre lo subjetivo y lo objetivo, la emoción y la
percepción, el patetismo y la ironía, el lirismo y la distancia, todos ellos dominados por la pregunta
crítica por la representación y el texto. Hay pasajes de su obra en que estos polos se unen y otros en
que divergen. Por ejemplo, Jaime Concha notó hace años que, en Relación personal, la figuración del
yo en caracol, moluscos y reptiles es cifra de cómo el sujeto se distancia del lirismo tradicional y logra
crear un nuevo sujeto poético mediante este recurso poético (426). Un mayor distanciamiento
emocional se logra con los títulos irónicos y el feísmo siniestro: “La estética de lo feo en Relación
personal consiste en producir una desarmonía en los temas tratados, a través de imágenes corrosivas,
mohosas, putrefactas y mutiladas que, como ya se dijo, se organizan principalmente por los recursos
sinestéticos” (Campos 42). De esta manera, la combinación entre ambos polos es la tensión que echa
a andar a esta obra poética.
Respecto a la relación de su obra poética con el arte plástico pop, que ha trabajado la reificación y
alineación contemporánea mediante el extrañamiento y la objetualidad desde los años 60, Millán
sostuvo:
Sin embargo, creo que esta afinidad es mayor con la corriente pop inglesa que la
norteamericana, ya que en la primera persiste, como en mi poesía, cierto subjetivismo.
En mi poesía, a diferencia del pop, no existe neutralidad ni aceptación. Existe una
visión crítica, antagonista y negadora, una rebeldía a 1os valores del sistema
establecidos. (“Hacia la objetividad” 56)
Es particularmente revelador cómo al “objetivismo” que él mismo ha propugnado se le recono-
cen tanto elementos subjetivos como de crítica social.1 De esta forma, el precio que el autor debe
pagar por incluir crítica social y dar rendimientos políticos en el poema es que debe darle figuración
estable al sujeto. Esta estabilidad es el lugar que le permite un espacio ético, aunque se acerque a la
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1
De forma análoga, además del arte pop en pintura, el noveau roman de la narrativa francesa,
neorrealismo italiano del cine y la música concreta todos ellos intentan lidiar con sus materiales de la
forma más “directa posible”, cambiando la posición del sujeto que crea de la nada al sujeto que
recolecta, combina y resignifica (bricoleur).
66 Dictadura, transición y reescritura en Gonzalo Millán
lírica. A los lectores de Vida esto no les debería parecer una novedad, ya que los poemas sobre
productos tecnológicos son retratados con una mezcla ambivalente de fascinación y extrañeza que he
caracterizado como siniestra. Así, en el poema “Promisión”, leemos:
El refrigerador se sobresalta
y trepidando cambia de ritmo.
Insomne lo velo. Y no necesito
jalar su puerta abombada y hermética
para ingresar en sus sueños.
Estoy en la oquedad
tras la cascada de aguas amnióticas
que se deshielan, envuelto
como un conejo desollado
en una placenta plástica.
En 1968, algunos meses después de publicar Relación personal, el joven Gonzalo Millán declaró
en una especie de “poética” en la revista Trilce (y reproducida en la Antología de la poesía chilena
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contemporánea de Alfonso Calderón, de donde cito): “No creo que sea posible realizar ahora una
poesía social, entendida como preocupación y apertura hacia los demás hombres, sin antes
profundizar y resolver las interrogantes que me presenta el enfrentamiento con este ser que tiene la
calidad de primer otro” (365). Más que la reafirmación, en aquel entonces, de su trabajo como poeta
amoroso, me interesa notar aquí la presión social o la exigencia cultural de la época de hacer una
poesía política. No mucho tiempo después, eso sí, en la Poesía joven de Chile editada por Jaime
Quezada en 1973, Millán publicaría un poema estrictamente de circunstancias relativo a la elección
de Salvador Allende:
“Urna (4-IX-70)”
Estas cuadras de sol despiadado
que caminamos para ir a votar
no equivalen ni a un segundo
de marcha por la Sierra Maestra.
Y estos goterones de sudor
no hacen ni una gota de sangre
caída en Bolivia o Vietnam,
pero esto voto vale lo que una bala
y entierra bajo una cruz
al mismo reaccionario. (50)
Este texto expone figuras clásicas de la épica de izquierda en política internacional durante los
años 60: la Revolución Cubana, la muerte de Ernesto “Che” Guevara en Bolivia, la guerra de
Vietnam y, finalmente, la elección de Allende. Si bien el hablante afirma que el trabajo de ir a los
lugares de votación bajo el calor y votar no se puede comparar a los actos “revolucionarios” de Cuba
o Vietnam, el poeta los hace equivalentes por su efecto político. Además, de forma significativa, sus
verbos están en primera persona del plural, lo que podría ser calificado como el exceso de una
subjetividad lírica y política a un mismo tiempo, en especial teniendo en cuenta las credenciales de
este poeta objetivista.
Entre ambos textos—uno en el que reconoce su incapacidad para hacer poesía política y un
poema de circunstancias para una antología en México, escrito algunos años después—se encuentran
las posibilidades de una poesía política en Gonzalo Millán hasta 1973. Si bien en una misma
antología ya aparecía el poema “El automóvil”—en la misma línea de “Promisión” recién analiza-
do—es posible conjeturar que el trabajo objetual era demasiado indirecto para una época que parecía
exigir la participación de los intelectuales en política, exigía, además del compromiso personal, el de
la obra. Además, la fascinación por los objetos—contrapesada con su crítica—podría llegar a ser
puesta bajo la lupa de sospecha en un espacio en donde el discurso político tiende a saturar el espacio
cultural.
Por todo esto, la obra de Gonzalo Millán, una vez acaecido el golpe de Estado de 1973 y su salida
al exilio, se bifurcaría entre estas mismas líneas: una objetual, despersonalizada y serial que llevaría a
La ciudad; y otra subjetiva, referencial, anecdótica y política que llevaría a Seudónimos de la muerte.
El hiato que hay entre ambas propuestas estéticas será algo que no tendrá fácil resolución, debido a lo
radicalmente extremo de las propuestas en términos tanto estéticos como políticos.
Respecto a Seudónimos de la muerte, el autor sostuvo que “el primer impacto sufrido por el golpe
de Estado se expresó más bien en formas breves, algunos de los cuales aparecen incluidos en ‘Visión
de los vencidos’ y ‘En el país de la hoja’, secciones del libro Seudónimos de la muerte (“Sobre la
construcción de La ciudad” 6). La inmediatez y la brevedad son parte de sus signos característicos,
como también lo son la referencialidad y la testimonialidad. La primera parte del volumen, “Visión de
los vencidos”, versa sobre la represión por parte de los aparatos estatales durante los primeros años de
dictadura. La segunda, “En el país de la hoja”, retrata la vida del exilio en Canadá y la tercera, “El
bosque de Kralingen”, en Holanda. Estas últimas dos, pequeñas escenas confesionales, dan cuenta de
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los rigores de las primeras fases del exilio con sus implicancias psicológicas, familiares y emotivas
(Nómez 18), aunque también indirectamente sociales, debido a su posible extensión a los demás
desterrados.
La primera sección es la que más interesa aquí, debido a la manera en que retrata la represión. Por
esto, en este volumen se encuentra el uso indistinto de la primera persona singular o plural en la
enunciación, el uso del apóstrofe lírico y la descripción neutral de escenas dramáticas. Lo importante
parece ser el efecto en el lector, el contenido del poema más que la elaboración estética. Véase, por
ejemplo, el siguiente poema:
“La pausa”:
Se alejan como moscas
caminando por el cielo raso
y bajan el volumen de la radio
para escuchar música
y no mis gritos por un rato.
Lo significativo de este poema, mucho más dramático que “Pausa”, no es que describa la captura
propiamente sino sus condiciones previas, de la misma forma en que “Pausa” no describe el acto
mismo de la tortura sino un descanso de ella. Este texto, enmarcado en el recuerdo—“no
imaginabas”—estructurado como progresión narrativa, potenciado con la inminencia de los verbos
en gerundio y la hipérboles finales (“enmudecer al ciudad”, “atronador el silencio”), es una descarga
de emotividad que reafirma el lazo entre ambos sujetos, el hablante y el capturado.
Más efectivo es este poema de tono más “objetual”, aunque tan crudo, en términos de contenido,
“Aparecida”:
Las repeticiones y rafraseos orales que invierten la sintaxis logran un buen contrapunto con el
hecho crudo y sintético de los últimos dos versos. Este poema parece estar basado en una noticia o
una información oral que constata un hecho, que da coordenadas en el tiempo y el espacio sobre la
información de una mujer desaparecida. La brutalidad de la muerte toma definitivamente más peso
con la pseudo-elipsis del sujeto, ya que las marcas de oralidad dejan entrever la importancia del
hecho.
Como resume con recato Carmen Foxley, esta primera sección de Seudónimos de la muerte,
“Visión de los vencidos”, de donde han salido estos últimos tres poemas, “es un recuento testimonial
que da a conocer los episodios intimidantes que debieron sufrir algunos ciudadanos. El cronista los
transmite en un gesto de solidaridad y reivindicación de la verdad” (130). Me parece sintomático
cómo esta crítica sólo consigna al poeta como “cronista” y reduce su función al testimonio, ambos,
por supuesto, justificados por la “solidaridad”. Esto es un ejemplo patente de cómo la función política
(solidaridad) fuerza al discurso poético a la referencialidad (testimonio) y a la estabilidad del sujeto
enunciador (cronista). Para lograr esto, Millán debe acercarse a la poesía lírica y a la “poesía
comprometida”, ya que ambas acortan la distancia entre autor y sujeto lírico, entre texto y lector
(Pring-Mill 18). Éste es el libro con que Millán se acerca más no sólo a la obra de, por ejemplo, Pablo
Neruda—el poeta que en la poesía chilena e hispanoamericana lleva más lejos la conjunción de
lirismo y poesía política—sino también a la gran cantidad de poesía política que se publicaba en
revistas de exiliados durante esos años (Bianchi 16).
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En este ensayo me referiré a las versiones de La ciudad numerándolas. Así, La ciudad I es la de
1979, La ciudad II de 1994 y La ciudad III de 2007.
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Amanece.
Se abre el poema.
Las aves abren las alas.
Las aves abren el pico.
Cantan los gallos.
Se abren las flores.
Los oídos se abren.
La ciudad despierta.
La ciudad se levanta.
Se abren llaves.
El agua corre.
Se abren las navajas tijeras.
Corren pestillos cortinas
Se abren puertas cartas.
Se abren diarios.
La herida se abre. (La ciudad I 9)
Primero destaca su estructura serial: una serie de versos, frases, constataciones que se despliegan
a partir del verbo “abrir”, a medio camino entre la suma aleatoria y la creación textual y cognitiva de
la ciudad como espacio temporal y espacial. Las cambios sintácticos (“Se abren las flores / los oídos
se abren”) son los marcadores de la oralidad que permite variaciones rítmicas pero además, alguna
cercanía con el lector. El desarrollo de este libro, aun así, no es narrativo ni progresivo realmente,
aunque estos elementos no estén ausentes, por ejemplo, en el paso de las estaciones del año que
acontece a través del libro: de otoño a verano. De forma serial, modular y acumulativa, la ciudad se va
creando y poblando de ciertos personajes (anciano/anciana, el ciego, el enfermo, el tirano, la beldad).
Uno de los logros mayores de La ciudad es el haber escrito sobre la dictadura evitando tanto el
modelo épico-narrativo como el lírico-político, que son reemplazados por un procedimiento serial y
modular. La aspiración de totalización y completitud de la épica y la narrativa en el desarrollo
temático de los poemas se encuentra elidida y el poema apunta más bien hacia una ordenación abierta
al cambio y al azar. Igualmente, más que la unidad del todo y lo completo se trabaja con series y
módulos que se acumulan y que permanecen incompletos.
No obstante su estructura, este es un poema “contestatario” (como se decía en aquella época). Y
así como en “Promisión” la descripción del refrigerador termina de forma crítica como produc-
to/criatura en un supermercado, centrándose en el sujeto, la primera estrofa de La ciudad nos muestra
un procedimiento similar. La sumatoria de frases fragmentarias revelan la vitalidad y diversidad de la
vida natural y urbana al unirse con el verbo “abrir”. Pero todo este fragmento se carga de una
connotación siniestra en el último verso de la estrofa: “La herida se abre”. El patetismo de la herida
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Desacataron la autoridad.
Desacuartelaron regimientos.
Desmantelaron el palacio presidencial.
Desempedraron las calles.
Desembaldosaron las veredas.
Desfijaron los clavos.
(…)
Desapoderaron sindicatos.
Desapropiaron industrias.
Desampararon a los huérfanos.
Desarraigaron compatriotas.
Desarroparon a los enfermos.
Desampararon a los ancianos.
Desatinaron a diario.
(…)
Desalaron el mar.
Desanduvieron el camino.
Destruyeron la ciudad. (53, 55, 56)
Este poema, a pesar de que se refiere a un hecho en el pasado, no presenta narrativa alguna;
constata un hecho, pero no explica razón para ello. Su estructura fragmentaria, serial y modular no se
lo permite. Por esto, La ciudad no es un libro que intente simbolizar la derrota, ya que evacúa la
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narrativa—y la alegoría, pensando en Walter Benjamin e Idelber Avelar3—y, por esto, muestra una
ciudad sin historia. La ciudad, principalmente, es un poema del presente bajo represión, el cual
enuncia, en algunos de sus pasajes, su posibilidad de resistencia. Así, en La ciudad no hay historia,
pero a cambio de esto el poema espacializa simbólicamente la nación en una urbe.
Pues bien, el único poema que en términos estrictos da cuenta de la historia de manera narrativa
es, probablemente, el más conocido del libro, el número 48 de La ciudad I (n. 53 de La ciudad II y
III):
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3
Para Avelar, siguiendo a Benjamin, la alegoría de la post-dictadura al mostrar la separación del
sentido y la forma hace experiencia de la historia como divergencia o ruina: por una parte el mundo
ha perdido el sentido y por otra parte, los signos artificiosos de la alegoría sólo pueden referirse a
otros signos. La “derrota” (de la teleología de la “izquierda”, probablemente Avelar se refiere) no está
condensada tanto en la dictadura misma como en la post-dictadura. Ésta, en la medida en que es
legitimada por aquella, da una forma definitiva y total (y por eso mismo excesiva) a la derrota. Para
Avelar, la incapacidad de superar la pérdida o de hacer una síntesis con ella (es decir, lo que en
términos psicoanalíticos se llama “introyección”) conduce ineluctablemente a la alegoría. Esta figura
(que significa “hablar del otro” en griego antiguo) al contrario del símbolo y el mito no supone la
reconciliación.
Matías Ayala 73
La segunda manera en que el poema instala una relación con la historia es a través del emblema
del anciano. El anciano es una de las figuras con que el poeta se identifica como testigo de la ciudad,
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4
El poema n. 47 (52 en La ciudad II y III) también termina: “Destruyeron la ciudad / No podrán
aniquilar su recuerdo.” (84).
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que le da su sentido y el que estructura al poema (White 170) pero que al mismo tiempo es un
personaje que actúa e interactúa en el poema. Respecto a ésto, el poeta sostuvo:
También está el Anciano—encarnación de Cronos—que no es propiamente poeta
sino un profesor de historia que debe asumir ese papel para registrar lo que acontece
en forma realista utilizando un lenguaje dado. […] La figura del Anciano, creo que en
parte responde a ese vacío dejado por las desapariciones de Allende y Neruda.
(“Sobre la construcción de La ciudad” 9)
El anciano es una de las figuras centrales del poema no sólo debido a la cantidad de apariciones que
tiene sino además por las diferentes funciones que cumple en él. Por una parte, toma la función del
sujeto que organiza el discurso, que lo escribe y le da sentido. Por otra parte, es la del “informante
interno” que permanece en Chile. De esta forma, afirma: “El exilio del autor exige, a fin de penetrar
verosímilmente en un mundo que sólo podría verse precaria y fragmentariamente desde afuera, esta
colaboración de un habitante privilegiado como es el viejo poeta que vive allá, en la ciudad” (White
169-70). No obstante, también se puede ver como un espacio de comunicación entre los exiliados y
los que quedaron en Chile, entre los exiliados mismos y entre los que habitan la ciudad (Rojo 93).
Y más importante aún, el anciano es un símbolo que detenta el sentido histórico y político de la
ciudad destruida, es decir, de la nación democrática y que, por lo tanto, será necesaria para la futura
recomposición. La mezcla que sugiere Millán simboliza “la voz del maestro”: entre profesor de
historia, Allende y Neruda, es decir, encarna la sabiduría académica, política y literaria. Por otra parte,
el anciano es el letrado por antonomasia y—como notó Roberto González Echevarría en el personaje
borgiano Melquíades en Cien años de soledad—el anciano también es el que detenta, organiza y
mantiene el archivo de registros y documentos históricos. Así, en el poema 46 de La ciudad I tiene
una aparición memorable:
El anciano es viudo.
El anciano no tuvo hijos.
Un sobrino es el báculo de su vejez.
El poema de la ciudad es su hijo.
El anciano es un fundador.
El anciano vive solitariamente.
El anciano es un profesor emérito.
Prohibieron la asignatura que enseñaba.
Abandonó las actividades docentes.
Confinaron al anciano en una aldea.
Chile confina con Argentina.
Su confinamiento duró un año.
Muchos alumnos salieron de la ciudad.
Otros murieron.
Otros están presos.
Otros están desaparecidos.
Sus ex discípulos le escriben postales.
Cuatro letras desde los cuatro puntos cardinales.
Manuel Aránguiz desde Canadá.
Hernán Castellano desde Italia.
Cecilia Coca desde Costa Rica.
Guillermo Deisler desde Bulgaria.
Ariel Dorfman desde Holanda.
Omar Lara desde Rumania.
Hernán Lavín desde México.
Hernán Miranda desde Panamá.
Gustavo Mujica desde España.
Matías Ayala 75
Aquí el anciano es retratado como un profesor marginado por el régimen que recibe cartas de los
ex-alumnos en el exilio. La lista que Millán estampa son los nombres de los escritores de su
generación literaria, sus conocidos y amigos, y los lugares en donde residieron. En esta inclusión de
nombres propios, sin parangón en este libro en donde a pesar de su concreción, no hay referencias
geográficas ni urbanas determinadas; es una muestra de registro, testimonio y fraternidad. Además,
esa diversidad de nombres y países es un índice de la cantidad y diversidad de la diáspora chilena.
El anciano, como el letrado que detenta la memoria y une a los dispersos, es la figura con la que
Gonzalo Millán identifica a su poema y a sí mismo. El poema La ciudad fue el que aspiró a unir las
diferentes experiencias de adentro y de afuera del país. Como sucedió con los poemas objetivistas y
con Seudónimos de la muerte, para dar un sentido Millán debe hacer figurar a un sujeto que detente
crítica y éticamente su posición frente a la sociedad. Esta figura del anciano, entonces, encarna la
figura del intelectual que hace de su victimización una forma heroica de resistencia, ya que será
necesario para la futura recomposición de la ciudad.
Reescritura de La ciudad
Las historias de los volúmenes La ciudad I (1979) y Seudónimos de la muerte (1984) están
imbricadas desde sus inicios no sólo por su escritura conjunta sino además por las reescrituras que
han tenido ambos volúmenes. Las relaciones entre política y estética han sido las causantes de ésto.
También hay razones formales: la estructura serial y modular de La ciudad le permitió al autor hacer
correcciones sucesivas al poema, además de algunas extracciones e inclusiones. Entre las
extracciones, hay un par de poemas que se repiten en Vida (1984) y otro par que se repiten en
Seudónimos de la muerte.5 Las inclusiones, eso sí, son más importantes, ya que varios textos de
Seudónimos de la muerte que se incluyen en la segunda versión de La ciudad II (1994).
Específicamente 16 poemas, principalmente de las primeras dos secciones, pasan a La ciudad II.
Otros cambios importantes son el agregado de muchos puntos al final de los versos donde grama-
ticalmente no deberían estar, la edición de algunos poemas y, significativamente, la transformación de
la figura del anciano en anciana.
El autor sostuvo que “la edición canadiense es la versión del exilio y la chilena la del retorno”
(“Grado cero poético” 1). La ciudad I sería la versión de dictadura y La ciudad II es la de la
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5
De La ciudad I salen dos poemas de la figura del ciego que van a Vida: el poema n. 38 (n. 42 en
La ciudad II y III) se repite como “Esperanza ciega” (217) y parte del último poema del libro se
transforma en “Visión II” (218). Y también salen dos poemas que van a Seudónimos de la muerte: el
n. 25 (n. 27 en La ciudad I y II) se vuelve “Aparecida” (23) y el n. 51 (n. 56 en La ciudad II y III) es
“Conjugación” (22).
76 Dictadura, transición y reescritura en Gonzalo Millán
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6
Seudónimos de la muerte sólo lo volvió a reeditar la editorial Eloísa Cartonera de Buenos Aires
en 2003 con sus fotocopias y tapas de cartón de reciclado. Que ello haya sucedido en Argentina y en
esas condiciones más que demostrar el “valor residual” del libro creo que es signo de su relegación,
de su status no-oficial.
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Como atenuante, hay que afirmar que la reescritura, corrección y edición de su propia poesía ha
sido una constante en las publicaciones de Millán. Relación personal (1968) fue incluido y alterado
en Vida y ambos fueron reordenados y acortados en Trece lunas. También Virus cambió algo en ese
mismo tomo.
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El anciano ahora es una anciana, aunque su descripción es similar: fue expulsada de su trabajo,
estuvo confinada y sus alumnos fueron violentados y dispersados. En vez de encontrar esa lista de
hipotéticos alumnos—que adquiría rasgos épicos por su colectividad y de la que formaban parte una
serie de escritores de la “generación del 60”—ahora se encuentran insertados cinco poemas del exilio
inequívocamente confesionales de Seudónimos de la muerte, algunos fuertemente editados.8 La
puntuación sobrecargada, la falta de estrofas para marcar los distintos finales y comienzos junto con
su fragmentada disposición dan, nuevamente, una sensación de ser diferentes cartas que provienen de
diversos lugares y de sujetos improbables y descentrados. Así, los poemas de Seudónimos de la
muerte que figuraban inequívocamente como escenas del exilio narrados en primera persona, ahora
en medio de La ciudad II aparecen como retazos de la represión y el exilio, despojados de carga lírica,
aunque no de su potencia emocional. Asimismo, si bien en La ciudad I el poeta se identificaba con la
figura del anciano—sujeto fuerte en el poema como organizador de su sentido textual y
político—ahora son sus propios poemas, combinados, fragmentados y puestos de forma anónima, los
que reproducen la dispersión de los exiliados.
Cierre
Como muestra este poema—y reforzando las apreciaciones de Foxley respecto a que se
despersonaliza la violencia y se aminora la resistencia—con la desaparición de Seudónimos de la
muerte y la inclusión de sus textos en La ciudad II Gonzalo Millán logra despersonalizar aun más su
obra, hacerla más “objetiva”.9 Al mismo tiempo, Millán la debe despolitizar en sus contenidos más
explícitos de forma que también su enunciación se vuelve menos lírica. Debemos tomar esto como
una decisión expresa de editar y reescribir su propia obra. Por otra parte, el poeta intenta salvar la
carga política de sus escenas de represión y exilio, incluyéndolas en La ciudad II en donde en medio
de las series de proposiciones, son resignificadas en el conjunto. Es más, la tercera y póstuma versión
de La ciudad de 2007 confirma todo esto, ya que sus principales cambios—cambios “menores” de
cualquier forma—fueron dos. El primero consistió en borrar los espacios en blanco entre las estrofas
para fomentar la fragmentación del poema y aumentar su calidad de flujo textual y serialidad, ya que
las estrofas marcan unidades de sentido y detienen la lectura. Segundo, agregó desperdigadamente
entre las páginas diferentes dichos castellanos. Estas expresiones orales carecen de un sujeto
específico al cual adscribirlas y parecen extraídas del habla.
En el contrapunto entre Seudónimos de la muerte y La ciudad—el primero caracterizado por una
poética subjetiva y referencial, emotiva y política, y el segundo por una poética objetual y
fragmentaria, despersonalizada y política—Millán habría optado por favorecer La ciudad, y por esto,
ha debido reducir su contenido político junto con reducir al disminuir el patetismo, la referencialidad
y el lirismo. De igual forma, la figura del anciano como “voz del maestro”, de la memoria y el
archivo—y proyección del autor—se transforma en una anciana, archivista y memoriosa también,
además de regeneradora de vida como los ciclos naturales. Estos cambios se deben a razones tanto
biográficas como literarias ya que Millán es incapaz de sostener y profundizar el discurso de la
víctima y el testimonio durante la transición.
Por consiguiente, entre la supuesta oposición propuesta de forma radical por Nelly Richard en
Márgenes e instituciones entre arte político (de la tradición de izquierda) y la experimentación formal
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8
Los poemas son los siguientes: “Máquina portátil” (34), “Exit” (32), “Apátrida” (33), “Mer-
cado” (35) y “Saludos” (46).
9
Procedimiento que se hace más patente al poner como epígrafe “La poesía no es personal” (W.
Stevens) a un libro que se llama justamente Relación personal en la edición de Trece lunas.
Matías Ayala 79
de una neovanguardia (que no reconoce tradición ni historia y que ella apoya), se muestra inoperante
en este caso, ya que Gonzalo Millán habría intentado hacer un cruce entre ambas corrientes con su
reescritura de La ciudad. Para esto, debió dejar la figura del poeta como intelectual, sujeto ético, con
conciencia crítica o “voz de los que no tienen voz” y aceptar la figuración más modesta, pero no
menos importante del autor como bricoleur, recolector, editor y resignificador de materiales
sociales.10
Obras citadas
Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago:
Cuarto Propio, 2000.
Benjamin, Walter. The Origin of the German Tragic Drama. Trad. John Osborne. London, New York:
Verso, 1998.
Bianchi, Soledad. Poesía chilena (miradas-enfoques-apuntes). Santiago: Documentas, 1990.
Calderón, Alfonso ed. Antología de la poesía chilena contemporánea. Santiago: Editorial Univer-
sitaria, 1971.
Campos, Jaime. La joven poesía chilena en el período 1961-1973: (G. Millán, W. Rojas, O. Hahn).
Concepción: Lar, 1987
Caruth, Cathy. Unclaimed Experience: Trauma, Narrative, and History. Baltimore and London: John
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Concha, Jaime. “Mi otra cara, hundida dentro de la tierra (sobre el libro Relación personal de Gonzalo
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Felman, Shoshana y Dori Laub. Testimony: Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and
History. New York and London: Routledge, 1992.
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Este artículo se enmarca dentro del proyecto Fondecyt de postdoctorado Nº 3070061, Conicyt,
Chile.
80 Dictadura, transición y reescritura en Gonzalo Millán