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6. LA GLORIFICACIÓN DE JESÚS

Como en los sinópticos y como en las cartas de san Pablo, en el cuarto evangelio la
cruz constituye el punto culminante del ministerio de Jesús. Pero en relación a estos
otros libros, Juan enseña que esa cruz no solo es el patíbulo, como paso necesario y
previo a su resurrección, sino que es ella misma el trono de la gloria de Cristo. Para el
cuarto evangelista la muerte de Jesús es el comienzo de su triunfo, el primer paso de la
subida hacia el Padre, el momento de la glorificación del Hijo de Dios.

1. LA MUERTE DE JESÚS EN LA PRIMERA PARTE DEL EVANGELIO


Aunque, como se ha dicho en los capítulos anteriores, es en el “Libro de la gloria”
donde se trata la muerte y glorificación de Cristo, se podría decir que no hay pasaje del
evangelio al que no llegue la sombra de la pasión o, por decirlo desde la perspectiva del
evangelista, que no esté iluminado por la muerte de Jesús. De hecho, son muchos los
lugares en el “Libro de los signos” que hacen referencia directa a la exaltación gloriosa
de Jesús en la cruz. Con ello queda claro que todos los signos de la vida de Jesús fueron
sellados por su muerte, el último y más real de todos los signos y en el que estos
encuentran la plenitud de sentido. La realidad significada por los signos se hace
particularmente visible en la cruz. Por eso, para comprender mejor el relato de la
pasión, conviene ver brevemente los pasajes que aluden a la muerte de Jesús en la
primera parte del evangelio. La mayoría de ellos ya se han considerado de alguna
manera al tratar de los discursos, pero aquí se presentan reunidos con el fin de tener una
visión más unitaria de cómo presenta Juan la glorificación de Cristo.
1.1. La “hora” de Jesús
Un primer grupo de textos que aluden a la muerte de Jesús en el “Libro de los
signos” está formado por aquellos pasajes que hablan de la “hora de Jesús”. Como ya
ha sido aludido en varios lugares de este libro, el evangelio denomina la “hora” de Jesús
al momento en que Jesús es glorificado en la cruz. Es la hora donde se revela su
majestad, pues, como dice san Agustín, esa hora fue non qua cogeretur mori sed qua
dignaretur occidi, la hora en la que Jesús no fue obligado a morir sino en la que se
dignó dejar que le mataran.
Por una parte, en el cuarto evangelio aparece “hora” en sentido cronológico para
indicar un momento concreto del día: la hora décima, la hora sexta, etc. Así se emplea
en varias ocasiones. Pero, bastantes veces, la hora, aun cuando hace referencia a ese
aspecto cronológico, apunta a algo más. Así ocurre, por ejemplo, en estos dos pasajes:
4,21.23: “Le respondió Jesús: ‘Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este
monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. […] Pero llega la hora, y es ésta, en la
que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque
así son los adoradores que el Padre busca’”.
5,25: “En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en la que los
muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán”.
La “hora” se utiliza para indicar el momento en que sucede algo, pero al mismo
tiempo se le da una dimensión trascendente, que deja entrever al lector que ese
momento que se cumple remite a su vez a una “hora” que tiene un sentido más amplio
que el meramente cronológico. A la luz de las otras referencias que aparecen en el texto
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queda claro que toda “hora” se relaciona también con la “hora” por excelencia, “la hora
de Jesús”, una hora que recorre el evangelio y que viene habitualmente determinada por
el verbo “llegar”. Es más, parece que en el cuarto evangelio todo gira en torno a esa
“hora misteriosa” que debe venir:
7,30: “Intentaban detenerle, pero nadie le puso las manos encima porque aún no
había llegado su hora”.
8,20: “Estas palabras las dijo Jesús en el gazofilacio, enseñando en el Templo; y
nadie le prendió porque aún no había llegado su hora”.
En estos casos, como por regla general en la primera parte del evangelio, se afirma
que la hora de Jesús todavía está por venir (aunque no se trata de una hora lejana). Pero
a medida que avanza el relato va quedando más claro que esa hora se aproxima y que
remite a un momento crucial de la vida de Jesús. Así lo prueba el pasaje que narra el
deseo de algunos judíos helenistas de ver a Jesús. En ese momento, Jesús les contesta:
12,23.27: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. […]
Ahora mi alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: ‘¿Padre, líbrame de esta hora?’
¡Pero si para esto he venido a esta hora!”.
Es evidente que esa “hora” lleva consigo algo por lo que Jesús siente repugnancia y
que, a la vez, anhela. Por eso Jesús se turba. Sabe que ha venido “para esa hora” y que
la aceptación de esa hora significa la glorificación de su Padre. Pero por el momento no
se dice por qué esa hora produce rechazo en Jesús. Será poco después, en el comienzo
del “Libro de la gloria”, en el contexto de la Última Cena, cuando el evangelista lo
explica: “La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora
de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo,
los amó hasta el fin” (13,1). Aquí se expresa por vez primera de manera explícita lo que
ya el lector había intuido antes. La “hora de Jesús” llega con su muerte. Ahora bien, esa
muerte no es un fracaso. No acontece por un confluir de circunstancias lamentables e
inevitables, sino que es una hora de especial voluntariedad, manifestación del amor de
Jesús al Padre y del amor por aquellos por quienes muere. Por eso, la muerte será una
victoria, el camino de retorno al Padre, y por eso la hora de Jesús es, ya en sí misma,
hora de glorificación, como afirma al comienzo de su oración sacerdotal:
17,1 “Jesús […] elevó sus ojos al cielo y dijo: ‘Padre, ha llegado la hora.
Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique’”.
La muerte de Jesús es la glorificación de Jesús y la glorificación del Padre, porque
Cristo, obedeciendo el decreto redentor de Dios, lleva a término la obra salvífica para
gloria de Dios Padre. La causa de esa glorificación es el amor. El amor con el que Jesús
da la vida muestra cuánto vale el amor del Padre por la humanidad. Su paso de este
mundo al Padre es el signo definitivo del amor del Padre por el Hijo y por el mundo. El
Padre corresponderá a esta glorificación que Jesús le tributa glorificándole a él, como
Hijo del Hombre, es decir, en su Humanidad, a través de la resurrección y exaltación a
su diestra. Además, Cristo, con su muerte, ofrece al hombre la posibilidad de alcanzar la
vida eterna, conocer a Dios Padre y a Jesucristo, su Hijo Unigénito, lo cual redunda en
glorificación del Padre y de Jesucristo.
Esta hora de la glorificación de Cristo, la hora de la manifestación suprema del
amor, explica y se ilumina a su vez con las otras referencias a la “hora” que aparecen en
el evangelio. No es posible examinarlas todas. Pero, sin duda, resultan significativas la
primera y la última mención que se hace de ella. Ambas tienen una estrecha relación
entre sí y se comprenden a la luz de lo que supone la hora de Jesús como el retorno
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glorioso al Padre.
2,4: “Jesús le respondió: ‘Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado
mi hora’”.
19,27: “Después le dice al discípulo: ‘Aquí tienes a tu madre’. Y desde aquella
hora el discípulo la recibió en su casa”.
Como en los casos señalados más arriba, ambos usos de la palabra “hora” podrían
entenderse simplemente como sinónimos de “momento”. Pero a la luz de todo el
evangelio, la “hora” de Jesús se entiende como un proceso unitario que se inicia con la
manifestación al mundo mediante unos signos que provocan aceptación y rechazo, y
que culmina con su muerte y resurrección. Todo el ministerio de Jesús es su hora,
porque todo él conduce a su glorificación. Después de la muerte de Jesús, una vez que
ya ha sido glorificado, esa hora de Jesús debe hacerse realidad entre sus discípulos. La
Madre de Jesús será quien se haga cargo de velar por sus discípulos para hacerles llegar
los frutos de esa hora. Como Nueva Eva, a la Madre de Jesús se le confía la
descendencia a la que debe proteger contra el enemigo que Cristo venció en la hora de
la cruz.
1.2. “Ser levantado/exaltado”
Otro grupo de textos del “Libro de los signos” que se refieren a la glorificación de
Jesús lo componen tres pasajes que hablan de que Jesús va a ser “levantado en alto”. Lo
primero que hay que advertir es que el verbo griego hypsoo, “levantar”, en Juan tiene
un doble significado. En sentido literal significa “levantar, alzar”, y en voz pasiva
puede traducirse por “ser crucificado” (en cuanto que se refiere al momento en que, tras
ser clavado en el suelo, el crucificado es alzado). En sentido figurativo significa
“exaltar, honrar”. En el cuarto evangelio los dos significados están superpuestos.
Mediante el uso de este verbo el evangelista enseña que la muerte de Jesús en la cruz,
una muerte ignominiosa y cruel, es al mismo tiempo exaltación/glorificación del Cristo.
En el trasfondo de este uso del verbo está la figura del Siervo sufriente del Señor
cantada por Isaías: “Mirad: mi siervo triunfará, será ensalzado, enaltecido y
encumbrado” (Is 52,13). Estas palabras con las que el profeta anuncia que el Siervo del
Señor será exaltado mediante el sufrimiento el evangelista las ve cumplidas en la
muerte de Jesús en la cruz. Además, los tres pasajes del cuarto evangelio en los que se
dice que el Hijo del Hombre debe ser “crucificado/exaltado” encuentran sus paralelos
en los tres anuncios sinópticos de la pasión: “El Hijo del Hombre debía padecer
mucho…”, “va a ser entregado en manos de los hombres…”, “lo matarán…” (Mc 8,31;
9,31; 10,33-34 y par.). Para Juan esos anuncios no son solo predicciones de la muerte
de Jesús sino que manifiestan ya su glorificación.
Los tres pasajes de Juan sobre la crucificación/exaltación de Jesús son los
siguientes:
a) 3,13-15: “Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del
Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el
Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.”
El pasaje se sitúa en el diálogo de Jesús con Nicodemo. Jesús le explica al fariseo
que viene a él de noche que para entenderle hace falta fe, y compara su futura
crucifixión con la serpiente de bronce que, por orden de Dios, alzó Moisés en un mástil
como remedio para curar y dar la vida a los israelitas mordidos por las serpientes en el
desierto (Nm 21,8-9). Jesús exaltado en la cruz es salvación y vida para todos los que le
miren con fe y causa de juicio para quienes no creen en él. Para salvarse hay que mirar
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a Jesús en la cruz. De hecho, cuando Jesús muere, dirá el evangelista, “Mirarán al que
traspasaron” (19,37). Se cumplen las palabras del profeta Zacarías (12,10) y se hacen
realidad las palabras pronunciadas por Jesús sobre la mirada de fe o de rechazo al
crucificado. La cruz es causa de salvación.
b) 8,28: “Les dijo por eso Jesús: ‘Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre,
entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que como el
Padre me enseñó así hablo’”.
Estas palabras las pronuncia Jesús en uno de sus debates con “los judíos” (8,21-30).
En el trasfondo está el tema de la muerte. Ante el anuncio de Jesús de que se marcha a
un lugar a donde sus oyentes no pueden seguirle, estos entienden que está hablando de
su muerte y, por tanto, sospechan que está refiriéndose al suicidio. En respuesta, Jesús
afirma que no pertenece a este mundo como ellos, sino que es de un mundo “de arriba”;
como sus oyentes son “de abajo”, no pueden seguirle adonde va él. Y cuando se refiere
al “levantamiento del Hijo del Hombre” manifiesta que sus interlocutores le ayudarán
en el ascenso hacia el mundo de arriba matándole. Ahora bien, con esa muerte se
conocerá su verdadera condición, se sabrá “que es Él”. La expresión “Yo soy”, que
Jesús repite en numerosas ocasiones a lo largo del evangelio (ver cap. 7 de este libro),
puede significar simplemente “soy yo” o puede aludir al nombre de Dios revelado a
Moisés: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14). El pasaje juega con los dos sentidos: Jesús se
apropia del nombre divino, a la vez que se designa a sí mismo. En este caso, queda
claro que su crucifixión será su exaltación, porque será conocido verdaderamente por lo
que es, Hijo de Dios, uno con el Padre.
c) 12,31-34: “Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va
a ser arrojado fuera. 32 Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.
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Decía esto señalando de qué muerte iba a morir. 34 La multitud le replicó: ‘Nosotros
hemos oído en la Ley que el Cristo permanece para siempre; entonces, ¿cómo dices tú:
“Es necesario que sea levantado el Hijo del Hombre”’?”
El contexto de este tercer pasaje es la turbación de Jesús y el anuncio de la llegada
inminente de su “hora” cuando unos judíos helenistas desean verle (12,20-37).
Comienza con la imagen de la semilla que cae en tierra y muriendo produce mucho
fruto y termina con la declaración de que Jesús ha de atraer a todos los hombres hacia
él. En relación a los pasajes anteriores, el texto subraya el aspecto del juicio y condena
del maligno. El juicio final del mundo está ya incoado porque la pasión se ha iniciado
ya. Con la muerte de Cristo, es decir, con su exaltación, acontecerá la derrota definitiva
de Satanás. Pero el juicio no es la última palabra. La consecuencia final de la
glorificación de Jesús es la atracción de toda la humanidad y de todo el cosmos hacia él,
hacia el “mundo de arriba”. Se manifiesta así el alcance universal que tiene esta
glorificación. La muerte en la cruz será el medio para atraer a todos los hombres y a
todas las cosas. La cruz es el fundamento de la Iglesia, que es universal.
1.3. “Dar la vida”, “morir por”
Un conjunto más de pasajes que hacen referencia a la pasión y muerte en la primera
parte del evangelio son aquellos que afirman que Cristo da su vida (o su carne) por los
demás. Se pueden destacar cuatro:
a) 6,51: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá
eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo…”
Jesús dará su carne. Dar es sinónimo de entregar. Entregar la carne o la vida es
morir, de igual modo que “beber la sangre” alude a la sangre derramada y por tanto a la
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muerte violenta. Las palabras de Jesús equivalen a las palabras de la institución de la


Eucaristía: “Esto es mi cuerpo que se da por vosotros” (1 Co 11,24). Muestra así la
inseparable relación entre su muerte en la cruz y la Eucaristía. Jesús, Pan de vida, debe
ser comprendido a la luz de la crucifixión y muerte. Jesús entrega su vida en la cruz.
Cristo se convierte en pan de vida para el mundo mediante la muerte. Su cuerpo
crucificado y su sangre derramada llegan a los hombres a través de la Eucaristía. Esa
muerte se anuncia ya como voluntaria y vicaria, y garantiza que la vida eterna, la
verdadera vida, permanezca en el hombre.
b) 10,11: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas”.
Cristo da vida, dándose a sí mismo. En el contexto del discurso sobre el Buen
Pastor, Jesús manifiesta no solo que está dispuesto a morir por sus ovejas, sino que lo
hará voluntaria y libremente: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para
tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad
para darla y tengo potestad para recuperarla” (10,17-18). Como escribe el Papa: “Igual
que en el sermón sobre el pan se centra en la Palabra que se ha hecho carne y don ‘para
la vida del mundo’ (6,51), así, en el sermón sobre el pastor es central la entrega de la
vida por las ‘ovejas’. La cruz es el punto central del sermón sobre el pastor, y no como
un acto de violencia que encuentra desprevenido a Jesús y se le inflige desde fuera, sino
como una entrega libre por parte de Él mismo: ‘Yo entrego mi vida para poder
recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente’ (10,17s). Aquí se
explica lo que ocurre en la institución de la Eucaristía: Jesús transforma el acto de
violencia externa de la crucifixión en un acto de entrega voluntaria de sí mismo por los
demás. Jesús no entrega algo, sino que se entrega a sí mismo” (J. Ratzinger / Benedicto
XVI, Jesús de Nazaret, I, pp. 328-9).
c) 11,49-53. “Uno de ellos, Caifás, que aquel año era sumo sacerdote, les dijo:
‘Vosotros no sabéis nada, 50 ni os dais cuenta de que os conviene que un solo hombre
muera por el pueblo y no que perezca toda la nación’ 51 –pero esto no lo dijo por sí
mismo, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por
la nación; 52 y no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios que estaban
dispersos. 53 Así, desde aquel día decidieron darle muerte”.
El texto se inserta en el pasaje que narra la reunión del Sanedrín en la que Jesús es
condenado formalmente a muerte por la autoridad (11,47-53). Cuando el evangelista
señala que Jesús iba a “morir por” está indicando el sentido profundo de la muerte de
Jesús. La preposición griega hyper admite un doble significado: “en lugar de” y “por”,
“en favor de”. Caifás lo entiende en sentido de “morir en lugar del pueblo”. Mientras
que Juan señala que no sólo es “morir en lugar de”, es decir, para que no perezca el
pueblo de Israel, sino morir “en favor” de todos los hombres de todos los tiempos,
refiriéndose a los efectos salvíficos de la muerte de Cristo. Con la muerte de Jesús la
nación se salvará. Jesús iba a morir no solo en lugar de Israel, sino para la salvación del
verdadero Israel, la Iglesia universal. Cristo, al ser exaltado en la Cruz, atrae y reúne al
verdadero Pueblo de Dios, formado por todos los creyentes, sean o no israelitas. Es la
misma idea expresada en el discurso del Buen Pastor: “Tengo otras ovejas que no son
de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un
solo rebaño, con un solo pastor” (10,16). Y es una confirmación de la muerte vicaria de
Cristo, que encontramos también en Mc 10,45: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos”.
d) 12,23-24: “Jesús les contestó: ‘Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo
del Hombre. 24 En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no muere al caer
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en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto’”.


El pasaje se sitúa inmediatamente antes del que ya se ha visto sobre la muerte y
exaltación del Hijo del Hombre, cuando los helenistas quieren ver a Jesús. La
humillación es camino de la exaltación. La muerte es la culminación de su entrega y el
modo en que la vida de Jesús adquirirá plena eficacia; es la causa de la redención del
género humano. Jesús se ha convertido en grano de trigo y, al morir, da mucho fruto. La
cruz ya no es un fracaso. Lo que se pierde se convertirá en ganancia (cf. 12,25). Sin
muerte no hay vida.
1.4. “Cordero de Dios”
Hay también un pasaje que reviste un especial interés para ilustrar la comprensión
que tiene Juan sobre la muerte de Jesús, ya que añade un matiz sacrificial. Cuando
presenta el testimonio de Juan, el evangelista escribe:
1,29: “Al día siguiente vio a Jesús venir hacia él y dijo: ‘Éste es el Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo’”.
Y narra también que al día siguiente vuelve a llamarle “Cordero de Dios” (1,36).
Los Padres de la Iglesia vieron en la referencia al Cordero un símbolo de inocencia e
integridad, como una forma de expresar la pureza inocente de Jesús. Pero junto a ello,
la expresión “Cordero de Dios” encuentra su posterior aclaración y confirmación en el
relato de la pasión, cuando Juan narra que condenaron a Jesús la Parasceve de la
Pascua, a la hora sexta (19,14), y que una vez muerto no le quebraron ningún hueso
(19,33.36). La Parasceve era el día anterior a la Pascua en el que se preparaba todo lo
necesario para la fiesta. Y a la hora sexta, que comenzaba al mediodía, se sacrificaba
oficialmente en el templo el cordero que se iba a comer por la noche en la cena pascual.
Conforme a la legislación del Éxodo, al cordero que se inmolaba en la cena de Pascua
no se le podía romper ningún hueso (Ex 12,46). A la luz de estas referencias, parece
claro que la expresión “Cordero de Dios” remite a Jesús como Cordero Pascual, que es
sacrificado por los pecados de la humanidad.
Pero al mismo tiempo la expresión alude a otras realidades. Las más evocadoras se
encuentran en la figura del Siervo doliente del Señor profetizada por Isaías, sobre todo
en el cuarto canto, en donde el Siervo es presentado como un cordero inocente que es
sacrificado: “Como cordero llevado al matadero, y, como oveja muda ante sus
esquiladores, no abrió su boca” (Is 53,7). Según este trasfondo “Cordero de Dios”
mostraría el sentido expiatorio de la muerte de Jesús: “Tomó sobre sí nuestras
enfermedades, cargó con nuestros dolores” (Is 53,4); y el carácter de exaltación que
tuvo: “Mirad: mi siervo triunfará, será ensalzado, enaltecido y encumbrado” (Is 52,13).
La referencia a los cantos del Siervo es asumida también por el exegeta alemán Joachim
Jeremias para quien la expresión “Cordero de Dios” podría ser el resultado de una mala
traducción del arameo, lengua en la que las palabras “cordero” y “siervo” suenan casi
igual. De esta manera Juan habría dicho: “Este es el siervo de Dios”, señalando así el
cumplimiento de la profecía de Isaías.
De todas formas la expresión podría aludir también al tamid, el sacrificio cotidiano
en el templo de Jerusalén de un cordero de un año sin defecto –con lo que se resalta el
carácter sacrificial de la muerte de Cristo– y evoca asimismo la imagen del Cordero del
Apocalipsis, que está de pie “como sacrificado” (Ap 5,6.12; 13,8) y en cuya sangre los
confesores de la fe lavaron y blanquearon sus vestiduras (Ap 7,14), con la que se
aludiría a la manifestación libre y triunfante del sacrificio de Cristo.
No obstante, tampoco se puede excluir que tras la expresión “Cordero de Dios”
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haya una referencia al sacrificio de Abrahán (Gn 22,1-14). Jesús sería el tipo del hijo
amado de Dios, tal como aparece en el relato del sacrificio de Isaac, con la diferencia de
que a Jesús Dios no le evitó la muerte, muerte que Jesús aceptó voluntariamente. De
hecho, el pensamiento rabínico posterior desarrolló una “teología de las ataduras
(Aqeda)” de Isaac, en donde se subrayaba la voluntariedad con que el hijo de Abrahán
se dispuso a ser sacrificado. Conforme a esta tradición rabínica, Isaac era un hombre de
37 años, que se ató él mismo para el sacrificio. A la luz de este contexto, y teniendo en
cuenta que Abrahán sacrificó un cordero en lugar de su hijo (Gn 22,13), la expresión
“Cordero de Dios” vendría a enseñar que Jesús es el Cordero que Dios sacrificó para
que el hombre no muera.
Como se ve, las alusiones al Antiguo y Nuevo Testamento, y al judaísmo de la
época son numerosas, pero no excluyentes. Cada una de ellas arroja luz sobre la
expresión y todas se complementan entre sí de alguna forma, mostrando la riqueza
inagotable del evangelio.
1.5. Dos signos proféticos
Finalmente, hay dos escenas que están directamente relacionadas con la muerte de
Jesús. Ambas ocurren en la cercanía de una Pascua. La primera, al comienzo del
evangelio; la segunda, justo antes de dar comienzo la pasión. Son la purificación del
templo (2,13-22) y la unción de Jesús por parte de María en Betania (12,1-11).
En los evangelios sinópticos, la purificación del templo que Jesús hace al comienzo
de la semana final en Jerusalén constituye la causa más inmediata de su condena a
muerte. En el cuarto evangelio, en cambio, se sitúa al comienzo del ministerio de Jesús.
Pero es indudable que, como se ha dicho, en la escena joánica, no solo se anuncia
explícitamente la destrucción del templo, es decir, la muerte de Jesús, sino que además,
para Juan, supone el comienzo del proceso de Jesús por el que las autoridades judías le
condenarán a muerte. El proceso condenatorio que en los sinópticos se celebra la noche
anterior a la muerte de Jesús, en el cuarto evangelio se despliega a lo largo de todo el
evangelio.
La unción en Betania cierra prácticamente el ministerio de Jesús y se sitúa
inmediatamente antes de la entrada triunfal en Jerusalén. Como ya se indicado al
explicar los signos (cap. 4 de este libro), la conexión del pasaje con la muerte es
evidente: María unge el cuerpo de Jesús como se unge un cadáver, prefigurando así la
sepultura de Jesús. El proceso de condena a muerte que se inicia al comienzo del
ministerio de Jesús con la purificación del templo se verifica con un signo al final de
ese ministerio, adelantando así lo que va a suceder tras la exaltación en la cruz.

2. LA CENA CON LOS DISCÍPULOS


Un estudio más abarcante de la pasión llevaría consigo la necesidad de incluir,
como parte del “Libro de la gloria”, las palabras de despedida que dirige Jesús a sus
discípulos durante la Última Cena. Para evitar que la extensión de este capítulo sea
excesiva, el contenido de esas palabras se han tratado en el capítulo anterior, con los
otros discursos de Jesús (cap. 5, § 8).
Se ha dicho también que en esta segunda parte del evangelio se invierte la estructura
habitual, en la que el signo o la acción precede al discurso. Aquí los discursos explican
la acción, es decir, lo que sucede en la pasión. Con todo, estos discursos también siguen
y explican un signo, el lavatorio de pies. Ahora bien ese signo tiene la peculiaridad de
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anticipar el resto del relato, pues la acción de Jesús de lavar los pies a sus discípulos
(13,1-20) hace de prólogo a la pasión y contiene en sí una síntesis de ella. El Verbo de
Dios se encarna despojándose de su gloria y ciñéndose la condición humana. Después
de realizar la purificación (la obra de la redención) por la muerte en la cruz, Jesús
recupera su condición y regresa al Padre, llevando en su humanidad a todos los
hombres. Se plasma así el movimiento de descenso y ascenso que presenta todo el
evangelio. Esta acción cargada de simbolismo es explicada por los discursos que siguen
al lavatorio. En ellos Jesús habla a sus discípulos sobre su partida y retorno, y permiten
a su vez comprender la pasión.
La escena del lavatorio viene completada por la predicción de la traición de los
discípulos (13,21-30). Vuelve a aparecer la enseñanza del prólogo: Jesús viene “a los
suyos” y estos le rechazan (1,11). Ante la traición Jesús se estremece (13,21), como se
había estremecido ante la inminencia de la “hora” (12,27). Judas prueba el bocado que
le ofrece Jesús. Acepta la prueba de afecto sin alterar sus planes. Elige a Satanás y se
pierde en la noche (13,30), ama más las tinieblas que la luz (3,19). Comienza entonces
la hora de las tinieblas. Pero tras ella, en la mañana después del sábado, brillará la luz.

3. EL RELATO DE LA PASIÓN
La comparación entre los relatos de la pasión que se encuentran en los sinópticos y
Juan (sin incluir la Última Cena con los discípulos) ofrece puntos en común y unas
cuantas divergencias, pues hay episodios y detalles en los sinópticos que no se
encuentran en Juan: por ejemplo, la oración en el huerto, la sesión oficial del Sanedrín,
la actuación del Cireneo, la mención de la mujer de Pilato, el consuelo a las mujeres de
Jerusalén, los insultos al crucificado, las tinieblas, el terremoto a la hora de la muerte, el
rasgarse del velo del templo.
Por otra parte, el cuarto evangelio contiene escenas o referencias que no están en los
sinópticos: por citar solo algunas, se pueden mencionar la sesión ante Anás, los largos
diálogos con Pilato, las palabras de Jesús a su madre y al discípulo amado, el costado
abierto por la lanza, la túnica sin costura, etc. Contiene además detalles como nombres
de personas y de lugares, o como momentos y palabras que tampoco están presentes en
los tres primeros evangelios. Y ciertamente, en los pasajes comunes a los cuatro
evangelios Juan adopta una perspectiva propia: resalta que el prendimiento es una
manifestación de la divinidad de Jesús; insiste en la voluntariedad con que Jesús se
enfrenta a la pasión, bebiendo el cáliz que el Padre le ha preparado, hasta que sabe que
todo está consumado y entrega su Espíritu; acentúa la acusación política por parte de las
autoridades romanas sobre la realeza de Jesús; subraya la importancia del título con la
causa de su muerte, señalando que estaba escrito en tres lenguas como muestra del valor
universal de la muerte de Jesús, etc.
Por otra parte, el relato de la pasión que hace Juan es más emocionante y más
solemne que el de los sinópticos. Como en los otros evangelios, en el cuarto también la
pasión es el cumplimiento de las Escrituras, aunque Juan incluye algunas citas o
referencias bíblicas que no aparecen en los sinópticos: por ejemplo, “Tengo sed”
(19,28; cf. Sal 69,22), “No le quebrantarán ni un hueso” (19,36; cf. Sal 34,21; Ex 12,46;
Nm 9,12); “Mirarán al que traspasaron” (19,37; Za 12,10). Pero omite también otras
citas significativas, como “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Sal
22,2). De todas formas, en Juan no aparecen tan subrayados los rasgos propios del
Siervo doliente anunciado por Isaías que destacan los tres primeros evangelios mediante
el relato de los terribles sufrimientos y humillaciones que padece Jesús. Juan se fija más
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bien en el carácter de Jesús como víctima, pero destacando su majestuosidad. Cuando


Jesús es apresado, acusado ante Anás, abofeteado y coronado de espinas, interrogado
por Pilato, o colgado en la cruz brilla su realeza. Jesús no es arrastrado por un conjunto
de circunstancias que desembocan en su muerte. Con sereno señorío, manifiesta su
pleno conocimiento y dominio de lo que acontece: sabe todo lo que va a ocurrir (18,4) y
muere cuando todo se ha cumplido (19,28). Actúa con autoridad y libremente,
cumpliendo la voluntad del Padre (18,11; 19,30). Así queda claro desde el comienzo de
la pasión, cuando es arrestado en el huerto. Al decir “yo soy”, los que van a prenderle
retroceden y caen por tierra (18,6-8), reconociendo su majestad divina. Es la majestad
que le corresponde como rey y que se evidencia sobre todo en el proceso ante Pilato y
en el título de la cruz que indicaba la causa de la condena. Jesús es un rey que tiene
como trono la cruz desde la cual reina. Conforme a lo que se ha ido diciendo a lo largo
del evangelio, la cruz será su entronización y exaltación.
En el relato de la pasión caben distinguir cinco escenas: 1) Prendimiento (18,1-12);
2) Interrogatorio por Anás y negaciones de Pedro (18,13-27); 3) Juicio de Jesús ante
Pilato (18,28-19,16); 4) Crucifixión y muerte de Jesús (19,17-37); 5) Sepultura de Jesús
(19,38-42). Hay un proceso circular: en un huerto apresan a Jesús y se lo llevan atado;
en un huerto sepultan a Jesús atado por las vendas fúnebres.
1. El prendimiento (18,1-12). Ocurre en un huerto al otro lado del torrente Cedrón
(18,1), que en los sinópticos es llamado Getsemaní o también Monte de los Olivos. La
turbación que narran los sinópticos ante lo que se avecina, Juan la ha narrado ya en
12,27-28, cuando unos helenistas desean verle (cf. arriba, § 1). En el arresto de Jesús
destacan dos figuras frente a él: Judas y Pedro. Las dos están relacionadas con la
traición.
Jesús sale al encuentro de Judas, que encabeza el grupo de los captores. Satanás
había entrado en él, después de probar el bocado que le había ofrecido Jesús. Tras ello
se había perdido en la noche (13,27.30). Ahora viene con la luz de unas linternas y
antorchas (18,3), luz artificial frente a la luz del mundo a quien traiciona. Ante el
nombre divino “Yo soy” que pronuncia Jesús, sus adversarios caen en tierra. Es lo
mismo que sucede en las revelaciones de Dios en el Antiguo Testamento: los que las
presencian caen de bruces al suelo. Se cumple lo que profetizó Isaías: “Quien conspire
contra ti, caerá ante ti” (Is 54,15). Juan muestra así el carácter divino de Jesús. Tiene el
poder para enfrentarse a las tinieblas.
Además, Jesús indica a sus captores que no hagan nada a los suyos. Cuida de sus
ovejas, sin dejar que se pierda ninguna de ellas (18,8-9; cf. 10,27-28). Así lo había
anunciado en su oración: “Cuando estaba con ellos yo los guardaba en tu nombre. He
guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la
perdición, para que se cumpliera la Escritura” (17,12; cf. 6,39). Por eso salió ante sus
enemigos como el pastor ante el lobo, para salvar a su rebaño.
En contraste con Judas está Pedro. Aunque intenta defender a Jesús, es inútil. Los
medios humanos –la espada– nada pueden frente a la voluntad divina de beber el cáliz,
ese cáliz que en la narración sinóptica de la oración en el huerto Jesús pide al Padre
que, si es posible, se lo evite (Mc 14,36 y par.). Jesús se entrega porque quiere –no es
impotente ante la traición de Judas–, cumpliendo la voluntad del Padre. Se entrega a
Dios.
2. Interrogatorio por Anás; negaciones de Pedro (18,13-27). Como en la escena
anterior, frente a Jesús destacan otras figuras. En este caso son Pedro y las autoridades
judías. Jesús es apresado y atado –como también fue atado Isaac por su padre Abrahán
10

(Gn 22,9)–, y llevado ante Anás, que gozaba de gran autoridad como anterior sumo
sacerdote. Pedro es introducido por el “otro discípulo” conocido del sumo sacerdote
(quizá el discípulo amado) e interrogado por la portera sobre si era discípulo del que
habían llevado atado. En oposición al “Yo soy” de Jesús en el huerto resalta el “No
soy” (discípulo de Jesús) que pronuncia Pedro y la referencia al fuego (18,17-18). Al
lado del fuego volverá a repetir ese no (18,25) y cuando de nuevo niegue a Jesús
cantará el gallo (18,27). Después no reaparecerá hasta la mañana de resurrección. Más
tarde, junto a un fuego a la orilla del lago, expiará sus negaciones con una triple
confesión.
Jesús, mientras, nada niega ante sus interrogadores, que le preguntan sobre su
doctrina y sus discípulos, quizá intentando averiguar si era un falso profeta. Afirma
abiertamente que no ha dicho nada en secreto (18,20) y es golpeado por hacérselo saber
a Anás (18,22). Jesús pregunta entonces la razón de la afrenta y no obtiene respuesta; a
pesar de ser acusado, él tiene la última palabra. Tras lo cual es enviado atado a Caifás,
el sumo sacerdote (18,24), sin que el evangelista informe de otro interrogatorio.
3. Juicio ante Pilato (18,28-19,16). El proceso judicial ante Pilato que narran los
cuatro evangelios es desarrollado por Juan de manera mucho más dramática. Los
escenarios son dos: el patio exterior del Pretorio, la residencia del Prefecto romano, en
el que están “los judíos”, y una estancia interior de ese edificio. Muchos intérpretes
consideran que el proceso se desarrolla en siete momentos, marcados por las salidas y
entradas (explícitas o sobreentendidas) de Pilato en cada uno de estos dos escenarios:
(a) Fuera: Las autoridades judías piden que se condene a Jesús por malhechor
(18,29-32)
(b) Dentro: Diálogo de Pilato con Jesús sobre su realeza (18,33-38a)
(c) Fuera: Las autoridades judías prefieren a Barrabás (18,38b-40)
(d) Dentro: Coronación de espinas: Jesús, Rey (19,1-3)
(c´) Fuera: Las autoridades judías insisten: Jesús se ha hecho Hijo de Dios (19,4-8)
(b´) Dentro: Diálogo de Pilato con Jesús sobre su origen y poder (19,9-11)
(a´) Fuera: Las autoridades judías logran que Pilato condene a Jesús (19,12-16).
Como se ve, el evangelista sitúa en el centro (d) el tema principal: Jesús es Rey (el
Mesías). El proceso es un proceso sobre la realeza de Jesús. En las intervenciones de
Pilato resalta que lo que está en juego es la condición real de Jesús. En varias escenas se
menciona esa condición: (b) “¿Eres tú el Rey de los judíos?” (18,33); (c) “¿Queréis que
os suelte al Rey de los judíos?” (18,39); (a´) “¿A vuestro Rey voy a crucificar?”
(19,15). En (d) se entroniza a Jesús mediante la burla: “Salve, Rey de los judíos” (19,3).
En (c´) Pilato presenta al “hombre” desfigurado (19,5) ante sus “súbditos”, y en (b´)
Pilato se cuestiona esa condición real: “¿De dónde eres tú?” (19,9). Pero en todo
momento queda claro que el reino de Jesús no es político. Así lo reconocen las
autoridades judías que desean que Jesús muera por haberse hecho Hijo de Dios. Pilato,
por su parte, confesará la realeza de Jesús en el rótulo que ordena colocar en la cruz
(19,19-22). En el proceso se subraya que Jesús es Rey y que la verdadera realeza es la
soberanía de la verdad. Jesús es la verdad (14,6) y caracteriza la esencia de su reinado
como “dar testimonio de la verdad” (18,37), es decir, “dar valor a Dios y su voluntad
frente a los intereses del mundo y sus poderes. Dios es la medida del ser. En este
sentido, la verdad es el verdadero ‘Rey’ que da a todas las cosas su luz y su grandeza”
(J. Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, p. 226). Donde está la verdad, que es
11

también luz, son juzgados los hombres. Al final los que juzgan a Jesús, Pilato y las
autoridades judías, son juzgados por la verdad. De modo que aquel Hombre que es
presentado en su humillación, el Ecce homo (19,5), es en realidad el Hijo del Hombre,
que viene a juzgar. Los que no se pongan de parte de la verdad, como Pilato, acabarán
siendo siervos del mundo (las autoridades judías).
Al mismo tiempo, todo culmina en la sentencia (a´), donde se resalta la solemnidad
del momento por la indicación del lugar –el Litóstrotos– (19,13), del día –la Paresceve–
y de la hora –hacia las doce del mediodía– (19,14), la hora del sacrificio del cordero
pascual en el templo.
4. Crucifixión y muerte (19,17-37). En esta escena destacan Jesús y la cruz (o el
verbo crucificar). Juan no menciona a Simón de Cirene. La cruz la lleva Jesús (19,17).
Se destaca así la voluntariedad de cumplir su misión. Santo Tomás comentará en el
prólogo de su Comentario a San Juan que, en los sinópticos, el Señor lleva la cruz
como el reo lleva el instrumento del tormento; en el cuarto evangelio, Jesús lleva la cruz
como el rey lleva su cetro. Pilato con el estilo de una inscripción imperial proclama la
realeza de Jesús en tres lenguas (19,19-20). Con ello queda también clara la
universalidad de esa condición real. Jesús es rey del universo. El reparto de las
vestiduras de Jesús entre los soldados es un cumplimiento de la Escritura (19,23-24). La
túnica sin costura (quizá en alusión a la del sumo sacerdote) que no rasgan (19,24)
simboliza la unidad de la Iglesia, aquella unidad que Jesús había pedido al Padre en su
oración sacerdotal (cf. 17,20-26). La presencia de la Madre de Jesús y el discípulo
amado (19,25-27), junto con la sangre y el agua que brotan del costado de Cristo
(19,34), recuerdan las bodas de Caná (2,1-11). En el diálogo con su Madre y el
discípulo al que amaba, Jesús entrega a su Madre como Madre de los discípulos,
representados en aquel que estaba allí, constituyendo así una nueva comunidad de
discípulos que son madre y hermano para él. La sed de Jesús (19,28) representa el cáliz
que debía beber (cf. 18,11) para cumplir la voluntad del Padre hasta el final (cf. 13,1);
evoca además el encuentro con la samaritana (4,7) y muestra el deseo de Jesús de salvar
a todas las almas. Con su muerte “todo está consumado” (19,30). Se ha llevado a
cumplimiento la obra de la salvación (cf. 4,34; 5,36; 17,4). Las palabras “entregó el
espíritu” (19,30) manifiestan que Jesús muere realmente e insinúan también que entrega
el Espíritu Santo, prometido en tantos momentos de su vida pública (cf. 14,26; 15,26;
16,7-14). El agua y la sangre que brotan de su costado remiten a numerosos signos y
palabras que aparecen en el evangelio. De manera especial, hacen relación a 7,38-39,
donde se identifica el agua que sale de su cuerpo con el Espíritu, que no se dará hasta
que Cristo sea glorificado; y la sangre alude a la “verdadera bebida” prometida por
Jesús (6,55). A la vez el costado abierto simboliza a la Iglesia y a los creyentes que se
incorporan a ella por el Bautismo y la Eucaristía. Y como Cordero Pascual al que no se
le pueden romper los huesos, derrama toda su sangre para ser comido. La vida eterna
depende de la muerte de Cristo como ofrenda de sí mismo en cumplimiento de la
voluntad del Padre.
El punto culminante de la humillación de Jesús se da en la cruz. Pero es también en
la cruz donde el Hijo del Hombre se eleva sobre la tierra para volver a su Padre. La
crucifixión es ya el retorno de Jesús hacia el Padre, su ascensión y, por tanto, su
glorificación. Jesús asciende a través del descenso.
5. Sepultura (19,38-42). A diferencia de los sinópticos, no se menciona a las
mujeres que observan la escena. Los que intervienen son dos hombres: Nicodemo y
José de Arimatea. La muerte de Cristo empieza ya a atraer a todos (12,32): el que era
discípulo a escondidas de Jesús, José, ya no se oculta; y el que acudía de noche,
12

Nicodemo, ahora viene de día. El cuidado que ofrecen a Jesús es extraordinario. La gran
cantidad de aromas con que preparan su cuerpo sugiere que a Jesús se le dio un entierro
propio de un rey.

4. LAS APARICIONES
En Juan no se puede separar la muerte de la resurrección. La exaltación comienza
ya en su muerte, pero implica su resurrección. Por eso conviene incluir brevemente en
este capítulo algunas referencias a las apariciones de Jesús resucitado.
Como en los sinópticos, Juan no narra la resurrección. Pero muestra las señales de
que ha sucedido: el sepulcro vacío y la peculiar disposición de los lienzos. De todas
maneras, estos indicios de por sí no son suficientes para creer en la resurrección. De
hecho, María Magdalena y Pedro son testigos de los indicios pero no se dice que crean.
Como Tomás, creerán después de verle. En cambio, el discípulo amado cree antes de
ver a Jesús resucitado. De él se dice que entró en el sepulcro y, al ver un signo, los
lienzos plegados y el sudario aparte, “vio y creyó” (20,8). Por eso, a imitación del
discípulo amado serán bienaventurados quienes crean mediante los signos sin ver a
Cristo resucitado (20,29). Pero también queda claro que esa fe es consecuencia del
amor. Como ama más, había llegado primero al sepulcro.
Jesús se aparece a María Magdalena y, como el Buen Pastor, le llama por su nombre
(10,3-4). Las palabras del resucitado “¿a quién buscas?” (20,15) y el título “Rabbuni”
(Maestro) evoca la escena de la vocación de los primeros discípulos: “Se volvió Jesús y,
viendo que le seguían, les preguntó: ‘¿Qué buscáis?’” (1,38). Es un nuevo comienzo. Y
como Andrés y Felipe hicieron, María es enviada a proclamar lo que ha visto. Como
consecuencia de la resurrección y ascensión al Padre, Jesús ha dado el poder de llegar a
ser hijos de Dios a quienes creen en él (1,12). Estos ya no son discípulos sino hermanos.
Las apariciones en el cenáculo enseñan en primer lugar que el resucitado es el
mismo que el crucificado. Así lo evidencian las manos y el costado que muestra a los
discípulos (20,20). Es el momento de recoger los frutos de la exaltación en la cruz. La
paz y alegría, rasgos característicos de lo que los judíos esperaban para los últimos
tiempos, se hacen realidad con la aparición de Cristo (20,19-20), tal como había
prometido en su discurso de despedida (14,27; 16,33; 16,20-22; 17,13). El soplo con la
efusión de su Espíritu (20,22) es el Pentecostés joánico. Muestra la relación entre la
misión de los discípulos y el don del Espíritu. Es la nueva creación. Igual que Dios
insufló el aliento de vida sobre Adán y el hombre comenzó a vivir, ahora Jesús insufla
sobre los discípulos su propio Espíritu, para que tengan la vida eterna. Se cumple lo que
había dicho a Nicodemo sobre la necesidad de nacer del agua y del Espíritu (3,5-8). Ha
nacido una nueva humanidad. Ha nacido la Iglesia. Cristo vive por su Espíritu en la
Iglesia. El poder que les confiere de perdonar y retener los pecados es la comunicación
del poder que tiene Jesús. Jesús es el juicio del mundo. Ahora lo comunica a través del
Espíritu a sus discípulos para que hagan presente ese juicio entre los hombres.
La aparición a Tomás muestra que el testimonio sobre las apariciones de Jesús,
como no podía ser de otro modo, encontró incredulidad. En esto coinciden todos los
evangelios (cf. Mc 16,8.14; Mt 28,17; Lc 24,11). Tomás quiere ver y tocar (20,25). No
acepta la palabra de los otros y quiere comprobar lo milagroso del hecho. Jesús le
reprocha su falta de fe como reprochó a los que le pedían un milagro en Caná: “Si no
veis signos y prodigios, no creéis” (4,48). Pero entonces, ante Jesús que se le aparece,
Tomás pasa de encarnar la incredulidad a pronunciar la más alta confesión de fe en
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Cristo de todos los evangelios: “¡Señor mío y Dios mío!” (20,28). Es un eco del
comienzo del Prólogo: “El Verbo era Dios” (1,1). En el reconocimiento de la divinidad
de Jesús por parte de Tomás se hacen realidad las palabras de Jesús: “Cuando hayáis
levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy” (8,28). Antes de la
conclusión del libro (20,30-31), de la que ya se ha hablado ampliamente (cap. 4 de este
libro), se encuentra la bienaventuranza final con la que acaba la narración de los hechos.
Los lectores futuros del evangelio, los creyentes de todos los tiempos, serán bendecidos
por creer sin haber visto (20,29). Han pasado de fundamentar su fe en signos
maravillosos a una fe basada en la palabra de otros, en este caso en la del discípulo
amado.
En el Apéndice (cap. 21), se narra la aparición de Jesús resucitado junto al lago de
Galilea, subrayando el papel de Pedro como cabeza de la comunidad de los que creen.
Se divide en dos partes: la escena de la pesca (21,1-14) y las palabras de Jesús a Pedro y
al discípulo amado (21,15-23). La pesca milagrosa simboliza los frutos de la misión
apostólica. La noche y la ausencia de Jesús en la faena muestran la esterilidad de la
misión sin Jesús (cf. 15,5). En cambio, con Jesús, la pesca es abundante: Pedro saca la
red del agua con 153 peces grandes (21,11). El “sacar” o “arrastrar” evoca de nuevo la
glorificación de Jesús: “Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia
mí” (12,32), significando así la universalidad de la misión. La escena de la comida tiene
también un simbolismo relacionado con la Eucaristía: la orilla del lago, el pan y el pez
sobre el fuego, el distribuir el pan y el pescado entre los discípulos evocan la escena de
la multiplicación de los panes y de los peces, que también tuvo lugar cerca del lago (6,1-
13), y, por tanto, tienen connotaciones eucarísticas. En la fracción del pan está Cristo
resucitado.
La segunda escena (21,15-23) vuelve a conectar con la pasión. Junto a un fuego
Pedro negó a Jesús. Ahora, junto al fuego, Pedro es rehabilitado ante el Resucitado,
quien le predice su muerte y le exhorta a seguirle hasta el final. Se cumple así lo que
Jesús le había dicho en la cena de despedida, cuando este manifestó que estaba
dispuesto a seguirle y dar la vida por Jesús: “Me seguirás más tarde” (13,36). Y siendo
Jesús el único pastor (cap. 10), Pedro tendrá la misión de ser el pastor de la comunidad
hasta dar la vida, como Jesús, por las ovejas. La muerte también afectará al discípulo
amado, que cuando se escribe el evangelio probablemente ya había muerto (21,23).
Queda así claro que no hay que seguir a un personaje, por importante que sea, sino hay
que seguir a Jesús.
* * *
Al comienzo del evangelio se presenta el descenso de la Palabra eterna del Padre
que se hace hombre. Todo el ministerio de Jesús será un ir ascendiendo hasta volver
adonde había venido, haciendo realidad las palabras del profeta Isaías: “Como la lluvia
y la nieve descienden de los cielos, y no vuelven allá, sino que riegan la tierra, la
fecundan, la hacen germinar, y dan simiente al sembrador y pan a quien ha de comer,
así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí de vacío, sino que hará lo que
Yo quiero y realizará la misión que le haya confiado” (Is 55,10-11). Jesús realiza la
misión del Padre. Su vida es la elevación del Hijo del Hombre que atrae a todos hacía sí.
Esa elevación llega a su culmen en la cruz. La cruz es la exaltación de Cristo y causa de
su glorificación. Glorificado, vuelve al Padre y da a los discípulos el Espíritu Santo, que
los hace nacer de lo alto (3,3.5), convirtiéndolos en hijos de Dios y hermanos de
Jesucristo (20,17).

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