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Veintiún gramos es el peso de la vida, o del alma, o de aquello que por cualquier otro
nombre dicen algunos que se pierde al morir. Todo en esta premisa —falsa o cierta, no
es el punto— es de naturaleza mística y tiene implicaciones éticas. Parte y desemboca
en el ámbito de las Ideas, y se antepone a la realidad sensible. Esta realidad es
truculenta, necesariamente imperfecta, pero, a la luz de la abstracción que la acoge,
revela un sentido final. Casi siempre, un sentido edificante y sublime.
Uno querría evitarlo, pero el caso particular lo exige: para internarse en 21 gramos
—incluso en su mera reseña— hay que hablar de Amores perros como antecedente y
referencia: simplemente, aquélla no existiría sin ésta. Primero por las razones obvias: el
éxito avasallador de su ópera prima le permitió a González Iñárritu filmar su segunda
película en condiciones inéditas para un director mexicano, como tal desconocido en su
país, ya no se diga el extranjero. Cuando la productora Focus Features decidió hacerse
cargo del financiamiento de 21 gramos, el director ya había decidido las condiciones
creativas de su proyecto: la elección del casting y las locaciones, el guión intocable y el
derecho al corte final le correspondían sólo a él. Nada de esto se pondría a discusión. Se
trata —así la ha calificado—, de la primera película en Hollywood concebida por
mexicanos, en donde la injerencia estadounidense se limita a la inversión del capital.
Los otros vínculos con Amores perros —los que interesan más allá del cliché del
"mexicano que conquista Hollywood"— son los que mejor explican los altibajos de 21
gramos. Son también los que podrían comenzar a definirlo como autor, y cuya
reincidencia es clave para someterlo o no a un juicio a veces perjudicial, a veces
halagador.
Mucho tiempo antes de su estreno, lo único que se sabía de la cinta era que el azar
volvía a ser protagonista en la forma de un accidente automovilístico. Otra vez —
corrían los rumores— las vidas de tres personajes se verían entrelazadas como
consecuencia de una fatalidad. Cada vez que se lo cuestionaba al respecto, el director
respondía con un enfático: "No es lo mismo." La estructura de 21 gramos, proseguía en
su defensa, era un logro atribuible a la valentía de Arriaga: ni rastro de narrativa lineal,
simultánea o de episodios con cronologías que se rozan. Lo que en Amores perros era
una trilogía de relatos convergentes, en 21 gramos significaría la descomposición de un
mismo argumento en partículas mínimas que sólo adquirirían sentido vistas en su
totalidad. La expectativa se cumplió. A contracorriente de la tendencia más comercial
del cine —inclusive del que corre riesgos, el que se niega a pactar con la flojera del
espectador—, 21 gramos es el tipo de película que no existe sin un público que pone el
intelecto y participa.
Que éste sea uno de los logros de la cinta impide ser explícito en la revelación de su
argumento: los implicados son una mujer (Naomi Watts) cuya vida familiar destrozada
deriva en autodestrucción; un profesor de matemáticas (Sean Penn) que, después de
estar desahuciado, recibe un transplante de órgano, lo que paradójicamente deriva en
una fatalidad mayor; y un ex convicto convertido a fanático religioso (Benicio del Toro),
cuyo papel en el argumento es el hacer de pivote en el cambio de vida de los otros dos.
En una cinta que en su totalidad no puede ser sino calificarse de intensa, quizá la
intensidad exacerbada es justamente su talón de Aquiles. Que cada uno de los retratos
de vida esbozados antes suene sobrecargado de dramatismo y tragedia es el costo de
que los personajes existan para ajustarse a abstracciones preconcebidas y no, en
cambio, para habitar sus propias vidas —las clases de matemáticas de uno, la rutina
familiar de la otra, hasta la vida carcelaria de aquél—, con todo y sus momentos
superfluos, que son todo menos banales en el contexto de una existencia plena, y
claves para entender la tragedia de su interrupción abrupta.
Todo esto, que podría ser una actitud provocadora de Tsindatze sin méritos para ser
premiada, toma un sentido desafiante pero en términos del todo artísticos, cuando el
último fotograma de la cinta —por cierto, un eco sutil de la primera escena, cuando
Lukas tritura con saña una cucaracha— cuestiona en cosa de segundos cualquier idea
preformada de lo que es un final "de película". A través de su conclusión irritante,
Schussangst presume la solidez de un guión congruente y desconcertante a morir.
Las cintas que sí tocaron fibras —de las que valía más la pena quejarse o celebrar—
fueron aquellas que compartían un rasgo preciso y que las marca como puntos de
partida de seguros debates por venir: eran las películas en las que el público era
obligado a cruzar un umbral. De un lado, el seguro, se encontraba la comedia como
género que aun en su versión más negra no obliga a tomar partido con respecto a la
crueldad. El otro, el destacado involuntariamente por jueces, crítica y audiencia,
maneja planos horizontales para describir lo risible y lo espeluznante: una
yuxtaposición incómoda que a pasos firmes el cine va contemplando como una
categoría de lo real. ~
Responda con sí o no, sin pensar demasiado, a las siguientes preguntas: 1) ¿Toleraría
ser testigo de una violación brutal? 2) ¿Toleraría ver completa una escena ficticia que
represente una violación brutal? 3) ¿Considera que lo segundo depende de cómo se
represente la violación? Si alguna de su respuestas es sí —o incluso si ninguna lo es—,
usted se encuentra, como la mayoría, atrapado en una paradoja sobre las relaciones
entre ética y cine, los límites de la representación y lo que cree que hace la diferencia
entre una película honesta y una película que manipula y explota. Quizá esto no le
quede claro porque las preguntas son una abstracción. Pruebe entonces visualizar una
escena como la siguiente: la italiana Mónica Bellucci —el sueño húmedo que es
también actriz— camina por un túnel oscuro, apurando el paso desde la altura de sus
tacones delgados. Los tacones hacen juego con el resto del atuendo: un vestidito
blanco —especie de camisón satinado— que, a juzgar por los pezones erectos de su
portadora, apenas la protege de una madrugada fría. Por circunstancias fortuitas, esta
imagen, que parecía estar hecha para complacerlo a usted, también complace a un
personaje de la película. Actuando en consecuencia con su naturaleza criminal —es un
padrote violento—, el hombre ataca al personaje de Bellucci, entendiendo por ataque
una violación anal, y después la desfiguración de su rostro. La escena completa, sin
cortes ni fueras de cuadro, dura casi diez minutos. Y no es, por cierto, la más sangrienta
de la película, que en octubre usted verá exhibirse bajo el título Irreversible.
A este punto de la escena, usted sólo pudo haber reaccionado de dos maneras
distintas: le ha gustado o ha cerrado los ojos, pero no ha permanecido indiferente. Si ha
vuelto a las primeras preguntas, quizá la paradoja sea más clara: entre más
insoportable la escena, más honesta la película. Si llega al punto de cerrar los ojos, se
cancela el acto cinematográfico y la película cuestiona los límites de la representación.
El planteamiento inverso es el que más incomoda: si fuera posible no sólo ver la escena
sino incluso disfrutarla (después de todo es Mónica Bellucci en cuclillas y con vestido
brilloso), ¿podría decirse entonces que se ha logrado el objetivo del narrador?
La fama difícil de Gaspar Noé está sustentada por el mediometraje Carne (91), una
reflexión sobre las distintas procedencias y destinos, todos repulsivos, de la materia del
título; por el largometraje Solo contra todos (99), un monólogo de odio en voz de un
carnicero sin empleo y alienado en todos los sentidos posibles, y por el cortometraje
Sodomitas, parte de un proyecto del Ministerio de Salud de Francia, que reunió a
directores para promover el uso del condón a través de cortos de pornografía dura, y
que al final rechazó el de Noé por incorporar en la historia ositos de peluche.
(El sexo entre menores de edad —la perversa alusión de Noé— fue considerado por el
gobierno francés inapropiado para sugerirlo en un proyecto con fines educativos.)
En una escena de Solo contra todos, su largometraje anterior, una frase escrita en
tipografía roja y sobre un fondo negro anticipa una escena brutal: "Tiene usted 30
segundos para dejar la sala de cine", se nos advierte. Esta leyenda bien podría aparecer
en Irreversible incluso antes de empezar la película. Pero aquí no hay una advertencia
escrita, quizá porque el director ha llegado a la conclusión de que un espectador
responsable y en favor de un cine genuino no tendría que ser advertido —como no lo es
tampoco en la vida real— de que un incidente horrible está por ocurrir. O quizá, lo más
probable, porque ya está advertido desde la primera escena, digna de salir corriendo,
de que las cosas no mejoran nada: ese que ya se está viendo es el final de la historia. Lo
que sigue, según se quiera, es a) Monica Bellucci en vestidito blanco y luego
semidesnuda o b) una mujer violada, en bastante mal estado, agonizando en el piso.
Tiene usted más de 30 segundos para decidir si lo quiere mirar. ~
El 20 de abril de 1999, con apenas horas de diferencia, el presidente Bill Clinton se vio
obligado a dar dos mensajes por televisión. En uno de ellos prometía a su gente que
trataría de evitar el mayor número posible de bajas civiles en el que sería el día más
largo de bombardeos a la ciudad de Kosovo. En el otro, se lamentaba por la tragedia
ocurrida en una preparatoria llamada Columbine, en Littleton, Colorado, en la que dos
adolescentes habían introducido armas en las grandes bolsas de sus gabardinas negras
y habían abierto fuego indiscriminado. Tras causar la muerte de trece compañeros y
habiendo herido a otros veintiocho, ambos se habían suicidado disparándose sus rifles
en la boca.
Los días que siguieron a estos dos anuncios, las pantallas de los noticiarios dejaron
de transmitir la guerra de Kosovo y se concentraron en buscar culpables para la
tragedia de Columbine. Muy pronto encontraron a la figura que buscaban tanto como
si se tratara de un tercer asesino: era un señor muy alto y flaco, maquillado todo de
blanco, que se hacía llamar Marylin Manson y que cantaba canciones del diablo. No
había duda, decían psicólogos y opinadores: Marylin Manson era la influencia más
negativa sobre Eric Harris y Dylan Klebold, los niños asesinos de Columbine. Estaban
todos tan seguros de ello que la cara larguirucha y pálida de Manson desplazó de las
pantallas al rostro del carismástico Clinton, tan ajeno a la tragedia de Columbine, tan
dedicado a su guerra.
Tras su reciente premiación con un Óscar —y beneficiada aún más por el discurso
antibélico de Moore en la premiación—, Bowling for Columbine es el trabajo más
conocido de un documentalista único en su tipo, con una trayectoria dedicada a un solo
objetivo: denunciar los abusos del establishment estadounidense. La película Roger and
Me, las series de televisión "TV Nation" y "The Awful Truth", el libro Stupid White Men
(and Other Sorry Excuses for the State of the Nation) y apariciones en decenas de talk
shows y donde sea que haya que armar alboroto, son todas piezas sin precedentes, no
sólo por su hondura periodística, sino por poseer una cualidad subestimada en la
práctica del desenmascaramiento de realidades terribles: un sentido del humor
punzocortante, que, en aras de hacer literales las aberraciones y contrasentidos de
ciertas instituciones, resulta en una sátira negrísima y políticamente incorrecta. (Es el
caso de los episodios "The Awful Truth", en donde, por ejemplo, Moore ayuda a un
enfermo de páncreas a planear su propia "fiesta de funeral" y repartir las invitaciones
—con esqueletitos y globos pintados— en el edificio de la aseguradora médica que
hasta ese feliz día se había negado a pagar el trasplante.)
Moore entrevista a Nichols por la misma razón que entrevista a gente del Canadá
opinando sobre estadounidenses ("todo el tiempo tienen miedo"); a vendedores de
casas en Michigan, el valor de las cuales sube según su número de cerrojos ("el ladrón y
el violador están en cualquier parte"); al actor Charlton Heston, presidente de la
National Rifle Association ("el problema es la etnicidad mezclada"), y a todos aquellos,
en apariencia ajenos a Columbine, que le permiten demostrar su teoría de que la
solución al problema de la violencia no es protegerse de más sino todo lo contrario. Los
casos de escuelas que, a partir de los tiroteos, expulsaron a ciertos niños por
"apuntarle" a sus compañeros con una pierna de pollo denuncian una paranoia que no
sólo acaba justificándose por la violencia que genera, sino que, sostiene Moore,
amenaza con volver a los estadounidenses el tipo de personas que confunden la comida
con las pistolas, por usar un ejemplo burdo de una psicopatía grave.
Con su gorra de beisbol y ropa de gringo fodongo, Moore es tildado de payaso por
algunos miembros de la derecha política y religiosa, es incómodo a morir para la
corporate America, y ha sido objeto de un insulto entrañable por parte de George W.
Bush: "¡Consíguete un trabajo de verdad!", le grita aterrado cuando ve que se le acerca
(en esa ocasión particular, para invitarlo a aventarse en un mosh pit). Sus imbricadas
teorías son en sí mismas un tanto paranoicas: pedigrí de un estadounidense de cepa,
miembro activo de la National Rifle Association, que admite tener una casa de 1.9
millones de dólares y que sabe que, confesando todo esto, saca todavía más ronchas a
sus muchos enemigos conservadores.
La guerrilla de Michael Moore debe darse por legítima tan sólo porque sus vehículos
—la inteligencia y agudeza— son atributos pálidos en los objetos de su denuncia. De
Bowling for Columbine se aprecia no tanto en el argumento que explaya, sino que lo
haga siempre apelando a la sagacidad y vena mordaz de un espectador tolerante.
Cualidades, uno diría, de un ciudadano ideal para quien Marylin Manson hace más
sentido que dos presidentes consecutivos, y porque esto, en el país que retrata Moore,
es un síntoma constatable de sabiduría y salud mental. ~
Más ropa para lavar (31 de julio del 2003)
Su alegato contra Mullan es especialmente penoso. La Liga dice que el trato de las
monjas era relativamente cruel si se toma en cuenta que "las condiciones eran difíciles
bajo los estándares de hoy"(recuérdese: cerraron hace seis años), y que las chicas que
no eran recluidas estaban solas en el mundo y condenadas al fracaso. Concluyen con
una joya: la denuncia del director es injusta porque existían instituciones protestantes
regidas de maneras parecidas.
No es éste, uno sospecha, el criterio que serviría de guía. Ganadora del León de Oro
en el pasado Festival de Venecia, The Magdalene Sisters recrea la vida de cuatro de las
mujeres recluidas, y lo hace desde una técnica que deja clara su voluntad crítica, pero
también una intención de ficcionalizar. Inundado por una luz blanca, rodeado de
jardines y con interiores austeros pero nunca amenazantes, el asilo es una promesa de
paz. A través de esta ironía visual, Mullan pone el dedo en una de las llagas más
dolorosas del reciente cataclismo católico: para los niños abusados sexualmente, los
sacerdotes representaban figuras paternas con un aura adicional de bondad. Esto
explica el escozor que produce la cinta en el contexto de vulnerabilidad actual. El
estadounidense Garry Wills, autor de libros sobre el catolicismo y sus crisis (y también
considerado enemigo por la Liga), ha dicho bien que para un católico el contacto con su
religión es primero sensorial: los olores de la parroquia, las voces de los sacerdotes, las
imágenes de las estampas. The Magdalene Sisters, en otro sentido convencional, apela
a este empirismo traicionado para desviar la atención de los hechos —ajenos y
datados— y llevarla a un campo de identificación más incómodo: la del temor
infundado, en distintos grados y sentidos, como un código casi universal de reconocerse
católico.
Y entonces las autoridades respingan, las Ligas se enfurecen y los católicos nos
sentimos aludidos aunque nunca hayamos sido golpeados, menos en una lavandería y
ni por equivocación en Escocia. Unos lo entendemos como un guiño desde la ficción;
otros, con una provocación ad hominem. Al final es un asunto de comunicación
subcutánea que es arma de directores hábiles, y también una propiedad del arte.
Comprender una cosa y la otra equivale a reconocer la diferencia, no tan insignificante
ni poca, entre una película cualquiera, por más acusatoria que sea, y un agravio que en
realidad cuestione los sustentos de la fe. –
De abrigo negro abotonado hasta el piso, el entrecejo fruncido como quien piensa
mucho, y con la carga que implica tener el rostro de Keanu Reeves y el deber de
aparentar respetabilidad, Neo, el Elegido, hace en Matrix: recargada una reaparición
triunfal. Ya no es el hacker con cara de tonto a quien en el primer capítulo de la trilogía
se le había revelado su naturaleza mesiánica; ahora es un líder con cara de serio que
debe ejercer su Destino aunque aún no lo comprenda bien. Por lo pronto —nos deja muy
claro—sabe dar peleas inefables, detener con la mente balas y Sentinelas (máquinas
como pulpos pero mucho más preocupantes) y, cuando a veces recuerda que puede
ahorrarse estas dos molestias, toma un poquito de impulso y sale disparado al espacio
como un Superman de sotana (o, si se quiere perfeccionar la imagen, como Mary
Poppins a propulsión).
Pocas veces un personaje y su imagen logran ser una alegoría tan exacta —y, lo
mejor de todo, involuntaria—de la condición que tras bambalinas se ha apoderado de
su autor; en este caso, de sus autores —Andy y Larry Wachowski—, que para efectos de
culto se funden, como los hermanos Coen, en una entidad genial. El dúo que en 1999, el
año en que se estrenó Matrix, aún representaba para la Warner Bros. un alto riesgo de
inversión, vuelve ahora glorificado por el rotundo éxito comercial de su película, el
respaldo crítico que le mereció la incuestionable sofisticación intelectual de su
argumento y, sobre todo, por el calificativo de renovadores de la tecnología
cinematográfica. Sin mucho margen para la discusión, puede decirse que, en sincronía
con el final del siglo, el cine contemporáneo se divide en antes y después de Matrix.
Quizá fue ésa —la conquista simultánea de terrenos bien demarcados—la condición
que volvería imposible la repetición del fenómeno Matrix. Y es que por lo menos dos de
los terrenos —el de la sofisticación intelectual y el de la revolución técnica—difícilmente
admitirían una réplica en la misma proporción y con el mismo grado de interés. El éxito
comercial, como suele ser, era la única garantía a priori.
Que el número de tomas con efectos especiales haya crecido de 412 a más de mil de
la primera a la siguiente parte; que haya sido necesario crear una manera de filmar el
tiempo (la memorable imagen de balas en movimiento y girando la perspectiva de la
cámara a 3600), y que en cada toma de un actor se haya utilizado un sistema paralelo
de captura de movimientos y gestos de sus rostros para una reconstrucción virtual
paralela a las tomas reales, son datos sin sentido para quien no compruebe su
impresionante, muy impresionante, traducción visual. La pelea de Neo con cien clones
de agentes Smith (que requirió de doce dobles y una coreografía de cinco minutos y
medio para Keanu Reeves), la persecución de autos en la autopista (que tomó más de
un año de preparación por un equipo destinado sólo a ello) y la exhaustiva vista de la
chabacana ciudad de Zion, el último reducto de vida humana sospechosamente
parecido a un escenario de película, serán la compensación obligada a quien considere
que una secuela equivale a una promesa de saciedad.
Con sus muchos personajes añadidos —tantos y tan prescindibles que no encontraron
su lugar en estas líneas—, todos flanqueados hacia el bien o el mal y vestidos de látex
brillante, la guerra en Matrix: recargada se hace inevitable y desprovista de dilema
moral. Una vez más el enemigo es Otro, y se pierde, como siempre, mucho tiempo en
combatirlo. Otra vez el desastre es evasivo, estruendoso y muy alejado de la realidad
impostada que, nos decían los Wachowski en un primer momento, era el peor enemigo
por temer.
Y quizá nada de eso sería tan grave ni tan desalentador si no fuera porque la
experiencia de una película "estimulante" —tan congruente, pues, con la idea de una
película de acción arquetipo—es en sí misma tan parecida a una película matriz: sin
duda muy placentera, pero hecha para contenernos mientras otros extraen de nosotros
lo que de nosotros importa. La sensación es la de tomarse una droga de conocimiento
por otra de recreación; en vez de la capsulita que a la vez que cine en estado puro
prometía precisión y sustancia, parecería que alguien nos diluyó en el vaso el contenido
de una pastillita azul: una dosis de entretenimiento de la mejor calidad concebible,
pero cortada con anfetaminas para que el efecto —o su resonancia— no parezca
agotarse jamás. ~
Cuando usted, lector, tenga entre las manos este ejemplar, podrá responder a
preguntas que, al momento de escribir estas líneas —una semana antes de la 75a
entrega de los Óscares—, sólo sirven para dar al traste con una conversación tranquila.
Sabrá, por ejemplo, si los miembros de la Academia de Artes y Ciencias
Cinematográficas consideraron que Salma estaba más cerca de Frida que Nicole
Kidman de Virginia Woolf, si El crimen del padre Amaro es la mejor película fuera de las
fronteras del reino de Hollywood, o si una mayoría de los seis mil miembros del jurado
cree más meritorio escribir un road movie saturado de adolescencia y hormonas que
una fábula de amor carnal que involucra a mujer en coma, y si por ende Carlos Cuarón
es un narrador tan dotado como Pedro Almodóvar.
Junto con Salma en la terna a Mejor Actriz, el caso de El crimen del padre Amaro es
el que más podría prestarse a acusaciones sobre la línea políticamente correcta de
Hollywood, y aun así encontrar en un acontecimiento cinematográfico el valor que sin
duda la llevó hacia la terna de Mejor Película Extranjera. Cuando el 5 de septiembre
pasado la distribuidora Columbia anunció que la película de Carlos Carrera se
convertía, a veinte días de su estreno, en la producción mexicana más taquillera de
todos los tiempos, daba claves de qué tan harto estaba el público mexicano de ser
tomado por menor de edad. Tras décadas de justificada apatía, el espectador nacional
se erigía como interlocutor de peso. El ruido de las pocas nueces en el affaire de El
crimen del padre Amaro convirtió una película cinematográficamente convencional en
el blockbuster que llamaría la atención de un jurado previsiblemente conmovido por la
opinión pública.
Además de los talentos individuales, que lo nuevo del cine mexicano —o algo que
explique su multipresencia en el Óscar—radique en la conciencia de los espectadores de
su país es una posibilidad aún por explorar. El tango se baila entre dos, dice un refrán
extranjero, y lo mismo puede decirse de un cineasta y su público. Por lo pronto, de los
mexicanos nominados, y de los otros que, irritados o entusiastas, no parábamos de
discutir sobre lo justo de su designación. ~
Este episodio marca la victoria final de la pulsión de muerte sobre los otros instintos
de Virginia Woolf. "¿Es que no resultaba un consuelo creer que la muerte era el fin
absoluto?", se pregunta la narradora de La Sra. Dalloway. En esa novela la metáfora de
la obsesión tanática es una bestia que escarba en las raíces, pero que a lo largo de toda
la obra tan sólo muta en figuras zoomorfas. Lo ocurrido en el río de Sussex sugiere que
el zarpazo de la bestia era la siguiente metáfora, necesariamente posdatada y en
inequívoca primera persona.
En este tono climático —de realización de un destino que acecha—, la imagen dos
veces descendente de una muerte por hundimiento acaba siendo, en contra de las
convenciones, un arranque poderoso para la película Las horas de Stephen Daldry,
nominada para nueve Óscares de la Academia, y una efectiva adaptación de la novela
homónima del escritor Michael Cunningham, a su vez ganadora del Premio Pulitzer en
1999. En sus versiones al papel y al cine, Las horas es un complejo entramado sobre
tres mujeres que se derivan y convergen en la persona de Virginia Woolf.
Clarissa Vaughan, Laura Brown y la propia escritora inglesa son tres mujeres en tres
épocas y lugares distintos. Fiel a su referente literario, Las horas narrará un día
culminante en la vida de cada una, en mayor o menor medida intervenido por la
muerte. Woolf (encarnada en una irreconocible Nicole Kidman, con nariz de águila y
mirada de pájaro), se nos muestra a mediados de los años veinte en un suburbio de
Londres, peleando por mantener por lo menos un pie en la cordura, y pensando en voz
alta un destino para el personaje de La Sra. Dalloway. La segunda mujer es Clarissa
Vaughan (Meryl Streep), una editora neoyorquina del año 2001, que se ocupa en
preparativos frenéticos para la fiesta que ofrecerá a su amigo Richard (Ed Harris), un
escritor laureado pero consumido por el sida. A Clarissa, por cierto, sus amigos la
llaman "la señora Dalloway". Llena de cuestionamientos y manías, tiene la
personalidad quebrada de quien lucha por aferrarse al mundo de las flores y los
pastelitos, mientras la bestia escarbadora de raíces, encaramada en la conciencia
profunda, le recuerda de cuando en cuando la banalidad de sus actos. La tercera mujer
es la única que nace sin ascendientes literarios: es el ama de casa Laura Brown
(Julianne Moore), lectora ávida de La Sra. Dalloway, que desde Los Ángeles, en los años
cincuenta, intenta conciliar el sinsentido de su vida familiar con fantasías de escape
que, en su contexto edulcorado y sofocante, sólo tienen cabida tras los párpados
cerrados.
Las mejores escenas de la película dirigida por Daldry —y que, por el trabajo de
relojería de las actrices, justifica la existencia de una adaptación de la novela—son las
que muestran a Woolf, a Vaughan y a Brown incapaces de descifrar el código de la vida
mundana, y experimentando como ingobernable la experiencia del presente. Virginia
Woolf se paraliza ante la idea de ordenar a su cocinera un menú para la comida, y
Laura Brown ejecuta la decoración de un pastel de cumpleaños con la confianza de
quien corre por un campo minado. Clarissa Vaughan/Dalloway, por el contrario, suelta
chilliditos de entusiasmo con la insistencia que delata, por oposición, el mismo síntoma
que enferma la conciencia de las otras dos: una certeza de que, en el fondo, el
monstruo hurga en los cimientos de una fachada superflua.
O, bien, cada minuto de sus horas. Nombre del primer borrador con que Virginia
Woolf trabajó La Sra. Dalloway, el título de la película alude también a la queja de
Richard, el amigo moribundo de Clarissa, ante la perspectiva horrible de asistir a una
fiesta en su honor, o de no ir a ninguna fiesta, o de hacer lo que se le dé la gana. "Aun
así", dice, "tengo que enfrentar las horas". Dicho esto, se tira por la ventana y muere
ante los ojos de su amiga.
En una fotografía de 1980, un Pedro Almodóvar delgado, sonriente y hasta guapo sube
las escaleras del teatro en donde se celebraba ese año el Festival de San Sebastián.
Aparece flanqueado por Blanca Sánchez y la más notoria Alaska, actrices de la película
con la que el director debutaría en el marco del Festival. Pepi, Luci y Bom y otras chicas
del montón irrumpía como escaparate kitsch del destape posfranquista, hervidero de
los excesos que el autor aprendería a sazonar, y pionera de la saga de quince películas
que consagraría a su autor como documentalista de un mundo al revés, donde el pudor
y la serenidad son tenidos por altisonancias.
Veintidós años después, el aura de esa foto es ominosa; revela que Almodóvar, a sus
29, era más que un chico listo y favorecido por la década que canonizó al mal gusto y
celebró el desplante como arte. El pie que acompaña la imagen (El País Semanal, 15-IX-
2002) evita sobreexplicar: "Comenzaba una nueva página del cine español." Mirando
sobre el lugar común, lo que hace de la foto un fetiche es que permite, con el favor del
tiempo, distinguir el talento del golpe de suerte. Se sabe, por ejemplo, que la carnosita
Alaska hoy se vende como souvenir vivo, y que Blanca Sánchez, peluquera y
maquillista, vio su tope como actriz haciendo de folladora impetuosa. Almodóvar, por
su parte, ya no es guapo ni delgado, pero su sonrisa de entonces parece anticipar un
futuro. Y uno que no se agota, porque esa página, a la que se refiere El País, se
extendió en puño y letra del director manchego mucho más de lo que duraría la movida
que la inspiraba. Si en un principio las películas de Almodóvar hacían eco de una
sociedad feliz de exhibirse guarra, cutre y hortera, durante su segunda década ya
hacían eco de una realidad clonada: el mundo exclusivo y único de las películas de
Almodóvar.
Los beneficios de este fenómeno se hacen patentes en Hable con ella, su filme más
reciente. No importa qué tanto se aparte el director de las comarcas que dan identidad
a su cine: un trasfondo de surrealidad y artificio se antepone a la anécdota y la salva de
la literalidad. Así, ningún melodrama lo será del todo, ninguna moraleja deberá
tomarse en serio, ni una apariencia de mesura deberá tenerse como una renuncia a la
adicción de Almodóvar por todo lo extralimitado.
Hable con ella es hasta el momento la película más inusual en un director idem —es,
por suma de contrarios, la más serena y reflexiva de todas. En historias paralelas que
se interrelacionan pronto, Almodóvar narra la relación amorosa de dos hombres con
dos mujeres en estado de coma. El primero de ellos, Benigno (Javier Cámara), es un
enfermero que cuida con esmero obsesivo —el mismo con el que cuidaba a su madre
antes de fallecer—el cuerpo vegetativo de Alicia (Leonor Watling), una joven bailarina
que fue atropellada y perdió toda función cerebral. El otro hombre es el periodista
Marcos (Darío Grandinetti), quien, en un cuarto contiguo al de Alicia, vela el cuerpo
inconsciente de la torera Lidia (Rosario Flores), brutalmente cornada al inicio de una
corrida. A través de cortes que van y vienen en el tiempo (inusuales en una filmografía
de narrativa lineal), se describen las relaciones previas de los hombres con las mujeres
yacientes. Marcos conoce a Lidia cuando la busca para escribir un reportaje taurino;
Benigno espiaba a Alicia en sus clases de ballet. Una vez en el hospital, sostienen con
sus mujeres relaciones opuestas: Marcos, desesperanzado, apenas mira el cuerpo
dormido de Lidia. Benigno, desde antes enamorado de Alicia, le habla y la cuida como
si estuviera despierta. Entre ambos surge una relación de amistad basada en discutir su
manera disímbola de relacionarse con un cuerpo —el de Alicia, el de Lidia— sin
conciencia de sí mismo.
Pero estas distancias respecto a un lenguaje almodovaresco son sólo de forma: son
despliegues con los que el director demuestra que la línea que divide el cine camp del
cine culto (el actor Charles Laughton, la coreógrafa Pina Bausch y el escritor Michael
Cunnigham son del gusto de los personajes) se parece en muchas ocasiones a la pajita
que se clava en el ojo de un crítico snob. Si en películas anteriores el exceso radicaba en
el vestuario de un personaje, en la amplitud de sus gestos o en los decibeles de sus
parlamentos, ahora es una cuestión de complejidad estructural. Y lo mismo en cuanto a
los temas: la ambigüedad sexual y el travestismo (una mujer torero, un Benigno
edípico), la incomunicación en la base de una relación amorosa (de la cual el sueño
comatoso es una metáfora extrema), y la exploración de la psicología femenina o
masculina (Benigno y Lidia son excepciones, Marco y Alicia la regla), son comentarios
que en Hable con ella se descubren a vuelta cerrada de cada escena o personaje, en vez
de ser expuestos a la intemperie del argumento.
En última instancia, de manera explícita y también en clave, Hable con ella es una
parábola sobre las dinámicas y los poderes del cine. Asiduo del cine mudo, como en
algún momento lo fue su adorada Alicia, Benigno recrea para ella las historias que ve
cada noche en la Filmoteca de Madrid (la escenificación de una falsa película muda,
donde un hombre miniatura cruza el umbral de la vagina de su amada, es el segmento
almodovaresco que complace a los nostálgicos). El fenómeno extraordinario mediante
el cual las imágenes se traducen en palabras, para después reconstruir una realidad
subjetiva, está presente desde el título y en la médula de la película: "Hable con ella",
se entenderá pronto, son las palabras con las que Benigno aconseja a Marco estimular
a Lidia, en la creencia firme de que el ser humano es receptivo a las palabras en
cualquier estado de conciencia. Es una apología del monólogo —el arte, el cine, esta
película misma—que se dirige a un interlocutor silente, cuyo interior se reconfigura
siempre para crear una realidad alterna y, por artificiosa, según el código Almodóvar,
francamente superior. ~
El cura de esta historia tiene poco de excepcional. Como en la novela de José María Eça
de Queiroz, o en la película de Carlos Carrera, personifica a un nicho eclesiástico
propenso a la corrupción. Y por la semejanza entre el revuelo que rodeó al relato en
1875 y la agitación que provoca la cinta más de cien años después, el tema ya no es
sólo la inconsistencia moral del clero católico, sino la incapacidad de sus fieles para
reconocer la evidencia.
En El crimen del padre Amaro, el libro y la película, dos cuadros de arranque dejan
claro contra qué van. En la novela, la muerte de un párroco gordo es apenas lamentada
por su comunidad. Ésta, acomodaticia y frívola, integra un muestrario humano que al
cabo se delata como el único personaje inmoral. En su versión en pantalla, ambientada
en la provincia mexicana, el cura que llega al pueblo sufre un asalto brutal. La violencia
de esta escena, tono ausente en la versión literaria, anuncia el compromiso que Vicente
Leñero, responsable de la adaptación, adquirió con las particularidades de su país al
día de hoy.
A Carlos Carrera se lo recuerda en sus mejores películas por captar las sutilezas de
los infiernos pueblerinos. Con ecos de La mujer de Benjamín (1991), y apoyado por la
veta realista del fotógrafo Guillermo Granillo, El crimen del padre Amaro tiene en estos
pilares su garantía de credibilidad. Amaro (Gael García Bernal), un cura joven e
ingenuo, llega al pueblo de Los Reyes, Aldama, y oficia bajo la supervisión del padre
Benito (Sancho Gracia). En poco tiempo descubre la relación carnal que su protector
sostiene con la Sanjuanera (Angélica Aragón), dueña de la fonda local y madre de
Amelia (Ana Claudia Talancón). Esta jovencita coqueta, calientabraguetas de
confesionario, será la causa de que el padre Amaro siga los pasos de su tutor.
Fiel al original, Leñero hace de la relación entre Amaro y Amelia —tan transgresora
como puede serlo un faje debajo de un manto azul y estrellado—el escándalo que hará
de hilo narrativo. Altera en cambio la atribución de caracteres, y critica tanto la
ambigüedad moral secular como el ejercicio vertical del poder. Si Eça de Queiroz dibuja
a Amaro como alguien que eligió el sacerdocio para dejarse querer por beatas, el curita
que llega a Los Reyes escucha sucesivamente las confesiones de una pueblerina que se
toca pensando en Jesús, y las órdenes de un obispo que negocia con el presidente
municipal el lavado de su imagen pública.
Que una película siente precedentes no significa que revele algo. Lo que aporta no es
la enunciación de un problema, sino, por ejemplo, la posibilidad de representarlo en
medios sujetos a censura. El crimen del padre Amaro inaugura parámetros como lo
hizo La ley de Herodes —otro guión trabajado por Vicente Leñero—, penosamente
boicoteada en su estreno. Las dos películas apelan al sobrentendido. Si en La ley de
Herodes las disfunciones priistas eran tan públicas que permitían la sátira, los curas
pederastas denunciados en Estados Unidos han obligado a revisar el anecdotario
doméstico y a admitir que el celibato mal llevado, de la manera que sea, no es
problema, digamos, de una galaxia lejana.
Por romper un tabú temático, El crimen del padre Amaro atrae arrebatos y una
calificación moral. Pasado ese primer trago, se apoya en su cohesión narrativa, el
cuidado de su dirección y la congruencia de su escena final. Lejos de un cierre catártico,
propone un restablecimiento del orden mucho más inquietante que el caos. Esto
subraya el sello de Carrera —lo oscuro de una apariencia tranquila—y recuerda el tema
que justificó la reelaboración de una historia decimonónica: el silencio colectivo y la
perpetración del mal. Orilla a preguntarse si el actual autoexamen católico tendrá
repercusiones de fondo, o tomará la forma de un nuevo capítulo —las intenciones
fallidas—en una versión de Amaro con vigencia en el siglo veintidós. ~
El debate duró hora y media, al término del cual se abortó la pregunta. Jaynes,
mientras tanto, trataba de hacer cuadrar trozos de una película filmada por personas
—escribe—"ignorantes de los principios más simples de la construcción escénica".
La anécdota es ilustrativa del principio de realidad bajo el que operan las dos figuras
de culto del cine independiente estadounidense: toda acción genera una reflexión
torcida sobre sí misma, y la lógica será implacable siempre y cuando obedezca a una
premisa absurda.
La premisa hace referencia a las clásicas del cine negro —es una variante de Double
Indemnity, adaptación de Billy Wilder a la novela de James M. Cain—pero, sobre todo,
a la propia filmografía de los Coen y a la noción de azar que determina la acción de
cada una de sus películas: si algo en un plan es mínimamente falible, este detalle
dejará de serlo y adquirirá proporciones de bola de nieve en caída.
A diferencia de aquel noir debut, e incluso de Fargo (96), la otra película de desastre
autoinducido con la que El hombre que no estuvo guarda semejanzas estructurales,
ésta última prescinde de los recursos gore y los gags estéticos que suelen tentar a los
Coen. Filmada en pulcro blanco y negro, y de composición tan estilizada que se ha
ganado más elogios que la trama misma, la película revela por un lado su intención de
ser un homenaje genérico más que un verdadero neonoir y, por otro, su carácter de
ensayo metafísico más que de relato sangriento. El hombre ausente de su propia vida,
caso extremo de destino fallido, es quizá el único personaje al que los Coen han dotado
de una carga alegórica sobre la imposibilidad de controlar la existencia propia.
Mucho menos ácida que Fargo, no tan graciosa como El gran Lebowski, y apenas
enigmática como Barton Fink (91), El hombre que no estuvo dista mucho de ser, bajo
esos parámetros, la mejor película de la mancuerna. Sí es, en cambio, una apuesta que
nace de una concepción narrativa y un diseño estético reposados, y no tanto del chiste
privado al que los hermanos han recurrido innumerables veces. Conocidos por tratar a
sus personajes con distancia y sorna contagiosas, esta vez los Coen le reservan a su
protagonista el beneficio de encontrar el sentido último de su no-vida. Las vueltas y
callejones, mirándolos en perspectiva, le transmiten al final del camino "algo parecido
a la paz". Se trata, reflexiona el barbero, de ver el laberinto a distancia. Viniendo de los
cineastas a quienes los habitantes de Minesota les reprocharon retratarlos como gente
que dibuja patos y aplaude los shows de José Feliciano, la introspección conciliadora de
Crane es, por equivalencias y a su raro modo, una atisbo a lo que sería la veta
humanista de la filmografía Coen. Una rareza, por lo demás: Crueldad intolerable es el
título de trabajo de su próxima filmación. ~
Cero y van dos. Primero el mundo se nos mostraba tan diverso como para tener a
Woody Allen declarando que Amores perros le parecía una "obra maestra", y a un
reputado crítico mexicano lamentándose por su falta de ritmo. Ahora, cuando en
contra de las probabilidades Y tu mamá también, de Alfonso Cuarón, sigue los pasos de
ésta en cuanto a internacionalización se refiere, la película se perfila como nueva bestia
negra de la opinión especializada en México.
La opción "a" es descartable porque los críticos que aquí se aluden, de uno y otro
lado, ostentan prestigios de carrera larga. La "b" es un chiste malo en su nivel literal,
aunque en el metafórico tiene algo de verdad. El punto "c" esclarece esta verdad: quizá
los críticos ven cosas diferentes, porque los extranjeros se enfrentan a una película
como cualquier otra, y los mexicanos, a una película mexicana. Y esto último, lo
sabemos, lleva consigo fatigosas tareas, como especular si es subsidiada o no,
averiguar si el director es discípulo de una vaca sagrada, o predecir si el crítico del
bando contrario va a escribir a favor o en contra.
Esto nunca se expresa así, sino que toma la forma de agudos juicios
cinematográficos. Tanto detractores como entusiastas de Y tu mamá también discuten
sobre los mismos puntos: la procacidad del lenguaje —si es necesaria o efectista—, la
celebración de la libertad sexual —si es honesta o contradictoria— y el tangencial
tratamiento sociopolítico —si es superficial o fiel a una realidad donde los estratos
coexisten sin tocarse.
Para rebatirlos desde la misma lógica y señalar la fragilidad de los ataques, ayuda la
observación que hace el crítico Paul Julian Smith, de la revista británica Sight and
Sound: acusar a Y tu mamá también de crudeza o inmadurez, dice, es confundir el
punto de vista de los personajes con los de la película misma. Siguiendo la premisa de
Smith, creer que la cinta es adolescente porque los dos protagonistas son dibujados con
los rasgos de la pubertad —la sobrecarga de testosterona y el lenguaje escatológico—
equivale a pensar que Taxi Driver es una película condenable porque propone salir a
limpiar la calle de indigentes y yonquis.
Quienes hemos defendido la película desde un principio, lanzamos esta piedra sin
culpa: si cada vez más la tarea del director mexicano será dar la espalda a los pretextos
que le da México para hacer una cinta que explote la identidad, el crítico tendría que
hacer lo propio y dejar de ver en cada cinta una metáfora fallida o lograda del país en
transición, un modelo inspiracional para mejorar el léxico de nuestros adolescentes, y
de especular sobre si el regreso al terruño de un director emigrado a Hollywood vuelve
su película malinchista o patriotera o todo lo contrario.
Alejandro González Iñárritu saltó a la fama mundial con Amores perros, película que ha
sido aplaudida en los cuatro rincones del planeta. En esta entrevista se deja ver el cine
de mañana: digital, interactivo, no lineal, fragmentado y libre de conclusiones.
Podemos hablar de dos partes: la parte técnica y la fílmica, porque el cine se reduce
finalmente a contar una historia con imágenes. En lo que se refiere al proceso técnico
de realizar una película, en los últimos cinco años el cine ha dado un giro de 180
grados. Las posibilidades y herramientas con las que puedes contar hoy son inauditas.
Ya no hay impedimentos para contar una historia.
Sí hay, evidentemente, una industria detrás de todo. También están los avances en
la reproducción de cine —el dvd—, que están representando el inicio de algo tremendo
por venir. La gente ya no sólo puede ver cine en sus casas, sino que puede explorar las
escenas. La interactividad que existe va a ir creciendo hasta que existan los dvds donde
tú vas a poder meterte a una escena, o a la escena donde filmó el otro director, o a
finales totalmente distintos. Por otro lado, la distribución va cambiar total y
absolutamente. El cine será digital, se va acabar eso de mandar las copias en 35
milímetros por todos lados como en la película italiana Cinema Paradiso. Aún en las
salas ultramodernas, el cine sigue viéndose igual a como se veía en París hace cien
años: el fotograma dando vueltas de 24 cuadros por segundo. Eso es lo que no ha
cambiado, lo que está a punto de cambiar, y lo que va a ser revolucionario. Hoy la
distribución es muy cara, y hace que las películas no se vean en muchas partes del
mundo. Cuando la distribución sea por computadora, las cintas van a estar bajadas
digitalmente; un tipo va a poder enviar una película de esta manera hasta Tombuctú, y
no va a haber un costo por la copia. Una de las claves de la modernización está,
definitivamente, en la distribución.
Con la perspectiva que te da residir en Los Ángeles, ¿en qué estadio de este
proceso tecnológico-creativo consideras que se encuentra México?
Estamos muy atrasados. Para arrancar todo este proceso, primero tendría que
haber una industria, y todavía no existe. El que haya doce o quince películas al año no
quiere decir nada. Estamos muy lejos todavía de esa revolución tecnológica.
¿No fue porque consideraste que tu siguiente película pediría mucho más de lo
que dispondrías aquí?
Creo que sí hay limitaciones evidentes, no sólo económicas, sino porque es muy poca
la gente con la que puedes contar. Además, creo que como artista tengo el compromiso
de explorar.
Para nada. Aun con el desarrollo tecnológico del que hablo y con el tradicionalismo
de ejecución que tiene, están contando las mismas historias de siempre. Son las
mismas fórmulas, sólo que ahora mejor filmadas y mejor producidas. Y eso no tiene
nada que ver con el cine. Por eso al principio te dije que existe la revolución
tecnológica, pero que el desarrollo del cine —a diferencia de otras artes que han
evolucionado en sus procesos, estilos y exploraciones—ha sido lineal, primitivo.
Sí, creo que la gente ya está viviendo una vida con mucho estrés y ya no es fácil
librarse de él .
Si, vamos [Guillermo Arriaga y yo] a explorar esa posibilidad. No sé si vamos a salir
triunfantes, pero esta película es un intento de contar una historia de otra manera. Se
trata de hacer una película desde una teoría puntillista, donde si tomas perspectiva, los
puntos adquieren una forma y sentido. Amores perros, fue un pequeño ladrillito. Con
21 gramos va a arriesgar mucho más, y me emociona la idea.
Creo que la gente espera, más que un final, un statement del director. Hay una
película deliciosa, Mulholland Drive, la última de David Lynch, que es una locura: no se
entiende nada, pero que a mí en lo personal me valió madres no haberla entendido. Es
como un cuadro abstracto: no tienes que entenderlo. Es algo que Godard a veces ha
logrado —a veces falla, y mucho—, porque en muchas de sus películas uno dice: no sé de
qué trató pero sentí algo. O el mismo Nanni Moretti con sus documentales raros, en los
que de pronto se llega al momento poético. Él dice: vamos a ver dónde murió Pasolini, y
con su moto empieza a dar vueltas en el lugar donde asesinaron a Pasolini. Da vueltas
y vueltas, y es una toma aérea. De pronto se escucha una música. Y de pronto, sin
saber por qué, empiezas a sentir algo. Destellos ha habido siempre, pero creo que este
cine está empezando a permear en las audiencias masivas. Como cuando ir a una
exposición de Monet se consideraba una rebelión.
Creo que en España hay industria, aunque también creo que muchas veces se cae en
esta cosa de provincia retrógrada, localista. Mi película va estar hablada en inglés pero
filmada en español. El arte no debe tener ese tipo de limitaciones.
Ahora: para también ser justo con México y Latinoamérica, algo que sí tiene como
ventaja sobre otros países, y en especial en Estados Unidos, es la calidad de la gente. Si
en Estados Unidos se hacen 300 o 400 películas al año, y en México se hacen doce, yo
diría que en México por lo menos hay seis películas al año —la mitad del total—con una
gran intensidad y una exploración de problemas, mientras en Estados Unidos apenas se
salvan cuatro.
Aunque estén mal ejecutadas, o sin rigor, o sean fallidas en general, las películas en
México y América Latina contienen un tema humano, cosa de que carece la industria
americana —con toda su técnica, con todos sus recursos, pero hambrienta de esas
historias. –
Los obituarios para Stanley Kubrick se notan afectados por una falsa resignación.
Aunque ya septuagenario al momento de su muerte —el pasado 7 de marzo, en su
residencia londinense—, el cineasta era un improbable candidato al olvido inmediato.
Difícilmente uno piensa que —como sucede en los casos de glorias cuya presencia en
este mundo era ya espectral— la prensa guardaba en sus archivos un machote del tipo
fill in the blanks sobre la vida del gran cineasta, sus grandes aportaciones, sus películas
imprescindibles. Tampoco el público ni sus colaboradores —mucho menos él mismo—
lo intuían fulminado por un ataque al corazón: horas antes de muerte, planeaba por
teléfono algunas estrategias de venta para su recién concluida Eyes Wide Shut, con
Nicole Kidman y Tom Cruise (dejando de lado prejuicios contra Hollywood, el carácter
post mortem de la cinta desviará la atención de la falta de rigor que se olfatea en el
reparto). Más allá del estreno próximo y de su plena actividad, Kubrick se resiste a ser
un recuerdo en tanto pionero de las tendencias más actuales del cine estadounidense:
Naranja mecánica inauguró en 1971 (junto con Perros de paja, de Sam Peckinpah) la
era de la "ultraviolencia" en el cine comercial de ese país. Es también representante de
la fusión, en las últimas tres décadas, de los límites entre el cine de géneros, anterior a
la ruptura de los sesenta, y el cine de tesis que le siguió. Los nuevos auteurs, de los que
Kubrick fue un caso emblemático, transgreden las reglas genéricas para filtrar sus
constantes y obsesiones.
Con una filmografía que incluye películas bélicas, policiacas, épicas, de ciencia
ficción, de terror y hasta comedias, este director, nacido en el Bronx y representante
prototípico de la intelectualidad judía liberal del este de los Estados Unidos, alteró en
cada una de ellas las normas convencionales a través de un rigor que le valió ser
distinguido como uno de los directores más pesimistas de la actualidad (fue también
acusado de ser un formalista extremo: Susan Sontag calificó a 2001: Odisea del espacio
como un ejemplo perfecto del cine que reflejaba la estética fascista, de imágenes
subyugantes). También los aniversarios lo habían hecho presente. Entre tantas
incertidumbres que nos trajo la conmemoración mundial de los 30 años de 1968,
contamos con la certeza de que 2001 es una de las cintas más importantes del siglo. En
ella el género de la ciencia-ficción es transgredido y el filme evoluciona para
convertirse, al lado de Blade Runner, en la reflexión cinematográfica más fascinante
sobre la condición humana y su angustiosa relación con el desarrollo de la tecnología y
el perfeccionamiento de la inteligencia artificial. En este año, el centenario del
nacimiento de Vladimir Nabokov y el estreno en cine de la nueva Lolita lo traen a
colación como el primer osado en adaptar la deliciosa e inaprehensible historia de
amor pedófilo.
De entre los iconos populares del siglo que concluye, quizá Hal 9000, la
computadora protagonista de 2001, capaz de pensarse a sí misma —el extremo más
acabado de la inteligencia artificial—, asesina y falible al sentirse amenazada, resulte
el más profético sobre la condición del hombre abandonado a las preguntas del
próximo milenio. Stanley Kubrick se extingue a la par del siglo y —víctima de una
muerte que pareciera, por imprevista, ominosa— encarna la incertidumbre sobre el
destino humano, angustia que yace en el centro de su mitología. -
Casanova y Mastroianni (31 de enero del 1999)
parodian la noción arquetípica del seductor: la subversión de los viejos mitos fue,
justamente, la reacción del neorrealismo italiano en contra de los cánones idealistas
del cine fascista de los años cuarenta, La dolce vita (Fellini, 59), Divorcio a la italiana
(Fermi, 60), y Ocho y medio (Fellini, 63), entre muchas otras cintas protagonizadas por
el actor, presentan la figura de un Casanova evasivo y culpígeno, una total
contradicción en términos. Y esto, la evasión y la culpa, se dio en el mejor de los casos:
el ejemplo más extremo de anticasanovismo –la ruptura con el mito– es representado
en El bello Antonio (Bolognini, 60), cinta en la que Mastroianni interpreta a un seductor
siciliano con problemas de impotencia:
la popularidad de este personaje le valió al actor ser conocido en adelante como “el
bello Marcelo” –la impotencia, entonces, acabó siendo lo de menos. Los papeles que
Mastroianni interpretó en los sesenta –durante la última etapa del neorrealismo y en
los umbrales de la modernidad cinematográfica– constituyen un desafío abierto a uno
de los valores esenciales de la sociedad patriarcal italiana: la virilidad. Si el bello
Marcelo derrumbó el mito de un seductor explícitamente sexual, cabría preguntarse
cuáles son las argucias que un Casanova contemporáneo esgrime para preservar su
reputación de conquistador: ¿el alarde intelectual o un astuto despliegue de
inseguridad? — Fernanda Solórzano