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Aleksandr Solzhenitsyn

Disertación sobre literatura. Discurso al recibir el premio Nobel de


literatura en 1970.
(Entregado a la Academia Sueca, con motivo del otorgamiento del Premio Nobel en 1970,
pero no pronunciada en realidad por su autor)

Igual que el sorprendido salvaje que ha levantado – ¿un extraño desperdicio arrojado por el
mar? – ¿algo desenterrado de la arena? – ¿o un oscuro objeto caído del cielo? – intrincado
en sus curvas, al principio brilla con timidez y luego con una refulgente explosión de luz.
De la misma manera en que lo hace girar de un lado para el otro, lo invierte, tratando de
descubrir qué hacer con él, tratando de descubrir alguna función mundana que esté al
alcance de su mano, sin soñar siquiera con su función superior.
De la misma manera nosotros, sosteniendo el arte en nuestras manos, confiadamente nos
consideramos sus amos. Audazmente lo dirigimos, lo renovamos y lo manifestamos, lo
vendemos por dinero, lo usamos para agradar a los que tienen el poder, en un momento lo
convertimos en esparcimiento – directamente en canciones populares y clubes nocturnos –
y al momento siguiente – tomando el arma más a mano, sea corcho o garrote – en algo útil
a las necesidades pasajeras de la política o de fines sociales miopes. Pero el arte no se
amilana por nuestros esfuerzos, ni se aparta tampoco de su verdadera naturaleza. Por el
contrario: en cada ocasión y en cada aplicación nos ofrece una parte de su secreta luz
interior.
Pero ¿accederemos alguna vez a la totalidad de esa luz? ¿Quién se atrevería a decir que ha
definido el arte, enumerado todas sus facetas? Quizás hubo alguna vez alguien que
comprendió y que nos lo dijo, pero no quedamos satisfechos con eso por mucho tiempo; lo
escuchamos, lo descuidamos, a veces lo echamos, apurándonos como siempre para
intercambiar incluso lo más excelso – ¡con tal de hacerlo por algo nuevo! Y cuando se nos
vuelve a decir la antigua verdad, ya ni siquiera recordaremos que alguna vez la poseímos.
Un artista se ve a si mismo como el creador de un mundo espiritual independiente; se echa
sobre los hombros la tarea de crear ese mundo, de poblarlo y de aceptar las más amplias
responsabilidades por él; pero sucumbe bajo su peso porque ningún genio mortal es capaz
de sobrellevar una carga así. Y si lo vence el infortunio, le echa la culpa a la eterna falta de
armonía en el mundo, a la complejidad del alma desgarrada de la actualidad, o a la
estupidez del público.
Otro artista, reconociendo un poder superior por encima de él, trabaja contento como un
modesto aprendiz bajo el cielo de Dios y, sin embargo, su responsabilidad por todo lo que
ha escrito, por las almas que perciben su trabajo, es más exigente que nunca. Pero, en
contrapartida, no es él quien ha creado este mundo, no es él quien lo dirige, no tiene duda
en cuanto a sus fundamentos; ese artista sólo tiene que ser más agudamente consciente que
los demás de la armonía del mundo, de la belleza y de la fealdad de la contribución humana
al mismo, y comunicar eso con precisión a sus semejantes. Y en el infortunio, aún en los
abismos de la existencia – en exilio, en prisión, en enfermedad – su sentido de estable
armonía nunca lo abandona.
Pero toda la irracionalidad del arte, sus sorprendentes giros, sus descubrimientos
impredecibles, su demoledora influencia sobre los seres humanos – todo ello está
demasiado lleno de magia para ser agotado por la cosmovisión del artista, por su
concepción artística o por el trabajo de sus indignos dedos.
Los arqueólogos no han descubierto eras de existencia humana tan antiguas que no hayan
tenido arte. Hace mucho tiempo atrás, en los tempranos albores de la humanidad, lo
recibimos de Manos que fuimos demasiado lentos en discernir. Y fuimos demasiado lentos
en preguntar: ¿para qué propósito nos ha sido dado este regalo? ¿Qué se supone que
debemos hacer con él?
Y estuvieron equivocados, y estarán siempre equivocados, los que profetizaron que el arte
se desintegraría, que no viviría más allá de sus formas y que moriría. Somos nosotros los
que moriremos – el arte permanecerá. ¿Comprenderemos, aún en el día de nuestra
destrucción, todas sus facetas y todas sus posibilidades?
No todo asume un nombre. Algunas cosas se encuentran más allá de las palabras. El arte
inflama incluso a un alma congelada y oscura haciéndole vivir una alta experiencia
espiritual. A través del arte somos visitados – sutil y brevemente – por revelaciones que no
pueden producirse mediante el pensamiento racional.
Como ese pequeño catalejo de los cuentos de hadas: mira a través de él y verás – no a ti
mismo – sino, por un segundo, lo Inaccesible, adónde ningún hombre puede cabalgar,
ningún hombre puede volar. Y sólo el alma lanza un gruñido…
Un buen día Dostojevsky lanzó la enigmática observación: “La belleza salvará al mundo”.
¿Qué clase de afirmación es ésa? Por mucho tiempo la consideré tan sólo como una serie de
simples palabras. ¿Cómo sería eso posible? ¿Cuándo en la sangrienta Historia la belleza
salvó a alguien de algo? Ennoblecido, enaltecido, sí – pero ¿a quién ha salvado?
Sin embargo, existe cierta peculiaridad en la esencia de la belleza, una peculiaridad en el
rango del arte y es que el poder de convicción de una auténtica obra de arte es
completamente irrefutable y obliga a la rendición hasta a un corazón opositor. Es posible
construir un aparentemente suave y elegante discurso político, un artículo enérgico, un
programa social, o un sistema filosófico sobre la base de tanto un error como una mentira.
Lo que está oculto, lo que ha sido distorsionado, no se volverá inmediatamente obvio.
Luego un discurso, un artículo, un programa opuesto; una filosofía diferentemente
construida llama a la oposición – todo exactamente igual de elegante y suave; y de nuevo la
cosa funciona. Que es la razón por la cual se confía y también se desconfía de estas cosas.
Es en vano reiterar lo que no llega al corazón.
Pero una obra de arte lleva en si misma su propia verificación: los conceptos inventados o
estirados no soportan ser retratados en imágenes; se derrumban todos, aparecen enfermizos
y pálidos, no convencen a nadie. Pero las obras de arte que han desenterrado la verdad y
nos la han presentado como una fuerza viviente – ésas se aferran a nosotros, nos exigen, y
nadie jamás, ni siquiera en las épocas que vendrán, aparecerá para refutarlas.
Así que, quizás, la antigua trinidad de Verdad, Bondad y Belleza no es simplemente una
fórmula vacía y desteñida como supusimos en los días de nuestra confiada y materialista
juventud. Si las copas de estos tres árboles convergen como lo afirmaban los escolásticos, si
los sistemas demasiado obvios, demasiado directos de Verdad y Bondad resultan
aplastados, podados, impedidos de abrirse paso, entonces, quizás, los fantásticos, los
impredecibles, los inesperados retoños de la belleza emergerán y ascenderán a exactamente
el mismo lugar . Haciéndolo, ¿llegarán a hacer el trabajo de los tres?
En ese caso, la observación de Dostojevsky: “La belleza salvará al mundo”, ¿no habrá sido
una frase tirada al descuido sino una profecía? Después de todo, a él le fue dado ver mucho,
siendo, como fue, un hombre de una fantástica iluminación.
Y, en ese caso, ¿podrá la literatura realmente ayudar al mundo hoy día?
El escaso conocimiento que, a lo largo de los años, he conseguido obtener en esta materia
es lo que intentaré exponer ante vosotros aquí y ahora.
Al subir a la plataforma desde la cual se lee la disertación relativa a un Premio Nobel – una
plataforma demasiado lejana para cualquier escritor y disponible solamente una vez en la
vida – no he subido uno o dos escalones improvisados sino cientos y hasta miles de ellos;
peldaños inexorables, abruptos, helados, conduciendo hacia fuera de la oscuridad y el frío
dónde fue mi destino sobrevivir mientras otros – quizás con un talento mayor y mas intenso
que el mío – han perecido. De ellos conocí a algunos pocos en el Archipiélago GULAG (la
Dirección Central de los Campos Correccionales de Trabajo), diseminados por la
fraccionaria multitud de sus islotes. Bajo la presión de las ruedas de molino de la vigilancia
y la desconfianza, no hablé con todos ellos; de algunos solamente oí hablar y sólo conjeturé
la existencia de otros. Aquellos que cayeron en ese abismo llevando ya un nombre literario,
al menos son conocidos; pero ¿cuántos nunca serán reconocidos, cuántos no serán
nombrados una sola vez en público? Porque virtualmente ninguno de ellos consiguió
regresar. Toda una literatura nacional quedó allá, arrojada al olvido, no sólo sin sepultura
sino hasta sin ropa interior, desnuda, con un número colgado de un dedo del pie. ¡La
literatura rusa no cesó de existir ni por un instante pero, desde el exterior, pareció un
desierto! Allí en dónde un pacífico bosque pudo haber crecido, después de la toda la tala
quedaron dos o tres árboles inadvertidos por casualidad.
Parado aquí hoy, acompañado por las sombras de los caídos, permitiendo con la frente
inclinada que pasen los anteriores que fueron dignos de precederme en llegar a este lugar;
estando parado aquí ¿cómo podría yo adivinar y expresar lo que ellos hubieran querido
decir?
Esta obligación ha pesado largo tiempo sobre nosotros y la hemos comprendido. En las
palabras de Vladimir Solovev:
Aún en cadenas, nosotros mismos debemos completar
ese círculo que los dioses nos han trazado.
Con frecuencia, en las dolorosas pesadillas del campo, en una columna de prisioneros,
cuando la cadena de faroles perforaba la sombra de las heladas del atardecer, surgirían
dentro de nosotros las palabras que hubiéramos deseado gritarle a todo el mundo si el
mundo hubiese podido escuchar a tan sólo a uno de nosotros. En ese momento todo parecía
tan claro: lo que diría nuestro exitoso embajador, y cómo el mundo respondería
inmediatamente con su comentario. Nuestro horizonte abarcaba bastante claramente tanto
cosas físicas como movimientos espirituales, y no veíamos ninguna asimetría en el mundo
indivisible. Estas ideas no provienen de libros, ni tampoco han sido importadas en aras de
la coherencia. Fueron formadas a lo largo de conversaciones con personas que ya han
muerto, en celdas de prisión y a la vera de los fogones en el bosque siberiano. Fueron
probadas contra esa vida; surgieron de esa existencia.
Cuando por fin la presión exterior se hizo un poco más débil, mi horizonte y el nuestro se
ensancharon gradualmente y, a pesar de que era tan sólo un minúsculo trozo, vimos y
conocimos a la “totalidad del mundo”. Y, para nuestra sorpresa, el mundo entero no era en
absoluto tal como lo habíamos esperado y anhelado; es decir, no era un mundo viviendo
“por eso”, no era un mundo que condujese hacia “allí”; un mundo en el que a la vista de un
pantano embarrado se pudiese exclamar “¡qué deliciosa lagunita!” o “¡qué exquisito collar”
ante una bufanda concreta; sino, en cambio, un mundo en dónde algunos lloraban lágrimas
desconsoladas mientras otros bailaban al ritmo de un alegre musical.
¿Cómo pudo suceder esto? ¿Por qué esta enorme grieta? ¿Éramos insensibles? ¿Era
insensible el mundo? ¿O todo se debía a barreras idiomáticas? ¿Por qué es que las personas
no pueden escuchar cada sonido distintivo proferido por los demás? Las palabras dejan de
sonar y se escurren como agua – sin sabor, color, ni olor. Sin rastros.
A medida en que fui entendiendo esto a lo largo de los años, en esa misma medida fue
cambiando y cambiando la estructura, el contenido y el tono de mi discurso potencial. El
discurso que hoy pronuncio.
Y ya tiene poco en común con su plan original, concebido durante los helados atardeceres
del campo de concentración.
Desde tiempos inmemoriales el ser humano está hecho de tal modo que su experiencia
personal y grupal determinan su visión del mundo, en la medida en que esta cosmovisión
no le ha sido instilada por sugestión externa. La experiancia personal y grupal determinan
también sus motivaciones y su escala de valores, sus acciones e intenciones. Tal como lo
expresa el proverbio ruso: “No le creas a tu hermano. Créele a tus propios malditos ojos”.Y
ésa es la base más sólida para la comprensión del mundo que nos rodea y de la conducta
humana que en él se desarrolla. Durante las largas épocas en que el mundo yació extendido,
misterioso y agreste, antes de encogerse por comunes líneas de comunicación, antes de ser
transformado en una masa unitaria convulsivamente latiente – las personas, basándose
sobre su experiencia, gobernaron sin sobresaltos dentro de sus limitadas áreas, dentro de
sus comunidades, dentro de sus sociedades, y finalmente dentro de sus territorios
nacionales. En aquellos tiempos a los seres humanos individuales les fue posible percibir y
aceptar una escala general de valores, distinguir entre lo que es considerado normal y lo que
no lo es, saber qué es increíble, qué es cruel y qué se encuentra más allá de los límites de la
maldad, qué es honesto, qué es engaño. Y, si bien los seres humanos diseminados vivían
vidas extremadamente diferentes y sus valores sociales con frecuencia discrepaban de la
misma manera en que diferían sus sistemas de pesos y medidas, aun así estas divergencias
sorprendían tan sólo a los ocasionales viajeros y aparecían en los relatos de viaje como
maravillas que no representaban peligro alguno para una humanidad que todavía no era tal.
Pero ahora, durante las décadas pasadas, imperceptiblemente, súbitamente, la humanidad se
ha vuelto una – esperanzadamente una y peligrosamente una – de modo que las infecciones
y las inflamaciones de una de sus partes se contagian casi instantáneamente a las otras, a
veces careciendo de cualquier clase de inmunidad necesaria. La humanidad se ha vuelto
una, pero no firmemente una como solían serlo las comunidades o hasta las naciones; no
está unida por años de experiencia compartida, ni tampoco por la posesión de un mismo ojo
afectuosamente llamado maldito, ni aún por un idioma nativo común, sino sobrepasando
todas las barreras, por medio de las publicaciones y las transmisiones internacionales. Una
avalancha de sucesos cae sobre nosotros – y en un minuto la mitad del mundo escucha su
estruendo. Pero la vara para medir esos sucesos y evaluarlos de acuerdo con las leyes de
algún poco conocido rincón del mundo – esta vara no puede transmitirse mediante ondas
magnéticas ni mediante columnas periodísticas. Porque estas normas de medida maduraron
y se asimilaron durante demasiados años en condiciones demasiado específicas de países y
sociedades individuales. No pueden ser intercambiadas al voleo. En varias partes del
mundo las personas aplican a los sucesos sus propios valores trabajosamente conquistados
y juzgan tenazmente, confiadamente, sólo de acuerdo con su propia escala de valores y
jamás de acuerdo con cualquier otra.
Y, si bien no hay muchas de esas diferentes escalas de valores en el mundo, al menos hay
unas cuantas. Hay una para evaluar hechos al alcance de la mano, otra para los que se
hallan lejanos; las sociedades en vías de envejecer tienen una, las sociedades jóvenes otra;
una es la de las personas fracasadas, otra es la de las personas exitosas. Las escalas de
valores divergentes gritan en discordancia, nos confunden y nos sorprenden, y para que no
nos sea doloroso, nos apartamos de todos los demás valores, como si nos apartásemos de la
demencia o del delirio, y confiadamente juzgamos a la totalidad del mundo de acuerdo con
nuestros propios valores íntimos. Que es la razón por la cual tomamos por mayor desastre,
por más doloroso y más insoportable, no al que es realmente mayor, más doloroso y más
insoportable, sino al que nos toca más de cerca. Todo lo que esté más allá, todo lo que no
amenace con invadir hoy mismo nuestro umbral – con todos sus gemidos, sus llantos
sofocados, sus vidas destrozadas, incluso si involucra a millones de víctimas – a todo eso,
en general, lo consideramos como algo de proporciones perfectamente soportables y
tolerables.
No hace tanto tiempo atrás, en una parte del mundo, bajo una persecución no inferior a la
de los antiguos romanos, cientos de miles de silenciosos cristianos entregaron sus vidas por
su fe en Dios. En el otro hemisferio, un demente (y sin duda alguna no está solo) atraviesa
presuroso el océano para liberarnos de la religión – ¡hundiendo su acero en el sumo
sacerdote! ¡Ha hecho sus cálculos para todos y cada uno de nosotros de acuerdo a su
personal escala de valores!
Es que eso, que desde cierta distancia y de acuerdo con una escala de valores parece ser una
libertad envidiable y floreciente, al mirarlo de cerca bajo otra escala de valores se siente
como una opresión irritante que incita a construir barricadas con vehículos tumbados. Eso
que en una parte del mundo puede representar el sueño de una increíble prosperidad, en la
otra tiene el exasperante efecto de una explotación salvaje que demanda la huelga
inmediata. Hay diferentes escalas de valores para las catástrofes naturales: una inundación
que se cobra doscientas mil vidas parece menos significativa que el accidente a la vuelta de
la esquina. Hay diferentes escalas de valores para los insultos personales: a veces hasta una
sonrisa irónica o un gesto de desinterés resultan humillantes mientras que, en otras
ocasiones, una cruel golpiza se perdona porque se la considera una broma desafortunada.
Hay diferentes escalas de valores para el castigo y para la maldad: de acuerdo con algunos,
un mes de arresto, el exilio o una celda en confinamiento solitario en la que a uno lo
alimentan con pan blanco y leche, son cosas que sacuden la imaginación y llenan las
columnas de los periódicos con indignación. Pero, de acuerdo con otros, resulta común y
aceptable que haya sentencias de prisión de veinticinco años, celdas de confinamiento
solitario donde las paredes están cubiertas de hielo y los prisioneros en ropa interior, que
existan manicomios para los cuerdos e innumerables personas poco razonables que, por
alguna razón, insistan en salir corriendo y resulten abatidas a balazos en la frontera. En
medio de todo esto, la mente se siente especialmente en paz en lo concerniente a aquellas
partes del mundo de las cuales no sabemos virtualmente nada, de las cuales no recibimos
más noticias que las suposiciones triviales y extemporáneas de unos pocos corresponsales.
Sin embargo, no podemos reprocharle a la visión humana esta dualidad, esta obtusa
incomprensión de la pena de otro hombre. El ser humano simplemente es así. Pero para la
totalidad de la humanidad, comprimida en un solo trozo, una incomprensión de este tipo
representa la amenaza de una destrucción inminente y violenta. Un mundo, una humanidad,
no puede existir a la vista de seis, cuatro o aun hasta dos escalas de valores. Nos
desgarraremos por esta disparidad de ritmos, esta disparidad de vibraciones.
Un hombre con dos corazones no es para este mundo. Por eso, tampoco seremos capaces de
vivir lado a lado sobre una tierra única sin coordinación.
Pero ¿quién coordinará estas escalas de valores y cómo lo hará? ¿Quién creará para la
humanidad un sistema de interpretación, válido para obras buenas y malas, para lo
insoportable y lo soportable tal como hoy se diferencian? ¿Quién le aclarará a la humanidad
qué es realmente pesado e intolerable y qué es lo que sólo roza la piel localmente? ¿Quién
dirigirá la ira hacia lo que es más terrible y no hacia lo que está más cerca? ¿Quién tendrá
éxito en transmitir un conocimiento como ése más allá de los límites de su propia
experiencia humana? ¿Quién tendrá éxito en impresionar a la refractaria, terca, criatura
humana con la alegría y el dolor distante de los otros, con la comprensión de dimensiones y
decepciones que él mismo jamás ha experimentado? Propaganda, controles, demostraciones
científicas – todo eso no sirve. Pero, afortunadamente, ¡existe un medio así en nuestro
mundo! Ese medio es el arte. Ese medio es la literatura.
Arte y literatura pueden hacer el milagro: pueden superar esa perniciosa peculiaridad del
hombre de aprender solamente a través de experiencias personales de tal forma que la
experiencia de otras personas pasa a su lado en vano. De persona a persona, durante la corta
estadía del individuo sobre la tierra, el arte transfiere el peso completo de la experiencia
ajena de toda una vida, con todas sus cargas, sus colores, sus jirones de vida; reencarna una
experiencia desconocida y nos permite poseerla como si fuese nuestra.
Y aun más, mucho más que eso. Tanto países como continentes enteros repiten sus errores
mutuos en lapsos de tiempo que pueden llegar a ser siglos. Así, uno podría llegar a pensar:
¡todo es tan obvio! Pero no. Eso que algunas naciones ya han experimentado, considerado y
rechazado, de pronto resulta descubierto por otras como la última gran novedad. Y,
nuevamente, también en esto el único sustituto para una experiencia por la que jamás
hemos pasado es el arte, la literatura. Porque poseen una capacidad maravillosa: más allá de
las diferencias de lenguaje, costumbres y estructuras sociales, pueden convertir la
experiencia vital de toda una nación en otra cosa. A una nación inexperta le pueden aportar
una severa prueba nacional durante muchas décadas, ahorrándole quizás a toda una nación
el tránsito por un camino superfluo, errado o hasta desastroso, suavizando así los meandros
de la historia humana.
Es esta grande y noble propiedad del arte lo que hoy quiero recordaros urgentemente desde
esta tribuna del premio Nobel.
Y la literatura aporta una experiencia irrefutable, condensada, incluso en otra invaluable
dirección adicional: en la de una generación a la siguiente. Por eso es que se convierte en la
memoria viviente de una nación. Por eso preserva y alimenta en si misma la llama de su
historia pasada, de tal modo que queda asegurada contra deformaciones y calumnias. De
esta forma, la literatura, conjuntamente con el lenguaje, protege el alma de una nación.
(Recientemente se ha puesto de moda hablar del nivelamiento de las naciones, de la
desaparición de las diferentes razas en el crisol de la civilización contemporánea. No estoy
de acuerdo con esta opinión, pero su discusión es otra cuestión pendiente. Aquí tan sólo es
apropiado decir que la desaparición de naciones nos empobrecería no menos que si todos
los seres humanos se volviesen iguales, con una sola personalidad y un solo rostro. Las
naciones son la levadura de la humanidad, sus personalidades colectivas; la más pequeña de
ellas luce sus colores especiales y es portadora en su interior de una especial faceta de la
intención divina.)
Pero ¡ay de la nación cuya literatura es perturbada por la intervención del poder! Porque ésa
no es sólo una violación de la “libertad de prensa”, es la clausura del corazón de la nación,
es el despedazamiento de su memoria. La nación cesa de tener conciencia de si misma,
resulta despojada de su unidad espiritual y, a pesar de un lenguaje supuestamente común,
los compatriotas súbitamente dejan de entenderse entre si. Generaciones silenciosas se
vuelven viejas sin haber jamás hablado de si mismas, ni entre si, ni a sus descendientes.
Cuando escritores como Achmatova y Zamjatin – enterrados en vida y de por vida – quedan
condenados a crear en silencio hasta su muerte, nunca escuchando el eco de sus palabras
escritas, eso no es solamente su tragedia personal sino la tragedia de toda la nación y un
peligro para toda la nación.
Más aún, en algunos casos – cuando, como resultado de un silencio tal, la Historia entera
deja de ser comprendida en su totalidad – lo que emerge es un peligro para toda la
humanidad.
Varias veces y en varios países han surgido acalorados, vehementes y sutiles debates acerca
de si el arte y el artista deben ser libres de vivir para si mismos, o bien si deben
constantemente ser concientes de su deber para con la sociedad y servirla a pesar de todo de
un modo imparcial. Para mí el dilema no existe, pero me abstendré de traer a colación, una
vez más, la línea argumental. Uno de los discursos más brillantes sobre esta materia fue, de
hecho, el discurso que Albert Camus pronunció cuando recibió el Premio Nobel y yo
adheriría con entusiasmo a sus conclusiones. Ciertamente, la literatura rusa ha manifestado
durante varias décadas una inclinación a no perderse demasiado en la contemplación de si
misma, a no divagar con demasiada frivolidad. No me avergüenzo de seguir esta tradición
de la mejor manera que me es posible. Desde hace tiempo la literatura rusa está
familiarizada con la noción de que el escritor puede hacer mucho dentro de su sociedad y
que es su deber hacerlo.
No violemos el derecho del artista a expresar exclusivamente sus experiencias personales e
introspecciones, omitiendo todo lo que sucede más allá, en el mundo. No le exijamos al
artista, pero – reprochémosle, roguémosle, presionémoslo y persuadámoslo – porque
podríamos estar autorizados a hacerlo. Después de todo, sólo parcialmente ha desarrollado
su talento por si mismo; la mayor parte de ese talento le ha sido infundida al momento de
nacer, como un producto terminado, y el don del talento le impone una responsabilidad a su
libre albedrío. Supongamos que el artista no le debe nada a nadie. Aun así da pena ver
como, retirándose a los mundos que construye para si mismo o a los espacios de sus
capricho subjetivo, puede entregar el mundo real a las manos de personas que son
mercenarios, cuando no inútiles, cuando no dementes.
Nuestro Siglo XX ha demostrado ser más cruel que los siglos precedentes y los horrores de
sus primeros cincuenta años no se han borrado. Nuestro mundo está siendo sojuzgado por
las misma viejas pasiones de la época de las cavernas: codicia, envidia, descontrol, mutua
hostilidad; pasiones todas ellas que, con el paso del tiempo, se han conseguido seudónimos
respetables tales como lucha de clases, conflicto racial, disputas sindicales. La primitiva
negativa a aceptar un compromiso se ha convertido en un principio teórico y se la considera
la virtud de la ortodoxia. Exige millones de sacrificios en interminables guerras civiles,
martillea en nuestras almas que no existen los eternos, universales, conceptos de bondad y
de justicia; que éstos son fluctuantes e inconstantes. De lo que se desprende la regla: haz
siempre lo más provechoso para tu facción. Cualquier grupo profesional, ni bien percibe
una oportunidad favorable para arrancar un pedazo , aun si no lo ha ganado, aun si le es
superfluo, pues lo arranca inmediatamente y no le importa si la sociedad entera se derrumba
después. Tal como se lo ve desde afuera, la amplitud de las disputas de la sociedad
occidental se está aproximando al punto más allá del cual el sistema se vuelve metastable y
no puede sino desmoronarse. La violencia, cada vez menos respetuosa de los límites
impuestos por siglos de normatividad, se encuentra desvergonzada y victoriosamente
avanzando por todo el mundo, despreocupada por el hecho de que su infertilidad ha sido
demostrada y probada muchas veces en la Historia. Más aun: no es simplemente el poder
descarnado el que triunfa ampliamente, sino su exultante justificación. El mundo está
siendo inundado por la desvergonzada convicción de que el poder puede hacer cualquier
cosa y la justicia no puede hacer nada. Los “Demonios” de Dostojevsky – aparentemente
una pesadilla provincial fantasiosa del siglo pasado – se están diseminando por todo el
mundo ante nuestros propios ojos, infectando países en dónde ni se los ha soñado siquiera.
Con sus asaltos, secuestros, explosiones e incendios de los últimos años ¡están anunciando
su determinación de sacudir y destruir a la civilización entera! Y podrían muy bien llegar a
triunfar. Los jóvenes, a una edad en la que no tienen experiencia alguna aparte de la sexual,
al no tener todavía años de sufrimiento personal y de comprensión personal detrás de si, se
encuentran repitiendo jubilosamente nuestros depravados errores rusos del Siglo XIX
creyendo que han descubierto algo nuevo. Aclaman la última miserable perversión
cometida por los Guardias Rojos como un ejemplo gracioso. En una banal falta de
comprensión de la milenaria esencia de la humanidad, con la pueril ilusión de los corazones
inexpertos se ponen a gritar: echemos a esos codiciosos opresores, a los gobiernos crueles,
y los nuevos (¡nosotros!), después de haber dejado a un lado las granadas y los fusiles,
seremos justos y comprensivos. ¡Ni siquiera algo parecido sucedería! … Pero aquellos que
han vivido más y que comprenden, aquellos que podrían oponerse a estos jóvenes – muchos
de ellos no se atreven a hacerlo. Hasta los adulan. Cualquier cosa con tal de no parecer
“retrógrado”. Otro fenómeno ruso del Siglo XIX que Dostojevsky como la actitud mediante
la cual algunos se convierten en esclavos de los progresistas extravagantes.
El espíritu de Munich de ninguna manera se ha retirado hacia el pasado; no fue meramente
un breve episodio. Hasta me animo a decir que el espíritu de Munich prevalece en el Siglo
XX. El tímido mundo civilizado, aparte de concesiones y sonrisas, no ha encontrado nada
para oponerle al asalto del súbito renacimiento de la barbarie descarnada. El espíritu de
Munich es una enfermedad que ataca la voluntad las personas exitosas; es la condición
habitual de quienes se han entregado al afán de prosperidad a cualquier precio, al bienestar
material como objetivo supremo de la existencia terrena. Esas personas – y hay muchas de
ellas en el mundo actual – eligen la pasividad y la retirada; tanto como para que la vida a la
que se han habituado pueda seguir arrastrándose un poco más; tanto como para no tener que
traspasar hoy el umbral de la adversidad – y mañana, ya verás, todo estará bien. (¡Pero
nunca estará bien! El precio de la cobardía será siempre la maldad; cosecharemos coraje y
victoria únicamente cuando nos atrevamos a hacer sacrificios.)
Y para colmo estamos amenazados por la destrucción debido al hecho de que al mundo
físicamente comprimido y agotado no le está permitido amalgamarse espiritualmente; a las
moléculas del conocimiento y la simpatía no se les permite saltar de una mitad a la otra. Y
esto representa un peligro fuera de control: la supresión de información entre las
componentes del planeta. La ciencia contemporánea sabe que la supresión de información
conduce a la entropía y a la destrucción total. La supresión de información convierte en
ilusorios a los tratados y a los acuerdos internacionales; dentro de una zona amordazada no
cuesta nada reinterpretar un acuerdo; más simple todavía: no cuesta nada olvidarlo como si
nunca hubiera existido en realidad. (Orwell entendió esto perfectamente.) Una zona
amordazada es como si no estuviera poblada de terrícolas sino por marcianos; las personas
no conocen nada inteligente acerca del resto de la tierra y están preparadas para ir y
pisotearlo todo en la santa convicción de que irán como “libertadores”.
Hace un cuarto de siglo, en medio de grandes esperanzas de parte de la humanidad,
nacieron las Naciones Unidas. Pero he aquí que, en un mundo inmoral, también esto se
convirtió en inmoral. La Organización de las Naciones Unidas no es sino una Organización
de los Gobiernos Unidos donde todos los gobiernos se consideran iguales; tanto aquellos
que resultan libremente electos, como los que han sido impuestos por la fuerza y aquellos
que han arrebatado el poder por las armas. Basándose sobre la mercenaria parcialidad de la
mayoría, la ONU celosamente custodia la libertad de algunas naciones y desdeña la libertad
de las otras. Como resultado de un voto obediente, se ha rehusado a encarar la investigación
de demandas privadas – los gemidos, los gritos y las súplicas de personas comunes
individuales – de un número insuficiente como para llamar la atención de una organización
tan grande. La ONU no hizo ningún esfuerzo por enfrentar a los gobiernos y hacer de la
Declaración de Derechos Humanos, su mejor documento en veinticinco años, una
condición obligatoria de admisión. De este modo, traicionó a aquellas humildes personas
entregándolas a la voluntad de gobiernos que no habían elegido.
Parecería ser que toda manifestación del mundo contemporáneo se encuentra
exclusivamente en manos de los científicos; todos los pasos técnicos de la humanidad están
determinados por ellos. Parecería ser que la dirección del mundo debería depender
precisamente de la buena voluntad internacional de los científicos y no de la de los
políticos. Tanto más, cuanto que el ejemplo de los pocos muestra lo mucho que se podría
lograr si todos se unieran. Pero no. Los científicos no han expresado ninguna intención
clara de convertirse en una fuerza importante e independientemente activa de la humanidad.
Se la pasan en congresos ignorando el sufrimiento de los demás, tanto como para
permanecer protegidos dentro de los márgenes de la ciencia. El mismo espíritu de Munich
ha extendido sobre ellos sus paralizadoras alas.
¿Cuál es, pues, el lugar y el papel del escritor en este mundo cruel, dinámico y escindido
que se encuentra al borde de sus diez destrucciones? Después de todo, los escritores no
tenemos nada que ver con lanzar misiles; ni siquiera empujamos la más humilde de las
carretillas. Quienes respetan solamente el poder material se burlan bastante de nosotros.
¿No sería natural que, también nosotros, diésemos un paso atrás, perdiésemos la fe en la
persistencia de la bondad, en la indivisibilidad de la verdad, impartiéndole al mundo tan
sólo nuestras amargas, aisladas, observaciones sobre cómo la humanidad se ha vuelto
corrupta sin remedio, cómo las personas han degenerado, y cuan difícil le resulta a las
escasas almas bellas y refinadas el convivir con esas personas?
Pero ni siquiera poseemos el recurso de esta huida. Cualquiera que alguna vez haya alzado
la palabra ya nunca más podrá evadirla. Un escritor no es el juez independiente de sus
compatriotas y contemporáneos; es un cómplice de todo el mal cometido es su país natal y
por sus conciudadanos. Y si los tanques de su patria han inundado de sangre el asfalto de
una capital extranjera, pues entonces manchas rojizas habrán salpicado el rostro del escritor
para siempre. Y si en una noche fatal se ha ahorcado a su confiado amigo mientras dormía,
pues entonces las palmas de las manos del escritor llevan las marcas de la soga utilizada. Y
si sus jóvenes conciudadanos alegremente declaran la superioridad de la corrupción por
sobre el trabajo honesto, si se entregan a las drogas o secuestran rehenes, pues entonces su
pestilencia se mezcla con el aliento del escritor.
¿Tendremos la temeridad de afirmar que no somos responsables por las penurias del mundo
actual?
Sin embargo, me alegra que la literatura universal , con su vital estado de alerta y como si
fuera un solo enorme corazón, lata y haga circular las preocupaciones y las penurias de
nuestro mundo aun cuando las mismas resulten presentadas y percibidas de un modo
diferente en cada uno de sus rincones.
Aparte de las antiquísimas literaturas nacionales, siempre existió, aún en eras pasadas, el
concepto de la literatura universal como una antología que emanaba de las cumbres de las
literaturas nacionales a modo de suma total de las influencias literarias mutuas. Pero solía
existir una discontinuidad temporal: lectores y escritores llegaban a conocer a escritores de
otras lenguas sólo después de un lapso de tiempo, a veces sólo después de siglos, de modo
tal que las influencias mutuas también se demoraban y la antología de las cumbres literarias
nacionales quedaba revelada solamente a los ojos de los descendientes y no ante los
contemporáneos.
Pero hoy, entre los escritores de un país y los escritores y lectores de otro, hay una
reciprocidad poco menos que instantánea. Yo mismo lo he experimentado. Aquellos de mis
libros que, por desgracia, no han sido publicados en mi propio país muy pronto encontraron
una favorable audiencia mundial, a pesar de apresuradas y frecuentemente hasta malas
traducciones. Distinguidos escritores occidentales como Heinrich Böll han efectuado su
análisis crítico. Todos estos últimos años en que mi libertad y mi trabajo no se han
derrumbado; en que, contrariamente a las leyes de la gravedad, han permanecido como
suspendidos en el aire, como colgando de nada sobre la tensión de una muda membrana
invisible de simpatía pública, fue que, con cálido agradecimiento y no sin sorpresa de mi
parte, pude conocer el apoyo adicional de la hermandad internacional de los escritores.
Cuando cumplí mi 50° cumpleaños me asombró recibir felicitaciones de escritores
occidentales famosos. Ninguna de las presiones que sobre mi se ejercieron pasó
desapercibida. Durante las peligrosas semanas de mi exclusión de la Unión de Escritores, el
muro de protección construido por los más eminentes escritores del mundo me defendió de
persecuciones aun peores; y escritores y artistas noruegos me prepararon con hospitalidad
un techo para el caso en que fuese hecho efectivo el exilio con el que se me amenazaba. Por
último, incluso la propuesta de mi nombre para el Premio Nobel no surgió del país en el
cual vivo y escribo sino de Francois Mauriac y sus colegas. Posteriormente, sindicatos
enteros de escritores nacionales expresaron su apoyo hacia mi persona.
De este modo he sentido y comprendido que la literatura universal ya no es una antología
abstracta, ni una generalización inventada por los historiadores de la literatura. Es más bien
un cuerpo común y un espíritu común, un sentimiento íntimo común que refleja la creciente
unidad de la humanidad. Las fronteras de los Estados todavía arden, caldeados por
alambradas electrizadas y ráfagas de ametralladoras; todavía hay varios ministerios de
asuntos internos que siguen pensando que la literatura es un “asunto interno” que cae bajo
su jurisdicción; todavía hay titulares de diarios que dicen: “¡No hay derecho a interferir en
nuestros asuntos internos!” ¡Es que ya no quedan cuestiones internas sobre nuestro
hacinado mundo! Y la única salvación de la humanidad reside en que cada uno se haga
cargo de todo; en que las personas del Este se involucren vitalmente con lo que se piensa en
Occidente y en que las personas de Occidente se involucren vitalmente con lo que sucede
en el Este. Y la literatura, como el instrumento más sensible y de más rápida respuesta que
posee la criatura humana, ha sido la primera en adoptar, asimilar y aferrarse a esta
sensación de creciente unidad de la humanidad. De esta forma, me dirijo confiado a la
literatura universal actual – a cientos de amigos con quienes nunca me he encontrado en
persona y a quienes jamás veré.
¡Amigos! ¡Tratemos de ayudar, si es que valemos algo en absoluto! ¿Quién, desde tiempos
inmemoriales ha constituido la fuerza unificadora y no divisora en vuestros países lacerados
por partidos, movimientos, castas y grupos discordantes? Allí está, en su esencia, la
posición de los escritores: en ser expresión de sus lenguajes nativos – en ser la principal
fuerza unificadora de la nación, de la misma tierra que sus pueblos ocupan y de lo mejor de
su espíritu nacional.
Creo en que la literatura universal posee el poder de ayudar a la humanidad en estas horas
de angustia. Ayudar a que se vea a si misma tal como realmente es, a pesar del
adoctrinamiento de personas y partidos prejuiciosos. La literatura universal posee el poder
de aportar experiencia concentrada, de un país a otro, para que dejemos de estar escindidos
y confundidos; para que las diferentes escalas de valores puedan ponerse de acuerdo y cada
nación aprenda correcta y concisamente la verdadera historia de la otra, con tal intensidad
de reconocimiento y de punzante conciencia como si ella misma hubiera experimentado lo
mismo, para que pueda liberarse de cometer los mismos errores. Y quizás, bajo esas
condiciones, nosotros los artistas estaremos en condiciones de cultivar en nosotros mismos
un campo de visión que abarque a todo el mundo: colocándonos en el centro para observar
como cualquier otro ser humano lo que está cerca, comenzaremos a integrar en la periferia
aquello que está sucediendo en el resto del mundo. Y correlacionaremos y respetaremos las
proporciones universales.
¿Y quién, sino los escritores, dictará sentencia – no sólo sobre los gobiernos desastrosos (en
algunos Estados ésta es la forma más fácil de ganarse el pan, la ocupación más simple para
cualquiera que no sea perezoso), sino también sobre los pueblos mismos por su cobarde
humillación o su debilidad autocomplaciente? ¿Quién dictará sentencia sobre las livianas
veleidades de la juventud, y sobre los jóvenes piratas que empuñan sus cuchillos?
Se nos dirá: ¿qué puede hacer la literatura contra el desalmado asalto de la violencia bruta?
Pero no olvidemos que la violencia no vive en soledad y no es capaz de vivir sola: necesita
estar entremezclada con la mentira. Entre ambas existe el más íntimo y el más profundo de
los vínculos naturales. La violencia halla su único resguardo en la mentira y el único
soporte de la mentira es la violencia. Cualquier persona que ha hecho de la violencia su
método, inexorablemente debe elegir a la mentira como su principio. En sus inicios, la
violencia actúa abiertamente y hasta con orgullo. Pero, ni bien se vuelve fuerte y
firmemente establecida, siente la rarefacción del aire que la circunda y no puede seguir
existiendo si no es en una neblina de mentiras revestidas de demagogia. No siempre, no
necesariamente aprieta abiertamente los cuellos; es más frecuente que exija de sus súbditos
solamente un juramento de lealtad a la mentira; solamente una complicidad en la falsedad.
¡Y el simple paso de un simple hombre valiente es no participar de la falsedad, no apoyar
falsas acciones! Que eso ingrese al mundo, que incluso reine en el mundo – pero no con mi
ayuda. No obstante, los escritores y los artistas pueden lograr más: ¡pueden vencer a la
falsedad ! ¡En la lucha contra la falsedad el arte siempre ha vencido y siempre vence!
¡Abiertamente, irrefutablemente para todo el mundo! La falsedad puede ofrecer resistencia
a muchas cosas en este mundo, pero no al arte.
Y, ni bien la mentira sea expulsada, quedará revelada la desnudez de la violencia en toda su
fealdad – y la violencia, decrépita, caerá.
Éste es el motivo, mis amigos, por el que creo que podemos ayudar al mundo en esta
candente hora. No utilizando la excusa de no poseer armas, no entregándonos a una vida
frívola – sino ¡marchando a la guerra!
Los proverbios son muy populares en Rusia. Expresan de una manera constante y a veces
sorprendente la abundante y sufrida experiencia nacional:
UNA PALABRA DE VERDAD PESA MÁS QUE TODO EL UNIVERSO
Y es sobre esto, sobre una fantasía imaginaria, sobre la ruptura del principio de
conservación de masa y energía, que fundamento tanto mi propia actividad como mi
apelación a los escritores de todo mundo.

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