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El

lenguaje hebreo moderno y la literatura han jugado un importante papel en


configurar la identidad judeo-israelí en el estado de Israel. Un breve recorrido
histórico revela la interacción entre literatura y el desarrollo de la identidad
nacional.
La moderna literatura hebrea es una literatura inquieta y retadora. Es la
tarjeta de identidad cultural de una nación en evolución, que refleja y
conforma su memoria cultural y se implica en la condición humana universal.
S. Y. Agnon, A. B. Yrhoshua, A. Kahana-Carmon, Y. Hendel, C. Tammuz,
Amos Oz, Ruth Almog, Savyon Liebrecht y Etgar Keret son los autores
incluidos en esta antología.

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AA. VV.

Cuentos hebreos contemporáneos


ePub r1.0
Titivillus 30.10.2017

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Título original: Cuentos hebreos contemporáneos
AA. VV., 2007
Traducción: Varios
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Introducción
Anat Feinberg

La historia de la literatura moderna hebraica está estrechamente vinculada al


renacimiento de la lengua hebrea. Este surgimiento y el cultivo de la lengua fueron
elementos esenciales de la Ilustración Judía en la mitad del siglo XVIII en Europa, y
más tarde del movimiento sionista que comenzó a reclamar un arraigo nacional para
los judíos en Palestina a fines del siglo XIX. Entre la antigüedad y los tiempos
modernos, el hebreo fue una lengua sagrada (Sefat kodesh) utilizada solamente en la
liturgia y la poesía. Sin embargo, con el resurgimiento nacional y la creación del
Estado de Israel en 1948, el hebreo se convirtió en la lengua de la vida diaria y, por
tanto, también de la literatura.
A pesar de todo, algunas notables obras literarias se escribieron en hebreo durante
los dos mil años de exilio judío, como por ejemplo los poemas de Yehuda Halevy en
la España medieval o la primera obra de teatro hebrea, An Eloquent Comedy of
Marriage (1550) escrita por el italiano Yehuda Sommo. A finales del siglo XVIII se
inició una nueva fase en la historia de la literatura hebrea con la creciente influencia
de la cultura europea moderna en los intelectuales y escritores judíos. Aunque
comenzó como una literatura sin territorio, que se desarrollaba en algunos centros
intelectuales de Europa Oriental, como Odesa o Varsovia, la literatura hebraica
moderna se asocia desde los comienzos del siglo XX con Palestina (Eretz Israel en
hebreo) y desde 1948 con un Israel soberano. Todo esto lleva a una confusión entre la
literatura hebrea, es decir, escrita en hebreo, y la literatura israelita, aunque le
precede.
El lenguaje hebreo moderno y la literatura han jugado un importante papel en
configurar la identidad judeo-israelí en el Estado de Israel. Un breve recorrido
histórico revela la interacción entre la literatura y el desarrollo de la identidad
nacional.
En las primeras décadas del siglo XX, muchos destacados escritores escogieron
vivir en Palestina. Los escritores de ficción como Micha Yosef Berdyczweski y
Moerdechai Zeev Feierberg nunca salieron de Europa, y otros muchos estuvieron un
tiempo en Alemania antes de emigrar a Palestina. Uno de los primeros que allí se

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estableció, en la temprana época de 1909, fue Yosef Hayyim Brenner, quien
generalmente fue considerado como el fundador del centro de literatura hebrea en
Eretz Israel. Después de la Primera Guerra Mundial, algunos significativos escritores
hebreos empezaron a llegar desde Europa Central y Oriental, entre ellos dos poetas
que inauguraron una nueva época en la poesía hebraica: Hayyim Nahman Bialik,
reconocido desde entonces como «el poeta nacional», y en 1931, Shaul
Tschernichovsky. Samuel Yosef Agnon, el más importante escritor hebreo de ficción
y el único que ha recibido el Premio Nobel hasta el momento, se estableció en
Jerusalén en 1924. Cuando el centro de la literatura hebrea se trasladó a Eretz Israel,
los centros más antiguos de Europa y de los Estados Unidos permanecieron activos
hasta la Segunda Guerra Mundial, y aún produjeron algunos talentos notables, como
David Vogel, autor de la novela Married Life (1929) y de poesía lírica, asesinado por
los nazis.
Los años 20 y 30 fueron testigos del crecimiento de la literatura en Eretz Israel.
Después de la Primera Guerra Mundial, la revolución bolchevique en Rusia y las olas
de persecución antisemita en Europa Oriental, jóvenes judíos inmigraron a Palestina.
Su poesía expresa gran estima por la nueva patria y un genuino compromiso con la
ideología sionista. Desde el punto de vista estilístico, estos poemas están
influenciados por las tendencias modernistas en la poesía europea: el expresionismo
alemán, el simbolismo francés y el futurismo ruso. Los más conocidos eran Avraham
Shlonsky, Uri Zvi Greenberg, Nathan Alterman, Leah Goldberg, Yonathan Ratosh y
Avot Yeshurun. Su influencia puede apreciarse tanto en el trabajo de los poetas
nativos israelitas —especialmente Haim Gouri y Nathan Yonathan, pero también en
Amir Gilboa y T. Carmi— así como en los escritores de ficción.
La primera generación de nativos, llamados escritores sabra, se sitúa en los 40. S.
Yizhar, hijo de los sionistas que dejaron Rusia a finales del siglo XIX, es considerado
con frecuencia como el líder de una nueva generación literaria, llamada más tarde
«Generación Palmach» por su formativa experiencia histórica durante la guerra de
independencia de Israel en 1948. La novela más importante de Yizhar, The Days of
Ziklag (1958), es considerada un hito en la ficción hebrea moderna. Después de
treinta años de silencio autoimpuesto, Yizhar publicó dos libros de ficción, líricos e
impresionistas (Preliminaries, 1992; Zalhvaim, 1993) que recobraban momentos de
su infancia y juventud en los tiempos anteriores al Estado de Israel.
Por el contrario, muchos de sus coetáneos escribieron en un estilo realista,
abordando experiencias colectivas, tales como la construcción de un nuevo
asentamiento o la lucha por la independencia política. El trabajo de esta generación
refleja los ideales del sionismo secular y exalta la valentía de los pioneros israelíes.
Algunos de los poetas más viejos, también animaron y promovieron esta realidad:
Avraham Shlonsky editó y publicó los escritos de sus protegidos adolescentes,
mientras la poesía de Nathan Alterman servía también como modelo, tanto por su
imaginación como por su ritmo y por el ethos existencial-secular, que exaltaba la

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lealtad y el sacrificio por la patria. El famoso poema de Alterman, «The Silver
Platter» (1947), sobre un joven y una muchacha que sacrificaron sus vidas por la
patria, se convirtió en una especie de mito nacional durante más de una generación.
Algunos de los escritores que comenzaron a publicar en los años 40, entre ellos
Moshe Shamir, Ygal Mossinsohn, Aharon Megged, Nathan Shaham, Hanoch Bartov
así como el más viejo Yizhar, intentaron describir y promulgar el «nuevo judío», así
como a veces se le llama: el robusto, seguro de sí mismo, taciturno nativo de Eretz
Israel, el héroe sabra que se distancia conscientemente de su pasado de exilio y del
mundo de la diáspora de sus padres inmigrantes. Este «nuevo hebreo», muy
masculino y pagado de sí mismo, supuestamente representaba a una persona normal,
a un pueblo libre instalado en su tierra. Adaptado al paisaje mediterráneo, este
israelita, valiente y guapo, era diametralmente opuesto a la diáspora judía
desenraizada, pasiva y servil, descrita por algunos autores hebreos de las décadas
anteriores: Brenner, Uri Nissan Gnessin, o Gershon Schoffman. La conocida novela
de Moshe Shamir With His Own Hands (1951), comienza con estas palabras: «Elik
nació del mar», lo cual tipifica al nuevo judío, el nativo mitologizado, que surge del
mar, nace en las olas y alcanza la Tierra Prometida.
Las novelas de la «Generación Palmach» eran inmensamente populares. La
novela de Shamir, He Walked in the Fields, publicada en 1947, fue un bestseller, se
puso en escena y se llevó al cine. En realidad, esta acogida entusiasta se reflejó en las
expectativas del público. El profesor Gershon Shaked ha sugerido que la audiencia
israelita esculpió un héroe diametralmente opuesto a la diáspora judía y esto permitió
el surgimiento de un héroe nativo en la literatura. Pero también hubo voces
escépticas. El conocido crítico literario Baruch Kurzweil, un judío europeo religioso
descalificó a la nueva literatura joven de los años 40 y 50 como degenerada y
«levantisca». Tal como él lo entendía, la estrechez de horizontes culturales y el
abandono consciente de la tradición judía y sus valores conducían a la literatura del
joven Estado al desastre y a la bancarrota.
Pero las oscuras predicciones de Kurzweil resultaron equivocadas. A mediados de
los 50, la literatura israelita escogió otros caminos, con nuevos estilos, temas y
formas lingüísticas, que reflejaban la realidad cambiante de una sociedad que se iba
adaptando a la vida diaria en el nuevo Estado. La revolución literaria que comenzó
con la poesía, fue dirigida por el periódico Likrat (Hacia), fundado en 1952, y sus
poetas Natan Zach, Moshe Dor y Aryeh Sivan. Más tarde se unieron a ellos Dan
Pagis, David Avidan y Dahlia Ravikovitch. Desafiando la tradición de Shlonsky-
Alterman, estos poetas optaron por una literatura exenta de ideología y alejada del
colectivo «nosotros». Más que proclamar temas nacionales y sin hacerse eco de los
valores sionistas, se centraron en la experiencia personal y en los problemas
existenciales, influidos por la poesía inglesa y el existencialismo francés tan de moda
en ese tiempo. Nathan Zach, el sumo sacerdote de la nueva poética, quien todavía hoy
es influyente, escribió brillante poesía, llena de humor, ingenio e ironía; evitó

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específicamente el pathos, sobrecargó la imagen y utilizó un lenguaje pomposo. El
insigne poeta israelí, Yehuda Amichai, escribió poesía antibélica y antisistema,
mezclando su experiencia personal con la tradición judía. Y David Avidan, el enfant
terrible de la poesía israelí, fue excéntrico y provocativo tanto en su lenguaje como
en sus temas.
Por otra parte, los cambios en la ficción llegaron algo más tarde, a mediados de
los 60. Estos nuevos novelistas serían llamados más tarde la «Generación del
Estado», o la «Nueva Ola». Su escritura era rica y compleja, y de ninguna manera
inferior al trabajo de sus antecesores literarios o a las literaturas establecidas en el
mundo occidental. Al igual que la nueva poesía, esta ficción se centraba en el
individuo dentro de la sociedad, criticando y aun satirizando el entorno sociopolítico
de Israel y el declive de los ideales sionista-colectivistas. Algunos de los novelistas
más viejos trasladaron su atención del ethos colectivo al individual.
Benjamin Tammuz, por ejemplo, publicó un libro de cuentos líricos titulado The
Golden Sands que, como cosa extraña en su tiempo (1950) era intensamente
individualista; la novela de David Shahar, Moon of Honey and Gold (1959), exponía
los detestables y corruptos planos de la sociedad israelita; y la ficticia autobiografía
de Pinchas Sadeh, Life as a Parable (1958), se enfrentaba al tema de la alienación
individual en una sociedad colectivista, tomando pasajes del Nuevo Testamento y del
misticismo judío, y haciéndose eco de Nietzsche y de Kierkegaard.
Las primeras novelas y cuentos de estos nuevos autores, Abraham B. Yehoshua,
Amos Oz, Aharon Appelfeld, Amalia Kahana-Carmon, Yoram Kaniuk, Ruth Almog,
Yehoshua Kenaz y Yitzhak Orpaz, aparecieron en el transcurso de los 60. En sus
trabajos apreciamos una búsqueda de nuevas formas de expresión así como estilos
narrativos experimentales, no lejos de la influencia del nouveau roman. Igualmente
evidente es la influencia de la tradición narrativa hebrea, de la ficción de Agnon, no
realista y simbólica, así como de la prosa de Brenner, psicológica y crítica.
En los años 70, el realismo asistió a un cierto renacimiento en la ficción de
Yitzhak Ben-Ner y Yeshayahu Koren. Más recientemente ha reaparecido con fuerza
en las novelas de Yehoshua Kenaz, The Way to the Cats (1991) y Returning Lost
Loves (1997), que abordan la fragilidad de las relaciones humanas, la soledad de los
individuos en una sociedad urbana, y el declive físico y mental. Uno de los logros
más exquisitos es su novela Heart Murmur (1986), la historia de un grupo de reclutas
en una base del ejército israelí en los 50; describe las vidas y los sueños individuales
y simultáneamente presenta un caleidoscopio de la sociedad israelita. Estos
novelistas, que escogieron amplios frescos sociales que exigen una pintura realista,
expresaron su crítica de la escena sociopolítica usando la alegoría o el simbolismo,
optando por tendencias surrealistas o fantásticas. Los primeros cuentos y novelas de
Abraham B. Yehoshua (The Death of the Old Man, 1962; Facing the Forests, 1968),
así como las de Orpaz (Ants, 1968), estaban pobladas de símbolos que tenían
connotaciones psicológicas y sociopolíticas. Los primeros escritos de Amos Oz

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—Another Place (1966), My Michael (1968)—pueden leerse como relatos de la
sociedad israelita y de lugares específicos, en concreto Jerusalén y un kibutz. A pesar
de todo, estas obras también suponen una referencia mítica y descubren
comportamientos arquetípicos de la conducta humana. Amalia Kahana-Carmon, una
cuentista lírica-impresionista, se interesó en el mundo interior de unos protagonistas
sensitivos y vulnerables, en su mayor parte mujeres que aspiran al contacto con el
Otro, como amante o como amigo.
Lectores y críticos han prestado especial atención a los nuevos libros de Abraham
B. Yehoshua, Amos Oz, Meir Shalev y David Grossman. Yehoshua ha explorado
continuamente la psicología familiar y un estilo de mono-diálogo, construyendo a la
vez historias paralelas y jugando con ideas ocultas y alegorías. Molcho (1987)
describe el tumultuoso primer año de vida de la viuda Molcho y sus experiencias
interiores mientras está en búsqueda de una nueva vida. La historia judía y los sueños
sionistas subyacen en Mr. Mani (1990), la historia de una familia sefardita a través de
cinco generaciones. Una historia judía en España y Ashkenaz transcurre en A Journey
to the End of the Millenium (1999). Yehoshua vuelve a la política contemporánea en
The Liberated Bride (2003), en la que el orientalista Yohanan Rivlin confronta las
tradiciones y las dificultades de los árabes israelitas y palestinos en la Franja Oeste.
Amos Oz, el más conocido de los escritores israelíes en el extranjero, registra los
cambios en el clima político de Israel (A Perfect Peace, 1982; Black Box, 1989) así
como la relación entre los israelitas ashkenazi y sefarditas. Sus parajes varían desde
el desierto del Negev (Don’t call it Night, 1994) hasta el innombrable paisaje urbano
de Bat Yam (The Same Sea, 1998). En otras novelas (To Know a Woman, 1989; Fima,
1991) describe los procesos y los sueños de los antihéroes. Apartándose de sus relatos
iniciales, cargados de simbolismo, Oz experimentó con nuevas formas narrativas.
Volvió a la novela epistolar (Black Box), estructuró The Same Sea como fragmentos
de prosa poética con un ritmo a veces truncado, y mezcló ficción con autobiografía en
su libro aclamado internacionalmente, A Tale of Love and Darkness (2002), definido
por él mismo como una «novela autobiográfica».
En sus relatos de los 60 así como en sus últimos libros (Badenheim, 1975; The
Age of Wonders, 1978), Aharon Appelfeld pasó de la realidad israelita a la
experiencia judía en la diáspora, con especial énfasis en los supervivientes del
Holocausto, usando un estilo lírico-impresionista. De manera semejante, aunque su
estilo es más bien expresionista y fantástico, el versátil Yoram Kaniuk escribe sobre
los judíos supervivientes, en Adam Resurrected, 1968 y The Last Jew, 1982. Una
aguda crítica social aparece en las obras de teatro de Nissim Aloni, Hanoch Levin y
Yosef Bar-Yosef, a través de una distorsión deliberada y grotesca o por la vía de unos
rituales de salvaje fantasía o escenas de locura alucinatoria.
Una breve introducción no puede abarcar la variedad temática de la ficción
israelita durante los últimos 60 años, ni tampoco puede describir todas las cualidades
que la distinguen de sus predecesores. Podemos, sin embargo, anotar algunos rasgos

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característicos. La figura del carismático e infalible héroe israelita ha sufrido grietas:
a medida que pasa el tiempo, el decidido héroe, seguro de sí mismo, de la
«Generación Palmach», se convierte más bien en un antihéroe sin raíces en la ficción
hebrea de comienzos del siglo XX. Los escritores de la «Generación del Estado», por
su parte, descartaron la imagen heroica del israelita nativo y la reemplazaron por un
antihéroe atormentado, inseguro y en búsqueda de su verdadera identidad. Esta
actitud condujo al redescubrimiento de unas raíces amputadas y a un intento
consciente de volver a conectar con el rechazado pasado judío. El modelo del «Nuevo
Judío» —un discutible acto de hibris— aparentemente había fracasado, entre otras
cosas porque los procesos demográficos dejaron una clara constancia de que la
sociedad israelita es variada y heterogénea. Las sucesivas olas de inmigración desde
Europa así como varios países árabes confrontaron al nativo israelita con las
múltiples caras de la identidad judía. La sabra, que hizo todo lo que pudo por ignorar
el peso espiritual y emocional del Holocausto —para no hablar de la larga historia
judía de humillación y violencia— tuvo que enfrentar a sus aterrados supervivientes y
reexaminar su actitud hacia la diáspora judía que, tal como la sabra suponía, les había
dejado que fueran perseguidos por los nazis como ovejas llevadas al matadero.
La vuelta al pasado judío en general y al Holocausto en particular no estaba
limitada a los escritores que sobrevivieron al horror de los campos de concentración
como Ka-Tzetnik (seudónimo de Yechiel De-Nur), Uri Orlev (Lead Soldiers, 1956) o
Shammai Golan. También incluyó a escritores que llegaron a Eretz Israel antes de la
Segunda Guerra Mundial (Yehuda Amichai) y a los nativos israelitas nacidos antes de
la guerra (Hanoch Bartov, Yoram Kaniuk) o después de ella (David Grossman, Nava
Semel, Amir Gutfreund). Entre los escritores-supervivientes, Aliaron Appelfeld es
único en sus obsesivas descripciones de un mundo perdido para siempre. En una
prosa no sentimental pero poderosa, Appelfeld describe a la comunidad judía anterior
a la guerra que tuvo que enfrentar la realidad, hombres y mujeres que erraban solos o
en pequeños grupos a través de Europa, en espera de salvación; otros que no pudieron
escapar a la muerte, antisemitas, opresores, y a veces cristianos de buen corazón que
simpatizaban con las víctimas y les ayudaban. Paradójicamente, los supervivientes de
Appelfeld parecen extraños en su nueva patria, Israel. Afectados por el pasado, o
soslayando conscientemente la memoria, no consiguen inaugurar una nueva vida.
Algunos incluso rechazan toda esperanza de un nuevo comienzo, y en su lugar
exaltan sus años pasados en la selva o en el campo, considerados como sus mejores
tiempos «heroicos».
Las riquezas del pasado judío, el mundo europeo que ha quedado atrás, y en
especial el cataclismo del Holocausto parecen engrosar la imaginación de los
escritores israelitas en la medida en que retroceden más en el tiempo. Algunas
novelas se centran especialmente en las secuelas emocionales de los supervivientes.
Otras se concentran en Alemania, en temas de memoria, culpa y venganza: The Exile,
1971, de Ruth Almog; Touch the Water, Touch the Wind, 1973, de Amos Oz; Anatomy

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of Revenge, 1993, de Rivka Keren; In that Place, 2007, de Haim Beer, por nombrar
sólo a algunos. La novela de David Grossman, See Under: Love (1986) es
emblemática en la ficción nativa israelita, y plantea, entre otras cosas, el lenguaje
inadecuado para confrontar el Holocausto. Los relatos de Savyon Liebrecht y de
Nava Semel The Glass Hat (1985) son ejemplos significativos de la ficción escrita
por la llamada «Segunda Generación», es decir, los hijos de los supervivientes del
Holocausto.
Al afrontar el Holocausto, los escritores inevitablemente se sensibilizaron con
respecto al Otro. La figura del israelita nativo fue sustituida no solamente por el judío
europeo que inmigró a Israel para convertirlo en su patria (Foigelman, 1987, de
Aharon Megged; A Face in the Cloud, 1991, de Yossi Birstein), sino también por los
judíos orientales que llegaron a Israel procedentes de varios países árabes. En el
periodo anterior al Estado, estas figuras fueron marginales en la literatura hebrea, con
excepción del escritor Ashkenazi Haim Hazaz, coetáneo de Agnon, quien describió el
sino de la comunidad yemení (Yaish, 1947-1952; Thou that Dwellest in the Garden,
1944), y un puñado de escritores judíos orientales, como Yitzhak Shamir, Yehuda
Burla y Mordechai Tabib. Desde los años 60 en adelante, un número de escritores
nacidos en países árabes —Sami Michael, Shimon Ballas, Eli Amir, Yitzhak
Gormezano-Goren— junto a escritores nativos de origen oriental, como Aharon
Almog y Dan Benaya Seri, descubrieron al lector hebreo las vidas y costumbres de
los judíos orientales, además de las dificultades que tuvieron que afrontar estos
inmigrantes a su llegada a Israel. Recientemente, un número de autores más jóvenes y
de orígenes similares se han hecho presentes: Albert Suissa, Sami Bardugo, Dudi
Busi, Shimon Adaf, Yossi Sucary y Dorit Rabinyan. Describen el conflicto entre
generaciones, los problemas socio-culturales de las familias orientales, y la
discriminación contra los inmigrantes y sus hijos debido a la superpoblación de los
campamentos de tránsito, en las llamadas ciudades de desarrollo en zonas remotas, o
en los deteriorados suburbios de la ciudad. De hecho, la creciente autoconciencia de
estos escritores «orientales», combinada con su sentido de la injusticia, han llevado a
fundar una editorial y un periódico que promueven este tipo de literatura.
La figura del árabe, presente en la literatura hebrea desde el reasentamiento judío
de Palestina hacia finales del siglo XIX, puede considerarse también un cambio
notable. Mientras los escritores pioneros de la época anterior al Estado con frecuencia
idealizaban a su vecino árabe, describiéndolo como un «noble salvaje», para los
escritores posteriores (por ejemplo, Yizhar en The Prisoner) se oculta el dilema moral
de Israel, un péndulo entre el deseo de defender su territorio y la conciencia de haber
cometido un terrible error. Los novelistas israelitas no esconden su desasosiego sobre
el hecho de que el sionismo ha sido incapaz de plantear el conflicto judío-árabe sino
solamente a través de la violencia. En la obra de S. Yizhar, Tammuz (The Swimming
Pool), Yehoshua (Facing the forests) y Oz, el árabe es descrito simultáneamente
como una víctima inerme, perseguida y desposeída de su tierra, y como una amenaza.

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En los años 70, después de la Guerra del Yom Kippur (1973), la ficción israelita
describió a unos israelitas hartos de la guerra, el declive y el derrumbe de la sociedad
socialista pionera, y la decadencia y el hedonismo de los hijos de la élite anterior
(véase, por ejemplo, la novela monumental de Yaakov Shabtai titulada Past
Continuous, 1977).
La literatura más común todavía sigue una tradición establecida desde larga data
y considera la literatura hebrea como un medio para explorar y resolver las cuestiones
básicas de la existencia de un judío-israelita acudiendo a la exposición de las
tensiones colectivas entre los caracteres individuales y sus destinos. Entre las
preocupaciones más agudas se encuentra la legitimidad de la visión sionista y el
abismo entre el proyecto sionista inicial y su implementación. Al abordar estos temas,
los escritores describen también las tensiones políticas entre los israelitas —los
dueños— y los árabes y palestinos The Smile of the Lamb, de David Grossman, 1990;
Letters of the Sun, Letters of the Moon, de Itamar Levy, 1991; I, Mustafa Rabinovitch,
de Asher Kravitz, 2004).
Sin duda alguna: el Otro, en sus diversas configuraciones, ha desplazado al
israelita mitologizado y confiado en sí mismo por su posición dominante y lo ha
colocado al margen. Además de la ficción sobre las minorías políticas y étnicas
(palestinos, judíos sefarditas o alemanes en las novelas de Nathan Shahsam y Yoel
Hoffmann), también se ha hecho oír la voz de los nuevos inmigrantes de la Unión
Soviética. Escritores como Alona Kimhi, Marina Groslerner y Boris Zaidman, que
llegaron de niños a Israel, han escrito sobre su país y sobre su experiencia como
inmigrantes en Israel. En las tres últimas décadas también se ha prestado una
creciente atención a la sociedad religiosa. Los judíos ortodoxos y ultraortodoxos no
siempre estuvieron de acuerdo con el ideal del israelita secular y heroico y por esta
razón fueron ignorados y en ocasiones denunciados por la narrativa sionista
dominante. El mundo hermético de los judíos religiosos, la tensión entre la restrictiva
comunidad ortodoxa y la liberal, y el Israel secular fueron descritos en las novelas de
Hairn Beer, Israel Segal, Mira Magen y Hanna Bat-Shahar (seudónimo de una
escritora ortodoxa).
Pero hay algo todavía más notable: las mujeres han entrado de forma triunfal en
una literatura como la hebrea dominada por los hombres; y lo han hecho como
creadoras de ficción y como escritoras. Junto a escritoras ya establecidas como
Amalia Kahana-Carmon, quien denunció durante años que los libros escritos por
mujeres eran considerados por los israelitas como «una carta del pasado», muchos
nombres nuevos han ingresado en la escena literaria (por ejemplo, Judith Katzir,
Zeruya Shalev, Yael Hedaya, Leah Aini, Ronit Matalon). La ficción escrita por
mujeres aborda temas políticos e históricos, cuestiones sociales y étnicas así como
algunos aspectos específicamente «femeninos», como el amor, la sexualidad, la
traición y el abandono, el embarazo, la maternidad y la amistad femenina. La nueva
literatura orientada al género también aborda el amor homoerótico, con algunos

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escritores que describen las relaciones homosexuales (Yossi Avni-Levy, Han
Schoenfeld, Yossi Waxmann, por ejemplo).
Explorando todos estos temas, los escritores adoptan varios géneros y formas
narrativas, tales como la novela histórica, la saga familiar, las alegorías realistas, lo
fantástico y, en las dos últimas décadas, la narrativa postmoderna. Sin duda alguna la
voz más prominente y original en la ficción hebrea postmoderna es la de Orly Castel-
Bloom, cuya novela Dolly City (1992) es un salvaje viaje imaginario en la psique de
una madre israelita. Human Parts (2003), de Castel-Bloom, es una novela tópica que
aborda la realidad presa del miedo en un Israel estremecido por el terror.
Especialmente popular es Edgar Keret, quien ha publicado colecciones de
mininarraciones y cómics que combinan lo humorista y lo serio, lo real y lo
imaginario. Estos dos y otros escritores postmodernistas son especialmente hábiles en
tumbar los mitos de moda, en experimentar, provocar y estremecer. Juegan con el
lenguaje, prueban metáforas y clichés, y ponen de relieve las limitaciones del
lenguaje creando su propio vocabulario. La naturaleza posmodernista de estas obras
es evidente también en sus innovaciones visuales y tipográficas (especialmente Keret
y Yoel Hoffmann), en su asociación con la cultura popular, por ejemplo la música
pop, las películas y los videoclips, y en su tratamiento poco convencional de la
identidad sexual.
Las novelas y relatos breves son populares entre los lectores israelitas de todas las
edades; pero la audiencia de la poesía está disminuyendo. Desde la formación del
llamado «Círculo de Tel Aviv» a mediados de los 60 y de las voces innovadoras de
Meir Wieseltier, Yonah Wallach y Yair Hurwitz, la poesía hebrea ha cesado de jugar
su papel provocador y de vanguardia que ostentaba antiguamente en la literatura
hebrea. En los últimos 25 años, los poetas israelitas (Asher Reich, Agi Mishol, Maja
Bejerano, Ronny Someck, Zvi Azmon, Rami Sa’ari, para nombrar solamente a
algunos) han alternado entre una poesía orientada políticamente y otra de carácter
más meditativo y personal. Las dos guerras del Líbano (1982 y 2006) así como la
primera y segunda Intifada produjeron alguna poesía de protesta (Yitzhal Laor).
Sin duda, los cambios y oscilaciones de la literatura hebrea reflejan la dialéctica
de la vida cultural y sociopolítica de Israel. Un análisis más detenido de las varias
tendencias observadas en las cuatro generaciones de escritores regularmente activos
en la escena literaria, ayuda a clarificar e interpretar estos desarrollos. Sin embargo,
como toda descripción diacrónica, congela la foto y oscurece la dinámica de la vida
literaria. La literatura hebrea moderna es muy variada, así como sus lectores. Las
novelas de excelencia literaria de los grandes escritores llegan a ser bestsellers que
venden 80 000 ejemplares en uno o dos años. Pero Israel es también testigo de la
continua expansión de la llamada «literatura popular» o lectura más suave, como en
el caso de las novelas policíacas. El thriller sofisticado, un género relativamente
nuevo en la literatura israelita, goza de un gran éxito incluso fuera de Israel con
autores como Batya Gur y Shulamit Lapid.

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La moderna literatura hebrea es una literatura inquieta y retadora. Es la tarjeta de
identidad cultural de una nación en evolución, que refleja y conforma su memoria
cultural y se implica en la condición humana universal.

Anat Feinberg (Tel Aviv, 1950). Doctora en Literatura de la Universidad de Londres, reside en Alemania,
donde enseña Hebreo y Literatura Judía en el Instituto de Estudios Hebreos en Heidelberg.
Su primera novela fue publicada en 1973 y ha sido editora de varias antologías de literatura hebrea, que han
sido traducidas.
Entre sus obras destacamos: Shadow Over All the Days, Still Walking Towards Him, Fictitious Identities.

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Las otras caras
S. Y. Agnon

I
Ella llevaba un vestido marrón y sus ojos marrones eran cálidos y húmedos.
Cuando salió del tribunal con el acta de divorcio en la mano, la esperaban el rubio
Swirsh y el doctor Tenzer, dos solteros que la estuvieron rondando desde que ella se
casara. Las pestañas de esos hombres dejaban entrever su alegría. Este momento feliz
en el que Toni Hartman se liberaba de su esposo no lo habían vislumbrado ni en sus
sueños.
Contentos se lanzaron a su encuentro y estrecharon sus manos. Swirsh tomó la
sombrilla que ella traía y la suspendió del cinto de su vestido, para asir luego sus dos
manos y sacudirlas efusivamente. Después fue Tenzer quien tomó las manos de ella
entre las suyas que eran grandes y frías, mientras la contemplaba con una mirada
helada y acechante, como desconfiando de lo que le había tocado en suerte. Toni
retiró sus manos cansadas y se enjugó los ojos.
Swirsh enlazó su brazo con el de ella y se dispuso a partir. Tenzer la escoltó por la
derecha mientras pensaba: se me adelantó el albino, pero no importa. Hoy le toca a él
y mañana a mí. Y experimentó una especie de regocijo que aumentaba al imaginar
que al día siguiente él saldría con Toni, que ayer había sido de Hartman y hoy era de
Swirsh.
Cuando se disponían a partir Hartman salió del tribunal. Su cara se veía
demacrada y su frente surcada por arrugas. Por un momento se detuvo para mirar en
derredor, como quien emerge de la oscuridad y debe decidir qué camino tomar.
Vio a Toni y junto a ella a Swirsh y a Tenzer. Fijando en ella su mirada fatigada y
dura, dijo: ¿te marchas con ellos?
Toni plegó el chal sobre su frente y replicó: ¿no quieres que lo haga? La voz de
ella conmovió su corazón. Apoyando el pulgar derecho sobre el izquierdo dijo: no
vayas con ellos. Toni estrujó el pañuelito que sostenía en su mano, alzó hacia él sus
ojos tristes, y se quedó parada así, exhausta, contemplándolo. Toda su postura parecía
decir: mírame, ¿acaso estoy en condiciones de irme sola?

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Él se acercó a Toni. Swirsh retrocedió y su brazo se soltó del de ella. Tenzer, que
era de mayor estatura que Hartman, se irguió cuan alto era, como haciendo alarde de
su valentía. Pero enseguida pareció encogerse y sus miembros se aflojaron. Se dijo:
en realidad no me la quitó a mí. Tomó su sombrero y se marchó, al igual que su
amigo Swirsh, tarareando una melodía que improvisó para la ocasión.
Mientras se alejaban volvieron sus cabezas para observar al que fuera el esposo
de Toni.
Swirsh farfulló irritado: nunca he visto semejante cosa. Tenzer interrumpió su
cantinela, frotó sus gruesos lentes y dijo; por las sandalias del Papa, si viera esto hasta
Mahoma menearía su barba. Swirsh alzó sus hombros e hizo una mueca (que
significaba: prefiero la ira de Hartman a las bufonadas de Tenzer).
Cuando se quedó con Toni, Hartman estiró su brazo para enlazarlo con el de ella,
pero interrumpió su ademán, temiendo que ella percibiera su turbación.
Por un rato estuvieron parados sin pronunciar palabra. El divorcio se tornó de
pronto un hecho concreto, como si aún se encontraran en presencia del juez y la voz
de ese hombre anciano siguiera resonando en sus oídos. Toni apretó el pañuelito que
tenía en su mano y forzó sus ojos para contener las lágrimas. Hartman se quitó el
sombrero para aliviar su cabeza. Qué hacemos aquí, se preguntó. Nuevamente resonó
una voz en sus oídos, no ya la del juez sino la del secretario, que al leer el acta de
divorcio creyó advertir un error. ¿Por qué se alarmó tanto ese pobre hombre? Porque
Toni y yo… Todo este asunto me resulta extraño.
Y no pudiendo definir exactamente qué era lo extraño, Hartman se desconcertó.
Sintió que debía hacer algo. Estrujó su sombrero y lo balanceó de un lado a otro.
Alisó luego los pliegues y lo volvió a estrujar. Lo colocó en su cabeza y se pasó la
mano a lo largo de su cara, desde las sienes hasta la barbilla. Palpó los pelos que
habían asomado, porque a raíz de los trámites del divorcio había olvidado afeitarse.
Ahora Toni lo veía desaliñado, justamente hoy, murmuró entre dientes. Se consoló
pensando que ya finalizaba el día, y su barba crecida no se notaría.
De todos modos no se sintió satisfecho, sabiendo que intentaba justificarse
mediante excusas inconsistentes. Vamos le dijo a Toni, vamos, repitió, sin saber con
certeza si había pronunciado las palabras ni tampoco si ella las había oído.
El sol se desplazó hacia otro lugar. Un aire denso envolvía la calle y el empedrado
parecía exhalar una árida melancolía. Las ventanas atisbaban desde los muros de los
edificios, ajenas a sí mismas y ajenas a los muros.
Hartman fijó sus ojos en una de las ventanas que se abrió frente a él y trató de
recordar lo que quería decir. Vio a una mujer asomándose desde allí. Se dijo: no era
eso lo que tenía en mi mente, y comenzó a hablar, no ya acerca de lo que estaba
pensando sino sobre otro tema. Y se interrumpía a cada rato sacudiendo su mano,
disconforme con las palabras que acudían a su boca y que él pronunciaba ante Toni.
Toni observó su boca y siguió el movimiento de su mano tratando de comprender
lo que intentaba decirle. Las palabras de él no estaban más allá de su entendimiento, y

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si se expresara en forma ordenada y tranquila podría captarlo todo. La boca de ella
tembló y la nueva arruga que se había marcado cerca de su labio superior se contrajo
involuntariamente. Toni la alisó con su lengua mientras se decía: ¡Dios del Cielo, qué
triste está! Tal vez extraña a sus hijas.
Hartman pensó en sus hijas, a las que había tenido presente todo ese día, sin
mencionárselo a Toni, ni directa ni indirectamente.
Su corazón las evocaba, a veces a las dos juntas y a veces a cada una por
separado. Beata, la mayor, tenía unos nueve años y ya sabía que mamá y papá no se
llevaban bien. Por su parte Renata, que tenía unos siete años, aún no se había
percatado de nada.
Cuando la discordia se profundizó, una tía, hermana de la madre de Toni, se llevó
a las niñas a su casa de campo, de modo que ellas ignoraban que papá y mamá…
Antes de que Hartman terminara de hilar su pensamiento se le aparecieron los ojos de
Beata presenciando por primera vez una pelea entre papá y mamá. Su mirada
traslucía una mezcla de curiosidad infantil y de asombro desorbitado frente a una
disputa de adultos. Hartman bajó la cabeza ante sus ojos empañados por la pena y
ante su boca enmudecida por el dolor. La niña dejó caer sus pestañas y se retiró.
Hartman sintió nuevamente que debía actuar. Como no sabía qué hacer se sacó el
sombrero y se enjugó la frente, secó las tiras de cuero en el interior del sombrero y se
lo volvió a colocar. Toni se apenó, como si ella hubiera sido la causante de todas sus
tribulaciones. Tomó la sombrilla que Swirsh había suspendido de su cinto. Mientras
ella balanceaba la sombrilla de un lado a otro, Hartman volvió a hablar. Nada de lo
que decía tenía que ver con los acontecimientos del día, pero todos los
acontecimientos del día resonaban en su voz. Toni respondió lo que respondió. Si
hubiera repensado sus palabras se habría dado cuenta de que tampoco eran
coherentes, pero Hartman las tomó como si coincidieran con el tema que él había
expuesto.
Se acercó una niña y le extendió a Hartman un ramo de margaritas. Hartman
comprendió su intención. Extrajo su cartera y le arrojó una moneda de plata. La niña
puso la moneda en su boca y no se movió. Hartman miró a Toni como preguntando
¿qué más desea esta pequeña? Toni extendió su mano y tomó las flores, aspiró su
aroma y dijo: gracias mi buena niña. La chiquilla cruzó sus piecitos, se meció hacia
uno y otro lado y se marchó. Toni la siguió con una mirada afectuosa y esbozó una
sonrisa triste.
Ah, dijo Hartman riendo, esta niña es una comerciante honesta, recibió dinero y
sabe que a cambio debe entregar la mercancía. De todos modos salí bien parado de
este negocio.
Toni dijo para sus adentros: si dice «salí bien parado de este negocio» es porque
no salió igualmente bien parado de otros. Alzó hacia él su mirada, a pesar de que
sabía que no acostumbraba a comentar con ella sus asuntos. Pero en ese momento él
le abrió su corazón y espontáneamente comenzó a hablar. Se trataba de compromisos

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en los que se había visto envuelto involuntariamente, y ahora no podía librarse de
ellos. Y esta situación le acarreaba peleas, conflictos y entredichos con socios y
gerentes que adquirieron mercancía con el capital de él, y al ver que perdían dinero lo
habían responsabilizado por la operación.
Hartman hablaba desordenadamente, como cuando las ideas se agolpan y el
corazón desborda. Nadie que no fuera experto en materia de negocios lo hubiera
entendido, y menos aún Toni que no estaba familiarizada con temas comerciales.
Pero él no lo notó y continuó. Y cuanto más avanzaba en el relato más se embrollaba,
hasta que se exaltó y comenzó a exteriorizar la ira que sentía contra sus
colaboradores, que habían traicionado su confianza, acarreándole pérdidas de bienes
y de tiempo, y peleas y enfrentamientos y vergüenzas. Y aún no sabía cómo librarse
de ellos. Vio que Toni lo escuchaba. Retomó el tema desde el comienzo y se lo fue
explicando punto por punto. Lo que resultaba oscuro al principio lo aclaraba al final,
y si algo se le había escapado lo completaba más tarde. Toni empezó a comprender
parcialmente lo que él exponía, y lo que no captaba con su mente lo captaba con su
corazón. Lo contempló apenada, preocupada y admirada porque hacía frente a todos
los problemas sin ayuda ni respaldo alguno. Hartman percibió su mirada y volvió a
resumir toda la historia. De pronto pudo enfocar la cuestión desde un punto de vista
totalmente diferente, como nunca antes lo había hecho. Como ésta no era una
discusión en la cual debía probar su razón, pudo ver todo más claro y advirtió que las
dificultades no tenían la magnitud que les había atribuido.
Toni prestaba atención a cada palabra que él pronunciaba. De todo lo que había
dicho pudo deducir que su resentimiento se debía a sus descalabros comerciales.
Relacionó su relato con el tema del divorcio, como si él hubiera dicho: ahora sabes
por qué estaba malhumorado, ahora sabes por qué hemos llegado a esta situación, es
decir, a nuestra separación.
Toni recordó su separación y los días que le antecedieron, sin dejar de pensar en
todo lo que acababa de decirle. Lo contempló con una mirada confiada y humilde,
como si fuera ella y no él quien tuviera los problemas y requiriera ayuda.
Él la miró y la vio como no la había visto en mucho tiempo. Era más baja que él.
Había enflaquecido tanto que sus hombros sobresalían por su delgadez. Llevaba un
vestido liso abierto sobre los hombros y sostenido por dos anillos de seda marrón a
través de los cuales asomaban dos puntos blancos. Mediante un esfuerzo se contuvo
para no acariciarla.
Hartman no estaba habituado a conversar mucho con su mujer, y menos aún
acerca de cuestiones comerciales. Desde que instaló su hogar estableció límites
precisos entre su casa y su trabajo. Pero los negocios suelen perseguir a sus dueños, y
a veces volvía a casa con la preocupación reflejada en su rostro.
Al comienzo, cuando su amor era intenso y Toni lo instaba a confiarle el motivo
de su inquietud, la despachaba con un beso. Después de la primera época desviaba la
conversación hacia otro tema. Más tarde, a medida que el tiempo fue transcurriendo,

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le reñía y le reprochaba: ¿acaso no es suficiente con tener problemas fuera que tú
quieres traerlos a casa?
En su casa el hombre quiere dejar de lado los asuntos que lo perturban. Pero
como no se pueden controlar los pensamientos, los problemas continuaban acosando
a Hartman, convirtiendo su casa en una prolongación de la oficina. Sólo que en la
oficina los negocios invadían sus pensamientos y en la casa los pensamientos lo
invadían a él.
El padre de Hartman no le había dejado bienes y su mujer no había aportado
ninguna dote al matrimonio. Todo lo había logrado mediante el trabajo. Se había
dedicado a los negocios apartándose de todo lo demás, tanto antes como después de
casarse.
Sólo que antes de contraer matrimonio se había dicho: me casaré, construiré un
hogar y de ese modo me sentiré satisfecho. Pero una vez que se casó y fundó un
hogar se esfumaron todas sus expectativas.
Su esposa hacía ciertamente todo lo posible por complacerlo, las hijas que le dio
iban creciendo, y aparentemente no tenía quejas respecto de su casa, sólo que no
sabía qué hacer allí. Al comienzo se rodeaba de amigos. Con el correr de los días fue
perdiendo el interés y creyó ver que sus amigos lo frecuentaban sólo por Toni. Al
principio hojeaba los libros que Toni solía leer tratando de detenerse en cada detalle,
pero después de tres o cuatro libros abandonó la lectura. Amoríos y vestidos,
fantasías y suspiros llenaban las páginas, y qué necesidad tenía un hombre normal de
todas esas cosas. ¿Acaso le hubiera interesado codearse con personajes como ésos?
Basándose en los libros sacó conclusiones acerca de Toni, que proyectó luego sobre
toda la casa. Y como no conocía más que su negocio y no solía frecuentar ningún
club, volvía forzosamente a su casa una vez que cerraba la oficina. Y como no sabía
qué hacer, se sentía hastiado. Para tranquilizarse comenzó a fumar. Al principio
fumaba para entorpecer sus pensamientos y después fumaba por entorpecimiento.
Primero fueron cigarrillos y después cigarros. Al principio fumaba en compañía y
más tarde en soledad, hasta que el humo invadía toda la casa. Y no le importaba que
fuera dañino. Por el contrario, consideraba muy meritorio el estarse sentado en
silencio sin pedir nada a nadie. Cada uno se gratifica a su modo. Yo me gratifico
fumando y ella de alguna otra manera. Y como no se molestó en averiguar qué le
producía placer a ella, y lo que le producía placer a él dejó de satisfacerlo, su espíritu
se llenó de confusión y empezó a sentir celos de cada hombre, de cada mujer, de cada
niño, de todos. Si veía a Toni conversando con un hombre, contándole algo a alguna
mujer, jugando con un niño, se decía: ¿acaso no tiene esposo y no tiene a sus niñas,
que anda detrás de otros? Mijael Hartman era un comerciante que efectuaba sus
transacciones en base a pesas y medidas, y sabía que lo que alguien malgasta se torna
luego una falta que termina saliendo a la luz.
Con el correr del tiempo se fue acostumbrando a la situación, no porque aprobara
la conducta de ella, sino porque dejó de concederle importancia.

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II
El sol se ocultaba. En el campo algunas espigas se balanceaban silenciosas y los
girasoles espiaban con su único ojo desde las caras amarillas que se iban
ennegreciendo. Hartman levantó la mano y pareció acariciar la sombra que
proyectaba la figura de Toni. En derredor todo era quietud. Toni tomó la sombrilla, la
clavó y escarbó la tierra delante suyo. El corazón de Hartman se conmovió ante ese
gesto insignificante y desmañado. Volvió a extender su mano, como acariciando el
aire. El sol completó su recorrido y el cielo quedó a oscuras. La tierra pareció
detenerse atónita y los árboles se fueron sumiendo en la penumbra. El aire se hizo
más fresco y esparció el aroma de los labradíos. En lo alto apareció una estrella
diminuta, como la cabecita de un alfiler. Otra estrella emergió luego entre las nubes y
detrás de ella salieron todas las demás. Las casas y las barracas permanecían plácidas
y calladas, y el olor del ganado se sumó al olor de los pastizales que llegaba desde el
prado. Mijael y Toni caminaban en silencio. Un muchacho y una joven, abrazados,
hablaban en voz alta. Cuando callaron quedó flotando en el aire un aroma de deseos
contenidos y la brisa transportó un murmullo apenas audible. Un niño pasó corriendo
con una astilla encendida en su mano. Así había corrido él cierta vez, de niño, cuando
a su madre se le habían acabado las cerillas y lo enviaron a pedirle fuego a la vecina.
Extrajo un cigarrillo y se dispuso a fumar, pero el olor del campo disipó su deseo.
Aplastó el cigarrillo hasta que éste se desintegró en su mano y lo arrojó. Olió sus
dedos e hizo una mueca. Toni abrió su bolso, sacó un frasquito y se perfumó las
manos. Eso es, eso es, dijo él asintiendo, o tal vez como un pedido.
Después que le hubo relatado a Toni todo lo ocurrido se reprochó no haber
conversado con ella acerca de sus negocios durante todos esos años. Si no le hubiera
regañado cuando le preguntaba por sus asuntos tal vez hubieran compartido sus
puntos de vista y no se hubieran alejado el uno del otro. Esa conclusión le agradó, ya
que lo responsabilizaba a él y la justificaba a ella.
De nuevo apoyó el pulgar derecho sobre el izquierdo y dijo:
—A ese Swirsh no lo tolero.
Toni bajó la cabeza y no replicó. Hartman insistió:
—Me resulta absolutamente intolerable.
—¿Y el doctor Tenzer? —preguntó Toni con un hilo de voz.
—¿El doctor Tenzer? —Hartman deletreó el nombre, furioso—. Detesto a todos
los «Tenzers» del mundo. Aparentan no esperar nada, y en realidad están siempre al
acecho para apoderarse de lo que no les pertenece. Swirsh, por lo menos, sé qué
pretende. Ni bien veo sus ojos de albino y sus uñas cuidadas ya me doy cuenta de lo
que quiere. Pero Tenzer es impenetrable. Actúa como si amara a todo el mundo y en
realidad no ama a nadie. Corteja a las mujeres pero no quiere a ninguna mujer en sí
misma, ni por bonita ni por cualquier otro motivo, sino tan sólo porque es la mujer de
otro, y el hecho de haberle gustado a alguien hace que se vuelva deseable para

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Tenzer.
Toni alzó la vista y miró a Mijael. Era de noche y él no podía ver sus ojos, pero
percibió que expresaban agradecimiento, como si le hubiera transmitido cierta
sabiduría que ella no estaba en condiciones de adquirir por sí misma. Hartman se
había enfadado consigo mismo por haber mencionado a Swirsh y a Tenzer, pero
ahora se sintió aliviado y miró hacia todos lados liberado y contento.
Vio una luz titilando en la oscuridad. Estiró él brazo y señalando con un dedo le
preguntó a Toni:
—¿Puedes ver esa luz?
Ella escudriñó la oscuridad y dijo:
—¿Dónde? Pues ciertamente se ve titilar una luz, dijo él, y proviene de una
posada. Y yo había supuesto que era una luciérnaga, —dijo Toni.
El leve estremecimiento que la recorrió le produjo a Toni un placer desconocido.
Y aunque Hartman le asegurara que no se trataba de una luciérnaga sino del farol de
una posada, los recuerdos de Toni la transportaron hacia la primera vez que viera una
luciérnaga. Fue durante una visita a casa de su tía que vivía en el campo. Un sábado,
al atardecer, se encontraban en el jardín. Una chispa brilló en la oscuridad y se posó
en el sombrero de la tía. Ella creyó que era fuego y se asustó, ignorando que se
trataba de una luciérnaga. ¿Qué edad tenía entonces? Unos siete años. Exactamente la
edad de Renata. Ahora Beata y Renata están en casa de su tía, y ella, Toni, se pasea
acá con su padre.
Hartman dijo:
—Ahí vamos a descansar y a comer algo. Seguramente tienes hambre, ya que no
almorzaste. No creo que nos sirvan faisanes rellenos, pero sea como sea podremos
cenar y distendernos.
Toni asintió con la cabeza y pensó: ¿cuándo recordé la luciérnaga? ¿Fue en el
momento en que Mijael señaló la luz o en el momento en que yo dije que suponía que
era una luciérnaga? Le pareció que ya antes había pensado en la luciérnaga, porque
recordó que sus hijas estaban viviendo en el campo. Sintió un temblor, como si
aquello le acabara de ocurrir.
El camino se extendía ante ellos, serpenteando ora hacia la derecha ora hacia la
izquierda. La luz de la posada aparecía, desaparecía y volvía a aparecer. De la tierra
subían vahos de frescor. Toni se estremeció levemente, aunque no sentía frío. Trató
de penetrar con su vista la oscuridad. La luz de la posada se dejó ver y nuevamente se
ocultó. Toni sintió un escalofrío y encogió sus hombros.
—¿Tienes frío? —preguntó Hartman preocupado.
—Me parece que alguien viene.
—No hay nadie aquí, o tal vez…
Toni dijo:
—Nunca había visto un hombre tan alto. Mira por favor.
Se acercó un hombre trayendo una escalera. Subió a la escalera y encendió un

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farol. Toni parpadeó y exhaló un suspiro.
Hartman le preguntó:
—¿Querías decir algo?
Toni bajó los ojos y replicó:
—No he dicho nada.
Hartman sonrió y dijo:
—Qué extraño, me pareció que querías decir algo.
Toni se ruborizó y dijo:
—¿Yo quise decir algo? —observó su propia sombra y calló.
Hartman sonrió y dijo:
—Pues entonces sólo me pareció que quisiste decir algo.
Sin decir palabra siguió caminando al lado de Mijael. Aparecieron dos sombras,
una cabeza junto a la cabeza de Toni y otra junto a la cabeza de Hartman.
Vieron aparecer a un muchacho y a una joven y el aire se impregnó de deseos
contenidos.
Hartman los miró y ellos le devolvieron la mirada. Toni bajó la vista y contempló
la alianza que llevaba en su dedo anular.

III
Al rato llegaron a un jardín cercado por tres de sus costados. El portón estaba
abierto y a la derecha había un farol encendido. Otros farolitos más pequeños con
formas de peras y de manzanas pendían de los árboles. Hartman observó el cartel y
dijo:
—No estuve errado, es una hostería. Acá nos darán de comer alguna cosa. Tomó a
Toni por el brazo y entraron.
Una muchacha robusta estaba sentada en el umbral de la casa limpiando finas
legumbres. Los saludó en voz alta y bajó los bordes de su vestido.
Hartman pensó: esta muchacha es pelirroja y pecosa. Lo sé a pesar de que la
oscuridad no me permite verla. Toni asintió con su cabeza. Hartman la miró
asombrado. ¿Acaso percibió mis pensamientos? Tomó la sombrilla que ella sostenía.
La apoyó en una silla, colocó encima de ella su sombrero y dijo:
—¿Prefieres que nos sentemos en el jardín o en el interior?
—Quedémonos en el jardín —respondió Toni.
Un camarero se acercó, repasó la mesa, la cubrió con un mantel y les entregó la
carta de comidas. Trajo luego un vaso con agua para las flores y aguardó mientras
elegían. Hartman observó que la mayoría de los platos que figuraban en el menú
estaban tachados con una línea. Murmuró entre dientes:
—Ya no queda nada.
El mesero atisbo por encima del hombro de Hartman y dijo:
—Enseguida les traigo otros.

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Hartman dijo:
—Ustedes no dan a conocer su mercancía.
El mesero se inclinó hacia él y replicó:
—Tachamos las especialidades que se terminaron y preparamos otras que todavía
no alcanzamos a incluir en el menú.
Entonces, dijo Hartman:
—Debemos estar satisfechos ya que disfrutaremos de manjares frescos.
El mesero dijo:
—Su satisfacción es la nuestra. ¿Desean pan blanco o pan negro?
Toni dijo:
—Como ésta es una cena campestre corresponde pedir pan negro.
—¿Y qué vino desea ordenar el señor?
—Vino —dijo Hartman entusiasmado, como quien descubre con alegría que aún
existen cosas para deleite de la gente. Estudió la lista de vinos y escogió uno.
—Hemos tenido suerte —le dijo Mijael a Toni—, esperábamos hallar poco y
hallamos mucho.
Toni acarició con su lengua la arruga próxima a su labio superior, tal vez porque
tenía hambre y tal vez porque no supo qué responder.
El camarero llegó trayendo lo que habían ordenado. Mijael y Toni se dispusieron
a cenar. Toni se avergonzó por servirse abundantemente, pero la vergüenza no afectó
su apetito.
Las patatas, la espinaca, los huevos, la carne, los nabos y todo lo que el mesero
había traído estaba excelentemente preparado. Sentada plácidamente Toni disfrutaba
de la comida. Las estrellas se reflejaban en la salsa y desde la copa de un árbol se oyó
el trinar de un pájaro. Las arrugas de Toni se distendieron y su cara pareció más bella.
Hartman cubrió sus rodillas con una servilleta y prestó atención al canto del pájaro.
La muchacha que habían visto al entrar pasó a su lado y los miró como si los
conociera. Hartman dijo:
—¿Acaso no te adelanté yo que era pelirroja y pecosa? —Aunque en realidad no
alcanzó a divisar sus pecas.
Toni levantó el vaso con las flores, las contempló y aspiró su aroma. Siempre le
gustaron las margaritas por bonitas y sencillas. Las había plantado en la tumba de su
madre, y ellas, como crecen en cualquier terreno, la contemplaban desde allí,
agradecidas.
De nuevo pasó la misma muchacha llevando un cajón con ciruelas. La humedad
de la fruta madura despedía un olor intensamente dulce.
Mientras sostenía su copa Hartman pensó: desde que nos casamos nunca me
comporté con Toni tan correctamente como el día en que nos divorciamos. Levantó
distraídamente su copa y siguió reflexionando: si un hombre riñe con su esposa no
debe convivir con ella. Un matrimonio sin amor no es matrimonio. Una pareja mal
avenida es preferible que se separe.

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Hartman apoyó la copa y tomó un mondadientes. Y nuevamente se entregó a sus
cavilaciones: si uno se casa con una mujer y no la ama debe otorgarle el divorcio. Si
no le otorga el divorcio debe amarla. Y es necesario que ese amor se renueve
constantemente.
—¿Acaso dijiste algo? —Toni señaló el árbol y dijo—: Un pájaro.
Hartman miró hacia el árbol.
Toni dijo:
—¿Sería esta ave la que cantaba o habrá sido alguna otra?
Ciertamente, ciertamente —replicó Hartman con vehemencia, aunque su certeza
era infundada.
Toni reclinó la cabeza sobre su hombro izquierdo y se dijo: un ser tan pequeño
escondido en el follaje, y su voz conmueve el corazón.
Hartman juntó sus dedos mientras observaba a Toni, sentada con la cabeza
reclinada sobre su hombro. Le pareció que sus hombros se ocultaban mientras dos
puntos blancos asomaban a través de los recortes de su vestido, porque su ropa
interior se había desplazado dejando la piel al descubierto. Ahora, se dijo Hartman,
veremos el otro hombro. Y sin querer golpeteó con sus dedos sobre la mesa. El
camarero lo oyó y se aproximó. Al verlo, Hartman extrajo su cartera, pagó la cena y
dejó una propina.
Inclinándose, el mesero se deshizo en agradecimientos porque la propina había
sido generosa.
La cena fue buena y le costó a Hartman menos de lo que esperaba.
Se apoltronó en el asiento y pidió coñac para él y un licor dulce para Toni. Sacó
de su bolsillo un cigarro y lo despuntó con su cuchillo, luego extrajo un paquete de
cigarrillos y convidó a Toni. Sentados uno frente al otro, el humo de los dos ascendía
y se entreveraba. Encima de sus cabezas brillaban los farolitos y más allá, en lo alto,
las estrellas. Toni dispersó con sus dedos el humo de su cigarrillo y continuó fumando
plácidamente. Hartman la miró y dijo:
—Escúchame.
Toni alzó hacia él sus ojos. Hartman apoyó el cigarro y dijo:
—Tuve un sueño.
—¿Un sueno? —Toni entrecerró sus ojos como soñando.
—¿Me escuchas? —preguntó Hartman.
Toni abrió los ojos, lo miró y los volvió a cerrar.
Hartman dijo:
—No sé cuándo tuve este sueño, si fue ayer o anteayer, pero recuerdo todos los
detalles, como si estuviera soñando ahora mismo.
—¿Me escuchas, Toni?
Ella asintió con su cabeza.
—En mi sueño me encontraba en Berlín. Vino Zisenshtein a visitarme. Conoces a
Zisenshtein. Para esa época había regresado de África. Siempre me alegra que me

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visite, porque trae consigo aromas de lugares lejanos con los que yo soñaba cuando
era niño. Pero ese día no me alegré. Tal vez porque llegó de mañana, cuando disfruto
de estar solo, o tal vez porque en los sueños no siempre nos alegramos con aquellos
que nos alegran cuando estamos despiertos. Vino acompañado por un joven que me
resultó odioso desde el momento en que lo vi. Se comportaba como si acompañara a
Zisenshtein en todos sus viajes. Lo recibí amistosamente por consideración a
Zisenshtein.
—¿Me escuchas?
—Te escucho —susurró Toni, temiendo interrumpir con su voz el hilo de la
narración.
Hartman siguió con el relato.
—Zisenshtein vio mi casa y dijo: si encontrara una vivienda confortable como la
tuya la alquilaría. Mi intención es quedarme por aquí y ya estoy cansado de los
hoteles. Le dije: he oído que hay una casa agradable en Charlotenburgo, así que
podrás alquilarla. Dijo: entonces vayamos para allá. Le dije: aguarda, pues antes debo
hablar por teléfono. Me dijo: vayamos inmediatamente. Me fui con él.
Toni movió su cabeza y él continuó.
—Cuando llegamos no encontramos a la dueña de la casa. Hubiera querido
reprocharle su impulsividad y su apresuramiento, pero me contuve porque estaba
encolerizado y temía decir algo impropio. Mi acompañante urgió a la sirvienta para
que fuera a llamar a la dueña de la casa. Ni bien ésta salió, entró la dueña. Era
morena, ni vieja ni joven, menuda y de corta estatura, sus ojos se veían algo cansados
y cojeaba, pero eso no la hacía parecer defectuosa. Por el contrario, daba la impresión
de que se desplazaba bailando. Sus labios traslucían una alegría oculta, algo así como
un regocijo erótico contenido, como cierta alegría virginal.
Hartman sabía que Toni lo estaba oyendo, no obstante insistió:
—¿Me escuchas, Toni?
Y retornó la historia.
—Las habitaciones que nos enseñó eran agradables. Pero Zisenshtein, dándole la
espalda, dijo: no te aconsejo alquilar esta vivienda. El invierno se aproxima y acá no
hay estufa. Lo contemplé perplejo. ¿Quién deseaba alquilar una vivienda, él o yo? Yo
tengo una hermosa casa y estoy satisfecho y no deseo cambiarla por ninguna otra.
Zisenshtein repitió: una vivienda sin estufa, una vivienda sin estufa, no te aconsejo
que la tomes.
La dueña de la casa dijo: pero si aquí hay una estufa. Zisenshtein la interrumpió:
¿dónde está la estufa?, en el dormitorio, pero el gabinete de trabajo es todo de vidrio.
¿Qué es lo que deseas, una vivienda o un mirador para observar a las aves
congeladas? Sus palabras me sugestionaron y sentí frío. Miré a mi alrededor y vi que
en el gabinete de trabajo había más ventanas que paredes.
Asentí con mi cabeza y dije: así es.
La mujer de los ojos fatigados fijó en mí su mirada graciosa y se irguió como

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danzando. Aparté mis ojos de ella y pensé: ¿Cómo haré para huir del frío? Mi piel ya
se había erizado. Desperté y vi que la manta se había deslizado de la cama.
Una vez que terminó de relatar su sueño le pareció a Hartman que no debió
haberlo contado, a pesar de que experimentó cierta sensación de alivio. Para conciliar
ambas sensaciones dijo con tono burlón:
—Bonita historia te he contado. En realidad ni siquiera valía la pena mencionarla.
Toni pasó la lengua por sus labios y sus ojos se humedecieron. Sin querer la miró
y le pareció que ésos eran los ojos con los que lo había mirado la dueña de la
vivienda. Ahora sólo faltaba que ella… A Hartman le pareció que si Toni se
incorporaba vería que también ella cojeaba. Pero eso no constituía una incapacidad,
según había podido apreciar en la mujer del sueño, así pues, aunque Toni cojeara no
la consideraría defectuosa.
Se puso de pie, tomó su sombrero y dijo:
—Vamos.
Toni se paró, sacó las flores del vaso, sacudió el agua de los tallos, las envolvió en
un papel, las olió y se detuvo un instante, tal vez Mijael quisiera volver a sentarse.
Temía que al ponerse en camino se perdería esta calma.
El mesero se acercó y le entregó la sombrilla a Toni, se inclinó ante ellos y los
acompañó hasta salir del jardín. Apagó entonces los farolitos.
El jardín y sus inmediaciones quedaron a oscuras. Se oyó croar a una rana. Toni
se asustó y dejó caer las flores.
Desde la orilla del río llegaba el croar de las ranas. Los cables de electricidad
despedían chispas. Era evidente que algo se había deteriorado. Después de caminar
un trecho desaparecieron los cables junto con los postes que los sostenían y
chisporrotearon otras lucecitas. Eran las luciérnagas que salpicaban la oscuridad con
su luz.
Hartman se detuvo asombrado. ¿Qué está sucediendo?, se preguntó. Su corazón
estaba sereno, como si su pregunta hubiera incluido también la respuesta.
Caminando lentamente llegaron hasta el río que yacía plácido en el fondo de su
lecho. Las ondas se movían en un vaivén silencioso. La oscura profundidad se veía
estrellada y la luna flotaba sobre la superficie. A lo lejos se oyó el graznar de un ave
de rapiña y su eco atravesó el aire.
Toni cruzó sus piernas y se apoyó en la sombrilla. Bajó las pestañas y pareció
dormitar.
Las olas se levantaban y se dejaban caer cansadas, las ranas croaban y la
vegetación junto al río despedía un olor tibio.
Toni estaba fatigada y sus ojos se cerraban. Los sauces rumoreaban y las aguas se
mecían con desgana. Toni ya no podía controlar sus ojos que se cerraban solos. Pero
Mijael estaba despierto. Nunca había estado tan despierto como en esos momentos.
Cada mínima vibración conmovía su espíritu y él observaba atentamente para no
perder nada de lo que acontecía a su alrededor. Mijael se sentía bien por contar con

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Toni en este mundo y en ese momento. Pero Toni no se sentía de la misma manera.
Estaba exhausta y sus piernas no la sostenían.
Mijael le preguntó:
—¿Estás cansada?
Toni replicó:
—No estoy cansada, —pero su voz contradecía sus palabras.
Mijael se rió y Toni lo miró asombrada. Riendo, él dijo:
—Cierta vez, mientras paseaba con las niñas les pregunté: ¿están cansadas?, y
Renata contestó: yo no estoy cansada, sólo mis piernas lo están.
Toni suspiró y dijo:
—Dulce pajarito.
Hartman se arrepintió de haber mencionado a sus hijas.
Miró a su alrededor en busca de algún coche que los llevara de vuelta a la ciudad.
Todo estaba en silencio. No se oía el rodar de ningún carro ni el motor de ningún
automóvil. Miró en todas direcciones esperando descubrir tal vez una oficina de
teléfonos. Sintió lástima por esa mujercita menuda que caminaba con sus últimas
fuerzas. La sostuvo una y otra vez. Su vestido estaba húmedo por el relente y un leve
temblor la estremecía. Debía cobijarla bajo techo para evitar que se resfriara.
La ciudad estaba lejos y el aire, húmedo. Mijael pensó quitarse la chaqueta para
cubrir los hombros de Toni. Temió que ella rehusara, y él no quería hacer nada que la
contrariara.
Se dijo: quizás encuentre para ella un lecho en la posada donde cenamos. La tomó
por el brazo y dijo:
—Volvamos a la hostería.
Toni lo siguió extenuada.

IV
Desandaron el camino hasta que llegaron de nuevo al jardín. Hartman empujó el
portón para abrirlo. Entraron y subieron por los peldaños de piedra. La casa estaba en
silencio. No se veían ni el mesero ni la muchacha robusta. Seguramente ya no
esperaban más comensales y todos se habían ido a dormir. Cada pisada parecía un
grito inoportuno.
Hartman abrió la puerta de la casa y entró. Saludó pero no obtuvo respuesta. Vio a
un anciano arrellanado en una silla junto a la mesa, con una pipa en la boca y cara de
pocos amigos. Hartman le preguntó:
—¿Disponen acá de comodidades para pasar la noche?
El anciano les echó una mirada, a él y a la mujer que lo acompañaba. Era evidente
que no se alegraba al ver a esta pareja que venía a parar a este lugar después de
medianoche, buscando un refugio para su amor. Sacó la pipa de su boca, la dejó sobre
la mesa y echándoles una mirada admonitoria dijo con voz dura:

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—Hay una sola habitación libre.
Toni se sonrojó. Mijael estrujó su sombrero en silencio.
El dueño de casa invirtió su pipa y la golpeó contra la mesa para vaciar la ceniza.
Separó los restos de tabaco bueno y los devolvió a la pipa. Los apisonó con su pulgar
mientras decía:
—Daremos la habitación a la señora. También encontraremos un lugar para el
señor. En caso de necesidad acondicionamos la mesa de billar.
Toni inclinó su cabeza y dijo:
—Mil gracias.
Hartman dijo:
—¿Podría enseñarnos la habitación?
El hombre se incorporó, encendió una vela, abrió una puerta y entró con ellos a
un aposento espacioso con tres camas, una de las cuales estaba tendida. Había
también un tocador con dos jofainas, dos jarras y un botellón lleno de agua hasta la
mitad y cubierto con un vaso invertido. En la pared, encima de la cama, estaba
colgado un cuerno roto del que pendía una corona de novia, y sendas cabezas con
ojos de vidrio rojo, una de carnero y otra de jabalí, adornaban las otras paredes.
El posadero revisó el vaso, lo colocó boca arriba sobre la mesa y aguardó a que
Hartman saliera.
Hartman extendió el brazo para palpar el colchón. El posadero lo vio y dijo:
—Todavía nadie se quejó por no haber dormido bien en esta casa.
Hartman palideció y su mano quedó suspendida en el aire. El posadero colocó la
vela junto a la cama tendida y dijo:
—Ahora el señor vendrá conmigo y le prepararé su lecho. —Y se quedó
esperando que el huésped lo acompañara.
Hartman captó la intención del posadero. Tomó la mano de Toni y le dio las
buenas noches. La mano de ella tardó en despegarse de la de él y su mirada envolvió
el corazón de Mijael.
Luego, mientras el posadero preparaba el lecho para Hartman encima de la mesa
de billar, conversó con él. Su fastidio se disipó y su cara adquirió una expresión
amable. Ahora, sin la mujer, el huésped le parecía una persona correcta. Le preguntó
a Hartman cuantas almohadas acostumbraba a usar, qué tipo de cobertor prefería,
delgado o grueso, y si deseaba beber algo antes de acostarse. Finalmente le entregó
una vela y unas cerillas y se retiró.
Al poco rato Hartman salió al jardín. Los faroles ya estaban apagados, pero desde
lo alto se derramaba la claridad. El pasto y las mandrágoras despedían un olor
húmedo y refrescante. Una castaña cayó del árbol y se partió.
Hartman se quedó parado, meditando acerca de los acontecimientos de esa noche.
Se dirigió hacia la mesa en la cual había cenado con Toni. Las sillas estaban
invertidas y el rocío brillaba sobre la tabla desprovista de mantel. Debajo de la mesa
había un grueso cigarro. Era el que Hartman había dejado cuando comenzó a narrarle

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su sueño a Toni.
Ahora fumemos, dijo Hartman, pero aún antes de sacar el cigarro ya había
olvidado lo que se proponía. Se preguntó: ¿qué quería hacer? Quería subir a ese
montículo que tengo frente a mí. En realidad no deseaba subir, pero como ya lo había
formulado, lo hizo.
El montículo semejaba una cúpula ancha en la base y estrecha en su parte más
alta, su perímetro era reducido y estaba rodeado de arbustos. Inspiró y pensó:
seguramente cada espina posee un nombre. Yo conozco algunos de esos nombres, en
realidad más de los que supuse. Me pregunto si el jardinero no se ocupa más de la
cizaña que de las flores. Estos jardineros extirpan la cizaña de sus terrenos naturales y
la plantan donde no pertenece. Quizás los nombres que yo conozco corresponden a
las espinas que crecen por aquí. De repente sonrió y se dijo: el posadero no sabe qué
relación tenemos Toni y yo. ¡Qué enojado estaba cuando solicitamos un lugar para
pernoctar! Ahora veré qué hay por aquí.
Contempló el montículo y recordó cierto episodio. Una vez, en su infancia,
mientras paseaba con unos amigos vio un montículo, trepó y cayó. Ahora asoció una
cosa con la otra y comenzó a temer que caería, seguramente se caería, es un milagro
que aún no se haya desbarrancado y caído, y aunque aún no haya sucedido finalmente
se caerá, y aunque el lugar no sea peligroso su miedo lo hará caer. Sus piernas todavía
lo sostienen, pero siente que flaquean y resbalan, así pues rodará y se romperá los
huesos.
Sacó fuerzas de flaqueza y descendió del montículo. Una vez abajo se asombró:
qué altura tenía ese montículo, un pie o un pie y medio, y cuánto temor le había
infundido.
Cerró los ojos y se dijo: estoy cansado. Y regresó a la posada.
Reinaba la más absoluta calma. El posadero estaba sentado en la sala, frotándose
los tobillos y sorbiendo una bebida que lo ayudaría a dormir. Hartman entró
sigilosamente, se desvistió, se tendió sobre la mesa de billar, se cubrió con la manta y
se volvió hacia la pared.
Qué extraño, pensó Hartman, durante todo el tiempo que estuve parado en el
montículo pensé únicamente en mí mismo, como si no tuviera dos hijas, como si no
tuviera esposa.
Hartman amaba a sus hijas como todo padre. Pero como todo padre no había
renunciado a lo suyo en aras de sus hijas. El episodio del montículo le ablandó el
corazón, y se sintió avergonzado y sorprendido. Volvió a pensar en sí mismo. ¿Qué le
había ocurrido en aquel montículo? En realidad no le había ocurrido nada. Había
ascendido y le pareció que resbalaría y se caería. ¿Y qué si se hubiera caído? Se
habría levantado.
Se estiró en el lecho y sonrió mientras pensaba: qué ridículo se veía Tenzer
cuando le quité a Toni. Todavía ocurren cosas divertidas en este mundo.
Ahora volvamos al tema anterior: ¿qué significado tiene el montículo? No éste de

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ahora sino aquel otro del cual me caí. Cierta vez salí a dar un paseo con un amigo.
Trepé a un montículo y de repente me encontré tirado en un pozo.
No recordaba la caída en sí misma. Sólo recordaba que se encontró tirado en el
pozo, sus labios y su lengua hinchados, todo su cuerpo dolorido y algo dulzón en su
boca. Pero sus miembros estaban relajados, como si se hubiera deshecho de una carga
y todo él se hubiese distendido. Posteriormente se había vuelto a caer más de una vez
pero nunca había vuelto a experimentar aquella calma. Parecería que al hombre le es
dado sentirse de ese modo solamente una vez en la vida.
Apagó la vela, cerró los ojos y trató de rememorar aquel incidente. Los
pormenores se le confundieron como en un sueño.
Desde uno de los muros de la casa surgió el canto de un grillo, que se
interrumpió, intensificando el silencio. Sus miembros se aflojaron y su espíritu se
serenó.
De nuevo cantó el grillo. Quisiera saber, se dijo Hartman, hasta cuándo cantará.
Comenzó a pensar en Toni. Evocó su figura, sus movimientos y también los dos
puntos blancos de piel que descubrían los recortes de su vestido. Indudablemente ya
no era joven, y si bien su cabello no había encanecido, sus arrugas se habían
multiplicado. La más marcada es la que está junto al labio superior. ¿Acaso le falte un
diente?
Las razones por las que siempre había criticado a Toni no habían desaparecido,
pero sintió que esos defectos no la disminuían. Con una sensación de dulce cercanía
volvió a evocar su rostro maravilloso que contra su voluntad se fue haciendo más y
más borroso. Qué delgados se ven sus hombros, pero su porte sigue siendo grácil
como el de una joven.
Hartman ahuecó su brazo en el aire y sintió que se ruborizaba.
Mientras estaba ensimismado en sus pensamientos le pareció oír un gemido
proveniente de la habitación de Toni. Abrió los ojos, alzó la cabeza y su corazón se
mantuvo alerta. Ayúdame, Dios mío, que no le suceda nada.
En realidad era imposible oír algo ya que una pared se interponía entre ellos, y el
gemido no había sido de dolor. No obstante se quedó incorporado en el lecho, quizás
podría oír algo, quizás sus oídos lograran percibir algún rumor vital. Tal vez deba
socorrerla.
De nuevo la visualizó tal como la había visto ese día, plegando su chal sobre la
frente, aspirando el aroma de las margaritas, escarbando el suelo con la sombrilla y
dispersando el humo del cigarrillo.
Entretanto desapareció la sombrilla, se desvaneció el humo y las margaritas se
multiplicaron hasta cubrir todo el montículo.
Atónito miró en derredor.
Sus ojos se fueron cerrando, su cabeza se desplomó sobre la almohada, la calma
lo fue embargando y su espíritu comenzó a flotar en el mundo de los sueños, allí
donde éstos se suceden y se entrelazan, y no existe ninguna separación entre uno y

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otro.

Shmuel Yosef Agnon (Buczacz, Galicia[1], 1888-Jerusalén, 1970). Su verdadero nombre era Shmuel Yosef
Czaczkes, pero comenzó a utilizar el seudónimo Agnon al publicar su primera obra en Eretz Israel. En 1924, tomó
oficialmente este nombre.
Nació en el seno de una familia acomodada, donde la cultura tradicional judía convivía con la moderna cultura
europea. Mientras su padre le enseñaba las tradiciones rabínicas, su madre leía con él literatura germana.
Comenzó a escribir en yiddish y hebreo a los 8 años y a los 15 años comenzó a publicar sus escritos. En 1907
dejó Buczacz y se trasladó a Jaffa. Ya no volvería a escribir en yidish nunca más, aunque tenía más de 70
publicaciones en ambas lenguas.
En 1913 se traslada a Alemania, donde trabaja como editor y profesor particular. Consigue la ayuda de un rico
judío para publicar sus obras. En 1924 un incendio destruye su casa y pierde todos sus manuscritos. Se traslada a
Jerusalén, donde vive hasta su muerte.
En 1966 obtiene el Premio Nobel de Literatura.
Sus cuentos han sido reunidos en 11 volúmenes y otros trabajos suyos en ocho tomos.
Citamos algunas de sus obras: And the Crooked Shall Be Made Straight, The Legend of the Scribe, The Bridal
Canopy, From Then and From Now, Love Stories, Two Tales, A Whole Loaf, In the Heart of Seas, Only Yesterday,
The Fire and the Wood, In Mr. Lublin’s Shop…

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Concurso de natación
Benjamín Tammuz

I
Hace muchos años, en un cálido día de verano, estaba yo sentado en la cocina de
casa con la mirada puesta en la ventana. Con los pies descalzos absorbía el frescor de
las baldosas rojas del piso, mientras mis ojos vagaban por fuera y mis codos se
apoyaban en el hule de la mesa. Un silencio de mediodía flotaba en los cuartos, y una
serenidad de ensueño deambulaba en mi corazón.
De pronto, llegó un sonido: del extremo de la calle se oía un golpeteo de
herraduras y un carricoche que se acercaba, un negro carricoche árabe, de esos que
andaban por los caminos antes de que se multiplicaran entre nosotros los
automóviles, de los que solíamos arrendar para viajar a la estación del tren en Yaffo a
fin de ir a pasar Pesah[2] a casa de la abuela, en Jerusalén.
Los caballos se fueron acercando, deteniéndose frente a la puerta de la casa, el
cochero se bajó y golpeó la puerta. Salté para abrirle y un olor a humedad se adueñó
de la cocina, olor de caballos y olor de lejanías, y los hombros del cochero obstruían
la luz e impedían que el calor aumentara dentro.
El cochero extrajo una carta y la puso en mi mano. Eché una mirada y vi que
estaba escrita en francés, idioma que yo no sabía leer. Mamá tomó la carta y su rostro
resplandeció. Pidió al cochero que entrara y le puso delante un trozo de sandía y una
pita[3] fresca. El cochero apoyó el látigo en la pared, bendijo la obra de las manos de
mi madre, mordió la sandía y el resonar de sus labios llenó el cuarto.
Mi madre dijo que la carta era de la anciana árabe del naranjal, y escribía que
estaba bien y que sus dolores la habían abandonado, que el remedio le venía de las
manos de mi madre y desde la lejanía le besaba la mano. También escribía que los
días eran estivales y que había oído decir que se acercaban las fiestas, que
seguramente mi madre estaría libre de sus otros enfermos e iría con su hijo a alojarse
en la casa del naranjal.
Cuando salimos de casa y subimos al carricoche, el sol se acercaba a su ocaso en

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el mar. El cochero plegó el techo redondeado de cuero y nosotros nos hundimos en el
asiento suave y mullido, y de inmediato me acometió una sensación de lejanías y de
viaje. El árabe trepó a lo alto de su pescante, silbó a los caballos y ondeó el látigo.
Chimaron los resortes, se hundieron los asientos debajo de nosotros y tornaron a
levantarse como una ola, un relincho de despedida atravesó el aire. El carricoche
despegó las ruedas de su sitio y partió, repiqueteando con sus llantas sobre la
carretera dispareja, con un canto de cosas que pesan y de alegría de vivir. Al poco
rato pasamos por delante de la mezquita de Hasan Beck y entramos en las callejas de
Manshía. Olores de alimentos cocinados nos salieron al encuentro: aromas de
comino, de cordero asado, de berenjenas fritas y de menta, nos inundaban
sucesivamente. Y la voz del cochero resonaba en el espacio, lanzando sus
advertencias a derecha e izquierda, instando a los mercaderes a apartarse del camino
y reprimiendo a los chiquillos que se revolcaban en medio de la calle. Los caballos
meneaban sus grupas castañas y brillantes y repicaban acompasada y alegremente, el
de la derecha levantó la cola arrojando bolas de bosta en plena carretera. El cochero
volvió el rostro hacia nosotros y nos dirigió una sonrisa de disculpa desde lo alto de
su pescante, dijo que los caballos eran unos desvergonzados, que no tenían modales y
que perdonáramos.
Serena y plácidamente nos balanceábamos en el asiento, hasta que salimos de la
ciudad y los caballos empezaron a tirar con pesadez del carricoche por un camino de
arena rojiza, entre cercas de chumberas y acacias, y de la arena subieron olas de calor
que venían a compartir con nosotros el asiento fresco. Al parecer, el sol ya se había
puesto en las aguas del mar, porque detrás de los naranjales se divisaba el rojo de un
cielo ardiente mientras una penumbra fresca fue extendiéndose en derredor. Los
caballos se detuvieron de pronto e hicieron aguas, a dúo, en la arena.
Nuevamente arrancó el carruaje de su sitio, un temblor recorrió el cuerpo de los
caballos y debajo de sus cascos apareció una franja de camino empedrado,
flanqueado por hileras de pinos. De pronto, apareció ante nosotros una bóveda de
piedra pintada de blanco, y en ella un portón enorme de madera, cerrado, y en el
portón una pequeña puerta. Junto a la puerta se encontraba una niña de mi edad;
llevaba un vestido blanco y una cinta rosa entretejida en el pelo. Cuando el carricoche
llegó al portón, la niña dio un salto y huyó hacia adentro, y el cochero dijo:
—Hemos llegado.
En nuestros días no se ven casas de campo como ésas. Y cuando se tropieza con
un sitio donde hubo una de esas casonas lo que se ve son sólo escombros de la guerra,
piedras amontonadas y tablas y telas de araña que se esfuerzan por revestir de
antigüedad cosas que ayer respiraban y reían. Pero en aquellos días la casa estaba
intacta y desbordante de vida. Era cuadrada, y estaba rodeada por tres de sus costados
por un edificio de dos pisos. Abajo estaban las caballerizas y los establos, y en el
patio deambulaban gallinas negras y rojizas, cuyos cacareos se mezclaban con los
relinchos de los caballos. En la parte alta, estaba el cuarto de la bomba y junto a él

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una piscina, y un caño salía del cuarto de la bomba vertiendo su agua dentro de la
piscina. Pescados dorados iban al caño y chapoteaban entre las burbujas que subían
con la corriente. Una baranda de madera rodeaba una larga terraza, sumida en
constante sombra, y desde ella se entraba por una puerta de vidrios de colores a un
recibidor del cual se abrían puertas hacia los cuartos interiores, la cocina y los
almacenes.
En el centro de la sala había una mesa larga, y en torno a ella sillones tapizados,
cubiertos por fundas blancas que los defendían del polvo. Pero el día en que llegamos
a la casa las fundas blancas habían sido retiradas y permanecían dobladas, una sobre
otra, en un rincón.
Se alzaban en el cuarto tiestos de barro, pintados de rojo y oro, y en ellos enormes
flores de papel, que imitaban rosas y lirios, y algunas con formas tales que no se
parecían a flores. Había allí un tiesto cuyos colores se habían desteñido, era el tiesto
traído el día de la boda de la anciana, la señora de la casa.
Desde las paredes nos miraban hombres tocados con turbantes que lucían
espadas, rodeados de marcos de madera dorada. La anciana condujo a mi madre ante
uno de los retratos y dijo:
—Éste es mi marido, que en paz descanse. Su padre fue el que construyó esta
casa. Aquí vivimos en los días de verano, y en el invierno regresamos a Yaffo.
Suspiró mi madre y dijo:
—Tampoco mi marido vive. Pero su casa y la casa de su padre no están aquí.
Todo quedó allá, en el extranjero, y yo vivo en una casa alquilada, en invierno y en
verano.
—Ustedes son nuevos aquí —dijo la anciana—, inmigrantes. Pero con la ayuda
de Dios progresarán y se construirán sus casas. Son ustedes industriosos, de manos
benditas.
Mi madre aceptó la insinuación y le devolvió una mirada de gratitud. Pero en
aquel momento se abrió mi boca para decir:
—Pero no es cierto que nosotros despojemos a los árabes. Queremos la paz, no la
guerra.
La anciana posó su mano sobre mi cabeza, diciendo:
—Según las personas. Quien quiere la paz, vivirá en paz.
De pronto, apareció la niña en el vano de la puerta.
—Acércate, Nahída —dijo la anciana—. Besa la mano de nuestra jákima[4], que
curó a tu abuela. Éste es su hijo.
Nahída dio unos pasos medidos desde la puerta y se plantó frente a mi madre, que
la abrazó y la besó en las mejillas. Un rubor apuntó en el rostro tostado de la
muchacha. En silencio bajó la cabeza.
—Nuestra Nahída es tímida —comentó la anciana—, pero tiene buen corazón.
Nahída recogió el vuelo de su vestido blanco y se sentó en un sillón. Entonces nos
sentamos todos, como si se nos hubiera dado el permiso para hacerlo después de que

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la persona más importante tomara asiento.
La anciana dijo algo en francés y mi madre rió. Nuevamente floreció el rubor en
las mejillas de Nahída y noté que me espiaba para ver si entendía francés. Le dije:
—No entiendo nada. ¿Qué han dicho?
—Mi abuela dice que tú y yo podemos formar una pareja.
—Tonterías —dije, clavando mis ojos en el suelo.
—Id a jugar —dijo la anciana—. No os ocupéis de nosotros.
Me levanté y seguí a Nahída a la terraza. Nos sentamos al borde de la piscina.
—¿Crees en Dios? —le pregunté—. Yo no creo.
—Yo sí. Y tengo en el naranjal un lugar donde rezo. Si llegamos a ser amigos te
llevaré a ese lugar para mostrarte que hay Dios.
—¿Tú ayunas en el mes de Ramadán? Yo como, aun en Yom Kippur.
—Yo no ayuno porque soy pequeña. Y tú ¿descansas en Shabat?
—Depende —le contesté—. Si no tengo nada que hacer, descanso. Pero no
porque hay Dios, sino porque sí.
—Pero yo lo quiero a Dios —dijo Nahída.
—Entonces, no podremos ser una pareja hasta que dejes de creer.
Nahída quiso contestar, pero en ese momento se escuchó abrirse el portillo y dos
hombres aparecieron en el patio. Nahída corrió a su encuentro y enlazó con los brazos
el cuello de uno de ellos, tocado con turbante y vestido a la europea, mientras decía:
—Papá, tenemos visitas.
—Lo sé —dijo el padre—. La jákima vino a vernos.
Me levanté y esperé a que subieran a la piscina. El otro, un joven de unos
dieciocho años, arrebujado en la kefía[5] sostenida por un aro, era el tío de Nahída,
hermano de su padre, y él fue el primero en venir y extenderme la mano en señal de
saludo. El padre de Nahída me acarició la mejilla y me llevó consigo, al interior de la
casa.
La comida de la noche se sirvió en la terraza. En grandes fuentes, trajeron a la
mesa patatas fritas, rebanadas de berenjena en salsa de tomate y porciones de queso
salado. En otra fuente se sirvieron granadas y pequeñas sandías, y una pila de pitas
calientes se alzaba en el centro de la mesa.
Abdul Karim, el tío de Nahída, me preguntó si yo también era miembro de la
Haganah[6]. Le contesté que era un secreto.
Él se rió y dijo que el secreto era a voces, y conocido en todo el país.
—Abdul Karim estudia en el College del Mufti —dijo el padre de Nahída—. Y
no hace más que sentir temor por vuestra Haganah todo el tiempo. Ensombrecióse el
rostro de Abdul Karim, el cual guardó silencio. Pero la anciana, su madre, colocó una
mano sobre su palma y dijo:
—Mi Abdul Karim es un hombre bueno y fiel. No lo martiricéis.
Abdul Karim besó la mano de su anciana madre, y nada contestó.
En aquel momento apareció en la terraza un perro ovejero de largas crenchas, el

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cual se metió debajo de la mesa y dio vueltas entre las piernas buscando un lugar
donde echarse, hasta que cesó en sus rodeos y posó la cabeza sobre los pies de
Nahída, lamiéndolos. La cola la colocó sobre mis pies, agitándola continuamente y
haciéndome cosquillas. Una sonrisa subió a mis labios a causa del cosquilleo, y puse
mis ojos en Nahída para explicarle por qué sonreía. Pero vi que ella interpretaba mi
sonrisa como una mirada amistosa hacia ella y callé.
Después de la comida, dijo el padre de Nahída a su hermano:
—Abdul Karim, hermano mío, ve a mostrar a los niños lo que has traído de la
ciudad.
Abdul Karim se levantó y nos hizo señas a Nahída y a mí para que lo
siguiéramos. Entró en un depósito del naranjal y extrajo de allí una reluciente
escopeta de caza.
—Mañana saldremos a cazar liebres —dijo Abdul Karim—. ¿Sabes tirar?
—Un poco —le dije—. Haremos un concurso de tiro, si quieres.
—La semana pasada —dijo Nahída— hicimos un torneo de natación en la
piscina, y mi tío les ganó a todos.
—Si quieres —le dije— competiremos también en natación.
—Trato hecho —dijo Abdul Karim—. Mañana por la mañana.
Volvimos a subir a la casa y Abdul Karim colocó un disco, dio cuerda al
gramófono y acomodó el altavoz.
Se escuchó el sonido de un kumangi, acompañado de tambor y platillos, y de
inmediato un canto árabe, una voz dulce y seductora, que se arrastraba y se quebraba
temblorosa. Abdul Karim se arrellanó en su sillón, con el rostro resplandeciente.
Cuando el disco acabó se levantó para poner otro, pero a mí me pareció que era la
misma canción que ya habíamos escuchado. Y así la cosa se repitió varias veces hasta
que, vencido por el tedio, me escurrí del cuarto hacia donde mi madre y la anciana
conversaban. Y como también allí me aburría me levanté y salí a la terraza, los ojos
puestos en la piscina y en el naranjal que estaba detrás de ella. Una enorme luna se
inclinaba sobre los árboles y el fresco del agua se alzaba desde la piscina. Un pájaro
nocturno se hizo escuchar desde muy cerca, pero cuando la voz del gramófono cesó,
calló también el pájaro. Un bostezo se escapó de mi boca y pensé con tristeza en que
mis amigos del barrio estarían asando patatas en la fogata, debajo del poste de la
electricidad, arrastrando maderas desde el depósito de la fábrica de embutidos de la
vecindad. “¿Para qué he venido?” —me dije.
Nahída encontró una manera singular de despertarme por la mañana: había en la
casa un gato gordo y holgazán. Lo puso sobre mi cara y yo salté de la cama. Tomé el
gato y se lo arrojé a la falda. Así entramos en nuestro segundo día en el naranjal. No
terminaba de limpiarme los dientes cuando Abdul Karim entró en la cocina, diciendo:
—¿Qué hay de nuestro torneo de natación en la piscina?
—Cuando quieras —le dije.
Terminamos rápidamente de comer, recogimos nuestros trajes de baño, y salimos.

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Mi madre, la anciana y el padre de Nahída arrastraron sillas hasta la baranda de la
piscina y se dispusieron a ser espectadores del torneo.
—Una, dos y… ¡tres! —exclamó Nahída, y Abdul Karim y yo nos lanzamos al
agua. Sea por la emoción o por mi falta de costumbre al agua dulce, me zambullí
como una piedra hasta el fondo de la piscina, hasta que reaccioné y volví a la
superficie Abdul Karim ya se encontraba en el centro. Vi a mi madre inclinada sobre
la baranda, gritándome: “No tengas miedo. Nada con rapidez”, y empecé a nadar.
Pero en vano, antes de que hubiera llegado al caño que salía de la bomba, Abdul
Karim se encontraba ya en la otra orilla, sentado sobre la baranda y estrujándose el
pelo.
—Me ganaste en la piscina —le dije—, pero podemos competir en otra cosa, si
quieres.
—¿En qué?
—En cuentas, por ejemplo.
—¿Por qué no? —dijo, y ordenó a Nahída traer papel y lápices.
Nahída fue a traer lo que le pedían. Tomé el papel, lo corté en dos, y en cada
pedazo escribí: siete millones novecientos ochenta y cuatro mil seiscientos noventa y
ocho, multiplicado por cuatro millones, novecientos ochenta y seis mil setecientos
cincuenta y nueve.
—Veremos quién llega primero al resultado —dije.
Abdul Karim tomó el lápiz y se puso a escribir, y también yo me puse a
multiplicar. Terminé antes que él y presenté el papel al padre de Nahída, para que lo
examinara. Resultó que me había equivocado. Abdul Karim presentó su papel y
también su cuenta era errónea.
—Hagamos un concurso de conocimientos generales —le propuse a Abdul Karim
—. Por ejemplo. ¿Quién descubrió América?
—Colón —dijo Abdul Karim.
—No es verdad —dije—. Fue Américo Vespucio, y por eso se llama América.
—Te ganó —le gritó Nahída a su tío—. ¿Has visto cómo te ganó?
—Él me ganó en América —dijo Abdul Karim—. Pero yo le gané aquí, en la
piscina.
—Cuando sea grande, te ganaré también en la piscina —le dije.
Nahída estuvo por hacer un signo de asentimiento con la cabeza, pero se
arrepintió y dirigió la mirada hacia su tío, para ver qué contestaba.
—Si llegas a ganarme en la piscina —dijo—, ¡pobres de nosotros! Pobre de ti
también, Nahída, pobres de todos nosotros.
—No sabíamos de qué estaba hablando, y quise decirle que no filosofara, pero no
sabía cómo decirlo en árabe y callé. Después salimos a cazar liebres en el naranjal.
Desde entonces pasaron muchos años, y nuevamente vinieron al mundo los días
estivales. Fatigado del trabajo de todo el año, buscaba yo un sitio de descanso para
pasar dos semanas. Preparé una pequeña maleta y viajé a Jerusalén. No había ninguna

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pensión que dispusiera de un cuarto libre, y, después de corretear largo rato, me senté
en un autobús que se dirigía al barrio árabe de Ein Kerem. Sentado en el vehículo
empecé a pensar: ¿Qué me lleva allí? ¿Por qué precisamente allí?
En el extremo de la calle principal se alzaba una construcción abovedada en cuya
base estaba la vertiente del manantial, y en frente en la ladera de la montaña que
llevaba al monasterio ruso, había dispersos algunos banquillos de madera a la sombra
de los sicomoros, la gente sentada en ellos sorbía café y fumaba en narguile[7]. Me fui
a sentar a uno de los bancos y el mozo se acercó a preguntarme qué quería.
—Escucha —le dije—. ¿Conoces a alguna familia que quiera darme alojamiento
por dos semanas?
—Yo no sé —respondió el mozo—. Quizás el patrón sepa.
Vino el patrón a interrogarme:
—¿Una familia que te dé alojamiento? ¿Con qué fin?
—Descansar —dije—. Estoy cansado y busco un lugar para descansar.
—¿Cuánto quieres pagar?
—Lo que sea necesario —repliqué.
El hombre ordenó al mozo subir a la casa de un tal Abu Nimar.
Al cabo de un rato regresó el mozo diciendo:
—Sube, Abu Nimar consiente.
Tomé mi maleta y empecé a hacer mi camino montaña arriba, y cuanto más subía,
más me sorprendía de haber venido precisamente aquí. Entré a un patio y golpeé la
puerta de la casa. Salió un árabe de unos cuarenta y cinco años, alto y calvo, que dijo:
—Bienvenido, entra.
Fui tras él a lo largo de un fresco corredor hasta llegar a un cuarto pequeño,
totalmente ocupado por una cama alta y ancha.
—Si te gusta el lugar, bienvenido seas —me dijo Abu Nimar.
—Me gusta —dije—. ¿Cuánto?
—No sé —dijo Abu Nimar—. Eso te lo dirá mi mujer —y salió.
Deshice el equipaje y me senté en la cama, inmediatamente me hundí en blandos
edredones que me arroparon y me llegaron a los codos. Un gran silencio reinaba en la
estancia, y a través de él se abrieron paso olores conocidos: fritura, menta, café, agua
de rosas y granos de hez. Sentí que una sonrisa se extendía por mi rostro y mis oídos
se esforzaron por captar un sonido que faltaba para completar un recuerdo lejano y
borroso. De pronto, un grifo se abrió y el chorro del agua me cortó la respiración: un
caño vertiendo sus aguas en una piscina. Me levanté y salí al patio. No había piscina,
ni tampoco naranjal, pero las plantaciones de ciruelos y manzanos tenían eso tan
extraño y tan propio de los cultivos de las casas árabes; era evidente que el huerto no
había sido plantado de una sola vez. Cada generación agregó lo suyo. Una plantaba,
la otra arrancaba. Ésta plantó un manzano junto al grifo, aquélla plantó frambuesa
junto a la casilla del perro, y pasando los días el huerto fue tomando forma y narrando
la historia de sus dueños. Y allí estaba yo, tenso, mientras mi imaginación poblaba el

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patio con Nahída, su abuela y Abdul Karim, y el carricoche que de pronto se
detendría frente al portón y los caballos que harían aguas.
Por la noche, fui llamado a la mesa familiar, y Abu Nimar me presentó a los
comensales: su mujer, hacendosa y de rechoncho rostro, sonriendo sin levantar sus
ojos hacia mí, sus dos hijos, uno de unos trece años, el otro de unos quince, que
estudiaban en el college de la ciudad; y la hija, de blandos y redondeados miembros,
casada con un policía que no estaba en su casa durante la semana y que cuando
llegaba traía un cesto que contenía una paloma asada, manzanas y una docena de
huevos confiscados a los aldeanos del lugar.
Lo servido no fue sino una continuación de aquella comida lejana en el naranjal, y
para entonces ya sabía yo qué había venido a buscar. Después de la comida, las notas
de una canción árabe empezaron a surgir de un gramófono, y Abu Nimar me
preguntó si podía enseñar a sus hijos el uso de una máquina de escribir de caracteres
latinos que había comprado el día anterior en la ciudad. Me senté a enseñar a los
muchachos, que estaban deslumbrados, mientras el padre y la madre contemplaban la
escena con el rostro rebosante de satisfacción. Muchos minutos pasamos en esa
ocupación hasta que vino la madre y me sirvió una taza de cacao dulce y me pidió
que descansara un poco. Durante todo el tiempo no cesó la voz del gramófono, y,
mientras sorbía el cacao, resonó en mi oído la voz de Nahída, el rostro de Abdul
Karim se dibujó en mi imaginación, y desde la oscuridad del corredor vino el eco de
la conversación de mi madre con la anciana. Entonces supe que todos esos años había
estado esperando este momento, el retorno a los días de la estancia en el naranjal,
para integrarlos nuevamente en mi mundo. Cerré los ojos y me dije: “¿Os volveré a
ver, pequeña Nahída y Abdul Karim, el vencedor de la piscina?”.

II
Pasaron varios años más. Estábamos en plena guerra entre nosotros y los árabes.
Yo me encontraba en una compañía que se preparaba para el asalto de Tel Arish, en
las arenas de Yaffo, al este de la ciudad. Pocos días antes hubo un asalto frustrado que
nos costó veintiséis bajas. Esta vez estábamos seguros de nuestra victoria, y
considerábamos la batalla próxima como una operación de venganza e ira.
A medianoche salimos de Holón y avanzamos agazapados hacia las casas de Tel
Arish. Las lomas de arena nos ocultaban y arrastrarnos por ellas resultaba cómodo y
silencioso. Un viento occidental traía en sus alas los aromas de Yaffo. Pero en horas
más avanzadas nos vino el viento a la espalda, desde las viviendas de Holón, y nos
devolvió los olores de las casas blancas. La arena de debajo de nuestros cuerpos
despedía la calidez absorbida al sol y nos recordaba días luminosos pasados entre las
casas blancas, nos seducía con promesas de libertad y regocijo, que volverían a
encontrar morada entre nosotros después de la victoria.
Cuando los árabes nos vieron, ya era demasiado tarde. Nos encontrábamos a tiro

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de granada del fortín, y nos arrojamos sobre él desde tres direcciones. Una de
nuestras granadas estalló dentro de la posición de la ametralladora delantera y mató a
todos sus hombres. Irrumpimos dentro y dirigimos la ametralladora alemana hacia el
interior de la aldea. La confusión cundió entre los árabes, que salieron de sus casas y
fueron segados por nuestros fusileros, que los acechaban por ambas alas, por el sur y
por el norte. Les quedaba sólo el camino de huida hacia el oeste, y al parecer varios
de ellos lograron ocultarse a tiempo en el naranjal cercano, aquel naranjal donde
había pasado algunos días, hacía veinte años, con la familia de la anciana.
Los acontecimientos se desarrollaron de la forma prevista, de acuerdo al plan. La
casa del naranjal era el segundo objetivo de la operación de aquella noche. No
sabíamos si había allí combatientes, pero era evidente que si no lográbamos liquidar a
todos los hombres de la posición de Tel Arish, encontrarían en la casa de piedra y en
el patio un refugio cómodo para reorganizarse. Por lo visto, en la casa del naranjal
había refuerzos, porque se abrió en nuestra dirección un fuego intenso y era evidente
que había allí posiciones fortificadas y preparadas de antemano ante la eventualidad
de que cayera Tel Arish.
Aquí la suerte no estuvo con nosotros, y la batalla se prolongó hasta el amanecer.
Perdimos seis hombres. Al espíritu de venganza que latía en nosotros se añadía una
nueva ventaja: nuestro número superaba al de ellos. Bien pronto se notaron señales de
claudicación.
El fuego fue haciéndose más espaciado. Al amanecer, irrumpimos en el patio y
colocamos una carga de explosivos en una de las caballerizas. A los pocos minutos de
replegarnos del patio resonó un trueno potente, y el ala de la casa junto a la piscina se
transformó en un montón de escombros. A nuestros oídos llegaron los lamentos de
los heridos y gritos de rendición. Tomamos posiciones en el patio y pedimos a los
árabes que salieran a rendirse. Cuando vi a Abdul Karim no me sorprendí. Era como
si también él estuviera previsto, si bien no había osado llevar hasta ese punto mi
pensamiento. Lo reconocí de inmediato. Fui a su encuentro y lo llamé por su nombre.
Después de explicarle quién era yo, se acordó y sonrió fatigadamente.
—¿Nahída está también aquí? —pregunté.
—No —dijo Abdul Karim— la familia salió de Yaffo.
Vinieron algunos muchachos y se pararon a escuchar, sorprendidos, nuestra
conversación.
—¿Le conoces? —preguntó el comandante.
—Sí.
—¿Está en condiciones de suministrar información importante?
—Puede ser —dije—, pero déjame terminar con él una cuenta vieja.
—¿Quieres golpearlo?
—No —dije—. Quiero conversar con él.
Los muchachos se echaron a reír y al parecer Abdul Karim, que no comprendió
nuestra conversación, se ofendió profundamente y sus manos temblaron por la

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emoción.
Me apresuré a explicarle que quería hablar con él a solas.
—Vosotros sois los vencedores —dijo—, haré lo que ordenes.
—Mientras no te haya ganado en la piscina —le dije— no podremos saber quién
es el vencedor.
Abdul Karim sonrió y evidentemente entendió mi intención.
Pero no así el comandante, quien ordenó conducir a Abdul Karim al naranjal, al
punto de concentración de los prisioneros.
Subí a la piscina y me senté en la baranda. De Holón y de Bat Yam empezaron a
llegar refuerzos y los enfermeros se ocuparon de los heridos del patio. Pronto me
dejaron solo. Me despojé de mi ropa y me metí en el agua. Estaba turbia y era
evidente que el caño no extraía agua del pozo desde hacía mucho tiempo.
Extendí los brazos y crucé la piscina una y dos veces. Cerré los ojos y esperé a
que la voz de mi madre viniera desde la baranda, alentándome: “No tengas miedo,
nada con rapidez”.
En cambio escuché la voz de Abdul Karim:
—«Tú me venciste en América, pero yo te gané aquí en la piscina».
En aquel momento llegó desde el naranjal el eco de un tiro.
El corazón me dejó de latir. Supe que Abdul Karim había muerto. Salí del agua de
un salto, me apoderé de mis pantalones y corrí hacia el naranjal. Había allí un
pequeño alboroto, y el comandante gritaba:
—¿Quién tiró, por todos los diablos?
Uno de los muchachos dijo:
—Se me escapó un tiro.
El comandante se me acercó y dijo:
—Perdimos una buena información, por mil demonios, han matado a tu árabe.
—Perdimos —dije.
Después me acerqué al cadáver de Abdul Karim y le di la vuelta. Parecía que me
hubiera visto, con los ojos de la imaginación, nadando en la piscina pocos minutos
antes. Su rostro no era el de un perdedor. Aquí, en el patio, era yo, éramos nosotros,
los vencidos.

Benjamin Tammuz (1919-1989) nació en Rusia y emigró a Israel, antes de que se convirtiera en Estado, a los

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5 años. Estudió Derecho y Economía en la Universidad de Tel Aviv y posteriormente Historia del Arte en la
Sorbona de París.
Se unió al Partido comunista y al movimiento Cananita, partidarios de la creación de un Estado hebreo en
Palestina en lugar de un Estado judío, para evitar conflictos con los árabes.
Novelista, cuentista, crítico, periodista (fue editor literario del periódico Haaretz), pintor y escultor, sirvió
como agregado cultural en Londres y fue escritor invitado en la Universidad de Oxford desde 1979 hasta 1984. Ha
recibido varios premios, entre ellos el Ze’ev en 1972 y su novela Minotauro —nominada por el escritor Graham
Greene— fue seleccionada en Londres como la mejor novela publicada en 1981.
Es autor de 10 novelas, cinco libros de cuentos, dos obras de teatro y ocho libros para niños. Ha sido traducido
a 11 idiomas. Entre sus obras citamos: Sands of Gold, A Garden Enclosed, The Life of Elyakum, A Castle in Spain,
Minotaur, Jeremiah’s Inn, Chameleon and Nightingale, The King and the Not-Electric Guitar, The Second Soul.

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Imágenes de la casa con
peldaños azulados
Amalia Kahana-Carmon

El viento puro del mediodía penetra en la estancia. Es cálido y seco. Viento de


espinas y flores del monte. Arrellanada en el amplio vano de la ventana, embaldosado
con lozas frescas, revuelvo un alto vaso de limonada. Encaramados al muro del
convento, unos niños árabes recogen moras. «¡Por mi vida!» —exclaman en hebreo.
Pero las ramas más pesadas caen sobre nuestro patio. Mi vecino Isacar recogió unas
moras: en un plato a mi lado se desgranan. Son cárdenas, casi negras.
Pasos en el sendero.
Un soldado distraído sube los peldaños azulados. Como si entrara en su propia
casa. Al verme, se sobresalta:
—¿Ocupada? No lo sabía. Buscaba un fregadero para la cocina —dice,
registrando el interior con los ojos.
—De esta casa —le digo— robaron todo: los aparatos eléctricos, la bomba del
agua, los grifos. Y también el fregadero de la cocina.
—Bombas no faltan. Hay muchas en el campamento. ¿Tu marido es soldado? —
pregunta señalando con un ademán de su cabeza a Isacar, que desbroza el jardín
abandonado.
Callo. No enmiendo su error.
—Seguramente recibirán un bomba —concluye, y desciende hundiéndose en la
avena escuálida que ha crecido espontáneamente en nuestro patio, como en todos los
patios vecinos.
La casa está construida con piedra recia, piedra local. Los cuartos son grandes y
sombríos. Están lacrados de tristeza. ¿Qué le ocurrió a este verano? Enfermó. Todos
lo estamos, enfermos, lacrados.
—Mira el cubo destapado en la cocina. ¡Qué lástima! —dice mi vecino Isacar.
Querido Isacar, de ti hay que apiadarse. Isacar me trata con deferencia y cortesía
inusitadas. «Buenos días», me saluda cada mañana. «Buenas noches», no olvida
exclamar cuando oscurece, a través de la puerta cerrada.
Nos sentamos en su cuarto. Comimos granadas del árbol que crece junto al

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portón. Isacar me peló una granada, arrojando la cáscara amarga al trenzado canasto
de los papeles. Isacar, concentrado en su tarea, la mesa pequeña, la cama plegable
cubierta con una manta militar; tres objetos inanimados en un rincón de un cuarto
abovedado, amplio y vacío.
—Sería interesante saber quién vivió aquí antes —dije en voz alta.
Imagínate un banquillo de caña y a una anciana encorvada y retraída bruñendo
cacharros de cobre. A un hombre reclinado aparte, de piel gris y deslustrada como la
del gusano de seda. Un niño estornuda blandiendo el cucharón que le confiaron y
contempla el techo, atento a las respuestas que cree recibir a través de la pared. Hay
flores en los tiestos encalados junto a la escalera. Un botón anaranjado se viene abajo.
Una joven lo toma, acaricia con él su mejilla, se lo acerca a la sien, a la oreja, como
queriendo prenderlo a su cabellera. ¡Y qué hermosa es!
—No creo que lleguemos a saber quién vivió en la casa antes que nosotros —le
dije un día al hombre, entre conserje y jardinero, que ocupa la garita junto al portal
del monasterio.
—No, no lo creo —respondió para mi asombro, con malicia.
En el techo del cuarto que yo recibí hizo blanco una bomba. Un blanco directo,
según cuentan. El armazón de madera quedó destruido. Pero las tejas fueron
reparadas a cuenta del ejército. En las paredes, las marcas de las esquirlas. La
estancia es muy alta. Me traje muebles de la ciudad. Una mesa clara y una silla clara,
un sofá y una cortina. Pero un deje de melancolía persiste también en el ámbito de mi
cuarto. La tristeza es la enfermedad crónica de esta casa, la casa destruida. Extraemos
el agua del aljibe grande donde se recoge la lluvia, bajo la cocina. A veces echamos el
cubo y asciende vacío. Otras veces sube lleno de agua turbia.
Esta mañana trepó un hombre al tejado. Me desperté. Removió una teja. Luego
otra. Destejó casi un metro por cada lado. Por el techo desmantelado de por sí,
irrumpieron en el cuarto la luz del sol y las moscas. Como si yo estuviese acostada en
un granero o en un pesebre. Por el hueco ensanchado saltó Isacar y se agazapó sobre
las vigas del techo en la parte intacta. ¡Está conectando la electricidad en la casa!
Entretanto usamos lámparas de petróleo. Anoche Isacar se puso su uniforme de
policía y, aprestándose para salir, llamó a mi puerta. Me preguntó con su extraña
cortesía si precisaba su lámpara. Coloqué la lámpara adicional sobre el armario bajo
embutido en el nicho, y una luz intensa brilló en la habitación. Isacar permaneció de
pie junto a la puerta. Los postigos metálicos golpeteaban a causa del viento y me
dirigí a cerrarlos. Cuando volví la cabeza, Isacar ya no estaba. Las campanas del
convento dieron las once.
¿Cómo empezó todo esto? ¿Cuándo me hallé con un pie en la realidad y el otro en
un lugar distinto, sobrenatural?
Quizás junto a la cantina del edificio de la prefectura de policía. Me dijeron que
esperara. Me paré a contemplar la plaza: una motocicleta de policía con parabrisas
transparente, una verja baja en torno a un cañón anticuado que sirve de adorno.

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Entonces se dejaron oír las campanas. Acordes monótonos, lentos: como si dos
tiernas criaturas reclusas en un ático altísimo y vacío repasasen a voz en cuello, sin
comprender las palabras, una singular canción de cuna. Un salmo cuya indiferencia
hiela la sangre y paraliza en el nudo de su embrujo, como un filtro que adormece para
siempre todos los sentidos, salvo la aguda voz.
Una mísera congregación se apretujó junto a la entrada, como atemorizada.
Monjas rusas. Pobres. No todas vestían el hábito entero. Esperaban con las manos
recogidas sobre el vientre. Las puntas anudadas de los grandes pañuelos se agitaban
como alas negras bajo sus mentones. Unos cuantos hombres que se habían quitado el
sombrero y lo sostenían en la mano esperaban a su lado, permanecían descubiertos y
el aire jugueteaba con sus cabellos.
El cura, báculo en mano, se colocó frente a la entrada a un paso de su grey,
dándole la espalda, casi en el vestíbulo. Su manto centelleaba, dorado, una corona
ornaba su frente y la pesada cadena que le pendía del cuello terminaba en un
crucifijo. Detrás descollaba la cruz cincelada, asombrosamente grande, que una
monja vieja sostenía a duras penas.
Era una oración fúnebre. Traían consigo una camilla cubierta con un tapiz.
Esperándose mutuamente, comenzaron todos a descender por la senda escabrosa
al jardín. Las monjas avanzaban apretujadas y dóciles, cantando. Sólo una, que
llevaba un delantal azul sobre el hábito, hizo de sus palmas corneta, estiró el cuello,
ladeándolo, y voceó en dirección a la azotea. Un monje escuálido de luengos cabellos
apareció en una de las torres. Saltó a toda prisa los peldaños de madera apoyándose
en el barandal al sesgo. Pasó como alma que lleva el diablo, como un espectro. «¡No
está en su juicio!», prorrumpí espantada en dirección al sargento de policía que venía
hacia mí.
—Me dijeron que se me buscaba —respondió el sargento y se paró a mi lado.
Advertí que en ese momento pareció recordarme, reconocerme, aunque no me había
visto nunca.
Era Isacar, el otro inquilino de la casa abandonada que me adjudicaron.
Pero yo le indiqué la plaza agitada: el monje se sostenía abajo como un mono al
que le resultara difícil mantener el equilibrio sobre dos patas. La monja del delantal
azul le explicaba algo, contando con los dedos. Nuevamente, encaramándose sobre el
barandal, se remontó en un suspiro hasta la torre.
Las campanas rompieron a repicar con un compás vivo, regocijado.
Los acompañantes retornaron uno a uno, santiguándose. El cura, que era un
hombre apuesto de tez juvenil, penetró en la iglesia con paso profano y apresurado,
como si el esplendor de su atuendo le causara embarazo. Una erguida, otras cojeando
y suspirando, pasaron las monjas delante de nosotros, apoyándose las unas en las
otras. Por último, subió la que sostenía la pesada cruz inclinada sobre el hombro,
deteniéndose a cada paso.
Mucho tiempo siguieron tañendo aún las campanas. A través de las celosías del

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campanario se veía su vaivén. Un par de manos tiraba ágilmente de las cuerdas y la
cabeza del compañero miraba hacia arriba. A mi lado, el policía callaba.
—Me dijeron que usted me daría la llave.
—Un momento. Voy a avisar que me marcho a casa.
Cuando empecé a sacar mis cosas de las maletas, esa tarde, apareció Isacar en la
puerta calzando zapatillas marrones de gimnasta y vistiendo una chaqueta militar.
Comía una gruesa rebanada de pan con mermelada.
—Mira, tú vas y te bañas —mordisqueó la rebanada.
Me sobresalté:
—¡Pero por favor!
—Sólo he querido avisarte de que calenté el tanque. Tendremos que fijar turnos
para el baño.
—Muy bien. El último, que avise cuando termine —cerré la puerta.
Al cabo de un rato:
—He terminado.
Al día siguiente:
—Compré esta mañana azúcar, té y arroz. Participarás en los gastos.
Casi no veo a Isacar en horas de trabajo. Una vez fui a su sección. Unos policías
lo esperaban. No estaba. Cuando llegó, se ocupó ante todo de ellos. Era asombroso
oírlo impartir órdenes y que la gente las acatara. Sólo después de que terminó con sus
asuntos me preguntó qué deseaba.
—Mira, he encontrado un envase de lata, nuevecito —se lo mostré y lo tomó con
alegría.
De profesión no soy más que estudiante. Supuse que sería más bien cómodo
aceptar el ofrecimiento de trabajar en la central de teléfonos de la policía, aquí. De
esa manera podría prepararme tranquilamente para los exámenes finales. La razón
principal de mi presencia en este lugar es más simple: durante los combates conocí a
Enoj. Y aquí lo vi por última vez.
Vivo en el extremo del bajo corredor. Una persona alta no andaría por aquí
erguida. Gruesas columnas sostienen una serie de cúpulas.
El corredor se asemeja a una fila de cuartos alineados uno tras otro.
Una ventana arqueada asciende del piso hasta la altura de la cintura: por ella veo
el patio particular del cura, que está pegado a la iglesia, con su par de bancos de
mármol semicirculares situados uno frente al otro y su perrera vacía. Una vez me
acerqué a echar una mirada al interior de la iglesia. Regueros de luz verde,
anaranjada, violeta y roja sobre el piso. Regueros de luz cromática sobre el blanco
lienzo que cubre el altar y que lleva aplicado un bordado con una cruz de tela azul.
Sobre una mesa lateral, dos candelabros caseros. En el techo, un firmamento celeste
desmoronado, arcángeles y principados. Y, entre imágenes de cobre incrustadas en
otro metal, blanco como la madreperla, pende un cuadro extraño que parece describir
un espejo cubierto de tela blanca sobre la que se perfila una cabeza. Una cabeza de la

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que el cabello resbala. Una cabeza con sonrisa burlona.
—Enoj, Enoj —traté en una ocasión de murmurar para mí, inútilmente. Sólo con
los olores penetrantes de la noche, en el trayecto al descubierto del cuartel de la
policía a casa, surge a veces el aliento de aquel tiempo. Como evocación de una
melodía. Y con el correr de los días también ésta se esfuma.
Cuando llego a casa, me siento a estudiar. La clara llama tiembla. Silencio. Los
insectos nocturnos, incoloros, ciegos, chocan contra la mesa, pasean entre los pliegos
de papel. Los dos corceles de De Chirico galopan sobre el muro al borde de un mar
espumoso y refulgente. De la cocina sube la fragancia de los guisos de Isacar. ¿Qué
se cuece para la cena esta noche? Estudio hasta la madrugada. Y me levanto tarde si
no tengo que cumplir mi turno por la mañana.
Pero hoy es día festivo, tanto para Isacar como para mí. Es agradable descolgar,
en un día cálido, un vestido liviano y ponérselo. El jazmín de flores blancas y
delicadas se expone al bochorno agitándose como en un día de tormenta. La aldea
escarpada es urdimbre y trama, pasamanería de cipreses escalonados en la colina. En
el próximo autobús viajaremos a la ciudad. Vamos de compras al almacén de bienes
abandonados.
¿Acaso es tan corto el trayecto? ¿Acaso no hay años-luz de por medio? Cuando el
autobús llegó a la ciudad, me extrañó por un momento el espectáculo de las criaturas
acicaladas, apostadas en los escaparates, señalando inmóviles su vestimenta. Me
asombró que cada edificio tuviera una fachada de varios pisos y cada tienda, puertas
de grueso vidrio esmerilado. Cada hombre con su cara de paseo puesta. Y el dinero,
reduciéndose y cambiando de mano.
En la entrada del restaurante cooperativo, un conocido. Era de nuestra ciudad.
Acababa de comer e iba a salir. Le faltan dedos en la mano, me lo muestra con
sencillez.
—He oído que también a Enoj le faltan dedos. No sé si te acordarás de él. Creo
que en tus tiempos ya lo habían trasladado —dije.
Pretexto para mencionar su nombre. Las últimas semanas se esfumaron. Advertí
que no me había curado. Hablar de él, aunque sólo sea mencionar su nombre.
—¿Te refieres al que está sentado ahí?
Se me heló el corazón. Me agarré al pomo del picaporte de la puerta y sentí cómo
me iba sonrojando. A unos pasos estaba Enoj, tenía en un ángulo de la mesa dos
libros y un diario, uno encima de otro. Alzó la cabeza y examinó el local. De pronto,
me descubrió:
—Tirza —me llamó con su voz taciturna, indicando escuetamente un asiento libre
a su lado, y comenzó a trasladar sus cosas a la otra esquina de la mesa.
Así, la pregunta mortificante: «¿Le volveré a ver, me ignorará, se me acercará?»,
dejó de existir.
—Estuviste en el extranjero —digo y me siento. Isacar me imita.
—En el extranjero, a tu modo de ver. En Israel, al mío…

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Sea. Enoj cayó en poder del enemigo y fue prisionero en la Ciudad Vieja.
—¿Hay cigarrillos? —pregunta.
Me apresuro a sacar mi paquete. Enoj enrolla el cigarrillo con la mano izquierda,
la intacta, y me mira. Una mirada que no dice ven ni dice vete, que no dice sí ni no.
—Gracias por la carta que me mandaste a la prisión.
—La postal —corrijo.
—La postal —confirma.
—Y no la contestaste.
—Como no tenía anotada tu dirección, supuse que no querrías respuesta.
«Entonces, Tirza querida —digo para mí— todos estos largos meses de espera y
él no podía contestarte».
—Conservo la carta —dice pensativo—, no trae ninguna dirección. Quizás la
borraron, quizás estuviera prohibido mandar direcciones militares.
No se qué me movió a mirar a Isacar en ese instante.
—¡Para mí, pescado frito! —anunció Isacar.
Enoj realizó una operación muy complicada con su palma amputada y prendió un
encendedor de bolsillo. Luego le echó una mirada al reloj:
—Tengo una hora.
—Yo voy al almacén de bienes abandonados. ¿Me acompañas?
—¡Oh, no! Dentro de una hora tengo una cita.
—¿Una cita?
—Del seminario. Bueno, ¿cuáles son tus planes para esta hora?
—Enoj —dije sin saber qué decía—, quiero hacerte una pregunta académica.
Isacar se levantó.
Me puse en pie de un salto. Pero Isacar dio media vuelta y se fue. Quise correr
tras él, retenerlo, pero me pareció tropezar con la mirada de Enoj, la mirada que no
dice ven, ni dice vete, que no dice sí ni no.
Volví a sentarme en mi lugar.
—¿Quién es nuestro amigo? —dijo Enoj.
Le miré sin poder creer lo que oía.
—No sé cómo responder. Un policía. Un vecino.
—Tirza tiene una imaginación —sonrió Enoj—, cómo inventa problemas. Se ha
vuelto ingenua. Pero le queda…
—Por favor, no hables así —rogué asustada.
No fueron sus palabras las que me estremecieron, sino que las dijera, que
recurriera a ellas. Como si estuviera acostumbrado a decirlas.
—¿Tú no olvidaste aquellos días? —continuó.
El siglo XX le llegó a Enoj, pensé con pena. Me pareció vencido, como todo el
mundo.
—Ha pasado mucho tiempo desde entonces —dije tristemente.
Me curé. No me curé. Me curé. No me curé. Estaba confundida.

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Volví a casa.
Dejé la cartera sobre el armario y me senté ante mis libros y pliegos. Una nube de
palomas sobre las cúpulas verdes de la iglesia y unas cruces como cerillas se veían
por la ventana; un enrejado en zigzag cuadriculado. Me senté, pero no comencé a
trabajar. De pronto, se colaron por debajo de la puerta las notas furtivas de un piano
solitario. Me levanté de la silla y me arrojé en el sofá. Las notas del piano cesaron: en
su cuarto, Isacar hizo girar el dial de la radio portátil y sintonizó las noticias. Las
noticias llegaron también a su fin.
Isacar llamó a la puerta y entró.
—Tirza —pronunció mi nombre.
Esperé sus palabras. Pero no dijo nada.
—¿Qué quisiste decir?
—Compré en la ciudad una jabonera y una percha para el cuarto de baño.
—Pero todavía no hay tina.
Lo distinguía con dificultad. La sombra en el cuarto aumentaba y se espesaba
como una nieve gris que se deslizara por todos lados.
Isacar se puso en pie junto a mí:
—Seguro que no te quedarás aquí. ¿Para qué te hice compartir todos los gastos?
¿Por qué no dijiste?
—¿Qué más da?
—No es lo mismo. ¿No ves?
No contesté.
—Me refiero: cada cual, a solas.
Me enterneció.
Iba a salir del cuarto, pero siguió diciendo:
—La cuestión es que cada vez que uno se acuerda, no está dispuesto a comenzar
de nuevo.
Me levanté a prender a tientas la lámpara de la pared.
Isacar se detuvo junto a la puerta:
—Tirza, pero para mí es así. Viniste a vivir aquí. Y para mí, que nada tengo de
especial, fue como si me hubiera tocado la lotería.
No logré encender la luz, tan oscuro estaba. Isacar volvió. Abrió la caja de
fósforos y encendió uno para alumbrarme.
—Quiero decir —susurró en voz baja—, hoy comprendí que casualmente me tocó
la lotería. Casualidad ciega.
—Oye —dije—, no hay que renunciar a mí tan fácilmente.
En su mano, el fósforo seguía ardiendo. Casi le quemó los dedos. Antes de que se
apagara vi su rostro atormentado iluminado por la tenue llama como la imagen de un
mártir. El fuego se extinguió.
—¡Esta maldita lámpara! —La arrojé y me desplomé en la silla.
Isacar se me acercó y comenzó a acariciar mi cabello. Y así permaneció, de pie.

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Sólo me acariciaba el cabello. En la imaginación veía cómo, saliendo de mí misma
cual modelo de cera, me incorporaba y decía quedamente:
—¿Hay algo más siempre? El sitio es fascinante.
Sólo que no me moví. No hice nada. Sólo quise que el momento se prolongara y
no huyera. El viento que gime aquí eternamente no callará. El que suba los peldaños
y cruce el umbral será secuestrado. No volverá a ser lo que había sido. El que penetre
en esta casa saldrá distinto, irreconocible. Eternamente oirá, como los murciélagos,
una voz que no registra el oído. Una singular canción de cuna. Y el fragor de la vida
será apenas recuerdo de un clarín lejano.

Amalia Kahana-Carmon nació en el kibutz Ein Harod en 1926 y creció en Tel Aviv. Durante la guerra de
independencia estuvo en el ejército. Estudió Filología en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Su narrativa se
distinguió de los escritores masculinos por su estilo y sus temas. Es una de las más reconocidas escritoras israelíes
de la actualidad.
Ha recibido numerosos premios, como el Brenner, el Newman, el Bialik, el ACUM, Presidencial y el de
Literatura de Israel.
Entre sus obras destacan: Under One Roof, And Moon in the Valley of Ayalon, Magnetic Fields, High Stakes,
Up in Montifer, With Her on Her Way Home, Here We’ll Live.

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El banquete de mi amiga B.
Yehudit Hendel

Al entrar la oí decir desde la habitación: «Que no se te olvide, tres kilos de


cebolla». Temía, por lo visto, que no la oyera. «Es muy importante, tres kilos de
cebolla», repitió insistente. Él se encontraba ya en el pasillo. «No te preocupes, todo
irá bien», le contestó desde allí.
Ella yacía en la habitación, agonizante. Conectada a un montón de tubos, toda
llagada, llena de gasas sobre las venas reventadas de las manos y de los pies, sobre la
cara inmóvil, enrojecida e hinchada por la cortisona, correteándole ya tan solo los
pequeños y brillantes ojos.
—Espero que no se le olvide nada —dijo.
—No se le olvidará nada —contesté.
—¿Vendréis?
—Pues claro —le dije.
—¿Tsefira preparará la comida?
—Claro que sí —le respondí.
—¿Les he dado bien las instrucciones?
—Claro que sí —dije.
—Cuando murió la mujer de mi hermano Najum, le hizo jurar que no se volvería
a casar después de muerta ella.
Hizo un esfuerzo por sonreír, pero sólo le temblaron los delicados orificios
nasales.
—A mí me preparará la comida Tsefira.
Volvió a hacer un esfuerzo por sonreír.
—Es una buena cocinera.
Yo no supe qué contestar. Notaba su mirada sobre mi rostro, clavándose afilada y
fría, como unas tijeras de acero.
—Inmediatamente después moriré, dijo.
—Pero B. —le dije.
Las dos puntas de acero se enrojecieron, incandescentes.
—Inmediatamente después moriré. Todavía resistiré hasta el sábado.

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Volvió a esforzarse por sonreír.
—Espero poder resistir hasta el sábado.
Sus ojos me recorrieron, salvajes, era como si tuviera cuatro ojos.
—Ha sido a él a quien le he explicado el menú con todo detalle. El menú tiene
que ser exactamente ése. Todo tiene que estar bien.
Le dije que seguro que todo saldría bien.
—Tiene que quedar todo muy bueno.
Le dije que seguro que estaría todo muy bueno.
—Se lo he explicado a Alexander, le he explicado que todo tiene que salir bien.
—Él se ocupará de que así sea —dije.
—Sí, espero que se ocupe de todo. —Sus ojos me recorrían constantemente,
salvajes—. El médico me ha dado dos horas de descanso. Podré estar libre durante
dos horas.
—Claro —dije.
—Antes me pondrá una inyección y, además, irá conmigo, claro está. Lo he
invitado y, por supuesto, también a su mujer.
Yo no había preguntado quiénes estaban invitados y ella estaba esperando que lo
hiciese.
—Habrá diez invitados. Once, en realidad. Habrá un lugar vacío. Me gusta que
haya un sitio vacío.
Volvió a quedarse esperando.
—Y Tsefira, claro está, servirá la cena.
No sabía qué contestarle. Me acordé de que siendo yo una niña, mi madre me
había hablado de unas plantas que cuando se parten destilan un jugo rojo.
Mi amiga B. dijo:
—Le he explicado con todo detalle cómo tiene que poner la mesa.
Tampoco ahora supe qué decir.
Ella continuó:
—El efecto de la inyección durará las dos horas. A las cuatro tengo que estar aquí
otra vez.
Le dije que estaría de vuelta a tiempo.
—Sí, estaré de vuelta a tiempo —dijo.
No supe qué contestar. Se hizo un silencio.
—Se acabó —dijo.
El silencio seguía.
—Y después, se acabó —dijo.
Silencio.
—No sabes qué contestar —dijo. Volvió a reinar el silencio. Se le notaba que se
sentía incómoda. Añadió—. Después, todo se habrá acabado. Y la semana que
viene… —dijo intentando mover la cabeza que le pesaba, y se notaba que se sentía
aún más incómoda.

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—Todo se arreglará deprisa —dijo.
No le pregunté qué.
Su mirada volvía a recorrerme, devoradora, y podía sentirse la cálida inmundicia
de su cuerpo.
—Sí, todo se arreglará enseguida —dijo y hundió la cabeza en la almohada, como
si hubiera encontrado allí un abismo de aire.
Le miré la cara hinchada, debilitada. Tenía la barbilla vendada y me recordó el
punto donde empieza el cuello en los animales. Pensé en los huesos, en el pelo, en los
dientes. Sus ojos correteaban por mí tan salvajes que, por un momento, me pareció
que oía a través de ellos. Llevaba una perla colgando del pecho.
Dijo:
—Le he explicado con todo detalle cómo poner la mesa —respiró pesadamente y
añadió— ya ves, un ser humano convertido en perro guardián.
Todo, como la misma muerte, estaba claro y decidido. Estaba claro que ella se
ocupaba de todo, y también de lo que sucedería después. La misma muerte también
estaba planeada. De pronto la vi paseando por el bulevar con la sombrilla blanca. Ella
había dicho:
—La he comprado en Japón pero parezco una chinita.
Tenía una risa muy picara. La verdad es que parecía una china, vagando por la
sombra del paseo de cipreses con la sombrilla blanca. Recordé las divertidas historias
de sus viajes, de cuando más de una vez había dado la vuelta al mundo con
Alexander. Ahora me pareció que buscaba un espejo, que sentía una gran ansia por
verse el rostro en un espejo. Volví a acordarme de la historia de la planta de la
mandrágora que gritaba cuando la arrancaban, y de la cual contaba mi madre,
además, que tenía la raíz negra. Le miré las venas heridas e hinchadas y, aunque
estaba completamente tapada, tuve la sensación de que veía con todo el cuerpo.
—Nadie puede librarse de ese pensamiento —dijo.
Ahora estaba muy tranquila, parapetada al máximo en la almohada. Me informó
de todo, lacónicamente, tranquila. Me contó cómo había dicho que dispusieran la
mesa, quién se sentaría al lado de quién y qué servilletas había ordenado que sacaran
del armario, dónde estaban en él y debajo de qué. En qué vajilla había que servir la
comida y en qué juego, después, el café, de qué hacer el jugo y en qué bandeja sacar
los cubiertos con los largos mangos de madera blanca y, también, que no tenían que
olvidar los granos de mostaza, «porque hace muy bonito echarle a la ensalada granos
de mostaza». Después me contó qué clase de soufflé había ordenado preparar, la
proporción de calabacines, el ajo y la cebolla, y que le había pedido a Alexander que
hiciera crema de sésamo.
—Es su especialidad. Le gusta mucho hacer crema de sésamo. Se lo pasa en
grande preparándola.
Las vendas de las manos estaban manchadas de rojo y parecía como si expulsara
de sí simultáneamente palabras y sangre.

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—Basta —le dije.
Ella no oyó.
—Basta repetí.
Ella dijo:
—Y le he pedido que haga sopa de remolacha dulce. A todos les gusta la sopa de
remolacha. Tiene un color muy bonito la sopa de remolacha.
Ahora no hablaba ni despacio ni deprisa. Su rostro aparecía muy fatigado y sólo
los ojos le ardían con la fuerza hostil que puede dar la naturaleza.
—Te he preguntado si te gusta la sopa de remolacha dulce —dijo.
Una frialdad repentina emanó de ella, como si la fiebre la hubiera congelado. Se
secó la boca con la punta de la venda y se incorporó ligeramente. Volvió a parecerme
que buscaba un espejo, que sentía un enorme deseo por verse el rostro en un espejo.
—Aquí no tengo ninguno —le dije asustada.
Ella preguntó que qué.
—¿Qué? —preguntó insistentemente.
Le dije que sí me gusta la sopa de remolacha.
Me miró golpeando con la mano los hierros de la cama y se oyó un sonido pétreo
y musical. Su silencio era cruel.
—Es muy rica, sobre todo en verano —le dije.
Ella seguía cruelmente callada.
—No digo más que tonterías —dije.
Ella continuó callada para hacerme daño.
—Has creído que quería un espejo —me dijo luego—. No, no necesito ningún
espejo.
Movió el gota a gota sosteniendo la botella en la mano.
—Estoy muy contenta de que hayas venido a verme —dijo—. Sí, realmente estoy
muy contenta.
En su voz había oculto cierto tono ofensivo. Se volvió hacia mí intentando
sonreír.
—Sí, en verano sienta muy bien la sopa de remolacha —dijo.
De nuevo intentó sonreír. Se le ahogó la voz, temblorosa, se la tragó y me miró
tiritando desde la almohada.
—Noto que cada vez está más próxima —dijo.
Yo no sabía qué decir.
—Se acerca por el día, cada vez está más cerca, llegará la semana que viene.
Sollozó quedamente.
—No acecha como un ladrón por la noche, sino a la luz del día.
Yo no sabía qué decir. Ella sollozó bajito. Tenía la cara húmeda y era difícil
distinguir si eran lágrimas o sudor. Ahora parecía tan pequeña en la cama entre las
almohadas, hundida allí como en un estrecho paso entre las montañas, sacudiendo la
infusión, haciendo un esfuerzo por abrir los brazos y siendo sólo capaz de moverse

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hacia un lado, como un pájaro que supiera volar sólo en una dirección. Medité:
alguien no puede pensar eso por sí mismo, eso es lo que ha dicho. Que digo tonterías,
eso es lo que ha dicho. Las mujeres son muy fuertes, las mujeres son muy fuertes,
pensé. Mi querida amiga B. es muy inteligente. No sabía qué decir. Me pregunté cuál
sería la gota que colmaría el vaso.
—Y además quiero que resulte muy solemne —dijo.
Y resultó muy solemne. Llegamos a la una en punto. El resto de los invitados
también llegó a la una en punto. La mesa estaba puesta con todo esmero. Los conté:
había once asientos. El ambiente era especialmente jovial. Las servilletas eran de
flores de colores y había unos ramitos de florecillas en forma de racimo en unos
pequeños jarrones. Tsefira estaba en la entrada recibiendo a los invitados. Tenía
puesto un vestido negro con puntilla negra y, como tenía la piel suave y clara, la
puntilla resaltaba su blancura y la melancólica simpatía que despierta un tipo de piel
así.
—Llegarán enseguida —dijo.
Tenía la cara tensa y hacía verdaderos esfuerzos por controlar la emoción en la
voz. Contó que habían tenido dificultades en encontrar algo para vestir a B. y que
Alexander había ido al hospital tres veces y que tres veces lo había mandado para que
cambiara el vestido por otro. Una de las veces había pedido el sari dorado que le
había traído Alexander de la India, pero después devolvió el sari. Dijo que lo
devolvía porque los botones no estaban bien cosidos, se le desabrocharían durante la
comida y en lugar de estar pendiente de los invitados estaría pensando en los botones.
Alexander había dicho:
—Mejor, mejor que no, imagínate que se hubiera puesto el sari dorado con lo que
dice que cruje la tela —así es que le llevaron el vestido ancho de flores.
Un ligero rubor le teñía las mejillas cuando lo contaba.
—Espero que te guste lo que te envío —dijo y añadió que era muy difícil porque
B. estaba muy hinchada.
Hablaba despacio, con aquella misma melancolía que provocaba simpatía y que
también acompañaba su voz; siguió estando simpática cuando se oyó acercarse el
coche, cuando entró en el patio y Alexander bramó:
—Lo ves como hemos llegado.
La verdad es que resultó un poco extraño cuando nos pusimos todos en fila.
Reinaba un profundo silencio. Ella bajó despacio y se acercó lentamente. El médico
la sujetaba por una mano, Alexander por la otra, y ella cruzó tranquilamente el largo
camino verde del jardín mientras sus ojos trazaban un gran círculo para podernos ver
a todos de una sola vez, ya que estábamos en fila. Sonrió.
—Hemos tenido suerte, hace un día estupendo —dijo.
Llevaba puestas sus joyas y los ojos le resaltaban como dos enormes piedras de
colores.
—Estupendo —rugió Alexander—. ¿Lo ves?

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Llevaba en la boca una colilla de puro apagada y respiraba ruidosamente,
emocionado. Era un hombre corpulento, de piernas largas y paso grande, y llevaba
siempre unas hermosas cajas cuadradas de madera con unos enormes puros.
—Ya te dije que haría un día estupendo —dijo contento.
Ella no lo miró sino que nos devoraba a todos con la vista como si fuéramos una
mancha carente de forma. Después dio un pasito hacia adelante y después otro.
—La verdad es que sí, hace un día magnífico —asintió.
—¿Lo ves? —atronó Alexander.
Ella dio otro pasito hacia adelante. Le pesaba la cabeza y puso un pie en el césped
y, después, con sumo cuidado, el otro pie, como si hubiera minas en la hierba. Su
cabeza inclinada dejó ver el ralo pelo que se le estaba cayendo y las pequeñas y
terroríficas calvas. Se enderezó, se estiró y se palmeó el cuerpo con las manos. Se
oyó un ruido metálico y la vi allí de pie, con el sari dorado que le había traído
Alexander de la India, con la prestancia de una reina bajita que hubiera perdido su
reino pero no la autoridad. Aquella yegua enferma estaba preparada para la carrera.
—Has cortado el césped en mi honor —dijo.
Siendo yo niña, en Nesher, vi una vez una enorme roca desprenderse de la
montaña. Antes, se había ido descomponiendo lentamente, durante días, durante un
año, quizás durante generaciones. Cuando cayó ya no era una roca. Sólo lo parecía.
En verdad no era más que tierra en polvo.
Pero en mi infancia, en Nesher, aquella roca gigante que pendía del aire por
encima de la montaña, me parecía a mí que sostenía todo el monte. Un día de verano,
al mediodía, cuando el sol ardía en lo más alto del monte y la roca era toda oro, como
mi amiga B. con su vestido de tela de sari dorada que no se había puesto, de pronto la
roca se desprendió. Pero en mi infancia, en Nesher, la roca seguía allí en el aire,
sosteniendo el monte, y al mediodía la buscaba en la cima de la montaña, girando
vertiginosamente y desintegrándose en el aire del verano, y creo que también durante
el verano siguiente. Después llegó el invierno y me pregunté cuánto tiempo tarda una
roca que pende de la montaña en caer y me pregunté qué material será el que sujeta
los granos de tierra unos a otros y, a veces, me acordaba de que cuando cayó temí que
hubiera sido el sol el que hubiera caído. Por entonces, me pasaba los días mirando la
cantera.
—La mesa, la mesa —dijo mi amiga B.
Eso fue ya después de que hubiera cruzado el césped a pequeños pasitos, con
cuidado, como si hubiera minas. Se había soltado del brazo del médico y de su
marido, dejando a los dos hombres confusos a su espalda, y a nosotros también nos
dejó atrás mientras andaba sola por el estrecho sendero, avanzando con grandes
esfuerzos, hacia la casa, su casa. Llevaba las manos caídas, desnudas, y volvió a
batirlas golpeándose los costados al acercarse a la puerta, donde se quedó un
momento para después entrar con una repentina decisión, con el gesto enérgico del
que sale afuera en medio de una tormenta. Hacía calor. Tenía la cara sonrojada. Pero

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desprendía una frialdad difícil de soportar.
—Estupendo —dijo.
Lo dijo tres veces, en el mismo tono, pero cada vez con menos calidez, y la
frialdad se hizo insoportable, como si cada vez que lo decía algo se transformara en
su cuerpo. Después entrecerró los ojos y miró solamente la mesa. Estaba allí sola,
apartada de los demás. Permanecía erguida, débil, con los ojos bajos correteando por
la mesa, entrecerrados. Todo era verde. Todo era mentira. Ella permanecía allí, con su
vestido de sari dorado, apartada de todos, y no había escapatoria. Solamente todo era
verde y todo era mentira. Y apartada de todos empezó a avanzar hacia la mesa, como
iban en la antigüedad los condenados a muerte hacia las colinas.
—Espera —se rebeló Alexander.
—Estupendo —dijo ella.
Se volvió hacia nosotros, su aturdido público.
—La verdad es que lo han preparado todo muy bien, ¿no? —dijo.
Su cuerpo, devorado por la enfermedad, soportaba una tensión superior a sus
fuerzas, pero ella seguía forzándolo más y más y más y más, mientras nos observaba
uno por uno a los que seguíamos en aquella triste fila. Y todo era verde, todo mentira.
Solo quedaba el abismo entre mirada y mirada, entre minuto y minutos y el deseo y la
fortaleza que estaban ahora de su mano.
Sonrío.
Tenía una sombra azulada bajo los ojos, y la sonrisa tardó en pasar de un ojo al
otro.
—La verdad es que lo han preparado todo muy bien, ¿no? —dijo drogada,
envenenada, con ojos de loba.
Sabía el precio que tenía que pagar por aquella puesta en escena.
—La verdad es que lo han preparado todo muy bien, ¿no? —dijo muy alegre.
Hablaba despacio y le costaba pasar de una palabra a otra, de un sitio a otro, y lo
único que no tenía era tiempo. También eso lo sabía.
La mesa estaba realmente muy bien. Estaba cubierta con un mantel rojo de gruesa
trama, entremezclada con etéreas rayas de hilo de modo que podía verse a través de él
el color de la madera de la mesa. Había once lugares, once cestillos de paja para el
pan, once copitas de fino pie con una guirnalda blanca tallada en lo alto de la copa,
once vasos de cristal de Hebrón de color violeta, verde, azul y caqui, para la bebida
fría. En el centro había un enorme cuenco de cristal con asas de plata, pinzas de plata,
y un montón de cubitos de hielo cuadrados y rajas de limón redondas y planas que
flotaban en el agua, y otros once vasos de cristal de Hebrón y, en cada uno, un ramito
de flores colocadas con descuido, de modo que parecían flores silvestres. Y luego
estaba la vajilla, no la elegante de las comidas oficiales sino la vajilla algo simple y
tosca de uso familiar, la vajilla de color barro con una estrecha franja marrón
bordeando los platos como un fino anillo y, por supuesto, los cubiertos con los largos
mangos de madera blanca. La mesa estaba dispuesta para un banquete. En cada plato

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grande de barro había un plato de barro pequeño y dentro de éste una alcachofa
entera, y por la mesa había diseminados platillos con salsa de limón y de eneldo. Las
botellas de vino estaban en una mesita cercana, frente a la ventana, y había muchos
saleros, pimenteros y servilletas rojas enrolladas.
Ella seguía en la puerta, entusiasmada, examinando de una sola mirada todo aquel
coloreado arreglo que realmente era asombroso. De pronto dio un pequeño paso hacia
adelante, luego se llegó a la mesa y se quedó allí de pie, emocionada; después dijo
que no se ponen servilletas rojas con un mantel rojo y pidió que pusieran las de la
antigua mantelería de damasco rosa. Alexander se disculpó y volvió con la mantelería
antigua de damasco rosa. Ella dijo entonces:
—Las servilletas se ponen en servilleteros. ¿No sabes que las servilletas se ponen
en servilleteros, eh? ¿No se ha acordado Tsefira? Si lo pedí expresamente —dijo.
Alexander trajo un montón de servilleteros, unos finos anillos de madera, y
empezaron a poner uno en cada servilleta mientras ella se paseaba alrededor de la
mesa a pequeños pasos para comprobar los nombres de las tarjetas que había en los
platos.
—Está muy bien —dijo, y después se oyó atronar la voz de Alexander que
llamaba a los invitados que estaban en el jardín para que entraran a comer. B. se sentó
en su lugar de costumbre, de cara a la ventana. Alexander se sentó enfrente, de
espaldas a la ventana. Tsefira se sentó al lado de él, como la invitada de honor del
banquete. Empezaron con vino frío. Alexander le fue preguntando a cada uno qué
vino deseaba. Había vino blanco, tinto seco y rosado.
B. dijo:
—Sírveme a mí también.
La exasperación de Alexander era evidente. El médico no dijo nada.
—No pasa nada —dijo ella irritada.
—Lo sabía —murmuró él enfadado.
—La copa llena —dijo ella alegremente.
—Llena, llena —continuó ella muy contenta, levantando la copa con mucho
cuidado y volviendo a colocarla en su lugar con el mismo cuidado.
En vano intento ahora recordar de qué hablaron, no logro acordarme, pero
recuerdo con todo detalle lo que comieron, el aspecto que tenía cada plato, el color,
las cantidades y las combinaciones, el destello de los cubiertos y del cristal de las
copas y por dónde empezaron a servir y por qué orden. Nada se salió fuera de lo
común durante la comida, pues todos cumplieron con aquel acuerdo no escrito y
nadie parecía ahora saber nada, recordar nada ni haber visto nada. B. estaba sentada a
mi lado, hablando, ni deprisa ni despacio, pero riéndose muy despacio, con una
especie de violencia oculta; estaba claro que su plan seguiría llevándose a cabo hasta
el final de la comida, y en aquella triste y perdida batalla cualquier cosa estaba ya
bien y después tendrían todo el tiempo del mundo para hacer lo que quisieran. Ella lo
daba a entender con cada mirada, lanzando breves frases, condensadas, bebiendo

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mucha agua, reprimiendo sin esfuerzo la siguiente oleada de palabras. Tenía las
manos llagadas y se esforzaba por ocultarlas procurando comer con los brazos muy
quietos y mover los dedos lo menos posible. Le quitaba las hojas a la alcachofa y las
untaba en la salsa de limón y eneldo, sentada a la cabecera de la mesa, en el sitio
desde el que mejor se veía, sin escapársele ni el más mínimo movimiento de los
demás. Hablaron acerca de que había una brisa muy agradable. Y la verdad es que
soplaba una agradable brisa. Después comentaron lo buena que estaba la salsa, y es
que la salsa estaba realmente buena. Seguidamente llevaron la sopa y le dijo a
Alexander que ella la serviría, y que le colocara la sopera a su lado. Para mi sorpresa
no era sopa de remolacha dulce. Era un consomé. Ella sonrió, inclinó la cabeza
ligeramente hacia mí, y me pareció que las dos comprendíamos el mensaje. Lo peor
eran las palabras. Hoy ya no estoy tan segura cuando vuelvo mentalmente al hermoso
comedor con las amplias ventanas, con la abundante luz, y vuelvo a ver a mi amiga
B. allí sentada, enjoyada, sudando bajo sus joyas. Las movía de un lado a otro por el
cuello, y hoy, al leer un libro sobre pájaros, me he acordado de ella, de mi amiga B.,
sentada y ardiendo de fiebre, los hombros caídos y las manos hinchadas, como un
pájaro alimentándose de su propia sangre.
—El consomé es una cosa buenísima —dijo.
Se rió.
—No hay nada mejor que una sopa caliente en un día caluroso. —Volvió a reírse
—, Alexander, el cucharón, por favor. Empezaremos por el final, Tsefira será la
primera.
Lo dijo despacio, bajito, y sonrió ligeramente, como si el hecho de que hubieran
cambiado la sopa la alegrara mucho. Después sumergió el cucharón en medio de la
sopera e hizo unos pequeños remolinos en el centro mientras lo sujetaba firmemente
como si sujetara una pesada estaca de madera. Tenía los ojos saltones, vidriosos, dos
bolas de celuloide, inmóviles, clavados en el cucharón. Su brillo era cada vez más
opaco, y podía sentirse cómo de minuto en minuto, junto con el cáncer, florecía en
ella el odio hacia los demás.
—Es muy importante removerlo bien, que en cada plato encontremos «el meollo
de la sopa» —dijo— y vamos a empezar por el final, Tsefira será la primera.
Volvió a sonreír ligeramente. Tenía la frente bañada en sudor y se lo secó.
—¡Qué calor hace de repente! —dijo con aquella misma sonrisa mientras nos
miraba de uno en uno empezando de pronto a contarnos en voz alta—. No hay que
preocuparse, después vienen muchas más cosas —dijo y se acercó la sopera
intentando imprimirle una mayor alegría a su voz.
El excesivo entusiasmo es signo de debilidad, escribe Tolstoi en Guerra y paz,
pero mi amiga B., a pesar de lo inteligente que era, atrapada como estaba en tan
estrecha franja de vida, en aquel mediodía, olvidó su antigua fuerza e intentó, en
aquel mediodía, resultar jovial mientras servía el caldo con la frente cubierta de sudor
y, a pesar de que se la secó una y otra vez, la frente volvía con insistencia a cubrirse

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de sudor. El rostro se le ponía alternativamente colorado y blanco, pero lentamente
fue sirviendo el consomé, plato tras plato, removiendo cada vez con el cucharón y
poniendo sumo cuidado en que todos y cada uno de los que estábamos alrededor de la
mesa recibiéramos «el meollo del caldo», y cada uno de los que estábamos a la mesa
alargó el brazo con el plato vacío para después retirar el brazo con el plato lleno y
decir: «Gracias, eres estupenda», y ella decía: «Gracias». Y todos los que estábamos
alrededor de la mesa sabíamos que aquello era un asesinato, que la enfermedad le
había matado el cuerpo.
Se hablaba y se comía. Alguien contó que había comprado un aparato móvil de
aire acondicionado y que era estupendo, y otro dijo que odiaba las cosas móviles, que
prefería que estuviera fijo en la pared. Después hablaron de que Haifa se había
convertido en una ciudad muy sucia. Alguien puntualizó que nunca había sido una
ciudad limpia, que sólo había tenido fama de limpia y después, como de costumbre,
nos preguntaron por qué seguíamos viviendo en el barrio del Hadar y no subíamos al
del Carmelo; en el Hadar, según decían, no quedaban más que los abogados y las
putas, y ella se rió bien a gusto y dijo que Tsvi diría seguro que de entre los dos,
prefería a las segundas, pero en aquel mismo instante empezó a soplar el viento y él
preguntó algo acerca del álamo.
—Hay que arrancarlo —dijo Alexander.
Alguien preguntó por qué.
Alexander dijo que si no acabaría por levantar la casa.
Otro preguntó que cómo era posible que un álamo levantara una casa.
Alexander le explicó que el álamo tenía unas raíces tan largas que podía levantar
una casa.
—¿Una casa? —preguntó el médico.
Alexander explicó que las raíces destruyen los cimientos desde dentro. La casa
permanece entera, pero sin cimientos, y sin ellos se derrumba, «¿Comprendes
ahora?».
—Qué extraño… —dijo el médico.
—¿Por qué? —dijo B. Por lo visto tenía dolores. Sonrió—. Además siempre se le
están cayendo las hojas. Siempre parece que se va a quedar pelado.
El médico bebió.
—Sí —dijo— ha crecido mucho.
B. se volvió hacia él, sin mirarlo, se inclinó hacia el centro de la mesa y cogió de
allí el salero.
—Tiene que ser fuerte, nos sirve de parapeto contra el viento.
—¿De parapeto contra el viento? —dijo el médico.
Ella siguió jugando con el salero.
—Tiene cicatrices en las hojas. Cuando le da el viento, silba.
No estaba muy claro qué tenía que ver aquello, por lo que ella volvió a decir:
—Tiene cicatrices en las hojas. ¿No se ha dado cuenta de cómo silba? —Un gran

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entusiasmo le inundaba la voz y dijo—: Me gusta mucho ese silbido.
—Te estás fatigando —dijo Alexander.
Ella dejó el salero y lo empujó hacia el centro de la mesa.
—Sí, me estoy fatigando demasiado —dijo, y levantó el salero y lo volvió a dejar
sobre el rojo mantel. Después hizo una pausa para dominar la voz.
El rostro le ardía.
—El tamarisco tiene las hojas con unas glándulas salinosas.
El rostro le ardía ahora todavía más.
—¿No has oído que el tamarisco tiene unas hojas con glándulas salinosas, no lo
sabías? En el desierto se moriría. —Ahora preguntó si alguien había oído hablar de la
manzana de Sodoma—. ¿No habéis oído hablar de la manzana de Sodoma? La
manzana de Sodoma —repitió—. ¿Y del tofet, habéis oído hablar? Existen muchos
sinónimos de tofet, ¿no los conocéis? Y la manzana de Sodoma, ¿nadie sabe lo qué
es?
Volvió a reírse. Sus dientes parecían muy fuertes cuando se reía.
—Antiguamente se creía que existía un animal que respiraba eternamente.
Alexander, ¿cómo se llamaba ese animal? Le cortaban la cabeza, sabes, pero seguía
respirando.
—Estamos comiendo —se enfureció Alexander.
—Ay, se me olvidaba, estamos comiendo, os pido perdón —tenía la cara
ruborizada—. Perdón, estamos comiendo, cuanto lo siento. —Se sujetó las manos,
que le temblaban, con fuerza, como si su cuerpo hubiera recibido una descarga
eléctrica—. Y estando a la mesa con mi marido y mis más queridos amigos. —Miró a
su alrededor sin poder dominar sus manos—. Sinceramente, mis mejores y más
queridos amigos, de verdad que os pido perdón.
—Exageras —volvió a rugir Alexander.
—Sí, exagero, pues claro que exagero —y lo dijo con sequedad, bruscamente, sin
dominar todavía sus manos—. La servilleta, Alexander, estás ensuciando la servilleta,
Alexander, la servilleta de damasco rosa. Esta memoria mía, no puedo acordarme del
nombre del animal.
En lugar de ojos, por debajo de la frente, destacaban sus dos bolas de celuloide,
veladas, vidriosas, unos cuerpos extraños en el rostro. Volvió a intentar imprimirle un
tono alegre a su voz.
—Ya pueden servirse las ensaladas —dijo solemnemente, apartándose un poco el
floreado y ancho vestido de los hombros, que aparecieron flacos, solo huesos, y de
los que pendían unos brazos que no parecían brotar de allí—. He leído esta semana,
no recuerdo dónde, que desde 1945 ha desaparecido la estabilidad del mundo.
—¿Desde 1945? —se asombró Alexander.
—Sí, desde 1945.
—¿Y por qué justamente desde 1945? —preguntó Alexander.
Ella dijo:

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—Es un hecho que la estabilidad ha desaparecido del mundo, pero nadie sabe qué
cualidades tiene el nuevo principio, la falta de estabilidad —dijo. Las dos bolas de
celuloide corretearon, de pronto, febrilmente.
—Y puede ser cualquiera —dijo. Hablaba con la voz quebrada.
—La ingeniería de la materia, un asunto complicado —continuó diciendo.
De repente enderezó la espalda, inclinó el cuerpo hacia atrás y se apoyó
pesadamente contra el respaldo de la silla, alzando la cabeza y mirando por un
momento como desamparada, mientras se retorcía las manos.
—El hombre no puede vivir fuera de su casa, ésa es la cuestión, creo que ésa es la
cuestión —dijo de pronto y se irguió bruscamente como queriendo aspirar mejor el
aire que la rodeaba. Su respiración era muy rápida y pensé que el dolor se redoblaba
como el fuego en un incendio. Todo el rato se retorcía las manos.
«Es algo canibalesco», me había dicho una vez. «Es vivir en un saco», me dijo.
«Y esas hojas susurrando constantemente», había añadido.
Seguía erguida como un perro.
—El álamo tiene un sonido concertante —dijo.
Alrededor de la mesa se oyó de pronto un alborotado murmullo.
Ya he dicho que tengo una gran dificultad por recordar lo que se habló durante la
comida, y ayer llamé a una de las convidadas para preguntarle. Tampoco ella se
acordaba, ni su marido. Solo se acordaban de que no pasó nada en especial hasta que
alguien habló del Hospital Beilinson y B. dijo:
—No, yo no voy al Beilinson.
Alexander le dijo que nadie había querido decir que fuera al Beilinson, pero ella
siguió mirando fijamente el plato. Alexander dijo que ni siquiera entraría en la calle
Beilinson. También ahora tenía ella la cara completamente roja. Se encorvó y empezó
a sorber pequeños traguitos de la sopa y dijo que no le dieran su nombre a ninguna
calle. Alexander gritó, pero ella no levantó el rostro de la sopa, y repitió que era su
deseo que no le pusieran su nombre a ninguna calle.
—Así podrás ir libremente por todas las calles —dijo.
Alexander apartó rápidamente la servilleta de sus rodillas y se levantó pero ella
siguió tomándose la sopa.
—Como escaladores, avanzando por los senderos —dijo tomando la sopa.
Yo, entonces, no sabía todavía de qué hablaban y sólo después comprendí que los
hombres, como la historia, se repiten. Eso me lo contaron después de pasados unos
años, en una llamada telefónica de Haifa a Tel Aviv. Las líneas estaban sobrecargadas
y no se oía bien la conversación. El médico bromeó acerca de que no era tan fácil
ponerle el nombre de nadie a una calle. B. no lo oía. Ordenó que llevaran las
ensaladas y la carne, pero antes, Alexander debía contar la historia de la cobra. Todos
conocían la historia de la cobra, pero también es verdad que a todos les gustaba esa
historia, así es que Alexander encendió un puro, tomó aire y contó con voz potente,
con apasionamiento, lo que ya había contado decenas de veces con voz potente y

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apasionada, cómo se había traído a Israel una serpiente cobra para el zoológico de Tel
Aviv cuando estuvo en una convención de la ONU, en el avión, en la maleta, y cómo
sobrevolando el océano la cobra se le había escapado de la maleta. Era por la noche.
Los pasajeros dormían. Y al abrir la maleta, ésta estaba vacía. Tomó aire y continuó
relatando cómo había cerrado la maleta, sabiendo que la cobra se estaba ahora
paseando por encima del océano entre los asientos del avión en los que dormitaban
los pasajeros; volvió a tomar aire, estiró sus fuertes y largas piernas, se recostó en la
silla y ella lo miró con los ojos cada vez más concentrados en un punto de su cara
mientras golpeaba el plato con la punta del tenedor como acompañamiento musical
de fondo de aquella potente voz. Podía apreciarse cómo los ojos de ella se iban
haciendo cada vez más pequeños, cómo se iban concentrando en un punto cada vez
más pequeño de la cara de él, moviéndose hacia allí siguiendo una línea diagonal,
extraña, torcida y, después, aquella línea torcida se movió alrededor de la mesa,
pasando en zigzag de los platos a los rostros y de los rostros a los platos, y con ella
una ligera sonrisa, suave, pero que no se sabía hacia dónde iba dirigida.
—Puede servirse la carne —dijo.
La línea torcida se movió ahora hacia Tsefira.
—En la tabla de madera grande —dijo y volvió la cara como quien va a pasar a la
otra acera—. Espero que conserve el color; al guisarlos, los alimentos pierden el
color. —Respiró profundamente—. Te has dado cuenta, la mayoría de las verduras se
ponen rojas al cocerlas, ¿te has fijado? —Volvió a respirar profundamente—. La piel
de las verduras, todo está oculto en la piel de las verduras —dijo buscando las
palabras, pero éstas no acudían, eran como huesos que no casaban entre sí—. Nunca
se sabe cómo van a reaccionar los elementos —dijo. Se rió suavemente—. Me gusta
esta vajilla de barro —dijo.
Tsefira distribuyó las ensaladas por la mesa (ya he dicho que contenían granos de
mostaza). Después sirvió el soufflé, el budín y otras masas y añadió cubitos de hielo
en el cuenco que contenía agua helada. Había lombarda al vino, un tazón con
cebollitas muy pequeñas en vino (un manjar que a B. le gustaba en especial),
remolacha con un sabor avinagrado y calabacín con almendras.
Después llegó una fuente magnífica con arroz salteado de champiñones,
almendras, pasas y rajitas de frutas escarchadas. Al final llegó la carne, un trozo
enorme, sobre una gruesa tabla de madera clara, rodeada de trozos de pollo guisado
en zumo y vino. Alexander empezó a trinchar la carne y fue preguntando uno por uno
qué parte quería, y B. dijo que Alexander era especialista en trinchar la carne y seguía
sus movimientos sin dejar de mirarlo un momento.
—La carne del centro, la del centro —pidió— por favor —y no dejaba de mirarlo,
y todos supieron que era ella la que se lo había preparado todo y también que sería
Tsefira la que ocuparía su puesto, que era ella misma la que la había metido en casa,
la que le había enseñado los guisos que a él le gustaban y cómo le gustaba que le
plancharan los cuellos de las camisas. Y Tsefira había aprendido muy deprisa. Tenía

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un andar gracioso y daba la vuelta a la mesa con las fuentes de las ensaladas
ofreciéndolas con su bello andar, y después trajo patatas en papel de aluminio con
salsa de nata y las puso en el centro de la mesa; mientras andaba se inclinaba, y el
médico preguntó si aquello tenía ajo.
B. dijo:
—Sí, ahí hay ajo, ¿y qué si hay ajo? Hoy también voy a comer ajo, hoy me lo
permito todo —y le pidió a Tsefira que llevara el melocotón en almíbar, la crema de
albaricoque y el soufflé frío, y Tsefira tuvo que ir varias veces a la cocina con su
gracioso andar mientras en la mesa se fueron juntando el melocotón en almíbar, el
soufflé frío de limón y la crema de albaricoque en un molde negro precioso. B. no
apartaba los ojos de la mesa para ver dónde ponían cada cosa y entonces alguien
propuso que brindaran por ella y todos se pusieron en pie y brindaron y también ella
se levantó y bebió. La cara todavía le ardía y se notaba cómo la abrasaba su ardiente
respiración.
—Puede empezarse la carne —dijo.
Recordó que no debía de olvidarse la salsa y dijo que Alexander siempre se
olvidaba de la salsa. Luego dijo que la salsa era una exquisitez sin igual y propuso
que después de la carne cada uno contara una historia y que Alexander fuera el
primero. Él preguntó cuál.
—La de la cobra —dijo ella.
Se hizo un silencio.
—La de la cobra, a todos les gusta la historia de la cobra —dijo.
Otro silencio.
—¿Por qué no? —dijo el médico.
Ella se rió con nerviosismo.
—Se me había olvidado, ya la has contado.
—Se puede volver a contar, ¿por qué no? —bramó Alexander.
—Claro que se puede volver a contar —dijo ella. Su voz sonaba ronca, como un
triste graznido, y lo miró, muy concentrada, como quien mira fijamente una linterna
—. No es necesario.
Las venas del cuello se le llenaron de golpe de sangre y agachándose se sujetó la
nuca como si se le hubiera partido.
El banquete, como de costumbre, se alargó más de lo que se pensaba y vi al
médico mirando el reloj a hurtadillas. Por lo visto también ella lo vio, porque se
volvió hacia mí y alzó la mano haciendo señas.
—No, todavía no han pasado dos horas —y siguió mirándose la mano, distante,
como si fuera la mano de otro cuerpo, y hasta hoy me persigue su voz saliendo entre
dientes—. No, todavía no han pasado dos horas, esto es algo muy importante para mí,
la última pólvora, todo el futuro que me queda.
Ahora la respiración era muy rápida, tenía los párpados rosados y ya sólo lograba
representar su papel con relativo éxito, costándole mucho superar los momentos en

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blanco. Después de que se hubiera terminado de comer dijo que para el café y el
sésamo pasaríamos al salón, y que era Alexander quien había preparado el sésamo
porque le gustaba mucho prepararlo. También allí estaba todo dispuesto y listo. Había
once asientos, varias mesitas y muchos ramos de flores. La ventana estaba abierta,
alta, ancha, y podía verse el mar en toda su extensión.
B. se dejó caer en su sillón, despacio, con esfuerzo, sujetándose una mano con la
otra. Después se soltó la mano, también despacio, como si la cosa más difícil del
mundo fuera soltarse la mano. De pronto parecía estar muy débil. En lugar del
sonrojo habían aparecido ahora en su rostro unas manchitas marrones, como motas de
óxido, y cada vez que me acuerdo de aquella imagen se me ocurre pensar que hay
máquinas que resisten mientras están quietas, pero no que se las traslade.
Y pasar al salón, ah, no, eso si que no lo resistió mi amiga B.; solo había que ver
cómo llegó hasta allí; avanzaba moviendo la cabeza y los brazos, como si estuviera
nadando a contracorriente, y yo me dije a mí misma algo acerca de la pesadez del
alma frente a la ligereza de la cáscara. Me encontré pensando: «El árbol pierde las
hojas, el álamo». Me acordé de las hojas con los granos de sal y a ella diciendo: «La
carne del centro, por favor», y a él que decía: «¿Pero qué quieres?». Y ella: «Mi
fuerza, quiero, mi fuerza». Y él: «¿Por qué lado empiezo?». Y ella diciendo: «La luz
verde azulada, el rayo azul verdoso, el láser es un arma ciega…», y a él: «Todo el
mundo recuerda puertas y ventanas», y a ella diciendo: «Todo el mundo no sabe más
que unos pocos detalles, el cuerpo es una tumba extremamente profunda», y después,
mientras limpiaba unas migas de la servilleta rosa de damasco: «Os deseo que tengáis
un día agradable», y hasta hoy no puedo acordarme de lo demás, sólo que empezó a
hacer viento, que el álamo se agitó y dejó oír un silbido, que la mesa se levantó, que
se levantó el mantel y se levantaron las puertas, los vasos, las sillas, las botellas, las
antigüedades y que mi amiga B. se quedó allí sentada junto a la mesa vacía, en una
habitación vacía de la casa que había levantado el álamo.
De pronto dijo:
—Primero Alexander traerá el sésamo. Todavía no ha traído el sésamo. Se nos ha
olvidado el sésamo.
Se rió. Como ya he dicho, tiene unos dientes muy fuertes cuando se ríe.
—Todo es efímero y se esfuma, como en el cine —dijo.
Yo no sabía qué contestar y sonreí. Ella me miró y hasta hoy no he podido olvidar
cómo me miró. Después giró la cabeza noventa grados y volvió a mirarme. Ahora
tenía la cara rara, como recortada en dos, como se ve en el cine, a veces, dos caras
una encima de la otra, y yo intentaba quitar una de las capas de encima de la otra.
Ahora tenía esas caras completamente vueltas hacia mí, enfrente, dos caras, una sobre
otra, dos perfiles de gruesos contornos. Me pareció que todavía se esforzaba por
ocultar el miedo, su envenenada vida, y que aquello ya no se podía soportar ni un
solo minuto más. La vi inclinar, de repente, la parte superior del cuerpo hacia
adelante, con tanta fuerza, que me pareció que el miedo la cortaba como un machete.

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Pero no dijo ni una palabra. Uno de sus rostros mostraba una deformada mueca,
mientras que debajo, el otro se reía con su fuerte dentadura. De nuevo me pareció que
aquello no podría resistirse ni un momento más, pero ella resistió. Todos estábamos
sentados y ella resistió. Incluso se puso de pie, estiró el cuello y miró por un
momento a su alrededor, a cada uno de los que había allí sentados, con una mirada
dulce, sedosamente sutil.
—Me gustaría oír tocar el violín —dijo.
—Podemos poner un disco —dijo Alexander.
—No, un violín en vivo.
Se hizo un silencio. Dejó vagar los ojos por el cuadrilátero que formábamos los
que allí estábamos sentados, fue mirando en redondo, de uno en uno, con la cara que
recordaba a la suya, tan inteligente, mientras los dos ojos correteaban por ella
febrilmente con unos inmensos deseos de vivir. Nosotros seguíamos todavía sentados
y ella de pie, mirando las mesas, las cómodas y las antigüedades (me acordé del
cuidado con el que les quitaba el polvo) y todos los demás objetos, móviles o
inmóviles, que había allí diseminados y que parecían haber sido olvidados por
equivocación en cualquier lugar.
—Sí, un violín en vivo, ver los dedos sobre las cuerdas —dijo.
La vista se le nubló de pronto.
—Me gustaría oír un violín en vivo —repitió mientras miraba petrificada al
frente. Ni tan siquiera se le movían los párpados y estaba claro que por detrás todo
había terminado, en algún tiempo lejano, enterrado y viejo, y sólo aquel ansioso
deseo fluía ya por sus venas como una potente inyección de morfina.
Escogió las palabras como si fueran instrumentos de precisión.
—Me he levantado antes del café porque quiero decir una cosa.
Su rostro adquirió un tono plateado.
—Mi plan era…
—Basta —bramó Alexander.
Ella permaneció de pie, las manchas rojas volvieron a aparecer en su rostro y uno
de los ojos se puso muy negro de repente y se hinchó dejando aparecer un gran
hematoma debajo de él.
—Mi plan era —empezó de nuevo, pero las palabras salían de su boca de una
forma extraña, como si fueran en dirección contraria, de la boca al corazón y se
deshicieran por el camino.
Volvió a empezar:
—Mi plan era…
En toda historia, como en la vida misma, llega un momento en el que parece
imposible morirse en medio del verano, para siempre. Se hace inmensamente difícil
soportar la constante sequedad en la boca, el picor en los pies, y no debe creerse que
de repente un ser humano deje de pensar y se convierta en un cadáver. Solo que B.
quizás no pensaba en todo eso. Estaba envenenada por la morfina, se le acababa el

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tiempo y seguía queriendo decir algo. Continuaba de pie mientras uno de sus ojos se
iba hinchando y poniéndosele negro y la piel de la cara se iba tornando
completamente opaca y adquiriendo un color que recordaba, involuntariamente, a una
materia similar a los corales.
Parecía muy débil pero nadie se atrevió a levantarse, ni tampoco el médico le dijo
que se sentara; seguía allí de pie, con el moratón en el ojo, apoyándose
alternativamente en uno y otro pie, con el otro ojo brillando y muy abierto, devorando
los árboles, las ventanas, los rayos de luz en las ventanas, unos rayos increíblemente
claros, transparentes, infinitos, que traspasaban la piel sin dejar cicatrices.
Nadie se atrevió a levantarse, ni tampoco el médico le pidió que se sentara, y ella
se quedó de pie, mirando y viendo, mirando y viendo, inmóvil, sin pestañear. Hacía
calor. El álamo silbaba. Ella hizo un movimiento extraño con la cabeza; tenía el ojo
del hematoma negro fijado en el álamo y el otro ojo en un lugar más bajo del tronco,
como si intentara separar la forma del fondo, o la copa de la tierra. Daba la impresión
de que no miraba las cosas, sino el borde de las cosas, y todo aparecía gigantesco o
enano, de una extrema fragilidad. Volvió a mirar con los ojos brillantes a todos los
que allí estaban sentados. Pasó un rato. Pasó otro rato. La vi recorriendo la larga
terraza, como a ella le gustaba, la terraza frente al álamo, como se ve con toda
claridad a la gente que se ha conocido en lugares en los que nunca han estado.
¿Habéis mirado alguna vez una planta después de haber sido arrancada o
quemada y os habéis fijado qué le sucede al peludo fruto que contiene veneno?
¿Habéis mirado alguna vez la redonda y dura semilla y lo que le sucede? Los frutos
del estoraque, por ejemplo, se muelen. Molidos se usan como matarratas o para cazar
peces. ¿Habéis visto alguna vez un árbol perdiendo la hoja en otoño y floreciendo a la
vez? El árbol resplandece desnudo, rosado, incluso se ve el tronco desde muy lejos
mientras florece hermosamente rosado. Dicen que ése es el árbol en el que se ahorcó
Judas Iscariote después de entregar a Jesús. Otros dicen que fue utilizado para
crucificar a Jesús. Como no hay ninguna materia que se pierda en el mundo, quizás
todavía quede algo en el árbol que se haya convertido en parte del desnudo tronco o
de la hermosa floración.
Se volvió de nuevo hacia Alexander avanzando desesperadamente, y parecía que
un gato salvaje surgía de su cuerpo.
—Mi plan era…
En lugar de encorvarse como un ovillo, por el dolor, su cuerpo se estiró y abrió
los dedos, como si quisiera volar, pero le pesaban mucho los brazos, tan hinchados
que más parecían de plomo que de sangre, y los dejó caer para quedarse luego de pie
e inmóvil durante un largo rato.
—Mi plan era… que cada uno de los que están aquí sentados, a los que tanto
quiero… —Y respiró profundamente— me dijera una frase… —Tomó aire— y
también…
Volvió a tomar aire.

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—Mi plan era…, decirle a cada uno de los que estáis aquí sentados y a los que
tanto quiero, qué papel ha desempeñado en mi vida… —Respiró profundamente—
pero eso no va a ser posible, no va a ser posible…
Tomó aire.
—No va a ser posible, no puedo.
Volvió a tomar aire.
—Además, hay que irse, se ha acabado el tiempo.
Tenía el rostro húmedo y se lo limpió con la palma de la mano, como una niña.
—Además me estoy abrasando, estoy ardiendo —dijo limpiándose la cara con la
palma de la mano, como una niña.
Cuando estaba en la puerta se detuvo de pronto y se dio la vuelta.
—Lamento que no nos hayamos tomado el café, tendréis que tomároslo sin mí.
Tsefira servirá el sésamo y la tarta.
En medio, cuando entró en el salón, pasó algo más que me lo he saltado porque se
me ha olvidado. Era antes de que se doblara hacia adelante en el sillón. Le pidió a
Tsvi que le cantara una canción.
Él le preguntó cuál.
—No importa, la que quieras —dijo, y no pudiendo mantenerse en pie por más
tiempo, se dejó caer en el sillón. Él se arrodilló a sus pies y empezó a cantar:

Siete ratones más uno


ocho resultan al final
quitándose el sombrero
me da las buenas noches…

Ella no se movió. Le temblaban las manos sobre las rodillas. Estaban frías,
húmedas y aferradas como unas tenazas a las rodillas.
Se puso a canturrear:

Siete ratones y uno más


ocho resultan al final
quitándose el sombrero
me da las buenas noches
me quita el sombrero
y se marcha despacio
adónde va en plena noche
un hombre solo.

Pasada una semana, el sábado, estábamos allí en el jardín, dando vueltas por él,

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un montón de amigos, consolando a Alexander por los «siete días de duelo». Él se
nos acercó y estuvo un rato con nosotros, junto al álamo.
—No quiero que os enteréis por boca de extraños —dijo—, Tsefira vive aquí.
No supimos qué decirle.
—Creí que ya lo habíais comprendido —dijo. Una extraña sonrisa se posó en su
boca—. Si fue para eso para lo que celebró el banquete.
No supimos qué contestar. Tsvi murmuró algo. Después dijo que iba a buscarnos
algo para tomar, y yo dije:
—Bueno, te espero, —y me quedé mirando el bonito jardín y la hermosa mujer
que andaba entre la gente ofreciendo fruta, limonada y café frío. Había allí entre las
antigüedades y los capiteles, un sarcófago del que se me había olvidado hablar, hecho
de una hermosa piedra blanca, que permanecía abierto en el jardín y sobre el que mi
amiga B. se sentaba a veces como si fuera un banco. No pude resistir la tentación y
me senté en él yo también, como si fuera un banco, y la estuve mirando, a aquella
hermosa mujer que andaba por el jardín, y de pronto me pareció un insignificante
punto en toda aquella historia, andando a pasitos por el jardín como si siempre
hubiera estado allí. Ya he contado que tenía una forma suave de andar y luego vi a
Alexander en la cocina pasándole la mano por el delicado cuello y entonces le dije a
Tsvi que nos fuéramos a casa. Él dijo:
—Sí, vámonos a casa.
El álamo dejó oír un fuerte sonido concertante y en el banco estaba sentada mi
amiga B., al otro lado del banco. El hematoma del ojo había desaparecido y los tenía
azules como cerámica esmaltada, de un azul cálido, brillando sobre el borde del
sarcófago, y dentro movía la cabeza como una marioneta golpeada por la piedra del
sarcófago.
Yo me sentía muy cansada. Le dije a Tsvi que nos fuéramos a casa. Él dijo:
—Sí, vámonos a casa.
Cuando nos íbamos me preguntó si me acordaba de lo que ella había dicho. Le
pregunté de qué.

Yehudit Hendel nació en una familia rabínica en Varsovia (Polonia) y emigraron a Haifa cuando era una niña.
Actualmente vive en Tel Aviv. Se casó con Zvi Meiroviz en 1948, uno de los más reconocidos pintores de Israel.
En 1971, su marido enfermó y quedó parcialmente paralizado, por lo que ella le ayudaba para que pudiera seguir
pintando con su mano izquierda, la única que podía mover. Yehudit escribió una novela en aquella época, pero no

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ha querido publicarla.
Está considerada una de las más prestigiosas escritoras de la actualidad. Sus libros son textos de estudio en
muchas universidades e institutos. Ha sido traducida al inglés, ruso, húngaro, portugués, francés, hindi, italiano y
chino, entre otros.
Ha publicado novelas, libros de cuentos y ensayos. Muchas de sus obras han sido adaptadas al teatro, la
televisión, la radio y el cine. Ha obtenido varios premios, entre los que destacamos el Bialik, el Jerusalén y el
Israel por el conjunto de su obra. Entre éstas citamos: They Are Different, Street of Steps, The Other Power, The
Mountain of Losses, The Last Hamsin, Near Quiet Places, An lnnocent Breakfast y Crack Up.

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El paseo vespertino de Yatir
Abraham B. Yehoshua

Siempre, siempre al acecho para atacarte; y,


súbitamente, en una estación apañada te acorralaron.
Natán Alterman

1.Vientos
Sólo los vientos del norte, los vientos del norte con su ira, los vientos del norte en
el momento en que, poseídos de un terror turbulento, irrumpen en una danza desatada
a lo largo de la alta cordillera de Gaziv, aúllan entre las quebradas, aúllan sobre las
piedras, desbordan y lavan, se precipitan y barren, los insaciables vientos del norte
que no dejan rincón sin penetrar, sólo ellos conocían la pequeña aldea de Yatir, oculta
y solitaria en la ladera de una de las pedregosas montañas que se asoman sobre los
abismos del valle de Saujun, valle que atraviesa un largo y sinuoso camino hasta
alcanzar una profundidad misteriosa, al pie de la blanca aldea.
Sólo entonces, cuando los vientos sacudían la aldea, rugían iracundos entre las
casas, estallaban en nuestros pequeños jardines y nuestras vidas apacibles, entonces
nosotros, los pobladores de Yatir, sentíamos que por fin alguien nos recordaba, a
nosotros, los remotos, los abandonados; los rostros se llenaban de tormenta y los
corazones se vaciaban y latían con potente emoción. Recorríamos la aldea como
lunáticos, nos ahogábamos en los remolinos, y una tristeza queda y pesada se agitaba
dentro de nosotros, agrandando nuestros ojos lagrimosos por el impacto de los
vientos, en una vana búsqueda de la lejanía. Ésa lejanía perdida para nosotros,
interceptaba por la eternidad de macizos montes, las más selectas cimas de una
cordillera corcoveante y fatigosa, laberíntica y extensa, la cordillera de Gaziv.
Pero en días normales, cuando el cielo se petrificaba en un azul oscuro y
profundo, salpicado de nubes blancas y livianas, mientras un viento lugareño,
cansado, ambulaba solitario, y la calma se echaba, pesada e impenetrable sobre la
aldea, todos esperábamos, con tranquilidad aparente, la pitada estridente y prolongada
del tren rápido que hacía su aparición fugaz ante nosotros: el tren rápido, que
coincidía regularmente con el paseo vespertino de Yatir.
¿Quién tuvo la idea de levantar esta aldea en las soledades de los montes Gaziv?

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Nadie lo sabe. Una antigua tradición afirma que en los tiempos primigenios, cuando
se construyó la línea férrea desde la llanura de Biram hasta el lejano país de Famias
—esa larga vía férrea que salvaba los más duros obstáculos geológicos de la zona de
Gaziv— algunos de los obreros de antaño, que trabajaban en las obras de excavación,
decidieron levantar sus casas en esos sitios salvajes, con la secreta esperanza de
reconstruir sus vidas. Cuentan las leyendas que varias de las familias de los obreros
se instalaron en el lugar, que era feraz y prometedor, araron las tierras fértiles de los
bordes de la montaña, y como coronación de su actividad construyeron la estación del
tren, con la esperanza de que se constituyera un empalme y estación central del
complejo de las vías férreas que debían cuartear esa tierra montañosa. Pero muy
pronto, en cuanto quedó olvidado el alboroto en torno a la reluciente vía férrea y
estallaron las grandes guerras allende el mar, Yatir quedó solitaria y abandonada en su
apartado rincón. De pronto se puso en claro que la aldea estaba espantosamente lejos
de todo lugar poblado, que sus conexiones con la red de senderos de la montaña eran
complicadas y engañosas, y la estación del tren, que había animado la más hermosa
de las esperanzas, quedó reducida a una estación montañesa, pequeña e
insignificante, por la que sólo pasaban dos trenes: uno que se detenía antes de
alumbrar el día, un tren de carga de las minas de Lesha, anticuado y chirriante; el
segundo era ese que la atraviesa antes del oscurecer, un tren reluciente, lujoso, uno de
los mejores de la compañía, un tren que atraviesa dos países; y ésta era la hora del
paseo vespertino de Yatir.
Vanos fueron los esfuerzos de las primeras autoridades de la aldea para detener
ese tren, hacerlo parar junto a la aldea de Yatir, aunque fuera por algunos minutos.
Los directores de la compañía se negaron rotundamente. El expreso hacía un camino
largo y fatigoso, cada minuto le era preciso, y no podía detenerse junto a ese
abandonado y remoto pueblo montañés. Raudo pasaría ante los ojos de los lugareños,
pasaría nada más, noche tras noche.
Entonces vinieron los días difusos, los días grises. El día se restringía en ese canal
estrecho y prensado del ocaso, cuando el tren pasaba en loca carrera, contra el fondo
suave de los últimos rayos de luz. El día se subordinaba a ese momento, y sólo esa
hora le servía de testimonio. Todo estaba dividido en dos partes: la una hasta el
momento de la aparición del tren y la otra después de su desaparición. Esos segundos
contados y estruendosos en que el tren se revelaba al pie de la alta montaña, al pie de
la aldea expectante, eran el tiempo, la ansiedad del tiempo, como cada uno de los
miembros de las generaciones venideras llamaría a esa sensación opaca de angustia,
de ira impotente y reprimida que acompañaba al tren encauzado en su ruta segura,
preestablecida, hacia metas ocultas.
Y a medida que aumentaba la soledad, a medida que iba poniéndose en claro con
crueldad sin parangón, que la aldea seguiría eternamente solitaria, reforzóse ese
inexplicable apego al retorno simultáneamente puntual y asombrador. Sumisos y
atentos seguíamos diariamente la carrera del tren rápido con el paseo vespertino de

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Yatir.

II. Expectantes
En la planilla de trenes constaba: el tren rápido pasa por la estación de Yatir a las
18:27 horas. A las 16:30, los primeros niños que habían dado fin a sus tareas
escolares descendían al pozo de la aldea, situado en la estribación de la montaña. A
las 17:00 llegaba al lugar la mayor parte de los niños de la aldea para jugar junto al
pozo. A las 17:30, la señora Sharira abría la celosía de su ventana que daba al puente
grande extendido sobre el valle y sacaba algunas sillas a su balcón. Cinco minutos
más tarde venían sus vecinas y amigas. Hasta las 18:00 se iban abriendo todas las
otras ventanitas que daban a la vía, y por cada una de ellas asomaba una cabeza que
sacudía su sueño.
A las 18:05, una alegre pandilla de mozos y mozas llegaba con gran bullicio a la
higuera grande, junto a la casa de la señora Shauli. Era casi seguro que el señor
Tarvan aparecería como por casualidad en aquel momento, confuso y perdido,
mirando a su alrededor como a la espera de algo. Exactamente a las 18:10 se
levantaba la sesión del Concejo de la aldea, y los concejales, con el secretario a la
cabeza, salían a la ancha explanada del frente del edificio.
Pocos segundos más tarde aparecía Dardishi, sumido en su embriaguez
crepuscular, buscaba la piedra grande y se sentaba en ella con su gruñido. A las
18:15, la pequeña carreta de Francy, el viñatero, comenzaba a trepar por el sendero
que llevaba a la aldea, y tras ella salían los cinco obreros que trabajaban en la
construcción del dique grande, emprendían la subida por el sendero estrecho al este
de la aldea, a fin de tener una buena vista del paso del rápido. En aquel momento se
abría la ventana del enfermo Ehudi, y su cabecita pálida se encasillaba en ella.
Meshulam, el huérfano, descendía entonces taconeando hasta el puente grande y
colocaba un trozo de hierro viejo en las vías; de inmediato su tía, que siempre se
demoraba, le gritaba desde lo alto de su casa.
Ya siendo las 18:22, no había persona que no se hiciera sombra con la mano sobre
el rostro, para defenderse del sol que planeaba serenamente, deslumbrando con sus
últimos rayos el puente grande. Al comenzar el ocaso me incorporaba yo
calmosamente con dos banderines en las manos, la bandera verde, desplegada y la
roja, enrollada, y me paraba al encuentro del tren que avanzaba. A las 18:24
descendía Ziva rápidamente hacia mí desde su casa de la vecindad, deteniéndose,
silenciosa, a mi lado. A las 18:25 exactamente, emergía del edificio de la estación la
figura encorvada del viejo Arditti, el jefe de la estación, y todo el pueblo lo seguía
con ojos apacibles. Con su paso corto se acercaba a las dos agujas que gobernaban los
rieles y con un solo movimiento de la mano hacía el cambio. De esta manera creaba
una línea única para las ruedas del tren, la línea férrea principal, interrumpiendo todo
contacto con la vía secundaria, la vía de la estación, una vía mohosa y cubierta de

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desidia que corría paralela a la vía principal pretendiendo acompañarla un trecho a lo
largo del puente, pero acababa tropezando contra una barrera de gruesos postes, como
un final repentino y triste de un ansia reprimida. Arditti terminaba su breve trabajo y
frunciendo las cejas se quedaba esperando, apoyado en las dos agujas, como
rubricando su acción.
18:26. El pito del tren se escuchaba desde lejos y una ansiedad muda iba
descendiendo lentamente sobre nosotros. Yo dejaba caer la bandera roja y extendía la
verde en forma inclinada, para ir elevándola con lentitud. A las 18:27 exactamente el
tren se precipitaba desde la montaña acercándose con un mugido acompasado.
Estrepitoso y borboteante cruzaba ante nosotros, pitando, trastocando con el ruido de
sus motores el mundo apacible que se envolvía en la luz del atardecer. Acompasadas
las ruedas, unísonos los movimientos, la ruta fija, pero veloz, veloz como el rayo.
Las señoras, Atice, Roni, Ehud y Zahara, y los obreros de Francy, a excepción de
Guershon, solían agitar la mano, saludando. A veces algunos desde el tren
respondían. Todas las miradas estaban vueltas hacia el tren que atravesaba el puente
grande, hasta que desaparecía en la primera vuelta.
Entonces la gente se examinaba uno o dos minutos en un mutismo disimulado,
con ceñuda seriedad, y después se dispersaba, mientras descendía sobre nosotros el
primer anuncio de la noche.
Así era, así es, así será, por los siglos de los siglos.

III. Ansiedad
Así era, así es, así será, por los siglos de los siglos.
Pero ella no pensaba así. No así pensaba Ziva. Ziva, la tierna muchacha que
creció frente al paso del tren; Ziva, esa que maduró en la larga espera cotidiana, a la
hora del crepúsculo; Ziva esa que embelleció frente a las cumbres de las montañas,
que adquirió cordura para esa soledad angustiante, en la apacibilidad del aire puro
montañés. Ziva, que acumuló sus planes por culpa de esa repetición triste y fatigosa.
Esa Ziva traspasada por el desasosiego que encendía sus ojos, que escrutaban
soluciones lejanas en los vientos del norte, los vientos de la ira. Era esta Ziva a la que
yo amaba en secreto, amaba con toda el alma, y sabiéndolo, ella me esquivaba y
evitaba mi presencia. Ziva, que tan bien sabía callar, hasta que de pronto se
desprendió hoy de su silencio.
Porque hoy, en el momento en que el último vagón desapareció en la vuelta del
camino, y el aire de la noche se fue encapotando para dirigirse al encuentro de la gran
tormenta que ya descendía de la montaña; estando yo, como siempre, sumido en la
contemplación de aquella que se perfilaba en la oscuridad, con la bandera verde
colgando, mustia, de mi mano, Ziva se acercó a mí, contrariamente a su costumbre;
levantó la bandera roja del suelo, desató cuidadosamente el nudo que la retenía, y
lenta, soñadora, la extendió sobre el suelo, sosteniéndola con ambas manos. Su rostro

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pequeño asumió una expresión singular y sus ojos azules brillaron con extraño fulgor.
De pronto, viéndome inclinarme hacia ella, me dirigió una mirada medrosa y seria al
mismo tiempo, y reuniendo coraje me dijo:
—La bandera roja —y la alisó con la mano— está como nueva…
Miré, y, entonces me di cuenta de que jamás la había visto, así, desplegada.
—Me pregunto si alguna vez la utilizarán —continuó, taimada.
—¿Para qué? —me asombré.
—Para el tren expreso —se apresuró a contestar, y después agregó queda—
naturalmente.
Guardé silencio. En la aldea nadie traía a sus labios el nombre del tren expreso.
Ella notó mi ansiedad, pero no cejó. Irguiéndose con rapidez, preguntó
inocentemente.
—¿Acaso se necesita, realmente esta bandera roja?
Le dirigí una sonrisa enamorada, pero ella persistió en su seriedad.
Se apresuró a explicar sus palabras, obcecada y firme en sus trece:
—Porque, ¿de qué valdrá agitar la bandera roja para advertir el peligro, si el tren
expreso es incapaz de detenerse jamás?
La lógica directa de sus palabras aumentaba la confusión y la sensación de
extrañeza.
—¿Pensaron ustedes en eso? —preguntó con mordaz terquedad.
—No —balbuceé, distraído— no.
Ella aguardó un instante.
—Nuevamente tendremos tormenta mañana —dijo, sombría, mientras señalaba el
cielo amenazante. Tantas cosas ocurren durante nuestra tormenta montañera…
Y viéndome de pie, perdido y confuso, frente a sus palabras, frente a esa
inoportuna preocupación, se acercó a mí ligera, y con un rápido manoteo revolvió mi
cabellera, mientras su rostro envuelto en la oscuridad susurraba:
—¿No la ves? ¿No sientes la tormenta? No sé por qué, pero temo por el tren —
agregó, con voz galana.
Y yo, reprimiendo mi placer ante su contacto y sus dulces engañifas, puse una
mirada atenta, y pregunté por su deseo.
—Vayamos a ver a Bardón, el secretario —dijo con renovado coraje—. Vayamos,
y expliquémosle lo que sentimos. Él nos comprenderá.
No protesté por el plural que empleaba, y con embrujado paso la seguí,
candoroso, en dirección a la aldea, que encendía sus luces.
Bardón, el activo secretario, estaba sentado como de costumbre en el balcón de la
casa del Concejo, fumando su pipa nocturna. Lanzaba nubes de humo blanco debajo
de su espeso bigote, los ojos vueltos hacia el fulgor celeste que persistía aún en la
desnudez del cielo. Nos acercamos en silencio, hasta que estuvimos frente a él. Él ni
siquiera nos miró. Con voz tranquila, en lenguaje claro y valiente, Ziva empezó a
explicar nuestras aprensiones, nuestros pensamientos, pero concediendo a Bardón

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pausas y lugar para completar las cosas que quedaban al margen. En todo el tiempo
que ella habló el hombre no se movió de su sitio. Calmo y reconcentrado, miraba al
frente y el humo se derramaba debajo de su pipa susurrante. Cuando ella calló, esperó
unos instantes, después extrajo la pipa de la boca y dijo simplemente:
—¿Por qué no van a ver, pues, al jefe de la estación, al viejo Arditti en persona, y
le piden a él que resuelva vuestra gran ansiedad?
Ziva no se confundió ni se replegó. Con esa osadía y ese coraje que aquel día
desbordaban de ella, le dijo:
—Ya teníamos pensado ir a ver al viejo jefe de estación; pero ya es tarde para que
vayamos a conversar con él, nos dijimos: Bardón es un hombre valeroso, un
secretario activo, y las cosas de la aldea le interesan profundamente. De seguro
también él alberga en su corazón la ansiedad por el tren expreso, desenfrenado,
puesto que éste es causa de zozobra para toda la aldea, y todos los días, después de la
desaparición del tren, ésta se sume en la tristeza y la depresión. Y esa tormenta que se
avecina aumenta sin duda la tristeza de su corazón. Tal vez quiera usted venir con
nosotros a ver al viejo Arditti, enclaustrado en el edificio de la estación, y junto con
nosotros expresar lo que siente, antes de que llegue el día de mañana, en que
deambularemos, impotentes y perplejos, viendo a los vientos sacudir la aldea.
Cruzó las manos sobre el pecho, agotada la carga de su osadía. Bardón no se irritó
ni se encolerizó, no protestó ni regañó, ni siquiera pareció sorprenderse.
Repentinamente se levantó de su sitio y una chispa de secreta esperanza brilló en sus
ojos francos. Se acercó a Ziva y apretó sus dos hombros con mano fuerte y
comprensiva.
—Claro que iré —y reforzó sus palabras—. Vaya si iré…

IV. Alevosía
En la hora señalada bajamos los tres por el sendero blanco que atraviesa la aldea,
que ya se había recluido dentro de sus casas. Delgados vapores de neblina
desbordaban, laxos y húmedos, de las cimas de las montañas. Cortinas de nubes
errantes envolvían de vez en cuando la luz fría y brillante de la luna, que se volcaba
en torno. Bardón iba delante, bajo y fornido, caminando con paso seguro, los ojos
francos mirando al frente, los pensamientos puestos en las acciones que le esperaban.
Tras él, un tanto descuidada, caminaba Ziva, y sus piernas ágiles frenaban el impulso
de la carrera traviesa a la que se lanzó al bajar la cuesta; yo me arrastraba detrás de
ambos, y escondidas y frías legañas pendían de mis ojos cerrados y semidormidos.
Noche de víspera de tormenta.
Pinchazos sorpresivos de frío cruzaban de tanto en tanto el aire estremecido; yo
encogía los hombros, los ojos fijos en las enormes y conocidas piedras del sendero,
salvándolas con torpe pie.
La estación estaba completamente a oscuras. Nos detuvimos junto a la enorme

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puerta de hierro, vacilantes, como tratando de poner en claro si en verdad teníamos
derecho a golpear sobre ella en el silencio de la noche. Bardón repasaba con mano
asombrada las dos agujas, húmedas de rocío, que el jefe de estación Arditti había
devuelto a su estado anterior. Después levantó sus ojos interrogantes a Ziva, que
estaba parada en silencio. Ésta se decidió rápidamente, y extendiendo su mano blanca
y delgada golpeó suavemente la puerta. La estación persistió en su silencio. Ziva
volvió a golpear una y otra vez, hasta que del interior de la casa llegó un ruido
ahogado y se escucharon los pasos reptantes de Arditti.
—¿Quién es? —Surgió la medrosa pregunta.
—Nosotros —apresuróse Ziva a responder, con su ronquera cautivante—. Abra,
pronto.
Arditti abrió la puerta, sosteniendo en su mano una linterna cuya luz
temblequeante iluminó nuestros rostros. Al ver el rostro de Bardón se despertó un
tanto y balbuceó, sorprendido:
—¡Oh, oh! Bardón —se disculpó con voz abatida, como sintiéndose culpable—.
Ya es tarde y no esperaba… Nunca tuve visitas de noche.
Bardón se envalentonó ante la humildad del viejo jefe de estación. Extendió
campechanamente su ancha mano, apresó el brazo de Arditti, agitándolo
amistosamente y penetró en la estación, con Ziva tras él. Cuando Arditti notó mi
presencia, la de su fiel ayudante, su rostro se ensombreció, pero no me dijo palabra,
porque entre nosotros imperaba el silencio, porque el tedio y la repetición acabaron
con todas las palabras posibles, porque era obvio que ya nos habíamos dicho todo lo
que había que decir con relación a ese trabajo descarnado y pequeño que hacíamos en
equipo para el ferrocarril, y otras cosas, ciertamente, no teníamos qué decirnos.
Arditti aparecía ridículo en esa camisa de noche corta y arrugada. Su espalda
encorvada se traslucía a través de la tela delgada y las piernas blancas quedaban al
descubierto. Sus ojos, rojos y lagrimeantes, estaban todavía anudados por el sueño.
Con mano temblorosa encendió la gran lámpara de petróleo que tenía junto a su
cama, que más que dar luz creaba sombras en el enorme cuarto. De pronto se reveló
en toda su vejez agobiante. Bardón se ubicó de inmediato junto a la mesa escritorio,
que era el lugar habitual del jefe de estación. Ziva colocó una silla frente a la cama y
se sentó en ella, acurrucada, mientras que yo me quedé junto a la puerta, la espalda
apoyada contra la gruesa pared. Cuando Arditti terminó de encender se sentó sobre la
cama, y comenzó a frotarse las piernas desnudas para combatir el frío que lo atacó en
pos de la visita nocturna. Sus ojos, grandes de sorpresa, pedían una explicación.
Bardón recorrió el cuarto con ojo avizor, y comentó, en tono compasivo.
—¿No hay electricidad en la estación?
—No —apresuróse Arditti a contestar—. Parece que la compañía del ferrocarril
no se inclina a hacer gastos en esta estación apartada y olvidada.
Ziva y Bardón intercambiaron una mirada de comprensión satisfecha, y Bardón
asintió con la cabeza como confirmando lo dicho por Arditti. Después se puso a

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tamborilear sobre la mesa. Nadie abrió la boca y Arditti persistía en su asombro.
Como el silencio se prolongara, preguntó, con voz vacilante:
—¿Qué asunto les trae?
—El asunto del tren —respondió rápidamente Ziva—. El tren rápido,
naturalmente… —Y su voz se ahogó.
El rostro de Arditti se nubló. Bardón se retorcía nerviosamente el bigote. Con los
ojos entornados escrutó la lejanía, y volviéndose a Arditti dijo claramente:
—Nos preguntamos, Arditti (y ésa es la razón de esta visita tardía) si esa bandera
roja que su fiel ayudante toma en sus manos para el caso de peligro, se desplegará
algún día frente al tren nocturno.
—¿La bandera roja? —se asombró Arditti.
—La bandera roja, sí —intervino Ziva con ojos fulgurantes—. La bandera roja,
enrollada, como tela que no se corta.
Espantado, Arditti me buscó con los ojos, y viéndome oculto dentro de las
sombras, junto a la puerta, volvió lentamente la cabeza hacia Bardón. El asombro lo
había dejado alelado.
El secretario se empeñó en explicar.
—¿No cree usted que puede ocurrir un accidente, también con el tren rápido?
El rostro de Arditti se puso pálido.
—Y el tren viene a toda carrera —siguió Bardón hilando con voz queda las ideas
maravillosas de Ziva—, y la bandera roja no podrá detenerlo en el momento de
peligro. Y eso significa algo así como una irresponsabilidad con respecto a nuestros
queridos viajeros, tan seguros dentro de sus vagones, mientras que, en realidad,
corren el peligro de que un día de esos se estrellen contra los peñascos, sin que
podamos ponerlos sobre aviso.
Arditti se sintió atravesado por la ansiedad, porque comprendía que esas palabras
conducían a otras cosas extrañas, que Bardón demoraba las cosas, según su apacible
costumbre. Inclinó la cabeza envuelta en sombras, pensó un poco, después respondió
sencillamente:
—¿Y para eso se molestó usted, Bardón? ¿Acaso no lo sabe? En nuestros días los
trenes ya no se descarrilan. No hay accidentes. El avance del tren es infalible; sus
ruedas corren seguras sobre los lisos rieles, y todo ese agitar de banderas no es sino
un resabio del lejano pasado, una especie de ceremonia de saludo, pero que está de
más, completamente de más.
Los rostros de Bardón y Ziva se llenaron de claridad, y el secretario se apresuró a
remachar sus ideas, con seguridad creciente:
—Bien dicho, Arditti, bien dicho. De más… todo está de más. También nosotros,
los que observamos desde el costado del camino, estamos de más. Al fin y al cabo,
esto es apenas una estación olvidada, un paisaje al pasar… y pare de contar. El tren
pasa, fugaz, delante nuestro, extraño y lejano, y nosotros, los pobladores de la aldea
montañera, nos apartamos del camino, con constancia y fidelidad estúpida, para ese

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momento feliz que el día rubrica con su última luz, para ver pasar el tren. De modo
que —tembló la voz del secretario— de modo que todo marcha perfectamente.
Un silencio angustiante se extendió por el cuarto. No sabiendo qué responder,
Arditti, trenzó las manos temerosamente y bajó los ojos. Ziva estaba enteramente
presa entre las cuerdas del embrujo. Permanecía sentada, rígida, la cabeza entre las
palmas de las manos y sus ojos azules, muy abiertos, no se apartaban de Bardón, que
hablaba.
De pronto Bardón se abalanzó sobre la mesa, extendió un brazo corto y vigoroso
en dirección a Arditti, y preguntó en un grito susurrante que acertó ahogar:
—¿Se le ocurrió pensar, Arditti, por qué causa estamos atados a esta
contemplación obcecada, día tras día? ¿Qué esperamos? ¿Cuáles son nuestras
expectativas?
Arditti guardó silencio. Bardón se irguió, cruzó sus manos sobre el pecho, y su
silueta envuelta en la oscuridad dijo, como para sí misma:
—Y la respuesta es sencilla —aquí hizo una pausa—. El desastre…
—El desastre… —murmuró Ziva para sí, radiante y etérea.
—El desastre… —asentí yo desde las sombras del vano, mis ojos fijos en la suave
nuca de Ziva.
—El desastre… —Dobló el jefe de estación su cabeza cana, hasta que se recobró
y preguntó asombrado—. ¿El desastre?
—Sí Arditti —asintió el secretario con creciente entusiasmo. Otra esperanza no
nos queda. Nos la arrebataron los respetables señores del ferrocarril. Y por eso todo
lo que nos resta esperar es un gran desastre, la destrucción completa del tren nocturno
contra nuestros peñascos… Un desastre sobre el cual ellos no puedan pasar en
silencio, que sea imposible ignorar… un desastre que nos ponga en el foco de los
acontecimientos. Y esas montañas nuestras se prestan para el desastre. Las laderas
rocosas, las quebradas profundas… el camino sinuoso… y finalmente el puente, el
puente enorme tendido sobre el abismo…
Las palabras de Bardón se ahogaron en la emoción misma que las originara.
Arditti tuvo un sobresalto.
—Pero ¿por qué? —gritó quedo— ¿por qué?
Bardón se inclinó sobre él y dijo en un susurro que repercutió en todo el cuarto
enorme:
—Tenemos ansia de dolor, querido Arditti. Estamos tan solos… apartados.
Fuimos relegados por los acontecimientos del mundo. Las grandes guerras de allende
el mar nos dejaron de lado. Mucho tiempo hace que no sabemos de dolor, de
auténtica pesadumbre. Y he aquí que un desastre así, con todos su pavores, nos
enriquecerá, regará almas marchitas, que día a día reviven su desolación. El llanto,
Arditti, ese llanto que lloraremos por la suerte de los desdichados… ¡No sabe usted
de cuánto es capaz el auténtico dolor!
Arditti se quedó aterrorizado en su lugar:

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—¿Y los viajeros? ¿Y la gente? —preguntó, pequeño y humano.
El valiente secretario le replicó aquí:
—A esa gente nos referimos, a esos que pasan diariamente junto a nuestras casas,
gente extraña que viene de lejos y se deslizan frente a nuestras vidas, y a quienes sólo
queremos conocer, saber quiénes son.
—Gente nueva, Arditti… ¡Mundos enteros!
El silencio tornó a abatirse sobre nosotros. El jefe de estación seguía frotándose
con fuerza las piernas. Por un momento me buscó a mí, a su fiel ayudante, pero yo
me encogí, diluyéndome al amparo de la puerta grande. Entonces volvió sus ojos
grises a Bardón, y vencido, preguntó:
—¿Y bien?
La difícil hora de Bardón había llegado. Se levantó de su sitio, y acercándose al
ventanal lo abrió de par en par, mientras todos seguíamos con la mirada sus
movimientos resueltos. Una noche clara se volcó dentro del cuarto, y delgados
vapores de niebla comenzaron a flotar y a urdirse a nuestro derredor. La aldea estaba
completamente a oscuras, pegada a la ladera de la montaña como las rocas y las
peñas. En el cuarto reinaba un silencio fino, envuelto en un nuevo frescor. Bardón
empezó a hablar lentamente, como si fuera de algo distinto:
—La tormenta se viene otra vez… y mañana volveremos a quedarnos solos, con
el fragor de los vientos en las montañas…
Los brazos de Ziva se aflojaron y cayeron a los costados, en completa
identificación.
—Cuán propicia es la tormenta para el desastre —continuó Bardón, el rostro
vuelto hacia la ventana—. ¡Qué visión espantosa! El tren precipitándose en medio de
nuestra tormenta montañesa; y cuán grande el peso de la responsabilidad nuestra, de
salvar lo que se pueda del descarrilamiento.
Y aquí se volvió a Arditti, susurrándole con voz suplicante, como confiándole un
secreto:
—Usted no saldrá, pues, mañana a cambiar las agujas… un descuido… y nuestro
tren estrellado sobre la ladera… dependiendo de nuestro socorro…
El secreto del secretario quedó a la vista.
Arditti saltó de su asiento como mordido por una serpiente. Iracundo y
sorprendido, estalló con toda su alma abatida y asqueada, mientras Bardón se
mantenía calmo:
—¡Cómo! ¿Cómo es posible, Bardón? ¡Cómo! ¿Cómo?
Era evidente que el anciano jefe de la estación no podía descender hasta la
profundidad de las intenciones del activo secretario. Empezó a dar vueltas por el
cuarto, en medio del pavor necio que lo dominaba, exaltado en su ira:
—Pero esto es alevosía —le reprochó a Bardón y a Ziva, que estaba laxa de dolor
—. ¿Acaso soy yo quien ha de traer la catástrofe sobre la gente que viaja confiada en
el tren expreso? ¿Yo, que toda mi vida trabajé aquí, que no falté ni un solo día, y me

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preocupé con toda fidelidad de los pasajeros?
Hizo una pausa, nos lanzó una extraña mirada, los ojos inyectados en sangre:
—¡No! —protestó—. ¡No!
La cabeza de Bardón estaba un tanto inclinada y una sonrisa burlona se asomaba
en la comisura de sus labios. En vano los ojos del ferroviario recorrían el cuarto en
busca de un partícipe para sus ideas humanitarias.
Los ojos de Ziva estaban bajos, urdiendo lágrimas sobre los sueños de dolor
desvanecidos, y yo, modesto y bueno, arrullaba amorosamente a la muchacha
sentada, cuyos hombros se encogían.
Arditti se sintió incómodo en ese silencio de cada cual en su sitio; de pronto
recordó a Bardón y le dijo, los ojos refulgentes de alegría sádica:
—Mañana vendrá el patrón, el inspector general del ferrocarril, el señor Kanaot,
que siempre que hay tormenta visita Yatir. Creo que encontrará singularmente
interesante esta nueva aventura.
Un estremecimiento acometió a Bardón y a Ziva. Porque el inspector general de
la zona de Gaziv era conocido por su formidable circunspección y su fidelidad
incondicional a los intereses del ferrocarril. Arditti temblaba ante él, y no vacilaría en
denunciarlos.
Bardón se acercó, silencioso, a Arditti, firme en su sitio. Colocó su mano sobre el
hombro flojo y lo apretó con fuerza, con la ira de una oculta desesperación. Después
le dijo, con voz firme y clara.
—¿Acaso somos aventureros? Somos montañeses, y esas soledades nos
pertenecen. Amamos esa tierra, la amamos de verdad. Y porque la amamos, y
queremos aferramos a ella, porque no queremos dejarla, es que necesitamos ese
dolor, esa congoja, esa responsabilidad que habrá de caer sobre nuestros hombros
montaraces…
Cesó de hablar. La lámpara de petróleo se había agotado y la luz se iba apagando.
Era tarde, y nos esperaba un día de tormenta. Arditti permaneció clavado en su sitio,
sin disimular su asombro. Jamás habíamos visto, ni él, ni nosotros, al secretario en su
abatimiento. Ziva se levantó lentamente, como rehusándose a dejar el cuarto en
sombras, y en su audacia dirigió a Arditti una mirada suplicante. Abrí la puerta para
dejarlos pasar. Silenciosos salimos a la noche, buscando con nuestros ojos el sendero
que ascendía a la aldea. Bardón delante, con su paso decidido, Ziva y yo quedamos
atrás, caminando con el paso sosegado de los jóvenes. De pronto me volví a ella,
tomé su mano pequeña y ardiente, mientras le susurraba:
—Querida…
Pero ella se desprendió de mí con astuta languidez y me rechazó con suavidad.
—Ahora no, ahora no… si todavía no conseguimos nada.

V. El patrón

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Ya por la mañana se hicieron presentes las señales de un viento opaco del norte
que se aprestaba a venir, y entretanto golpeaba y tronaba sobre el muro de los altos
montes, amenazando inundar la tierra montañosa. Cúmulos de malos vientos,
abundantes en fuerzas, estaban almacenados por la tormenta en las cimas de los
montes norteños de grotescos peñascos, para el momento de la ira. De vez en cuando,
una ráfaga de viento rompía el bloqueo y con empuje triunfal barría la aldea con un
rugido estremecedor, mientras iba reuniendo los retazos de nubes para dirigirlos al
gris horizonte del sur, oculto a la vista. El sol oscurecido se abría paso hacia nosotros
entre las capas del cielo que se encapotaba. Perseguido y tempestuoso, luchaba por la
pizca de luz azulina que vibraba sobre la faz de la tierra, aunque era previsible que
acabaría por ceder ante la oscuridad creciente y su fatiga no lo sostendría frente a los
vientos desatados.
Sentados sobre uno de los bancos de madera del andén, Arditti y yo esperábamos,
silenciosos como de costumbre, al inspector general, el señor Kanaot. Separados uno
del otro, y sumido cada cual en sus pensamientos, escuchábamos el ruido que hacía el
alero, que golpeaba iracundo, buscando en vano reparo del viento enloquecido. Mis
ojos estaban irritados a causa del polvo que flotaba y sentía la garganta ardiente y
dolorida, pero no me moví de mi sitio. Descansaba sobre el banco con abandono, la
cabeza metida en el cuello levantado de mi raída chaqueta, los ojos puestos en los
cúmulos de hojas secas que se amontonaban en el andén.
Arditti estaba muy excitado. Era evidente que quería cambiar conmigo algunas
palabras, pero como ya nos habíamos dicho todo lo que había que decir, se contuvo
de exteriorizar lo que pensaba. Aguardaba con profunda seriedad al señor Kanaot.
Daba vueltas, enjuto y encorvado, por el andén, haciéndose sombra con la mano
sobre la frente surcada de arrugas y esforzando los ojos ardientes para ver acercarse
los pasos esperados del inspector general. Hasta que finalmente, en avanzada hora de
la mañana, se vio de lejos a lo largo de la vía nebulosa de polvo, una mancha roja que
se movía aceleradamente y desaparecía a intervalos en los vericuetos de la montaña.
El rostro de Arditti se animó con una expresión de suprema alegría. Andando y
desandando por el andén, se repetía con emoción:
—Ahí viene… ahí viene… por fin, y volvió a mí su rostro abatido, temeroso.
Me erguí con lentitud, me froté con el puño los ojos lagrimeantes, y empecé a
andar calmosamente por el andén, sin replicar palabra.
El inspector general, señor Kanaot, es una figura conocida y sumamente
respetada. Muchos años hace que ejerce esa función, y todo hombre oyó hablar de él
desde que tuvo uso de razón. La mayor parte de la gente lo considera omnipotente,
pero no falta quien reniegue de él. Conoce su trabajo al dedillo y nada escapa a sus
ojos penetrantes. Aunque la mayor parte del tiempo permanece invisible, gobierna
con mano firme. Su actitud es al mismo tiempo severa y correcta, su lenguaje
ceremonioso y aún frente al más humilde de sus subordinados no abandona su tono

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cortés. Pero cuando el momento lo requiere no vacila en insultar e injuriar a grandes
y pequeños. El rigor con el que controlaba el orden y la conducta era proverbial,
puesto que sus reglas, así se decía, eran las reglas de la justicia.
La aldea de Yatir, tan apartada, no recibe su visita con frecuencia. Y si bien siente
por el viejo Arditti un cariño tan profundo como inconfesado, en sus cortas y raras
visitas no encuentra qué decirle, pues los problemas son pocos, manidos y fatigosos.
Durante todo el tiempo de su estadía dormita junto a la mesa grande, mientras Arditti
y yo permanecemos en silencio, sentados frente a él. Pues tal es el hábito del patrón,
tan alerta, activo y dedicado en cosas de los ferrocarriles, en cuanto se coloca junto a
una mesa y frente a seres humanos, cede al sueño de una pesada fatiga.
El pequeño vagón rojo iba frenando su ímpetu a medida que se acercaba a la
estación. Con sorprendente exactitud detúvose el inspector general justo a nuestro
lado. Con mano experta desconectó el motor y descendió ágilmente metido en su
abrigo demasiado holgado. Un sombrero enorme y estrafalario tocaba su cabeza un
tanto chata, firmemente sostenida por un cuerpo redondo y retacón. Suave y
rubicundo, extendió sus dos manos en saludo, y mientras Arditti y yo nos
inclinábamos sumisa y admirativamente para tomar sus manos pequeñas y
rechonchas, balbuceó para sí en tono áspero y extraño, volviendo a nosotros sus ojos
húmedos:
—Qué día horrible, qué viento… puá… esta estación queda endemoniadamente
lejos…
Repentinamente se desentendió de nosotros y con paso pequeño y saltarín se
dirigió hacia la estación, las mangas de su enorme abrigo danzando al viento.
Nosotros lo seguimos sumisamente.
Arditti cerró con mano temblorosa la puerta en pos nuestra, sin dejar de observar
al inspector que se dejó caer, tal como estaba, envuelto en su abrigo, sobre la ancha
silla junto al escritorio. Y mientras Arditti, excitado, iba en busca del diario de la
estación, grande y pesado, el patrón extrajo del bolsillo una pipa negra y masticada y
la encendió con gran trabajo, aspirando y espirando por los enormes agujeros de su
nariz. Después, una vez que logró soltar de su boca varias nubes de humo espeso y
hediondo, y el olor de la pipa le subió a las narices, complaciéndolo, dejó la pipa
apagada en el extremo de la boca y comenzó a examinar —para entonces ya
semidormido— el registro de la estación, pasando lentamente sus enormes hojas.
Arditti no le quitaba los ojos de encima. Sentado en su cama de hierro, atento y tenso,
parecía aguardar el día del juicio. Al poco rato, el señor Kanaot se cansó del trabajo
de inspección. Apartó el diario de delante suyo, se apoltronó en su silla, nos dirigió
una sonrisa condescendiente y se preparó para su siestecita. Poco a poco sus párpados
se aflojaron, cayendo sobre los ojos vidriosos. Las arrugas del mofletudo rostro se
fueron distendiendo por obra de esa profunda fatiga, su mano blanda, extendida hacia
adelante, empezó a hundirse, con deprimente laxitud, sobre su pequeño vientre.
El silencio pesaba en la habitación. A veces las ventanas se estremecían por

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efecto del viento, y de lejos llegaba el golpeteo de la hojalata del techo. La
respiración pesada del patrón se extendía acompasadamente por el cuarto, y Arditti y
yo conteníamos la respiración para no turbar su sueño. A pesar de que en estos
momentos pugnaba Arditti por decir cosas que retenía dentro de sí, no se atrevía a
abrir la boca. En silencio mordió sus dedos, mientras que se refrenaba por esta
disciplina que le obligaba. Al cabo de un rato se movió el cuerpo dormido y el patrón
comenzó a despejarse de su somnolencia. Abrió sus ojos fatigados, pesados, los paseó
por el cuarto y después los fijó en Arditti, inmóvil en su asiento, abierta de ansia la
boca, y preguntó en tono cortés, una cortesía condescendiente:
—Y bien…, señor… Arditti.
Y de inmediato volvió a cerrar los ojos, sabedor de que Arditti no tenía respuesta.
Pero Arditti me echó una mirada de susto, después reunió su coraje y arrebolado
el rostro, se lanzó:
—Señor… señor inspector… Conspiran contra el tren expreso… el tren rápido…
anoche… un plan alevoso…
Aquí el viejo se quedó silencioso con un suspiro ahogado. Era evidente que su
espíritu estaba agitado en extremo.
El bloque silencioso de la silla no se movió. Se veía que ese lenguaje emotivo no
era de su agrado. Con los ojos aún cerrados, levantó una mano floja, como queriendo
detenerlo.
—¿Qué le pasa, señor Arditti? —dijo pesadamente—. ¿Qué le pasa, que no puede
hablar en forma reposada, como se debe?
Arditti tragó saliva, se repuso, y dijo en un susurro acelerado:
—¡Un designio alevoso se está urdiendo en la aldea de Yatir… Tal vez se venga
urdiendo hace mucho. La gente de la aldea quiere un desastre… busca el dolor, ese
dolor que no le fue dado sentir durante las guerras de allende el mar… Se sienten
abandonados… llenos de hastío, y por eso proyectan descarrilar el tren expreso,
nuestro hermoso tren rápido!
Se hizo el silencio en el cuarto.
El señor Kanaot levantó con lentitud su pesada cabeza y en un gesto pausado de
atención, preguntó con voz clara, como quien quiere dejar bien establecidas las
novedades:
—¿Descarrilar, señor… Ar… dit… ti?
—Sí, sí —respondió con ardor—. ¡Destruir!
El patrón envió su cuerpo rechoncho hacia adelante.
—¿Destruir, señor Ar… dit… ti? —siguió interrogando con lánguida cantinela, y
una chispa de interés se encendió en sus ojos opacos.
—Así es —respondió el viejo con entusiasmo, asintiendo vigorosamente—.
Quieren que el tren se despeñe junto al puente grande. De mí, de mí —golpeaba con
los puños apretados sobre su pecho—, de mí pretenden que esta noche no salga a
cambiar las agujas.

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El patrón cerró los ojos llorosos y se sumió en su dormitar. Abatió la cabeza sobre
el pecho y abrió la boca en un suspiro. De pronto se abrió paso en su interior una leve
sonrisa que se volcó en su boca de gruesos labios. Extendió la mano y la puso sobre
la mesa, como buscando apoyo. Después posó sobre ella la cabeza fatigada, abrió sus
dos ojos vidriosos en dirección a Arditti, que aguardaba, respetuoso, y se descargó
con voz ronca:
—Hermosa noticia… señor Ar… dit… ti… Hermosa noticia… Hacía mucho que
la esperaba con ansia.
Arditti quedó aturdido por la sorpresa. Sus ojos grises brillaron en el esfuerzo por
comprender.
—¿Hermosa? —susurraron sus labios.
—Claro —respondió el otro lentamente, mientras examinaba a Arditti con sus
pupilas rígidas—. ¿Qué tiene de raro? Ese monstruo soberbio se pasea refulgente a lo
largo de la vía, y aquí lo contempla una aldea solitaria y apartada del mundo, tan
importante como las piedras blancas del camino…
Arditti creyó desmoronarse.
El inspector seguía repitiendo y dirigiendo la idea dentro de su portentosa
persona. Después declaró para sí, con voz de visionario:
—Es una buena idea… una idea grandiosa… —Y de inmediato clavó en mí su
mirada inquisidora—. ¿Es usted, joven, el gran pensador?
Sonreí modestamente, hasta que una sonrisa abominable se dibujó en mis labios.
El patrón me entendió perfectamente, y con su dedo corto y regordete señaló en mi
dirección:
—Nació usted para cosas grandes… grandiosas…
Bajé los ojos, satisfecho; después eché una mirada a Arditti, que todavía estaba
muy agitado, y en medio de la desesperación que se abatió sobre él balbuceaba con
voz mustia, con emoción creciente:
—Y yo me preparaba para decírselo… El señor es el inspector general… el señor
todo lo puede… está en todo… solamente él es capaz… la confianza en él aumenta
día a día.
La fatiga del señor Kanaot desbordó al escuchar la abundancia de elogios. Se
arrebujó dentro de su abrigo grande, metió la cabeza entre los hombros, y abatido y
triste, interrumpió la cantilena de Arditti.
—Déjeme en paz, por favor, por caridad.
Y volvió a sumirse en repentina somnolencia. Nuevamente reinó el silencio en el
cuarto, y Arditti y yo nos mantuvimos atentos a los movimientos de nuestro patrón.
Por último éste echó una mirada a su reloj, y acto seguido levantó los párpados de sus
ojos disponiéndose a despertar, ya que sus asuntos eran muchos y colmaban el
mundo. Al reparar en el rostro medroso y amonestado del jefe de estación, le dedicó,
compadecido, una sonrisa lánguida y franca. Arditti se estremeció de agradecimiento
ante esa demostración de cariño y se apresuró, extrañamente obstinado, a revelar

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temblorosamente lo que aún albergaba en su pecho.
—¿Y el deber, señor? ¿Mi deber cotidiano?
El patrón se irguió, sacudió las últimas legañas de sus ojos y se encaminó hacia el
anciano, quien se puso de pie respetuosamente. Extendiendo un fornido brazo se
aferró a un botón del raído gabán, el gabán del uniforme de Arditti y atrayéndolo con
fuerza hacia sí, empezó a susurrarle cosas primigenias, mientras Arditti, sumiso,
encogía su alta estatura:
—¿Cómo se le ocurre mencionar el deber? ¿No ve usted que en la gris repetición
el deber se convirtió en una gran fatiga, y tal como usted, abnegado y fiel, se verá un
buen día agonizando a la puerta de la estación, sin que junto a usted esté nadie, nadie,
y ese tren expreso pasará junto a sus ojos apagados sin concederle siquiera una
mirada de piedad, y eso que le preparó su camino, y lo cuidó y lo protegió, día tras
día…?
Arditti asió con mano temblorosa su cabello ralo y lo alisó laxamente. La
atmósfera se llenó de un ahogado silencio, hasta que de pronto el rostro del señor
Kanaot asumió una expresión severa, y dirigiéndose a la puerta la abrió de par en par.
Fuertes vientos de locura irrumpieron en el cuarto. Afuera, la borrasca se
arremolinaba con toda su ira. Un día pesado y fatigante nos esperaba. Me puse el
brazo delante de la cara para protegerla de la tormenta. Arditti se tambaleaba con el
viento. Sólo el patrón se mantenía firme y sólido frente al huracán, mientras
examinaba con aire solemne el andén. De pronto se volvió a Arditti y le dijo con voz
sonora, aunque toda se la llevó el viento, perdiéndose:
—¡Qué tormenta, por vida mía! Y por debajo de la capa de niebla la
responsabilidad se transforma en un destino maravilloso… Hoy, al anochecer
vendré… hoy al anochecer, mi querido Arditti.
Con rapidez sorprendente tomó la mano de Arditti, la sacudió con cordialidad, y
con un ademán jovial para mí se lanzó hacia la tormenta, hacia el pequeño vagón, con
el abrigo arrastrándose tras él como una larga estela, abatido por el viento y la niebla,
pero en seguimiento fiel de su enérgico dueño. El patrón descendió ágilmente al
vehículo, lo puso en marcha con mano segura, y en pocos segundos desapareció en
un vericueto de la montaña.
Cerré la puerta con fuerza. Arditti permanecía aún como congelado en su sitio,
encadenado en su fidelidad y confianza en el patrón. Dirigí mi vista a la silla
desocupada, la silla grande junto a la mesa, y me regodeé. Deslizándome suavemente
llegué hasta la mesa, la mesa del jefe de estación, y me senté, encorvado, en la silla
donde persistía el calor del cuerpo del efervescente patrón. Lentamente fui
ensanchándome en ella y extendí las dos piernas hacia adelante, con libertad
silenciosa. Un frescor recorrió mi cuerpo, y mis dientes castañetearon. Aproximé la
silla a la mesa en busca de una pizca de calor, que no hallaba dentro de mí.
Arditti me examinaba a mí y a mis actos en medio de una tranquila tristeza.
Quería conversar conmigo, y tal vez yo también hubiera querido decirle algo, pero ya

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estaba convenido entre nosotros que nos habíamos dicho todo lo que había que decir,
que los asuntos eran pocos y se repetían pavorosamente. Me tendí en la silla, cerré
mis ojos contemplativos, doblé la cabeza sobre mi pecho, apagué mis voluntades.
Poco tiempo después me quedé dormido, arrullado por la tormenta que rodaba por las
montañas.

VI. Congoja
Envueltos en enormes abrigos bajaron ya los primeros niños que dieron fin a sus
deberes escolares, al pozo de la aldea. Con gran trabajo consiguió la señora Sharira
abrir la celosía de la ventana que da al puente grande, y el viento golpeaba las
livianas sillas de paja que colocó en el balcón. A las 18:00 ya se habían abierto todas
las ventanas que daban a la vía, y arrebujadas cabezas asomaban de ellas. La pandilla
de muchachos y muchachas llegó a la hora señalada, y Dardishi ya ocupaba su lugar.
A las 18:10 se dio término a la reunión del Concejo, la puerta se abrió de un empellón
y Bardón fue el primero en salir precipitadamente. Difícil, muy difícil se hacía el
camino de Francy, el viñatero, desde lo alto de la lona, y el fatigado caballo arremetía
contra el huracán desencadenado hasta que se quedó plantado en la última vuelta. A
través de la niebla era posible discernir a los cinco obreros que trabajaban en la
construcción del dique grande, avanzando lentamente. La ventana de Ehudi, el
enfermo, se abrió, golpeando con fuerza contra la pared de la casa. Meshulam el
huérfano alcanzó a descender con pie descalzo hasta el puente grande y a colocar su
trozo de chatarra sobre las vías brillantes. El regaño de la tía, que se demoraba, como
siempre, fue devorado por el viento.
Cada cual ocupaba ya su sitio, y esperaba. Las agujas del reloj se desplazaban
lentamente hasta la hora de la salida tradicional de Arditti. Ziva avanzó saltarina
hacia mí; un leve vestido la cubría y ella temblaba de frío. Las dos agujas seguían en
su estado anterior, y Arditti no llegaba. Un murmullo contenido ascendió desde la
aldea, rumorosa de gente. Todas las miradas se clavaban en el andén, vacío y sumido
en la orfandad. Todos volvían los ojos conmovidos hacia las dos agujas inmóviles de
acero. El sol, cargado de nubes flotantes, bañaba la montaña de un rojo
resplandeciente. Más allá de la borrasca, más allá de los vientos, más allá de los
remolinos, tenía lugar un ocaso sereno y lejano. La luz se volcaba sobre el rostro de
Ziva, que se protegía con la mano sobre la frente, la mirada tendida hacia la aldea en
ebullición.
—¡Arditti no salió hoy! ¡Arditti no salió hoy! —Urdíase una nueva alegría a
través de la capa de neblina, que descargó toda responsabilidad—. 18:25. La suerte
estaba echada.
Ziva se precipitó fervorosamente sobre la bandera roja, tiradas como de
costumbre, en el suelo. Rápidamente desató sus nudos y la desplegó. Mis ojos
buscaban a Arditti, pero la estación permanecía en silencio. Una pitada lejana

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anunció al tren, rodando por los montes como si no se propusiera venir hacia
nosotros. Ziva puso en mis manos la bandera roja, y yo arrojé la vieja y apresé con
ambas manos la bandera nueva, agitándola en dirección a la gente de la aldea. Un
murmullo de aprobación surgió de la multitud usual de espectadores, pero nadie se
movió. Sólo los ojos brillaban en medio de la borrasca, tratando de no perder el más
pequeño detalle de las vías relucientes situadas sobre el puente grande. El cielo se
oscureció de pronto, como resignándose al sacrificio del ocaso. Rápidamente se
precipitó la oscuridad y la niebla del cielo que descendía sin pausar, pegajosa y
húmeda, impregnó de melancolía los últimos minutos de luz. La voz del tren,
fragorosa y retumbante entre los montes se escuchaba cada vez más cerca, mientras
los ecos se espesaban, para ser devorados dentro del vapor que nos envolvía.
Contrariamente a mi hábito me encaramé sobre una gran piedra, y con todas mis
fuerzas levanté la bandera roja, para anunciar el peligro.
De pronto logró la locomotora atravesar la cortina de niebla, y la vimos salvar a
toda velocidad la última vuelta. Venía directamente hacia nosotros, golpeando
acompasadamente sobre las vías brillantes y húmedas, en impotente tambaleo, y tras
ella, obedientes, los vagones. Dos espigas de débil luz brotaban de sus faros,
buscando confiadas la ruta establecida. A la sentadora luz crepuscular se perfilaba la
cabeza inclinada de Ziva, los ojos agrandados, una sonrisa petrificada volcada en su
rostro. La bandera roja amenazaba romperse, desgarrarse ante la violencia del viento.
El aburrido conductor de la locomotora notó mi presencia, negándose a
comprender lo que pudo haber pasado súbitamente. Se apresuró a pitar en protesta
contra mí, pero yo agité tercamente la bandera roja, hermético en mi respuesta,
extraño y lejano. El sol, que logró romper el cerco de las nubes, brilló sobre la
ventanilla de la locomotora. El rostro empavorecido del conductor se inclinó hacia mí
y desviándose de su ruta, pasó en un abrir y cerrar de ojos frente a mí y penetró con
un golpeteo nuevo a la vía de Yatir, a nuestra pequeña trocha. Extraño suena el ruido
de las ruedas sobre la vía herrumbrosa, pero los vagones pasan uno tras el otro a la
trocha abandonada, y el pavoroso golpeteo se repite una y otra vez. Un grito
desenfrenado de regocijo se ahogó en un estertor:
—¡Vienen hacia nosotros, hacia nosotros, sobre nuestras vías! —Pero éstas eran
cortas, pequeñas para soportar la tremenda carga que se abatió sobre ellas en la forma
de ese tren rápido, y el fin, señalado con un andamiaje de vigas, se acercaba cada vez
más a la locomotora en loca carrera, que en vano intentaba frenar su velocidad. Y
cuando, en veloz desesperación, llegó al final, embistió con su hocico poderoso, hasta
hacer trizas el último obstáculo, y ansioso de su propia destrucción, saltó de la vía.
Las ruedas enormes, lisas, acompasadas, fieles, fueron desprendiéndose una a una del
riel y, perdido el equilibrio, todo el tren se precipitó hacia el abismo de espesa niebla.
Toda la gente de la aldea de pie, y con las manos tendidas hacia el tren que pasó
delante de ellos, gritaba enloquecida. Pero el tren no tenía salvación, porque sus
vagones estaban aferrados uno a otro en forma inseparable, un solo destino los unía.

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Uno tras otro se iban descarrilando, entrechocando, precipitándose uno sobre otro,
quebrándose, rompiéndose, entreverándose y destruyéndose. Y todo eso sobre
nuestros peñascos, sobre las rocas graníticas levemente inclinadas de nuestras casas
pequeñas y miserables. Poco a poco fue apagándose el ruido de los motores
destruidos, y un silencio suave se alzó de los cúmulos de niebla que se desplazaban
lentamente en la dirección de un nuevo anochecer.
Los habitantes de la aldea se precipitaron por la ladera. De pronto emergieron de
sus agujeros, convergiendo desde todos los ángulos. Con pavorosa prontitud saltaban
en dirección al valle, dispuestos a nuevas actividades. Del último vagón del tren,
inclinado al borde de la quebrada, surgieron las primeras figuras de los viajeros,
doloridos e indefensos, pidiendo socorro. Ya llegaban hacia ellos los primeros,
infundiendo sosiego, y junto con el crepúsculo recogieron a los heridos bajo su
abrigo. Una noche negra se elevó desde la estribación de las montañas y en la aldea
revivida se encendieron en su honor las primeras antorchas.
Ziva seguía a mí lado. Con la bandera roja yaciendo, mustia, en mi palma, la miré
con ansia. Estaba pálida y temblorosa, llena de horror ante la desgracia viva. Yo
extendí hacia ella la mano para calmarla, con una leve sonrisa.
—¿Y, querida?
Pero ella me miró como una extraña. Sus labios balbuceaban algo sin sonido, y se
retorcía desesperadamente las manos. De pronto desapareció en dirección al valle,
hormigueante de gente.
Lentamente arrastré mis pies hacia la estación en tinieblas, y cuando llegué al
pórtico y entré, un tanto temeroso, arrojé las dos banderas desplegadas junto al vano.
Silenciosamente empujé la gran puerta de hierro. Arditti estaba sentado en su sitio
junto a la mesa grande, sus ojos grises agrandados dentro de sus órbitas, su cabeza
mustia sostenida por la palma de la mano. Arrastré el cajón roto desde su sitio y lo
coloqué junto a la mesa. Arditti no puso atención ni en mí ni en lo que estaba
haciendo.
Largamente se extendió el silencio. Demasiado tiempo había sólo silencio entre
nosotros, un silencio impotente, el silencio de la falta de acción. Pero el silencio
paseaba insoportable, hasta el ahogo. Con voz sofocada, le dije:
—Todos se uncen al yugo del nuevo dolor… se solazan en la pesada
responsabilidad. Un día nuevo y maravilloso descendió sobre nosotros, Arditti…
Jamás olvidaremos lo que hizo por nosotros…
Los estrechos hombros del jefe de estación se estremecieron de terror. Posó en mí
sus ojos, hostiles hasta el dolor.
—El patrón —angustiáronse sus palabras en un susurro—. El señor inspector…
¿Vendrá? ¿Vendrá a inspeccionar?
—Claro que vendrá —dije con fervor—. Si en todo sitio donde haya dolor, allí
está, y con sus grandes llaves abre las puertas de la misericordia y el amor. Todo lo
acogerá bajo su protección comprensiva, exacta, fatigada…

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Arditti posó la cabeza sobre la mesa, agobiado por la vejez y las acciones. Su
mano callosa cayó sobre la mesa y quedó colgando flojamente delante de ella. Con
sigilo y adulación extendí hacia ella mi mano y la presioné tiernamente.
Una pálida luna fue ascendiendo desde el oriente. Las voces desde el lugar del
desastre, junto al puente grande, repercutían, débiles, pero constantes. Mucho tiempo
estuve con el anciano jefe de estación, hasta que lo abandoné a su suerte y me deslicé
hacia la noche ya apaciguada, hacia el lugar del desastre.

VII. Amada
Alucinado y tambaleante descendí al valle, en dirección al lugar del hecho. Me fui
abriendo camino entre las ruinas del tren, tropezando con los trozos de madera de los
vagones volcados. Con ojos ansiosos busqué vanamente a Ziva. Toda la aldea estaba
allí, ni uno solo faltaba. Los niños sostenían antorchas ardientes, serios y alertas en
pos de sus progenitores, que se entregaban por entero a la tarea de salvamento. El
alma colmada, parcos en palabras y gritos, cumplían con su deber humano con
seriedad, organización, sistema y orden ejemplares. Trabajaban en equipos, con sogas
y herramientas de trabajo en las manos, dedicándose a la tarea de evacuación con una
diligencia poco usual en la aldea. Algunos seguían apagando incendios humeantes
con sacos húmedos, mientras los tiernos infantes levantaban con todas sus fuerzas las
teas para ayudar en todo lo posible, arrojando luz sobre quienes cumplían la tarea
sagrada.
De tanto en tanto se escapaba un grito desde uno de los rincones oscuros,
acompañado por las voces graves, apaciguadoras, de la gente de la aldea de la
cercanía. En uno de los centros de salvamento, junto a un vagón volcado que echaba
humo, distinguí la apuesta silueta de Bardón, que dirigía la tarea con sangre fría e
inteligencia. Era evidente que lo tenía aprendido y ensayado en su corazón desde
hacía mucho tiempo.
Tomé en mis manos un trozo de tea ardiente y empecé a dar vueltas, palpando en
la oscuridad, en busca de Ziva. La gente de la aldea me hacía lugar respetuosamente,
porque mi prestigio había aumentado ese día. Hasta que finalmente la vi de lejos, a lo
largo de la quebrada, junto a una de las paredes, inclinada, ella sola, sobre un herido,
un viajero moribundo. Una antorcha enclavada entre dos piedras daba una luz
titilante, arrojando sombras que danzaban sobre sus hermosas facciones. Su boca se
torcía en una mueca de hondo dolor y sus profundos ojos azules estaban arrasados de
lágrimas. Acariciaba el rostro vendado del moribundo, mientras sorbía dentro de su
joven persona con toda su abnegación el dolor y la congoja de la muerte, anhelante
por absorber dentro de los recovecos de su alma el gran desastre. Durante breves
momentos permanecí en silencio frente a la figura solitaria, mientras la tea que
colgaba de mi mano se iba extinguiendo. Finalmente me sacudí en un estallido de
cólera, y acercándome a ella le apresé el hombro. Ella volvió a mí los ojos brillantes

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de lágrimas y susurró:
—Mira…
Pero mis ojos permanecían fríos y secos; algo como una ira, prolongada y
potente, me dominó. Arrojé lejos de mí la tea, tendí mis manos hacia el rostro, hacia
el cuello, exigiendo el pago.
—Ven conmigo —tembló mi voz.
—¿Ahora? —peguntó temerosa, resistiéndose.
—¡Ven! —repetí con terquedad, y la sostuve, levantándola. Ella se desprendió del
herido y sin ganas se arrastró tras de mí. Pero yo no cejé y con mano fuerte y ardiente
la arrastré por el primer sendero hacia arriba, en dirección a la montaña envuelta en
tinieblas.
Marchamos ágiles entre las rocas, por caminos conocidos. La noche fría,
descargada ya de la borrasca del día, nos golpeó en la cara, y los arbustos de retama
tendieron hacia nosotros su aroma. Jadeantes y un poco atemorizados saltamos sobre
las negras rocas, las rocas de granito, como si nos propusiéramos llegar a las cimas
envueltas en la delicada transparencia nocturna, a las cordilleras que se esfumaban
altas, en alguna parte, sobre nuestras cabezas. Las luces de la aldea desaparecieron de
nuestra vista, y la soledad pura nos inundó.
Junto a un añoso olivo me detuve y la tomé en mis brazos salvajemente. Atraje
hacia mí su cabeza de cabellera corta, mientras sentía en todo mi ser su juventud en
rebeldía. Su hombro blanco que quedó al desnudo me reveló una avidez de placer que
no conocía. La abracé, besando como loco su cuello, balbuceando infatigablemente
su nombre breve. Mis ojos se nublaron, la cabeza me dio vueltas y me dejé caer,
olvidado y feliz, acariciando, gozando, entregándome.
El silencio nos envolvió en las telarañas de la noche fría. Ardorosos yacíamos al
pie del árbol, sobre la tierra negra rodeada de raíces, recatándonos en la sombra
espesa. Ella descansaba en mis brazos, apaciguada, entornados los ojos, preñada de
pensamientos. Después abrió los ojos hacia mí, acarició mi pelo con su mano suave,
mientras hablaba, como recordando.
—El desastre… ¡qué espanto!
Sus ojos vistieron el color del nuevo dolor.
Callé.
—La destrucción… la ruina… y los cientos de muertos —prosiguió
pausadamente. Toda la noche seguiremos trabajando a la luz de las antorchas. ¡Ése
fue un desastre!
Un estremecimiento me acometió. Me desenlacé de ella, como queriendo huir de
su mirada azul y penetrante. Pero ella trasladó parte del brazo extendido a mi pecho,
y lentamente fue enunciando una nueva idea.
—Y él, ¿qué haremos con él?
—¿Quién?
Pero ella no escuchaba. Como soñando, siguió urdiendo pensamientos.

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—Lo denunciaremos… No puede seguir en libertad.
Una sospecha espantosa se ganó dentro de mí.
—¿Quién? —grité en un susurro contenido—. ¿Quién?
Ella me contempló compasivamente.
—El viejo Arditti, naturalmente —dijo echándose sobre mí—. Todavía seguirán
sucediendo cosas…
Sus ojos se tendían hacia la lejanía que de pronto se abría ante ella.
La atraje hacia mí, sorbiendo, borracho, el aroma de la noche que susurraba sobre
el suelo pétreo, sinuoso, de la tierra amada…

Abraham B. Yehoshua nació en Jerusalén en 1936, en la quinta generación de una familia sefardita. Estudió
literatura hebrea en la Universidad Hebrea de Jerusalén y comenzó su carrera de profesor. Desde 1963 a 1967
vivió y enseñó en París. Actualmente es profesor de literatura en la Universidad de Haifa y un activo miembro del
movimiento pacifista Paz ahora.
Ha publicado numerosas novelas, cuentos, obras de teatro y ensayo. Es uno de los más conocidos autores
israelitas. Ha recibido muchos premios, tanto en Israel como en otras partes del mundo: el Brenner, el Bialik, el
Alterman, la mejor novela del año en Inglaterra en 1992, el premio Koret del libro judío, el premio de Literatura
de Israel en 1995, el Giovanni Boccaccio (2005) y el Viareggio (2005). Su obra ha sido traducida a 28 idiomas.
Entre sus principales obras citamos: The Death of the Old Man, Facing the Forests, Early in Sumrner 1970,
An Evening in May, Three Days and a Child, The Lover, A Late Divorce, Mr. Mani, The Liberating Bride…

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El secreto de Dora
Ruth Almog

En 1964 fui a París por primera vez. Antes de mi viaje mi madre escribió a Dora,
la hija de su tío, anunciándole mi llegada, pero Dora respondió diciendo que
sintiéndolo mucho no iban a estar en París en ese momento porque en agosto se iban
de vacaciones. Llegué a París por segunda vez en 1983. Llamé a Dora desde la
oficina de correos de Boulevard du Palais. En un pequeño cuarto de la segunda planta
había una señorita dedicada especialmente a eso. La cola de espera era larga. Al
llegar mi turno, la señorita encontró el número de teléfono, me pidió que entrase en
una cabina cerrada y nos conectó.
Tras presentarme, le comuniqué que me encontraba en París y que me gustaría
mucho que nos pudiéramos ver. Cuando Dora me respondió «ven a comer a casa y así
charlamos» no podía creer lo que estaba escuchando. Siempre pensé que en mi
anterior viaje a París me había evitado. Ahora me daba cuenta de que me había
equivocado con respecto a ella. Me explicó cómo llegar a su casa, dijo au revoir y
colgó el teléfono. Al colocar el auricular en su sitio se me llenaron los ojos de
lágrimas.
De camino a la estación de tren Saint-Lazare compré en una pastelería una
preciosa caja de castañas confitadas. La caja de cartón era grande y llamativa, pero,
con todo, no era un regalo caro. En Saint-Lazare metí una moneda en la máquina
automática y salió el billete de tren. No tenía idea de que debía picarlo antes de pasar
al andén, donde estaba esperando ya mi tren. Más tarde Dora me explicó que eso era
una infracción.
—Te podían haber detenido por una cosa así, —dijo—, tienes suerte de que no
pasara ningún inspector por el vagón.
Todo el viaje estuve en tensión. Tenía miedo de pasarme Saint-Julien, por eso
comparaba continuamente las estaciones del mapa que había sobre mí y aquéllas en
las que el tren paraba. Casi no me fijé en el paisaje. La estación de Saint-Julien era
pequeña, con andenes estrechos. Parecía desierta y aislada. A pesar de ello, en una de
las paredes había una pintada en betún negro, «Arriba Jomeini». En aquella época
había en París enfrentamientos violentos entre estudiantes iraníes un día sí y otro

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también.
Subí por las empinadas escaleras de madera que conducían al exterior de la
estación y me adentré en el cuidado barrio residencial. Al rato torcí hacia una calle de
viviendas nuevas y agradables: era obvio que me encontraba en un barrio de gente
acomodada. Encontré la casa sin problema.
Al llamar al timbre la puerta se abrió inmediatamente y frente a mí apareció una
mujer pequeña, entrada en años. Por un momento pensé que se trataba de mi abuela,
que había resucitado. El parecido era impresionante y casi dije en voz alta:
«¡Regina!», pero enseguida percibí las diferencias. La nariz de mi abuela era
prominente y aguileña, no así la de Dora, que era pequeña y delicada, casi
respingona. Nos besamos y, al apartarnos, la cruz de oro que llevaba al cuello
centelleó. Le dije:
—Te pareces a Regina, mi abuela.
Dora respondió:
—Yo no la recuerdo. Nos visitó en Lintz una o dos veces. Ven, pasa.
De la entrada oscura pasamos a un salón amplio y lleno de luz. A mano derecha
había un gran piano de cola y frente a él, en el otro extremo de la habitación, un
caballete con un enorme óleo inacabado. De las paredes colgaban, apretados, grandes
y pálidos cuadros. El paso de una tonalidad a otra era tan delicado que al principio
parecía que estaban vacíos de contenido. Sólo de cerca pude apreciar cuán compleja y
rica era la escena de la pintura: todas representaban estampas de la vida de Jesús y su
familia. En ellas se había invertido un claro sentimiento religioso, camuflado bajo la
riqueza de la urdimbre pictórica. Los tonos se me asemejaban a los colores de la
nieve o del hielo con un espectro muy limitado: de blanco a gris oscuro, sutiles
amarillos, rosas varios y celestes. Apenas negro y poco burdeos, muy oscuro. No
tenían vehemencia alguna, al contrario, eran mates y tenues, de líneas curvas y
carentes de trazos afilados.
Esos cuadros despertaron mi admiración:
—¿Son tuyos? —pregunté con precaución.
Ella asintió con la cabeza.
—Pensé que eras escultora —dije.
—Oh, hace tiempo que ya no —contestó sonriendo.
Sólo de cerca podía apreciarse la riqueza extraordinaria del colorido que se fundía
en un silencioso gris con matices rosados, cual secreto que únicamente sale a la luz
tras una inspección minuciosa. Y sin embargo, de cerca tan sólo los detalles eran
perceptibles y no la totalidad de la pintura. Por eso el espectador siempre se perdía
algo: si se fijaba en la escena, desperdiciaba los detalles y cuando se concentraba en
ellos, no captaba la escena.
Dora dijo:
—Hace ya años que pinto estos cuadros. Cada una de estas pinturas es el trabajo
de seis meses. Las he expuesto en muchos lugares. Hace dos años las expuse en

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Roma y estaba previsto hacerlo también en Jerusalén. Mi marido y yo teníamos
muchas ganas de visitar Jerusalén, pero a causa de la tragedia que nos sobrevino no
pudo ser. Ven, siéntate.
Nos sentamos en unas cómodas butacas, al lado de una mesita de café, y le
pregunté:
—¿Qué tragedia?
—Mi marido está muy enfermo —me respondió—. Te lo contaré enseguida, pero
antes ¿quieres tomar algo?
Fue a la cocina y regresó con una bandeja y dos vasos de limonada. Le di mi
regalo.
—No tenías que haberte molestado —me dijo mientras lo desenvolvía—. De la
elegante caja de cartón sacó una lata de hojalata, simple y lisa. Una rudimentaria lata
de conservas, redonda, sin etiqueta alguna. No tenía la más mínima idea de que las
castañas confitadas viniesen así. Dora fue nuevamente a la cocina y trajo un pequeño
e inútil abridor. Comenzó a abrir la lata, pero ésta era dura y el abridor malo. Se
formó una especie de costura dentada alrededor de la abertura, Dora no tuvo cuidado
y se cortó un dedo, que comenzó a sangrar copiosamente.
—¡Ay! —exclamé. Me sentí culpable y no sabía cómo disculparme.
Pero Dora, poniendo la lata en la mesa, dijo:
—Sírvete, por favor.
No pude tocar las castañas: su dedo aún sangraba, a pesar de que lo había
envuelto con un pañuelo que sacó del bolsillo. Era una mujer tan delicada y frágil…
—Tienes que curarte eso —casi le grité. Sonrió levemente, se levantó y volvió
con una venda alrededor del dedo herido.
Se sentó nuevamente en el sofá y mirándome, dijo:
—Tuvimos un matrimonio feliz como pocos. Toda nuestra vida nos quisimos el
uno al otro con locura. Nunca nos separamos siquiera un día y todo lo que hacíamos
nos lo consultábamos. Teníamos una armonía perfecta. Ahora soy incapaz de
terminar esa pintura. Dentro de poco hará un año que está ahí, en el caballete. ¿Cómo
puedo saber si lo que hago es lo adecuado, cuando él no está aquí para decírmelo?
Sabes, cada libro que escribió, cada obra, me pidió mi consejo. Por la mañana
escribía y por la tarde yo lo leía. Tuvimos una vida maravillosa. No, no nos
separamos nunca, ni siquiera por un día. Y entonces, hará unos dos años, me
descubrieron un quiste. Nada maligno, pero sí molesto. Me dijeron que tenía que
operarme, pero mi marido tenía miedo. Lloraba, no quería que me operasen. Yo lo
retrasaba mes a mes. Sufría mucho, pero lo retrasaba. Hasta que un día mis hijos —
todos médicos, ya sabes— dijeron que ya estaba bien, que ya no se podía más, que
me tenía que operar. Me dí cuenta de lo difícil que era para él y le arreglamos una
cama a mi lado. Fuimos los dos al hospital y no nos separamos. La noche antes de la
operación durmió a mi lado. Por la mañana vino nuestro hijo mayor y no lo abandonó
ni un momento, pero cuando me llevaron a quirófano se vino abajo. Simplemente no

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creía que me fuese a ver de nuevo. Comenzó a perder los estribos y quería entrar en
el quirófano para estar a mi lado. Por supuesto no se lo permitieron. Mi hijo estuvo
con él todo el tiempo, pero se desbocó por completo. Tuvieron que atarlo y ponerle
una inyección calmante. Cuando me devolvieron a la habitación al cabo de unas
horas, dormía. Al despertar ya no volvió a ser el mismo. No me reconocía, decía
tonterías y no nos conocía ni a mí ni a sus hijos. Parecía como si se le hubiese secado
el cerebro, como si hubiese desaparecido… Tuvimos que hospitalizarlo en una
institución. Yo voy a visitarle una vez al mes, porque está muy lejos, pero no tiene
ningún sentido. No me habla. No sabe quién soy. Es como un vegetal. Es imposible
de creer, o de entender. Hasta el momento en que me llevaron a quirófano estaba en
plenas facultades intelectuales… ¿Sabes cuántos libros ha escrito? Ven, te los
enseño… —Y me condujo a una habitación llena de libros en la que había un estante
completo con los suyos. Vi que eran libros de filosofía, religión y música. Escribió
sobre Nietzsche y Fichte, Beethoven y el Romanticismo alemán en la literatura y en
la música, todo tipo de libros.
—Era un gran erudito —dijo.
—¿Cómo lo conociste? —le pregunté.
—Ah —respondió mientras se le iluminaba la cara— en Viena. Él fue a un
congreso de músicos, allí lo conoció mi hermano Robert y lo trajo a casa. Yo tenía
dieciocho años y él veintiocho. Me enamoré de él. Él regresó a París y yo comencé a
estudiar los principios del cristianismo. No fue él quien me lo pidió: yo quise. Más
tarde me convertí con plena convicción y nos casamos. Mi marido era un gran
creyente, un devoto católico, y yo también.
—Pensé —le respondí rápidamente— que ya en Viena erais cristianos. Nuestro
primo, Leo, me contó que tu padre se convirtió al catolicismo para poder ocupar el
cargo de consejero de corte en Viena.
—Tonterías —exclamó—. Leo siempre inventaba todo tipo de cuentos. Mi padre
se convirtió después de la guerra, cuando regresó de Uruguay y se vino a vivir
conmigo justo antes de morir. Tuvo una revelación y comprendió que el cristianismo
es la religión verdadera. Me dijo que quería morir y ser enterrado como cristiano.
Yo sabía que ellos, es decir, el tío de mi madre y su hijo Robert, habían huido a
Uruguay. Recordaba perfectamente las cartas que llegaban de allí para mi abuela, con
aquellos sellos enormes y preciosos que despegábamos con tanto cuidado. Mi padre
ponía el sobre en agua hasta que el sello se despegaba casi del todo, luego lo secaba,
lo alisaba y lo pegaba en un álbum.
Robert regresó a Viena tras la guerra. Mi amigo, el pintor Osias Hofshttater, solía
encontrarse allí con él en el café de la bohemia en el que acostumbraban a sentarse
artistas refugiados llegados del destierro o de los campos.
—Era un comunista convencido —me contó.
No sabía que el padre hubiese ido a París y se hubiese instalado en la casa de su
hija.

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—Murió como un santo —me confesó Dora—. Mientras dormía. Se quedó
dormido mientras leía el Nuevo Testamento. Los niños lo sintieron mucho, le querían
con locura.
—Alguien me comentó que una vez había escuchado en Alemania una
interpretación de una obra de Robert, muy modernista, para doce chelos —dije.
—Sí, —asintió— su música es difícil de entender, ciertamente muy modernista.
—He escuchado que han escrito un libro sobre él. ¿Por casualidad lo tienes?
De nuevo se le iluminó la cara. Aún era una mujer hermosa. Piel muy suave,
blanca-azulada, cabello fino, casi dorado. Fue a la estancia contigua, el despacho de
su marido, una habitación llena de libros, y regresó con un volumen escrito en
alemán. Estuve hojeándolo, observando las fotografías de Robert en las diferentes
etapas de su vida sin que se me formase en la mente ninguna estampa concreta, no
tuve sensación alguna de cercanía y se me escabulló. Deseaba ardientemente el libro,
pero no tuve el valor de pedirle que me lo regalara.
—La próxima semana —anunció—, voy a ir a verle a Viena: una visita corta.
Para mis adentros pensé que quizás un día vaya yo también.
En una de las cartas que me escribió Robert decía: «Me alegra escuchar que eres
escritora. Es una satisfacción pensar que en una familia de comerciantes como la
nuestra hay otra excepción más. Un artista más».
Me identifiqué profundamente con él, a pesar de no saber exactamente a lo que se
refería. Fueron tan pocos los que sobrevivieron de la familia y él mismo los conocía
sólo de las historias. No sabía, y yo entonces tampoco, que teníamos un pintor en la
familia, Jack Rubin, de Londres. Ni que muchos de sus miembros eran músicos, que
Clara Rubin, de Berlín, por ejemplo, cantaba en el coro de la Ópera de esa ciudad,
aunque de manera voluntaria, ni que otro berlinés de la familia Rubin, Freund, dirigió
varias orquestas en Sudáfrica. Tampoco podía saber que de la familia Witztum,
emparentada ella también con los Rubin, salieron varios músicos. De lo único que
tenía conocimiento era de que mi hija Shira era música y eso porque yo se lo conté.
Sólo tras leer su biografía pude comprobar el significado de esa amarga frase que
escribió en aquella carta.
—¿Sabes que tenemos un cardenal de la familia en el Vaticano, el cardenal
Rubin?, —dijo de repente Dora en una especie de despertar.
Nunca lo había escuchado y no la creí. Hacía ya tiempo que no la creía. Desde el
mismo momento en que entré en esa bonita y ordenada casa no la creí, al ver sus
pálidos óleos en los que se escondían esas escenas de la vida de Jesús que casi no se
podían apreciar.
En la carta que escribí hace unos días a René Lehman (16-2-2003) señalaba que
estaba escribiendo el libro sobre mi familia, entre otras cosas para saber más acerca
de mí misma, pero, sobre todo, como monumento conmemorativo a los muertos. El
encuentro con Dora me enseñó que tengo cierta tendencia a ser demasiado suspicaz y
que desconfío de las personas. Y es que, por ejemplo, no mucho tiempo después de

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mi viaje a París, ya en Israel, escuché de boca de un amigo que en el séquito del Papa
polaco había un cardenal de nombre Rubin. Años más tarde, en un libro sobre el Papa
se recordaba al cardenal Vaclav Rubin como persona cercana a él por su origen
polaco.
El cardenal, entre tanto, había muerto ya. Si tenía o no relación con nuestra
familia Rubin —la de mi madre, Dora, Robert, Leo, René Lehman—, no conseguí
aclararlo nunca.
Por alguna razón me fijé en el piano y ella se dio cuenta. No tenía la menor duda
de que se trataba de un instrumento muy caro.
—Es el piano de mi marido —dijo mientras ladeaba la cabeza en su dirección—,
tuvimos un matrimonio maravilloso, completamente maravilloso, —prosiguió con
tristeza.
Luego añadió:
—Ya sabes, cuatro hijos, todos médicos, pero de pequeños cada uno aprendió a
tocar un instrumento diferente y teníamos así un quinteto en casa. Hacíamos
conciertos. Los domingos por la tarde solíamos invitar a gente y tocábamos. Mi
marido tocaba el piano y los niños, instrumentos de cuerda, la flauta y el clarinete.
Era estupendo, simplemente maravilloso. Me cuesta tanto comprender que no está
aquí, conmigo… Me falta tanto…
Calló y al cabo de un rato le pregunté por Catherine Fourrier, la hija del tío Jacob
Rubin, de Leipzig. Sabía que vivió en Francia, en una localidad llamada Beauvais sur
Oise, que también ella se había convertido al cristianismo y que su marido era
profesor, quizás sólo maestro.
Dora torció el gesto:
—No tengo ningún contacto con ella —dijo. La examiné con mirada inquisidora
y ella lo debió notar, porque enseguida añadió—: Trabajaba al servicio de la Gestapo
durante la guerra. Delataba. Tras la guerra la atraparon y le raparon la cabeza. Tiene
suerte de que no la ejecutaran. Después de la guerra recibieron lo que se merecían,
todos esos chivatos y colaboradores…
Respondí:
—No lo puedo creer. Son sólo cuentos. —Y entonces en un impulso que no pude
contener se me escapó—: También sobre ti se cuentan historias.
Comprendí entonces que había rabia en mi interior y que las palabras se me
habían escabullido.
—¿Qué? —exclamó Dora, como si le hubiera mordido una serpiente.
—Leo me contó que abandonásteis a los primos de Leipzig a merced de la
Gestapo —le contesté.
—¿Qué estás diciendo? —gritó—. ¿Sabes lo que hicieron? Los escondimos en
nuestra vieja casa de Boulogne aceptando los riesgos que eso conllevaba. Y ellos —a
nuestras espaldas— se dedicaron al mercado negro. Mi marido estaba en la
resistencia. Pusieron en peligro nuestras vidas. Tuvimos que echarlos. Si nos

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hubiesen atrapado nos hubieran despachado a todos.
—¿Se sabía en tu entorno que eras de origen judío? —pregunté.
—Nadie lo sabía. Nunca. Hasta el día de hoy nadie lo sabe. No olvides que vine
de Austria y cuando llegué ya era católica. Y no obstante, cuando ellos, la familia
Hartel, vinieron a pedir ayuda les dimos escondite en el sótano. Pero comerciaban en
el mercado negro a nuestras espaldas. Los compañeros de mi marido en la resistencia
se lo advirtieron. Fueron unos desagradecidos. Yo tenía hijos pequeños, no lo olvides.
Callé. Me dije a mí misma que se pueden contar historias con diferentes
versiones. Imagino que los Hartel abandonarían París y cruzarían la frontera hacia la
zona de Vichy hasta que llegaron a Niza. Al parecer, allí fueron atrapados. No sé si
todos fueron despachados o si sólo Mina Hartel fue capturada. Tampoco sé cómo se
salvaron su marido Paul y su hija Margot.
Dora prosiguió:
—Consideramos la situación, mi marido y yo, ya te dije que todo lo hacíamos en
comunión. Nunca hubo entre nosotros diferencias. Ninguna disputa. ¿Sabes que
nunca, en cincuenta años de matrimonio, tuvimos una discusión?
Después comimos juntas. Me dio apuro que se molestase por mi causa, pero me
explicó que la asistenta lo había preparado todo.
—Me viene dos horas cada día. Ya me resulta difícil, comprendes. Yo tampoco
estoy muy fuerte. Por eso sólo voy una vez al mes. Su centro está lejos. Pero lo
atienden muy bien. Sólo a nuestro hijo mayor lo reconoce a veces…
La comida fue excelente. El postre, quesos variados. Todo el tiempo me estuvo
restallando en los ojos la venda blanca en el dedo de Dora. La lata de conserva con
las castañas confitadas estaba en la mesa baja. No las probé. Tampoco Dora. Para mis
adentros pensé que lo que para mí era tan especial, puesto que en mi país era
desconocido, quizás para ella era algo corriente y poco apetecible. Y es que ¿hay
acaso en París alguna calle sin castaños? ¿Y hay en Israel algún jardín botánico que
los tenga?
Dora apenas comió y era evidente que estaba turbada. Mucho tiempo después de
este encuentro se me ocurrió pensar que quizás la historia sobre Catherine era cierta:
tenía una hija judía, Mónica, fruto de su relación con Shatz, su primer marido. No hay
duda de que hubiera hecho cualquier cosa por salvarla.
Ayudé a Dora a quitar la mesa. Tenía una cocina moderna, amplia y envidiable.
Volvimos a sentarnos.
—Leo está loco —exclamó—. ¿Por qué tiene que contarte ese tipo de historias?
¿Y de Catherine no te dijo nada?
—No —respondí— nunca me contó nada sobre Catherine.
No podía creerme su historia. Pensé que tenía una especie de necesidad oculta,
incomprensible, de inventarla. Como una extraña excusa para cortar el contacto con
la única persona de la familia que tenía en Francia. Invisible, inexplicable, pero
indudablemente real. Mirándola pensé para mis adentros que era una mujer muy

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asustada.
—Fue una época terrible —dijo de repente—. ¡Terrible! Comprendes… ésa es la
razón por la que nunca podrás conocer a mis hijos.
—No entiendo —repliqué.
—Ellos no saben. No saben nada. Y nunca lo sabrán.
—No saben, ¿qué? —insistí.
—No saben que soy judía.
—¿Qué? —le pregunté sin comprender nada—. Pero tú, de hecho, no eres judía,
eres católica.
—No entiendes —me explicó—, ellos no saben que soy de origen judío. No se lo
he contado. Ése ha sido nuestro gran secreto, de mi marido y mío. Nunca se lo
contamos. Durante toda mi vida he tenido miedo de que otra cosa así como Hitler
vuelva a ocurrir. No quiero que ningún peligro les amenace, ¿entiendes? Decidimos
mantenerlo en secreto cuando empezaron los acontecimientos. En aquellos días era
absolutamente indispensable. Y después acordamos que nunca se lo contaríamos.
Su historia tenía demasiadas grietas. Si su padre se convirtió al cristianismo sólo
al regresar de Uruguay quiere decir que Robert siguió siendo judío, y si es así, ¿cómo
ocultó este hecho a sus hijos? ¿Acaso el libro sobre él no menciona a su familia
judía? Y el apellido Rubin ¿cómo lo explica? Es un nombre totalmente judío…
Me fui sintiendo progresivamente incómoda, como una especie de asfixia. ¿Qué
es verdad y qué mentira?, me preguntaba a mí misma, sabiendo que probablemente
nunca conocería la respuesta. En una de sus cartas Robert me aseguraba con
vehemencia que nunca había negado su judaismo y prueba de ello era que formaba
parte de la Asociación de Amigos de la Filarmónica de Israel. Medité en su momento
sobre ello y me pregunté si era verdad. Nunca lo comprobé ni se me pasó por la
mente verificar sus palabras. Dora estaba en ese momento absorta en una angustia
terrible. Había palidecido y tenía las facciones tensas. Me dijo casi suplicando:
—Tienes que comprenderme.
—Entiendo —le respondí— no tiene importancia, no pasa nada.
—De verdad que siento que no los puedas ver —continuó—, son unos chicos
estupendos. Hasta día de hoy continúan tocando juntos con gran entrega. Es una
lástima. Es una lástima que no puedas conocerlos. Es un privilegio conocer a
personas como ellos. Son de verdad maravillosos.
Ahora me daba cuenta de cómo no se parecía a mi abuela Regina. Había en su faz
algo débil y, a pesar de la clara semejanza en la calidad y el tono del pelo, en el color
y la forma de los ojos, había entre ellas una diferencia enorme. El rostro de mi abuela
expresaba firmeza y determinación. Fue una mujer fuerte que no daba su brazo a
torcer con facilidad, cosa que siempre me molestó. Pero ahora, cuando tenía a Dora
sentada enfrente, me invadió la melancolía y en mi interior hice las paces con ella, a
pesar de que me dejó en herencia su terrible suspicacia y su falta de confianza en las
personas.

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Dora cogió la lata de castañas confitadas y me ofreció:
—Prueba —dijo.
De repente, su dedo vendado, la herida que se hizo por mi culpa, por mi visita y
mi regalo, cobraron un valor simbólico e insoportable. Por eso no rehusé y con sumo
cuidado para no cortarme saqué un dulce y me lo comí. La castaña se me derritió en
la boca. Su sabor era delicioso.
—Creo que es momento de que me vaya, ya se va haciendo tarde —le dije
mientras me ponía de pie.
Ella se levantó tras de mí y al coger el bolso me dijo:
—Espero que hayas guardado el billete, lo puedes utilizar a la vuelta. Pero no te
olvides la próxima vez de picarlo. Es una infracción. Aquí lo ven con gravedad.
De repente se volvió a parecer a mi abuela: exactamente lo mismo me hubiese
dicho ella en una situación semejante.
Cuando nos despedimos con un abrazo en la puerta pude sentir lo pequeña y
frágil que era esa mujer.
Al comienzo de las escaleras que bajaban a la estación había una caseta blanca de
madera donde compré un billete a París. El anterior lo tiré en la primera papelera que
encontré tras salir de la casa de Dora.
Justo enfrente de mí destacaba con cierta violencia la enorme pintada de «Arriba
Jomeini». El tren entró lentamente en la estación.
Durante todo el trayecto de vuelta luché conmigo misma para frenar el irresistible
deseo de buscar a sus hijos en la guía telefónica, llamarles y darme a conocer,
peleando con el impulso de traicionarla, no en nombre de la verdad, sino por una
especie de necesidad infantil, fruto de ese anhelo tan molesto de tocar más y más, una
y otra vez, en lo que se me antojaba como sangre de mi sangre, como si esa confesión
pudiera descubrirme un palmo más, hasta ese momento oculto y desconocido, de mí
misma.
¿Seré capaz de resistirme a esa tentación, a la dulce seducción de la traición,
también en un futuro si alguna vez me encuentro de nuevo en París? No lo sé, no hay
garantías, me dije a mí misma.

Ruth Almog (Petah Tikva, Israel, 1936) nace en el seno de una familia ortodoxa de origen alemán.
Estudió Literatura y Filosofía en la Universidad de Tel Aviv y ha sido profesora de todos los niveles escolares:
desde Primaria hasta la Universidad de Tel Aviv. También ha sido responsable editorial de la sección de literatura

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en el diario Haaretz y escritora residente en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Ha recibido muchos premios, entre los que citamos el Ze’ev (dos veces), el Brenner, el del Primer Ministro, el
Yad Vashem, el Agnon, German Gerty Spies y el Bialik por el conjunto de su obra.
Ha escrito cuentos, novelas y libros para niños y jóvenes, entre los que destacamos: Marguereta’s Night
Grace, The Exile, After Tubishvat, Women, Death in the Rain, Roots of Light, Invisible Mending, A Perfect Lover,
Love Natalia.

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Toda la vida vivió
sostenido por el odio
Amos Oz

Era un solitario y amontonaba angustia en su fuero interno. Por las noches, un


denso olor llenaba su cuarto de soltero ubicado en el extremo del kibutz. Sus
hundidos y adustos ojos creían ver formas en la oscuridad. El que odia y su odio se
nutren mutuamente, como es sabido. El ermitaño crece torcido, si es que no derrama
lágrimas o toca el violín y no clava las uñas en el prójimo y con el tiempo se reprime
cada vez más hasta que llega a la elección entre la locura y el suicidio, para gran
alivio de aquellos que lo rodean. La buena gente teme al odio, a la par que tiende a no
creer en él. Y cuando aparece ante sus ojos lo designa con el nombre de fervor y hasta
de total entrega. Por ende, él es considerado aquí en el kibutz como alguien que vive
su fe, y su fe lo vuelve severo con el mundo y con todos nosotros. No se encuentra
entre los principales del kibutz; su fervor no lo hizo acreedor a cargo importante
alguno ni a honores como integrar comisiones e ir a congresos. Así resultó que con el
tiempo fue ungido con un halo de misterio, donde se integraban integridad y
modestia. Ese halo lo protege de las habladurías. No hay nada que hacer, no es igual
que el resto de la gente. Habla poco y hace mucho. Por cierto, es un solitario, qué se
puede hacer. Pero gracias a personas como ésas es que el kibutz sigue adelante. Y si
algunas veces nos dice cosas duras y amargas, deberemos reconocer entre nosotros
que nuestra vida cotidiana no coincide con el ideal proclamado y con el sueño
soñado. Por ende, bien merecemos una amonestación y hasta una reprimenda.
Su ocupación son las máquinas. A las seis de la mañana se levanta con el toque de
la campanilla del reloj, mete su cuerpo en la ropa de trabajo engrasada y se dirige al
comedor. En él, mastica una gruesa rebanada de pan negro untada con mermelada y
enjuagada con café. Después, entre las seis y las nueve se ennegrece las palmas de las
manos con aceite de máquina dentro del cobertizo de chapa, que en verano arde
borboteante y en invierno es golpeado por los puños de la lluvia, haciendo una
lúgubre melodía de una sola nota. A las nueve regresa al comedor frotándose las
toscas manos con queroseno y jabón para liberarlas del negrusco aceite, pero la
negrura se agrisa sin desaparecer jamás.

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A la hora del desayuno repasa las páginas exteriores del diario matutino buscando
las cosas que alimentan el odio, como injusticias, corrupción, anquilosamiento y
traición a los ideales por los que se creó el Estado.
Una vez acabado el desayuno regresa al cobertizo de trabajo. Aquí es su
verdadero campo de batalla con las máquinas, los precintos, los carburadores y
radiadores, burlas y baterías. Nosotros lo consideramos como alguien que domina el
oficio en forma excepcional y admiramos su labor a nuestra manera, contenida,
reservada. Él lucha con las herramientas y los elementos como si poseyeran un alma
traicionera y rebelde por naturaleza y como si se le hubiera encomendado dominarla
para terminar conduciéndola por la buena senda. Sólo en casos excepcionales arroja
alguna pieza susurrando entre dientes «Está perdido, no hay nada que hacer con esto.
Hay que comprar un repuesto nuevo». En esos casos se vuelve como comandante
luego de una derrota y que decide hacerse responsable ante la misma con honor pero
apretando los dientes. Pero en general logra arreglar las cosas, mejorándolas y
renovándolas. Sus ojos hundidos atraviesan la aceitera rebelde y como con una furia
contenida con paciencia infinita en su mirada; una paciencia pedagógica,
comentamos alguna vez para nosotros mismos. Las dos expresiones más habituales
en su boca son «Vivir para verlo» y «Hasta tanto, es posible». Y hay veces que
arranca de entre sus apretados dientes las palabras: «Oh, de veras».
Es pesado de cuerpo. El peso hace que los rasgos faciales y las líneas de su
cuerpo aparezcan como sometidas a una lenta corriente subterránea, como si
padeciera por la ley de gravedad más que el resto de los mortales. Las grietas que
orlan los ojos son verticales, sus anchos hombros están un poco encorvados, su pelo
gris se parte, cayendo sobre su frente y los costados.
A las doce y media abandona su cobertizo de trabajo para dirigirse al comedor.
Siempre llena su plato de carne, patatas y guarniciones, masticando la comida con
rítmicos y enérgicos movimientos de mandíbula. Desde el almuerzo hasta el final de
sus horas de trabajo se esfuerza en vencer la fatiga. Es cuando la pesadez de su
cuerpo obra en perjuicio suyo. Su respiración se hace pesada; ruidosa. Con todo, es
un hombre sano y no suele caer enfermo en cama.
Al finalizar su labor sale y va hacia el comedor para abarrotarse la boca con una
rebanada de pan y mermelada, que enjuaga con una taza de leche grasosa y repulsiva.
De ahí asciende hacia su habitación, se baña, se cambia de ropa y ojea el diario hasta
quedar dormido. Pero hasta ese momento sólo alcanzó a mirar las páginas exteriores
del cotidiano.
La penumbra del anochecer lo despierta sacudiéndole de su modorra. Entonces es
cuando se traslada de la cama al sillón tapizado, se prepara un poco de café,
volcándose por entero en las páginas interiores. Mientras lee el editorial, los artículos
principales y el resumen de los discursos de los dirigentes del partido, su rostro se
enriquece con un rictus de severidad monástica; sus ojos irradian una inteligencia
grisácea. En oportunidades el iris del ojo despide una chispa de odio, el mismo odio

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que otros interpretan como fervor. Con el lápiz recorre los artículos para ilustrarlos
con sus observaciones. Éstas asumen las formas de signos de interrogación, un
subrayado o bien un signo de admiración agresivo por lo grueso.
La creciente oscuridad le exige encender la luz eléctrica. Esa luz le fatiga
obligándolo a debilitar su vigilancia, sin la cual el pensamiento lúcido se hace
imposible. Ahora el claro razonamiento se embota, trocándose en una lenta corriente
fraccionada. Ya no está en condiciones de echar mano a las exigencias del estricto
pensamiento analítico, ese que relacione los sucesos del presente con la teoría de los
grandes soñadores, los padres del Movimiento. Ya no es capaz de comparar y señalar
las contradicciones para terminar elaborando un juicio contundente. La luz eléctrica
le hiere los ojos; su mirada se hace vaga y su rostro pierde esa expresión de
inteligencia gris, la misma que a duras penas puede decirse que es estimulante pero
sin la cual aparece como un feo sin remedio.
Hasta el momento de caer la noche, cuando se ve obligado a encender la luz
eléctrica, es capaz de ubicar las cosas en su lugar, pasando luego examen al diario
con odio lúcido y frío. Con agudeza punzante capta para su cólera los detalles de la
traición hecha por el país al sueño de sus soñadores. Sus reflexiones no marchan por
el camino de la generalización sino que, en cambio, se demoran en el detalle. Es
cierto que sus frases suenan algo retóricas. Pero resultaría frívolo pensar que toda
retórica es falsificación. ¿No es acaso la verdad un concepto retórico, en cierto modo?
Es que las cosas han terminado por distorsionarse sin remedio. Un pueblo entero se
desbarranca, echa espumarajos, come y bebe con voracidad, desgarra sueños. Al
llamar las cosas por su nombre, la cara se le contorsiona por la intensidad de la
abominación. El Estado judío conduce al fin de los judíos. En un tiempo fueron un
pueblo extraño y maravilloso. Ahora no son sino una chusma levantina ávida de
tentaciones, que aplaca su hambre con nuevas tentaciones, en un continuo círculo
vicioso, hasta que aparezca el enemigo para recoger su botín como quien recoge
huevos mostrencos. Los pueblos no se desgastan por la derrota militar o por las
dificultades económicas. Eso no lo comprenden, no lo acaban de comprender. Los
pueblos caen dentro de su propia podredumbre. Como un trueno en un límpido día,
así llegará el derrumbe, en pleno festín. El país no se perderá a causa de la guerra sino
por la putrefacción. El hedor está llenando ya el aire, pero se embota al llegar la
noche para perderse dentro de la punzante luz eléctrica. De no ser por el día corto, la
mermante luz y la iluminación eléctrica que hiere la vista, seguiría desarrollando este
pensamiento hasta el fin. Pero la luz eléctrica lo empaña todo.
Es probable que un buen par de lentes lo hubieran sacado del apuro, pero algo así
ni se le ocurrió siquiera. Con fatigada indiferencia entorna los ojos ante la amarillenta
lámpara, dejándose arrastrar entre la reflexión y la alucinación. El razonamiento
ordenado quedó a retaguardia. Esto no es siquiera pensar. Lo que le viene a la mente
son jirones de imágenes. Mujeres rollizas, curvilíneas, que recorren las calles de la
ciudad para tratar de alegrarse y alegrar a la vez. La vista de los hombres vestidos

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como norteamericanos, luciendo acertadas corbatas ajustadas con alfileres de plata y
respetables lentes oscuros. La vista de las chicas y los jóvenes soliviantando las calles
con el clamor de la lujuria, como tajos de cuchillo desgarrando la carne de la ciudad.
El provocativo escote de su hermana menor Ester, su silueta recortada subiendo los
escalones de la pasarela que conducía al avión italiano. El momento de la despedida
en Lod. Ella y su marido Guidón que se fueron por algunos años, hasta que Guidón
logre ascender en el escalafón oficinesco que le permita alcanzar un estatus que le
posibilite residir permanentemente en su ciudad, sin tener que correr como un chico
de mandados de una capital extranjera a otra. La sensación del cuerpo de la hermana
en el momento de la despedida. La vista del avión, el tumulto de los pasajeros que
llegan y los pasajeros que parten, gente que viene a acompañar a los que salen y a
recibir a los que llegan, camareros que todo quieren sin dobleces, el chirrido de los
neumáticos en la calle oscura, como si fueran cuchicheos de confabulación en la
noche, a las dos de la madrugada, en medio de una corriente de automóviles de todos
los colores fuertes y silenciosos, cargando en su interior a gente sentada en parejas,
macho y hembra. Los nuevos edificios, vidrio y cemento. Una estilizada silueta de
mujer, muebles livianos en matices blanco y negro. El nuevo estereotipo de la
sofisticada sonrisa, los refinados movimientos de las manos. Hombres afables. Ese
tipo de alegría tan especial que envuelve al país. No es otra cosa que blandura bien
alimentada. El país es una puta. A quien odia al país se le llama traidor, quien odia a
la traidora se contagia del sueño del traicionado. Quien desprecia la luz eléctrica sale
a la oscuridad para pasear un poco por los senderos del kibutz. Aspira el viento,
suelta anillos de vapor y encuentra a alguien de confianza con quien comparte
secretos sentados en uno de los asientos del parque. Discuten los problemas del
momento, sin entrar en el asunto de la desviación del Movimiento en general o en
detalles, sino que se plantea el problema desde el punto de vista de la enmienda del
mundo.
Después de la cena no abandona el comedor; se apresura a ocupar un lugar junto a
la mesa del diario de la tarde. Un grupo de veteranos se cierra sobre el diario. Los que
permanecen de pie leen por sobre la cabeza de los sentados, y los sentados leen al
revés. Los más emotivos no se limitan a la lectura informativa, sino que comentan y
analizan los acontecimientos. Como sin quererlo se llega a la discusión, contándose
entre ellos moderados y extremistas. Los hay que son moderados en un asunto y
extremistas en otro. La mayoría no logra captar la realidad tal como es. La ideología
les encandila, complicando los comentarios; en eso reside lo álgido de la discusión.
Con fervor, él trata de abrirles los ojos. La putrefacción se apoderó de los cimientos.
Ese pueblo vesánico devora con avidez su propia carne sin que lo sienta. En
apariencia, el edificio crece, ensanchándose a la vez. Pero es sólo en apariencia, falaz
apariencia. El edificio se desmorona a causa de la putrefacción, dentro de la misma.
El cuerpo está ya muerto, pero el pelo y las uñas continúan creciendo por ley
biológica. El tumor terminará carcomiendo a la puta hasta matarla. El clamor de la

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lujuria y la mezquina soberbia no pueden cubrir ya la traición. El pueblo traicionó a
sus dirigentes y los conductores hicieron otro tanto con el pueblo. Unos y otros
traicionaron al sueño. El kibutz pudo haber sido la ciudadela del Tercer Templo (pide
perdón por la exagerada analogía) pero también el kibutz fue víctima de la traición y
sus dirigentes corren detrás de la prostituta. Duras palabras, rayanas en la locura. Ese
hombre vive su fe y su fe lo hace ser inflexible con el mundo. Puede ser que exagera
en su extremismo pero para aquellos que rodean la mesa del diario vespertino sus
palabras contienen un grano de verdad. Solamente algunos jóvenes, dotados para
captar el ridículo, lo ven de manera diferente. El ridículo se encuentra en la
naturaleza misma de las cosas. Dado que la discusión tiene lugar entre gente
laboriosa y no entre ociosos, es necesario que termine antes de las diez de la noche.
Es cierto que el tema no se ha agotado. Pero, de cualquier forma, se sentarán a
discutirlo mañana y pasado mañana. Ahora todos abandonan el comedor para
dirigirse cada uno a su habitación. Nuestro hombre cruza la noche para llegar a la
suya. Enciende la luz eléctrica, que le hiere los ojos, aumentando su fatiga. No
obstante ello, extrae del estante de madera rústica un viejo tomo, enfrascándose en la
lectura de los precursores. Están los que continúan nutriéndose de lo aprendido en el
movimiento juvenil. Él se empecina en repasar cada noche los conceptos básicos,
para sumergirse en la cruel belleza de las fórmulas del sueño. La mayor parte de los
padres del Movimiento no escribían en un hebreo pulido, pero lo pulido era su
pensamiento y nada se perdió de su profunda riqueza analítica. El cansancio termina
por vencerlo al cabo de una o dos páginas. Si una persona de mediana edad, dedicado
toda su vida al trabajo físico, se debate por saber más con todas sus fuerzas y lo
consigue apenas no merece censura alguna.
Un vaho denso invade su habitación de soltero, y sus enquistados y adustos ojos
tragan el espeso vapor. Pérfidas voces nocturnas lo acechan. La ideología más solida
y compacta es incapaz de proteger al ser humano frente a las voces de la noche que
infringen toda ley. Se esfuerza por encontrar en las mismas aunque sea un eco para
sus reflexiones, sea con el juego de palabras entre viento y espíritu[8] o la
identificación entre el llanto real de los chacales con el llanto de chacales cual
símbolo convencional del derrumbe del Estado, de la locura y la muerte que acechan
al hombre. Pero las voces son más potentes que todas las ideologías y las arrasan
escudriñando la desnudez del humano.
Era un solitario y acumulaba angustia. El odio y el que odia se nutren
mutuamente, es cosa sabida. En un tiempo tuvo una mujer. Era una refugiada,
fugitiva de la rebelión de uno de los guetos. Concluida la guerra vino a buscarlo para
traerle noticias de sus dos hermanos, a quienes vio caer con altivez en el gueto,
cuando los alemanes comenzaron a disparar. El mayor fue muerto de inmediato; el
otro quedó herido y siguió tirando para permitir que sus compañeros bajaran y
huyeran por las cloacas. Ella entre ellos.
Se sintió orgulloso por sus hermanos y la forma en que murieron. Se torturó

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tratando de recordar qué es lo que hizo entonces. Erróneamente creyó que ella se
enriqueció con el sufrimiento. Eso lo atrajo, pese a que era una mujer fea, histérica y
varios años mayor que él. Después del casamiento la mujer trató de alejarlo del
kibutz. Según sus planes, dejarían que ciertos parientes lo ayudaran a labrarse una
sólida posición y a vivir bien. Bastante se había sacrificado por el pueblo judío;
carecía de las fuerzas necesarias para seguir con una vida de sacrificios. Era una
mujer fea y su cuerpo si bien quebró su hambre inmediata no alcanzó para satisfacer
su hambre acumulada. Al cabo de un año se separaron y ella se marchó a Tel Aviv, se
hizo ayudar por sus parientes y abrió un negocio de modas, progresando en este arte
que había puesto en práctica en la alegre Varsovia anterior al diluvio.
Como no se casó, él la siguió visitando en sus escasos viajes a Tel Aviv. Cuando
sigue necesitando de su cuerpo, ella lo complace. Cumplido el asunto lo convida con
un fuerte café y discute con él sobre el sentido de la existencia.
Es cierto que la odia con toda su alma. Pero el odio diurno y el odio nocturno son
diferentes, en especial ese odio que se nutre con las voces de la noche. La noche se
gana en la habitación, espesando el aire. Voces lúgubres flotan entre las paredes de la
habitación y buscan un escondite en los ángulos de los muebles destartalados. Su
habitación no estaba limpia. El polvo suele opacar los objetos. Mariposas nocturnas
rodean la lámpara amarillenta, amorosamente acuden a ella para alejarse después con
odio, en rápida sucesión. Se tiende sobre la cama y las voces le retuercen los dedos de
la mano. Voces de grillos que llegan, cercanas y más lejanas, agudas y amortiguadas.
El resuello de un animal, el tartamudeo de un tractor nocturno desde campos lejanos,
el gruñido de un perro, la perversa risa de los chacales que retuerce todos los ruidos
juntos, las contenidas risitas de las jóvenes parejas que atraviesan el prado
zambulléndose en la noche, y el silbido del viento cálido del desierto que muerde las
copas de los árboles para advertirles y recordarles el orden natural, que es un ciclo
continuo de plantar para luego desplantar, y las cosas que no por conocidas presagian
algo bueno.
Enciende la radio en el afán de dominar las voces pérfidas. La radio irrumpe en
un canto ronco, llenando la habitación con el clamor de una orgía de beodos. Al
silenciar la radio vuelven a rodearlo las voces primigenias. Al final un sopor
repentino cae sobre él, cual puñetazo embotador. Dentro del sopor las voces se visten
con imágenes de mujeres rollizas y la solitaria orgía arrastra a su presa a las zonas del
hechizo. En forma implacable es empujado hasta la misma encrucijada.
Las cosas necesitan de una razón de ser y bien… Poco antes de nuevo año viajó a
Tel Aviv por razones de trabajo, buscando un émbolo especial para una máquina
descompuesta. Como de costumbre se dirigió a la casa de su exmujer. Como de
costumbre, ella lo convidó con café fuerte. Como de costumbre, discutieron un poco
sobre el sentido de la vida. Contrariamente a lo acostumbrado, le negó su cuerpo.
Estaba por casarse, le explicó. No por amor, naturalmente. Quién se casa por amor a
esa edad y luego de vivir lo que ella vivió. Como ella el novio es oriundo de

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Varsovia, como ella se salvó de la matanza, como ella se instaló en Tel Aviv, como
ella comercia con ropa de mujer.
Se separó de ella sin desearle buena suerte, como hubiera requerido la cortesía, y
se fue a la ciudad. Primero se dirigió a la casa de su hermana: por un ridículo olvido
borró de su conciencia el viaje de Ester y Guidón a Europa. Los inquilinos de la casa
lo recibieron con afabilidad preguntándole si vino para comprobar cómo cuidaban los
muebles, asegurándole que se ocupaban de eso. Después le sirvieron bebida,
mostrando interés sobre lo que se decía a propósito de los cambios que iban
produciéndose en el kibutz y se lamentaron de las dentelladas del tiempo que todo lo
roe. El hombre dejó la casa, para medir las calles de la ciudad con sus pasos hasta
caída la noche. Aquí y allá fue comprando pequeños y sorprendentes objetos: una
fuente de plástico verde, una pistola de juguete, un frasquito de perfume, periódicos,
una camisa de corte deportivo que era muy barata y otras cosas por el estilo. Todo lo
fue metiendo en su cartapacio. Por la noche las calles se fueron iluminando con luces
fluorescentes que hirieron sus ojos cansados. Era ya casi medianoche cuando llegó al
negocio donde vendían el émbolo que necesitaba. Una ola de odio le inundó el
estómago y el pecho. Esos corrompidos habían cerrado el negocio, llenándolo con
mujeres. Los legendarios padres del Movimiento Obrero eran maravillosos al
presentir todo ello poniéndonos sobre aviso. Pero nosotros desechamos sus escritos.
Un cuerpo muerto del que continúan creciendo pelos y uñas por esa ley biológica. En
una de las callejuelas recogió a una puta, la llevó a un hotel, quedándose allí hasta la
mañana, había obsequiado a su odio un desquite perfecto. En vísperas de la fiesta
regresó al kibutz y se ocupó de sus máquinas hasta finalizar la jornada de labor. Leyó
la edición festiva del diario por todos los costados, hizo sus reflexiones y esperó la
llegada de la pérfida oscuridad. Salió al huerto y se colgó de un árbol. Transcurrida la
fiesta lo encontraron, lo velaron, y ensalzaron su humilde entrega al ideal. El entierro
de un hombre apasionado por la enmienda del mundo no es muy distinto de los otros
entierros, por lo que los detalles no interesan. Era un solitario. Que su alma descanse
entre los chacales.

Amos Oz, cuyo verdadero nombre es Amos Klausner, nació en Jerusalén en 1939. En 1954, a los 15 años, se
fue a vivir al Kibutz Huida, dedicando su tiempo a dar clases y a escribir. En 1986, dejó el kibutz y vive en el
pueblo de Arad, cercano al desierto de Negev. Es profesor de Literatura de la Universidad Ben Gurión y
frecuentemente es profesor invitado en diversas universidades de Estados Unidos y en Oxford.

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Escritor en lenguas hebrea e inglesa, en la actualidad está considerado el mejor prosista en lengua hebrea
moderna. Cursó estudios de filosofía y literatura en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en la de Oxford.
Tiene el grado de oficial del ejército israelí y es destacado miembro del movimiento Paz Ahora, que aboga por
el entendimiento pacífico entre israelíes y palestinos. Su narrativa refleja las inquietudes y la diversidad ideológica
de los israelíes de las diferentes tendencias políticas y espirituales que coexisten en su país, así como la tensión y
el delicado equilibrio de la sociedad en la que viven, apresada entre el horror del inmediato pasado anterior a la
creación del Estado y el presente e interminable conflicto bélico con sus vecinos.
Su obra (novela, cuentos, un libro para niños, ensayos, artículos periodísticos) es muy extensa, ha sido
traducida a más de 30 idiomas y por ella ha recibido diversos premios, entre los que destacamos Officier des Arts
et Lettres in France, el Bialik, el de la Paz en Frankfurt, el Goethe, el Corine por el conjunto de su obra y el
Príncipe de Asturias de las Letras en 2007.
Citamos algunas de sus obras: Mi marido Mikhael, Tocar el agua tocar el viento, Una paz perfecta, Las
mujeres de Yoel, La caja negra, La tercera condición, Sumchi, Contra el fanatismo, Una pantera en el sótano, De
repente, en lo profundo del bosque, Una historia de amor y oscuridad, No digas noche, Un descanso verdadero…

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Una mañana en el parque,
con las canguros
Savyon Liebrecht

Cuando apareciste junto a los juegos en aquella esquina del parque te reconocí de
inmediato. Transcurrieron décadas desde que te vi por última vez, pero aun así nunca
olvidé la agitación remota tras el velo de lasitud, la cadencia inconfundible, los pies
danzantes, la cabeza particularmente erguida, el cuello extendido como atisbando el
horizonte, la mirada pronta que azota y se evade al instante. Pasaste a mi lado,
empujando un cochecito sobre el sendero de tierra que conduce al banco aislado junto
a la fuente. Claramente vi la belleza que había vencido el poder corruptor del tiempo,
los ojos añiles delineados por un contorno de sombra, la frente noble abombándose
bajo las raíces del cabello. No quité la mirada de ti cuando detuviste el cochecito bajo
la sombra del árbol, te dirigiste hacia el arenero e inclinándote juntaste entre tus
manos un puñado de arena, lo acercaste a tus ojos y lo examinaste.
«Está contando los microbios», se mofó la canguro[9] búlgara, y las dos canguros
que estaban sentadas a su lado se partieron de la risa. De vez en cuando nuevas
niñeras acuden al parque y son objeto de la risa incisiva de la búlgara, especialmente
aquellas que se instalan en los bancos más alejados. Las otras canguros atienden con
regocijo la riña que está a punto de estallar, ansiosas por pasar otra hora riendo. Hoy
yo no me sumo a sus risas. Desde el momento en que te reconocí, borbotean en mi
interior, como un veneno, los sucesos de los que ambas fuimos testigos. No son
muchas las personas que presenciaron aquello y sobrevivieron.
En mis sueños, sabes, continuaste apareciendo a lo largo de varios años, vestida
siempre con los kimonos de seda china o las blusas bordadas que yo misma te cosía.
Solías descender las escaleras del palacio con tu andar absorto o te quedabas de pie
junto a la ventana en la habitación de la última planta observando el jardín, un collar
de zafiros alrededor de tu cuello, siempre, y tu cabello recogido sobre la nuca como
cuerdas de oro entretejidas columpiándose en una red delgada. A lo lejos, también en
mi sueño, los alemanes con sus voces graves estallan en carcajadas, o entonan sus
canciones, o suben y bajan rápidamente los escalones de mármol negro. Otras veces,

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una pequeña fusta en una mano azota el aire con el movimiento de un brazo. De
fondo, como una melodía espantosa, noche y día, las muchachas gritan y lloran y
gimen. Pero tú no. Tú callas tu silencio sombrío.
«Ésta es la hija del Profesor de cardiología», se burla la búlgara. «Han
entrevistado a doscientas canguros antes de elegir a ésa. Se la ve más señorona que la
propia esposa del Profesor».
Tampoco en mis sueños me dirigías la mirada. Observabas por encima de mi
cabeza con tu mirar absorto, perezoso, pero yo no perdía de vista el temblor de tus
párpados. Solía despertar de mis sueños como quien se escabulle de un incendio,
recordando de pronto las horribles visiones: las muchachas llorando la amargura de
las primeras noches, sus voces sofocadas, ahogadas por el rumor de los vuelcos en la
cama; a menudo un lamento resuena sin pausa en mis oídos como un eco en el
desierto. Al día siguiente, sus ojos irritados por el llanto, las sombras reptando por sus
rostros y, en los días sucesivos, los ojos progresivamente perdiendo su brillo vital.
Sólo unas cuantas semanas más tarde, los ojos ya muertos, secos por el llanto, sus
bellos cuerpos marchitándose y, luego, la inmensa expresión asombrada de quien se
resiste a comprender lo que sucede a su alrededor.
Desde el cuarto del sótano donde anido con la máquina de coser, me llama la
atención el sonido de un golpe seco en el jardín de atrás; me esfuerzo por aislarlo del
resto de las voces de la casa: una de las jóvenes ha llegado al extremo de sus fuerzas:
escabulléndose, trepó hasta el balcón de la azotea o hasta el reborde de una de las
ventanas y se lanzó. Yo cierro los ojos y recito el único verso que recuerdo de la
plegaria del kadish[10] que mi padre solía decir junto a la tumba de mi abuela:
«Exaltado y santificado sea el gran Nombre de Dios…».
Tú sacudes con fuerza los granos de arena que se adhirieron a tus dedos y giras en
dirección de la niña amarrada en su cochecito.
«Qué rápido ha contado los microbios», dice entretenida la búlgara. «Apuesto a
que finalmente no pondrá a la niña en la arena, para que no ensucie el vestido del
Profesor».
Aquel día en que el alemán te dejó en mi habitación y me ordenó buscarte un
kimono azul de seda, te observé como hipnotizada. Eran bellas las muchachas que
traían a mi habitación. Pero en ti, la tiniebla moraba en tu belleza. Azotaste la
habitación con tu mirada y no hiciste pregunta alguna. ¿Acaso sabías ya adónde
habías llegado? ¿Quizás te atemorizaba yo? Te mantuviste erguida y jubilosa cuando
te vestí, como una novia coronándose con el vestido de ceremonia.
Te sacudes las manos y te diriges apresuradamente al banco que está bajo la
sombra del árbol. Tu cuerpo aún es sorprendentemente flexible, tus piernas atractivas,
limpias de las imperfecciones que acarrean los años y la talla de las caderas se dibuja
perfectamente esculpida cuando te inclinas para liberar a la niña de sus ataduras. Te
sigo abiertamente con la mirada. Ahora la aprensión del primer instante se desvanece
y mis ojos se sienten atraídos hacia ti, tal como lo fueron en aquellos días. Veo tu

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mano de hierro que sujeta a la niña como dos quijadas, tus dedos se cierran sobre la
pequeña mano que revolotea. Esta visión despierta en mí un sentimiento hostil y se
suma a las imágenes enterradas en la memoria durante décadas, enterradas sin
descanso posible. El tiempo transcurrido no ha suavizado tu corazón, mujer maldita.
Desde el primer momento me aterró la luz negra de tus ojos.
Afuera, el alemán rió y, con voz ronca, dirigiéndose a uno de sus compañeros,
anunció: «Te he traído un regalo: ¡la hija de un rabino!». Te miré y me dije a mí
misma, intentando protegerte de lo que mis ojos veían: no pasará mucho tiempo hasta
que la encontremos muerta. Sin duda ella aún no ha entendido a dónde la han traído
y, cuando lo comprenda, rezará anhelando su propia muerte. La niña se agita en la
prisión de tus brazos y tú la zarandeas y la regañas. No me había equivocado acerca
de ti, como hubiese deseado. Porque ya habías comprendido todo cuando te quedaste
de pie en mi habitación frente al espejo. ¿Cómo lograste salvar tu alma en aquel
lugar?
Una canguro corre agitada alrededor del tiovivo: «¡Te comes de una vez la
manzana o se la doy ahora mismo a Mijael! ¿Quieres que Mijael sea grande y fuerte?
¿Y tú serás siempre pequeño y débil? De esa manera él siempre te arrebatará el
columpio, ¿es eso lo que quieres?».
A la hora del crepúsculo, recuerdas, la joven de trenza cobriza solía cantar. Tenía
una voz dulce, como la de una niña de escuela. Una vez el estruendo repentino de un
llanto penetró en la habitación interrumpiendo su canto. En otra ocasión trajeron a la
habitación a una nueva muchacha. Ella contó que la noche anterior se había
desposado con su amor. En el campo de concentración, luego de haber sido
arrastrados del gueto, habían montado un altar con dos pañoletas y el rabino los había
casado. La muchacha de la trenza cantó en su honor coplas de esponsales: «Una voz
de júbilo y una voz de alegría, la voz del novio y la voz de la novia…». Y luego, al
unísono, ambas entonaron los cánticos del shabat[11].
Una mañana, las dos fueron encontradas en el jardín, arrojadas junto a la fuente,
tomadas de la mano, la sangre de sus arterias derramada. Algunos días más tarde te
interrogué acerca de ellas y vi claramente que tus dedos no vacilaron ni un instante al
deslizarse por tu cabello.
El niño saltó del tiovivo y rompió en llanto al estrellar su rodilla contra una
piedra. Desde el otro extremo del parque la canguro se precipitó sobre él y le
recriminó: «¿Por qué saltas sin mirar? ¿Ya te has olvidado del salto que diste el lunes
y por él no hemos podido salir durante tres días? ¿No recuerdas lo mal que lo hemos
pasado en casa y lo loca que me has vuelto allí? ¿Y ahora saltas de nuevo? ¿Crees
que tengo ganas de quedarme contigo en casa otra vez, encerrados como en una
cárcel?».
El alemán quiere para ti los encantadores kimonos chinos y no comprendo de
dónde han sacado tales cantidades. En mi habitación, tú te engalanas con ellos como
si te estuvieras preparando para acudir a un baile. Entre todas, representas un enigma

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para mí: las muchachas llegan y desaparecen, se arrancan el cabello y gimen como
lobas; sólo tú te mantienes íntegra. Semana tras semana te observo y no descubro en
ti los cambios que sufren las demás: tu piel se mantiene radiante, el polvo rosado
sobre los pómulos se difumina hacia el cuello, las líneas del aura oscura alrededor del
añil transparente del iris, la frente abombada, amplia, uniéndose a las sienes altas, los
labios color carmín, el mentón altanero. Y tu cuerpo es como el molde de una estatua:
los hombros redondos, las caderas delgadas, el pie fino, el cabello que cae hasta la
curva de la cintura, los movimientos flexibles del dorso, el andar danzante.
Una vez vi cómo uno de los oficiales te arrastraba desde la sala de huéspedes. En
otra ocasión, cuando salías de mi habitación para encontrarte con ellos, oí las
carcajadas de los hombres ebrios dirigiéndose hacia ti. Otro día, por casualidad,
cuando pasé junto al pasillo para limpiar la inmundicia de la alfombra que se hallaba
a los pies de la escalera, te vi tirada en el suelo, el kimono chino desgarrado, el
cabello esparcido sobre tu rostro como raíces, las manos juntas atadas por una cuerda
entre tus rodillas. Aquella noche bajaste por las escaleras como ebria, con los brazos
chorreando sangre palpabas la barandilla en tu descenso. A la mañana siguiente,
envuelta nuevamente en tu tranquilidad, mirabas hacia afuera por la ventana. Hay
trozos de jarrón junto a tus pies; pero tú tomas la sopa de pie, sorbiendo
silenciosamente el líquido espeso, apoyas el plato y sin mirar, coges un trozo de
fiambre y lo masticas ruidosamente. Tus ojos no pierden de vista el arbusto de lilas y
tu mano derecha se aferra a la cortina. Junté los trozos del jarrón, mirando con los
ojos cautivados tu mano lacerada aferrándose a la cortina, vi marcas de uñas como
surcos arados sobre tus brazos y el dorso de tus manos. Sobre los codos, como un
dibujo, tres quemaduras diseñaban los contornos de una flor.
En un santiamén, la vejez se cierne sobre las muchachas, la luz de la piel se torna
cenicienta, los párpados se hinchan, el cabello pierde su brillo, la lozanía del cuerpo
se disipa. Sólo tú no cambias, como quien está acostumbrada a las sacudidas y sabe
que nada es para siempre. Observo sorprendida cómo van curándose las llagas de tus
brazos y la hermosura de tu piel se impone nuevamente.
La búlgara se pone de pie de un salto, corre y grita amenazante: «¡Yuvali! ¡Baja
de ahí de inmediato! ¡No se trepa por debajo! ¿No ves que ella ya está arriba y en
seguida se va a deslizar? ¿Quieres que una niña así de gorda caiga sobre tu cabeza?
Sube por la escalera y deslízate detrás de la niña gorda, como has hecho antes. Mira
cómo ha caído: ¡Bum! ¡Qué suerte que la he visto! De otra forma hubiese tenido que
llevarte a Urgencias».
Aquella noche en la que la muchacha del gueto Lodz se refirió a la ceremonia de
Pascua, fuiste la única que permaneció en su cama. Las otras se reunieron alrededor
de ella. En un susurro relató cómo, junto a su madre, habían quedado solas en el
sótano donde se escondían. El hermano mayor había salido una semana antes para
buscar alimento y nunca regresó. El hermano más joven salió a buscar a su hermano,
pero él tampoco regresó. La madre recogió migas de pan y las mezcló con agua

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formando cuadraditos. Antes de perder la cordura y salir gritando a la calle llamando
a sus hijos por sus nombres, preparó la mesa para la festividad de Pascua. Dispuso
algunas piedras sobre la mesa en lugar de las botellas de vino, los platos de pescado,
la sopa, la carne. Situó los cuadraditos de migas en lugar del pan ácimo y entretanto
giraba y cantaba: «¿En qué se distingue esta noche de todas las noches? En que todas
las noches comemos…». Mientras aquella muchacha hablaba acerca del gueto no te
quité un ojo de encima. Estabas sentada, dándonos la espalda, y no te moviste en
ningún momento, como si fueras otro de los objetos de la habitación. ¿Acaso sabías
ya, como yo, que al día siguiente la muchacha de Lodz se derrumbaría y que los
alemanes se desharían de ella al mediodía?
«¿Por qué le pegas?». La voz de la canguro sonaba más aguda y gritona que las
de los niños. «Yo he visto cómo le pegabas. ¡No está bien mentir! ¿Si? ¿Entonces por
qué está llorando? ¿Crees que porque no se te da bien jugar entre los tubos puedes
venir aquí y dedicarte a pegar a los demás niños? Además, ¿no te da vergüenza jugar
con niñas? Mira cómo todos los niños trepan alegremente y tú sólo buscas a alguien
para pegarle. ¿Crees que eres muy inteligente por pegar a las niñas pequeñas?
¿Dónde está tu canguro? ¿Para qué le pagan tus padres?».
Innumerables veces me pregunté: ¿Habrías sobrevivido en aquel lugar si no fuera
porque el oficial de mayor rango te brindó su protección y no permitió que otros
acudieran a ti? Durante un tiempo ambas estuvimos protegidas, yo, gracias a mi
talento para la costura y tú, en la habitación de tu nuevo benefactor.
Ambas observábamos a las demás como si no estuviéramos involucradas en lo
que sucedía. ¿Recuerdas a las tres muchachas que fueron atrapadas durante una noche
de jarana? Los alemanes estaban más ebrios que nunca. Hacia la madrugada, dos de
ellas se evadieron de allí arrastrándose, heridas de cuerpo entero. La tercera había
sido enrollada dentro de una alfombra, su cabello largo se desparramaba por uno de
los extremos; la llevaron hasta el jardín e incendiaron su cuerpo. El alemán ebrio se
mantuvo de pie observando con qué prontitud el cabello ardía y el olor a carne
calcinada inundaba las habitaciones, hasta que el viento lo dispersó. Una de ellas
contó, antes de que la condujeran al médico y nunca más regresara, que el alemán
había ahorcado a su amiga al tiempo que violentaba su cuerpo. A la mañana
siguiente, la tercera de ellas comenzó a escupir sangre por la boca y vino a mi cuarto
en busca de refugio, exponiendo ante mis ojos las marcas dejadas por los puños en su
abdomen.
A veces, aquí en el parque, sentada sobre el banco entre las canguros que discuten
y parlotean, observo a los niños pequeños jugando en el arenero bajo los árboles.
Entonces me azota con fuerza el recuerdo de los árboles de aquella casa, las copas de
las encinas entrelazándose sobre la fuente de agua, el follaje espeso, la sombra
oscura, los peces dorados entre los corales traídos de las profundidades del océano, la
humedad del rocío impregnada en el césped, el cielo claro de las noches. ¿Qué
estarán haciendo ahora aquellas jóvenes que se sentaron sobre las rodillas de los

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alemanes y se revolcaron por el suelo de las habitaciones? ¿Acaso viven ellas su
propia vida, cargando con los recuerdos día y noche, noche y día? Hago el cálculo de
su edad al día de hoy y ese pensamiento me estremece.
Una vez, recuerdas, en una de las fiestas, nuestras miradas se cruzaron sobre la
muchacha doblada a gatas: su frente rozaba las botas dejadas a un lado, con su lengua
lamía los pies descalzos del oficial que se mantenía de pie como un modelo, una
mano en la cintura, sus pantalones arremangados y los calzoncillos tambaleándose
alrededor de las columnas de sus piernas. Sus amigos reían. Uno de ellos dijo: «No
muchos de ellos podrán decir que han atrapado a un oficial alemán con los
calzoncillos bajados». ¿Qué estaría pensando la joven doblegada en el corazón de la
habitación bulliciosa? ¿Pensaría en su madre? ¿En su padre? ¿En el muchacho que la
espiaba a través del dobladillo del taled[12]? ¿Y en qué pensabas tú?
Una mujer joven arrastra a una niña sollozando hacia el banco vecino: «Mi niña,
díselo a su canguro en voz alta. No llores, preciosa, ya, ya. Yo le digo: Tu niño le ha
escupido. ¿Eso es lo que le enseñas? Claro que tú eres la responsable. Todas
permanecen sentadas quejándose del salario y cotilleando acerca de las señoras y
entre tanto él va escupiendo a los otros niños. ¡Qué canguro! Vamos al grifo, mi niña,
vamos a lavar el vestido».
Bella eras en aquellos días. Al parecer habías encontrado maquillaje o tal vez te lo
regalara tu benefactor. Te oscurecías las pestañas y te empolvabas los pómulos para
él. Yo, que conocía cada trazo de tu rostro, percibí el nuevo centelleo en tus ojos.
Recogiste tu cabello, revolviste dentro del cofre de las alhajas que estaba en mi
habitación y sacaste un collar de zafiros, enlazaste con él tu cuello, examinaste tu
figura en el espejo y esperaste su llegada. Una vez, cuando te alojabas en su
habitación, salisteis juntos al pequeño balcón. Él cubrió tus hombros con su chaqueta
y hablasteis toda la noche. Desde la ventana de mi cuarto os veía, conversando con
suma seriedad. ¿Qué le contaste, sentada y erguida, envuelta en la chaqueta de un
oficial alemán? ¿Qué te dijeron sus labios?
En primavera, en un abrir y cerrar de ojos, la magnificencia del jardín inundaba
mi habitación en el sótano. El cielo primaveral de Polonia era de un intenso tono añil
y las nubes, ligeras. El aire acarreaba capullos y polen; los pesados racimos de flores
del castaño se escondían bajo el velo de las hojas, las ramas nuevas espesaban las
copas de los árboles día a día. La fuente de agua fluía sonoramente en el corazón del
jardín, la hilera de arbustos de lilas blancas se alineaba a lo largo de la valla como
vestidos adornados expuestos uno junto al otro. En el centro del jardín se elevaba el
mismo palacio, habitado por un príncipe antes de la llegada de los alemanes, que
albergaba dentro de él grandes cuadros, puertas labradas, tapices bordados, armarios
de engarces, divanes con zancas de león, pesados utensilios de plata, arañas de cristal.
Sólo durante algunas horas reinaba el silencio profundo entre los muros, luego de que
se apagaran los clamores de las mujeres y las pisadas de las botas sobre las escaleras
de mármol. Entre la calma percibo la mirada de ojos nublados, la conmoción de la

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carne, la vibración inefable del miedo. Una mañana, entre la dulzura de las lilas,
frente al muro de una de las habitaciones, permanezco de pie indefinidamente,
observando los pequeños trazos de sangre escondidos tras un arcón, las manchas
perfilan allí letras: Shifra bat Shimon. ¿Qué pretendía dejando el nombre de su padre
en aquel lugar maldito, Shifra bat Shimon?
«¡Baja de ahí inmediatamente! ¡Ya nos vamos a casa! ¿Quieres desgarrarte otra
vez los pantalones? Tu madre no te comprará otros pantalones si los destrozas. Está
bien, un poco más. Pero deja los tubos y vente a jugar aquí, en la arena. Mejor que
juegues con las niñas».
Las noches de verano, especialmente bellas, los alemanes salen al jardín grande y
beben cerveza en jarras enormes. Cantan con arrogancia, a veces se entretienen con
una muchacha sentada sobre sus rodillas, se colocan en círculo y se la pasan de uno a
otro. Desde mi ventana a ras de la tierra yo os vigilo. Tu alemán te ha situado en una
silla a su lado, te ofreció una bebida y tú la rechazaste. Delicadamente acarició tus
pómulos. Me estremecí. En aquel lugar la visión de la ternura resulta cruel. Tú le
dices algo y él de inmediato se inclina hacia ti, esforzándose para oírte, te escucha y
asiente con la cabeza. Os ponéis de pie y os alejáis hacia el sendero que conduce al
extremo del jardín. Pasados unos momentos se oyen tiros desde aquel lugar, los
alemanes se levantan de un salto. La muchacha con la que se habían entretenido
permanece sentada en una de las sillas, inmóvil como una estatua. Pronto se sabe que
tu oficial hacía alarde de destrezas ante ti tirando al blanco. Una carcajada se eleva
desde el extremo del vergel.
Tú te consagras a la limpieza del banco, recoges del arenero las colillas de los
cigarrillos, los palitos de los helados y los tiras en el cubo de basura incrustado en el
tronco del árbol. Luego despliegas una servilleta sobre el banco a tu lado, das de
comer a la niña, frotas su boca con insistencia y limpias las migas de su blusa. Todo
ese tiempo, tu espalda se mantiene erguida, y tus talones, ceñidos el uno al otro como
si fueras una actriz de cine.
Los días siguientes permaneciste apartada, durmiendo en la habitación aislada y
demasiado ardiente del oficial. De tanto en tanto, te acercabas a la ventana para
observar la repentina humedad estival que caía sobre el jardín. Todos los días recibías
en tu habitación la bandeja con el almuerzo, de acuerdo a las órdenes de tu señor. La
acogías como una dama, sentada en el diván, mientras observabas con atención el
cuadro que colgaba sobre mi cabeza cuando yo mudaba las sábanas de tu cama.
Nunca me preguntaste nada como lo hacían las otras muchachas. ¿Acaso no querías
saber más de lo necesario? Yo sabía más acerca de los mismos alemanes que acerca
de ti.
La canguro sentada a mi lado atrae hacia su regazo a un niño bañado en lágrimas.
«Y a todo esto su padre es médico, médico de algo importante. ¿Puedes creer qué
niño tonto le ha salido? Pone siempre su cabeza en donde seguramente le llueven
golpes. ¿Por qué no te cuidas la cabeza? Pregúntale a tu padre lo importante que es la

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cabeza».
Una noche, la casa quedó repentinamente vacía, un silencio invadió el prado y el
soto situado detrás del palacio. Las muchachas, tensas por la nueva calma reinante, se
congregaron como sonámbulas en la sala de huéspedes. Algunas de ellas se lanzaron
sobre los sofás y la alfombra y comieron de las engalanadas cajas de golosinas y
bebieron los vinos y tosieron y cuchichearon. Una de ellas rompió en un llanto
inacabable. A la mañana siguiente se despertaron con el estrépito de los pasos de las
botas del alemán que regresó primero; luego se supo que todos los oficiales habían
sido convocados a una reunión especial. Por la tarde, descubrieron que la muchacha
rubia que habían traído de Majdanek el día anterior, había huido aprovechando el
desbarajuste. De inmediato soltaron los perros en su búsqueda y la encontraron,
escondida tras unos arbustos bajo las columnas del balcón. Todas vimos cómo los
perros la arrastraron hasta las profundidades del jardín.
La mañana en la que encontraron muerto a tu oficial en su cama, ya no estabas en
la habitación. El médico fue alertado de inmediato. De pronto una gran agitación se
apoderó del palacio, de los movimientos precipitados de la gente, las frases cortas que
articulaban como un lenguaje codificado, cruzándose unos y otros en las escaleras. A
través de la puerta de su habitación lo vi yaciendo como una montaña sobre la cama,
la nuca aún enrojecida a la hora de la muerte. El médico diagnosticó que había sido el
corazón el que lo había sentenciado. Después de que se hubieran deshecho del
cadáver, tapándolo con una manta de terciopelo, te acorralaron los otros en la misma
habitación de la última planta. Durante todo el día y la noche siguiente los alemanes
entraron en tu habitación, uno tras otro, para hacerte lo que les había impedido
mientras vivía tu protector. Por la mañana te vi tambaleándote al borde de tus fuerzas.
Gracias al kimono chino supe que eras tú.
Tú no te involucras en las rencillas de niños y cuidadoras. Tampoco la niña; como
tú, guarda distancia de los demás pequeños, sólo empuja el cochecito en círculo
alrededor de tu banco, mientras sus bonitas sandalias se hunden en la arena. De
pronto me parece ver que tus ojos observan la boca del crío que está sentado sobre
mis rodillas. ¿Acaso me has reconocido? Tus manos se mueven como si hubieran
perdido el control, tus dedos palpan el banco, se aferran al borde metálico que
sostiene el madero. Tu cuerpo conserva su calma, el dorso se mantiene erguido, y
sólo hay ese temblor de los dedos de tu mano palideciendo alrededor del metal.
Una mañana los alemanes desaparecieron súbitamente. Partieron, apresurados,
arrastrando con ellos a dos jóvenes. Al alba nos levantamos siete muchachas bajo una
nueva calma. La hija del médico de Lublin fue la primera en comprender. Trepó hasta
la cuarta planta, abrió las puertas de las habitaciones una tras otra y sus bramidos
crecían a medida que se alejaba. Gritó dentro de la galería de las escaleras,
apoyándose en la barandilla de la última planta: «¡Todos los cerdos se han
marchado!». Lo anunció en yidish con temeridad; me atravesó un escalofrío cuando
escuché el sonido de las palabras. De la última muchacha que fue traída, resaltaba

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ahora su palidez en la habitación tenebrosa, y comenzó a balancearse y dirigiendo su
mirada hacia lo alto del techo decorado, dijo: «Bendito sea Dios, Dios nuestro, Rey
del universo…», y un instante después, otra joven empezó a reír y a destrozar con sus
manos los cuadros que colgaban de los muros.
Con la misma facilidad con la que irrumpe la crueldad de la búlgara, la piedad se
apodera de ella: «Mirad qué niño de oro es: todos los días le da su chocolate con
leche al gato. Yo siempre le digo a su madre: no es bueno que sea demasiado bueno.
Cuando sea grande, las mujeres le romperán el corazón. Esas jóvenes, apenas atrapan
a un buen chico, lo destrozan».
Aún no sabíamos que los rusos circulaban por la ciudad. Todavía permanecíamos
como sonámbulas, deambulando por las habitaciones, y tú fuiste la primera en
levantarte y marcharte. Te ajustaste en la cabeza el sombrero con visera, tomaste una
pequeña maleta, sin pedir permiso entraste en mi habitación, abriste el arcón de las
alhajas, cogiste un puñado de piedras preciosas y las dispusiste en el fondo de la
maleta. Elegiste dos jerséis oscuros y una falda gris de lana, guardaste todo con
movimientos rápidos y saliste. Junto al portón de entrada te asaltó el perro
amenazante y tú, acuclillándote, palpaste la tierra en busca de una piedra y la lanzaste
hiriéndole la cabeza.
Se desató una conmoción con tu partida, como si tú hubieras dado la señal que
anunciaba los nuevos tiempos.
Recoges tus cosas, colocas a la niña en su cochecito, te levantas y te diriges hacia
la salida del parque. Nuevamente, a un paso de distancia, veo los ojos de hielo
delineados por un aura negra. Las canguros se quedan en silencio, mirándote cuando
pasas a nuestro lado. Por un momento me pareció que me habías dirigido una mirada.
¿Tal vez he despertado en ti el recuerdo? ¿Una voz entre las voces de los alemanes?
¿El contacto de su carne en tu carne? ¿La seda rozando tu piel? ¿El aroma del
castaño? ¿Has logrado olvidar? La niña que había envejecido en pocos días, ella, que
frotaba las baldosas de mármol y mudaba las sábanas mugrientas; ella, que preparaba
los vestidos de gala, planchaba y cosía, en ningún momento os quitó el ojo de
encima, bellas y fascinantes hijas de Israel. Cómo reunieron toda esa belleza y cómo
la corrompieron: ¿has logrado olvidar?
De pronto, los ojos metálicos me enfrentan. Y tú dices, tu voz es grave y no
muestras ningún signo de sorpresa: «¿Qué sandalias?».
Yo respondo: «Las de la niña».
Tú me miras directamente a los ojos: «No lo sé. Yo no le he comprado las
sandalias. Su madre se las ha comprado». Zarandeas el cochecito sobre la superficie
caliza, giras y te vas. Me inclino otra vez sobre mi lugar en el banco y la búlgara me
deja espacio, espiando mi rostro con preocupación.
«¿Qué te sucede, mi niña? Ven, siéntate». Golpetea sobre mi espalda con cariño,
forzando una sonrisa. «¡Cómo te has lanzado tras la señora! ¡Como si ella guardara la
sandalia de Cenicienta, la que se dejó en el palacio!».

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Y todas la acompañan en la carcajada.

Savyon Liebrecht (Munich, Alemania, 1948), estudió Filosofía y Literatura en la Universidad de Tel Aviv y
comenzó a publicar en 1968. Ha publicado novelas, cuentos, obras de teatro y guiones para televisión.
Ha recibido diferentes premios, entre los que destacamos el Alterman, el Amelia Rosselli, el Maior-Amalfi. En
2005 fue nominada como escritora de teatro del año por su exitosa obra lt’s All Greek to Me y en 2006 por su obra
Apples in the Desert.
Además de estas dos obras, ha publicado, entre otras: Horses on the Highway, On Love Stories and Other
Endings, A Man, a Woman and a Man, Mail Order Women, Suad, A Good Place for the Night y The Women My
Father Knew.

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Romper el cerdito
Etgar Keret

—Mi padre no se avino a comprarme un muñeco de Bart Simpson. Y eso que mi


madre sí quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un caprichoso.
—¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? —le dijo a mi madre—. No
tiene más que abrir la boca y tú ya te pones firme a sus órdenes.
Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a
tenérselo ahora que soy pequeño, cuándo voy a aprenderlo. Los niños a los que les
compran sin más muñecos de Bart Simpson se convierten de mayores en unos
gamberros que roban en los quioscos porque se han acostumbrado a que todo lo que
se les antoja se les da sin más. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson me
compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí que me
voy a criar siendo una persona de bien, ahora ya no me voy a convertir en un
gamberro.
Lo que tengo que hacer, a partir de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza
de cacao, aunque lo odio. El cacao con telilla de nata es un shekel, sin telilla, medio
shekel, pero si después de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me
dan nada. Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera que si lo
sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se
oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en monopatín. Porque,
como dice mi padre, eso sí que es educar.
El caso es que el cerdito es muy mono, tiene el hocico frío cuando se le toca y,
además, sonríe al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa
medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le echa nada.
Además le he buscado un nombre, le he puesto Pesajson, como el nombre que tuvo
nuestro buzón antes de que llegáramos nosotros, un buzón del que mi padre no
conseguía arrancar la pegatina. Pesajson no es como mis otros juguetes, es mucho
más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le suelten su líquido por la cara.
Lo único que hay que hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa.
—¡Pesajson, cuidado, que eres de cerámica! —le digo cuando me doy cuenta de
que se ha agachado un poco y mira al suelo, y entonces él me sonríe y espera

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pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe; es sólo por él por lo que
me tomo el cacao con la telilla de nata todas las mañanas, para poderle echar el shekel
por el lomo y ver cómo su sonrisa no cambia ni una pizca.
—Te quiero, Pesajson —le digo después—, y para ser sincero te diré que te
quiero más que a papá y a mamá. Además siempre te querré, pase lo que pase,
aunque atraque quioscos. ¡Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti!
Ayer vino mi padre, cogió a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente del
revés.
—Cuidado, papá —le dije—, vas a hacer que a Pesajson le duela la barriga —
pero mi padre siguió como si nada.
—No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener
un Bart Simpson en monopatín.
—¡Qué bien, papá! —le dije—. Un Bart Simpson en monopatín, genial. Pero deja
de sacudirlo, porque haces que se sienta mal.
Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo de un
minuto arrastrándola con una mano y en la otra un martillo.
—¿Ves como yo tenía razón? —le dijo a mi madre—, ahora sabrá valorar las
cosas, ¿a que sí, Yoavi?
—Pues claro —le respondí—, claro que sí, pero ¿por qué un martillo?
—Es para ti —dijo mi padre mientras me lo entregaba—, pero ten cuidado.
—Pues claro que lo tengo —le respondí, porque la verdad es que así era, pero a
los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:
—¡Venga, dale ya al cerdito de una vez!
—¿Qué? —exclamé yo—. ¿A Pesajson?
—Sí, sí, a Pesajson —insistió mi padre—. Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese
Bart Simpson, porque te lo has ganado a pulso.
Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que
ha llegado su fin. A la porra con el Bart Simpson, porque ¿cómo iba a darle un
martillazo en la cabeza a un amigo?
—No quiero un Simpson —dije, y le devolví el martillo a mi padre—, me basta
con Pesajson.
—No lo has entendido —me aclaró entonces mi padre—, no pasa nada, así es
como se aprende, ven, que te lo voy a romper yo —alzó el martillo mientras yo
miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y
entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo Pesajson iba a morir.
—Papá —le dije sujetándolo por la pernera.
—¿Qué pasa, Yoavi? —me respondió él, con el martillo todavía en alto.
—Quiero un shekel más, por favor —le supliqué—, deja que le eche otro shekel,
mañana, después del cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo.
—¿Otro shekel? —sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa—. ¿Lo ves,
mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia.

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—Eso, sí, conciencia —le dije—, mañana —y eso que las lágrimas ya me
anegaban la garganta.
Cuando ellos hubieron salido de la habitación abracé muy fuerte a Pesajson y di
rienda suelta a mi llanto. Pesajson no decía nada, sino que, muy calladito, temblaba
entre mis brazos.
—No te preocupes —le susurré al oído—, que te voy a salvar.
Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en el
salón y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me escabullí afuera
con Pesajson, por la galería. Anduvimos juntos durante muchísimo rato en medio de
la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas.
—A los cerdos les encantan los campos —le dije a Pesajson mientras lo dejaba en
el suelo—, especialmente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien aquí.
Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé
el morro como gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su melancólica mirada.
Sabía que nunca más volvería a verme.

Etgar Keret (Tel Aviv, 1967). Comenzó a escribir en 1992 y es el escritor más popular entre la juventud
israelita. Sus libros constituyen un éxito de ventas en Israel y se han traducido a 22 idiomas. Actualmente es
profesor en la Escuela de Cine de la Universidad de Tel Aviv.
Su película Skin Deep ganó el primer premio en varios festivales internacionales y obtuvo el Oscar israelí.
Otras películas, basadas en sus cuentos, también han obtenido galardones. En el Festival de Cine de Cannes en
2007 obtuvo, junto con Shira Gefen, el premio Cámara de Oro por su película Meduzot (Jellyfish) y el Premio al
Mejor Director otorgado por la Asociación de Artistas y Escritores franceses.
Su labor literaria también se ha visto recompensada con otros premios: el Premio Platino de la Asociación de
Editores en varias ocasiones, el Premio del Primer Ministro y el Premio de Cine del Ministerio de Cultura de
Israel.
Ha publicado libros de cuentos, libros para niños, cómics, guiones de cine y obras para teatro y televisión,
entre las que destacan: Pipelines, Missing Kissinger, Kneller’s Happy Campers, Nobody Said it Was Going to Be
Fun, Streets of Rage, Entebbe A Musical.

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Notas

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[1] Esta región formaba parte de Polonia hasta 1939. Actualmente es parte de Ucrania.

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[2] Pesah: que significa la pasión, es decir la Pascua, es la fiesta judía más importante

y conmemora el sufrimiento del pueblo esclavizado en Egipto y su posterior


liberación por Moisés. <<

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[3] Pita: pan árabe. <<

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[4] Jákima: sabia. <<

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[5] Kefía: pañuelo palestino. <<

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[6] Haganah: organización popular militar, considerada ilegal por los británicos, pero

desde el punto de sus fundadores era la fuerza armada nacional, para defender los
intereses nacionales judíos. <<

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[7] Narguile: pipa de agua tradicional para fumar. <<

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[8] Tanto viento como espíritu se denominan ne hebreo rúaj. <<

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[9] Canguro: persona encargada de cuidar niños. <<

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[10] Kadish: palabra de origen arameo que significa santidad. Es uno de los
principales rezos de la religión judía. Se le pide a Dios que acelere la redención y la
llegada del Mesías. <<

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[11]
Shabat: proviene de una orden de los Diez Mandamientos. Corresponde al
séptimo día de la semana judía, el sábado. Ese día (desde el atardecer del viernes
hasta la puesta del sol del sábado), no se debe hacer ningún trabajo. <<

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[12] Taled: pequeño manto de lana con que se cubren la cabeza y el cuello en las

ceremonias religiosas. <<

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