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“Quien me ve a mí, ve al Padre”

La Iglesia, sacramento de Jesucristo, experiencia del Padre.

Frente a la excesiva presencia de la Iglesia como institución autoritaria, jurídica y autorreferencial, y


en línea con el llamado a un Aggiornamiento de la Iglesia por parte de Juan XXIII, en el Concilio
Vaticano II surge la idea de indicar cuál es su actuar en el mundo más que su ser en el mundo, ya
que si comprendemos aquel, conoceremos este último. Con el concepto de “Iglesia como
sacramento” el V. II pretende indicar que en la Iglesia existen la realidad humana y la realidad divina,
y aún más allá -respecto de su actuar en el mundo- «desea vehemente iluminar a todos los hombres
con la luz de Cristo» (LG 1). Esta tarea no fue fácil en virtud de que había quienes querían
permanecer y hacer resaltar el carácter institucional de la Iglesia, prueba de ello es que un primer
esquema presentado sobre el capítulo I de lo que llegaría a ser más adelante la Lumen Gentium,
llevaba por título: «La naturaleza de la Iglesia militante»1. Recordemos que el institucionalismo tuvo
su mayor fuerza en la Edad Media durante la reforma para refutar los ataques al papado y la
jerarquía, y que alcanzó su plenitud en el siglo XIX con el Vaticano I -con el que la Iglesia encaró
temerosa a una modernidad emancipadora que le expropió el árbol prohibido del Edén- y que por lo
tanto, buscaba reafirmarse a sí misma como “sociedad perfecta”; a pesar de ello, cabe destacar que
«la idea de la Iglesia como sacramento de la salvación […] aparece incluso en los textos del
Vaticano I y en la enseñanza de los papas, pero en unas condiciones y bajo unas perspectivas que
no coinciden con las del Vaticano II»2. La Iglesia como sacramento, pues, ¿Pretende en un plano
dualista solo hacer una conexión o remisión del “más acá” con un “más allá? ¿Cómo pretende
iluminar con la luz de Cristo? ¿Cómo co-existen la realidad humana y divina?

La Lumen Gentium en el No. 1, § 1, dice: «Cristo es la luz de los pueblos. Por tanto este sacrosanto
Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehemente iluminar a todos los hombres con la luz de
Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas
(Mc 16, 15). La Iglesia en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano». En principio, siguiendo a José M. Castillo,
comúnmente se sabe que el término “sacramento” designa rituales religiosos en el que a través de
signos, como realidad tangible, nos remiten a una realidad intangible, sin embargo, por estar en el
ámbito de lo cognoscible, está limitado por ser un concepto, por lo tanto, tienen mayor importancia
los símbolos porque nos comunican una experiencia, la cual no puede ser comunicada por medio de
signos3. Esto quiere decir que la Iglesia como sacramento en su realidad humana más que
remitirnos (signo) a una realidad no sensible, debe hacer posible la experiencia (símbolo) de la
realidad divina, la experiencia de Dios desde la realidad humana, que a su vez por ser ya
experiencia de Dios, también es ya realidad divina. Esta experiencia de Dios no debe venir de fuera,
sino desde dentro, al unísono con la humanidad misma, es decir, la Iglesia no debe ser distribuidora

1
Cf. BARAUNA, G., La Iglesia del Vaticano II. Estudios en torno a la Constitución Conciliar sobre la Iglesia, 1
vol., Flors, 2ª ed., Barcelona 1966, p. 148
2
CONGAR, Y., Un pueblo mesiánico, La Iglesia sacramento de salvación, Madrid, Cristiandad, 1976, p. 19
3
Cf. CASTILLO, J.M., “Sacramento” en 10 palabras claves sobre la Iglesia, Estella, EVD, 2012, p. 312

1
«de los frutos de la redención»4 o propietaria de la gracia e introducirla o traspasarla en la
humanidad, sino que desde su propia experiencia de Dios en la realidad humana concretiza la
experiencia humano-divina divina-humana para poder ser ella misma un sacramento. A este
respecto Congar dice: «La Iglesia ya no se considera superpuesta al mundo como una autoridad
ontológicamente superior, sino inserta en el impulso de la historia»5. Jesús, realidad humana y,
Cristo, realidad divina, se concretizan en una realidad en Jesucristo, por tanto, el deseo de la Iglesia
de «iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo» se queda corto, porque solo quiere “remitir” la
realidad divina, en todo caso, debe iluminar de una manera más holística, con la realidad entera:
Jesucristo, realidad humano-divina divina-humana.

Así pues, para que la Iglesia ilumine a los hombres, debe hacerlo desde esta perspectiva para que
genuinamente pueda ser resplandor de Jesucristo, resplandor de Dios. El misterio de la Iglesia ya no
es algo ajeno u oculto de difícil acceso y comprensión para la mente humana, sino que su misterio
es y radica en la experiencia misma de Dios en Jesucristo. Las obras y palabras de Jesús de
Nazareth revelaban al Padre, dichas obras y palabras hicieron posible el acceso y la experiencia de
Dios a muchos que vivían, en la marginalidad, la exclusión y la pobreza (en todos sus matices), por
tal, Jesús fue sacramento del padre, hizo posible la experiencia en la medida que él mismo tuvo su
propia experiencia de su Padre, la cual se vio reflejada en el Abba, sinónimo de una estrecha
relación de iguales. Una vez que Jesús murió en la cruz y resucitó, siendo Cristo, su experiencia de
Dios se consumó en plenitud de una nueva forma «irreconocible»6; culminando así su existencia
entera. De la misma manera la Iglesia para ser el resplandor de Jesucristo debe guiar con obras y
palabras que revelen a Jesucristo haciendo posible el acceso y la experiencia de Dios a quienes aún
viven en la marginalidad, la exclusión y la pobreza, viviendo lo que la Gaudium et Spes menciona en
el No. 1, §1, «El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia
de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su
corazón». De esta forma la Iglesia se hace sacramento de unión entre los hombres y Dios porque en
la experiencia de Dios por Jesucristo los capacita para consumar en plenitud una nueva forma de
vida «irreconocible», hasta la culminación entera de su existencia en el eschaton. Ahora bien, si
Jesús con el Abba estableció una relación entre iguales en el sentido de la confianza, la apertura, la
comprensión, la protección, la acogida, de igual manera la Iglesia como sacramento debe conformar
una relación de iguales con y entre los hombres, porque solamente entre iguales se alcanza una
genuina común-unión, dicha comunión entre iguales también crea una experiencia de Dios por
Jesucristo en virtud de que es el reflejo de la comunión Trinitaria en la que por el Espíritu y con el
Espíritu, el Padre y el Hijo se relacionan como iguales; El Misterio de la Trinidad, es el misterio de la
Iglesia cuando impera la igualdad y la comunión; las jerarquías, los autoritarismos, el pretender ser
más que otros genera divisiones y la no-comunión, sin embargo, no agotan el misterio Trinitario de

4
Mystici Corporis, 1943
5
Op. Cit. p. 24
6
Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó a ellos y camino a su lado; pero sus ojos
estaban como incapacitados para reconocerle Lc 24, 15-16

2
comunión porque «donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» Mt
18,20. La sacramentalidad de la Iglesia consiste en ser un símbolo que implica la experiencia misma de Dios
en Jesucristo en la única realidad humano-divina divina-humana, que busca «la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano».

«El Concilio Vaticano II fue un concilio de la Iglesia sobre la Iglesia, tanto en torno a la Iglesia misma
(ad intra), como en su relación con el mundo (ad extra). En todos los campos hubo una verdadera
renovación»7; no obstante “la primavera eclesial”, la Iglesia en su afán de predominio imperialista
comenzó un camino retrogrado de restauración; lejos de ser un sacramento de unidad entre los
hombres y Dios, ha sido causa de divisionismos y censuras desmesuradas que han tenido por objeto
salvaguardar la “sana doctrina”, y como consecuencia de ello, se erige aún como una Iglesia
burocrática-sacramental que ha tomado el lugar del Espíritu Santo para determinar quién puede y
quien no ejercer un ministerio u ocupar un lugar en la Iglesia. El populismo papal y su figura “mágico-
autoritaria” han reemplazado el espíritu de servicio por el de un fetiche jerárquico. El sentido de
común-unión se reduce cada vez más a la comunión con la curia romana y no entre los hombres
consigo mismos para con los demás y con Dios dentro de una comunidad. El fallido sueño de Juan
XXIII de que la Iglesia fuese realmente una Iglesia de los pobres no se ha logrado aún. Total, la
iglesia ha seguido dejando su rasgo sacramental para el ámbito de lo “espiritual” en total disensión
con lo humano. Su falta de solidaridad para los «pobres y afligidos» como las víctimas de pederastia
no han encontrado acogida ni una justicia digna. Las mujeres solo han encontrado la experiencia de
un Dios misógino y no han encontrado una relación de iguales. Con todo rigor, el V. II ha quedado en
el baúl de las buenas intenciones y los buenos deseos, y de el que han venido «haciendo una
lectura minimalista, es decir reinterpretándolo desde la Iglesia de Cristiandad, desde Trento y
Vaticano I. Ejemplos de esta involución pueden ser tanto el nuevo Código de derecho canónico
(1983) como el Catecismo de la Iglesia católica (1992)».8

Hoy, nos encontramos en el epicentro de la crisis entre transición y la resistencia a la misma.


Estamos entre las reliquias del imperialismo eclesial y el naciente progresismo gestado hace ya más
de dos siglos. A la Iglesia le llevo desde Constantino quince siglos en consolidarse como “sociedad
perfecta”, lo que quiere decir que el camino emprendido hace 50 años con el V. II representa si
acaso la etapa embrionaria, lo que significa que estamos en el comienzo de una nueva historia en la
que «este pueblo mesiánico, aunque de hecho aún no abarque a todos los hombres y muchas veces
parezca un pequeño rebaño, sin embargo, es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de
salvación para todo el género humano. […] Dios reunió al grupo de los que creen en Jesús y lo
consideran el autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y fundó la Iglesia para que
sea para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad que nos salva» (LG 9). El mirar a un
Iglesia que tiene la intención de ser autorreferencial, muy a su pesar, que reconoce querer ser
mistagógica, es ya un avance significativo; mejor aún es observar también que ha querido verse

7
CODINA, V., Hace 50 años hubo un concilio… Significado del Vaticano II, cuaderno 182, Barcelona,
Cristianisme i Justícia, 2012, p. 19
8
Ibid. p. 26

3
como parte de este mundo en el que busca respetar su autonomía, pero que a su vez, no renuncia a
su rasgo divino, intentando a su manera y propio lenguaje, amalgamar ambas realidades. En lo que
concierne a la categoría jerárquica, que por ningún motivo puede –aunque intenta- conciliarlo
teológicamente, debemos hacer un esfuerzo por entenderla como un fenómeno sociológico
organizacional que responde a necesidades estructurales, que aunque se han pervertido, digamos
que son un tanto necesarias. Por mucho, y a pesar de las «luces y sombras», el mayor sacramento
de unidad y salvación es Jesús-Cristo, y la Iglesia, su resplandor en la medida que ella sea reflejo
vivo del Evangelio, que no es otra cosa que la experiencia de la realidad humano-divina divina-
humana, es decir, entre más humana, más divina y entre más divina, más humana. «Quien me ve a
mí, ve al Padre» (Jn 14,9) es la regla gramatical que orienta quien ve a la Iglesia, ve a Jesucristo y
experimenta al Padre.

Alejandro Ramírez López

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