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CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL

INTERCESOR
Plan de formación del curso 2011-2012 del Ministerio Diocesano de Intercesión
de Madrid (Zona Centro)

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Diseño portada: Ricardo Arriero

© Servicio de Publicaciones de la R.C.C.E. ISBN: 978-84-


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Madrid, España

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mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro medio, sin el
permiso previo, por escrito, de los editores.

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Inmaculada Moreno Rodríguez

CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL


INTERCESOR
Plan de formación del curso 2011-2012 del Ministerio Diocesano de Intercesión
de Madrid (Zona Centro)

SERVICIOS DE PUBLICACIONES

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DE LA R.C.C.E.

MADRID, 2013

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ÍNDICE
Presentación 7
Introducción 9

Primer día:

La humildad en la oración de intercesión 13

La obediencia en la oración de intercesión 21

Segundo día:

El discernimiento en la oración de intercesión 31

La prudencia en la oración de intercesión 41

Tercer día:

La escucha en la oración de intercesión 47

La acogida en la oración de intercesión 55

Cuarto día:

La misericordia en la oración de intercesión 65

La consolación en la oración de intercesión 71

Quinto día:

El poder de la fe en la oración de intercesión 79

Sexto día:

La esperanza en la oración de intercesión 89

La caridad en la oración de intercesión 97

6
6 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Séptimo día:

Los dones de entendimiento consejo y ciencia

en la oración de intercesión 105

Los dones de piedad, temor de Dios, fortaleza

y sabiduría 113

Octavo día:

Los frutos del Espíritu Santo como criterios de

discernimiento 119

Oración de sanación 127

Noveno día:

El perdón en la oración de intercesión 131

Oración de intercesión 139

Epílogo 143
Bibliografía 145
Anexo 147

7
Presentación

Este libro recoge las enseñanzas que se impartieron durante el curso 2011-2012,
correspondientes al programa de formación del «Ministerio Diocesano de Intercesión» de
Madrid Zona Centro. El objetivo de los temas que se desa-rrollan, es el de recordar
algunas de las actitudes funda-mentales que debe tener el intercesor. Por ello, se trata de
poner cimientos y no tanto de entrar en cuestiones más concretas. Porque estamos
convencidos de que ante todo, el intercesor no es aquella persona que hace una tarea,
sino el que vive de veras a Jesucristo Nuestro Señor. Por tanto no se pretende hacer un
manual sobre la intercesión, sino sim-plemente de poner por escrito unas enseñanzas que
han ayudado a muchos hermanos. Este libro se divide en días (nueve, en concreto) y en
sesiones (dos, exceptuando el día quinto, octavo y noveno) tal como se dieron durante el
Plan de Formación.

Mi agradecimiento al P. Alfonso Simón, consiliario de la Renovación en Madrid, y a


la profesora Vicenta Rodríguez por haber revisado estas páginas y a todos aquellos her-
manos que han facilitado poner por escrito estas ense-ñanzas.

He preferido respetar (en la medida de lo posible) el len-guaje verbal desde el que


inicialmente fueron expresados los temas con el fin de que conservaran su frescura inicial
(de ahí, entre otras cosas, que a veces el tratamiento en algún capítulo sea en primera
persona y en otros en general). Cada

8
8 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

enseñanza va acompañada de una oración. También, al final se recoge un elenco de


pautas, formuladas en algunos casos en forma de pregunta y divididas por temas, que
nos ayu-daron a meditar y a profundizar más sobre las enseñanzas.

Este programa de formación está inspirado en las Bien-aventuranzas (Mt 5, 1-12)


como fuente de alegría y de espe-ranza para todos aquellos que deseamos servir a Jesús.

Por último deseo aclarar que se habla tanto de la inter-cesión en general como
intercesión universal o en concreto y sobre todo, respecto al ministerio que conlleva la
imposi-ción de manos. Se irán haciendo referencias a unas u otras formas de intercesión
a lo largo de las enseñanzas. Espero que todo ello nos ayude a muchos intercesores a ser
mejo-res instrumentos para los hermanos en las manos de Dios.

9
Introducción

Lo específico de la oración de intercesión está en que, a diferencia de la oración de


petición que nos lleva a presen-tar a Dios nuestras propias necesidades, esta oración se
centra en las necesidades de los demás. Etimológicamente la palabra intercesión significa,
por tanto, interponerse (como entre contrarios), ofrecerse a alguien que necesita ayuda,
comprometerse con las necesidades de otros de modo parecido al samaritano1. Lo
esencial es reconocer que la intercesión es más un modo de vida que una forma de
oración, a semejanza de Cristo que no sólo se comprometió en una oración de
2
intercesión para orar por los demás, sino que dio su vida en rescate por muchos .

La oración de intercesión es el acto de orar a favor de los otros. Un ejemplo de


intercesión en el Antiguo Testa-mento se encuentra en el profeta Daniel 9, al orar por su
pueblo. Como Daniel, los cristianos debemos venir ante Dios intercediendo por otros con
un corazón contrito y una actitud de arrepentimiento, reconociendo nuestra propia
insignificancia. La oración de intercesión es una oración que nos mete dentro del plan de
Dios; es una oración que nos pone en conformidad con la voluntad divina para par-ticipar
con Dios en la expansión del Reino. Oramos no por-que nosotros vayamos a sacar algo a
Dios de lo que no es su voluntad ni su querer el darnos, sino que en el querer de

1 Cf. Lc 10, 33-34

2
Cf. Mc 10,45

10
10 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Dios y entendiendo cuál es su voluntad y cuál es su plan, nosotros oramos para


disponernos interiormente a recibir el deseo profundo que crece en nosotros de lo que
Dios quiere a darnos. La oración de intercesión es una oración que más que conseguir
algo de lo que pedimos, nos mete en comunión con el plan y el ministerio de Dios y nos
hace a nosotros capaces de aceptarlo como Dios nos lo plantea y nos lo pide.

Así el Catecismo de la Iglesia Católica define en el número 2634 la oración de


intercesión como: «una oración de petición que nos conforma muy de cerca con la
oración de Jesús. Él es el único intercesor ante el Padre a favor de todos los hombres de
los pecadores en particular». O en el número 2635 nos dice: «interceder, es pedir a favor
de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios.
En el tiempo de la Iglesia, la interce-sión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión
de la comunión de los santos. En la intercesión, el que ora busca no su propio interés
sino el de los demás hasta rogar por los que le hacen mal3.

El intercesor es la persona que busca el beneficio de los otros. Ser intercesor es ser
como Jesús y orar como él. El intercesor es aquel que estando unido profundamente a
Cristo y permaneciendo en él, ejerce su ministerio sacer-dotal a favor de la Humanidad y
en orden a la plenitud de la restauración del Reino y gloria del Padre. La capacidad
intercesora del discípulo es posible porque Dios vive en él y es transformado por el
Espíritu Santo en imagen del Hijo. Su unidad es con Cristo intercesor, y por lo mismo
está caracterizada por el amor y la cruz, porque la cruz es la sín-tesis y el acto más
sublime de la intercesión de Jesucristo. El intercesor es alguien que busca la mente de
Cristo para orar de acuerdo con ella. No se limita a orar por una cosa

3 Cf. Flp 2,4

11
INTRODUCCIÓN 11

concreta o una cosa buena. El intercesor sólo busca hacer la voluntad del Señor. El
intercesor tiene que orar en el nom-bre de Jesús lo que significa orar desde él y con él.

Por ello estamos convencidos de que si le pedimos al Señor algo, según su voluntad,
nos escucha4. Hemos de orar incesantemente, ante todo, como nos dice Pablo en 1Tim
2, 1, haciendo continuas peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos
los hombres. Esto es bueno y agradable a Dios.

Que el Señor nos conceda disponernos a su acción y hacernos buenos instrumentos


como intercesores en sus

manos.

12
4 Cf. 1Jn 5,14

13
PRIMER DÍA

Primera Sesión: la humildad en la oración de


intercesión
Queridos hermanos, demos gracias a Dios que nos ofrece esta oportunidad para
amarle más, para servirle mejor. Orando al Señor y pidiéndole que me indicase lo que
dese-aba comunicaros, me ponía en el corazón la lectura del Éxodo 3,1-5:

«Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Trashumando con el rebaño
por el desierto, llegó hasta Horeb, la montaña de Dios. Allí se le apareció el ángel de Yahvé en llama
de fuego, en medio de una zarza. Moisés vio que la zarza ardía, pero no se consumía. Dijo, pues,
Moisés: «Voy a acercarme para ver este extraño caso: por qué no se consume la zarza». Cuando
Yahvé vio que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza: ¡Moisés, Moisés!. El
respondió: «Heme aquí». Le dijo: «No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, por-que el
lugar que pisas es suelo sagrado».

Me sugería muchísimo esta lectura porque en el fondo, cuando un hermano se acerca


para recibir intercesión, uno dice: «éste es terreno sagrado». Es el Dios trascendente que
nos supera y nos desborda, el Dios poderoso, nuestro Dios ¿Cómo podemos acercarnos
a un hermano no respetando el Misterio que en él acontece?

El Dios de Moisés es un Dios cercano, pero también un Dios Todopoderoso. Moisés


tiene una actitud de admiración,

14
14 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

de estupor, de complacencia incluso, ante el fuego ardiente de la zarza. Éstas han de ser
igualmente nuestras actitudes cuando estamos orando por un hermano. Por eso hay una
exigencia por parte de Dios al hombre, la de descalzarse, porque este terreno, el del
interior del hermano, es sagrado.

¿De qué nos tenemos que descalzar cuando el Señor nos pone en esta tarea de la
intercesión? Es posible que nos sal-gan prejuicios como «otra vez igual, ya conozco a
esta per-sona, está un poco mal de la cabeza, tiene un punto…» Nos salen muchas de
estas ideas consciente o inconscientemente. Es el momento de descalzarse, descalzarse
no sólo de todo prejuicio, sino de toda soberbia, cansancio, violencia, ira, orgullo.
Hermano intercesor ¿De qué has de descalzarte?

Descalzarse es ser humilde. Ir descalzo es ir revestidos de humildad. Cuántas cosas


hizo Dios en Moisés y cuántas quiere hacer el Señor a través de nosotros si somos humil-
des. La humildad es una virtud que deriva de la templanza, las virtudes teologales son
tres: la fe la esperanza y la cari-dad. Las morales son: justicia, fortaleza, prudencia y tem-
planza. La humildad tiene mucho que ver con la templanza, modera los deseos, los pone
en el lugar que les corres-ponde. El soberbio piensa que él lo puede todo y nadie tiene
nada que decirle. Sin embargo, el humilde sabe que la soberbia es andar en la mentira,
mientras que la humildad es andar en la verdad. Esto es lo que Santa Teresa quería
comunicar a sus monjas: «Porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en
verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser
nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entiende, agrada más a
la suma Verdad, porque anda en ella. Plegad a Dios, hermanas, nos haga merced de no
salir jamás de este propio conocimiento, amén» (6M 10,8)5.

5 SANTA TERESA DE JESÚS, «Moradas del castillo interior», en ID., Obras Completas, BAC,
Madrid ⁸1986, 562

15
PRIMER DÍA 15

La humildad es como una gran luz, una luz interior que el Señor proyecta en el
habitáculo de nuestra alma mostrándonos lo que realmente somos. Quizá podemos
pensar que nos quita dignidad, pero en realidad es al con-trario. Somos criaturas del
Señor, más aún hijos suyos. Aquí estriba nuestra dignidad. Hemos sido hechos para Él y
en Él somos y existimos. La humildad es el reconocimiento sin-cero de lo que somos.
Hemos de reconocer lo que somos, criaturas, frente a Dios, Creador. ¡Qué gran distancia
hay entre el Creador y las criaturas! Así expresa esta realidad San Juan de la Cruz: «De
manera que todo el ser de las cria-turas comparado con el infinito ser de Dios, nada es»
(1S, 4,4)6. Pero criaturas llamadas a la santidad, a vivir la vida de Dios. Juan de la Cruz
fue un hombre muy humilde. Ocupó cargos de gran responsabilidad en la orden de los
carmeli-tas descalzos y, sin embargo, también se dedicó a empresas tan dignas como ser
albañil. A veces tenemos sensación de que los otros nos humillan, pero esto es, en parte,
porque no somos humildes, si lo fuéramos no nos sentiríamos tan heridos. Recordemos
al profeta Jeremías, con qué belleza expresa dónde está realmente nuestra dignidad:

«Palabra que Yahvé dirigió a Jeremías: Levántate y baja a la alfarería, que allí mismo te haré oír mis palabras.
Bajé a la alfarería, y resulta que el alfarero estaba haciendo un tra-bajo al torno. El cacharro que estaba
haciendo se estropeó como barro en manos del alfarero, y éste volvió a empezar, transformándolo en otro
cacharro diferente, como mejor le pareció al alfarero. Entonces me dirigió Yahvé la palabra en estos términos.
¿No puedo hacer yo con vosotros, Casa de Israel, lo mismo que este alfarero?-oráculo de Yahvé-. Lo mismo
7
que el barro en la mano del alfarero, así sois voso-tros en mi mano, Casa de Israel» (Jr 18, 1-6) .

6 SAN JUAN DE LA CRUZ, «Subida del Monte Carmelo», en ID, Obras Com-pletas, EDE, Madrid
⁶2009, 186.

7 La traducción de las citas bíblicas (a no ser que se indique lo contrario) es de la BIBLIA DE


JERUSALÉN, Desclée de Brouwer, Bilbao 1998. Tam-bién tomo de ella las abreviaturas de los libros de la
Biblia.

16
16 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Esto es lo que Dios hace con nosotros, nos amasa haciendo su obra. Esto es lo que
Dios hace con los hermanos a través de nosotros. Se trata de que le dejemos actuar
porque ¿acaso no es Él el alfarero? Nosotros no somos intercesores, nosotros
participamos en quien es el único intercesor: Jesús. Son las manos del Padre las que se
posan sobre el hermano, las que le van amasando. Nuestras manitas son las pequeñas,
las que se unen a las de Dios para que pueda ser modelada esa obra tal como el Señor lo
ha pensado, lo ha querido, lo ha deseado.

Hay una serie de actitudes que van muy ligadas a la humildad y que están muy
presentes en la Escritura. Entre ellas se encuentra la mansedumbre. Es una virtud
derivada de la templanza. Dice el Señor en Mt 11, 29: «Tomad sobre vosotros mi yugo,
y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para
vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera». El Señor nos indica cómo es
Él por dentro. Nos dice que está hecho de mansedumbre y humildad. La mansedumbre
es la vir-tud que tiene por objeto moderar la ira, de tal forma que no se levante sino
cuando sea necesario y en la medida en que lo sea. Mi corazón puede albergar ira o
violencia por cues-tiones múltiples. Pero al ir a orar por el hermano he de pedir al Señor
que me revista de mansedumbre. Sólo de esta forma seré instrumento que exprese la
ternura de Jesús, sanadora para el hermano. Porque es esa manse-dumbre la que el
Señor quiere imprimir en nosotros. La ira, la violencia, no cabe en una persona que ha
sido elegida para ser intercesor. Esta actitud, la de la mansedumbre, tiene mucho que ver
con la pobreza de espíritu.

En un pueblo, Ur, vivió un hombre entre los ríos Tigris y Éufrates hacia el 1800 a.C.
Los habitantes de aquellas tie-rras adoraban al Dios Marduk, entre otros. Y en medio de
ellos Abrahám recibe la llamada de un Dios único, del Dios verdadero. Siguió esta
llamada, dejó sus cosas y se dirigió

17
PRIMER DÍA 17

hacia donde Dios le dijo. La fe y la humildad de Abrahán hizo posible que surgiera un
gran pueblo. Haciendo un recorrido por la historia de la salvación tal como nos pre-senta
el Antiguo Testamento, se puede constatar cómo, cuando el pueblo tenía poder, se
ensoberbecía. Por ello el Señor tuvo que purificarlos, tuvo que recordarles el camino de
la pobreza de espíritu. Primero fue la deportación a Asi-ria del Reino del Norte hacia el
722 a. C, luego la deporta-ción a Babilonia de los habitantes del Reino de Sur, hacia el
587 a. C. Se quedaron sin patria, sin templo… ¿Qué quedaba del pueblo? ¿Dónde estaba
la promesa de una larga des-cendencia que Dios hizo a Abrahám? Algunos reconstruye-
ron el templo, pero ¿y sus corazones? Muchos seguían instalados en la soberbia. En
nuestras vidas el Señor pasa purificándonos, mostrándonos el camino de la humildad.
¿Estamos dispuestos a esta purificación, o preferimos seguir instalados en la soberbia?

El pueblo tenía muchas heridas interiores. Sin embargo, sólo un grupo, denominado
los anawin, acogió el camino de la humildad. Ellos no taparon sus heridas, las sacaron a
la luz. El pueblo herido cargó con sus heridas, se dejó curar. Reconoció humildemente su
fracaso. ¡Dejémonos curar por el Señor! Y cuando seamos curados no nos olvidemos de
nuestra pequeñez, miremos nuestras cicatrices para que no nos volvamos a ensoberbecer,
para que no nos olvidemos de dónde hemos salido. Es bueno cargar con nuestras
cicatrices y no llevar ni sandalias, ni bastón, para ser instrumentos en las manos de Dios.
Los pobres de Yavé se agarraron sólo al Señor. A Él y solo a Él hemos de agarrarnos.
Podemos tener la tentación de apoyarnos en nuestras capacidades, expe-riencia,
conocimientos, pero el Señor nos quiere pobres, desprendidos de nuestro «yo», hasta de
nuestros pecados. La pobreza espiritual supone el desprendimiento de todo lo que somos.
Tenemos que pedir al Señor que nos ayude a evitar protagonismos, a evitar
perfeccionismos, ¿hemos de

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18 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

ser perfectos en el sentido de no tener defectos? «Perfec-tos» -dice Jesús-, «como el


Padre celestial» (Mt 5,48); y ¿cómo es Dios? ¡Humilde! No, no lo somos ninguno, sim-
plemente debemos reconocernos pobres. De aquí nace una actitud que hemos de tener
como intercesores y que surge de forma espontánea, la de la limpieza de corazón. Seguro
que habéis sentido el gozo de ser instrumento. ¡Qué gran alegría poder serlo! Pero sólo
veremos la obra de Dios si somos limpios de corazón «porque ellos (los limpios de
corazón) verán a Dios» (Mt 5, 8). Cuando en nuestro cora-zón no hay doblez, ni
ambigüedad, reflejamos el rostro de Jesús y Él se mira en nosotros como en un espejo,
reflejando así su Imagen.

Éste es el estilo de Jesús. Así es Él. Las Bienaventuran-zas expresan la intimidad del
corazón de Cristo. El corazón de Cristo se abre y nos dice: «ésta es mi esencia, éste es
mi Reino». Somos constructores del Reino, y el Reino es éste. Es el reino de los anawin,
el que hizo presente Jesús, quien no miró que era Dios, sino que se humilló hasta el
extremo. Éste es el estilo de Jesús, el de nacer casi en el anonimato, el de vivir pobre, el
de no tener casa durante su vida pública en la que reposar la cabeza, el de morir en la
Cruz por amor al hombre. ¿Es éste nuestro estilo de vida?

Hermano, la humildad, la mansedumbre, la pobreza de espíritu, la limpieza de


corazón no es «flojera» sino fuerza, porque el Señor nos ha hecho poderosos. Sí,
hermano, el Señor confía tanto en ti que te ha concedido su poder, pero ese poder que el
Señor te ha concedido conlleva una enorme responsabilidad. ¿Qué poder es ése? ¡El de
la humil-dad! ¿Quieres ser poderoso? Sé humilde y el Señor te dará su poder. ¿Por qué
no vemos más el poder del Señor en la intercesión? Porque nos falta humildad. Así
quiere el Señor que sean sus servidores, humildes, mansos, pobres, limpios de corazón.
Seguramente que Jesús nos está suscitando deseos de ser humildes y sencillos. Por ello
Cristo hoy nos

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PRIMER DÍA 19

dice:. «Mira mi corazón, mira cómo soy y deja que, antes de que tú vayas a poner las
manos en tu hermano, yo las ponga en tu corazón, para que así pueda hacerte a mi
manera»

El Señor nos ha hecho a su imagen, pero tenemos un gran camino hasta asemejarnos
a él. El intercesor antes de ir a poner las manos tiene que estar muchas horas de
adoración ante el Señor. A veces no solamente sentimos deseos de ser más humildes y
sencillos, sino también la pena de no serlo tanto como quiere el Señor. Por ello Jesús nos
pide que sea-mos como un niño pequeño en los brazos de su madre, que confiemos, que
dejemos toda nuestra persona en Él. Ésta ha de ser nuestra respuesta: «Aquí estoy,
Señor, hazme como tú quieras».

Vosotros, hermanos intercesores, sois el corazón de renovación por el que fluye la


sangre que es el amor del Señor. ¡Dejad que os golpee sobreabundantemente para que
pueda regar las venas de renovación, para que pueda reno-var nuestros grupos!

De estas actitudes brota un corazón de alabanza. El inter-cesor es un hombre y una


mujer de alabanza. Hemos dicho que somos de adoración, pero también de alabanza.
Cuando vemos el poder del Señor, ¿cómo no alabarle y glorificarle?

La mujer de alabanza fue la Virgen María. Ella exultaba diciendo:

«Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se ale-gra en Dios mi


salvador porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava,

por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada,


porque ha hecho en mi favor cosas gran-des el Poderoso.

Santo es su nombre y su misericordia alcanza de genera-ción en generación a


los que le temen.

Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los de corazón altanero.

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20 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humil-des. A los


hambrientos los colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías.

Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como había


anunciado a nuestros padres- en favor de Abrahán y de su linaje por los
siglos». (Lc 1,46-54)

Cuando el Señor me pone a un hermano para que inter-ceda por él, tengo la certeza
de que el Señor está haciendo obras grandes por mí. El humilde es el que está
convencido de la acción de Dios en la pobreza, como María. Por ella se habían hecho
obras grandes, aunque no viera muchas de ellas. El intercesor vive en esta sabiduría de
Dios. Sabe que la acción divina es universal y llega a todos los hombres. No sabemos
cómo se derrama la gracia divina, pero sí tenemos la certeza de que se está derramando.
El intercesor no pide ver los frutos de la oración que realiza, sino simplemente desea
unirse al Señor. El humilde deja que el Señor quede glorificado en él. María es un canal
universal de gracia. Por ello El Magnificat es un canto de alabanza con poder. Así
nuestra oración como intercesores ha de ser un canto de alabanza al Señor con poder. Lo
manifiestan las expresio-nes que utiliza María: despliega la fuerza de su brazo, derriba a
los potentados, enaltece a los humildes. Es un canto al Dios Grande, Poderoso, Fuerte.
¿En qué clase de Dios creemos, hermanos? Porque nuestro Dios es el que hace obras
grandes. Su estilo es el de exaltar, irrumpir, des-bordar… Éste es el gran poder que el
Señor nos ha dado: el de romper las barreras del poder humano para instalar su Reino
entre los hombres. Por ello su misericordia alcanza de generación en generación, por ello
la necia pretensión del poder de los hombres queda doblegada ante la majes-tuosidad del
poder de Dios. Éste es el gran poder que el Señor nos ha dado a nosotros sus pequeños,
el de hacerlo todo nuevo.

«Sí, Señor Jesús, cacharro tuyo soy, pero en tus manos».

21
PRIMER DÍA 21

ORACIÓN

«Te doy gracias, te alabo y te bendigo, Señor, por todo lo que has hecho en nosotros.
Te pido esta gracia de la humil-dad. Señor, no soy humilde, me agarro a mi egoísmo,
pero, Jesús, hoy quiero decirte que creo en tu poder, en tu fuerza y deseo sentir tu suelo
sagrado en mis pies. Mis pies arden al sentir pasar el fuego de tu Espíritu. Ayúdame a
descal-zarme, ayúdame a ser tuyo. Señor Jesús, perdóname por haber manipulado tu
don, por haber buscado mi gloria y no la tuya. Hoy te pido un espíritu pobre, sencillo y
manso. Mira mis heridas, aquí están, quiero mirar mis cicatrices para que recuerde de
dónde he salido. Úngeme con tu aceite para que esas cicatrices queden curadas por tu
gracia. Gra-cias por coger mis pequeñas manos, a veces sucias, en tus grandes manos,
poderosas, por dejarme ser cacharro que en tus manos de Padre abraza al mundo,
gracias por ele-girme para gozarme en tu obra. AMÉN»

Segunda Sesión: la obediencia en la


oración de intercesión
Esto de la obediencia son palabras mayores. La obedien-cia y la humildad están
unidas entre sí porque el humilde ama la obediencia, la busca y la procura8. Santa
Catalina de Siena dice que «es obediente el que es humilde, y humilde en la medida en
que es obediente» (Diálogo V, 1). San Benito dice en su Regla que uno de los grados
más altos de la humil-dad es la obediencia9. Pero, en realidad, nuestra referencia para
comprender la importancia de la obediencia es Cristo porque:

8 Cf. J. RIVERA-J.M. IRABURU, Síntesis de espiritualidad católica, Funda-ción Gratis Date,


Pamplona 1988, 494.

9 Cf. A. ROYO MARÍN, Teología de la Perfección cristiana, BAC, Madrid, 1968, 617-618.

22
22 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino que se
despojó de sí mismo tomando condi-ción de esclavo. Asumiendo semejanza
humana y apare-ciendo en su porte como hombre, se rebajo a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz.

Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para
que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los
abismos y toda len-gua confiese que Cristo Jesús es el Señor para gloria de
Dios Padre. (Flp 2, 6-11)

San Pablo nos dice que siendo Jesucristo de condición divina no codició ser igual a
Dios sino que se hizo semejante a los hombres rebajándose a sí mismo y obedeciendo
hasta la muerte y una muerte de Cruz. Por ello Dios le exaltó hasta lo más alto, hasta el
lugar que le corresponde. El apóstol de los gentiles nos está ofreciendo una escalera de
bajada y otra de subida. Jesús como Hijo de Dios está en lo más alto, entonces va
abajándose, a pesar de ser de condición divina. Pero no quiso quedarse ahí, sino que
siguió abajándose tomando la condición de esclavo, aún más hasta morir como un
malhechor por nosotros, asumiendo una muerte de Cruz. Llegado a este punto hay una
subida hacia arriba, entonces Dios lo exaltó sobre todo nombre. Porque se abajó siendo
Dios, porque su fecundidad estuvo en su obedien-cia. Así El Hijo es glorificado por el
Padre.

Podemos preguntar al Señor: ¿Por qué hasta este extremo, Jesús mío? La respuesta
de Jesús sería: «Porque deseo hacer la voluntad del Padre, y su voluntad es la de redimir
al hom-bre y para eso debía de mandar al Hijo». En la obediencia de Cristo
contemplamos el amor eterno del Padre al Hijo y el amor del Padre a los hombres, así
como la pasión del Hijo por el hombre. El Hijo desea llegar a la Pascua por amor al
hombre: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vos-otros, antes de padecer» (Lc
22, 14). Aquí está la clave que desvela nuestras intenciones más hondas: ¿deseamos
hacer

23
PRIMER DÍA 23

la voluntad del Padre? Hemos de tener cuidado, hermanos, cuando decimos –la mayoría
de las veces con demasiada ligereza- que Dios a mí me ha dicho tal o cual cosa. Sobre
todo porque todo lo hemos de discernir con cuidado para saber si realmente aquello viene
de Dios o no. Sin embargo, cuando obedecemos no nos equivocamos. ¿Por qué enton-
ces, si de veras deseamos hacer la voluntad del Padre, nos cuesta tanto obedecer? Las
personas consagradas por los votos de pobreza, castidad y obediencia saben que por la
obediencia entregan su voluntad al Señor aceptando las mediaciones humanas. Muchos
decimos al Señor que dese-amos ofrecerle sacrificios para su gloria. Pues no hay mayor
sacrificio que la obediencia, porque por ella todo se hace sagrado. Más agradable le es al
Señor la obediencia que cualquier otro sacrificio, porque lo que Él desea es un cora-zón
humillado: «Pues no te complaces en sacrificios, si ofrezco un holocausto, no lo aceptas.
Dios quiere el sacrifi-cio de un espíritu contrito, un corazón contrito y humillado, oh
Dios, no lo desprecias» (Sal 51).

La voluntad del Padre es que obedezcamos. ¿Por qué? Investiguemos… ¿dónde está
la huella del Padre? Él la ha dejado impresa en el mundo, donde ha configurado las
cosas. Vamos a mirar la creación. En ella admiramos la her-mosura, la belleza, la
proporción y la armonía. Comproba-mos que todo en ella tiene un fin y una causa. Todo
obedece a Alguien y entre sí va conexionado. Cuando hay armonía hay orden y
proporción tal como expresaba la cultura griega. Por eso contemplo la creación y ahí veo
la huella de Dios. Está hecha de obediencia, los animales obedecen, los ciclos vitales
obedecen, la creación fluye obedeciendo. El hombre es creación de Dios y encuentra su
armonía, pro-porción, belleza y orden obedeciendo. La obediencia es la forma habitual
de vivir el hombre en el Paraíso. Sólo la des-obediencia trajo consigo el dolor y la
muerte.

El Señor quiere a este respecto dos cosas: la unidad y la manifestación de su


hermosura, de su belleza. La obediencia

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24 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

construye la unidad en la familia, el grupo, la parroquia. La obediencia supone manifestar


el orden querido por el Señor. El Señor ha hecho así las cosas y sabe por qué. Al obe-
decer reparamos el daño causado por la desobediencia ori-ginal de nuestros padres y
hacemos visible, para los hombres, la belleza del rostro de Dios.

Si continuamos observando nos damos cuenta de la exis-tencia e importancia de las


mediaciones. A Dios le gusta intervenir por medio de sus criaturas, sin forzar nada,
dejando libertad a los hombres. Una mediación es lo que está entre dos cosas con el fin
de unirlas entre sí. Un her-mano es una mediación que puede unirnos más al Señor, por
ejemplo. Somos mediaciones de Dios los unos de los otros. -Mirar al hermano que tenéis
a vuestro lado-. Él, de una u otra forma, os habla de Dios. El Señor nos da las cosas
muchas veces a través de los demás. Somos pequeños sacramentos, manifestaciones,
símbolos, expresiones del amor de Dios. El marido es mediación para su esposa y vice-
versa, el padre para los hijos, el hijo para los padres, el pro-fesor para los alumnos, el
médico para los pacientes. Jesús eligió a doce. No eran los mejores, ni los perfectos, eran
los elegidos por el Señor, como nosotros lo somos para esta tarea que el Señor ha puesto
en nuestras manos como es la intercesión. En este movimiento de renovación hay comi-
siones, hermanos que han sido elegidos legítimamente. A ese hermano le debemos una
actitud de docilidad. Nuestro ser es obediencial. Así hemos salido de las manos de Dios.
Por ello debo de interceder y asumir esta misión porque he sido discernido por otros
hermanos que tienen la respon-sabilidad en la comunión de la Iglesia. Es posible que la
mediación que el Señor me ha puesto no me guste por razo-nes varias. Quizá porque este
hermano es más joven que yo, porque podía ser hijo mío, porque no me cuadra bien su
forma de ser, o de pensar, o de hacer las cosas.

Recuerdo que en la parroquia de un pueblo había un sacerdote al que le llevaban


como vicarios a otros sacerdotes

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PRIMER DÍA 25

recién salidos del seminario. Los parroquianos solían decir que «les faltaba un hervor».
Muy posiblemente llevaban razón, pero no se trata de llevar razón, sino de crecer en vir-
tud, porque ante todo es un sacerdote. Es decir, no tenemos que mirar tanto cómo es una
persona, cuanto lo que es. Si Dios ha puesto a otros hermanos para servir desde distin-
tos ministerios y cargos, esto es lo que hemos de mirar y a ellos les debemos docilidad.
El que te manda puede equi-vocarse, pero nosotros no nos equivocaremos al obedecer.
Entregamos la voluntad, más aún, la libertad. El Señor nos ha hecho libres, nos ha dado
el don de la libertad. ¿Para que quiero yo este regalo sino para hacer su voluntad? Así la
libertad queda a sus pies, ofrecida, postrada y, con ella, todo nuestro entendimiento y
memoria, como San Ignacio de Loyola: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi
memo-ria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo
disteis, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme
vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios 234).

Hemos de suplicar al Señor que cuando, por nuestra maldad o debilidad, nos
desviemos de su camino, como ya le hemos entregado la libertad, nos tome. Le decimos
hoy que «tiene permiso» para hacerlo, porque lo que verdade-ramente queremos es ser
suyos. Es verdad que cada uno tenemos nuestras formas de hacer las cosas, de ver; eso
está bien, pero nada será fecundo si no doblegamos la voluntad, asemejándonos así a
Cristo obediente. La obediencia es una virtud que deriva de la justicia. Significa que se da
a cada cosa lo que le corresponde. Al obedecer hago simplemente lo que tengo que
hacer. El que obedece no es una especie de marioneta en manos del otro, sino un
instrumento en manos de Dios. La obediencia no es para los hombres sin voluntad (y por
eso hacen con ellos lo que otros desean – dicen-) sino que es propia del cristiano maduro,
que tienen voluntad, y capacidad de decisión, por eso la entrega.

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26 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

De todo ello se deduce en algunos aspectos que van liga-dos a la obediencia y que de
alguna manera ya han sido apuntados anteriormente.

El primero es el de fecundidad. Muchas veces nos pregun-tamos por qué nuestra vida
cristiana no es más fecunda. Es un hecho que todos queremos ser significativos,
deseamos que nuestra vida sea valiosa. La obediencia nos hace valiosos y fecundos. Es
como un parto, doloroso, aunque, cuando nues-tra voluntad es cada vez más semejante a
la de Nuestro Señor, vamos entrando en esta espesura de la sabiduría de la cruz. Y
entonces el resultado es sumamente gozoso.

El segundo es el del sacrificio. El Señor nos va haciendo sagrados, haciendo más


como Él. Esto es lo que supone ofrecer al Señor un sacrificio, esto es lo que presentamos
al Señor, el sacrificio de la obediencia. He aquí una anécdota que resume admirablemente
el sacrificio de la obediencia:

«Asistía una vez a una reunión de su orden, una venerable religiosa de 75 años, antigua superiora,
gastada por el tra-bajo y retirada en una pequeña comunidad, para esperar allí, en la humildad, en el
silencio y en la oración, la hora de la gran partida a la casa del Padre. Sin saber cómo habían
empezado a llamar a las religiosas, entonces…

« ¡Sor Margarita!...» ¡Dios mío, era ella! Se levanta algo estu-pefacta: «Mi querida sor, ¿quiere usted
ir a Buenos Aires para una nueva fundación?...» Una inclinación profunda…, una sonrisa…, y
marchó a embarcarse, ¿Llegó a su destino?

No se sabe… Esta por lo menos hacía honor a su firma y no volvía a tomar


nada de lo que antes había dejado» 10.

Ciertamente, nosotros, como pertenecientes al movi-miento de Renovación


Carismática Católica, no hemos hecho ningún voto de obediencia, pero eso no nos exime
de la obligación que tenemos como cristianos de obedecer. Eso sí, con una obediencia
constructiva, dialogando, aportando

10 A. ROYO MARÍN, Teología de la Perfección cristiana, o.c., 581.

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PRIMER DÍA 27

sugerencias, pero en última instancia, acatando la decisión de quien ha recibido esa


autoridad en la Iglesia.

El tercer aspecto que deseo señalar es el de la responsa-bilidad. La obediencia es


fuente de unión, tenemos la res-ponsabilidad de generar comunión dentro de la Iglesia.
La historia de la Iglesia nos enseña que aquellos que desobe-decieron, aunque intentaron
reformar la Iglesia como Lutero, la dividieron. Sin embargo, los que obedecieron,
construyeron la Iglesia desde dentro como ocurre con los santos. Solemos ser bastante
destructivos, nos tomamos muy a la ligera este tipo de cosas, pero la realidad es que la
escisión es un escándalo para el mundo. Hemos de tener en cuenta lo que esto implica.
Aquí hay una cuestión de fondo, la del sentido de la autoridad. Ésta no es tanto un poder
cuanto un servicio. Yo obedezco, pero el que tiene la auto-ridad tiene, además, la
responsabilidad de ejercerla desde el servicio. Se entiende que no estoy obligado a
obedecer cuando me lleva al pecado.

¿Queremos construir Iglesia? Hagámoslo desde aquí, desde la obediencia. Esto


significa pasar por la puerta estre-cha: «entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la
entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición y son muchos los que entran por
ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida! Y pocos
son los que lo encuentran» (Mt 7, 13-15). Sí, pero éste es el camino verdadero. No
vamos a cimentar nada que permanezca si no entramos por este camino. La fidelidad en
la obediencia construye. ¿Por qué algunas órdenes religiosas permanecen en el tiempo, a
pesar de sus limitaciones e incluso pecados? Porque muchos dentro de ellas han
obedecido.

Recordemos el capítulo 17, 20 del evangelio de Juan: «para que todos sean uno.
Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el
mundo crea que tú me has enviado». Este capítulo denominado, entre otras cosas, como
«la oración por la unidad de los

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28 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

cristianos» o «el Padre Nuestro del evangelio de Juan» muestra el poder de intercesión
único que tiene Jesús. Pero también cómo está su voluntad, como hombre, ante el Padre.
Esta súplica, recogida en el versículo 20 y lanzada por Jesús hacia el Padre, expresa lo
que Jesús desea que hagamos, caminar en comunión. Éste es su proyecto origi-nal y por
el que tenemos que luchar, y este proyecto pasa por la obediencia. Nosotros nos unimos
a Cristo para cla-mar al Padre por todos los hombres, de todos los tiempos, clamando
por la unidad desde un corazón obediente. Ésta es nuestra misión como intercesores. Por
ello la obedien-cia ha de ser una actitud necesaria en el intercesor. Obede-cemos al Padre
en Cristo y a Cristo por los hermanos y para los hermanos. Es un momento para revisar
cómo ando de obediencia, para ver sinceramente si doblego mi voluntad, si dejo que los
carismas y dones recibidos los disciernan aquellos que han recibido ese encargo de la
Iglesia. Si dejo (en este caso de la intercesión) a los hermanos discernir si estoy llamado a
esta misión y cómo y cuándo ejercerla.

El gran fruto de la obediencia es la paz, sí, una paz inmensa. Porque si realmente
estoy haciendo lo que Dios quiere, una gran alegría interior me inundará y, con ello, la
certeza de que mi vida será fecunda, hundida en el abrazo del Padre.

Esta virtud está unida al don del temor de Dios. ¿Qué es este don? Es el respeto a lo
sagrado, a lo que acontece en el hombre. ¿Por qué está la obediencia en relación con el
temor de Dios? Porque por la obediencia yo me someto a Dios. Este don implica que
vamos a las cosas con esta acti-tud de respeto a lo Santo; y obedecer es, al fin y al cabo,
reconocer la santidad de Dios. Habíamos empezado la ense-ñanza anterior con la
preciosa imagen de la zarza. El temor de Dios implica este respeto, esta conciencia, ese
someti-miento. Quizá el Señor nos ha traído aquí para revisar esta actitud en especial. No
tengamos miedo a entrar por este

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PRIMER DÍA 29

camino. No supone renunciar a lo que soy como persona, sino a serlo en plenitud. Saber
que estamos haciendo lo que Jesús quiere y sabemos que desea que obedezcamos. Esto
es lo más santificante. En la vida cristiana no se trata de hacer muchas cosas, sino de
hacer lo que Dios desea que hagamos, así construiremos el mundo, haciendo progresar el
Reino.

Hermanos, ¡edifiquemos la Iglesia, construyamos esta comunidad de renovación


carismática!

ORACIÓN

«Padre, te alabo, te bendigo y te adoro por todo lo que has hecho, por lo que eres,
por cómo me has hecho. Con-templo la creación y veo en ella la grandeza de tu gloria, tu
hermosura, tu poder. Gracias, porque yo también soy crea-ción tuya y tu belleza está
impresa en mí. Gracias, porque soy tu criatura y además has querido hacerme hijo tuyo.
Gracias, por haberme dado a Jesús, quien se sometió haciendo tu voluntad y tu voluntad
era que derramara su sangre por mí. Jesús mío, quiero como tú aprender sufriendo a
obedecer. Hoy te entrego mi libertad, todo mi ser para que me unas más a ti, porque eso
es lo que deseo. Haz que te vea en mis hermanos, que acoja con gozo sus indicaciones.
Modela mis deseos para que prefiera pasar por la «Puerta Estrecha». Haz de mí un
ladrillo que cons-truya la Iglesia, inserto entre otros, en el lugar que tú deseas que ocupe.
Haz de mí un valioso constructor de tu Reino. Introdúceme en tu corazón humilde y
obediente para que desde Él interceda contigo por los hombres. AMÉN»

30
SEGUNDO DÍA

Primera Sesión: el discernimiento


en la oración de intercesión

El tema que hoy nos ocupa es especialmente denso, podríamos estar todo un curso
hablando de ello. Discernir es diferenciar una cosa de otra, es distinguir. Este hecho tiene
una gran importancia en la vida espiritual, porque lo espiritual se nos hace presente y, sin
embargo, no sabemos diferenciar las mociones que vienen de Dios, de nosotros mismos,
del mundo o del diablo. Por eso debemos saber diferenciar, para orientar nuestro ser
hacia el bien. Todos somos conscientes de que podemos escuchar, tocar, oler, gustar, ver.
Los sentidos exteriores son como las ventanas que nos ponen en conexión con el mundo
exterior. Por ejemplo, al contemplar lo que nos rodea nos damos cuenta de los peligros
que nos pueden venir y así prepararnos y prevenirnos frente a ellos. Si se me acerca un
perro furioso, busco la forma de protegerme o defenderme frente a él. Si miro al cielo,
me doy cuenta de que va a llover; entonces voy a por el paraguas o el impermeable. Los
sentidos nos avisan, nos dan pistas de lo que acontece en el exterior. En realidad, el
mundo material está traspasado por el mundo espiritual. Los hombres y las mujeres
espirituales tienen la facultad de percibir el mundo espiritual a través del mundo material,
puesto que ambos constituyen un espacio único11.

11 Se utiliza las expresiones de mundo material y mundo espiritual por razones pedagógicas. La
realidad es una y toda ella está bajo el Seño-río de Cristo Nuestro Señor.

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32 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

De esta manera, al igual que tenemos sentidos para acce-der al mundo material, los
tenemos para también para acce-der al mundo espiritual. Así nos lo ha transmitido la
tradición espiritual. Tenemos sentidos que nos ponen en contacto con el mundo
espiritual, son los llamados senti-dos espirituales. De esta manera se expresa San Agustín
para manifestar cómo experimenta a Dios: «¿Qué amo cuando te amo?...amo una cierta
luz, una cierta voz, un cierto olor, una cierta comida y un cierto abrazo, cuando amo a
Dios, luz, voz, olor, comida, abrazo del hombre inte-rior que está en mí» (Confesiones X
6,6). Conocemos la expe-riencia de Santa Teresa de Ávila, quien tan traspasada se sintió
por el mundo del espíritu durante toda su vida, teniendo manifestaciones extraordinarias
en ella. Par-tiendo, pues, de este hecho, en la medida que somos más fieles al Señor, se
nos va concediendo una mayor sensibili-dad para percibir el mundo de lo espiritual.
Cuando se acerca una persona a nosotros, si tenemos desarrollada esta dimensión
espiritual, es posible que el Señor nos dé a cono-cer cómo está ese corazón. No me
refiero en este caso a la palabra de conocimiento, sino a una intuición profunda, una
conexión interior con el espíritu de la otra persona que nos da un mismo sentir
comprendiendo lo que alberga el alma del otro. Una vez dicho esto, que el mundo
material está traspasado por el mundo espiritual y que podemos captar lo espiritual, es
necesario tener en cuenta que sólo hay una puerta de acceso al mundo espiritual, válida,
constructiva, esa puerta de acceso es Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, quien
siendo Dios se ha hecho carne por amor a cada uno de nosotros. La Encarnación del
Hijo ha hecho que toda realidad esté interrelacionada. Cuando hay hombres y mujeres
que quieren acceder al mundo espiritual a través de otras cuestiones que no están en
relación con el Señor, como haciendo espiritismo, acabarán destruyéndose y dañando a
los demás. Si estamos en la selva y vamos de la mano de alguien que nos quiere hacer
mucho daño, la con-

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SEGUNDO DÍA 33

secuencia será la destrucción. De la mano de Jesús vamos seguros, con la conciencia y la


confianza de que nada nos va a pasar, sabemos que vamos a ser conducidos por alguien
que nos ama de veras. Él es la única Puerta. Esta imagen que aparece unida a la del
Buen Pastor indica de quién hemos de fiarnos y de quién no, con quién vamos por
camino seguro y con quién no:

«En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala
por otro lado, ése es un ladrón y un salteador, pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas.
A éste le abre el portero y las ovejas escuchan su voz y a sus ovejas las llama una por una y las saca
fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su
voz. Pero no seguirán a un extraño sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.

Entonces Jesús les dijo de nuevo: “En verdad, en verdad os digo: yo soy la
puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí son ladrones y
salteadores pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta: si uno entra por
mí, estará a salvo, entrará y saldrá y encontrará pasto”» (Jn 10,1- ,9).

Por tanto, si entramos de la mano de Jesús entonces vamos con esta certeza, la de ser
conducidos a buenos pastos.

Aplicándolo al cómo desarrollar nuestra misión como intercesores, imagino que ya


comprendemos la importancia del discernimiento. En este sentido podemos formularnos
la siguiente pregunta: ¿Qué impulsos nos llegan? La teolo-gía clásica dice que son tres los
enemigos del alma: mundo, demonio y carne.

Los impulsos que vienen del mundo se suelen caracteri-zar por la atracción hacia lo
sensual, hacia lo cómodo, lo que no me supone entrega, trabajo, sino que supone
engordar mi propio egoísmo. Por ejemplo, siento en mi interior un deseo de orar, sin
embargo tengo la televisión encendida y

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34 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

me está atrayendo lo que viene de ella. Entonces renuncio a ese deseo que viene del
fondo y renuncio a la oración. Sepamos distinguir este tipo de deseo. Lo que me viene
del mundo me envuelve como falsas voces engoladas atracti-vas. Pero siempre nos
ayudará hacernos esta pregunta: ¿Qué te hace entregarte más a Jesús? Pues ahí es donde
nos quiere el Señor. Esta experiencia personal puede ser tam-bién aplicada al
discernimiento necesario de cara a nues-tra misión como intercesores, aplicando estos
criterios a la vivencia por la que está pasando el hermano. No se trata de aconsejar (más
bien propio de la dirección espiritual), pero viene bien diferenciar. Cuando entramos más
en conexión con el Señor, reconocemos su olor, sus pasos, su sonido. Igual que cuando
estás enamorado de una persona, dife-rencias su semblante de otros muchos. Así cuando
estable-cemos una relación personal con Jesús se desarrolla una percepción interior
mediante la cual sabemos comprender qué cosas vienen de él y que cosas no.

Respecto de los impulsos que provienen de «la carne» suelen caracterizarse por la
presencia del «yo». De esta manera, cuando nos justificamos constantemente, o cuando
buscamos protagonismos, en el fondo. Tengamos en cuenta que estas intenciones hondas
van enmascaradas con una apariencia de querer servir al Señor y a los hermanos, pero en
realidad es nuestro yo el que se queja. De aquí la impor-tancia para crecer en la vida
espiritual de abnegar la carne. También esta experiencia personal nos puede ayudar a
comprender las verdaderas intenciones del hermano cuando viene a recibir oración, sobre
todo para sacarlas a la luz y ponerlas en las manos de Dios. Lo que desde luego debe de
haber por nuestra parte es una decisión de luchar frente a estas cosas. Ésta es la ascesis
necesaria para entrar en una relación más verdadera con Jesucristo. También vie-nen de
la carne los criterios que no siempre coinciden con el Evangelio, mis formas de ser, de
actuar, mi carácter. Es

34
SEGUNDO DÍA 35

frecuente escuchar, por ejemplo: «Tengo un carácter muy fuerte». Esto parece que nos
justifica frente a los otros. Con-fundimos «carácter fuerte» con la ira, la violencia, la
agre-sividad y por tanto la falta de mansedumbre. Otra expresión que utilizamos «es que
soy muy pasional». ¡No justifique-mos nuestro pecado o las raíces de pecado que hay en
noso-tros! Quizá con esta última expresión queremos indicar que vivimos y hacemos las
cosas con intensidad, y eso está bien, pero cuando manifestamos violencia verbal (lo que
llama-mos comúnmente un enfado) hacia otra persona, lo que estamos haciendo no es
fruto del amor sino de la violencia. Ésta es la tendencia de la carne, la de enmascarar las
cosas, y así nos quedamos tan tranquilos.

Por último, los impulsos también pueden venir del demonio que trabaja de forma muy
astuta. Sabemos que la influencia del demonio sobre una persona puede ser de varios
tipos: por opresión, obsesión y posesión. No me refiero en este caso a este tipo de
influencia demoniaca (esta cuestión queda más bien reservada para cuando se traten los
temas sobre la intercesión como liberación) sino a la tentación. Es decir, cuando el
demonio intenta persua-dirnos para caer en el pecado. . Un texto que nos puede ayu-dar
en este sentido es el de las tentaciones de Jesús en el desierto:

«Jesús, lleno del Espíritu Santo se volvió del Jordán y era conducido por el
Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo. No comió
nada en aquellos días y, al cabo de ellos, sintió hambre. Entonces el diablo le
dijo: -Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan-.

Jesús le respondió:- Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre”-. Llevándole
luego a una altura le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo
el diablo: -Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque me la han
entregado a mí y yo se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será
tuya-.

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36 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Jesús le respondió:-Está escrito: “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto”-. Le llevó
después a Jerusalén, le puso sobre el alero del Templo y le dijo: -Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí
abajo porque está escrito: “A sus ánge-les te encomendará para que te guarden. Y en sus manos te
llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna”-.

Jesús le respondió: -Está dicho: “No tentarás al Señor tu Dios”-. Acabada toda
tentación, el diablo se alejó de él hasta el tiempo propicio» (Lc 4, 1-13)

Este texto nos ilumina sobre todo para ver cómo nos tienta el Maligno. Cabe destacar
dos rasgos característicos. El primero es la mentira sutil con la que van envueltas sus
insinuaciones. En el texto aparece cómo, frente a esta men-tira, Jesús le desenmascara
con la verdad. La gran mentira que envuelve todas las tentaciones es la de que el Maligno
tiene señorío sobre Jesús. Por ello el Señor le responde frente a esta pretensión con la
realidad de lo que es como Mesías y Salvador. De aquí que resuma las tres tentaciones
en el versículo 12: «No tentarás al Señor tu Dios». El segundo es (muy unido al primero)
que la soberbia es el camino de la felicidad. Las tentaciones pretendían que Cristo optase
por el camino de la gloria humana en vez de seguir el camino de la Cruz. El demonio
insinúa a Cristo que, si le obedece, le llenaría de poder y de gloria. Ésta es tam-bién la
insinuación que nos hace a nosotros, pero el camino del creyente es el del seguimiento a
Cristo hasta la Cruz y pasando por la Cruz participaremos de su Resurrección. El camino
fácil que marca el diablo es el camino de perdición. El camino difícil que presenta Cristo
es de salvación. De nuevo, esto que nos puede acontecer en el ámbito personal es
también lo que, con connotaciones únicas en cada per-sona, sucede en los hermanos. El
demonio aparecerá incli-nándonos a la perdición que trae la mentira y la soberbia. De
aquí la necesidad de no enmascarar una vez más las ver-daderas intenciones que hay en
nuestro corazón. De ser así, el Maligno nos confundirá para usarnos en su provecho. Es
posible que lo haya conseguido en ocasiones. En todo caso,

36
SEGUNDO DÍA 37

y siempre apoyándonos en la misericordia infinita de Nues-tro Señor, nos ayudará


comprender sus estrategias.

En todo caso dos cosas nos pueden ayudar a ser hom-bres y mujeres espirituales.
Primero, la oración personal, especialmente la adoración ante el Santísimo. Esta oración
nos espiritualiza, nos transforma, nos va dando ese tirón más fuerte del Espíritu. En
segundo lugar, la abnegación, es decir la purificación especialmente del «yo». Si el cristal
está opaco, un rayo de sol puede pasar por él, pero se verán todas las motas, toda la
suciedad. Cuando quitemos esa suciedad pasará con mayor nitidez, es decir, el tipo de
sucie-dad que tenemos alrededor es lo que nos obstaculiza. La abnegación es
imprescindible en la vida cristiana. Para ello nos ayudaría mucho una persona espiritual
que nos ayu-dara, y también meditar y reconocer nuestros criterios y formas de acción
errados, así como abrazar la Cruz de nues-tro Señor sea cual sea la forma con la que
venga.

Partiendo de lo explicado anteriormente, de cara a nues-tra misión como intercesores,


es necesario tener en cuenta lo siguiente:

Una herramienta básica de la que nos quiere dotar el Señor para esta misión es la
sensatez, el sentido común. El Espíritu Santo actúa en nuestra naturaleza. Nos ha dotado
de una serie de capacidades y de talentos para ponerlos a la disposición de los hermanos
y para nuestro bien espiritual. Por ejemplo, si nos viene una persona diciendo que tiene
un fuerte dolor de cabeza, lo primero que habrá que decirle es si ha ido al médico. Habrá
que ir uniendo datos. Quizá sea un mero problema físico, genético, psicológico incluso. A
veces las personas somatizamos nuestras preocupacio-nes y afloran como problemas de
carácter físico. A esto lo podemos denominar «discernimiento ordinario». No pen-semos
que éste es menos importante que las percepciones que nos pueden venir de los
carismas. Lo ordinario nos sirve en nuestra vida cotidiana como herramienta para el

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38 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

discernir, diagnosticar. Simplemente si preguntamos al her-mano cómo se siente, qué le


pasa, por lo que nos dice y por cómo nos lo dice podremos intuir lo que acontece en su
interior, simplemente por sentido común.

Otra herramienta también esencial en el discernimiento es la de comprender qué es


una moción y cómo se mani-fiesta. Una moción es una inspiración interior ocasionada
por Dios el alma). San Ignacio habla de las mociones que recibe en el alma y el poso que
dejan esas mociones en nuestro interior. Dios le concede una luz particular que lo abre al
discernimiento de los diversos espíritus que la mue-ven. «Le parecía habérsele quitado
del ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas» (Autobiografía 10).
Ignacio, antes de su conversión, era un hombre vani-doso. Nacido en el castillo de
Loyola en 1491, es educado en la casa del contador mayor de los Reyes Católicos en
Aré-valo (Castilla). Sirvió al virrey de Navarra durante algunos años hasta que resultó
herido en la defensa del castillo de Pamplona. Durante su recuperación lee el Flos
Sanctorum, sobre la vida de los santos, iniciándose así su conversión. Ignacio, partiendo
de su experiencia, constataba que había pensamientos que le dejaban con paz y otros con
una gran inquietud. Así empezó a discernir las inspiraciones que venían de Dios y las que
no. Este rasgo, el de la paz puede ser uno de indicios por el cual sabemos que algo viene
del Señor. Uno de los criterios para discernir lo que viene de Dios (en esta línea marcada
por San Ignacio) son los frutos del espíritu frente a los frutos de la carne:

«Os digo esto: proceded según el espíritu, y no deis satis-facción a las apetencias de la carne. Pues la
carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí
tan opuestos, que no hacéis lo que queréis. Pero, si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley.
Ahora bien, las obras de la carne son cono-cidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechice-
ría, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones,

38
SEGUNDO DÍA 39

disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes, sobre las


cuales os prevengo, como ya os pre-vine, que quienes hacen tales cosas no
heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí, contra
tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús han crucificado la
carne con sus pasio-nes y sus apetencias» (Ga 5,16-24).

Lo que nos viene del Señor nos deja los frutos del Espí-ritu. Por eso es fácil
comprender que cuando una persona nos dice que está muy bien y sin embargo la vemos
inquieta, angustiada, triste, comprenderemos que no está tan bien como quiere mostrar.
Esos sentimientos muestran cómo está su alma. Los frutos del espíritu son criterios acer-
tados para el discernimiento. Lo que me viene del Señor nos deja gran paz y alegría. Lo
que viene de la carne, nos deja inquietos, preocupados. Lo que viene del Señor nos deja
con más amor, con más deseo de entregarnos a los hermanos, con afabilidad, con paz,
con bondad, con más deseo de fide-lidad, más dominio de sí. Éstos son los frutos por los
que nos conoceremos. Si al orar tengo una visión con claridad y distinción, con fuerza,
muy posiblemente sea del Señor. Recibir algo con claridad significa que se percibe de
forma nítida, es decir todo lo contrario de confusamente. Recibir algo con distinción
significa que tiene en sí su ser especí-fico, particular, propio, frente a otras. La certeza
interior es otro de los rasgos de que algo viene de Dios. Esta certeza es fe, pero no por
ello es menos real, más bien al contrario. Dios te da una convicción fuerte de que es Él
quien está actuando. Si por el contrario esa visión me deja sumido en la zozobra,
difícilmente vendrá de Dios.

Así vamos aprendiendo a distinguir, a diferenciar, según voy creciendo en la relación


con Cristo. El discernimiento que se va aprendiendo por la ascesis del cristiano, porque
voy abriéndome al Señor y Él me va capacitando para dife-renciar. Todo esto nos puede
ayudar, pero recordemos que

39
40 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

el Señor nos da las cosas como quiere, porque Él es el Señor y por ello tiene esa
capacidad para sorprendernos.

Así también el Señor nos hace no sólo distinguir lo que viene del mundo, del demonio
y de la carne, sino además las realidades espirituales en sí. Seguramente que todos tene-
mos la experiencia de relacionarse con las tres divinas per-sonas de forma distinta, según
quien es cada una de ellas. Por ello en Cristo entro en relación con el Padre como aquel
que me cuida y protege. Con Cristo me relaciono como con un amigo, un hermano,
como mi Esposo, como el todo de nuestra existencia. Con el Espíritu me relaciono desde
la experiencia de la libertad, del amor, como aquel que actúa en mí y me transforma,
generando novedad, corriendo delante de nosotros, en un profundo dinamismo,
iluminándonos, santificándonos. El Paráclito es la persona que actúa en los tiempos de la
Iglesia con una fuerza especial. Él es quien nos permite discernir. Por ello hemos de estar
muy atentos a su acción. Así somos hombres y mujeres de Espíritu. Es lo que hicieron
los primeros cristianos tal como podemos consta-tar en el libro de los Hechos de los
Apóstoles, cómo el Espíritu va por delante, indicando lo que tienen que hacer.

El Espíritu para realizar su obra en nosotros desea encontrar simplemente un corazón


abierto y sencillo. De este modo contemplaremos su acción en medio de nuestro mundo,
para nosotros opaco. ¡Abramos las puertas de par en par a la acción creadora del
Espíritu!

ORACIÓN

Señor Jesús, como la Esposa del Cantar de los Cantares puedo escuchar tu arrullo al
amanecer de mi vida. Haz cre-cer mi amor por ti para que sepa distinguir tu voz de otras
voces que no es la tuya. Para poder así conocerte y amarte más, seguirte, servirte y darte
a conocer a mis hermanos los hombres con, al menos, un poco de la claridad que tú me
das. AMÉN.

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SEGUNDO DÍA 41

Segunda Sesión: la prudencia en la


oración de intercesión
Esta virtud nos indica cómo debemos decir las cosas y cuándo. El Señor nos dice en
Mt 10,16: «Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes
como las serpientes, y sencillos como las palomas». La pru-dencia es una virtud moral
que se asienta en el entendi-miento práctico regulando al resto de las virtudes. Su fin es el
cumplimiento de la voluntad según la recta conciencia. El entendimiento práctico se
orienta a la práctica de las acciones de tal modo que mi razón me va indicando lo que
debo o no debo hacer. Por ejemplo, veo que un hermano necesita dinero, sin embargo
quizá no puedo dárselo direc-tamente y he de ver cómo hacérselo llegar. Aquí entra la
prudencia indicándome la forma de llevar a cabo una acción. La prudencia es como un
semáforo, una luz que nos indica cómo se han de desarrollar las acciones buenas. Dicen
que es la virtud propia de los gobernantes, quienes han de tener capacidad para llevar a
cabo las cosas.

A esta virtud se le unen otras como la paciencia. La paciencia es una virtud unida a la
fortaleza. En muchas situaciones de la vida no vemos resultados inmediatos y concretos,
sino a largo plazo. La paciencia nos hace ser fie-les, nos hace resistir una y otra vez
frente a las dificultades del paso del tiempo, sin perder la esperanza, con ánimo firme,
maduro y templado. La paciencia nos va dando esa sabiduría propia del cristiano
maduro, del que tiene domi-nio sobre su impulsividad. Esta virtud se une a la prudencia
porque la espera paciente nos hace prudentes. Por ello cuando hemos de hacer una
corrección a un hermano hemos de hacerlo desde la paciencia y la prudencia. Cuando
ese hermano siente que hemos tenido paciencia con él, se lo decimos desde la dulzura, el
amor y sobre todo con la inten-ción de hacerle el mayor bien que podamos. La prudencia

41
42 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

también nos lleva a conjugar aspectos buenos pero que parecen contrarios. Por ejemplo
cómo conjugar la manse-dumbre y la dulzura con la fortaleza. Esto es lo que se les suele
presentar a los padres o profesores. Han de tener una mano suave en algunas ocasiones y
en otras una mano firme. ¿Cómo conjugar mansedumbre y firmeza? Esto lo regula la
virtud de la prudencia, buscando una vez más, ante todo, el bien de la persona y así no
dejarnos llevar por nuestros deseos de dominar, llevar la razón o sobresalir. Hemos de
tener en cuenta que la mansedumbre no es debi-lidad, sino capacidad de comprensión, y
que la firmeza implica dar estabilidad a las personas de las que somos res-ponsables; es
fuerza, estabilidad, equilibrio.

Si contemplamos a Jesús podemos observar cómo se dan en Él estas virtudes siendo


el más prudente de todos los hombres. Así en su personalidad vemos cómo se conjuga el
«celo por la casa de Dios» (Mt 21, 12-17) con la mansedum-bre y la dulzura hacia los
más pequeños, especialmente los niños (Mt 18,3). De esta manera contemplamos en
Nuestro Señor Jesús una personalidad armoniosa, llena de equilibrio. En medio de esta
sociedad que nos dispersa y desestructura se hace necesario, cada vez más, la prudencia
como capaci-dad para mantener la sensatez frente a las situaciones más difíciles viendo
lo que viene del Señor. La preciosa oración que realiza en Rey Salomón pidiendo a Dios
Sabiduría nos indica las características de un corazón sabio y prudente:

«Dios de mis antepasados, Señor de misericordia que hiciste todas las cosas con tu palabra y con tu
sabiduría for-maste al hombre para que dominase sobre tus criaturas, gobernaste el mundo con
santidad y justicia y juzgaste con rectitud de espíritu. Dame la Sabiduría entronizada junto a ti y no
me excluyas de entre tus hijos porque soy siervo tuyo, hijo de tu esclava, un hombre débil y de vida
efímera, incapaz de comprender el derecho y las leyes. Pues, aun-que uno sea perfecto entre los
hombres, si le falta la sabi-duría que viene de ti será tenido en nada. Tú me elegiste

42
SEGUNDO DÍA 43

como rey de tu pueblo para gobernar a tus hijos y a tus hijas, tú me encargaste construir un templo
en tu monte santo y un altar en la ciudad donde habitas a imitación de la tienda santa que preparaste
desde el principio. Contigo está la Sabiduría que reconoce tus obras que estaba a tu lado cuando
hacías el mundo, que conoce lo que te agrada y lo que es conforme a tus mandamientos. Envíala
desde el santo cielo mándala desde tu trono glorioso, para que me acompañe en mis tareas y pueda
yo conocer lo que te agrada. Ella que todo lo sabe y comprende, me guiará pru-dentemente en mis
empresas y me protegerá con su gloria. Así mis obras serán aceptadas juzgaré a tu pueblo con jus-
ticia y seré digno del trono de mi padre. Pues ¿qué hombre puede conocer la voluntad de Dios?
¿Quién puede conside-rar lo que el Señor quiere?» (Sb 9, 1-15)

Salomón reconoce en esta oración que sólo Dios conoce las causas de las cosas
porque sólo Él tiene esa visión total de ellas. Este reconocimiento del poderío de Dios
implica que el hombre se arrodilla ante su Poder y que sólo de Él le viene al hombre la
capacidad para juzgar las cosas con rec-titud. Hemos de vigilar mucho nuestras
intenciones más hondas. Muchas veces van cargadas de deseos de manipu-lar, curiosear
sobre la vida del otro, juzgar sin rectitud de conciencia. No se busca con verdad el bien
del hermano. No podemos juzgar a los demás, entre otras cosas, porque yo tengo un
conocimiento muy parcial de la historia y de la vida de la otra persona. La prudencia me
ayuda a conocer lo que al otro le conviene. De aquí la importancia de buscar siempre y
en todo momento agradar a Nuestro Señor. Recordemos el salmo 139:

«Señor, tú me sondeas y me conoces, sabes cuando me siento y me levanto, mi


pensamiento percibes desde lejos, de camino o acostado, tú lo adviertes, todas
mis sendas te son familiares».

Este conocimiento interior, profundo que Nuestro Señor tiene sobre cada uno de
nosotros, es a la vez el que quiere darnos por la virtud de la prudencia para que
conozcamos

43
44 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

al otro desde lo más hondo de su ser. Así funciona el don del Señor para nosotros en la
oración de intercesión, mirando al hermano desde lo hondo, participando así el
conocimiento que Dios tiene de las personas.

Partiendo de aquí podemos destacar algunos aspectos que van en contra de la


prudencia:

La crítica es un pecado contra la prudencia. Va en contra del hermano en muchos


sentidos. Así estoy faltando a la pru-dencia, cuando estoy criticando. Un hombre de
intercesión no va a ir contando a nadie lo que el hermano me ha con-tado. Hemos de ser
conscientes de lo que supone nuestra vocación. Criticar al hermano o desvelar lo que nos
ha dicho en la intercesión es un escándalo y un pecado público, por-que recordemos la
gran responsabilidad que el Señor pone en nosotros por este don. El hombre y la mujer
que han reci-bido el don de la intercesión son prudentes, discretos, saben callar, hacer
silencio, no dan ningún pie al diablo. Muchas veces hemos de saber callar y saber
cuándo, cómo y cuánto hablar. Callar en medio del sufrimiento o de las críticas injus-tas
hacia nuestra persona nos hace amar más.

Hemos de saber aprender de los errores. Lo importante es, una vez más, la rectitud
de intención. Estoy convencida de que la experiencia no te la dan necesariamente los
años. Hay personas con muchos años que no han aprendido nada en la vida, y otros con
menos edad muy versados ya en sufrimientos y experiencia aportándoles una sabiduría
que queda en ellos como un tesoro.

El hombre y la mujer prudentes no llevan prisa; no dicen al hermano que llega: vamos
ligeros, sino que le hacen sen-tir una acogida incondicional. No podemos ir con el cora-
zón acelerado, sino con el sosiego que nos viene de Jesús.

El prudente no es impulsivo. Nuestro carácter puede ser primario o secundario, es


decir más o menos reflexivo, sin embargo hemos de calmar nuestros impulsos, pensar las
cosas antes de ejecutar la acción, pasarlas por el filtro interior del

44
SEGUNDO DÍA 45

corazón, es decir, mejor aún, orarlas más que pensarlas y así nos va iluminando el Señor
con mociones, luces, sentimientos, poniendo en nosotros su riqueza. Por eso es bueno
que, des-pués de que los hermanos hayan recibido intercesión, noso-tros descansemos en
el Señor con todo lo que nos ha puesto y como ha ido aconteciendo, dejándolo todo en el
equilibrio, el sosiego, y la mesura del Señor.

En San José tenemos el ejemplo del hombre prudente. Cuando supo que María
estaba embarazada no se lanzó a denunciarla, esperó, oró, comprendió que aquello que
acon-tecía en ella venía de lo Alto. Así el Señor le bendijo. La pru-dencia de San José es
sencilla, brota de su corazón noble y bondadoso como algo natural (Mt 1,18-25). La
prudencia es, de este modo, guía que nos lleva por el camino y aquello que nos protege
de todo lo que supone enredo del diablo o des-barre. Se trata de escuchar a Dios quien
nos hace partícipes de su señorío. Su reino crece en la tierra y se va expandiendo. Se
asienta en el hecho de que por nuestro Bautismo somos sacerdotes profetas y reyes. Por
ser reyes dominamos en Cristo Jesús el mundo y las cosas. Así la intercesión es un acto
del reconocimiento del señorío de Jesús ante el cual me arro-dillo y le pido esa prudencia
necesaria para servir siempre y en todo momento respetando lo que el Señor quiere
hacer.

ORACIÓN

Señor Jesús, hazme participar del conocimiento pro-fundo que tienes de las cosas
para que, sumergido en tu amor, tenga luz para comprender lo que te es grato, diri-giendo
mis acciones hacia el bien, ayudando a los otros a encontrar el camino de la rectitud, el
sosiego de la paz y la dulzura que alberga tu corazón. Líbrame de la crítica, la
impulsividad, el despropósito, el cotilleo, el deseo de impo-ner mis formas o razones, la
manipulación, el enredo. Modera mis impulsos y equilibra en mí las pasiones para que
pueda caminar hacia ti con ligereza sin manipular a los hermanos, sino buscando siempre
servirles. AMÉN.

45
TERCER DÍA

Primera Sesión: la escucha en la oración


de intercesión

La escucha es una actitud esencial en el intercesor. Los que vivimos en las grandes
ciudades tendemos a vivir con muchas prisas. Nos acostumbramos tanto a vivir así que
este ritmo de vida nos parece normal y nos puede llevar a vivir en la superficialidad.
Frente a esto, la escucha nos hace vivir en un nivel de profundidad. ¿Cómo propiciar un
clima de escucha para el hermano cuando se acerca para que ore-mos por él?

Vamos a hacer un viaje en dos tiempos a lo largo de esta enseñanza. Para poder
escuchar, en primer lugar, ha de cesar el ruido y, en segundo lugar, una vez que ha
cesado, podemos captar lo que se nos quiere decir.

En este primer tiempo vamos a hacer que algunas cosas cesen. ¿Qué tiene que cesar?
Sobre todo los ruidos, primero los ruidos exteriores. Por ello es muy importante cuidar el
lugar donde tenemos la oración de intercesión. Ha de estar apartado y evitar así
interrupciones. Imaginemos la siguiente escena: una persona que va con una carga perso-
nal fuerte empieza a compartir con nosotros su situación. De pronto suena el móvil, esto
nos distrae, entre otras cosas. Es necesario que seamos delicados con el Señor y
delicados con el hermano. En un concierto sonó un móvil y se paró el concierto. Un
detalle así, nimio para nosotros, sin

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48 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

embargo, puede cerrar a la persona. Luego cuidemos todos los detalles. Busquemos un
lugar sencillo, apartado. Puede ayudar poner un pequeño altar con la Cruz y la Palabra.
Evi-tar ante todo aquello que pueda producir distracciones. Una vez dicho esto no
obstante, tengamos en cuenta que los rui-dos más poderosos no son los externos sino los
internos. Podemos estar orando con mucho ruido exterior y estar concentrados
interiormente. Recuerdo lo que nos dijo un sacerdote una vez al respecto: si por dentro
no hay ruido lo de fuera no nos molesta. Nuestro gran problema es que lle-vamos por
dentro mucho ruido y eso obstaculiza que sea-mos mejores instrumentos del Señor. Bien,
pues vamos a fijarnos ahora en los ruidos interiores ¿Qué ruidos son ésos? Podemos
afirmar sin miedo a errar que dentro de nosotros hay un «verdadero batiburrillo interior».
De todos modos podemos señalar principalmente dos tipos de rui-dos interiores. El
primero son las preocupaciones. Preocu-parse es ocuparse de las cosas
desordenadamente. Dios quiere que nos ocupemos, nos quiere trabajadores en la tarea
cotidiana de cada día, pero no que nos preocupemos. Aun así, el Señor nos conoce,
entiende que estemos preo-cupados. Por ejemplo: veo que mi hijo está pasando por una
situación difícil y no sé qué hacer. O tengo una situación laboral o familiar complicada.
Pensemos en las situaciones de este tipo por las que quizá estamos pasando actual-
mente. Nos podemos preocupar por cosas buenas, pero la preocupación no es buena. Así
con este ruido interior lle-vamos un gran peso personal que podemos trasladar a nuestra
misión como intercesores. ¿Qué hemos de hacer? La preocupación no se vence con la
despreocupación, sino descansando en el Señor. Hemos de ser, ante todo, porta-dores de
paz. Tengamos en cuenta que transmitimos muchas cosas sin hablar. ¿Cómo descansar
en el Señor? San Juna de la Cruz dice en el dicho 96: «el alma que anda en amor ni
cansa ni se cansa». Sí, efectivamente, cuando el alma se entrega al Señor todo lo hace
descansando en Él. El

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TERCER DÍA 49

que está preocupado por las cosas, cansa al que tiene alre-dedor y así pone inquietud en
aquellos que se relacionan con él, acabando todos agotados. Si andamos descansados, ni
cansamos, ni agotamos. Ésta es una característica del hom-bre espiritual. El hombre y la
mujer espiritual pueden reali-zar gran cantidad de cosas con mucha paz, incluso aunque
estén cansados físicamente. Además, cuando estamos preo-cupados, el demonio
aprovecha para tentarnos, por eso hemos de estar vigilantes. Recordemos a Essaú, quien
vendió su primogenitura por un plato de lentejas (Gn 25, 29-34).

Si recitamos repetidamente el salmo 62 recibimos una gran paz interior. «Sólo en Dios
descansa mi alma, de él viene mi salvación». Este versículo convertido en jaculato-ria,
nos ayuda a reposar en el Señor porque sólo en Él nues-tra alma queda aquietada. Este
participio aporta un matiz hermoso porque nos lleva de la inquietud a la quietud, lle-
vándonos a un mar reposado en calma de paz interior. El salmo proclama que «Sólo él es
mi roca y mi salvación, mi baluarte, no vacilaré». Nos ayuda a poner todas nuestras
preocupaciones en quien lo es Todo, Dios. En el fondo, vivir preocupado es vivir
agarrado a las cosas, vivir aquietado es dejar todo en las manos del Señor, confiando en
Él sin quie-bras. La imagen de la Roca nos lleva a comprender la esta-bilidad de Dios y
sólo en Él nosotros adquirimos nuestro equilibrio. Si nos fijamos, vemos como el salmista
repite «sólo» al inicio de cada versículo. Es como si el Señor, frente a cada una de
nuestras preocupaciones, nos dijera: «Apó-yate en mí que soy El Absoluto y en mí lo
tienes todo». Así vamos haciendo un tipo de oración que es la «oración de entrega».
Antes de la oración de intercesión, ¡qué bien ven-dría hacer esta oración de entrega! De
esta manera entre-gando cada una de esas preocupaciones que llevamos en el corazón
(yo te entrego a mi hijo, mi trabajo, mi familia, mi soledad, mi grupo) el Señor nos tiene
en sus manos como a una margarita a la que se van arrancando los pétalos que-dando lo
fundamental, sumergidos en el centro, en el fondo,

48
50 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

donde podemos escuchar la voz del Amado. De este modo conectamos con el Señor
para ser canales de su gracia. Nos hace cimentarnos en la Roca firme, en lo fundamental
que es Jesucristo, lo demás es relativo. Esto nos da una fuerza interior impresionante. Así
los ruidos se van apaciguando.

Se puede distinguir, no obstante, un segundo tipo de rui-dos: las tentaciones, bien


entendidas como aquellas que vienen del demonio o quizá también de nuestro carácter,
nuestra carne. Es importante dar nombre a las cosas y reco-nocer las tentaciones.
Muchas veces no haciendo caso pasan de nosotros sin herirnos ni afectarnos. Es como el
ruido del moscón revoloteando cerca de nosotros. Si le ignoramos acaba desapareciendo.
Lo importante es no entrar en diálogo con el Maligno. Sería bueno revisar el tipo de
tentaciones que nos acosan. Quizá la tristeza. En este caso, por ejemplo, a veces
prestamos demasiado interés a nuestros estados de ánimo y ponemos en cómo nos senti-
mos nuestro discernimiento. Los sentimientos no tienen por qué ser el baremo para optar
o decidir. No debemos permitir que nada nos separe de Jesucristo, que nos dis-traiga de
ÉL. Por eso no hemos de dar demasiada impor-tancia a nuestros estados de ánimo (a no
ser que se convierta en algo crónico, entonces quizá necesitemos un tratamiento médico).
Que nada ni nadie nos distraiga, así empezamos a captar y a escuchar, a recibir lo que
nos llega de parte del Espíritu.

¿Qué escuchamos entonces? -El silencio- ¿Habéis escu-chado alguna vez el silencio?
Vamos a escuchar durante un minuto de silencio, lo que acontece dentro y fuera de noso-
tros y ahora compartimos la experiencia (se hace un minuto de silencio).

¿Qué hemos escuchado? Algunos habéis dicho que el ruido de la puerta, la


respiración, o la conciencia del paso del tiempo…Sólo un minuto, un minuto con
conciencia que se va pasando y se vive más intensamente. Ahí nos habla el

49
TERCER DÍA 51

Señor, con un lenguaje quizá para nosotros desconocido, pero no por ello menos intenso
y real. Cuando hacemos silencio, escuchamos lo que no podemos cuando hay mucho
ruido. Cuando vivimos envueltos en el tumulto, no escu-chamos a los pájaros, el sonido
de los animales, el agua, los crujidos, que nos despiertan los sentidos, físicos, interiores.
Nos perdemos muchas cosas porque no hacemos silencio. El silencio nos lleva a otra
dimensión: la interioridad donde aparece el horizonte de lo infinito. Hay órdenes
religiosas que viven en el silencio encontrando al Absoluto que les hace alcanzar la
plenitud. Una vida de silencio es una vida plena, llena. No os olvidéis de ello, ni en
vuestra experien-cia espiritual, ni en vuestra misión como intercesores.

Ahora entramos en el segundo tiempo, el de escuchar. Podemos distinguir tres niveles


en la escucha. En el primero entiendo lo que el hermano me dice. En el segundo escucho
lo que no me dice pero me quiere decir. En el tercero, escu-cho lo que el Señor quiere
para el hermano. En el primer nivel, escucho lo que el hermano me dice, claro está que
he de entender el discurso. Si esa persona me está diciendo que ha sufrido una
separación matrimonial y cómo la ha sufrido, lógicamente hemos de entender la
consecución de los acontecimientos. En el segundo nivel he de captar cómo ha vivido esa
experiencia. Posiblemente salga la sensación de fracaso, abandono. No se trata de
curiosear en la vida del otro, es decir no me pongo a preguntar detalles concretos, sino a
escuchar al hermano integralmente. Es bueno obser-var. Un gran escuchador es un gran
observador. Tampoco se trata de psicoanalizar. No es nuestra misión, sino, vuelvo a
repetir, de escuchar debidamente. Recordemos siempre que no tenemos que ser
psicólogos para ser intercesores, sino buenos instrumentos del Señor. Por tanto no voy a
hacer terapia sino a escuchar y observar para servir más y mejor al hermano. Luego
escuchar implica también ver qué me dice y qué no me dice y cómo me lo dice.
Podemos observar sus gestos. Toda la persona que tengo delante me

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52 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

comunica cómo está. El tono de voz, los «tic» que puede tener, su estado anímico, si
habla pausadamente o deprisa. Es importante comprobar si nos mira o no. La mirada
caída suele ser signo de un sentimiento de vergüenza, de incapa-cidad para asumir la
situación por la que está pasando. Puede ser que tenga un tono de rebeldía su forma de
hablar, indicándonos que se ha defendido poniendo un dique inte-rior dentro de sí, el de
la violencia. Como veis, estamos hablando en el orden de la natural. Dios nos da las
capaci-dades naturales para ponerlas al servicio de los hermanos. La gracia las prolonga y
plenifica, no las aniquila o destruye. De todas formas la experiencia también nos va
dando esa sabiduría necesaria para escuchar. En este nivel de escucha podemos
comprender lo que el hermano no nos ha sabido decir con sus palabras pero que desea
comunicarnos semi-inconscientemente. Así desea decirnos: «siento que mi vida no tiene
sentido, estoy vacío y perdido». Hemos de pedir al Espíritu Santo que se adelante con su
gracia para hacernos comprender, en la medida que Él quiera, lo que acontece en el otro.
Este segundo grado es aquello que no se nos dice pero que queda expresado, escuchar el
latir del corazón del hermano, de lo que hay dentro.

Por último en un tercer nivel se encuentra escuchar al Señor (aunque en realidad en


este tercer nivel están inclui-dos los dos anteriores) y Él siempre nos sorprende y nos da
las mociones interiores necesarias para hacernos com-prender cómo desea usarnos. El
Espíritu Santo puede dar-nos sus carismas. Es posible que ponga en nosotros visiones
para el hermano, o palabra de conocimiento, o palabras que descubran el dolor de quien
ha venido a pedir intercesión. El Espíritu puede dar signos proféticos para consolar o ilu-
minar al otro. En fin, se trata de estar atentos y receptivos a todo lo que el Señor desee
darnos.

Seguramente hemos leído y meditado muchas veces el relato de «los discípulos de


Emaús», sin embargo quizás no

51
TERCER DÍA 53

lo hemos hecho contemplando a Jesús como el gran escu-chador. Recordemos el texto:

«Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que dista sesenta estadios de
Jerusalén, y conver-saban entre sí sobre todo lo que había pasado. Mientras conversaban y discutían,
el mismo Jesús se acercó a ellos y caminó a su lado, pero sus ojos estaban como incapacita-dos para
reconocerle. Él les dijo: ¿De qué discutís por el camino? Ellos se pararon con aire entristecido.

Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: ¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las
cosas que han pasado allí estos días? Él les dijo. ¿Qué cosas. Ellos le dije-ron: «Lo de Jesús el
Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo,
cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le conde-naron a muerte y le crucificaron. Nosotros
esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel, pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres
días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado,
porque fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que incluso
habían visto una aparición de ángeles que decían que él vivía. Fueron tam-bién algunos de los
nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.

Él les dijo: ¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron
los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su
gloria? Y, empe-zando por Moisés y continuando por todos los profetas, les
explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24, 13-27)

Penetremos en el texto contemplando a Jesús al escu-char a aquellos discípulos. El


texto refleja en primer lugar cómo aquellos hombres iban comentando los últimos acon-
tecimientos respecto a Jesús. Hablaban entre sí muy posi-blemente lamentándose,
desanimados y decepcionados pensando que todo había terminado. Jesús conoce cómo
está su corazón. Así llegan muchos hermanos a la oración de

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54 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

intercesión, padeciendo estas experiencias, desilusionados de Cristo, pensando que no


hay razones para la esperanza. Es bueno escuchar primero cómo viene el hermano. Des-
pués Jesús se acerca. Este gesto, el de acercarse, es impor-tante. Acercarse al hermano
es acogerle, hacerle sentir un clima de confianza y de cariño. Jesús toma la iniciativa en
este camino de la escucha. Luego les pregunta sabiendo en realidad la respuesta. Lo hace
para que ellos se desahoguen, para que su corazón se explaye. Es bueno dejar hablar al
hermano. Si le agobiamos con nuestra conversación no podrá hablar Él. Hay que dejar
hablar al otro y propiciar que lo haga desde la sinceridad. Esto es lo que hace Jesús con
los de Emaús. Así le cuentan lo sucedido, pero el mismo relato de los acontecimientos
dice más que la historia en sí. Narran su estado de ánimo, «nosotros esperábamos…».
Esta es la manera que tenemos de escuchar al hermano, ir viendo cómo está por dentro.
Los sentimientos de deses-peranza, tristeza, desconfianza afloran al contar aquellos
discípulos lo que ha sucedido. Entonces Jesús les despierta de su letargo regalándolos su
Palabra, explicándoles el sen-tido de lo sucedido. En la oración de intercesión, después
de escuchar al hermano, le regalamos palabras de espe-ranza, porque nosotros somos
como intercesores portado-res de alegría y esperanza.

Jesús se acerca con gran respeto a los discípulos de Emaús. Se acerca a sus
corazones con condescendencia y misericordia animando a aquellos hombres. Las
preguntas que les hace van en esta dirección. De esta manera, progre-sivamente les va
llevando hasta su Corazón, hasta que los corazones que estaban tristes sienten el ardor de
la Pala-bra. Les presenta quien es Él desde la historia de la salva-ción, desde el mensaje
evangélico. Ésta es la forma de interceder, desde la conciencia de que hemos sido
salvados en Cristo Jesús Señor Nuestro, desde el Misterio de Salva-ción y por tanto
desde la certeza del poder liberador y sana-dor del Jesucristo vivo y verdadero. AMEN.

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TERCER DÍA 55

ORACIÓN

Señor Jesús, hoy deseo descansar verdaderamente en Ti. Dejo en tus manos
preciosas toda mi vida, reposándome en tu Corazón. Señor, te entrego a mi familia, tú
me la has dado a ti Señor la torno, bendícelos e inúndalos de tu amor. Te entrego mi
situación laboral, los compañeros de trabajo, te ofrezco todo lo que soy y poseo, tú me lo
has dado, haz que vuelva a Ti. Todos los dones naturales y sobrenaturales que de Ti he
recibido, mi grupo de oración, mis heridas, mi his-toria, fracasos, experiencias, criterios,
errores. Dejo en tu seno todo lo que soy acógelo como una ofrenda agradable. Ya que no
puedo ofrecerte grandes cosas toma toda mi pobreza y transfórmala en un sacrificio
agradable a tus ojos. Y así, desde la pequeñez de lo que soy, hazme instrumento tuyo en
esta tarea de la intercesión. Abre mi ser para que pueda captar lo que deseas decirme
para el hermano, para ser mejor instrumento tuyo, para amarte y servirte más. AMÉN

Segunda Sesión: la acogida


en la oración de intercesión
Muchas veces se acercan a recibir oración de intercesión hermanos que han vivido
experiencias sufrientes. Suele ocurrir que frente a este tipo de vivencias la persona pone
un muro interior aislándose de los otros y evitando así ser dañado nuevamente. En este
sentido escuchamos expre-siones como las siguientes: «A mí esto no me va a volver a
pasar»; «hasta aquí hemos llegado». Ese muro interior suele llevar a la tristeza y a la
soledad. A veces incluso psicológi-camente la persona ha sido superada por una situación
sufriente concreta e inconscientemente ha creado resortes defensivos. El Señor lo
comprende todo y arropa y acoge todo eso, pero este proceso suele darse de la siguiente

54
56 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

manera: circunstancia sufriente- resorte defensivo-herida interna. Hemos de tener


cuidado con esto porque de una forma u otra a todos nos pasa. Pero el Señor no quiere
que nuestro corazón sea como una ciudad amurallada. Si hemos ido a Ávila o a Toledo
comprendemos lo que esto significa. Un casco histórico que queda aislado del resto.
Tengamos en cuenta que al aislarnos dejamos a los demás fuera de nosotros. Somos
seres abiertos al infinito y abiertos a los demás. Cuando nos encerramos en nuestras
heridas san-gramos aún más. ¿Cómo abrirnos? La acogida derrumba muchos muros y
abre grandes murallas. De ahí su impor-tancia en este ministerio de la intercesión.

Acoger es aceptar, entender, condescender. Si la persona que se acerca a recibir la


oración de intercesión percibe distancia y frialdad, los mecanismos defensivos aumenta-
rán y se harán más fuertes. Por el contrario si percibe un clima de acogida es muy
posible que se abra a la gracia de Dios. Escuché una vez a un hermano decir que llevaba
varios años en un grupo de oración carismático y sin embargo no había encontrado al
Señor hasta bastante des-pués. Y, entonces, le preguntaron: ¿Por qué seguiste yendo al
grupo? -Porque me sentí muy querido- respondió.

Efectivamente, somos así de simples; en el fondo, lo que más deseamos es que nos
quieran, sabernos valorados y queridos. ¡Cómo agradecemos encontrar hermanos
cálidos, sencillos y acogedores! Son en medio de esta sociedad fría e interesada un
verdadero viento fresco para las almas. Ciertamente Dios da a algunos este carisma de
forma muy especial, pero todos podemos ir trabajándonos en este sen-tido, limando
nuestras aristas, presentándonos suaves a los hermanos y no ásperos como una esterilla.
Los grupos de oración que tienen de forma especial este carisma suelen crecer y
permanecer vivos a lo largo de los años. La acogida es la puerta que prepara a los
corazones a recibir la gracia. Si esta puerta está cerrada muchos no podrán conocer al
Señor.

55
TERCER DÍA 57

La Iglesia es Madre y como tal debe acoger a todos los hom-bres sea cual sea su forma
de ser, vivir o pensar. Este abrazo universal de la Iglesia católica ha de ser la
característica de cada uno de sus hijos, abiertos hacia todos los hombres, acogiendo a
todos.

Partiendo de aquí podemos subrayar tres dimensiones de la acogida:

Dimensión eclesial. No acogemos solos a las personas en esta tarea, es la Iglesia quien
las acoge en nosotros. La Plaza del Vaticano está construida inspirándose en un gran
abrazo, el de la Iglesia a todos los hombres. La Iglesia es una gran familia. En una familia
uno no está solo, sus miembros se quieren y se apoyan entre sí y a pesar de sus fallos
bus-can la unidad y la comunión. En la Iglesia somos universa-les, tenemos nuestro sello
de pertenencia. En renovación somos Iglesia católica, universal, abierta a todos los hom-
bres, es más llamada a evangelizar y a proclamar el men-saje del Evangelio a todos los
hombres. Al acoger a una persona que va a recibir la oración de intercesión es muy
importante tener en cuenta esto. No es una acción en soli-tario, sino que es toda la Iglesia
la que acoge a esa persona.

Dimensión escatológica. Se trata de mirarnos hacia la eternidad. Cada acto, cada


acción nos están hablando de la belleza y hermosura de la casa eterna. Una imagen que
puede ilustrar esto es la del hogar, la casa. Cuando voy a mi casa, lo que pasa es que me
siento feliz, me descargo, me pongo otra ropa, estoy a gusto en mi casa, me relajo.
Enton-ces empieza a brotar esa actitud de confianza, tranquilidad. Cuando se viven estas
actitudes, el hermano, que viene car-gado de preocupaciones, se deja impregnar de todo
esto. Estas actitudes aparecen en Isaías, en el capítulo 2 referido a la casa del Padre. El
hombre arrastra lo que podemos denominar como un clamor original: el del venir del
Padre y desear volver a Él. Por el Bautismo el pecado original desa-parece, pero queda la
concupiscencia con algunas marcas

56
58 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

de ruptura respecto al deseo de volver al Padre. Nuestro origen y nuestro fin es el seno
del Padre y nuestro clamor original no cesará hasta que regresemos a Él. Mientras
albergamos sentimientos de desamor, abandono y lejanía. Todo ellos nos recuerda de
dónde venimos y hacia dónde vamos. Al acoger a los hermanos anticipamos esa casa
eterna que es el seno del Padre, hacemos sentir al hermano protección y confianza. El
profeta Isaías, al que hacíamos referencia anteriormente, expresa bellamente este deseo:
«Acudirán pueblos numerosos. Dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa del
Dios de Jacob”». Sí, herma-nos, al acogernos unos a otros subimos en familia hacia el
seno del Padre, protegiéndonos los unos a los otros, cui-dándonos, defendiéndonos hasta
el final de los tiempos. Porque «el monte del Señor» es la vida eterna y la «Casa del
Dios de Jacob» es el seno del Padre. Dicen que los soldados, al estar a punto de morir,
se acuerdan especialmente de su madre. Este regreso al seno materno es el regreso al
origen. La protección que se siente en el seno de la madre es la que añoramos durante
toda nuestra vida y la que deseamos alcanzar en el seno del Padre. De aquí brotan
sentimientos de alegría como los que expresa el salmo 122: «¡Qué alegría cuando me
dijeron: vamos a la Casa del Señor, ya están pisando nuestros pies tus umbrales,
Jerusalén!». Lo que propiciamos al acoger a los hermanos es el gozo y la ale-gría, la
libertad, porque podemos ser nosotros mismos, sin máscaras. Al acoger al hermano, le
estamos diciendo: «Somos tu familia, no te vamos a hacer daño, siente nuestro abrazo y
en él el de Dios».

La tercera dimensión es la caridad. La acogida es la puerta de la caridad, porque es


amar a la persona incondi-cionalmente, aceptarla sin barreras. Este aceptar no es tan
fácil, sea cual sea la circunstancia del hermano. En la aco-gida, decimos al hermano: «el
Señor te quiere a ti de forma personal y única, con un amor único e irrepetible». Si aco-
gemos a una persona le abrimos las puertas a la dimensión

57
TERCER DÍA 59

del amor. De esto se trata, de abrir puertas. Basta ya de cerrar puertas, abrimos la puerta
de la infinitud del amor en un corazón amurallado. Es hermoso cómo en toda la Biblia
hay una jaculatoria continua, la de la voz de Dios al hombre diciéndole: «Te amo». Esta
intuición acepta a un Dios que se abaja para elevar al hombre12. Nosotros, al acoger, no
nos abajamos, puesto que sólo Dios por ser Dios se abaja al hombre. Al acoger nos
dignificamos, poniendo a un lado nuestros egoísmos y abriendo paso a Dios en los
hermanos. Cuidado con pensar que somos una especie de élite reli-giosa. Somos los que,
como el Señor, estamos ahí para que el hermano sea acogido y elevado.

Una vez planteadas estas tres dimensiones nos surge una pregunta: ¿Cómo hemos de
acoger? Sólo mirando a Jesús podemos obtener una respuesta adecuada

Jesús sentía una tremenda pasión por el hombre. Se jugó la vida por defenderle y
acogerle fueran cuales fueran sus circunstancias. Lo podemos comprobar en el capítulo
19, 1-10 del evangelio de Lucas, en el relato de Zaqueo:

«Entró en Jericó y cruzaba la ciudad. Había un hombre lla-mado Zaqueo, que era jefe de publicanos y
rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, por-que era de pequeña
estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y
cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto, porque conviene que
hoy me quede yo en tu casa». Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo todos
murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador. Zaqueo, puesto en pie,
dijo al Señor: «Daré, Señor la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguien, le
devolveré cuatro veces más. Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, por-que también
éste es hijo de Abrahán, pues el Hijo del hom-bre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido».

12
Cf. Os 11, 3.

58
60 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Vamos a ir escudriñando el texto con esta perspectiva de la acogida. Jesús acoge a


Zaqueo desde el primer momento que se encuentra con él. Zaqueo iba con muchos
deseos de ver a Jesús. Había oído hablar de él y es obvio que su cora-zón estaba
insatisfecho con la vida que llevaba. Esto le hace subirse incluso a un árbol, en fin, todo
lo necesario para ver a Jesús. El Señor sabe de todos estos deseos de Zaqueo. Jesús
eleva la mirada hacia donde estaba subido el publi-cano. Este gesto lo es de acogida. Era
una mirada de acep-tación, de amor personal. Posiblemente, Zaqueo se sabía pecador.
Era señalado por sus compatriotas como un peca-dor público, un ladrón que se quedaba
con el dinero de los demás. Todo ello hacía que este gesto de Jesús, el de mirar a
Zaqueo, revistiera un sentido especial. Pero el mayor gesto de acogida de Jesús hacia
este personaje fue sin duda el deseo que le expresa de ir a comer a su casa13. En la
Biblia, la comida más sencilla es ya un gran gesto humano. Es una muestra de
hospitalidad. El gesto de «comer con» lo realiza Jesús con frecuencia. En este caso
manifiesta cómo en Cristo, el Reino de Dios se hace presente en aquella casa. Cuando
Zaqueo expresa la sinceridad de su conversión al querer dar lo que ha robado, aún más,
reparar el daño que ha causado, Jesús dice: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa». La
acogida incondicional de Jesús a Zaqueo posibi-lita el gran milagro de su conversión.
Fijémonos entonces en algunas de las características de la acogida. La acogida es
incondicional, expresa ternura, como la mirada de Jesús a Zaqueo, supone un amor de
predilección. Implica el ofreci-miento de la amistad y la cercanía. Jesús se hace
vulnerable

13 Con su presencia confiere Jesús a las comidas su pleno valor. Así come en casa de Lázaro (Lc
10,38-42). Recomienda la elección del último lugar (Lc 14, 7-11), da de comer a una multitud hambrienta
(Mt 14,15-21). En realidad, las comidas de Jesús anticipan el banquete final entendiendo el cielo como una
verdadera fiesta. También da sentido a

la Eucaristía entendida en este caso como banquete fraterno de comu-nión en el Cuerpo y en la Sangre de
Cristo. X. LÉON-DUFOUR, Vocabu-lario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1988, 172-173.

59
TERCER DÍA 61

por acercarse a Zaqueo de este modo. Fue por ello criticado y tenido por algunos como
un pecador. Pero Jesús muestra cómo estamos llamados a dejar nuestras barreras y a
acer-carnos a los demás, porque los hermanos nos enriquecen. Nosotros no hemos de
vivir encerrados, somos los que nos dejamos enriquecer por los que tenemos alrededor.
El que acoge siente, no que el otro es un enemigo que viene a hacerle sombra, sino un
miembro necesario en el cuerpo místico de Cristo.

Otro texto que nos puede ayudar a ver las características de la acogida al contemplar
a Jesús es el de la mujer adúltera:

«Mas Jesús se fue al monte de los Olivos. Pero de madru-gada se presentó otra vez en el Templo y
todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles Los escribas y fariseos le llevan
una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: “Maestro, esta mujer ha sido
sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres ¿Tú qué
dices?”. Esto lo decían para tentarle para tener de qué acu-sarle. Pero Jesús inclinándose se puso a
escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
«Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de nuevo
escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los
más vie-jos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le dijo:
“mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: “Nadie, Señor”. Jesús le dijo:
“Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más”», (Jn 8, 1-11).

Si prestamos atención a la escena, nos encontramos con el siguientes escenario. Jesús


a un lado, los fariseos, al otro, y la mujer en el medio. Jesús se acerca a la mujer.
Primero la acepta y la defiende, la perdona y la perfecciona. No se retira de ella ni la
considera marginal, sino necesitada de misericordia. Así la acogida es un proceso,
acercarse, acep-tar, escuchar, comprender, restaurar, una cosa implica a la

60
62 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

otra. Este proceso implica aceptar. ¿Qué significa aceptar? Aceptar no es fácil, porque las
situaciones vitales por las que pasan los hermanos son diversas, difíciles y hasta
escandalosas en algunos casos. Esto nos descoloca. Sin embargo, hemos de estar siempre
agarrados al Señor acep-tando cualquier tipo de situación. Aceptar no es estar de acuerdo
con lo que se ha hecho, sino recoger a la persona como tal. Esto es lo que hace Jesús con
la mujer adúltera. No hemos de asustarnos de nada, hemos de mantenernos siempre
firmes en el Señor. Antes de pensar en el hermano que va a recibir la intercesión, me
gustaría que pensarais cómo el Señor os ha acogido, cómo es la película de vuestra
historia y ver cómo os habéis sentido acogidos por el Señor, frente a una situación de
pecado fuerte. Seguramente habéis sentido la experiencia de la confesión, cómo el Señor
nos perdona una y otra vez. ¡Qué gran regalo es poder sen-tir, una y otra vez cómo el
Señor me acoge y me perdona! Tenemos que dejarnos impregnar de éstas actitudes de
Jesús para ser «otros Cristos» en medio del mundo. Pense-mos también en las muchas
veces que los hermanos me han acogido como soy. Me saldrá el agradecimiento también
hacia ellos si reconozco que también tengo mis manías, for-mas de ser no siempre
orientadas hacia el bien, pecados. En fin, todos de una forma u otra nos hacemos daño,
aun-que no lo queramos. Sin embargo, los hermanos nos acep-tan y acogen una y otra
vez. ¿Habremos de responder nosotros de otra forma que no sea acogiendo a los demás
tantas veces como Jesús quiera que lo hagamos?

Pidamos por tanto un corazón capaz de acoger a todos lejos de la frialdad, la


distancia. Pidamos un corazón mise-ricordioso, ancho, grande, magnánimo, abierto, que
siem-pre esté «en jornada de puertas abiertas».

Recordad aquellas palabras de Jesús con una tremenda fuerza profética en Lc 13,29:
«Y vendrán de Oriente y Occi-dente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el
Reino

61
TERCER DÍA 63

de Dios». ¿Quiénes son los que vienen? Hombres de todas las razas, tribus o naciones,
aquellos que no podremos pen-sar, ni saber, los que no nos imaginábamos. Muchos, los
que han acogido a Cristo como salvador. Porque en el Corazón de Nuestro Señor están
todos los hombres, los lejanos y los cercanos, los que le conocen y los que no. Porque el
Reino se construye de forma misteriosa y desconocida por noso-tros, pero crece a veces
con los instrumentos más impen-sables. Poco sabemos de cómo se extiende el Reino de
Dios, pero sí sabemos que crece y se expande. Esta acogida uni-versal intrínseca a la
Palabra es la que hemos de vivir y compartir nosotros asumiendo este impulso profético
de crecimiento del Reino. Como en Cristo están todos los hom-bres de toda la historia,
de todos los pueblos, así en Cristo Jesús han de estar los hombres en nosotros. Como el
calor del fuego del hogar enciende la chimenea y caldea la casa, así nosotros hemos de
expandir ese calor de acogida. Es el calor del ruah de Dios que se esparce por toda la
Historia, por todo el mundo, donde toda la persona encuentra su sitio en el seno de Dios.

ORACIÓN

Señor Jesús, vengo a implorar tu perdón, porque encuen-tro dentro de mí obstáculos


que me impiden acoger a los hermanos. Suelo poner prejuicios, etiquetas, visiones nega-
tivas que no están de acuerdo con tu proyecto de amor sobre mí. Necesito ser sanado de
mis heridas para poder participar de tu Corazón Infinito donde están todos los hombres y
mujeres del mundo, de todos los tiempos. Quita las murallas que me aíslan de los
hermanos, que me hacen sentirme triste. Abre de par en par las puertas de mi ser para
recibir a los hermanos con dulzura, para acogerlos con sinceridad, para sentir que son un
verdadero regalo para mí, para enriquecerme de lo que ellos son y enriquecerles yo
también a ellos. Quita de mí la frialdad, la distancia, la

62
64 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

aspereza; dame un corazón grande para amar, para luchar, para vivir abrazando en Ti a
todo hombre y mujer, para no juzgar, para aceptar las situaciones que aparecen sin
escan-dalizarme. Dame cercanía para con todos, agradecimiento al ver cómo Tú me
acoges una y otra vez a pesar de mis pecados. Dame un corazón dilatado, amplio, ancho
donde tengan cabida todos mis hermanos. AMÉN

63
CUARTO DÍA

Primera Sesión: la misericordia en la


oración de intercesión
En el corazón de las bienaventuranzas se encuentra la misericordia, clave
fundamental para comprender el camino de la restauración del hombre de hoy. A lo largo
de la historia de la Iglesia, cuando miramos hacia detrás y hacia delante, comprobamos
cómo el Señor prepara de forma espectacular a las personas para dar respuesta en un
momento concreto a situaciones concretas. Así, por ejemplo en el siglo IV-V, el Señor
preparó a San Agustín para dar res-puesta, entre otras cosas, a las herejías que
proliferaban en ese momento histórico. El Padre prepara a su Iglesia, el Espíritu va por
delante de los hombres y esto es admirable.

¿Qué tiene que ver esto con la misericordia? El hombre actual es un hombre roto,
desintegrado, desestructurado, carece de sustrato interno sobre el que construir una
socie-dad consistente. Este mundo materialista y consumista que sólo piensa en conseguir
el placer nos dispersa. Es el fruto de esta sociedad en la que estamos sumergidos y de la
que nosotros también somos partícipes y víctimas. Muchas generaciones ya van pasando
sin que nada les interese, sin que estén preparados para asumir los retos de sostener el
relevo generacional. Por supuesto que no pretendo con esto negar la gran cantidad de
personas que sí están centradas e integradas, que sin duda también las hay, sino
simplemente de proyectar una mirada general sobre la sociedad en la que vivimos
inmersos. Pero lo cierto es que nos encontramos a

64
66 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

muchas personas envueltas en la tristeza, el desaliento, sin rumbo. Entonces contemplas


la misericordia de Dios, com-prendes que está todo, sean cuales sean sus circunstancias,
en el corazón del Señor. El gran signo evangélico para nues-tro tiempo es el de la
misericordia. Esta bienaventuranza vuelve a capacitar al hombre para amar, tomando su
mise-ria, elevando, dignificando. Cristo se compadece de toda miseria humana porque la
misericordia va más allá del jui-cio y de la justicia humana. Un amigo me decía que se
había encontrado en la cárcel a un abogado conocido suyo. Sin embargo, se le encontró
hablando a los presos del Señor. «Me he dado cuenta -le dijo- que la justicia humana
vale para poco, ahora me dedico a hablar de la misericordia de Dios, porque esto es lo
que necesita el hombre de hoy.

Hermanos, debemos presentar al hombre actual el ros-tro misericordioso de Nuestro


Señor Jesucristo. Ya hay órdenes religiosas nuevas con la necesidad de reconstruir al
hombre de hoy mostrando la divina misericordia. En el Antiguo Testamento, puede
parecer que Dios castiga a su pueblo en determinadas ocasiones cuando no es fiel. Sin
embargo, al proyectar una mirada global en la historia de la salvación se descubre cómo
Dios persigue la conversión del pueblo y no su destrucción. La alianza sellada por Moi-
sés sigue adelante a pesar del pecado. Porque todo lo que Dios promete se cumple.
Incluso el Rey David que cometió asesinato y adulterio aparece arrepentido y perdonado
por Dios. Ni siquiera aparece, a lo largo del Antiguo Testamento, por ello minusvalorado,
sino más bien al contrario. El arre-pentimiento verdadero le llevó a restaurar todo lo que
por su culpa había perdido. Recordemos el salmo 51,1 puesto en boca de David: «Piedad
de mí, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo
de mi culpa, purifícame de mi pecado». La misericordia nos restaura desde lo más
profundo de nuestro ser. ¿Creo que me restaura hasta ese punto? ¡Qué importante es
esto para un intercesor! Hay muchas personas que vienen a recibir

65
CUARTO DÍA 67

oración y están muy destruidas. Las situaciones de pecado les han llevado a desanimarse,
a no creer que son valiosas, a tener un fuerte sentimiento de culpa tanto como para no
creer en el amor. Se dicen a sí mismos que no pueden ser perdonados. Pero no es así,
Dios lo puede todo, ha tomado sobre sus hombros nuestro pecado y nos ha liberado.
Dios en su infinita misericordia puede restaurar a la persona hasta devolverla todo lo que
ha perdido por su pecado, res-taurando toda herida, culpa, sentimientos de derrota, situa-
ciones humanamente insalvables. Puede restaurar a un alcohólico o a un drogadicto, a
una persona que ha sido cap-tado por una secta incluso satánica, puede recuperar más
aún de lo que antes éramos, así es el don de Dios, sobrea-bundante, eterno, infinito. Así
es su medida, colmada, reme-cida, rebosante.

Una de las parábolas que mejor nos expresa la miseri-cordia de Dios Padre es la del
Hijo pródigo. Vamos a leer una vez más este texto:

«Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo al padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que
me corres-ponde”. Y él les repartió la hacienda. Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se
marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando se lo había
gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país y comenzó a pasar necesidad. Entonces
fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar
puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos pues nadie le daba
nada. Y entrando en sí mismo dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia,
mientras que yo aquí me muero de hambre!. Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “Padre pequé
con-tra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.
Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos le vio su padre y conmovido corrió, se
echó a su cuello y le besó efu-sivamente. El hijo le dijo: Padre, pequé contra el cielo y

66
68 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

ante ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Pero el Padre dijo a sus siervos:
“Daos prisa, traed el mejor vestido y ves-tidle, ponedle un anillo en la mano y
unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y cele-
bremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se
había perdido y ha sido hallado”. Y comenzaron la fiesta» (Lc 15, 11-24)

Vamos a fijarnos en el rostro misericordioso del Padre, porque en este capítulo 15 del
evangelio de Lucas nos encontramos el rostro del Padre, la entraña del Padre, como
entraña de misericordia. La primera característica que aflora en la parábola respecto a la
misericordia es la gra-tuidad. El Padre entrega antes de morir la herencia a sus hijos. Así
es el Padre Dios con nosotros, nos entrega todo, se entrega Él en su Hijo único
Jesucristo. Esta totalidad de la donación que sólo puede hacer Dios supone una
reparación respecto al déficit que nos viene por causa del pecado. Nos cuesta mucho
creer en esta gratuidad de Dios. ¡Cuánto le cuesta creer en ella especialmente al hombre
herido! Pen-samos que Dios nos va a pedir cuentas, pero Dios no actúa como nosotros
los hombres. No podemos proyectar lo que nosotros somos en el ser de Dios. Dios es
gratuidad y la gra-tuidad es un rasgo de la misericordia. Según el hijo se va alejando del
Padre, y se va dando cuenta de lo que ha per-dido, el Padre no le dice: «Ya te lo dije,
llevaba razón». Por-que otro rasgo de la misericordia de Dios es el perdón incondicional,
sin llevar cuentas de nada. Lo importante para el Padre es que su hijo querido ha vuelto a
casa. Sabiéndonos perdonados de esta manera, la culpa no nos tortura, simplemente la
dejamos en el Padre y eso es pro-fundamente liberador. Sentir el perdón de Dios nos
lleva al arrepentimiento, al dolor por lo que hemos hecho, pero un dolor desde el amor.
Nos hace mirar al Padre y no a nuestro pecado. La parábola del Hijo pródigo, además,
está llena de signos que nos hacen entender qué es la misericordia. El gran signo de la
parábola es el abrazo del Padre. Sentirnos

67
CUARTO DÍA 69

abrazados por Dios Padre significa sabernos reparados de tanto desamor como nos ha
hecho sufrir el pecado. El pecado nos lleva por caminos de desolación. Buscamos lla-mar
la atención de los otros a veces infringiéndoles daño y acumulamos mucho desamor. Esta
es la gran herida del hombre actual, su sed de amor nunca saciada y agrandada por su
búsqueda fuera de Dios. Otra de las características de la misericordia del Padre es que se
conmueve. Dios se con-mueve por sus hijos, no le somos indiferentes. Otra gran herida
del hombre de hoy es la frialdad que ha padecido. El pecado forma un corazón duro, de
piedra, incapaz de pen-sar en los demás, de darse a los otros. Esta dureza de cora-zón es
reparada por la conmoción de Dios. El corazón de Nuestro Señor se conmueve ante el
sufrimiento del hom-bre y repara su frialdad derramando sobre él lágrimas repa-radoras.
Porque nada hay en el hombre que no esté impreso en el Corazón de Dios Padre.

Junto a la parábola del Hijo pródigo encontramos tam-bién la imagen del Buen Pastor
que recoge el evangelio de Juan: «Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas y las mías
me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por
las ovejas» (Jn 10, 14-15). Esta imagen con un contenido claramente pascual nos
recuerda la Pasión de Jesús. Jesús nos cuida como un pastor a su rebaño. El pastor coge
en sus hombres a la oveja y se la echa encima. Mi abuelo era pastor. Recuerdo esa
imagen cuando nos llevaba fuera del pueblo con las ovejas. Mientras él vigi-laba al
rebaño mi primo y yo nos escondíamos en el trigo. Él guardaba a las ovejas, por una
parte; por otra, nos miraba a nosotros. La oveja es un animal muy vulnerable, pero a la
vez puede dar mucha lana y mucha leche y necesita ser pas-toreada. Nosotros somos
como las ovejas, necesitamos los pastos del gran pastor que es Jesús. Somos cogidos por
Jesús que es el Buen pastor y en él protegidos, cuidados y amados. Porque «el Señor es
mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes

68
70 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

tranquilas y repara mis fuerzas» (Sal 23, 1-2). La miseri-cordia de Dios genera en
nosotros un sentimiento de pro-tección y seguridad que restaura las heridas propias del
pecado como el sentimiento de indefensión y abandono.

¿Cómo orar como intercesores por aquellas personas que vienen muy vapuleadas por
el mundo? La imagen ante-rior nos da la respuesta: desde la Cruz de Nuestro Señor
Jesucristo.

ORACIÓN

Cristo Crucificado que has dado la vida por mí, me pos-tro a los pies de tu Cruz
abrazándote.

Por las heridas de tus muñecas donde han sido clavados mis pecados, lléname de tu
misericordia, Tú que has tomado todo el daño que me he hecho a mí y a los herma-nos
tomándolo para ti. Señor mío, arrastro desamor. Me siento abandonado y perdido, triste
y agobiado. Me parece que no encontraré sosiego o descanso. Vuelvo a Ti Jesús porque
no hay felicidad verdadera fuera de Ti. Ya que Tú no puedes abrazarme porque tus
brazos están clavados en la Cruz, deja que yo te abrace y te contemple herido y humi-
llado por mí. Porque Tú te has conmovido frente a mi pecado, porque Tú no eres
indiferente sino que te has hecho hombre por mí.

Por la herida de tu costado abierto donde están metidos todos los hombres de todos
los tiempos, la Humanidad entera, hacia quienes Tú destilas a borbotones tu sangre
bendita como un canal de gracias y bendiciones, lléname de tu misericordia. Creo en el
poder de tu sangre, Jesús, en tu poder sanador, liberador y redentor.

Por la herida de tus pies abiertos donde está el cansan-cio de tantos hombres que no
te conocen y que te buscan, lléname de tu misericordia.

69
CUARTO DÍA 71

Atrae hacia Ti a la Humanidad entera para que pueda contemplarte traspasado, para
que encuentren, al mirar tu rostro, la misericordia reparadora que restaure las heridas de
sus pecados. AMÉN

Segunda Sesión: la consolación en la


oración de intercesión
Este tema tiene una gran enjundia. La experiencia de la consolación y la desolación
viene recogida en las Bien-aventuranzas: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos
serán consolados» (Mt 5, 5). ¿Por qué son bienaven-turados los que lloran? y ¿por qué
lloran? ¿Qué sentido tiene esta bienaventuranza?

Si indagamos en la Escritura, el profeta Isaías en el capí-tulo 40, 1-2 nos dice lo


siguiente: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de
Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su servidumbre, que ha satisfecho por
su culpa, pues ha recibido de mano de Yahvé castigo doble por todos sus pecados». El
profeta anuncia que Dios consuela a su pueblo. Israel necesitaba ser consolado. Al ser
conquistado sucesivamente por los distintos imperios, había sufrido las heridas de la
tristeza, tal como se recoge en El libro de las Lamentaciones. La tristeza lleva a la
desesperanza. Pero Dios no abandona a su pueblo desgarrado en medio de las
consecuencias de sus pecados. La profecía de Isaías en realidad apunta a la consolación
que viene de Jesús. En la plenitud de los tiempos, el Hijo se hace carne por amor a los
hombres. En realidad, esta profecía puede ser leída como el mandato del Padre de
consolar a Jesús. Luego se puede entender una triple perspectiva en este tema de la
consolación sobre la que se va a desarrollar la enseñanza. En primer lugar, se trata de ir
viendo qué tipo de desconsuelo sufrió Jesús tal como aparece en los evangelios.

70
72 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

En segundo lugar, quién consolaba a Jesús y cómo era con-solado. En tercer lugar,
contemplaremos cómo consolaba Jesús y, por tanto, cómo nos consuela.

Así pedimos la gracia al Espíritu de adentrarnos, en la medida que nos lo conceda, en


los sentimientos de nuestro Señor. De esta manera, por ejemplo en el capítulo 6 de Juan
aparece cómo muchos se acercan a Jesús para ver los mila-gros. Pero Nuestro Señor
habla de que Él es el pan de vida: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo, si uno come de
este pan, vivirá para siempre y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del
mundo» (Jn 6, 51). A partir de ese momento, muchos dejaron de seguir a Jesús: «Desde
entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6, 66).
Miremos el evangelio observando cómo serían los sentimientos de Jesús, pidiéndole la
gracia de poder compartirlos. ¿Cómo se sentiría Jesús? Desde entonces muchos de sus
discípulos se retiraron, ya no le seguirían. Esos hombres no sentirían el gozo de su
salvación. Éste es el drama: el del amor que no es amado. ¡Qué gran fuerza dramática
tiene este versículo! «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron (se refiere al Verbo)»
(Jn 1,11). Humana-mente hablando su misión había fracasado. En diversos lugares de los
evangelios aparece el desconsuelo de Jesús. Jesús llora. Nosotros nos lamentamos
continuamente, pero Jesús clama en medio del llanto por otras razones. ¿Por qué llora
Jesús?

Hay momentos en los que el corazón de Jesús se abre: «¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti
Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hechos los milagros que se han hecho
en vosotras, tiempo ha que, sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido» (Lc 10,
13). Esta queja es debida al dolor por la dureza de corazón de esas ciudades en las que
se ha derramado la gracia. El dolor de su corazón es el dolor por aquellas ciudades. El
dolor de su corazón, ¿es la causa de nuestro llanto? ¿Lloramos por aquellos que rechazan
a

71
CUARTO DÍA 73

Jesús sintiendo así su desconsuelo? ¿Lloramos porque los hombres no conocen al


Amado?¿Lloramos por el sufri-miento de los otros? Porque si lloramos por los hermanos
lloramos con Cristo, por aquellas situaciones internas que llevan a la tristeza como la
experiencia de oscuridad inte-rior, la de no ver salidas. Por ejemplo, una madre que ha
perdido a su hijo, u otras situaciones concretas. Recuerdo a una niña, de la que no he
podido olvidar su rostro, que cuando llegaba a la clase solía ir con la cabeza agachada.
Sus padres había muerto en un atentado terrorista, muchas veces «me podía» la tristeza
de su rostro. Pero cada una de esas situaciones es tomada por el Señor. En Getsemaní
con-templamos cómo el Hijo del hombre está sumido en la desolación. Recordemos el
texto de Lc 22, 39-46:

«Salió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos; los discípulos le


siguieron. Llegado al lugar les dijo: “Pedid que no caigáis en tentación”.

Se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodi-llas oraba diciendo: “Padre, si quieres,
aparta de mí esta copa, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Entonces se le apareció un ángel
venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo
como gotas espesas de sangre que caían en tierra.

Levantándose de la oración, vino donde los discípulos y los encontró dormidos


por la tristeza y les dijo: ¿Cómo es que estáis dormidos? Levantaos y orad para
que no caigáis en tentación».

Jesús asume el llanto de los que no pueden llorar, de los que no pueden por su estado
de desolación ni expresar su dolor con lágrimas reparadoras. Jesús carga con todo blo-
queo humano tomando sobre sus hombres el llanto de todo hombre. Pongámonos en
situaciones concretas, de aquellos que han perdido a un familiar y no lloran, de aquellos
que han sufrido humillación. Pero el llanto nos hace vulnera-bles, nos abre de par en par.
Jesús toma todo esto. ¡Con-templemos las lágrimas de Jesús! Ante la muerte de Lázaro,

72
74 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

el evangelista nos dice que Jesús lloró (Jn 11, 35) ¿Qué sig-nifican esas lágrimas? El amor
por su amigo Lázaro, el amor por el Pueblo de Israel que de alguna manera queda expre-
sado en Lázaro, el amor por la Iglesia como Nuevo Pueblo de Dios, por sus pecados.
¿Qué pueden conseguir las lágri-mas?

Las lágrimas corren por las mejillas que han sufrido libe-rando y reparando. Así
fueron las lágrimas de San Agustín que, sumido en medio de la pérdida del sentido de la
vida, derramó lágrimas al leer el Nuevo Testamento. Las lágri-mas reparadoras en las
lágrimas de nuestro Señor rompen, desbloquean, sanan, corren al unísono con el
manantial del agua que mana del costado de Jesús en la Cruz. En la inter-cesión, muchas
veces los hermanos que la reciben lloran y así el Señor actúa reparándonos. Por ello,
aquellos que llo-ran de una forma u otra son bienaventurados, porque las lágrimas les
capacitan para acoger el Reino. Los que llora-mos reconocemos nuestra vulnerabilidad,
aquella que es asumida en la Humanidad de Nuestro Señor Jesús. Ser vul-nerables
implica arrepentirse, comprender la necesidad de ser perdonados, manifestar al fin y al
cabo lo que llevamos dentro y por ello quedamos abiertos, reconociendo nues-tras
heridas sobre las que se derraman esas lágrimas que escuecen y curan, lágrimas
purificadoras. Los que no lloran no quieren manifestar su interior. Las lágrimas de Jesús
son consoladoras, sus lágrimas nos consuelan.

Pero ¿quién consolaba a Jesús? En María encontraba consuelo. Nos lleva a un


cúmulo de sugerencias la presen-cia de María durante la Pasión. ¿Cómo viviría María
esos momentos? Recordaría escenas de la infancia de Jesús, desearía abrazarlo, acogerlo,
consolarlo. Pero solo su pre-sencia fue consoladora porque no se miró a ella misma sino
a su Hijo, ajusticiado como un malhechor. Por ello su pre-sencia es tan especial por
quién es su Hijo y por cómo fue su muerte. Más tarde aparece de forma silenciosa,
consolando

73
CUARTO DÍA 75

a los apóstoles en medio de su desolación. En medio de nuestra desolación miremos a


María, su fortaleza, su forma de consolar a Jesús con su presencia significativa y silen-
ciosa. Así hemos de consolar a Jesús mirándole a Él conti-nuamente. Por ello hemos de
consolar pidiendo esa fortaleza frente al desconsuelo. La amistad fue otro con-suelo que
recibió Jesús. La amistad es fiel y gratuita, se des-borda en sus manifestaciones tal como
se expresa en la unción de Betania: «Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania,
donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Le dieron allí
una cena. Marta servía, y Lázaro era de los que estaban con Él a la mesa. Entonces
María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y
los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12, 1-3). A aquella
mujer no le importaba lo que dijeran, sim-plemente miró a Jesús, consoló a Jesús. Se
sintió amada por Jesús y quiso expresar su agradecimiento. Esa mujer se pone a consolar
a Jesús, le seca con sus cabellos. La simbo-logía del relato es muy fuerte. La imagen del
matrimonio anticipada por Juan al inicio de su evangelio con las bodas de Caná sigue
estando latente. En este caso se expresa ese amor que lleva a la persona a la Pasión y a la
entrega. Por otra parte, está también el perfume, como aquello que, aun-que no se ve,
impregna y deja a los otros llenos del olor, en este caso, el de Cristo. Aquella mujer
consuela a Jesús con su vida entregada, derramada y esparcida. Así consolamos a los
hermanos en Cristo, entregándonos a ellos, rompiéndo-nos por ellos como el perfume,
con la entrega de toda una vida a Jesús.

Un tercer aspecto de la experiencia de la consolación y la desolación es cómo


consuela Jesús. Es característico cómo une el evangelista las experiencias de desconsuelo
con la resurrección. La palabra desconsuelo aparece específica-mente en algunas escenas
de los evangelios. La primera es

74
76 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

la de Marta y María. Jesús les consuela con la resurrección. Hay otra escena donde
aparece ese desconsuelo ante el cual Jesús se conmueve y consuela resucitando al hijo de
la viuda de Naín: «Cuando se acercaba a la puerta de la ciu-dad sacaban a enterrar a un
muerto, hijo único de su madre, viuda; la acompañaba mucha gente de la ciudad. Al
verla el Señor, tuvo compasión de ella y le dijo: -No llores-. Y acer-cándose tocó el
féretro, los que lo llevaban se detuvieron y Él dijo: “Joven, a ti te digo, levántate”. El
muerto se incor-poró y se puso a hablar, y Él se lo dió a su madre» (Lc 7, 12-15). El
evangelista hace hincapié especialmente en el dramatismo de aquella situación. Era el hijo
único de una mujer viuda. Aquella mujer se quedaría en la mayor deso-lación al perder
aquello que le quedaba: su hijo. Pero Jesús se compadece de ella dándola a su hijo,
resucitándolo. Los relatos de las apariciones lo son ante todo de consuelo. María
Magdalena llora porque no encuentra a Jesús. Apa-rece el llanto como manifestación de
los que sienten la ausencia de Cristo y por otra parte la alegría al haberlo encontrado. Le
preguntan: «¿Por qué lloras mujer?» (Jn 20, 13). Frente al llanto por la ausencia de
Cristo, la alegría por la presencia de Cristo Resucitado. Llorar, lloras, llorando, gerundio,
o pretérito imperfecto, llorando permanece a lo largo del tiempo, lloraba continuamente,
decía todas estas cosas con gemidos, con lágrimas en medio de las palabras
entrecortadas, «¿donde habéis puesto al Señor?» Por fin, Jesús llama por su nombre a
María y lo único que se le ocu-rrió fue agarrarse a los pies del Señor. Éste es nuestro
mayor consuelo frente a cualquier situación personal, o familiar, o social, agarrarnos a los
pies de Cristo. La res-puesta frente a la tristeza es la conciencia de que Cristo está vivo y
ha resucitado y esto nos da ese consuelo profundo que no ceja. Así también hemos de
orar por aquellos her-manos que llegan para recibir oración en medio del des-consuelo.
Cuando aparecen estas experiencias en la oración de intercesión, hemos de presentar el
consuelo de Cristo

75
CUARTO DÍA 77

resucitado, no hay otro. Él está vivo y ha cargado con tu experiencia de desconsuelo.


Jesús toma toda la tristeza de los hombres, por eso sólo Dios puede dar ese consuelo que
está en lo profundo del ser, porque vive contigo esa expe-riencia. El verdadero
desconsuelo es aquel que se da en los corazones que no han conocido a Cristo, aquí
estriba la más honda soledad. En realidad, Cristo lo ha tomado todo sobre sí más allá de
todo desconsuelo.

Creo que ésta es la línea para acoger este tipo de expe-riencias que nos traen los
hermanos. Aún hay más, en Jn 14,1 el evangelista relata a Quién nos deja Jesús para ser
consolados. El Señor habla a los discípulos diciéndoles que se va a marchar y se quedan
acobardados, desconsolados. Están escuchando estas palabras de Jesús y esto les
produce tristeza, y una gran experiencia de soledad, de desespe-ranza, de desconsuelo.
Por eso les dice: «No se turbe vues-tro corazón». Los discípulos entran en tristeza, ésta
es una experiencia turbadora, de soledad, de hermetismo de deses-peranza. El consuelo
que les da es el Espíritu Santo. La voluntad de Cristo ha sido enviarnos a su Espíritu que
nos consuela como una ráfaga de viento que enjuga y refresca.

Vamos a hacer una oración invocando el consuelo del Espíritu Santo en el hermano.
Primero por cada uno de noso-tros, después sobre el hombro de nuestro hermano, des-
pués por el mundo, porque son muchas las heridas que nos deja la tristeza. Alcemos
nuestro clamor como pueblo, con una sola voz pidiendo este consuelo del Espíritu para
que penetre en nosotros reparándonos de la soledad y del llanto.

ORACIÓN

Ven Espíritu Santo consolador, hoy te presento toda mi vida, mi historia, mi


existencia, Tú estabas ahí frente a esa situación de desesperanza, frente a mi idea de
suicidio,

76
78 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

cuando no encontraba sentido, cuando perdí a ese familiar, cuando sentí el desprecio de
la gente, cuando sentí, cuando estaba encerrado, sin comunicación con mis padres,
cuando me sentí inferior a los otros, indigno de ser amado, cuando me abandonaron,
pero Tú estabas conmigo. Concédeme el don de las lágrimas que fluyan por mí como un
torrente sanador que me conduzca a la vida eterna. AMÉN

77
QUINTO DÍA
El poder de la fe en la oración de
intercesión
Sabemos que las virtudes son hábitos infundidos por Dios en las potencias del alma
para disponerlas a obrar. Estas virtudes pueden ser teologales o morales. Las prime-ras
son la fe, esperanza y caridad. Las segundas son pru-dencia, justicia, fortaleza y
templanza. Las teologales nos ordenan directa e inmediatamente a Dios, las morales no
tienen por objeto inmediato al mismo Dios, sino al bien que lleva a la persona a Dios.

Hoy tratamos el tema de la fe, aunque no tanto como vir-tud sino como don
carismático. ¿Qué es la fe y qué impor-tancia tiene en la oración de intercesión? De lo
que se trata en un intercesor es que esté tan agarrado a la fe que tenga la conciencia de la
presencia del Señor, la certeza de que, por lo tanto, su acción se está produciendo en el
hermano. Ir viendo este tipo de actitudes nos puede ayudar muchí-simo. Hay situaciones
humanamente imposibles de solu-cionar y ahí está la fe, la que alcanza el milagro y hace
que lo imposible para los hombres sea posible para Dios y se realice. Puesto que Dios es
rico en misericordia, se puede producir un milagro en una persona aunque no tenga fe,
pero es posible que hayan pedido por ella de una forma u otra muchas personas para que
se produzca dicho milagro. En el fondo, es la fe de la Iglesia la que está en el cimiento
del milagro. Así constatamos que hay una estrecha relación

78
80 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

entre la fe del hombre y la manifestación del poder de Dios. Nosotros como instrumentos
hemos de disponernos de la mejor manera posible para que Dios actúe en nosotros y,
desde luego, la mejor forma de disponernos es la de tener fe. En realidad la fuerza de la
acción de Dios en mí no va a depender de cómo soy, sino sobre todo va a depender de
cómo me dispongo al paso de su gracia desde la docilidad, dejándome mover por el
Señor. Un bolígrafo que se niega a moverse según el impulso producido por la mano, no
puede ser un buen instrumento. Lo importante es que seamos dóciles, que en las manos
de Dios escribamos sus palabras. Esto es lo que pretenden estas charlas, disponernos
para que el Señor nos haga mejores instrumentos. Aquí lo que cuenta en un instrumento
es que lo sea. Un instrumento lo es cuando cree con certeza, cuando su vida va al
unísono de la vida de Jesús. Somos responsables de dejar actuar a Dios en nosotros
porque de ello depende la gracia que se vehi-cule a través nuestro y, por tanto, el bien
que el Señor rea-lice. Somos instrumentos de lo que para el mundo es imposible porque
somos instrumentos de Dios. Lo posible es humano, nosotros somos instrumentos del
poder de Dios y por ello se manifiesta su fuerza y su poder.

En el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos aparecen algu-nas de las características de


la fe. En este capítulo el autor hace una especie de himno de la fe con el fin de presentar
lo que es. El texto es largo, pero me voy a ir fijando en algu-nos aspectos y los vamos a
ir aplicando a ese ser mejores instrumentos en las manos de Dios. Dice el texto en el ver-
sículo 1 que la fe «es garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve». La fe
es una certeza interior impresio-nante, cuando digo «lo creo» no quiero decir que me
parece. No es ése el sentido; esto expresa una gran inseguridad. Cuando dices «creo»
tienes una convicción profunda de todo tu ser y toda tu persona de que es verdad aquello
que expresas, constituyendo una realidad fundamental no sólo para ti sino en sí. Ésta es
la convicción de los hijos de Dios.

79
QUINTO DÍA 81

Cuando oramos, comprendemos que la acción de Dios se está produciendo.

En el versículo 4 aparece otra característica que cabe resaltar sobre la fe: «por fe
ofreció Abel un sacrificio mejor que el de Caín, por ella fue declarado justo con la
aproba-ción que dio Dios a sus ofrendas, y por ella, aunque muerto, sigue hablando». La
fe es, según la luz que nos muestra el texto, un ofrecimiento, una verdadera oblación.
Ofrecer es elevar; tú lo que haces en el fondo como instrumento no es a «ver qué hago
yo» con la situación que me expresa la per-sona, sino que simplemente la presento al
Señor en fe. El ofrecer es oblativo, el intercesor continuamente está ofre-ciendo y
ofreciéndose. Ofrecer es entregar, desprenderse; ofrecer es presentar, elevar. Esto es la
fe, una fe operativa en el momento en el que estamos haciendo esta oración de
intercesión. Al elevar a Dios a los hermanos, se los presen-tamos en la certeza de la fe de
que van a ser tomados por el Señor.

Vamos a ir hilando las características según aparecen en el texto. Si continuamos esta


línea que nos ofrece la Carta a los Hebreos, en el versículo 7 dice: «Por la fe Noé,
advertido sobre lo que aún no se veía, con religioso temor construyó un arca para salvar
a su familia; por la fe, condenó al mundo y llegó a ser heredero de la justicia». La fe es
un dinamismo, es un movimiento de salida de uno hacia Dios. El interce-sor retoma la
carga del hermano y realiza en fe este movi-miento de salida para que la persona salga de
sí y llegue a Dios. Es un dinamismo interior. Los hermanos que nos piden oración suelen
venir muy agarrados a sus egoísmos, de tal manera que éstos están anquilosados en el
hermano. El intercesor propicia un movimiento de desprendimiento hacia Dios.

En el versículo 8 expresa cómo era la fe de Abraham: «Por la fe, Abrahán, al ser


llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió
sin

80
82 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

saber a dónde iba». La fe de Abraham se caracteriza por una palabra: obedeció. Ésta es
la característica que subraya la Constitución Dogmática Dei Verbum en el Concilio
Vaticano II, en el punto cinco, retomando lo que ya nos dice el Con-cilio Vaticano I:
«Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (cf. Rom 16,26, comp.
con Rom 1,5; 2 Cor 10,5-6). Por la fe, el hombre se entrega entera y libre-mente a Dios,
le ofrece el homenaje total de su entendi-miento y voluntad, asintiendo libremente a lo
que Dios revela» El intercesor obedece a los hermanos que han sido elegidos para
discernir y obedece las mociones del Señor. El intercesor lo que nunca puede hacer es
exigir a Dios que le de la moción que quiera, en el momento que el hombre desee.
Cuando esta actitud está, es muy posible que lo que parezca sentir para esa persona no
sea de Dios; en el fondo queremos una respuesta concreta, seguridad. Vemos la glo-ria de
Dios cuando rendimos todo nuestro ser al Señor. Es entonces cuando sentimos esta
llamada del Padre a cada hombre. Es la fe de Abraham, aquel hombre que sale de su
tierra y va hacia donde Dios le indica. La fe no trata tanto de entender como de
obedecer. Aquí estriba la eficacia de los carismas, cuando irrumpen en nosotros, son
expresados adecuadamente al encontrar una fe obediente. Esta fe pro-picia lo imposible.
Así Sara recibió el vigor juvenil que la hizo quedarse embarazada siendo una mujer
mayor, a quien se le había pasado la edad de tener hijos. El vigor es una de las
características de los hombres de fe. Es curioso qué idea más falsa tienen los hombres no
creyentes res-pecto a lo que implica tener fe. Vienen a decirte que es el consuelo de los
débiles, cuando la fe es vigor. Como el varón fecunda a la mujer con su vigor, así somos
fecundos por la fe. Al interceder, lo hacemos con este impulso vital, porque así es Dios,
poderoso. Humildes, sí, pero fuertes a la vez en el Señor, débiles, sí, y con necesidad de
ser consolados, pero potentes por la fe en el Hijo de Dios, porque la fe es la fuerza y el
poder de nosotros, los débiles. Así pues, el intercesor queda revestido por el poder de
Dios.

81
QUINTO DÍA 83

En el versículo 24 dice: «Por la fe, Moisés, ya adulto, rehusó ser llamado hijo de la
hija del Faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios a disfrutar el efímero
goce del pecado». La fe le lleva a Moisés a renunciar a todo. Renuncia a lo anterior para
adentrarse en el Dios misterio.

No olvidemos esto. La fe es una llave. Esta imagen nos puede ayudar, es una llave
que abre la puerta a través de la cual aparece el Infinito. Es la llave que el Señor te da
para abrir el corazón del hermano; por fe los corazones se nos abren para que se rindan
al Señor. Hay otra imagen que puede ayudar: la fe es una luz inmensa, luz que nos sobre-
pasa, luz que nos ciega como la luz del sol, que es tan grande esta luz que debemos
caminar como el ciego, en la con-fianza. Vamos en la confianza en el Señor, en esa
confianza intercedemos y no nos cabe duda de su acción.

El hombre está formado por el cuerpo que establece las relaciones con los demás.
También por el alma. El alma tiene partes, una parte más exterior y otra interior, o el cen-
tro. Éste se identifica con el espíritu, parte del alma que conecta íntimamente con Dios.
Todos los hombres tienen el centro y en el centro está Dios. Por la fe accedemos al cen-
tro, a Dios que está morando en el hermano. Entonces aquí hemos de postrarnos ante el
Señor comprendiendo que estamos pisando terreno sagrado.

Hay otros textos que nos pueden iluminar qué significa el poder de la fe, como el de
la cananea en Mt 15, 21-28

«Saliendo de allí Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón. En esto, una mujer cananea, que
había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: “¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija
está malamente endemo-niada”. Pero él no le respondió palabra. Sus discípulos, acercándose, le
rogaban: “Despídela, que viene gritando detrás de nosotros”. Respondió él: “No he sido enviado más
que a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Ella, no obs-tante, vino a postrarse ante él y le dijo:
“¡Señor, socórreme!

82
84 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Él respondió: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”.
“Sí Señor -repuso ella- pero tam-bién los perritos comen de las migajas que
caen de la mesa de sus amos”. Entonces Jesús le respondió: “Mujer, grande es
tu fe, que te suceda como deseas” Y desde aquel momento quedó curada su
hija.

¿Qué tenía la fe de esta mujer que saca de los labios de Jesús un piropo
extraordinario? Parece como si el Señor fuera poniendo a la fe de esta mujer obstáculos.
Pero ella no parece importarle lo que digan. Grita al Señor para que la escuche. El Señor
no contestaba palabra. ¡Cómo prueba a esta mujer! El Señor sigue sin contestar y ella
continúa gri-tando sin desanimarse, al contario, insiste con creatividad. Entonces los
discípulos le dicen que la despida considerán-dola una molestia. Y el Señor parece decir
«no» a la petición de la mujer cananea. Era una extranjera. Así el Señor nos acrisola, nos
purifica, parece que no nos hace caso, pero ya lo creo que nos oye. Ella muestra una
humildad y una con-fianza en Jesús inquebrantables. ¿En quién podemos encon-trar una
fe grande? Señor, sí soy un perrillo que puedo hacer si tú quieres alimentarme de las
migajas. Esta fe alcanza el milagro porque es humilde, insistente, confiada, perseve-rante.
¡Aquí se manifiesta el poder de la fe! Esas madres que oran por la conversión de sus
hijos y que, a pesar de no ver signos de conversión, siguen, y siguen y siguen orando
como Santa Mónica lo hizo por San Agustín. ¿Qué piensas, que es imposible que se
realice en tu vida? Pero nada es imposible para Dios, lo importante es buscar su
voluntad.

Hay otro pasaje en este sentido que es el del centurión, cuya fe también merece una
alabanza por parte del Señor. Encontramos el pasaje en Mt 8, 5-10:

«Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: “Señor, mi criado yace en casa
paralítico con terri-bles sufrimientos”. Dícele Jesús: “Yo iré a curarle”. Replicó el centurión: “Señor,
no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará

83
QUINTO DÍA 85

sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo sol-dados a mis órdenes, y digo a éste: “Vete
y va y a otro ven y viene, y a mi siervo: Haz esto y lo hace”. Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo
a los que le seguían: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande”»

La fe del centurión no tiene límites, no encuentra difi-cultades para creer que su


siervo podía curarse aunque estuviera Jesús lejos de él. Reconoce el señorío de Jesús
sobre todo lo creado. A veces, nosotros pensamos que la sanación se da por la cercanía
con la persona, pero el poder de Dios se manifiesta más allá del espacio y del tiempo. Es
el poder de la oración y de la fe. El Señor puede actuar cuando y como lo desee.

En el capítulo 9 del evangelio según San Juan encontra-mos el relato del ciego de
nacimiento. Cuando Jesús realiza el milagro, muchos se preguntaban si de verdad era
ciego desde que nació, buscando algo que invalidara el signo, planteando la duda en
medio de la evidencia del poder de Dios. Así el evangelista introduce el tema de la fe. De
nuevo se presenta una situación humanamente imposible, porque aquel hombre no había
visto nunca. El Señor le cura y comienza todo un debate acerca de la realidad del
milagro. Los ciegos eran los fariseos, porque no tenían fe para ver el poder de Dios,
porque eso suponía aceptar el mesianismo de Jesús. Nosotros vivimos en medio de
cegueras hondas. No queremos ver nuestros pecados y sus consecuencias en nosotros y
en los hermanos, limitaciones personales; la envidia nos ciega muchas veces para poder
ver los dones del Señor en los otros. Pero el Señor quiere iluminarnos y hacernos una
lumbrera para los hermanos. El Señor nos va dando luz poco a poco y así va creciendo
la fe, porque no siempre podemos ver el daño que causa el pecado tanto en nosotros
como en los demás; si antes no nos capacitara el Señor para ello, nos hundiríamos.

La ceguera es una experiencia humana que debemos de distinguir y discernir en los


hermanos por los que hemos

84
86 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

de orar. Hay otra experiencia que es la de la parálisis, que se muestra en el texto del
paralítico recogido por Lc 5, 17-26:

«Un día que estaba enseñando, había sentados algunos fariseos y doctores de la ley que habían
venido de todos los pueblos de Galilea y Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar
curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico y trataban de intro-ducirle,
para ponerle delante de él. Pero no encontrando por dónde meterle, a causa de la multitud, subieron al
terrado, le bajaron con la camilla a través de las tejas y le pusieron en medio, delante de Jesús, Viendo
Jesús la fe que tenían, dijo: “Hombre, tus pecados te quedan perdonados”.

Los escribas y fariseos empezaron a pensar: “¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede
perdonar pecados sino sólo Dios? Conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: ¿Qué estáis pensando
en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir. Tus pecados te quedan perdonados o decir:
Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar
pecados –dijo el paralítico- A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a casa. Y al instante,
levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa glorificando a Dios.El
asombro se apoderó de todos y glorificaban a Dios. Y llenos de temor decían: “Hoy hemos visto
cosas increíbles”.

¿Qué nos aporta este texto respecto al tema de la fe? El autor del evangelio arranca en
nosotros una sonrisa al con-templar esta escena. Era tanto el afán de aquellos hombres
por presentar a aquel paralítico delante de Jesús que no dudaron en auparle por el tejado.
Podemos subrayar dos cosas que aparecen claramente en el texto. Primera, cuando uno
está paralítico no puede moverse por sí mismo y nece-sita a otros para llevarle. Los
hermanos que no tienen fe, o cuya fe se enfría, necesitan la oración de los otros. El
poder de Dios se manifiesta en la comunidad. Este aspecto es importantísimo tenerlo en
cuenta. Todos hemos tenido la experiencia de ver la fuerza tan especial con la que el
Señor actúa cuando vivimos en comunidad.

85
QUINTO DÍA 87

Hay otro elemento en el texto claro que es la causa de la parálisis. Jesús, antes de
curar al paralítico, le dice que sus pecados están perdonados, es decir, nos da a entender
que los rencores y los odios producen parálisis mucho más terribles que las físicas.
Cuando una persona vive metida en este círculo mortal del odio vive paralizado, sin
poder crecer, ni gozar, ni amar, como si le hubieran puesto una camisa de fuerza. Esto es
lo que nos quiere decir el Señor y esto es también lo que debemos discernir al orar
personal-mente por nuestros hermanos. A veces los hermanos expre-san que no pueden
gozar de las cosas, o tener paz, sosiego, detrás puede haber una herida producida por el
odio. Muchas personas están paralizadas por causa del rencor y pueden pasarse toda la
vida tremendamente infelices. Pero Jesús sana. Ésta es la certeza de nuestra fe que
muestra el poder de Dios porque no hay nada que sea imposible para Él. Vamos a
terminar presentando al Señor este tipo de situaciones de imposibilidad. Primero vamos a
pedir para que el Señor quite nuestras parálisis y cegueras. Segundo, oremos por la
Renovación, para que el Señor nos cure como comunidad y nos dé una fe
inquebrantable, sin fracturas. Tercero, oremos por tantos hombres y mujeres del mundo
que viven sin fe, sin poder creer en Dios, para que reconoz-can a Jesús como Señor.

ORACIÓN

Te alabamos y te bendecimos, Señor Jesús, te adoramos y te glorificamos, Señor y


Dios nuestro, porque nos has regalado el don de la fe. Este grupo de intercesores siervos
tuyos que buscan hacer tu voluntad hoy se postran ante Ti para reconocer tu obra en
medio del mundo y en nosotros. Te presentamos, Señor, todas nuestras cegueras
interiores; perdónanos, Señor, por nuestra falta de fe, porque nos ciega la avaricia y no
podemos entender la paz que nos trae la pobreza de espíritu. Porque nos ciega la envidia
y no

86
88 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

podemos ver los dones de los hermanos, porque nos ciega la impaciencia y no dejamos
que tu obra se realice en noso-tros, porque nos ciega el materialismo y no podemos expe-
rimentar el gozo del desprendimiento. Hoy te presentamos también, Señor, todas
nuestras parálisis, porque a veces tenemos miedo a lo que Tú quieras de nosotros y nos
cerra-mos a la acción de tu Santo Espíritu. Pero no hay nada más grande que vivir para
hacer tu voluntad. Libéranos, Jesús, de toda parálisis producida por el daño que me han
cau-sado los hermanos ,y esto me ha llevado a odiar y no a amar. Libérame, Señor, para
que tu gracia corra libre en mí, como un manantial de vida de donde puedan beber
muchos.

Señor mío, hoy te presento a la comunidad de Renova-ción Carismática y en ella a


toda la Iglesia, a todos sus miembros. Danos una fe fuerte donde tu Espíritu Santo pueda
recrearse libre. Danos una fe humilde, perseverante, obediente, dinámica, una fe que
posibilite los milagros para que cunda tu gloria y resplandezca la Iglesia.

Señor Jesús, Señor de cielos y tierra, de lo invisible y lo visible, a cuyo señorío todo
principado y poder se rinden, te presentamos hoy a todos los hombres, especialmente a
los que viven en el ateísmo o la indiferencia hacia Ti. Por el poder de tu preciosa sangre,
te pedimos que los cubras para que puedan experimentar la abundancia de tu amor, la
ale-gría del perdón, el consuelo de tu infinita misericordia. Abre las puertas de los
corazones más escépticos, para que des-cubran que Tú moras en ellos.

¡Que tu Reino crezca y se haga presente en medio de las entrañas de la Historia y en


el seno de cada hombre para que Tú, Nuestro Amado Jesús, seas glorificado, ensalzado
por siempre! AMEN.

87
SEXTO DÍA

Primera Sesión: la esperanza en la oración de


intercesión
La esperanza es una de las virtudes teologales junto a la fe y a la caridad porque nos
pone en un contacto inmediato en el Señor. Esperar significa desear y de alguna manera
vivir lo que está en nuestro deseo. Respecto a la esperanza, se dan diversas maneras de
comprensión de esta virtud dentro de la Iglesia. Así, Santo Tomás decía que está en rela-
ción con la voluntad, San Agustín por su parte la pone en relación con la memoria. La
esperanza nos hace proyectar nuestra vida al Señor, es decir, nuestro futuro, pero
también nuestro pasado. Partiendo de aquí podemos destacar algu-nas claves importantes
para entender un poco más el sen-tido de esta virtud y su importancia en la oración de
intercesión.

La primera clave es la del deseo. Éste es uno de los aspectos más relevantes que
forman parte de la esperanza. Hay dos imágenes que pueden ilustrar lo que significa. La
primera es la de los ojos. Los ojos son la potencia que nos da la capacidad para ver. Sin
embargo, nuestra visión humana es sólo frontal, no me permite ver lo que hay detrás de
mí, a no ser que vuelva la cabeza, y en ese caso perderé la visión frontal para poder ver
solamente lo que hay detrás de mí. Imaginemos que pudiésemos ver todos los ángulos de
un espacio. La esperanza nos da este tipo de visión. El hombre y mujer de esperanza lo
son de visión. Cuando tenemos

88
90 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

esperanza, tenemos esta visión más plena, más total que siempre apunta al infinito. Tener
visión implica ir por delante de los acontecimientos de la historia, además de comprender
aspectos de tu vida y de la vida de las personas que describen las líneas del proyecto de
amor que el Señor tiene para con cada uno de nosotros. Esta visión ha de estar al
servicio del hermano por quien hemos de orar para poner todo lo que el Señor nos da a
entender en sus manos y así abrir a la persona al horizonte divino, lleno siempre de
novedad y sorpresa, gratuidad y alegría.

En este sentido va la segunda imagen. Es la del hori-zonte. En la Mancha, al


contemplar los campos, como no hay una profusa vegetación, puedes ver el horizonte.
Lógi-camente, tú sabes que no es infinito, pero te aproxima a una realidad, abierta,
dilatada, amplia. En la oración de interce-sión el Señor te hace ver el horizonte infinito de
su gracia, al menos hacia donde se dirige, hacia allí hemos e dirigirnos nosotros y no en
otro sentido. Es decir, el deseo ha de ir orientado a la voluntad de Dios. Todos los deseos
que vayan al margen de su voluntad no podrán conducirnos sino a la destrucción. El
deseo nos pone en movimiento. Pero ¿hacia dónde? ¿Qué albergan nuestros deseos? Hay
personas que dicen que cuando sentimos un deseo viene de Dios. Esta afirmación no es
cierta, porque podemos sentir deseos de venganza, por ejemplo. Hemos de saber
diferenciar. Hay deseos legítimos, como el de tener un hogar, el de ser amado, el de
encontrar un trabajo, pero esos deseos nece-sitan ser purificados, simplificados y
concentrados en torno a un único deseo: el deseo de Jesús. ¿Qué desea Jesús? Si nos
aproximamos a su ser, hay un deseo fundamental que nos expresa la palabra en el
Evangelio según San Lucas que viene a mostrar el deseo de toda su existencia, de toda
su vida: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con voso-tros antes de padecer» (Lc
22,14). Jesús está diciendo que ha deseado amar, entregarse, donarse, en el fondo, hacer
la voluntad del Padre. ¿Qué deseamos nosotros, hacer la

89
SEXTO DÍA 91

voluntad del Padre, o damos pie a todo tipo de deseos? No siempre nuestros deseos,
aunque sean legítimos, vienen de Dios, a veces el Señor quiere que se los entreguemos y
se los ofrezcamos para que sean purificados, y no siempre cumplidos, pero sí elevados.
Esto es lo que hacemos muchas veces en la oración de intercesión con los deseos de los
her-manos, elevarlos al Padre para que sea haga su voluntad. Los deseos que son
entregados son siempre fecundos. Recordemos cómo actuó el Señor en Madre Teresa de
Cal-cuta. A la obra que el Señor hizo a través de ella se le unie-ron muchas personas.
Entre ellas Ana que provenía de Londres. Lo que más deseaba era colaborar en la obra
de Madre Teresa atendiendo a los más pobres entre los pobres. Sin embargo, cayó
enferma y no pudo colaborar de esa manera. Pero el Señor tomó su deseo y lo elevó
según su voluntad. Entonces Ana inició esa vertiente más contem-plativa en la obra que
el Señor hacía por Madre Teresa. Se creó, gracias a este deseo ofrecido, una gran cadena
de ora-ción que sostenía a los hermanos. Era la voluntad del Padre que siempre rompe
con nuestros pobres proyectos. Clara de Asís deseó ser como Francisco y atender a los
pobres, pero en el siglo XIII nunca permitirían que una mujer men-digara por las calles.
Así la mandaron a un convento de clau-sura naciendo la orden de las clarisas. Algunos
dicen que conservan fielmente el camino franciscano más que los pro-pios hijos de
Francisco. Sea como sea, el Señor tomó los deseos de entrega de Clara y los encauzó
según sus desig-nios. ¡Entrega tus deseos y verás en ti la obra de Dios, verás en ti la
fecundidad de lo que significa hacer la voluntad del Padre! Ésta ha de ser nuestra
oración, la misma que la de Jesús: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu…»(Lc 23,46)
¿Qué ocurre cuando nuestros deseos no son entregados? Entonces aparecen las
frustraciones, la sensación de que Dios no nos escucha, cuando en el fondo el Señor nos
dice: «Te escucho, te recojo, te amo, te tomo, pero entrégate para que pueda hacer mi
obra» ¿Qué deseos albergamos que no están

90
92 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

en consonancia con la voluntad de Dios? Muchas veces, al orar por la persona, nos
damos cuenta que lo que sucede es que no ha entregado sus deseos y que vive agarrada
a ellos, coleccionando una frustración tras otra. Descansamos cuando nuestro único
deseo es el de conformarnos con la voluntad del Padre. Por aquí ha de comenzar la
sanación interior.

Una segunda clave de comprensión de la esperanza es la mirada. El hombre de


esperanza mira al hermano con espe-ranza. Sin embargo, a veces solemos etiquetar a las
perso-nas. En una ocasión me presentaron a una hermana. En ella observé una actitud
que no me gustó y, más o menos incons-cientemente, proyecté una mirada negativa y
puse una barrera negativa hacia ella. Al cabo del tiempo, esta persona me dijo: «Me caes
muy mal» ¿Y cómo podía ser eso si no había intercalado con ella más de tres palabras?
Pero com-prendí. En realidad, yo había proyectado negatividad a tra-vés de mi mirada.
La mirada dice mucho de lo que somos, lo que llevamos, sentimos y experimentamos.
¿Cómo miramos a la persona que va a recibir la oración de intercesión? Nues-tra mirada
ha de ser en esperanza. No podemos reducir la obra de Dios en esa persona, éste es un
pecado contra la esperanza. Partiendo de aquí, podemos formular la siguiente pregunta:
¿reduces a Dios? Quizá pensemos que por tener una determinada edad o unas
características personales ya no podemos esperar ciertas cosas. Pero nada es imposible
para Dios, en Él no hay límites de espacio y de tiempo, y en Él somos dilatados. Hemos
de esperar contra toda esperanza y así hemos de mirar a los hermanos, no tanto por lo
que veo en ellos, sino por la llamada de Dios a ser santos. Hemos de mirar a los demás
con plenitud de horizonte, con perspec-tiva múltiple. ¿Cómo miraba Jesús? Sólo con su
mirada daba plenitud. Recordemos el pasaje de la llamada a los primeros discípulos, en
concreto a Natanael en Jn 1, 47-51:

«Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: “Ahí tenéis a un israelita de
verdad, en quien no hay engaño”.

91
SEXTO DÍA 93

Le dice Natanael: “¿De qué me conoces? Le respondió

Jesús: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera te vi. Le respondió
Natanael: “Rabbí, tú eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel”. Jesús le con-testó: ¿por haberte
dicho que te vi debajo de la higuera crees? Has de ver cosas mayores. Y le añadió: “En verdad, en
verdad os digo: Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre»

¿Cómo mira Jesús a Natanael? Con una mirada profunda, ve su interior no tanto su
gesto escéptico, sino lo que en rea-lidad es y está llamado a ser. Dice el texto que: «Jesús
le vió». El Señor le conocía porque el Señor sabe a quien elige. Nata-nael se siente
elegido, amado. Jesús sabe de qué barro esta-mos hechos. Así mira a Natanael: «He aquí
un verdadero israelita, en quien no hay engaño» El Señor contempla el corazón íntegro
de Natanael. El Señor nos mira en el amor que Él nos tiene. Así hemos de mirar a los
hermanos, en el amor que Él les tiene.

Recordemos también la mirada de Jesús a Zaqueo: «Y cuando Jesús llegó a aquel


sitio, alzando la vista, le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede
en tu casa”» (Lc 19, 5). La mirada de Jesús a Zaqueo. Zaqueo pensaba que pasaría
desapercibido para Jesús. Pero no fue así, al llegar adonde él estaba, levantó los ojos y le
miró. Esa mirada dijo muchas cosas a aquel publicano. Se sintió que-rido, elegido
personalmente, amado, redimido, acogido, aceptado. Fue el primer gesto que le movió a
abrir su cora-zón. Esta apertura traería consigo la conversión de aquel hombre. Se sintió
mirado como nadie le había mirado. Al contrario, los demás le miraban como a un
ladrón, a alguien repulsivo a quien había que rechazar, aislar y marginar por sus malas
acciones. Pero Jesús no veía tanto que era un ladrón, sino que veía a la persona que
estaba llamada a ser y veía la intención de su corazón, su capacidad para cam-biar. Esta
mirada en esperanza abrió las puertas del corazón de aquel hombre.

¿Y la mirada de Jesús a Pedro? «Y en aquel mismo momento, cuando aún estaba


hablando, cantó un gallo. El

92
94 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Señor se volvió y miró a Pedro. Recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor:
“Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces”» (Lc 22, 60b-61). Pedro
estaba envuelto en la confusión. Había negado al Señor sin recordar la profecía de Jesús
en la Última Cena anuncián-dole que le negaría tres veces. Se cernía la oscuridad de
aquella noche. En medio de ella, Pedro se debatía entre el deseo de defender a Jesús y el
miedo a que le apresaran. Entonces Jesús le mira, en medio del sentimiento de culpa, la
tentación del orgullo o la del dejarse llevar por la deses-peración, siente la mirada del
Señor, la caricia de su mise-ricordia, el consuelo de su perdón. Esa mirada que
recompone las heridas del pecado y que le llevó a derramar lágrimas de dolor por haber
negado a quien más amaba: «y saliendo fuera, rompió a llorar amargamente» (Lc 22
62b). ¿Cómo miramos a los pecadores públicos? ¿Proyectamos sobre ellos una mirada
redentora y misericordiosa, o casti-gadora y exigente? ¿Cómo miramos a los hermanos
por los que hemos de orar? ¿Son nuestros gestos expresión del amor y de la misericordia
divina?

La tercera clave para acercarnos a lo que significa la esperanza es la ruptura.


Podemos distinguir dos actitudes extremas que van en contra de la esperanza: la
presunción y el desánimo. El que se desanima se mira a sí mismo. Tiene la experiencia
de sus limitaciones y se viene abajo, no espera en el Señor, no cree que en Dios lo puede
todo. Con el presuntuoso ocurre algo parecido. Es el que piensa que lo puede todo por sí
mismo; como esto no es así, acaba tam-bién derrumbándose. Ambas actitudes implican
mirarse a sí y no al Señor. Hemos de dejarnos romper por el Señor como Él se ha roto
por nosotros. Dejemos al Señor cambiar nuestra vida para que la dé el giro que necesita,
el que se focaliza hacia Él. Dejemos que nos sorprenda y nos trans-forme. Nosotros
hacemos proyectos humanos, pero el Señor nos hace como Él divinos. Estamos
instalados y, de pronto, una circunstancia que puede ser una enfermedad,

93
SEXTO DÍA 95

un cambio laboral, una vivencia personal, nos lleva a sen-tirnos perdidos. Pero el Señor
rompe nuestros criterios para hacernos crecer en esperanza. Esto nos ayuda a vivir las
realidades terrenas relativizándolas. Todo es relativo menos el Señor, que es el único
Absoluto. Vivimos también con radicalidad la realidad en cuanto a que vamos a la raíz de
las cosas. Así vive el hombre en esperanza construyendo el Reino de Dios. Sólo dejando
al Señor entrar en nosotros y, como consecuencia, dejándonos romper por su gracia,
podremos ser verdaderamente felices. Hemos de dejarnos romper igual que rompió
María el perfume sobre los pies de Jesús y toda la casa se llenó de su olor14. En esta
dirección hemos de orar los unos por los otros, desde la esperanza y abriéndonos a los
demás para que sean dilatados, expandi-dos por la gracia de nuestro Señor. Así nos
asemejaremos a Cristo que fue traspasado por la lanzada del centurión bro-tando de su
costado un río de gracia sanadora para todos los hombres. Es el río de gracia que
experimentamos cuando nos dejamos romper por Dios15.

La esperanza nos hace conscientes de que somos pere-grinos. Según vamos


caminando por la vida, se nos hace más patente este hecho. La vida pasa pronto, aunque
poda-mos vivir más o menos años. ¿Cómo queremos caminar en ella? Cuando vivimos
desde la esperanza, volamos en medio de los acontecimientos sabiéndonos libres y
llamados a una vida más plena. Esto nos hace experimentar una gran paz y sosiego. Así
todo se hace más liviano. Cuando vamos cami-nando, es bueno ir dejando muchas cosas
que nos pesan. El que viaja mucho, al final, lleva poco equipaje, porque está
acostumbrado a vivir desinstalado de las cosas. De esta manera, vamos ligeros hacia
Nuestro Señor. Recordemos las palabras de San Pablo en Flp 1, 20-26:

14 Cf. Jn 12, 3b

15 Cf. Jn 19, 33

94
96 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

«Conforme a lo que aguardo y espero, que en modo alguno seré confundido, antes bien que con
plena seguridad, ahora como siempre, Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi
muerte, pues para mí la vida es Cristo y el morir, una ganancia. Pero si el vivir en el cuerpo signi-fica
para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger. Me siento apremiado por ambos extremos. Por un lado,
mi deseo es partir y estar con Cristo, lo cual ciertamente, es con mucho lo mejor, mas, por otro
quedarme en el cuerpo es más necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, se que me quedaré y
permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe, a fin de que tengáis por mi
causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús cuando yo vuelva a estar entre vosotros».

Si vivimos en esperanza no seremos confundidos, si ora-mos por los hermanos en


esperanza no confundiremos. Aquí se basa nuestra seguridad. Por una parte, somos
cons-cientes de la realidad que nos espera, la eternidad, la misma realidad a la que están
llamados nuestros hermanos. Por otra parte, al vivir en esta vida desde la esperanza,
vivimos anticipadamente la vida eterna, pero sintiendo la tensión que supone vivir las
realidades terrenas desde esta con-ciencia de su fin eterno. Por eso, más deseamos morir
que vivir, porque nuestro deseo más hondo es amar a Jesús y estar con Él para siempre,
pero aún deseamos más hacer su voluntad. Ésta es la experiencia de Pablo, la que nos
lleva a amar por encima de todas las cosas, porque la esperanza apunta al amor. Porque
solo hay Alguien importante: JESÚS, SÓLO JESÚS, SIEMPRE JESÚS.

ORACIÓN

Señor Jesús, perdónanos por las veces en las que no he deseado hacer tu voluntad
sino la mía. Por no haber ofre-cido mis deseos, por no habértelos entregado. Sana en mí
todos los sentimientos de fracaso que han podido venir como consecuencia de mi
egoísmo, mi inquietud, impa-

95
SEXTO DÍA 97

ciencia, mi idealismo; repara todo aquello que ha quedado dañado por no haberte
entregado mis deseos. Hazme desear amar a los hermanos como Tú nos has amado.

Perdona, Señor, las veces que he mirado a los demás juz-gándolos, etiquetándolos,
reduciendo la obra que Tú tienes reservada para cada uno de ellos. Por no haberlos
mirado con esperanza, sino con desprecio o violencia. Dame tu mirada para que puedan
sentir los hombres tu misericor-dia, dame una mirada limpia que refleje tu autenticidad,
sencillez y pureza, como María.

Perdona, Señor, por las veces que me he rebelado con-tigo porque no han salido mis
planes, porque han variado las circunstancias de mi vida, las cosas que puedo o no hacer.
Tómame en tus manos y dilátame, amplía mis peque-ños proyectos, mis reducidas
perspectivas. Dame un cora-zón grande, amplio y lleno de esperanza, dilátame por
dentro hacia el infinito horizonte de tu gracia, hacia la eter-nidad. Dame libertad en el uso
de las cosas y en el dominio de la creación. Mantenme siempre arraigado en la espe-
ranza y firme en la fe, sabiéndome peregrino hacia la casa del Padre. Libérame de toda
carga para que pueda ir cada vez más ligero de equipaje, para que, libre de toda atadura,
corra volando hacia Ti. AMÉN

Segunda Sesión: La caridad en la oración de


intercesión
Si buscásemos una palabra para definir lo que supone pertenecer al ministerio de
intercesión, seguramente que muchos de vosotros diríais que es el amor. Interceder por
un hermano es, ante todo, un acto de amor a nuestro Señor y al hermano. Este tema, es
decir, el de la caridad, se podría abordar desde diversas perspectivas, como por ejemplo
el

96
98 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

amor hacia los pobres. Esta dimensión es muy importante y rica; sin embargo, no es este
el enfoque que vamos a dar al tema. Nos vamos a centrar en lo que significa la caridad
aplicada a la oración de intercesión. Para ello vamos a hacer un doble movimiento al
aproximarnos a este tema funda-mental. El primero consiste en acercarnos al corazón del
Señor y, desde allí (como segundo movimiento), vamos a pensar cómo debemos de
interceder, qué actitudes respecto a la caridad ha de albergar el corazón del intercesor.

Pidamos, pues, la gracia de acercarnos al Corazón de Nuestro Señor. ¿Cómo nos


vamos a acercar? Compren-diendo la universalidad del amor. Nos solemos encontrar en
medio de nuestros ambientes personas que no son cre-yentes, y sin embargo el amor nos
acerca los unos a los otros. Es un lenguaje que todos entienden y por el que podemos
testimoniar que Jesús esta vivo, no tanto de pala-bra, que también, sino sobre todo
actuando en consecuen-cia con lo que somos. Ésta fue la intuición de Madre Teresa de
Calcuta, quien al expresar la dimensión universal del amor manifestó la fuerza del
Evangelio, al acoger a toda persona fuera quien fuera. Porque la esencia de Dios es el
amor. Esto es lo que nos dice a gritos la Palabra de Dios. Hay una palabra que recoge el
sentir más profundo de la Escri-tura: la alianza. Cuando Dios dice a Moisés: «Yo soy el
que soy», empieza a revelar al pueblo de Israel su ser. Ese «yo soy» es retomado por el
evangelista Juan, quien expresa en sus múltiples «Yo soy» aspectos del ser de Dios. Así
entre ellos encontramos: «Yo soy el Buen Pastor» (Jn 10, 14a), «Yo soy la luz del
mundo» (Jn 8, 12), «Yo soy el pan de vida» (Jn 6, 35a), «Yo soy la puerta» (Jn 10, 9a),
«Yo soy la resurrec-ción» (Jn 11, 25a), «Yo soy la vid verdadera» (Jn 15, 1a), «yo soy
el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 5b). El Evangelio conecta con ese «Yo soy» del
Éxodo. Pero hay un «Yo soy» en el evangelio de Juan que aparece igual que en el
Éxodo. Lo tenemos en el momento del prendimiento. Judas se acerca a Jesús, Jesús
pregunta: «¿A quién buscáis? -y contestan-: -A

97
SEXTO DÍA 99

Jesús Nazareno- “Yo soy”». (Jn 18, 5,6 y 8) Lo dice tres veces (pudiendo interpretar
esta repetición triple en un sentido trinitario). El Señor expresa así toda la dignidad y la
majes-tad de su persona en medio del sufrimiento. Es Él quien se entrega libremente por
amor a los hombres. Pero ¿cómo es ese ser de Dios expresado en la Escritura? Tenemos
una definición, en el capítulo 4 v. 8 de la primera carta de Juan: «Dios es amor». La
esencia de Dios es ésta: el amor. Nosotros hemos sido creados para el amor, estamos
hechos para amar. Éste es nuestro principio y nuestro fin, y éste es nues-tro quehacer
fundamental. El egoísmo nos impide amar, de aquí su carácter corrosivo. Hay una
imagen bíblica que nos puede ayudar a comprender lo que es el amor. Es la imagen del
fuego. El fuego es una imagen muy gráfica. Tiene un poder especial, una fuerza especial.
Si miramos fijamente una llama, nos damos cuenta de que tiene en sí un gran dina-
mismo, está continuamente moviéndose. El fuego destruye todo lo que toca, aniquila,
transforma en otra realidad las cosas. También ilumina y da calor, dando una sensación
de vida. Así el amor, se mueve en el interior del hombre donde está Dios. El amor
transforma, aniquila todo lo que está tor-cido, ilumina al hombre, le calienta haciendo que
su corazón se ablande y se llene de sentimientos de ternura.

Seguramente recordáis al profeta Elías cuando se enfrenta a los profetas de Baal tal
como aparece en el capí-tulo 18, 20-39 en el Primer libro de los Reyes, para compro-bar
que el Dios de Israel es el Dios verdadero. El reto consistía en que los profetas de Baal
pedirían a su dios que se encendiera fuego en la cima del monte Carmelo donde había
sido preparada la leña con la víctima. También Elías pediría al Dios de Israel que
encendiera el fuego en el altar que allí restauró. Los profetas de Baal empezaron a bailar
y a implorar a su dios, pero la leña no se encendió. Elías hace una oración y entonces se
enciende el fuego en lo alto en el Monte. El fuego expresa así el poder de Dios, su
presencia, su esencia. Es la manifestación de que el Dios de Israel es el

98
100 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Dios verdadero frente a los falsos ídolos. El Dios verdadero es amor, porque el amor
muestra la verdad de la existencia, el sentido del hombre y el fin de los acontecimientos.
Éste es el poder del cristiano, el poder del amor. Los seres huma-nos piensan que pueden
mucho porque someten a los demás por el temor y el miedo, como los dictadores, pero
ese poder, aunque pueda someter, hace mucho daño y siem-pre pasa, pero este poder, el
del amor, reviste la fuerza de la eternidad. Estamos revestidos con el poder del amor. Si
amáis tendréis el poder en alcanzar aquello por lo que suplicáis. Pero ¿dónde está la
calidad del amor? ¿Cómo amar más y transformarnos en el fuego del amor? ¿Quere-mos
amar de veras? Aquí ha de estar nuestro dolor, el de no amar más, el de sentir la
impotencia de no poder amar más. Señor, yo quiero amarte locamente, pero dame un
poco de tu capacidad de amar. Este dolor, el de no poder amar más es el que nos purifica
nos agranda y transforma. Así vamos asemejándonos a Jesús, adquiriendo su forma,
conformán-donos con su corazón. ¿Cómo es esa esencia del Corazón de Cristo como
amor? Lo tenemos en 1 Co 13, 4-7:«La caridad es paciente, es amable, la caridad no es
envidiosa, no es jac-tanciosa, no se engríe, es decorosa, no busca su interés, no se irrita,
no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injus-ticia, se alegra con la verdad. Todo lo
excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta». Esta conocida cita paulina nos
acerca al Corazón de Jesús. Jesús es paciente, espera al hombre siempre, a pesar de las
infidelidades de éste. Es ter-nura infinita y siente una debilidad por los hombres tal que se
hace vulnerable por todos. De su boca sólo brotan pala-bras de perdón frente a los que le
han hecho el mal. En sí hay un gozo incesante, no se acuerda de nuestros pecados.
Soporta los más terribles sufrimientos con el fin de salvar al hombre. Jesús espera
largamente, es benigno, de Él sólo mana bondad.

En realidad, cada pasaje de los evangelios nos muestra cómo ama Jesús. Y en esa
contemplación de su vida quiero

99
SEXTO DÍA 101

subrayar una dimensión del amor que me parece especial-mente relevante: la delicadeza
de Jesús. Su amor está lleno de detalles para con nosotros, como el loco enamorado que
busca la manera de mostrar su amor. ¡Qué delicado era Jesús con sus discípulos! Se
adaptaba a su lenguaje y capa-cidad, les habla en parábolas, los acoge y acepta en el
segui-miento, les perdona sus insolencias y pecados, los cuida. Pero ante todo nos ayuda
a crecer en el amor mirar la deli-cadeza del Señor con nosotros, cómo se ha mostrado
con poder en nuestra vida, cómo nos ha conducido hasta Él, cómo nos ha perdonado
muchas veces, cómo nos ha librado en muchas ocasiones de caer en la destrucción.
Podemos recordar cómo el Señor nos colma de detalles. Así se mues-tra el Señor con
sus elegidos. A Santa Teresita de Liseux la regaló en el día de su toma de hábito la nieve,
como signo del amor que tenía a aquella alma. A San Juan de la Cruz mientras paseaba le
apetecieron espárragos, y el Señor se los puso visibles en un lugar donde no crecían. De
esto se trata, de cultivar un amor aquilatado, delicado, exquisito. Es el amor que hemos
de expresar a nuestros hermanos, especialmente a los que se acercan para recibir la
oración de intercesión, y es la actitud que ha de caracterizar al inter-cesor. ¿Tienes
detalles de delicadeza con el Señor? Le miras y te sonríes, cuando estás preocupado por
alguna cosa, y en esa sonrisa va la confianza en su amor. A veces estamos como muy
pendientes de hacer cosas por Jesús, pero de nada nos sirve si no nos ejercitamos en este
sentido, en el arte de amarle de veras, de vivir para complacerle, de serle agradable: el
arte de la pasión del amor. ¿Qué te agrada más, Señor? ¿Qué te complace? Éste es el
gran criterio de discer-nimiento a la hora de actuar, qué me lleva a amar más al Señor. Si
nos metemos aquí en este Corazón del Señor, deli-cado, ardiente, nos hallamos nosotros
en Él elegidos para interceder. El que intercede no es el que pide al Señor por una
persona concreta, sino el que en el corazón de Cristo, en Cristo, se une a las manos de
Jesús, y poniendo nuestras

100
102 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

manos en las suyas, las eleva en Jesús amando, unido a Él íntimamente, orando por el
hermano en su Corazón

Partiendo de aquí podemos distinguir una serie de acti-tudes que debemos de tener
como intercesores anclados en el amor del Señor. En primer lugar, en el Corazón de
Jesús están todos los hombres. Con demasiada frecuencia tene-mos miras pequeñas,
estrechas. Pero el que se postra y ora ve a Jesús en todos los hombres, o mejor dicho, en
el Cora-zón de Jesús divisa a todos los hombres, de todas las razas, de todos los países,
en cualquier circunstancia. ¡Qué poder más grande tenemos en el Señor; desde ahí
tenemos la potestad de recogerlos a todos! Si bien esto es cierto, no hemos de olvidar
que, en primer lugar, hemos de orar y tener en cuenta a los hermanos que tenemos más
cerca. El que está en el corazón de Jesús es el que se ofrece y así intercede.

Esta llamada a orar por los hermanos en el amor nos lleva a olvidarnos de nuestros
problemas y a ofrecernos en la patena del amor con Cristo, donde está Jesús y, con Él, el
hermano. Luego, junto con el carácter universal del amor, se encuentra también su
carácter oblativo. Ofrecerse es dejar atrás mi yo.

El que intercede lo hace también en comunión con toda la Iglesia. He aquí dónde
estriba la fuerza del intercesor. Es toda la Iglesia la que levanta las manos con Jesús
resuci-tado. Ésta fue la gran intuición que tuvo Teresita de Lisieux. Ella deseaba poder
estar en un país de misión, pero el Señor la quiso siempre en el convento, ofreciendo la
enfermedad ante la cual Teresa de Lisieux mostró una gran fortaleza. ¡Qué manera más
delicada tuvo esta Santa de amar a Jesús! Le amó con tanta delicadeza, con tanta
sencillez, con tanta belleza que Jesús hizo en ella una gran obra, tanto que, con sólo 24
años, la llevó a la santidad. En ese deseo de querer amar, en ese entendimiento de la
impotencia y el sufri-miento que le suponía no poder entregarse más al Señor

101
SEXTO DÍA 103

por sus limitaciones humanas, en esa locura del amor, Tere-sita encuentra lo más
profundo de la vocación de todo hom-bre y de la suya en especial: el amor. Vamos a
recordar esas palabras de Teresita en Historia de un alma:

«Al contemplar el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido a mí misma en ninguno de los
miembros que San Pablo enumera, sino que lo que yo deseaba era más bien verme en todos ellos. En la
caridad descubrí el quicio de mi vocación. Entendí que la Iglesia tiene un cuerpo resultante de la unión de
varios miembros, pero que en este cuerpo no falta el más necesario y noble de ellos, entendí que la Iglesia
tiene un corazón y que este corazón está ardiendo en amor. Entendí que sólo el amor es el que impulsa a
obrar a los miembros de la Iglesia, y que si fal-tase este amor, ni los apóstoles anunciarían ya el Evange-lio,
ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de que el amor encierra en sí
todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares, en una palabra, que el
amor es eterno. Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: “oh Jesús, amor mío, por fin he
encontrado mi vocación. Mi vocación es el amor, Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia, y este lugar es
el que tú me has seña-lado, Dios mío. En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este
16
modo lo seré todo y mi deseo se verá colmado” .

Hermano, ¡en el corazón de la Iglesia tú eres el amor, en Jesús tu oración lo puede


todo, lo alcanza todo! ¿Quieres amar así? ¿Serlo todo en el Todo?

ORACIÓN

Señor Jesús, Amado nuestro, Tú que eres el amor, Tú que me has elegido para amar
contigo, para amar en Ti, para

16 TERESA DE LISIEUX, «Historia de un alma», en ID., Obras Completas, Monte Carmelo, Burgos
1996, 260-261.

102
104 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

que mi vida quede elevada y hecha amor contigo, amor col-mado, ayúdame a amar de
veras. Sé que no te importa que a veces no sepa hablar, o incluso que no siempre te sea
agra-dable. Porque Tú buscas un corazón pequeño que sepa asu-mir sus debilidades y
que esté dispuesto a seguirte. Quema en mí todo aquello que todavía brota de mi
egoísmo, para que participe de esa llama eterna de amor; que en la Iglesia yo sea el amor,
y que este amor llegue a todos los herma-nos. Señor mío, úneme a tu Corazón y hazme
un intercesor ardiente que ame en medio de cada circunstancia, que te eleve a cada
hermano, que ore siempre dejándome amar por Ti. Señor, sumérgeme en tu divino amor
para que pueda ser tuyo y para que muchos vayan hacia Ti. AMÉN.

103
SÉPTIMO DÍA

Primera Sesión: los dones


de entendimiento, consejo y ciencia en la
oración de intercesión
El seguimiento de Jesús supone un camino espiritual hacia la unión con nuestro Señor.
Por ello, la vida espiritual es un proceso de crecimiento. En el Bautismo se nos da ese
gran regalo, el de insertarnos en la vida trinitaria, el de ser hijos de Dios y miembros de la
Iglesia. Somos como un niño que está llamado a crecer; si no crece, es porque algo se lo
ha impedido, una enfermedad o porque le ha sorprendido la muerte. Estamos hechos
para ser cristianos santos. Nues-tra llamada es a la vida plena en Cristo. En este proceso
de crecimiento, se desarrollan en primer lugar las virtudes. Las virtudes son hábitos que
nos disponen cada vez mejor a vivir al Señor. Sin embargo, en ese actuar de las virtudes,
asistidos por la gracia de Dios, todavía hay mucho de humano. Cuando vamos
madurando, el Señor, por la fuerza del Espíritu Santo, nos hace a su modo, a su forma,
nos con-figura con su figura. Es entonces cuando actúan los dones del Espíritu Santo
llevándonos a actuar de forma espontá-nea «al modo divino». Sin embargo, no podemos
entender en un sentido demasiado lineal la vida espiritual. Los San-tos Padres indican
este proceso más al modo humano, y luego al modo divino, la vida espiritual es tan
grande que a veces nos da el modo divino de actuar aunque no nos corresponda. Al estar
en un ministerio, como es el de la

104
106 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

intercesión, es posible que el Señor nos regale en algún momento su «modo divino de
actuar». Así, los dones nos hacen al modo divino. En cuanto a los carismas, están en
orden a la evangelización, al servicio, son gracias que no tie-nen por qué estar en función
de la santidad de la persona. Dios nos concede dichos carismas para ser instrumentos en
ese momento como y cuando Él lo desee. ¿Cómo clasificar los dones?

Me ponía el Señor la siguiente clasificación. En el pro-feta Isaías, en el capítulo 11, 1-


7, aparecen fundamentados los dones del Espíritu: «Dará un vástago el tronco de Jesé,
un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espí-ritu de Yahve, espíritu de
sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de
Yavé» Faltaría el don de piedad reconocido por la Iglesia también como don del Espíritu.
Veremos en esta primera parte los dones de entendimiento, consejo y ciencia como
aquellos que nos acercan más a la figura de Jesús. El resto los vere-mos en la segunda
enseñanza, como aquellos que nos con-figuran más con la forma de Nuestro Señor.

Respecto a los dones de entendimiento, consejo y cien-cia me venían dos cuestiones


que tienen relación con ellos. La imagen de la luz y la cuestión de la verdad. Estos dones
que nos configuran con Cristo, al modo divino por tanto, suponen una iluminación de
nuestro ser, no sólo de la mente, sino de toda la persona que recibe esta luz amplia,
profunda para comprender lo que alberga cada alma iden-tificándonos cada vez más con
la Verdad que es Cristo.

Respecto a la imagen de la luz, aparece ya en el Libro del Génesis, en el capítulo 1,


1-5 el contraste entre la luz y las tinieblas, y ello nos lleva a discernir cómo es el Creador:
«En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y confusión, la oscuridad
cubría el abismo y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: -Haya
luz- y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la

105
SÉPTIMO DÍA 107

luz de la oscuridad. Llamó Dios a la luz «día» y a la oscuri-dad llamó «noche».


Atardeció y amaneció, día primero. El Creador es poderoso y da su impronta a la
Creación. Él es luz y da luz a lo creado. Si vamos al evangelio de Juan vemos la relación
que tiene con el Génesis la cita del Prólogo, 1-5: «En el principio existía la Palabra y la
Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios.
Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de lo que fue hecho. Lo que se hizo en
ella era la vida y la vida era la luz de los hombres y la luz brilla en las tinieblas y las
tinieblas no la vencieron». Se trata de la nueva creación, la redención en Cristo Jesús
Señor Nuestro. Cristo, la Palabra de Dios hecho hombre es luz y vida. En la creación, la
luz es el ambiente que posibilita la aparición del resto de las cosas. La redención que trae
Cristo trae una iluminación más real mostrándose, en Cristo luz, lo que es el hombre. Es
la comprensión por parte del hombre de la realidad de su llamada, del sentido de su
existencia. Jesús dice de sí: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12a). Esta imagen que
vuelve a repetir en 1 Jn 1,5: «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna». En esta carta
joánica tenemos otra definición de Dios: «Dios es amor» (1Jn 4,8b), pero junto a ella
también tenemos la de que Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Los dones de
consejo, entendimiento y ciencia nos unen por el Espíritu Santo a este ser de Dios como
luz. Quedamos ilu-minados por su acción en nosotros y encontramos también luz en la
relación con los hermanos.

Junto a ello, los dones nos dan también la capacidad para andar en verdad, para no
dejarnos engañar por las tinieblas del pecado que enmarañan nuestro interior. Cuando
una persona viene a pedirnos oración, en el fondo muchas veces tenemos resistencias no
conscientes: necesitamos la luz del Señor para comprender lo que nos sucede. En medio
de nuestras rebeldías, gritamos desde lo más hondo al Señor con el fin de comprender la
verdad de nuestra situación. Los dones del Espíritu vienen a despejar nuestra maraña,

106
108 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

de tal manera que la persona que camina en estos dones tiene una visión amplia de las
personas y del mundo. Esta cuestión nos puede ayudar a entender cómo acoger estos
dones del Espíritu que nos llevan a andar en verdad. «Yo soy el Camino, la Verdad y la
Vida» (Jn 14, 5). No es fácil caminar en verdad. La mentira es una especie de agujero
negro que nos lleva a sucumbir frente al engaño del Maligno. Por ello necesitamos, entre
otras cosas, la acción de los dones.

Así respecto al don de entendimiento podemos definirlo como esa capacidad divina
que nos da el Espíritu para escrutar las verdades de fe, las verdades reveladas. A veces
nos preguntamos por el sentido de los dogmas, por ejemplo el de la Trinidad. ¿En qué
medida me afecta a mí personal-mente dicha verdad de fe?, ¿no es algo demasiado
abstracto que se queda fuera de lo que soy? Las verdades reveladas no son abstracciones
intelectuales, sino vida y vida verda-dera; aunque no las podamos abarcar con nuestro
enten-der, son vida y realidad. El don de entendimiento nos sumerge en esas verdades
reveladas teniendo una com-prensión de ellas en el Señor. No se trata de entender, en
relación con el ejemplo, la Trinidad racionalmente, sino que el Espíritu nos sumerge de
tal manera que nos da una luz más amplia sobre el significado de esas verdades. La Trini-
dad es comunión, es relación, es amor, y eso me afecta total-mente, va conmigo, es vida
y vida verdadera. El don de entendimiento nos hace zambullirnos en esas verdades
reveladas. Una aplicación respecto a la práctica de la ora-ción personal de intercesión es
la de escrutar la Palabra. La Palabra que es viva y actual. Es un libro abierto que siempre
comunica la vida del Espíritu, de tal manera que, aunque leamos muchas veces la misma
cita, siempre nos comuni-cará cosas cada vez más profundas. Por la Palabra nos abis-
mamos en el corazón de Dios. Cuando abrimos la Palabra, al orar por una persona en
concreto, el Espíritu nos concede este don de entendimiento para entender lo que la
Palabra

107
SÉPTIMO DÍA 109

significa para el hermano. Recordemos la experiencia de los discípulos de Emaús17. Ellos


iban caminando desanimados y el Señor, a quien confundieron con un extranjero, les fue
interpretando la Escritura de una forma nueva. Cuando vamos caminando en nuestra
vida, en cada etapa del camino, la Palabra del Señor nos ilumina de forma nueva
infundiéndonos vida y esperanza. El Espíritu, al abrir la Palabra para el hermano, nos
concede el don de entendi-miento. Recuerdo una hermana que nos decía que estaba muy
bloqueada en el tema del apostolado, en un servicio concreto que estaba haciendo.
Quería que orásemos por ese bloqueo interior. Se percibía un cansancio muy fuerte en su
vida cotidiana, cansancio intenso en el servicio a los her-manos. Al orar nos salió esta
Palabra: «Tú eres mi Hijo Amado en Ti me complazco» (Mc 1, 11). Comprendimos que
esta hermana, en el fondo, sentía que estaba haciendo mal ese servicio y eso le estaba
produciendo el cansancio y el bloqueo interior. Cuando escuchó estas palabras del Señor,
entendió que Él la había elegido para esa misión y que se complacía en ella y en el
servicio que estaba reali-zando. Los dones son reales y salen al encuentro de los que se
ponen a servir.

Respecto al don de consejo, ilumina nuestra razón y nuestro ser para que pueda ser
aplicado a una cuestión con-creta. El don de consejo es un hábito sobrenatural por el cual
el alma en gracia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, juzga rectamente en los casos
particulares, lo que conviene hacer en orden al fin último sobrenatural18. Tengamos en
cuenta, en primer lugar, que en la oración de intercesión no se trata de dar consejos, sino
de presentar a esa persona a Dios. Esa tarea corresponde más bien al acompañamiento
espiritual. La aplicación en concreto al ministerio de la intercesión está en el orden
profético, es decir, denuncias o anuncias

17 Cf. Lc 24, 27

18 A. ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, o.c., 547.

108
110 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

algo moviendo a la persona hacia el bien. Recordemos para ilustrar esto la profecía de
Natán, cuando David había pecado de adulterio y asesinato. Le cuenta la historia de la
corderilla19. David se levanta en cólera y no entiende cómo se puede producir tal
injusticia. Estaba tan obtuso por los pecados que había cometido que ni siquiera
comprendía que Él había cometido una injusticia mayor. En este sentido, se puede
aplicar este don a la práctica de la oración de intercesión, en cuanto a que al presentar a
la persona al Señor, ésta se ve en Él como en un espejo, revelándole las raíces de su
pecado y la realidad de sus intenciones. De esta manera, queda iluminado y a la vez
anclado en la Verdad que es Jesucristo.

Respecto al don de ciencia nos da una comprensión de las causas y los por qué de las
cosas creadas, y también de nosotros mismos que somos creación de Dios. Nos puede
ayudar a entender este don pensar en la imagen del cuerpo. El Señor nos ha creado con
unas características corporales concretas. Destaca en nuestro cuerpo un rasgo de nuestra
forma física que es lo primero que nos entra. Solemos tener unos rasgos más destacados
que otros. Por ejemplo, en unos destacan los ojos, o las manos, o el cabello. El alma
también se configura de una forma específica, única, tam-bién en nuestra alma hay esos
rasgos específicos que des-tacan sobre los demás. Cuando el Señor nos da esa
percepción de lo espiritual, lo que te llega del otro son los rasgos de su alma, de su
interioridad. De esta forma pode-mos captar, por ejemplo, su bondad o su capacidad de
ser-vicio según el Señor nos haya configurado. Imaginemos cómo serían los rasgos
corporales de Jesús. Su forma de andar por las tierras de Galilea, Samaria y Judea. ¡Qué
figura más imponente y hermosa debía de ser la de Jesús! ¿Os ima-gináis su porte? Así
nuestra alma ha de expresar cada vez más la hermosura del Hijo de Dios. Esa
configuración de

19 2S 12, 1-15.

109
SÉPTIMO DÍA 111

nuestra alma se produce por la acción del Espíritu Santo en ella, que nos asemeja a la
figura de Cristo. El pecado deforma la figura de nuestra alma. Un pecado de avaricia
hincha al alma, la envidia la retuerce, en sí, la lujuria afea, oscurece y así con cada uno
de los pecados que tengamos se deforma la figura de Jesús en nosotros. El don de ciencia
nos hace escrutar el por qué de ese afeamiento de la inte-rioridad de lo que nosotros
somos. Es lo que el Señor nos concede en la oración de intercesión por medio de este
don de ciencia. Nos hace comprender cúal es la causa que ha producido en esa persona
una deformación concreta.

El pasaje de la transfiguración de Nuestro Señor cuando está en el monte Tabor nos


ayuda a entender la figura de Jesús y cómo configurarnos con ella, en Lc 9, 28-36:

«Unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte
a orar. Y mien-tras oraba, el aspecto de su rostro se mudó y sus vestidos eran de una blancura
fulgurante. Y he aquí que conversa-ban con él dos hombres que eran Moisés y Elías, los cuales
aparecían en gloria y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén, Pedro y sus compañeros
estaban car-gados de sueño, pero permanecían despiertos y vieron su gloria y a los dos hombres que
estaban con él. Cuando ellos se separaron de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, bueno es estarnos
aquí. Podríamos hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»sin saber lo que
decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra, y, al
entrar en la nube se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube que decía. “Este es mi Hijo, mi
Elegido, escuchadlo”. Cuando cesó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y por aquellos días
no dijeron a nadie nada de lo que habían visto»

La cita expresa cómo Jesús se manifiesta. Esta teofanía del Señor descubre el deseo
de aquellos apóstoles al con-templar la gloria de Jesús de identificarse con su figura, de
participar de esa gloria al crecer en semejanza al Hijo. El

110
112 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

rostro de Jesús se ilumina y Pedro expresa el deseo de per-manecer allí para siempre,
porque en realidad estaban viviendo un anticipo de la eternidad. También esta llamada es
para nosotros y así hemos de mirar igualmente a los her-manos que vienen a recibir
oración. Sí, todos hemos sido llamados a ser trans-figurados en el Hijo, embelleciendo a
la Iglesia. Así, mientras nuestro cuerpo se arruga, nuestra alma se transfigura y se llena
del resplandor de la gloria de Dios, porque llevamos en nuestro cuerpo dibujada la ima-
gen de Jesús, y esto es lo que la fuerza de sus dones quiere hacer en nosotros,
hermosearnos, iluminarnos para que resplandezcamos en gloria, en gracia, en verdad.

Pidamos al Espíritu estos dones para que haga en noso-tros esta obra bellísima de la
transfiguración.

ORACIÓN

Señor Jesús, hoy me permites que te contemple glorioso, transfigurado. Igual que
Pedro, Santiago y Juan desearon estar contigo para siempre al contemplar tu hermosura,
permíteme gozarme en Ti para que pueda ser cada vez más semejante a Ti. Que tu
Espíritu Santo irrumpa con sus dones haciendo su obra. Danos el don de entendimiento
para que sepamos escrutar las verdades reveladas, para que podamos sumergirnos en el
mar inmenso de lo que Tú has querido revelarnos y ponernos así al servicio de tu Reino.
Danos el don de consejo para denunciar con fuerza profé-tica el mal de los corazones,
para anunciar la Verdad del Reino y la fuerza del amor. Danos el don de ciencia para que
comprendamos la razón de los acontecimientos y el sentido de lo creado. Danos esa luz
que proviene del seno trinitario para que seamos mejores instrumentos en tus manos y
así poder servir más y mejor a los demás. AMÉN.

111
SÉPTIMO DÍA 113

Segunda Sesión: los dones de piedad, temor de


Dios, fortaleza y sabiduría.
El Padre nos llama a configurarnos con Jesús, lo hemos podido comprender por la
enseñanza anterior. Los dones que ahora vamos a ver se encaminan a nuestra transfor-
mación, es decir, al cambio interior del alma. Nos sigue sir-viendo la imagen del cuerpo.
Igual que nuestro cuerpo con la edad se va transformando, así nuestra alma, si vamos
cre-ciendo en el camino de la unión con Dios, va asemejándose más al Señor. El cuerpo
se deteriora con el paso del tiempo, el alma se transforma por el paso de la gracia en ella.
Esta-mos, eso sí, en el marco de la experiencia, de la vivencia, el que nos hace capaces
de captar las cosas, no sólo desde la sensibilidad, sino que es todo nuestro ser el que
experi-menta esta forma divina de hacer del Espíritu.

Empezamos con el don de piedad. Este don nos hace actuar como lo que realmente
somos, es decir como Hijos de Dios. Conscientes de que Dios es nuestro Padre, nos toca
vivir como hijos, desde la confianza y la libertad. Así, por ejemplo, ante una situación
concreta como la de quedarse sin trabajo, lo primero que nos sale lógicamente es
preocuparnos. El don de piedad hace que ante esa situación experimente una gran paz en
muchos casos, pero sobre todo la certeza de que Dios va a encaminar esa situación según
sus designios. Este dejarse en las manos del Señor nos da una confianza fundamental tal
que me hace vivir con sosiego interior esa circunstancia difí-cil. Somos conscientes de lo
que significa nuestro Bautismo: «En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu
de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para
recaer en el temor, antes bien, habéis reci-bido un espíritu de hijos adoptivos que nos
hace exclamar: ¡Abbá Padre!» (Rm 8, 14-15). El hombre clama en este grito del Abbá en
una confianza total y en la certeza de que el Padre está con él. De este modo, nos
asemejamos en nuestra ora-

112
114 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

ción al modo de orar de Jesús, quien clamaba al Padre con este grito expresando esa
relación filial única que tenía con el Padre. Esta invocación implica la ternura y la
intimidad. El cristiano se arrodilla ante Dios clamando ¡Abbá!, sabiendo que ama a Dios
que es ternura. En el Sermón de la Montaña, tenemos expresado este hecho: la
Providencia. Dios es mi Padre y, en consecuencia, yo soy su hijo amado, el que está
metido en la entraña del Padre y desde allí es abrazado, sumido en el cuenco de sus
manos, por lo tanto protegido por todas partes. Sea cual sea mi estado vital, me rodea la
ternura del Padre. Abandonarse en las manos de la Providencia es un acto sumamente
liberador:

«No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con
qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido?
Mirad las aves del cielo, no siembran, ni cosechan, ni recogen en grane-ros y vuestro
Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?» (Mt 6,25-26). ¿Por qué
preocuparnos? El día de mañana tendrá sus propias inquietudes. Cuando vienen los
hermanos con muchas heridas y desgajamientos, a veces son debidos a que andamos
preocupados e inquietos y no tenemos la confianza puesta en la Providencia. Dejamos a
Dios que sea Dios cuando no tenemos ataduras. Hemos de soltar amarras, soltar las
seguridades humanas; entonces se experimenta esa providencia de Dios. Lo que debemos
de tra-tar cuando viene un hermano con una situación concreta es que suelte sus amarras
en Dios Padre. Cuando seguimos anclados en el puerto no podemos navegar. Dejarnos
hacer por los dones del Espíritu nos hace ir a alta mar, remar mar a dentro, hasta la
espesura, más al fondo. Por eso esta libera-ción que se realiza en la oración de
intercesión, consiste en esto, en que el hermano se suelte, se trata de que se entregue al
Absoluto. Esto es profundamente liberador.

Respecto al don de temor de Dios, nos lleva a la con-ciencia de que es Misterio. Este
don nos hace adorar, vivir

113
SÉPTIMO DÍA 115

postrados como hijos, sabiendo que suya es la gloria que Él es el Dios Santo. Así dice el
profeta Isaías: «Santo, Santo, Santo Yavé Sebaot, llena está toda la tierra de tu gloria»
(Is 6, 3). Esta actitud que nos viene por el don de temor de Dios es sumamente
necesaria. Hay hermanos que dicen tener visiones, revelaciones y, sin embargo, parece
que desean manipular al Señor, no expresan respeto ante sus mociones y dan por hecho
que todo lo que ven o sienten viene de Dios. Esta actitud es sumamente peligrosa, hemos
de dudar de nosotros para realmente escuchar a Dios. Como interceso-res, siempre
hemos de ir con esta actitud de temor y tem-blor ante lo que acontece en el hermano,
esto no nos quita la autoridad, sino que, por el contrario, este don posibilita que aparezca
la grandeza de Dios. No hay que confundir el don de temor con el miedo a Dios. Hay
personas que dicen que Dios me va a exigir, me va a pedir, ¿qué clase de len-guaje es
éste si Dios es el amor que se ha derramado por ti? No es un Dios que te lleve cuentas
todos los días, o que te corte el cuello. ¿Qué idea tenemos del Señor? «Aquí estoy,
Señor, para hacer tu voluntad», esto es lo que deberíamos decir y a nada he de temer. El
miedo es una parálisis. Dios nos lo da todo y nosotros recibimos y vuelven a Él las cosas.
La respuesta ha de ser una reciprocidad a su amor. No es un Dios pedigüeño. Muchas
veces los hermanos vienen con muchos miedos, porque no acabamos de creer en el Dios
poderoso, en el Dios grande, en nuestro Señor. Así debemos de orar para que el Señor
nos libere, a nosotros y los her-manos, de todos esos miedos, poniéndonos en sus manos
desde la humildad y la sencillez, sabiendo que nada somos, pero también que nada es
imposible para Dios.

El don de fortaleza nos da la capacidad para resistir frente a la persecución. Hoy en


día necesitamos especial-mente este don, porque el martirio en medio de una socie-dad
como la nuestra no está lejos. El mártir, ¿de dónde saca su fuerza? De Cristo y sólo de
Cristo. Es el don de la forta-leza el que nos asiste y el que nos da esa forma divina. Los

114
116 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

salmos lo afirman. «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?» (Sal 28,1). «Te
quiero, Yahvé, mi fortaleza, Yahvé mi roca y mi baluarte, mi libertador y mi Dios, la roca
en que me amparo, mi escudo y mi fuerza salvadora, mi ciu-dadela y mi refugio» (Sal
22, 1-3). El Señor es como una Roca, como una montaña. La imagen de la montaña nos
ayuda a entender este don. Recordemos esas montañas altí-simas, fuertes, majestuosas,
permanentes, inconmovibles. El Señor es como la montaña en cuanto a que, al ser aupa-
dos, en la cima vemos el paisaje de su divinidad, de su vida interior. Es la Roca fuerte,
estable, es la fuerza que nos viene de dentro. «La Roca que desecharon los albañiles se
ha con-vertido en piedra angular» (Sal 118, 22). Cristo es como una piedra en el sentido
de que nos cimienta, nos fortalece. Esta imagen bíblica continúa en el Nuevo
Testamento. San Pedro, que nos dice en su carta que somos piedras vivas edi-ficadas
como templo espiritual. «También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción
de un edificio espi-ritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales,
agradables a Dios por mediación de Jesucristo» (1 P 2,5). Nos acobardamos muchas
veces en nuestra vida cuando en realidad somos piedras vivas, edificadas en Cristo que
es la piedra angular. ¿Sabéis lo que hace posible que sin-tamos esta fuerza de Dios?
Nuestra debilidad; la fuerza del Señor se manifiesta en la debilidad. ¿Habéis pensando en
la fecundidad espiritual que tiene nuestra debilidad? Cuando no alcanzamos, no
podemos, cuando sentimos la impotencia de nuestra humanidad, entonces somos fuertes.
¡Qué gran cantidad de heridas nos vienen como consecuencia de que la persona se
embota en su debilidad! Piensa que su debili-dad es un problema, pero en realidad
nuestra debilidad es como el incienso que se eleva a Dios, como un abono de cul-tivo
donde se manifiesta la fuerza de Dios. Esta debilidad está compuesta por ese cúmulo de
pecados en los que cae-mos, por «nuestra flojera», una y otra vez, son los cansan-cios y
limitaciones, en nuestro carácter. Sí, hacemos

115
SÉPTIMO DÍA 117

continuamente delante de Dios nuestras propias fechorías. Pero el Señor nos dice que
soltemos en Él nuestra debilidad: «¡Suelta tu debilidad para que en ti se manifieste mi
fuerza». Dios nos capacita, su forma es la de ser Roca, y a nosotros nos hace así rocas,
formando la belleza del templo que es la Iglesia. No tengamos miedo a los
acontecimientos que nos vengan. Dios nos dará su fuerza.

Respecto al don de sabiduría, tenemos la lectura del capí-tulo 8 del Libro de la


Sabiduría: «Yo la amé y la pretendí desde mi juventud, me empeñé en hacerla mi
esposa, ena-morado de su belleza» (Sb 8,2). El hombre sabio es el hom-bre hermoso. La
sabiduría es luz y verdad para el hombre. Es el conocimiento amoroso de las cosas. El
Señor nos hace tanto a su forma que nos hace conocer como Él conoce. Noso-tros
conocemos a las cosas y a las personas desde fuera. No es lo mismo conocer a una
persona desde fuera que cono-cerla desde el amor, porque el amor te da una luz distinta
sobre las cosas, te ilumina de una forma nueva. Dios conoce así, amorosamente. El
conocimiento de Dios sobre las cosas, que aglutina todo conocimiento, tiene en su base
en el amor. Es un conocimiento gustoso, sabroso. Podemos gustar de las cosas
penetrando en su Misterio más profundo. ¿Os imagi-náis que en cada situación podamos
tener el gusto de la complacencia de Dios? Podemos gustar del torrente de sus delicias.
Del costado abierto de Jesús mana un torrente de delicias, las que Él vierte por cada uno
de nosotros. Jesús es más dulce que la miel que mana del panal, es la sabiduría divina
que nos da el disfrute de lo humano. El mundo habla mucho de disfrutar. La sabiduría
nos hace disfrutar con un goce en plenitud las cosas del mundo. Jesús es la tierra que
mana leche y miel, tu tierra prometida es Cristo, sabiduría del Padre. Él es tu promesa,
Cristo es tu tierra prometida, del que puedes chupar hasta hartarte. Este don de la sabi-
duría nos da conocimiento de la persona que viene a recibir la oración de intercesión,
también cuando adoramos e inter-cedemos. El don de sabiduría nos transforma en el
Señor

116
118 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

dando una nueva forma a nuestra alma, la que el Espíritu realiza en nosotros. ¿Qué les
pasó a los discípulos en Pente-costés? Que sufrieron esa transformación honda, el
Espíritu se derramó con sus dones haciendo en ellos su obra, y así proclamaron la
salvación de Cristo. No estamos hechos para menos, no nos conformemos con menos.
No creáis que nues-tro pecado o debilidad nos impide vivir todo esto, el Señor ha dado la
vida por nosotros, se la ha jugado del todo y no está dispuesto a que saboreemos menos.
Te ha elegido y por ello gustarás de las delicias de Dios. ¡No pongas impedi-mentos! No
hay impedimento para Él, para que este pueblo hecho de piedras vivas pueda resurgir
con una fuerza inter-cesora nueva, con un dinamismo osado. No te conformes, hermano,
que Dios no se ha conformado con tu pecado. Él lo puede todo.

ORACIÓN

Ven, Espíritu Santo, desciende sobre nosotros, otorgán-donos tus dones, capacítanos
con ellos para esta tarea de la intercesión. Danos el don de piedad para que nos ponga-
mos en las manos del Padre, para que nos dejemos hacer por Él. Espíritu divino, danos
el don de temor para que no manipulemos los regalos que nos das, para que respetemos
tu acción en nosotros y en los hermanos, para que no abor-temos tu gracia salvadora.
Danos el don de fortaleza para que, en medio de nuestra debilidad, podamos sentir tu
fuerza. Tú, Señor, que eres Roca firme donde nos cimenta-mos, danos fidelidad a tu
Palabra en medio de cualquier situación o dificultad. No permitas que te neguemos en
medio de los hombres; danos tu dignidad para que mani-festemos tu señorío. Espíritu
divino, desciende sobre tu pueblo y danos el don de sabiduría, el conocimiento amo-roso
de las cosas. Permítenos que nos adentremos en el amor que nos lleva al corazón de
Cristo. Danos tu luz y tu verdad, para que no pretendamos conocer a los otros sino como
somos conocidos. AMÉN

117
OCTAVO DÍA

Los frutos del Espíritu Santo como criterios


de discernimiento en la oración de
intercesión
El objetivo de esta enseñanza es ir viendo cómo los fru-tos del Espíritu Santo pueden
ayudarnos a discernir lo que acontece en el hermano y así orar por él con mayor hon-
dura. Como ya comentamos en sesiones anteriores, debe-mos diferenciar entre dones,
virtudes, carismas y frutos. Las virtudes son hábitos que nos capacitan más y mejor en el
camino de la fe. En este proceso de crecimiento, hay un momento en el que actúan más
los dones. Dios actúa en nosotros fortaleciendo al alma por los dones del Espíritu Santo.
Los dones van en relación a la santidad de la persona. Los carismas están más en función
del servicio y, por tanto, de la misión concreta que Él quiere que desempeñemos. ¿Y los
frutos? Son la consecuencia de esta acción del Espíritu en nosotros, es el poso que nos
deja el Espíritu Santo. Cuando una persona va acercándose cada vez más a Dios, percibe
más los frutos del Espíritu. Por ejemplo, el gozo. Podemos sentir gozo, pero no siempre
es una experiencia constante. Sentimos gozo, pero al rato estamos inquietos. La vida de
santidad no es suficientemente fuerte en noso-tros. Según vamos creciendo en el Señor,
los frutos del Espíritu Santo van siendo una experiencia mas perma-nente tanto interior
como exteriormente. Por ello, pode-mos comprobar cómo hay personas que, en medio
de

118
120 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

muchas dificultades, viven gozosas o con paz. Aquí encon-tramos una señal de la
santidad, la capacidad para respon-der desde la fe de una forma espontánea, y aquí
también la manifestación de los frutos del Espíritu Santo. Estamos hechos para dar fruto
y para que nuestro fruto dure. Un árbol está llamado a cargarse de frutos, tan pesado que
se vea más el fruto que el árbol, a veces no se ven las hojas, ves más el fruto. Para eso el
árbol ha tenido que morir a muchas cosas y dejarse chupar para que el fruto esté ahí.
Ésta es nuestra llamada, que seamos maduros y no «duros» en la vida del Señor. Los
frutos son éstos según Gal 5, 22: «cari-dad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad,
fe, man-sedumbre, templanza» (según la traducción en este caso de BAC). San Pablo
hace esa diferenciación entre los de la carne y los del espíritu. Puesto que en sesiones
anteriores hemos visto la fe y la caridad (aunque no como frutos del Espíritu, pudiéndose
recoger muchos matices al respecto), para ser más operativos nos vamos a centrar en lo
que no hemos visto. Nos quedarían: gozo, paz, afabilidad, bondad, templanza. He
clasificado los frutos en dos grupos, aquellos que van más en función de lo que acontece
en nuestro inte-rior, frente a los que van más en el trato con los otros. Desde este fuero
interno tenemos: gozo paz y longanimidad. Res-pecto a los que van al trato hacia los
otros: afabilidad, bon-dad y templanza.

Empezamos con el primer grupo, el gozo, ¿qué significa este fruto y por qué sentimos
esta experiencia de Dios? El gozo es esa alegría profunda, permanente, no es la expre-
sión exterior meramente, sino algo que está dentro de noso-tros de forma permanente.
En la Escritura aparece, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, esta expre-
sión del gozo, por ejemplo en el capítulo 15, 2-3 del libro del Éxodo tenemos ese canto
triunfal de los israelitas al haber sido liberados por Dios de la esclavitud de Egipto: «Dios
es mi fortaleza y el objeto de mi canto. Él fue mi sal-vador. Él es mi Dios, yo lo alabaré.
Al Dios de mis padres, yo

119
OCTAVO DÍA 121

lo ensalzaré. Dios es un fuerte guerrero, su nombre es el Señor».

Los israelitas estaban metidos en esa sociedad egipcia que no les dejaba expresar al
Dios verdadero. Aquellos hom-bres son liberados del yugo de Egipto, el gran imperio, y
expresan este canto triunfal, canto gozoso. Es una expresión del gozo, es la vivencia
interior de la alegría: «Cantaré al Señor sublime es su victoria, mi fuerza y mi poder es el
Señor. Él fue mi salvación» (Ex 15, 1-2). ¿De dónde brota nuestro gozo? De que hemos
sido liberados y salvados por el Señor. La diferencia entre este gozo y el gozo mundano
es que el mundano te va a dejar después un hastío tremendo. Es una falsa alegría, y las
falsas alegrías dejan heridas por-que son engaño del Maligno. El deseo de disfrutar de las
cosas lo toma el Maligno para que pongamos nuestro gozo en las cosas y no en Dios.
Una vida mundana deja heridas. Cuando vamos poniendo nuestro corazón en las cosas,
este hecho nos deja heridas. No digo que no disfrutemos de las cosas del mundo, por
supuesto que puedo disfrutar en una boda, o en una comida, sanamente se entiende. Esa
visión de que el cristiano es un reprimido es una mentira, no lo es si vive su fe de forma
auténtica. Al contrario, disfruta libre y no esclavo, ésa es la diferencia; por el señorío de
Cristo soy señor de las cosas y de aquí brota nuestro gozo. No pode-mos volver la
espalda a nada del mundo como viviendo al margen de lo que acontece a los demás
hombres. Hemos de ser cristianos en el mundo para actuar en él a modo de fer-mento,
desarrollando así nuestra misión como laicos com-prometidos. Hay un slogan que suena
constantemente por parte del mundo: «Vive la vida». No saben lo que es vivir la vida. La
vida se vive en el gozo de Dios. Cuando esto se des-coloca, se arrastran heridas. Muchas
veces en la oración de intercesión hemos de saber discernir este tipo de heridas que
vienen de haber usado de las cosas como esclavos. Tene-mos que orar en concreto por
estas cuestiones.

120
122 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Este gozo que se expresa en el AT aparece también en el cántico de Débora, en Jue 5.


De nuevo, nos encontramos con un canto de victoria, un canto triunfal, porque nuestro
gozo está en la victoria de Cristo. Éste es nuestro gozo, que suya es la victoria, es el gozo
hondo del hijo de Dios, el gozo de los pequeños.

Ana, la madre de Samuel, en 1 Sam 2: «Mi corazón exulta jubiloso en Yahvé, mi


poder se exalta en Yahvé, mi boca se ha dilatado contra mis enemigos, pues me regocijo
con tu salvación». Cuando el Señor la hace fecunda y consagra al hijo que va a tener,
canta como cantará después también María, en el Magnificat, en Lc 1,46: «Mi alma
engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios mi Salvador». La expresión del
gozo es el canto, y esto en renovación lo sabemos muy bien, que no podemos sino
expresar a través del canto el gozo que el Señor pone. Es como duplicar la expresión de
la alegría, es orar dos veces, orar a lo grande, como el que ya no puede más y desborda
en el canto, en la danza. Ésta es nuestra llamada.

El segundo fruto: la paz. ¡Cuánto se habla de la paz! Jesús en Jn 14,27, al ver cómo
sus discípulos se turban ante la inminencia de su Pasión, les dice estas palabras: «la paz
os dejo, mi paz, os doy no como el mundo la da os la doy yo». Señor, ¿cómo es la paz
que tú nos das? La paz no es ausen-cia de guerra o de tensión. Hay un santo que
especialmente recibió este carisma del Señor, el de propagar y extender la paz. Fue San
Francisco de Asís, quien además de descubrir a Dios en la creación supo expresar con
frescura el Evange-lio de la paz. Fue intermediario en grandes conflictos incluso con el
mundo islámico. Recordemos ese conocido himno franciscano: «Hazme instrumento de
tu paz, donde haya odio, ponga yo tu amor; donde haya ofensa tu perdón, Señor; donde
haya duda, fe en Ti. Maestro, ayúdame a nunca buscar ser consolado, sino consolar; ser
compren-dido sino comprender; ser amado, sino amar»(Admonición

121
OCTAVO DÍA 123

28 de San Francisco)20. ¿Qué claves nos da? Voy a fijarme en dos. En primer lugar, la
cuestión de la duda a la que hace referencia el himno. San Francisco no se refiere a la
duda de si Dios existe o no, sino a que dudemos de Dios. Cuando en nuestra vida se
ponen las aguas tempestuosas, nos pasa como a Pedro que va tan tranquilo sobre las
aguas hasta que le entra la duda y se hunde. Se trata de dudar de que Dios está ahí, y
esto es lo que me quita la paz. Esto nos deja heridas, porque es un pecado de
desconfianza. Una duda de fe nos puede llevar hasta abandonar la fe, no nos fiemos de
nosotros. Sólo la confianza total en Él nos da una gran paz, un sentimiento de sosiego
donde cesa toda inquietud, de calma infinita. Así como el gozo es tranquilo y pasional, la
paz es sosiego, ¡qué gran paz transmiten algunas personas con su cercanía o su mirada.
El segundo aspecto que deseo señalar respecto al tipo de paz que nos trae Jesús es la
nece-sidad que tenemos de descentrarnos de nuestro «yo». Espero no ser consolado,
sino consolar. Es un descentra-miento de mi ser, de mi persona. Tenemos tanta falta de
paz porque estamos siempre muy preocupados de nuestra situación. Cuando una persona
vive para los demás, vive la paz del Señor. Muchas heridas que traen nuestros herma-nos
vienen de este cúmulo de preocupaciones. Cuando esta-mos muy preocupados es porque
estamos muy pendientes de nosotros; al cambiar de mirada poniéndola en el Señor,
sentimos su paz. Fijaos que vamos localizando heridas. Ante cualquier problema que
tengamos, si en vez de centrarnos en él nos preocupamos más de los otros, el demonio
sale huyendo.

Respecto al tercer fruto de este primer grupo tenemos la longanimidad, que es una
esperanza larga. Es la capacidad de esperar a largo plazo, por eso está entre dos grandes
vir-tudes, la paciencia y la magnanimidad. La paciencia es saber

20 CHRISTIAN RENOUX, La preghiera perla pace attribuita a San Fran-cisco, Padova, Edizione
Messaggero, 2003, 179.

122
124 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

esperar: La magnanimidad implica un corazón amplio, dila-tado. Por ejemplo,


seguramente que pedimos la conversión de nuestros familiares. Debemos seguir orando
por ellos a largo plazo, quizá no lo vea, pero lo creo. Hay cosas que están en los planes
del Señor y la fe nos da la certeza de que se realizará aunque no lo veamos. En Dios no
hay tiempo y espacio. Os conté la historia de San Roberto, el primer monje que fundó la
orden del Císter. Siente que el Señor quiere reformar la orden del Cluny a la que él
pertenecía. Se pone a orar, y así estuvo durante aproximadamente 30 años y sólo vio a
otro monje que como él tenía este deseo. Pudo ver una pequeña casa que fue el germen
de la orden del Císter. Espera larga, eso es lo que nos expresan los cora-zones grandes,
empresas grandes a largo plazo. El cristiano no tiene la mentalidad del mundo y, por
tanto, no busca ni la inmediatez ni la eficacia, sino hacer la voluntad del Señor, y ante
todo su voluntad es que seamos santos. El tiempo es del Señor. Es su tiempo, no el
nuestro. Por ello muchas heri-das provienen de la impaciencia, de la desesperación.
Entonces no creemos, no esperamos y esto produce heri-das que nos van carcomiendo y
limando, porque hemos dejado de esperar largamente. Habrá cosas que el Señor nos
quiera dar de forma más inmediata, pero otras no. Se trata de acoger las cosas tal como
se nos den.

Respecto al otro grupo tenemos los frutos de la afabili-dad, bondad y templanza. Una
persona afable es una per-sona agradable. Somos a veces como las esteras de arpillera de
esas de pueblo, duras, no sólo con las personas que no son creyentes, sino entre
nosotros. Nos «pasan la mano» y raspamos muchas veces. La afabilidad es esa
capacidad para tratar al otro desde la dulzura. Cuando tienes que hacer una gestión y te
encuentras con una persona desa-gradable, se nos hace todo menos grato. ¡Cuánto
agradece-mos que una persona nos trate con afabilidad! Este ser gratos a los otros nos
viene de contemplar a Jesús. Con-templemos cómo trataba el Señor a los demás. Decía
las

123
OCTAVO DÍA 125

cosas con firmeza cuando así lo consideraba oportuno, pero esto no quitaba su
delicadeza en el trato. ¿Cómo te trata Jesús? Mira tu vida y mira a ver cómo te ha
tratado Jesús, como te ha cuidado, mimado, cómo te ha puesto a las per-sonas
oportunas, como te besa, acaricia, abraza. ¡Qué poco cuidamos el trato entre los
hermanos! Tengamos en cuenta que no nos deja la misma herida cuando nos hace daño
un hermano, o tu padre, o tu madre, que cuando es alguien más ajeno. Son muchas las
heridas que vienen de aquí, de cómo hemos sido tratados y de cómo hemos tratado a los
otros. A veces lo hemos podido hacer manipulando, engañando, diciendo medias
verdades, con autoritarismo. No sirve decir que es nuestro carácter, más bien deberíamos
decir que es nuestro mal carácter. Tratemos a los demás como deseamos que ellos nos
traten. Cuando nos tratan mal, nos sale actuar igual, pero ha de ser al contrario. Puesto
que he padecido el mal trato de los otros, deseo de veras que los otros nunca reciban un
mal trato por mi parte.

Respecto a la bondad, seguramente hemos alabado esta cualidad en muchas personas


diciendo que es muy bueno o muy buena. Pero vayamos más al fondo de esta cuestión,
viendo cuál es la fuerza del mal y la fuerza del bien y cómo cunde el poder del mal.
Recordemos el poder maligno de las guerras. Por poner algún ejemplo, los 62 millones de
personas que murieron durante la dictadura comunista en Rusia, o los 3 millones del
holocausto nazi. Este mundo enreda tanto a las personas que, al final, no sabemos que
estamos siendo partícipes de una estructura de pecado. Este torbellino del mal nos
engulle. Alguien, por ejemplo, nos dice una mentira y la apoyamos. Sin embargo, somos
responsables de romper el círculo del mal. El mal cunde, pero este círculo cerrado del
Maligno, el que está en los entresijos de la Historia, es desplomado por la fuerza de la
Cruz que se clava en medio de este torbellino expandiendo el bien. ¿En qué medida
somos partícipes del círculo del mal? La estructura sobre la que está montada nuestra
sociedad es

124
126 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

una estructura que oprime al que no tiene nada. Somos constructores del Reino. Pidamos
perdón por haber entrado en esta estructura de pecado.

La templanza es el dominio de sí. No somos meramente instinto. ¿Cuál es el fruto del


Espíritu? Es ese hombre y mujer que tienen dominio sobre sus pasiones porque Dios le
da esta capacidad para dominarlas. El hombre del mundo no puede dominarlas, se deja
llevar por ellas. El creyente es dueño de sus pasiones, la ira, la lujuria, el afán de
venganza, la avaricia o la soberbia. En este mundo, la gente, como no sabe domi-nar sus
pasiones, quiere dominar a los otros; domina a los que tiene al lado. Como no puede
dominarse, oprime. Así una mujer violada es víctima del dominio. Lo que siente es que
ha sido humillada. Las víctimas sienten que les han vapule-ado arrebatado su dignidad
como personas. Nosotros, cre-yentes intercesores, hablamos de la dignidad de los
oprimidos. Una mujer violada no ha perdido su dignidad por-que su dignidad está en su
relación con Cristo. El único que animaliza es su opresor. Muchos vienen a recibir
intercesión por ser víctimas de los otros. Ante el dominio de los otros, nosotros
presentamos la libertad de quien domina sus pasio-nes por el señorío de Cristo nuestro
Señor. Este mensaje evangélico: Cristo clama en las víctimas hablando de su dig-nidad y
por ello hemos de orar por los hermanos. Tu digni-dad, hermano, está en Cristo que
clama en ti justicia.

Vamos a pedir al Señor que nos dé esa capacidad de dis-cernimiento como


intercesores, la de ir al fondo de las cosas, con esta hondura que nos da el ser seguidores
de Nuestro Señor Jesús.

ORACIÓN

Te alabamos, Señor, y te pedimos, Jesús, que nos des como intercesores una luz
profunda que nos ayude a comprender

125
OCTAVO DÍA 127

cómo han sido heridos nuestros hermanos. Ayúdanos a orar, que seas Tú el que ores en
nosotros, para que los que han sido violentados, violados, vapuleados, manipulados,
sientan que en Ti está su dignidad, que Tú y sólo Tú das dig-nidad al ser humano.

ORACIÓN DE SANACIÓN

Estamos, Señor nuestro, ante tu presencia. Nos presen-tamos ante Ti, Tú que
conoces lo que somos, nuestros peca-dos, limitaciones, carácter, pobrezas. Queremos ser
ante Ti dóciles, para que obres a tu modo en nosotros. Hoy, Señor, te presentamos todas
esas veces en las que he usado mal de las cosas que Tú has creado y que Tú me has
dado. Per-dóname, Señor, por haber abusado de la bebida, o haberme dejado esclavizar
por la TV o por internet; por las veces en las que me he dejado llevar de una juerga fácil
buscando, en la superficialidad, la alegría. Toma, Señor, el hastío con-secuencia de mi
esclavitud; toma todos esos momentos donde no he querido reconocerte, donde me he
olvidado de Ti. Te presento a todas las personas que me han acompa-ñado y se han
dejado esclavizar. También a todas las que me han usado y tratado como un objeto.
Perdóname, Señor, por haber arrastrado a algunas personas a la perdición, per-dona
porque he utilizado para mis caprichos a los demás llevándolos a buscar el gozo fuera de
Ti. Que tu Espíritu me inunde, me repare, entre cálidamente en mí. Entra, Espíritu
divino, sanando toda sequedad y hastío, lléname, restaura mis heridas.

Señor Jesús, perdóname también por haber dudado de Ti, de que estabas conmigo,
por haberte dicho que me has olvidado por haber huido de Ti. Perdóname por haberme
mirado a mí mismo pensando que mi problema es lo más importante, por las heridas que
me han dejado mis dudas y desconfianzas. Tú estabas ahí, estás aquí penetrándome con
tu mirada amorosa, real, verdadera. Concédeme la gracia

126
128 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

del arrepentimiento y el gozo de saberme amado y la paz que viene de Ti. Señor Jesús,
perdóname por haber ago-biado a los que tengo alrededor, por haberte utilizado a favor
de la eficacia, por no haber esperado en Ti, perdó-name por mi poca capacidad para
entregarme. Ensancha mi corazón, haz de él una autopista amplia por donde vayan
muchos a Ti. Dame un corazón grande, paciente, que lo espera todo, dame la alegría y el
gozo.

Quiero presentarte a las personas a las que he hecho daño por mis asperezas o mal
carácter, las que se han sen-tido mal por causa mía, que llegue a ellas tu gracia, la cari-cia
que no di, o el amor que no manifesté. Perdóname por haber marginado a las personas,
por haberlas contestado mal tratándolas con descortesía, por haber obrado violen-cia
verbal sobre ellas o de oprimirlas con mis palabras. Dame la afabilidad de tu Espíritu y la
cordialidad. Te pido por todos los que me han tratado mal, especialmente por los más
cercanos, por mis padres, mis hermanos. Perdó-name por haberlos humillado o pegado.
Te pido por mis profesores, por las veces en las que me han hecho de menos o no me
han valorado o me han etiquetado. Por pensar que soy así. Libérame de toda herida que
me ha venido por el maltrato de los otros, por no ser lo que Tú deseas que sea, por no
mirarme como Tú me miras, como tu hijo amado en quien encuentras tus
complacencias. Hazme sentir el abrazo de tu Espíritu. Te pido perdón por haberme
dejado llevar por el mal, por haber entrado en este juego de men-tiras, dominio o
manipulación. Por no haber dicho la ver-dad por miedo al ridículo, por haber sido
cómplice. Te pido, Señor, por nuestro país, especialmente por los que están en las
estructuras, ayúdales a romper el círculo del mal. Haz que me agarre a tu cruz bendita
como un bastón que abra las aguas del mundo y aparezca la gloria de tu liberación y de
tu salvación. En medio del mundo, Jesús, que sea yo quien exprese ese signo de tu amor.
Toma todo los senti-mientos de indignidad. Te presento a los que me han hecho

127
OCTAVO DÍA 129

daño, concédeme la gracia de perdonar, la fe cierta de que Tú lo reparas todo, de que lo


eres todo. ¡Que brille tu justi-cia y tu verdad, Jesús!

Restaura aquellas heridas antiguas que parece no pue-den ser reparadas. Entra,
restaura, penetra, cura. Gracias, Señor, porque me sé en tus manos, porque puedo sentir
que me vas acariciando por tu Espíritu, sanando, restaurando, justificando; Espíritu,
ponme en las manos de Jesús, que no quede instalado en el pecado, sino volcado en el
Espíritu.

¡Ven, Espíritu Santo!

128
NOVENO DÍA

El perdón en la oración de intercesión


Hoy abordamos el tema del perdón en la oración de intercesión. Antes de entrar en él
debemos de tener en cuenta que el sacramento de la Reconciliación es el medio adecuado
y primero para que las heridas producidas como consecuencia del odio o de la violencia
en cualquiera de sus formas sean sanadas. No obstante y teniendo esto muy en cuenta, la
oración es un medio conveniente que ayuda tam-bién en este proceso de sanación
interior.

¿Qué es el perdón y qué significa? Si vamos a la Palabra de Dios, encontramos en el


Antiguo Testamento la ley del talión. «Si se produjeran otros daños, entonces pagarás
vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por
quemadura, herida por herida, car-denal por cardenal» (Ex 21, 24-25). La ley del talión
con-llevaba un cierto sentido de la justicia, por la cual el otro debía de padecer el mismo
daño que había infringido. Esta ley era avanzada respecto a muchos de los pueblos
antiguos que practicaban la venganza frente a los que les habían dañado. Sin embargo,
hay una intuición por parte del pue-blo de Israel de que el camino mejor estaba en el
amor. En el libro del Levítico 19, 17 encontramos lo siguiente: «No odies en tu corazón
a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues con un pecado por su
causa. No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo. Ama-rás a tu prójimo
como a ti mismo».

129
132 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

También encontramos en los libros poéticos sapiencia-les la historia de Job. Este


hombre justo a los ojos de Dios es probado. Se queda sin familia, sin posesiones, incluso
se ve sometido a un sufrimiento intenso debido a una terrible enfermedad. Sus amigos
insisten en que todo ello es debido a su pecado. Leen los acontecimientos en clave de
castigo, pero Job se revela frente a ello, se enfrenta a Dios y no acepta la interpretación
que hacen de los hechos los más cercanos. Tiene que haber otro sentido que, aunque no
se alcance a comprender, debe de existir. Así se abre la puerta no a un sentido
distributivo de la justicia, sino a la confianza en Dios más allá de la comprensión humana
de las circuns-tancias. Al final, cuando el Señor le vuelve a bendecir con toda clase de
bienes, después de haber pasado por esa dura prueba, Job exclama: «Sólo de oídas te
conocía, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5).

En el Nuevo Testamento se desvela en Nuestro Señor Jesucristo el verdadero sentido


del perdón. Destaca el Ser-món de la Montaña, donde inserta el evangelista Mateo el
precepto del perdón como seña de identidad del seguidor de Jesús, constructor de su
Reino:

«Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo, no
resistáis al mal, antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele
también la otra, al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale
también el manto y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien
te piedad da, y al que desee que le pres-tes algo no le vuelvas la espalda.
Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo
os digo. Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan para que
seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y
buenos y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 38-46).

Esta afirmación se inserta dentro de lo que Jesús quiere enseñar sobre el Reino.

130
NOVENO DÍA 133

El demonio impone su reino a base del odio. El odio es como una mancha negra que
se expande por el mundo. Esta oscuridad se alimenta del deseo de venganza de muchos
corazones. La venganza, el odio, el rencor generan verda-deros traumas en las personas.
Se puede manifestar en obsesiones, de tal manera que la persona puede vivir sólo para
vengarse. Hay algunos que después de muchos años de haber acontecido los hechos
dolorosos siguen guar-dando el odio hacia esas personas y esperando el momento de
vengarse. Esto hace que toda una vida se base en el odio y se viva incluso para ello. Esto
puede pro-ducir parálisis espiritual, incapacidad para amar a los otros, susceptibilidades
múltiples, cansancios crónicos, insomnios, aislamientos, hiperactividad, estrés. Todo ello
puede somatizarse a nivel físico apareciendo dolores de cabeza, problemas digestivos o
de estómago, salpullidos en la piel. No aparecen estas manifestaciones necesariamente,
pero pueden ser consecuencia de heridas espirituales pro-fundas. En la persona que ha
sido víctima, en el agente de la acción, es decir, en el agresor, pueden darse todas estas
manifestaciones, pero ante todo una profunda atrofia que puede convertirse en pérdida
de la conciencia de lo que está bien y de lo que no. Es una conciencia enferma, que hace
daño a los demás como forma de cubrir las heridas perso-nales. Los agresores, aunque
parezcan fuertes, en el fondo son los más débiles, tanto que han tenido que usar la vio-
lencia y aliarse al Maligno para poder vivir. Son almas débi-les y enfermas que han sido a
su vez, en muchos casos, antes víctimas y que no han curado sus heridas, sino que, al no
poder asumirlas, dañan a los otros como satisfacción de sus propias carencias. Al entrar
en este círculo del mal, acaban por pervertir la huella de Dios en ellos. Se creen
vencedores y fuertes dañando a los demás.

Así se crea este círculo infernal. La persona es herida, esa herida sangra, y para ser
cerrada, en vez de amar, se odia más sintiendo una falsa reparación. Ese odio daña a

131
134 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

otros generando otras heridas y abriendo más la propia, y así sucesivamente hasta la
destrucción de la persona y de aquellos que encuentre a su paso. Sólo hay un camino
para parar este huracán maligno: perdonar. Aquí estriba la fuerza del perdón, no sólo en
el hecho de que la persona que ha sido víctima de una agresión deje de odiar, sino que
además se frena el odio, la herida personal queda curada, desaparecen muchas de las
manifestaciones anteriormente aludidas, la vida adquiere otro sentido llenándose de ale-
gría y de esperanza, y además se recupera lo destruido res-taurándose en la misericordia
de Dios. Porque la justicia y la misericordia como dimensiones esenciales del Reino tie-
nen mucho que ver con el perdón. El perdón hace que la persona se sienta reparada y
que la dureza de corazón, pro-ducida como resorte defensivo al haber sido dañada, se
con-vierta en misericordia. La misericordia repara a la persona y vierte cántaros de
reparación en los que también han sufrido. Esta restauración hace que las relaciones sean
en muchos casos no sólo recuperadas, sino mejoradas al valo-rarlas más. Por eso, el
diablo tiembla ante un corazón que desea perdonar. Tengamos en cuenta lo que nos ha
dicho Jesús en el evangelio de San Mateo. No se trata sólo de no contestar con la misma
moneda, ni siquiera de no hacer daño al otro, sino de amarle. ¿Cómo es posible esto para
el hombre? No es posible, es imposible, de aquí el carácter sobrenatural de esta gracia
que ante los hombres queda manifiesta como un testimonio claro del poder de Dios.
Nosotros, como creyentes, manifestamos que perdonamos en Jesús y que es Él quien
perdona en nosotros y no puede ser de otra forma.

De aquí sacamos que el perdón es una opción y una entrega. Es una opción porque
debemos decidir que dese-amos perdonar. Esta decisión es un paso primero e impres-
cindible para perdonar. Porque vamos perdonando poco a poco. Nuestra humanidad se
retuerce cuando está muy dañada al contemplar simplemente esta posibilidad; por

132
NOVENO DÍA 135

eso necesitamos ir poco a poco. Lo que el Señor quiere es que deseemos perdonar. Un
segundo paso en este proceso es el de orar por los que nos han hecho daño. Un tercer
paso sería pedir que orasen por nosotros para que seamos capa-ces de perdonar, de tal
manera que, cuando veamos a la per-sona, no nos salga inquietud, ni odio, y que después
incluso nos salga amor hacia ella. No se trata de forzar nada, sino de pedir mucho al
Señor que nos vaya reconstruyendo; por eso sería conveniente que intercedieran los
hermanos por noso-tros tantas veces como necesitemos hasta que las heridas vayan
sanando. Junto a ello, el perdón es también una entrega de todos esos deseos de que nos
den la razón, de tomar la revancha, esos malos impulsos o si no negativos del todo, no
siempre purificados; todo nuestro sentir y pen-sar al respecto debemos entregárselo al
Señor, así nuestra mente para de dar vueltas al mismo tema, una y otra vez, no
agrandando las heridas que ya se han producido. Así, el odio, para en nosotros, queda
como inmovilizado. Esta entrega tiene un cierto carácter sacrificial y tiene mucho que ver
con la confianza, porque más allá de lo que senti-mos y padecemos está el amor del
Padre, en cuyas manos lo dejamos todo.

Hay una segunda cita del Nuevo Testamento que me gus-taría subrayar y que nos
abre a nuevas perspectivas res-pecto al perdón. Se trata de Mt 18,21: «Pedro se acercó
entonces y le dijo: Señor ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi
hermano? ¿hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta
setenta veces siete». Estas palabras de Jesús rompieron todos los razonamientos de
Pedro, como también hace con los nues-tros. El perdón no es una acción puntual
(aunque también puede ser más intensa por determinadas circunstancias) de un momento
de la vida, sino una actitud vital, continua, permanente, es un canto de fidelidad a Dios.
La persona ha de decidir vivir perdonando. Y aquí, reconozcamos que todos estamos
necesitados de que nos perdonen. En nuestro

133
136 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

caminar cotidiano, sobre todo en los grupos de oración, son muchas las veces en las que
tenemos desencuentros entre los hermanos. De aquí la necesidad de perdonarlos tantas
veces como sean necesarias. Pero también nosotros nece-sitamos ser perdonados en
muchas ocasiones. No todo lo hacemos bien. Si nos paramos a pensar un poco, ¿no nos
aguantan los hermanos muchas cosas? El perdón es una corriente que establece una
comunicación interior, pro-funda, entre los miembros de una comunidad, en el fondo, en
la Iglesia, porque Ella nos lleva a Cristo que nos ha sal-vado. Al acoger la salvación de
Nuestro Señor, recibimos este río de bendiciones que viene del perdón. Porque Jesús lo
ha tomado todo en sí, y por ello se trata de adherirnos a Él para así poder perdonar,
sentir el perdón y ser perdona-dos. Por ello, a continuación de la cita anterior, Jesús
cuenta la parábola del siervo sin entrañas, aquel que pide ser per-donado por una gran
deuda y sin embargo él no perdona a un siervo suyo que ha contraído una deuda mucho
menor con él llevándole al final a la cárcel. Esto es lo que nos pasa en algunas ocasiones,
imploramos el perdón de los otros y nosotros no perdonamos. En realidad, en ese caso
no hemos sentido el perdón y no hemos perdonado de veras, porque quien se sabe
perdonado y amado, y salvado por Nuestro Señor Jesucristo, no puede sino perdonar y
amar y pedir perdón al comprender su vulnerabilidad.

El per-don es un don por lo tanto gratuito, inmenso, es un regalo que no tiene su


sentido en los merecimientos, sino en la gratuidad de la salvación. Por ello el prefijo
«per» subraya el carácter sobreabundante, inmenso, sublime de este «don» que detiene
el odio, reconstruye los corazones, sana, repara, libera, transforma, deifica.

En renovación carismática solemos orar para que la per-sona se abra al perdón en un


triple sentido. En primer lugar, oramos por todas las heridas que hemos contraído por no
haber aceptado la voluntad del Señor en nosotros, por

134
NOVENO DÍA 137

habernos rebelado frente a Él. Es la primera dimensión que necesita ser sanada. En
segundo lugar, oramos por todas aquellas heridas que se han producido por no
perdonarnos a nosotros mismos. Albergamos muchos sentimientos de culpa, no haber
hecho las cosas mejor, o por haber pecado, haber hecho daño a los otros. El perdón
hacia nosotros nos hace mirarnos como Jesús nos mira, y esa mirada es siem-pre de
misericordia. En tercer lugar, ha de ser sanada la relación con los demás. Hemos de
perdonar a nuestros padres, hermanos, por las veces en las que no nos han tra-tado
desde el amor, a nuestros profesores, médicos, veci-nos, familiares, amigos abriéndose
así este canal de la reconciliación.

Quiero señalar tres actitudes que me parecen básicas al orar por los hermanos, porque
no es tan importante tanto cómo orar por ellos, cuanto las actitudes básicas que hemos
de tener en el momento de hacerlo. Destacaría tres. La pri-mera, la certeza en la eficacia
de la oración y la fuerza del perdón. Nos admiramos mucho cuando vemos un milagro de
sanación física, cuando un ciego ve, un sordo oye o cual-quier otro signo que nos habla
de la realidad de que el Reino de Dios está presente. Sin embargo, no nos admiran tanto
los milagros de sanación interior, porque en el fondo no podemos verlos en muchos
casos, y en otros vemos algo, pero no todas las repercusiones que ha podido tener. De
aquí que necesitamos más fe quizá para reconocerlo. Pero la acción liberadora que
desencadena el perdón es tan fuerte que es imperceptible en muchos de sus aspectos
para nuestros ojos y comprensión. Más que nunca el hombre de hoy necesita de
reconciliación, de reparación, consolación y sanación. Por ello es muy posible que hoy el
Señor quiera realizar muchos milagros de este tipo. Nosotros, como intercesores estamos
convencidos de la eficacia y de la fuerza del perdón, y con esta certeza oramos los unos
por los otros y muy especialmente aquellos que hemos recibido el regalo de este
ministerio.

135
138 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Una segunda actitud sería la de la unción, es decir, orar por los hermanos dejándonos
llevar por el Espíritu; Él nos indicará que cosas en concreto hemos de decir, no vayamos
demasiado apegados a formulismos, sabiendo a grandes rasgos cómo hemos de orar,
escuchemos la acción del Espí-ritu que nos vaya indicando.

En tercer lugar, sencillez. En algunas ocasiones quere-mos tocar tantos aspectos y


circunstancias que nos com-plicamos excesivamente, y más que disponer al hermano
para que reciba la sanación de la herida, parece que vamos hurgando en ella. La sencillez
caracteriza a las almas de Dios, y allí actúa el Espíritu. Pidamos al Señor nos libere de
todo aquello que entorpezca su acción en nosotros y nos haga instrumentos en sus
manos.

ORACIÓN

Señor Jesús, hoy ponemos en tus manos nuestra vida. Te doy gracias por todo lo que
he recibido de ti, por todo lo que me ha acontecido o pasado. Acepto y amo cada aconte-
cimiento donde puedo descubrir tu misterioso plan de amor para conmigo. Perdóname
por las veces en las que no he aceptado tu voluntad, por haberme revelado frente a tus
planes, por haberte echado la culpa de mis males, que pueda descubrir tu acción
sanadora en mi vida. Señor, ayú-dame a perdonarme a mí mismo, libérame de todo
senti-miento de culpa, de autocompasión, orgullo, tristeza, desánimo, por no estimarme
como Tú lo deseas, por no verme tan hermoso como Tú me ves. Hoy te entrego la ima-
gen que tengo sobre mí para que pongas la tuya con tanta claridad que ésa sea mi
referencia en mi vida. Señor mío, hoy pongo en tus manos a todas las personas que me
han hecho daño, también las circunstancias en las que se die-ron los hechos y todo el
dolor que trajo y que me causó. Señor mío, hoy en tu nombre las perdono porque me sé
per-donado y amado por Ti. Pongo en tus manos a mis padres

136
NOVENO DÍA 139

por todas las veces en las que no me han entendido, ni me han dado tanto amor como
necesitaba, o la atención nece-saria, por haberme discriminado frente a mis hermanos. A
mis compañeros, por haberse reído de mí en muchas oca-siones. Perdono a mis amigos
por no haber estado cerca cuando más los necesitaba. Señor mío, hoy puedo sentir cómo
nos abrazas a todos. Gracias y que el manantial de bendición y perdón que brota de tu
costado abierto llegue a todos los hombres. AMEN.

ORACIÓN DE INTERCESIÓN

Hay un momento muy especial en la vida de Jesús desde el que podemos contemplar
lo que significa el perdón. «Lle-gados al lugar llamado El Calvario, le crucificaron allí a él
y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen». (Lc 23, 33-34). Estas palabras no dejan de
encerrar un profundo misterio. ¿Por qué dice Jesús que no saben lo que hacen? Anás y
Caifás habían previsto muy bien cómo condenar a Jesús. Podían haberlo lapidado al
someterle sólo a un proceso religioso. Pero deseaban darle muerte y una muerte de cruz.
La cruz era maldición para un judío. Si le condenaba a la cruz eso supondría no sólo su
muerte, sino además que su obra desapareciera de la faz de la tierra. Habían previsto el
momento, la Pascua, una fiesta funda-mental en el calendario judío. En las fiestas, el
pueblo no está tan pendiente de las cuestiones políticas y se centra más en la celebración.
Al fin y al cabo, había que condenar como al peor de los malhechores a un inocente.
Encontra-ron a un traidor, Judas, que les diría dónde estaba Jesús en el momento
adecuado. El odio y la perversión caracteriza-ron la maniobra del Sumo sacerdote y del
Sanedrín. Pero además en la Pasión aparecen otros personajes, tales como Herodes, el
típico hombre corrupto, ante quien Jesús no dice una palabra. El mismo Pilato, quien
sabe que Jesús es

137
140 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

inocente y no obstante acaba por condenarlo a muerte por miedo a las consecuencias que
pudiera tener liberarlo. El signo de lavarse las manos ha quedado como el signo del
cobarde. Frente a ello ¿por qué Jesús dice que no sabe lo que hacen? Además, lo dice en
ese momento en el que está a punto de morir, cargado de dolor y sufrimiento. Es cierto
que los verdugos cumplían órdenes, pero lo hacían de forma despiadada y sin
escrúpulos. Es cierto también que no sabían que era el Hijo de Dios, pero Jesús lo había
dicho y no quisieron reconocerlo, ¿entonces?

No sabemos lo que hacemos cuando odiamos, lo que es el poder del odio y sus
consecuencias. Cuando el hombre se ha visto envuelto en la guerra, ha podido
comprobar el poder devastador del odio y la violencia, y esto sólo es un poco de lo que
es. No sabemos las consecuencias del per-dón. Jesús toma para sí todo pecado, herida,
castigo que nosotros hubiéramos podido merecer y lo carga sobre sus hombros.
Mirándole a Él podemos ver a toda la Humanidad siendo liberada y perdonada en estas
palabras. Hoy como intercesores, en Jesús, vamos a orar por el mundo con ellas, y
puesto que muchos hombres están encerrados de tal manera en el círculo del odio que no
saben cómo salir de él, pidamos nosotros perdón por ellos para que puedan abrirse a esta
gracia y para que las compuertas se abran entrando así la salvación de Dios.

Padre, perdona a los políticos, porque no saben lo que hacen cuando se enriquecen a
costa de los más débiles, cuando se dejan corromper por adquirir el poder, cuando no
cumplen con su obligación y no son honrados, cuando se aprovechan de los que tienen a
su cargo para explotarlos según sus intereses. Perdónalos cuando no buscan la uni-dad y
el bien común, sino el suyo propio. Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.

Padre, perdona a los profesionales de los medios de comu-nicación cuando manipulan


la información, o la fraccionan,

138
NOVENO DÍA 141

cuando la expresan según sus intereses económicos o ide-ológicos, cuando no presentan


la verdad de los aconteci-mientos en la diversidad de su expresión, cuando mueven a las
personas a la desesperanza y a la tristeza y no buscan la defensa de justicia, cuando se
ponen del lado de los pode-rosos y no de los más débiles. Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen.

Padre, perdona a los profesionales del mundo de la salud, a los médicos, enfermeras
cuando son negligentes, cuando no buscan salvar vidas humanas, sino que se pres-tan a
practicar abortos y eutanasias, cuando gestionan los medios materiales para sacar
rendimientos económicos y no salvar a las personas. Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen.

Padre, perdona a los abogados que interpretan la ley no para defender al inocente sino
para liberar al culpable, per-dónalos por abusar de sus prerrogativas e imponer tasas que
no pueden pagar los que más necesitan defenderse, por dejarse vender en vez de
defender la justicia. Padre, perdó-nalos porque no saben lo que hacen.

Padre, perdona a los profesionales del mundo del deporte por enriquecerse frente a la
pobreza de muchos, por ingerir drogas que les permitan sobresalir de forma ilí-cita sobre
el esfuerzo de los otros, por pensar que son una especie de dioses y no utilizar su
posición para ayudar a los más desamparados. Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen.

Padre, perdona a los directivos, a los que se dedican al mundo de la economía, a los
profesionales que están en las entidades bancarias por usurpar el dinero de los otros y
usarlo de forma ilícita, por robar a sus clientes, por asfi-xiarlos con hipotecas y deudas no
facilitándoles los medios necesarios para vivir. Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen.

139
142 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Padre, perdona a los profesionales de la enseñanza, pro-fesores, maestros,


investigadores del mundo universitario por humillar a los que enseñan, por etiquetarlos
sin pro-mocionar sus capacidades, por calificarlos injustamente, por no educar en los
valores que construyen a la persona y hacen posible una sociedad mejor, por manipular
su pen-samiento y no ofrecerles la diversidad de experiencias necesarias para el
desarrollo de su capacidad crítica y el buen uso de su libertad. Padre, perdónalos porque
no saben lo que hace.

Padre, perdona a los artistas por no expresar la belleza, por darse a la expresión del
feísmo y el sin sentido, por no animar con sus creaciones al bien, por tergiversar la per-
cepción de las cosas, por rendirse frente a las peticiones del mercado renunciando a la
expresión más personal de su inspiración, Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen.

Padre, perdona a los que están en los sindicatos cuando cejan en su empeño por
defender a los otros buscando su logro ideológico o económico, cuando flojean frente a
las dificultades y se dejan llevar del miedo y de la cobardía, cuando engañan a los demás
haciéndoles pensar que son defendidos, cuando sólo pretenden sacarles provecho. Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen.

Hoy, Señor, dejamos en tus manos a todos los hombres que tienen responsabilidades
en la sociedad, en el mundo de la cultura, la política, el arte, la enseñanza, a todos los
profesionales que tienen a su cargo a otros, dejamos con ello a todos los hombres del
mundo y muy especialmente de nuestro país para que puedan sentir este abrazo de
reconciliación de los unos con los otros, para que sanes las relaciones entre ellos y los
que dependen de ellos, para que podamos entre todos construir una sociedad que te
tenga a Ti como principio y tienda a Ti como fin. AMÉN.

140
Epílogo:
Deseo que este recorrido de formación y sanación inte-rior nos haya servido para que
continuemos caminando en el seguimiento de Nuestro Señor Jesucristo y, para que sea-
mos mejores servidores suyos. Os recomiendo que no leáis simplemente estas
enseñanzas, sino que oréis con ellas, para que el Señor os revele en su presencia sus
designios y, para que abriéndonos más a su gracia, se realice su volun-tad en cada uno de
nosotros.

¡A Él la gloria y el poder por siempre!

141
BIBLIOGRAFÍA

JUAN DE LA CRUZ, «Subida del Monte Carmelo», en ID, Obras Completas, EDE,
Madrid⁶ 1986, 562.

LÉON-DUFOUR, X., Vocabulario de Teología bíblica, Herder, Bar-celona 1988.

RENOUX, CH., La preghiera perla pace attribuita a San Fran-cisco, Edizione


Messaggero, Padova 2003.

RIVERA, J.- IRABURU, J.M., Síntesis de espiritualidad católica, Fundación Gratis


Date, Pamplona 1988.

ROYO MARÍN, A., Teología de la Perfección cristiana, BAC, Madrid 1968.

T ERESA DE JESÚS, «Moradas del castillo interior», en ID, Obras Completas, BAC,
Madrid ⁸1986, 562.

T ERESA DE LISIEUX, «Historia de un alma», en ID, Obras Com-pletas, Monte


Carmelo, Burgos 1996, 260-261.

142
ANEXO

A continuación pongo las pautas de meditación que nos sirvieron de reflexión durante
el plan de formación con el fin de que, también puedan ayudaros en la oración a todos
los que habéis leído estas enseñanzas:

Sobre la humildad:

Lee y medita la lectura del Éxodo 3, 1-6. Moisés se des-calza ante la zarza ardiendo
porque sabe que está pisando terreno sagrado. ¿De qué cosas personales piensas que
debes despojarte al orar por los hermanos a través del signo de la imposición de manos?

¿Cómo podrías practicar la virtud de la mansedumbre en la intercesión?. Deja que el


Señor te hable a través de la cita de Mt 11, 28-29.

Contempla a Jesús humilde en los Misterios de su vida, especialmente en el


nacimiento o en la vida oculta de Naza-ret (Lc 2). ¿Es la humildad la virtud que te
caracteriza al orar por un hermano?

Sobre la obediencia:

Lee y medita la lectura de San Pablo Flp 2, 6-11. ¿Cómo obedeció Jesús al Padre?
¿Qué modo de obediencia te pide Jesús en la intercesión?

En el capítulo 17, 9-26 del evangelista San Juan, Jesús intercede por los suyos y por
el mundo. Medita sobre cua-les son las actitudes de Jesús en esta oración de intercesión.

143
148 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Escribe una oración donde pidas al Señor estas dos acti-tudes esenciales para la
oración de intercesión, es decir la humildad y la obediencia.

Sobre el discernimiento:

Medita Gal 5, 19-24. Enumera tanto los frutos de la carne como los del Espíritu,
pidiendo al Señor que te conceda los segundos y te evite caer en los primeros a la hora
de la ora-ción de intercesión especialmente. Hazlo uno por uno para que te ayude a
percatarte de su importancia.

¿Qué inclinaciones que vienen del mundo, de la carne o del demonio te acosan con
más frecuencia?

¿Cómo es tu relación con el Espíritu Santo? Piensa en cómo podrías disponerte mejor
para crecer en ella.

La purificación del corazón es fundamental para ser hombres y mujeres espirituales,


capaces de discernir. Piensa qué medios podrían ayudarte más en esta purifica-ción
personal.

Sobre la prudencia:

Medita las características del hombre prudente según Sb 9,1-11.

¿Cual es el perfil del cristiano prudente? Escribe las características fundamentales y


aplícalas a la oración de intercesión.

¿En qué sentido fue el rey Salomón un hombre prudente y en qué no? ¿Podría este
personaje bíblico enseñarte evi-tándote caer en sus errores? ¿Cómo?

¿En qué momentos de la vida pública de Jesús podemos contemplar su prudencia?


¿Cómo se conjugan en Jesús la fortaleza y la prudencia, la firmeza y la mansedumbre?

144
ANEXO 149

Sobre la escucha:

Haz un rato de silencio largo delante del Santísimo. Estate atento a las mociones que
el Señor te va dando. Apunta lo que has sentido y vivido en ese tiempo, lo que has
escuchado.

Medita el texto de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35). Fíjate en cómo escucha
Jesús a los dos discípulos que están desesperanzados y entristecidos.

Repite en oración varias veces y a modo de jaculatoria el salmo 62. Ve dejando todas
las dimensiones de tu vida en Jesús, descansando en Él, reconociéndolo como “El
Absoluto”.

Sobre la acogida:

Piensa ante Dios en la historia de tu vida ¿De qué manera te has sentido acogido?
Recuerda los momentos más impor-tantes en este sentido y da gracias a Dios por ellos.

Medita el texto de la mujer adúltera y ve distinguiendo los siguientes momentos:


acogida, aceptación, defensa, per-dón, envío (Jn 8, 1-11).

¿Qué rasgos caracterizan a una persona con el don de la acogida?¿Cómo se


manifestarían en la intercesión dichos rasgos?

Sobre la misericordia:

Medita los rasgos de la misericordia de Dios Padre según la parábola del Hijo pródigo
(Lc 15, 11-32).

¿Cuáles son los frutos de la misericordia? Puedes encon-trarlos en Jn 10,9-16.

Contempla la Pasión de Cristo, para ello puedes leer algún relato sobre la Pasión. ¿En
qué sentido la Pasión de Nuestro Señor sana las heridas de nuestros hermanos y las
nuestras? Puedes elaborar una oración personal en base a las heridas de Jesucristo

145
150 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Sobre la consolación:

¿Qué caracteriza la experiencia de la desolación de Cristo en Getsemaní? (Lc 22,39-


46)

¿Cómo consuela Jesús a sus discípulos según Jn 14?

Puedes orar con el texto de la unción en Betania en Jn 12, 1-11. ¿Cómo podrías
consolar a Cristo en los hermanos?

El Espíritu Santo consolador sana nuestras heridas. Ela-bora una oración invocando al
Espíritu y pidiendo la sana-ción de las heridas causadas por la depresión o la tristeza.

Sobre la fe:

Según la carta a los Hebreos 11, 1-26. ¿Cuales son las características de la fe?

¿Qué caracteriza a la fe de los que acompañan al paralí-tico en Lc 5, 17-26?¿Dónde


reside el poder de la fe? ¿Cómo es tu fe?

Sobre la esperanza:

Escoge uno de los evangelios y ve meditando cómo sería la mirada de Jesús en


relación a las personas que se encon-traba ¿Te sientes mirado por Jesús? ¿Cómo?
¿Cómo miras tú a los hermanos, especialmente a aquellos por los que intercedes?

Jesús deseaba entregar su vida por nosotros ¿Cómo son tus deseos?¿Deseas ante todo
hacer la voluntad de Dios Padre?¿Cómo se purifican tus deseos? Piensa en interceder
para que los deseos de los hombres estén en conformidad con la voluntad de Dios.

Hay heridas en el ser humano que son debidas a que no han salido los proyectos
propios. El Señor rompe al hom-bre y esto ha de llevarla a la esperanza ¿Ha sido así en
tu vida? Piensa y medita en esta cuestión que también ha de ser sanada en los hermanos
que van a recibir la intercesión.

146
ANEXO 151

Sobre la caridad:

Medita el himno a la caridad de 1Cor 13, 4-7. Piensa como se dan esos rasgos de la
caridad en Jesucristo y contempla así, en la medida que el Señor te lo conceda, cómo es
su amor.

El fuego del Espíritu quema nuestros egoísmos ¿Qué fal-tas de entrega al Señor han
de ser sanadas en ti? El egoísmo nos encierra en nosotros y nos aísla produciéndonos
heri-das interiores. Puedes interceder para que este tipo de heri-das sean sanadas en ti y
en los hermanos.

¿Has pensado que la oración es un ejercicio de silencio, oblación y de entrega?

¿Cómo podría ser más delicado tu amor a Jesús?¿Cómo podrías disponerte mejor
para que la intercesión fuera un ejercicio de mayor entrega al Señor?¿Qué cosas te están
obstaculizando para una entrega mayor?

Sobre los dones de entendimiento, consejo y ciencia:

Según lo que has escuchado en la predicación ¿Cómo se manifiesta los dones de


entendimiento, consejo y ciencia en la oración de intercesión?

Medita la cita de Lc 9, 28-36, sobre la transfiguración del Señor como una poderosa
manifestación del poder de Dios, una expresión de la luz divina. ¿En qué sentido los
dones de entendimiento, consejo y ciencia son luz para el alma?

Sobre los dones de piedad, temor de Dios, forta-leza y sabiduría:

¿Qué implicaciones tiene para un intercesor ser “Hijo de Dios” ¿Qué actitud ha de
reflejarse al orar como conse-cuencia? (Rom 8, 14-17).

¿En qué sentido podemos “manipular” a Dios en la ora-ción de intercesión? Ruega al


Señor para que te libre de ese peligro. Pide al Señor el don de temor de Dios.

Medita Sb 8, 1-21. ¿Qué caracteriza al don de sabiduría?

147
152 CIMIENTOS ESPIRITUALES DEL INTERCESOR

Sobre los frutos del Espíritu Santo:

¿En qué sentido los frutos del Espíritu Santo pueden ayudarnos como criterios de
discernimiento al orar por los hermanos en la intercesión personal?

Sobre el perdón:

Medita la cita de Mt 5, 38-48. ¿Qué importancia tiene el perdón respecto a la


construcción del Reino de Dios?

¿Qué quiere decir Jesús con la parábola del siervo sin entrañas de Mt 18, 21-35? ¿Te
sientes identificado con ella? ¿En qué sentido?

Contempla a Jesús cómo perdona a los que le están matando en Lc 23,34. ¿Qué
relación tiene el perdón con la salvación que nos trae Jesucristo y qué consecuencias
tiene para el hombre?

Elabora una oración en la que vayas intercediendo por el mundo repitiendo con Jesús.
«Padre perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)

Reserva un rato largo de oración ante el Señor y ve orando pidiendo perdón al Señor
por tus pecados. Pide al Señor la gracia de sentirte perdonado y da gracias por como ha
actuado en tu vida. Pídele insistentemente la gracia del perdón para que así te prepare
para ser un buen instru-mento en esta misión de la intercesión que Él te ha enco-
mendado.

148

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