Professional Documents
Culture Documents
Ud es joven y. Parece q es
Así pasó el tiempo, con las horas de sueño los recuerdos, la lectura del
hecho policial y la alteración de la luz y de la sombra. Había leído que en
la cárcel se concluía por perder la noción del tiempo. Pero no tenía mucho
sentido para mí. No había comprendido hasta qué punto los días podían
ser a la vez largos y cortos. Largos para vivirlos sin duda, pero tan
distendidos que concluían por desbordar unos sobre los otros. Perdían el
nombre. Las palabras ayer y mañana eran las únicas que conservaban un
sentido para mí.
Al final, sólo recuerdo que desde la calle y a través de las salas y de los
estrados, mientras el abogado seguía hablando, oí sonar la corneta de un
vendedor de helados. Fui asaltado por los recuerdos de una vida que ya
no me pertenecía más, pero en la que había encontrado las más pobres y
las más firmes de mis alegrías: los olores de verano, el barrio que amaba, un
cierto cielo de la tarde, la risa y los vestidos de María. Me subió entonces a
la garganta toda la inutilidad de lo que estaba haciendo en ese lugar, y
no tuve sino una urgencia: que terminaran cuanto antes para volver a la
celda a dormir.
Creo que fue por la Revolución de 1789,quiero decir, por todo lo que me habían
enseñado o hecho ver sobre estos
temas. Pero una mañana recordé que había visto una fotografía
publicada por los periódicos con motivo de una ejecución de resonancia.
En realidad, la máquina estaba colocada en el suelo mismo, en la forma
más simple del mundo. Era mucho más angosta de lo que yo creía. Era
bastante curioso que no lo hubiese advertido antes. La máquina me había
llamado la atención en el clisé por su aspecto de obra de precisión,
concluida y reluciente.
Mamá
decía a menudo que nunca se es completamente desgraciado. Yo le
daba razón en la cárcel, cuando el cielo se coloreaba y un nuevo día
deslizábase en la celda. Porque también hubiera podido oír pasos y mi
corazón habría podido estallar. Aun si el menor roce me arrojaba contra la
puerta; aun así, con el oído pegado a la madera, esperaba
desesperadamente hasta oír mi propia respiración, espantado de
encontrarla ronca y tan parecida al estertor de un perro, al fin de cuentas
el corazón no estallaba y había ganado otra vez veinticuatro horas.