You are on page 1of 13

Sobre pistas y detectives.

La literatura policial en la escuela secundaria

Cuadernillo de material crítico-teórico

Origen de la novela policial (Richard Allewyn)

Se ha encontrado un cadáver. Las circunstancias no admiten otro diagnóstico que el de asesinato. Pero ¿quién es el
autor? Esa es la pregunta que ocupa y aterra a todos los ánimos pero que no se responde hasta que se llega al final de la
narración. La pregunta se hace más urgente después de que ha ocurrido un segundo asesinato, y un tercero. La pesquisa se
vuelve febril. Se encuentran, se persiguen huellas y se vuelven a perder. Se plantean hipótesis y se las desecha. Pero
lentamente se sacan algunos hechos seguros. Su interpretación y combinación correcta dan por resultado la respuesta a la
muda pregunta que ha planteado el cadáver, la reconstrucción de los acontecimientos y la averiguación del autor.
Lo que les he presentado es un modelo en el que ustedes reconocerán un fenómeno literario conocido de todos: la
novela policíaca, una invención moderna. El norteamericano Edgar Allan Poe se considera como el descubridor de la
fórmula y su “Murders in the Rue Morgue” aparecido en 1841 como el modelo clásico del género. Pero ¿Qué es una novela
policial? ¿Qué la diferencia de la novela criminal? La diferencia es aparentemente sólo técnica: la novela de crimen narra la
historia de un delito, la novela policíaca la del descubrimiento de un delito. Pero esta diferencia tiene amplias
consecuencias. En la novela del crimen, el lector conoce al delincuente antes de su acto y el acontecimiento del acto antes
que su resultado. En la novela policíaca por el contrario la sucesión es inversa. Cuando el lector conoce al autor, la novela
ha llegado inevitablemente a su fin, y también se entera del resultado del acto antes que de su acontecimiento, y se entera de
este acontecimiento no como testigo ocular sino por la reconstrucción posterior. Si la novela de crimen se recomienda
porque permite al lector introducirse en el asesino y convivir en su alma el acto, el lector de la novela policíaca se le niegan
esas sensaciones. De ahí que él no tiene que tener un contagio ni esperar una curación y si no queda libre de emociones,
entonces éstas son de otra naturaleza.

Sobre el detective como artista

[…] los detectives no son solamente solitarios, sino también outsider. ¡Qué existencias son esas! No tienen mujer,
no tienen hijos, no tienen profesión, habitan en habitaciones desordenadas, llevan una vida irregular, convierten la noche en
día, fuman opio o crían orquídeas, y hasta tienen francas inclinaciones artísticas, citan a Dante o tocan violín. Estos
detectives no son almas de funcionario ni siquiera de burgués; estos detectives son excéntricos y bohemios. Este hecho se
ha observado frecuentemente y no sin sorpresa, pero nunca se lo ha explicado. ¿Qué significa que las novelas policíacas
reconocen con tan llamativa unanimidad el éxito de estos outsiders, que le niegan a la policía? Ciertamente no significan un
voto de confianza para las instituciones del Estado y tampoco una profesión de fe de conformismo. Más bien se impone la
sospecha de que justamente estas desviaciones de la norma social y anímica explican el éxito del detective.
Esto nos conduce al examen de un intento más de explicar la génesis de la novela policíaca a partir del espíritu del
siglo XIX. Este siglo, se ha dicho, llevó su triunfo a las ciencias exactas. Como hijo de la Ilustración espantó a la oscuridad
que hasta entonces yacía sobre todos los campos de la vida y del pensamiento. Se propuso aclarar la realidad mediante la
recolección planificada y la ordenación lógica de hechos. ¿Qué es empero, se ha pensado, la novela policíaca sino un
modelo de este procedimiento?
No vamos a su vez a entrar en la terrible simplificación que subyace a esta teoría, sino a inquirir a la misma novela
policíaca. Cierto que al hacerlo estaremos en situación más difícil. Indiscutiblemente se trata aquí de un proceso de busca de
la verdad. Al comienzo se encuentra un misterio, al final ocurre la solución y el tema no es otra cosa que la busca de esta
solución, y una buena parte de la tensión se deduce de ahí. Empirie y lógica, los medios del pensar científico, son también
los medios con los que opera el detective. Se trata de combinar muchas huellas dispersas y ocultas de tal manera que de allí
surge un contexto sin solución de continuidad. Pero ¿tiene el objeto de estas investigaciones algo que ver con nuestra
realidad, y se aplican sus métodos tal como ocurre en las ciencias exactas?
Yo sólo quiero indicar brevemente que el mundo de la novela policial está construido de manera diferente al de
nuestra experiencia cotidiana. De estas reglas forma parte el hecho de que el autor pertenece a un grupo de conocidos para
permitir que el lector participe en la búsqueda. Con ello se presenta de antemano un círculo limitado de personas y se
subraya esta limitación mediante obstáculos físicos (casa de campo, yate, tren, crucero por el Mediterráneo, etc.).
Situaciones artificiales, posibles en la realidad pero no frecuentes.
Pero también se prepara el decurso del asesinato: éste tiene que ocurrir de acuerdo a un plan. Para que después
pueda ser reconstruido totalmente mediante la mera combinación, no sólo tiene que ser planteado íntegramente, sino que
también tiene que ocurrir de acuerdo a un plan. En el plan del asesino no se han previsto las pequeñeces que en la vida
diaria nos obligan constantemente a cambiar nuestros planes o a aplazar nuestras citas. La novela policíaca acontece en un
mundo sin casualidad, en un mundo que ciertamente es posible pero no es el habitual.
Otra particularidad es lo intrincado de los casos que presentan. Se dispone precisamente a inventar casos tan
complicados como no ocurren, o muy raramente, en la experiencia de la vida criminal. El asesinato insólito se encuentra ya
en el origen de la novela policíaca: el primer asesino de Poe era un orangután y esto no es por casualidad. Poe hizo que su
detective confesara que un asesinato es tanto más fácil de aclarar mientras más desusado es su procedimiento. Si es pues
cierto que el detective encuentra la verdad pasando por la realidad, no es menos cierto que esta realidad no es una realidad
habitual y ciertamente no la de las leyes de las ciencias naturales.
¿Qué pasa con los métodos con los que opera el detective? Ciertamente, él saca conclusiones de observaciones,
pero no son las situaciones evidentes y más concretas las que le interesan, sino cosas extremadamente insignificantes e
inaparentes: un clavo roto, un montoncito de ceniza de cigarrillo, un reloj que está parado o no, cosas que nada dicen al
hombre corriente, que en la vida corriente tampoco significan algo, que para el detective se convierten en signos de una
escritura secreta, cuyo desciframiento soluciona el misterio. Este arte de leer las huellas e interpretar los signos le está
negado completamente al hombre corriente, y en la vida habitual tampoco sirve de nada.
Y aquí debemos mencionar un arreglo que hemos callado hasta ahora y que, aunque raramente conocido, pertenece
como el detective aficionado a las existencias férreas de la novela policíaca: el motivo de la falsa huella. Insoslayablemente
aluden desde el comienzo todos los indicios a una persona que en realidad es completamente inocente. Y este error se puede
repetir hasta que todas las personas caen sucesivamente en la más grave sospecha, con una excepción única, esto es, la del
que en realidad es el autor. El que justamente la persona sospechosa sea inocente y la menos sospechosa sea el autor, es una
regla practicada generalmente, cuya validez no se suspende naturalmente sino que sólo se confirma cuando el autor,
teniendo en cuenta al lector avispado, invierte una vez el procedimiento y hace aparecer al realmente culpable tan
sospechoso, que aparece limpio de sospecha.
Esta desorientación del lector sirve para su perplejidad y con ello para el aumento de su placer. Pero delata una duda
de la índole del mundo y de la adecuación de los órganos de nuestra experiencia, y contiene ante todo un juicio aniquilante
sobre la veracidad de la prueba por indicios. Muy lejos de difundir confianza en la razón y en la ciencia, esa desorientación
sirve más bien para socavarla. Así como en la novela policíaca lo habitual no es lo real, así tampoco es en ella lo probable
ya lo real. Su mundo no está construido según el modelo realista y racionalista del positivismo. De ahí que debemos buscar
su patria en otra parte.
La primera historia en la que encontramos juntos los tres elementos que constituyen la novela policíaca: un
asesinato o serie de asesinatos al comienzo y su esclarecimiento al final, el inocente sospechoso y el culpable no
sospechoso, y la detención, no por parte de la policía sino de un personaje outsider, y, un cuarto elemento que no es de rigor
pero inmensamente frecuente, la habitación cerrada del asesinato (locked room) es “La señorita de Scuderi” (1818), del
escritor romántico alemán E.T.A. Hoffmann.
E.T.A.Hoffmann no está solo en ello. Misterios y su esclarecimiento —ése es en general el tema y el esquema de la
novela romántica en Alemania. Todas las novelas de Tieck, Novalis, Brentano y Eichendorf comienzan con incógnitas y
preguntas y terminan con soluciones y respuestas. Si los hombres peregrinan con tanto gusto en las novelas románticas,
entonces lo hacen también ciertamente porque los impulsa una intranquilidad o los atrae una nostalgia, pero ellos están
siempre en busca de algo que una vez poseyeron pero que han perdido, su patria, el padre o la madre o una amada. Y en esta
busca les ocurre que en todas partes de su camino tropiezan con huellas, que a otros no dicen nada, en las que ellos empero
reconocen señales y mensajes, y estas huellas se entretejen cada vez más densamente en contextos en los que todo lo que
parecía aislado está unido y lo que parecía casual adquiere una significación más profunda hasta que al final se vuelve a
encontrar todo lo perdido y se solucionan todas las incógnitas. Misterio es para los románticos el estado del mundo y todos
los fenómenos exteriores son sólo los jeroglíficos de un sentido oculto.
Este misterio romántico es que en E.T.A.Hoffmann adquiere el matiz de lo siniestro. Pero en sus “Piezas de noche”
lo siniestro es siempre el presentimiento de un delito oculto en el pasado o en el futuro. Hoffmann es, como más tarde Poe,
uno de los virtuosistas del horror, y no es el primero que ha descubierto y explotado esta excitación. En Alemania le había
precedido Tieck y tanto Hoffmann como Tieck se nutren de una turbia corriente que al final del siglo dieciocho inundó
desde Inglaterra a toda Europa y que fertilizó el Romanticismo, la novela “gótica” de misterio.
La novela de misterio es la neurosis de abstinencia de la Ilustración envejecida. Ella ofreció a un linaje famélico por
el racionalismo y hastiado de la seguridad burguesa los frutos prohibidos del misterio y del miedo. Si se la desnuda de su
vestidura hiperexcitable: viejos castillos en montañas yermas, en torno a las cuales gime nocturnamente la tormenta y la
luna difunde una luz insegura, queda entonces el núcleo, que es igual al modelo más sencillo de la novela policíaca. Muchos
fenómenos inexplicables y siniestros se muestran como huellas de secretos contextos y éstos a su vez se descubren
lentamente como las consecuencias o augurios de delitos terribles, cuyas raíces se encuentran enterradas profundamente en
el pasado y que se descubren completamente cuando al final se desenmascara al delincuente y se lo entrega a la justicia.
Mysteries se llaman con gusto estas novelas y se ha contado que entre 1794 y 1850 aparecieron en Inglaterra más de
setenta novelas que llevaban esta palabra en el título. Las historias de detectives de E.T.A. Hoffmann y E.A. Poe no son más
que retoños laterales de esta raíz común.
Es el escenario el que diferencia la novela de misterio de la novela policíaca. Esta no aleja a su lector en una
tenebrosa Edad Media. Se anida ciertamente de manera ocasional todavía en lejanas casas de campo y, en ciudades
adormiladas de provincia, pero gustosamente se domicilia en las modernas grandes ciudades y se da el placer de convertir
sus conocidas calles y edificios en escenario de acontecimientos altamente insólitos y con ello de hacerlos extraños de una
manera siniestra. Pero también este procedimiento tiene su prehistoria. Ya hacia mediados del siglo diecinueve se habían
desplazado los mysteries «góticos», cuando los Mystères de Paris (1842-1843) de Eugène Sue desataron en toda Europa
una nueva ola de novelas de misterio, a cuya fascinación tampoco pudieron sustraerse Balzac y Dickens. En ellos se mostró
la cotidianidad aparentemente más prosaica segura de la moderna gran ciudad como nada más que un techo delgado y
frágil que estaba socavado por un laberinto de conjuraciones criminales. Sin poder competir con las tenebrosas pinturas
colosales de esos misterios de la gran ciudad, E.T.A.Hoffmann había dado aquí el modelo para ello.
Tanto menos como la novela policíaca, el Romanticismo tampoco se había dado por satisfecho con la superficie
trivial del mundo y de la vida. Por todas partes, en la Naturaleza y en el alma, iba tras las huellas de fuerzas ocultas y de
secretas significaciones. No las buscaba solamente fuera, sino precisamente también en la realidad, ciertamente no en la
superficie, sino en su profundidad. «Todo lo externo es algo interior puesto en estado de misterio» dijo una vez Novalis y
con ello quería decir que para la mirada agraciada todo fenómeno es un misterio, cuya clave se oculta en su profundidad. El
mundo entero es una escritura secreta, y eso vale para la sociedad no menos que para la Naturaleza.
E.T.A.Hoffmann antes que Sue y Conan Doyle convierte en escenario de sucesos maravillosos, misteriosos o
criminales no sólo castillos solitarios y conventos sino también calles y plazas, las casas y los lugares de recreo de París y
de Berlín, de Dresden y de Francfort, conocidas de todo nativo, y de colocar lo insólito y lo improbable en medio de la vida
diaria. En su historia “La casa yerma”, en la que tras la fachada insignificante de una casa muy conocida y exactamente
localizable en Berlín, Unter den Linden, se descubren misterios tenebrosos, manifiesta la convicción «de que los fenómenos
reales en la vida se configuran frecuentemente de manera más maravillosa que lo que trata de inventar la fantasía más
activa». Como la novela policíaca, el Romanticismo vio así la realidad: una superficie cotidiana y pacífica y engañosa, pero
debajo abismos de misterio y de peligro.
Pero aquí como allí no está dado a todos el reconocer y explorar esas oscuras profundidades. Estos dos estratos de
la realidad corresponden más bien a dos especies de hombres. Los unos son los prosaicos y profanos que se han organizado
hogareñamente en la realidad cotidiana y se resisten a toda intelección que pueda conmover su confianza en el orden
racional del mundo y la seguridad del sentido común, y que por eso son ciegos para lo insólito e incapaces de enfrentarse a
lo improbable. El Romanticismo los llama filisteos. Y ahí están los otros hombres, una pequeña minoría, que son poco útiles
para la vida práctica porque están alienados de ella, excéntricos y outsider, pero a quienes, según E.T.A. Hoffmann, «se les
ha concedido el conocimiento del milagro de nuestra vida como un sentido especial». El Romanticismo los llama artistas.
Con hombres de este género poblaron los románticos sus novelas. Se los llama «artistas», menos porque ejerzan
algún arte que porque su carácter excéntrico y su extravagante modo de vivir los hace excluir de la sociedad de los hombres
corrientes e incapaces para la vida cotidiana. Sin familia y sin profesión, sin domicilio y sin fortuna se encuentran en guerra
con la sociedad y el Estado. Los burgueses o los funcionarios les son pesados o ridículos. Pero estos emigrados o
expulsados son los que saben leer las huellas e interpretar los signos que para el hombre normal son invisibles o les resultan
incomprensibles. Pues ellos están preparados para la realidad de lo insólito e inmunes contra el engaño de lo probable. A
este tipo de hombre pertenece la señorita von Scuderi. A él pertenecen también el Dupin de Poe, el Sherlock Holmes de
Conan Doyle y todos los demás outsider entre los detectives.
Con ello se han asegurado el origen literario y la patria espiritual de la novela policíaca. Es un hijo del
Racionalismo sólo en la medida en que el Romanticismo entero tiene como padre al Racionalismo. Con ello se puede
plantear de nuevo la pregunta por su esencia y la pregunta por la causa de la fascinación que parte de ella. Lejos de asegurar
la realidad cotidiana, el orden racional y la seguridad burguesa, ella sirve más bien para conmoverlos.

ALLEWYN, Richard (1982) “Origen de la novela policial”. En Problemas y Figuras, Barcelona, Editorial Alfa
(Adaptación).
El flâneur (Walter Benjamin)

En el año 1798 escribía un agente secreto de París: “Es casi imposible mantener el buen modo de vida en una
población de grandes masas, donde cada individuo es, por así decir, desconocido para el otro y, por esto, no necesita
ruborizarse ante nadie”. Aquí la masa aparece como el asilo que protege al asocial de sus perseguidores. Entre sus
aspectos más peligrosos, este fue el más manifiesto. Y está en el origen de las historias de detectives.
En los tiempos del terror, cuando todos tenían algo de conspiradores, cualquiera estaba también en posición de
jugar al detective. La flânerie ofrece la mejor de las perspectivas. Dice Baudelaire: “El observador es un príncipe que
disfruta en todos lados de su incógnito”. Si el flâneur se convierte de esta forma y contra su voluntad en un detective,
esto le resultará conveniente en el plano social, puesto que legitima su ociosidad. Su indolencia es sólo aparente. Detrás
de esta indolencia se esconde la atención de un observador que no les quita el ojo a los malhechores. De esta forma, el
detective ve que ante su amor propio se van abriendo vastos territorios. El detective construye formas de reaccionar que
corresponden al ritmo de la gran ciudad. Atrapa las cosas al vuelo; de ahí que pueda soñarse cerca del artista. El buen
olfato criminalístico combinado con la afable del flâneur diseñaron la intriga de los Mohicans de Paris de Dumas. El
héroe decide salir a la aventura siguiendo un pedazo de papel que ha soltado a los juegos del viento. No importa la pista
que siga el flâneur, cualquiera lo llevará a algún crimen. Así queda delineado de qué forma también la historia de
detectives, sin atender a su sobrio cálculo, participa en la fantasmagoría de la vida parisina. Todavía no glorifica al
criminal; pero glorifica a su contrincante y, ante todo, los motivos de la caza en que es perseguido.
La historia de detectives, cuyo interés reside en una construcción lógica que, como tal, no pertenece
necesariamente a la novela de crímenes, aparece en Francia por primera vez con las traducciones de los cuentos de Poe:
“El misterio de Marie Roget”, “El crimen de la calle Morgue”, “La carta robada”. Con la traducción de estos modelos,
Baudeleire adoptó el género. La obra de Poe se integró completamente a su propia obra; y Baudelaire hace énfasis
sobre este hecho al solidarizarse con el método en el que coinciden los métodos particulares a los que Poe se dedicaba.
Poe fue uno de los mayores técnicos de la nueva literatura. Fue el primero que, tal como lo notó Valery, experimentó
con el relato científico, con la cosmogonía moderna, con la representación de figuras patológicas. Estos géneros tenían
para él el valor de producciones precisas de un cierto método, para el que ambicionaba una validez universal.
Precisamente en este punto es donde Baudelaire se alineaba con Poe al escribir: “No está lejos el momento en que se
comprenderá que toda literatura que se rehúsa a seguir un camino fraternal junto con la ciencia y la filosofía es una
literatura homicida y suicida”. La historia de detectives, la de mayor éxito entre todas las conquistas técnicas de Poe,
pertenecía a un género que satisfacía el postulado de Baudelaire. Analizarla será al mismo tiempo hacer un análisis de
la propia obra de Baudelaire, sin perjuicio de que jamás haya escrito ninguna de este tipo de historias.
El contenido social original de la historia de detectives es la borradura de las huellas del individuo en la
multitud de la gran ciudad. Poe se dedica especialmente a este tema en “El misterio de Marie Roget”, la más extensa de
sus historias policiales. Al mismo tiempo, esta historia es el prototipo del uso de informaciones periodísticas en la
resolución de crímenes. Chevalier Dupin, el detective de Poe, trabaja aquí basándose no en lo visto sino en las notas de
la prensa diaria. El análisis crítico de estas notas ofrece el armazón del relato. Entre otras cosas, lo que hay que
averiguar es la hora del crimen. Un periódico, Le Commerciel, defiende la opinión de que Marie Roget, la asesinada, ha
sido eliminada inmediatamente después de haber dejado la casa de su madre: “Es imposible que una joven mujer,
conocida por varios miles de personas, haya podido pasar por tres esquinas sin siquiera haberse cruzado con algún
transeúnte que haya reconocido su cara…”. Esta idea es propia de un hombre que reside hace mucho en París, donde
tiene su empleo, y cuyas andanzas en uno u otro sentido se limitan la mayoría de las veces a los alrededores de las
oficinas públicas. Sabe que en rara oportunidad se aleja más de doce cuadras de su oficina sin ser reconocido o
saludado por alguien. Según sus relaciones personales, compara esta notoriedad con la de la joven perfumista, y no
encuentra mayor diferencia entre ambas, y llega a la conclusión de que, en sus paseos, Marie estaba tan expuesta a ser
reconocida por diversas personas como él con los suyos. Esta conclusión podría ser legítima si los recorridos de Marie
hubieran sido tan regulares y metódicos, tan restringidos como las del redactor. Él va y viene a intervalos regulares
dentro de una periferia limitada, llena de gente que lo conoce porque, estando en ocupaciones análogas a las suyas,
encuentra interés en él y en observar su persona. Pero cabe suponer que los paseos de Marie tuvieran una naturaleza
vagabunda. En este caso particular lo más probable es que haya tomado por un camino que se distinguiera aún más de
sus itinerarios acostumbrados. El paralelo que suponemos existía en la mente de Le Commerciel solo es defendible si se
trata de dos personas que atraviesan la ciudad de un extremo a otro. En este caso, si imaginamos que las relaciones
personales de cada uno son equivalentes en número, serán iguales entonces las posibilidades de que encuentren el
mismo número de personas conocidas. Por mi parte, no sólo creo posible, sino infinitamente probable que Marie haya
seguido las diversas rutas que unen su casa con la de su tía, sin encontrar a ningún individuo que hubiera conocido o
que la hubiera reconocido. Para juzgar bien esta cuestión, hay que pensar en la inmensa desproporción existente entre
las relaciones personales del hombre más popular de París y la población total de la ciudad. […]
Desde la Revolución Francesa, una extensa red de controles había ido apretando cada vez más fuerte entre sus
nudos la vida burguesa. El recuento de casas en la gran ciudad ofrece un indicio útil de avance de la normalización. La
administración de Napoleón lo había establecido como obligatorio, en París, en 1805. Sin embargo, en los barrios
proletarios esta sencilla medida policial había chocado contra resistencias; todavía en 1864 se decía de Saint-Antoine,
el quartier de los carpinteros: “Cuando se pregunta a algunos de los habitantes de este suburbio cuál es su dirección, da
siempre el nombre que lleva su casa y no el frío número oficial”. Claro que estas resistencias, a la larga, no lograron
nada contra los esfuerzos por compensar, a través de un múltiple tejido de registros, la pérdida de huellas que conlleva
la desaparición del hombre en las masas de las grandes ciudades. […]
Las medidas técnicas habrían de colaborar en el proceso de control administrativo. En el comienzo del
procedimiento de identificación, cuyo estándar, para esa época, estaba dado por el método de Bertillon, se determinaba
a la persona a través de su firma. En la historia de este procedimiento, la invención de la fotografía representa un
quiebre. Para la criminalística significa no menos de lo que la invención de la imprenta para la escritura. La fotografía
hace posible, por primera vez, retener por mucho tiempo claras huellas de una persona. La historia de detectives surge
en el momento en que queda asegurada la más decisiva de todas las conquistas sobre el incógnito de una persona.
Desde entonces, nos es imposible prever el final de estos esfuerzos por capturarla en lo que dice y en lo que hace.
“El hombre en (de) la multitud”, la famosa nouvelle de Poe, es algo así como la radiografía de una historia de
detectives. El paño envolvente representado en lo habitual por el crimen, allí ha caído. Solo queda la armazón desnuda:
el perseguidor, la multitud, un desconocido que organiza de tal modo su recorrido por Londres que siempre permanece
en su centro. Este desconocido es el flâneur, alguien que no está seguro en su propia sociedad. Por eso busca la
multitud; no muy lejos de aquí se encontrará la razón de por qué se esconde entre la gente. Con premeditación, Poe
borronea la diferencia entre el asocial y el flâneur. Un hombre se hace más sospechoso cuanto más difícil sea dar con él.
Desistiendo de una larga persecución, el narrador resume de esta forma, para sí, lo que ha aprendido: “Este viejo es la
encarnación, el espíritu del crimen profundo, me dije, Se rehúsa a estar solo; es el hombre de la multitud”.

BENJAMIN, Walter (2012) Fragmento de “El flâneur”. En El París de Baudelaire, Buenos Aires, Eterna
Cadencia.

Leyes de la narración policial (Jorge Luis Borges)

El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito
de legalidad. Escribo "extraño", porque para el criollo lo son. Martín Fierro, santo desertor del ejército, y el aparcero
Cruz, santo desertor de la policía, profesarían un asombro no exento de malas palabras y de sonrisas ante la doctrina
británica (y norteamericana) de que la razón está en la ley, infaliblemente; pero tampoco se avendrían a imaginar que su
desmedrado destino de cuchilleros era interesante o deseable. Matar, para el criollo, era desgracia. Era un percance de
hombres, que en sí no daba ni quitaba virtud. Nada más opuesto al Asesinato Considerado Como Una De Las Bellas
Artes del "mórbidamente virtuoso" De Quincey o a la Teoría del Asesinato Moderado del sedentario Chesterton.
Ambas pasiones —la de las aventuras corporales, la de la rencorosa legalidad— hallan satisfacción en la
corriente narración policial. Su prototipo son los antiguos folletines y presentes cuadernos del nominalmente famoso
Nick Cárter, atleta higiénico y sonriente, engendrado por el periodista J o h n Coryall en una insomne máquina de
escribir, que despachaba más de setenta mil palabras al mes. El genuino retrato policial —¿precisaré decirlo?— rehusa
con parejo desdén las aventuras físicas y la justicia distributiva. Prescinde con serenidad de los calabozos, de las
escaleras secretas, de los remordimientos, de la gimnasia, de las barbas postizas, de la esgrima, de los murciélagos y de
Charles Baudelaire y hasta del azar. E n los primeros ejemplares del género (“El misterio de Marie Roget”, 1842, de
Edgar Allan Poe) y en uno de los últimos (Unravelled knots, de la baronesa de Orczy: Nudos desatados) la historia se
limita a la discusión y a la resolución abstracta de un crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años. Las
cotidianas vías de la investigación policial —los rastros digitales, la tortura y la delación— serían unos solecismos ahí.
Se objetará lo convencional de ese veto, pero esa convención, en ese lugar, es irreprochable: no propende a eludir
dificultades, sino a imponerlas. No es una conveniencia del escritor, como los dioses instantáneos de la rutina homérica
o como los apartes escénicos o como los borrosos confidentes de Jean Racine o como los monólogos que difunden los
héroes palabreros de Shakespeare. Los mandamientos de la narración policial son tal vez los que siguen:
A) Un límite discrecional de sus personajes. La infracción temeraria de esa ley tiene la culpa de la confusión y
el hastío de todos los films policiales. En cada uno nos proponen quince desconocidos, y nos revelan finalmente que el
desalmado no es Alpha que miraba por el ojo de la cerradura ni menos Beta que escondió la moneda ni el afligente
Gamma que sollozaba en los ángulos del vestíbulo sino ese joven desabrido Upsilon que hemos estado confundiendo
con Phi, que tanto parecido tiene con Tau el suplente. El estupor que suele producir ese dato es más bien moderado.
B) Declaración de todos los términos del problema. Si la memoria no me engaña (o su falta) la variada
infracción de esta segunda ley es el defecto preferido de Conan Doyle. Se trata, a veces, de unas leves partículas de
ceniza, recogidas a espaldas del lector por el privilegiado Holmes, y sólo derivables de un cigarro procedente de
Burma, que en una sola tienda se despacha, que sirve a un solo cliente. Otras, el escamoteo es más grave. Se trata del
culpable, terriblemente desenmascarado a última hora para resultar un desconocido, una insípida y torpe interpolación.
En los cuentos honestos, el criminal es una de las personas que figuran desde el principio.
C) Avara economía de los medios. El descubrimiento final de que dos personajes de la trama son uno solo,
puede ser agradable —siempre que el instrumento de los cambios no resulte una barba disponible o una voz italiana,
sino distintas circunstancias y hombres. El caso adverso —dos individuos que están remedando a un tercero y que le
proporcionan ubicuidad— corre el seguro albur de parecer una cargazón.
D) Primacía del cómo sobre el quién. Los chapuceros ya execrados por mí en el acápite A abundan en la
historia de una alhaja puesta al alcance de unos quince apellidos y luego retirada por el manotón de uno de ellos. Se
imaginan que el hecho de averiguar de qué apellido procedió el manotón, es de considerable interés.
E) El pudor de la muerte. Homero pudo transmitir que una espada tronchó la mano de Hypsinor y que la mano
ensangrentada cayó por tierra y que la muerte color sangre y el severo destino se apoderaron de sus ojos; pero esas
pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden.
F) Necesidad y maravilla en la solución. Lo primero establece que el problema debe ser un problema
determinado, apto para una sola respuesta. Lo segundo requiere que esa respuesta maraville al lector—sin apelar a lo
sobrenatural, claro está, cuyo manejo en este género de ficciones es una languidez y una felonía. También están
prohibidos el hipnotismo, las alucinaciones telepáticas, los presagios, los elixires de operación desconocida y los
talismanes. Chesterton, siempre, realiza el tour de forcé de proponer una aclaración sobrenatural y de reemplazarla
luego, sin pérdida, con otra de este mundo.
No soy, por cierto, de los que misteriosamente desdeñan las tramas misteriosas. Creo, al contrario, que la
organización y la aclaración, siquiera mediocres, de un algebraico asesinato o de un doble robo, comportan más trabajo
intelectual que la casera elaboración de sonetos perfectos o de molestos diálogos entre desocupados de nombre griego o
de poesías en forma de Carlos Marx o de ensayos siniestros sobre el centenario de Goethe, el problema de la mujer,
Góngora precursor, la étnica sexual, Oriente y Occidente, el alma del tango, la deshumanización del arte, y otras
inclinaciones de la ignominia.

BORGES, Jorge Luis (2001) Textos recobrados 1931-1955, Madrid, Emecé Editores.

El juego silencioso de los cautos (Daniel Link)

El policial constituye una matriz perceptiva que se plantea como interesante a partir de dos razones: una de
orden estructural y otra relacionada con la lógica de su evolución. En relación con la segunda: es un género que
desborda los límites literarios desde el comienzo (relación con la crónica en los cuentos de Poe en los que el cuento
policial no es más que una lectura pormenorizada de crónicas policiales, a partir de las cuales el narrador “descubre” la
verdad de los hechos). Ahora bien, si bien la crónica policial precede al género, éste no procede de ella sino de la
dinámica interna de la serie literaria. Sin embargo, “lo policial” se constituye como una categoría que atraviesa varios
géneros: películas y series de TV, crónicas, noticieros, historietas. Hablar de policial es hablar también del Estado y su
relación con el Crimen, la Verdad y sus regímenes de aparición, de la política y su relación con la moral, de la Ley y sus
regímenes de coacción.

En relación con lo estructural, el policial es el modelo de funcionamiento de todo relato ya que articula de
manera espectacular las categorías de conflicto y enigma, sin las cuales ningún relato es posible. Es un relato sobre el
Crimen y la Verdad que se articula a partir de una pregunta cuyo develamiento se espera. La Verdad sería un efecto del
trabajo de la enunciación discursiva. Más allá de las acciones, más allá de los enigmas de la trama, no hay verdad. El
garante de esa verdad enunciada es el detective (en la literatura policial) o el periodista (en la crónica) por eso es un
elemento estructural fundamental de la constitución del género. Es el que inviste de sentido la realidad brutal de los
hechos, transformando en indicios las cosas, correlacionando información que aislada carece de valor estableciendo
series y órdenes de significado que organiza en campos. Verdad y detective suponen la posibilidad de recomponer el
sentido (de ahí que con ella se instala una paranoia de sentido que caracteriza a nuestra época).
La otra variante del policial es la Ley. La ley no garantiza verdad o justicia sino la presencia del Estado. El
detective en ocasiones se presenta al margen de las instituciones del Estado o se enfrenta a ellas. De ahí que el estatuto
de la Ley será cada vez más sustancial y menos formal. A la legalidad formal de la policía, el detective opone la
legalidad sustancial de su práctica parapolicial, sólo sujeta a los valores de su propia conciencia. Algo similar ocurre
con el cronista policial (héroes de la verdad moderna).
El género policial se define como un dispositivo empírico que permite pensar las relaciones entre el sujeto, la
Ley y la Verdad y que deviene modelo general de funcionamiento discursivo. Es decir, el género como matriz de
transformaciones discursivas. Los conflictos que narra el policial se relacionan con un delito, con un crimen, una
muerte violenta (asesinato). Para que el relato comience es necesario un suceso, un conflicto extraordinario. El mundo
del policial es el mundo de la muerte sórdidamente estetizada (y automatizada). El criminal es separado de sus
semejantes (es siempre otro) y la víctima es “heroificada” (cuestión que se ve habitualmente en la crónica).
El policial es una “máquina de lectura”: hay un signo privilegiado (la muerte de alguien) y un proceso de
comprensión de ese signo. En realidad, ni siquiera hay un signo sino algo del orden de lo real (un cadáver, un muerto,
varios muertos, una desaparición) que rápidamente el género semiotiza con arreglo a un paradigma pseudocientífico. La
garantía que exhibe es la siguiente: mientras haya muerte, habrá relatos.
El conflicto, el crimen, siempre es contado a partir del eje del deseo y la pasión (un desorden del espíritu). Es
excesivo (pasión excesiva, ambición excesiva, inteligencia excesiva).
La teoría de la verdad del policial es psicoanalítica. El policial constituye una mitología. Poe generó un modelo
formal para contarlo (el individuo y la masa, la cuestión de la propiedad y el espacio, la justicia y la verdad, lo público
y lo privado: una topología, determinados personajes, una lógica de verdad y una lógica de acciones), pero el
mecanismo estaba allí como una lógica de funcionamiento del mercado, como una lógica de producción cultural
(McLuhan). El “caso criminal” pone en escena las razones imaginarias que los hombres esgrimen para relacionarse
imaginariamente con sus condiciones de existencia.

LINK, Daniel (2003) “El juego silencioso de los cautos”. En LINK, D. (comp.) El juego de los cautos.
Literatura policial: de Edgar A. Poe a P.D. James, Buenos Aires, La Marca.

La ficción paranoica (Ricardo Piglia)

Uno de los ejes que va a recorrer todo el trabajo será cómo se constituye un género y cómo cambia, es decir, las
fronteras o los espacios de un género. Dónde un género se convierte en otro. En el pasaje de Ágatha Christie a Dashiell
Hamett el género cambia. De Sherlock Holmes a Philip Marlowe, para usar una dimensión histórica más larga, todo
parece haber cambiado.
Los cambios de un género, entonces, serían un primer problema. Al mismo tiempo podemos decir que hay
situaciones de convivencia. En un mismo momento conviven registros. Philip Dick, que ha sido adscripto de una
manera tradicional a la ciencia ficción, ha utilizado, sin embargo, fórmulas del género policial. Cómo, entonces, un
género contamina a otro. Borges es un ejemplo de todas estas contaminaciones.
La segunda cuestión sería enigma y narración. Vamos a discutir el problema del enigma en un relato. Vamos a
tratar de poner en el centro de la discusión el tema del secreto y de lo no dicho en un texto. Y veremos hasta dónde es
posible discutir este problema del enigma ligado a los procedimientos de la narración. Nosotros podemos establecer una
relación entre enigma y filosofía. Cierto problema no resuelto y la lógica. Lo que me interesa que tengamos en cuenta
es esta relación más específica entre el hecho de contar un relato y dejar, en ese relato, un vacío. Algo que no ha sido
narrado y que funciona como un enigma. Lo que quiero decir es que en un relato, en una narración, el enigma, el
secreto, a menudo está en un lugar, es decir, es una problemática que está espacializada, colocada y representada en un
sitio determinado del texto.
Este doble debate, entonces, va a recorrer todo el seminario. En primer término, el problema, llamémoslo, de la
evolución literaria. Por qué no se cuentan siempre las mismas historias del mismo modo. Yo creo que esa es una de las
incógnitas de la literatura. Las historias son siempre las mismas, pero el modo cambia. Los géneros, creo, son una
excelente manera de entrar en esta discusión.
El género policial tiene la virtud, para nosotros, de ser el único género al que vemos nacer. El único del que
podemos decir que es moderno.
Se constituye en 1841, con los relatos de Poe, y el hecho de que empiece ahí es una cuestión interesante para el
debate. Porque los elementos de la ciencia ficción son muy arcaicos, por decirlo de algún modo.
En el debate sobre el género policial hay un momento que quisiera señalarles y es una intervención de Borges
en un debate con Caillois. Roger Caillois es un crítico muy conocido, vive en Buenos Aires durante la guerra y escribe
un libro sobre el género policial que publica en 1941 con la hipótesis conocida de que es posible ubicar sus
antecedentes, por ejemplo, en Las mil y una noches, que se han descubierto crímenes en textos muy arcaicos. Borges
hace la bibliográfica de su libro y lo ataca de una manera despiadada diciéndole, entre otras cosas, que se equivoca en
el punto central de su hipótesis. No tiene en cuenta, le dice, que el género nace con Poe. Una cosa es el modelo del
relato como investigación, que se puede encontrar en el origen mismo de la narración, y Edipo rey, de Sófocles, sería el
primer gran relato a partir del cual nosotros podríamos iniciar la larga serie de la narración como investigación. Pero lo
que interesa marcar acá es que el género policial nace con la figura del detective. De la problemática global de la
narración y de la investigación de un enigma se desprende una figura específica que está dedicada a descifrar.
El invento genial de Poe, el nacimiento del género, tiene que ver con la aparición del caballero Dupin, ese
personaje cuya función es tan importante narrativamente. Porque es un personaje diferenciado del narrador, que viene a
cuestionar la omnipotencia del narrador, y que desde el punto de vista de la historia de la narración, acompaña el
momento de transformación de la figura del narrador y la aparición del punto de vista, cuyo teórico es Henry James,
que viene a plantear el problema de la narración como el de una posición en un espacio. La narración como una mirada
parcial.
El detective es aquel que encarna el proceso de la narración como un tránsito del no saber al saber. Y pone de
manifiesto la pregunta sobre qué sabe el que narra. Pregunta, por otro lado, que abre paso a la novela moderna.
El detective, entonces, funciona como un personaje que mantiene con el que narra una relación conflictiva que
recorre, por supuesto, la historia del género.
A su vez, el detective es ya no una figura formal sino una figura social. Se constituye como aquel capaz de
enfrentar la problemática de la verdad o de la ley justamente porque no está asociado a una inserción institucional.
Centralmente, la policía. El detective viene a decir que esa institución, en la cual el Estado ha delegado la problemática
de la verdad y de la ley, no sirve.
El detective es una figura, entonces, que está en tensión con el mundo del Estado, con lo que —con una ironía
seguramente involuntaria— se llama la inteligencia del Estado. Frente a los servicios de inteligencia del Estado y a la
inteligencia del Estado como tal aparece una inteligencia privada con toda la carga que tiene lo privado en el mundo
moderno. Solamente se constituye como privado si está fuera de la institución. La otra institución, de la cual el
detective —por suerte— está librado es la familia. Porque si el detective estuviera incorporado a la estructura familiar,
dejaría de cumplir esa función. La sociedad dice: se puede ser todo lo marginal que se quiera pero la familia es el punto
institucional de anclaje del sujeto con el conjunto de las instituciones. Por eso dice también —y tiene razón— que la
familia es la célula básica de la sociedad.
El detective, entonces, es siempre célibe. En los casos en que no lo es hay parodia. Es el caso de El hombre
flaco, de Hammett, o la última novela de Chandler, Playback.
Lo que yo trataba de señalar es que el detective se constituye en Poe como una figura que asocia la posibilidad
de intervención, en relación con la verdad y la ley, a un espacio no institucional. Espacio que yo llamaría doble. Quiero
decir que el detective no está ni en la sociedad de los delincuentes ni en la sociedad de la ley, en el sentido institucional
de la policía. Más bien yo diría que se mueve entre esos dos campos: sociedad criminal y sociedad institucional.

El origen de un género —dice Benjamin— es también su fin. En aquel texto, entonces, que da nacimiento a un
género está todo lo que vendrá y está la obra maestra que es imposible de superar. Todo el género, en cierto sentido,
está en tres relatos de Poe: “Los crímenes de la rue Morgue”, “El enigma de Maríe Roget” y “La carta robada”. Son
textos que fueron escritos entre 1841 y 1843 y, en un sentido, podemos decir que definen los problemas que el género
policial va a variar y modular.
Nosotros nos vamos a plantear ahora un problema más general: cómo se transfigura la problemática de la forma
literaria. Vamos a enfrentar este problema en una perspectiva de larguísima duración, tomando aquellos modos de
narrar que son —podría decirse— anteriores a los géneros, que circulan a lo largo de toda la historia de la narración y
que siguen circulando en el presente: el relato como viaje y el relato como investigación.
Alguien pasa la frontera y cuenta lo que hay del otro lado. Lo raros que son, lo diferentes que son, los tipos que
hay del otro lado. Uno, en realidad, viaja para narrar. Y allí se puede pensar, entonces, el origen de la narración. Así
como también se lo puede pensar en la situación del enigma. La investigación de un futuro que no se conoce.
Vamos a tomar estas dos grandes formas, desarrollando el relato como investigación, para encontrar en el
género policial una primera actualización. Poe apenas varía lo que es una larga tradición. Pero en esa pequeña variación
inventa un género.
El otro punto es que se trata de un género comercial. Y plantea los problemas derivados de la tensión entre la
alta cultura y la cultura de masas.
Desde Poe, el policial ha sido un género conectado con la problemática de la escritura para vender. No importa
que los textos se vendan o no. Entrar en un género de esas características quiere decir que se escribe para un mercado
definido, con cualidades específicas.
La hipótesis del seminario es que el género ha encontrado, ahora, un momento de transformación. Los géneros
literarios tienden a combinarse. Al mismo tiempo, esa relación entre cierto tipo de combinación entre los géneros y la
sociedad nos permitiría hablar y definir a este nuevo estado del género como ficción paranoica, utilizando un término
en su acepción no estrictamente psiquiátrica sino como una manera de acercarnos al problema de definir una forma que
sea a la vez contenido. Vamos a discutir ciertas características formales y ciertos contenidos específicos que tendrían en
este momento el género policial y los géneros populares.
En principio, vamos a hablar de condiciones formales y sociales de un género. El género policial convierte en
anécdota y en tema un problema técnico que cualquier narrador enfrenta cuando escribe una historia. Aquello que no se
narra y que funciona como un lugar vacío. Todo narrador enfrenta siempre el problema del secreto, del suspenso, del
misterio. Todo relato va del no saber al saber. Toda narración supone ese paso. La novela policial hace de eso un tema.
Poe puso en el género policial una serie de problemas técnicos que estaban presentes en el debate sobre la narración. Es
importante el carácter narrativo de la verdad en el género. El hecho de que llegar a la verdad sea algo que suponga
cierta narración. Este asunto está presente en todo relato. Lo que vamos a ver es cómo el género policial tematiza
algunos de los problemas básicos de la narración.
Lo particular es que los puntos del debate sobre la narración, en el caso del policial, se encarnan en un
determinado tipo de investigación, de búsqueda de cierto saber, en una cierta relación entre la verdad y el lenguaje y en
una cierta tensión respecto a qué cosa es un hecho. Un problema que el género plantea todo el tiempo. Qué es lo que
realmente sucedió. Todo narrador tiene este problema. Lo que pasa es que el género policial convierte esto en algo muy
dramático porque la pregunta de qué es lo que realmente sucedió es una pregunta que además tiene un muerto.
Respecto a la segunda cuestión, condiciones sociales, les he puesto un texto en la bibliografía —y es un texto
que siempre pongo— de Benjamín sobre el París de Baudelaire, donde él reconstruye, entre otras cosas, las condiciones
de aparición del género policial y considera que el primer elemento que hay que tener en cuenta para percibir el origen
del género es la aparición de la sociedad de masas, la multitud, el elemento amenazador del anonimato del otro. A
diferencia de lo que es el mundo del barrio, o el mundo del pueblo, donde todos se conocen, la aparición de la sociedad
moderna supone que uno convive en un espacio anónimo. La selva, la ciudad, es la gran máquina social del género. En
ese lugar, el otro, anónimo, al que no conozco, puede ser un criminal.
No solamente —dice Benjamin— estamos rodeados de desconocidos sino que el asesino se puede esconder
entre esos desconocidos. El criminal se disimula en la multitud.
En el primer relato del género, “Los crímenes de la rue Morgue”, donde hay un cuarto cerrado y dentro de ese
cuarto ha sucedido un crimen, se define la condición básica del género.
Desde el cuarto cerrado, el lugar privado, el sujeto amenazado por el otro, desde ese punto, entonces, se
constituye el género. Allí donde aparece la cuestión de quiénes son los encargados de custodiar la seguridad privada —
un gran tema de esta sociedad— aparece también el género.
Se trata, nuevamente, del problema del estado y de la posibilidad que tiene de custodiar las vidas privadas.
Tema que en la Argentina está todo el tiempo en discusión y que suele, a menudo, producir un desplazamiento por el
cual se asocia autoritarismo político con seguridad privada. Un gobierno autoritario desde el punto de vista político se
supone que tiene la suficiente autoridad como para resguardar a los sujetos en aquellas zonas donde los sujetos se
sienten amenazados por la presencia de los otros. Y ese es el tema del género.
Las formas que toma esa figura del otro pertenecen, por supuesto, a los límites de cada cultura. Uno podría
decir que la figura que marca la frontera de toda cultura y que funciona como el modelo mismo del otro para el género
es el monstruo. El otro puro. El que aparece en el primer relato del género. El gorila de “Los crímenes de la rue
Morgue”.
El sujeto, encerrado en su pieza, encuentra fuera un mundo donde la diferencia llega hasta el punto de ver al
que es distinto como el monstruo. El monstruo es la gran figura de los géneros populares. Y yo pensaba en el comienzo
del Facundo. El Facundo es contemporáneo al origen del género. El juego de organización —uno podría decir— de los
límites de una cultura están dados por el enigma y el monstruo. Allí está lo que una cultura no puede entender. Es la
palabra de los dioses, si uno piensa en la gran tradición. El enigma es aquello que dice la verdad última, es la palabra
del oráculo, y el monstruo es el otro límite. Por un lado tenemos el enigma, como borde entre la sociedad de los
hombres y de los dioses. Por otro lado, el monstruo es el otro límite: aquello que es lo inhumano, lo que pertenece a la
naturaleza.
Sarmiento empieza el Facundo convocando al enigma y encuentra en la figura del monstruo mitad mujer y
mitad tigre el punto a partir del cual puede establecer esa gran investigación de ese juego civilización-barbarie que, en
realidad, tiene mucho que ver con el género policial, en el sentido en que el género es siempre una tensión entre esos
dos mundos.
Los contenidos sociales del género, entonces, pasan centralmente por esta constitución de la subjetividad. Una
subjetividad amenazada. Lo que tiene de interesante el género policial es que es un género capitalista en el sentido
literal. Nace con el capitalismo, tiene al dinero como una de sus máquinas centrales, es un tipo de literatura hecha para
vender como mercancía en el mercado literario, trabaja con fórmulas, repeticiones, estereotipos. Estos elementos
sociales y formales, que están presentes en el género desde su origen, se exasperan hoy y dan lugar a esto que yo, de un
modo totalmente hipotético, he llamado la ficción paranoica.

Estos elementos de amenaza se han desarrollado, podría decirse, en el imaginario contemporáneo. La literatura
se ha hecho cargo cada vez más del desarrollo del imaginario de la amenaza de la vida cotidiana puesta en peligro.
En principio, vamos a manejar dos elementos —a la vez de forma y de contenido— para definir el concepto de
ficción paranoica. Uno es la idea de amenaza, el enemigo, los enemigos, el que persigue, los que persiguen, el complot,
la conspiración, todo lo que podamos tejer alrededor de de uno de los lados de esta conciencia paranoica, la expansión
que supone esta idea de la amenaza como un dato de esa conciencia.
El otro elemento importante en la definición de esta conciencia paranoica es el delirio interpretativo, es decir, la
interpretación que trata de borrar el azar, considerar que no existe el azar, que todo obedece a una causa que puede estar
oculta, que hay una suerte de mensaje cifrado que “me está dirigido”. La mirada de Sherlock Holmes, de Dupin, que
mira el conjunto social como una red de signos que le están dirigidos a él para poder descifrar ese secreto a través de
una suerte de mensaje que es necesario interpretar. Por eso la novela policial está ligada al psicoanálisis y el
psicoanálisis —como dice Octave Mannoni— no se sabe si es un saber sobre el delirio o es el delirio de un saber. Esto
no es un chiste porque, en un sentido, se aprende del delirio. El delirio interpretativo es también un punto de relación
con la verdad.
Cuando hablo, entonces, de esta tensión entre amenaza e interpretación como primeros puntos para definir esta
nueva exasperación de la tradición del género, estoy diciendo que es ahí donde nosotros empezaríamos a ver funcionar
en la literatura contemporánea una serie de cruces y la presencia de la conciencia paranoica del novelista. No del sujeto
que escribe. La conciencia que narra es una conciencia paranoica. Esto no tiene nada que ver con lo que le pasa a
Burroughs en el Almuerzo desnudo o a Gombrowicz en Cosmos. No me refiero a Gombrowicz sino al tipo que narra la
novela Cosmos.
Uno podría decir que hay un estado de la narración, un estado de la novela, que se afirma en la existencia de
estos géneros —sobre todo el policial— que hacen de esta problemática uno de sus materiales centrales, toma esos
subgéneros y exaspera este campo. Yo diría que es un poco esa la situación de la novela contemporánea.

* Desgrabación de Darío Weiner de la primera parte del seminario dictado por Ricardo Piglia en la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA y publicado originalmente en 1991 en el diario Clarín.

A qué nos referimos y cómo empezó todo (P.D.James)

En el libro Aspectos de la novela, E.M. Forster escribe:

“El rey murió y luego murió la reina” es una historia. “El rey murió y luego la reina murió de
pena” es una trama […] “La reina murió, nadie sabía por qué, hasta que se descubrió que fue de pena por
la muerte del rey”, es una trama con misterio, un enunciado que admite un desarrollo mayor.

Yo añadiría: “Todo el mundo creyó que la reina había muerto de pena hasta que descubrieron la marca del
pinchazo en el cuello”. Eso es un misterio sobre un asesinato, y también admite un desarrollo mayor.
Las novelas que encierran un misterio —a menudo relacionado con un crimen— y proporcionan la satisfacción
de una solución final son, sin duda, comunes en el canon de la literatura inglesa, y la mayor parte de ellas no podrían
calificarse como novelas detectivescas. Anthony Trollope, que al igual que su amigo Dickens sentía fascinación por el
submundo del crimen y las proezas del recientemente creado cuerpo de detectives, suele provocarnos en sus novelas
con un misterio central (Orley Farm, Phineas Redux).[…] Charles Dickens nos ofrece misterio y asesinato en Casa
desolada, encarnando en el inspector Bucket a uno de los detectives más memorables de la literatura, y en su novela
inconclusa El misterio de Edwin Drood desarrolla la trama lo suficiente para que podamos elaborar fascinantes
conjeturas sobre la resolución final.
Un ejemplo moderno de novela que encierra un misterio y la solución al mismo es El topo, de John Le Carré.
Por lo general, ésta se considera una de las novelas de espionaje modernas más sobresalientes, pero es también una
historia detectivesca perfectamente construida. Sin embargo, Emma de Jane Austen tal vez sea el más interesante de los
ejemplos de la llamada mainstream (es decir, la que no es de género) que es al mismo tiempo una historia de detectives
con una excelente estructura. En esta novela, el secreto en torno al cual gira la acción son las veladas relaciones entre
un reducido número de personajes. La historia transcurre en la cerrada soledad de un contexto rural, algo que tiempo
más tarde se convertirá en lugar común en las novelas detectivescas, y Jane Austen nos engaña mediante pistas
ingeniosamente elaboradas (de entrada me vienen a la cabeza ocho), algunas basadas en la acción, otras en
conversaciones en apariencia insustanciales y otras aún en la voz del narrador.
De modo que ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de “historia detectivesca”? ¿En qué se
diferencia del mainstream o literatura general? ¿Y de la novela negra? Las novelas que giran en torno a un asesinato
atroz y cuyos escritores se proponen explorar e interpretar el peligroso y violento submundo del crimen, sus causas, sus
ramificaciones y su efecto tanto en los perpetradores como en las víctimas, pueden cubrir un espectro
extraordinariamente amplio de escritura creativa que abarca las obras más excelsas de la imaginación humana. […]
Aunque la narrativa detectivesca también puede, en los momentos culminantes, operar en el límite peligroso de
las cosas, se diferencia de la literatura general y del grueso de las novelas de misterio en que presenta una estructura
muy definida y se ajusta a unas convenciones establecidas. Lo que podemos esperar es un crimen misterioso,
normalmente un asesinato, en torno al cual se centra todo; un círculo cerrado de sospechosos, todos ellos con móvil,
medios y oportunidades para haberlo cometido; un detective, aficionado o profesional, que se aparece cual deidad
vengadora para resolverlo; y, al final del libro, una solución a la que el lector debería poder llegar por deducción lógica
a partir de las pistas introducidas en la novela mediante artificios engañosos pero sin olvidar las normas básicas del
juego limpio. Ésta es la definición que suelo dar cuando hablo de mi trabajo, pero aunque no resulte de todo inexacta
parece excesivamente restrictiva y más acorde con la llamada Edad Dorada de entreguerras que con la realidad actual.
[…] Por otro lado, las novelas detectivescas no son las únicas que se ajustan a unas convenciones y una estructura
establecidas. Todas las novelas de Jane Austen siguen la misma secuencia narrativa: una joven atractiva y virtuosa logra
superar sus dificultades para casarse con el hombre al que ha escogido. Ésta es la vieja convención de la novela
romántica y, sin embargo, con Jane Austen obtenemos una novela rosa escrita por un genio.
Así, ¿cómo y cuándo pasó a considerarse la narrativa detectivesca un subgénero aceptado de la literatura
popular? No existe una respuesta fácil o de amplio consenso para esta pregunta. Algunos historiadores del género
sostienen que la historia de detectives pura, que se centra fundamentalmente en poner orden en el desorden y restaurar
la paz tras la disruptiva irrupción del asesinato, no pudo existir hasta que la sociedad dispuso de un servicio oficial de
detectives, cosa que en Inglaterra tuvo lugar en 1842 al crearse en el departamento de detectives de la Policía
Metropolitana. Así es, resulta poco probable que surja una narrativa de detectives en sociedades sin un sistema
organizado de aplicación de las leyes o donde el asesinato esté a la orden del día. La narrativa detectivesca pertenece a
la tradición de la novela inglesa que ve el crimen, la violencia y el caos social como una aberración y la virtud y el
orden como la norma por la que luchan todas las personas razonables, y que confirma nuestra creencia, a pesar de las
pruebas que demuestran lo contrario, de que vivimos en un universo racional, comprensible y moral. Y al hacerlo así no
sólo proporciona la misma satisfacción que cualquier otra obra literaria, el ligero desafío intelectual de un
rompecabezas, la emoción o la confirmación de nuestras preciadas creencias en el bien y el orden, sino también el
acceso a un mundo familiar y tranquilizador en el que nos vemos envueltos en una muerte violenta pero salimos
intactos en cuanto a la responsabilidad y los horrores que lo rodean.
Si buscamos los orígenes de la literatura detectivesca, la mayoría de los críticos están de acuerdo en que los dos
novelitas que compiten por el título de autor de la primera historia detectivesca clásica completa son William Godwin,
suegro de Shelley, que publicó Caleb Williams en 1794, y Wilkie Collins, cuya novela más conocida La piedra lunar,
apareció en 1868. La primera ocupa un lugar importante no sólo en la literatura inglesa en general sino también en la
historia de la narrativa detectivesca porque Godwin fue el primer escritor que utilizó lo que preveía que se convertiría
en una fórmula popular como propaganda de los pobres y los explotados y, más concretamente, como denuncia de las
injusticias del sistema judicial. No obstante, si tuviéramos que otorgar el título de primera historia de detectives a una
sola novela, mi elección recaería en La piedra lunar, que T.S.Eliot describió como “la primera, más extensa y mejor”
de las novelas modernas inglesas de detectives. En mi opinión, ninguna otra novela de esta clase presagia con mayor
claridad que ésta las que serían las principales características del género. La piedra lunar es una historia compleja, con
una estructura brillante, relatada por los diferentes personajes implicados de forma directa o indirecta. La variedad de
estilos, voces y puntos de vista no sólo aporta diversidad e interés a la narración, sino una intensa vivacidad
expresiva.novela polifónica
Collins trata con minuciosa precisión los detalles médicos y forenses. Hay un especial énfasis en la importancia
de las pruebas físicas —un vestido de gala manchado de sangre, una salpicadura en una puerta, una cadena metálica—,
y todas las pistas que se le muestran al lector, anunciándose con ello la tradición del juego limpio según la cual el
detective nunca debe hallarse en posesión de más información que aquél. El ingenioso desplazamiento de la sospecha
de un personaje a otro se realiza con magnífica destreza y ese énfasis en las pruebas físicas y la manipulación sagaz del
lector se convertirían en lugares comunes de la posterior literatura de misterio.
Wilkie Collins no sólo fue innovador en el aspecto narrativo. Con su sargento Cuff, investigador aficionado al
cultivo de las rosas, Collins creó a uno de los primeros detectives profesionales, un refinado conocedor de la naturaleza
humana excéntrico pero creíble, inspirado en un inspector de Scotland Yard que existió en la vida real llamado Jonathan
Whicher. El caso que le encargaron investigar a este detective, el asesinato de Road Hill House, en Wiltshire, causó un
gran impacto en todo el país en esa época, se convirtió en uno de los crímenes más intrigantes e hizo correr caudalosos
ríos de tinta en el siglo XIX. Corría el año 1860, el lugar era la impresionante y aislada mansión del acomodado
inspector de una fábrica Samuel Kent y su segunda esposa, Mary, y la víctima, el hijo de ambos, Francis Saville, de tres
años. La noche del 29 de junio alguien lo tomó de la cuna, que estaba en la habitación contigua, y se lo llevó de la casa
mientras la familia y los sirvientes dormían. A la mañana siguiente su cuerpo apareció dentro de un retrete del jardín
con un corte en la garganta. No cabía duda de que el asesino tenía que estar entre la familia y el servicio doméstico, y la
atmósfera de terrorífica fascinación y conjeturas se extendió a todo el país mientras la policía local trataba de hacer
frente a un crimen que, desde el comienzo, resultó hallarse completamente fuera de su alcance.
En junio de 1842 el Ministerio del Interior Británico había aprobado la creación de un cuerpo de investigadores
de élite destinado a los delitos de sangre más atroces, del que Whicher era el miembro más afamado y prestigioso,
elogiado por Dickens, amigo del admirado y considerado poco más o menos que héroe nacional. Cuando se demostró la
ineficacia de la policía local, se le encomendó la investigación a Whicher. La brutalidad del hecho, la edad y la
inocencia de la víctima, el entorno de clase alta adinerada, los rumores de escándalo sexual y la casi certeza de que el
asesino era alguien de la familia provocó una perturbadora mezcla de repugnancia y fascinación en todos los británicos.
Fue como si el país entero, sin reparar en consideraciones sobre el sufrimiento o la intimidad de la familia, estuviera
formado por detectives aficionados. Whicher estaba convencido desde el inicio de que Constance, la hermanastra de
dieciséis años del niño, era culpable, pero la detención de la hija de una respetable familia de clase alta provocó un
escándalo. Cuando Constance fue puesta en libertad por la justicia y el caso quedó sin resolver, la reputación de
Whicher cayó en picado. Cinco años más tarde Constance confesó que ella sola, sin ayuda de nadie, había asesinado a
su hermanastro.
Creo que afirmar que el caso de Road Hill House ejerció una influencia directa en el desarrollo de la literatura
detectivesca sería ir demasiado lejos, pero la reacción de la opinión pública de la época ante el crimen confirmó el
interés de la sociedad victoriana en los asesinatos sensacionalistas y en el proceso de investigación. En gran medida
debido a que, aunque fue aceptada por el tribunal, la confesión de Constance Kent no podía responder totalmente a la
verdad, el caso nunca ha dejado de suscitar interés y ha dado pie a diversos relatos bien documentados.
El crimen inspiró también a posteriores novelistas, entre los que figura Dickens, y en un año tan tardío como
1983 Francis King traspuso la historia a la India del período del Raj británico en su novela Act of Darkness.La
narración más reciente El asesinato de Road Hill, de Kate Summerscale, que se centra en la investigación del asesinato
y aporta detalles fascinantes sobre la extraordinaria respuesta pública al crimen y la vida posterior de los implicados.
Kate Summerscale ofrece también una solución al misterio que considero convincente.
Ahora parece que todos los que participaron en la tragedia y el público en general estaban representando por
adelantado y en la vida real la trama de las novelas de detectives que iban a proliferar en el período de entreguerras: un
asesinato misterioso, un círculo cerrado de sospechosos, una comunidad rural aislada, un entorno respetable y
adinerado y un detective brillante que tiene que desplazarse desde otro lugar para resolver el crimen cuando la policía
local se ve desbordada. En una época en que existía tanta fascinación por la violencia, tanto en la vida real como en la
literatura, y tal disposición a participar en los procesos de investigación, era sin lugar a dudas el momento adecuado
para recibir a quien se considera el primer gran detective literario y que aparecería en 1887 con la publicación de
Estudio en escarlata de Arhur Conan Doyle.

Nota: la novela de Kate Summerscale que ficcionaliza los hechos de Road Hill House fue llevada, en 2011, a la
televisión por la cadena británica ITV con el título de “Las sospechas de Mr. Whicher”.

P.D.James (2010) Todo lo que sé sobre la novela negra, Barcelona, Ediciones B

You might also like