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hay algo todavía más angustiante que seis mujeres que desconfían entre ellas: que lo
hagan mientras exploran una cueva subterránea, sin idea sobre su estructura, y a
merced de una criatura inhumana que se alimenta de los que se pierden ahí. Si esto le
suena misógino, la culpa es de otras películas que explotan la sexualidad y el horror.
Por encima de los estereotipos —la heroína en ropa chiquita, el monstruo que las
somete, la histeria como reacción de mujer—, Descenso es un cuento efectivo sobre
miedo, claustrofobia y traición. Producción inglesa de bajo presupuesto y perfil, la
historia simple de excursionistas perdidas recupera la dignidad de un género saturado
de efectos e incluso de subtexto moral. Es también una opción al remake, cuya
frecuencia declara muerta la imaginación del terror. -
Hace poco mas de dos años, David Cronenberg vino a México para presentar su
película Spider. Invitado a inaugurar la función y la retrospectiva de su obra
organizadas por la Cineteca, el director canadiense subió al escenario y dijo lo que
tenía que decir: Gracias a los organizadores, gracias al público presente, gracias a los
que seguían su carrera con tanto afán. Se dejaron oír los aplausos. Sonreía con
satisfacción. Fue entonces cuando vino el gesto, al parecer, de genuina emoción.
Cronenberg se llevó la mano al pecho y habló de la película que veríamos a
continuación. "Spider es una película muy cercana a mi alma." Luego se bajó del
estrado. Caminó, tranquilo, hacia su asiento de espectador.
La noticia me produjo pasmo. Con que Cronenberg tenía un alma. Mejor dicho: con
que Cronenberg hacía películas que, dijo, le venían de ahí. La idea pedía meditarse, y
volver una semana después. Pero había que ver la película y acabar de desentender
más. Spider, la historia de un hombre perdido en el laberinto de sus traumas de
infancia, no recordaba en nada otras películas del director. Nada de cables que se
conectan al cuerpo, prótesis de lencería, ni instrumentos ginecológicos aun peores que
los de verdad. Nada de hombres y mujeres que se excitan con la hojalata, científicos
que se convierten en moscas, ni diseñadores de videojuegos que habitan una realidad
virtual. El Rey del Horror Venéreo, el Barón de la Sangre, David "El Depravado"
Cronenberg volvía al cine, después de Crash, con una película sobre un hombre
pandroso que confunde a su mamá y su madrastra, ambos recuerdos infantiles que
irrumpen en su realidad. Hagánle como quieran, que yo no les voy a explicar. Eso era lo
que nos había dicho Cronenberg con la mano en el corazón.
Podía entenderse por qué. Las teorías sobre el Proyecto Cronenberg son cosas que al
artista Cronenberg le acabaron por fastidiar. Si el horror y la ciencia ficción fueron en
su momento idóneas para desnudarle el alma, las metáforas se robaron la escena y se
convirtieron en modelos cinematográficos que pedían, a su vez, explicación. Las
fusiones entre tecnología y carne, el fin del organismo puro y lo humano como un
concepto volátil son rémoras filosóficas que, si bien se desprendían de las imágenes
deslumbrantes de su cine, adquirieron rentabilidad propia y fueron carne de cañón
editorial. Cuando se le preguntaba sobre ellas, declinaba, muy amable, contestar.
Coherente con este hartazgo, sus dos películas más recientes parecen cerrar la
puerta a ese tipo de interpretación: no más humanos mutantes, no más pesadillas
científicas de representación literal. Spider, que se estrenaba entonces, y Una historia
violenta, que se estrena ahora, son, a pesar de todo, extensiones del Proyecto
Cronenberg por donde sea que se las quiera mirar.
alguna vez Curtis Hanson dirigió L.A. Confidential, basada en la novela de James Ellroy,
ejemplo del mejor cine negro que uno puede recordar. También dirigió Wonder Boys,
novela de Michael Chabon, caso raro de gran película sobre escritores, leer y escribir.
Ahora presenta In Her Shoes, sobre dos hermanas rivales y su proceso de reconciliación.
Una es guapa, la otra no. Una es tonta, la otra no. Una es Cameron Díaz. La otra no.
Basada también en un libro, no hay mucho más que decir. En lo que explora su
sensibilidad femenina o agota la novela rosa, recomendamos revisitar a Hanson en los
estantes de cualquier videoclub. -
tan desbordado como el de Toronto. Lo llamaba el problema del elefante, al que todos
creen que conocen cuando en realidad sólo pueden tocar una parte de su cuerpo. En
otros festivales, pasaba a decir, uno podía ver casi la totalidad de la sección oficial
(Toronto, que no es competitivo, carece de ella), más dos o tres películas de secciones
paralelas y hacer entonces un diagnóstico del momento actual del cine.
No entendí en ese momento —y era apenas la hora del desayuno— si el elefante era el
momento actual del cine, el festival de Toronto, o una metáfora de lo inabarcable a la
hora de valorar. No era importante, pensé, porque el animal al que yo me enfrentaba
era sin duda mucho más pequeño y fácil de domesticar. Con veinte películas en
competencia, y el hecho de que su selección es mucho menos estelar (se celebra en
septiembre y no puede aspirar al estreno de las películas más esperadas de directores
de prestigio mundial), San Sebastián tiene las ventajas derivadas de su bajo perfil: la
sección oficial es más democrática, artísticamente hablando, a la vez que su sección
Zabaltegui recoge lo sobresaliente de los Festivales de Categoría "A". La sección
Horizontes Latinos hace un compendio de lo mejor de las cinematografías habladas en
español, y sus retrospectivas temáticas y de autor son indicativas de aquello que se
considera digno de revalorar.
Con esa tranquilidad de ánimos —el festival no era un elefante, y si el elefante era el
estado del cine podía verlo desde unos metros atrás— me llegó el día de clausura y, con
ella, la intuición de una metáfora zoológica peor: si un festival dicta la taxonomía de
nuestras creaciones y gustos en cine, este año San Sebastián era un catálogo de
entomología. La nómina de la sección oficial parecía confirmar la consigna del director
actual: negar del cine todo lo que lo vuelva un reflejo de lo inaccesible o ideal, y dar la
espalda a personajes que emanen grandeza. Una tras otra, con excepciones contadas,
las películas de la competencia eran apologías del anticlímax y negaciones del hombre
favorecido por algo que no dependa de su trabajo o de su voluntad. Si bien la épica del
hombre común —el antihéroe simpático, las batallas de cotidianidad— ha reflejado
desde hace décadas la intención del cine de bajarse de su pedestal y su estatus de mito,
un grueso de películas recientes se han empeñado en hacer retratos minuciosos de la
carencia y el antiglamour. No es sólo que frente a ellos el espectador se mire a sí
mismo: se trata de asomarse a vidas sin visibilidad.
Luego comprobamos que no, que no confundíamos nada, y que Algo parecido a la
felicidad era esa película checa memorable por su rara calidad de no ser memorable en
nada. A falta de argumentos en contra uno optaba por mejor aplaudir. Parecía que
nadie tenía una respuesta a "¿Y por qué no?"
No había respuesta por varias razones. Una de ellas es que la película ganadora no era
quizá la mejor, pero sí la que mejor exponía el tema que en la competencia oficial se
había revelado como presencia terca: la vida de hombres-insecto, entre más
insignificantes, mejor. Vecinos de una colonia industrial de la República Checa, los
personajes de la Concha de Oro Algo parecido a la felicidad, del checo Bohdan Sláma,
no sólo eran hombres y mujeres comunes sino infelices, inestables y pobres. Parientes
perdidos de los polacos sufrientes de Krzysztof Kieslowski, estos otros europeos del Este
tenían clones igual de anónimos en otras películas de la sección oficial: en Obaba, de
Montxo Armendáriz (basada en la novela de Bernardo Atxaga, sobre la vida de
pueblerinos grandiosos en su pequeñez); en la danesa Manslaughter (el deterioro
moral de un hombre adúltero cuya amante asesina a otro hombre); en Verano en
Berlín, de Alemania (ganadora del Mejor Guión, sobre dos mujeres solitarias y la
tragicomicidad de sus días); en la eslovena Gravehopping (las interacción entre un
recitador de textos fúnebres y sus perturbados vecinos), en Je ne suis pas là pour être
aimé (un encargado de ejecutar embargos se enamora de una mujer infeliz) y la más
lograda de su tipo Sud-Express, coproducción entre Portugal y España, convergencia de
historias alrededor del tren que une París con Lisboa, todas crónicas desafectadas de
vidas aburridas y duras.
Todas éstas podían ganar, y todas, a la vez, perder. Nadie se lo preguntaría ni a nadie
le importaba en verdad. Había sólo una pregunta en el aire, que rápido se podía
responder: ¿Por qué nada, ningún premio, a la ingeniosa A Cock and Bull story, del
inglés Michael Winterbottom, a estas alturas perdedor reiterado de San Sebastián (el
año pasado concursaba con Nine Songs, que ganó Mejor Fotografía, eufemismo para
"no ganó")? Porque si algo no hacía Winterbottom era ceder ni ante la miniatura ni
ante la tentación de magnificar. Una adaptación del inadaptable Tristram Shandy de
Sterne, A Cock and Bull Story es un juego autorreferente, fiel a la estructura visionaria
del original. A diferencia de la vencedora, es más parecida al cine que a la vida y a sus
modestas aspiraciones a la felicidad. Un pecado de soberbia, en fin, en el contexto del
Festival.
Esto por no hablar de Gilliam, el único que desafiaba los paradigmas. Entre silbidos,
esos sí rotundos, Tideland obtuvo el premio Fipresci de la crítica especializada. A
diferencia de los otros premios, aquí todos ubicaban el título y a su director.
También en concurso oficial, la película narraba la historia de una niña pizpireta, hija
de padres yonquis, cuya mirada limpia le volvía natural preparar jeringas de heroína y,
pasado lo que tenía que pasar, jugar con el cadáver disecado de su papá. Del total de la
gente que asistió a la función de Tideland —sala llena: se trataba de Gilliam—, la mitad
vio la película completa. La otra mitad —a la que Gilliam calificaría de estúpida— fue
abandonando la sala, hasta hacer cola en la salida del cine. Los porteros de la
corrección política, que pueden ver en películas violaciones y muertes siempre y cuando
se vean en contexto, explicaban que era impermisible mostrar a una niña de nueve
años preparando, amorosamente, la dosis para sus papás ("el morbo", decían. "Lo
insoportable es el morbo"). Otros señalaban que el punto flaco de Gilliam seguía
siendo, como en sus otras películas, el regodeo en la desmesura (que una cabecita de
Barbie le hable a otra cabecita de Barbie durante varios minutos) y, como
consecuencia, los baches en la línea de acción.
Así como nadie sabía bien a bien qué era lo loable de Algo parecido a la felicidad, nadie
sabía tampoco qué era lo imperdonable de Tideland. Entre los suéteres luidos de los
obreros checos y las menores pero lejanísimas aventuras del caballero Shandy, Gilliam
le restituyó al cine su licencia para perturbar.~
Toro Negro era una de las cuatro películas que representaron a México en el Festival de
San Sebastián. Sangre, de Federico Amat, y El inmortal de Mercedes Moncada (en
coproducción con Nicaragua y España) concursaban en esa sección, y Batalla en el
cielo, de Carlos Reygadas, era exhibida en la sección Zabaltegui, la muestra de las
películas que participaron en Festivales previos. Más allá de la suerte que corra una vez
legitimada por un premio extranjero (si se trata de especular con base en el pasado
reciente, se convertirá en película prodigio que en un principio nadie apoyó), el premio
fue un reconocimiento justo a uno de los documentales más inteligentes y equilibrados
de los últimos años.
Conservando un equilibrio ético que en teoría se antoja imposible, los directores hacen
el retrato de un personaje heroico y repudiable a la vez. Fernando Pacheco, de
veintitrés años, es un joven que vive toreando en un pueblo perdido y paupérrimo de la
Península de Yucatán. Si el contraste entre aspiraciones y circunstancias de vida no
fuera de por sí patético (en un cuarto de piso de tierra, con sólo un colchón en el piso,
cuelga de la pared un traje de luces), el personaje se nos revela como un alcohólico de
veinticuatro horas (incluidas las del ruedo), un golpeador de mujeres embarazadas (la
suya, Romelia, que por cierto le dobla la edad) y, según testimonios a cuadro, ex
drogadicto, ladrón y violador. Pero también —y eso es capturado en su esencia— un
hombre que por su pasión genuina se erige sobre la inhumanidad de su circunstancias e
historia. Un héroe de la vida media, dicho sin ironizar.~
Hay cosas que empiezan a sobrar en el mundo: una de ellas, las películas sobre
accidentes de auto que cambian el curso de la humanidad (o, por lo menos, de la
humanidad que pasaba ese día por ahí). De Amores perros a 21 gramos (González
Iñárritu) y la más reciente Crash (Paul Haggis), hemos aprendido a deconstruir la
fórmula narrativa del Efecto Mariposa Vial: un guión cronológicamente fragmentado
que pone el énfasis en la confluencia de historias y en la relatividad del azar. La buena
noticia es que hay directores capaces de renovarla, libre de pretensiones y cuotas de
solemnidad. Es el caso de 11:14, filmada hace tres años pero con distribución limitada.
Se apoya en buenas actuaciones (Hillary Swank, Patrick Swayze, Barbara Hershey), y en
cierta comicidad negra que la acerca a los hermanos Coen más que a otros culebrones
con el tema de la fatalidad.~
Nacidos en los burdeles, de Ross Dauffman y Zana Briski (31 de octubre del 2005)
Digo ha sido en vez de es porque hasta ahora —mes de su estreno— las medallas y el
miniescándalo son los únicos marcos de referencia de una película que, de otra
manera, no despertaría curiosidad. Ésta no es una descalificación: que Japón haya sido
coronada por el periódico Le Monde como "la película más bella del mundo" y haya
obtenido una veintena de premios, que el comité de selección de Cannes no haya
dudado en mezclar en su terna el apellido Reygadas con los de Cronenberg, Wenders o
Van Sant, y que un blow job como escena de arranque nazca con legitimación artística
es algo que pocos directores de tan breve currículum podrían imaginar posible. Lo que
toca ahora es ponderar Batalla en el cielo, más allá de su brilloso pedigrí.
Tomemos como punta de la madeja la intención manifiesta del autor. Según ha dicho
Reygadas, sus películas son reflexiones sobre las luchas que se libran en un ámbito
existencial.
Las batallas de Japón eran todas hacia el interior. En ella se narraba la historia de un
suicida en potencia, que en ruta hacia su objetivo conoce a una anciana con la que
entabla una relación íntima, tanto en lo emotivo como en lo carnal. La película
transcurría en un pueblo del campo mexicano, pero la intención de Reygadas era
exprimir de su relato una parábola sin asideros geográficos que no concediera nada al
costumbrismo rural: su puesta evitaba las convenciones del realismo y los personajes
no eran actores profesionales: su intervención en la película se limitaba a la presencia y
no a la construcción de un rol.
Con menos eficacia, Batalla en el cielo lleva al extremo las premisas de Japón. Es la
historia de un chofer (Marcos Hernández), crítptico y monosilábico, que, en complicidad
con su esposa (Bertha Ruiz), lleva a cabo el secuestro y asesinato involuntario de un
bebé. Agobiado por la culpa, confiesa su crimen a la hija de su patrón (Anapola
Mushkadiz), una junior que se prostituye, al parecer, por aburrimiento de clase. La
chica le expresa piedad y tiene relaciones sexuales con él; la confesión del crimen
provoca en el hombre un segundo acto homicida. Las culpas acumuladas lo llevarán a
realizar una peregrinación ante la Virgen.
Tal y como lo hiciera en Japón, Reygadas altera los escenarios de Batalla en el cielo
para, a pesar de su localización unívoca, salvarla de ser un relato más sobre la ciudad
de México. Si en su primera película los colores del campo mexicano eran, por intensos,
hiperreales, en Batalla en el cielo la paleta es de colores fríos y los interiores aparecen
desprovistos de mobiliario. Mucho más que un diseño de arte minimalista, el
espectador se encuentra frente a atmósferas asépticas que buscan incomodar por su
desnudez: estamos en el cielo, o en una estación anterior. Como en Japón, Reygadas
recurre a actores no profesionales. Esta vez, además, los filma en cuadros estáticos que
cancelan la ilusión de continuidad.
Hasta aquí las semejanzas entre películas y la preocupación reiterada del director: que
lo suyo no se entienda como un melodrama tramposo y que los actores no caigan en
vicios de la profesión. Le interesa desenmascarar los artificios del realismo, una
paradoja que —dice— bloquea la receptividad del espectador. Si en aquella primera
película se nos pedía contemplar la redención de un hombre a raíz de una
transformación interna, en ésta se nos sugiere que aquello que el protagonista padece
y expía se deriva de sus relaciones con el mundo exterior. Y es aquí donde Batalla en el
cielo genera una contradicción: sugerir la guerra de un hombre y su contexto, cuando
este contexto ha sido despojado de toda connotación. Que aparezcan la Basílica de
Guadalupe o Paseos del Pedregal no es suficiente (o no debería serlo) para que un
espectador comprenda cuál es la supuesta tensión entre el individuo y la sociedad que
lo contiene; sí son suficientes, en cambio, para que la película bordee los terrenos del
exotismo de exportación. En Batalla en el cielo no hay sociedad ni contexto que
equivalgan a antagonista del héroe. Si un mexicano comprende el conflicto es quizá por
inferir el código; si a un extranjero le atrae es porque está consumiendo folclor.
Ya sea por fallas que se derivan de una exploración de la forma (algo muy loable) o por
un cálculo anticipado de críticas europeas a favor (algo nada loable), Batalla en el cielo
es una película en la que a) el contexto es reconocible en su símbolos pero no en los
significados profundos, b) los personajes no son personajes sino estereotipos de clase y
c) la puesta en cámara y la actuación se niegan a involucrar al espectador. O esta es la
historia de un cierto país y sus freaks, o el mensaje es tan sublime que no está en las
masas la capacidad de comprenderlo (aunque parece que en las masas francesas, sí).
Que los nazis sean héroes trágicos no es algo ni siquiera ponderable. Si ésta fuera la
perspectiva novedosa de La caída, ningún estudio la habría financiado, ningún actor
habría representado los roles, ni los críticos o el público sensible apoyarían la discusión.
Lo que permite que estas escenas tengan cabida en el cine de reconstrucción histórica,
es que permiten dimensionar (que no justificar) el grado de fragmentación psíquica del
personaje, y cómo ésta le permitió hacer una puesta en escena creíble de la
cordialidad. Con la conciencia de que edición equivale a mensaje, Hirschbiegel no
permite que las imágenes de un Hitler sensato echen raíz en el espectador. Las remata,
todas las veces, con otras en donde la ira se emparenta con la psicopatía —y no, como
podría objetársele, a una versión aberrante del valor. De ahí la paradoja que agudiza el
horror: lo que uno llega a conocer de Hitler no es su lado bondadoso, sino la
monstruosidad de su maquinaria íntima de seducción. Esto se desprende tanto de la
película de Hirschbiegel como del escalofriante testimonio que sirve como una de sus
fuentes: las memorias de Traudl Junge, secretaria personal de Hitler desde 1942 hasta
el día en que éste dictó testamento en vísperas de su suicidio, el 30 de abril de 1945.
Ante el cuadro pesadillezco que ofrece La caída, la pregunta sobre qué es aquello
que uno perdería (y consideraría terrible perder) deja fuera de consideración a Hitler
como héroe de la representación y pone a cuadro a la figura que no por casualidad
Hirschbiegel elige como punto de vista de la narración: Traudl Junge, la secretaria, cuya
voz real sirve de prólogo a la cinta, y al final de la cual aparece en lo que es también la
secuencia última del documental de 2002. Tras cincuenta años de silencio, Traudl narra
los hechos vividos, y alega inocencia sobre su significado y consecuencias. Una vida
familiar mediocre, la falta de figura paterna y una curiosidad no detonada por una
filiación ideológica sino por la proximidad al poder, son las razones que pone en la
mesa para explicar su permanencia al lado de Hitler. El continuo autorreproche de
Junge es la inconsciencia y la irreflexividad de su involucramiento con el gabinete nazi:
la anagnórisis tardía que la lleva de la ignorancia al conocimiento terrible sobre su
identidad criminal.
Nada tan sofisticado como el look de un japonés juvenil. Blusas de encajitos sobre
blusas de encajitos, pantalones que parecen faldas, faldas que cubren pantalones y
otras que de tan cortas podrían de una vez no estar ahí. La ropa está despojada de
toda cualidad funcional. A esa regla también responde el desfile de cortes de pelo más
impresionante del mundo: asimetrías, desvanecidos y rayitos —lo mismo en hombres
que en mujeres— que combinados vuelven nulas las probabilidades de que una cabeza
se parezca a otra en kilómetros alrededor. El pelo lacio y de corte regular es para los
conformistas y los viejos.
Escéptica hasta unas horas antes de la función, dudaba del sentido de un programa
dedicado a México con el nombre de B&C —por las inciales de Bernal y Cuarón— en el
contexto de un Festival de Cortometraje: la edición 2005 del Short Shorts Film Festival,
con sede en la ciudad de Tokio, dedicado a exhibir cortos de Oriente y de Occidente. La
suma de las iniciales B y C es al parecer relevante para el público japonés porque,
además de la ubicuidad internacional de Gael, los hermanos Carlos y Alfonso Cuarón
fueron guionista y director de Y tu mamá también, un éxito en Tokio gracias a la
popularidad del actor. Alfonso Cuarón dirigió también El prisionero de Azkabán, tercera
entrega de la saga de Harry Potter, taquillera de por sí en todos los países del mundo.
Como cada año en sus siete de existencia, el Festival dedicaba un programa a exhibir
los cortometrajes de directores reconocidos, algunas veces como homenaje a sus
inicios, otras por ser material fuera de circulación, y en ambos casos reivindicando al
cortometraje como el género que deja ver la simiente de un estilo. De Carlos se
proyectaban Noche de bodas y Sístole y diástole; y de Alfonso se había elegido Murder
Obliquely, capítulo de la serie Fallen Angels de la cadena hbo, mismo que le ganaría un
premio y le abriría las puertas en Hollywood.
Lo que importaba, sin embargo, era ver en pantalla a Gael. Como éste no aparecía
en los cortos de los hermanos Cuarón, se proyectaban El ojo en la nuca de Rodrigo Plà,
y De tripas corazón de Antonio Urrutia. Ambas historias lo tenían como protagonista, y
hacían valer los mil quinientos yenes que costaba el boleto de entrada: casi ciento
cincuenta pesos por hora y media de proyección. Los cortos habían sido subtitulados al
inglés y al japonés.
Hasta hace poco más de un mes, dos seres tachados de oscuros le debían una
explicación al mundo. Ambos de máscara y armadura negras, largas capas al suelo y
cierta actitud teatral, portaban sus complicados atuendos con sospechosa convicción.
Uno de ellos le sacaba provecho: la armadura para proteger, los accesorios para
escalar, la capa para planear el vuelo; el otro la usaba para esconder daños
anatómicos y, de paso, complementar el look del Mal. Batman y Darth Vader, las dos
hombres de negro más famosos de la mitología popular gringa, escogieron el mismo
año (por poco también el mes) para sacar los esqueletos del clóset y explicar sus
decisiones de vida. Una de ellas, en qué maldito momento decidieron disfrazarse así.
La primera lección de Nolan y de su coguionista David S. Goyer fue hacer un alto sin
prisas en el detalle escabroso que vuelve a Batman un personaje más afín a la psicosis
de un hombre común que al heroísmo de un personaje fantástico. A diferencia de los
demás de su tipo, Bruce Wayne no nace con superpoderes ni los adquiere por
accidente: es un superhéroe hechizo que se resiste a llevar una existencia normal. Los
porqués de su transformación —torcidos, ambiguos y producto de un trauma infantil—
son esenciales para entender la naturaleza de su segunda identidad. Es aquí en donde
la dirección de actores, el redondeo a personajes secundarios y el detalle puesto al
preludio de la acción vuelven a Batman inicia la única versión en cine que toca el
corazón del asunto. Durante una primera parte que describe la relación entre el niño
Bruce y sus padres, los días que siguen al asesinato de éstos y el entrenamiento del
joven Bruce en artes de combate a cargo de una secta oriental, el espectador
encuentra en Wayne su punto de identificación. Esto no implica que lo entienda o lo
quiera, sino que lo obliga a convivir con él lo suficiente como para cederle un espacio en
el ámbito de la existencia humana, no tanto como un personaje ordinario sino como el
vehículo de fantasías y anhelos difíciles de confesar. La elección de Christian Bale en el
papel del millonario huérfano es quizá el mayor acierto de la película: haciendo eco de
Patrick Bateman, el asesino yuppie que el actor interpreta en la adaptación de
Psicópata americano (otra película que se debe a los registros de su protagonista), su
encarnación de Bruce Wayne es la de un hombre cuya máscara más temible no es la de
un murciélago humano sino el rostro falsamente impasible con el que se levanta y se
acuesta. Wayne, según lo interpreta Bale, es un coctel de principios morales,
vulnerabilidad y rencor.
Por último, la enseñanza que cada vez más los guionistas y directores han decidido
ignorar: lo complejo no es complicado, ni lo fantástico es un género al servicio de la
atrofia mental. Cada escena de Batman inicia —cada diálogo, personaje e imagen—
permite una lectura doble sobre nociones convencionales del bien y del mal, aun
tratándose de una alegoría sobre ideales que apelan a lo universal (cada escena, quizá,
menos las que involucran a la zonza fiscal Rachel Dawes, el único personaje en
desventaja con sus análogos previos). Si Batman es un héroe social o un vulgar
vigilante, si la Legión de las Sombras, la secta que lo enseña a pelear, es una secta
fanática o una fuerza reguladora con una ética propia, o cuál es la línea que distingue
la voluntad bienhechora de la simple vanidad justiciera, son cuestiones que no se
resuelven en aras de la claridad. Ni Batman ni Wayne son sencillos. Nadie interesante
lo es.
Estas lecciones no son de realismo, sino de verosimilitud. ¿Es necesario que una
película de aventuras, fantástica, o como quiera llamarse a toda historia que tiene
lugar en una realidad imaginada, se ajuste a un criterio mundano sobre lo que es o no
aceptable? No si sus vericuetos son golosina visual, sí cuando se pretende representar
un dilema moral (en el caso de Batman, la venganza como forma de la justicia en
bruto: la condena del individuo en aras de la colectividad). La moral se inscribe en el
ámbito de lo humano, y el espectador, por lo general, también. Ya no se diga la
psicología, rama a la que se atribuyen las manías de uno de los pocos superhéroes por
elección, y que como ningún otro ilustra la máxima freudiana sobre infancia y destino
(ya no se diga la personalidad esquizoide, o las fobias y filias dictadas por la represión).
Como dice Bruce Wayne cuando le cuentan de uno que anda haciendo ruido por ahí:
"Un hombre que se disfraza de murciélago tiene issues por resolver." -
Sedicioso, agitador, calumniador, pícaro, libertino, burdo y farsante. Así era en verdad
Jesucristo —vocifera un ateo desahuciado, que busca echar al sacerdote católico que lo
asiste antes de morir. Personajes del Marqués de Sade en el Diálogo entre un
moribundo y un cura (1782), los dos reaparecen en la película que Luis Buñuel recuerda
como una de sus hijas favoritas: Nazarín, de 1958, la historia de un cura aturdido por
las supercherías que a veces se confunden con la fe. La escena en la que una mujer
moribunda pide que acuda su amante y que, en cambio, salga del cuarto el
impertinente padre Nazario es la única desviación de Buñuel a la novela homónima de
Pérez Galdós. En la película, sin embargo, el cura no hace el papel de insensato que sí
hace en el diálogo de Sade. Nazario, muy al contrario, es el hombre más cabal entre
todos los católicos y ateos que a lo largo de la película cruzan palabra con él. Entre el
diálogo maniqueo de los personajes de Sade y sus versiones matizadas en la escena de
Nazarín median no sólo el gradual alejamiento de Buñuel con respecto al surrealismo (y
a sus patronos literarios, como Sade), sino la empatía del director con los conflictos del
padre Nazario, un hombre complejo y honesto, ante todo desencantado de los excesos
de la fe.
La doble naturaleza del creyente (sensato y con la lógica suspendida, un Misterio por
derecho propio) es un eco del dogma cristiano —la doble naturaleza de Cristo—, que
más disertaciones cinematográficas inspiró a Buñuel. Jesucristo —parece concluir—
debió de ser vanidoso y risueño. Eso lo incomodaba menos que su creciente status
como celebridad. "Se ha ido apoderando de un lugar privilegiado en relación con las
otras dos personas de la Santísima Trinidad", se queja en Mi último suspiro. "[En los
tiempos que corren] no se habla más que de él."
"La práctica del sexo oral puede causar esterilidad." Si alguien no probaba lo opuesto,
no teníamos por qué dudar.
Por poner en jaque las relaciones entre religión y ciencia, el impacto del reporte
Kinsey fue comparado con el del desarrollo de la bomba atómica. Dejando ver la
relación entre una cosa y otra —que tanto la procreación como la muerte masiva
habían dejado de ser un asunto divino—, la tensión creciente de la Guerra Fría frenó la
apertura en el diálogo. La Fundación Rockefeller retiró a Kinsey los fondos para lo que
sería la continuación natural del reporte —la investigación sobre el comportamiento
sexual femenino—, y la sociedad se retrajo a un neopuritanismo que, avergonzado de
su naturaleza, hoy navega todavía con bandera de autocontrol.
Como a la rara especie de abejas a las que observa durante toda su vida, el científico
explora la biografía sexual humana con vocación de entomólogo, y pretende colocarse
a sí mismo —y a su familia y a colegas— en un terreno de invulnerabilidad que no
admite vínculo alguno entre afecto y sexualidad. Con el mismo bisturí con que separa el
goce ilimitado del cuerpo de la carga moral que lo imposibilita y anula, intenta también
extirpar tumorcitos de sentimiento y territorialidad. La visión biológica y aséptica del
cuerpo es en Kinsey origen y consecuencia de frustración: marcado en su infancia por la
relación con un padre drenado de sentimientos, no puede desarrollar al tope una vida
emocional.
Las mejores escenas de Kinsey son las que dejan ver las grietas por las que se desliza
el proyecto de utopía sexual que el científico pretendía instaurar: cuando hiere a su
esposa e hijos, que no comparten del todo su propuesta de intercambio sexual; cuando
su equipo no resiste las consecuencias de ser conejillos de indias; cuando se topa con la
prueba última de tolerancia y neutralidad: escuchar las confesiones de un paidófilo
describiendo el orgasmo infantil. Lejos de ser reaccionarias, las escenas revisten el
fenómeno de necesaria complejidad, y plantean el reto de conciliar parámetros
inviolables de ética con la nueva conciencia sexual.
Sobre la vigencia de Kinsey, basta decir que es absoluta y tácita, y que recuerda una
fábula bélica sobre una guerra que nadie ganó. Durante la secuencia de créditos,
alguien contaba la historia de una amiga cuya abuela le dijo que la sangre menstrual
contenía cadáveres de bebé. Hasta que alguien le explicó otra cosa, la amiga sepultaba
los kótex en la tierra de su jardín. -
Por efecto del pelo cortísimo, una Nicole Kidman aún más alta observa a un niño de
diez años jugar en el pasamanos del parque. Lo mira con amor. En alguna escena
previa habían compartido una mesa (helado para él de por medio) y tenido una
conversación en adelante, para nosotros, imposible de olvidar. Preguntaba Anna
(Kidman) al engolosinado Sean: "Y [ahora que nos casemos] ¿vas a poder satisfacer mis
necesidades?" El niño respondía que sí. Ella dudaba un segundo y disipaba la
ambigüedad: "¿Has hecho el amor con chicas?" "Siempre hay una primera vez",
contestaba el pequeño Sean, todo sin perder un ápice de hambre y seguridad.
No tendría por qué titubear. Según la historia que se nos cuenta aquí, Sean es la
reencarnación del difunto marido de Anna. O eso es lo que él le dice y por eso ha
irrumpido en su vida: para evitar su casamiento con Joseph (Danny Huston), un hombre
al que Sean no considera un sustituto al nivel. Todo esto que suena absurdo, les parece
cada vez menos a los atónitos personajes adultos que escuchan en labios del niño
anécdotas, recuerdos e historias que sólo el difunto habría podido enunciar.
Anna, yendo más lejos, ha comenzado a creer. En close ups de varios minutos que,
en Reencarnación, confirman a Kidman como una de las mejores actrices vivas, el paso
del escepticismo al amor es contado con microgestos que mutan de un segundo al otro,
y corresponden a fragmentos de una psique que pierde unidad.
Un director británico famoso tanto por sus comerciales y videos como por su debut
Sexy Beast (una historia de gángsters grasosos, estridente en la misma medida en la
que Reencarnación es etérea), Jonathan Glazer es prototipo de una generación reciente
que concilia lo mejor de mundos antes estigmatizados rivales: la riqueza y
experimentación visual (propios de la publicidad), y estructuras narrativas lejanas al
modelo convencional (guiones que de tan complejos pedirían expresión literal). Un caso
parecido al de Michel Gondry y su mancuerna con Charlie Kaufman en Eterno
resplandor de una mente sin recuerdos, Glazer consideró que la colaboración con un
escritor que es genio por derecho propio no era una batalla por el foro sino una
tradución bilingüe de una preocupación común. Retrabajado por Glazer y Milo Addica,
la historia original de Reencarnación fue escrita por Jean-Claude Carrière, guionista de
las películas más polisémicas de Luis Buñuel.
Una película saturada de umbrales (como el puente de Central Park bajo el que Sean
adulto muere de un infarto, y en donde diez años más tarde se reencuentran el niño y
Anna), Reencarnación habla de una frontera tan perturbadora como las del horror: el
que divide al delirio del relato, ambos estructurados en el mundo de la simulación.
Arco '05 (o cómo ser mexicano sin morir en el intento) (31 de marzo del 2005)
En 1975 el crítico y periodista Tom Wolfe publicó La palabra pintada, una historia
del arte del siglo XX en la que enuncia la paradoja filosa en la médula del arte moderno
y que ilustra desde la historia del arte las paradojas de lo excepcional: de aquello que
se define a partir de lo que deja atrás. Como reacción a la figuración del arte narrativo
del siglo XIX y anteriores, narra Wolfe, los artistas del XX optaron por negar al receptor
de su obra cualquier posibilidad de lectura interpretativa con referencias en su
realidad. Para ello dependieron tanto de las obras que creaban como de las teorías que
las explicaban detrás. Tan imbricado se volvió el sustento crítico de, por ejemplo, el
expresionismo abstracto, que cada vez más los creadores aspiraban a estar a la altura
de lo que de ellos se escribía. Se convirtieron en ilustradores de textos. Vaya avance,
comentaba Wolfe. Más rápido que pronto el arte dependía otra vez de la escritura —ya
no de la narrativa ni de la mitología, esta vez del ensayo. Se vinculaba, como antaño, a
un texto sobre papel.
Tan fallida como resultaría la visión profética de Wolfe, la vigencia de sus paradojas
podría probarse más o menos en cualquier lugar. Podría incluso hacerse algo más
radical: retomar su relato sobre cómo, a mediados de siglo, lo moderno encontraría un
nicho entre las categorías de lo establecido, para explicar, toda proporción guardada,
cómo en las últimas dos décadas una cierta vertiente del arte ha encontrado un canal
de diálogo en la escena internacional. Es el caso de México y del arte que aquí se
produce, según se ha exhibió, promovió y discutió en su calidad de invitado, en la
pasada Feria Internacional de Arte Contemporáneo (ARCO), celebrada del 8 al 14 de
febrero en Madrid.
En uno de los foros teóricos programados por arco acerca del país invitado, donde se
debatió, casi sin paréntesis, la oposición entre localismo y globalización como discurso
del arte reciente en México, el filósofo y director de la revista CURARE José Luis Barrios
abordó la contradicción desde el lado del artista (y su galerista, y su crítico), donde lo
mexicano ha de entenderse como "cosmopolita pero periférico": el problema consiste
en "cómo ser nosotros mismos en la escena global, pero siempre negociando con el
fantasma de lo nacional". Otro de los participantes en los foros, el curador
independiente Patrick Charpenel, definió la paradoja a partir de la economía: el arte
mexicano se internacionalizó, dice, cuando, a partir del TLC, entró en diálogo con
mercados globales y sus temas reaccionaron a los contrastes entre economías y
políticas. La notoriedad que generó este arte obligó a crear un aparato museístico y de
galerías alrededor de él: "México existe artísticamente [en el mapa internacional]
gracias a las controversias culturales." Su participación en el diálogo mundial, se podría
concluir, está condicionada a su papel contestatario y marginal.
O no, por lo menos, del folclor que idealiza y sublima. José Kuri —codirector de la
Galería Kurimanzutto (una de las más activas a nivel internacional, con Gabriel Orozco
como estandarte de su calibre)— afirma que los estereotipos nacionalistas sobre
México se rompieron hace años, pero que una nueva exotización recurre a los tópicos
de la violencia, la miseria y la descomposición política. ¿Un tópico difundido? "Que la
ciudad de México es la más peligrosa del mundo" ¿La gente lo busca en su arte? "Sí. Le
gusta verlo ahí." Enrique Guerrero, codirector de la galería que lleva su nombre, niega
que la violencia sea un tema asociado a México por parte del coleccionista, y más aún
que el artista lo explote como nuevo folclorismo artístico ("es, en todo caso, parte de la
tradición de arte social que sí pertenece a México"). Es posible, eso sí, que el
coleccionista adquiera una obra mexicana si la asocia con un recuerdo del país. No hay,
dice él, creación de expectativas por parte del galerista (pero sí, diríamos otros, una
necesidad de apropiarse del país.)
En más de una escena de la película Unknown Pleasures (2002), dos adolescentes —un
chico con el fleco en la cara y su novia vestida a la última moda— caminan sin rumbo
en las calles deterioradas de una ciudad industrial de la República Popular China. No
tienen ocupación y no muestran interés en nada. Su problema —y así lo explica el
director Jia Zhang-ke, de 33 años, considerado por mucho el mejor director chino de su
generación— es que carecen de aspiraciones y de confianza en el futuro a largo plazo.
Saben, simplemente, que no tienen posibilidad de hacer dinero o de sobresalir. Nacidos
en la década de los ochenta, son los hijos de las reformas económicas instauradas por
Deng Xiaoping para sepultar los estragos de la Revolución Cultural. Según el director Jia
Zhang-ke, los sentimientos de soledad y alienación experimentados por la juventud de
su país son el cambio más radical en la sociedad china reciente. En relación con el daño
causado al espíritu de una sociedad y a su nivel de bienestar, Zhang-ke compara el
fracaso de la modernización económica con el de la Revolución Cultural.
Esta película, al igual que las anteriores del mismo director, no puede ser vista en
China si no es en copias pirata adquiridas en el mercado negro. No han sido aprobadas
por el Buró de Censura, como casi ninguna película china de producción independiente,
la mayoría de ellas de directores jóvenes pertenecientes a la llamada Sexta
Generación.* Cuando en 2003 se exhibió en Cannes la película All Tomorrow's Parties
del director Yu Lik Wai (amigo de Jia Zhang-ke y su fotógrafo habitual), el gobierno
chino prohibió al director hacer más películas en su propio país.
Tanto All Tomorrow's Parties (una fábula distópica sobre el futuro de China) como
The World, la película más reciente de su colega Jia Zhang-ke (sobre un parque
temático con ciudades en escala en donde "se es capaz de ver el mundo sin necesidad
de dejar Pekín"), así como el documental Al este de las vías de Wang Bing (una crónica
de nueve horas, desoladora pero no efectista, del desmantelamiento de una fábrica
fundidora y sus consecuencias en la población trabajadora de la ciudad industrial),
serán exhibidas en la ciudad de México en el marco del 20 Festival Internacional de
Cine Contemporáneo. Son ejemplos del cine chino reciente que convive con otras
corrientes más vistosas y masivas —los géneros fantásticos y de artes marciales—, en
los que se insertan la popular Crouching Tigger, Hidden Dragon (Ang Lee, 2000) y las
hiperestilizadas Hero y House of Flying Daggers, ambas fuente de opiniones
encontradas sobre la mercantilización del cine oriental, el predominio total de la forma
sobre el fondo y, en última instancia, la evolución radical de su director, Zhang Yimou, a
quien la Revolución Cultural obligó a interrumpir sus estudios a los dieciséis años para
trabajar en el campo, y quien luego se erigiría en uno de los representantes más
combatientes de la de por sí combatiente Quinta Generación. Esto es, el grupo de
directores chinos que a principios de los ochenta emergió como primera generación
egresada de la Escuela de Cine de Pekín (clausurada durante diez años y reabierta en
1978), y que se considera el parteaguas que inaugura la cinematografía china de
reconocimiento internacional.
Lo que películas como Unknown Pleasures y All Tomorrow's Parties puedan tener en
común con otras contemporáneas como Hero (2002) o House of Flying Daggers (2004)
—estas últimas ubicadas en el pasado remoto de China, en apariencia elusivas a
cualquier postura o denuncia de la política actual— es mucho más que lo que brotaría
de una comparación de sus argumentos y está relacionado con un rasgo anulado en el
cine chino anterior a la reapertura de la Escuela de Pekín: la exaltación del individuo y
de sus móviles (o desencantos) personales.
Esto se extiende no sólo a los temas, sino a la renovación misma de una definición
del cine como lenguaje y como campo de innovación. En tanto tecnología de origen
occidental, la introducción de la cinematografía a China es parte de la historia de la
modernización de ese país a lo largo del siglo XX. Sin embargo, con el
desmantelamiento del maoísmo y el fracaso batiente de la Revolución Cultural, el cine
resurgió ya no sólo como un medio de propagación ideológica, estancado en sus
formas y posibilidades visuales, sino asumiendo el carácter autónomo que las
sociedades capitalistas conceden, por lo menos a priori, a los lenguajes artísticos.
Que los dientes de Julia Roberts sean más caros que la casa de uno; que Jude Law sea el
Hombre Vivo Más Sexy pero a nadie alrededor se lo parezca; que Natalie Portman sea
mejor recordada como la Princesa Amidala y, un rol de más trascendencia, como la
novia de nuestro Gael. Que la película en la que coinciden todos, en la escuálida
cartelera de enero, se llame nada menos que Llevados por el deseo.
Todo deriva en prejuicios, y éstos, para el caso, en axiomas. Tiene usted que decidir
si algo con ese título y gente valen su hora y tres cuartos libres, ya no se diga los
cincuenta pesos de la experiencia Cinemex. Nada muy claro hasta aquí: tres personas
con títulos varios —superlativos y sin lugar a objeción. Lo del título es lo de menos.
Mejor dicho, se le acaba de olvidar. No importa, porque no hay opciones a la hora de
reconstruir: según nuestros traductores de títulos —traductores por llamarlos algo—
todo acto de naturaleza humana es deseoso, obsesivo o mortal. Quedan por escrutar
dos nombres: el del actor inglés Clive Owen y, en letra chiquita, el de Mike Nichols,
señor director. A diferencia de Roberts, Law y Portman, a quienes sólo menonitas y
fetos están exentos de identificar, Owen es apenas conocido en las carteleras de por
acá. Sus apariciones, además, no han sido resorte de fama: en la brillante pero apenas
exhibida Croupier; en Gosford Park, de Robert Altman —difícilmente el blockbuster del
mes—, y en The Bourne Identity, con perfil comercial, pero también con el perfil de
Matt Damon, y por lo tanto sin lugar para más.
Con Mike Nichols la historia es otra. Nacido en Berlín hace 73 años y emigrado a
Estados Unidos a mediados de los cincuenta, es quizá el único director vivo cuyos
premios a cuestas y probabilidades de ser olvidado en un recuento de directores
premiados guardan una relación más o menos proporcional. Actor de Broadway en sus
primeras épocas, director de teatro después y, en adelante, director de cine
especializado en adaptar obras de teatro y hacer de ellas mejores películas que la
puesta en escena original, Nichols vivió como simultáneos debut y cénit de su carrera
en cine. La adaptación en 1966 de la obra de Edward Albee ¿Quién le teme a Virginia
Wolf? le significó seis premios de la Academia: los Óscares a Mejor Película, Mejor
Director y los cuatros premios de actuación a sus únicos cuatro personajes —Elizabeth
Taylor y Richard Burton en los papeles principales. Al año siguiente El graduado le
ganaría el Óscar por Mejor Dirección, y el entonces insospechado honor de ensuciar el
retrato —para, con su película, proponer un nuevo trazo— del American Way of Life.
Junto con el polaco Billy Wilder y su Marylin con falda al cuello, Mike Nichols es el
director europeo más norteamericano jamás.
Pero usted sigue evaluando los elementos para prejuzgar. Diría entonces que la
carrera de Nichols no dibujó una parábola, sino una recta en declive (Working Girl y
Postcards from the Edge tuvieron su gracia y visión del momento), y que las
probabilidades de que eso levante son tan pocas que para qué arriesgar. Pensar esto,
sobra decirlo, le alborota la curiosidad. Si hay ecos tan resonantes de su primer y lejano
éxito —el casting de reyes y reinas de Hollywood, el atisbo a la podredumbre del alma y
la decisión de adaptar una obra de teatro casi sin modificar— es porque Nichols pensó
en jugar una partida a perder o ganar. La película puede ser basura o una piececita
genial.
Ganó la apuesta y usted con él. Llevados por el deseo (en adelante Closer, el nombre
en inglés) es una piececita genial. El argumento suena sobado si se cuenta como el
encuentro y desencuentro de dos parejas que, a lo largo de cuatro años, rotan sus
posiciones y delinean sus relaciones con base en un intercambio de mentiras y verdad.
Suena sobado si uno da por hecho que el tratamiento es realista, o lo que en estos días
entenderíamos como realismo nouveau: la devoción reciente del Hollywood indie por el
diálogo nimio y la inmovilidad espacio-temporal, recordatorios de que el hastío es
indisociable de la experiencia vital.
"Tú estás muy bonita como para ser sirvienta." María escucha el piropo y el rostro se le
endurece. Confirma lo que ya sabía. La vida pueblerina no es un destino a su altura. Y
eso que ser sirvienta le parecía mejor que obrera: todo el día en un cultivo de rosas,
limpiando espinas de tallos, a las órdenes de un jefe que no la deja ni ir al baño. María
trabaja para ayudar en su casa, donde la espera una madre exigente y una hermana
soltera con hijo, al que de paso (¿y ella por qué?) tiene que mantener. Ni siquiera la
diversión le alcanza: el novio es un tipo mediocre. Sólo porque está embarazada le
propone un matrimonio rápido, sin tener una casa propia a donde llevarla a vivir. "Un
indio", como lo llama en su cara. Sin ninguna de las ambiciones que a ella le
hormiguean la piel.
Sin balas ni golpes ni imágenes de miembros cortados, más de una escena en María
llena eres de gracia susurra atrocidades sobre el narcotráfico al oído de un hombre
común. Es el caso de la ingesta de paquetitos, o el del primer viaje de la flamante mula,
de Colombia a Nueva York. Sabemos de su misión secreta, y de que lleva los intestinos
saturados de un polvo letal. No surge nada, en realidad, más que una súbita
preocupación en su rostro porque uno de los paquetitos se pudiera reventar. Aparecen
gotas de sudor frío, y la duda de si ese sudor es consecuencia de la preocupación sola o
anticipa la agonía por una sobredosis mortal. Crecen la angustia y sus síntomas, y
ahora, lo acaba de notar, también el sonido acelerado de su propio corazón. El temor
es ahora a las palpitaciones rápidas. A por qué se generaron y a lo que pueden
anticipar. La duda lo contamina todo, y esto vale tanto para ella como para el
espectador que no sabe mucho más. María llena eres de gracia aprovecha el recurso de
la experiencia en común: la del miedo que no se confiesa llegado el límite de una
transgresión. Cada uno conoce el suyo, y ahora el de María también. Es el espejo que
hace posible la empatía y la compasión. –
Hasta el último día de la corrida de las películas programadas en la Sección Oficial del
reciente Festival de San Sebastián, ninguna convocaba al consenso sobre su calidad o
superioridad. Se había hablado, quizá, de la que había encendido el primer debate
entre canónicos y modernos —Nine Songs, del inglés Michael Winterbottom, con su
sexo explícito y actores amateurs; de la que había conmovido al público de las tardes y
se apropiaba del adjetivo entrañable —Roma, de Adolfo Aristaráin, recuento nostálgico
de la historia reciente argentina; la que no rendía cuentas a nadie y valía sólo como
ejercicio de estilo —el thriller coreano Spider Forest, una categoría en sí misma; e,
intercambiables en una manera, el tríptico de películas latinoamericanas en
competencia, cuyo compromiso era la denuncia de una realidad socioeconómica y no
tanto la búsqueda de un lenguaje original para ejercerla (El cielito, Bombón el perro y
Sumas y restas, las dos primeras argentinas y la tercera colombiana, del reputado
Víctor Gaviria).
Pero esto hasta el penúltimo día, cuando al final del calendario se anunciaba Las
tortugas pueden volar, una historia situada en un pueblo del Kurdistán iraquí una
semana antes de la invasión estadounidense a Iraq y protagonizada en su mayoría por
niños. Del director iraní Bahman Ghobadi, la coproducción iraquí-iraní con el título no
afortunado difícilmente prometía sorprender con una dosis de realismo duro o
inventiva genérica que no hubieran agotado durante ocho días consecutivos el resto de
las películas concurso. Peor aún, y dados los ingredientes sentimentalmente cargados
de la premisa —los habitantes de la población buscan una antena parabólica para
estar informados del ataque—, Las tortugas pueden volar amenazaba con ser un
alegato bien intencionado a favor de la niñez, en contra del belicismo, en pro del cine
de bajos recursos o de cualquier otra buena causa de las que suele premiarse a priori.
No se veía venir como la película que dejaría sin palabras a un auditorio repleto no sólo
de público propenso a la emoción, sino de crítica y prensa a las que no les sobran
prejuicios, y, como se sabría el día de la premiación, también a un jurado que decidió
concederle la Concha de Oro del Festival. Las tortugas pueden volar —tampoco lo
sabíamos— resultó ser la única comedia autoasumida del Festival.
Desde la certeza que daba haber visto la película y no sólo imaginársela mal, y
adivinar que los temas no habían sido el factor premiado y sí, en cambio, la
imparcialidad —tan difícil— en su tratamiento, se sabía que la decisión del jurado no
obedecía a un compromiso moral, sino a uno de índole artística. Porque lo contrario, se
ha visto, es una tara reciente. Así, las razones por las que una película como Las
tortugas pueden volar puede ser un coctel político y a la vez merecedora de un premio
que toma en cuenta méritos cinematográficos son las mismas que explican por qué una
película como Farenheit 9/11 —para hablar de películas premiadas en Festivales—
puede ser un coctel político pero no necesariamente merecedora de un premio tal,
como a pesar de todo lo fue en la pasada edición del Festival de Cannes. Una de ellas,
entre muchas otras, es la capacidad de Bahman Ghobadi —o, si se quiere, la
incapacidad de Michael Moore— para desechar la arenga y la manipulación como
recursos en aras de una exposición emotiva y honesta sobre una situación que, de ser
tan clara como quiere hacerse ver, no necesitaría fundamentarse con teorías
conspiratorias. (Por no hablar de que una película es ficción y la otra un documental, y
de que la comparación vendría sobrando en principio.)
Pero Fahrenheit 9/11 es un ejemplo extremo frente a otro mucho más legítimo y
digno, proyectado también en la selección oficial de Donostia. El docudrama Omagh,
del británico Pete Travis, obtuvo el premio del jurado oficial al Mejor Guión del Festival
por su recreación del atentado de 1998, cuando una bomba atribuida al ira causó la
muerte de decenas de personas en el centro de esa ciudad irlandesa. El día de
anunciados los palmarés, se comentaba en los pasillos del auditorio Kursaal la ceguera
del jurado por haberse solidarizado con los niños kurdos pero no con las víctimas de un
acto terrorista de fundamento separatista, y de haber negado el reconocimiento con la
Concha de Oro a la película de Pete Travis. Otra variante del argumento sobre política y
cine puede intentarse como defensa de la supuesta indiferencia de los jueces: por más
que Omagh sea una película emotiva, sus actuaciones merezcan mención y haya sido
una de las propuestas más sólidas del repertorio, si se trata de otorgar un premio,
denuncia y compromiso no equivalen a hallazgo artístico. En una búsqueda de matices
narrativos, creación de metáforas visuales y capacidad de construcción sobre la simple
reconstrucción de hechos, Las tortugas pueden volar no sólo superaba a Omagh, sino
que mostraba una posibilidad hasta ese momento no contemplada en la selección del
Festival: la de trabajar un tono en contra de un género, y de, a través del humor y la
comedia, hacer llevadera la crónica de la violencia en la lucha territorial.
Lo que pone sobre la mesa una discusión aparte. La pugna entre quién tiene más y
mejores recursos para representar la realidad (en este caso, la realidad violenta y
conflictiva entre naciones, gobiernos y grupos) parece ya no sólo un tema que se
debate en la sesión deliberativa de los jurados en festivales sino, a juzgar por la
presencia creciente de películas con contenidos políticos —ficciones y documentales—,
una razón para preguntarse si a la vuelta del milenio el realismo está resucitando como
género predominante del cine, ya no por elección estética, sino por una necesidad en el
público de aprehender, desde el arte, el sentido de una realidad de otra manera
manipulada y esquiva.
Con la memoria histórica como responsabilidad del cine, por lo menos ante las
alternativas de hoy, la pregunta que sigue es si está tocando a la ficción o al
documental el registro, si no de una coordenada precisa, sí por lo menos de sus
consecuencias a corto plazo en las conciencias de quienes la padecen. La respuesta
parecería obvia, pero hasta eso se ha puesto a dudar. Cosa que no importa de más.
Documentales parciales y ficciones honestas coinciden y hasta pueden confundirse en
su voluntad de rasgar superficies, y en que son la versión de las cosas que uno preferiría
creer. Nada nuevo bajo el sol del arte, ni del cine que participa de él: lo verosímil es, al
final, un asilo de la realidad. -
Colocados uno junto al otro, dos vasos aparecen en pantalla siendo servidos de Coca
Cola espumosa. Los vasos son los sujetos; la forma verbal, incómoda. Por qué estas
rarezas no se evitan —en la película, más que en la frase— es algo que se explica
después. De vuelta a los vasos con Coca. Una mano fuera de cuadro los llena poquito a
poco, primero uno y después el otro, para esperar a que la espuma baje y puedan
llenarse más. La voz que identifica a la mano que sirve le pide al dueño de otra mano
cercana que ponga el dedo en el borde del vaso y detenga la espuma que sube. Casi al
tope del vaso, la Coca se podría desbordar. "Dedo", le dice, y la otra mano obedece.
"Dedo", le vuelve a decir, ahora para el otro vaso, y la mano obedece otra vez. Así
hasta que se vacía la botella. Entonces la escena se termina. No hay, antes ni después,
más explicaciones que dar.
Si usted piensa que esta escena es banal, piense ahora que es una de las que mejor
describe el tono y tempo de Temporada de patos, primer largometraje del mexicano
Fernando Eimbcke, hasta hoy director de cortometrajes reconocidos (La suerte de la
fea... a la bonita no le importa) y videoclips premiados (Plastilina Mosh, Jumbo,
Genitallica). Su historia sobre adolescentes confinados en un departamento en un
domingo de la ciudad de México rebasa apenas el umbral del diálogo monosilábico, y
usa un apagón de luz como máximo resorte argumental. En tal desierto de giros
narrativos, también contarían como premisas la reunión gradual de los cuatro
personajes: solos en casa mientras la madre de uno de ellos sale, Flama (Daniel
Miranda) y su mejor amigo Moko (Diego Cataño), tienen ambos catorce años y
aspiraciones no muy mayores a jugar videojuegos. El primer reto será negarle el pago
al repartidor de pizzas (Enrique Arreola), once minutos tarde en la entrega, y al que
convocan no por hambre sino porque no hay nada mejor que hacer. El segundo será no
inmutarse con la imprevista llegada de Rita (Danny Perea), una vecina de dieciséis años
que pide quince minutos para hornear ahí un pastel. Éstos son los desafíos límite; los
vasos de Coca, la distracción habitual.
Este efecto se entiende mejor desde otro cineasta al que tanto Jarmusch como
Fernando Eimbcke han citado como modelo de inspiración: el japonés Yasujiro Ozu,
animador inigualable de espacios vaciados y de objetos que no son sólo eso sino, por su
naturaleza inmutable, otra forma de representar el cambio. Al llamar la atención sobre
el movimiento que podría existir, los personajes que deberían aparecer, y los
acontecimientos extraordinarios que convendría representar, la ausencia de cada
elemento es una manera de estar. Por la pura extrañeza de su imagen ocupando el
centro de un encuadre, dos vasos siendo servidos de Coca-Cola —la imagen, como el
verbo, no es para nada habitual— evocan todo aquello que podría suceder en su lugar.
Por no hablar de que deberían ser personas y no vasos, y que en ese caso convendría
que hicieran más que servir refresco. Todo eso a partir de nada. Es entonces cuando lo
cotidiano empata con lo excepcional.
Otras herencias de Jarmusch y Ozu (uno a través del otro) que se adivinan en
Temporada de patos es el contraste entre escenas normales y una perspectiva
anormal. Filmada en blanco y negro, y recurriendo a ángulos artificiosos (una
combinación elegida por Eimbcke y el fotógrafo Alexis Zabé para, dicen ellos, potenciar
el juego geométrico), la lectura de la banalidad cotidiana deja por fuerza de ser literal.
Por no hablar de las disolvencias a negros como signo de puntuación que rompe con las
reglas de la representación transparente, y que la libra de ser tenida como un registro
documental de la superficialidad. Éste es, como la distribución de tiempos, el préstamo
más claro de Stranger than Paradise (un "Beckett de tira cómica", según la influyente
crítica Pauline Kael).
Desde esta relación invertida entre lo que se ilustra y lo que se quiere decir, lo que
podría parecer una vuelta al cine primitivo fue el resultado de una evolución en la
manera de comunicar. En películas como Temporada de patos —y otras tantas
atiborradas de opsignos, entre más aburridos mejor— el tiempo no sólo está vivo sino
que el espacio y sus posibilidades están determinados por él: los recursos visuales
mínimos obedecen no a un desplante estético sino a un intento de borrar los límites
entre lo cotidiano y lo trascendente, lo ordinario y lo que va más allá. "La vida es simple
—cita Deleuze a Ozu— y el hombre no cesa de complicarla agitando el agua
durmiente." Lo mismo se diría del cine, y de un determinado momento en un
determinado país; si el lenguaje de un director despunta —Eimbcke y Temporada de
patos—, puede que sea en la renuncia a las tribulaciones de su generación. -
Pero si eres Charlie Kaufman —habría que acotar a Biskind—, tu guión será punto y
aparte: genial, o por lo menos deslumbrante, al margen de una teoría socioeconómica
de la inspiración. Desde sus primeros avances, la estrategia Kaufman se dirigió a atacar
los frentes de una industria acéfala, no por falta de "hombres a cargo", sino por
privilegiar películas a su vez descerebradas, cuyos guiones se arman por partes según
las técnicas vociferadas en caros seminarios de paga, y que luego se publican a manera
de manual. Su primera historia notable (aunque no su ópera prima) ya mostraba a la
cabeza humana como metáfora de terreno por explorar con vistas a beneficiarse de él.
En ¿Quieres ser John Malkovich? (1999) una pareja de losers descubría un pasaje que
desembocaba en la cabeza del mentado actor —el guionista siempre es un loser, insiste
en sus guiones Kaufman—, perspectiva que les permitía ver el mundo a través de una
celebridad pedante, y de paso lucrar con el viaje. En una escena en la que el propio
Malkovich tiene la opción alucinante de entrar al pasaje que lo conduciría a su mente,
Kaufman plantea la pregunta leitmotiv de sus películas siguientes: ¿Qué pasaría si uno
eligiera habitar en su paisaje mental?
No sólo no pasa nada —parece haberse respondido pronto—, sino que es la morada
ideal para un guionista con naturaleza de auteur. Ya sin complejos de escritor
chamagoso —o, mejor dicho, explotando esa identidad como nueva venganza de
nerd—, Kaufman hizo de su siguiente película, El ladrón de orquídeas (2002), un
alegato a favor del guión desestructurado (que no descerebrado) e insistió en la
autorreferencia explícita como punto de arranque legítimo de cualquier relato de
ficción. Protagonizada por un guionista sudoroso de nombre Charlie Kaufman, la
película toma como pretexto la ansiedad y dilemas del escritor: ese género de "la
página en blanco" que en literatura ya hizo tradición. El bloqueo que tortura al
guionista desaparece cuando lo vuelve tema: "Primera escena: abrimos con Charlie
Kaufman pensando que no puede escribir."
Para su tercera película, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Kaufman
renovó la fórmula al incursionar en un cerebro ajeno al mundo del espectáculo —un
pleonasmo entre el fondo y la forma que no debía explotarse de más— y especular
sobre el potencial imaginativo de un hombre más común que él. Y tomó, además, otra
buena decisión: encontrarse a medio camino con el director en turno, restituyéndole el
alto porcentaje creativo que le corresponde por definición.
El director en turno, por otro lado, exige un párrafo más. Conocido como el autor de
los mejores videoclips de Björk y otros muchos premiados a lo largo de quince años (a
pesar de que su debut en cine, en mancuerna con el propio Kaufman, fue un
inexplicable fracaso mutuo), el francés Michel Gondry ha instaurado técnicas visuales
de una sofisticación tal que fueron adoptadas, por ejemplo, por los creadores de
Matrix. Sus videos musicales, pequeñas obras perfectas de un género en el que la
perfección no es necesariamente un valor, tienen como denominador común planos
espaciales en apariencia imposibles, la presentación simultánea en pantalla de
historias que se cuentan hacia delante y hacia atrás, o la interacción de un personaje
con clones que se integran a la escena uno a uno y sin cortes de escena perceptibles.
Eterno resplandor de una mente sin recuerdos es tanto una franquicia del monopolio
temático Kaufman —la psique y sus extraños engendros, el incesante monólogo
interior, la memoria y su composición arbitraria— como el vehículo que permite a
Gondry presumir su propia excentricidad.
En el último de los niveles, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos significa la
convergencia de Kaufman y Gondry en el motivo pivotal de su obra, que es por un lado
un pretexto narrativo y, por otro, una poética que explica su despunte entre una
marejada de colegas que no hacen sino ejecutar oficios. Más de una escena filmada
por Gondry —después de todo, un ex estudiante de dibujo— remite a motivos
escherianos tanto las conocidas estructuras imposibles, como aquellos otros que
aluden al principio de la autorreferencialidad creativa (como las Tres esferas que
reflejan a un dibujante en su mesa, concentrado en observarlas y en pasarlas a papel) y
a una simetría compleja entre realidad y mímesis.
Valga aquí una aclaración crucial: "[Este] filme no pretende ser una cátedra de
historia." La clave invaluable, así como la acotación sobre el charm del protagonista, la
da Arturo Beristáin, el encargado de redactar la sinopsis del sitio oficial de Zapata: el
sueño del héroe, el film de Alfonso Arau que, además de cierta guerrita, narra las
maravillas zoocósmicas apenas esbozadas arriba. Al respecto prosigue Beristáin:
"[Zapata pretende ser] una fábula que logre la identificación de los espectadores con el
héroe."
Así que dicho está. Por más difícil que esto resulte, uno no debe tomarse al pie de la
letra que Emiliano Zapata era el pionero en cananas del show de Sigfried & Roy, ni un
discípulo vip de Carlos Castaneda, en uno de esos viajes astrales con los que el general
podía evadirse un poquito y descansar del desorden ése del levantamiento que le tocó
encabezar. Simple y sencillamente —dice Beristáin— hay que identificarse con él: algo
que se da sin esfuerzo cada vez que de chamanismo se trata. Ya lo dice también Arau:
"[la película] está cumpliendo con el objetivo de llevarle al público la historia de un
Zapata más humano".Con lo que todo se entiende mejor: lo de la mugre y la sangre en
el campo a nadie nos parecía muy real. Para sentirse cerca de Emiliano, nada como
verlo desaparecer.
Pero a pesar de los esfuerzos del crew por pedirnos que recibamos Zapata sin un
mínimo de exigencia y expectativa, que de preferencia nos riamos mucho y que veamos
la película como si fuera la última opción de renta unos cinco meses después, nunca
falta el aguafiestas matado que al final echa todo a perder. ¿Quién se cree Vittorio
Storaro, haciendo gala ostentosa de su prestigio como uno de los mejores fotógrafos
del mundo? ¿Para qué poner a la cabeza nombres como Bertolucci y Coppola, si aquí
todo se trataba de ser mediocremente feliz? ¿Será para que en el futuro comparemos a
Alfonso con Bernardo y con Francis? ¿Para que, en un lapsus asociativo, confundamos
Zapata con Apocalypse Now? Después de todo ambas películas son interpretaciones
libres de la Historia, y en eso de las parábolas políticas Conrad es un nombrecito a
olvidar.
Quizá faltaría referirse en este espacio al periodo de la dictadura de Díaz, a los años
de presidencia de Madero, al cuartelazo de Victoriano Huerta, y a la muerte de Zapata
en Chinameca (todo esto, tomando como factible la versión de que Zapata, aunque nos
guste pensarlo tranquilito, también disparó una bala o dos). Pero esto igual lo habrá
pensado Arau, y sabiamente resolvió que para eso ya estaban otros, que total ya dijo
que la sangre es burda, y que lo suyo era más bien filmar una noche de bodas con
alcatraces esparcidos en la cama, previa ceremonia prehispánica, como en el fondo la
deseó el General.
Al fin y al cabo, lo que se escriba al respecto —en éstas y otras cien páginas— no
tiene importancia alguna para entender la experiencia Zapata. Ya ha dicho el autor de
la misma que los críticos "viven del otro lado del departamento" (no sabemos de cuál
departamento, pero es que no entendemos metáforas), y que lo malo que se ha dicho
de su cinta no proviene de una "crítica objetiva". El problema de siempre, agregaría
uno: la falta de maldito rigor. Concedámosle la razón a Arau y hagamos la pregunta en
solidaridad: ¿En dónde caben las libertades críticas para escribir sobre un Zapata
chamán? ~
La escena —que, como en el caso del personaje Rémy, podría ser ésta o cualquier
otra en la secuencia de la película— corresponde a La decadencia del imperio
americano, el monólogo a distintas voces que diera notoriedad al director canadiense
en 1984, y que sirve de precuela a su reciente Las invasiones bárbaras. Con diecinueve
años de diferencia entre la primera y la segunda (y cinco películas intermedias, entre
ellas Jesús de Montreal y Amor y restos humanos), las dos forman un compendio
teórico sobre el amor, el sexo y las relaciones que los rozan, expuesto por personajes
que pelotean sus interminables y dúctiles certezas. Son interminables porque así nos lo
parecen; son dúctiles porque al final no son varias sino mutantes de una misma,
apenas parafraseada por sus enunciantes, y que es la glosa de Arcand a otros
entrecomillados de Wittgenstein: si el pensamiento en sí mismo es incapaz de producir
sentido, el lenguaje escrito y hablado —pero, sobre todo, recordado y referido— es el
único proveedor real de significado para el hombre. Cuando los personajes de La
decadencia del imperio americano y Las invasiones bárbaras hablan sin cesar de lo que
piensan, hacen y/o piensan de lo que hacen los demás, no lo hacen como
interpretación de sus actos, sino como el acto mismo que confirma su existencia. Su
única certeza, como dice Rémy, es su capacidad de actuar con el cuerpo: ya sea
concentrado en la punta de una lengua que produce palabras y sentidos, o en coitos
que, en sus casos particulares, son siempre una afirmación del ser.
En aquella primera de las dos películas, dos parejas heterosexuales, una mujer y un
homosexual se hacían confesiones íntimas al tiempo que ellos cocinaban y ellas hacían
ejercicio; ahora, en Las invasiones bárbaras, estos mismos personajes se reúnen casi
dos décadas más tarde para acompañar a uno de ellos en los últimos días de su cáncer
terminal. En un hospital de Quebec vemos agonizar a Rémy, el seductor, aquel que
citaba a Wittgenstein, y no por coincidencia el elegido por el director para ilustrar una
jornada de vida voluptuosa y por lo tanto ejemplar. Ni el escenario ni las enfermeras ni
la peculiar nueva circunstancia inhibe a los amigos de Rémy para hacer lo que tanto les
gusta, con el mismo entusiasmo que años atrás: hablar de sus confesiones sexuales y
de las teorías sobre sus confesiones sexuales. Lo del ejercicio se vuelve complicado; ya
no se diga cocinar. Esto último se soluciona preparando la comida desde antes: entre
postes de suero y medidores de signos vitales, los sibaritas ya maduros devoran platos
salseados y pasean por el cuarto sus copas de vino tinto. Pero Arcand es puntilloso y la
discordancia no es casual: el contrapunto es justo el mensaje, anunciado desde una
cinta atrás: a la muerte de Rémy se le opone la manifestación de vida que irrumpe en
forma de placeres mundanos —la comida, el vino, la sensualidad de ambos
consumos— y conversaciones que son a la vez existencias. Ahora incluso la muerte es
un tema del discurso vital.
El sesgo irónico con el que Arcand tituló sus películas y sacó a colación el tema al
interior de la trama es, en la primera película, un asunto de situaciones, y en la
segunda, de discurso. Mientras que, En la decadencia del imperio americano, los
denostadores de los placeres inmediatos no pensaban más que en comer, coger,
cocinar para luego comer, y hacer ejercicio para coger mejor, en Las invasiones
bárbaras las preguntas sobre quiénes son los verdaderos criminales históricos y a
quiénes hay que culpar por sus ambiciones expansionistas se resuelven con una
repartición conciliatoria de culpas que incrimina tanto a regímenes como a religiones, y
a líderes que apenas tienen en común un talante fundamentalista y la práctica del
genocidio como método elegido de imposición. Observador de los procesos históricos, a
Arcand le interesa la complejización de los conceptos y denuncia su muy peligrosa
simplificación. Si bien aquellos intelectuales beligerantes, que en su primera película
abrazaban cualquier causa concebible, siguen siendo el pilar emocional de la segunda,
el contrapunto ahora se erige en la forma de una apología del capitalismo encarnada
en el personaje de Sébastien, el hijo de Rémy, yuppie prototípico y —como su padre en
su momento— orgulloso de cada uno de los tokens que le dan identidad.
El episodio descrito arriba pudo o no haber ocurrido. Entre aquellos que lo cuentan
como cierto están algunos alumnos de la clase, la policía y los fiscales de la familia
Friedman. Entre otros menos que lo niegan, se encuentran otros alumnos de la clase,
los defensores de los Friedman y, por supuesto, los miembros de la familia. Todos
excepto una: Elaine, la esposa de Arnold y madre de sus tres hijos David, Jesse y Seth.
Elaine dice una y otra vez que tiene derecho a dudar.
A lo largo del documental debut del director Andrew Jarecki, Retratando a la familia
Friedman, ganador del Premio del Gran Jurado en Sundance y nominado en su
categoría al Óscar (para cuando se publique esta nota, ya se sabrá si también
ganador), uno se debate entre decidir cuál conflicto es más perturbador: las
acusaciones de abuso sexual a docenas de muchachos, dirigidas contra un padre de
familia honorable, pianista ejemplar y maestro venerado, o el enjambre de verdades
subjetivas que a lo largo de hora y media arman un murmullo inquietante sobre la
elusividad de los hechos, el victimismo como epidemia y, lo más perturbador de todo, la
incapacidad de alguna de las partes de erigirse ante el espectador como portadora de
la verdad absoluta. Todo lo dicho por los entrevistados se presenta como algo que
puede ser cierto o falso, no tanto como un alegato en favor de la relatividad, sino como
un diagnóstico preocupante de la inconsistencia psicológica tanto de la familia acusada
como del aparato jurídico y social que se presenta con credenciales para juzgar. Ése es
el espejo que pone el director Andrew Jarecki frente a su confundido espectador.
Retratando a la familia Friedman acaba asemejándose a un Rashomon de la
disfuncionalidad estadounidense: una versión disparatada, desprovista de personajes
sólidos aun dentro de su patología y sin esperanza alguna de resolución moral.
Tal y como los consigna el documental, los hechos comprobados son pocos: en 1987,
la policía de Long Island arrestó en su domicilio a Arnold Friedman tras haber
comprobado su consumo de pornografía infantil. Las revistas se encontraron en el
sótano de la casa familiar, donde Arnold impartía clases de computación. La policía
inició interrogatorios entre los alumnos, y de ahí surgieron acusaciones y cargos
imposibles de verificar, que derivarían en el encarcelamiento de Arnold y de su hijo
Jesse, implicado en las escabrosas historias de abuso sexual. Hasta el suicidio de Arnold
en prisión con una sobredosis de antidepresivos, y la liberación de Jesse trece años
después, el único delito comprobado era la posesión de pornografía del padre.
No es que los testimonios de las víctimas no tuvieran un valor legal. El documental, sin
embargo, expone cómo tras el arresto de Friedman, los padres de los alumnos
sometieron a sus hijos a sesiones de hipnosis y regresión, después de las cuales casi
todos recordaban milagrosamente un abuso hasta entonces reprimido. "Si no habías
sido victimado no eras parte de la comunidad", recuerda uno de los padres, convencido
de que su hijo nunca vivió una situación anormal. La periodista que siguió el caso a
contracorriente del sensacionalismo mediático, sentencia como uno de los culpables "al
problema que tiene este país con respecto a la histeria colectiva".
David Friedman, más que su padre, sus dos hermanos y su confundida madre Elaine,
se perfila hacia el final de la cinta como el personaje al que apuntan todas las razones
para dudar no sólo de una verdad única, sino de un punto de vista que permita
dilucidarla a distancia. Defensor de la inocencia de su padre, a pesar de que éste
confiesa sentirse excitado por la vista de un niño sentado en el regazo de su papá
("habría que definir excitado", alega Friedman hijo con indignación), David introduce y
concluye la cinta afirmando que su padre era genial y su madre una manipuladora del
infierno. Mago profesional y payasito de fiestas (el más contratado de Nueva York, se
nos informa en el epílogo), David es el más afectado el día del arresto de su padre, y
protagoniza la escena más elocuente de la cinta: irrumpe en la casa, se pone un
calzoncito en la cara y hace señas obscenas a los periodistas que sitian el lugar del
arresto. El policía que lo describe supone, por las claves que le da su ropa, que el hijo
venía llegando de "una actividad payasil".
Esta anécdota, una entre varias del tipo, describe el fenómeno de la película que se
filma simultáneamente en la ficción y en la realidad. Como fue el caso de Apocalypse
Now, que significó para Francis Ford Coppola un clavado en el infierno —y que
comparte con City of Ghosts su rechazo al exotismo visual—, los intérpretes son
personajes antes de empezar a actuar. Éste, por supuesto, es un caso mucho menos
extremo, pero habla también de una voluntad creativa que deja atrás el confort de la
manufactura mainstream. El debut detrás de las cámaras del actor Matt Dillon —una
historia sobre fugitivos que encuentran su Destino en Camboya— implicó para sus
creadores, actores incluidos, la incursión en el terreno de lo incómodo y lo incierto. Sin
duda el más arriesgado de ellos, Dillon concretó un proyecto de dirección que, en
distintas versiones, había perseguido durante dieciséis años: partió de su propuesta de
protagonizar la novela Port Tropique de Barry Gifford, para luego convertirse en el
deseo de filmar las impresiones de sus paseos por el sureste asiático. Gifford, quien
accedió a coescribir el guión con Dillon, había previsto dedicarse tan sólo un par de
meses al proyecto. Perdido junto con el futuro director en las entrañas de un viaje
fascinante y difícil, tardaría cuatro años en tener en las manos un borrador final.
Mezcla de thriller y diario de viajes, y con una voluntad explícita de evocar las
metáforas conradianas de aislamiento físico y consecuente sumersión en la psique, City
of Ghosts exuda la honestidad de un director al servicio de su propia búsqueda que, sin
embargo, no se pierde ni se estanca en ella. Asidero clave de la película, el guión
concede a los escenarios y a los personajes el valor de historias que se cuentan solas, y
que por estas virtudes es distintivo de la obra en cine de Barry Gifford. Autor de La
historia de Sailor y Lula (Wild at Heart en la adaptación de David Lynch), Perdita
Durango (dirigida por Alex de la Iglesia) y del guión de Lost Highway (a alimón con
Lynch), Gifford es actor central en la escena del cine contemporáneo más extremo y
marginal. En esta entrevista da cuenta de su participación en un proyecto —City of
Ghosts— que explora en todos sus niveles los significados de la palabra incursión.
Fernanda Solórzano. Tu trabajo como guionista previo a City of Ghosts había sido hasta
el momento una extensión de tu obra narrativa, o —como fue el caso de Lost
Highway— un guión que apela a tus preocupaciones literarias. Matt Dillon ha dicho
que la idea de City of Ghosts le surgió cuando vio un artículo en el periódico acerca de
fugitivos que escapan a ciudades como Camboya. ¿Qué te interesó de una premisa
ajena, tan distinta a las anteriores?
Barry Gifford. Mi trabajo en cine es una extensión de mi trabajo literario cuando hago
adaptaciones de mis propias novelas. Encuentro mucho más liberador escribir guiones
originales que hacer adaptaciones, porque de esta manera no siento obligaciones con
respecto a ningún material de base. Lost Highway se comenzó después de que David
Lynch comprara los derechos de mi libro Night People; después de que decidimos hacer
algo original, tomamos quizá sólo dos frases del libro y partimos de ahí. En relación con
City of Ghosts, Matt Dillon y yo leímos al mismo tiempo el mismo artículo acerca de
unos fugitivos en Camboya en el International Herald Tribune, y ésa fue parte de la
inspiración para nuestra historia. Otra de ellas fue la novela de Joseph Conrad, An
Outcast for the Islands, que en los años cincuenta sería adaptada al cine por Carol
Reed. Por último, Matt estaba inspirado por sus viajes en el sureste asiático, y me pidió
que escribiera con él una historia a partir de la cual pudiéramos hacer una película. Yo
quería ayudarlo y la idea de la historia me atraía. Tomó casi siete años llevarla a la
pantalla.
Conforme la película avanza, los personajes se vuelven tanto o más atractivos que la
historia misma. Lo mismo puede decirse de tus guiones previos: personajes que cargan
consigo pasados turbulentos, y que proveen a la película de un primer acto sugerido.
¿Hasta qué punto tu trabajo se centra en labrar caracteres?
Tal y como sucede en mi escritura de ficción, en cuanto empiezo a conocer mejor a mis
personajes son ellos los que se ponen a dictar sus propias acciones. Todo el mundo
tiene secretos; todo el mundo divide su vida en compartimentos. Éste es un ingrediente
clave para la revelación progresiva que es necesaria en un guión.
Has dicho que, cuando construyes un personaje, tienes un referente visual que lo
provee de cualidades invisibles. En el caso de City of Ghosts, te refieres al personaje
interpretado por Stellan Skarksgard como alguien de naturaleza reptil. ¿Cuáles son los
modelos de estos referentes?
Me gusta imaginarme el aspecto de los personajes, por supuesto. Para City of Ghosts
pensé en Peter Lorre como el modelo de Kasper. Sin embargo, Stellan Skarksgard es un
camaleón: puede interpretar lo que sea y por lo tanto pudo aportar al personaje todo lo
que un actor con un tipo físico tan distinto como el de Peter Lorre habría podido
aportar. Stellan es un gran actor. No cualquiera habría sido capaz de sacar adelante
algo así.
No sé qué quieres decir con personajes de marca. Las personas que habitan mi mundo
habitan también en el tuyo. Lo que pasa es que no me da miedo mirarlas. O quizá sí me
atemoriza, y por eso las miro. Simplemente se aparecen en aquellos lugares a los que
corresponden, ya sea en una película o en una novela.
Algún crítico definió City of Ghosts como una película en donde los personajes "viajan
para cambiar su karma" y para convertirse en nuevas personas. Tu niegas esta noción,
sugiriendo que llegan ahí para encontrar quiénes son en realidad y cuál es su destino.
Una escena crucial en City of Ghosts reúne a los personajes alrededor de una bolsa
cuyo interior ignoran, y temen. Escenas como ésta parecen ser la prueba de fuego de
un guión que de pronto decide suprimir la información al público. ¿Qué expectativas
pusiste en ella?
La escena de la película en la que un niño pequeño entra al bar cargando una bolsa que
resulta tener dentro un pie humano es la única parte del guión que nunca se cambió.
Este incidente es un punto de quiebre en la cinta. Cuando escribí esta escena le expliqué
a Matt que era como el décimo verso de un soneto. Después de nueve versos, el poema
pasa por una especie de transformación y el final se vuelve inevitable. Mi opinión era
que, si a esas alturas el público no estaba interesado en la historia, por lo menos le
daría curiosidad saber qué sucede después. Todavía recuerdo la sonrisa en la cara de
Matt cuando le hablé del pie mutilado en la bolsa. Lo filmó de una manera hermosa.
Cuando una película es tan visual y atmosférica como City of Ghosts o Lost Highway,
uno se pregunta como son las páginas del guión. ¿Se planea todo de antemano o es el
resultado de un proceso en evolución?
Cada aspecto visual y de otro tipo en Lost Highway estaba previamente escrito. City
of Ghosts cambió más que Lost Highway a lo largo de su filmación. David Lynch
siempre se refiere al guión como blueprint [un dummy que sirve como guía previa a la
impresión de imágenes]. Es mucho más que eso, pero no estoy en desacuerdo con él. El
meollo está en tener un guión fuerte para empezar. Ciertamente puedes mejorarlo
conforme lo vas filmando, pero no puedes sacar una buena película de un mal guión.
Dices que la ciudad de Camboya es uno de los personajes de la cinta sobre el cual te
documentaste minuciosamente. ¿Qué distingue la representación de una ciudad tal y
como se haría en un documental de su caracterización en una historia ficticia?
Estoy trabajando en una historia sobre los seminoles negros, una tribu india del siglo
XIX que se asentó en Coahuila , y cuyos descendientes permanecen ahí y en el sur de
Tejas. La tribu emigró originalmente de Florida. Guillermo Arriaga se ha ofrecido a
acompañarme a El Nacimiento, una región que conoce bien. Estamos planeando el
viaje para marzo de este año. Es una historia acerca de la primera tribu
verdaderamente integrada —indios negros, blancos—, que me ha fascinado desde la
infancia. Ésta será la primera vez que haya escrito ficción basada en la Historia. ~
Fuera de competencia: Entrevista con Arturo Ripstein (31 de enero del 2004)
"Me gustan los sobrevivientes. Los personajes marginales. Las situaciones y las escenas
donde mis criaturas están al final de sus fuerzas. Y siguen y siguen y siguen." Así
arranca el diario de rodaje de Profundo Carmesí, firmado por Arturo Ripstein y
publicado en 1996 en la revista española de cine Nosferatu.
La entrevista que sigue tuvo lugar en San Sebastián, sede del Festival en el que
Ripstein suele alternar en papel de invitado, participante y jurado. Esta última es la
función que cumplió el pasado septiembre, cuando en su edición 51 el Festival inauguró
el concurso Horizontes Latinos, y designó al director mexicano como presidente del
jurado que habría de premiar la mejor película de procedencia latinoamericana.
La tiranía del cine best seller, las trampas del éxito instantáneo, y el futuro ejercicio
del cine como una actividad clandestina son los temas que a continuación revelan, más
que una visión escéptica, el sitio en donde Ripstein ubica el último reducto de su
voluntad creativa.
Arturo Ripstein: Solamente desde un punto de vista reduccionista, como sucede con la
literatura latinoamericana. Somos docena y media de países unidos por la misma
lengua; pero un individuo en uno de estos países podría pensar que se parece más a un
francés que a un peruano. Más allá de la rigurosa geografía, no creo que Latinoamérica
exista como concepto cinematográfico. Es muy difícil decir que entre todos los países
conformamos un cine con un determinado parámetro o un sentido en común de las
cosas. Cada vez más, las películas se parecen al modelo hegemónico; no todas, pero sí
aquellas que ahora se seleccionan como las importantes, o aquellas que determinan los
rumbos. Ésas sí tienen algo semejante: todas se parecen al cine comercial gringo.
Y sin embargo se les aglutina bajo una etiqueta común. ¿Equivale esto a perpetuar un
cliché impuesto por la mirada de fuera?
Por supuesto. Siempre hemos sido ciudadanos de segunda y hemos adquirido sentido
gracias a la etiqueta que nos imponen fuera. Cuando yo era un joven cineasta, me di
cuenta de que éramos considerados en términos distintos con respecto a los directores
de otros países. Recuerdo que pensaba: "Aquí primero te piden el pasaporte y después
el talento." Primero tienes que ser de un cierto país y luego demostrar que puedes
hacer algo bien. Existía también otro cliché, y era que los espectadores europeos
esperaban que hiciéramos un cine donde detrás de una palmera saliera un barbudo con
una ametralladora. Ahora las cosas son distintas: se espera que salgan coches volando
de las ventanas, o que se hagan comedias románticas para complacer al público. El
lugar común se ha continuado a través de una tendencia a complacer al público.
Además de que el cine latinoamericano se percibe como un todo, hoy en día, encima de
eso, se percibe como un todo rebosante de salud. ¿Diría que este fenómeno —y en
concreto el llamado boom del cine mexicano— es una creación mediática?
Es muy posible. De unos años para acá se da un fenómeno muy peculiar —quizá yo
antes no lo había notado—, que es el fenómeno del éxito instantáneo. Lo que existía
anteriormente era el reconocimiento, que bien podía ser inmediato. Por ejemplo,
ocurría que en el Festival de Cannes de mil novecientos cincuenta y tantos se
proyectaba la película de un extraño señor japonés de apellido Kurosawa, y esta
película llamaba mucho la atención. Pero entre algo como aquello y el éxito como se
entiende hoy hay una enorme diferencia. ¿Cuánto tiempo le tomó a González Iñárritu
ser González Iñárritu? En el arte, tal y como se concebía antes, la consagración llegaba
por goteo: lentamente, subiendo un escalón y luego otro y luego otro. Lo que se espera
—el éxito instantáneo— es muy difícil de sostener. En primer lugar, es difícil por la
perdurabilidad de lo que la noción misma de éxito significa. En segundo, porque puede
ser mediático. Lo que ahora una revista como Screen International llama "The A-list"
puede convertirse en determinado momento en el sostén de la carrera de un director,
pero eso con el tiempo se termina. Lo que ha ocurrido con el cine latinoamericano —y
específicamente con el cine mexicano— es que tres o cuatro películas han sido muy
destacadas y han tenido lo que no habían tenido las películas anteriores a ellas:
distribución mundial por parte de las grandes compañías. No creo que esto sea
sostenible: el cine mexicano no está hecho de tres películas exitosas. Si recurrimos a
promedios entonces sí resulta asombroso que un país que produce diez películas al año
tenga tres destacadísimas. Significa que es exitoso el 30% de la producción, y no hay un
solo país en el mundo que pueda decir lo mismo. Es muy peligroso verlo de esta
manera.
Me cuesta trabajo, pero no fue hace mucho tiempo. Todavía hace diez años los
festivales representaban, tanto para los directores como para el público, una garantía
de que las películas ahí premiadas serían vistas en otros lugares. Ahora no sucede así.
Las garantías que ofrecía un festival quedan eliminadas ante esta nueva opción de lo
instantáneo: sólo destaca lo publicitado, lo vendible, lo consumible. Aquí entra también
la noción de expectativa —o, mejor dicho, de su eliminación. Ante la perspectiva de que
llegaría al país una película determinada, uno solía pensar: "Va a exhibirse algo que me
va a gustar mucho". Ahora es a la inversa. La gente piensa: "Ya está [exhibida] la
película, y a lo mejor me va a gustar." Ése también es un rasgo de la instantaneidad: la
eliminación de toda expectativa.
La expectativa es un factor que depende del público. ¿Podría decirse que la anulación
de la expectativa es ya una condición del espectador contemporáneo, y que influye no
sólo en desear o no la llegada de una cinta, sino en su manera de verla?
Sí. Al punto de que si tú, como director, le pides al público que haga un esfuerzo, lo
único que logras es intimidarlo y provocar que reaccione con ira. Cuando escuchas la
propuesta cultural de que México se convierta en un país de lectores, piensas que
primero tendría que definirse qué entendemos por cultura, y qué sentido tendría
desarrollarla. Muy bien: vamos a entrenar a los niños para que se acostumbren a leer.
¿Y qué van a leer? Hay niños que actualmente leen cómics o cuentos de hadas para
terminar en... ¿Isabel Allende? ¿Tiene esto realmente sentido? Lo mismo sucede en el
cine. Estamos regresando a lo subterráneo, a la periferia, a la clandestinidad de la
cultura.
No creo que haya un prejuicio: lo que hay es una respuesta pequeña a mi cine. Si en
México un escritor como Carlos Fuentes sigue teniendo ediciones de cuatro mil
ejemplares, ¿por qué voy a tener yo más lectores que Fuentes o que Octavio Paz, que
siguen siendo opciones de una elite? Paz no es un best seller, ¿por qué habría de serlo
yo?
Los auténticos marginales en Estados Unidos son directores de una o dos películas que
después desaparecen en el magma. El Festival de Sundance planteaba grandes
esperanzas, y Robert Redford [su director] acabó transformando el cine americano
independiente en la industria del cine americano independiente. Ahora los jóvenes
hacen películas de bajo costo que son una audición frente a los grandes estudios. El
cine independiente norteamericano ya no toma ningún riesgo, porque está en juego su
pasaporte a Hollywood.
Usted tiene una relación difícil con la crítica mexicana. ¿Cree que éste sea un factor
influyente en lo que llama una respuesta "pequeña" a su cine?
Hacer esto es lo que en inglés se llama ser patronizing. Es como si dijeran: "Vamos a
condescender con los aborígenes y a darles su sentido de existencia." El problema de la
exhibición y distribución en México siempre ha sido muy grave, porque estamos
normados por reglas que nos son ajenas. En Estados Unidos, gracias a las leyes
antimonopolio, los exhibidores y los distribuidores se independizaron de la producción.
En México adoptamos estas mismas normas. La parte de las entradas de las películas
se la quedan los exhibidores y los distribuidores, quienes a final de cuentas son los que
corren el riesgo menor. Esto está mal planteado y habría que reestructurarlo: no es
posible seguir así. Lo ideal sería que el que arriesga tanto su nombre como su prestigio,
su talento y sus dineros —por muchos o pocos que sean— sea el que se lleve la parte
mayoritaria. No es justo que se lo lleven esos otros, que son simplemente una
circunstancia de apoyo. Y que encima de todo las majors condesciendan lo vuelve todo
un poco más patético.
Lo peor es que, al interior de México y del público mexicano mismo, se difunde la idea
de que el cine mexicano debe exhibirse y consumirse como algo excepcional...
Como un fenómeno; como un acontecimiento. Existe una dicotomía muy clara: antes
había cine popular, y había un publico que lo iba a ver. Ahora ese público ya no existe,
porque ya no hay dónde se exhiba ese cine. El público que no puede pagar las entradas
que paga la clase media ya no tiene dónde ver cine mexicano. Sólo quedan los canales
de televisión, donde se pasan las películas mexicanas que tuvieron un enorme éxito, y el
sustituto preciso de ese cine que son las telenovelas. Ya no hay un cine popular para
México. El cine que existe es elitista, porque se hace para la clase media, aquella que
ocasionalmente va a ver cine mexicano.
¿Es posible que esa clase media o la elite con poder adquisitivo sean las que
determinen el contenido de cine que se produce?
Sí, porque se les está complaciendo. Se les está dando las películas que los productores
creen que tienen que ver. Para colmo, los productores no tienen la formula del éxito. La
prueba de ello está en las películas mismas: muchas son rigurosamente formulaicas —
hechas para un público determinado, de una edad determinada—, pero no obtienen la
respuesta prevista. Los jóvenes de catorce a veintidós años tampoco van a verlas. Si ahí
está Nuestro Señor Bruce Willis, ¿por qué van a ver a Juan Manuel Bernal?
Y entonces el desencanto es total: son películas que no satisfacen a nivel creativo, pero
tampoco garantizan una recuperación económica.
Los productores tienen que dejar de pensar con la cartera y empezar a pensar con las
tripas o con el corazón. Tienen que preguntarse por lo que podría ser un cine
interesante, o importante, o bueno. El riesgo tiene que ser mayor. Hasta ahora no lo
han tomado, pero van a tener que hacerlo, porque la demostración del error es
palpable. No se necesita ciencia infusa para saber que, si haces una película de
fórmula, para jóvenes, y no va nadie a verla, algo está fallando.
Hay tres películas presentes en este Festival relacionadas con México de una u otra
manera: dos lo mencionan como su país de procedencia —Sin ton ni Sonia, de Carlos
Sama, y Nicotina, de Hugo Rodríguez— y la otra es de un director mexicano: 21
gramos, de Alejandro González Iñárritu.
21 gramos no es una película mexicana. Es como decir que Frida es una película
mexicana por el hecho de que se filmó en México, o que Titanic es una película
mexicana porque se filmó en México.
Y, sin embargo, en el exterior se vincula con México sólo por el hecho de ser filmada por
un mexicano. González Iñárritu no se vende como un director "mexicano". Aquí, sin
embargo, en San Sebastián se percibe vagamente como una película "de México"...
Vi con una cierta sorpresa que en el folleto oficial de la película decía "eua-México".
Esto no es para nada cierto: 21 gramos es una película norteamericana. Pasa lo mismo
que con The Others, la película de Alejandro Amenábar: el haber sido filmada en
España no la hace una película española. Es española para España, pero hacia fuera es
una película norteamericana. Las películas son de la lengua en la que se hacen.
Si usted hiciera hoy una película en otro idioma ¿ésta dejaría de ser una película
mexicana?
No podría evitarlo. Una vez hice una película en inglés [Foxtrot, 1975], y la película ya
es una película norteamericana. Yo lo sabía perfectamente desde entonces.
No, en absoluto. Adivino que González Iñárritu tampoco va a jactarse de que la suya es
una película mexicana, pero hecha con capital norteamericano, filmada en Estados
Unidos, con actores gringos y en inglés. Sería francamente lamentable que por esas
razones se dijera que es una película mexicana. Quizá un cierto grupo encargado de la
promoción de la película es el que está tratando de decir que lo es, pero 21 gramos
ciertamente no es una película mexicana. Tampoco podríamos decir que Harry Poter III
es una película mexicana por el hecho de que la hizo un mexicano [Alfonso Cuarón].
Las películas, como es la norma en los festivales, suelen identificarse con su país de
origen y casi automáticamente adquieren una identidad nacional. ¿Sería mejor que
desde su origen se despojaran del gentilicio?
Ése es el ideal. Cuando yo era un joven aspirante a cineasta y veía una película de
Fellini, no veía una película italiana. Veía una película de Fellini. Lo que importaba
entonces era quién la hacía, no de dónde venía. Ahora, claro, con la división
socioeconómica y política del mundo, unas películas son mexicanas, rusas o francesas.
Pero esto tampoco es problema: lo que importa es lo que resulta. Más allá de ser
húngara o polaca, una película es buena o es mala.
Y, sin embargo, se agrupan en secciones como Horizontes Latinos, cuyo jurado preside
usted en este momento. Desde esta posición, ¿qué virtudes considera que deben
premiarse en una película latinoamericana?
Ya no. Ya hay una diferencia entre lo que mencionaba antes sobre el guerrillero detrás
de la palmera y el cine que se hace ahora. En el conjunto de las películas
latinoamericanas que hemos visto en esta competencia, ya hay muchas que podrían
ser de cualquier otra parte. El asunto de las identidades culturales puede ser una
enorme ventaja y un obstáculo terrible. La ventaja es que inevitablemente provenimos
de un lugar y de un momento determinados: no podemos contarnos a nosotros mismos
de otro modo. Pero esto es inherente al acontecimiento; no es una circunstancia
añadida. Por supuesto que las películas latinoamericanas parecen filmadas en nuestros
países —sobre todo las que tocan temas más específicos y locales—, pero esto de
ninguna manera las limita. Al contrario: puede universalizarlas instantáneamente.
Otro problema inherente a aglutinar las película dentro de una etiqueta como "lo
latinoamericano" es que, a lo largo de Latinoamérica, las industrias son muy distintas.
Argentina, por ejemplo, en medio de su crisis brutal, produce una película tras otra. En
México la situación económica es menos severa y, sin embargo, la producción —por lo
menos la apoyada por el gobierno— es alarmantemente baja...
En cuanto a producción estatal, este año estamos prácticamente en cero. Todas las
películas que se están produciendo en México son hechas al margen del apoyo oficial.
No tengo la menor idea. Una solución inmediata sería buscar una reglamentación para
el apoyo del cine mexicano. [Esta entrevista fue realizada antes de darse a conocer la
propuesta de la shcp de desincorporar los organismos estatales de apoyo a la industria
del cine.]
Pareciera que no hay confianza por parte del gobierno mexicano en capitalizar una
industria del cine.
No creo que sea una cuestión de confianza: creo que se trata de un desinterés absoluto.
El gobierno y la cultura —cuando el cine puede considerarse cultura— no están en la
misma tesitura. Lo ha demostrado el gobierno con su negligencia: nos han dejado
siempre de lado.
Los medios que actualmente promueven la idea de un boom del cine en español
mencionan que, cuando hay un exceso de producción —como es el caso de Argentina o
de España—, suele haber un descenso en la calidad de las películas. Al contrario, se
dice que cuando hay pocos recursos, el talento y la creatividad se potencian. ¿Le parece
cierta esta ecuación?
Pareciera que lo que hace falta es que las personas a cargo de distribuir presupuestos,
o en posiciones estratégicas, tengan un mejor entendimiento de la cultura y, en
concreto, del cine.
Sin duda. Tendría que haber alguien que realmente lo defendiera, como sucede en
algunos otros países —Brasil, Argentina, por no hablar de Europa. En estos países el
cine es una industria estratégica. En México ya ni a industria llegamos.
Las coproducciones han sido la única salida en los últimos años. La baja en la
producción se ha dado por la pérdida de las coproducciones.
En ocasiones las crisis culturales preceden a despuntes interesantes. ¿No cree que
pueda darse un renacimiento en calidad del cine mayoritario?
Todo se vuelve deprimente, triste y terrible. No obstante hay un demonio atroz que te
impele a seguir adelante. Y te hace decir: "Me da lo mismo. Voy a seguir haciendo
películas para mis amigos —aunque me dejen de hablar para siempre." En fin, voy a
hacer películas aunque sea para tener la satisfacción de haberlas hecho, por el gusto de
trabajar el oficio. Más allá no llegaré. No me interesa ir a Hollywood, en donde sí
podría tener una carrera de cineasta, propiamente hablando. Eso terminó para mí hace
muchísimos años; yo soy cineasta amateur, en el sentido más riguroso del término. Si
me voy a Hollywood no voy a poder hacer las cosas que me interesan. Entonces, ¿para
que me voy? ¿Para decir que hice Titanic o que hice "mexican movies"? No tengo
absolutamente ningún interés en andar por ahí. ~