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LITERATURA FEMENINA Y MUNDO HISPÁNICO

María Caballero Wangüemert


LITERATURA FEMENINA Y MUNDO HISPÁNICO
PRÓLOGO: Mujeres de hoy: ¿tiene sexo la escritura?

«SI ME PERMITEN HABLAR»... CON VOZ Y PALABRA DE MUJER

LITERATURA FEMENINA Y CANON LITERARIO


HISPANOAMERICANO

LA CONDESA DE MERLIN, UNA MUJER DE FRONTERA

MUJERES HISPANOAMERICANAS ENTRE EL PODER Y EL DESEO:


VICTORIA OCAMPO

JULIA DE BURGOS: UNA VOZ PUERTORRIQUEÑA SE HACE OÍR

UNA RELECTURA DEL DIARIO DE FRIDA KAHLO: LA BIOGRAFÍA


DE HAYDEN HERRERA

ERNESTINA DE CHAMPOURCIN, MUJER DEL 27: EXILIO Y MÍSTICA

ESPAÑOLES DE TRES MUNDOS EN LA ISLA DEL ENCANTO: EL


DIARIO PUERTORRIQUEÑO DE ZENOBIA CAMPRUBÍ

ELENA PONIATOWSKA: «LA FLOR DE LIS»

DE LOS INTERSTICIOS VITALES ADHERIDOS AL ESPEJO DE LAS


PALABRAS: LA MATERNIDAD EN RIERA,TUSQUETS Y
PUÉRTOLAS

ROSARIO FERRÉ Y VIRGINIA WOOLF, O DEL IMPACTO DE


CIERTOS FEMINISMOS EN HISPANOAMÉRICA

PASIÓN DE HISTORIA E HISTORIAS DE PASIÓN EN LA NARRATIVA


PUERTORRIQUEÑA
AUTOBIOGRAFÍA EN VERSO: LAS «DÉCIMAS» DE VIOLETA
PARRA

«LEOPARDO AL SOL»: LA GARRA DE GARCÍA MÁRQUEZ EN


LAURA RESTREPO

EL DIARIO DE ADÁN Y EVA DE LA MANO DE MARK TWAIN Y


GIOCONDA BELLI

BIBLIOGRAFÍA
Mujeres hoy: ¿tiene sexo la escritura?

n el marco de la crítica literaria internacional sobre el xix


hispanoamericano, asuntos como mujer, nación e identidad han colapsado las
publicaciones de los últimos veinte años. Tras las guerras de la
independencia, la preocupación de las élites radicó en gestar los nuevos
países de cara a la posteridad. Cuestión que no siempre incluyó de hecho a las
minorías, ni mucho menos a las mujeres. No obstante, poco a poco fueron
haciéndose necesarias: los salones de Mariquita Sánchez en Buenos Aires, la
actuación de Manuela Sáenz en la Sociedad de Damas Patrióticas del Perú o
la inmersión cultural a través de relaciones sociales de Carmen Arriagada en
el Chile de Portales, ponen de manifiesto algo de todos conocido: el
apasionado y progresivo avance de esas «pensadoras de la nación», como
denomina Gloria da Cunha en su libro homónimo (2006) a Marietta de
Veintemilla, Luisa Capetillo y Mercedes Cabello de Carbonera.

Podrían ser - son además - otras: Samper, Gorriti, Juana Manso, Eduarda
Mansilla, Rosa Guerra, Clorinda Matto, Gertrudis Gómez de Avellaneda...
responsables también del nacimiento de una literatura. Se abrirán camino
desde la oralidad del salón, utilizando la carta y la literatura de viajes para
hacerse perdonar la osadía de irrumpir en la esfera pública, aunque sea de
refilón. Y, por supuesto, aprenderán a defenderse en géneros tradicionales o
«masculinos», como el cuento y la novela, impulsando junto a los varones el
romanticismo y el realismo en los países hispanoamericanos. Los trabajos de
Meri Torras Francés (2001) y Arambel-Guiñazú/ Martin (2001) resultan más
que pertinentes para esta primera etapa de literatura femenina en Europa y
América. Literatura reconocible y reconocida hoy... Tal vez haya que esperar
algo más para agrupar un potente número de ensayistas del siglo xx
(Ashbaugh/Rojas/Romeu, 2007), narradoras (Renaud, 2001), dramaturgas
(Corbatta, 2002) e intelectuales en el amplio sentido del término, que
atestiguan con su vida y escritos la realidad de la mujer escritora en los países
del Nuevo Mundo. En España, los trabajos de Sonia Mattalía (2003) y Nuria
Girona Fibla (2008) tienen años de sólido recorrido a sus espaldas. Y son un
paradigma del paulatino deslizamiento de los estudios de mujer a los estudios
de género (Gutiérrez de Velasco, 2003), a nivel mundial.

He querido abrir esta introducción sintetizando abruptamente algunos


nombres femeninos de las primeras escritoras hispanoamericanas rescatadas
por la crítica española, europea y americana de nuestros días. Y lo hago para
dar paso a un libro que tiene a sus espaldas más de veinte años de seminarios,
congresos y publicaciones sobre literatura escrita por mujeres: desde
conferencias de divulgación de tono distendido, hasta ponencias entreveradas
de bibliografía de cara al especialista. En esa trayectoria quise hacer un alto y
reunir unos cuantos textos significativos de mi quehacer; pero sobre todo de
los avatares de la pluma femenina - plumas habría que decir, huyendo de los
esencialismos, porque son muchos y variados los tonos de esa polifonía
textual-. El resultado es un volumen que arranca del xix con la condesa de
Merlin y se centra en la escritura femenina desde las vanguardias hasta el
siglo xxi. No hay afán de exhaustividad: en absoluto pretendí una tarea tan
desproporcionada y absurda para una persona en solitario como una historia
de la literatura femenina. Voces mucho más autorizadas que la mía, como Iris
M.Zavala o Anna Caballé llevan muchos años dibujando un mapa cada vez
más cuajado de nombres, merecedores de sendas monografías.

No obstante, este libro quiere ser algo más que una simple yuxtaposición
de artículos deslavazados. Tiene un hilo conductor, un eje que lo vertebra, y
no es otro que la metáfora de la Corinne, de Madame de Staél: la mujer
superior, la mujer que apuesta por una aventura intelectual está condenada al
fracaso amoroso y la incomprensión social, llámese Merlin, Victoria
Ocampo, Julia de Burgos o Frida Kahlo. Pero además, al pretender
incorporarse al mundo del trabajo ¿qué precio debe pagar a una sociedad que
no se ha feminizado, que funciona todavía con estructuras masculinas? Las
trampas de la emancipación son demasiado evidentes, a posteriori al menos.
Del primer feminismo al neofeminismo, durante más de un siglo una serie de
mujeres excepcionales sufrieron en sus carnes esas trampas. Y ello a todos
los niveles: desde mujeres de la élite que abrieron nuevas vías en la cultura de
su país, como Victoria Ocampo. Decir Ocampo es convocar el universo de la
revista Sur, una odisea intelectual que no tiene parangón entre los varones de
su época. Revista, editorial, pero sobre todo una actitud, una mirada
internacional trasatlántica y norteamericana, siempre abierta a fenómenos
culturales donde quiera se hallen. Mujeres de la élite económica e intelectual,
pero también mujeres «pequeñas», luchadoras provenientes del pueblo cuya
vida se debate a nivel de supervivencia: es el caso de Julia de Burgos o, en
menor medida Violeta Parra, capaces de plasmar su testimonio en las
condiciones más adversas, de hacer arte de su desgracia. En el medio, un
montón de mujeres provenientes de la burguesía, intelectuales en mayor o
menor medida que luchan por la igualdad y la incorporación femenina al
mundo laboral para constatar los límites históricos de esa apuesta.

Y por aquí conectan otros ejes escondidos en mi libro: la opción de la


maternidad, desde el rechazo (Ocampo) hasta la espera gozosa (Riera) o el
deseo de la maternidad insatisfecha (Kahlo). Las relaciones madres/hijas con
sus temibles ajustes de cuentas (Poniatowska, Riera, Tusquets, Puértolas...).
Los diversos feminismos, el cómo y el porqué de una escritura femenina que
ya no está en línea con las sufragistas o El segundo sexo, de Beauvoir, pero
que sigue reivindicando ese «cuarto propio» (Ferré) como una opción sine
qua nom. Y a la que, paradójicamente, se le acusa de beneficiarse de una
moda - la literatura escrita por mujeres - que inunda los escaparates y es carne
de bestseller. Porque, a día de hoy, Allende, Restrepo o Gioconda Belli tienen
otros problemas, no el de cómo y dónde publicar. Las mujeres aquí reunidas
son producto de su época, lucharon contra situaciones concretas que en el
primer mundo al menos han mejorado. Cine y literatura se hacen eco de ello,
como traté de reflejar en Mujeres de cine (2011).

¿Feminismos? ¿Escritura femenina? ¿Hacia qué derroteros apunta la


crítica literaria en los congresos recientes? ¿Por dónde van los tiros en los
últimos años? Se habla de mujeres, género, postmodernidad, feminismo
postcolonial, postfeminismo, ciberfeminismo... Todo parece caber, se
prodigan las convergencias. No obstante, conviene matizar: la identidad
narrativa sigue siendo el centro de las discusiones teóricas, pero ese rótulo ya
no significa lo mismo que en siglo xix. Es lógico que una mujer que se siente
como Corinne, que debe luchar denodadamente para hacerse un sitio en la
sociedad y la escritura, utilice el molde autobiográfico para contarlo. Y
dentro de la autobiografía, el bildungsroman o novela de formación fue uno
de los modos expresivos preferidos por las escritoras: Molloy, Lagos-Pope,
Sáenz de Tejada, Rusotto, Schmidt, Toro et al... lo han señalado al trabajar
aspectos relacionados con esta disciplina en el mundo hispánico. Por fin,
desde el discurso feminista y la deconstrucción (Kristeva, Derrida, De Man)
se habló de matergrafía, escritura femenina como escritura autobiográfica: la
madre en muchos relatos de construcción del yo funciona como el otro para
quién, por quién y desde quién se estructura el relato (Vilches Norat).

En mi libro manejo textos muy distintos: diario (Kahlo y Riera), novela


autobiográfica/autoficción (Poniatowska, Puértolas, Tusquets), autobiografía
(Ocampo)... ¿Hablamos de autobiografía como bios, en el sentido utilizado
por Gusdorf, es decir como relato que privilegia la vida, el referente
extratextual? ¿O en el de autos, que suele asociarse a Olney y que vuelve los
ojos hacia la intimidad, el yo mismo de la persona? ¿O lo hacemos
privilegiando la graphe, como una metáfora que el sujeto construye de sí
mismo? Parece que muchos de los teóricos que trabajaron estas cuestiones
(Genette, Eakin, Ricoeur, Caballé, Lejeune...) ya no están de acuerdo con el
pacto referencial de este último, que postula la coincidencia identitaria entre
autor, narrador y personaje. Se incoa cada vez más la virtualidad creativa del
texto.

De modo que las fronteras genéricas, siempre etéreas y difíciles de


precisar (Gusdorf, Lejeune, Girard, Didier, Loureiro, Puertas Moya, De Toro,
Kohan...) entre memorias - conectadas con la historia-, autobiografía y diario
se ensanchan dando entrada a nuevos ¿géneros? como el autorretrato
(Beaujour) - más extático, de origen pictórico-, el dietario - más atento a los
hechos externos que a la intimidad en ese narrar la aventura cotidiana día a
día - y la autoficción (Doubrovsky, Toro et al.). A su vez, esta se distancia
poco a poco de la tradicional novela autobiográfica, donde se detectaban
reminiscencias personales en un texto decididamente ficcional. Ahora el
escritor descubre que su yo es apasionante y decide convertirlo en literatura.
En cualquier caso, lo que caracteriza nuestra época es el interés por la vida
humana, no tanto por los hechos en sí, como por las motivaciones, dudas o
estados de conciencia que subyacen en el hombre. Pero uno no saca de sí
mismo la identidad, entre otras cosas porque se concibe como un sujeto
inestable, inapresable, en constante actividad transformadora. «Cerebro y
neocórtex son la sala de máquinas de la identidad» - dijo Anna Caballé en mi
clase, comentando estas cuestiones-. Soy un ser que construye historias y la
percepción subjetiva es, en sí misma, un acto de creación. Lo importante es la
credibilidad de la instancia que dice yo.

¿Mujer o mujeres? De modo paralelo a las cuestiones que comento, el


debate sobre el feminismo ha ido complicándose. El primer y el segundo
feminismo tenían claros los términos del problema: se trataba de un
enfrentamiento maniqueo, binario. Frente al silencio y la marginación en la
esfera pública, fruto del machismo patriarcal, las mujeres levantaban la
bandera de sus reivindicaciones, ante todo, para hacerse oír. Sin embargo,
tras casi un siglo de lucha surgieron los resquemores y matizaciones:
¿mujeres frente a hombres? Sí, pero también mujeres del Tercer Mundo
frente a mujeres europeas o de Estados Unidos. Porque las teóricas del
feminismo francés (es tudiadas por Moi, Corbatta, Butler o Bertrán), por lo
general blancas y de cierto nivel social, eran vistas con desconfianza por las
hispanoamericanas, especialmente si eran negras, chicanas o provenían de los
márgenes. Por no hablar de la insistencia en el compromiso, el testimonio, el
rescate de la cultura popular y los gastrotextos... o cierto tono más
sociopolítico, frente a lo que ellas - con o sin razón - consideraban «crítica
literaria del Primer Mundo», mucho más sofisticada y ajena a ciertas
problemáticas como clase, raza o género.

¿Literatura femenina o feminismos? La trayectoria de Lucía Guerra o


Nelly Richard es muy sintomática de la evolución de la crítica literaria
durante estos años. La primera arranca del estudio de las pioneras, en
concreto M.a Luisa Bombal, de su necesidad de crearse una identidad a
través de esa literatura intimista, para culminar en Mujer y escritura:
fundamentos teóricos de la crítica feminista (2007). De la escritura femenina
a la crítica feminista... La segunda va más allá: Feminismo, género y
diferencia(s) (2008) es representativo de esta evolución y de la complejidad
de un fenómeno, no esencialista sino plural. Y que obliga a reinventarse, a
establecer puentes entre la estética y la política, entre la academia y la
cultura. Aún más tras el giro culturalista (Pulido) de esas Mujeres que
escriben en América latina (Miloslavich Túpac) generando los múltiples
Imaginarios femeninos en Latinoamérica, título del monográfico que la
Revista Iberoamericana de Pittsburgh dedicara al problema en el 2005 y que
desde el título prioriza los pluralismos que la aventura femenina conlleva
hoy, entendida como conjunto de narrativas en el sentido más amplio del
término (fotografías, pinturas, diarios, recuerdos de viaje, ensayos). Porque
son innumerables las monografías, actas de congresos, volúmenes colectivos
que tratan de estos asuntos y amplían no solo el corpus sino el canon literario
femenino en el mundo hispánico.

El conflicto está servido y no ha sido resuelto, más bien se agudiza con el


debate sobre postmodernidad y postcolonialismo propio de la tercera ola
feminista. Los noventa aportan un giro sorprendente, la ausencia de los viejos
referentes o conflictos canónicos - emancipación, consignas políticas-... fruto
de la emergencia de nuevas mujeres, más intelectuales y mejor formadas.
Parodia, intertextualidad, lo imaginario, lo fantástico se apropian de la
literatura y la femenina no es una excepción. Pero también y a partir de
Irigaray, el cuerpo femenino con sus fluidos, cambios y ciclos, el embarazo,
el parto... temas antes silenciados y que reflejan la inestabilidad y mutaciones
de un cuerpo no entendible desde la razón masculina.

Reivindicado y cuestionado, por otra parte, desde la Queer Theory y el


cibeifeminismo, que se proponen la deconstrucción de la identidad del sujeto,
muy influidos por Derrida. En vez de hechos, llevan a su literatura la
inestabilidad y las contradicciones de sus personajes, siempre mutantes,
postulando un feminismo de identidades, abierto, sin contenidos predecibles.
Si el género y el sexo quedan reducidos a categorías lingüísticas, sería una
paradoja asumir esas identidades impuestas por una sociedad patriarcal para
intentar destruirlas después - dice Butler, creadora de la Queer.

Por fin, el ciberfeminismo declara que en el ciberespacio no existen los


rasgos definitorios tradicionales, por lo que la diferencia sexual dejaría de ser
un problema. Sin embargo, la realidad de algunos blogs, que parecen una
herencia de los folletines y periódicos femeninos del xix para mujeres,
contradice estas teorías. Por no hablar de la pornografía y la involución que
ello significa para el «sexo débil». ¿Entonces? El ciberespacio no es la mitad
del cielo, subraya el título de Rubio Herrase (2006), que en su libro se centra
en el estudio de mujeres, ciencia y tecnología digitales. «Las realidades
virtuales no crean una cultura libre del sexismo tradicional» - concluirá-. El
debate es apasionante, pero desborda con creces los límites cronológicos de
mi libro.

La mayoría de estos trabajos fueron elaborados para homenajes o


congresos monográficos y tocan aspectos puntuales. Otros, más panorámicos
se realizaron a partir de ediciones o estudios previos sobre las autoras
(Merlin). En la bibliografía final se citan primeras versiones, luego más o
menos remodeladas. Este es un libro testimonial, por lo que no se pretendió
reescribir o completar la trayectoria de las más jóvenes, que siguen
publicando. Tampoco se quiso obviar la perspectiva hispánica, aunque es
evidente que el peso recae en las escri toras hispanoamericanas. De las
españolas, Champourcin y Zenobia se enfocaron desde la perspectiva
trasatlántica, tan de moda: no en vano su obra se gesta en el Nuevo Mundo,
sea México o Puerto Rico, sin cuya experiencia vital hubiera sido
impensable. Tusquets, Puértolas... pueden leerse como en un juego de espejos
con Poniatowska. Belli coincide con escritoras como Allende en la
experiencia norteamericana y el triunfo de ventas. Es fácil trabar toda una red
de sutiles relaciones entre unas y otras, sin caer en el obvio esencialismo: son
mujeres. De lo femenino a lo feminista y neofeminista, varias generaciones
integran ese casi siglo y medio de escritura testimonial, índice de las
necesidades afectivas, reivindicaciones, gozos y tristezas de quienes abrieron
brecha en estos avatares.

Un libro de estas características tiene muchas deudas. En primer lugar, con


quienes me impulsaron a trabajar sobre esta galería de mujeres y que, por lo
general, quedaron voluntariamente reseñados en el incipit de cada trabajo.
Vaya desde aquí mi reconocimiento: en este mundo acelerado solo
trabajamos a presión, espoleados por quienes confiaron en nosotros, en
nuestra capacidad de análisis textual y, más aún, en nuestra inquietud por
vislumbrar las complejas psicologías y situaciones femeninas a través de su
escritura. Y, como no, mi reconocimiento a las mujeres de mi vida: mujeres
fuertes, luchadoras, que abrieron camino a las que vinimos detrás. O
sufridoras, que supieron convertir en arte cada uno de los momentos
dramáticos de su existencia. Y superar así las trampas de la emancipación.
eorg Simmel, en la Viena de comienzos del siglo xx, definía al
hombre como «la obra de la mujer» en el sentido -y cito sus palabras
textuales - de que «la contribución original y objetiva de la mujer a la cultura
consiste en que la psique de los hombres esté moldeada por ellos» (Simmel,
1999: 214). Quiero, a mi vez, abrir esta ponencia con una afirmación que
resulta hoy doblemente ambigua y provocadora, según la óptica del oyente o
lector. ¿Puede la mujer sentirse satisfecha en el siglo xxi con esa
«significación cultural indirecta» que el mismo Simmel considera insuficiente
o, por el contrario, necesita constatar su influjo directo en el cuerpo social?

La pregunta es bastante retórica - basta con insinuársela a las feministas,


pero no solo a ellas-. La mujer ha recorrido un largo camino para dejar oír su
voz, potente o sinuosa, pero claramente decidida a constituirse en eje
vertebral de la sociedad a la que pertenece como persona. En nuestra
civilización occidental hasta la Iglesia Católica, emblematizada siempre en
las palabras del judío Pablo de Tarso que parece apostar por el sometimiento
de las mujeres a sus maridos, sin recordar el papel prioritario en defensa de la
mujer que desempeñó a lo largo de su historia; hasta la Iglesia Católica -
decía - ha resaltado, a través de Juan Pablo II, la dignidad de la mujer como
persona, creada a imagen y semejanza de Dios, complementaria, es decir,
distinta pero con igual categoría que el hombre. Mulieris dignitatem, la
encíclica publicada en 1988 y la Carta a las mujeres del 1996 son textos muy
claros en este sentido.

Que nadie se asuste: si traigo aquí esas referencias es porque me fastidian


los tópicos reiterados sin base textual alguna. Y a los textos vamos a
descender al contextualizar la evolución femenina desde el punto de vista
sociohistórico y artístico, pero siempre desde la literatura. Literatura, en el
sentido amplio del término, como el instrumento que tiene la mujer para
comunicarse y alzar su voz opacada durante siglos. Porque en efecto, esa
«palabra de mujer» supuso una revolución en marcha a lo largo de los siglos,
si bien al principio terriblemente restringida: había que ser reina o abadesa
para poder hablar, porque en el ámbito de lo privado y cotidiano que
tradicionalmente se les había asignado como rol, no existía un lugar para la
escritura femenina.

1. LA MUJER COMO AGENTE HISTÓRICO. UNA META: SACARLA


DE SU INVISIBILIDAD

Voz opacada, en consecuencia, porque responde a un ser que,


aparentemente, no ha dejado su huella directa en la historia. Esa es la lectura
que propone una sociedad patriarcal que, queriendo o sin querer, manipula la
realidad. Porque lo cierto es que - como la estética de la recepción nos ha
recordado- la escritura y la lectura de la historia reinventan la realidad. Y la
realidad es más amplia y abarcadora de lo que ciertas historias de la literatura
nos permiten suponer. En las artes y las letras hubo mujeres valiosas, como la
famosa Eloísa que conoce y enseña a las monjas el griego y el hebreo; o la
monja Roswita a la que se atribuyen una serie de comedias muy relacionadas
con el despegue literario de los países germánicos; o la abadesa Herrade de
Landsberg que escribió la enciclopedia más conocida del siglo xII, el Hortus
deliciarum o Jardín de las delicias... Hubo períodos históricos -y me muevo
exclusivamente en el marco de nuestra sociedad occidental, la vieja Europa -
en los que la presencia femenina se hizo sentir de modo acusado: no otra cosa
son los salones literarios del xvii y xviii (Torras Francés, 2001), agentes
indirectos de la revolución francesa y en los que brillaron con luz propia
mujeres como Mme de la Fayette, la marquesa de Sevigné y M.a Catherine
d'Aulnoy. Se trata de escritoras de éxito, como muestran respectivamente La
princesa de Cléves (1678) de la primera, llevada al cine en La carta de M. de
Oliveira; las cartas de Madame de Sevigné a su hija, escritas entre 1671 y
1696, que impulsan lo epistolar como género literario; y los cuentos de hadas
de la última. En ocasiones - tal vez menos de las deseables - la mujer fue un
agente histórico destacado. Lo que se impone hoy es sacarla de su
invisibilidad, de la invisibilidad en que ciertas lecturas la han sumergido.

Y no me refiero solo a lecturas sectarias encaminadas a hundir la labor


femenina. Estoy pensando en coyunturas culturales que resultaron nocivas
para la mujer. Porque la mujer ha vivido en el ámbito de la cotidianidad cuyo
eje fue siempre la casa, el hogar que simboliza lo privado. Y lo cotidiano y
privado no han sido objeto de la historia hasta el siglo xx, con la entrada en
vigor de la denominada «historia de las mentalidades». Hasta entonces solo
las grandes batallas, los hechos históricos espectaculares se consideraban
monumentos dignos de consignarse: eran la voz de una Historia escrita en
mayúsculas por reyes y grandes hombres. No solo la mujer, también el
hombre de a pie, del pueblo, quedaba marginado de esa Historia. A pesar de
que... «la casa es una parte de la vida y, al mismo tiempo, una manera
especial de reunir, reflejar y formar la vida. Haberlo conseguido es la gran
proeza cultural de la mujer» - sigue diciendo Simmel (1999: 211)-. Solo una
historia de la cultura que atienda a la intrahistoria cotidiana puede dar cuenta
de ello. Y eso no ha ocurrido hasta el siglo xx, como recuerdan algunas
feministas, entre ellas Gerda Lerner:

Las mujeres se han quedado fuera de la historia no por


conspiraciones malignas de los hombres en general o de los
historiadores en particular, sino porque nosotras hemos considerado a
la historia en términos centrados en el hombre. Hemos pasado por
alto a las mujeres y sus actividades porque formulamos preguntas a la
historia que son inapropiadas para las mujeres. Para rectificar esto e
iluminar las áreas oscuras de la historia, debemos, durante un tiempo,
enfocarnos a una investigación centrada en la mujer, considerando la
posibilidad de la existencia de una cultura femenina dentro de la
cultura general que comparten hombres y mujeres. La historia debe
incluir un relato de la experiencia femenina a través del tiempo y
debiera incluir el desarrollo de una conciencia feminista como un
aspecto esencial del pasado de las mujeres (Lerner, 1979: 51).

Por eso, quiero rescatar en un segundo momento la voz, la palabra, el


documento gráfico o similar de las mujeres que salieron fuera, a la intemperie
y fueron opacadas por esa particular y sesgada lectura de la Historia.

2. EL IMAGINARIO FEMENINO. UNA FALSA DICOTOMÍA:


NATURALEZA/CULTURA

El feminismo del siglo xx impugnó airadamente la vieja dicotomía


ilustrada, que en este aspecto reforzó Rousseau, según la cual naturaleza y
cultura son los dos polos de un binomio irresoluble. Y ¡claro está! el primer
término se le asigna a la mujer, que por su capacidad de ser madre se
interpreta como mera naturaleza; mientras que la cultura corresponde al
hombre, el polo positivo del binomio, a cuyo cargo queda la construcción de
la sociedad. Conviene recordar que no siempre se planteó así: Aristóteles
llegó a considerar la cultura como una segunda naturaleza, explicable según
sus categorías.

Emblematizada como naturaleza, la mujer estuvo siempre ahí y el


imaginario femenino lo confirma. Desde el siglo xiii en adelante puede
rastrearse una doble línea de defensores/ detractores de la mujer cuyo eje
podría situarse en Boccaccio. En efecto, el italiano escribe la primera
colección de biografías de mujeres ilustres, griegas y romanas, reales o
míticas - eso es De claris mulieribus, gestado entre 1361 y 1362-; pero antes
fue el autor del Corbaccio, redactado entre 1354 y 1355, obra en la que critica
mordazmente al sexo femenino. Para Boccaccio la mujer debe ser digna,
modesta, amable, generosa de alma, casta, honesta y elegante al hablar.
Algunas feministas como Chadwick afirman que, paradójicamente, De claris
mulieribus «es el primero de los muchos tratados del Renacimiento que
reforzaron la posición subordinada de la mujer» (1992: 28), ya que al
examinar la vida de algunas mujeres de la Antigüedad grecolatina que
brillaron con luz propia - es el caso de las pintoras Thamyris, Irene y Marcia -
el italiano concluye:

Opino que sus proezas eran dignas de alabanza porque el arte es


ajeno a la mente de la mujer y tales logros no pueden llevarse a cabo
sin una gran dosis de talento, que en las mujeres suele ser más bien
escaso (Chadwick, 1992: 29).

Si nos atenemos al panorama europeo, frente a la declarada misoginia de


gran parte de la literatura española - recuérdese el tono utilizado por el
Arcipreste de Hita - en el marco literario francés se desarrolló toda una
compleja teoría: el amor cortés, cuyo centro era el culto de la dama que
previamente había sido ensalzada hasta cimas platónicas por Dante y
Petrarca. En torno a la mujer se genera un código del arte de amar, muy
formalizado, con el que el caballero venera a su dama. El Roman de la Rose,
cuya primera parte fue escrita por Guillermo de Lorris entre 1225 y 1240 y
que se considera el poema más famoso y de mayor influjo en la Edad Media
francesa, fue el símbolo de ese amor cortés que, desgraciadamente degeneró
hasta invertir por completo su objetivo; como lo prueba la aparición de una
segunda parte totalmente misógina escrita por Jean de Meung hacia 1275-80.

Ese ataque brillante y brutal contra todo el sexo femenino desencadenó


una serie de réplicas y contrarréplicas: es el caso de los fabliaux, teñidos de
didactismo y que raramente olvidan poner en la picota la depravación y
perfidia femeninas. Pero además, alegorías y diatribas contra el matrimonio
recorren las cortes europeas. Enfrente, poemas y narraciones de alabanza a la
mujer, como reto a los libros de esposas perversas. Un buen ejemplo sería
The Legend of Good Women de Chaucer. En Francia se creó en 1400 el día
de San Valentín una famosa asociación, la Court Amoureuse, así como una
orden de caballería. La sociedad cerró filas, pero no solo en boca masculina.
Mujeres como Christine de Pizan (1363-1431) lideraron el ataque a esa
segunda versión misógina del Roman de la Rose.

3. LAS PIONERAS: EL DEBATE POR LA EDUCACIÓN Y LA ACCIÓN


POLÍTICA

¿Y quien fue Christine de Pizan? Por derecho propio, tal vez la primera
mujer intelectual en la historia de la cultura europea, su primer «hombre de
letras» - valga la paradoja-. Una mujer cuya modernidad, en el sentido más
amplio del término, se manifiesta, no solo... «en la creación de un espacio
simbólico, colectivo, único para las mujeres, sino también en la creación de
un espacio individual, propio, para la escritura y la reflexión» (Esteva de
Llobet, 1999: 45). Casada antes de los quince años y ya viuda a los
veinticinco, realizó la hazaña de mantener a sus tres hijos con la pluma,
implicándose activamente en la vida social y política de la corte francesa de
Carlos V en la que se había educado. Su actitud fue reivindicativa, siempre en
defensa de la mujer, como puede comprobarse al menos por los
razonamientos vertidos en los textos que nos han llegado - casi treinta libros
de poesía, ensayo y narrativa-, entre los que destacan Le Livre de la Cité des
Dames (1405), una serie de cuentos que ilustran las bondades femeninas y Le
Livre des Trois Vertus (1405), tratado educativo en el que examina el lugar y
las obligaciones de la mujer en la sociedad.

Las mujeres - dirá - son amorosas, caritativas, discretas... no destruyen las


ciudades y campos mediante las guerras, no traicionan reinos como sus
congéneres masculinos. Es cierto, Eva pecó pero tuvo a su lado a Adán quien
muy a gusto la acompañó en la experiencia. Y por lo que se refiere a la
supuesta inferioridad femenina, un Dios infinitamente bueno no podría haber
creado algo tan malo y defectuoso - argu mentará no sin ironía, aprovechando
el contexto religioso de su época-. En consecuencia abogará por la virtud y
valores femeninos. Porque no hay que olvidar que mujer fue la Virgen María,
el ser más excepcional de la historia, la elegida para ser madre del Redentor.
Con esa vuelta de tuerca desarmaba a la Iglesia, pero hubo momentos en que
se vio forzada a escapar para no acabar en la cárcel por su audacia. Régine
Pernoud, una estimable medievalista, ha relatado su odisea traducida hoy en
una bellísima edición de Olañeta (2000).

Aunque más amplia, la cruzada de Pizan tiene que ver con la educación.
Porque la mujer no tendrá voz ni podrá plasmar su palabra en el papel sin
ella. En el Renacimiento, el humanista Erasmo - para quien la inteligencia no
tiene sexo - se convierte en paladín de la educación femenina, introduciendo
en ella las materias más elevadas como el latín y griego. Pero aún así pesaba
demasiado la desconfianza ante la mujer sabia por parte de quienes habían
asimilado bien que «la perfecta casada» debía ser virtuosa y no
necesariamente culta. No obstante la universidad de Salamanca abrió sus
puertas a las hijas de nobles, letrados o burgueses en el xvi, lo que permitió a
un pequeño grupo de privilegiadas - «las latinas» como Beatriz Galindo o
Luisa Sigea - una preparación más que discreta. La lectura y escritura de
ensayos, novelas cortesanas, libros religiosos o poemas de cuño italianizante
fue campo abierto para excepciones brillantes: Teresa de Jesús, María de
Zayas y Sotomayor o la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz.

Es curioso que todas insisten en que la discriminación educativa de la


mujer conlleva su eterna invalidez cultural y social. Zayas ensarta
disquisiciones muy sabrosas en La perseguida triunfante, una de sus
entretenidas novelitas de 1647:

[...] porque si es una misma la sangre, los sentidos, las potencias y los
órganos por donde se obran sus efectos son unos mismos, la misma
alma que ellos, porque las almas ni son hombres ni mujeres, ¿qué
razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no
podemos serlo? Esto no tiene, a mi parecer, más respuesta que su
impiedad o tiranía en encerrarnos o no darnos maestros; y así la
verdadera causa de no ser las mujeres doctas no es defecto del caudal,
sino falta de la aplicación, porque en nuestra crianza, como nos ponen
el cambray en las almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran
libros y preceptores, fuéramos tan aptas para los puestos y para las
cátedras como los hombres (Bel Bravo, 2000: 58).

En cuanto a la santa castellana, supo hacer oír su voz siempre que fue
necesario. Y lo mismo sucede con quien es considerada una de las primeras
feministas, Sor Juana Inés de la Cruz, que no duda en culpar a los hombres de
los límites de las mujeres en aquellos versos que dicen:

DE LA CRUZ (1976: 574)

La educación, la cultura es la llave que abre las puertas de la sociedad y


permite a la mujer comunicar lo que lleva dentro - seguirá diciendo la monja
mexicana-. Y en su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, redactada en marzo de
1691, levantará su voz para, desde los tópicos habituales de la falsa modestia,
revivir su odisea marcada por el amor al saber desde su temprana iniciación a
la lectura. Su convento de las jerónimas será un centro de irradiación cultural
para el virreinato.

Un siglo después y en la Inglaterra prerromántica Mary Wollstonecraft


reclamará en su Vindicación de los derechos de la mujer (1792) no solo
educación, sino protección de las leyes civiles y presencia pública para
quienes tampoco desdeñan su papel de esposas y madres. Reclamación
paralela a la de Olympe de Gouges, a quien costó la cabeza su atrevimiento
de publicar una Declaración de los derechos de la mujer (1791), y que
todavía tendrá incidencia en las feministas contemporáneas de tercera
hornada2; pasando por las sufragistas decimonónicas y los primeros
feminismos estadounidenses y europeos - léase Friedman, Simone de
Beauvoir y otras.. .-. Porque el derecho al voto, tan debatido desde aquella
primera convención de 1848 en Séneca Fall (Estados Unidos), fue un punto
de partida para la presencia de la mujer en las Cortes y Parlamentos. Como
ejemplo de esa lucha, Mi pecado mortal. El voto femenino y yo (2001), de
Clara Campoamor, un libro que reúne sus discursos en las Cortes Españolas
de la República. Y es que, de hecho, política y educación fueron bastante a la
par. En España son las mujeres del 98 las primeras en incorporarse al mundo
universitario3 y dejar oír su voz; ya que no dejan de ser excepcionales las
citadas como artífices de los salones y tertulias si nos atenemos a la
definición que da la RAE para tertulia en su primera edición: «reunión de
hombres discretos».

4. LA ESCRITURA, UN CAMPO PRIVILEGIADO PARA LA


EMERGENCIA DE LA IDENTIDAD FEMENINA. EXISTE UNA
LITERATURA FEMENINA?

Pero volvamos a nuestro ámbito: además de la acción política y la


reivindicación pedagógica ¿por qué escribe la mujer? ¿Tal vez porque ha
descubierto que la literatura es un cauce fácil para verter sus inquietudes,
destapándolas sin pudor a través de los versos? Sería el caso de poetas como
Delmira Agustini, Juana de Ibarbouru o Alfonsina Storni, cuyos amores
trágicos estallan con una pasión arrolladora en la recta final del modernismo
hispanoamericano. ¿O para enmascararlas tras ficciones más o menos
complejas, en un proceso que arranca de la gran novela realista del xix y no
se ha cerrado aún? Porque mujeres como Jane Austen (1775-1817), Mary
Shelley (1797-1851) o Mary Ann Evans, George Eliot para la historia de la
literatura (1819-1880) -y atención al pseudónimo masculino común a
Georges Sand y tantas otras - lo hicieron así en obras inmortales como
Sentido y sensibilidad (1809), Frankenstein (1818) y Midlemarch (1871-
1872).
Mujeres cuyas vidas están en las antípodas: por un lado, la monótona
existencia campesina de la hija del vicario anglicano, cuyos silencios
sintomáticos y sueños bien reprimidos han sido recientemente rescatados por
la biografía de Claire Tomalin La señorita Austen (1999). Para ella, la
literatura era tabla de salvación, cauce para verter con ironía la sátira con que
enjuicia una sociedad puritana que dejaba muy pocos resquicios a una mujer
pobre y culta, como tantas de su estirpe.

Por el otro, el escándalo y la ruptura con los códigos sociales. No en vano


Mary Shelley fue hija de la Wollstonecraft. Primero amante y luego segunda
esposa del poeta romántico con el que se había fugado a Italia a los dieciséis
años, dominaba griego, latín e italiano y fue una excelente narradora; además
de caracterizarse por su empuje capaz de publicar las obras de su esposo en
cuatro volúmenes. Escribió también biografías de Petrarca, Boccaccio y
Maquiavelo. Curiosamente obtuvo un inmenso éxito con su primera novela,
Frankenstein (1818), gestada en Suiza al calor de las conversaciones con lord
Byron y los amigos de su esposo durante el verano del 16. Un texto que surge
como novela visionaria, fruto de una revelación tras las discusiones sobre la
posibilidad del hombre de crear vida - algo tan actual en momentos en que la
clonación de seres humanos está en el candelero-. La mujer ya no es
naturaleza, es cultura capaz de engendrar con su palabra un monstruo de vida
inmemorial, como lo prueba la espectacular versión fílmica de K.Branagh.
Dice Mary Shelley:

Mi imaginación espontáneamente me poseía y me guiaba, dotando


a las sucesivas imágenes que surgían en mi mente de una viveza muy
superior a los habituales límites de la ensoñación. Vi - con los ojos
cerrados, pero con la aguda visión mental-, vi al pálido estudiante de
artes impías, de rodillas junto al ser que había ensamblado. Vi el
horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún
ingenio poderoso, manifestar signos de vida y agitarse con
movimiento torpe y semivital. Debía ser espantoso, pues
supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano
por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo (Shelley,
1998: 14).

La palabra de una mujer enmendando la plana al Creador... ¡Suprema


osadía!

En cuanto a George Eliot, rebelde, inteligente y muy brillante desde niña,


se movió al margen de las normas. Viajó por Europa a mitad del xix y fue la
subdirectora de la revista Westminster Review, uno de los foros más
progresistas del momento. Vivió de sus traducciones, entre otras La esencia
del cristianismo de Feuerbach y la Ética de Spinoza. Se dedicó a la escritura
de novelas y relatos, entre los que destaca por su modernidad escritural El
velo alzado (1859), un texto breve e inquietante casi precursor de las
ficciones borgeanas. Mujer con voz propia, en consecuencia, mujer
intelectual que trabaja codo a codo con el hombre, como lo prueba el hecho
de que se atreviera a terminar tras su muerte Problems of Life and Mind
(1878), la obra de George Henry Lewes, el hombre casado con el que
convivió.

Palabras de mujeres, impulsoras de una literatura con precedentes ilustres -


Mme de St .el, George Sand, Fernán Caballero, la Pardo Bazán, Gertrudis
Gómez de Avellaneda.. .-, pero que estallará en el siglo xx. Es entonces
cuando la mujer alcanza esa «habitación propia» postulada por Virginia
Woolf y por la que ya luchara veinte años antes la neoyorquina Edith
Wharton. En efecto, enA Backward Glance (Una mirada atrás), su
autobiografía del 34, esta amiga de Henry James pionera de la escritura
femenina entre los bostonianos veraneantes de Newport, relata su odisea para
colocar sus primeros cuentos en los periódicos locales, algo inusitado en una
mujer de su clase; y despliega un rico panel de tipos humanos que se mueven
de América a Europa en un nivel sociocultural alto entre el fin de siglo y las
vanguardias, pasando por la traumática experiencia de la primera guerra
mundial. Autora de The Age of Innocence (1920) que, a su vez, fue llevada al
cine con gran éxito por Scorsese, contrapone dos tipos de mujeres: la
equívoca condesa, trasunto de mujer fatal con veleidades intelectuales y una
concepción más abierta de la amistad entre los dos sexos, pero que sabe
sacrificar sus sentimientos antes que herir a su amiga; y la novia/esposa
tradicional, aún así capaz de retener a su hombre con las típicas armas
femeninas entre las que cuenta el silencio. De este modo rompe y ensancha el
estereotipo prostituta/ángel del hogar, dando entrada en la literatura a un tipo
femenino con voz propia.

Efectivamente fas mujeres asaltarán el papel en blanco en la década de las


vanguardias para hacerse un lugar en el mundo a través de la escritura: es el
caso de la venezolana Teresa de la Parra en deliciosas novelas como
Memorias de la mama grande (1929), o en otras como Ifigenia (1924) que
cuestiona el entorno patriarcal. A veces su escritura se desdibuja entre los
pliegues de una labor cultural más amplia, como les sucede a las mujeres del
Lyceum Club femenino, la primera asociación feminista de este tipo en
España (1926-1939), dirigida por María de Maeztu y por la que transitaron
Carmen Caro Baroja, Pilar Zubiaurre, Pura Maortua, Zenobia Camprubí,
Amalia Galarraga, Concha Méndez, Clara Campoamor... amén de más de
trescientas afiliadas que encontraron su refugio en este club para mujeres que
impulsó cursillos, exposiciones, conciertos, conferencias y lecturas de
poemas. ¿Testimonios al respecto? Por citar dos ejemplos, memorias como
las de Carmen Baroja (1998), o diarios como el de Zenobia (1991-2006), una
mujer excepcional por su cultura y personalidad que se quiso resguardar tras
la imagen de su marido, el poeta Juan Ramón Jiménez al que dedicó su vida,
al modo en que la mujer de S.Mill hiciera con el suyo.

Porque la mujer comenzó escribiendo en los márgenes, es decir en cartas,


diarios y todo aquello que por su cercanía al ámbito privado no «chirriaba»
tanto, para irrumpir, o pretender irrumpir después en el centro del canon.
Virginia Woolf, Yourcenar, Christa Wolf, Doris Lessing, Esther Tusquets y
tantas otras, que polemizan con la tradición en franca rebel día, pueden
encasillarse en la novela feminista - según la conocida nomenclatura de
E.Showalter, una de las principales impulsoras de la ginocrítica-. De
feminismo blasonan Helene Cixous, Luce Irigaray, Witig o Kristeva, muy
empeñadas en teorizarlo precedidas por Betty Friedan quien en su libro La
mística femenina (1963) impulsó un feminismo liberal a partir de la premisa
«lo personal es político», luego tan aburridamente reiterada.

El debate actual giraría en torno a la pregunta: «hablar, leer y escribir ¿está


marcado por el género?». Pienso que una literatura que golpeó con fuerza
para hacerse un sitio; que, en un segundo momento y sin solución de
continuidad, fue de mujer en cuanto que se concentra en el
autodescubrimiento (Ciplijauskaité, 1988) como sucede en los textos de
Laforet, Martín Gaite, Ana M.a Moix, Montse Roig o Rosa Chacel, no
necesita codificarse ni apelar a rótulos como «femenino o feminista» para
imponerse por la categoría estética y el mensaje que conlleva. Premios Nobel
como los de la chilena Gabriela Mistral, la polaca Wislawa Szymborska, la
sudafricana Nadine Gordimer; o el éxito de Irene Némirowski, Amy Tan,
Margaret Atwood, Marianne Frediksson, Ton¡ Morrison, Kenizé Mourad y
las hispanoamericanas Bárbara Jakobs, Ángeles Mastretta, Marcela Serrano,
Isabel Allende entre muchas más permiten suponer que la mujer tiene un
espacio, limitado o manipulado tal vez, pero real.

5. PARA CONCLUIR SIN CERRAR EL TEMA

La mujer, quiérase o no, siempre estuvo ahí. Mujeres que tuvieron mucho
que decir y aportar a la sociedad desde la Edad Media y lo hicieron en la
medida en que se les permitió. Así la sociedad se enriqueció con Christine de
Pizan, Sor Juana Inés de la Cruz, Mary Wollstonecraft, Olympia de Gouges,
Clara Campoamor y un largo etcétera que pasa hoy por la presencia activa de
la mujer en los medios de comunicación y en la vida pública. Hay que seguir
luchando, sin embargo, porque todavía la mujer es mero objeto de consumo
manipulado por la prensa del corazón, o aparece en demasiados titulares de
prensa amarilla como la sufrida protagonista de malos tratos y episodios
escabrosos. Y cuando accede a la literatura siente la tentación de caer en el
consumismo fácil que le asegura una difusión masiva al estilo de las Rico
Godoy, Lucía Extebarría y un largo etcétera. No es suficiente que las
Naciones Unidas declararan 1975 y la década del 76 al 85 como el año y la
década de la mujer respectivamente.

Tal vez el siglo xxi sea por fin y de verdad «el siglo de las mujeres» como
postuló Victoria Camps para el recién terminado, en el que maternidad y
presencia pública no sean incompatibles -y por ahí va la aportación de
Haaland Matláry en su libro El tiempo de las mujeres. Notas para un Nuevo
Feminismo (2000)-, en el que el caftán y el gurka no simbolicen cárceles que
encierran a la mujer en el harén o la aíslan del mundo - porque la ropa dice
mucho de los propósitos de una mujer, como recuerda Fátima Mernissi en su
deliciosa novela Sueños en el umbral (1995)-. Un siglo en el que la mujer
culmine, por fin, su incorporación a la sociedad en plenitud de derechos, sin
necesidad de utilizar la pluma - habría que decir el ordenador - ni levantar la
voz como en tiempos pasados para defenderse de los ataques o reclamar un
mínimo espacio. Un siglo en que la mujer sea valorada como el hombre, su
igual y complementario (Artázcoz Colomo/Jiménez Abad, 2003), según
perspectivas neo/ecofeministas (Bel Bravo, 1999) y en la estela de lo que
atisbó el Renacimiento y repitió con rotundidad el polaco Karol Woytila,
después Juan Pablo II. Porque, como en el Renacimiento la hija del Tintoretto
o Judith Leyster hablaron a través de la fuerza de sus lienzos aunque la
historia las haya opacado, la mujer tiene mucho que decir y lo está diciendo
ya en libros de tiradas millonarias. ¿O acaso no es una mujer - Rowling - la
autora de Harry y la piedra filosofal y otros tantos títulos que comienzan a ser
llevados con éxito a la pantalla? Una mujer capaz de crear un entorno
cotidiano y mágico a la vez, en una escritura con valores formales, sí, pero
sobre todo que postula un mundo épico pleno de utopías tan añoradas por
nuestro mundo actual.
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1. MUJER Y CANON LITERARIO

as discusiones sobre el género han teñido los últimos cincuenta años


(Cazurro García de la Quintana, 1988) y es obvio que los estudios sobre
mujer están intrínsecamente relacionados con los conceptos de «minoría»,
«marginalidad» y «multiculturalidad» que, con salvedades, van aparejados al
género. Como es bien sabido, ya en los setenta las Naciones Unidas
proclamaron el Año Internacional de la Mujer (1975) y la Década de la Mujer
(1975-1985) y, a partir de entonces, se sucedieron las conferencias mundiales
para abordar la marginación femenina a todos los niveles. El asunto,
sobradamente aireado por los medios de comunicación, es un simple marco
que escapa a las pretensiones de mi trabajo más interesado en el influjo que
los estudios de género han tenido en el desarrollo de la literatura
hispanoamericana en los últimos tiempos. Ciñéndome al campo literario, la
irrupción de Woman Studies, Seminarios e Institutos sobre la Mujer ha sido
un fenómeno característico de las últimas décadas, paralelo a la explosión de
los diversos feminismos que, en realidad, venían de atrás y fueron cambiando
de enfoque (Olivares, 1997). Podrían señalarse como testigos impertérritos de
la evolución y modos del feminismo en literatura PMLA, Diacritics, Tel
Quel, New Literary History o Critical Enquiry, por citar los más
internacionales.

Poner orden en esta maraña es para mí casi imposible en las pocas páginas
de un artículo. Por eso, utilizaré las voces de otras, por ejemplo, Elaine
Showalter quien realiza una primera demarcación, básica pero necesaria al
neófito:

Existen dos modalidades definidas de crítica feminista, y


fusionarlas (...) conduce a una perplejidad permanente ante sus
potencialidades teóricas. La primera modalidad es ideológica; se
ocupa de la feminista como lectora, y ofrece lecturas feministas de
textos que examinan las imágenes y estereotipos de la mujer en la
literatura, las omisiones y falsos conceptos acerca de la mujer en la
crítica, y el lugar asignado a la mujer en los sistemas semióticos (...).
La segunda modalidad de crítica feminista (...) es el estudio de las
mujeres como escritoras, y sus objetos de estudio son la historia, los
estilos, los temas, los géneros y las estructuras de la escritura de
mujeres; la psicodinámica de la creatividad femenina; la trayectoria
individual o colectiva de las carreras de las mujeres; y la evolución,
así como las leyes, de la tradición literaria femenina. No existe un
término en inglés para este discurso crítico especializado, así que he
inventado el término «ginocrítica» (Showalter, 1999: 78, 82)1.

Efectivamente, tras el cuestionamiento de las «imágenes de mujer» por el


que se enfocó la primera crítica anglosajona (Koppelman Cornillon, 1971;
Miller, 1983...), The Female Imagination (1975), de Patricia Meyer Spacks;
Literary Women (1976), de Ellen Moers; A Literature of Their Own (1977),
de la misma Showalter; Woman-s Fiction (1978), de Nina Baym; The
Madwoman in the Attic (1979), de Sandra Gilbert y Susan Gubar; Women
Writers and Poetic Identity (1980), de Margaret Homan, o Splintering
Darkness: Latin American Women Writers in search of themselves (1990)
editado por Lucía Guerra... por citar algunos de los más famosos, son libros
en los que la escritura femenina se afirma como centro de los estudios
feministas. Lo mismo sucede en Europa con Helene Cixous, Luce Irigaray y
la crítica feminista inglesa. Lentamente se incorporan otros ámbitos como el
italiano (Perassi, 1996, 2006 y 2011). Tampoco Hispanoamérica queda al
margen (Salgues de Cargill, 1975; Fouques/Martínez González, 1998)... Al
comentar este torrente bibliográfico Showalter establece cuatro modelos que
dan lugar a otras tantas orientaciones de crítica ginocéntrica: lo biológico
(Gilbert/Gubar, 1979)2, lo lingüístico (Pomeroy, 1976), lo psicoanalítico
(Davidson/Broner, 1980)3 y lo cultural (Douglas, 1977; Bayn, 1978). Cuerpo
de la mujer/cuerpo de la escritura, la conveniencia y posibilidad/o no de un
lenguaje propio, las herencias y ligazones al padre y la problemática relación
con la madre, así como el deseo de recuperar y cultivar una cultura de las
mujeres - por fin - son otras tantas brechas por las que discurre la
investigación.

Todo ello implica que, si tradicionalmente se hablaba de que la mujer


estaba ausente no ya del canon sino incluso del corpus de la literatura
hispanoamericana (Caballero, 1998b, 2000), ahora su presencia es un hecho
incuestionable, fruto de una serie de circunstancias que pusieron sobre el
tapete la figura y la problemática femenina. Como botones de muestra, un
conjunto de libros-actas de congresos o números de revista de los últimos
años: La sartén por el mango. Encuentro de escritoras latinoamericanas
(1984), Nuevo Texto Crítico (1989), Revista Iberoamericana (1985), Canción
de Marcela. Mujer y cultura en el mundo hispano (1989), La escritora
hispánica (1990), Simposio Internacional Mujer y Sociedad en América
(1988). Mujer y sociedad en América (1990), Caribbeam Studies (1995),
Mujer y cultura en la Colonia hispanoamericana (1996)... Incluso un par de
números extraordinarios de Universidad de México (1998) abordan la cultura
femenina con enfoques divergentes, antitéticos o complementarios. Y no deja
de llamar la atención que la prensa no especializada dedique cada vez más
espacio al asunto. Buen ejemplo de ello es la Revista Hispánica Moderna en
la que destacan cuatro artículos en el número de junio del 97 y seis en el de
diciembre del 98.

En este conjunto de estudios no todo es género, evidentemente, si bien este


asunto del género en la literatura hispanoamericana está muy unido a la
revisión del canon a que la crítica se vio obligada en el último tercio del
pasado siglo. En efecto, los setenta contemplan la revolución del canon a
partir de estudios como los de Rincón, Mignolo, Pizarro o Jean Franco. El
cambio de la noción de literatura (1978), de Carlos Rincón pone sobre el
tapete las tensiones que desgarran una literatura de gran desarrollo y
reconocimiento internacional, pero cuyos baremos canónicos excluyen en
gran medida fenómenos como el testimonio o la oralidad a veces ligados a la
mujer. Entre el canon y el corpus. Alternativas para los estudios literarios y
culturales en y sobre América Latina, conferencia recogida hoy en Nuevo
Texto Crítico (1995), pasa revista a la crítica sobre el Nuevo Mundo durante
los ochenta, con una conclusión interesante: proyectos críticos como los de
Ana Pizarro (1992)4, Jean Franco (1993), Rama (1982), Lienhard (1991) y
González Echavarría (1990) desarbolan la idea tradicional de que «las
esencias culturales estarían representadas por un canon (cuando en realidad)
no son representadas por el canon sino creadas y mantenidas por él»
(Mignolo, 1995: 24). Un planteamiento interesante y fácilmente relacionable
con las cuestiones de género en las que hoy suele huirse de los esencialismos.
En este proceso de ensanchamiento canónico, la inclusión de la literatura en
los discursos culturales y el impacto de las teorías postcoloniales, han
supuesto un incremento notable de los estudios sobre literatura femenina y
género.

2. GÉNERO Y LITERATURA HISPANOAMERICANA

Me interesa prioritariamente examinar cómo evoluciona la literatura por lo


que se refiere a la mujer y cómo influye toda la teoría del género sobre ese
específico corpus hispanoamericano. Por eso, de entre los proyectos críticos
arriba citados aludiré al de Franco, plasmado en su libro Plotting Women.
Gender and Representation in Mexico (1989)/Las conspiradoras. La
representación de la mujer en México (versión actualizada) (1993) y que
articula las relaciones entre la letra y lo femenino desde la Colonia hasta hoy
para concluir que, salvo Garro y Castellanos, existe una relación directa entre
escritura femenina y géneros discursivos no canónicos. En la primera parte de
su estudio, más innovadora, demuestra cómo la lucha de la mujer por el poder
durante la Colonia se focaliza en cartas, confesiones e historias de vida de
monjas recluidas en los conventos virreinales. La autora no pretende realizar
una historia de la escritura femenina en México, sino... «descubrir los
momentos incandescentes en que se iluminan fugazmente distintas
configuraciones de la lucha por la interpretación» (Franco, 1993: 25). Porque,
posteriormente, esas mujeres que apoyaron de modo eficaz las guerras de
Independencia americana, al menos en México no tienen una presencia tan
marcada durante el siglo xix, el siglo de la nacionalidad.

Por cierto que el proyecto de nación implicaba una mujer ángel del hogar,
y las conexiones entre ambos motivos son objeto de la crítica en la última
década (Pratt, 1993: 51-62). En Siglo XIX: Fundación y fronteras de la
ciudadanía, número de la Revista Iberoamericana dedicado a esta cuestión
(1997), encontramos extensos trabajos en esta línea. El de Nina
GerassiNavarro, La mujer como ciudadana: desafíos de una coqueta en el
siglo XIX (129-140), al reivindicar la actuación y escritura de una
colombiana ilustre, Soledad Acosta de Samper, hace ver la sutilidad e
inteligencia de su mensaje:

Por un lado, insiste en destruir imágenes que congelen y paralicen


tanto el lugar y trabajo de los hombres como el de las mujeres.
Asegurándoles a los hombres su supremacía, les recuerda que a través
del hogar la mujer también tiene un rol similar al de ellos en la
consolidación nacional. Por esta razón deben incluirla en todo
proyecto político. Simultáneamente su mensaje se dirige a las mujeres
y, cuestionando su subordinación, les incita a que trabajen por su
propia valoración, que traten de hacer algo constructivo con sus
vidas. La responsabilidad de la mujer es educarse justamente para
poder cumplir con el mandato que le han asignado los hombres. Es
por medio de este acto que la mujer puede trascender los límites de su
hogar y tomar entre manos la redefinición de su rol en la sociedad
(GerassiNavarro, 1997: 132).

El largo párrafo puede aplicarse a la labor de mujeres socialmente


marginadas como Juana Manso, cuyo Album de Señoritas (1854) es
rescatado hoy por Lelia Arca (1997: 149-176), o no tan marginadas, como
Carolina Freyre de Jaimes que dirige ElAlbum. Publicación Semanal,
Literaria de Modas y de Costumbres (1889). Aparentemente más
conservadora la mujer «tiene una misión distinta, ejerce una acción más
limitada» - dirá- también reivindica para ella un «puesto en el festín del saber
humano» con el que colaborar a la construcción nacional. Mujeres menos
conocidas como Lindaura Anzoátegui de Campero (1846-1898) desde una
posición oficialista - su esposo fue presidente de Bolivia del 80 al 84 -
desarrollan una compleja actividad, que se plasma tanto en veladas culturales
como en polémicas de prensa o en el hecho de llevar la correspondencia
privada del presidente. Lo que no les impide escribir novelas históricas que,
en ocasiones, desafían los códigos genéricos establecidos por el discurso
masculino (Unzueta, 1997: 219229). La significación de mujeres como Juana
Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla de García, Mariquita Sánchez o Clorinda
Matto de Turner está siendo revisada y reevaluada por críticos como Francine
Masiello (1992 y 1994) o Lea Fletcher (1994). Por no citar a las más
conocidas, ya estudiadas y revisitadas por la crítica actual, como Gertrudis
Gómez de Avellaneda (Albin, 2002). En esa línea investigadora, Doris Meyer
ha agrupado en un libro del 95 una serie de trabajos sobre el «ensayismo»
femenino hispanoamericano durante los siglos xix y xx.

No se trata de ser exhaustivas, pero sí de hacer ver que el siglo xix ha sido
últimamente una etapa privilegiada en esa tarea de recuperar mujeres para la
historia literaria desde ambas orillas del Atlántico. El trabajo más abarcador
al respecto es el de Arambel-Guiñazú y Martin, en dos volúmenes. El
primero es un estudio en seis capítulos de los géneros o espacios que
propician la escritura de las mujeres: el salón y la carta, la prensa feminista, el
relato de viaje, la autobiografía, el cuento y la novela. El segundo reúne
textos escritos - dentro de esos cauces - por nueve mujeres: Mercedes Cabello
de Carbonera, Juana Manuela Gorriti, Rosa Guerra, Eduarda Mansilla de
García, Juana Manso, Clorinda Matto de Turner, la condesa de Merlín,
Manuela Sáenz y María Sánchez. Por cerrar este apartado y en cuanto a
literatura española se refiere, convendría recordar trabajos como los de Susan
Kirpatrik sobre Las románticas (1991) y el volumen V de la Breve historia
feminista de la literatura española (en lengua castellana) coordinada por Iris
M.Zavala y centrado en los siglos xix y xx (1998). 0 el reciente rescate de
textos de la Pardo Bazán (1999), Carmen Baroja (1998) - en el lado de acá -
paralelo al de mujeres como Teresa de la Parra (1991) o Camila Henríquez
Ureña (1985) de la otra orilla atlántica. Como pequeña y puntual historia de
las relaciones culturales en ese sentido puede señalarse Hispanoamericanas
en Madrid (1800-1936, editado por Juana Martínez Gómez y Almudena
Mejías Alonso (1994).

En resumen: este pequeño recorrido por una parte mínima de la amplísima


bibliografía actual sobre literatura femenina hispanoamericana - género
incluido - permite concluir que, al menos el corpus, se ha ampliado
notablemente en las últimas décadas. Si los primeros trabajos feministas
insistían en poner de manifiesto la doble marginación (mujer y mestiza) de la
escritora del Nuevo Mundo y resaltaban las «tretas del débil» - en palabras de
Josefina Ludmer comentando la Respuesta de Sor Juana Inés de la Cruz - en
un mundo en el que se imponía la retórica de la opresión que colocaba a la
mujer al nivel de cualquier marginado - indio o negro-, los de la última
hornada hablan de «género» desde luego (Gutiérrez de Velasco, 2003); pero
teñidos de postmodernidad alertan contra los esencialismos, contra la
erección de un único modelo teórico. Y se enfocan hacia una paciente labor
de rescate de lo que en muchos casos suelen ser cartas, diarios, autobiografías
- por ejemplo, el libro de Cristina Saénz de Tejada (1998) - porque, como es
bien sabido, a la mujer le ha sido más fácil partir de lo privado para, desde
allí, subvertir lo público. Trabajos sobre la memoria o la infancia surgen por
todas partes: Fornet (1994), Lagos-Pope (1996),
Pasternac/Domenella/Gutiérrez de Velasco (1996)...

Si todavía en los años cincuenta la mujer como escritora estaba ausente de


antologías de Colombia o Puerto Rico - por citar algunas-, a partir de los
setenta comienza a incorporarse tímidamente en lo que es un proceso
incontenible hasta convertirse en un boom de literatura femenina: Voces
femeninas de Hispanoamérica (1996), Antología del cuento femenino
boliviano (1997), Elles écrivent des Antilles (1997), Del silencio al estallido:
narrativa femenina puertorriqueña (1991), Narradoras paraguayas (Antología)
(1999)... y tantas otras. De modo paralelo inundan el mercado libros
coordinados generalmente por mujeres y que reunen una pluralidad de
trabajos críticos sobre literatura femenina. A partir del clásico Women-s
Writting in Latin America (1991) coordinado por Sara Castro-Klaren, Silvia
Molloy y Beatriz Sarlo, y aunque siguen publicándose trabajos generalistas
(Rojas Trempe/Vallejo, 1998) parecen irse diversificando por países según
aumenta el corpus. México es un país muy bien representado: Schaefer
(1992), Ibsen (1997), López González/Malaganga/Urrutia (1990), Gabriella
de Beer (1996) y M.a Elena de Valdés (1998) tuvieron a su cargo sendos
volúmenes. Pero otros países tradicionalmente más atrasados se han
incorporado al proceso de forma rotunda: Colombia (Jaramillo et al., 1991 y
1995), Chile (Lamperein, 1994; Ortega, 1996) o el Caribe (Campbell/Frickey,
1998). En otros casos se trata de una labor personal: una mujer se interesa por
otras mujeres y publica una serie de trabajos que ha ido recopilando como
fruto de su labor; es el caso de Raquel Rumeu en su libro Voces de mujeres
en la literatura cubana (2000).

Aunque en estos libros los enfoques andan mezclados porque algunos


lugares están atravesando la primera etapa reivindicativa, el contexto
postmoderno conlleva hoy el replanteamiento de lo femenino como un
espacio diferente y alternativo (Blunt/Rose, 1994). En ocasiones nos
hallamos ante mujeres situadas dentro del sistema como críticos literarios
que, en un momento dado, escriben una autobiografía. Estoy pensando en
Silvia Molloy y en sus dos textos, por un lado el teórico, At Face Value.
Autobiograpbical Writing in Spanisb America (1991) y por otro su novela En
breve cárcel (1987) donde queda lejos lo testimonial romántico de la primera
escritura femenina y el narrador construye, página a página, su propia
realidad. Lo cierto es que no todas las mujeres van ya en el mismo cajón;
entre ellas pueden establecerse ciertas relaciones de poder.

3. EL GÉNERO Y SU INFLUENCIA EN LA CRÍTICA Y LA CREACIÓN


LITERARIA HISPANOAMERICANAS

En realidad, mucho de lo reseñado hasta ahora tiene que ver con esto, pero
me gustaría ejemplificar a partir del comentario a una serie de textos (algunas
monografías y una novela) que muestran cómo todas estas teorías han
alcanzado a las escritoras del Nuevo Mundo y están en la base de muchas de
sus creaciones actuales.

El primer trabajo que quiero comentar es el de Susana Reisz, Voces


sexuadas. Género y poesía en Hispanoamérica (1996). Bajo un título que
acota con claridad sus intenciones reúne un conjunto de ensayos que dialogan
con las fronteras que separan a hombres y mujeres desde la más obvia - el
machismo, para ellos y el hambre de amor, para ellas - según un epígrafe de
Isabel Allende que se glosa con inteligencia. Son... «voces femeninas que
intentan derribar alambrados de púas, entrar a cotos cerrados y ensanchar los
territorios tradicionales de los géneros literarios» (Reisz, 1996: 15).
¿Femenino, feminista? Reisz contesta: se trata de obras que expresan...
«formas de experiencia específicamente ligadas a la situación de la mujer
como representante del segundo sexo» (Reisz, 1996: 25). Para añadir a
continuación:

Creo además que, dado que el género sexual - análogamente a los


géneros literarios - es una construcción cultural de características y
consecuencias altamente variables, solo es posible describir el objeto
poesía femenina dentro de cierta topografía social y de muy precisas
coordenadas históricas. Solo así se logra sortear el riesgo de un
ingenuo (o calculado) esencialismo y dar cuenta, a un mismo tiempo,
de la variabilidad de la experiencia de las mujeres en relación con el
género sexual de que son portadoras y de la diversidad de las
estrategias discursivas aptas para articular estéticamente esa
experiencia en cada uno de los géneros literarios (Reisz, 1996: 25).

La cita es larga, aún así necesaria por lo representativa de un tipo de crítica


literaria hispanoamericana habitualmente escrita por mujeres, que enfocan su
objeto de estudio partiendo de premisas semejantes. Su lectura del corpus de
poetisas latinas contemporáneas - Blanca Varela, Carmen Ollé, Susana
Thénon, Gioconda Belli, Cecilia Vicuña, Rocío Silva Santisteban... - lo
confirma. Se trata de textos con... «un lenguaje y una visión de mundo
marcados inequívocamente por el problemático estatuto de la mujer dentro de
una cultura patriarcal» (Reisz, 1996: 26), lo que hace interesante establecer
conexiones entre determinados procedimientos textuales y el contexto
sociopolítico del que han surgido. La crítica al «esencialismo» femenino se
ensancha: no tiene sentido teorizar sobre si hay o no una escritura
específicamente femenina. Más bien, se perfila que esa lucha femenina por
acceder a un lenguaje artístico propio es una opción genérica y algo más, es
también una opción política. Podría no serlo pero lo cierto es que en la
Hispanoamérica convulsa del siglo xx, heredera de corrupciones,
caciquismos y dictaduras, muchas de las mujeres feministas hicieron en su
momento una opción política radical.

No puedo detenerme mucho más en el comentario, pero epígrafes como


«literatura femenina, literatura menor», «la voz del amo y la mirada
reprobadora», «canibalismos y contra-transgresiones», «¿sumisión o
subversión?», «retóricas de la feminidad», «estilizaciones y parodias»,
«reescritura de géneros menores», «la fuerza de la modestia», «imágenes de
un cuerpo en crisis» o «de murgas, amores transgresivos y cuestiones
femeninas»... dan cuenta de temas y focalizaciones con que la investigadora
se acerca a su objeto de estudio que no es otro que las poetas peruanas y
argentinas del siglo pasado. Dos apuntes nada más: hablando del tópico de la
falsa modestia, no puede evitar la consabida alusión a la Respuesta a Sor
Filotea y a la habilidad de Sor Juana Inés de la Cruz en... «la sutil maniobra
subversiva (que) consiste en aceptar el ámbito de lo privado y lo casero-
sinimportancia como el medio natural y adecuado para el desenvolvimiento
de la mujer y, al mismo tiempo, remodelar y ensanchar ese espacio hasta el
límite de lo reconocible o desfamiliarizarlo hasta volverlo inquietante»
(Reisz, 1996: 82). El segundo apunte tiene que ver con la relación que Reisz
establece entre mujeres y melancolía - relación ya muy presente en mujeres
decimonónicas como la Avellaneda, añadiría yo-. Esa melancolía es el fruto
de maltratos de todo tipo. Dice al respecto:

En muchos textos de las mejores poetas del Perú de hoy se pueden


oír muy nítidamente los acentos mutuamente discordantes de un yo
arrinconado y debilitado hasta la extenuación, que reclama su derecho
a la autonomía, y de una voz autoritaria y hostil, colectiva pero no
propia, que silencia los balbuceos del yo y le recuerda amenazante
que poco le falta para ponerse vieja y poco apetecible. O que le
reprocha que ya no sea joven. O que le repite que es gorda y fofa. O
débil e ignorante. O bonita pero tonta. O inteligente pero fea. O una
histérica. O una menopaúsica. O una teatrera (Reisz, 1996: 37).

Mario Cancel compiló en el 97 ocho trabajos sobre Historia y género.


Vidas y relatos de mujeres en el Caribe, que muestran el influjo de la crítica
norteamericana en la Isla. Excepto el com pilador, se trata de mujeres que
analizan cómo afecta el género a la historiografía - en concreto a los relatos
de vida-, a la sociedad - con enfoques sobre el matriarcado, la higiene, la
beneficencia y el papel de los «ángeles de la caridad» - e incluso a la teosofía.
Y todo ello dentro de un prisma de género, por supuesto, que aportó... «a la
crítica literaria una dimensión de mayor profundidad al identificar lo
femenino y lo masculino como elementos cambiantes en diferentes épocas y
sociedades. La crítica del género confirma que nuestros valores y
experiencias colectivas y personales inciden en nuestra lectura» (Schmidt,
1997: 16-17).
Son palabras de Aileen Schmidt quien, en su artículo «Los discursos
autobiográficos de mujeres en Cuba y Puerto Rico» arremete contra la crítica
y teoría autobiográficas por - según ella - discriminar a las mujeres. A
continuación pretende ... «demostrar la existencia de una tradición femenina
única, especial y distintiva de los discursos autobiográficos» (Schmidt, 1997:
17). Y lo hace con un planteamiento algo reductor - para mi gusto - a partir
de modelos como Sor Juana Inés de la Cruz, las crónicas de viajeras del xix
hasta llegar al testimonio del xx al modo y manera de Rigoberta Menchú.
Obsesionada por no caer en la trampa de estudiar la construcción de lo
femenino, sino estudiar a las mujeres mismas - dejarles hablar-, escoge las
narrativas de la cotidianidad como medio de insertarse en la historia, de
hacerse un lugar en el mundo. Selecciona, entonces, textos de las
puertorriqueñas Nilita Vientós Gastón, Marigloria Palma y Sor Isolina Ferré,
así como de las cubanas Renée Méndez Capote, Dora Alonso y Marta
Gonzálezs. Y concluye:

Las mujeres que escriben narraciones sobre sus vidas tienen frente
a sí una tarea ingente: establecer la autoridad discursiva que les
permitirá interpretarse a sí mismas públicamente en una cultura
patriarcal y en un género literario androcéntrico. La autobiografía
expone un deseo de trans gresión. Al contar su vida, la mujer decide
representarse a sí misma en lugar de seguir siendo objeto de la
representación del hombre (Schmidt, 1997: 18).

Eso es lo que hace en profundidad y con gran maestría Albin en su libro


sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda Género, poesía y esfera pública... ya
citado. En vez de volver a divagar sobre la consabida autobiografía, es decir,
las cartas-diario a Cepeda ya bastante trabajadas por la crítica, tiene el acierto
de rescatar sus memorias de viaje, en que la cubana relata su viaje hacia
España y el contraste entre sus expectativas y la realidad de la metrópoli, no
tan brillante ni avanzada culturalmente y sin demasiados resquicios para la
mujer que se sabe distinta, incluso genial - por qué no - y quiere abrirse
camino literario en un mundo de hombres. Fechada el siete de noviembre de
1838, es en realidad una extensa carta a su prima y amiga Eloísa de Arteaga,
destinatario obligado por su amistad. Entre Cuba - sinécdoque del Nuevo
Mundo - y España - sinécdoque del Viejo-, la cubana va desgranando sus
impresiones que abarcan desde las descripciones de una naturaleza sublime,
hasta la evocación lírica de un paraíso perdido en el que tiene su centro
Heredia, su padre y mentor poético, del que se citan versos y de cuya energía
poética irá apoderándose paulatinamente... Las observaciones prácticas sobre
transporte y apariencia de las ciudades cuando toca puerto en Francia, o los
pertinentes comentarios de tipo sociopolítico conviven con su trasfondo, en el
que prima su deseo de elaborar un mito de fundación.

Lo interesante de este escrito desde el punto de vista del género -y ha sido


bien señalado por Albin - es la imitatio y el desvío a la vez de los relatos de
viaje ilustrados de los siglos xviii y xix empezando por el texto canónico por
excelencia: las Cartas persas, de Montesquieu y continuando por Humboldt.
Ello, en realidad, tiene mucho que ver con su postura de cuestionar la
autoridad y es lo que aprende a realizar la Avellaneda, convencida de que las
mujeres tienen más derechos y son más ilustradas en los países más
avanzados... y no tan segura de que la metrópoli -y en concreto Galicia donde
irá a vivir en primer lugar con sus parientes - lo sea. Sufrirá un doble proceso
de atracción/repulsión frente a España, ofreciéndose como puente y
mediadora entre ambos mundos.

Pero además, justo al desembarcar, la futura escritora inicia Sab, novela


abolicionista escrita a lo largo de dos años a partir de 1836, y en la que
establecerá un paralelismo implícito entre la esclavitud en Cuba y la
esclavitud femenina en el matrimonio. A esta interpretación podrá llegar
gracias a la mediación de Montesquieu como sugiere Albin:

La filosofía política de Montesquieu ejerció una gran influencia en


el pensamiento y la obra de Gómez de Avellaneda, en particular en lo
que se refiere a la posición que se le adjudica a la mujer y al esclavo
en la sociedad colonial y metropolitana. La escritora adopta una
posición de condena a la esclavitud similar a la del pensador francés
en su novela Sab... (Albin, 2002: 45).

La insatisfacción de Tula como mujer, su eterno conflicto entre pasiones


trascendentes y deseos insatisfechos, así como la feminización del sujeto
romántico en su obra han sido bien expuestos por Kirpatrick en su libro Las
románticas...: la mujer que es superior a la definición social de su sexo está
condenada a la desdicha en el amor. Hay un fatum que la persigue.

Retornando al trabajo de Albin, «Fronteras de género, nación y


ciudadanía: La Ilustración, Álbum de las Damas (1845) y Álbum cubano de
lo bueno y de lo bello (1860) de Gertrudis Gómez de Avellaneda» (2002:
169-199) analiza la labor periodística de la cubana. Una labor de cuño
educativo y político, ya que plantea la capacidad de las mujeres para el
gobierno apoyándose - al estilo de Sor Juana - en autoridades de la
antigüedad grecolatina como Plutarco. Frente a Delmonte y su círculo
abolicionista cubano, exige la presencia femenina en el proyecto político de
las nuevas repúblicas.

Para terminar con este insatisfactorio - por incompleto- repaso al asunto de


mujer y literatura o, mejor, al rescate de la mujer hispanoamericana al hilo
del «género», me gustaría delinear un breve apunte sobre el ecofeminismo,
término equí voco que se pone de moda en la segunda mitad del siglo xx y
que básicamente critica el abuso humano de la naturaleza. Tal vez tuvo éxito
por ese fácil paralelismo entre la explotación de lo natural y la explotación
femenina (Da Cunha Giabbas, 1996). Pero existe otro sector, uno de los más
radicales entre las feministas, que heredando teorías de Simone de Beauvoir
desconfía de ese volver a resucitar la «diferencia» implícita en la reciprocidad
mujer-naturaleza, convencidas de que genera dependencia. Por el contrario
algunos piensan que frente al machismo y al feminismo más radical, un
ecofeminismo bien entendido hablaría de interdependencia y
complementariedad: es la tesis de M.a Antonia Bel Bravo (1999).

Una muestra relativamente actual de esta tendencia en Hispanoamérica es


Waslala: memorial del futuro (1996), de Gioconda Belli. Viaje simbólico en
la estela de la utopía, novela inscrita en una tradición testimonial y de
denuncia6 explícita en múltiples referencias intertextuales. Porque la
intertextualidad es la clave recurrente en una novela que reescribe La
vordgine, de J.E.Rivera y Los pasos perdidos del cubano Carpentier. Y
funciona desde el deseo de construir un paradigma que entrañe una
concepción del mundo: civilización/barbarie, el emblema del río símbolo de
ese viaje interior, iniciático, de un personaje femenino que anhela
obsesivamente alcanzar el paraíso utópico, el lugar de eterna primavera -
Colón dixitque se esconde tras el corredor de los vientos, inevitable umbral
mítico. La Utopía de Moro, Ulises el eterno viajero, Platón y sus atisbos
sobre la función del poeta en la sociedad... Toda la tradición occidental
transferida al Nuevo Mundo se procesa en una búsqueda de cuño
autobiográfico. Búsqueda femenina, teñida de orfandad: el sema del
abandono paterno le llega a Belli desde otra de sus novelas, Sofia de los
presagios (1994). Pero no cabe duda de que en Waslala ha superado los
resquemores de la conquista más tópicamente feministas que recorrían las
páginas de La mujer habitada (1988) e, incluso la parodia de la creación
bíblica que vertebra explícitamente su poemario De la costilla de Eva (1986)
y culminará, años después, en su novela El infinito en la palma de la mano
(2008), cincuenta Premio Biblioteca Breve. En ese sentido, su «memorial del
futuro» como «los recuerdos del porvenir» de Garro, inscribiéndose en la
tradición escrituraria masculina, fue capaz de forjar una escritura propia.

¿Qué proporción de ese apabullante corpus femenino potenciado por los


estudios de género logrará inscribirse en el canon de la literatura
hispanoamericana del 2000? ¿Quién dictaminará al respecto? No lo sé, ni soy
quién para extraer las conclusiones pertinentes. La cuestión queda abierta al
debate interdisciplinar propiciado por trabajos como los que cada día
irrumpen en el mercado editorial.

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ace varios años y en el marco de mis estudios sobre mujer y
literatura, publiqué el Viaje a la Habana (1844), de la condesa de Merlin en
su versión española (Condesa de Merlin, 2006).

Lo hice tras descubrir una mujer apasionante, María de las Mercedes Santa
Cruz y Montalvo (La Habana 1789-París 1852), cubana y parisina, una de las
mujeres relevantes del xix, siempre a caballo entre dos mundos, lo que se
refleja en su biografía y en su escritura:

La escritora francocubana se debate entre el rol eurocéntrico de


colonizador y el americano de colonizado en una difícil
reconstrucción del yo, conquistando el lenguaje del conocimiento
oficial sin por ello poder identificarse completamente con su
ideología. Ella marca así una distancia en el espacio cultural en que se
coloca, espacio de frontera entre dos mundos: Europa y América
(Regazzoni, 2009: 19).

Estas palabras de Susanna Regazzoni marcan la ¿esquizofrenia cultural? -


«identidad fragmentada» dice ella (Regazzoni, 2009: 29) - de quien vivió
desde la niñez con la mirada en el Viejo Mundo. Perteneciente a la
sacarocracia cubana, hija de nobles terratenientes cuyos títulos - condes de
Jaruco- denotan la fundación de ciudades, y educada en el salón madrileño de
su madre, la bella Teresa amante de José Bonaparte en el ambiente de los
ilustrados franceses, casará (1811) con uno de los mariscales del nuevo rey,
Christophe Antoine Merlin (1771-1839), a quien este otorgará el rango de
conde. Tras el descalabro de los afrancesados en España y el subsiguiente
exilio, desplegará sus múltiples cualidades (buena anfitriona, escritora,
cantante reconocida...) en su propio salón parisino, uno de los
imprescindibles de su época. Lo frecuentaron políticos - lord Palmerston, el
general Lafayette, el conde D'Orsay... - y literatos como George Sand,
Chateaubriand o Balzac, quien la llevó a la ficción. También tuvieron un
importante papel los músicos: la cubana llegó a ser una intérprete afamada,
amiga de Rossini y de María Malibrán cuya biografía publicó bajo el título
Les loisirs d'une femme du monde (1838). Por fin, allí recibió a sus amigos
isleños entre los que se contaron Domingo del Monte, José Antonio Saco y
José Luis Alfonso, quienes le prestarán una valiosa ayuda aportándole
materiales para su libro La Havane.

Me gustaría plantear la doble mirada - europea y americana; española y


francesa - de la condesa y darle voz a través del estudio de sus libros: Mes
douze premiares années (1831) y Souvenirs et mémoires de madame la
comtesse Merlín, publiés par elle-mame (1836) constituyen una biografía
novelada de María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo. En el primero
relata su infancia cubana, mientras que Souvenirs..., enlazando con lo
anterior, narra su vida en España desde los once años hasta la retirada de las
tropas napoleónicas en 1813, con uno de cuyos generales se acababa de casar.
Podría aducirse que es una mirada sesgada: no en vano el estudio de
memorias, autobiografías... la literatura del yo en sentido amplio, implica
cautela. La condesa intentará «vender» la inmediatez y autenticidad
románticas: «Pienso porque siento y escribo lo que siento»... esas son sus
palabras que traslucen una poética lúcida y nada inocente. La escritora tiene
la imaginación y el corazón henchido de emoción y recuerdos. Tal vez por
ello y aunque no sea su objetivo primordial, en Souvenirs... - libro en el que
me centraré - elabora toda una teoría de la escritura:

La faculté d'écrire est un des plaisirs tentateurs de l'homme (...). D'


ailleurs, j'aime le passé, j'aime la bonheur qui n'est plus, avec toute sa
melancolie (... ).Je me livre, avec un charme indicible, á cette douce
magie de 1'imagination, qui, défiant la absence et la mort, me replace
en face des objets de mon affection, me remet en rapport avec eux, et
renouvelle les plus douces émotions dans mon ame. Je cherche alors a
reproduire les premiéres impressions de ma vie: et lorsque je retrouve
cet enthousiasme pour le beau, cet amour de la verité (...), que la
connaissance des miséres humaines n'a fait qu'accroite ma sympathie
pour celui que souffre, il me semble avoir echappé á un gran danger...
(Comtesse Merlin, 1990: 93).

Hay muchos filtros entre la mano que escribe y el lector actual, voluntarios
e involuntarios. La memoria es selectiva y la condesa escribe en la década del
treinta, en un París que ha hecho suyo, tras dos exilios: la infancia cubana, y
la posterior arrancada de su primera juventud madrileña y española. La suya
es una posición delicada, en cuanto a su propia conciencia, desgarrada entre
esa triple geografía vital; y en cuanto a estrategia literaria: nos consta hasta
qué punto tiene en cuenta el destinatario francés, incluso europeo y cubano en
segundo lugar. Es una escritora en el sentido más pleno y actual del término.

Para el lector no especialista, unas palabras sobre Souvenirs et Mémoirs...


texto fascinante, ágil, más moderno incluso que el Viaje a la Habana, tal vez
por la sencillez y aparente falta de artificio y códigos retóricos que lo
caracterizan. Está dividido en tres partes, con subcapítulos no numerados
pero que se distribuyen así: en la primera, ocho; diez en la segunda y catorce
en la tercera. Como es previsible en las memorias, hay una progresión
cronológica: la primera parte se centra en Cuba y, una vez saltado el charco
trasatlántico, en el salón madrileño de Teresa de Jaruco. La segunda
corresponde según sus palabras a la época más feliz de su vida, la de su
matrimonio en el seno de la corte madrileña de José Bonaparte. Y la tercera y
más larga, se abre con la muerte de la madre solo paliada con su propia
maternidad. Y se detiene en la larga retirada de franceses y afines, que
supone un nuevo exilio para quien es ya una española «con matices». Así lo
fueron los afrancesados y, tal vez por ello, dedica muchas páginas a exaltar el
buen hacer de Pepe Botella, el rey que quiso el bien de esa España, en
realidad conquistada por su hermano el emperador Napoleón. Un personaje
para quien hay palabras de admiración, pero también veladas críticas: se
equivocó subestimando a los españoles, cuyo carácter contumaz les dio la
victoria a largo plazo.

1. LA CONDESA ES ESPAÑOLA DESDE SU NACIMIENTO, PORQUE


CUBA ES UNA COLONIA

Ante todo ¿quién es esta mujer? Como dijimos, nace en La Habana (1789)
en el seno de los condes de Jaruco, una familia de rancia nobleza española
establecida siglos atrás en la Cuba colonial. Ello explica la atracción por
Europa, las largas estancias paternas en la metrópoli muy en contacto con
Godoy y la corte madrileña, que tenían amplios intereses comerciales en el
Caribe. Nada más nacer la niña, los padres se establecen en Madrid y queda
al cuidado de su bisabuela, «Mamita». La pequeña, sensible e inteligente,
aprende a leer y crece rápido consentida por todos. El retorno y breve
estancia del padre en la isla con un alto cargo político le ponen en contacto
con la oligarquía habanera del azúcar, a la que pertenece por familia.
Conocerá las plantaciones, descubrirá la esclavitud y curioseará en las
tertulias paternas: la casa del conde de Jaruco reúne a lo más granado de la
sociedad habanera y, además, por allí pasan visitantes ilustres, como el duque
de Orleáns (futuro Luis Felipe 1) o el barón de Humboldt.

Todo ello por poco tiempo: el padre viaja a España, no sin antes dejarla
interna contra su voluntad en el convento de santa Clara. Aburrimiento,
rebeldía... la indómita muchacha decide escaparse y así lo hace, ayudada por
su amiga sor Inés que, pasados los años, será la protagonista de su segunda
obra literaria, Histoire de soeur Inés (1832). Por fin, el 25 de abril de 1802
abandona la isla: su padre renuncia al matrimonio cubano al que la destinaba
- motivo por el cual nunca la llevó a España, pensando en las dificultades de
aclimatación caribeña posterior-. Toca puerto en Cádiz, pasa por Sevilla y
Aranjuez y llega a la capital. Es una niña, pero apunta ya la espléndida criolla
que llegará a ser:

A onze ans, j'avais atteint tout ma croissance et, quoique trés


mince, j' était formée comme on Test á dix-huit. Mon teint créole,
mes yeux noirs et animés, mex cheveux si longs que j' avais de la
peine á les porter, me donnaient un certain aspect sauvage, qui se
trouvait en rapport avec mes dispositions morales. Je savais á peine
lire et écrire, et je raisonnais avec aplomb, et souvent avec justesse,
sour toutes choses. Vive et paissonnée á 1' exces, je ne soupconnais
pas la necessité de réprimer mes émotions, et bien moins celle de les
cacher. Franche, confiante par nature, et n'ayantjamais été contrainte,
j'ignorais la dissimulation, et j'avais pour la mensonge autant
d'aversion que pour le mal. D'une indépendance de caractére
indomptable avec les indifférents, et faible sans bornes pour les
personnnes que j'affectionnais; sensible á l'exces au plaisir d'étre
aimée... (Comtesse Merlin, 1990: 74).

Cuba significará amor, naturaleza y plantaciones. Respecto a lo último, me


parecen significativos dos aspectos: ciertos resquemores hacia el esclavo que
si está bajo mi dominio no puede amarme - piensa - y además nunca sirve de
buena fe. Resquemores que matizará en el futuro, con fluctuaciones que
ahora no vienen al caso. Me interesa más cómo quiere marcar su natural
compasivo: el final de su estancia cubana vendrá dado por la liberación del
ama negra y sus hijos, a quienes se les dona un pañuelo de tierra cultivable
(Comtesse Merlin, 1990: 67-69). La bondad de la condesa no es sino herencia
paterna, genes de quien es aristocrático y bondadoso (Comtesse Merlin,
1990: 63-64). No en vano los valores de la niña se desarrollan en contacto
con los cuidados de «Mamita» y presuponen el amor:

Voilá comme se sont passées les premiéres années de ma vie.


Toujours environnée de amour et des plus tendres soins,
l'eloignement de mes parents était, pour tous ceux qui m'entouraient,
un nouveau motif de s'intéresser á moi (...). Je m'etais imaginé que le
monde était peuplé d'amis et que nous n'etions nés que pour nous
aimer et nous rendre heureux mutuellement... (Comtesse Merlin,
1990: 21).

Paraíso perdido, Cuba retornará una y otra vez en sus recuerdos. Pero,
además, la superioridad de la naturaleza cubana en la que ha nacido se pone
de manifiesto más adelante, en contraste con la pobreza del Viejo Mundo:
cañaverales, bujíos, productos de esa «tierra bendita» - así, en español
(Comtesse Merlin, 1990: 56) - tienen un destinatario: el francés o europeo al
que debe descubrirse esta naturaleza virginal que, paradójicamente, Europa
puso de moda como exotista, pero es la más íntima y primaria realidad de la
condesa; su primer y - a estas alturas de la vida - quizá único recuerdo. Y
hablando de exotismos, la historia de Cangis, la princesa negra raptada de
África (Comtesse Merlin, 1990: 26-28) tiene mucho de Chateaubriand... pero
lo dejo de lado porque nos desvía de nuestro tema.

Hay otra Cuba en la condesa, asumida como patria, como cuna, como país
propio: y es la del Viaje a la Habana (1844), pero no se redescubrirá hasta
años después.

2. LA CONDESA SE FORMA EN LOS SALONES DE LOS


AFRANCESADOS MADRILEÑOS

La historia cultural del Siglo de las Luces apunta que algunas damas
nobles establecieron tertulias o salones en Madrid: la marquesa de Sarriá, la
condesa-Duquesa de Benavente y Osuna, la condesa de Montijo y la Duquesa
de Alba son los nombres citados con frecuencia (Sullivan, 1997: 317).

El salón español no fue tan brillante ni propició la escritura femenina al


nivel del país vecino. Pero, no cabe duda, llega el momento en que las
mujeres «toman la palabra» (Torras Francés, 2001). La mujer comenzaba a
hacer sentir su presencia en las tertulias e incluso a escribir en los periódicos,
en cuya actividad se afianzará a lo largo del siglo (Arambel-Guiñazú y
Martin, 2001). Uno de los salones más reputados a comienzos del xix fue el
de Teresa Montalvo, condesa de Jaruco, cubana asentada en Madrid, que
junto a su marido «reunían lo más granado de la vida social madrileña al final
del reinado de Carlos IV» (Martínez Gómez y Mejías Alonso, 1994: 14). Tras
el luto por la muerte del marido y siempre a la sombra de su tío, el general
O'Farrill - comprometido con Godoy, «El príncipe de la Paz»... ministro de
guerra con Fernando VII y decidido partidario de José Bonaparte después-, la
condesa reabre su salón por el que transitan ministros, diplomáticos,
escritores y artistas.

Y, siempre según Souvenirs... ¿cuándo y cómo se incorpora su hija, la niña


cubana, a este ambiente? A los once años y bajo la atenta mirada y los
cuidados paternos realiza el viaje trasatlántico - como dijimos-: desembarca
en Cádiz, cuya luz y color no le son tan extraños; pasa por Sevilla, cuyos
monumentos admira pero... la naturaleza de Andalucía se le queda corta
frente a sus recuerdos de la vegetación caribeña. Un alto en Aranjuez, donde
se encuentra la corte y su padre tiene compromisos; un primer sentirse
explorada, que intensifica el deseo de gustar a la madre, mitificada desde
siempre por la ausencia:

[...] j'avais toujours les yeux fixés sur son portrait: je croyais la voir:
il ne manquait que le son de sa voix. Ma mére!... répétais-je souvent
tout bas. Que ce nom me semblait doux! Que des sensations
nouvelles il me faisait éprouver! 11 faudrait, pour les comprendre,
avoir été privée comme moi de ce sentiment que rien ne remplace
dans l'enfance... (Comtesse Merlin, 1990: 65).

La madre en absoluto decepciona: es bellísima, de ojos negros y tez


blanca, exquisita y amante de la música y tomará a su cargo la educación de
una hija algo «salvaje» y atrasada en sus estudios. La niña quedará
«enganchada»: «ma tendresse pour ma mére ne tarda pas á prendre un
caractére passionné, et c'est au désir de lui plaire (...) queje dus les rapides
progrés de mon éducation» (Comtesse Merlin, 1990: 79). Ternura que le hace
dependiente y desgraciada: «j'avais toujours le coeur triste» - dirá (Comtesse
Merlin, 1990: 97)-. Por ello, al lector no le asombra que se sienta
«extranjera» frente a sus hermanos españoles y el trato - el «Ud» frente al
cálido «tú» con que ellos se dirigen a la madre - le duele como una puñalada

La relación con la madre constituye todo un hilo conductor del relato hasta
su muerte: episodios folletinescos - la salva del fuego, amparándola con su
propio cuerpo al prenderse sus vestidos en la chimenea (Comtesse Merlín,
1990: 90-91)-; el resaltar su exquisitez ante los perfumes, por ejemplo; el
fiarse - tras un primer momento de rebeldía - de su consejo a la hora de elegir
sus pretendientes y sobre todo, el orientarse en la vida según sus reglas -un
yugo voluntario y feliz porque lo impulsa el amor-: algo importante a la hora
del matrimonio. La futura condesa Merlin contará cómo es requerida por el
marqués de Cerrano, mujeriego y petulante, que la deslumbra y que deberá
aprender a desenmascarar (Comtesse Merlin, 1990: 140-149).

En definitiva, la madre será el referente en las delicadas relaciones con los


franceses y en su amor por Madrid. Porque el salón de Teresa de Jaruco, al
amparo de su tío O'Farrill - del que por cierto se hace el elogio del gran
hombre (Comtesse Merlin, 1990: 115)-, es un salón de hombres de letras por
los que la bella cubana tenía debilidad. La joven Mercedes se educa en ese
ambiente, uno de los centros más brillantes del Madrid afrancesado: allí
conocerá, entre otros, al pintor Goya y a literatos como Moratín, Arriaza o
Quintana. El texto adquiere la fluidez de una novela cortesana, al hilo de los
recuerdos reelaborados para entretener y caracterizar esas «cortes» en
miniatura que montaban las damas nobles: historias de las gentes que rodean
a la madre (Comtesse Merlin, 1990: 99-113); o historias de hombres
singulares, como D.Anastasio (Comtesse Merlin, 1990: 117-130). Por fin, las
complejas alternativas de la política: el 2 de mayo caen los Borbones y, como
O'Farrill se había implicado con Godoy, deben iniciar el exilio vía Vitoria y
Burgos. La narradora sabe entretejer con maestría el dolor de la joven por
abandonar un Madrid que ya siente como suyo; con la fortaleza de quien, a
pesar de su habitual melancolía, es capaz de sobreponerse a todo: «Je sens
que je suis née avec la force et la puissance nécessaires pour trouver mon
bonheur en moi-méme» - dirá (Comtesse Merlin, 1990: 196)-. Por ello, la
llegada del emperador Napoléon en apoyo de su hermano, la campaña de
reconquista y posterior caída de Madrid, que les permiten retornar e instalarse
en el centro de la nueva corte, son narradas con la equidad y distancia de un
historiador profesional. Un historiador que debe hacer filigranas para mediar
entre dos amores: la patria española y Francia, la patria de adopción. Porque
el lector no debe olvidar que la condesa escribe veinte años después de los
acontecimientos, cuando ya es una ciudadana parisina perfectamente
integrada.

¿Cómo lograr este delicado ajuste? Desde mi punto de vista la bisagra es


José Napoleón, el rey dispuesto a adoptar a los españoles: «En arrivant en
Espagne, il était animée du désir sincére de faire le bien, et tout disposé á
adopter la nation qu'on lui avait léguée» - recordará (Comtesse Merlin, 1990:
193)-. Declaraciones así no constituyen una excepción (Comtesse Merlin,
1990: 324-330); por el contrario, la condesa va espolvoreando el texto de
referencias que muestran su simpatía por este personaje, que llama a la corte
a la madre - las páginas que muestran las dudas de la condesa de Jaruco al
respecto están bien logradas-. El recuerdo de su presentación oficial en la
corte idealiza de nuevo al monarca:

Le rol me plut beaucoup; il avait des maniéres charmantes et


convenables; de beaux yeux, de belles mains et certaine coquetterie
de bon goút que lui allait á merveille (Comtesse Merlin, 1990: 234).

Por esta vía, la narradora desliza una transposición: parece que su madre
vivió hasta su temprana muerte (1809) un idilio con Bonaparte quien, atraído
también por la belleza e inteligencia de la hija, impulsó su matrimonio (1811)
con uno de sus mariscales, a quien otorgará el rango de conde. Souvenirs...
no solo no recoge el affaire materno, sino que insinúan un esporádico
galanteo con la hija, ya casada, lo que ocasiona los celos del marido
(Comtesse Merlin, 1990: 276-277).

Si las memorias se abrieron con la intrahistoria cotidiana, paulatinamente


lo personal se hace político y la adolescencia de Mercedes se entreteje con el
convulso momento histórico por el que atravesaba España. Ello le permite a
la narradora elogiar a los españoles como pueblo: su tenacidad es, tal vez, su
gran virtud (Comtesse Merlin, 1990: 316), lo que les llevó a imponerse a
largo plazo a los invasores. La desconfianza hacia el extranjero hizo que
nunca bajaran la guardia. Esa España, casi desconocedora de la civilización,
oprimida por la censura y la falta de libros, se conservaba virgen, tanto en su
naturaleza - costumbres y altas cualidades morales - como en su ignorancia;
dispuesta a dar sus frutos. El español:

[...] sobre, patient, désintéressé, méprisant le luxe, dont il ne sait que


faire, l'Espagnol était difficile á seduire. Sévere et peu prodigue de
phrases, il s'attache au fond des choses, et fait peu de cas des
apparences. Les beaux discours et les mots á effet font peu
d'impression sur lui; ses défauts méme portent l'empreinte des
sentiments forts et élevés dont il sont la source (...). Jamais nation n'a
reuni de plus beaux éléments de bonheur, i autant d'avantages pour
devenir grande et forte. La nature du sol, l'indépendance de sa
position, le caractére, les vertus nationales, tout devrait la porter hors
de la triste sphére ou elle languit (Comtesse Merlin, 1990: 177-178).

Es decir, María de las Mercedes - como su madre - ama Madrid:


seguidilla, bolero, fandango... son parte de una educación que arrancaba de
los clásicos (Comtesse Merlin, 1990: 225). El problema de España fueron sus
malos gobernantes y el rey José quiso, sin éxito, salvarla de ese marasmo.

Llegado este punto, a la narradora solo le resta contar su matrimonio,


puente hacia su destino francés. Con acierto, Merlin es presentado como
personaje político: un general francés que avanza hacia Madrid. En la
segunda ocasión que aparece, el personaje público es el pretendiente de la
bella cubanita; por cierto, desconcertada porque ni le conoce y, además, ¡es
un general extranjero!. Aquí, las feministas deben sufrir lo suyo: la narradora,
a tiro pasado, confiesa haber creído siempre que el destino de la mujer era el
matrimonio. Quien nació para ser protegida no podía aspirar sino a no
equivocarse con el hombre de su vida. Mercedes se fía de la madre: de
exterior frío y severo, simple y natural en sus maneras, el elegante militar
algo tímido no tarda en mostrarse «amoureux comme un fou» (Comtesse
Merlin, 1990: 260) y en inspirar confianza a la joven. El subsiguiente
matrimonio se lleva a cabo bajo un presagio feliz: ¡el bravo militar consiguió
la libertad para dos condenados a muerte!, lo que se narra en un emocionante
y romántico relato (Comtesse Merlin, 1990: 264-271).

La claves quedan fijadas para las páginas restantes: la obligada retirada de


Madrid - ahora sí, definitiva-, viene marcada por el dolor, la angustia de dejar
la patria, el hambre, la sed... siempre contrapesadas por las delicadezas del
amante esposo que, en la noche, recorre las millas que haga falta para cuidar
a su bella! La dulzura de dejarse conducir por el marido le acompañará hasta
su viudez, en un país - Francia - que será su patria adoptiva. Un proceso
largo, que se lleva no sin dolor:

Abandonner de nouveau ma maison et mes habitudes! Fuir un


danger pour courir au-devant de mille autres! Et quel allait étre le but
d'un tel voyage? Celui peut-étre de m'expatrier..., qui sait? (...). Un
secret pressentiment, plus puissant que la raison, s'était emparé de
mol, et me répetait tout bas: Pour toujours loin de la patrie.!...
(Comtesse Merlin, 1990: 334).

Las inquietudes de una madre primeriza para dotar de ama de cría a su


recién nacida están muy bien narradas y el lector conecta con el corazón de
quien intentó paliar con la maternidad propia la pena por la muerte de la
madre. Aún así, hay ojos para la belleza de las ciudades recorridas en este
viaje (Valencia, Zaragoza...) siempre valoradas en función de su exotismo
oriental ¿Hasta qué punto no se trata de una concesión al orientalismo de
moda? El lector decidirá...

Otro pequeño detalle aúna las tres patrias en esta retirada: al llegar a
Valencia, el mar le recuerda La Habana:

Nous voyagions presque continuellement sur le bord de la mer,


que je retrouvai pour la premiére fois depuis mon arrivée á Cadix. La
vinrent se grouper tout naturellement mes souvenirs d'enfance... Les
bruit des vagues, l'odeur de l'eau salée (...). 11 me semblait que ces
eaux qui bouillonnaient autour de mol avaient, depuis peu de jours,
touché ma terre natale et doucement caressé la plage ou j'avais tant de
fois ramassé des coquillages (...). Puis j'entendais la voix d'un ange au
diapason des célestes cantiques, qui me disait á l'oreille au milieu de
ce bruit: Va, pauvre créature, au lieu de courir á la terre étrangére, va
chercher les oiseaux de tes forets et te réfugier dans le coeur de tes
amis! (Comtesse Merlin, 1990: 394-395).

¿Cuánto de personal y cuánto de retórica romántica - el refugio en la


naturaleza - hay en este recuerdo? Cuba, la primera patria abandonada, se
funde con la España que la vio desplegar su belleza y personalidad. Ambas
convivirán con esa «France, ma belle patrie adoptive» (Comtesse Merlin,
1990: 417) a la que invoca en la última página del libro, no sin antes entonar
todo un canto de despedida: «Lá, étrangére a tout, livrée á un solitude presque
absolue, je m'abandonnai á une melancolie profonde; le souvenir de ma mére,
celui de mon pays... (...). Je n'éprouvais de soulangement que dans la priére
(...) laissant le passé et l'avenir dans les mains de Dieu» (Comtesse Merlin,
1990: 416-417).

Vivir el momento presente, de la mano de un Dios al que recurre en su


religiosidad una y otra vez: esa será la fórmula que le permita integrar sus tres
patrias y ser feliz en adelante.
3. LA CONDESA REALIZA UNA VERSIÓN ESPAÑOLA PARA
MADRID/LA HABANA DE SU VIAJE...

Dejo a un lado el período francés en el que transcurren los años, nacen


hijos, la vida familiar se combina con la deslumbrante actividad social, que a
través del salón llena su vida. Y me sitúo en 1840, momento en que ya viuda,
se decide a realizar su viaje a la Habana.

Para una mujer de la época e... «independientemente de cómo se conciba


el viaje, ya sea en términos de ganancia (progreso, auto-conciencia, saber) o
de pérdida (expropiación, exilio, muerte - el viaje final-), el hogar funciona
siempre como el comienzo absoluto y el fin de todo sentido o significación»
(Rosman, 2007: 54). Eso es así pero - como recuerda Chambers (2007: 47)-,
«el estereotipo doméstico no representaba adecuadamente a las mujeres de
clase media-alta y de principios del xix en Sudamérica». Mucho menos en
Europa. La condesa tuvo su feliz matrimonio, sus hijos... pero necesitó algo
más: su salón y el viaje al Nuevo Mundo, como tantas mujeres de su clase
(Araujo, 1983).Y es de su hogar francés - su salón parisino - desde donde
parte esta mujer, recientemente enviudada, para conocer mundo y rescatar sus
raíces cubanas. Un hogar europeo en el que - según Girona Fibla (2008:
156)... «sobreactúa su diferencia criolla: Mi color de criolla, mis ojos negros
y animados, mi pelo tan largo que costaba trabajo sujetarle, me daban cierto
aspecto salvaje». Es cierto que esta cita corresponde - dentro de Souvenirs... -
a la llegada a España de una niña cubana de once años. La viuda de los
salones es mucho más parisina que esto. En lo que sí concuerdo por completo
con Nuria Girona es en la actitud de la condesa a punto de emprender su viaje
iniciático: «su colección de imágenes sobre la isla oscila entre la
esencialización que la identifica y la distancia que la idealiza» (Girona Fibla,
2008: 156).

El viaje de la condesa al Nuevo Mundo ha sido más que explorado por la


crítica, como subrayé en mi edición de Viaje a la Habana (2006): la narración
arranca de Bristol, describe la dura travesía del Atlántico; para relatar después
la llegada a Nueva York y las impresiones que le provoca la metrópoli. Tras
un breve recorrido por Estados Unidos (Filadelfia, Washington), una corta
travesía marina la acerca a Cuba. El texto se ralentiza: la emoción de la
llegada, el encuentro con la familia y la descripción de la ciudad, que engloba
historia, usos y costumbres sociales, y sus comentarios sobre economía,
política. Estamos ante la edición francesa: La Havane (1844) se compone de
36 cartas, más un apéndice con notas aclaratorias y documentos justificativos
que intensifican el matiz político y el tono ensayístico de la obra.

Prácticamente todos los especialistas (Vásquez, Méndez Ródenas,


Regazzoni...) han señalado su especificidad al confrontarlo con otros viajes -
casi siempre, el de Flora Tristán, por sus afinidades y, también, claras
divergencias - en el marco de estudio de los viajes femeninos (Pratt y
Araujo). Viajes que suponen asimismo una reinvención de América, desde
los parámetros de cada cual. Pratt asevera que, curiosamente, las mujeres
suelen implicarse más que los hombres en los dramas políticos de las
recientes repúblicas, hasta el punto de elaborar lo que denomina
«feminotopías», haciendo... «de sus casas y de sí mismas sitios privilegiados
de comprensión y acción política» (Pratt, 2010: 304). Es el caso de Flora
Tristán en Perú, de María Graham en Chile, e incluso de la condesa. La
investigadora insiste en que hacia 1830 había un notable corpus de viajeras
fundamentalmente inglesas que, si bien tuvieron sus trabas para viajar, no así
tanto para publicar después, eligiendo el diario o la novela autobiográfica
como cauce pertinente (Tristán, Wollstonecraft, Montagu o Fany Calderón de
la Barca); lo que impulsó la literatura femenina.

Tal vez hasta ahora no se haya puesto tanto interés en trabajar el viaje
femenino en sentido contrario: por ejemplo, la Memoria de Gertrudis Gómez
de Avellaneda (Sevilla, 1838), en que la cubana da cuenta a su prima Eloísa
de Arteaga y Loinaz de sus impresiones durante el viaje trasatlántico y los
primeros años españoles (Coruña, Sevilla...). Aunque casi coetáneo al de
Merlin, sus intereses difieren de modo radical: Gertrudis explora un mundo
nuevo, no vuelve sobre sus recuerdos al reencuentro afectivo con el pasado,
como la condesa. Queda para otra ocasión confrontarlos más detenidamente,
si bien puedo adelantar que el único punto de contacto es la naturaleza,
visualizada en ambas con un toque romántico y cuya clave es siempre la
armonía.

Sea como fuere y desde la óptica del Viejo Mundo:

[...] esa América fue entonces tendenciosamente reinventada como


objeto de reconocimiento, como paisaje, como fuente de riqueza,
como organización política y social y en el entramado de ese proceso,
cuando se lo examina a la dis tancia, no sorprende identificar las
frecuentes referencias y las alusiones a Personal Narrative (Prieto,
2003: 20).

La cita de Prieto recuerda el papel desempeñado en este proceso por los


viajeros europeos y en especial Humboldt, tras los tanteos viajeros del xviii.
El relato de La Condamine (1745) sobre su expedición al Amazonas es el de
un viaje científico, utilitario, como el de Félix de Azara y tantos otros. Surgen
en esta época muchas publicaciones, aunque autores importantes como
Voltaire o Rousseau no entraron al trapo. Entre los viajeros ilustres debe
citarse a Tocqueville cuyo famoso ensayo De la démocratie en Amerique
(1835) puede considerarse fruto de su viaje americano. Unos años antes y
recordando su paseo por Michigan, publicó un texto menos erudito, tejido de
citas literarias y humanísticas. Hablamos de 1831, el año en que Darwin
partió en el Beagle para el Atlántico sur. Fueron años de movilidad
internacional, que enriqueció el discurso transoceánico por la confluencia de
dos ópticas, dos culturas, europeas y americanas; aunque en ocasiones y
como recuerda Lelia Gómez (2009: 14), «el diálogo conflictivo entre los
intelectuales locales y los viajeros metropolitanos genera contenidos
biculturales e intercambios proteicos, tanto en los discursos nacionales, como
en la retórica del viajero».
Saint-Pierre se había quejado en su momento de la falta de un modelo para
la literatura de viajes y en su Voyage á l'lle de France (1773) incluye una
«carta sobre los viajeros y los viajes», con algunas anotaciones, que
impulsarán la constitución de un canon y actualizarán la literatura de viajes
en Francia. Cuestión que cambiará en el discurso romántico, que consagra lo
sublime y cuyo eje radica en Chateaubriand. A su retorno del Nuevo Mundo
(1 de julio-10 de diciembre de 1791), este diplomático no redacta un informe
descriptivo sino una obra literaria, Atala (1801), que ve la luz en las vísperas
del retorno de Humboldt a Europa. Solo años después y junto a otro texto
«literario», Les Natchez (1826), publicará su Voyage en Amérique (1827).
Tras la introducción, de tono autobiográfico - por qué viajar-... y el prefacio -
completa historia de los viajes desde la Antigüedad más remota-, vierte
observaciones de todo tipo: etnográficas, arqueológicas, históricas,
geográficas... y retrata el presente con un matiz desencantado en el que, al
diplomático, parecen pesarle cuestiones como la pérdida de colonias
francesas en el Nuevo Mundo.

4. LA DOBLE MIRADA DE UNA SALONNIÉRE COLONIAL.

UN ASUNTO ESPINOSO: LA ESCLAVITUD.

HUMBOLDT COMO REFERENTE INTERTEXTUAL.

ESTRATEGIAS RETÓRICAS PARA JUSTIFICAR

LO INJUSTIFICABLE: EL VAIVÉN DE LA ESCRITURA

Del intelectual libre a la mujer mediatizada por los intereses familiares y


de clase, el asunto de la esclavitud tiene ribetes distintos en Humboldt y la
condesa. No me detendré demasiado en lo que ya trabajaron Regazzoni
(2009) y sobre todo Méndez Ródenas (1998 y 2006). De entrada, me pareció
curiosa la coincidencia en ese primar la recepción, afín a la modernidad:
Quiero que el viaje esté escrito de modo de atraer a las gentes de
buen gusto. No contendrá más que los resultados de los números,
todo lo que concierne al físico del país, a las costumbres, al comercio,
a la cultura intelectual, a las antigüedades, a las finanzas y a las
pequeñas aventuras de los viajeros (Humboldt, 1980: 144).

Al respecto, Ottmar Ette en su libro Literatura en movimiento... (2008)


hace referencia a una nota del sabio alemán redactada informalmente en
francés bajo el título Mes confessions... para su amigo Pictet, a fin de que
«hiciera propaganda a la edición que Humboldt tenía previsto redactar en
lengua inglesa y en la que había depositado muchas esperanzas también de
índole financiera» (Ette, 2008: 143). Puede resultar un dato interesante para
contrarrestar las críticas que se le hacen a la condesa por su moderna
perspectiva de agente comercial; perspectiva manifiesta en la
correspondencia con su ayudante, el bibliotecario Chasles (Boxhorn, 1928;
Condesa de Mer lin, 2011). Mera coincidencia o aprendiz del sabio alemán,
la condesa tomó una vía ilustre, propia de los escritores consagrados o en vía
de consagración.

Aunque eurocéntrico, Humboldt mantuvo un proyecto abierto y


cosmopolita, capaz de reconocer en el Nuevo Mundo - donde Hegel no vio
más que inferioridad - bellezas y valores. Como es bien sabido, trabajó sobre
el terreno: más de un año en Nueva España, dos viajes cortos a Cuba... le
permitieron opinar sobre los problemas reales, considerados objetivo de la
ciencia. En el Essai politique sur le royaume de la NouvelleEspagne mantuvo
sin complejos una teoría revolucionaria: la integración del indígena
americano no es solo deber moral o cuestión de justicia, sino el único camino
para la felicidad del blanco transoceánico:

La felicidad de los blancos está estrechamente ligada a la raza


cobriza. No habrá felicidad en ninguna de las dos Américas, hasta que
esta raza, humillada por la larga represión pero no envilecida,
comparta todas las ventajas obtenidas con el progreso de la
civilización y el perfeccionamiento del orden social (Humboldt, 2004:
23)

Afirmaciones más que «rompedoras» para las élites que tradicionalmente


arrastraban su complejo de inferioridad y la necesidad compulsiva de verse
reflejados y aceptados en el espejo europeo, lo que implicaba cierta
«limpieza»... Es verdad que el romanticismo pondrá en su centro al indio,
pero nunca al depauperado analfabeto de las haciendas.

Por lo que se refiere a la trata, resulta palmario su horror a la esclavitud...


«el mal más grave que aflige a la humanidad» - dirá (Humboldt, 2004: 176)-.
En ese sentido y a partir de los derechos humanos, su condena es rotunda, sin
paliativos. No sirven «paños calientes» como la sensatez y suavidad de la
legislación española, porque ¡a cuántos excesos está expuesto el esclavo en
una plantación o hacienda aislada! Es consciente de la diversidad de
situaciones que afligen al esclavo: la casa, el cafetal y el ingenio azucarero -
en este orden - suponen un in crescendo en su infierno vital. Pero no se trata
de mati ces: su condena es una cuestión de principios... Humboldt no concibe
un ser humano que no sea libre: la primera página del capítulo V - «Sobre la
esclavitud» - del Ensayo político sobre la isla de Cuba (1826) no deja
resquicios en cuanto a sus opiniones:

Solo he examinado la sociedad, el reparto desigual de derechos y


goces de la vida y los peligros que la sabiduría del legislador y la
moderación del hombre libre podrían evitar en cualquier forma de
gobierno. Al viajero que ha visto de cerca los tormentos y la
degradación del ser humano corresponde transmitir estas desgraciadas
quejas a los que pueden aliviarlas. He observado la situación de los
negros en los países donde leyes, religión y costumbres tienden a
suavizar su suerte. Y, sin embargo, al abandonar América sigo
sintiendo el mismo horror por la esclavitud que tenía en Europa.
Algunos escritores inteligentes han inventado, en vano, palabras
como campesinos negros de las Antillas, vasallaje negro y protección
patriarcal para ocultarla barbarie de las instituciones con la ingeniosa
ficción del lenguaje. Esto es profanar las nobles artes del espíritu y de
la imaginación (Humboldt, 2004: 175).

La cita es abusivamente larga, pero esclarecedora. Y dado que está por


medio la dignidad del hombre, el sabio considera la solución del problema
una tarea de la civilizada Europa. «Este cambio lo tendrán que hacer los
gobiernos europeos que valoran la dignidad humana y saben que la injusticia
lleva consigo el germen de la destrucción» (Humboldt, 2004: 177). Propone
objetivos urgentes a la legislación colonial que demuestra conocer bastante
bien, subrayando los avances de lo hispánico (la Sociedad Patriótica, el
Consulado y el Ayuntamiento de La Habana) frente a los Estados Unidos;
aunque la memoria de Arango (1796) resulta muy insuficiente. Sabe incluso
dar respuesta a quienes opinan que sin negros esclavos no puede haber
colonias: «por el contrario - afirma (2004: 184) - declaramos que sin
esclavos, e incluso sin negros, habrían podido existir colonias y que la mayor
diferencia radicaría en las mayores o menores ganancias, en el crecimiento
más o menos rápido de la producción».

Con otras conclusiones, la condesa es sensible a este planteamiento y de


ahí arranca su argumentación. En su famosa carta sobre la esclavitud, hace
ejercicios malabares en la cuerda floja para justificar lo injustificable. Y es
que lo suyo no es una cuestión de principios: la riqueza de su familia cubana
se asienta en las plantaciones esclavistas. Forjada como intelectual en París,
sabe que su discurso debe ser «razonable»; al fin y al cabo, su destinatario
europeo enmascarado tras el barón Charles Dupin así lo exige. No obstante,
la carta zigzaguea del compromiso a la pasión, como zigzaguean los
destinatarios (Méndez Ródenas, 1998: 148 y sigs.). A pesar de sus cautelas,
el asunto le resultaba embarazoso.
¿Cómo argumenta la condesa? De entrada, plantea una tesis concluyente:
«Rien de plus juste que l'abolition de la traite des noirs; rien de plus injuste
que 1'émancipation des esclaves» (Comtesse Merlin, 1844: 88). A partir de
ahí, su argumentación se bifurca en vías complementarias, desde los
principios teóricos de valor universal a las implicaciones concretas que
supondría la emancipación en Cuba. Entre los primeros, «c'est qu'en tout
temps il y a danger á envisager le bien et le mal d'une maniére absolue»
(Comtesse Merlin, 1844: 97). Remontarse a este nivel teórico - gnoseológico,
metafísico - es propio de varones; ¡demasiada audacia para una mujer de su
tiempo!. Pero además ¡que nadie se escandalice! «A toutes les époques, les
mémes abus ont développé les mémes passions» (Comtesse Merlin, 1844:
106): uno domina al otro.

A continuación vienen los descargos de conciencia: la esclavitud en el


Caribe es un mal menor, frente a la antropofagia y la muerte que sus
congéneres africanos practicaban con los suyos: «Ainsi l'état de prince en
Afrique ne vaut pas celui d'esclave dans nos colonies» - concluye Merlin
(1844: 144)-. El negro prefiere el bienestar que la independencia, dado su
carácter indolente. La independencia le haría vicioso. Frente a las colonias de
Inglaterra y Estados Unidos, la esclavitud en Cuba no es abyecta... Para
justificar sus asertos, elabora toda una serie de escenas costumbristas, una
Arcadia negra y feliz, consecuencia de la vida patriarcal propia de las casas
cubanas. La condesa se aviene a conceder que el campo es otra cosa y que
sus negros bozales son ¡estúpidos! La Arcadia desplegada ante los ojos del
lector es tal - el negro daría la vida por su amo, la libertad es un castigo que
acepta llorando!!! - que Merlin se ve obligada a precisar a su destinatario -y a
los europeos con él:

Ceci ne veut pas dire que l'esclavage soit un état désirable: Dieu
me préserve de le penser! Et vous ne me ferez pas, certes, l'injustice
de m'en accuser. Je me borne seulement á tirer de ce fait une
conséquence incontestable: c'est que les bienfaits de la civilisation et
des bonnes institutions corrigent méme l'esclavage et le rendent
préferable á l'indépendance, dépouillée de tout bien-étre matériel et
toujours exposée au caprice et á la brutalité du plus fort (Comtesse
Merlin, 1844: 144-145).

El abolicionismo europeo del momento - Lord Palmerston yTurnbull son


citados por la condesa - se combina con las discusiones al respecto en el
círculo de Domingo del Monte, del que saldrá Manzano y su famosa
Autobiografía. Susanna Regazzoni hace un buen resumen del contexto
cubano e internacional en «Una mirada oblicua», capítulo de su libro del
2009 (61-76), sintetizando la bibliografía al respecto. Como recordaron las
especialistas, en esos años y dentro de esa dinámica, Saco publicó Paralelo
entre las islas de Cuba y algunas colonias inglesas (1837), con propuestas
concretas, como sustituir al negro por emigración blanca. En este caldo de
cultivo se fraguó la carta sobre la esclavitud (Méndez Ródenas, 1998: 148-
170): la condesa asume y reelabora con algunas variantes el intertexto de
Saco, cuyo débito confiesa (Contesse Merlin, 1844: 151). Porque a su «Cuba
pequeña» opone la apología sistemática de la «Cuba grande» de los
hacendados para quienes la abolición supondría, ante todo, la ruina y a largo
plazo poderosos trastornos sociales derivados de la presumible exigencia de
igualdad por parte del negro recién emancipado en un mundo jerárquico y
clasista desde la Colonia. Profeta al fin, preconiza el reemplazo de toda una
clase social y la globalización sociocultural, política y económica en el siglo
xx, hacia 1840 María de las Mercedes advierte al mundo de la élite en que su
vida se desarrolla a ambos lados del Océano, de las consecuencias del
«idealismo» al evaluar el asunto del esclavo. Y concluye convencida:

Ainsi, partout oú on a essayé de l'émancipation, le résultat a été:


cessation de travail et ruine des colons, ou perturbation et désordre
social (Comtesse Merlin, 1844: 175).

¿Qué hacer entonces? Mejorar las leyes, buscar nuevas vías que arranquen
de la abolición de la trata y se queden ahí. La condesa tuvo siempre presente
a su destinatario - el barón y el público francés/europeo - y, a lo largo de su
carta, desarrolla estrategias de captación retórica encaminadas a lograr su
propósito. Me voy a limitar a dos párrafos suyos donde creo se pone de
manifiesto el asunto. El primero es el arranque mismo de la carta que practica
aquello de «la mejor defensa es un buen ataque».

Ne criez pas anathéme contre mol, créole endurcie, élevée dans


des idées pernicieuses, et dont les intéréts se rattachent au principe de
l'esclavage: écoutez mes impartiales réflexions, et si vous me
condamnez ensuite, je me livre á vous dans mon humilité et demande
gráce pour mon coeur en faveur de cet amour inquiet de la justice qui
peut m'égarer, mais qui ne saurait jamais détruire la généreuse pitié
dans le coeur d'une femme (Comtesse Merlin, 1844: 87-88).

Evidentemente, sus reflexiones nunca fueron imparciales, ni en este ni en


otros asuntos. La coquetería femenina se plasma en la triple caracterización
que hace de sí misma: humildad, amor a la justicia y generosa piedad, propia
del corazón femenino. Merlin reelabora el tópico de la «falsa modestia» - tan
bien trabajado por Curtius (1955, 2: 127-130) - diversificándolo con
inteligencia, para hacerse propicia como mujer. Hay que tener en cuenta,
además, sus conmovidas actuaciones en favor del negro y del humilde, según
Souvenirs et Mémoires...

Por fin, el último párrafo de la carta insiste en la posición subordinada


propia de una débil mujer, a quien, sin embargo guía el deseo de verdad. Con
inteligencia, alterna y contrapone convicciones y dudas, y reclama a Dios
como modelo de una justicia atemperada con la equidad. El asunto escapa
entonces a manos humanas:

Je vous expose mes convinctions et mes doutes; l'amour de la


vérité a été mon seul guide. La justice abstraite ets chose grande et
sublime sans doute, mais rarement compatible avec nótre faiblesse.
Dieu méme, pour nous l'accorder ou nous l'imposer, est obligé d'y
joindre l'équité, qui la tempére (Comtesse Merlin, 1844: 178).

Esta carta, publicada exenta en la parisina Revue de Deux Mondes, es


parte del núcleo duro de La Havane (1844). Pero - conviene recordar - ese
mismo año se edita simultáneamente en Madrid/La Habana el Viaje a la
Habana, una versión reducida de diez cartas en la que desaparecieron los
apéndices; aunque se mantiene la introducción de su compatriota G.Gómez
de Avellaneda. El corpus textual también ha cambiado: las doce primeras
cartas que narraban el viaje a Estados Unidos ya no existen y el libro se abre
en pleno trópico ante la isla cubana: «He escrito estas cartas sin arte, sin
pretensiones de autor, pensando solo en reproducir con fidelidad las
impresiones, los sentimientos y las ideas que nacen de mis viajes»... - dice la
condesa (Condesa de Merlin, 2006: 57)-. Coquetería de autora que quiere
«vender» su producto, como «producto natural», «auténtico». La realidad de
este texto es más compleja, como trabajé en su momento (varias manos,
colaboradores cubanos, ¿plagio?...). Podría decirse que esta afirmación es
aceptable como tal siempre que se compatibilice con otra premisa sine que
non -y aquí enlazamos con el taller de escritura de María de las Mercedes-: la
importancia que adquiere el contexto para la configuración misma del libro,
entendiendo por tal el carácter y peculiaridades de los distintos pueblos, sus
posibles lectores. Algo muy romántico. La correspondencia de la cubana con
el bibliotecario Philaréte Chasles (Boxhorn, 1928; Condesa de Merlin, 2011)
deja claro que la autora toma el texto princeps como punto de partida, texto
manipulable en función de los destinatarios. Al respecto pueden citarse varias
cartas; elijo una fechada en Dissay, el castillo de su hija, en 1842:

Haz de tal forma que cada cual se crea una excepción. Te ruego
que hagas esa modificación en la traducción inglesa. En cuanto a la
francesa, tendré tiempo de revisarla yo misma. Hay que suavizar algo
las cartas de los Estados Unidos y acerca del Gobierno de La Habana;
este último retoque, que debe establecer la armonía de los colores y
suavizar las asperezas del cincel (Caballero, 2011: 87).

Retornando a la versión española, junto a la dimensión autobiográfica - tan


central-, se intensifica el costumbrismo y aumentan los enclaves narrativos al
asumir - «copiar» sería un término más apropiado - textos de escritores
cubanos de la época: El velorio, Velar el mondongo o Las Pascuas amenizan
unas cartas que se presentan al lector con epígrafes alusivos al contenido de
cada una.

¿Por qué dos versiones? Adriana Méndez Rodenas en su libro Gender and
Nationalism in Colonial Cuba... (1998) interpreta la ruptura temática y
editorial entre ambas como fruto de su dilema bicultural: no serían sino
reflejo de la ruptura interior de quien se siente a la vez francesa y criolla bien
asentada en la metrópoli española. La edición francesa era obligada en el
contexto de la literatura de viajes decimonónica; la española, igualmente,
para quien deseó jugar un rol en la transformación del territorio insular en
patria independiente. Como hija pródiga no podía hacerlo de otro modo que
escribiendo Viaje a la Habana; por ello, eliminó todo lo que pudiera
indisponerla con las autoridades coloniales o con su clase. Asimismo, por ello
el libro esta dedicado «a mis compatriotas»... «impregnado de vuestro
recuerdo y consagrado a nuestra madre común», la patria. Acorde con este
perfil, su insistencia en el «servicio al país y la verdad», su poner el dedo en
la llaga del reformismo en las palabras introductorias.

En consecuencia: las versiones de La Habana y la de Madrid, siendo


aparentemente las mismas (en español), tienen sentidos muy diversos, más
allá de que obviamente, en la madrileña hayan desaparecido las dedicatorias.
Si nos atenemos a las palabras de la dedicatoria cubana, una cosa es Europa,
otra Cuba y otra España. Y para cada una de esas tres realidades hay distintas
advertencias: por ejemplo, la metrópoli debe recapacitar sobre «las
necesidades y recursos de su colonia» (ya que) «una parte de su opulencia y
de su bienestar dependen de los cuidados generosos que dedique a esos países
lejanos y del desenvolvimiento fácil y enérgico que en lo sucesivo debe
conceder a las facultades que por largo tiempo ha mantenido cautivas»
(Condesa de Merlin, 2006: 57). La condesa, desde su posición bicultural se
siente «feliz de dar a conocer a España las necesidades y los recursos de su
colonia»... (Condesa de Merlin, 2006: 57). Una España que ya no es - como
en Souvenirs... - el centro del mundo, la metrópoli a la que se aspira.

También habrá advertencias para la civilizada Francia, parte de esa


Europa, «tan orgullosa de sus artes y de sus leyes (que) ha desconocido o
ignorado demasiado nuestra Reina de las Antillas, sus recursos, sus
riquezas»... (Condesa de Merlin, 2006: 57). La salonniére se siente muy
europea, pero - concluye - «Francia, mi madre adoptiva, no ha cambiado
nada, en nada ha disminuido mi ardiente afección por mi país»... (Condesa de
Merlin, 2006: 57). Y ahora «mi país», la patria, es lo prioritario. Aunque,
como veremos en el apartado de la recepción, paradójicamente a los cubanos
les costara prohijarla.

5. EL ARMAZÓN ROMÁNTICO EN EL ENFOQUE DE LA


NATURALEZA: MEMORIA Y ENSUEÑO

Los aspectos sociales, históricos y costumbristas de la sociedad cubana,


bien atendidos por la condesa en las páginas de La Havane/Viaje a la Habana
han sido igualmente estudiados con profundidad: las figuras femeninas por
ejemplo merecieron trabajos de Carmen Vásquez (1986) y Méndez Ródenas
(2002), por lo que no quiero insistir en ello. Una cuestión que, por obvia, ha
sido menos explorada es la de la estética romántica que inunda su viaje, sobre
todo en lo que se refiere a la naturaleza, libro divino desde la Edad Media
latina, cuyos ecos se habían reflejado esporádicamente en autores tan poco
sospechosos de veleidades como Montaigne, Descartes, Galileo y Voltaire.
Pero no hay que aguardar al romanticismo; la invocación a la naturaleza está
ya en la Iliada y es Homero quien «inventa» una naturaleza participada de lo
divino, una eterna primavera asombrosamente fértil, recuperada en el
Renacimiento junto al locus amoenus y otros tópicos de indudable vitalidad.

Si me he detenido en asuntos harto conocidos (Curtius, 1955, 1: 266-280)


es porque las páginas de Viaje a la Habana responden a esta poética y
reelaboran intertextualmente toda una tradición que para el Nuevo Mundo
suele confluir en Colón (Caballero, 2007), cuyo nombre, por cierto, es el de
la fragata que trae a la isla a María de las Mercedes. ¿Mera coincidencia o tal
vez quiere presentarse, manipulando la historia, como nueva descubridora?
Sea como fuere, la inmensidad de la naturaleza (mar y cielo) provoca un
canto en la narradora; la belleza de las cosas creadas impulsa al débil mortal
hacia el infinito, lleva a Dios, rescata lo bueno y bello de la naturaleza moral
del hombre. Ya en la primera carta estalla su fascinación ante el Trópico:

¡Estoy encantada! ¡Desde esta mañana respiro el aire tibio y


amoroso de los Trópicos, este aire de vida y de entusiasmo, lleno de
inexplicables deleites! ¡El sol, las estrellas, la bóveda etérea, todo me
parece más grande, más diáfano, más espléndido! (...) la atmósfera
está tan clara, tan brillante, que parece sembrada de un polvo
menudísimo de oro! (...) ¡Qué tesoro de poesía y de tiernos
sentimientos no deben despertar en el corazón del hombre estas
divinas armonías! (Condesa de Merlin, 2006: 59).

La armonía - la analogía romántica - campeará en el libro como leitmotiv


desde esta primera carta a su hija: no hay sino leer la entrada del 16 de junio
en la carta VII para constatar el éxtasis de la narradora ante la «grandeza,
silencio y deleite de la naturaleza»: «la perspectiva del cielo, la hermosura de
la naturaleza, la luz, la paz interior, estos bienes que están al alcance de todos
(...) ¿no son objetos de eterno reconocimiento hacia la Providencia?» - se
pregunta (Condesa de Merlin, 2006: 109)-. Detrás de párrafos así pueden
suponerse los Himnos a la noche (1800) de Novalis, o el Obermann (1804) de
Senancour, que en molde epistolar, plasma ese diálogo de un alma con un
universo dotado de transparencia. Tal vez sean demasiado místicos, algo
ocultistas, melancólicos... Si no ellos ¿que ha leído la cubana durante estos
años de aclimatación europea, en un París donde estalla el romanticismo de la
mano de Hugo y otros tantos escritores? Chateaubriand (Schenk, 1983: 165-
176) fue, con toda seguridad, una de sus referencias a la hora de redactar el
viaje: por qué viajar, la naturaleza americana - cielo, mar-... la libertad
primitiva como ideal del civilizado son motivos comunes a ambos. Y la otra
incontestable es Rousseau: el lirismo, la exaltación del sentimiento y la
imaginación, la prosa poética de ese paseante solitario que proclama el
retorno a la naturaleza, cuyo correlato es una bondad profunda, una pureza
interior... Herder, antes que Rousseau y los románticos, había insistido en la
primacía de sentimiento e imaginación (Béguin, 1954: 87-88). La narradora
del Viaje a la Habana los deja en libertad y recupera los recuerdos de la
infancia a través de la naturaleza: «Qué dulce es, hija mía, poder asociar a los
recuerdos de una infancia dichosa, a la imagen de todo lo que hemos amado
(...) el espectáculo de una naturaleza rica y deslumbradora!» - dirá a Teresa
(Condesa de Merlin, 2006: 59).

La hija del Trópico, que como tal tiene agudizado el privilegio de «sentir»,
recupera el mito de la eterna primavera en los bosques virginales de su isla,
en gran medida de la mano de Colón, intertexto y correlato explícito: flores,
frutos... la fertilidad de esa Arcadia se tiñe de sensual voluptuosidad «por la
embriaguez de nuestro clima» - dirá la narradora, absolutamente identificada
con ese Paraíso en el que los frutos se toman de los frondosos árboles con
solo alargar la mano-. Arcadia costumbrista a nivel social, muestra los
encantos de una sociedad primitiva frente a la vieja Europa (carta VIII), muy
en la línea del humanismo renacentista en el que «la virtud es inseparable de
nuestra propia naturaleza» (Condesa de Merlin, 2006: 67), como hubiera
dicho Rousseau, aplicándolo al hombre de cualquier época.

En resumen, el mito de la Edad de Oro se identifica con la infancia feliz


porque, en ese juego de correspondencias propio de la analogía romántica, la
naturaleza rica y deslumbradora remite a los recuerdos de esa etapa:
¿Por ventura no guarda cada ser humano en su corta memoria el
recuerdo de una época en que la separación no había sobrevenido
aún? Edad de oro de la infancia, que creía en las imágenes y no sabía
que hubiera un mundo exterior real y un mundo interior imaginario
(...). La reminiscencia remonta la cadena infinita de los recuerdos. Y
quien está dotado de esta memoria se pone a esperar, porque adivina
dentro de sí, adormecidos pero capaces de despertar, los gérmenes
que dejaron esas épocas infantiles (Béguin, 1954: 481).

Y los gérmenes despiertan: la casa del padre, la de mamita..., los primos


«pájaros americanos»... Todo un mundo armónico - por cierto, con la
excepción de los negros cuyas voces parecen infernales (Condesa de Merlin,
2006: 67-68)-. El proceso es intuitivo: «me pareció reconocer»... «lo adivino
más bien que reconocerlo»... «siento confundirse mi corazón mi vista y mi
memoria en esta viva revelación» (Condesa de Merlin, 2006: 70). El
reencuentro y recuperación con los suyos supondrá una inmersión en los
recuerdos, un fundir y confundir dos tiempos, para rescatar y perpetuar esa
Edad de Oro que la condesa no quisiera volver a perder nunca.

6. Los ÚLTIMOS AÑOS PARISINOS: EL AMOR PASIÓN Y EL


CONCEPTO DE AUTORÍA EN LA CORRESPONDENCIA CON
CHASLES

En cuanto a su labor como escritora, tras el periplo transatlántico - tan de


moda por otra parte (Araujo, 1983) - se dedicó a reelaborar los materiales
acumulados desde el viaje a Cuba, mientras abandonaba paulatinamente la
vida de salón que retrató en su penúltima obra publicada, Les lionnes de Paris
(1845), una sátira de tono levemente amargo. Su final parisino es de ocaso y
problemas económicos, paliados con el apoyo de sus hijos, en especial Teresa
(condesa de Dissay por matrimonio) que, indirectamente, están reflejados en
sus cartas.

Este es el contexto inmediato de la correspondencia que edité y que abarca


diez años 1840-1850 (Condesa de Merlin, 2011): el redescubrimiento del
fascinante Caribe por quien, a estas alturas, es una salonniére, en la línea de
las mujeres francesas que marcaron la cultura ilustrada del xviii y xix: la
marquesa de Rambouillet, Madame de la Fayette, Madame de Sevigné,
Madame de Chátelet, Madame Necker y su hija, Madame de St el, la
introductora del romanticismo, por citar algunas de las mujeres más
significativas del momento. Una mujer enamorada, que está gestando un
nuevo libro, La Havane (por cierto epistolar) y que, tras muchos años de
«vida civilizada» - según el binomio sarmientino - ha redescubierto sus raíces
cubanas. De ahí ciertas referencias en sus cartas que pueden despistar al
lector que ignore sus antecedentes: «nosotras las habaneras» - dirá en julio
del 41 (Baden)-; «abrasadas por el sol de mi país» - septiembre 1841-, o «que
me recuerda mi país» - Aix-La-Chapelle, julio 1846.

La condesa es ya una escritora reconocida, con una rica vida social: recibe
en su casa, asiste a paseos, música, bailes... Asimismo frecuenta balnearios de
moda como Baden y se extasía ante la naturaleza que la rodea: verdor,
pintoresquismo, flores, luz, persianas que protegen del sol. Rousseau y el
romanticismo habían puesto de moda la vida natural. No obstante, es difícil
escapar a un nombre y un rango: la condesa se queja de que... «se han
desbocado los placeres y no puedo sacudir el yugo del mundo». Hará
protestas de soledad, invocará una y otra vez su deseo de independencia y
libertad, mitad real, mitad tópico obligado para la época.

En el marco de esa rica vida social y tras quedarse viuda, a la condesa no


le faltan pretendientes, entre los que destaca el príncipe Jeromo. Todo cambia
al enamorarse de su colaborador, Philaréte Chasles, bibliotecario de la famosa
Biblioteca Mazarine, profesor de lenguas en el Colegio de Francia, crítico y
bibliógrafo. Parece que sus clases tuvieron éxito entre las damas de la alta
sociedad y que se hizo notar no solo como galán sino por su colección de
acreedores, fruto de una vida harto desarreglada en este sentido. Las últimas
cartas de la condesa son un testimonio elocuente al respecto.
Le conoció todavía casada - los críticos suponen que a ello se debe el que
las primeras cartas no estén fechadas, si bien sus Memorias dejan entrever
una excelente relación matrimonial-. Sea como fuere, cuida la discreción, se
precave contra posibles cotilleos y tiene en Madame Aguado una especie de
«celestina» comprensiva. El amor se impone aunque, consciente de que
Chasles es casado, siente envidia de su mujer y añoranza de las parejas
legítimas. Contamos con una amplia correspondencia que muestra el
itinerario de la pasión al desencanto, con las quejas subsiguientes. Al
principio, el corazón de la condesa late precipitadamente como el de una
jovencita: no hay más que leer su carta desde el balneario de Baden (9 de
agosto de 1841), durante un viaje ocasional ya viuda:

Amigo, amigo, amigo... no sabré expresaros lo que mi alma


experimenta leyéndoos... Es amor, ternura, luego una turbación, una
lava ardiente que corre por mis venas y se aviva en mi corazón, triste
y desesperado de no veros... Si; Dios nos ha hecho el uno para el otro
y oigo resonar por doquier este acuerdo divino, que definís tan bien
vos (Condesa de Merlin, 2011: 59).

Intimo acuerdo de corazones, muy en la línea de la armonía universal -


supuesto romántico por excelencia-, su amor se plasma en múltiples registros,
desde la pasión desbocada que alcanza su clímax en la carta de 14 de agosto
del 41; hasta el generoso desprendimiento en pro del bien del otro - «nunca
podrás imaginarte lo tuya que soy desde que sufres»-... sentimientos que
afloran en varias misivas del 41. Este año marca el punto álgido de unas
relaciones que le llevan incluso a elaborar toda una teoría sobre el amor:

El verdadero amor, amigo mío, es la vida del alma (...) todo lo


relaciona con el objeto de su amor: si reúne tesoros es para dárselos;
si goza, es en él; si trata de purificarse por el sacrificio, por la
abnegación, es aún para ofrecérselo, para hacerse digna de él. Por él
transforma el dolor en alegría, y, si necesario fuese, vendería toda su
existencia por un instante de felicidad compartida con él... (Condesa
de Merlin, 2011: 75).

Esta mujer ardiente y temperamental, capaz de diagnosticar su mal de


amor - «nunca se tiene menos inteligencia que cuando se es feliz» - le
confiesa a Chasles - y de elaborar toda una filosofía de la vida, pronto
descubrirá los límites de aquel sobre quien proyectó su ideal: el retrato
resultante de estas cartas no es simpático: resbaladizo, coyuntural,
¿oportunista?, irresponsable profesionalmente hablando, don Juan... La
rectitud de espíritu y bonhomía con que le define conviven peligrosamente
con explosiones de odio, amargura, recriminaciones, cólera... Un estado de
guerra perpetuo y fatigoso parece poseerle. Aunque, habría que confrontar
sus cartas con las de la condesa para asegurar el diorama completo. La
condesa le advertirá en consecuencia: «confieso que os había juzgado de otra
manera; creo que teníais mejor corazón cuando os conocí y os aseguro que,
de haberos conocido como me parecéis desde hace algún tiempo, nunca
hubierais sido amigo mío». María de las Mercedes es una mujer de
principios: «Amo la paz, amo la bondad, amo la caridad, porque a Dios amo»
- concluye.

Aún sabiéndose mujer de carácter y voluntad más firme que la media,


sucumbe a las «afecciones tiernas» y admite a veces su desvalimiento
amoroso: «¿No sabéis que no valgo para nada el día en que no hallo mi
cartita en la carpeta, a las siete, cuando vuelvo del baño?» - le dirá-. Lo que
no le impide tocar tierra a continuación y preocuparse por la recepción de sus
obras mostrando vocación literaria y sentido práctico de empresaria en este
terreno, como veremos en su momento. Algo que se mantendrá incluso
cuando las relaciones comiencen a zozobrar, porque el bibliotecario demostró
no estar a la altura ni en lo amoroso ni en lo profesional. La suya resultó ser
una tormentosa relación cuajada de alternativas, de felicidad y quejas; de
plenitud y abandono. Para pilotar el barco que amenaza hundirse la escritora
llega a recurrir, incluso, al viejo tópico de la falsa modestia. El 6 de
noviembre del 42 se expresa así:

¿Cómo, alma querida, ¿te amedrentas? Tu, hombre, y hombre


inteligente y valiente por tu naturaleza... ¿Qué haría yo, pobre mujer,
sin protección en la vida y sin fuerza en el estado social, baldada en lo
moral como en lo físico... (Condesa de Merlin, 2011: 93).

Nunca un tópico fue tan «tópico» y mentiroso como entonces... ¿Pruebas


al respecto? Ocho días después - en la carta siguiente - estalla la relación y la
«débil mujer» demuestra tener agallas al exigirle «una explicación
enteramente franca»: «tengo muchas quejas de vos» - le advertirá-. «me
habéis causado una pena profunda y cruel». Esta carta de 14 de noviembre
del 42 aparece como bisagra en las relaciones: es el momento de aceptar el
fracaso, el primer peldaño de una curva descendente que tendrá su segundo
escalón un año después en una carta redactada en Metz (7 de noviembre). ¿O
tal vez varios meses antes? Porque el 3 de enero explota:

No, no puedo creer que vuestro corazón me pertenezca aún; si así


fuese ¿no os hubierais acercado a decirme lo que me habéis escrito...
tan tarde? Ya no tengo fe, porque la tierra falló bajo mis pisadas, las
palabras de amor me parecen extrañas por parte vuestra ¿qué habéis
hecho desde hace tres meses para justificarlas? (Condesa de Merlin,
2011: 107).

Todavía habrá vaivenes, idas y venidas, pero ese «mil sinceras amistades»,
frente al reiterado «te amo» como despedida implica una fractura sin
remedio. Una fractura teñida de tristeza: el leitmotiv «estoy tan triste» recorre
las cartas del 43, por ejemplo las del 1, 5, 9, 10 y 20 de octubre, con pequeñas
variantes. Y nunca desaparece ya de su epistolario. «No llevamos a cabo sino
aquello para lo que estamos predestinados» - había expuesto en momentos
felices (Baden, julio del 41)-. La mujer... «fuerte nada más por arranques y a
ratos, débil y ardiente siempre» (Baden, 17 de julio del 41) asumirá y se
arrepentirá a la vez de su experiencia amorosa. La condesa acabó por cubrir
las deudas de su amante y bibliotecario, arruinándose ella misma y
lamentando amargamente haber mezclado los asuntos económicos con el
amor: «que no se trate más de dinero entre nosotros» - le rogará en carta de
14 de noviembre de 1842, desde el castillo de Dissay-. Esta carta marca un
antes y un después en el doble aspecto - afectivo y financiero - de sus
relaciones. El texto epistolar es largo: la escritora se culpa a sí misma por
haber confiado ciegamente en Chasles adelantándole un dinero para cubrir
deudas que... nunca fueron satisfechas. «Ese dinero era el producto de
sacrificios y ventas forzadas - le recordará-. Sabéis que aun en los momentos
para mí más duros, he repartido con vos lo que tenía, cuando he visto que os
hallabais necesitado» (Condesa de Merlin, 2011: 95).

El asunto no mejora y en realidad, venía de atrás: el 1 de noviembre del 41


le recrimina sus ambigüedades: «Sobre todo, querido mío, números bien
justos, porque eres demasiado ambiguo en tus términos: no demasiado, una
cifra enorme, y todo ello no tiene maldita la dificultad. Dirás debes TANTO,
he pagado CUANTO, etc.» (Condesa de Merlin, 2011: 82). Hay otro aspecto
íntimamente conectado con este: ya hacia el 18 de noviembre del 42 la
literatura - la ansiada venta de sus obras - se visualiza como medio de hacer
dinero y así poder pagar las deudas de su amante. No obstante, poco a poco
María de las Mercedes se va desesperando y a fines de ese mes le escribe:
«No te quepa duda, te has echado mucho a perder desde que no estoy cerca
de ti, y tengo mucho más espíritu de continuidad que tú en los negocios»
(Condesa de Merlin, 2011: 103). Lo mostrará una y otra vez: la extensa carta
de 7 de diciembre del 42 es una auténtica lección de cómo enfrentarse a la
adversidad, tanto desde el punto de vista moral, como de las implicaciones
materiales. Al modo de un general, diseña un plan estratégico para reconducir
su tremenda deuda a cuatro años vista. Incluso, algún tiempo después
perseguirá la culminación y venta de su libro como medio para solventar sus
propias deudas, que le humillan. Amenazada de embargo en 1843, no puede
soportar sentirse acosada por acreedores tan prosaicos como sus propios
criados - confiesa a Chasles desde Metz el 20 de octubre del 43-. Lo que se
inició como un préstamo a fondo perdido para salvar de la ruina a su alocado
amante - algo que aparece ya en las primeras cartas, hacia 1840 - por
desgracia salpica a la condesa: «me desazona el haberme dejado sorprender
así (...). Lo que yo temía ha sucedido; el escándalo (...). No te atormentes, mi
posición es cruel, pero ya saldré adelante» - concluye en carta del 25 de
¿1841?

El tono de las cartas intercambiadas con Chasles va cambiando


paulatinamente en función de estos factores, de modo que la tercera parte
parece una mera correspondencia de negocios. La condesa es consciente de
ello y se lamenta en varias ocasiones: «ya ves que mi vida tiene que ser bien
miserable, puesto que me veo condenada a escribirte una carta tan larga de
negocios» - le dirá en una misiva fechada en Dissay antes de octubre del 42-.
Quisiera siempre rescatar el amor que huye, pero... El dinero y sus secuelas:
la brillante mujer de mundo «mimada» - como ella dice - por la alta sociedad,
termina arrinconada. Sus cartas hablan solo de dinero - cfr. la de 22 de
octubre del 43 fechada en Metz-. Se ha convertido en una ¿madre? que
reconviene una y otra vez al hijo calavera: «Pero, cuando menos ¿terminas
alguna cosa? Díme no lo que haces, sino lo que terminas, a medida que lo
vayas haciendo, pues tu porvenir estriba en ello» (Condesa de Merlin, 2011:
120). Ocho días después es aún más categórica: «Te he escrito una porción de
cosas que es necesario terminar (...). CONTÉSTAME. MIS NOTAS Y MIS
CUENTAS» (Condesa de Merlin, 2011: 122). Las mayúsculas subrayan la
fuerza de una mujer desesperada, aunque todavía al timón: «Pero, te lo ruego
una vez más, respóndeme categóricamente a mis preguntas y terminemos. No
sé en verdad en qué piensas. Te amo; pero ten cuidado»...

Sea como fuere, para el lector desprejuiciado de esta correspondencia la


mujer se agiganta frente a su amante ocasional: si alguna vez pareció una
adolescente enamorada, pronto - casi siempre - resalta su personalidad:
apasionada, inteligente, lógica, recia ante las dificultades y desgracias de la
vida. Y confiada en un Dios que, tal vez, no tuvo un lugar prioritario al
comienzo - si bien siempre estuvo allí, no hay más que leer la primera carta
de Viaje a la Habana - pero se va agigantando según pasan los años. Su
madurez no viene dada por la edad; es inteligencia de la vida. Una vida
vivida en plenitud aquí y con una proyección trascendente que recomienda a
su amigo: no hay más que recorrer sus cartas a partir del 5 de diciembre del
47 en que expone:

Desde hace tres meses busco consuelo en la lectura del Evangelio


y la he hallado (...). En mi infancia había aprendido a creer en Dios y
a amarle, eso es todo; pero ignoraba profundamente (...), no sabía lo
que era el Evangelio. ¡Dios misericordioso, perdonad mi ignorancia!
No sabéis, amigo mío, con qué santa avidez me arrojo en esta vida de
Jesucristo, tan santa, tan grande, tan perfecta (Condesa de Merlin,
2011: 145).

Como su más joven compatriota, Gertrudis Gómez de Avellaneda,


descubrirá más tarde, hay un Amor más allá de cualquier otro... un Amor que
nunca falla. Solo que más intelectual que ella, accederá a él por la vía de la
razón. En una de las últimas cartas de esta correspondencia, he hallado lo que
me parece una especie de paráfrasis de Tomás de Aquino: «La media ciencia
rechaza la creencia, pero la ciencia vuelve hacia la fe»... ¡Muy fuerte! La
condesa es una mujer inteligente, lógica... científica en su vía hacia el
auténtico y trascendente sentido de su vida. Y concluye con un espectacular
aviso de navegantes fechado en el Castillo de Dissay el 15 de diciembre de
1847:

Cierto es que tan solo los bribones y los insensatos niegan la


existencia de Dios, hace falta una religión, la católica es la mejor y la
más demostrada (Condesa de Merlin, 2011: 146).

7. A MODO DE APÉNDICE: LA CONDESA Y MADRID. ENCUENTROS


Y DESENCUENTROS CON GERTRUDIS GÓMEZ DE
AVELLANEDA
Curiosamente fueron hispanoamericanas -y cubanas en particular - las
mujeres que brillaron en los salones y el mundo cultural madrileño durante el
siglo xix: Teresa Montalvo Condesa de Jaruco, la Avellaneda, Antonia
Domínguez y Borrel Duquesa de la Torre, Joaquina de Osma Duquesa de
Cánovas del Castillo, o Caridad Madán y Urondo de Saavedra Duquesa de
Dúrcal... (Martínez Gómez y Mejías Alonso, 1994). Gertrudis Gómez de
Avellaneda (1814-1873) es la excepción que confirma la regla en el desierto
de la escritura femenina al conseguir ser presentada en el Liceo Artístico y
Literario a su llegada a la capital en 1840. Desde ese momento, será
«habitual» en los jueves del Liceo y se consagrará como poeta y dramaturga
en esta década y la siguiente; si bien nunca logró forzar las puertas de la Real
Academia Española debido a su condición femenina.

Traigo a colación estos datos porque será Gertrudis quien apadrine la


edición española del Viaje a la Habana en el momento de su publicación,
coincidiendo con el inicio de la curva ascendiente de su triunfo social, que le
llevará a situarse entre intelectuales y público e incluso a gozar del favor real.
En consecuencia, los «Apuntes biográficos de la condesa de Merlin por
Gertrudis Gómez de Avellaneda» abren la versión en lengua española. Sin
embargo, el lector intuye cierto resquemor por parte de quien, recién llegada
de Sevilla, acababa de publicar un volumen de Poesías y un par de novelitas -
Sab (1841) y Dos mujeres (1842) - y tal vez no se sintiera aún «tan
consagrada» como su compatriota: una mujer de mundo conocida a través de
Souvenirs... que enriquecían ya la literatura francesa, no sin disgusto de
algunos. El retrato que hace de Mercedes resulta tópico: «sus dulces y
elegantes modales, el encanto de su amena y variada conversación, su
agradable y expresiva figura, su admirable talento para la música»...
(Condesa de Merlin, 2006: 52). Ya en su época los críticos se asombraron de
las inexactitudes biográficas - entre otras la fecha de nacimiento «hacia los
años de 1794 a 1796» !!!(Condesa de Merlin, 2006: 46) - que desliza en estas
páginas quien reconoce limitarse a glosar sus memorias (Condesa de Merlin,
2006: 47-52).
Mucho más interesantes me parecen otros dos aspectos de su artículo:
cómo utiliza el paralelismo con la condesa para hablar de sí misma y
autojustificarse, y la subsiguiente inversión de los signos: la alabanza no es
tal y su destinataria queda bastante malparada. La Avellaneda es hábil: al
lamentar que Cuba haya perdido a sus hijos en el exilio se sitúa junto a la
condesa al lado del insigne Heredia, lo que supone una cierta consagración.
Los tres escribieron textos insignes durante la travesía marina hacia Europa
(Albin, 2002) - «ay, nosotros también hemos surcado aquellos mares» - dirá
desde la amargura del expatriado que tiene los recuerdos y esperanzas
divididos por un abismo (Condesa de Merlin, 2006: 49)-. Pero una mujer
excepcional como María de las Mercedes - así la define «dotada de un
carácter y talento extraordinario» - experimenta una doble marginación:
«tales seres son ya por su naturaleza extranjeros entre la multitud y llevan
consigo una sentencia de aislamiento y un sello de desventura» - concluirá
(Condesa de Merlin, 2006: 49)-. Palabras transparentes en quien siempre se
identificó con la Corinne st eliana, que triunfa como genio mientras fracasa
como mujer. Tula está glosando el destino de la condesa, pero entrelíneas
alude al fatum que presidió su propia vida. Por ello y para seguir incidiendo
en el paralelismo implícito, resalta un insignificante episodio de juventud en
que la Merlin... «como la mayor parte de las mujeres en aquella edad, creyó
amar a un hombre porque amaba al amor» (Condesa de Merlin, 2006: 51). En
realidad Avellaneda proyecta su propia vivencia, tan bien reflejada en su
autobiografía (Gómez de Avellaneda, 1996: 46-59), así como en Carlota, la
protagonista de su novela Sab; vivencia que desencadenará su repulsa del
matrimonio. Por ello concluye sentando su tesis favorita, la mujer superior se
verá enfrentada una y otra vez a la sociedad: «Pensamos con tristeza en lo
mucho que la habrá costado acomodarse a los deberes sociales de la mujer, y
ajustar su alma a la medida estrecha del código que los prescribe» (Condesa
de Merlin, 2006: 46). No obstante, en un cierto momento la madrileña de
adopción marca distancias: en busca del triunfo Merlin se ha doblegado,
elaborando un estilo «templado, fácil, elegante, gracioso». Eso tiene su coste:
Grandes modificaciones, como ella misma confiesa, han
experimentado el talante y el carácter de la persona que nos ocupa; y
si no han sido ventajosas a su originalidad como escritora, creemos
que le debieron ser útiles en su destino de mujer (Condesa de Merlin,
2006: 47).

El lector concluye: las supuestas alabanzas tienen su punto de acritud, son


veladas críticas. Además, la pluma de la Avellaneda se mueve al compás del
péndulo: cualquier alabanza debe tener su contrapeso. Por ello, si bien la
conversación de la condesa... «reúne al celebrado esprit de una parisiense
aquella gracia picante de las españolas y aun un poco de la agradable
negligencia y penetrante dulzura de las cubanas» (Condesa de Merlin, 2006:
53)... lo que es patente en la naturalidad y gracia de su estilo, la valoración
global es bien dura, muestra la distancia entre la mujer impulsiva y la
racionalista, entre la romántica y la ilustrada:

Si no hay en las obras de nuestra compatriota creaciones


estupendas, poseen la ventaja de que no dejan en el alma ni terror, ni
desaliento. Si no hacen vibrar hasta romperse, las fibras del corazón;
si no fascinan al juicio, ni exaltan la imaginación, hablan al
sentimiento; simpatizan con la razón, agradan siempre; muchas veces
conmueven y algunas cautivan poderosamente el ánimo (Condesa de
Merlin, 2006: 53).

En resumen: a Gertrudis se le nota un cierto resquemor hacia la condesa,


con la que tiene paralelismos - la travesía atlántica y un sentimiento de exilio
- aunque la sabe mejor co locada socialmente. Alabará su trayectoria con los
piropos de rigor, pero en el tramo final de su presentación afloran los
desacuerdos. ¿Tal vez por ello, definitivamente no se conocieron? Porque -
según consta en la correspondencia con Chasles - la condesa vino a Madrid
en el 45 con objeto de reclamar ciertos bienes de fortuna que en su ruinosa
situación le eran más que necesarios (Martínez Gómez y Mejías Alonso,
1994: 18). Y parece que fue bien recibida y desarrolló una cierta vida social,
entre los resquicios que le dejaba su vida de «pedigüeña». Eso es lo que
cuenta a Chasles el 25 de octubre:

Sin embargo, preciso es reconocerlo: jamás pedigueña fue tan bien


tratada como yo. En vez de ir en busca de los ministros, yo les
concedo audiencia; me miman y se convierten en mis abogados
contra ellos mismos (...). Desde que estoy en Madrid mi casa no se
vacía. Todo el mundo viene a verme, es imposible ser más
hospitalario (Condesa de Merlin, 2011: 134-135).

En un Madrid provinciano donde la Avellaneda trataba de hacerse un lugar


lentamente pero con sólidos amigos, resulta llamativo que ambas mujeres no
se conocieran personalmente. No obstante, he encontrado dos cartas de la
condesa con un tono de distendida amistad: la primera está fechada en
Madrid el 31 de octubre del 45, es decir, durante su breve estancia española,
y parece responder a la invitación de Gertrudis:

Mi apreciable paisana: Tendré el mayor gusto en ayudar a usted,


en lo que mis flacas fuerzas me lo permitan, a la redacción del
periódico literario que se va a publicar bajo su dirección de usted,
teniendo por muy grata la ocasión que se me presenta de probarle mi
deseo de ser útil en algo a una persona de quien tanto admiro los
méritos y bellas inspiraciones (Figarola-Caneda, 1929: 156).

La relación es correcta, fluida, tal vez patriarcal por parte de la condesa


que unos meses después, el 20 de junio del 46, vuelve a escribir desde
Versalles para felicitar a la Avellaneda por su matrimonio. La entrada «mi
querida paisanita» es claramente afectiva y la condesa muestra su pesar por
no poder saludar a la pareja: está fuera de París, entre Versalles y Aix- La-
Chapelle, y desea pronta recuperación de salud al flamante marido, el señor
Sabater, de quien augura... «a mi vuelta vendrá, con usted, a pasar un día
conmigo en esta magnífica morada» (Figarola-Caneda, 1929: 157).
Lamentablemente no poseo datos que me permitan decidir si esta visita tuvo
lugar y ambas cubanas lograron conocerse.

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ue Silvina Bullrich quien, refiriéndose en sus memorias al paso de
Ortega y Gasset por Argentina en la primera mitad del siglo xx y a su
incapacidad de ir a conocerle debido a su timidez, sentenció: «mujer e
hispanoamericana... ¡qué puede esperar un sabio como él de alguien como
yo!».

Elijo esta pequeña anécdota para abrir lo que pretende ser un breve
comentario sobre la autobiografía de una gran mujer argentina, Victoria
Ocampo, a la que, por cierto, Silvina Bullrich ningunea ostentosamente - no
la cita ni una vez en unas memorias más o menos coetáneas, cuando es
notoria y sin parangón alguno la impresionante labor cultural desempeñada
por la primera a través de la revista Sur-. Esa opacidad pone de manifiesto la
infinita distancia que media entre ambas: el volumen de la Bullrich,
reiterativo y corto de miras, es incapaz de dar cuenta del riquísimo panorama
intelectual del Río de la Plata durante estos años; ni siquiera consigue
descubrir su propia interioridad y acaba convirtiéndose en simple ejercicio de
egolatría de quien no se resigna a pasar por la vida sin más y debe recordar al
lector sus parciales éxitos literarios.

Pero dejemos ya a un lado las odiosas comparaciones y vayamos a nuestro


asunto, que tiene mucho que ver con la mujer hispanoamericana y la
autobiografía; o, por afinar algo más, con su salir al paso del reto de plasmar
la propia interioridad. Porque, como es bien sabido, si se exceptúan las
múltiples «vidas» de monjas que durante los Siglos de Oro escribieran estas a
petición de sus directores, o ciertas «curiosidades» como la Vida i sucesos de
la monja alférez, autobiografía atribuida a Catalina de Erauso hacia 1592 y
hoy bien editada por Rima de Vallbona (1992) y Ángel Esteban (2002), el
inexcusable cenit de esa etapa es la archiconocida y no por eso menos
excepcional Respuesta a sor Filotea de la Cruz que la mexicana Sor Juana
Inés de la Cruz firmara en el convento de la Santísima Trinidad de Puebla el
25 de noviembre de1690. Documento que demuestra la superioridad
intelectual de una mujer en el centro del Barroco hispanoamericano.

Habrá que esperar más de siglo y medio para asistir a un relato de muy
distinta factura del que, no obstante, se desprende también el lamento por las
limitaciones educativas y vivenciales de la mujer. Me refiero a la denominada
Autobiografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda que no son sino las cartas
que estas escribiera a su amado Cepeda y en las que, traicionada por su
corazón, desnuda su alma más allá de sus deseos y de las convenciones de la
época. A partir de ahí, poco más y por ende poco representativo en términos
de calidad literaria. En ese juicio, por una vez, se igualan hombres y mujeres
- se entiende que con matices-. Porque lo cierto es que el surgimiento de la
literatura del yo en España e Hispanoamérica es tardío y sus muestras,
escasas. Bien lo han puesto de relieve las monografías de dos argentinos que
pueden considerarse punta de lanza de esos estudios en Hispanoamérica: me
refiero a los libros de Adolfo Prieto - La literatura autobiográfica argentina
(1966)-y Silvia Molloy -Acto de presencia. La escritura autobiográfica en
Hispanoamérica (1996)-. La vastedad de la materia hace que ambos, si bien
fueron concebidas con vocación de manual, deban contentarse con el examen
de ciertos autores en determinadas etapas cronológicas. Prieto, el eterno
detractor del «cosmopolita» Borges, se centra en el siglo xix y tras plantear
algunas cuestiones generales sobre autobiografía y testimonio como variantes
de la introspección, trabaja fundamentalmente sobre el Sarmiento de
Recuerdos de provincia (1850) en el marco de la primera generación
romántica, y el memorialismo que afecta a un gran número de escritores de la
segunda, encabezados por Mansilla (Caballero Wangüemert, 2006).

En cuanto al libro de Molloy, se trata de diez trabajos divididos en tres


partes - «la escena de lectura», «cuentos de infancia, novela familiar» y
«memoria, linaje y representación»- y precedidos por unas interesantes
páginas introductorias. Molloy tiene la sensibilidad suficiente como para
seleccionar autores representativos, entre los que destacan Sarmiento o
Vasconcelos y consagrar en su galería a tres mujeres: dos argentinas -
Ocampo y Norah Lange - y una cubana, la famosa condesa de Merlín. Por
cierto que la isotopía que elige para su lectura de la primera es la de la
teatralidad: de hecho su ensayo, muy sugerente, lleva por título: «El teatro de
la lectura. Cuerpo y libro en Victoria Ocampo» (1996: 78-106).

La excepcionalidad de esta argentina en el panorama de sequía por lo que


se refiere a la introspección, tiene mucho que ver con los seis volúmenes de
su autobiografía póstuma redactada en francés y luego traducida. El ingente
número de páginas da cuenta de una vida pero también de un mundo, el de la
alta burguesía argentina de principios del veinte. Y ¡cómo no! De su aventura
literaria, no solo como creadora a pesar de esos diez volúmenes de sus
Testimonios, conjunto de crónicas y ensayos de alguna manera también
autobiográficos ya que, además de establecer relaciones con asuntos que
plasmará después en su autobiografía, en muchos casos están escritos en
primera persona. Como Martí, como la venezolana Teresa de la Parra y tantos
otros, Ocampo redactó ocasionalmente un diario que le servirá de genotexto
para su última aventura literaria, la más personal. Ya que el espacio es breve,
me ceñiré a la selección que Francisco Ayala hizo en su momento para
Alianza y que se publicó bajo un conciso rótulo: Autobiografía (1991). Las
citas corresponderán, en consecuencia a este texto que me resulta fascinante
por lo que supone de selección desde el punto de vista de un narrador
masculino.

1. VIDA/LITERATURA, VERDAD/FICCIÓN: LA CONSTRUCCIÓN DE


UN YO

Como toda autobiografía que se precie, la pluma de Victoria Ocampo se


enfrenta a un tiempo ya cerrado con lo que ello conlleva: una «amplitud» - en
términos de Genette - que le permitirá esbozar al hilo cronológico unas
páginas sobre la infancia, un relato iniciático y otro centrado en la madurez
que se abre hacia los límites de una vida cumplida. Esa amplitud se combina
con el «alcance», concepto que da cabida a matices como la nostalgia, el
apasionamiento o la posibilidad de retractarse. Diríamos que todos ellos están
ahí, como telón de fondo, pero bastante limados: no es tanta la nostalgia, no
hay tanta pasión, excepto en lo que se refiere al episodio amoroso por
antonomasia, el affaire con el primo de su marido, Julián Martínez que, según
sus palabras, fue su gran amor-pasión stendhaliano... y, desde luego, no se
advierten impulsos que le hagan abdicar de su trayectoria.

Por otra parte y dentro de los cánones habituales en las autobiografías, más
que un concepto esencialista lo que impera es un ordenarse, un construirse en
el texto a partir de recuerdos cuya selección se le impone, en ocasiones,
arbitrariamente. La narradora reflexiona al respecto siguiendo, tal vez, la
línea que Mme Agoult iniciara ya en 1865 al plantearse los problemas a los
que se debe enfrentar una autobiografía: documentación, proceso selectivo de
los datos recabados respecto a sí mismo y al prójimo, atención a la censura,
decisiones a tomar sobre el sentido al que se quiere dar preferencia en el
relato de la propia vida, intertextualidad o modelos a seguir, estructura
general del relato, pacto autobiográfico o contrato con el lector y punto de
vista enunciativo de ese yo que habla. Dice Ocampo:

¿Por qué tal recuerdo y no tal otro? (...). La interpretación de mis


primeros recuerdos depende, desde luego, de lo que yo creo ver en
ellos. Pero los recuerdos en sí no dependen de mi voluntad, no han
sido deliberadamente seleccionados. Mi memoria me los impone.
Sobre este punto no puede haber duda posible. Ni rastro de wishful
thinking. En la medida en que estoy en condiciones de controlar con
algún rigor la autenticidad, esos primeros recuerdos parecen ligados
en orden cronológico a la indignación causada por la injusticia y la
crueldad; a una ternura apasionada por las personas queridas
(apasionada y exigente y pronta a sufrir, desconsolada, por el menor
asomo de negligencia y sobre todo de inconsecuencia); a un interés
marcado por lo comestible; a un miedo nervioso de ver llorar, como si
yo pudiera ahogarme en ese diluvio; a un horror de traicionar mi
pena, mi dolor; a un frenesí de disimulo cuando sufría; a un deleite
tremendo ante la belleza física (Ocampo, 1991: 20-21).

En ese juego de vaivenes entre presente y pasado, entre el yo de la


enunciación y el yo del personaje revivido propio de toda autobiografía, entre
recuerdos que se le imponen y el deseo de autenticidad que rige la inevitable
interpretación de su vida -y las cursivas del texto son de Ocampo-, la
narradora va tejiendo una imagen que responde a la puesta en escena de lo
íntimo. Ello, a su vez, no es sino la culminación de ese voyeurismo que se
deriva no solo de la conversión del narrador en personaje, sino más bien de su
fusión con él. Victoria es lo suficientemente lúcida como para percibir ese
juego de vaivenes y asumirlo, a la hora de interpretar lo que ha sido su vida.
Por eso puede ir organizando: «El recuerdo de tata Ocampo, el día del aljibe,
irá en primer término. Yo tenía cinco años cuando murió» (Ocampo, 1991:
22). Y no importa... «si los recuerdos que ordeno a continuación de este son
anteriores o posteriores» (Ocampo, 1991: 22) porque la muerte es un
recuerdo brutal en la mente de la niña que fue. Le seguirá la enfermedad y
desaparición de su hermana Clara... y tantas otras también literarias. Ya en su
madurez y al retornar al asunto la narradora concluye: «lo que tiene de más
devastador es que comienza antes de llegar; comienza en plena vida»
(Ocampo, 1991: 74).

Con el tiempo y las lecturas - el influjo de Proust en esta materia es


definitivo - se agiganta ese juego incesante de vaivenes, de «tira y afloja»
entre pasado y presente. Hay un con trol del relato, la narradora está muy
atenta al proceso, como puede constatarse por ejemplo en este fragmento del
segundo volumen:
Antes de entrar en este tramo de vida que llaman adolescencia, y
que suele prolongarse en algunos casos, quiero volver a hablar en mi
idioma de hoy, es decir, el del temes retrouvé•, desde esos zancos que
los años nos atan a los pies y que van creciendo como parte de
nuestra persona, alejándonos del pasado. Alejándonos y acercándonos
a él de una nueva manera, puesto que nos permiten verlo en conjunto
y con un tipo de visibilidad desconocida hasta ese período (Ocampo,
1991:76).

Para ello y entre otras cosas, se ayuda con cartas, pero incluso entonces el
documento no es algo aislado e inapelable, con una sola lectura. Por eso, el
yo de la enunciación desde el presente va acotando y matizando. Y siempre
en función del tiempo transcurrido, desde luego, pero también en función de
los destinatarios: no es lo mismo escribir a un amigo que a una amiga, sobre
todo si esta última es Delfina Bunge, su confidente más íntima en un
determinado momento y a la que se dirigen unas cartas «absolutamente
sinceras, sí, más di colore oscuro» (Ocampo, 1991: 122).

Quisiera subrayar un último aspecto por lo que se refiere a la escritura


como tal y es su sentido ligado a la protesta. Hay un episodio de la niñez que
la argentina selecciona y elige como punto de partida de su carrera literaria en
la infancia. La palabra es su desquite frente a la insatisfactoria realidad en la
que campean las acusaciones injustas. Cito el pasaje porque, aunque
demasiado extenso, marca un momento estelar en la reconstrucción que desde
el presente realiza una narradora adulta a quien la literatura deberá justificar:

Escribí una protesta acusando a Miss Ellis de ser cobarde por


contarles cosas a mis padres (ser cuentera era algo que yo no toleraba,
ni en los grandes, ni en los chicos); escribí que los ingleses eran
cobardes porque querían aplastar a los pobres Boers; escribí que
deseaba una completa victoria de los Boers en África; escribí que
hacía votos por el aniquilamiento del Imperio Británico. Finalmente
señalé lo que habían hecho con Juana de Arco, seguramente por
algunas cuantas morisquetas que les desagradaban. Descubrí que
escribir era un alivio (Ocampo, 1991: 40).

Y, a pie de página, reseña: «Este fue el comienzo de mi carrera literaria».


Evidentemente es la Victoria adulta quien emblematiza una rabieta de su
preadolescencia y la tiñe con la aureola del descubrimiento vocacional. La
rebeldía, que aparece como sema reiterativo en la niña que fue, se encauza
hacia la creatividad. Pero ese proceso en absoluto es inmediato ni siquiera
consciente en la jovencita. Será la mujer adulta quien seleccione e inmovilice
un instante emblemático que adquiere un sentido peculiar desde la madurez.
A partir de aquí, puede tenderse un hilo conductor que fusiona rebeldía y
lecturas, rebeldía y escritura... y que implicará un compromiso con el mundo,
con las injusticias que deberían ser erradicadas. De alguna forma también y
mediante ese proceso, Ocampo pretende escapar a la imagen de «niña bien»
injusta y egoísta, educada para satisfacer sus caprichos e incapaz de abrir los
ojos al mundo exterior. «Había nacido en mí la seguridad de que escribir era
un desquite - dirá más adelante-. La palabra escrita ayudaba a escapar de las
injusticias, de la soledad, de la pena, del aburrimiento» (Ocampo, 1991: 73).

2. UNA INFANCIA ENTRE ALGODONES:


BIBELOTS FEMENINOS

Como recuerda Molloy, Ocampo fue una voraz lectora desde niña y gozó
de la educación privilegiada pero restringida de las clases altas
hispanoamericanas donde lo permitido siempre pertenecía al ámbito privado,
mientras que en público era obligado reprimir todo aquello que la desbordara
(Molloy, 1996: 81-86). «El gesto interceptor (materno) inesperadamente
enlaza cuerpo y lectura, los dos componentes más importantes de la escritura
autobiográfica de Ocampo» - sigue diciendo la crítica argentina radicada en
Estados Unidos (Molloy, 1996: 87)-. Y eso es verdad. Hay una manera de
«estar» respecto del primero, unos códigos de moda y costumbres que se
explayan para esta primera parte de la vida en el capítulo titulado Buenos
Aires.

Hay, igualmente, un código para los estudios que presupone el francés -


«si no era francés, tampoco era argentino. ¡Miren qué pretensión!» (Ocampo,
1991: 41) - y el inglés, idiomas absorbidos casi sin esfuerzo, como por
fotosíntesis. Lo cierto es que la autobiografía está teñida de léxico y
sintagmas franceses porque apelar a esa lengua es la mejor manera de
caracterizar un mundo que marca así su formación cultural europea y la
distancia frente a los advenedizos inmigrantes de la clase baja... También la
música - solfeo y piano - obligatorios para una señorita «bien» aunque no se
tengan cualidades para ella con la consiguiente tortura de las escalas. Todo
ello compartido con sus hermanas: «Yo no imaginaba los juegos, la clase, los
paseos, el comer, el dormir, el reir, sin mi hermana» - concluye la narradora
adulta focalizando ese primer paraíso de la infancia en el que sobresale su
hermana Angélica (Ocampo, 1991: 46)-. Y continúa:

Nos entendíamos a medias palabras. Nos ponían los mismos


vestidos, los mismos sombreros, los mismos zapatos. Los míos eran
más grandes, pero eso era todo. Leíamos los mismos libros a las
mismas horas. íbamos a todas partes juntas, yo adelante y ella atrás.
Entrábamos en las mismas tiendas, yo adelante y ella atrás. Subíamos
en los mismos coches (break o cupé), yo adelante y ella atrás.
Trepábamos por las mismas escaleras, yo adelante y ella atrás
(Ocampo, 1991: 42).

En realidad, las seis hermanas componen un ramillete de iconos femeninos


en miniatura, muy típico de la época y de la alta burguesía hispanoamericana.
Un relato autobiográfico como este no difiere esencialmente de novelas como
las Memorias de la Mamd Blanca (1929), de Teresa de la Parra, tal vez el
texto que mejor ha sabido codificar sin amargura, apoyándose en la amable
ironía, ese mundo idílico hispanoamericano a punto de desaparecer. Solo el
pacto autobiográfico - en palabras de Lejeune (1975) - separa ambos. Y el
relato de su infancia - muy paralelo al de Silvina Bullrich en las memorias
citadas - comporta los veraneos en San Isidro con primos y amigos, el
descubrimiento de los chicos y los subsiguientes escarceos amorosos, la
primera regla y sus tabúes, la incomprensión hacia el cuerpo femenino y sus
vergüenzas, rebeldía - siempre rebeldía -: «pues yo no me sometería. Con
sangre o sin ella me lavaría con agua fría. Me subiría al trapecio, con sangre o
sin ella. Y ningún poder del mundo me obligaría a tener hijos» (Ocampo,
1991: 57). Pasados los años mantendrá su promesa muy en la línea de
Simone de Beauvoir: «Al casarme, me hice a mí misma la promesa de evitar
los hijos. No me daba cuenta de la gravedad del síntoma: esa repulsión en una
mujer muy normal como era yo (o creía ser). Cuando me enamoré de J. una
de mis penas fue no tener hijos con él» (Ocampo, 1991: 182). Ya en su
madurez, la narradora toma conciencia de lo antinatural que es renunciar a los
hijos como fruto de un amor auténtico. En consecuencia, se invierten las
tornas. El problema es que ese auténtico amor no se ha puesto en marcha a la
hora de realizar un matrimonio detrás del cual no hay sino inconsecuencia,
moda, irresponsabilidad...

Mundo artificial en que las niñas, superprotegidas por la familia, por


madres blandas y consentidoras, amparadas por los sirvientes con los que se
establece una relación patriarcal - que continúa todavía la de la María (1867)
del colombiano Jorge Isaacs - no consiguen madurar. Son objetos de lujo, de
una burguesía enriquecida en el fin de siglo y el clima decadente, suntuoso y
elitista del modernismo. El peso argentino está fuerte y esa burguesía no
podrá pasar sin el consabido viaje a Europa. Viaje que se transforma en
largas estancias, en pasión por lo francés, por sus cafés y tiendas, por sus
teatros y escritores. Tanto Bulrich como Ocampo conocerán aquí a sus
amantes, también viajeros más o menos snobs, y abrirán sus mentes a un
mundo que sigue siendo para privilegiados. Es el mismo mundo de la
norteamericana Edith Wharton en Una mirada atrás. Autobiografía (1933), un
mundo que sufrirá un terrible descalabro con la primera guerra mundial, pero
que continuará ahí como eterno reclamo para los del lado de allá (Pera, 1997
y Cheymol, 1987).

Una pequeña nota al margen, pequeña pero que resulta sintomática de la


intromisión del presente narrativo de la voz adulta: en ese mundo sin
complicaciones, las lecturas francesas de Corneille y Racine potencian en la
pequeña Victoria sentimientos de terror, de vacío metafísico. La nada se hace
presente, desentonando radicalmente con el nivel de juegos de la infancia:

A veces pensaba: Si pudiera volver la cabeza ligerito, ligerito y


mirar detrás de mí vería: NADA. Tal vez llegara a descubrir que no
hay nada. Nada. La palabra me fascinaba. Me preguntaba: ¿Y si todo
lo que está pasando delante de mis ojos no pasara sino delante de mis
ojos, nunca detrás? Esta idea me deprimía y me atraía. Cuando
cavilaba sobre eso me encontraba prisionera de un mundo sin salida.
Un mundo que no tenía relación con el mundo de mis horas de
comida (tan apreciadas), de juegos, de clase, de paseos. Un mundo
distante del mundo en que guardaba cuidadosamente la caja de
jabones llena de piedritas, o en el que daba una vuelta en coche con
mi muñeco vestido de terciopelo verde. Un mundo sin cosas, sin
gente y sin embargo tan espantosamente fuerte dentro de mí. Era
como si me encarcelara un sueño más cierto que la vida de todos los
días. Y era también como un precipicio donde me hubiera tirado por
miedo de caer en él (...). ¿Para qué pensar en cosas que no tienen ni
pies ni cabeza? Me cansa. Y todo eso no existe. Yo lo imagino. La
prueba es que nadie, nadie habla nunca de cosas semejantes. Nadie
piensa en eso sino yo. Pero nunca y nadie sonaban a nada. Me sacudía
yo como un perro que sale del agua para sacarme de encima el agua
de la nada (Ocampo, 1991: 35-36).

Los diminutivos instalan a la niña Victoria en la infancia, contribuyen a


hacer creíble todo el pasaje, pero está demasiado bien construido, es
demasiado metafísico para adjudicárselo a una niña. Más bien se detecta
detrás toda una reelaboración de la narradora adulta quien al escribir su
autobiografía erige un monumento a su singularidad, a su precocidad
intelectual. La sospecha del lector se agudiza al reconocer claves y fuentes:
«la vida como sueño» calderoniano, el «ser arrojado al vacío» de Heidegger y
los existencialistas... Y, ante todo, una tradición muy argentina que conecta la
pampa y los grandes espacios con el vacío metafísico y el terror que le causa
al individuo. Tradición ya presente en Echeverría, y potenciada en el siglo xx
en el que sus grandes representantes podría ser Macedonio Fernández y el
propio Borges (Barrenechea, 1957 y Ferrer, 1971).

3. PARADOJAS FEMENINAS: LA MUJER INTELECTUAL Y EL


AMOR-PASIÓN

Vuelvo al final de la primera cita de mi trabajo, al pasaje en que Ocampo


confiesa su fascinación por la belleza, en concreto, por las caras bellas. Eso y
no otra cosa es el punto de partida de su romance con J. - es decir, Julián
Martínez, primo de su marido - romance apasionado con un donjuán
reconocido, que los une más allá de diez años. Diez años de pasión y
humillación, de ocultarse celosamente en furtivos encuentros o rebajarse a
alquileres modestos en barrios marginales donde desplegarlo. Un romance
que acaba corroído por los celos de ambos: celos femeninos de las antiguas
amantes, las que pudieron ser y las que consta fueron, odiosamente bellas...
Celos masculinos ante el reclamo que el poder y la fascinación de Victoria
ejercen en la sociedad argentina e internacional. Porque ella sí cuenta con las
quinientas libras y el «cuarto propio» que reclamara Virginia Woolf como
absolutamente necesarias para que una mujer pueda desplegar sus artes de
escritora (Woolf, 1929). En definitiva, un romance de amorpasión
stendhaliano y proustiano - es decir, evaluado a través de la literatura - que en
absoluto parece corresponderse con la mujer intelectual que reclama ser.

Y ante ello, uno se pregunta: ¿qué sentido tiene denostar - como lo hace
una y otra vez en su Autobiografía - contra la situación de la mujer en ese
tiempo que le impide conocer y tratar al hombre con el que se casará?
¿Merece la pena subrayar la inmadurez afectiva y de todo tipo de una pareja
que construida así camina derecha hacia el fracaso matrimonial, hacia un
«guardar las formas» - como hiciera Victoria - viviendo en realidad separados
aunque bajo el mismo techo? A lo largo de la autobiografía hay muchas
referencias a estas cuestiones, ataques a una sociedad formalista y farisaica
que no deja escape alguno a la mujer decente. Algunas son muy duras:

El grado de civilización a que habíamos llegado cuando me casé


era equivalente al de los cafres. Ahora como entonces, considero que
era un crimen de lesa humanidad, puesto que no se trataba a la mujer
como a un ser humano... no digo ya que en pie de igualdad. Era un
objeto del que un padre o un marido podía disponer, y si protestaba se
creaba fama de falle perdue... o con tendencia a serlo (Ocampo, 1991:
129).

Pareciera más bien que a Victoria lo que le duele es esa formación


cuadriculada y decorativa - francés, piano, cultura de salón... - que se le
ofrece a la mujer de su tiempo y clase y en ese sentido se desahoga muchas
veces con su amiga Delfina Bunge. Al matizar las cartas desde el presente,
pasados los años, acota:

Lo que quise destacar es lo mucho que sufrí, lo mucho que me


torturó mentalmente la situación de la mujer, desde mis primeros años
de adolescencia. Y este padecer no era sin razón. Perdía, perdí
lamentablemente el tiempo. Y esos años perdidos son imposibles de
recuperar después (me refiero a disciplinas de estudios, seriedad de
estudio) (Ocampo, 1991: 123).

Respecto al tema que nos ocupa, el asunto se complica. Porque estos


estudios y sobre todo una inteligencia superior - que es la que se le reconoce
a Victoria - se convierte de hecho en un obstáculo para el amor, en una
barrera frente a los hombres. En una carta de 7 de julio de 1908 sintetiza
todas estas cuestiones haciéndolas derivar de una amiga quien le plantea las
dificultades entre los sexos agudizadas en una mujer que se sale de la norma:

¿Sabe usted cómo es ese hombre? ¿Está segura que la


comprenderá? (...). Una mujer como usted no debe s-engager a la
ligera (...). Aunque su marido sea extremadamente inteligente,
siempre la encontrará a usted frente a él, a su mismo nivel. A los
hombres no les gusta eso (...). Por consiguiente, la clase de
inteligencia que tiene usted puede resultar un peligro (Ocampo, 1991:
112).

Y de alguna forma, la experiencia lo confirma. Hay un momento al hilo de


la visita de Ortega y Gasset en que, ante el inevitable desencuentro, la
argentina se queja de que los hombres no la valoran como intelectual. Y en
una larga carta del año 31 desahoga su corazón. Un corazón que reconoce
«cobarde por ternura». Un corazón que... «ha estado con frecuencia
acaparado por seres que mi inteligencia combatía y cuyas opiniones y
principios no aceptaba» (Ocampo, 1991: 131). Entre los primeros, su amante;
entre los últimos, sus padres a los que reconoce haber sacrificado
convicciones que «no debí sacrificar a nadie». El temor más que al escándalo,
a su disgusto, le impide divorciarse y asumir su situación (Ocampo, 1991:
130, 155, 157, 167).

Al final de la lectura de esta autobiografía, uno vuelve a plantearse qué


sucede con ciertas mujeres, con muchas de estas escritoras pioneras que del
xix hasta aquí se enfrentan a disyuntivas desgarradoras como la de
enamorarse de un hombre que no está a su altura. Es el caso de Victoria y
coetáneamente el de Teresa de la Parra. Incluso, mucho antes, de Gertrudis
Gómez de Avellaneda. Las cartas de la cubana a Ignacio de Cepeda, su gran
amor, plasman la desolación femenina ante el hombre que la rehuye, que la
teme. Imploran, suplican, se arrastran... sin resultado, en una «constante
intromisión del discurso que rompe el hilo propiamente narrativo» (Arriaga,
2001: 41). ¿Estrategias femeninas? Tal vez, eso sí, compatibles con el
desgarro de saberse aparcada por quien, sin tener su altura intelectual y
moral, es incapaz de compromiso.

Las de la venezolana - dirigidas a Gonzalo de Zaldumbide - descubren con


más recato la misma pasión no correspondida, o al menos no hasta
comprometerse en el matrimonio. La mujer superior, la mujer escritora, más
o menos liberada asusta al hombre incluso al hombre culto como el
diplomático ecuatoriano. La corta vida de Teresa destrozada por la
enfermedad cerró el proceso de la que puede compararse con Ifigenia, la
heroína de su novela homónima, una heroína de trayectoria frustrada como se
ha dicho (Aizenberg, 1985). Por el contrario, Gómez de Avellaneda se
refugió en dos matrimonios de conveniencia y - como ya se adelantó -
Ocampo eligió una opción poco creativa, que la mimetiza a los protagonistas
masculinos de las novelas galdosianas, stendhalianas o flaubertianas del xix,
en las que un hombre alterna la esposa y la querida. En el fondo, la
insatisfacción de quienes se sienten identificadas con la Corinne o la
Delphine de Madame de St el. Porque en efecto, tanto Victoria como
Gertrudis las invocan, reviven su drama que es el drama de la mujer que se
siente superior y cuya opción «profesional» invalida y destroza sus relaciones
afectivas. Hasta el punto de que bajo sus triunfos sociales se esconden
ilimitadas insatisfacciones. Y nada pueden contra ellas. ¿Será ese el destino
de la mujer?

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a mujer es una realidad en la escritura hispanoamericana actual y no
hay más que acercarse a un escaparate de cualquier librería para constatarlo.
Pero esa presencia encubre un largo camino desde los tiempos de la Colonia,
en que sor Juana Inés de la Cruz utilizaba ya la letra escrita para defenderse y
dejar constancia de su identidad. Una identidad que se forja entre disyuntivas,
barajando el querer y el poder frente a una sociedad que le impone el silencio.
Tres siglos después, durante el primer tercio del siglo xx, se abren paso un
grupo de pioneras - Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni
y Gabriela Mistral, que cuajan una excelente literatura y consiguen implantar
esa presencia femenina. Y todo ello, no sin desgarramientos. Me propongo
traer aquí, aunque sean solo unas breves pinceladas, a una mujer coetánea,
Julia de Burgos, puertorriqueña, mito en su tierra y desconocida en el
exterior. La reciente traducción al francés y edición bilingüe de una antología
de sus textos (Morcillo/Vasquez/López-Baralt, 2004) permitirá situarla en el
parnaso europeo.

«Julia de Burgos es probablemente la más viva entre los grandes poetas


puertorriqueños que ya han muerto» - dice Barradas al comentar su obra
(1986-1987: 138)-. Y al preguntarse el porqué de su vigencia apunta a esa...
«particular y atractiva combinación entre su vida y su obra» que encarna
ideas y principios de hoy, ya que... «vivió a destiempo, fue una adelantada en
su época». Más allá del... «aire de misterio y angustiante fatalismo (que)
circunda lo que de ella sabemos y lo que de su obra conocemos» puede
considerarse una... «especie de premonición y síntesis de la vanguardia
puertorriqueña de hoy: antiburguesa, antillanista, internacionalista,
antiimperialista, feminista» (1986-1987: 139).

«Como mujer, ella era más interesante que su obra» - afirma José Emilio
González en un artículo de homenaje (1976: 94)-. Me permito disentir. Su
trayectoria es dura y penosa: la pobreza en que se desenvolvió su existencia,
la muerte como compañera de viaje desde tan joven - los hermanillos, la
madre-, la lucha por subsistir de su trabajo siendo mujer y campesina... Sus
dos matrimonios de los que nadie habla... El amor-pasión proyectado sobre
un hombre que no estará a su altura y la abandonará... El exilio neoyorquino,
sin resquicios salvadores para mujeres como ella... El refugio en el alcohol, la
cirrosis, la muerte en el mayor abandono, el del anonimato... Todo muy
trágico, pero no original: por desgracia hubo muchas como ella. Con esos
ingredientes, no tantas construyeron una obra con la calidad, ternura y fuerza
metafórica que tiene la suya.

Mito nacional, hasta ahora no tenía una bibliografía excesivamente sólida


a sus espaldas. Los acercamientos han sido biográficos - González (1961:11-
59), Jiménez de Baéz (1966)-, feministas y estilísticos - Santiago Torres
(1986)-. Tras el rescate que en el 61 hiciera el Instituto de Cultura
Puertorriqueña de su Obra poética, hay que esperar a los ochenta en que
ediciones Huracán publicó la antología Julia de Burgos. Yo misma fui mi
ruta, de María M.Solá, apoyado en un agudo estudio introductorio (1986: 7-
60). Se centra en la vocación poética de aquella cuya obra... «no simboliza la
derrota, sino la lucha por crear» (1986:12) y que... «convirtió la fidelidad a su
talento en el verdadero triunfo de su vida» (1986: 14). Por ahí apuntan
también el ensayo de Angelamaría Dávila del 84 - Un clavel interpuesto - y
las sugerentes líneas de Ivette López Jiménez en las Actas del Congreso
Internacional que el Ateneo celebrara en los noventa (1993: 274-281). Por
cierto que en este panorama destaca su libro Julia de Burgos, la canción y el
silencio (2002), un estudio que cumple un doble papel: contextualizarla entre
sus iguales y precursoras - Delmira, Alfonsina y Gabriela - y ahondar en los
textos, en el enfoque de la naturaleza y el silencio subversivo. Por fin, la
reciente edición bilingüe al francés de una completa antología de sus textos,
con excelentes estudios introductorios, permitirá su difusión internacional.
Por no hablar de la posterior edición española, llevada a cabo por la Discreta
de Madrid (2008-2009).

En definitiva, su obra no solo es representativa de tres generaciones de


mujeres - del modernismo a los años treinta - que abrieron brecha en la
creación literaria, sino que se sostiene per se. Quisiera, brevemente, hacer un
repaso por cuestiones más o menos conocidas - el contexto de la poesía
femenina y la generación del treinta - para perfilar a continuación mi tema: el
binomio amor-muerte en el ámbito del neorromanticismo - marco
consensuado para sus versos, que habrá que matizar - y en torno a la
simbología de las alas. Aunque haré una serie de referencias a la obra en su
conjunto, quiero centrarme en El mar y tu, ese poemario póstumo en el que se
recogen versos de los cuarenta. Más aún, trataré de concretar mis propuestas
en unos pocos poemas antológicos - Donde comienzas tu, Canción amarga...

1. LA PUJANZA DE LA MARGINALIDAD FEMENINA

Julia - como tantas otras mujeres de la época - se engrandece en y desde el


margen, ligado a la pertenencia a una cierta clase social, grupo étnico y, por
supuesto, al hecho de ser mujer - como recuerda Alinalud Santiago Torres en
su libro-. Campesina y pobre, será normalista, es decir, maestra, al igual que
Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, o Fidela Matheu de Rodríguez, Teresina
Salgado y Carmen María Colón Pellot en la isla. No en vano... «el magisterio
(fue) la profesión que sirvió de punta de lanza para la incorporación de la
mujer en la vida económica e intelectual de la época» (Acevedo, 2002: 9) -
me refiero al primer tercio del xx-. Hasta entonces, solo mujeres
excepcionales como Maria Bibiana y Alejandrina Benítez o Lola Rodríguez
de Tió - por cierto, la única que consiguió publicar un libro - o la hija del
Caribe - Trina Padilla de Sanz- habían escrito versos. Desde el romanticismo,
el amor, la muerte y el sentido de la existencia se entretejieron con los temas
polí ticos, más acordes a la problemática realidad nacional de la isla - la
patria, el antillanismo. ..-. Julia se encuentra, entonces, con una tradición
aunque ella se forje de modo autodidacta y la vaya descubriendo después.
Una tradición de mujeres no ajenas tampoco a las reivindicaciones sociales.
En los años treinta en los que aparecerán sus dos únicos libros publicados en
vida - Poema en veinte surcos (1938) y Canción de la verdad sencilla (1939) -
culmina la lucha sufragista con la consecución del voto femenino (1932) y el
salto a la universidad por parte de un selecto grupo de mujeres cuya punta de
lanza fueron Concha Meléndez y Margot Arce de Vázquez. Es ahora cuando,
al exiguo número de poetas anteriores a la década del veinte, se sucede una
auténtica oleada femenina: Carmen Alicia Cadilla, Clara Lair, Carmen María
Colón Pellot, Amelia Ceide, Esther Feliciano Mendoza, Carmen Demar,
Diana Ramírez de Arellano, Carmelina Vizcarrondo, Olga Ramírez de
Arellano, Magdalena López, Carmen Marrero y varias más que habría que
situar - no todas valen lo mismo - y que Ramón Luis Acevedo ha tratado de
rescatar en su reciente antología (2002).

Acabo de aludir al más obvio contexto puertorriqueño. Por desgracia, ni


siquiera Julia, Clara Lair y Carmen Alicia Cadilla consiguieron romper la
barrera para sumarse a esa «tierra de nadie» que es la poesía femenina en los
manuales de literatura hispanoamericana, habitualmente situada en la recta
final del modernismo. Una etapa literaria - el posmodernismo - escurridiza,
acotada por dos notas sustentadoras - coloquialismo e ironía-. Etapa intimista
también, lo que lleva aparejada la recuperación de los espacios nacionales:
«la reducción regionalista, el anacrónico amor al terruño, la nostalgia de la
provincia, sin alcanzar a ser representativo (como el criollismo o el
indigenismo) de lo genuinamente hispanoamericano, ni mucho menos a
liberarse de la tiranía del referente» (Le Corre: 2001: 14). Son palabras de
Hervé Le Corre quien ha sido capaz de sugerir - en su exhaustivo y brillante
libro - la convergencia de estéticas:

Darío (hasta 1916), Lugones y Chocano siguen escribiendo y


proponiendo otras orientaciones que ya no correspon den al
modernismo inicial; se publican las primeras obras de poetas como
Vallejo (Los heraldos negros, 1919) a los que no se considerará
después como posmodernistas; el vanguardismo da sus primeros
frutos en Huidobro (hacia 1914-1916) o, de manera heteróclita, en la
poesía futurista del peruano Alberto Hidalgo (Panoplia lírica, 1917);
coinciden propuestas estéticas y programáticas muy diversas: el
mismo año (1922) se publican Triste y Desolación; no menos
contrastes ofrece el panorama de las revistas: en 1916 empieza a
publicarse Colónida en Perú, publicación ecléctica pero orientada
hacia la definitiva implantación del modernismo (...), y en 1917
Voces, ecléctica también, pero abierta a corrientes más renovadoras
(se publican en sus páginas por primera vez, caligramas de Tablada)
(Le Corre, 2001: 20-21).

Homogeneizar la poesía femenina sobre el contexto del escurridizo


posmodernismo es una equivocación. Por cierto que existen concomitancias
tras la escritura de una Delmira Agustini «de la que venimos todas» - como
dijera Ibarbourou-; una mujer que se atrevió a invertir los símbolos del
código erótico tradicional, tomando la iniciativa y ampliando el espacio
cultural y textual'. Julia se inscribe en esa órbita, ama la naturaleza
virilizada... «una naturaleza masculinizada, donde la voz poética femenina es
sujeto que contempla y transforma, no objeto lírico»2, frente a la tradición
machista fijada por el primero de los Veinte poemas... nerudianos. Por esta
vía convergerán lo erótico y lo político... y me remito a su archiantologizado
Río Grande de Loiza, donde la hybris de la sensualidad femenina convive con
la erotización del tema de la patria plasmada en imágenes de la naturaleza:
«Si para los poetas la patria era la isla-mujer-virgen de voluptuosa geografía,
para Julia de Burgos la patria es el hombre que ella ama y admira por su
espiritualidad» (Rivera Villegas, 1998: 247). Poética contestataria frente al
discurso patriarcal imperante en la generación del treinta, desde este punto de
vista su obra - como afirma Gelpí - constituye una línea de fuga, una
contranarrativa de la nación en el sentido propuesto por Bhabha, es decir:

[...] la producción cultural que evoca y borra las fronteras


totalizadoras de la nación y que lleva a cabo el cuestionamiento de las
maniobras ideológicas mediante las cuales las naciones o
comunidades imaginadas adquieren identidades esenciales o
esencialistas (Gelpí, 1997: 249).

Evidentemente, no es este el propósito de la poesía femenina donde lo más


interesante en esta fase inicial es la toma de posesión de un lenguaje, un
hacerse lugar en el parnaso masculino y definir la identidad a través de la
palabra. Como dijera Ivette López Jiménez, en Julia de Burgos el encuentro
con la intimidad desemboca en la progresiva aniquilación del sujeto, cada vez
más «eco, oquedad, sombra y silencio»:

El yo efusivo que afirmaba su voz, ha pasado a ser un sujeto que


se quiebra, una voz suspendida; en esa fractura - sigue diciendo la
citada crítica - encuentro que la negación de la voz es (...) la creación
de una voz poética... (López Jiménez, 1993: 280-281).

La modernidad americana se nutre y engrandece con estas voces


complementarias, las voces femeninas de la época. Desde luego Julia tiene
fuerza, especificidad y puntos de contacto con algunas de sus compatriotas:
por ejemplo, hereda algunas metáforas de Fidela Matheu - el campo
semántico de la naturaleza desbocada incluido los términos marinos, ola y
playa en Tu y yo-; aunque invierte su planteamiento femenino tradicional -
mujer=tierra/ hombre=simiente - que todavía pervive en Trópico amargo
(1950), de Clara Lair. Nuestra poeta tiene, además, algunos toques de
intimismo y nostalgia comunes a Carmen Al¡ cia Cadilla (1908-1994),
Carmelina Vizcarrondo (1906-1983) - su Loiza aldea - o Violeta López Suriá
(1926-1994), si bien le distancia la fuerza y la rebeldía ausente en ellas. En
algunos momentos se ha relacionado su poema ay, ay de la grifa negra, más
que con textos, con actitudes de defensa y orgullo negroide3 en Carmen
María Colón Pellot y Marigloria Palma. Con la última tiene en común ese
«no pretendas pedirme que sea otra, que cambie/(...) Porque estoy primitiva
circulando en mi sangre»; mientras que la frustración amorosa enclavada en
el entorno isleño le acerca a poemarios como Zafra amarga (1937), de
Cadilla. Para mi gusto, Julia tiene mucha más fuerza que sus compatriotas:
vanguardista y rompedora, con puntos de contacto con la vanguardia
afroantillana, se inserta en la órbita neorromántica que alcanza por igual a
hombres y mujeres en los años treinta. Inflexión de la primera vanguardia
centrífuga, vuelta a las raíces - como ya dijeran Jean Franco y Octavio Paz-,
la modernidad arranca ahora con fuerza, desgajada del romanticismo y
fortalecida por las deslumbrantes metáforas de la primera vanguardia.

Sus dos primeros poemarios (Caulfield, 1993:_119-126)4 - Poema en


veinte surcos y Canción de la verdad sencilla - transpiran esa gozosa
comunión con las materias, con el agua y la tierra, afines a Juana de
Ibarbourou y Gabriela Mistral. Es curioso que, partiendo de situaciones y
actitudes vitales tan distintas, tenga tantos puntos de contacto con Juana de
Ibarbourou: Raíz salvaje (1922) es un libro vegetal, en el que naturaleza y
erotismo actúan como nutrientes básicos de la poe sía... una naturaleza
siempre animada, vivificada por el amor, en la que rige la comunión con el
agua y la tierra, fuentes de vida. También río y camino son símbolos
elementales... un río que en absoluto significa el tempus fugit sino que
confirma la vida con su rotundo esplendor, que fecunda la naturaleza toda y
la eleva en forma de ave, aire, cielo, lluvia. En cuanto al mar, en Ibarbourou
es más tradicional la dicotomía quietud/ cambio, muerte/vida. Por fin y como
toda poesía femenina, en ambas la primera persona se manifiesta de modo
intenso y constante, no solo bajo la máscara del gozo: como Julia - cada una
con su especificidad-, Juana de Ibarbourou incorporará el debate amor/muerte
en «Anforas negras» (1919) (Rodríguez Padrón, 1998).

Por último, y en este recorrido a vuela pluma por las fuentes, quisiera
recordar cómo los lazos que ligan a Julia con Neruda fueron bien subrayados,
entre otros, por el trabajo de Carmen Vásquez sobre Poema en veinte surcos
(Vásquez, 1993: 298-312).
2. JULIA Y LA SIMBOLOGÍA: PASIÓN Y LIBERTAD. LAS ALAS
ROTAS

A nuestra poeta pueden aplicarse las palabras de Wilfredo Braschi a


propósito de Clara Lair: «vivió muriendo los últimos años» (López-Baralt,
2003: XV). Clara fue a esconderse con las alas rotas en un rincón del viejo
San Juan; Julia arrastró su vida por la megalópolis, deteriorándose hasta
desplomarse. Alas rotas las de ambas, a consecuencia del amor frustrado;
personalidades complementarias - como señala Rosario Ferré en su conocido
artículo (1986: 999-1006)-. A diferencia de Rosario, yo resolvería el
contrapunto a favor de Julia... «más audaz y plenamente actual (por) la fusión
de sus tres conciencias: la sexual, la social y la racial» (López-Baralt, 2003:
XXVII). Clara envuelve en melancolía... «la frustración del deseo amoroso, o
del desengaño con el amado tras consumarse este» (López-Baralt, 2003:
XXXVII). Melancolía contextualizada socialmente en su Trópico amargo...
melancolía contrarrestada por la afir mación de su voz poética en textos como
Yo, de Arras de cristal, Credo (Más allá de/ poniente) y Epitafio
(Ultimospoemas).

Pero, como ya dije, Julia está a años luz de Clara, es de una modernidad
incomparable, vanguardista. No hay más que contraponer algunos títulos de
los poemas de esta última: «soledad», «yo», «angustia», «nocturno»,
«orgullo», «nocturnos del amor y la muerte», «gloria», «credo», «retazos del
vivir sombrío»... todavía de estirpe netamente romántica, ecos de José
Asunción Silva. Y resulta obvio que la exquisitez modernista resuena detrás
de Arras de cristal.

Frente a ello, el título como carta de presentación rompedora - me ciño a


El mar y tu a la hora de los ejemplos-: donde comienzas tú, canción hacia
adentro... títulos interesantes, de base romántica propiciada por la temática
amorosa ¡qué duda cabe!, aún así en absoluto retóricos, capaces de superar la
sensiblería... Azul a tierra en ti: un título con fuerza, surrealista, que no
necesita ser entendido o deconstruido, que sugiere mundos... Poema para las
lágrimas, poema para tu soledad sin sonido, poema con un solo después,
velas sobre un recuerdo, ronda sobremarina por la montaña... Julia recoge la
herencia simbolista y se adentra en la vanguardia por la línea hipervital del
surrealismo, que fumiga cualquier tipo de melodrama.

Sus imágenes - aún más que sus títulos y no cabe duda de que algunos
bajan de nivel-, sus imágenes - decía - son francamente buenas, primigenias,
surgen a borbotones... Imposible analizarlas en profundidad. Vuelvo, a modo
de ejemplo, al poema Donde comienzas tú que se abre así:

A continuación vienen unos versos impactantes:

Para seguir más adelante:

BURGOS (1986: 21-22)

Estamos ya en el ámbito de la poética surrealista, a través de la que el


intimismo erótico de nuestra poeta - que nunca es desgarrado ni de mal gusto
- ha encontrado un cauce que rompe radicalmente con lo anterior. Y ello a
pesar de que, en esta primera parte de El mar y tú - que para José Emilio
González es una reelaboración del mito de Río Grande de Loíza destinado a
forjar el mito del agua - triunfa el amor: «El trópico en sandalias de luz prestó
las alas/ y tu sueño y mi sueño se encendieron». Dos sueños paralelos, pero
es la mujer con su energía la que diseña un mundo nuevo, es ella quien lleva
las riendas. Algo muy palpable en Proa de mi velero de ansiedad.-
BURGOS, (1986: 15)

Apasionada, desafiante, orgullosa, primaria - «¡no me recuerdes!


¡Siénteme!» - dirá en Canción hacia adentro-, impone el triunfo de los
instintos en ese viaje amoroso que da sentido a su vida y genera su voz
poética. Orgullo, talento y libertad que la convierten en adalid de las
feministas.

El mar y tú se articula según una dialéctica interna muy coherente: del


amor al dolor; de la plenitud cósmica que proyecta el apasionado amor de los
amantes, a la muerte. Dobletes antitéticos de arranque romántico - el tema es
universal-; dobletes comunes a la mayor parte de la poesía femenina. En el
caso de Julia, el dolor es fruto del naufragio amoroso, se avizora amenazador
en la recta final de Canción de la verdad sencilla. En contrapartida a una
plenitud vital rotunda, plenamente anclada en la materia cósmica, se insinúa...
«una inquietud semioculta, una angustia que resulta misteriosa, inexplicable,
para la misma hablante lírica» (Solá, 1986: 41). Es el fracaso que acecha, si
bien no se desplomará de golpe. Lo prueba la primera parte de El mar y tú,
ruta, viaje poético sobre el pecho del mar, en el que dos auroras se besan.

Dejo a un lado el agua, ese campo semántico central en el poemario ya


tratado en la bibliografía. Voy a analizar, brevemente, ese proceso al que
aludí - del amor al fracaso - en otro campo semántico, el del vuelo, tejido en
torno a la simbología de las alas. Una simbología y un término que abruma la
primera mitad del poemario - 14, de 22 poemas - para ir decreciendo de modo
vertiginoso - 5 sobre 16 en la segunda parte y 2 entre 16 poemas, en la
tercera.

Qué hay detrás de las alas, ese símbolo martiano fijado en el manifiesto
poético que es el pórtico de sus Versos libres y tan bien estudiado por Cintio
Vitier, entre otros, como símbolo de elevación, de esos sueños disparados al
cielo, que se adhieren y tiñen toda una serie de términos - mariposas,
pájaros... - conformadores de ese campo semántico? Lo habitual, a lo que nos
tiene acostumbrados el poeta romántico desde Baudelaire, es la dicotomía, el
doblete semántico: a los símbolos de elevación se oponen los de caída - como
ejemplificó con exhaustividad Ivan Schulman (1970)-. Aquí no sucede nada
semejante porque la mística terráquea se dispara hacia lo alto, porque ese
amor sensual y potente que, bien enraizado en la tierra - como sucede con
Delmira - parece divinizar al amado, los eleva trenzados en la tersura del ala,
que se funde con la ola.

Alas, sueños gozosos que se elevan al azul - con las correspondientes


connotaciones intertextuales-. Alas para la huida, tan baudelairiana. Alas que,
por desgracia, caen vertiginosamente como sello de la cosmovisión moderna:
el albatros, pero también Altazor. Y los poemas van contaminándose
progresivamente de angustia - término que aparece al menos en 8 de los 16
poemas de la tercera parte-. Término reforzado por otros - agonía, dolor,
tristeza, espanto, muerte... - muy cercanos desde el punto de vista semántico.

Y por aquí reconecto con la tesis propuesta en las más recientes


investigaciones: «Julia, poeta de vanguardia». Porque - recordemos - angustia
y desintegración son las dos claves del Neruda residenciario (Alonso, 1977).
La influencia de Neruda sobre Julia de Burgos es un lugar común. Quiero ir
más allá: es el Neruda vanguardista quien funciona o puede reconocerse
como genotexto de Julia en la tercera parte de El mar y tú. Selecciono
algunos ejemplos y para empezar escojo un poema, El regalo del viento.
BURGOS (1986: 26)

La hablante lírica se ha transformado en líder, se pasea intercósmica por


los espacios siderales como nuevo Altazor desafiante, capaz de contener
tormentas y de inmolarse en aras del amor. Su inmolación es un acto
voluntario, pero también reactivo pues, como nuevo Icaro y esta vez
femenino, se atrevió a desafiar al sol. Sobre la claridad da fe de lo que
comento:

BURGOS (1986:17)

Aún así, ya en este poema inundado de luz, de fuerza, de felicidad y de


activismo por parte de una amada que lleva las riendas y rehace a su amado,
comienza a perfilarse el acoso a los amantes, la necesidad de la huida:
«Vámonos con la vida sobre la claridad/¡por aquel agujero va la muerte!». Y
se suceden las referencias: «amanecer sin alas para huirse» - es un verso de
Casi alba, un poema donde todavía triunfa el amor, pero ya urgido, acosado,
como se intuye en Mi senda es el espacio.
BURGOS (1986: 34)

Y se produce el naufragio, tan evidente en Canción amarga, aunque


todavía no corresponda a la sección Poemas para un naufiiagio. El aire se ha
teñido de agonías en un texto que se abre así:

BURGOS (1986: 35)

Un poema autobiográfico, convincentemente auténtico, con


reminiscencias de la mística, donde conviven resabios barrocos - antítesis
calderonianas y shakespearianas - y el anhelo de un nirvana budista. El
campo semántico se ha oscurecido de golpe: «triste», «sombra», «lo inútil»...
«la tristeza sin fin de ser poeta/ de cantar y cantar, sin que se rompa/ la
tragedia sin fin de la existencia». Por esta vía Julia reentroncará con Vallejo,
con sus gerundios sombríos, con sus adverbios desolados, con su
expresionismo a la hora de plasmar la dureza de la vida, en textos como
Poema para mi muerte o Dádme mi número:

BURGOS (1986: 91)

¡Qué eficacia la del diminutivo, tan afín a Vallejo!

Termino, entonces, con unos versos de Poema de la íntima agonía, muy


vallejianos, aunque también recogen el motivo de la huida baudelairiana y se
enriquecen con hipálages muy del gusto de Borges:

BURGOS (1986: 45)


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iempre es agradable retornar a Leipzig y compartir con los colegas de
los que aprendo. Reconozco que sucumbí gozosamente a la tentación cuando
recibí la invitación de Alfonso de Toro para este congreso sobre Frida. Y ello
a pesar de que no soy especialista. Pero los diarios me fascinan, ese doble
movimiento por el que las personas desvelan y cubren mediante estrategias
de todo tipo su mundo interior, me parece estimulante.

En el caso de Frida, la preciosa edición facsímil del suyo (1995) enfrenta


al lector a un mundo mucho más complejo: la escritura y lo pictórico, el
surrealismo y los desdoblamientos de género, en la recta final de una
personalidad rica y conflictiva a cuya desintegración se asiste. Todo ello muy
estudiado ya en sucesivos congresos y monografías. «Cada cual ha sacado su
parte y ha construido su Kahlo pero muchas veces sin Kahlo» - dice Alfonso
de Toro (2007: 32)-. Pero, si nos atenemos al Diario ¿de verdad muy
estudiado? La «fridomanía» estalló en los ochenta/noventa coincidente con el
proceso que situó a México en el contexto internacional. Casi de golpe
empezó a subir la cotización de su pintura y se puso de moda como objeto de
estudio, en dos vertientes complementarias: «las lecturas críticas que
restringirán el signo Kahlo a un cuerpo trizado y enamorado (...) y las que
posteriormente la elevarán como icono mexicano» (Girona, 2008: 202). Aún
más: «de icono mexicano a fetiche comercial» - sigue comentando Girona
(2008: 215)-. El proceso, en el que tuvo mucho que ver la «hagiografía» de
Fuentes, alegoriza el cuerpo de la nación en el cuerpo de Frida Kahlo.
«Paradójicamente, su encarnada mexicanidad la universaliza» - concluirá
Girona (2008: 211) cuyo enfoque es uno de los más iluminadores:
En las páginas que siguen abordaré en primer lugar las estrategias
de autorrepresentación que constituyen la performance-Kahlo, en
fotografías y cuadros, en donde seductoramente se muestra y se
oculta, se viste y se desnuda, se encarna y desencarna, y ella misma
invita a prodigar relatos sobre su figura. En una segunda parte,
detallaré el proceso de apropiación que en los años ochenta la inviste
como cuerpo de la nación mexicana y más tarde como mercancía
universal, icono de una nueva imagen del país (Girona, 2008: 195).

El fenómeno «fridolátrico» (Del Conde, 2001) «ha ido desarrollándose,


pues, ligado a circunstancias extra-artísticas» (García Gutiérrez, 2005: 239);
tal vez la mayor y más reiterada, la lectura de su obra como mero reflejo
vital. No hay sino recorrer las múltiples biografías (Del Conde, 1976; Tibol,
1977, 1983 y 2005; Herrera, 1983; Zamora, 1987; Jamis, 1988...) para
confirmarlo. Entre todas, Hayden Herrera marcó un antes y un después en su
completa biografía que supone... «la consolidación definitiva del paradigma
psicobiográfico en la interpretación de la obra de la pintora mexicana»
(Mayayo, 2008: 33). Un paradigma reforzado, entre otras cosas, por las fotos
que redondea esa «historia épica de tintes trágicos» que fue la vida de la
artista mexicana. Herrera... «se propone desvelar una verdad que no traicione
la fábula (...). La pintura termina así autentificando la vida y la vida, la
leyenda, en un círculo que acaba donde comienza» (Girona, 2008: 208-9). Es
decir, la minuciosa documentación biográfica no pretende invalidar el mito,
sino que convive con él.

Aunque no es hora de analizarlos en profundidad, quisiera citar dos


amplios y abarcadores artículos que representan hoy dos posturas
contrapuestas a la hora de tratar la vida/obra de la pintora mexicana: el de
Rosa García Gutiérrez, «Para una valoración del legado (plural) de Frida
Kahlo» (2005); y el de Alfonso de Toro, «Dispositivos transmediales,
representación y anti-representación. Frida Kahlo:
transpictorialidadtransmedialidad» (2007). El primero es un inteligente,
lúcido, documentado y abarcador estudio biográfico, que evita el
reduccionismo:

A pesar de su aparente monotonía y de su carácter obsesivo, la


obra de Frida atravesó épocas diferenciadas que muestran una
evolución y un progreso, un enriquecimiento y engrandecimiento
paulatino. Aún así, hay que partir de una cualidad que unifica toda
esa trayectoria pictórica, la explica y le da sentido: su dimensión
autobiográfica (García Gutiérrez, 2005: 241).

Postulado contra el que Alfonso de Toro reacciona violentamente:

Con ello se ha cometido un daño a la obra de Frida ya que al


derivar en forma directa sus opiniones sean del Diario, sean de sus
cartas o de su pintura, se puso en segundo lugar la compleja
estructura transmedial y transpictoral de Kahlo, en fin, la riqueza de
su mundo artístico y lo que hace de ella una artista de gran
envergadura (...). La interpretación de la Frida Kahlo sufriente sea
bajo sus dolencias físicas o bajo el machismo y la infidelidad de
Diego Rivera tanto en su Diario como en sus pinturas es sencilla y
empíricamente erróneo (De Toro, 2007: 29).

Por lo que se propone «desmistificar a Kahlo y mostrar los mecanismos de


su obra» (De Toro, 2007: 35); y a fe que lo consigue de modo solvente,
contextualizando su pintura en el marco de las vanguardias europeas,
subrayando la riqueza de fuentes iconográficas, y señalando su compleja
estructura transmedial y transpictoral. En ese sentido, con la misma
intencionalidad va mucho más lejos que Patricia Mayayo en su interesante
libro Frida Kahlo contra el mito (2008), que plantea lo siguiente:

Y es que, sin duda, la obra de Kahlo tiene una dimensión


introspectiva y terapéutica: imposible negarlo. El problema no es
reconocer la naturaleza autobiográfica de sus cuadros; el problema es,
como ya señalábamos al principio de este capítulo, considerarlos tan
solo como el registro de una vida (Mayayo, 2008: 44-45).

Porque hay mucho más: «dobles sentidos, ambigüedades, referencias


cruzadas, juegos de ingenio, estrategias de hibridación: estas son algunas de
las sorpresas que nos depara una obra compleja y polisémica» (Mayayo,
2008: 14). Las ambivalencias y contradicciones importan mucho. Aún así,
García Gutiérrez, Girona y Mayayo coinciden en que gran parte de la obra de
Frida gira en torno a la configuración de la identidad femenina. La última
señala las contradicciones con que afronta la maternidad -y antes su amor por
Diego-: «enfrentada a la cuestión femenina por excelencia, la reproducción,
la artista terminará situándose en un terreno resbaladizo a medio camino entre
la complicidad y la resistencia» (Mayayo, 2008: 147).

No obstante, me permito «situar entre comillas» el Diario, como una


excepción que, parcialmente, confirma y niega a la vez la tesis de Alfonso de
Toro, y postular un especial - aunque no único - status autobiográfico a un
texto complejo y deslavazado; solo abordable desde la metodología postulada
por el profesor con tanto acierto. Me interesaba confrontar una intuición, por
otra parte obvia: la de que es en el Diario donde se puede entrever más allá de
la máscara, esa máscara que «Frida la tehuana» utilizó para fascinar a Diego
(Frida-Diego, amor/ feminismo), a los otros o a sí misma (el autorretrato).
Por ello, propongo una relectura desde los ojos de Herrera, entendiendo que
su propuesta puede aplicarse con más acierto a este texto, una última
performance con un toque más testimonial, si se me permite el término que
traigo aquí con cierta prevención.

1. ESCRITURA/PINTURA/VIDA: LA HIBRIDEZ DEL DIARIO


KAHLO (2005: 273)

Arranco con esta desgarrada y concisa entrada del Diario que remite a su
dolor, ese dolor que transforma en arte (pintura y escritura) y que escenifica
hasta su muerte, que utiliza como arma para agarrar a los otros'; en definitiva
«la exhibición de la intimidad como legado artístico» (García Gutiérrez,
2005: 241). Impresionante su última exposición (abril 1953), ese homenaje a
Frida, que instala su cama en el centro de la sala y, destrozada por el dolor y
las drogas, comparte con sus amigos la macabra y ruidosa inauguración que
Raquel Tibol (2005) califica de surrealista y que su esposo describió en su
autobiografía:

Para mí, el suceso más emocionante de 1953 fue la exposición


exclusiva de Frida en la ciudad de México durante el mes de abril
(...). Más tarde se me ocurrió que seguramente se había dado cuenta
de que se estaba despidiendo de la vida (Herrera, 2008: 338).

Exposición que está consignada en el Diario bajo estos versos:


2 Por cierto que reitera estos dos versos ya utilizados en las primeras
páginas del Diario.

Herrera acota este pasaje en su biografía: «quizás estaba cansada y


destrozada, pero se despidió de la vida con su estilo propio y espléndido. En
su diario, Frida enumeró, en forma de poema en prosa, algunas de las
imágenes, La venadita, La flor de la vida, que colgaban de las paredes de la
galería. La última, deliberadamente separada de las demás, es el Árbol de la
esperanza» (Herrera, 2008: 338-339). Referencia intratextual a su doble
escritura, léxica y pictórica: en 1946 pinta el cuadro Árbol de la esperanza,
manténte firme partiendo de una letra popular cuyo estribillo era este y que le
gustaba mucho. Pero además, en su Diario hay una entrada en rosa lila que
dice así:
Una raya transversal, oblicua, separa el texto de lo que sigue en rojo ocre,
relleno de rosa más terráqueo:

DIEGO

Estoy sola.

¡Sin comentarios! El treinta aniversario de la revolución bolchevique


alienta su esperanza revolucionaria, pero como mujer está sola!, siempre una
mujer escindida, como apunta una de sus críticas:

El Diario, al igual que sus cuadros, recoge la escisión en que vive


el sujeto, escisión evidente en varios niveles. Destaca, el primer lugar,
el desdoblamiento entre el mundo de la razón y el del inconsciente;
en segundo lugar, la escisión de la identidad genérica de Kahlo,
reflejada en los fragmentos y dibujos donde manifiesta su
bixesualidad. Asimismo se revela también una vida sentimental
dividida por el amor y el desamor del que fue, sin duda, el hombre
que más profundamente marcó su vida, el muralista mexicano Diego
Rivera. Finalmente, el sujeto vive escindido en el nivel político,
sufriendo un conflicto que le obliga a debatirse entre el lirismo y la
propaganda, entre pintar su mundo interior -y en especial el drama de
su propio cuerpo enfermo - o, por el contrario, crear un tipo de arte
que sirva al partido Comunista (Barriales Bouche, 2006: 275).

Siempre dio a conocer sus sentimientos dolorosos a través de los cuadros y


lo hará aún más en el diario: durante toda la vida, Kahlo... «usaría su
inteligencia, atracción magnética y dolor para conservar su ascendiente sobre
sus seres queridos» (Herrera, 2008: 59) y así «el papel de víctima heroica se
convirtió en parte integrante del carácter de Frida: la máscara se convirtió en
su rostro» (Herrera, 2008: 73). Una máscara que le estalla, una máscara que
se vacía... «entre la máscara y la mortaja, la autorrepresentación de Kahlo
termina por capturarla, no solo revela el disfraz (se muestra la máscara como
tal o el artificio se exagera hasta la parodia), sino que su caparazón acaba por
pesar y hasta mortificar: aloja un cadáver» (Girona, 2008: 200). Entre los
críticos, si bien con matices, existe unanimidad de pareceres: la vida de Frida
Kahlo fue una performance de comienzo a fin (Girona, 2008: 197-204).
Fuentes recuerda el impacto de su llegada al auditorio del Palacio de Bellas
Artes de México, el día en que la conoció:

El rumor, estruendo y ritmo de las joyas portadas por Frida


ahogaron los de la orquesta, pero algo más que el mero sonido nos
obligó a todos a mirar hacia arriba y descubrir a la aparición que se
anunciaba a sí misma con el latido increíble de ritmos metálicos, para
enseguida exhibir a la mujer, que tanto el rumor de las joyas como un
magnetismo silencioso, anunciaba (Fuentes, 2005: 7).

Por supuesto se trata de una opción, algo calculado, elegido. En el capítulo


8 de la tercera parte de su biografía Herrera describe la construcción de una
identidad al hilo del matrimonio con Rivera: toda una liturgia cuyos pilares
eran el peinado, las múltiples joyas prehispánicas y el traje que usaban las
mujeres del istmo de Tehuantepec; su favorito porque... «las mujeres de esa
región tienen fama por su majestuosidad, belleza, sensualidad, inteligencia,
valor y fortaleza» (Herrera, 2008: 100). Y a Diego le gustaban las mujeres
fuertes e independientes. Sin contar con que... «la fascinación que Frida
sentía por sí misma cautivaba a los hombres» (Herrera, 2008: 200).

Pero sigamos leyendo el diario desde los ojos de su biógrafa: quizá su obra
más surrealista - dice - «sea el diario que escribió desde 1944, más o menos,
hasta su muerte» (...), un conmovedor soliloquio poético compuesto por
imágenes y palabras» (Herrera, 2008: 222). En realidad, un cajón de sastre en
el que bailan sin ton ni son... «mensajes de amor para Diego, textos
autobiográficos, declaraciones de fe política, expresiones de angustia, de
soledad y de dolor y pensamientos acerca de la muerte» (Herrera, 2008: 223).
Eso sin contar con los juegos, los pasajes más lúdicos y lo pictórico que tiene
varios niveles. Incluso - continúa su biógrafa:

el punto de partida para muchas imágenes es una gota de tinta. A


veces Frida comenzaba a dibujar desde una mancha de color sobre la
cual cerraba el libro mientras la pintura aún estaba fresca, de modo
que la mancha cambiaba de forma y crecía (Herrera, 2008: 223).

¿Surrealismo? Su sentido del humor y fantástica imaginación se plasman


sin cortapisas en lo que es su refugio. Al respecto, Carlos Fuentes recuerda
que... «lo codificado por los surrealistas franceses ha sido siempre pan de
todos los días en México y Latinoamérica, parte de la corriente cultural,
fusión espontánea de mito y hecho, sueño y vigilia, razón y fantasía»
(Fuentes, 2005: 15). Aún así postula - respondiendo a la cuestión - que Frida
se inscribiría en la última corriente del surrealismo, «la de la capacidad de
convocar todo un universo a partir de los fragmentos de su propio ser y de las
persistencias de su propia cultura» (Fuentes, 2005: 15). A lo que Kahlo
contesta por medio de su biógrafa: «Pensaban que era surrealista, pero no
estaban en lo cierto. Nunca pinté sueños. Pinté mi propia realidad» (Herrera,
2008: 225).

No voy a entrar al detalle de la polémica, muy conocida por lo demás. Las


cosas son complejas y la pintora conoció el surrealismo y vivió durante el 39
en Francia con Breton y su mujer Jacqueline, con motivo de una futura
exposición sobre su obra. La convivencia con ambos y la enfermedad de
Frida le llevaron a abandonar la casa e instalarse en la de Marcel Du champ y
Mary Reynold. Muy pronto abominó de los «decadentes intelectuales
franceses» y del propio Breton, al que califica en alguna carta como
«cucaracha vieja». Herrera es cauta en su evaluación y matiza el proceso: las
doctrinas surrealistas se difundieron en México y el Nuevo Mundo antes del
viaje de su creador. Frida las conoció, y supo auparse en círculos surrealistas
de Nueva York - la galería de Julien Levy, su primer expositor...

No sabía que yo fuera surrealista, afirmó, hasta que André Breton


llegó a México y me lo dijo. Lo único que sé es que pinto porque
necesito hacerlo, y siempre pinto todo lo que pasa por mi cabeza, sin
más consideraciones.

Es posible - añade Herrera - que un poco de astucia se haya


ocultado tras esta cándida pose. Frida Kahlo quería que la vieran
como personalidad original, cuya fantasía se nutría en gran parte de la
tradición popular mexicana, en lugar de alguna tendencia artística
extranjera (Herrera, 2008: 215).

Matización que está de acuerdo con los datos históricos verificables:


Artaud llegó a México en el 36, Breton estuvo de abril a agosto del 38,
Paalen desembarca en el 39, Benjamín Péret y su mujer, la pintora Remedios
Varo pasaron una temporada en el 42 y César Moro - quien, por cierto, se
entusiasmó con la obra de Frida - vivió allí diez años, del 38 al 48, reseñando
la recepción del surrealismo. A lo que se debe añadir la Exposición
Internacional del Surrealismo mexicano del 40 en la que participa, los textos
que le dedica Breton, en especial a su cuadro Lo que me dio el agua, esa
«síntesis de crueldad, humor negro y pulsiones biológicas primitivas sin el
menor asomo de reserva y pudor» (Carnero, 2007: 114). «Frida Kahlo se
encontraba, por la lógica de su país y de su época en la convergencia de lo
vanguardista y lo tradicional» (Carnero, 2007: 113). Y si, como escribió
César Moro en el catálogo de la Exposición, «el espectador de la pintura
surrealista puede encontrarse bruscamente ante sí mismo» (Carnero,
2007:114), la pintora mexicana fue siempre ella misma en todos sus cuadros.
Su pintura... «pone ante los ojos del espectador, sin paliativos ni disfraces, las
raíces más viscerales, biológicas y primitivas de la condición humana»
(Carnero, 2007: 114), y desde luego, las propias.

Es más y enlazando con otra faceta de su arte: en ella se funden con


naturalidad lo superrealista y lo precolombino, como no dejó de notar César
Moro en su texto para el catálogo. Pero, dejando de lado lo popular,
recalemos en el ¿surrealismo? de Frida a través del Diario.

Está plagado de fragmentos de escritura automática, dibujos


inequívocamente surrealistas y exposiciones fragmentadas de una
cosmovisión que, quizás por lo que conoció a raíz del encuentro con
Breton, enriqueció con exaltaciones de la locura y de la magia, con
planteamientos exotéricos y claras referencias a filosofías orientales,
desde el budismo al taoísmo, que hacen pensar inevitablemente en el
surrealismo (García Gutiérrez, 2005: 268).

Un journal intime de sus últimos años, que tiene como sujeto temático y
destinatario el propio yo, en consecuencia fragmentario per se y, diríamos,
también por las hojas que consta fueron arrancadas por los amigos tras su
muerte. ¿Mitomanía? ¿Algo que ocultar? Sea como fuere, en su origen lo que
se plasma de modo transversal a través del pincel -y los distintos colores de
las grafías son más que significativos - son estados de ánimo, no sucesos.
Estados de ánimo que cuajan en el papel tanto en letra como en dibujo, con
un sentido de urgencia. Alcohol, drogas para paliar el dolor y la enfermedad
terminal son adyuvantes con los que conviene contar. La mente y el pincel
recorren sin trabas de ningún tipo la hoja en blanco, en un desahogo de la
angustia, o como divertimento - Nefertiti y otros-. Y con una técnica
relativamente simple: crear figuras a partir de borrones o salpicaduras de tinta
sobre el papel, que manipulaba después: «¿Quién diría que las manchas/
viven y ayudan a vivir?»

Así, la sorpresa, el factor aleatorio estaban asegurados. ¿Puntos de


contacto? «El primer Man esto surrealista, de acuerdo con el cual el
automatismo psíquico o el dibujo automatizado permitían evadir el proceso
racional y liberar el inconsciente» (Lowe, 2005: 27). En el fondo, las
doctrinas de Freud: un Freud que está detrás de Moisés y la religión
monoteísta, como ha sugerido documentadamente Mayayo (2008: 80-102).
Un Freud tal vez releído a través de Breton - ambos se conocieron-. Con este
último compartía... «el interés por lo inconsciente, las imágenes inquietantes
y, a menudo, rudimentarias, así como los motivos nada ortodoxos» (Lowe,
2005: 27). Es indudable la virtualidad terapéutica del diario: la doble vía
escritura/pintura canaliza los deseos frustrados, los sentimientos ocultos o
reprimidos (Puertas Moya, 2004: 67-76). Y el monólogo interior a lo Joyce se
convierte en técnica expresiva para la libre combinación de sintagmas,
vocablos y pintura:

Palabras e imagen, intersectadas sobre la página, demuestran un


intento de reflejar su drama, un anhelo de representar fidedignamente
la situación del Yo y su intransferible circunstancia, un reto para
lograr que las imágenes y los signos lingüísticos refieran el dolor en
toda su magnitud (Barriales Bouche, 2006: 284).

Ese Yo se define mediante el autorretrato, progresivamente contaminado


de dolor. «Me retrato a mí misma porque paso mucho tiempo sola - afirmaba
- y porque soy el motivo que mejor conozco». Por lo que se refiere al Diario,
Herrera insiste en que la pintora establece una relación consigo misma a
través de sus cuadros y en su vocación cree importante «el retocado de
fotografías (en el estudio paterno, que) implicaba minúsculas pinceladas en
una escala muy reducida, técnica que llegó a formar parte esencial del estilo
de Frida» (Herrera, 2008: 29) 3. Los autorretratos del Diario no tienen la
complejidad y perfección de sus grandes creaciones de los treinta y cuarenta -
más autocreación que autoconocimiento-, aun que hay reminiscencias por
ejemplo, de La venadita (1946) cuyo motivo aplica a la doble elegía - letra y
pintura - dedicada a su gran amiga Chabela Villaseñor (1953). Pero al margen
de los alados - que comentaré después - hay cinco autorretratos que me
parecen interesantes, los cuatro últimos por su extrema sencillez.

El más impresionante, desde luego, es el que recuerda su cuadro de Las


dos Fridas que viene duplicado después por la deliciosa historia Origen de las
dos Fridas. Recuerdo, fechada en 1950, una luminosa historia de infancia y
amistad, en la que se refugia en el pasado feliz: Allende 52, Coyoacán,
Pinzón y la niña llamando a su puerta, entre ocres y rojo-sangre. Por el
contrario, el sobrecogedor dibujo al que me refiero, de corte renacentista, es
complejo y va rotulado por fragmentarias expresiones que culminan en
«rómpelo». Lowe lo lee así:

El rostro flotante superpuesto a la figura siguiente parece una


emanación del pensamiento de esta última, cuyo aspecto guarda cierta
semejanza con el de la pintora. Existe un misterio palpable en este
dibujo, puesto que las cabezas flotantes con ojos melancólicos se
desvanecen y resurgen alternativamente (Lowe, 2005: 230).

A mí me resulta, en su suavidad de líneas y colores matizados azul-gris y


rojo-rosa, de los más bellos e inmortales, en cuanto que se abre al insondable
misterio del ser humano. La página, bordeada de círculos cósmicos, tiene
todavía su complejidad, frente a la simpleza de líneas de los cuatro últimos.
De ellos, hay dos que la relacionan con el cosmos y el mundo precolombino,
en ese sentido, más mediados; mientras que los dos últimos son explícitos.
De cualquier forma Luna, Sol ¿yo?, más allá de la reminiscencias aztecas,
muestra ya la desintegración de su pintura. No existen trazos minuciosos, son
borrones en ocres de distintos matices, en el caso de la pirámide y el
horizonte, perfilados con trazos negros, muy naif; el mismo trazo que le sirve
para hacer la inscripción. Su figura - danzante ritual - está circunvalada en
parte de borroncitos... mujer, naturaleza, cosmos... no im portan los perfiles,
es un mensaje obvio. Mensaje que apunta a otro final, más personificado, el
de Color de veneno. Todo al revés: Frida recostada en la tierra, a punto de
descansar para la eternidad, sigue focalizándose con asombro, con mayor
asombro aún: ¿Yo? «Sol y luna, pies y Frida»... no puede ser más
transparente. Se está muriendo, el pie lo emblematiza y ella lo sabe, se sabe a
punto de convertirse en cosmos. Las líneas son toscas, los colores ocres
compartiendo con verde, morado y el mundo está al revés... cataclismo
universal al hilo de su desintegración.

Los dos autorretratos últimos son voluntariamente esquemáticos: mujeres


flechadas, como símbolo del dolor que la ha destruido desde su juventud.
Porque es bien sabido, su «resquebrajada condición física se convirtió en un
tema recurrente en su pintura (...). El diario refleja el reconocimiento de su
cuerpo como un organismo herido que sufre un imparable proceso de
degradación» (Barriales Bouche, 2006: 280-281). La primera pintura
explícita es muy dramática: Yo soy la DESINTEGRACION en la que su
doble - una figurita coja - encaramada en una columna romana, ve
derrumbarse a su lado mano, ojo, cabeza y pie. La tinta - sangre - roja va
circunscrita en gruesos trazos negros, de técnica naif, y el amplio vestido
popular se complementa con un delantal verde. Al otro lado del cuadro que
divide una especie de Jano, tosca figura femenina de abultados rasgos
sexuales y con doble cabeza de minotauro - propio del Picasso surrealista-, el
perfil de Frida - a modo de moneda romana - cuyo inmenso ojo observa con
asombro la pierna que cae.

Naturaleza bien muerta, aunque más abstracta, con sus caras ocultas en el
jarrón o tras las flores, y el manojo de heno en forma de mano que se
derrumba, podría considerarse... «una impactante metáfora sobre la creciente
debilidad y su relación cada vez más difícil con el trabajo en sí» (Lowe,
2005: 233). Huella de pie/Huella de sol/Huella de llamas emblematiza el pie
que tanto le hizo sufrir, duplicándolo y cubriéndolo de sangre. En su
comentario Lowe sugiere que las llamas bajo el pie, «cual ave fénix, ponen
de manifiesto la tenacidad de la inquebrantable mexicana» (Lowe, 2005:
238)4.

En adelante, el pie es elemento recurrente en la doble escritura: su dibujo a


bolígrafo en azul-negro sobre pintura ocre sangrienta con el lema Pies para
qué los quiero/si tengo alas pa fechado en 1953, condensa su angustia que en
el Diario se ramifica en dos vías - escritura y pintura - y reitera dos motivos:
su incontenible, desbordada limitación física y, por contraste, el deseo de
volar, de arrancarse de las limitaciones terrenas. Pies y alas alternan en esta
segunda parte del diario, cada vez más desnortada y trágica. Los pies se
cubren de raíces que caen hacia la tierra, como nervios sin utilidad. No cabe
duda de que la síntesis viene dada por el dibujo a pluma que lleva como
rótulo Se equivocó la paloma. Se equivocaba - la canción de Alberti-. En la
figura femenina a plumilla, cuya cabeza sustituye una paloma y que
representa a Frida por la insistencia en la columna sujeta por un cinturón, se
aúnan alas y una pierna ortopédica, tal vez inexistente bajo los aros que la
diseñan. Como siempre, el desgarro de lo fisiológico expresionista, sin
paliativos. La figura tiene aún doble anclaje, fluctúa entre su anclaje terreno y
la posibilidad de volatilizarse. Y es su modo de exorcisar el drama que recoge
en la página siguiente y con la misma pluma, en la entrada «agosto de 1953»:
«seguridad de que me van a amputar la pierna. Detalles sé pocos pero las
opiniones son muy serias (...). Estoy preocupada, mucho, pero a la vez siento
que será una liberación». Y ¡cómo no! automáticamente, la referencia a
Diego: «Ojalá y pueda ya caminando dar todo el esfuerzo que me queda para
Diego. Todo para Diego» ¡Sin palabras! Estoy de acuerdo con García
Gutiérrez quien comenta: «con esa nueva visión magnificadora del amor
como fuente energética de la vida cerró además su cosmovisión,
transformando el círculo vida/muerte en un triángulo igualmente eterno e
incesante - amor/vida/ muerte - que fue la base de gran parte de sus últimos
cuadros» (García Gutiérrez, 2005: 270). Si el dibujo citado es de agosto, en
julio y Cuernavaca está fechada una entrada a modo de acertijo, de juego de
palabras:

Juego barroco basado en la antítesis, cuyo final desconcierta: ¿piernas y


alas se confunden? ¿O vuelve a pensar en el obsesionante suicidio, como
forma de liberación? La entrada de 11 de febrero del 54 recoge hechos
consumados: han pasado seis meses desde la operación, seis meses de
angustia, dolor, vaivenes morales... A partir de aquí parece establecerse una
dialéctica: «ate vas?» / «ano te vas?» que transparenta la lucha interior de la
mujer/pintora, destrozada, como ponen de manifiesto sus palabras - tras
varias páginas desarticuladas, a nivel pictórico y léxico-. La cronología se
altera: después de abril del 54, una entrada luminosa de fiesta con los amigos
en Coyoacán, con el agradecimiento por haber salvado la operación y unas
páginas exultantes en la línea de «gracias a la vida, que me ha dado tanto»,
vienen otras autobiográficas bajo el molde del sumario en que, desde 1910,
fecha que elige como su nacimiento - el de la revolución, la misma táctica
que un siglo antes utilizara Sarmiento de alterar la cronología en pro de un
hecho histórico con el que se identifica - desfilan antepasados, infancia feliz,
padres, hermanos, corridos de Posada... En fin, lo propio de la autobiografía.
Todo encaja. El sujeto hace balance al final. Aquí, llegado el momento
revolucionario, de nuevo escritura y dibujo se alternan desintegrándose la
escritura normalizada, alterándose la página, tal vez porque los sucesos
revolucionarios fueron algo demasiado fuerte para los niños. Es curioso que
los zapatistas a quienes ayudan los padres van heridos en la pierna... el texto
se agrieta, destruye su linealidad y la página de azul se tiñe de sangre con el
lápiz rojo desdibujado sobre las figuras.

Estamos en el borde, las últimas páginas de este desarticulado Diario, que


surgió como todos, sin cálculo y que llega al lector tan manipulado que sentar
una teoría sobre la doble estructura narrativo/pictórica es más que
aventurado. No lo es en su origen, en su transversalidad, dualidad de
escrituras que se entreveran, completan e incluso, en ocasiones, parecen
contradecirse. Las últimas entradas, más allá de sus alternativas cronológicas,
de la desintegración de escritura y dibujo mucho menos elaborados...
establecen una continuidad respecto de las obsesiones de la machacada
artista. Por eso, prácticamente la última y desdibujada pintura - muy tosca -
es una mujer con alas ¿se trata de un autorretrato? Remite tal vez a aquel otro
«ate vas? No/ alas rotas» - realmente un autorretrato con alas, en verdes pavo
real y rosa-lila en el cabello sobre fondo ocre. Ahora las alas sirven para
volar, en medio de una atmósfera irreconocible.

¿Cómo ve, cómo lee Herrera los textos, la doble estructura léxica y
pictórica? Habría que señalar la capacidad de la biógrafa de simpatizar y
poner distancia a la vez, de «sentir con» y focalizar su objeto de estudio
desde cierta distancia... así será también por lo que se refiera a sus amores...
nunca se recrea en lo morboso, aún tratando de justificar ligues y lesbianismo
desde su «enorme apetito sexual» y su deseo de vengarse de las infidelidades
de ese accidente vital llamado Rivera:
¡El mito del andrógino... «unión de las almas más allá del sexo y las
mezquindades y dolores de la convivencia» (García Gutiérrez, 2005: 279) se
aleja! Creo que estas palabras de la mitad superior de la pintura que titula
Corriendo a todo dar sintetizan, sin patetismo alguno, el drama de su relación
con Rivera. En el medio, más explícitos que cualquier palabra, tres
animalillos a modo de galgos 5 en tonos marrones y circundados del verde
natural, escapan corriendo. Esta pintura culmina varias páginas dedicadas a
Diego: una emborronada y repasada en tinta negra y pintura marrón más
abstracta. Y otra, auténtica y apasionada declaración de amor, en tinta
marrón, que concluye con una letanía donde Diego «principio, constructor,
mi niño, mi novio, pintor, mi amante, mi esposo, mi amigo, mi madre, mi
padre, mi hijo» lo es todo:

Diego = Yo,

Diego Universo.

Diversidad en la unidad.

Porque... «es solo a partir de Rivera como ella puede definirse y


reconocerse íntegramente» (Barriales Bouche, 2006: 286). «Con respecto a
Rivera, Kahlo osciló toda la vida entre la sumisión y la autonomía, entre el
papel clásico de la amante esposa y el más moderno de la compañera» - dice
Mayayo (2008: 148). Rivera es el ser que domina, progenitor y niño a la vez.
En este contexto hay que situar el dibujo monocromático El cielo, la tierra, yo
y Diego fechado - no suele ser habitual - en agosto del 47 que transformará
después - algo excepcional también- en óleo: Yo, Diego y el señor Xólotl.
«La artista está sentada en el regazo de México, personificada por una mujer,
al tiempo que sobre sus propias piernas yace el bebé Diego. Los tres
personajes aparecen abrazados por un ser benefactor y con aspecto de Buda,
que representa al Universo» (Lowe, 2005: 241). Indudable el interés de Frida
por budismo y taoísmo en esta etapa final (García Gutiérrez, 2005: 280). Por
lo que respecta a la lectura de Lowe, contradice la escritura en lápiz de Frida:
el pintor-niño descansa sobre un doble regazo femenino, inevi table
mediación hacia lo celeste, mientras que Frida está bien anclada en la madre-
naturaleza que siempre la fecundó en sus cuadros; su identificación con la
mitología de las diosas-madre es algo recurrente, que culmina en el cuadro.
El trazo es muy grueso, muy naif, pero seguro y con mucha fuerza. Un simple
lápiz de carboncillo, levemente difuminado, emborrona todo el fondo,
incluidos sol y luna que enmarcan las figuras. Su amor ya nada tiene de ese
toque... «devorador, purificador, como el de la diosa buitre. Quería parir a
Diego. Soy él, escribió o dijo un día, desde mis más primitivas y antiguas
células, él es en todo momento mi hijo, mi niño nacido a cada momento,
todos los días, de mi propia entraña» (Fuentes, 2005: 20).

Hay muchas referencias a Diego en el Diario además de la entrada 7 de


noviembre del 47, ya citada, con su grito desgarrado de soledad. Rivera
representa el comunismo tan amado, pero también las aficiones comunes - las
esculturas precolombinas-: «Nunca he visto ternura más grande que la que
Diego tiene y dá cuando en sus manos y sus bellos ojos toca las esculturas del
México indio» - inscripción que recorre el centro de un cuadro curioso: un
jarrón roto derrama tinta sobre una bella mano, cuasi femenina, que agarra y
acaricia una masa informe en verdes y ocres. Dos gruesos trazos horizontales
rojo-sangre recorren la mitad y el ángulo inferior derecho. ¿Ironía? Porque el
jarro está roto. ¿Tal vez alusión a la torpeza del amante, que destroza lo que
ama?

El 9 de noviembre del 51 dedica otra entrada a su «Niño-amor», con un


tono de gratitud y esperanza: «voluntad de resistir viviendo. Alegría sana.
Gratitud infinita. Ojos en las manos y tacto en la mirada. Limpieza y ternura
frutal. Enorme columna vertebral que es base para toda la estructura humana.
Ya veremos, ya aprenderemos. Siempre hay cosas nuevas. Siempre ligadas a
las antiguas vivas. Alado. Mi Diego, mi amor de miles de años». Creo que la
escritura, que funciona en libertad, por asociaciones, fluctúa del polo
masculino al femenino, en un movimiento de péndulo que enfrenta a los
amantes: la voluntad de resistir, de aprender, la gratitud infinita es de ella;
mientras que él aparentemente - morirá tres años después de ella y le lleva
veinticinco - tiene lo que en Frida son caren cias: enorme vitalidad y sólido
esqueleto. Me resulta curioso ese «alado» que podría referirse al diosecillo
Cupido. La firma «Sajda/Yrenáica/Frida», tan imbuida de orientalismo
(Mayayo, 2008: 174...) no deja de mostrar que asume la infidelidad
matrimonial como inexorable sello de Rivera. La entrada se redacta
seguramente en dos tiempos: el cuerpo central, bien escrito en tinta marrón; y
la dedicatoria y firma escrita posteriormente a lápiz, con trazos irregulares y
repasados en la misma tinta. Lo que impacta a modo de grito desgarrador
¡una vez más! es el nombre de DIEGO, escrito al final, en letras mayúsculas
de grueso trazo rojo terráqueo ensangrentado.

Porque Diego es una constante hasta el final: en marzo del 53 fecha unos
trazos de pintura sobre el Diario, en gris lila: «Mi Diego. Ya no estoy sola.
¿Alas? Tu me acompañas. Tu me duermes y me avivas». En el medio un
dibujo poco perfilado, una figura alada en ocres con borrones en negro que
puede ser Frida - si tenemos en cuenta otras páginas con borroncitos-.
Enfrente y seguido: «Amo a Diego. Amor»... en naranjas, verdes... llamas,
hojas y una especie de corazón negro en el centro. 21 de marzo del 54: «Amo
a Diego más que a mí misma» - dirá en una página emborronando en pluma
azul la primitiva redacción a lápiz, en una acción de gracias extensiva a sus
médicos y cuantos le cuidan. Herrera cuenta cómo se deteriora su carácter,
cómo le cansan los niños que amaba, de sus violentos cambios de humor... de
su descontrolada capacidad de herir. Tal vez ya no es ella, está demasiado
drogada, sufre sin esperanza, como lo muestra la desintegración de la grafía
en la entrada de 11 de febrero de 1954 - que por cierto, parece cortada y
pegada después-: «Sigo sintiendo ganas de suicidarme - dice-. Diego es el
que me detiene por mi vanidad de creer que le puedo hacer falta. El me lo ha
dicho y yo le creo. Pero nunca en la vida he sufrido más. Esperaré un
tiempo».

«A pesar de que Frida con frecuencia declaraba a sus amigos que ya no le


importaban las aventuras de Diego (...) lo llamó desesperadamente en su
diario» dice la biógrafa (Herrera 2008: 332), recogiendo a continuación esa
entrada: «Si solo tuviera cerca de mí su caricia»... Lo llama a través de la
letra, lo fija a ella a través del autorretrato, por ejemplo ese doble estilizado -
rostro frontal y otro de perfil - en rojos, verdes y ocres, sobre multitud de
símbolos descabalados y en cuyo centro, en verdenegro hay una
circunferencia con los nombres Diego-Frida. O aquel otro, múltiple, en tonos
turquesa suave circunvalados de negro carboncillo, donde la leyenda en
pluma azul dice entre otras cosas: «La que se parió a sí misma» y «Yo amo a
Diego, a nadie más», incorporando el símbolo que le identifica.

Queda para otro momento analizar despacio las cartas a Diego, al que se
lanzan ¡Vivas! junto a Stalin; reseñar hasta qué punto la acción
revolucionaria preocupa y compensa de otras limitaciones - la soledad - a
Frida. Ahora, al final de estas líneas, pienso que mi trabajo quiso abordar y
no lo hizo ciertas letanías surrealistas - palabras, palabras, palabras - o la
similitud de cierta escritura del Diario en gran medida, las cartas a Diego -
con el romance; así como estudiar la posible correlación entre estas letras y
los corridos mexicanos mediados siempre por los grabados de Posada
(Mendoza, 1974). No en vano, Frida era feliz cantando estos corridos y el
diseño de Posada, con su corte de calaveras y judas, estuvo siempre en su
obra y a la cabecera de su cama. Todo parte de la fascinación por lo popular
que, junto a lo prehispánico, compartió con muchos artistas de la época... en
su caso, con una nota muy personal, en absoluto expresión naif, sino más
bien postura consciente y calculada.

Para finalizar, me gustaría traer aquí un soneto de su gran amigo de


secundaria, el poeta Carlos Pellicer que le acompañó más allá del lecho de
muerte, hasta su incineración acompasada por una de sus baladas favoritas,
«La barca de oro»:

CARLOS PELLICER (México, agosto 1953)

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n los últimos años se está produciendo un interesante fenómeno de
recuperación de mujeres cuyo papel en la cultura de nuestro siglo había
quedado oscurecido a pesar de su indudable relevancia, «la construcción de
un sujeto histórico femenino moderno» - en palabras de Jaime Siles, quien
acaba de editar la obra de Ernestina (2008: XIX)-. Por comenzar por algún
sitio en este recuento aproximativo, recuerdo una exposición pictórica que
pude disfrutar en la Fundación Mapfre durante la primavera del 98 - Fuera de
orden. Mujeres de la vanguardia española - reunión de lienzos de María
Blanchard, Norah Borges, Maruja Mallo, Olga Sacharoff, Ángeles Santos y
Remedios Varo, quienes en determinado momento coincidieron viviendo en
la capital española e impulsaron la cultura. En el plano literario, cabe destacar
la publicación de Recuerdos de una mujer de la generación del 98, de Carmen
Baroja, aventura personal y trayectoria de un grupo de mujeres que, codo a
codo con los hombres, supieron hacerse un sitio en la vida cultural y literaria.
Y cito a esta mujer del 98 porque se trata de la generación que dio en España
el salto a la universidad, como tan bien ha subrayado Julián Marías en sus
libros. Mujeres ligadas a proyectos como el Lyceum, primera asociación
feminista de cultura que funcionó en Madrid de 1926 a 1939 y congregaba a
representantes de dos generaciones, la del 98 y la del 27, según recogió en
sus Memorias de la melancolía María Teresa León, una de las más jóvenes
pero ya entonces beligerante. La institución, presidida por María de Maeztu,
y con secretarias como Zenobia Camprubí' y la propia Ernestina, marcó un
hito en la reivindicación del sufragio femenino. Además de la espléndida
biblioteca, los debates y conferencias que se organizaban sirvieron para
aglutinar a un colectivo de españolas cultas de ámbitos e intereses
profesionales diversos. Nombres como María Baeza, Pilar Zubiarre, Concha
Méndez (Ulacia Altolaguirre, 1990) o Cristina Arteaga2... atestiguan lo que
comento: el incipiente protagonismo intelectual de la mujer en las décadas
del veinte y treinta3.

De ese entorno formó parte Ernestina de Champourcin (1905-1999) a


quien Fanny Rubio y José Luis Falcó en su Poesía española contemporánea
(1939-1980 y dentro del apartado «poetas que recuperan el espacio interior»
(1981: 20) consideran una de las dos mujeres de la generación del 27, junto a
Concha Méndez de Altolaguirre. Voz original, inclasificable, como
inclasificables habían sido Delmira Agustina, Alfonsina Storni o Juana de
Ibarbourou, encasilladas en el ambiguo marchamo de posmodernistas. De
acuerdo con Pedro Salinas para quien el signo de la literatura española del
siglo xx es el lirismo radical, una poeta muy del momento, cuya profundidad
lírica al abordar el exilio del ser humano en busca de sentido debería
rescatarla del injusto olvido de nuestros contemporáneos. Olvido para el que
se han aducido razones enjundiosas - ser mujer, su intimismo, el peso
creciente de una poesía religiosa.. .-. Olvido del que está siendo
progresivamente rescatada en la última década: podrían citarse al respecto el
trabajo de José Ángel Ascunce, quien prácticamente ha editado su obra
poética completa bajo el título Ernestina de Champourcín, poesía a través del
tiempo (1991); así como las antologías de Milagros Arizmendi (1997),
Beatriz Comella (2002) y Rosa Fernández Urtasun y María Elena Antón
(2005) quienes, por cierto, fueron comisarias de una interesante exposición
en el centro Conde Duque de Madrid bajo el rótulo Ernestina de
Champourcín, una voz femenina en la generación del 27 (25 de enero-23 de
marzo, 2008)4. Además, cada una por su lado ha contribuido a un mejor
conocimiento de su biografía al editar parte de su epistolario (Fernández
Urtasun, 2007) y unos diarios de madurez (Antón Remírez, 2008). Para
concluir sin cerrar esta avalancha bibliográfica, el citado Jaime Siles editó
una Poesía esencial (2008) que, apoyándose en los trabajos de Arturo del
Villar (2006: 239-251), reelabora y añade algunos poemas a la de Ascunce.
Este último y con motivo del centenario (2005), codirigió con Fernández
Urtasun un congreso cuyas actas (Ernestina de Champourcin. Mujer y cultura
en el siglo XX (2006) constituyen el corpus de estudios más sólido sobre la
escritora vitoriana. El centenario dejó además otro volumen coordinado por
Landeira (2006). En fin, puede presumirse que los estudios sobre Ernestina
prometen un in crescendo - tesis y demás-, a partir del Fondo Documental
que se custodia en la Universidad de Navarra.

Se trata de una mujer pionera que comparte la aventura intelectual con


hombres de la talla de Alberti, Altolaguirre, Prados, Domenchina y Gerardo
Diego, quien la incluyó en su famosa antología del 34, si bien no hasta la
segunda edición, porque los poetas varones se opusieron rotundamente a que
entraran mujeres en el libro ¡¡¡Vivir para ver!!! De familia madrileña, culta y
progresista (Antón Remírez, 2008: 249-254), estudia en un instituto y
perfecciona francés e inglés por indicación paterna: idiomas que le serán muy
útiles en su momento, durante el exilio mexicano cuando, tras la guerra
española, trabaje como traductora para Fondo de Cultura Económica y otras
empresas afines. Mucho antes, en el marco de las tertulias madrileñas - para
ella, la cultura era sinónimo de liberación - había dedicado un primer libro de
versos, En silencio (1926) a Juan Ramón Jiménez, su maestro admirado. Fue
también amiga de Zenobia, relaciones que no perderá: en los cuarenta visita
al matrimonio en el exilio americano, compartiendo inquietudes políticas y
literarias (Champourcin, 1981). Hacia 1930 había conocido en el estudio de
Vidaurre (Madrid) al que será su marido, el poeta Juan José Domenchina,
activo impulsor de las tertulias de la Residencia de Estudiantes, presidente del
Instituto del Libro Español, secretario personal de Azaña y Director del
Boletín de Información del Servicio de Propaganda de la República.
Comparte como amiga esa vida intelectual ligada al Lyceum y la Institución
Libre de Enseñanza hasta que los acontecimientos políticos obligan a la
retirada del gobierno; momento en el que une su destino a Domenchina
mediante el matrimonio, viviendo unos meses en Toulouse y recalando
finalmente en México por invitación de Alfonso Reyes. México será su patria
durante treinta años, una patria acogedora a pesar de las dificultades
económicas de quien había nacido en el seno de una familia de alto nivel
social y ahora se ve obligada a trabajar para sostener a un marido deprimido
que no levantará cabeza, y a una larga parentela política - suegra, cuñada,
sobrinos.. .-. Viuda desde el 59, tomará la decisión de retornar a Madrid en el
72 y allí vivirá hasta su muerte, en una ciudad que se le hace inhóspita y
desconocida.

Antes de perfilar su especificidad biográfico-literaria por lo que se refiere


al exilio, quisiera esbozar unos breves apuntes en torno al derrotero que
seguirán algunos intelectuales al estallar la guerra. Con la llegada a México
se abre para los españoles en general una nueva etapa que León Felipe
definiera como la del español del éxodo y del llanto (1939). Domenchina
nunca se repuso. En su trabajo sobre La poesía española de 1935 a 1975,
Víctor García de la Concha caracterizó su obra como «literatura de
conciencia crítica», en la que se percibe de forma clara el desgarrón espiritual
del desterrado. Sus Elegías jubilares arrancan de la rabia, para concluir en una
especie de estoicismo con rasgos unamunianos. Y Pasión de sombra y
Sombra desterrada conjugan este motivo al que vuelve una y otra vez su
espíritu (1987: 286-291). En un primer momento y por lo que se refiere a la
poesía, Ernestina resulta opacada por su marido: no publica, inmersa en un
mar de traducciones perentorias para mantener a los suyos. Eso sí, colabora
en revistas y lucha contra la marginación femenina en zonas deprimidas. Ello
explica tal vez que no sea citada por García de la Concha en su monumental
trabajo. Pero lo cierto es que no solo ella desaparece de estudios y antologías
de esa época: el primitivo e inquieto núcleo femenino - Concha Méndez,
Josefina de la Torre, Carmen Conde, Rosa Chacel, María Luisa Muñoz de
Buendía, María Teresa León-... algunos de cuyos libros primeros fueron
reseñados en manuales como el de Joaquín González Muela y Juan Manuel
Rosas (1974), parece eclipsarse. Concha Méndez, que había publicado más
de seis libros entre 1926 y 1939, entregará sus Villancicos en el 44; la edición
del 67 rescata la poesía de quien es hoy considerada una de las voces
principales del 27. María Teresa León seguirá su camino a la sombra de
Alberti. Carmen Condes, quien antes de la guerra ya había publicado dos
libros - Brocal (1929) y Júbilos (1934) - se instala en Madrid en el 39 y será
la única mujer superviviente en antologías como la de Luis Jiménez Martos
(1987)6. Rosa Chacel, más joven, se abrirá camino lentamente como
novelista. Habrá que esperar a los cincuenta para reencontrar una voz
femenina, la de Gloria Fuertes, autora de más de seis libros y única mujer en
la antología de Castellet (1973). A partir de esa década y con la fundación de
Adonais comienza a menudear esa presencia femenina:

Mientras en los primeros diez años y cien números de la colección


solo figuran cuatro mujeres, y en el cuarto de siglo recogido en la
Antología general de Adonais (1943- 1968), publicada en 1969, son
diecisiete, en la última Antología general de Adonais (1969-1989)
(1989), el número casi se ha duplicado: treinta autoras en veinte años.
Otro dato de interés reside en el hecho de que en los primeros
veinticinco años de Adonais tan solo una mujer obtuvo el premio:
María Elvira Lacaci en 1956. Siete consiguieron un áccesit (Miró,
1993: 167).

A continuación, una larga hilera de nombres avalan el asalto femenino a la


poesía española en el siglo xx - Adonais, en este sentido, es muy
representativo-. La propia Ernestina ganó el premio en el 59 con Presencia a
oscuras, volumen 87 de la colección. Más tarde publicaría en ella Primer
exilio (1978).

1. LA SINGULARIDAD DE ERNESTINA

Bien, me gustaría ahora centrarme en Ernestina de Champourcin, poeta


que nunca antes había trabajado y que ha sido un reto para mí, en ese camino
que inicié hace algunos años de desbrozar una mínima parte de las letras
femeninas. Aunque en absoluto soy especialista en el tema, elegí a esta mujer
por ser una de las más desconocidas y desconcertantes del grupo. Señalo
algunas peculiaridades comenzando por la recepción: en las dos últimas
décadas han aparecido al menos cuatro libros de/sobre ella; Y curiosamente
son los vascos quienes la están recuperando: José Ángel Ascunce, Rosa
Fernández Urtásun y María Elena Antón lanzan sus versos al amparo de
entidades como la Diputación Foral de Álava o la colección euskara de
Anthropos de «Exilios y heterodoxias». Lo hacen bajo rúbricas como «la
escritora vasca», «la poeta alavesa», «la vitoriana»... Confieso que tengo mis
amores en esta tierra de donde es mi hombre y en la que se radicaron mis
abuelos maternos durante más de quince años. Así que me atrajo el asunto.
Cuál no fue mi sorpresa cuando descubrí la inexistencia de genes vascos en
una Ernestina, que nace en el seno de una familia madrileña - ciudad en la
que siempre vivió antes y después del exilio mexicano-, y cuyos orígenes son
franceses y uruguayos por parte de padre y madre, respectivamente. La patria
vasca se debió al largo veraneo del médico que atendía el parto, que aconsejó
a su paciente - la madre de la futura escritora - trasladarse a la capital
alavesa... ¡Así se escribe la historia! Y todos sabemos qué coyunturales son
las razones que permiten ver la luz a ciertos libros.

En cuanto a la biografía, me desconcertaron varias cosas: por un lado es


una mujer claramente progresista; ya aludí a la tradición liberal de su familia,
a su formación autodidacta trilingüe en el hogar paterno, lo que le permitirá
muchos años después, ganarse la vida. Quiso estudiar filosofía en la
Universidad Central de Madrid, pero ante la imposición de la chaperona,
renunció. Leyó a los franceses - románticos, simbolistas-... y dividió su
adolescencia entre las obligaciones familiares - puesta de largo, entrada en
sociedad - y las tertulias literarias que le atraían mucho más. Vanguardista y
cosmopolita, socia fundadora del cineclub de Madrid - le encantaba el cine-,
refleja los nuevos aires en su propia imagen - pelo corto a lo garcon - tanto
como en su poesía - por ejemplo, la serie «Caminos» de La voz en el viento
contiene un poema de asunto futurista, «Volante»-. En cuanto a lo primero,
su biógrafa Landeira convencida de que «el hábito hace al monje», comenta
lo que sigue:

No podemos pasar por alto esta foto de Dalí, Mallo y


Champourcin sin comentar el estilo del pelo flapper típico de los
Roaring Twenties que luce Ernestina, con pelo corto pegado a las
orejas y flequillo en la frente. La moda para mujeres reflejaba las
libertades vanguardistas de la época: pelo y vestidos cortos, con telas
cómodas que permitían movimiento, baile y deporte (2006: 118).

Fascinada por Juan Ramón, ya antes de la guerra había publicado cuatro


libros de matriz romántico-simbolista: En silencio (1926), Ahora (1928), La
voz en el viento (1931) y Cántico inútil (1936) con los que «adquiere un
renombre sólido y gana un puesto puntero en el panorama poético de la
España de preguerra» (Ascunce, 1991: XV) al limar el verso hacia una poesía
cada vez más pura, precisa y conceptual, caracterizada por la responsabilidad
formal y la autenticidad de vida - son más o menos palabras de Ascunce-.
Creo honradamente que, en un in crescendo cualitativo, muestran la
sinceridad expresiva y el fuerte lirismo de quien todavía no encontró una voz
propia y se mueve con más autenticidad que arte. Pero hacia 1928, momento
en que desarrolla una intensa vida cultural, tiene bastante perfilado su credo
poético. En cartas a Carmen Conde afirma: «sólo creo en Dios y en la
belleza» (Fernández Urtasun, 2006: 67-68); afirmación que Siles glosa así:

Ernestina, pues, tiene dos ejes: la poesía pura como forma y Dios
como objetivación de la belleza, y ni de uno ni de otro se apartará.
Juan Ramón es su guía (2008: XXI).

Los biógrafos - fundamentalmente Arturo del Villar - reseñan su inquietud


social responsable de un progresivo cambio de personalidad al bifurcarse en
dos vías, la atención a humildes y marginados de ciertas barriadas madrileñas
y mexicanas, y la actividad política: será una republicana decidida y pertinaz,
ahora y todavía con mayor ahínco a su retorno a España en los setenta. Niña
bien, republicana', y fehacientemente religiosa... no suele ser tan habitual.
Críticos como Gustavo Nanclares han escrito que, en los primeros momentos
de la guerra, su posicionamiento ideológico fue confuso y vacilante:
Ernestina se encontró atrapada entre su origen burgués y su
compromiso revolucionario, entre su educación religiosa y el
anticlericalismo imperante, entre su deseo de servir al pueblo y la
constatación de la brutalidad popular que iba tomando las calles y que
le afectó a ella personalmente por la delación de su antiguo cartero,
entre la emoción de la resistencia antifascista y el hecho de que parte
de esas huestes fascistas compartiera con ella lazos familiares y de
amistad y desde luego un mismo origen sociológico (2006: 179).

Cuando reescriba sus vivencias en los setenta/ochenta - diarios, poesía, La


ardilla y la rosa... - la cuestión está superada, «la denuncia ideológica ha
desaparecido por completo de su memoria de la guerra» (Nanclares, 2006:
169). Siles no lo ve así. Según él, Ernestina «no alterará nada de su recuerdo
de aquellos difíciles y sangrientos días (...). La objetividad de Ernestina no
deriva de su posible confusión ideológica, sino de que supo mantener su
criterio liberal» (2008: XL). Nanclares redondea su tesis desde la óptica
intensamente religiosa de la poeta vitoriana: «Quizás - dice - fue ese amor
trascendente que encuentra su modelo en la figura de Cristo el que la movió a
proponer una revisión poética de la guerra en la que toda diferencia quedaba
finalmente superada y reconciliada» (2006: 171). Lo cierto es que siempre
fue una mujer con inquietudes espirituales, que se agudizaron al hilo de la
lectura - en Washington, 1949 - de Thomas Merton, el trapense maestro de
novicios de Ernesto Cardenal - recuerden Vida contada-. En México sufrirá
una profunda crisis religiosa y poco después verá reforzada su fe al conocer
el Opus Dei. En los cincuenta escribirá Presencia a oscuras, su poemario más
militante en este sentido. Los críticos comentan que transformó el amor
humano en amor divino: el Cantar de los Cantares, Juan de la Cruz y los
misterios de la fe cristiana son el telón de fondo de unos poemas en los que la
voz lírica dialoga con intensidad con un Dios personalizado según la
tradición católica; y títulos como «Magníficat», «Oración al Espíritu Santo»,
«Presencia del Verbo» o «Vía Crucis»... no dejan lugar a dudas en cuanto al
referente de su apasionada entrega a lo divino, dentro de una tradición que la
conversa ha sentido renacer con los bríos de un nuevo descubrimiento. El
brevísimo librito que escribe a continuación, El nombre que me diste,
personaliza aún más el idilio amoroso con el amante divino:

ASCUNCE (1991: 226)

Es este su quinto libro, que rompe más de quince años de silencio. Si en


los poemarios anteriores a la guerra, sobre todo La voz en el viento (1931) y
Cántico inútil (1936) había destacado por su ensimismamiento teñido de
tristeza melancólica, así como por la sinceridad al llevar al verso la pasión
amorosa; en ese «vuelco a lo divino» sigue utilizando un apasionado lenguaje
cuajado de metáforas y antítesis para describir su nuevo objeto de deseo,...
«la construcción de una poesía trascendente, de cerrado diálogo con Dios (...)
que sustituya el desarraigo (...), la inseguridad y el descentramiento
provocado por el destierro» (Arizmendi, 1997: 7). Corcel de los sentidos
(1964), El nombre que me diste (1966), Haikais espirituales (1967), Cartas
cerradas (1968) y Poemas de/ ser y del estar (1974) - este último, particular
síntesis de todos - dan testimonio de que... «la verdadera obsesión de la
escritora alavesa en esos momentos es el destino espiritual y la naturaleza
religiosa del hombre» (Ascunce, 1991: XXIII). Tal vez por ello en uno de los
primeros viajes a España cierra un trato con la BAC para editar una antología,
Dios en la poesía actual (Madrid, 1970). «Lo nuevo - dirá Siles - es el
sentimiento y percepción del tiempo, convertido ahora en un catálogo de
lugares de encuentro con los hombres y con Dios» (2008: LV).

En un primer acercamiento, una actividad poética tan marcada por lo


religioso no deja de sorprender al lector del siglo xx, cada vez más agnóstico.
Un rastreo por manuales y antologías permite observar que esa orientación
existía antes de la guerra del 36 y persistirá tras ella, como hecho aislado pero
también como sello de identidad de algunos grupos, por ejemplo (Rodríguez,
1977) los relacionados con Cruz y Raya (1933), liderada por Bergamín desde
un catolicismo progresista. Y desde luego, los que se van gestando en torno a
Rosales y su libro Abril (1936), pretendidamente amoroso en la superficie,
pero en el que subyace una profunda cosmovisión metafísica según García de
la Concha, quien lo estudia bajo el marchamo de «poesía trascendente»
(1987: 5 y sigs.). Sin olvidar que esa temática, aparentemente ajena a la
guerra y el exilio, no lo fue tanto para quienes confluyeron en México: El
extrañado, de Domenchina, o La mano de Dios pasa por este perro (1965), de
Serrano Plaja muestran un sentimiento religioso cercano a la melancolía
nostálgica de Prados o cierto Garfias, por citar algunos. Aún así, nunca fue
mayoritaria:

La tensión metafísica que pudo cobrar, en el exilio, según los


casos, visos ontológicos (Prados), mesiánicos (León Felipe),
metapoéticos (Juan Ramón, Cernuda, casi todos en realidad) cobra en
Champourcin tintes fervorosamente religiosos (Salaün, 2006: 49).

Y - añadiríamos - se transforma en seña de identidad escrituraria: escribir


es rezar para cantar la gloria de Dios, frente al desgarro y las imprecaciones
de sus colegas de alguna forma - mantiene - el verdadero poeta siempre
muestra inquietud metafísica, aunque sea agnóstico o ateo. Poética atemporal
entonces, plasmada a veces en alejandrinos que se conjugan con metros más
breves, por ejemplo el romancillo en los monólogos poéticos de Cartas
cerradas. Poética tras la que subyace el lamento por la incomunicación y
soledad frente a los seres humanos. Poética a contracorriente, en definitiva,
que incide en la recepción textual de su obra, sobreañadiéndose a la
marginación que, de por sí, sufre la literatura del exilio: a Ernestina,
curiosamente, puede encontrársela en ciertas bibliotecas de universidades
americanas, pero no tanto en librerías o universidades españolas.

Bien, estoy hablando de sus peculiaridades biográficas y al hacerlo, señalé


inevitablemente sus peculiaridades como poeta: en el exilio mexicano no
ejerció como tal, arrollada por las perentorias necesidades cotidianas. Es
curiosa la capacidad de adaptación de quien nunca había estado acostumbrada
a trabajar para ganarse la vida. Su exilio, insisten los críticos, no fue doloroso
ni traumático; más bien le dio la oportunidad de romper con las viejas trabas
sociales y desarrollar su auténtica personalidad humana e intelectual. A ello
contribuirá una más que estrecha relación con Prados, Moreno Villa, León
Felipe, Cipriano Rivas Cherif, Cernuda, Gallego Rocafull, Pilar Zubiarre y
Juan de la Encina. Cuando en los setenta desembarca en España, su primera
preocupación es publicar los versos de su marido ¡siempre la mujer en
segundo plano! Aún así, poco a poco y al contacto con la vieja geografía,
reviven los recuerdos y es ahora cuando escribe sobre la república y la guerra
mientras denigra el Madrid franquista. De nuevo me llama la atención la
actitud de esta republicana del Opus Dei, tan religiosa y comprometida, y con
una actitud política ferozmente enfrentada a quienes han sido denominados
«los tecnócratas del Opus» que dominaron el gobierno durante estos años. No
es un hecho aislado, creo haber oído que Calvo Serer estuvo en las cárceles
franquistas. Algo que refuerza la libertad de acción y el sentido
profundamente laical de esta vocación a santificar lo cotidiano que proclaman
los miembros de la Obra... pero esa es otra historia.
2. EL RETORNO A ESPAÑA Y LA MEMORIA
AUTOBIOGRÁFICA: «PRIMER EXILIO»

Volviendo a nuestro asunto, la mejor poesía de Ernestina se alza ahora, en


la dureza del reencuentro con la vieja patria española, con la soledad y la
vejez, o lo que será la progresiva ceguera - como Borges, siempre vio mal-:

La salida de México va a significar, lo mismo que la de Madrid en


época de guerra, desposesión y ausencia, mientras el encuentro con
Madrid va a engendrar un fuerte sentimiento de desplazamiento y
exilio (Ascunce, 1991: LVII).

Aunque escasas y fragmentarias, son preciosas las páginas del diario


rescatadas por María Elena Antón y que corresponden al 77, 83, 87 y 89. La
entrada de 17 de febrero de 1977 nos da la textura vital de quien se siente
absolutamente exiliada, tras el retorno al viejo Madrid:

Siento una frialdad extraña alrededor mío. No hay calor humano


aquí. Todo el mundo en sus cosas. Y yo queriendo acercarme a los
demás y sin lograrlo. Parece que se defienden. Que no quieren
confiarse para que uno no se confíe. ¡Qué difícil entender! (Antón
Remírez, 2008: 244).

Este es el clima en que redacta Primer exilio (1978) y sería muy


interesante confrontar esos recuerdos - «diarios, fragmentos de memorias»
los denomina - con los poemas. Especialmente vivas las memorias redactadas
a partir del 17 de junio del 87, porque saltan hacia el 36/39 desde el 18 de
julio, con el desconcierto y las ambivalencias: «En medio de tantos horrores,
¿por qué sonaban bien la Internacional y la Joven Guardia? ¿Era acaso
porque se destacaban las voces frescas de los que no enten dían bien lo que
pasaba? Mejor que no lo entendieran» (Antón Remírez, 2008: 259)... pero
«después de todo el Gobierno Republicano era en esos momentos el gobierno
legítimo elegido por la voluntad popular» (Antón Remírez, 2008: 255). Aún
así, no hay retorno, se impone la salida, el forzado destierro en «18 de julio
de 1987. El otro paisaje (1939)», trasunto del paso por Perelada y las
conversaciones entre los que huyen sin saber dónde ni cómo: «Yo diciéndole
al Dr. Pascual: Nos van a venir bien unos días de campo, y él, serio: Nos
vamos para siempre» (Antón Remírez, 2008: 259). Y poco a poco, como se
suceden las secuencias en el cine, Le Boulou, el Flandre... del que
transcurridos tantos años quedan imágenes absurdas, folletinescas: «Madrid
17 de junio de 1987/1939. De cómo un traje de noche barato se quedó en la
cala del Flandre sobre la tapa de un baúl húmedo» (Antón Remírez, 2008:
258). Y los silencios, tan expresivos:

1 de julio de 1989.

Y sigue la serie de los mares. Cubierta del Flandre. Momento de la


partida. Uno de los silencios más profundos de mi vida. Juntos los
dos, pero callados. Saint Nazaire. Adiós Europa, adiós las crepes
francesas. Todo el barandal del barco ocupado por gente callada.
Alguna voz, algún nombre, venían de tierra. Nosotros ¿para qué
hablar si nos íbamos? Junio. Verano. De momento nadie tenía
nombre. Éramos,¿íbamos a ser? (Antón Remírez, 2008: 264).

Este es el contexto rescatado por el recuerdo y entre diario/ memorias y los


poemas se establece una relación intertextual de ida y vuelta, que enlaza
presente y pasado, en un presente eterno. Porque el poema que abre Primer
exilio (1978) lleva al papel la ciudad del presente madrileño cercada por
muros y paredes para, sin solución de continuidad, dar el salto al pasado que
recrea su vivencia de la guerra española, con inmediatez, retrotrayéndolo a la
memoria como si de presente se tratase8: los bombardeos en el Ministerio,
frente a su casa de la calle Barquillo, 23... la retirada - Motilla, Buñols,
Valencia, Perelada, Barcelona hasta traspasar la frontera; el breve interludio
francés - Le Boulou, Toulouse, Saint Nazaire...9. «Carretera en huida/ ¡Cómo
lloran los niños/ junto a ese baúl mundo/ abierto en la cuneta» - así se inicia
su poema «La Junquera» (Ascunce, 1991: 350.) - y, por fin, la nueva patria,
que eso fue México para esta mujer desde su llegada por el puerto de
Veracruz - mercado, Orizaba...-. La frontera entre ambos mundo viene dada
por el poema 18, «Veracruz, primera noche», que cierra la huida y se abre a
la tierra de acogida luminosa y feliz, primaria, cuajada de aromas y colores
esplendentes, como una promesa para un futuro que, curiosamente, se está
reescribiendo a tiro pasado:

ASCUNCE (1991: 355-356)

Son páginas del poema 19, «Mercado», que reviven siglos después la
aventura de otro español, Cervantes de Salazar, quien en México en 1554
lleva al verso idéntica fascinación ante un universo vital y colorista, el de los
mercados indígenas en el siglo xvi. Ese recuerdo jamás se borrará, en la
poesía de Ernestina zigzaguea hasta su último poemario, Los encuentros
frustrados: «Ya no existe el hibisco.. ./un pétalo aún fresco/ ha alojado su
huella/ en los surcos del polvo./ El encuentro fue largo;/ la fragancia persiste/
como un rastro olvidado» (Ascunce, 1991: 444).

Geografía puntual, sin olvidar los homenajes a amigos y parientes, al


modo de Vallejo, Neruda y tantos otros. Paisajes, personas, anécdotas, no
interesa tanto el referente como el estado emocional del hablante lírico. El
lector tiene entre sus manos un diario poético por el que transitan miedo,
angustia, desolación, hambre... bajo los símbolos de la sombra y la noche; un
diario en el que, muy de vez en cuando, se cuela «duna grieta de luz / en la ya
larga noche!» (Ascunce, 1991: 346). Un diario conciso, en metro breve,
porque la urgencia de la guerra no da para otra cosa. Su poesía se adensa,
cuajada de oscuros símbolos que nunca llegan a la creatividad del Neruda
residenciario, pero rezuman un tinte vanguardista, alucinado en ocasiones:

ASCUNCE (1991: 344-345)

Veintiún apretados poemas 0con rima suelta en asonante y en


heptasílabos, «sobriedad del lenguaje, manifestada en la escasez de adjetivos,
la tendencia a eludir estructuras sintácticas complejas y la casi total ausencia
de exclamaciones (...) y una decidida vuelta de Ernestina a las metáforas»
(Fernández Urtasun/Antón Remírez, 2005: 73) que constituyen un testimonio
autobiográfico de óptica femenina. De hecho, el poemario fue considerado
una memoria espiritual del exilio, cuya desnudez formal y contención
expresiva resultaban chocantes en una mujer. Según Arizmendi, cuaja ahora
definitivamente el proceso inicial de construcción del «yo», de
ensimismamiento, si bien combinándose con la apertura hacia el grupo:

Primer exilio supone, también, una toma de conciencia de la


historia colectiva, con la tragedia que es de todos y todos padecen y
esto supone entrar en contacto con los demás: el poeta lírico,
subjetivo, que oraba y clamaba a Dios en una entrega fervorosa, ahora
se abre al nosotros (Arizmendi, 1997: 25).

Las otras tres secciones del libro - «Etapas del tiempo», «Tipasa» y
«Poemas con Rilke al fondo» - constituyen una miscelánea en la que
predomina el tiempo; una miscelánea que parece romper la unidad del libro",
si lo consideramos como diario autobiográfico que el lector puede rastrear
con un mínimo de esfuerzo, entresacando poemas y enhebrándolos para
revivir la trayectoria personal y de pareja. Porque el exilio y, en concreto el
corte abrupto con la patria marcado por el viaje en mar, amenaza con limar el
amor mutuo. Un motivo que aparece en dos poemas, «Alta mar» - de Primer
exilio-y «Luz en la memoria», su reescritura en los noventa en La pared
transparente. En ambos poemas, el hablante lírico en primera persona se
muestra impotente ante un mar que abre zanjas: «Y así, hombro con hombro/
nos vamos separando» (Ascunce, 1997: 354). La reescritura del poema,
pasado el tiempo, singulariza aún más el sufrimiento, el deseo de cercanía y
comunión del hablante lírico - la mujer - y concreta la mudez, el miedo, y la
vergüenza masculinas. El mar hostil y bello en el primer poema, se tornó
pared adusta, infranqueable ya para siempre.
AsCUNCE (1991: 393)

Y ello, en contra de la esperanza a la que se abría el final de «Veracruz»


en el libro del 78: «¿Llegamos de verdad?/ Nuestros yos se licuan/ esperando
nacer/ hacia algo distinto» (Ascunce, 1991: 355). Algo distinto que entra por
los sentidos: el olor, el sabor de las frutas, el color y la luz. «Luz de la
memoria» no abandona ya el hilo conductor autobiográfico - la memoria del
exilio - con su etapa de asentamiento en México y el proceso temible de la
adaptación - «¡El ritmo es tan ajeno/ los cielos son tan altos!» (Ascunce,
1991: 394) - que, no obstante, se aborda con alegría en una tierra cálida,
definida lingüísticamente por los diminutivos de afecto. Porque en los
noventa, el hablante lírico escribe desde el futuro, desde un final feliz, que
tiene mucho que ver con la asunción de lo extraño como propio tras el
primitivo distanciamiento:
ASCUNCE (1991: 396-397)

Diario poético de la colectividad española exiliada en México, diario


íntimo de una pareja que se ve truncada por la muerte: la última noche de
Domenchina, tan bien perfilada en «El último diálogo» - de Primer exilio -
(Ascunce, 1991: 366). Una vez más, el yo poético es la mujer, laboriosa,
callada y eficaz, moviéndose en la sombra sabiéndose insomne y sola para
siempre: «Nadie llena el espacio/ de lo que tu decías» (Ascunce, 1991: 398).
Una mujer que escribe desde el presente madrileño, reconstruyendo
poéticamente la crónica de los días mexicanos: «Aquello era... Fue,/ pero va a
seguir siendo/ porque ya es imposible/ borrar lo que ha cuajado» (Ascunce,
1991: 395). Paradójicamente el exilio se ha hecho patria en el alma femenina;
mientras que la amargura en que vivió inmerso su amado, ese tu siempre
aludido, se hace realidad en el duro presente español de la escritura:
AsCUNCE (1991: 398)

Sensación que culmina en Huyeron las islas, donde todavía sigue


contextualizando su vida/obra, al focalizar el Madrid de la vuelta:

ASCUNCE (1991: 428)

Si la meta final del ensimismamiento era la búsqueda de identidad, el


objetivo fue alcanzado al final del camino; un camino que vuelve al punto de
partida, que cierra el bucle vital y lo ilumina anclándolo en un pasado en
absoluto inmovilista, ya que asume la madurez de quien fue y volvió,
abriéndose a la felicidad. Solo que la felicidad remite a un plano
trascendente: ante la incomprensión humana, muro contra el que se estrella la
ternura espontánea de quien «ha venido de lejos/ con palabras extrañas»...
queda la esperanza de una meta: «Como no eres de aquí/ serás de alguna
parte./ Hay un cielo escondido/ que espera a cada uno» (Ascunce, 1991: 385).

3. ¿UNA POÉTICA INCONFESA?

Como ya adelanté, el poema inicial de Primer exilio ubicado en la guerra


se abre a los años setenta, enlazando con La pared transparente (1984),
Huyeron todas las islas (1988), Los encuentros frustrados (1991), Del vacío y
sus dones (1993) - que incluye como primera parte el anterior - y Presencia
del pasado (1996). En los epígrafes, el Juan Ramón de «Espacio», San Juan
de la Cruz, Rilke... Autenticidad lírica, ternura, dolor... según Buero Vallejo,
Rafael Morales, Pedro Antonio Urbina. Un tono más retórico que se traduce
en exclamaciones, apóstrofes e incluso preguntas colgadas - una poética de
raíz romántica, en definitiva - para hablar de la angustia y la incomunicación
de las ciudades, mientras el referente religioso como ancla de salvación
desaparece momentáneamente. ¿Desaparece? Algunos versos de la tercera
sección de La pared transparente transmiten al lector un aura de
trascendencia, no tan diverso de su poesía religiosa. De hecho el muro,
símbolo de incomunicación que inunda la primera de las tres secciones del
poemario y contra el que reacciona refugiándose en la memoria del exilio
mexicano en la segunda, ya había aparecido de modo fugaz en la etapa
religiosa, por ejemplo en Poemas de la sed, de Corcel de los sentidos. El
primero, titulado «La oración», dice así:
ASCUNCE (1991: 247-248)

El muro como símbolo de incomunicación tiene precedentes al menos en


un buen amigo de la autora. Me refiero a Luis Cernuda quien lo utiliza en La
realidad y el deseo (1936), por ejemplo en el poema VII de sus primeras
poesías, donde supone una obstáculo al libre desarrollo amoroso y a la
transparencia de la naturaleza. Sería interesante, aunque no es este el
momento ni lugar, llevar a cabo un estudio semántico y semiológico de este
símbolo que en el poema XVIII sigue siendo un obstáculo identificado con la
oscuridad, metáfora de vida inerte y destrucción. Lo cierto es que, como
recogerá después Ernestina, al muro se opone la transparencia. ¿Un ejemplo?
El poema «Homenaje» que se abre así:

CERNUDA (1978: 27)

Cernuda se mueve en la inmanencia y, en su libro el muro esconde un


jardín de delicias - por ejemplo en el poema XXIII - reminiscencia del Cantar
de los Cantares. En contraste, los versos de Ernestina se mueven siempre
dentro de una dinámica que contrabalancea inmanencia y trascendencia. Y
atraviesa «noches oscuras del alma», como puede verse en un bello poema de
título terrible, «El que separa», donde... «las paredes nos cierran senderos y
caminos (...). Paredes, muros altos/total desesperanza» (Ascunce, 1991: 389).
Por ello, en su caso el obstáculo del muro «fugacidad cuajada» - como dirá en
un bello oxymoron (Ascunce, 1991: 386) - solo puede salvarse desde una
perspectiva de amor/deseo divinos, en una dura ascesis que se abre de nuevo
hacia lo trascendente en la tercera sección del poemario. Ascesis combinada
con el proceso inverso, porque el amor divino es donación gratuita.

Huyeron todas las islas - precioso título tomado del Apocalipsis - se vierte
en alejandrinos combinados con el habitual heptasílabo; y vuelve a tocar el
exilio, el tiempo, la memoria, el devenir y la permanencia, la incomunicación
y soledad humana bajo el símbolo de la isla - eso son los hombres-. En cuatro
secciones articuladas se suceden las dicotomías más o menos antitéticas
plasmadas mediante símbolos e imágenes de riqueza conceptual. Las islas
son los hombres, «islas ciegas», empeñadas en rechazar el ofrecimiento
divino de amor y dulzura, «vagabundos sin raza/gitanos sin fronteras/círculos
mal trazados que no se cierran nunca» (Ascunce, 1991: 426). El mensaje es
positivo, esperanzado:

ASCUNCE (1991: 426)

El poemario roza sin llegar a la escritura automática y parece haber


encontrado una voz personal. Es su mejor libro, desde mi punto de vista y la
crítica se volcó con él. Algunos premios, reconocimientos... Ya Juan Ramón
había dicho que en Ernestina predominaba la tensión entre lírica y
pensamiento y estos versos lo plasman muy bien. Por otra parte, viene
precedido de su única «antipoética», en la estela de románticos y simbolistas
que enlazará con el mensaje final de Los encuentros frustrados: «No quiero
saber nada.../No saber, no soñar,/pero inventarlo todo» (Ascunce, 1991:
445/446). Muchos años antes de ambos textos, Ernestina recordaba en una
entrevista:

Gerardo Diego en su famosa y discutida Antología del año 34 nos


pidió a los que participamos en ella una especie de poética y en la
mía, muy breve, yo decía: cuando todo el mundo define y se define,
causa un secreto placer mantenerse desdibujado entre los equívocos
linderos de la vaguedad y la vagancia.

Poética muy vaga, efectivamente, que se fue perfilando en textos como


este primer poema de Cartas cerradas que dice así:

ASCUNCE (1991: 285)

Lo cierto es que, a lo largo de su obra existe toda una indagación sobre la


palabra, sobre el valor y sentido de la palabra que, siendo tan distinta, me
recuerda a Octavio Paz: ambos erigen un monumento poético a los vocablos,
en los que se bucea una y otra vez intentando extraerles hasta la última gota
de esencia. De entrada se muestran como instrumentos impotentes porque
solo e impotente anda el ser humano que las pronuncia: «las palabras se
extinguen/al cruzar el espacio/que separa a dos seres» (Ascunce, 1991: 388).
En consecuencia:

ASCUNCE (1991: 407)

No obstante el ser humano se mueve en la indigencia, necesita de la


palabra... «para vivir con ellas/y olvidar un momento/ la muerte que nos
busca» (Ascunce, 1991: 346). Surge así toda una poética urgente en tiempos
de angustia - no en vano estos versos pertenecen a «Recuerdo de Antonio
Machado», de Primer exilio, homenaje al poeta que puso su pluma al servicio
de la República-. Por ello, en un determinado momento de su andadura
poética el muro se transforma en «pared encalada», fácilmente identificable
con la «página en blanco» que desafía al poeta. Desde mi punto de vista, el
poema autobiográfico «Distancia» - una vez más de La pared transparente, un
poemario clave para todo lo que se refiera a poética y autobiografía en
Champourcin - es la síntesis hegeliana al respecto, el poema que debería
encabezar cualquier antología y servir de punto de partida para cualquier
estudio suyo. Extracto ahora unos versos que funden su angustia e
incomprensión con el asunto que vengo tratando:

ASCUNCE (1991: 385)

El blanco de la cal y del papel invierte su simbología tradicional, no es


pureza en la que se sumerge el hablante lírico sino soledad abierta a la
angustia, al cuestionamiento del artista en su lucha denodada para crear algo
nuevo: «¿Son paredes las páginas/mientras no las escribes?» (...) «Página,
papel, pared, blancura»... (Ascunce, 1991: 390), por otra parte promesa,
posibilidad infinita para quien, incluso en los peores instantes, nunca pierde
el deseo de llegar a puerto y se identifica con el constructor de palabras:
«¿Adónde va esta selva de revueltas palabras/su destino es borroso, inseguro,
lejano»... (Ascunce, 1991: 434) - se preguntará en «El ciprés y las alas», serie
de poemillas de Huyeron todas las islas... Versos en los que palabra es
sinónimo de vida humana; para concluir esperanzada: «y es la liberación, el
momento del alba, el faro luminoso/que presagia lo eterno» (Ascunce, 1991:
434), en la seguridad de estar oteando el final del camino. Un final luminoso,
como ya traslucían las palabras del último tramo de La pared transparente:

ASCUNCE (1991: 411)

4. ERNESTINA, EXILIO Y MÍSTICA

Dos de sus mejores antólogas, Rosa Fernández Urtasun y María Elena


Antón Remírez, sintetizan su trayectoria poética en función de la coherencia
interna de su obra, aparentemente deslavazada, pero que gira en torno de...
«lo concreto y lo trascendente, la profunda imbricación entre amor humano y
amor divino, la innovación y la tradición (que) son los permanentes
contrarios de los versos de Ernestina de Champourcin» (2005: 93).
Reconocen, siguiendo a Landeira y Ascunce, que «esta coherencia interna se
basa en su forma de concebir el amor como estímulo, como respuesta y como
fin, como modo de alcanzar la salida de uno mismo, la trascendencia, para lle
gar a los otros hombres y a Dios» (Fernández Urtasun/Antón Remírez, 2005:
93). Lo que, de modo sintético, concreta así Milagros Arizmendi: «si el
fracaso de la unión amorosa se convierte en el camino hacia Dios, el desgarro
del exilio va a agudizar la necesidad de trascender» (1997: 19). Y la poesía
será el vehículo adecuado:

ASCUNCE (1991: 406)

Concluyo enlazando con el título de mi trabajo - «Ernestina de


Champourcin, mujer del 27: exilio y mística» - título que debería haberse
enmarcado entre interrogaciones porque pretendí que fuera polémico:

,Mujer del 27? José Ángel Ascunce así lo cree y Juan Cano Ballesta es uno
de los defensores más acérrimos (2006: 23-36, aunque parte de la crítica no le
apoya y si estudiamos su trayectoria bio-bibliográfica con imparcialidad,
tendremos que resaltar sus peculiaridades, como las de otros miembros, tal
vez. Su desarrollo es paralelo, pero independiente ya desde sus inicios. Por
otra parte, Domenchina nunca lo fue, marcó las distancias y mantuvo
rencillas y recelos hasta el final. Algo debió pesarle la actitud de su amigo y
posterior marido, a pesar de la amistad con Prados y Altolaguirre.

¿Feminista? No en el sentido actual del término, nunca fue una activista


aunque luchó denodadamente por la promoción femenina.

¿Poeta mística? Poeta religiosa sin duda, aunque tal vez no alcanzó las
cimas de quienes en los Siglos de Oro o en nuestro mundo contemporáneo
intuyeron la divinidad y establecieron ese íntimo y sabroso idilio con las
esferas celestiales. Quizá Del vacío y sus dones sea su poemario más cuajado
en este sentido, por sus recursos afines a la mística: luz/sombras, silencio/
palabras... todo un mundo de antítesis abierto a la eternidad. El pasado, cuyo
símbolo es la flor, se remoza con la lluvia fertilizante y el vacío se abre a la
eternidad, distanciándose al máximo de la nada sartreana. Una eternidad que
se avizora con cierto optimismo, a pesar de los límites que impone la
decadencia física - nuevo punto en común con el Borges de La cifra quien,
sin embargo, nunca alcanza la plenitud de la fe-. Ernestina de Champourcin
nos deja un testimonio de la aventura femenina en el siglo xx, teñida de una
búsqueda de trascendencia afín a la de un Octavio Paz o María Zambrano; si
bien frente a ellos desemboca en la alegre seguridad de haber encontrado su
meta en el Dios cristiano. Una poesía que, sin serlo, enlaza con la mejor
tradición mística pero que, por lo minoritario de su temática en décadas
pasadas, la marginó. Poetas como María Beneyto o María Elvira Lacaci
transitan posteriormente por la senda abierta por esta mujer pionera. Hoy,
abandonados los planteamientos maniqueos ¡ojalá! merecería la pena rescatar
a quien, por la calidad de su obra y la honradez intelectual, fue fiel a su
vocación de mujer comprometida con el entorno y la creación literaria, al
margen de modas efímeras.

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tra vez Zenobia, un tema trillado y por otra parte todavía virgen
desde mi punto de vista! A esa impresión llegué durante el pasado mes de
octubre cuando, con motivo del Otoño Cultural Iberoamericano de Huelva,
tuve que repasar la vida del famoso matrimonio en la isla del encanto del 51
al 56/58. Después, mi estancia en la universidad de Puerto Rico, recinto de
Río Piedras del 1 al 15 de noviembre me llevó de nuevo a la sala Zenobia-
Juan Ramón, donde pude paladear sus recuerdos, revivirlos a la luz de sus
textos. Así que se me impuso como tema obligado en este congreso
trasatlántico. Me gustaría tocar varios puntos en relación con su diario, a la
recta final de su diario que corresponde a los años puertorriqueños (1951-
1956) y cuya edición por parte de Graciela Palau de Nemes (2006), la gran
estudiosa del matrimonio, ya plantea un primer problema: hay que fiarse de
Graciela, estamos ante una edición póstuma, con páginas transcritas del
castellano, otras traducidas del inglés que Zenobia manejaba con facilidad
como buena bilingüe. Lo dejo así, con reticencias.

Un problema inmediato: «Zenobia mujer de»... «Zenobia en el universo


literario de Juan Ramón Jiménez» reza una de las primeras ponencias del
congreso internacional en su homenaje, celebrado en Moguer-Huelva (25/28
de octubre del 2001) bajo el título Representar-Representarse. Firmado.
Mujer, coordinado por Mercedes Arriaga y en el que participé. Es llamati vo
que solo le dedique 8 de las 66 sesiones; si bien confieso que soy parte del
desajuste, yo no hablé de Zenobia entonces. De las citadas actas habría que
rescatar varios artículos: el de Rosa García que contextualiza muy bien su
juventud española (García, 2001: 49-56), o los de Nuria Pérez (2001: 57-68)
y María Rosa Grillo (2001: 69-81) específicamente centrados en los diarios,
deudores e infractores de la cultura patriarcal - según la primera-, o cuadernos
de supervivencia, para la profesora de Salerno quien ha tomado el sintagma
de Trapiello.

Tercer asunto que debería ponerse sobre el tapete y que dejo apuntado
aunque saldrá una y otra vez en mi comunicación: «mujer y diario»... ya se
sabe, la mujer deja su huella, su tímida huella en la literatura/letra escrita
pidiendo permiso, de puntillas, desde el ámbito privado del diario o desde el
semipúblico de las cartas y la tertulia literaria. Asunto ya trillado y más desde
que monografías como la de Meri Torras Frances, Tomando cartas en el
asunto (2001), lo pusieron de manifiesto. No solo ella: Didier (1981),
Ciplijauskaité (1988), Kirpatrick (1991), Freixas (1996), Masanet (1998),
Arambel-Guiñazú y Martin (2001), Russotto (2006)... entre muchas
ahondaron en estas cuestiones. Zenobia tendrá su especificidad.

Por fin, hay que contar con las polémicas en torno a las «fronteras
genéricas» (memorias, autobiografías, diarios, dietarios), desde Lejeune
(1975, 2001...) hasta hoy: Girard (1963), Didier (1976), Beaujour (1980),
Gusdorf (1991), Loureiro (1991), Romera Castillo et al. (1993), Loureiro
(1994), Prado et al. (1994), Caballé (1995), Alberca (1996), Itti (1996),
Picano et al. (1996), Lecarme (1997), Le Rider (2000), Alberca (2000),
Kohan (2000), Salado et al. (2001), Puertas Moya (2004), Hubier (2005),
Pozuelo Yvancos (2006)... nombres que arroja una pequeña cata, fruto de mi
interés teórico por el asunto hace años. Tradicionalmente...

[...] la visión negativa del diario, su depreciación y ambigüedad en


tanto género literario, es un lugar común y consustancial a la historia
del género (...). Debido a su carácter fragmentario, marginal y
escurridizo dentro de la jerarquización canónica, el diario ha
experimentado valoraciones dicotómicas que van desde su hiper-
literaturización durante el siglo xix, gracias al prestigio que le
asignaron escritores y artistas al convertirlo en el terreno de
experimentación y ensayo de las obras, hasta su trivialización
democratizadora en nuestros días (Russotto, 2006: 440, 442).
Por lo que se refiere a Zenobia, me parece bastante operativa la distinción
diario/dietario (Puertas Moya, 2004) que, de algún modo reitera la ya tópica
autobiografía/memorias en su juego de privado/público. Lo de ella se acerca
al dietario. Y por aquí comenzaría a reseñar una notoria fisura: Zenobia «es
un hombre» - para entendernos-; en absoluto se dedica a refocilarse en su
intimidad femenina; más bien al contrario es el hombre que lleva los
pantalones de la casa: cuentas y trabajo - ¡dinero, dinero!-. Es la intelectual
que se impone la titánica tarea de crear un autor, o al menos impulsarlo día a
día, luchando con los papeles dispersos hasta estructurar un libro; luchando
además con los editores y las ediciones piratas - como las de Calleja - y ello
hasta el premio Nobel: será Zenobia quien reúna los papeles, quien se haga
cargo con absoluta y admirable entrega - se estaba muriendo - de que toda la
documentación de Juan Ramón llegue a tiempo a Suecia, de la mano de
Graciela Palau de Nemes y otros amigos escritores. Todo eso está en sus
páginas del diario puertorriqueño ¿cómo debería evaluarse?

El diario de Zenobia en Puerto Rico es el final, la culminación de toda una


vida en diálogo con el papel en blanco, primer y único destinatario ya que
nunca pensó publicarlo. Estructura dialógica, desahogo tal vez; pero nunca el
narcisismo de las adolescentes que lo pusieron de moda, ni el de las vienesas
entre las que cabe citar a Maria Bashkirtseff, Marie von EbnerEschenbach,
Rosa Mayreder o, también con matices, Lou Andreas Salomé (Le Rider,
2000). Incluso ellas fueron mucho más allá de lo que se esperaba en
jovencitas y mujeres de las buena sociedad europea. En Marie von Ebner-
Eschenbach (1830- 1916) existe la noción de autoría, de hecho lo reescribe
para publicarlo y su texto es un excelente documento sociohistórico muy al
hilo de las trabas femeninas para hacer cualquier cosa que escapara a sus
funciones de «ángel del hogar». En cuanto a Rosa Mayderer (1858-1938),
poeta, publicista y ensayista en la línea del feminismo que escandalizaba a su
familia de la alta sociedad, le interesa tanto el asunto que reescribirá una
novela en forma de diario para verter sus frustraciones sentimentales. En el
fondo, lo único que demuestra es haber leído con aprovechamiento el
Werther, de Goethe.

Zenobia es una mujer más compleja: intelectual, moderna, independiente...


Su formación tiene cuño americano por ascendiente familiar: abuela y madre
de origen puertorriqueño, un Puerto Rico todavía español. Un Puerto Rico
que mira a Los Estados Unidos, lo que explicaría que la madre pase allí con
su hija largas temporadas a fin de educarla lingüística y culturalmente con
una perspectiva mucho más abierta y moderna de lo que se estilaba en
España. En el contexto español, su inmediato origen catalán y este sello
educativo confirieron a Zenobia un estilo distinto, subrayado años después
por su pertenencia al Lyceum madrileño - del que fue secretaria - y algunas
otras aventuras intelectuales anteriores al estallido de la contienda española.
No cabe duda, todo ello fascinó a Juan Ramón... pero ahora lo dejo aparcado,
sigo con los ojos en el continente americano y la cultura anglo para incidir en
posibles diaristas antecesoras: María Graham, quien escribe su aventura del
naufragio chileno en el xix (1824); o más cercana y posiblemente conocida,
Katherine Mansfield (1888-1923), la escritora inglesa más brillante en la
nouvelle, que se movió entre Nueva Zelanda, Londres, Baviera y París y dejó
constancia de su vida e intereses en los diarios del 1904 a 1922. Impresiones,
trabajo de artista, fragmentos literarios, actividad crítica, también la
enfermedad... en definitiva ese inextricable cruce entre vida y obra que le
confiere un sello muy «masculino» - si se me permite (recúerdese a Stendhal,
Gide, Goncourt...) - y que podríamos considerar precedente de Zenobia. Por
no hablar de los diarios de Virginia Woolf. Diarios que no son, no pretenden
ser memorias, por ejemplo las de George Sand, siempre teñidas de
digresiones políticas y que nunca marcan la cronología.

En resumen, diario de mujer, de sello romántico por su naturalidad y


autenticidad, no por otra cosa; su pragmatismo de dietario, su carácter de
cómputo es mucho más moderno. Fragmentarismo fruto del tejer día a día el
presente - en ese sentido cercano al concepto de autorretrato de Beaujour
donde el presente es una continua revelación-, inmediatez, concisión sin el
exhibicionismo impúdico de Rousseau, o la premiosidad morbosa de las
16.000 páginas de Amiel (1882/1884). ¿Su finalidad? Dar cuenta de una vida,
aquí y ahora, como se la contaría a un íntimo amigo: no hay sino comparar el
texto del diario con la fluida, amena y larga correspondencia que mantiene
con Ruiz Guerrero, por ejemplo. Y por ello, en absoluto estoy de acuerdo con
quienes contraponen diario=soledad/ cartas=lo social.

¿Mirada sobre uno mismo? Sí y no. Suele decirse que los diarios
masculinos son egocéntricos y los femeninos relacionales. Aquí la norma se
cumple: el destinatario es ella misma, pero la mirada campea sobre los demás
desde su interés prioritario: Juan Ramón, siempre Juan Ramón, eje sobre el
que pivota la vida de una mujer racionalmente enamorada, consciente de los
límites del otro, de su egoísmo patológico, de su neurastenia. No en vano
inicia el primero - Vivir con Juan Ramón - el 12 de febrero de 1916, al recibir
a su novio en Nueva York en el borde de la boda (2-III-1916). Continuará a
partir del 37 ya en el exilio, en 18 libretas que llegan hasta su muerte. Pero
nunca piensa en cambiar el eje, su punto de mira. Aunque le suponga romper
moldes previsibles: suele decirse que el diario proviene de una concienzuda
lucha contra la muerte, anclada en el deseo de inmortalidad. En absoluto es
así en esta mujer, que en la recta final de su existencia marcada por el cáncer,
desea vivir por/y para el otro:

Le he propuesto a j. R. que los domingos nos quedemos en casa y


convidemos a gente muy diferente que nos saque de la rutina (...). Es
una gran descarga pensar que ya no tengo que luchar con la
Universidad, cosa que jamás hubiese emprendido de no sernos
necesario mi sueldo cuando vivíamos en los Estados Unidos
(Camprubí, 2006: 54).

Que se inquieta por dejarle organizada la vida cuando ella no esté -y de ahí
el proyectado viaje a España, las cartas a Paco Hernández Pinzón-. Grillo
concluye aseverando... «cómo Zenobia desaparece detrás de un nosotros que
la incluye solo de reflejo y de un él omnipresente, que pide y obtiene una
centralidad que, paradójicamente casi llega a excluir a la misma diarista»
(Grillo, 2001: 74). No estoy de acuerdo con la conclusión: esta es una mujer
que maneja su vida, eso sí, dentro de unos parámetros que ha elegido y
mantiene imperturbable hasta el fin. Para ella, la obra de Juan Ramón es su
obra, el objeto de su vida: «He luchado ya tantos años en una cosa y otra -
dirá en una entrada de 18 de mayo del 54 - que ya solo quiero, con verdadera
ansia, ayudar a J.R. a editar sus libros» (Camprubí, 2006: 51).

En las actas ya citadas, Nuria Pérez plantea una tesis que tiene mucho que
ver con el título de su ponencia - «Zenobia Camprubí o la identidad cautiva:
la autobiografía del otro»-: «sus diarios reproducen un discurso ajeno en el
que su marido asume pleno protagonismo y en el que ella será solo el Otro»
(Pérez, 2001: 59). Y lo demuestra subrayando las estrategias lingüísticas -
oraciones causales, consecutivas, subordinación gramatical... - que le
permiten concluir:

Creemos que es evidente la perenne presencia del Otro en los


diarios de Zenobia, el cual, personificado en Juan Ramón, llega a
apropiarse de la palabra suplantando al sujeto textual y dejando así
cautiva la identidad del verdadero autor. El Otro es además ese amor
y juez, aquel al que, aún amándolo, hay que rendir cuentas; es el
representante de un sistema patriarcal ante el que la autora se siente
culpable y debe matizar sus afirmaciones, autojustificando su
conducta continuamente (Pérez, 2001: 67).

El trabajo de esta especialista se completa con la otra cara de la moneda, la


subversión implícita, que también explota a través de la lengua, «de
mecanismos textuales de recuperación del sujeto, de la ironía, del tono
exclamativo o interrogativo, de los entrecomillados o subrayados, incluso de
aquello que no dice» (Pérez, 2001: 67). Es decir, concluye afirmando que
Zenobia expresa entre líneas su identidad femenina, más allá del discurso
patriarcal que se vio obligada a asumir. Yo estaría de acuerdo en ese
desdoblamiento; en absoluto con el concepto de autojustificación, fruto del
sentimiento de culpabilidad. Esta es una mujer enamorada - ya lo dije-,
racional y conscientemente entregada a la pasión de su vida, su marido; lo
que no le impide tener vida propia. Difiero también de su segunda
afirmación: «sabía que en algún momento los suyos podrían ser publicados y
que, como veremos, esta posibilidad los marca profundamente» (Pérez, 2001:
59). No; escribe desde joven, a veces para «ayudarme a salir de este pantano
de ociosidad» - son sus palabras, aunque después de leerlos, de seguirla en su
ajetreo cotidiano, uno se plantea si le quedaba un minuto para aburrirse-. En
fin ¿cuánto tiene de terapia ese volver la vista sobre uno mismo, día a día
para estructurar la conciencia y organizar la vida de cara a los demás? Una
pequeña apostilla con una fecha: 27 de mayo del 55:

Estamos leyendo todas las noches el primer tomito de una serie de


diarios míos empezado pronto después de llegar a América, cuando
trabajábamos en Cuba en las Antologías para el departamento de
Educación de Puerto Rico (...). Esta lectura evoca infinidad de
recuerdos en J.R.; se sorprende de su variedad, está tan encantado que
la oye con fruición y yo me estremezco al notarlo más normal a cada
momento (Camprubí, 2006: 93).

1. UN MUNDO COSMOPOLITA, UNA MIRADA TRASATLÁNTICA

Hasta ahora he insinuado la perspectiva de género. Vamos, a continuación


a abordar la perspectiva trasatlántica, una mina inagotable. «Todo lo que
España - ese país de exilios - perdió, lo ganó América Latina» - ha dicho
alguien-. Y así fue en el caso de Puerto Rico donde se instala parte de esa
«Tercera España», un exilio intelectual no muy numeroso pero de gran
calidad: Francisco Ayala, Jorge Salinas, Navarro Tomás, Federico de Onís,
Gullón, Sebastián González, Jorge Enjuto, los Matilla... Todos en mayor o
menor medida atraviesan las páginas del diario, trasmutado en dietario por
[...] su carácter externo, su forma de mirar los acontecimientos
objetivos. Este campo de referencias e intereses al que atiende el
dietario lo hace más propenso a la relación de actividades que de
sentimientos, pero el dietario, de por sí, no excluye la subjetividad,
sino que más bien la enfoca y la vierte sobre hechos y
acontecimientos externos, a través de cuyo relato va impregnándolos
y tiñéndolos de la visión personal que de ellos tiene el autor (Puertas
Moya, 2004: 60).

Es decir, frente a las memorias signadas por su pretendida objetividad, el


dietario... «refleja una perspectiva peculiar, única, personal de sucesos o
acontecimientos públicos o externos, sobreponiéndoles una reflexión y un
punto de vista» (Puertas Moya, 2004: 60). Así, sabremos de los problemas de
Zenobia para mediar con su jefe inmediato, el español exiliado Serrano
Poncela a quien el poeta se negaba a dar la mano; o de cómo considera a
Gullón un auténtico maleducado por el comportamiento con ella, sin
respuesta a las mil y una atenciones caseras que le prodiga. No sucede lo
mismo con Jorge Enjuto, quien admira al maestro incluso hasta pedirle que le
deje retratarle. Se reúnen en distintas casas con miles de amigos, tanto
españoles - Onís, Enguídanos - como nativos - Margot Arce de Vázquez,
Antonia Sáez, Belaval, Ferré...-. Porque Zenobia amadrina también a los
jóvenes poetas como Anagilda Garrastegui o Franco Oppenheimer, que piden
a Juan Ramón lea y corrija su obra incipiente...

La mirada aquí 'y ahora, organizando la Sala en la universidad de Río


Piedras junto a Sebastián González y otros; pero también allí, en la génesis de
la casa Juan Ramón de Moguer, apoyándose siempre en Francisco
Hernández-Pinzón, sobrino del poeta y con quien contaba siempre, como lo
muestra la abundantísima correspondencia de este período isleño. Zenobia
comienza a evaluar el retiro de su hombre en Moguer, cuando ella ya no esté;
algo que nunca se hizo realidad. Puertorriqueña americana, se defiende por
igual en español e in glés pero sabe que a él, Juan Ramón, le hace falta el
castellano para no languidecer -y así lo consignará en el diario y contará por
igual a los amigos-. Si narrarse es construirse, no cabe duda de que Zenobia
construyó toda una existencia, personal, matrimonial y colectiva a lo largo de
estos tres volúmenes de diarios. Porque no interesan los hechos en sí mismos,
sino su resonancia en la mente, vida y pluma de esta mujer.

Obra abierta, fragmentaria, repetitiva, llena de sueños, proyectos en un


grado de elaboración variable, pero siempre con los pies en la tierra. El yo
referencial se trasmuta en el yo textual, mientras paulatinamente se observa
una cada vez mayor descentralización de la protagonista al agigantarse los
otros (Masanet, 1998: 33). «Si Juan Ramón puede permitirse el lujo de perder
tiempo en actividades improductivas es porque la que tenía una vida social
activa y productiva era Zenobia. Y en cuanto mujer de acción además de
mujer esposa anota detalladamente los compromisos, los encuentros, las
cartas que escribe a diario, las múltiples actividades a favor de la causa
republicana en la guerra de España antes y de los exilados luego, las cuentas
y los presupuestos para resolver problemas prácticos de la vida en común» -
dice Grillo (2001: 75)-. Y continua: «en ella es un amor descomunal -y no la
necesidad, el miedo o la aquiescencia al papel femenino tradicional - lo que la
sostiene en esta empresa» (Grillo, 2001: 76).

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PONIATOWSKA,

1988: 148

e comprometí con Rocío Oviedo a participar en un homenaje a la


mexicana Poniatowska. Y agradezco de verdad la invitación, si bien no en
calidad de especialista en Elena. Para mi vergüenza, solo había leído en su
momento Hasta no verte Jesús mío y lo referente a la matanza de Tlatelolco
¿quién no conoce las crónicas de la princesa roja? México es un país
fascinante, que me interesó desde siempre y estuvo en mis clases - Reyes,
Ramos, Paz, Fuentes, Garro, Jacobs, Mastretta, la novela de la revolución
mexicana...-. Pero no había «calado» en Poniatowska. En fin, decidí coger el
toro por los cuernos y abordar La Flor de Lis, un texto del 88 que tiene como
telón de fondo los relatos de Lilus Kikus (1954), los sueños y fantasías de una
protagonista infantil (Paley de Francescato, 1992: 127-132). Esto no será sino
un breve apunte, parcial, algo impresionista; unas notas de lectura sobre un
texto que tiene su bibliografía, aunque no demasiada'.

1. UNA NIÑA FASCINADA POR SU MADRE: LUZ A TRAVÉS DEL


FOCO DE MARIANA. EL BINOMIO «AUSENCIA/FIJACIÓN»

Nací en París, sí, pero a los nueve años me radiqué en México y


me naturalicé mexicana en 1969. Llegamos a México huyendo de la
Segunda Guerra Mundial. A causa de la guerra tardé años en volver a
ver a mi padre. La ciudad de México todavía era pequeña cuando
fuimos a vivir allí. No sé exactamente qué sentí, pero recuerdo que
me impresionó el sol, la luz, la gente (Roffé, 2001: 139).

La mayoría de los críticos - por ejemplo Pino-Ojeda en su excelente


artículo (2004: 203-220) - hablan de Mariana como la protagonista del libro.
A simple vista, qué duda cabe... es ella la voz que va desenvolviendo el paso
de niña a mujer al modo del bildungsroman. Su estirpe noble, europea, el
contexto de la segunda guerra mundial que moviliza al padre y obliga a las
mujeres de la familia a desplazarse al sur y definitivamente viajar a México -
«Sofía y yo no sabíamos que mamá era mexicana» (Poniatowska, 1988: 36) -
dirá asombrada ante el sesgo que toma su vida-. Por fin, el doble proceso de
maduración existencial e identitaria, como persona y miembro de una
comunidad, la de ese país del Nuevo Mundo. Todo ello está ahí y es el hilo
conductor de La Flor de Lis. Pero el auténtico eje escondido es Luz, la madre
de Mariana. Ella es la verdadera protagonista2, porque su hija gira en torno a
ese faro, no tan luminoso, errático en ocasiones, oteando su misterio,
reclamando su atención, sintiéndose eternamente excluida del paraíso, del
útero materno para el que no hay retorno. Es la mariposa, la libélula siempre
alrededor... pero es humana; por ello la interpela una y otra vez. Tienen
mucha razón quienes - como Bados-Ciria - «analizan el tropo del apóstrofe
como estrategia retórica que se despliega a lo largo de la obra posibilitando
un discurso ciertamente original y propicio para una subjetividad femenina
narradora» (2001: 269). La madre es la destinataria, una madre siempre
ausente ante quien la niña se siente invisible, lo que la incita a interpelarla.
No hay más que escoger algunos párrafos al azar:

Mamá, mírame, estoy aquí, mamá, soy tu hija, mamá mírame con
tus ojos castaños, mamá no te vayas, cómo te detengo, no puedo
asirte, mamá, díme que me oyes, no me oyes ¿verdad? ¿A quien
escuchas dentro de ti con esa mirada ausente? ¿Quién te habita? ¿por
qué no soy yo la que te importo? (Poniatowska, 1988: 248).
La madre como objeto de deseo, el texto como declaración amorosa «de
Poniatowska hacia su madre, ausente en su infancia» - dice Bados-Ciria
(2001: 272) - y habría que matizar esa afirmación: ¿Mariana es Poniatowska,
o se trata más bien de un ser ficticio tras el que se escudan reminiscencias
autobiográficas, como es habitual en la autoficción? Lo veremos en el último
epígrafe. Pero sea quien sea, la relación textual entre madre e hija es
obsesiva:

No es que la extrañe, es que la traigo adentro. Hablo con ella todo


el tiempo, hablo con ella en la lengua del sueño (...). No es que la
extrañe, es más que eso. Corro tras de ella, de su día en México (...).
La sigo obsesivamente (...). No es que la extrañe es que la vivo (...).
Estoy segura de que nos sigue, vestida de luz y sombra (...). Todo el
tiempo pienso en ella (Poniatowska, 1988: 115-118).

¿Excesos sentimentales propios de la lejanía carcelaria del internado


norteamericano a que pertenece este monólogo de la adolescente? En
absoluto, mas bien el distintivo habitual desde los nueve años en que
«descubro a mamá» (Poniatowska, 1988: 34). «Qué joven es mi madre, qué
joven. Sus mejillas tienen la tersura de la infancia» (Poniatowska, 1988:
268)... «Oye, qué bonita es tu mamá» (Poniatowska, 1988: 47). Una mamá
dulce, inalcanzable y delgada, «que permanece siempre fuera de mi alcance»
(Poniatowska, 1988: 48), con una ausencia solo suya. Una ausencia
provocativa, desgarradora para quien la reclama a gritos: «¡oh, mamá, déjame
asirte! (...) estira el cuello hacia el mar, le jalo el vestido, voltea a verme sin
mirarme. ¡Dios mío, díle que me vea! (...) Aquí estoy, mírame»
(Poniatowska, 1988: 32-33). Una niña perdida en un barco que viaja a
América en busca de paz y libertad, inexistentes en la vieja Europa, se agarra
a ella como a tabla de salvación. Años después, la adolescente mantendrá la
misma súplica: «Mamá, óyeme mamá ¿a dónde vas Mamá?» (Poniatowska,
1988: 248). En ambos casos, la idealizada descripción de la madre es muy
semejante:
Esa mujer allá en la punta es mi mamá; el descubrimiento es tan
deslumbrante como la superficie lechosa del mar. Es mi mamá. O es
una garza. O un pensamiento salobre. O un vaho del agua. O un
pañuelo de adiós al viento. Es mi mamá, sí, pero el agua de sal me
impide fijarla, se disuelve, ondea, vuelve a alejarse (...). El viento
también sostiene sus cabellos en lo alto; el viento ciñe su vestido
alrededor de su cuerpo (Poniatowska, 1988: 32-33).

La atisbo por el corredor, más bien, es un paño de su vestido


flotante, da la vuelta con ella y se escapa, la sigue como su sombra
(...) su vestido es el puro viento, camina, su vestido danza en torno a
sus piernas, adivino sus pálpitos bajo la tela que no la protege...
(Poniatowska, 1988: 249).

La referencia a la garza la acerca a Darío y los modernistas, como ha


notado Pino-Ojea, pero su imagen no es de este mundo, el misterio la aureola,
a pesar de la incipiente sensualidad que debe mucho a la técnica de paños
mojados, propia de las esculturas griegas, con que la narradora la describe en
este último párrafo.

Tal vez ya sea hora de preguntarse ¿cómo es Luz? Dulzura, abandono,


nostalgia, ausencia... pero sobre todo agua, aire, he lechos, transparencia...
cuatro semas que la definen. Hay mucha tradición literaria detrás: bella y
muy blanca «su piel de leche blanquísima» - como las mujeres petrarquistas,
románticas, prerrafaelitas... - «su rumor de bosque»... «el pelo que cae como
una rama de árbol» (...), «oh mi mamá de flores» (Poniatowska, 1988: 16).Ya
desde la primera descripción aparece fundida con la naturaleza, algo que
nunca desaparecerá: «en el movimiento de su falda hay la transparencia de
los helechos» (Poniatowska, 1988: 45)... «la envuelve su soledad verde
esperanza; la nimba el verdor de los helechos. Ni cuenta se da del misterio
que representa» (Poniatowska, 1988: 26). Ese aura de misterio explica que,
aún ligada a la tierra, al mundo vegetal, sea sin embargo etérea... «siempre
hay algo que parece estarla esperando en otra parte y ella permanece hasta
que viene el aviso y emprende el vuelo sobre las alas de su impermeable azul
y blanco, aéreo, eléctrico, que la lleva suspendida por los aires»
(Poniatowska, 1988: 29). El azul-cielo de los románticos y modernistas, de
Mallarmé, con un toque exótico de modernidad, como nuevo Altazor, aunque
sin sus secuelas. A una mujer así le corresponden gasas, vestidos rumorosos y
transparentes, propios de la exquisitez decadentista de hace más de un siglo.
No en vano, parece... «salir de un ropero antiguo (...), de la Biblioteca Rosa
de la condesa de Segur» (Poniatowska, 1988: 11).

Paradójicamente quizá el sema de la transparencia sea el único que le


permita enraízarse, fundir tradición literaria y europeísmo con su país,
México, «la región más transparente del aire» - ¿quién no ha leído a Alfonso
Reyes?-. El problema es que esa región y esa ciudad mítica quedan hoy
mucho más cerca del mundo literario de Carlos Fuentes, contaminadas y
recelosas frente a las extranjeras, afrancesadas o güeritas.

Moderna - fuma-, elegante «cada día con un vestido diferente, una bolsa
diferente, unos ojos diferentes. Los vestidos son de Schiaparelli y son
divinos, dirán di-vi-nos» (Poniatowska, 1988: 43). «Lleva puesto el sombrero
de paja con el listón negro, el del ramo de lilas, el del velito de tul, el
anaranjado, la toca de terciopelo vino, el bonete de mink, la gorra vasca, el
fieltro de viaje (...). J'ai une téte á chapeaux, afirma mamá y es verdad»
(Poniatowska, 1988: 86). La enumeración caótica, con su golpeteo de
imágenes visuales, pone ante los ojos del lector un modelo social, una mujer
de mundo progresivamente incardinada en el México posrevolucionario, pero
siempre inasible. Y siempre en la óptica de Mariana:

Yo era una niña enamorada como loca (...), el solo verla justificaba
todas mis horas de esperanza (Poniatowska, 1988: 55).

La narradora adulta es consciente de ello: «Luz ejerce sobre mí una


fascinación especial. Me hechiza» - dirá (Poniatowska, 1988: 266)-. Y lo
considerará un fatum, asumido tras la indagación vital de la adolescencia.
Una búsqueda de valores muy ligada a la identidad y en la que tendrá parte
importante su encuentro con la religión de la mano de un personaje ambiguo,
el padre Teufel. Un personaje por otros motivos también fascinante, por el
que la joven experimentará una irresistible atracción identificándolo con lo
más sagrado, el propio Hijo de Dios, enviado para iluminar, ser la alternativa
a una Luz demasiado etérea y visionaria para convertirse en modelo. Mariana
busca seguridad y cree encontrarlo en el sustituto al padre biológico: «sabré
por fin cómo debe ser la vida, cómo querer, cómo ayudar. El padre ha venido
al mundo a guiarnos, a rescatarnos» (Poniatowska, 1988: 197). Pero,
descorazonada tras descubrir sus limitaciones, vuelve a la madre de un modo
radical y sin condiciones:

Me meto en su cama; volver a estar dentro de ella como ella dentro


de su cama; su cama es su vientre y toda esa blancura lechosa
proviene de sus pechos (...). Nunca voy a poder irme, mamá, nunca
agarraré camino, atada a ti (...) estoy parasitada de ti, mamá,
almacenada para siempre, mamá, transminándote, síntesis de todos
tus esquemas (Poniatowska, 1988: 291).

No podía ser de otra manera si, como dijera Casilda - su mejor amiga-,
«para Mariana, amar es convertirse en la persona amada» (Poniatowska,
1988: 251). Pero la narradora sabe que ese mundo de tradiciones en el que se
educó está abocado a la soledad y la tristeza; herencia de mujeres-
invernadero que se autofagocitan en un estéril juego de espejos. Por eso, la
Flor de Lis se cierra con la misma interrogación de siempre: «mamá, la
tristeza que siento, ¿esa dónde la pongo? ¿Dónde mamá?» (Poniatowska,
1988: 324).

2. UNAS MUJERES «PECULIARES»

Para mujeres, mi mamá: Luz. O mi abuela. O de perdida tía


Francisca o tía Esperanza que podría cargar Catedral sobre sus
hombros (Poniatowska, 1988: 162).

Resulta claro el protagonismo materno dentro del matriarcado que


gobierna la vida de Mariana. No obstante, es la abuela quien simboliza mejor,
dentro de la alta burguesía, el hibridismo cultural. Su afrancesamiento no le
impide pasear con sus nietas los domingos por el centro del D.F. recorriendo
la casa de los Azulejos, la Profesa y el Zócalo, cuyo recuerdo provoca en la
narradora los fragmentos más líricos y entrañables:

Amo esta plaza, es mía, es más mía que mi casa, me importa más
que mi casa, preferiría perder mi casa. Quisiera bañarla toda entera a
grandes cubetadas de agua y escobazos, restregarla con una escobilla
y jabón, sacarle espuma, como a un patio viejo, hincarme sobre sus
baldosas a puro talle y talle y cantarle a voz en cuello (Poniatowska,
1988: 61-62).

El amor de la abuela por el D.F. mexicano se prolonga en... «su mirada


reflexiva sobre el campo, la inmensidad en sus ojos y cómo, a la hora del
crepúsculo, en la penumbra del coche de alquiler, respiraba hondamente el
fluir de los arroyos subterráneos» (Poniatowska, 1988: 21-220). Los
recorridos en coche por las carreteras que transparentan su capacidad de
admirar el paisaje desde miradores y cunetas. Es... «su afán por tragarse el
paisaje» (Poniatowska, 1988: 219) lo que cautiva a Mariana, su fascinación
por los productos de la tierra como nueva cronista de Indias:

Compraba lo que venden al borde del camino: el haz de nardos, el


montón de claveles, los cempazúchitl, las nueces; manzanas,
canastitas de tejocotes, dulces de leche, piedras en el camino a
Querétaro, naranjas y jícamas a medida que íbamos llegando a la
zona caliente... (Poniatowska, 1988: 218).

La melancolía - valor obligado de todo relato autobiográfico - hace su


aparición con el declinar de la mamá grande:

También mi abuela se ha entristecido. Pasa de un jardín al otro, su


bastón en la mano, y ya no ríe a todas luces como reía antes, ni se
interesa, como antes. Quiero fijarla, Dios que no sea demasiado tarde,
obligarla, abuela, aquí estoy, mamá grande, soy yo, abuela tu me
quieres, por si no lo recuerdas tu me quieres, tengo terror a esta
ausencia que la va poseyendo, salto, manoteo frente a ella, veme aquí
frente a ti, crecida y nueva, no me falles, no te duermas (Poniatowska,
1988: 33).

Esa hibridez, esa doble vertiente enriquecedora, deberá pasar a la nieta


puenteando la generación de las hijas, mucho más afrancesadas y románticas:

Las dos, Luz y Francisca, delgadas, etéreas, los músculos esquivos


bajo las sedas, entran haciendo el mismo gesto: se ponen unos
guantes largos cuyos dedos enfundan ayudándose una mano con la
otra (...). Caminan tan levemente que casi no pisan el suelo (...) su
tiempo dichoso de mujeres bellas, su tiempo triste de mujeres que
caminan con sus vestidos flotantes y sus vagas muselinas y sus
cuellos delgadísimos y estirados como instrumentos de música...
(Poniatowska, 1988: 226-227).

Tía Francis fascina. Sus menús también. Al pan capeado en huevo


que sirve con miel de maple le pone: Poor Knights of Windsor. Al
espinazo con verdolagas que a Ino cencia le sale del cielo: Cassoulet
de L'Empereur Moctezuma (Poniatowska, 1988: 133).

De las hermanas de Luz, Francis es a la que más páginas dedica la


narradora. Exquisita en su ceremonia de té, flexible, inesperada y peligrosa en
sus actitudes gatunas, inquietante para la protagonista: «hay un peligro en la
tía Francisca y un reto en sus exigencias: Atrévete, atrévete, pero ¿a qué? Las
expectativas familiares en cuanto a nosotras nunca quedan claras»
(Poniatowska, 1988: 102). Tiene su vertiente de independencia retadora
frente al padre Teufel, por ejemplo, pero al cabo acaba subsumida por el
grupo, una más junto a Luz y Esperanza. Son mujeres que la protagonista
visualiza como transposición de su propia historia: «las imagino sobre la
cubierta del barco, tal y como vinieron a México vestidas de blanco (...), en
las fotografías del álbum de cuir de Russie le dan la cara al viento y se ven
dichosas como hoy» (Poniatowska, 198 8: 260). Critican y ríen como una
forma de autoafirmación.

Mariana y Sofía, su hermana, están concebidas como haz y envés de una


misma moneda. Desde pequeñas son opuestas: Sofía es mañosa y rebelde,
posesiva y todopoderosa, independiente y retadora. Siempre supo qué hacer,
«se quiere como ella es» (Poniatowska, 1988: 131). Por el contrario, Mariana,
que siente admiración por ella, se caracteriza por su deseo de agradar, por su
soñar despierta, por la costumbre de diferir las decisiones, heredada de su
padre: «nadie sabe que sueño y jamás actúo» - monologará (Poniatowska,
1988:138)-. Unidas en la infancia por la complicidad de la risa, se distancian
en la adolescencia: la protagonista es más compleja, los genes maternos le
lastran con un leve matiz de tristeza, soledad y melancolía que la soltura y el
rechazo de las tradiciones de la hermana desconoce.

Bien pensado, el auténtico contrapunto femenino arranca de los de abajo, y


se llama Magda:

Magdita viene de Tomatlán con su canasta de manzanas. Siempre,


para toda la eternidad, será una mujer viajando con manzanas
(Poniatowska, 1988:133)

Es la presencia benéfica, «ríe su risa de manzana, se traga el mundo,


comparte» (Poniatowska, 1988: 66), les descubre... «la milpa, Tomatlán,
Zacatlán, Apizaco, Puebla, las altas cañas, lustrosas varas mojadas»
(Poniatowska, 1988: 65), la villa guadalupana... «nos enseña a la Morenita
(...), nos cuenta de Juan Diego, es la primera vez que le rezamos a un indio»
(Poniatowska, 1988: 67). Magda es el pueblo, un mundo desconocido de
humildes sufridores que hacen posible la ociosa vida de los de arriba:
«siempre se atiende a lo último. Para ella son los minutos más gastados» -
observará la niña (Poniatowska, 1988: 69)-. De hecho, el primer repunte
social de Mariana parte de ahí, de la sintonía con quien ama: «¿por qué no
soy yo la que lavo los platos? ¿Por qué no es mamá la que los lava?»
(Poniatowska, 1988: 69).

3. UNA SOCIEDAD EXTRANJERIZADA: CIVILIZACIÓN /BARBARIE


EN EL MÉXICO POS REVOLUCIONARIO

La Flor de Lis se abre en Europa, en el seno de una familia cosmopolita y


noble de duques descendientes de rusos y norteamericanos que ¡como no!
viven en París. Nodriza, mademoiselle, comidas exquisitas, paseos por el
Sena, vacaciones en La Baule, las tradiciones - «para nosotros lo principal
son las buenas maneras» (Poniatowska, 1988: 12)-, los códigos lingüísticos,
desde luego... todo ello contribuye a marcar ese nivel de la élite internacional
que la familia de Mariana no abandonará en el Nuevo Mundo. Porque
México vive la herencia del afrancesado xIx que culmina en Porfirio Díaz y
sus construcciones de la Colonia Roma. «Éramos unas niñas desarraigadas,
flotábamos en México» - dirá la narradora (Poniatowska, 1988: 55).

Y, es claro, «en mi casa saben más de Francia o Inglaterra que de México»


(Poniatowska, 1988: 49). En absoluto hay afán de aprender del país, si acaso
asombro porque «aquí todo es desaforado» (Poniatowska, 1988: 37), «la
llanada es interminable; por donde quiera que uno voltee, la tierra se extiende
cada vez más amplia, más perdediza» (Poniatows ka, 1988: 42) - dirá Luz
reescribiendo, aunque no de modo explícito, a Echeverría, el poeta de la
primera generación romántica que sufrió el mismo impacto ante la
inmensidad de la pampa a su vuelta de París-. El punto de referencia, el
patrón que todo lo mide es el Viejo Mundo: «No, si esto no es Francia, aquí
nada es de juguete» (Poniatowska, 1988: 42). Pero «el mundo se adquiere en
el otro continente» (Poniatowska, 1988: 58) - dicen las visitas chismosas-. Lo
cierto es que la élite no quiere saber nada del «mal gusto» posrevolucionario
y extrañan las preguntas de Mariana: «Tu familia perdió todas sus haciendas,
no veo por qué tanto interés» - le dirá un amigo de la abuela (Poniatowska,
1988: 56)-. Además «los políticos son los mismos ladrones que hicieron la
Revolución. ¿Qué tuvo de bueno la revuelta esa de muertos de hambre?»
(Poniatowska, 1988: 56).

Las buenas maneras desde la infancia cristalizan en el «tener clase» del


mundo adulto, a años-luz de «la gente corriente, la gente del montón» - no
del pueblo-. Por ello, la educación exclusiva en colegios norteamericanos
donde confluyen las él¡tes nacionales, la huida a las playas desiertas, el té y
los vestidos europeos... «los jóvenes que se casan solo entre sí por pura y
llana discriminación, la insistencia en el francés como idioma separatista,
ridículos, si lo aprendieron en México, o ¿acaso habían nacido en París?»
(Poniatowska, 1988: 285) - dirá Teufel a cuyo cargo están las mayores
andanadas contra este grupo social-. Sin éxito alguno, ese grupo se afianza en
lo suyo y recela de lo mexicano:

Los mexicanos no son constantes ni tenaces; no tienen voluntad de


superación, van de trabajo en trabajo, son aprendices de todo,
oficiales de nada; no tienen meta, trabajan solamente para subsistir,
su cerebro subalimentado no da para más (Poniatowska, 1988: 284).

Crítica muy dura en boca de Berthelot, un empresario mexicano que se ha


hecho a sí mismo desde abajo y pertenece a la élite de la Colonia Francesa,
tan machacada por el toque «marxista» del padre Teufel. Crítica que recoge
la vieja he rencia positivista de la inferioridad indígena, matizándola no
obstante con factores contextuales como la subalimentación. «México es un
inmenso jardín por cultivar. Lo único malo es la raza» (Poniatowska, 1988:
132).
4. IDENTIDAD FEMENINA/IDENTIDAD MEXICANA

La niña Mariana siempre quiso gustar, caer bien incluso a las


mademoiselles. En su nueva tierra se debatirá entre su natural anclaje junto a
los suyos (familia y gens de connaissance - como dice la abuela-) y su deseo
de «pertenecer». Por aquí entra en el texto el asunto de la identidad mexicana,
tan traído y llevado en el ensayo y la novela del xx. La narración no deja de
tener su ironía: «Al final de la guerra regresan todos aquellos que de chicos
fueron mexicanos» (Poniatowska, 1988: 89), con el consiguiente rechazo de
la gente vulgar:

Pinches refugiadas (...), cochinas extranjeras, regrésense a los


Yunaites, lárguense a su país.

De azotea en azotea, entre las sábanas que chasquean resuena el


grito y lo recibo como una bofetada. Qué vergüenza. Quisiera vender
billetes de lotería en alguna esquina para pertenecer. O quesadillas de
papa. Lo que sea (Poniatowska, 1988: 89).

En un par de ocasiones, los diálogos del texto abordan el problema de


fondo ¿cómo se adquiere la identidad? ¿Es un problema de genes, de sangre...
o de voluntad? Para Mariana lo será por partida doble: la adolescencia le
permitirá ver lo limitado de un mundo «muy antiguo» - le dirá su amiga judía
y pintora-... Injusto y decadente - proclamará airado el padre Teufel-. Pero no
hace falta esperar tanto, la mexicanidad le llegará desde dentro, a través de
los de abajo - Magda - e incluso de la extravagante abuela, que la entrena a
mirar el país, la tierra, la gente. Muy temprano, cuando parece imposible que
la decisión haya madurado, tal vez como mera reacción a los insultos -
«güera, güerita»-, ya ha tomado partido:

-Pero tú no eres de México, ¿verdad?

-Sí soy.
-Es que no pareces mexicana.

-Ah, sí, entonces ¿qué parezco?

-Gringa.

-Pues no soy gringa, soy mexicana.

-No se te ve.

-Soy mexicana porque mi madre es mexicana; si la


nacionalidad de la madre se heredara como la del padre,
sería mexicana.

-De todos modos, no eres de México.

-Soy de México porque quiero serlo, es mi país


(Poniatowska, 1988: 88).

El diálogo se repite, exactamente igual, en la página 139. El contexto es


más dramático, la hora de buscar trabajo: «no vayas a decirles que no naciste
mexicana porque ni caso te hacen». Estructuralmente y dentro del
fragmentarismo que caracteriza esta autoficción, los dos pasajes marcan otros
tantos momentos de incardinación posible: la llegada al país y el acceso al
mundo laboral, a la adolescencia que quiere comprometerse: «si no eres de
México, no tienes derecho a opinar» (Poniatowska, 1988: 139).

Sea como fuere, la escritora mexicana parece haber secundado en su


vida/escritura el consejo que el visionario Teufel deja a Mariana como
testamento: «atrévete a caminar en la multitud, entre los pelados, como
ustedes los llaman, aviéntate, rompe el orden establecido». (Poniatowska,
1988: 310). Por eso, la novela se cierra con estas palabras de la protagonista:

Me gusta sentarme al sol en medio de la gente, esa gente, en mi


ciudad, en el centro de mi país, en el ombligo del mundo (...). Mi país
es esta banca de piedra desde la cual miro el mediodía (...), mi país es
la emoción violenta, mi país es el grito que ahogo al decir Luz, mi
país es Luz, el amor de Luz. ¡Cuidado., es la tentación que reprimo de
Luz, mi país es el tamal que ahora mismo voy a ir a traer a la calle de
Huichapan número dos, a la FLOR DE LIS. De chile verde diré: Uno
de chile verde con pollo (Poniatowska, 1988: 324).

El utópico mestizaje: la flor de Lis, símbolo de la nobleza en Francia,


emblema de los scouts, Francia en definitiva, ha encarnado en tierra
mexicana, en el tamal hecho de maíz.

S.MUJERES FLORES/FLORES DE PAPEL

Las mujeres de la novela son, en definitiva, un manojo de flores...


metáfora manoseada que la narradora consigue revitalizar en una refrescante
viñeta metonímica cuya protagonista es Francis, si bien sintetiza una historia
de generaciones:

[...] flores, flores, flores, siempre flores que tía Francisca arregla a
grandes manojos (...). Esas mujeres que van relevándose en cambiar
el agua de las ánforas son mis antecesoras; son los mismos floreros
que van heredándose de madre a hija (...). A diferencia de las flores
de mi bisabuela, de mi abuela, de mi madre, mi tía, las mías serán de
papel. Pero ¿en dónde van a florear? (Poniatowska, 1988: 104).

La pregunta es una flecha directa al sentido y destino de la escritura


femenina, detrás de la que se esconde Poniatowska. Es ya una autora
reconocida, pero debe seguir indagando, abriendo nuevos caminos también
como mujer. No sé hasta qué punto pudo elegir el formato de la edición,
bonita en su sencillez, con pequeños motivos ideográficos que dan la pista
temática al lector y sirven para estructurar en parágrafos lo que es un texto
fragmentario, abierto, a modo de viñetas y con dos grandes bloques
temáticos: infancia europea-fijación materna /adolescenciacontexto cultural y
religioso mexicano. Desde el punto de vista lingüístico, me parece más
interesante la primera, cuajada de diminutivos cariñosos, reiteraciones y
esquemas paralelísticos, comparaciones con animales; por ejemplo este
sumario con que describe la primera educación de Mariana y Sofía, su
hermana:

Durante siete años, día a día se ceban las perritas, engordan las
cochinitas, se van trufando las gansitas, se les hacen hoyitos en los
codos y en los cachetes, llantas en las piernas; tienen papada, sus pies
son dos mullidos cojines para los alfileres; pesan tanto que solo
Nounou las aguanta. Tambaches de proteínas, de agua, de leche
enriquecida, de grasa blanda como mantequilla civernesa, de crema
espesa de vacas contentas, de jamón de Westphalia, petit-suisses,
quesos crema, todo ello para que las dos muñecas de yema de huevo
y de azúcar caramelizada se liberen de tanta bonanza, vaciándola
sobre la alfombra de la Nursery (Poniatowska, 1988: 19-20).

Tienen fuerza también las hipálages con que la narradora gusta de


corporeizar lo intangible:

Nos besa y ya en la puerta entona: God bless you y en cada uno de


los cinco rellanos repite: God bless you, children. Ruedan los god
bless you escalera abajo en cascada de piedras redondas; los oímos
hasta en el último escalón cuando su voz apenas perceptible nos
bendice: God bless you (Poniatowska, 1988: 30).

La segunda parte se complica y radicaliza con el tema religioso. Desde la


referencia a los ejercicios espirituales que hace Mariana, el texto se llena de
epígrafes en latín que alternan mayúsculas y minúsculas. He tratado, sin
éxito, de vislumbrar su sentido - suponiendo que lo tenga-. Porque no existe
un orden aparente en mi edición, las mayúsculas corresponden a las páginas
144-156, 161-172, 192, 204-214, 221-223, 347-252, 257-260, 264-268, 288-
289, 295-299, 304 y 317-324. Las minúsculas cubren otras tantas: 157-160,
173-192, 195-204, 215- 220, 243-246, 253-256, 261, 281, 293, 301 y 315. Su
temática es religiosa, juega con las palabras del Angelus y culminan en una
especie de exorcismo contra el diablo al que se opone la «sal de la sabiduría»
(accipe sal sapientiae) (Poniatowska, 1988: 323). Una vía amarga, sin salida.
Una religión así, tan malentendida, nunca podrá ser la respuesta que busca
Mariana .

A partir de un determinado momento (Poniatowska, 1988: 234) se


intercalan fragmentos del diario materno: llevada por la curiosidad y deseosa
de compensar el desencanto ante el sacerdote, un iluminado que desbarra y
pierde pie en sus propuestas, Mariana lo hojea y el texto lo incorpora
estratégicamente como contrapunto que permite cerrar la narración volviendo
a su punto de partida: la madre. El diario siempre va en cursivas
(Poniatowska, 1988: 255, 271, 315...) y evidentemente duplica perspectivas
sobre una historia que en la segunda mitad es más folletinesca que
autobiográfica. Desde mi punto de vista, esta segunda parte contrabalancea el
relato con cierto desequilibrio... Desequilibrio que las dos últimas páginas
compensan retomando el leitmotiv de la narradora: el estéril destino de las
mujeres, el miedo a la soledad, la esquizofrenia que desgarra a Mariana entre
su formación elitista de cuño europeo y esa inclinación a mezclarse con la
gente, único aporte positivo del controvertido padre Teufel.

Por último, un apunte sobre algo que me parece curioso: hay un momento,
casi al final de la novela en que desaparece la primera persona. Son solo un
par de páginas de ¿autor en el texto, tal vez? Focalización externa, narrador
omnisciente que focaliza a Mariana como parte de una estela de mujeres
aureoladas por la soledad:

Basta cerrar los ojos para encontrar a Mariana en el fondo de la


memoria, joven, inconsciente, candorosa. Su sola desazón, su pajareo
conmueven; germina en su destanteo la semilla de su soledad futura,
la misma que germinó en Luz, en Francis, en esas mujeres siempre
extranjeras que dejan huellas apenas perceptibles (...), cuánta
fragilidad Dios mío, qué se hace para retener criaturas así en la tierra
si apenas son un poco de papel volando, apenas si se oye su susurro y
eso, cuando hace mucho viento, schsssshehsss schssss schschssss...
(Poniatowska, 1988: 321).

¡Mujeres ojerosas reflejadas en el espejo, que han conseguido diluir hasta


a sus hombres! Por aquí avanza y se abre paso otra interpretación, un mensaje
nuevo en el texto: las mujeres de su familia no tocan tierra, son apenas un
papel volandero que no deja huella. Mariana se rebela ante ese destino, quiere
ser de carne y hueso, como Sofía que para lograrlo eligió... «asir la mano del
hombre, cercar la realidad, pertenecer» (Poniatowska, 1988: 322). ¿Lo
conseguirá la rebelde Sofía?

6. UNA HISTORIA DEL YO: AUTOBIOGRAFÍA


/AUTOFICCIÓN/NOVELA AUTOBIOGRÁFICA?

-Tú tenías el afán de que el país te entrara por los ojos,


abue...

-Sí - me responde - ahora te toca a ti memorizarlo


(Poniatowska, 1988: 220).

Quisiera poner mi cabeza en su hombro, doblarla contra su cuello,


sentir su tibieza, preguntarle: Mamá ¿de qué hablarías en la mesa si te
dejaran? ¿De tu niñez? ¿De tu padre muerto? ¿De tu relación con el
padre Teufel? (...). Hoy como entonces, Luz dice frases que ruedan
frágiles en el aire y caen sin ruido sobre la alfombra. Nadie las
recoge, solo yo, para que las sirvientas no las barran con el polvo de
la mañana (Poniatowska, 1988: 224).

Escritura como respuesta a una misión, explícitamente encomendada por


la abuela, implícita en el deseo de rescatar y fijar para la posteridad a esa
madre inasible, cuya intimidad misteriosa fascina a Mariana, la narradora. Y
además, escritura como revelación de una identidad al hilo de la trayectoria
personal, ya que inventar el pasado permite al autor librarse de sus
obsesiones, y quizá vencer el miedo al tiempo que pasa. Una búsqueda que
cuajará en determinados recursos estilísticos como exclamaciones,
hipérboles, apóstrofes. Todo muy propio de las autobiografías que siempre
tienen ese algo de plasmación de un yo desconocido incluso por el propio
autor. No en vano es un yo textual, un yo otro, distinto... siempre de ficción
incluso en diarios y escritos que alardean de sinceridad.

¿Autobiografía?/¿Autorretrato? Estrictamente ninguno de los dos, no se


cumple el pacto referencial lejeunianos, es «Mariana» y no «Elena
Poniatowska» la protagonista. Aún así, ambos aspectos quedan recogidos en
esta novela autobiográfica: de la autobiografía guarda el «hacer», es decir, la
aspiración del escritor a conocerse en diacronía planteándose cómo y por qué
ha llegado a ser quien es. Del autorretrato hereda la yuxtaposición, la
estructura discontinua propia del «ser». Como diría Bellemin-Noel (1988), la
autobiografía nunca vale más que como ficción, no es otra cosa que
reorganizar la vida para transformarla en ficción. Lo importante es la
coherencia interna de la obra, su aparente verosimilitud, y eso lo cumple.
¿Sinceridad? Es un valor desfasado... es famosa la feroz crítica de Valery en
este sentido. De cualquier forma, es indudable que la elección de la primera
persona determina la lectura.

La Flor de Lis podría corresponder a ese género tan de moda desde que
Doubrovski (1993) lo definió en el 77: la autoficción. Género híbrido,
ficcional y autorreferencial, que asume los códigos de la autobiografía
relativizándolos. Un procedimiento seductor para reinventar la propia vida6;
porque de hecho se inventa una personalidad y existencia - la de Mariana -
pero conservando muchos rasgos de su identidad real - la de Elena
Poniatowska:
En esos dos libros, sobre todo en Lilus Kikus hay, al principio,
elementos autobiográficos (...). Ciertas circunstancias de mi vida
coinciden con algunas que forman parte de las historias narradas.
Como le decía antes, creo que uno escribe siempre a partir de su
realidad (Roffé, 2001: 149).

¿Qué hay detrás de esa manipulación? El juego de voces y perspectivas


narrativas responde al sentido no esencialista del yo propio de la
posmodernidad. El yo no reenvía a una realidad permanente sino más bien a
una multiplicidad frágil, que arruina la creencia en una profundidad
psicológica'. El yo verdadero es el de la escritura y su credibilidad depende
estrechamente del tono que utilice; ese yo es siempre un poco yo mismo, que
lo actualiza al leerlo, que desea y experimenta por él.

Hay más aún: un escritor tiene su taller de laboratorio, los primeros


escritos que funcionan como hipertexto de lo que vendrá después. La Flor de
Lis tiene su sentido y especificidad, pero arranca de cuentos anteriores,
publicados o inéditos, como han visto bien algunos críticos:

La Flor de Lis retoma relatos anteriores como «El convento» o «El


inventario» (De noche viernes) que ficcionalizan linajes antiguos,
densos en antigüedades; opresivos en atmósferas familiares. El texto
se divide, de modo encubierto, en dos partes que producen un quiebre
en la página 110: el relato de infancia dominado por el tono lúdico -
«la escritura más fácil de su vida» - según la propia Poniatowska -
posee una unidad frente a la experiencia con el sacerdote Teufel
originada en «El retiro», un relato independiente que se encontraba
inédito (Perilli, 2001).

Incluso, si uno sigue husmeando descubre que «El retiro» es una historia
retomada por la madre de la escritora, Paula Amor Poniatowska, en sus
propias memorias, que la hija tradujo - no olvidemos que es francesa de
origen mexicano - bajo el título No me olvides (1996). Un pequeño detalle de
manejos intertextuales que demuestra las continuas interferencias entre vida y
literatura. Y que aboga por la literariedad de La Flor de Lis. Un texto en el
que la autora ha vertido su esquizofrenia cultural, compartiendo con el lector
la angustia de encontrar su destino.

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1 título de este trabajo le debe casi todo a Carme Riera. Fue el que
ella sugirió para una conferencia impartida en mi curso sobre mujer, cine y
literatura que la universidad de Sevilla oferta en el marco de la libre
configuración bajo el título: Femenino plural. Con ese título adelanto también
la postura que adoptaré en este breve trabajo en relación con la autobiografía:
ese «espejo de las palabras» que para Riera es la literatura reelabora, filtra
fragmentos de vidas que se entrecruzan en el texto y golpean al lector. En
esta caso, vidas femeninas porque estas mujeres forman parte de una
narrativa que engloba nombres como Marina Mayoral, Carme Riera, Esther
Tusquets, Almudena Grandes y un sinfín de divulgadoras cuyo estatuto tiene
bastante que ver con el periodismo (Rosa Quintana, Lucía Etxebarría o
Carmen Rico Godoy) y que, en ocasiones, se caracterizan por las ventas
millonarias.

Es evidente, por otra parte, que las sagas generacionales, y en concreto la


relación madre-hija, ha sido asunto favorito de los bestseller narrativos de los
últimos tiempos: cabe recordar El club de la buena estrella (1990) de Amy
Tan, o Donde el corazón te lleve (1994) de Susana Tamaro (Caballero
Wangüemert, 1998a). La problemática de fondo es la transmisión
generacional y tiene mucho que ver con el crecimiento y maduración de la
persona: el hecho de madurar suele llevar apa rejada una mirada mucho más
abierta hacia la madre, cuyas inquietudes vitales comienzan a vislumbrarse a
veces con ocasión de la muerte.

Dentro de este marco, hay una serie de textos relativamente recientes en


los que la relación madre-hija adquiere otros derroteros: la maternidad,
reelaborada en Tiempo de espera (1998) de Carme Riera, novela en que la
narradora se dirige al hijo futuro mientras lo va gestando en el útero. O el
desconsolador y turbulento ajuste de cuentas que la hija plantea a su madre ya
muerta en la primera de las cuatro cartas que componen Correspondencia
privada (2001), de Esther Tusquets. Frente al estatuto decididamente
ficcional de los escritos antes reseñados, estos últimos textos tienen un cuño
autobiográfico en ocasiones equívoco, pero indudable. El diario o el molde
epistolar son los cauces clásicos en que se inscriben. No obstante, el amor y
la complicidad entre madre e hija que caracterizaron las Cartas de Madame
de Sevigné a su hija, se subvierten en Correspondencia privada, para destilar
con amargura todos los resquemores e insatisfacciones afectivas de una hija
que jamás se supo querida.

1. CARME RIERA: EL TRASLADO AL TEXTO DE


MATERNIDAD/EMBARAZO

Riera, que ha hablado tanto sobre el lenguaje femenino, como un


«lenguaje indirecto, repetitivo, vacilante, oscuro y exagerado», para acabar
apostando por la incorporación al mundo del hombre en pie de igualdad,
rompe en Tiempo de espera (1998) una lanza por la maternidad, es decir, por
la diferencia. Desde la perspectiva intimista y retrospectiva del diario - forma
que como ha demostrado Alain Girard (1963) se va literaturizando a partir del
xIx-, va narrando la relación afectiva que establece con el hijo nonato a lo
largo del embarazo. En consecuencia, el resultado es una novela en molde
diarístico, que focaliza el instante, el día a día y en la que no interesan los
hechos tanto como su refracción en la conciencia de la madre protagonista
(Prado, 1994: 258). Porque en realidad hay solo una voz, la de la futura
madre que, eso sí, cuenta con un destinatario al que se dirige mediante el tú
en muchas ocasiones. La cronología, que se va anotando casi día a día,
permite sincronizar la expresión textual con las distintas experiencias. Si el
yo se construye en las autobiografías a partir de una voluntad de
identificación y ello constituye la principal dimensión retórica de la citada
autobiografía, en el caso que nos ocupa, la verosimilitud está más que
asegurada.

Salvando todas las distancias formales y retóricas, tal vez el precedente a


recordar sea el libro de Oriana Fallaci Lettera a un bambino mal nato (1975),
diálogo imaginario con un niño que va a nacer. Pero el tono irónico con que
se abordan los problemas sociales subsiguientes al embarazo - posibilidad de
aborto, posible pérdida de la competencia profesional... - si bien salva la
novela, difiere absolutamente del intimismo lírico con que la narradora de
Tiempo de espera se dirige a su futuro hijo. Suele señalarse que en la novela
de maternidad, por ejemplo en Die Mutter, de Karin Struck (1975), gestar un
niño se equipara a producir un texto. Aunque aparezcan referencias en esta
línea, en la novela-diario de Riera la maternidad es una experiencia asumida
con felicidad, que tiene sentido por sí misma.

Si la autobiografía femenina suele generar textos fragmentarios y


repetitivos, con mayor motivo lo será este que parte de una estructura
diarística. Las minucias en las anotaciones, el contexto tamizado en función
de las vivencias de la futura madre o las diversas alternativas que sugieren un
alto grado de sinceridad... Todo plantearía al lector el grado de elaboración
textual. Si nos atenemos al prólogo, sería mínimo. Pero desde Didier (1976) y
el psicoanálisis sabemos de la invención del yo en el diario, sea cual sea su
temática. Y Anna Caballé nos advierte de cómo el cambio de estatus de
privado a público supone de hecho, no solo un cambio en las formas
literarias, sino también en la perspectiva ontológica (Caballé, 1995).

¿Diario, autobiografía duplicada - es la historia del hijo también, como ha


sugerido en su excelente estudio Janet Pérez (Cotoner, 2000: 287)-,
memorias, novela epistolar? Libro escrito en un terreno resbaladizo, porque
su propósito es testimonial en un doble sentido: dar cuenta de las vivencias de
la narradora, pero además dejar bien claros los límites de una sociedad
machista que condiciona a las mujeres que se atreven a ser madres. Una
maternidad buscada, asumida con gozo y madurez. En ese sentido,
reivindicada por la mujer en las antípodas de Simone de Beauvoir, lo que no
deja de ser interesante dado el perfil «de izquierda» de Riera.

2. Los AJUSTES DE CUENTAS DE TUSQUETS

En el caso de Tusquets, me centro en la primera de las cuatro cartas que


componen su libro Correspondencia privada (2001) porque solo esta - «Carta
a mi madre (divina entre las diosas...)» - se atiene al tema que trabajo'. La
autora elabora una carta a la madre, representada en el texto como
destinataria por la segunda persona del singular: una carta que el lector
percibe como auténtico ajuste de cuentas frente a la madre enferma y
decadente. Un ajuste de cuentas, a su vez, que le permitirá no solo
caracterizar a la madre y contextualizarla ironizando sobre lo que fue cierta
burguesía en la etapa franquista; sino - lo que es mucho más vital para la
narradora - vaciar su propia vivencia en un rápido recorrido de niña a mujer.
Recorrido fragmentario - propio de la literatura autobiográfica - en el que
alterna el presente - una hija cincuentona, una madre asediada por la
enfermedad, sumergida en la pereza y en el brutal egoísmo - y el pasado, si
bien en un diseño diacrónico porque la narradora vuelve a sus primeros
recuerdos para ir tejiendo el tapiz de su niñez. Y es bien sabido que el
focalizar la niñez es algo muy común en los textos autobiográficos.

En ese vaivén de conjugar opuestos característico del autobiógrafo


(Masanet, 1998) en que se barajan pasado y presente, descripción y reflexión,
lo psicológico y el testimonio ideológico, la figura de la madre se adueña de
todo. «Esta noche he vuelto a soñar que estaba en vuestra vieja casa»...
(Tusquets, 2001: 9). La casa es un leitmotiv obligado en la literatura del yo y
el sueño la recrea ficcionalmente como un ámbito mágico, que reflecta la
personalidad materna - el juego de los pronombres es muy útil al respecto:
«vuestra casa/tu casa»-. Su imagen se expande adueñándose del relato. La
hija en su papel de narradora cuenta y describe, introduciéndose en el texto
para apostillar o increpar a su progenitora mediante la dolorida o
cuestionadora interrogación retórica. La descripción de la madre - que
arranca del cuerpo como suele ser habitual en los textos de cuño
autobiográfico (Lecarme, 1997: 93) - está teñida de ironía, como sugiere el
epígrafe de la carta «divina entre las diosas»: alta, rubia, de ojos claros y de
blanca y delicada piel hasta el punto de parecer extranjera, lo que se
constituye en motivo de orgullo para una sociedad un pelín racista. Mujer
modernista a lo chiparus, elegante y creativa con una distinción que implica
superioridad:

[...] tu figura esbelta y erguida, la ropa impecable y personal, los


zapatos hermosos pero sin apenas tacón (trabajo te debía de dar en
aquel entonces conseguirlos), las manos bellísimas y cuidadas pero
con las uñas sin pintar, el rostro (...) apenas sin maquillaje...
(Tusquets, 2001: 29).

Independiente y rápida, díscola e ingobernable, el texto insiste en los


semas que indican singularidad, distanciamiento de la norma y desprecio de
la plebeya ordinariez. Pero también en su contrapartida: la frialdad de la diosa
azota por igual a propios y extraños, cava un foso entre ella y el mundo al que
conjuntamente fascina y amedranta.

La narradora explicita lo que el lector venía percibiendo de forma


subliminal: «sólo entre los varones te sientes a gusto, te sientes entre tus
iguales, sin que ello merme tu capacidad de seducción» (Tusquets, 2001: 13).
Es decir, su personalidad responde a patrones considerados masculinos en su
época: inteligente, centro de las reuniones sociales en las que brilla por su
agudeza y hiere con su sarcasmo, nada a la perfección, conduce cuando casi
nadie lo hace, devora libros... pero no cose ni cocina. En su desmesura pasará
de potenciar todo lo artístico en su juventud, a inhibirse tras su matrimonio,
«porque no hubieras aceptado nunca sucedáneos ni alternativas (...), tú
hubieras querido ser arquitecto, interiorista, pintor y nunca sabremos hasta
dónde habrías llegado caso de nacer hombre» (Tusquets, 2001: 25).
Es uno de los pocos momentos de identificación de la hija narradora con
su madre, a la que considera una mujer desperdiciada, en un lamento
feminista soterrado que implica una buena dosis de crítica a la sociedad en
que se desarrolló la generación materna, una sociedad que segaba valores de
raíz. La narradora selecciona con acierto la adjetivación: «absurdo barrio
residencial, burguesía timorata y sin raíces»... y ya desde las primeras líneas
dibuja y condena la sociedad española en que se gestó su infancia. Una
sociedad de convenciones, de ritos, una sociedad materialista. Porque la
imprescindible felicidad - según el padre, representante de la burguesía del
momento - descansa en un alto nivel de vida imposible de alcanzar sin un
trabajo «demente» al que se inmola el marido. Un marido puritano y
agnóstico malquerido a su pesar, paradigma - según la narradora - de tantos
en la época. Como en gran parte de la literatura de cuño autobiográfico, se
dibuja el contexto pero en función del yo, que es lo prioritario.

Una gran señora, una madre distinta: «fuiste una madre seductora - más
seductora por lo distante - y yo literalmente te adoraba» (Tusquets, 2001: 35).
Acercamiento de la niña que fue y repulsa de la mujer adulta en que se ha
transformado la narradora. Por ello la adoración convivirá con las carencias.
Y las carencias maternas tienen mucho que ver con la incapacidad de amar al
marido, a los hijos. Hijos que necesitaban... «que nos considerara
extraordinarios, que se nos comiera a besos» (Tusquets, 2001: 35). Hijos que
sentían que «nunca (...) por mucho que me aplicara, lograría tu aprobación»
(Tusquets, 2001: 37). Hijos que por fin descubren... «algo más grave y por
igual irreversible, y era que tampoco nunca, por mucho que nos
esforzáramos, ibas a permitir que te hiciéramos feliz (ni siquiera íbamos a
verte contenta...)» (Tusquets, 2001: 38)2.

Perfecta, segura de sí, despreciativa desde su olimpo particular e incapaz


de revisar sus presupuestos ni aceptar equivocaciones, contemplará con
estupor desde su creciente soledad cómo decrece la adoración de la hija -y la
elipsis funciona con eficacia en el texto - hasta la desoladora confesión final:
[...] que hace mucho tiempo también que, sin ser consciente de ello,
he bajado ante ti la guardia, que he aceptado que ni siquiera ahora,
ante la proximidad de la muerte, recurras a mí ni aceptes de mí nada,
que la historia se ha cerrado, ha concluido, que ha bajado
definitivamente el telón y estamos definitivamente en paz (Tusquets,
2001: 39).

Si, como ha dicho Tusquets coincidiendo con Chodorov o Jelineck, «las


mujeres tienden a lo autobiográfico», la carta abierta a la madre es un recurso
ficcional que permite interrogarse sobre los sentimientos propios y su origen,
a partir de una memoria selectiva en la que se agiganta la idiosincrasia
materna - tamizada por la focalización de la narradora-. Tributo y ajuste de
cuentas, sin duda más lo segundo. La veracidad de la escritura descansa en el
pacto con el lector. Y su yo - como suele suceder en la escritura
autobiográfica femenina - queda descentralizado en favor de la madre,
elemento determinante en el proceso de concienciación de la hija como niña y
mujer, marcadas ambas por la orfandad de cariño que al final se acepta como
destino inexorable.

3. LAS COMPLEJAS RELACIONES GENERACIONALES: «CON MI


MADRE» (2001), DE SOLEDAD PUÉRTOLAS

Con sus nueve novelas, cuatro libros de cuentos y dos volúmenes de cuño
autobiográfico: Recuerdos de otra persona (1996) y Con mi madre (2001),
Soledad Puértolas es uno de los valores de la narrativa española actual, como
parece demostrar la concesión del XXI premio Anagrama de Ensayo a su
libro Con la vida oculta (1993). La suya es una carrera consolidada. En esta
recta final de mi trabajo, quisiera centrarme en sus volúmenes
autobiográficos, muy útiles para la representación propia - la narradora se
desdobla en protagonista niña o mujer - y la ajena: en este caso, la madre.

Puértolas inscribe sus textos autobiográficos en la perspectiva


maternofilial, pero su escritura es mucho menos intensa y agresiva. Desde la
reciente pérdida materna, a la que la enfermedad y los años arrancaron de este
mundo, la hija se propone un doble viaje sentimental: recuperar su memoria
compartida desde la infancia recreando la vida en común; y proyectar hacia el
futuro una nueva esfera con la que poder combatir la soledad y el vacío
causados por la muerte del ser querido. Es decir, trascender la muerte
estableciendo una nueva relación con ese ser que en vida fue central para la
narradora, y que desea mantener presente de algún modo.

4. LA SIMBOLOGÍA DEL TÍTULO: EL PAPEL DE LA ESCRITURA

Porque el título apunta explícitamente a eso: no es «mi madre», o


«recuerdos sobre mi madre», sino «con mi madre», resaltando una presencia
compartida durante la vida y que perdura más allá de la muerte. De forma que
ya no son dos seres individualizados, sino una especie de híbrido constituido
a base de la asunción por parte de la hija, del amor, los sentimientos y
vivencias maternas. La existencia se convierte en una empresa que hay que
vivir «por» la madre, al margen del sentido más obvio: los hijos suelen
repetir los modos maternos. El episodio en que narra la entrevista sobre la
juventud por la que apuesta (Puértolas, 2001: 15-19) constituye un buen
ejemplo de lo que mantengo: «Mi madre estuvo presente la otra tarde en la
cocina» - dirá la narradora (Puértolas, 2001: 18)-, con una misteriosa
presencia real, además de reencarnarse en las opiniones, tan semejantes a las
suyas, mantenidas por su hija al respecto.

Pero además, a partir de su muerte hay toda una reflexión subsiguiente


sobre el sentido de la vida y el más allá. El cauce no es novedoso: la vida no
sería sino un viaje que para ella ha terminado en la muerte. Tal vez lo
novedoso esté en la ópti ca adoptada: «nosotros también tenemos que
avanzar» (Puértolas, 2001: 10), con la esperanza de reencontrarnos con ella.
Pero de nuevo la narradora hila fino sobre el tópico aparente: no se trata de
hablar de reencarnaciones o algo así. Más bien, lo que puede deparar ese
viaje interior es un avance en el conocimiento mutuo. Pero, eso supone a su
vez, que la madre también sigue operativa al otro lado de la muerte. Nunca se
dice así de claro, pero el lector lo percibe entre líneas:

¿No nos deparará ese viaje futuros encuentros con la persona


muerta, nuevas visiones de ella?

Esta es ahora mi sensación. Y también mi propósito. Porque una


vez que la sensación me invadió, una vez que fuí sacudida por una
especie de revelación, decidí partir de allí. Tomé esa decisión porque
me pareció lo más justo. No he conocido del todo a mi madre, me
dije, no he sabido lo que había detrás de su dolor y de su silencio.
Pero tengo que saber ahora lo que hay en esta ausencia. Tengo que
amarla más por todo lo que no conocí y en lo que ella sin duda se
apoyó para vivir ochenta y dos años. Tengo que amarla por su amor.
Detrás de esta ausencia tengo que encontrar el amor (Puértolas, 2001:
10-11).

Motivaciones psicológicas profundas, descargos de conciencia narrativos


y también justificación escritural. La escritura es un antídoto para el dolor
inevitable ante la ausencia materna y todo lo que supone. La escritura busca
verdades que consuelen, verdades que permitan vivir y seguir adelante sin la
madre. Y la única manera de hacerlo consiste en enlazar la vida con y sin
ella, la vida compartida de la infancia hasta la madurez del ayer inmediato,
con el vacío del hoy.

Si bien el sentido del título se desgaja del contexto escritural, además se


explicita en un pasaje a través de la supuesta conversación telefónica con un
amigo:

Le he puesto un título a estas páginas, le he dicho. Con mi madre.


Silencio absoluto al otro lado del auricular.

Me duele, ha dicho al fin mi amigo.


Es la verdad, le he contestado. He creído vivir siempre al lado de
mi madre, con ella. Ahora que ella ya no está aquí, sigo viviendo con
ella (Puértolas, 2001: 85).

5. EL «REPRESENTAR»: UNA ETAPA DE LA SOCIEDAD BURGUESA


ESPAÑOLA

En los trece fragmentos que componen Con mi madre alternan los


recuerdos que reconstruyen toda una vida en común desde la niñez de la
narradora, con los de la fase terminal materna: la enfermedad en el hospital y
los tiempos que precedieron a la muerte. En los primeros se representa
fragmentariamente una infancia feliz, el tópico paraíso perdido, aquí no
excesivamente idealizado sino, por el contrario, realista, ajustado a lo que
pudo ser la existencia de una familia burguesa en cualquier pequeña ciudad
de provincias durante la España de los cincuenta-sesenta. En ese sentido y en
cuanto al «representar», el texto es un excelente escaparate de las costumbres
de la época - tiendas, paseos, la piscina del Tenis, vacaciones, bicicletas... - al
menos en las ciudades del interior norteño español, ya que los espacios
geográficos en los que se desenvuelven los recuerdos son Pamplona y
Zaragoza. Y tiene mucho en común con algunas novelas recientes, si bien de
tono y estructura muy distintas - estoy pensando en Porque éramos jóvenes
(1996), de Josefina Aldecoa.

Desde la óptica del representar no existe solución de continuidad entre


Recuerdos de otra persona y Con mi madre. Es la misma óptica, la misma
voz narrativa y el mismo contexto el que está presente en esa serie de
crónicas dispersas que constituyen ambos libros y que, en definitiva, son uno
solo. «Itinerarios», «Piscinas», «Pamplona», «El piso de Zaragoza», «Viajes
a Madrid»... y tantos otros de los diecisiete fragmentos que constituyen el
primero esbozan los espacios geográficos vitales, las relaciones de familia, el
viejo piso de la abuela en el centro de Pamplona, sede de los veraneos
gremiales de primos y hermanos. Son los espacios reescritos desde la
nostalgia y la melancolía en Con mi madre. Todo el episodio de los poderes
notariales que la madre enferma debe hacer a las hijas para vender el piso de
la abuela simboliza el fin del paraíso. Por ello, el retorno a la ciudad navarra
se hará, una vez muerta la madre, desde el extrarradio en que se sitúa el hotel
elegido, desde la mirada «otra» del que ya no pertenece al círculo de los
elegidos.

Aún así, en Con mi madre la narradora vuelve a retrotraerse a la infancia


en episodios como «El tifus y la gallina petirroja» (Puértolas, 2001: 21-32) en
que esta etapa de la vida se entreteje con el nacimiento a la escritura,
concretamente al cuento; y el debate sobre los finales trágicos o felices a su
vez se traspasa a la vida real. De modo que lo que interesa no es representar
la infancia «per se», sino tomar un episodio emblemático de ella como punto
de partida de una reflexión de madurez, en que vida y literatura ni quieren ni
pueden separarse.

6. EL «REPRESENTAR»: LA IMAGEN MATERNA

Desde las primeras líneas de Con mi madre, la imagen materna es la de un


ser terminal, con plena conciencia de su decadencia y caracterizada por la
presencia del dolor y la queja sin consuelo. No obstante y tal vez porque la
escritura no deja de ser un homenaje a la madre, la decadencia y limitaciones
propias de la vejez, se transforman en la óptica de la narradora en
comprensibles soledad, abandono y angustia, creados por el hospital
deshumanizante y asumidos poco a poco, aunque sin referencias
trascendentes ni entereza excesiva.

Además, sobre esta imagen se superpone, avanzando hasta captar la


simpatía del lector, la de una madre joven «radicalmente discreta y humilde,
(que) siempre optó por la contención» (Puértolas, 2001: 11). Una madre que
va agigantando su figura, de forma que lo que permanece y se transmite a la
hija es «su mirada curiosa, su espíritu abierto, su enorme interés por las vidas
ajenas que entraban en su hogar y que tenían relación con las nuestras, las de
sus hijas» (Puértolas, 2001: 18-19). Saber reír, saber estar a la altura de los
jóvenes (¿tal vez no era tan de derechas?»), que se entristece ante el
abandono de Dios por parte de la juventud, pero en la que la narradora quiere
ver -y lo hace como proyección propia - una evolución hacia un Dios
comprensivo y menos encajado en determinadas prácticas. Una creencia
sorprendente y limitada incluso para la propia hija, ya que desgraciadamente
la madre no sabe dar sentido al dolor ni a la muerte y nunca habla de
trascendencia. Falacias de la escritura propias de la capacidad de
manipulación de la narradora que «necesita» modelar los recuerdos a su
modo y manera. Y acercar así su propio ser al materno.

7. EL «REPRESENTARSE»: EL YO DE LA NARRADORA

La hija está siempre presente como narradora, pero lo está también desde
la primera página como personaje ligado a la madre, como caja de resonancia
de sus alternativas sentimentales ante las que reacciona describiendo su hoy
o, muy proustianamente, recogiendo sus recuerdos y consagrándolos para la
posteridad al dibujar su propia imagen junto a la imagen materna. Por ello,
me gustaría elegir el fragmento tercero - no son verdaderos capítulos al no
estar numerados ni responder a una diacronía o estructura interna - que lleva
por título «Antes de la muerte de mi madre», para caracterizar a la narradora
adulta.

Las últimas etapas maternas en el hospital, una vez superado el


desconcierto y la angustia o junto a ella, permiten aflorar el bullicio y
asombro ante la vida que sigue, ante ese «por fin pasa algo» que la narradora
recoge de Giacometti. Y ese «algo» son los momentos mágicos en que late la
vida que, lógicamente, se aprecian mucho más por contraste junto a la
muerte.

La narradora se representa también desde la impotencia, el desamparo, el


no poder superar el dolor que le causa ver el sufrimiento materno; es decir,
desde el desconcierto de quien no tiene tal vez un sentido tan claro de la vida
y el más allá. En consecuencia, se rebela y revuelve contra la limitación
humana.

Nadadora empedernida, madre joven cercana a los hijos rebeldes - ya que


fue hija rebelde a su vez-, su imagen es un arquetipo asumible por tantas
mujeres coetáneas. A nivel inmanente, terminará por encarnar una moral
honrada: la muerte le enseñará a apreciar el valor único e irrepetible de cada
ser humano. Aprenderá igualmente que para seguir viviendo con entereza es
necesario saber asumir la muerte de los otros ¿quizá la suya propia en
lontananza?:

Me enseñaron muchas cosas aquellos días y noches de hospital,


me enseñaron que todas las vidas merecen dignidad (...). Me dijeron
que quizá deba pasar el resto de mi vida con la muerte de mi madre
dentro de mí, esa muerte que dio fin a una vida interesante, como toda
vida, y hacer que, dentro de mí, también su muerte alcance esplendor,
porque es parte de su vida y ya de la mía (Puértolas, 2001: 40-41).

Hay algo de senequismo en una actitud que, lamentablemente, no consigue


atisbar la esperanza de la resurrección en un mundo mejor y, en
consecuencia, no alcanza a comprender el sentido de este marcado por el
dolor y la muerte.

8. ¿AUTOBIOGRAFÍA O RETAZOS DE VIDA?

Por último, me gustaría dejar apuntado algo sobre el molde genérico en


que estas páginas se vierten. Hablamos de textos autobiográficos pero, frente
a la autobiografía clásica al estilo de las Confesiones de Agustín de Hipona,
no se describe aquí la peripecia, ordenada diacrónicamente, de un personaje
que narra su vida ateniéndose a una doble vertiente: los hechos bien
contextualizados y las vivencias interiores. Ahora, y a tono con la
posmodernidad, la escritura es voluntariamente fragmentaria. Lo es por el
origen en parte periodístico de esta especie de crónicas. Pero, sobre todo, lo
es porque responde a una concepción del mundo y la persona muy propia del
final del siglo xx y la entrada de un nuevo milenio en que nos encontramos.

Por ello, la escritura da vueltas fragmentaria y repetitivamente, desde la


conjetura de la narradora que se visualiza a sí misma como personaje incapaz
de ser abarcado en su profundidad; y visualiza de modo paralelo a su madre
desde el asombro que le causa toda vida humana. Por fin, mira alrededor sin
pretender hacerse cargo -y mucho menos dar cuenta - del mundo y el resto de
los seres humanos que la rodean. Texto autobiográfico, entonces, donde se
conjugan el representar y el representarse desde la óptica femenina. Pero
texto fragmentario, abierto, al hilo de una escritura también abierta y - como
dije - repetitiva.

Podría pensarse que la época pesa asimismo en el escaso sentimentalismo


del libro que se comenta. Huyendo de la lacrimosidad romántica, del sincero
y desgarrado desnudar el alma de Agustín, o del insano impudor de las
Confesiones de Rousseau, estamos ante un texto contenido que -y ese podría
ser su límite - no consigue conectar con el lector y transmitirle el sincero
dolor y la acuciante búsqueda del sentido vital como lo hacen las
autobiografías clásicas. ¿Propósito de su autora o limitaciones de su
escritura? Que cada lector elija la respuesta... No obstante dirá:

Busco ahora palabras que puedan definir lo que siento. La


incertidumbre, el desconcierto y el dolor de su ausencia, unida al
deseo de felicidad. El mío y el suyo. Tuvo que ser feliz, me digo.
Conoció la felicidad. Debo ser feliz. Dondequiera que esté mi madre
me lo pide. También por mí, dice (Puértolas, 2001: 162).

El deseo de felicidad inscrito en el corazón de todo hombre aflora aquí


como en tantos textos clásicos. Pero frente al agustiniano «nos creaste Señor
para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti», el texto de
Puértolas pone de manifiesto la inmanencia y falta de perspectivas
trascendentes de nuestra época. Como contrapartida, esa especie de
imperativo categórico kantiano: «tengo que ser feliz, debo ser feliz». Muy
representativo, no cabe duda de nuestra sociedad actual.

BIBLIOGRAFÍA

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TuSQUETs, E. (2001), Correspondencia privada, Barcelona, Anagrama.


Aún así, la primera sentencia que escribiría, dije,
cruzando al escritorio y tornando la página encabezada: Las
mujeres y la novela, es que es fatal para el que escribe pensar
en su sexo. Es fatal ser un hombre o una mujer pura y
simplemente; hay que ser viril-mujeril o mujeril-viril. Es
fatal que una mujer acentúe una queja en lo más mínimo; es
fatal que defienda cualquier causa hasta con razón; o que
hable deliberadamente como mujer. La palabra fatal no es
una metáfora, porque todo lo escrito con ese prejuicio
deliberado está condenado a la muerte, deja de ser
fertilizado.

WOOLF, 2003: 114-1151.

irginia Woolf (1882-1941) como mujer y como creadora se


convirtió en uno de los mitos del ya lejano siglo xx. Su combate con la
palabra, el círculo de relaciones de lo que se denominaría después El grupo
de Bloomsbury (Bell, 1976), el lamentable suicidio ante el temor a las crisis
de lo cura e inseguridad creativa volvieron a estar de actualidad con el
estreno de la película Las horas' (2003), un excelente guión cinematográfico
que pone de manifiesto las convulsiones y desgarramientos de hombres y
mujeres, ejemplificándolos en tres historias que se desarrollan en los últimos
setenta años. No es mi intención hacer una reseña de la película - que desde
luego la merece-; sino mostrar cómo el cine se hace cargo y aborda una vez
más la problemática de la creatividad literaria por lo que se refiere a Virginia,
protagonista de la historia que genera temáticamente las otras dos, si bien
están imbricadas en un juego contrapuntístico de secuencias sabiamente
entrelazadas. El espectador se enfrenta a una mujer que ha llegado a
enloquecer, buscando la fórmula, la palabra adecuada, la primera frase, de
cuyo acierto - como dirían Poe y Quiroga, entre otros - depende todo el
relato. Está gestando Mrs Dalloway (1925) mientras vive en el campo
reponiéndose de sus dos intentos de suicidio. Al final, se meterá en el río
agobiada por sus «voces» interiores y por la cárcel que le supone la vida
campesina. En ese sentido, la pantalla manipula la realidad: Virginia tras esta
excelente novela escribió al menos Al faro (1927), Orlando (1928), Las olas
(1931), Los años (1937) y Entre actos (1941). El suicidio en plena juventud y
no a sus cincuenta y nueve años agiganta en la película el dramatismo de una
vida segada en flor y por propia voluntad.

«La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las
flores» (Woolf, 1975: 9): esta frase que abre la novela, enlaza también con las
otras dos historias y con el problema que las aglutina: la insatisfacción de la
mujer, el otro gran tema de la película, en realidad el punto de partida de la
mitificación feminista de la Woolf. En la pantalla, esa insatisfacción es un
rumor de fondo en la mujer de la segunda historia - cronológicamente
hablando - que vive en Los Ángeles y espera su segundo hijo mientras se
alimenta con la lectura de Miss Dalloway. Tras un intento de suicidio que no
tiene agallas de consumar, vuelve a su casa. Es una mujer de muy pocas
palabras y mucha expresividad en el rostro; el espectador está viviendo el
patético contraste entre su angustia y la alegría del rutinario marido, feliz y
orgulloso de su familia, y sin oler siquiera la crisis de su mujer.

Volvemos a la Inglaterra del 2001 con la tercera historia en la que el niño


de la anterior, quien intuyó que su madre estaba a punto de realizar cualquier
locura, incluso abandonarle - cosa que, sabremos después, hizo nada más dar
a luz a su segundo hijo - es un enfermo terminal de sida, mimado por
Clarissa, una editora que lo amó desde la adolescencia y en vista de su
abandono - pareja de homosexuales por medio - ha tenido una hija para vivir
la maternidad y se ha liado con una lesbiana. El drama está servido. Como
Clarissa Dalloway, abre el día en que está a punto de dar una gran fiesta en
honor de su triunfante amigo, dirigiéndose a la floristería y encargando miles
de flores.
Se reitera voluntariamente la estructura de la famosa novela: un día en la
vida de Clarissa Dalloway sirvió para condensar toda su existencia tal vez
marcada por la frivolidad, cuyo símbolo son las reiteradas fiestas que
organiza desempeñando el papel de anfitriona perfecta. Así también la
Clarissa del 2001 tendrá que admitir su fracaso vital y asistir incluso al
suicidio de su amigo que se tira por la ventana de su casa.

He abierto este trabajo con una cita de Virginia Woolf: «Es fatal para el
que escribe pensar en su sexo» - dice en su celebérrimo ensayo del 29 que se
ha traducido como Una habitación propia, Un cuarto propio, en la traducción
de Jorge Luis Borges para Alianza (2003). Ella se lo aplicó a sí misma y su
lucha con la palabra nos dejó obras imperecederas. Ahora bien: ¿por qué es
fatal para el que escribe pensar en su sexo? ¿Puede la mujer occidental, más
aún la mujer hispanoamericana llegada tarde al banquete de la escritura,
permitirse el lujo de no pensar en su sexo al volcarse sobre el papel o el
ordenador en blanco? Es un asunto irresoluble, supongo, y desde luego de los
que se le van a uno de las manos como el agua entre los dedos. Dándole
vueltas, he releído durante estos días a Virginia y he recordado la admiración
-y las discrepancias también - que confie sa sentir por ella una gran escritora
puertorriqueña, Rosario Ferré, quien publicó en Alfaguara su última novela -
por el momento - con el título El vuelo del cisne (2002). Me limitaré,
entonces y desde la obligada prudencia, a releer alguno de sus textos
ensayísticos, en los que metatextualmente comenta la creación literaria
femenina y la suya propia. Por supuesto que para ello son básicos los 13
ensayos de Sitio a Eros (México, 1980), que se reeditaron en el 86 con dos
nuevos añadidos. A mí, sin embargo, me interesaron más sus palabras en La
cocina de la escritura - conferencia fruto de su participación en un congreso
durante los ochenta (González y Ortega, 1984) - y desde luego su librito El
coloquio de las perras que, tras su salida como primicia en la revista
Quimera, se publicó como tal en la Isla (1990). Creo que ambos textos deben
considerarse, a la luz de la intertextualidad, como una relectura de Un cuarto
propio. Y eso me propongo hacer ahora.
1. EL GENOTEXTO WOOLFIANO

No por conocidas pueden quedar aparcadas las líneas maestras que


Virginia trazara en su ensayo del 29, del que me siguen subyugando el tempo
lento, la suave ironía cuya eficacia incisiva no es posible olvidar y el
coloquialismo propio del foco narrativo adoptado: «Pero, dirán ustedes,
nosotros le pedimos que hablara sobre las mujeres y la novela - ¿qué tendrá
eso que ver con un cuarto propio?» (Woolf, 2003: 7)-. En consecuencia, el
destinatario rige el deambular y los comentarios en primera persona de quien
se devana la cabeza sobre cómo elaborar el tema. Y empiezan a surgir las
paradojas, más allá de lo anecdótico: la mujer no puede pisar el césped ni
mucho menos entrar en la biblioteca de esa universidad por cuyo campus
pasea. Le es imposible hacer dinero cargada, como suele estar, de hijos y, si
lo consiguiera, no tendría derecho a administrarlo. Es decir, en el texto
aparece la irónica capaz de poner el dedo en la llaga de la cárcel femenina, y
por aquí el feminismo entró a saco en su día.

Ahora bien detrás de anécdotas más o menos irrelevantes, siguen en pie las
paradojas que van abriéndose en progresivos círculos concéntricos: ¿tienen
ustedes la menor idea del número de libros sobre mujeres que se publican en
el curso de un año? ¿Tienen ustedes la menor idea de cuántos son escritos por
hombres? ¿Se dan cuenta que ustedes son, tal vez, el más discutido animal
del universo?» (Woolf, 2003: 32). Es lógico que así sea, porque los hombres
están constatando un inquietante fenómeno y es que las mujeres se les
escapan; esas mujeres que desde hace siglos... «han servido de espejos
dotados de la virtud mágica y deliciosa de reflejar la figura del hombre, dos
veces agrandada» (Woolf, 2003: 42). Por eso le es tan necesaria la mujer al
hombre. E irónicamente despliega esta idea mediante la ampl catio:

Pues si ella quiere decir la verdad, la imagen del espejo se encoge;


su capacidad vital disminuye. ¿Cómo puede seguir haciendo justicia,
educando salvajes, dictando leyes, escribiendo libros, vistiendo de
etiqueta y discurseando en banquetes, si no se puede ver a sí mismo,
en las horas del almuerzo y de la comida, agrandado dos veces?
(Woolf, 2003: 43).

Y ello fue así incluso entre los grandes intelectuales que recibieron de las
mujeres el estímulo, una renovación del poder creador que solo el otro sexo
puede otorgar.

Las cosas han cambiado desde los tiempos de Virginia: aunque seguimos
siendo «el más discutido animal del universo» (Amorós, 1997; Camps, 1998;
Haaland Matláry, 2000; Aparisi y Ballesteros, 2002...), la perspectiva ya no
es masculina, o no lo es prioritariamente: Ahora son las mujeres quienes, tras
saltar a la primera plana de la creación literaria, escriben sobre la mujer en
todas sus facetas (Franco, 1993; Fe, 1999...). Ello me obliga a volver a
enganchar con las palabras que abrían mi artículo «es fatal para el que escribe
pensar en su sexo». Porque esas mujeres que, a duras penas se han abierto
paso en un campo donde jamás estuvieron presentes como seres reales
(Borderías, Carrasco y Alemany, 1994; Bel Bravo, 1998; Nuño Gómez,
1999...) y, sí, por el contrario, fueron vapuleadas una y otra vez por los
hombres que las erigían en su obsesivo tema literario - vease el romanticismo
y la narrativa realista.. .- no pueden evitar pensar en su sexo, no quieren
evitar escribir desde su sexo cuando ¡al fin! irrumpen en la literatura. Sobre
todo teniendo en cuenta que lo hacen desde los márgenes, casi siempre sin
esas «500 libras y el cuarto propio» exigidas por la Woolf como requisito
imprescindible para abrirse paso: «para escribir novelas, una mujer debe tener
dinero y un cuarto propio» (Woolf, 2003: 8) - había planteado de entrada-.
Afortunadamente es su caso. Por ello continua:

No hay fuerza humana que me pueda arrancar mis 500 libras.


Alojamiento, ropa y comida son míos para siempre (...). No necesito
odiar a ningún hombre; no me puede hacer mal. No preciso adular a
ningún hombre; no tiene absolutamente nada que darme (Woolf,
2003: 45)3.

Y, a continuación, hace un repaso de las escritoras inglesas del xix desde


esa Mrs Behn de clase media, que realiza la proeza de ganar dinero con una
literatura sin prestigio entre otras cosas porque se genera desde lo menos
valorado (ensayos, traducciones...), hasta las grandes creadoras - Austen, las
Bronte, o George Eliot... - que se enfrentan al desaliento, la censura y, más
grave aún, a la falta de una tradición. No todas saben superarlo. Y cuando no
lo consiguen, reaccionan con ira ante las tesis masculinas que pregonan una y
otra vez la inferioridad física, mental o moral de las mujeres. La narradora lo
cuenta así:

Es, sin embargo, en nuestros ocios, en nuestros sueños, que la


sumergida verdad suele salir a flote (...). Mientras yo soñaba, la ira
me había arrebatado el lápiz. Pero ¿qué andaba haciendo la ira?
Interés, confusión, entretenimiento, hastío; yo podía rastrear y
nombrar esas emociones que fueron sucediéndose en la maraña.
¿Pero acaso la ira, la negra serpiente, estuvo agazapada entre ellas?
Sí, dijo el croquis, ahí estaba la ira. Me señalaba indiscutiblemente el
libro, la frase, que habían despertado el demonio: era la tesis del
profesor sobre la inferioridad mental, moral y física de las mujeres
(Woolf, 2003: 38).

Reactivamente, las mujeres han estado escribiendo enfrentándose con la


crítica, diciendo determinadas cosas para agredir o conciliar, afirmando que
valían tanto como los hombres, o apoyándose - como Sor Juana Inés de la
Cruz - en el tópico de la falsa modestia: «sólo soy una mujer». Y en la
batalla, se han visto perjudicadas. De aquí la ira que, entre las grandes del
xix, solo Emily Bronte y Jane Austen supieron sortear. Hay que escribir
como los hombres, sin ira. Pero hay que hacerlo asumiendo la diferencia para
no empobrecer la realidad, registrando todas esas vidas infinitamente oscuras.
Y desdoblada en Mary Carmichael se predica a sí misma:
Todo eso deberás expresar (...). Sobre todo, deberás iluminar tu
propia alma con sus profundidades y trivialidades y sus vanidades y
sus larguezas (...) y murmuré que ella debería también aprender a reír,
sin amargura, de las vanidades - digamos mejor de las peculiaridades,
porque es palabra menos ofensiva del otro sexo (Woolf, 2003: 99-
100).

De algún modo, Virginia está fijando sus propios objetivos. Para


alcanzarlos deberá pasar un tiempo - ¿cien años? - en realidad mucho menos,
ese número tan redondo al que apela no es sino su modo de encubrir el viejo
tópico de la falsa modestia. Con lo que expone a continuación está dibujando
su propio retrato para la posteridad:

Los hombres ya no eran para ella el partido contrario (...). El temor y el


odio habían casi desaparecido; solo quedaban algunos rastros en una ligera
exageración del goce de ser libre, una tendencia cáustica y satírica, más que
romántica, al delinear el otro sexo (...). Su sensibilidad era vastísima, ávida y
libre (...) se posaba sobre cosas pequeñas y mostraba que tal vez no eran tan
pequeñas (...). Torpe como era (...) había - empecé a pensar - dominado la
primera gran lección, escribir como una mujer; pero como una mujer que ha
olvidado que lo es... (Woolf, 2003: 102-103).

Hay muchas más cosas en el sugerente texto de la británica, No obstante


me gustaría retener estas como punto de partida de una relectura intertextual
de Ferré que, inevitablemente, iluminará y condicionará la interpretación de
Un cuarto propio. Tanto la literatura como la historia del siglo xx han visto
cometer muchos de los desatinos señalados en sus palabras, por el deseo
femenino de hacerse un hueco en la sociedad y en la escritura. ¿Cómo
lograrlo? En un primer momento no de otro modo que siendo como hombres,
es decir, dirigiendo sus anhelos a borrar la diferencia, como se vio en ese
feminismo sustentado en Le deuxiéme sexe (1949),de Simone de Beauvoir,
que estalló violentamente en el 68. Y, desde luego, escribiendo con ira, algo
tal vez inevitable todavía en el pasado siglo pero que sin duda lastró la
expresión literaria de las mujeres. En resumen, ese feminismo que había
rescatado a Virginia para revolverse contra ese papel de espejo renovador de
los bríos masculinos que durante generaciones se le asignó a la mujer, no
escuchó los consejos de esta en lo que se refiere a la escritura; o no los
escuchó en su totalidad. Escribió con ira. Ese fue el caso de la puertorriqueña
Rosario Ferré en la década de los setenta, década en la que jugó el papel de
árbitro literario de la Isla a través de la revista Zona de carga y descarga y en
la que escandalizó a su mundo con la colección de relatos Papeles de
Pandora, donde subvertía los valores de su sociedad.

2. LA COCINA DE LA ESCRITURA

Pasados unos años, Ferré se confiesa. Y lo hace en esta conferencia La


cocina de la escritura (González y Ortega, 1984: 137154) muy difundida y
citada por los críticos, pero que quizá no se ha trabajado tan a fondo en
cuanto a lo que supone de lectura y reelaboración intertextual de Virginia
Woolf. Estructurada en cuatro partes a partir de la metáfora culinaria que más
tarde popularizó Laura Esquivel en su Como agua para chocolate, aborda en
la primera - «De cómo dejarse caer de la sartén al fuego» - el proceso
mediante el que una mujer se convierte en escritora. Y para ello enlaza
justamente con Woolf, con su ensayo Un cuarto propio, al que alude sin
nombrar y a través del cual rescata y reexamina otros precedentes femeninos
como Emily Br¿5nte, la mujer que... «escribió para demostrar la naturaleza
revolucionaria de la pasión» (Ferré, 1984:137).

Para Rosario, la opción por la literatura fue autobiográficamente


subversiva, significó abandonar su mundo, la clase social alta y
despreocupada, si bien vacía. Optar por «un cuarto propio» implicó entonces
perder la seguridad de las «quinientas libras woolfianas» - como reconocerá
en las páginas siguientes, 138-139-. Pero esa apuesta merecía la pena. Y la
hizo apoyada en... «Virginia Woolf y Simone de Beauvoir (que) eran para mí
en aquellos tiempos algo así como mis evangelistas de cabecera» (Ferré,
1984: 139). Ambas impulsan y critican, a la vez, a las mujeres: por escribir
sobre... «temas considerados tradicionalmente femeninos, como por ejemplo
la preocupación con el amor, o la denuncia de una educación y de unas
costumbres que habían limitado irreparablemente su existencia» (Ferré, 1984:
140). Es el caso de Simone, mientras que - ya lo vimos más arriba-... «para
Virginia, evidentemente, la literatura femenina no debería de ser jamás
destructiva o iracunda, sino tan armoniosa y translúcida como la suya propia»
(Ferré, 1984: 141)4.

Objetividad, distancia de su referente, apartarse de temas femeninos...


Estos son los propósitos que la guían, el leitmotiv que se ha grabado como
punto de partida e ideal de la literatura. A continuación narra con todo lujo de
detalles el proceso de gestación de su primer relato, La muñeca menor para
concluir con asombro:

Terminado mi cuento, me recliné sobre la silla para leerlo


completo, segura de haber escrito un relato sobre un tema objetivo,
absolutamente depurado de conflictos femeninos y de alcance
trascendental, cuando me dí cuenta de que todos mis cuidados habían
sido vanos (...). Mi tema (...) seguía siendo el amor, la queja, y ¡ay!
era necesario reconocerlo, hasta la venganza (...)

Había traicionado a Simone, escribiendo una vez más sobre la


realidad interior de la mujer. Y había traicionado a Virginia
dejándome llevar por la ira, por la cólera que me produjo aquella
historia. Confieso que estuve a punto de arrojar mi cuento al cesto de
la basura, deshacerme de aquella evidencia que, en la opinión de mis
evangelistas de cabecera, me identificaba con todas las escritoras que
se habían malogrado trágicamente en el pasado y en el presente. Por
suerte no lo hice... (Ferré, 1984: 143-144).

Eso le permite extraer una conclusión que rebasa el ensayo de la Woolf:


Hoy sé por experiencia que de nada vale escribir proponiéndose de
antemano construir realidades exteriores, tratar sobre temas
universales y objetivos si uno no construye primero su realidad
interior; de nada vale intentar escribir en un estilo neutro, armonioso,
distante, si uno no tiene primero el valor de destruir su realidad
interior (Ferré, 1984: 144).

Es decir, con ese «construir y destruir» Rosario asume el inevitable


autobiografismo de la literatura y, sobre todo, de la literatura escrita por
mujeres pero, a la vez, es capaz de superar sus límites al objetivar sus
demonios y examinarlos con calma. Una receta que eleva a teoría literaria,
atreviéndose a reescribir a sus modelos, a impugnar sus tesis con el ejemplo
de su obra. No solo escribe con iras -y tal vez Papeles de Pandora (1975), su
más iracunda colección de relatos, sea también lo más brillante e innovador
de su obra-, sino que proyecta esa misma ira mucho más allá, hacia campos
no hollados antes por plantas femeninas, por ejemplo, lo sexual y el lenguaje
agresivamente sexualizado. Lenguaje que la rebelde narrativa femenina no se
había atrevido a utilizar como la puertorriqueña lo hace, con un claro
propósito: «devolver esa arma, la del insulto sexualmente humillante y
bochornoso, blandida durante tantos siglos contra nosotras, contra esa misma
sociedad, contra sus principios ya caducos e inaceptables» (Ferré, 1984: 147-
148). En esto es una pionera y será seguida por Ana Lydia Vega y Mayra
Santos, por no salir de la Isla.

Por cierto que lo del lenguaje «obsceno» lo cuenta ya en la segunda parte


de su conferencia - «De cómo salvar algunas cosas en medio del fuego» - que
erige como centro temático el gozo de la escritura, una escritura que es a la
vez conocimiento corporal e intelectual. Las ideas que ahora esboza tienen su
precedente en el surrealismo - «el escritor nunca escoge sus temas, sino que
sus temas le escogen a él» (...), «el escritor se ve siempre arrastrado por su
verdad» (Ferré, 1984: 145)-; incluso hay ecos del mexicano Octavio Paz en
ese «placer corpo ral de la palabra», «ese gozo encandilado que se establece
entre el escritor (o la escritora) y la palabra» (Ferré, 1984: 148):

... a fuerza de tajarla y bajarla, amarla y maltratarla, esta va poco a


poco cobrando calor y movimiento, comienza a respirar y a palpitar
bajo sus dedos, hasta que se apropia, ella, a su vez, de su deseo, de la
implacable necesidad de ser colmada. La palabra se vuelve entonces
tirana... (Ferré, 1984: 148).

No obstante, aunque Virginia parece tan lejana, al final de este apartado


vuelve a reinar porque también ella ha sentido ese placer, el placer del...
«instante en que siente la sangre fluir de punta a punta por el cuerpo de su
texto» (Ferré, 1984: 149). Y eso - dirá Rosario - es lo más valioso, lo que
merece la pena salvar del fuego de la literatura. Pero lo dice desde una actitud
militante y activa que antes correspondía exclusivamente al varón. Desde una
lectura de género (García Mouton, 1999), me parece relevante cómo la
escritora se ha venido apropiando de un vocabulario que, años atrás, solo se
permitía utilizar este. Un vocabulario connotado sexualmente... unos
términos - gozo, placer - que la mujer decimonónica no podía aplicarse ni
utilizar porque correspondían a conceptos ajenos a la exquisita idealidad del
«ángel del hogar».

«De cómo alimentar el fuego» - tercera parte de su conferencia - se


polariza en la imaginación, ese duende sin el que cualquier escritor fracasa...
«el combustible más poderoso que alimenta toda ficción» (Ferré, 1984: 151)
y a través del cual lo autobiográfico se transforma en materia de arte. ¿Son
las mujeres más incapaces de imaginación que el hombre? - se pregunta-.
Sospecha que la sociedad así lo cree, pero deja la interrogación abierta. Y lo
hace así porque está dispuesta a demostrar en carne propia lo contrario. Por
eso dice:

La dificultad para reconocer la existencia de la imaginación tiene


en el fondo un origen social. La imaginación implica juego,
irreverencia ante lo establecido, el atreverse a inventar un orden
posible, superior al existente, y sin este juego la literatura no existe.
Es por esto que la imaginación (como la obra literaria) es siempre
subversiva (Ferré, 1984: 150-151).

Ya es hora de que las mujeres se atrevan con la subversión, en el sentido


de inventar ese orden posible. Y, de hecho, eso ya ha sucedido con la misma
Virginia, entre otras. Ferré aspira a entrar - a estar ya - en ese podio de los
privilegiados, de los creadores, de los escritores subversivos, en ocasiones no
tan reconocidos por la Academia.

Por fin, la conferencia entra en su recta final y Ferré - bajo ese epígrafe,
«conclusión», que es la cuarta parte de su texto- vuelve a ponerse bajo la
égida nunca olvidada de la Virginia de Un cuarto propio. Volvemos al tema
que las unifica: la literatura femenina. Si la inglesa se preguntaba por «las
mujeres y la novela», la puertorriqueña sigue en la misma línea, tal vez
afinando algo más su interrogante:

¿Existe, al fin y al cabo, una escritura femenina? ¿Existe una


literatura de mujeres, radicalmente diferente a la de los hombres? ¿Y
si existe, ha de ser esta apasionada e intuitiva, fundamentada sobre las
sensaciones y los sentimientos, como quería Virginia, o racional y
analítica, inspirada en el conocimiento histórico, social y político,
como quería Simone? Las escritoras de hoy ¿hemos de ser defensoras
de los valores femeninos en el sentido tradicional del término, y
cultivar una literatura armoniosa, poética, pulcra, exenta de
obscenidades, o hemos de ser defensoras de los valores femeninos en
el sentido moderno, cultivando una literatura combativa, acusatoria,
incondicionalmente realista y hasta obscena? ¿Hemos de ser, en fin,
Cordelias, o Lady Macbeths? ¿Doroteas o Medeas? (Ferré, 1984:
152).

La respuesta es contundente: no existe una escritura femenina - dirá Ferré


quien no está dispuesta a aceptar esencialismos, es decir, a creer en la
existencia de una naturaleza femenina distinta a la masculina-. Un
planteamiento muy posmoderno, que está en la base de los feminismos y la
lucha de género, como se ha podido comprobar no solo en la abundantísima
crítica sobre este asunto, sino también en las múltiples Conferencias
Internacionales sobre la Mujer, de Pekín en adelante.

Para concluir y a la vista de los textos de Virginia y Rosario diría que


muchos de los conceptos se han ido cruzando: la británica le pide a la mujer
que escriba sin ira y la puertorriqueña, entroncando con el xix, potencia esa
ira reactiva y la catapulta y amplía sobre asuntos y lenguaje considerados
tabúes'. La primera considera esa escritura airada como un primer estadio
ligado a las críticas que se ciernen sobre el sexo débil, mientras que la otra la
define como moderna. ¿Acaso no ha cambiado tanto la situación?

Pero, además, la teoría y la práctica de Ferré no siempre concuerdan, hay


pequeñas fisuras entre ellas. En esta recta final de la conclusión, retoma la
metáfora culinaria: «escribir y cocinar a menudo se me confunden»(...) «el
secreto de la escritura, como el de la buena cocina, no tiene absolutamente
nada que ver con el sexo, sino con la sabiduría con la que se combinan los
ingredientes» (Ferré, 1984: 153-154). Es decir, no existen técnicas
específicas, sino el genio del chef; aunque hay que advertir que escribir bien
para una mujer es tarea mucho más ardua que para un hombre porque la
sociedad le pide mucho más.

Hasta aquí todo parecía coherente; ahora se abren las fisuras aludidas
porque, si bien no existe una escritura femenina, - dirá - hay temas femeninos
ligados a la realidad de la mujer siempre en contacto... «con las misteriosas
fuerzas generadoras de la vida» (Ferré, 1984: 154) Una realidad de doble filo:
por un lado, implica un misterio que en las sociedades primitivas le hizo
distinta y temida y, por el otro, coarta las posibilidades profesionales de la
mujer actual. Aquí, como en otros pasajes, aparece la sombra de Simone de
Beauvoir, una sombra muy poderosa y que, tal vez, habría que analizar con
detenimiento.

3. EL COLOQUIO DE LAS PERRAS

Las tornas han cambiado de Virginia a nuestros días. Ahora son ellas, las
mujeres escritoras, quienes se permiten no solo hablar de su literatura, sino
enjuiciar y cuestionar a los hombres. En ese sentido, este librito es respuesta
y desmentido a su progenitora y así hay que verlo, como parte de esa crítica
literaria femenina e hispanoamericana que va permitiéndose ¡por fin! romper
las ataduras respecto de la vieja Europa; y es capaz de enfrentarse a la doble
marginación que la mujer de este continente ha venido sintiendo. En esa
línea, supone un rotundo mentís a los que ningunean la crítica literaria propia
llevada a cabo por las mujeres del Nuevo Mundo. El asunto -... «si existe hoy
un cuerpo de crítica válido compuesto por féminas» (Ferré, 1990: 44) - se
aborda limpiamente en la recta final de este ensayo. Por cierto que se lleva a
cabo desde un esquema interrogativo, lo que implica una reelaboración
intertextual, un diálogo con el famoso texto de Virginia Woolf que nos está
sirviendo de punto de partida de estas reflexiones.

De cualquier forma, no quiero adelantar acontecimientos. Habría que


comenzar diciendo - para aquellos que no lo conocen - que este ensayo
aborda el binomio mujer-literatura de un modo mucho más académico que la
conferencia que comentábamos. Es lógico entonces que también se ciña más
a la estructura de Un cuarto propio, y tenga en cuenta la - según Virginia -
triple posibilidad en que puede bifurcarse cualquier indagación sobre mujer y
literatura: «las mujeres y lo que parecen; o si no las mujeres y las novelas que
escriben; o tal vez las mujeres y las novelas que se escriben sobre ellas»
(Woolf, 2003: 7).

Por esta última cuestión ataca Ferré en un trabajo que, desde el título pero
también en el interior (Ferré, 1990: 11-14), remite a Cervantes del que
arranca para conversar sobre la «verosimilitud de la ficción», quejándose de
la misoginia demostrada por el gran escritor en el Coloquio... A partir de ese
momento, un par de «perras» - término y realidad del reino animal tras el que
se ocultan Ferré y una desconocida escritora hispanoamericana - van
haciendo desfilar a sus colegas, los «perros» de Hispanoamérica. ¿Con qué
sentido? Discutir la famosa igualdad entre hombres y mujeres, por un lado, y
la suficiencia o no del sustrato para que florezca la creación literaria en
Hispanoamérica, por el otro. Oigamos lo que tiene que decir Fina/Ferré:

Creo que la pregunta que deberíamos hacernos no es si es


verosímil que los perros y las perras ladremos o no, como quería
Cervantes; más bien habría que preguntarse si es posible para un
perro latinoamericano ladrar como una perra y viceversa (Ferré,
1990: 14).

Para averiguarlo, se pasa revista al colectivo comenzando por los hombres.


Abre la marcha Borges... «esa momia sacrosanta que todo perro escritor
latinoamericano guarda como un jamón ahumado en su alacena, para roer
secretamente sus huesos de vez en cuando» (Ferré, 1990: 15). Un Borges que
le deja a la mujer solo el espacio narrativo de tres breves intervenciones en
las que ella funciona como un hombre, pero - eso sí - es siempre víctima. En
realidad y como acotación al margen, habría que decir que la presentación
que el texto hace del argentino es pobre y sesgada: nunca debería situarse al
mismo nivel a las protagonistas de Emma Sunz y La intrusa, ya que la
primera - calculadora y masculina en cuanto que planea su venganza sin
importarle que ello implique una auto inmolación - focaliza el relato;
mientras que la segunda es el objeto paciente de los celos masculinos8.

Para Lezama Lima, las mujeres son sacerdotisas de la muerte... «Las


perras de Onetti son todas vírgenes adolescentes que se convierten en
prostitutas titilantes» (Ferré, 1990: 18). Y - sigue diciendo - hay mucho de
sadismo en sus textos aunque una crítica literaria tan prestigiosa como
Ludmer no lo vea. Con estas palabras y en passant se cuestionan los aciertos
de la «siempre laureada» por la izquierda-. En cuanto a Carlos Fuentes, «nos
hace responsables de gran parte de los males de este mundo» (Ferré, 1990:
20). El escritor mexicano sale bastante mal parado: la equívoca androginia de
alguno de sus textos nunca alcanza la densidad conceptual y la categoría
literaria del Orlando - de nuevo el intertexto woolfiano tan amado - y,
después de vueltas y revueltas... «la fémina es reducida al final a una costilla
perdida». El machismo de textos como Gringo viejo es insultante - dirá Fina
apostillando con ironía sus comentarios:

Harriet es solo una de las muchas heroínas de Fuentes, y de otros


tantos autores latinoamericanos, que adquieren convicciones políticas
solo luego de hacer el amor con los líderes revolucionarios. En la
película Jane Fonda aparece miscast como una maestrita
Washingtoniana supercivilizada e ingenua, que ingresa a la escuela de
la vida en brazos del general Arroyo, el Pancho Pistolas bárbaro e
idealista (Ferré, 1990: 23).

Resulta claro, entonces, que el mayor problema de las escritoras en


Hispanoamérica sigue siendo el machismo y sus incuestionables enemigos,
en consecuencia, los propios colegas: «Donoso nos pinta siempre como unas
viejas chismosas y andrajosas» (Ferré, 1990: 23). García Márquez juega con
los estereotipos, pero va más allá en su caracterización de la Ursula
macondina, «defensora de la comunicación y el amor entre los pueblos» o en
su denuncia de un matriarcado que es la simple consecuencia del machismo
hispanoamericano. Por fin, llega el momento de tratar a su amado Cortázar,
con el que tiene puntos de contacto y sobre quien ha escrito un libro (Ferré,
1994). Lo salva porque... «ha intentado entrar en la subjetividad femenina, al
situar en ella su punto de vista narrativo en primera persona» (aunque debe
reconocer que)... «en muchos de sus textos es pavorosamente machista» (y
algunos de ellos) «se encuentran también plagados de tortura y sadismo
sexual» (Ferré, 1990: 27-28). ¡Hay tantos perros!... ¡tantos escritores
hispanoamericanos! De Vargas Llosa ¡qué decir! Es un seductor, aunque en
sus novelas las féminas no existen.

Por este camino, se aterriza en la Isla y las críticas arrecian. La galería


femenina en los cuentos y dramas de René Marqués es amplia; ha sabido
crear mujeres ambivalentes, mitad ángel caído y mitad salvadora del hombre.
Sus mujeres pueden ser castrantes, lo cierto es que, casi siempre, se mueven
en el espectro del conservadurismo tradicional. «La mujer es la matriarca que
guarda los valores de la patria en su seno; pero en cuanto se atreve a tener
otras iniciativas que no sean las reproductivas, se vuelve un ser desdeñable» -
dirá (Ferré, 1990: 32)-. Más moderno Luis Rafael Sánchez, tampoco se libera
totalmente de estereotipos en su revolucionaria novela La guaracha del
Macho Camacho (1975):

La naturaleza de la fémina, por lo tanto (madre histérica y frígida


si es de la clase alta; madre ingenua e ignorante, aunque afirmadora
de los valores vitales si es de la clase proletaria), la destina a ser una
víctima, sea de la clase social que sea (Ferré, 1990: 33).

Con quien realmente se ceba la perra Fina - es decir la crítica literaria


Ferré - es con Edgardo Rodríguez Juliá a quien llega a dedicar unas tres
páginas indignadas por su escritura escatológica que rebaja a las mujeres al
nivel de animales.

La indignación pone punto final a esta primera parte y abre una segunda
que implica subversión. Porque ahora se trata de ver... «la imagen equívoca
que de los hombres nos ofrecen las novelas de las féminas» (Ferré, 1990: 39).
Es decir las mujeres opinan, ¡vaya que si opinan! y se permiten invertir una
focalización de siglos, erigirse en jueces de esos hombres para los que nunca
existieron más que como estereotipos desdeñables. La Isla es el terreno ideal
para esa indagación, hay un boom de escritura femenina (Acevedo, 1991).
Pero Ferré, a fuer de objetiva, debe reconocer que las escritoras isleñas no
son precisamente Virginia Woolf, no tanto por la calidad, como porque
adolecen del mismo problema que los hombres: son incapaces de incluir en
sus personajes... «una mezcla de características sui generis, que podría
pertenecer tanto al hombre como a la mujer, y que los hacen profundamente
individuales y humanos» (Ferré, 1990: 39). En consecuencia, las mujeres -
como antes los hombres - caen en el estereotipo a la hora de crear sus
personajes:

[...] los personajes del sexo opuesto tienden a obedecer mayormente a


dos patrones previsibles: los caciques todopoderosos y putos, y los
idealistas jodidos por ellos (Ferré, 1990: 40).

Allende, Mastretta... responden a esquemas fascistas, mientras que


Bombal, Poniatowska, Lynch, Lispector o Rosario Castellanos han tocado en
algún momento otro estereotipo: el del amante insensible, monstruo de
egoísmo que no sabe ni quiere hacerse cargo de las necesidades afectivas de
la mujer - víctima voluntaria y ente indescifrable a la vez-. En conclusión,
también en la literatura femenina topamos con la dramatización de roles
culturales vigentes en la calle y en la vida cotidiana.

Aún así, cabe destacar a una serie de escritoras puertorriqueñas como Ana
Lydia Vega, Carmen Lugo Filippi o Magali García Ramis. La dos primeras,
feministas agresivas, lideran la revuelta contra la explotación sexual femenina
y la violencia doméstica. La narradora las sitúa en medio de la manifestación
de «perras» que engloba asimismo a políticas, como la vieja alcaldesa Fela o
la hija de Muñoz Marín. Prueba inequívoca de la presencia femenina en la
intelectualidad y la vida pública de la Isla, una realidad incuestionable que
refleja el paso de los años y el cambio de estatuto para la mujer.

Ala vista de ese plantel de mujeres ¿qué pasa con las historias de la
literatura hispanoamericana? ¿Hasta qué punto han reconocido e incorporado
ese corpus de narradoras? La respuesta es previsible, aun así no por eso
menos decepcionante. A lo largo de una página se pasa revista a los textos
canónicos (Anderson Imbert, Rodríguez Monegal, Lafforgue, Brushwood,
Rodríguez Alcalá, González Echevarría, F.Alegría, Rama...) para comprobar
que la instancia femenina no tiene una impronta llamativa. ¿Soluciones? Las
mujeres hispanoamericanas que se dediquen a las tareas críticas deberían
trabajar sobre textos femeninos: «debemos celebrar siempre los méritos de
nuestros textos, a la vez que ejercemos una crítica discreta y solidaria de los
mismos» - dice Fina/Ferré -. Pero Franca/Ferré - porque en realidad la
escritora se refracta casi de modo esquizofrénico entre las dos perras, son las
dos mitades de su ser las que dialogan - teme al sectarismo que implica
repetir una dinámica de exclusión del otro, del distinto; una dinámica de
siglos digna de ser superada:

Me parece muy mal tu actitud - le reprochó Franca torciendo el


hocico - ya que no se trata de dividir la literatura en campos
enemigos, haciendo de ella una Lisístrata en lugar de un arte
universal. Nuestro fin ha de ser lograr que las antologías hechas por
hombres, así como las hechas por mujeres, reconozcan e incluyan a
los artistas de ambos géneros (Ferré, 1990: 46).

Algo que empieza a lograrse y que está mucho más en la línea de lo que
proponía Virginia, ya que salva la ira. Después de todo Ferré nunca olvidó su
fascinación por la escritora inglesa. En apariencia tan distantes, sus escritos
tienen algo en común, lo autobiográfico. En el caso de Ferré, ese
autobiografismo siempre estuvo ahí y parece haberse incrementado en cada
nuevo relato, novela a novela: Papeles de Pandora, Maldito amor, La casa de
la laguna, Vecindarios excéntricos - por entresacar algunos de sus textos más
populares - no hacen sino dar vueltas a una vida turbulenta que va
adquiriendo poso con los años, reviviéndose a través de la memoria y de la
página escrita (Ortega, 1991: 205-214). Precisamente hablando con julio
Ortega, confesará la religación con su musa:

Virginia me interesa, porque creo que toda literatura es


autobiográfica (...), mi ensayo sobre la Woolf es también una
autobiografía (aunque quizá desvelada) porque yo siempre he querido
ser Virginia Woolf (Ortega, 1991: 211).

Ambas - de distinta manera - son personajes de esa gran literatura


universal tejida por el siglo xx. Ambas lucharon con la palabra y con la
sociedad; ambas se sintieron vencidas en algún momento, en muchos
momentos. Virginia tuvo una vida atormentada y no pudo librarse del túnel
oscuro del suicidio -y me remito de nuevo a Las horas porque allí queda muy
bien reflejada su lucha sin cuartel en pro de la creación literaria-. La ira de
Rosario se ha ido templando, sus últimos textos responden a la serenidad que
se vuelca en el molde de novela histórica, por ejemplo el repaso a todo el
siglo último en La casa de la laguna (Caballero Wangüemert, 1999: 103-128),
o en el folletín - que no otra cosa es El vuelo del cisne-. Si Virginia puso en
práctica en sus grandes novelas las teorías con cuya cita abrí este artículo,
Rosario nos dejó en Papeles de Pandora sus mejores textos bien sazonados
«con ira» y nutridos de surrealismo.

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1. «PASIÓN DE HISTORIA» EN LOS TEXTOS DEL
SIGLO XX ISLEÑO

tilizo por su capacidad de sugerencia el título del libro de relatos


del 87 publicado por Ana Lydia Vega, una de las más brillantes y cáusticas
narradoras del Puerto Rico contemporáneo. De su amplitud semiótica pueden
entresacarse al menos los dos leitmotiv vigentes en todo un siglo de narrativa
puertorriqueña - no solo de novela sino también de relato-: la historia como
obsesión recurrente y el folletín. Porque «Pasión de historia» quiere decir
justamente eso: pasión por la historia, por un lado, e historias de pasión,
folletines truculentos que los narradores festonean de ironía para consumo del
gran público y sonrisas de los iniciados, únicos capaces de captar los guiños
de un narrador que entrevera intertextualmente sus ficciones. Y en este
campo la mujer escritora parece haber encontrado su lugar en el Puerto Rico
contemporáneo, como puede constatarse en los últimos treinta años.

Vamos a verlo un poco por encima, porque solo pretendo dejar esbozadas
unas cuantas ideas que pueden completarse en cualquier manual de literatura
puertorriqueña del siglo xx (Caballero, 2008: 265-282). Lo cierto es que
desde el 98 hasta aquí la literatura nunca perderá de vista la realidad
históricosociológica inmediata, y en consecuencia la historia cotidiana pasará
a los textos, con excepción del tardío y efímero moder nismo. Digamos que
desde la renovación narrativa que supuso la generación del 50 - liderada por
René Marqués y en la que se encuadran nombres como Pedro Juan Soto, José
Luis González, Vivas Maldonado, Emilio Díaz Valcárcel y otros- el tema
favorito es la Isla: una Isla ocupada por los americanos - o así lo denuncian
los textos, estableciendo una amplia distancia respecto del estatuto de Estado
Libre Asociado, una falacia falsamente democrática según ellos-. Una Isla en
plena industrialización con las consecuencias alarmantes que conlleva: éxodo
del campo a la ciudad - por ello la narrativa será fundamentalmente urbana-;
exilio a Nueva York -y en adelante la «guagua aérea» en palabras de Luis
Rafael Sánchez será una presencia constante en el cielo caribeño y en los
textos de Puerto Rico; y seres humanos desquiciados ante la reformulación de
los roles masculino/femenino y la transformación revolucionaria de creencias
tanto religiosas - llegan las sectas con el protestantismo norteamericano -
como sociológicas en general. La denuncia es explícita en un cuento de
Marqués que se titula En una ciudad llamada San Juan. El protagonista, un
puertorriqueño que vive en Nueva York, pasea por la Isla durante unas breves
vacaciones, mientras le da vueltas a la cabeza:

Volvió a pensar en términos geográficos. Imaginó, como en una


vista aérea, la isleta de San Juan. Y entendió por vez primera algo que
jamás se le había ocurrido. Fue como el chispazo de una revelación.
Su ciudad estaba sitiada: La Puntilla, Isla Grande, La Aduana, Casa
Blanca, El Morro, San Cristóbal... (Marqués, 1983: 205).

Es evidente el desgarramiento y el patetismo con que se elabora el texto, a


tono con las décadas de la poesía social y la denuncia subsiguiente de la
revolución cubana del 59. En este sentido, Marqués es muy representativo del
realismo social de la época.

Pasan algunos años pero la historia inmediata no se despega de la


literatura isleña. No obstante, el tono ha cambiado: estamos en la década de
los setenta y el cambio radical tiene que ver con la óptica con que se enjuicia
la realidad puertorriqueña, que sigue siendo Estado Libre Asociado y está
más americanizada que nunca, pero que se aborda desde el humor. Un humor
inteligente e irónico, que permite al narrador desdramatizar la terrible
realidad cotidiana. Un humor utilizado por todos, pero excepcional en Ana
Lydia Vega que además abre el contexto literario al Caribe. Porque los
problemas de Puerto Rico son los de la zona: así la Isla se inunda de
dominicanos que desembarcan en avalancha para escapar al hambre. O de
cubanos, balseros ininterrumpidos hacia Miami en busca de libertad que
recalan, si pueden, en el supuesto paraíso puertorriqueño haciendo rápida
fortuna, con el consiguiente recelo de los locales. Encancaranublado, de Ana
Lydia Vega, ha bordado desde el relato estas situaciones:

El dúo alzó la vista hacia las olas y divisó la cabeza encrespada del
cubano detrás del tradicional tronco de naufrago (...).

No obstante la urgencia de la situación, el cubano tuvo la


prudencia de preguntar:

-¿Van pa Miami, tú? (Vega, 1994: 15).

«Presencia femenina y conciencia feminista» - subraya Efraín Barradas


para referirse a los escritores de esta generación (1983)-. Porque
mayoritariamente son mujeres y no en vano María Sola tituló su antología del
90 Aquí cuentan las mujeres, en el doble sentido del término. Mujeres que,
como Rosario Ferré en Papeles de Pandora (1976), revolucionaron
escandalosamente tanto la escritura como la sociedad al dejar al descubierto
las lacras y talones de Aquiles de la alta burguesía. Magali García Ramis hace
lo mismo con la pequeña burguesía, el estrato más sencillo dentro de esta
clase. Y el pueblo cobra protagonismo, un protagonismo inusitado en novelas
como La guaracha del macho Camacho de Luis Rafael Sánchez (1976).
Precisamente «plebeyismo» es el término utilizado por José Luis González,
integrante de la generación anterior y ensayista notorio en El país de los
cuatro pisos (1980), para designar ese fenómeno con repercusiones muy
notorias en el habla de la ca lle que se incorpora al texto al asumir a sus
protagonistas: negros, mulatos, chillas, panas de los barrios populares... En
este sentido es muy representativo el arranque de La guaracha..., pero el
fenómeno es duradero: lo prueba el hecho de que Mal hablar sea el título de
la antología que en el 97 publique Mayra Santos Febres, marcando un relevo
generacional - son los últimos escritores de los noventa los que llegan a la
palestraque, no obstante, recoge y exagera ese habla de la calle irreverente y
nada académico. Pero volvamos a La guaracha.

La machería que me quiere trepar da para mí y cinco mujeres más:


los pones que me ofrecen, que si yo me dedicara a coger pon no
volvía a saber lo que era treparme a una guagua por el resto de mis
días. Lo que pasa es que yo no soy ponera psss (Sánchez, 1982: 18).

Dentro de la generación del setenta será Edgardo RodríguezJuliá quien


herede y culmine el proceso de seguimiento al «hombre en la calle». Un
seguimiento que supone un chequeo de la historia cotidiana llevado a cabo
desde el género cronístico: Puertorriqueños. Álbum de la Sagrada Familia
Puertorriqueña del 84 es un repaso a todo un siglo histórico, de 98 a 98,
apuntalado en la descripción irónica de los tipos humanos. Seguimiento que
abarca desde el patricio Muñoz Marín cuya gestión se enjuicia a raíz del
multitudinario entierro en Las tribulaciones de Jonds (1981), hasta el músico
combero del barrio Providencia, en El entierro de Corto del 83, espectacular
repaso a la gente de este nivel que diseca con habilidad. Lo visual, lo
coloquial, el estrato popular y su habla plasmadas con una retorcida
exageración en los textos.

2. LAS «HISTORIAS DE PASIÓN» ASALTAN LA ISLA

Y llega el folletín, las «historias de pasión» divertidas por lo excéntricas y


desgraciadamente tomadas de la realidad. En la década de los noventa, los
escritores consagrados y los jóvenes veinteañeros confluyen en el estrado en
torno a este subgénero que abordan de formas diversas, por ejemplo, las
sagas familiares, reflejo de La casa de los espíritus de Allende. La novela más
difundida en este sentido es La casa de la laguna (1995), de Rosario Ferré,
dramón que tiene otros valores narrativos, como plantear el clásico dilema
historia/ficción, dentro de la alternancia de focos narrativos que cuestiona la
existencia de una verdad. El intertexto puertorriqueño irrumpe bajo la
metáfora «familia=nación», retornando a la seriedad narrativa y a la
indagación sobre el pasado, presente y porvenir isleño que sigue inquietando
(Caballero Wangüemert, 1999: 103-128).

Más populares, porque son estos estratos y no los de la alta burguesía -


siempre tratada por Ferré - los protagonistas, Sambirón de Tita Casanova
(1998), con tres ediciones en un año, es la historia de la familia Dos Santos
en un barrio popular que chupa a su gente y se convierte en un microcosmos
malsano. O Con valor y a como de lugar, de Carmen Luisa Justiniano (1994,
también reimpreso en el 96 y 99), ya desde el título avanza el estrato popular,
en este caso campesino, de estas falsas memorias o falsa autobiografía de una
mujer que se hace a sí misma y cuya vida es un auténtico folletín. Claro que,
como sucede en España con tantas otras narradoras que no quiero citar, se
trata de subliteratura, bestseller de digestión populachera, dignificados en la
isla por Esmeralda Santiago: Cuando era puertorriqueña (1994) ya desde el
título adelanta el conflicto de los educados en Nueva York a caballo entre las
dos culturas. Su autora, profesora y fundamentalmente periodista, lo pone de
manifiesto al publicar sus novelas primero en inglés, como también está
haciendo ahora mismo Rosario Ferré, con gran escándalo de los
independentistas isleños.

No es mera coincidencia el que la mayoría de estos bestseller estén


escritos por mujeres. Es abrumadora la presencia de la mujer en la literatura
puertorriqueña de la segunda mitad del siglo xx, en concreto de los setenta en
adelante. Pero también debe matizarse esta afirmación en el sentido de que ha
sufrido un creciente y paralelo proceso de intensificación y diversificación:
en la década del setenta irrumpen con estrépito, dispuestas a revolucionar los
roles que la sociedad les había adjudicado hasta el momento. Así lo
demuestra Zona de carga y descarga, la famosa revista que mantendrán
Rosario Ferré y Olga Nolla (1972-75). Y en esa misma línea se moverán los
éxitos del momento entre los que habría que señalar, además del ya citado
Papeles de Pandora, Vírgenes y mártires (1981), colección de trece cuentos
firmada por Ana Lydia Vega y Carmen Lugo Filippi. La nota final de ambas
escritoras, enmascaradas humorísticamente bajo seudónimos, define el tono
decididamente feminista que afecta a su generación:

Vírgenes y mártires reúne seis cuentos de Scaldada, seis de Talía


Cuervo y uno escrito en colaboración. El libro explora universos
femeninos situados dentro del contexto de una sociedad colonial.
Salones de belleza y moteles, excursiones turísticas, bodas y
divorcios, telenovela y salsa enmarcan estos relatos de la casa y la
calle donde hombres y mujeres atrapados dan vueltas buscando
salidas. La parodia y la sátira orientan este comentario irónico en
torno a una realidad desagradable y dolorosa (1981: 139).

Pasión de historia, intrahistoria cotidiana definida por las revueltas


feministas que trajo aparejado el 68. Parodia que maneja intertextualmente la
religiosidad cristiana a la que se acusa de codificar a las mujeres en un
determinado rol. El artículo de Magali García Ramis, No queremos a la
Virgen (recogido en El tramo ancla, 1995: 65-69), desde la radical
incomprensión de lo que supone auténticamente la figura de María para la
Iglesia Católica (Caballero Wangüemert, 1996: 195-221), es un ejemplo
sangrante de las actitudes que adoptan las narradoras del momento:

[...] los defensores de María no han podido hacer otra cosa que
representarla históricamente como un ser sufrido, secundario, casero,
y las que no queríamos ser así sabíamos desde niñas, muy adentro de
nosotras, que ella no podía ser nuestro modelo, que no había otro
camino excepto dejar de admirarla y quererla (García Ramis, 1995:
67).

Ese primer feminismo ha ido diversificándose y poco a poco se despoja de


los tópicos consabidos, aunque la mujer ya nunca más se deja encorsetar en
patrones tradicionales. Su crítica será más sutil. La excelente antología Del
silencio al estallido. Narrativa femenina puertorriqueña que Ramón Luis
Acevedo editó en 1991 es buen ejemplo de lo que quiero mantener aquí. Las
«tretas del débil» de las denominadas feministas canalizan «en forma oblicua
su discurso antipatriarcal y sutilmente agresor. La gracia, el humor, el
lenguaje poético, la ambivalencia, la introspección, el ingenio, la ironía y la
fantasía resultan, en este sentido, rasgos muy significativos de esta escritura
femenina» (Acevedo, 1991: 11). Aunque estos recursos aparecen ya en la
década del setenta se irán intensificando en los treinta años siguientes,
mientras decrece la obsesión reivindicativa. La fuerte presencia femenina en
la literatura de la Isla hace innecesarias las manifestaciones de antaño.

3. UNA VOZ CON ESPACIO PROPIO: MAGALI GARCÍA RAMIS

Quisiera dedicar la segunda parte de estas reflexiones a Magali García


Ramis, escritora doblemente representativa: de un lado, por su ininterrumpida
presencia en las letras boricuas desde los setenta hasta el presente; y del otro,
por la evolución que sus textos han ido sufriendo, evolución indudable si bien
dentro de unas claves bastante definidas desde sus inicios. Como periodista y
narradora, Magali se ha convertido en una mujer muy conocida en la Isla a
partir de su novela Felices días tío Sergio (1986) que vendió más de 35.000
ejemplares y ha sido traducida al inglés y al alemán. La ciudad que me habita
(1993) y Las noches de/ Riel de Oro (1995), se suman a su primera colección
de cuentos, La familia de todos nosotros (1976) que la había consagrado
como joven narradora. Son misceláneas que conjugan el cuento, en el sentido
clásico del término, con el relato periodístico de temas variados; pero casi
siempre con un mismo hilo conductor: la crónica de lo cotidiano, tanto en la
prosa de ficción como en ese «periodismo testimonial» que Ana Lydia Vega
recoge parcialmente en El tramo ancla'.

La familia y la ciudad de San Juan, con un trasfondo autobiográfico por


supuesto ficcionalizado... la gente, en definitiva porque - dice Magali-.. .«me
gustan mucho los cuentos de gente: cómo se forman y por qué son como son»
(1996: 5). La ternura, la solidaridad, cierta nostalgia... caracterizan sus textos
porque el Viejo San Juan no es sino una gran familia donde todos se apoyan,
como queda de manifiesto en «Cuando canten "Maestra vida"», uno de los
relatos más entrañables de Las noches del Riel de Oro. Magali maneja el
diálogo popular con una fluidez envidiable, dibujando a medias las trabajosas
vidas de los sanjuaninos de nivel bajo - obreros, estudiantes, amas de casa
más o menos alcohólicas - para que el lector complete el cuadro. Un cuadro
en que las desgracias de la vida se comparten entre todos; un cuadro que
destila generosidad precisamente en el nivel de los que menos tienen.
Historias de pasión, dramones de vida y muerte que pasan cada día
desapercibidos para el común de los mortales, y que la sensibilidad de Magali
consigue rescatar. Intrahistoria cotidiana fijada para el porvenir, porque la
historia de un pueblo también se gesta en el día a día de sus humildes
habitantes.

Estos dramones se literaturizan también. Estoy pensando en un par de


relatos del libro que comento: «Frituras y lunas» y «Solita con las estrellas»,
vertidos intertextualmente en moldes garciamarquescos. El primero es un
relato lineal, con el suspense rasgado desde el inicio al modo de Crónica de
una muerte anunciada, texto al que recuerda en gran medida. En este caso la
atracción ¿incestuosa? de una hija por su padre priva al marido de la amada
de su corazón. Podrá ser feliz durante un tiempo limitado en que la corteja, se
casa con ella y tiene tres hijos. Pero al final la perderá, porque un hilo sutil
enhebrado por el destino liga las vidas de padre e hija, más allá de la voluntad
de ambos. El amante esposo se sabrá abocado al abandono.

«Solita con las estrellas» es un cuento de amor no correspondido en el que


el marido desdeñado se vengará sembrando de estrellas la casa común de la
que ha sido expulsado. La estrella como símbolo de pasión tiene algo de
mágico, más que en sí misma por la profusión con que aparece regada por
doquier. Magali aprendió muy bien en Cien años de soledad las técnicas de la
desmesura: un suceso habitual repetido hasta el infinito se torna inquietante
para aquellos que lo sufren. En este cuento, las estrellas acosan a la
protagonista convirtiéndose en recuerdo perenne, no tanto de su amado como
de la incapacidad de amar que la caracteriza. En efecto, la frívola
protagonista reemplazará al marido fiel por una nueva pareja que funciona
con el cálculo y la medida en todo. Cuando, pasado el tiempo, la mujer sienta
cierta melancólica añoranza, se habrán vuelto las tornas porque ya perdió el
derecho a ser amada. En definitiva, un folletín amoroso que deja en el lector
cierto regusto amargo y le sirve de advertencia: hay cosas con las que no se
puede jugar en la vida.

Personalmente creo que García Ramis tiene más fuerza en los relatos de
final feliz. Estoy pensando en «La Vida Pequeña de Juana Marchena», no
solo por la plenitud vital que narra, sino sobre todo porque es una defensa de
la maternidad, lo que supone una evolución llamativa, agresivamente opuesta
a los planteamientos del primer feminismo que caracterizó a las mujeres de la
generación del setenta (Ferré, Nolla y la misma Magali). La maternidad se
plantea como fruto de una decisión consciente y premeditada, como una
vocación sentida y vivida hasta las últimas consecuencias:

Juana Marchena ha decidido tener descendencia (...). En el puente


donde el agua de río cambia de sabor y se llena de mar, Juana ha
sentido una vocación, ha escogido dejar simiente. Dejar simiente es
prerrogativa de varón, Juana lo sabe, pues la palabra y su significado
no le son ajenos. ¿Pero cómo llamar entonces todo el rastro de
humanidad que dejamos las mujeres? ¿Huella? ¿Ella dejará huella?
Estirpe, dejará estirpe, es su único camino, lo único a lo que dedicará
su vida pues para eso sí tiene recursos (García Ramis, 1995: 43-44).

A partir de esta declaración de intenciones expuesta narrativamente en las


dos primeras páginas del relato, el texto se dedicará a contar la consecución
del proyecto vital de esta mujer inteligente pero fea, que sabe elegir
situándose en el rol que tradicionalmente se adjudicó al varón. Porque ella se
sabe fecunda, no espera a ser escogida sino que toma la iniciativa con cabeza
para crear una familia sana y armónica. Escoge un buen marido, llegan los
hijos, los nietos y Juana será capaz de sacrificarse o remover cielo y tierra a
fin de conseguir lo mejor para su familia. El texto fluye con sencillez,
apoyado en un lenguaje sin complicaciones. Puede decirse que el «nudo»
surge casi al final. Porque una de sus hijas le saldrá bohemia, con ganas de
vivir la vida y «realizarse». E impugnará el planteamiento materno
considerándolo estrecho de miras. La maternidad no merece - según ella - la
entrega vocacional de una vida femenina:

La dirá a su madre: tengo una sola meta que seguir en la vida y no


es precisamente la de criar un niño. Soy artista, tengo que entregarme
de lleno a mi trabajo. No nací para una vida tradicional de esposa o
madre. No tengo vocación de vida pequeña (García Ramis, 1995: 50-
51).

El radical cuestionamiento de lo que ha sido y es su sentido vocacional


inquieta a la madre. Hasta que, después de darle vueltas y más vueltas, ve la
luz:

Vida pequeña ciertamente, repite; vida que yo escogí. Ella es


artista. ¿Es acaso eso una vida grande? Juana recuerda entonces los
cuadros de Soledad que adornan tantas paredes de su casa y piensa en
sus nietos; los ve, toca sus brazos, toma sus manitas y piensa más
atrás aún en sus hijos cuando eran pequeños. Esa carne suave y
olorosa de sus bebés. Esos lienzos estirados y extraños de su hija (...).
¡Pero yo los hice a todos! se dice ¡incluso a ella! Luego también en
sus obras dejo yo descendencia. Y asiente con su cabeza canosa, y
sonríe al apagar la luz. Su certeza, sin alarde, de ser campo labrado y
vuelto a sembrar bajo luna benéfica, le augura buen sueño (García
Ramis, 1995: 51-52).

El planteamiento del relato es bastante ecofeminista, responde al


feminismo que se apuntala en la ecología y valora la diferen cia como algo
positivo (Bel Bravo, 1999). En ese sentido con su propuesta no hace sino
reflejar la evolución de los feminismos en los últimos treinta años. Los
vocablos «siembra» y «sementera» se convierten en el eje, en el centro de la
nueva propuesta, que no tiene nada de involución o vuelta atrás. Más bien
responde - como quise dejar reflejado - a una elección por parte de la mujer.
Y el texto lo refrenda de modo gráfico, entroncando con un refrán tradicional:
la maternidad embellece a la mujer. Al inicio del relato, Juana es bastante fea
y su nariz de caballo la define. «Cuando muere a los ochenta años largos
rodeada de cinco hijos, doce nietos, uno casi hijo y ocho biznietos - dirá el
narrador - Juana Marchena es una mujer hermosa» (García Ramis, 1995: 52).

Historias de pasión, historias cotidianas de mujeres que eligen su destino,


hartas ya de la queja estereotipada por los roles que la comunidad pareciera
haberles asignado. Historias que demuestran que la maternidad sigue siendo
una opción gratificante y que la mujer no piensa dejar que otros vivan su vida
y le impongan el rol que les parezca oportuno. Magali ha sabido plasmar en
sus textos la rebeldía femenina que no siempre - desde luego no ahora -
consiste en masculinizarse.

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Universidad de Puerto Rico.
finales de 1998 la editorial Sudamericana de Santiago de Chile
reeditó las Décimas de Violeta Parra: unos versos escritos en 1970 a petición
de su hermano Nicanor - si nos atenemos a su incipit-, editados en su tierra el
mismo año y difundidos a partir de la edición cubana del 71. Sus colegas
Nicanor Parra, Neruda y Pablo de Rokha avalan con sus versos y su aliento
unas décimas escritas en la mejor tradición del folclore oral
hispanoamericano por esta mujer, poeta popular y heredera de las mujeres
vanguardistas (M.Luisa Bombal, Teresa de la Parra, Victoria Ocampo y
tantas otras) que pugnaron, cada una en su estilo, por abrir un espacio
femenino en las letras del Nuevo Mundo.

1. ORALIDAD Y FOLCLORE: «MARTÍN FIERRO EN LAS ALTURAS»

En efecto, baste consignar como muestra un dato significativo: las décimas


de la cantautora aparecen citadas muchos años después como único ejemplo
de la pervivencia del género en el Nuevo Mundo. Me refiero al importante
manual de Gustav Siebenmann, Poesía y poéticas de/siglo XX en la América
hispana y el Brasil que al hablar de la «originalidad cultural del continente»
dedica un apartado a glosar su «oralidad y folclore». Se intenta contextualizar
ambos fenó menos, teniendo en cuenta que «el idioma - dice Siebenmann - se
manifiesta, originaria y primordialmente, en su oralidad» (1997: 27). Y
reconoce a continuación que la crítica literaria ha recorrido un lentísimo
camino hasta valorar en su justa medida los textos transmitidos por vía oral.
Tras el repaso de diversas manifestaciones en la literatura española y
portuguesa, se aterriza en el corrido mexicano y la décima, abundante en
Centro y Sudamérica. Respecto de esta última se afirma:
Otra forma oral y/o popular es la décima, que tiene, como su
nombre indica, diez versos, también octosílabos, que varían entre
rima y asonancia. Es tradicional sobre todo en el Caribe, en Colombia
y en Chile, donde Violeta Parra compuso Décimas: Autobiografía en
versos chilenos (1970) (Siebenmann, 1997: 30).

Si bien el título está algo desfigurado, no deja de ser significativo del


alcance de la obra el hecho de que sea este el único ejemplo americano
citado. Violeta no ha pasado a las antologías poéticas a nivel continental;
pero algunos de sus temas, que saltaron a la fama a partir de la
musicalización, sí están consignados en antologías de alcance nacional.
Como muestra un botón: su Gracias a la vida insertado en Poesía chilena.
Antología, de Alfonso Calderón (1978: 67-68), por otros motivos también
testamento poético y que pudiera ser interesante confrontar con las décimas,
como cara y cruz - positiva/negativa - de la misma trayectoria vital. Porque
en esta «canción» - así se subtitula el poema que llevará con su guitarra por
todo el mundo y consolidará su fama - se sintetizan los motivos de gozo que
tiene el ser humano a nivel personal y colectivo: dos luceros con los que
disfrutar de la creación; el oído y la palabra que permite relacionarse con
amigos y alumbrar el ancho mundo; los pies para caminarlo; el corazón para
amarlo. Su Gracias a la vida que me ha dado tanto se convirtió en el símbolo
exultante de amor a un entorno vital que no se le oculta cuajado de alegría y
de llanto:

CALDERÓN (1988: 68)


Risa y llanto en las que se funden los seres humanos, símbolo de la
complejidad de una vida que, a pesar de los pesares, merece la pena vivirse.
Y vivirse desde la colectividad en la que radica la fuerza del cantor. Ese
optimismo parece contradecir la dureza de una existencia regada de
contradicciones y que terminó de forma abrupta. La vida que Violeta glosará
en sus Décimas. Volvamos a ellas para comentarlas brevemente.

El cauce elegido estaba en el pueblo y es muy propio de una cantautora ya


que - como recuerda Siebenmann - en estos niveles se produce un retorno de
la lírica a la música: el corrido, el bolero, el son y la décima que en Chile
también se denomina lira popular. La forma es la propia de la tradición: diez
octosílabos que comúnmente riman ABBAACCDDC; forma que, con
algunas variantes, puede verse aplicada desde los primeros versos:

PARRA (1998: 23)

Talento, memoria y entendimiento son las tres claves indispensables para


el decimista que, a veces, se enfrenta a otros en torneos de contrapunto
improvisado'. La referencia inmediata es el Martín Fierro, con toda la
distancia derivada de contexto e intencionalidad diversas. Pero aún así,
existen múltiples puntos de contacto entre las Décimas de Violeta y el
antológico poema de Hernández: la presencia del cantor en el texto, que
implica una y otra vez al destinatario con el que comparte el duro existir; la
escritura - el canto - como terapia compensadora en esa lucha titánica contra
la fatalidad librada desde la niñez; esa filosofía de la vida apuntalada en el
sentido común y en un soterrado estoicismo que permite seguir adelante; la
denuncia de las injusticias que se ciernen con especial virulencia sobre los
pobres. Por encima de esos puntos de contacto concretos, el fundamental: se
trata de dos biografías en verso, dos historias paradigmáticas bien ancladas en
su contexto pero, a su vez, con un valor alegórico aplicable a todo ser
humano - si se extrapolan los detalles locales.

¿Por qué el Martín Fierro? No hace falta ir demasiado lejos para encontrar
un hilo de conexión con el poema más popular del Cono Sur: claridad,
contacto directo con lo real-inmediato y retorno a la fuente coloquial del
habla, al lenguaje de la tribu (Valente/Ibáñez Langlois, 1992: 241-244). Pero
existe un detalle biográfico tangencial que apunta a la posible vía de entrada:
la fascinación que su hermano, el gran poeta Nicanor Parra, sentía hacia el
poema de Hernández certificada por otro poeta chileno, Ibáñez-Langlois:

Hablando un día de las maravillas que se han hecho con la lengua


castellana - Cervantes, Santa Teresa-, y de las pocas obras que se les
puedan comparar, desde entonces hasta el presente, en el manejo de
nuestro idioma, Nicanor Parra me asestó un golpe inesperado al
susurrar a modo de respuesta: el Martín Fierro (Valente/Ibáñez
Langlois, 1992: 241).

Además y como contexto mediato, cabría recordar aquí que el mismo


Nicanor Parra escribió poesía popular antes de 1948, ejerciendo siempre un
gran influjo sobre su hermana. Si nos atenemos a lo que dice Violeta en las
Décimas en relación a su hermano Nicanor, «del momento en que llegué mi
pobr'hermano estudiante se convirtió, en un instante, en pair'y maire a la vez»
(Parra, 1998: 143), desencadenando un tiempo después la escritura:
PARRA (1998: 25)

PARRA (1998: 27)

Como telón de fondo cabría recordar que oralidad y coloquialismo son el


sello habitual de la poesía de los sesenta: Ernesto Cardenal y Coronel
Urtecho - por citar dos poetas nicaragüenses de prestigio - han liderado estas
fecundas vertientes de la poesía contemporánea en Hispanoamérica, como tan
bien resaltara Cobo Borda en su antología (1985).

2. EL PACTO AUTOBIOGRÁFICO Y SUS FISURAS

Si - en palabras de Valery - es una equivocación confundir la verdadera


biografía con la que se desgaja de la obra, también es cierto que toda
autobiografía descansa en el pacto con el lector; asunto este muy trabajado
por Lejeune en varios libros consecutivos (1975, 1986). Ese pacto busca la
complicidad del lector al que se apela para validar la autenticidad del yo que
se desnuda en el texto. Pero ese yo - en el que obviamente se funden autor,
narrador y protagonista - es un yo ficcional, reelaborado de cara a la galería.
De ahí lo ambiguo del pacto autobiográfico muy bien apuntado por estudios
como el de Manuel Alberca (1996: 9-18) que se refieren a un corpus
narrativo en el que - cito:
[...] el texto no postula una exégesis autobiográfica, toda vez que lo
real se presenta como una simulación novelesca sin apenas camuflaje
o con algunos elementos ficticios (...). La propuesta y la práctica
autoficcional es la contraria: confundir persona y personaje, hacer de
la propia persona un personaje, e insinuar, de manera confusa y
contradictoria, que ese personaje es y no es el autor (Alberca, 1996:
11).

El citado crítico se refiere a novelas como El jardín de los frailes de


Azaña, o Crónica del alba de Sender, en las que además de los elementos
autobiográficos del autor, existe un deseo de sembrar la ambigüedad en el
lector desde la plena conciencia del carácter ficcional del yo. Creo que no es
el caso de Violeta Parra quien reelabora su vida ficcionalizándola, pero
asumiéndola como propia con un reclamo de autenticidad que el oyente/lector
debe aceptar: «a ver si así deletreo/ con claridad mi retrato» (Parra, 1998: 28)
- dirá-. Vida recuperada desde la madurez, a través de una memoria selectiva
que es memoria de los hechos y de los sentimientos a la vez, aunque esa voz
femenina es bastante parca respecto de lo último. Hay una necesaria distancia
del narrador - en este caso la voz poética que se dirige al auditorio - y lo que
canta/cuenta. Porque en la mejor tradición oral al estilo de un Berceo juglar
que pide venia a su público, se recupera a sí misma como cantautora siempre
con su guitarra a punto - «primero, pido licencia/ pa' transportar la guitarra»
(Parra, 1998: 28) - y su imploración de favor, que tiene tanto que ver con el
tradicional tópico de la falsa modestia:
PARRA (1998: 27)

Lo cierto es que ese «comienzo» se remonta hasta sus ancestros: el abuelo


paterno perteneciente al gremio letrado, y el materno, especie de capataz de
una finca chilena empeñado en sacar adelante los «quince humanos» que
trajo al mundo. A su lado la abuela, como una mujer fuerte de la Biblia, brega
desde la mañana a la noche con las tareas cotidianas. Retrato individual que,
en realidad, corresponde al tipo de mujer chilena, verdadera matriarca en la
que descansa el hogar. La gestación y educación de los hijos, pero también el
sustento económico de la familia recaen en tipos femeninos que se crecen
ante maridos débiles y alcohólicos. La historia se repetirá agudizada en la
generación de los padres de Violeta.

Pero no adelantemos acontecimientos. A nivel estructural estos tres


primeros cantos - que aglutinan cinco décimas cada uno - cierran la
prehistoria feliz, el paraíso utópico que en el texto culmina con un festín en el
que comida y bebida se sirven en abundancia acompañados de una buena
música. Presente y pasado se funden en el texto por medio de la referencia
musical, siendo la guitarra la encargada de recuperar ese efímero instante de
plenitud, símbolo de los primeros años despreocupados, para contraponerlos
al hoy de «penuria, engaño y quebranto». Un hoy que es una vida entera de
esforzado sufrimiento: ante «el dolor que es el vivir» (Parra, 1998: 36) solo
queda «buscar alivio en mi canto» (Parra, 1998: 35).
No obstante y a nivel textual existe un movimiento semejante al oleaje
marino: se entreve el complicado futuro a través de presagios agoreros o
insinuaciones explícitas para, a continuación, replegarse sobre esa arcadia
feliz y despreocupada propia de la niñez. En efecto, antes de que los malos
tiempos se adueñen por completo de la memoria del cantor, hay un nuevo
compás de espera que corresponde al desarrollo de la infancia y primera
adolescencia; y se plasma en los dieciocho cantos siguientes. El despido
paterno del trabajo y el subsiguiente viaje «de Santiago pa'Lautaro», si bien
constituyen una primera prueba para esa familia de siete hijos, se ven
recompensados por un nuevo hogar regido por el prestigio del padre-profesor.
El exilio se simboliza en el duro viaje en tren y las mortíferas fiebres que
asaltan a la niña Violeta. A nivel léxico las fiebres se emblematizan en la
peste, término genérico para definir el mal tras el que acecha la Flaca, es
decir la muerte, que paradójicamente respetará a la inocente responsable del
contagio:

PARRA (1998: 44-45)

Violeta como agente involuntario del mal. Tal vez esto tenga que ver con
la estigmatización de su persona que ha plasmado unos versos antes: «de tal
palo, tal astilla/ se dequivoca el refrán» (Parra, 1998: 37). Por contraste con el
hermano admirado que, en su opinión, reencarna los valores de la estirpe, la
cantautora marca la distancia con la suya: se presenta como rebelde, un ser
criado en contacto con la naturaleza y alérgico al colegio - «mejor ni hablar
de la escuela/ la odié con todas mis ganas» (Parra, 1998: 68)-. Estamos lejos
del romanticismo en que escritores como Sarmiento o Chateaubriand
rescataban antepasados gloriosos que les avalaran. La gesta de Violeta es
voluntariamente marginal. Más aún: el sema que preside todos los demás,
hasta el punto de sellar su infancia y adolescencia, es la fealdad. Las secuelas
de la «peste» la desfiguran haciéndole perder «su bonitura y candor» (Parra,
1998: 47):

PARRA (1998: 49)

Rechazo paralelo al descubrimiento de la bondad humana, al menos en


ciertos seres. Rechazo que marca, pero a la vez confiere personalidad. A
largo plazo puede tener su lado ventajoso como liberarla, el día de mañana,
de los turbios manejos que prosperan entre los famosos: «Gracias a Dios que
soy fea/ y de costumbres bien claras,/ de no, qué cosas más raras/ entraran en
la pelea» - dirá (Parra, 1998: 158)-. A corto plazo la fealdad resulta
compatible con el canto y la costura, dos habilidades que le permitirán
ganarse la vida y que, en verdad, se funden en una porque la costura no es
sino metáfora de la creación poética. Ambas actúan como terapia
compensatoria y le permitirán enhebrar un proyecto personal años después:
PARRA (1998: 60)

Porque no todo es tristeza. La acogida de lejanos parientes y el contacto


con la naturaleza, que jalonan la segunda parte de su infancia, constituyen un
oasis de paz y alegría que el «pájaro cantor» recupera años después como tal,
en seis décimas mitificadoras de la Arcadia campesina:

PARRA (1998: 105)


La casa, aunque sea prestada, sigue siendo hogar acogedor que aglutina la
vida del campo descrita desde los parámetros del idilio -y el diminutivo
usado habitualmente en el folclore oral cumple con eficacia su misión de
resaltar la afectividad-: el pueblo entre viñedos y nogales, las vacas, el mate
«calientito», el choclo y su molienda, los juegos en que participa la niña
«saltando, con una soga/ como feliz ternerito» (Parra, 1998: 105). Y los
vecinos que, como buen samaritano, ayudan a llevar las limitaciones vitales y
económicas. El aprendizaje de las labores campesinas y los usos de la
colectividad es parte de una amable tarea: «aprendo a bailar la cueca/ tejo
meñaque a bolillo» (Parra, 1998: 109) - recordará tiempo después en sus
décimas.

3. UNA VOZ TESTIMONIAL EN DEFENSA DEL PUEBLO CHILENO

¿Puede interesarse el público por un destino individual? Ese interés


¿descansará en la originalidad del proyecto? Todo lo contrario. Violeta se
identifica con el pueblo cuyas dolencias son sus dolencias. Su meditación
sobre el paso del tiempo, la amenaza de la vejez y la muerte no tienen que ver
con la melancólica ensoñación de románticos como Chateaubriand, ni con los
movimientos interiores de un alma a lo Stendhal, como bien estudió Adeline
Lesot (1988). Tampoco se aprovechan del psicoanálisis. Son más bien
lamentos estoicos que descansan sobre la sabiduría popular y la asumen,
elevándose a testimonio de la colectividad. Por eso, nada más lejos de la
egolatría, del megalomaníaco sentir de un Darío o de los chilenos Huidobro y
Neruda, por citar a dos grandes poetas compatriotas de la Parra. No se trata
tanto de construir la imagen de una personalidad, como de probar que se ha
vivido y mostrar cómo se ha vivido. Críticos como Darío Villanueva así lo
certifican (1991: 201-218). Porque Violeta asume la colectividad en su lucha
titánica contra el medio adverso. Por eso sus miserias son las suyas
personales, las de su familia, las del pueblo chileno y las del ser humano que
se debate en un mundo injusto y cruel en tantas ocasiones:
PARRA (1998: 39)

Abundando en el tópico maniqueo de la lucha de clases, lo que las


décimas dejan bien claro es que pobres y ricos no sufren por igual: el pobre
siempre pierde, el burgués se impone. A Violeta esta verdad le «quema el
alma y la pajarilla» y pide disculpas al público por apasionarse en defensa del
humilde, perdiendo el hilo narrativo que le guiaba en su canto. Asume en
carne propio el problema convirtiéndose en portavoz improvisado del que no
sabe hablar/cantar. Y se siente justificada: «p'al pobre ya no hay razones;/ hay
costra en los corazones/ y horchata en las venas ricas,/ y claro, esto a mí me
pica/ igual que los sabañones» (Parra, 1998: 36). Conviene señalar que los
términos de comparación empleados apuntan siempre a lo cotidiano de una
comunidad rural: lo prosaico de unos sabañones - como en este caso-, o el
ganado - yeguas, avestruces, novillos... - con el que a veces se identifica. En
otras ocasiones, las flores silvestres cumplen esa función.

El testimonio nunca le fue ajeno desde sus planteamientos solidarios. Pero


además, el problema le afectará en carne propia, porque las restricciones
económicas de la dictadura ponen en la calle a su padre y, en consecuencia, la
miseria alcanzará a su propia familia. Las décimas se llenan de duras
imprecaciones contra un presidente que en nombre de razones económicas
causa la ruina familiar. Porque el prestigioso y parrandero profesor, admirado
intensamente por la chiquilla con la que mantiene una relación afectiva de
gran intimidad, se va dejando vencer por la desolación angustiosa del
desempleo, refugiándose en el alcohol y el juego. La familia se destruye y las
sucesivas mudanzas ponen de manifiesto un deterioro solo paliado por la
costura materna, al que la hija colabora, inquieta por los suyos. E inventa
picardías pro supervivencia, como robar las flores de las tumbas de los ricos
en el cementerio junto a sus hermanos.

La desgracia familiar es simple trasunto de la nacional. La voz poética,


continuando con su costumbre de entreverar la narración autobiográfica cada
cierto número de cantos, con uno o dos de tono filosófico y alcance más
universal, se explaya a lo largo de cinco décimas en su denuncia de sesgo
político:

PARRA (1998: 73)


PARRA (1998: 76)

Desde el presente del cantor se recupera el pasado reencarnándolo con


indignación y en connivencia con los oyentes/ lectores. Se impone la catarsis
colectiva para superar lo que se vivenció como un marasmo de dimensiones
nacionales. Sus males se especificarán y concretarán en los últimos cantos,
donde una Violeta adulta, estudiante en la capital, busca trabajo reivindicando
su derecho y el de los otros, pide escuelas, clama contra la explotación de la
infancia y el alcoholismo de los marginados, pone sobre el tapete el terrible
asunto de los desaparecidos... llora y se desespera «por hallar sosiego,/ mi
llorar es como un ruego/ que naide quier'escuchar» (Parra, 1998: 145). Aún
así, mantiene su lucha debatiéndose entre la tristeza y la esperanza:

PARRA (1998: 146)

Desde ese nivel, resulta fácil el salto a la universalización por lo que a


queja se refiere. En último término y como referente intertextual obligado, la
imagen bíblica del mundo como valle de lágrimas acaba articulando los
lamentos de la cantautora:
PARRA (1998: 117)

El Job bíblico y sus innumerables sufrimientos se convierten en paradigma


de lo que cada uno puede esperar de la vida. Violeta se mueve en el ámbito
hispanoamericano teñido de religiosidad popular, a veces rayana en la
superstición. Podría observarse que las conversaciones entre San Peiro y San
Paulo aparecían como término de comparación ya en la primera décima o que
la trascendencia, en el sentido cristiano de una vida eterna en un más allá
celestial, no se cuestiona. Pero Parra la luchadora no necesita llegar tan lejos:
para ella, la muerte es en sí misma liberadora, calma tranquila, descanso
desde el que se sonríe, en un estoicismo que tiene mucho de la impavidez
indígena - aunque en Chile el indio desapareció, por lo que no es el país más
adecuado para señalar este aspecto-. «Seguro que la verdad/ la vive el que
yace muerto» - dirá (Parra, 1998: 118):
PARRA (1998: 118)

No obstante, contrasta esa paz alcanzada por el muerto con la visión


cuasiexpresionista que unas décimas antes había consagrado a la muerte
como «animal/ fatigoso y altanero/ bulli cioso y pendenciero/ (que) cuando se
llega a asomar/ se siente un hielo que espanta,/ le sale por la garganta/ un
gemido misterioso,/ se siente un miedo poroso/ que ningunito lo aguanta»
(Parra, 1998: 115). «Animal furioso so», «tiburón tragedioso y altanero»,
arrasa por igual con pobres y ricos... Ante ella, Violeta reacciona con rechazo
y humor. En su planteamiento no cabe la tragedia medieval, sino el
desmitificador tu-a-tu sandunguero que congela al atacante:

PARRA (1998: 116)


4. EL VELORIO DEL ANGELITO

Son distintas facetas, distintos niveles de presencia de la muerte. Me


gustaría subrayar una más y es la muerte de algunos niños como Polito, el
hermano de Violeta cuya pulmonía y subsiguiente defunción se reconstruyen
desde la incapacidad de la niña para entender el alcance del desastre. La
madre se desespera y en su dolor culpa a Dios y al presidente del terrible mal.
Porque en el texto, las décimas que recrean este duro episodio autobiográfico
están situadas inmediatamente después del problema paterno; es decir, inician
la decadencia, sublimada irónicamente en el recuerdo del cantor: «Ya está
corrido el telón,/ la fiesta sigue su curso./ Mi largo y triste discurso/ es parte
de la función» - dirá (Parra, 1998: 79).

Hay un segundo niño que muere: es Vicente, el retrasado que Violeta


cuidara durante esos años. Esta muerte da lugar a un velo rio que recuerda los
versos de García Lorca, en la mejor tradición popular del folclore oral. Se
trata de veinte décimas que constituyen un todo compacto y cerrado sobre sí
mismo desde los epígrafes que van en cursivas en el texto. En efecto, el
«Verso por saludo, de la primera parte del velorio del Angelito» (Parra, 1998:
125) es un canto alegre porque, aunque madre y padrinos sufran en la casa la
pérdida del niño, el cielo y el jardín celestial poblado de querubines abren la
puerta al que ya está en la gloria. «Saludo el día feliz/ que Dios te llevó a los
cielos,/ para tenerte en el seno/ del azulado país» - dirá la cantora-. Y la
naturaleza entera, representada por los pájaros y la luna, acompaña el feliz
acontecimiento.

La muerte es vida, pero no se alcanza sin dolor. Los versos populares -


como ya se ha dicho aquí - se hacen eco de la versión bíblica del mundo
como valle de lágrimas. Por eso el segundo tiempo del velorio es un «Verso
por padecimiento», subtitulado «El doce vendió al Maestro/ gozando de su
crueldad,/ qué triste la realidad: mataron al Padre nuestro» (Parra, 1998: 127).
Las primeras cuatro décimas están destinadas a glosar esta idea y lo hacen
reelaborando en su verso final - en cursivas - la cuarteta del subtítulo:

PARRA (1998: 127)

El intertexto bíblico se sigue con fidelidad desde la traición de Judas hasta


la alegría de la Virgen por la resurrección del Señor. En el medio,
humillaciones y dolores sin cuento a lo largo de una pasión que culmina en el
Calvario, pero que no se en tendería sin la resurrección alegre y triunfante de
la vida eterna. Así lo siente el rey Asuero y con su figura abre el tercer canto,
«Verso Por sabiduría, de la tercera parte del velorio del Angelito. El rey
Asuerofamoso,/feliz por el cuncunato,/ iluminó su reinat %orque se siente
dichoso» (Parra, 1998: 129). Mestizaje propio de la religiosidad popular, que
nunca se atiene a cronologías ni a sutiles distinciones entre Antiguo y Nuevo
Testamento. Lo cierto es que las décimas reconstruyen el episodio en que
Asuero queda prendado de Esther, la sobrina de Mardoqueo, desplazando a la
reina e iniciando un «pololeo» que dura ciento ochenta años simbolizados en
un «festín deleitoso». Episodio equívoco, que choca con la inocencia del
«Verso por despedida, de la cuarta y última parte del velorio del Angelito»
(Parra, 1998: 131), en que el niño toma la palabra para dirigirse a su madre,
padrinos y mundanal ruido, haciendo ver la felicidad que le espera en el reino
celestial y solicitando que no se le llore: «No mojes más mis alitas/ con tu
llorar lisonjero,/ detienes la entrada al cielo/ de tu blanca palomita» - le dirá a
la madre, con una afectividad realzada por el diminutivo (Parra, 1998: 132)-.
El adverbio «adiós» en reiterado uso anafórico preside y caracteriza unas
décimas que se clausuran con la visión celeste del más allá:
PARRA (1998: 132)

S.EL MUNDO Y SUS PROBLEMAS: LA CIUDAD, EL MATRIMONIO,


LOS HIJOS, UN DESTINO DE CANTOR

Las décimas que corresponden a las veinte últimas canciones recogen


mediante sumario la recta final de la voz poética, su «corazón en destierro» al
llegar a la ciudad y su intensa y desasosegada búsqueda de trabajo, entendido
como un derecho del ser humano y no como limosna arbitraria y desdeñosa.
Se sintetizan los episodios fundamentales de la autobiografía, que asemejan
islotes aislados entre sí por elipsis cada vez más abruptas. El oyente/lector
recibe ahora noticia de un matrimonio que se transforma en diez años de
infierno. La hipálage - «anoto en mi triste diario/ Restaurán el Tordo Azul/
allí conocí a un gandul/ de profesión ferroviario» (Parra, 1998: 147) - sirve
para resaltar, anticipándolo, el final de este funesto episodio que le deja dos
hijos y una guitarra al hombro para sobrevivir:
PARRA (1998: 148)

La décima trasmuta un suceso real, el matrimonio con Luis Cereceda en


1938 y el posterior divorcio diez años después. En los cincuenta volverá a
casarse, esta vez con Luis Arce del que tendrá dos hijas, Carmen Luisa y
Rosita Clara. Rosita ha pasado al texto como causa de un conflicto muy
propio de la mujer en el siglo xx: el desgarramiento entre la maternidad y el
trabajo, en su caso el canto, la investigación antropológica y la recolección
folclorista que le lleva por todo el mundo en giras europeas y festivales. El
abandono de la guagua de nueve meses le pesará amargamente; hasta el
punto de que su largo viaje a Europa en barco estará signado por referencias a
la leche de sus pechos, que se segrega sin más objetivo que recordarle que es
tal vez «muy tarde, señor oyente,/ p'hablar de arrepentimiento;/ no mostré
güen sentimiento/ estando el cuerpo presente;/ p'hablar de arrepentimiento/
sobra tiempo y sobra boca,/ caro me cuesta por loca/ mi afán de rodar los
mundos»... (Parra, 1998: 161). El viaje hacia Polonia y la Europa comunista
se completa con actuaciones en Viena y París. Fluctúa entre los vaivenes del
calor popular y el sentimiento de soledad que ya la empezó a acosar durante
la travesía en barco:
PARRA (1998: 165)

Descubrimiento más doloroso en el contexto de un grupo de orientación


socialista que viaja representando, de alguna manera, a su país y a toda
América. Descubrimiento contrapesado por instantes de gran plenitud, en los
conciertos en que se palpa la armonía universal: «América allí presente/ con
sus hermanos del África,/empieza la fiesta mágica/ de corazones ardientes,/
se abrazan los continentes» (Parra, 1998: 168). En ellos, la cantautora
encontrará un destino, una misión que justifique su vida. El texto a partir de
ahora se bifurca en una doble estructura, narrativa y gráfica. Las fotografías -
ocho en mi edición, siete en el texto de la Autobiografía - corresponden a los
años cincuenta y casi todas reflejan actuaciones con su guitarra por todo el
mundo. Pero no deja de ser significativo que una de las primeras sea la que
documenta la entrega del premio como mejor folclorista: reconocimiento
nacional a una vida marcada por el esfuerzo. Una vida que es una vocación,
capaz de transformar la historia de su país. Porque cuando canta:
PARRA (1998: 168)

Misión que no será sentida como suficiente para justificar su abandono del
papel materno. Tal vez porque valora la familia, porque canta y se une a sus
hermanos desde niña; o porque arropa a sus hijos tras los dos años de
ausencia: «Mas hoy están con su mama - dirá-/ con todos en una cama/
disfruto de su presencia» (Parra, 1998: 184). En ese contexto, la previsible
muerte de la menor, Rosita, se le comunica al oyente/lector como de pasada:
«Por último les aviso/ que Dios me quitó mi guagua/ y echó a funcionar la
fragua/ que tiene en el Paraíso» (Parra, 1998: 184). Como sucedía en el
velorio anterior, en el tratamiento de este suceso conviven y se oponen dos
puntos de vista: por un lado el de la madre, que se culpa inconsolable por el
abandono de su hija y considera la muerte de la niña como justo castigo a su
pecado; y por otro, la visión beatífica de la muerta recibida con ternura en el
Paraíso por un Dios bueno rodeado de sus querubines y por la Virgen del
Carmen - la patrona de Chile - que «te ha de cuidar con desvelo» (Parra,
1998: 186). El introductor inmediato es un ángel cuyo punto de vista se
confunde con el de la madre. Se trata, tal vez, de las cinco décimas con más
lirismo de toda la Autobiografía:
PARRA (1998: 185)

La muerte de la hijita le dolerá como castigo divino. No hay trabajo, no


hay destino de cantor que justifique lo que siente como abandono materno,
del que se declara inocente, pero cuya pena y sufrimiento le persiguen hasta
en sueños. Así, «llorando de noche y día/ se terminarán mis horas,/
perdóname, gran Señora,/ digo a la Virgen María»... (Parra, 1998: 188) -
exclamará en las cuatro décimas finales que llevan como epígrafe Verso por
confesión-. Se dirige a la Virgen que, al fin y al cabo es madre también y
podrá entender su dolor.

En conclusión, esta Autobiografía en verso cumple con su papel, dar


testimonio de una vida; pero a la vez se inserta en el folclore de su tierra y lo
revitaliza. Y, entre cortinas, recoge la peripecia histórica de su colectividad,
cantándola/contándola con desparpajo. Tal vez, después de todo no exista
demasiada distancia entre ese Gracias a la vida que me ha dado tanto, que
rezuma optimismo, y las décimas que acabamos de comentar.

BIBLIOGRAFÍA

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VILLANUEVA, D. (1991), «Para una pragmática de la autobiografía», en La


autobiografía en lengua española en el siglo veinte, Lausanne, Hispanica
Helvetica, 201-218.
as páginas que siguen no pretenden ser sino una breve nota
impresionista al hilo de mi lectura de Leopardo al sol (1993), para mi gusto la
mejor novela de Laura Restrepo. Cuando hace unos meses José Manuel
Camacho, que estaba organizando un homenaje a García Márquez, me
propuso escribir algo no pude negarme. El colombiano nunca me dejó
indiferente, es uno de los escritores que más he leído y explicado en clase,
aunque eso no se refleje en las publicaciones: justo al mes de su lanzamiento
edité una nota sobre Crónica de una muerte anunciada (Caballero, 1983: 181-
188); y lamentablemente quedó en segundas pruebas una visión de conjunto
para un libro mexicano sobre «Premios Nobel y otros que no lo fueron».

La conversación con José Manuel coincidió con la lectura de la novela de


Restrepo reeditada en España por Anagrama (2001), una novela sobre la
guerra de mafias entre narcotraficantes colombianos procedentes del desierto
de la Guajira. Y tuve una intuición: es una novela muy «garciamarquesca» -
si se me permite el término-. Ese doble nivel de oralidad, esa conversación
popular en estilo periodístico ¿no podría ser una herencia del «coro griego»
de Crónica de una muerte anunciada? Porque en la novela de Restrepo hay
dos niveles temporales básicos: el relato primero, cuajado de analepsis o
flashback, se entrevera con el comentario de los acontecimientos por parte del
pueblo. Y es la comunidad, ese mismo pueblo, el que asiste atónito al
asesinato de Santiago Nasar, en la Crónica... Más aún: ese pueblo ayuda al
narrador a reconstruir los hechos tantos años después en una investigación
periodística que tiene muchos puntos en común con esa indagación popular
que va tejiendo Leopardo al sol.

De aquí surgió mi propuesta. Pero después he ido encontrando puntos de


contacto entre los dos escritores: ambos son colombianos, ambos reelaboran
el contexto del que parten - violencia, muerte, corrupción... «la vida no vale
nada»-, ambos son periodistas... ¡Cuánto ha supuesto la práctica periodística
en la agilización de la prosa, desde los modernistas hasta hoy! Gabo siempre
valoró este aspecto - fundamental en su formación aunque nunca
abandonado-: sus jirafas, el trabajo en El Espectador de Bogotá paralelo a sus
tanteos narrativos. Incluso el cine, ligado a su estancia en la Ciudad Eterna
como reportero del periódico. Esa dinámica de alternar relato, crónica
periodística y novela se mantiene hasta nuestros días en que también fueron
apareciendo algunos guiones de cine como El secuestro o textos híbridos,
producto de su participación en talleres narrativos en Cuba. Es el caso de La
bendita manía de contar (1998). Por fin, Entre cachacos da fe de esos
intereses. Pasado el tiempo le confesará a Fernández Braso algo que puede
aplicarse a Restrepo:

Del periodismo aprendí ciertos recursos legítimos para que los


lectores crean la historia. A un escritor le está permitido todo, siempre
que sea capaz de hacerlo creer. Eso, en general, se logra mejor con el
auxilio de ciertas técnicas periodísticas, mediante el apoyo en
elementos de la realidad inmediata (Fernández Braso, 1969: 82).

Aún hay más: la fatalidad campea en ambos autores, se hace presente


desde la primera hasta la última página. Ni siquiera el amor consigue
dominarla, bien porque no existe - casi nunca en Gabo-, bien porque es
incapaz de superar el terrible malhado. Y el lector sufre con la impotencia de
Nando y el Mani, con su deseo frustrado de felicidad, sigue los augurios
funestos, sabe que no hay escapatoria porque... «las estirpes condenadas a
cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra»
(García Márquez, 1973: 351). La soledad persigue a los protagonistas más
allá de la muerte.

Mis intuiciones tuvieron su parte de confirmación en los


«agradecimientos» con que Restrepo cierra su novela. Allí, en lugar
privilegiado aunque se cite el último, está Gabo... «porque su genio medio
nos plasta, medio nos ilumina» (Restrepo, 1993: 330).

Vamos a verlo un poco más despacio.

1. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: LA SOLEDAD, EL AMOR Y LA


MUERTE BAJO EL IMPERIO DEL «FATUM»

Los personajes de García Márquez están signados por el fatum, un destino


que adquiere formas diversas. Como es archiconocido, muy tempranamente
el colombiano descubrió a Sófocles, y de la tragedia griega tomó el conflicto
del individuo frente al grupo que rige sus primeras obras. En Cien años... el
lector comprobará que el apogeo y la posterior destrucción de Macondo
estaban proféticamente escritos en los pergaminos del gitano Melquíades y se
cumplirán cuando el último Buendía consiga descifrarlos en el pasaje que
cierra la novela, quizá el más brillante de la escritura garciamarquesca.

¿Tal vez la naturaleza es responsable del fatum, es decir, del fracaso y la


muerte de los personajes? En realidad es el hombre quien agiganta la
tragedia. Son los mismos seres humanos, con su orgullo de casta y sus
pasiones reconcentradas que a veces ocultan tras una desbocada sexualidad
animal, los que fatalmente atraen la desgracia. En los textos del colombiano,
elfatum o destino funesto tiene mucho que ver con la soledad de sus
personajes y esta deriva de la falta de amor. Así lo ha declarado una y otra
vez su autor y recojo sus palabras de El olor de la guayaba:

-Hablemos del libro. ¿De dónde proviene la soledad de los


Buendía?

-Para mí de su falta de amor. En el libro se advierte que el Aureliano


con la cola de cerdo era el único de los Buendía que en un siglo había
sido concebido con amor. Los Buendía no eran capaces de amor, y ahí
está el secreto de su soledad, de su frustración (García Márquez, 1982:
108).

Volveré al asunto de la soledad y comentaré algo acerca del amor. De


momento interpreto esas palabras desde la órbita del fatum porque lo
interesante es saber si existe alguna esperanza en el universo
garciamarquesco para estos personajes indefensos. El tono poético que en
ocasiones está ahí apelando a los sentimientos del lector, y el humor más o
menos irreverente con la sociedad, la historia y la Iglesia no son sino vías de
escape frustradas porque hay unas leyes superiores que trazan el destino
humano. Desaliento, determinismo cuasinaturalista e incapacidad de amor -
que nunca se entiende como entrega sino, al contrario, como acto de posesión
o satisfacción pasajera- caracterizan a estos seres de ficción. Por eso, la
salvación les es rotundamente negada. El novelista se cebará en sus
personajes: en Cien años... Amaranta morirá de parto mientras su hijo, la
esperanza de la estirpe, es devorado por las hormigas ante el descuido
paterno. Lo trágico se funde con lo patético que el autor aprendió de los
folletines - por cierto, una de las claves de su éxito-: saber llegar al corazón,
conmover al público.

Estoy hablando de cosas conocidas; eso y la falta de espacio me impiden


insistir en esta clave del colombiano que alcanza su apogeo en Crónica de
una muerte anunciada. Reaparece ahora el coro griego ejemplificado en todo
un pueblo que sabe que Santiago Nasar será asesinado, quiere impedirlo y
asiste impotente a su ejecución despiadada: «la gente que regresaba del
puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para
presenciar el crimen» - dirá el texto (García Márquez, 1981: 174)-. La
expectativa trágica de ese coro no es otra sino que se cumpla el fatum tanto
en el protagonista como en el resto de los actores del drama. En esta novela
los personajes son árabes: ¿simple coincidencia o refuerzo del fatalismo? -
podría preguntarse el lector'-. Sea como fue re, con ambigüedades y
contradicciones flagrantes, se teje una crónica cuyo argumento tiene mucho
que ver con los textos del Siglo de Oro: los asesinos se verán obligados a
lavar el honor supuestamente ultrajado de su hermana Ángela Vicario. Como
dato escondido -y esa es una técnica aprendida de Hemingway - el lector
nunca sabrá si fue violada o no, más bien sospechará lo contrario, acentuando
el absurdo y la ferocidad de un destino que se impone a todos.

Dentro de la historia narrada, los espejos fragmentarios de la memoria de


unos y otros van componiendo un collage lleno de lagunas y perplejidades.
La colectividad necesita buscar una explicación al absurdo del destino. Un
destino clavado como un reto en un título que niega cualquier salida:

Nos sorprendían los gallos del amanecer tratando de ordenar las


numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el
absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de
esclarecer misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir
viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le
había asignado la fatalidad (García Márquez, 1981: 154).

El fatum viene realzado por el importante papel que los augurios


desempeñan en la obra: los sueños funestos, las alusiones a elementos
negativos como las flores que en un ámbito cerrado se relacionan con la
muerte, el sacrificio de animales, o la referencia a la mano del protagonista...
«helada y pétrea, como una mano de muerto» (García Márquez, 1981: 25). Es
tan poderosa la fuerza del destino que impide descifrar correctamente los
augurios que tratan de alertar sobre lo que está por venir - la llovizna
insidiosa, el cuchillo amenazador de la criada o el exagerado horror del
protagonista ante una escena de destripamiento de animales que se produce
en la cocina de la casa-. Incluso, no deja de ser paradójico que la madre de
Santiago Nasar, con «reputación muy bien ganada de intérprete certera de los
sueños, siempre que se los contaran en ayunas [...] no había advertido ningún
augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con ár
boles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte»
(García Márquez, 1981: 10). Tal vez no sea solo el destino, sino la radical
soledad en que yace Plácida Linera, la madre del protagonista, la que le
impide salvar al hijo, que morirá destazado como un cerdo, en un sacrificio
narrado a lo largo de varias páginas con un lenguaje desagradablemente
expresionista.

El destino funesto es una constante en la narrativa de García Márquez.


Está siempre ahí cercenando las primeras posibilidades amorosas de
Florentino Ariza, en El amor en los tiempos del cólera, o destrozando la
vocación y carrera religiosa del sacerdote que se enamorará perdidamente de
la protagonista en Del amor y otros milagros. No desaparecerá ni siquiera de
los textos más cronísticos como Noticia de un secuestro cuyos personajes
tienen sus días marcados. Pero me gustaría ahora resaltar el enlace entre
fatum, soledad y muerte, así como la dialéctica que se entabla con el amor.
Ya se ha señalado aquí alguna de las estrechas concomitancias entre el
destino funesto y la soledad de los personajes. Y es que la soledad es el tema
por excelencia de García Márquez: soledad de los personajes, soledad de
América Latina, soledad del hombre contemporáneo. Hay mucha tinta vertida
en torno a este leitmotiv y son variadísimas las citas que se pueden entresacar
de sus obras. Soledad como opuesto a la solidaridad, con un sentido político
que va más allá del existencial y conecta con su filiación socialista y su papel
mediador ante Cuba, tan discutible como discutido. Recojo unas
declaraciones a Ernesto González Bermejo para la revista Triunfo (1970), a
propósito de Cien años... pero que se pueden ampliar al corpus total:

Lo que a mí me interesaba al escribir el libro es dejar claro que la


soledad es lo contrario de la solidaridad. Yo creo que esa es la esencia
del libro. Eso explica la frustración de los Buendía, uno por uno, la
frustración de su medio, la frustración de Macondo. Y yo creo que
hay ahí un concepto político.

Existen otros tipos de soledad, por ejemplo la soledad del poder en El


otoño del patriarca. Al comentar este libro en el 79 el colombiano dijo:
«Cuando se alcanza el poder absoluto se pierde el contacto con la realidad. Es
la peor especie de soledad que puede existir. Entre los problemas humanos es
ese el que más me interesa». En realidad, la figura del dictador se había
insinuado en su obra tiempo atrás con Los funerales de la mama Grande. Las
consecuencias de la dictadura, la represión, el terror y el silencio que
conlleva, están también en sus primeros textos, muy en contacto con la
realidad colombiana de violencia y golpes militares que el escritor fue
viviendo. A Gabo, más que interesarle la denuncia, le fascina el personaje
mismo del dictador al que llama «el animal mitológico de América Latina»,
un personaje muy bien estudiado por José Manuel Camacho en su libro
Césares, tiranos y santos en «El otoño del patriarca». La falsa biografía del
guerrero (1997). Incapacidad de amar como destino infame - otra vez el
fatum - que le condena a la soledad y al insatisfactorio ejercicio del poder.
Enfrente, el pueblo,

[...] este lado de pobres donde estaba el reguero de hojas amarillas de


nuestros incontables años de infortunio y nuestros instantes inasibles
de felicidad, donde el amor estaba contaminado por los gérmenes de
la muerte pero era todo el amor mi general (García Márquez, 1975:
270).

El amor que da sentido a una vida; el texto continúa así: «amábamos con
una pasión insaciable que usted no se atrevió ni siquiera a imaginar por
miedo de saber lo que nosotros sabíamos de sobra que era ardua y efímera
pero que no había otra, general, porque nosotros sabíamos quiénes éramos
mientras él se quedó sin saberlo» (García Márquez, 1975: 270-271). Tímido
intento de escapar al fatum que el narrador reserva exclusivamente a los
humildes.

Hay una línea de soledad que recorre la obra del colombiano desde El
coronel no tiene quien le escriba hasta El general en su laberinto,
estableciendo estrechos vínculos entre sus personajes masculinos casi
siempre militares o afines al poder. Pero la figura solitaria teñida de dignidad
del primero, con su eterna y estoica espera, difiere radicalmente del desgarro
patético con que vive su desesperanzada soledad el último. Exactamente igual
que hay una buena distancia entre la rotunda perfección de la novelita
publicada en el 61 - una obra maestra en su laconismo heredado de
Hemingway - y la reiteración de lo ya visto en la novela que en el 89 recrea el
personaje de Bolívar, el libertador. Un Bolívar que no cesa de repetir: «Yo
estoy viejo, enfermo, cansado, desengañado, hostigado, calumniado y mal
pagado» (García Márquez, 1989: 209) Tal vez por eso gusta de andar
desnudo en la novela, ya que el novelista lo ha despojado de su gloria y de las
máscaras que la historia oficial tejió: desechará la imagen de «general a la
francesa» para descender a la vida cotidiana del caribeño desconfiado,
arbitrario y supersticioso. Los sueños, punto en común con otra novelas del
colombiano, le perturban. Sueños de destrucción, caos y muerte porque,
como para Borges, para el general la vida es un laberinto en el que no existe
brújula. Ni siquiera la mujer, con la excepción de su amante Manuela, supone
algo más que el receptáculo de una desaforada y rutinaria sexualidad que le
acompaña hasta la vejez.

No sin cierto colmillo retorcido lo señalaron sus detractores: entre el


Bolívar de El general... y el coronel Aureliano Buendía las concordancias son
tan grandes que hacen pensar en la repetición de patrones imaginativos. Y lo
mismo sucede con otros personajes, motivos y recursos estilísticos de esta
novela. Como tantos personajes de sus ficciones, Bolívar, enfermo terminal,
en el ocaso político y desencantado del sueño utópico de la unidad americana,
está solo y hambriento de amor. En este punto el personaje histórico y el
ficcional convergen, unidos por el fatum que hará del general un ser
«condenado a un destino de teatro» - como él mismo pronostica (García
Márquez, 1989: 89)-. Unas palabras de Sucre sintetizan en la obra ese destino
funesto que condena al fracaso al libertador y sus hombres:

«Es una burla del destino», dijo el mariscal Sucre. «Tal parece
como si hubiéramos sembrado tan hondo el ideal de independencia,
que estos pueblos están tratando ahora de independizarse los unos de
los otros».

El general reaccionó con una gran vivacidad.

«No repita las canalladas del enemigo» - dijo - «aun si son tan
certeras como esa» (García Márquez, 1989: 46).

El tono elegíaco por la añoranza del poder perdido se combina con una
actitud solitaria, introspectiva: es un ser sin rostro, cuyos «ásperos rizos
caribes se habían vuelto de ceniza» (García Márquez, 1989: 12) y que arrastra
soliloquios. La decadencia de los objetos no es sino reflejo de la suya; una
decadencia física que tiene mucho que ver con las alternativas climáticas de
la naturaleza. Gabo vuelve ahora al recurso escritural que utilizara con
maestría en El coronel no tiene quien le escriba. Allí octubre es un mes
aciago en el que «el coronel experimenta la sensación de que nacían hongos y
lirios venenosos en sus tripas» (García Márquez, 1986: 49). También el
general Bolívar sufre de fiebres pertinaces y vómitos desgarradores entre los
caños de la Ciénaga Grande, «lentos y calurosos y (que) emanaban vapores
mortíferos» (García Márquez, 1989: 245).

¿Puede el amor contrarrestar tanta soledad? ¿Es capaz de alzarse sobre el


destino perverso abocado a la muerte? Ciertamente no en Del amor y otros
milagros. Aparentemente sí, pero desde moldes cuasigrotescos en El amor en
los tiempos del cólera, folletín que despliega la eterna espera amorosa de
Florentino Ariza culminada con éxito en la vejez. El amor como apuesta de
toda una vida no se clausura en la etapa final de la vida, sino más bien se abre
a la imaginación y a la voluntad de los amantes más allá de su decadencia
física. Ahora ¡por fin! la lucha voluntariosa de Florentino Ariza se superpone
alfatum, al encuentro fugaz y frustrado de la primera juventud. La timidez y
parálisis iniciales se trocaron en despliegue mundano y obsesiva práctica
amatoria en quien fracasó en su cortejo a Fermina Daza, la mujer de sus
sueños. Pero la tenacidad de su empeño fructificará en una relación romántica
por excelencia, donde caben casi todas las facetas del amor: sentimentalismo,
nostalgia, angustia de la espera, ilusión, miedo ante el rechazo, esperanza
contra toda lógica. Los personajes ya no son islas flotantes de soledad
condenadas a no encontrarse; la constancia del amante permitirá romper la
costra y alcanzar la felicidad, aunque sea en la vejez. En varias entrevistas el
autor ha reconocido que este es uno de los tres temas que le han inspirado la
novela, junto al amor y la muerte. El texto se convierte así en una madura
meditación sobre el sentido de la vida humana que, al fin y al cabo, es lo que
interesa al hombre. Ahora la muerte puede aguardarse sin amargura, porque
el amor redime la decrepitud. Y aunque el escritor recurre a la ironía y al
humor en determinados pasajes - la obra vuelve al río Magdalena y a la
atmósfera a que nos tiene acostumbrados el colombiano, si bien con
variantes-, no condena a sus seres ficcionales a la amargura, sino que los va
humanizando. Es curioso que esta apuesta se lleve a cabo en una novela cuya
calidad no me parece tan excepcional como otras.

En conclusión, la espera de Florentino Ariza enlaza con la de El coronel...


porque se abre, contra toda esperanza, a la utopía. Florentino tendrá su
premio, el amor de su amada. Al coronel nunca le faltó el fiel apoyo de su
esposa, aunque la sensatez femenina le lleve a recriminarle en determinados
momentos. No obstante, García Márquez parece arrepentirse de esas gotas
dispersas de auténtico amor en un mundo ficcional regido por la soledad del
sexo. A esta conclusión puede llegarse tras la lectura de su novela Del amor y
otros demonios. El pórtico paratextual recobra el tono autobiográfico cuando
en 1949 un jovencísimo Gabo debe cubrir una noticia: el vaciado de criptas
funerarias en el convento de las clarisas. En una de ellas y para sorpresa de
todos aparece una «espléndida cabellera de veintidós metros con once
centímetros». La ficción está servida, no solo porque el colombiano haya
reconvertido en ocasiones sus crónicas periodísticas en novelas, sino porque
la abuela fabuladora entra en acción:
A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me
contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya
cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto de
mal de rabia por el mordisco de un perro y era venerada por los
pueblos del Caribe por sus muchos milagros. (García Márquez, 1994:
13).

Esta síntesis argumental de lo que será una historia de amor en tiempos de


la Colonia americana (Camacho Del gado, 2006: 107-131) de nuevo viene
marcada por el fatum, con sello determinista que arranca de los genes: a la
marquesa Bernarda, madre de la protagonista, «se la llevó la desgracia»
(García Márquez, 1994: 33), «se enloqueció por él» (García Márquez, 1994:
35) antes de sucumbir en los tremedales del cacao - nos dirá el texto - cuando
conoció al esclavo Judas Iscariote - evidente el simbolismo de los nombres en
varias de sus ficciones-. La voluntad se esfuma, la personalidad se desintegra
y el amor, así entendido, destroza la existencia de los seres humanos. La
novela, según avanza, se convierte en una macabra historia de supuesta
posesión diabólica con sus correspondientes exorcistas. Ni que decir tiene
que uno de ellos se enamorará perdida e irreflexivamente de Sierva M.a, la
niña protagonista. Los versos de Garcilaso le servirán de trampolín en una
empresa que se vivencia como «algo inmenso e irreparable» (García
Márquez, 1994: 114) y echa a perder su vocación religiosa, su vida entera. De
nuevo aparecerán los sueños premonitorios que auguran el final previsible: la
muerte de la niña. Códigos retóricos en un lenguaje lineal, muy cercano a la
prosa tersa de Crónica de una muerte anunciada y que desarrolla el trágico y
desgarrado transcurrir de los personajes a lo largo de cinco capítulos.
Personajes marcados una vez más por la soledad. Tal vez la frase «lo borró de
su corazón», que uno de ellos utiliza para referirse a su discípulo y amigo sea
la que los engloba y define.

2. «LEOPARDO AL SOL»: LA GARRA DE GABRIEL GARCÍA


MÁRQUEZ EN LAURA RESTREPO
Colombia es un país duro, donde es dificil «comprometerse» sin
represalias. Laura Restrepo lo hizo y las sufrió. Periodista, licenciada en
Filosofía y Letras y orientada posteriormente a las Ciencias Políticas, militó
en el marxismo troskista, vivió en Madrid y Argentina (Buenos Aires y
Córdoba) en plena dictadura militar y, de vuelta a su país, se encargó de la
política nacional en la revista Semana convirtiéndose en una periodista
estrella. Por encargo de Betancourt fue miembro de la comisión negociadora
entre el gobierno y el grupo guerrillero M-19 a partir del 83. ¿Consecuencias?
Amenazas de muerte y un obligado exilio mexicano donde aparecerá su
testimonio, el reportaje Historia de una traición (1986) - reeditado doce años
después con el título Historia de un entusiasmo-. Su periodismo de formación
aflora en las novelas que posteriormente ha venido publicando: La isla de la
pasión, Dulce compañía (Premio Sor Juana Inés de la Cruz y, asimismo,
Premio de la Crítica Francesa a la mejor novela extranjera en el 98), La novia
oscura, La multitud errante y Delirio(Premio Alfaguara de novela 2004).

Según Restrepo, todos los oficios - incluido el de escritor - son distintos


lenguajes para llegar a la gente. Más allá de las lecturas básicas (Odisea,
Iliada...) confiesa haber leído Truman Capote - que no es difícil de rastrear en
sus textos- y pertenecer a la primera generación de latinoamericanos que
creció devorando a los latinoamericanos (Vargas Llosa, Rulfo, Vallejo...). Su
móvil como periodista política fue la denuncia; como narradora sigue
manteniéndola, intentando comunicar una cosmovisión, un ideario.

2.1. Fatum, amor y muerte. un enfoque romántico

Creo sinceramente que, al margen de premios, Leopardo al sol es su gran


novela, una novela de larga gestación - más de diez años - pensada como
reportaje y miniserie televisiva. Como dice su autora... «una novela de ficción
basada en la investigación de hechos reales» (Restrepo, 2001: 329). Su eje
temático es el enfrentamiento de dos familias secularmente rivales, dos clanes
de origen indio del desierto de la Guajira enriquecidos con el contrabando y
cuyos descendientes son hoy poderosos narcos. El lema con que se abre
envuelve al lector en una atmósfera de sugerente misterio, que retorna
cerrándo se sobre sí mismo en la última página grabada en las pupilas
petrificadas de Nando Barragán:

Más allá hay un desierto amarillo. Está manchado por la sombra de


las piedras y la muerte yace en él como un leopardo tendido al sol
(Lord Dunsany).

La muerte señorea un desierto que no por casualidad es calificado de


amarillo - el simbólico color de la muerte en García Márquez - y se encarna
en un ágil depredador, el leopardo de piel camaleónica. El tema se impone
desde la primera página: como predijo el Tío brujo, la muerte acechará a los
protagonistas, Nando Barragán y Mani Monsalve, primos y jefes de las dos
bandas mafiosas en eterna lucha abierta:

-Has derramado la sangre de su sangre. Es el más grave de los


pecados mortales. Has desatado la guerra entre hermanos y esa guerra
la heredarán tus hijos, y los hijos de tus hijos.

-Es demasido cruel - protesta Nando-. Yo quiero lavar mi culpa por


las buenas.

-Entre nosotros la sangre se paga con sangre. Los Monsalve


vengarán a su muerto, tu pagarás con tu vida, tus hermanos los
Barraganes harán lo propio y la cadena no parará hasta el fin de los
tiempos (Restrepo, 2001: 31).

La maldición está servida: como en Pedro Páramo el pecado lleva


aparejada la culpa y desencadena la expulsión del paraíso. Trasfondo bíblico
indudable, que tiene uno de sus arranques primeros en el exterminio de
varones egipcios decretado por Yavé en la historia de Moisés dentro del
Antiguo Testamento: aquí los varones deben ser exterminados por la facción
opuesta al cumplir los catorce años y en una noche simbólica, ritual, la de la
zeta, punto estelar de la cadena de sangre. Trasfondo bíblico reiteradamente
llevado al texto narrativo y la pantalla: no hay más que recordar el 50 premio
Seix Barral para la novela El infinito en la palma de la mano (2007), de
Gioconda Belli que reescribe los primeros pasos del hombre sobre la tierra,
tras la consabida culpa. A mí me interesa rescatar el intertexto colombiano y
en concreto al Gabo de Cien años de soledad. No en vano, la pareja
fundadora de Macondo... «estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más
sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos
entre sí» (García Márquez, 1973: 24) y arrastraban la culpa del asesinato de
Prudencio Aguilar que les empujó a cargar... «con sus mujeres y sus hijos
hacia la tierra que nadie les había prometido» (García Márquez, 1973: 27).
Culpa, expulsión del hogar y éxodo hasta encontrar un nuevo habitáculo. No
hay incesto en Leopardo.. pero - como dice el refrán - para el caso lo mismo,
porque la relación entre Nando y su primo Adriano Monsalve, a quien
asesinará en un rapto de ira y celos, es muy íntima, capaz de traspasar las
barreras de la muerte y de unirlos en un viaje por el desierto en que... «el
muerto parece vivo y el vivo parece muerto» (Restrepo, 2001: 29) mientras
charlan con la naturalidad a la que nos tiene acostumbrados el realismo
mágico de Gabo. No obstante, el fatum se ha cernido sobre Nando... «quien
comprende que ha entrado, sin posible vuelta atrás, a los dominios
insondables de la fatalidad» (Restrepo, 2001: 27) - el asesinato generará
dramas por los siglos de los siglos:

Barraganes y Monsalves no podrán seguir viviendo juntos (...).


Tendrán que abandonar la tierra donde nacieron y crecieron, donde
están enterrados sus antepasados: serán expulsados del desierto
(Restrepo, 2001: 32).

A partir de ahí se amontonan las desgracias. El fatum se cebará en quienes


desean escapar, ser perdonados... amar. Desean vivir porque aman, y ese
sentimiento nuevo por su mujer Alina - en el caso del Nani-, o por Milena la
Imposible, la Inalcanzable, a la que se implora en el borde de la agonía en
una parodia desacralizadora de las letanías marianas - en el de Nando-; ese
sentimiento - decía - les hace entregarse, bajar las defensas ante mujeres que
podrían sojuzgar. La mujer representa la salvación, pero desde la primera
página Nando es un hombre abandonado, que suspira por Milena. Y ella

-¿Ella nunca lo quiso?

-Dicen que sí, pero que huyó de él, de su guerra y de su mala


estrella (Restrepo, 2001: 17).

Por lo que se refiere a Alina, Nani su marido vive con el terror de que
cumpla su amenaza si no se aparta de la violencia. La amenaza aparece en las
primeras páginas: «El día que quede embarazada te voy a dejar, porque no
quiero que a mi hijo lo maten por llevar tu apellido» (Restrepo, 2001: 41) ; y
estalla a mitad de la novela, en lo que supone su clímax: «Alina le entrega al
Nani el certificado del laboratorio y sale del despacho después de soltar su
última y única frase: un muerto más por culpa tuya, y me voy» (Restrepo,
2001: 139). El fatum hará imposible la salvación: el duro de la película irá
trampeando, perderá el poder usurpado por otro miembro del clan y - como
dirá el coro-... «el propio Mani terminó dando la vida por defender la de
Alina y el niño» (Restrepo, 2001: 315); ese hijo que no conocerá y que,
paradójicamente, tendrá el color amarillo de sus enemigos y llevará el
apellido de su abogado.

Y es que ambas facciones - más en concreto la de Mani Monsalve - se ven


presas del mismofatum que los hermanos Vicario en Crónica...: el deber de
matar para salvar el honor familiar, para mantener la maldición y el poder.
Como se recordará, los Vicario hacen lo imposible por escapar a su destino,
le cuentan a todo el mundo que van a matar a Santiago Nasar en desagravio
de su hermana. En realidad, con esta actitud están clamando a gritos que
alguien lo impida; pero el fatum se impone y asesinan contra su voluntad,
víctimas de su destino. A diferencia de los famosos hermanos que son unos
pobres diablos, tanto Mani como Nando detentan el poder; un poder
caracterizado por la soledad - como la del patriarca en El otoño...
garciamarquesco - que les pesa excesivamente al enamorarse y pretender
cambiar de vida. Hay un pasaje en la novela de Restrepo que resulta muy
significativo al respecto: corresponde a un día de «zeta» - los días rituales del
asesinato - y los Barragán aguardan el asalto que, contra todo lo previsto, no
se produce. Nando, inquieto, sufre una inexplicable crisis depresiva ante la
que solo Severina, su madre, tiene una intuición certera:

-Le va a dar la gripa - dictamina alguno.

-Es el cansancio - corrige otro.

-Es la tensión.

-No - dice Severina-. Es la sospecha.

-¿La sospecha?

-La sospecha de que la vida podría ser distinta (Restrepo,


2001: 157).

El gigantón Nando se desconcierta, ese nuevo Arcadio Buendía de


dimensiones descomunales' y sexualidad hiperbólica - otra vez
reminiscencias garciamarquescas - se desconcierta al avizorar una utópica
felicidad. El fatum se encargará de segar esa opción amorosa por Milena en
un mundo de paz: incapaz de recordar las profecías - de nuevo un guiño a
Crónica... será asesinado tras la muerte de su enemigo, arrastrado como un
animal por una multitud enloquecida por el carnaval y deseosa de venganza.
Solo un ciego, su enemigo el Bacán se atreverá a oponerse a la masa para
rescatar su cuerpo porque «todo hombre merece una muerte digna. Hasta
usted» - le dirá al cadáver (Restrepo, 2001: 328)-. Estas palabras que cierran
la novela no dejan de recordarme la aventura del médico que se enfrenta a
todo un pueblo para enterrar un cadáver, el García Márquez de La hojarasca,
mientras que todo el proceso anterior, el destrozo del cuerpo, el agua de
lluvia que cae sobre el cadáver con su sentido purificador, así como el
depositarlo sobre la mesa de la cocina del Bacán para amortajar me retrotrae
a rituales semejantes practicados a Santiago Nasar en Crónica...
¿Deformación garciamarquesca tal vez?

2.2. Dos tiempos, dos niveles narrativos: el molde periodístico

Leopardo al sol se agiganta si estudiamos el «cómo» de la historia, de esta


especie de telenovela desgraciadamente tan parecida a la realidad
colombiana, es decir, sin final feliz. Había que buscar un molde eficaz para la
denuncia, que no cayera en el manoseado panfleto y Laura Restrepo lo
consiguió. En esta novela ha jugado con dos niveles temporales y un estilo
rápico cortado, fragmentario, periodístico, propio también del guión
televisivo. Lo aplica indistintamente tanto a la descripción de los personajes
como a la narración. Veamos un par de ejemplos, el primero en torno a la
Muda Barragán:

Entra una mujer vestida de negro que se ha quitado los zapatos en


la puerta para no hacer ruido. Dejó atrás los treinta años pero aún no
llega a los cuarenta, tiene los ojos duros y las cejas espesas (Restrepo,
2001: 57).

Es casi una acotación teatral, que agiliza el texto y se entrevera con el


cotilleo chismoso acerca de su personalidad. Es como si el narrador dijera: «a
escena»... y a continuación se teje el personaje entre todos. Su personalidad,
misteriosa y esquiva, acentuada por el negro de las mujeres Barragán, resalta
como imagen cinematográfica.

Aplicado a la narración, esta manera de tratar el texto lo agiliza


desdramatizándolo, algo muy interesante en un folletín:

Adriano, herido, mira a su primo hermano como preguntándole


qué fue lo que pasó. Trata de conversar, de incorporarse, de volver a
la normalidad. Hasta que al final se rinde, adopta compostura de
cadáver y se entrega a la eternidad, desolado y quieto (Restrepo,
2001: 27).

Ese despego afectivo del narrador me parece tremendo, de una eficacia


incuestionable.

Por cierto que este narrador se mueve en dos tiempos: el del relato primero
con que se abre la novela y que corresponde al presente de la historia, y el
pasado que se lleva al texto mediante las consabidas analepsia o flashback a
partir del fragmento o capitulillo cuarto. Porque la novela, muy a tono con la
posmodernidad, está estructurada en pequeños fragmentos o capítulos sin
numerar. Algunos son muy breves, casi siempre los que corresponden al
presente de las dos familias; los que recrean el pasado y nos dan los
antecedentes familiares de la tragedia veinte años atrás suelen tener mayor
número de páginas.

Desde la primera línea el narrador del relato primero se ve cuestionado,


apostillado por una voz coral, la del pueblo de a pie que va dialogando con él,
inquiriendo los por qué de la historia. La manera en que se lleva al texto es la
propia de los diálogos narrativos o dramáticos: guiones alternativos. Y es que
-ya lo dije - estamos ante un texto que tuvo voluntad de guión, de folletín
televisivo. Este es el diseño narrativo, heredero de Faulkner por su
perspectivismo fragmentario que permite asaltar la historia desde varios
flancos, ensanchando la significación. Un planteamiento que en sí mismo es
posmoderno - no hay una verdad, el narrador no es el único demiurgo....

Pero además -y no he profundizado y medido cada página, ese trabajo


puede quedar para tesis futuras de mis alumnos - me parece observar una
progresión textual: en los primeros minicapítulos el protagonismo lo tiene el
narrador; las cuñas de quienes cuchichean, es decir, los clientes del bar en
que Nando y Milena sufrirán el asalto de los Monsalve mientras toman una
copa, son relativamente pocas y muy en la línea del que pregunta para saber.
Hay alguna excepción: estoy pensando en el capitulillo ocho cuya única
página, la cuarenta y dos, va toda con guiones. El coro se ha desglosado en
dos bandas: una pregunta y otra responde, siempre dentro de la oralidad del
«dicen, dicen, dicen»... que aparece varias veces en el texto. Es decir, todavía
el coro no cuestiona la versión «oficial», si acaso levemente; solo pregunta
para saber, alimenta su curiosidad, el morbo.

Poco a poco, más que preguntas van superponiéndose otras versiones de la


historia... ese coro - que, por supuesto, se mueve en el tiempo presente - está
cada vez más seguro de sus opiniones y se permite refutar al narrador. Es
cierto que ya ocupa su lugar en el breve capitulillo ocho:

Nando y la rubia se decían cosas, se besaban, entreverados de


piernas cuando les dieron plomo. Lo digo porque yo estaba ahí, en
ese bar, y lo ví con estos ojos.

No. Esta noche Nando no toca a Milena. La trata con el respeto


que le tienen los hombres a las mujeres que les han abandonado. Le
conversa, pero no la toca. Más bien la mira con dolor.

-¿Qué van a saber cómo la miraba, si las gafas negras le escondían


los ojos? Son habladurías. Todo el mundo opina, pero nadie sabe
nada (Restrepo, 2001: 14).

Esos ojos que observan al modo del coro griego que Gabo utilizó en su
Crónica... permanecerán hasta el final. Aún así, el testimonio personal no será
absolutamente necesario. Progresivamente el pueblo se adueña de la historia
y la cuenta a modo de leyenda hasta estallar en el último capítulo,
excepcional por su longitud - doce páginas en mi edición-. Ahora es el
narrador el que apostilla en contrapunto, pero el coro lleva la batuta. Y es que
no hay certezas en la posmodernidad, el sentido - la verdad de la historia - se
construye entre todos. Vox populi, vox Dei - decían los clásicos-. Partiendo
de otras perspectivas y con un sentido metaliterario, ese coro griego, esa
muchedumbre popular indaga y construye una historia alrededor de unos
personajes que mitifica, creando toda una leyenda que pasa a configurar el
imaginario colectivo de la nación colombiana.

3. A MODO DE REFLEXIÓN

El fatum enlazado con la culpa, el sentido del eros y el amor, la desmesura


y la hipérbole rabelaisiana en algunos personajes como Nando cuya boda
parrandera parece un calco de la de Crónica..., el intertexto bíblico, los
presagios y algún toque «mágico», los sueños que disparan la utopía
imposible, como esa hacienda con la que sueña el Mani y hace realidad para
su Alina, nuevos Adán y Eva sobre una maravillosa playa en la que sitúan
«cincuenta pesebreras para sus caballos de paso fino» (Restrepo, 2001: 69).
Tantos motivos y reminiscencias de las novelas de Gabo, de la «novela total»
del boom y la modernidad, tan bien estudiada por Fuentes y Vargas Llosa.
Todo eso está ahí, aunque sea de refilón. Pero curiosamente, Leopardo al sol
no es una novela moderna sino posmoderna. Y creo que puede justificarse a
partir de la técnica escrituraria, de ese doble nivel de acercamiento a los
hechos que hemos visto más arriba y que debe tanto a la primera profesión de
la autora, el periodismo.

García Márquez es quien es por su capacidad de entroncar con esa


América Latina, «de hombres alucinados y de mujeres históricas», de rescatar
la historia con sus muertos y desaparecidos fruto de la endémica violencia en
el Nuevo Mundo; por su capacidad, en definitiva, de convertirse en la
memoria viva del Caribe e Hispanoamérica. Con premeditación o sin ella,
Leopardo al sol inscribe a Laura Restrepo en la estela del maestro. Su texto es
más lacónico, más periodístico y coloquial, pero como los de Gabo denuncia
y llega al corazón del lector, le hace desear:

[...] una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda


decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el
amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a
cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda
oportunidad sobre la tierra (García Márquez, discurso en la recepción
del Nobel).

BIBLIOGRAFÍA

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anunciada, de Gabriel García Márquez», en Anales de Literatura
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RESTREPO, L. (2001), Leopardo al sol, Buenos Aires, Anagrama.


úsulmanas, judías y cristianas, un sintagma que, evidentemente,
apela a los conceptos «mujer y religión», en el marco de la libertad del
denominado «sexo débil», y de los continuos debates agigantados tras la
conferencia de Pekín (1995). ¿Es la religión una traba para la mujer, impide
su desarrollo personal? O, por el contrario, ¿apuesta por ella como persona,
complemento indispensable y no supeditado al varón para construir nuestra
sociedad del xxi? Tengo mi opinión al respecto, basada en trabajos sobre la
mujer en el catecismo de la Iglesia Católica (Caballero Wangüemert, 1996:
195-221), una Iglesia que cometió sus deslices - como todas - pero que
rescata el papel prioritario de la mujer en la creación de nuestro mundo
cotidiano, que habla de la necesaria «feminización» de la sociedad como
único camino para salir de la deshumanización en que nos movemos. Aún
así, y teniendo en cuenta la cantidad de teólogas participantes en el congreso,
no quise orientar mi trabajo por esos derroteros. Se me ocurrió más bien
volver los ojos a la mujer primigenia, Eva, la primera mujer según el
«Génesis», ese libro iniciático de la Biblia, que ha marcado nuestra cultura
occidental. Y hacerlo desde la literatura. Para ello, convencida de que el tema
habría sido ya tratado y deseando contextualizar mi presentación, me lancé a
google. No hay más que marcar «Adán/Eva novela» y la búsqueda aporta al
abrumado e inocente investigador más de 134.000 entradas.

¿Por qué tal éxito? Uno especula, con esa filosofía de andar por casa
avalada por la formación literaria, y concluye que en todos los tiempos y
culturas el hombre quiso inquirir acerca de sus orígenes, del sentido de su
vida. No se resignó a no saber. Si a eso unimos que Europa es culturalmente
grecorromana yjudeocristiana, no sorprenderá encontrarse con la Biblia, el
libro de los libros incluso para agnósticos como J.L.Borges. Que, como es
bien sabido, se abre con el «Génesis», arranque de la historia de la
humanidad cifrada en la escritura. Ese relato (creación, pecado y culpa) con
la subsiguiente pérdida del mítico paraíso, fascinó a los hombres; escritores
como Milton - Paradise Lost (1658) - dieron fe de ello. Ese relato, que pesa
todavía hoy en el subconsciente colectivo, ha lastrado a la humanidad que
desde siempre planteó la utopía como un retorno a los orígenes, al paraíso
perdido. Por lo que se refiere a Hispanoamérica, Aínsa (1977) y un largo
etcétera escribieron sobre la utopía como motor de la conquista americana,
como proyección de las mentes europeas desde el humanismo - Moro, Utopía
(1518)-; bien sean «insulas» virginales, misiones jesuíticas, o las utopías
socialistas del xix - falansterios y demás, marxismo y su cielo en la tierra,
etc.-. El tema retorna una y otra vez a la novela: Eca de Queiroz (1930),
López de Haro (1939), Jean Effel/Camilo José Cela (1968), Francisco Muñoz
(2006)... incluso una notable escritora, Amélie Nothomb acaba de presentar
en marzo su última novela titulada Ni de Eva ni de Addn (2009). Por no
hablar del cine, que dejo aparte pero obviamente también lo trató.

Por ello, cuando Mercedes me urgió a traer algo a este congreso recordé la
presentación el pasado curso en mi Facultad de Filología de El infinito en la
palma de la mano (2009). Una novela escrita por Gioconda Belli (1948),
nicaragüense nacida en Managua, mujer comprometida con su país,
beligerante sandinista y militante del Frente de Liberación Nacional lo que le
llevó al exilio mexicano y costarricense hasta la caída de Somoza.
Desempeñó diversos cargos en el gobierno revolucionario, una vez tomado el
poder en su país, hasta el distanciamiento con Daniel Ortega que de nuevo la
lleva al exterior (Santa Mónica y Los Angeles en Estados Unidos), en un
paralelismo que habría que matizar con Isabel Allende y otras. Formada en la
izquierda, en un país con poetas de claro compromiso religioso y político
como Ernesto Cardenal, confiesa admiración por Coronel Urtecho a quien
dedica Waslala (1996), la tercera de sus novelas tras La mujer habitada
(1988) y Sofía de los presagios (1990), que obtuvieron inmenso éxito de
ventas. No obstante, su actividad de narradora sucedió a una larga vida de
poeta consagrada por varios premios: Sobre la grama (1974), Línea de fuego
(1978, Premio Casa de las Américas), Truenos yArcos iris (1982), Amor
insurrecto (1984), De la costilla de Eva (1986), El ojo de la mujer (1991)...

Esta, por el momento última novela, viene avalada por el prestigio de un


premio: el 50 Biblioteca Breve, el mítico premio de Seix Barral que
revalidara en su momento a ciertos autores del boom hispanoamericano como
Vargas Llosa o Fuentes; un premio también obtenido por Volpi con su novela
En busca de Klingsor. Y lo señalo porque Volpi es uno de los componentes
de ese nunca del todo fraguado segundo boom editorial.

En resumen, un premio bien pagado y con renovado prestigio para una


visión femenina/feminista no solo del pecado original sino de los primeros
tiempos de la humanidad. En ese sentido, parecería reelaboración intratextual
de su poemario De la costilla de Eva. Y lo es por la toma de postura: es la
mujer quien lleva la batuta, el mundo sale de su costilla y se constituye día a
día través del amor y la guerra, del eros y la actitud combativa, revolucionaria
y solidaria. No en vano, el poemario pertenece a una etapa anterior, más
«comprometida» en el tópico sentido del término y cuyo centro en el librito
sería el poema «Reglas del juego para los hombres que quieran amar a
mujeres», especie de código de conducta en XI capítulos del que destaco por
su representatividad el VIII:

BELLI (1986: 42)

Aún así, muchos versos enlazan con la futura Eva de El infinito en la


palma de la mano. Por ejemplo, este de «Vigilia»: «Soy yo la que construye
esperanza sobre la hierba» (Belli, 1986: 37). E incluso «Problemas de la
transición», un poema de amor contextualizado, nombra Adán y el paraíso,
anticipando lo que reelaborará temáticamente años después:

BELLI (1986: 77-78)

En la novela del 2008 será el amor el único paliativo a la pérdida del


paraíso, el remedio contra la soledad sentida más intensamente por el
hombre; para la mujer es dura, pero ella la contrarresta con su cercanía al
mundo natural.

De otro modo más sutil pero no por ello menos verdadero, reelaboración
intratextual de Waslala: memorial del futuro, porque es la utopía, el eterno
dilema civilización/barbarie, el viaje de la nueva especie por una naturaleza
madre y madrastra a la que se enfrenta una y otra vez la creatividad del ser
humano, lo que subyace en esta nueva novela. Una vez más, la
contextualización y el compromiso de la primera etapa de Gioconda se
plasman en el testimonio y la denuncia contra los vertidos tóxicos del planeta
en concretas regiones del Nuevo Mundo; aunque - como escribí hace años-,
«el emblema del río (es) símbolo de ese viaje interior, iniciático, de un
personaje feme nino que anhela obsesivamente alcanzar el paraíso utópico, el
lugar de eterna primavera - Colón dixit - que se esconde tras el corredor de
los vientos, inevitable umbral mítico. La Utopía de Moro, Ulises el eterno
viajero, Platón y sus atisbos sobre la función del poeta en la sociedad... Toda
la tradición occidental transferida al Nuevo Mundo se procesa en una
búsqueda de cuño autobiográfico» (Caballero, 2003: 115).

En gran medida, ese es el trasfondo de la nueva novela, más despojada de


cultura, más ligada a la naturaleza, como corresponde a un mundo
primigenio. Pero Eva no es un simio, un chimpancé; es un ser humano que
razona y pondera... un ser humano equilibrado - más de lo creible-, que le da
vueltas al sentido de la creación, a su identidad personal y al
futuro.Veleidades de la ficción que puede permitirse anacronismos sin límite.

1. Dos NOVELAS, DOS ÓPTICAS: MODERNIDAD/POSMODERNIDAD

A la hora de trabajar ese tema de Adán/Eva y su paraíso, pensé que podría


ser instructivo contraponer esta novela al texto de Mark Twain, El diario de
Addn y Eva, escrito en 1892 y siempre de moda: acabo de encontrar una
entrada en Internet sobre texto y autor; de constatar también el éxito de la
versión teatral que Blanca Oteiza y Miguel Ángel Solá estrenaron en el
Teatro Reina Victoria de Madrid (enero del 2006) con representaciones
durante más de dos años. A la hora de enfrentar los dos textos me guiaba una
serie de inquietudes que, de momento, voy a sintetizar en dos preguntas:
¿podría hablarse de versión masculino-patriarcal frente a la mirada femenina?
La segunda, más literaria, tiene que ver con la reelaboración intertextual: si
Gioconda vive en los Estado Unidos - pensé- con seguridad ha leido a Twain.
Y, ¡bingo! últimamente lo he visto confirmado en sus declaraciones (Belli,
2008a: 4).

Estamos ante dos textos muy distintos - uno fresco y gozoso, otro
desencantado - pero, curiosamente, con puntos en común. Por lo que se
refiere a la estructura, está mucho mejor fraguada la novela de Gioconda,
pensada, dialogada y escrita desde la óptica femenina. Se trata de un relato
bien desarrollado en 31 capítulos, que arranca de la primera sensación de
Adán y se cierra con la muerte de su hijo Abel, desventura máxima ya que
con ella entra la muerte en el universo. Las claves: el dolor, la injusticia de un
mundo al que somos enviados sin comerlo ni beberlo. Lo positivo: el amor de
la pareja y la tarea de hacer la historia, aventura apasionante. La caída
aparece muy pronto y la novela se centra en el arranque de la historia de la
humanidad, todo ese mundo de sensaciones (el día y la noche, la lluvia/la
nieve, las estaciones, cómo y de qué alimentarse, la complementariedad de la
pareja desde la supremacía de ella, más sosegada e inteligente, en misterioso
contacto con las fuerzas de la naturaleza y los animales de los que aprende,
incluso a parir) que les rodeará en adelante. El pecado rompe la armonía: no
entienden el lenguaje de los animales, que ahora les atacan, deben luchar duro
para sobrevivir.

Por el contrario, Twain, siempre obsesionado con la Biblia, nos da un


texto fragmentario en primera persona, El diario de Adán y Eva, que
contiene:

3.1. Diario de Adán (1893, The Niagara Book) (Twain, 2005: 11- 34), en
primera persona.

3.2. Diario de Eva (Twain, 2005: 37-68, con una cuña en cursivas 56-59), de
nuevo en primera persona, es la otra versión de la jugada, su polo
opuesto.

3.3. Autobiografía de Eva, que curiosamente se abre con fragmentos de su


diario (Twain, 2005: 71-127), abarcando de modo amplio aunque con
elipsis temporales los tres primeros años de su vida; luego hay breves
referencias a los 4-5, 10, 15... Habría que decir que en absoluto es una
autobiografía según la poética actual (Lejeune, 1975 y 1998; De
Toro/Gronemann, 2004; Pozuelo, 2006), es decir, el relato de
acontecimientos digeridos y asimilados desde un yo integrador que
escribe consciente de todo.
3.4. Diarios anteriores al diluvio: pasaje del diario de Satanás (Twain, 2005:
131-140). Relato de la tentación y caída, en plan sumario/escenas
dialogadas desde el punto de vista de la serpiente que lo abre en primera
persona.

3.5. Pasaje del diario de Eva (Twain, 2005:141-146) en el que se nos cuenta
la expulsión del paraíso hasta la muerte de Abel y entrada de esta en el
mundo. Estamos ante un sumario en primera persona de plural que
enlaza con el final del relato de Satanás.

3.6. Fragmentos del diario de Adán (1905, reescrito y corregido por el autor y
nunca publicado en vida) (Twain, 2005: 149-169). Abarca desde que
visualiza a Eva, la nueva criatura, hasta que los chicos cumplen diez
años, tras la caída y expulsión. Es una versión más sintética, incluso han
desaparecido algunas entradas del diario.

Texto frustrado en su momento desde el punto de vista estructural, con


problemas de publicación (nunca vio la luz en vida del autor como novela);
se recupera hoy en día con las nuevas teorías posmodernas y se valora el
perspectivismo (Adán/Eva/Satanás), tan importante desde la «generación
perdida». El mismo suceso se enfoca, enriqueciéndolo, desde ópticas
complementarias u opuestas.

Adán es el más inmaduro y en su caracterización confluyen todos los


tópicos desde la óptica irónica y burlesca, muy divertida de M.Twain. Habla
así desde la primera página:

Esta nueva criatura de pelo largo me está estorbando mucho. Está


siempre rondando y siguiéndome por ahí. No me gusta eso. No estoy
acostumbrado a la compañía. Ojalá se quedara con los otros animales
(...). No consigo ninguna oportunidad de poner nombre a nada. La
criatura nueva pone el nombre a todo lo que se acerca antes de que
pueda ni protestar (Twain, 2005: 11-12)
Ni que decir tiene que el texto invierte el relato bíblico donde es el varón
quien organiza la creación y da nombre a los seres, a imagen y semejanza
divinas. La mujer ha tomado el poder; Twain acusa al sufragismo
norteamericano del xix, se mueve desde los parámetros patriarcales pero,
como varón, asume las incipientes críticas a la futura revolución femenina.
En su texto, Adán no necesita la compañía femenina, no pade ce de soledad
sino más bien lo contrario: «Me contó que estaba hecha de una costilla
extraída de mi cuerpo. Eso es al menos dudoso» - comenta (Twain, 2005: 19)
intentando poner distancias-. Desde su punto de vista, la loca es ella:

Ahora se ha hecho amiga de una serpiente. No tiene problemas con


los animales. Confía en todos (...). Dice que la serpiente le aconseja
probar la fruta de ese árbol y que eso nos brindará una magnífica
educación, noble y selecta. Le dije que también nos proporcionaría
otra cosa... que introduciría la muerte en el mundo. Fué un error...
habría sido mejor guardarme la observación. Solo sirvió para darle
una idea: podría salvar al buitre enfermo y suministrar carne fresca a
los abatidos leones y tigres. Le aconsejé que se mantuviera alejada
del árbol. Dijo que no lo haría. Preveo problemas. Emigraré (Twain,
2005: 20-21).

Un último aspecto interesante en el diario de Adán: su lejanía, como


símbolo de no-participación en la famosa culpa, escamoteada en su relato y
visualizada por sus consecuencias: el estallido y desorden universal de la
creación. En contra del relato bíblico, Adán escapa del paraíso antes del
pecado, para zafarse de Eva quien, inexorablemente le buscará y ofrecerá
manzanas. La habitual ironía de Twain se convierte en cinismo en el relato de
su personaje:

En realidad no lamenté que viniera porque aquí no hay más que


pobres deshechos y ella trajo algunas de esas manzanas. Me vi
obligado a comerlas, tenía tanta hambre. Iba contra mis principios,
pero veo que los principios no tienen verdadera fuerza salvo cuando
uno está bien alimentado (Twain, 2005: 22).

¡Sin comentarios!

Eva es más reflexiva, madura e inteligente: es ella la que nombra las cosas
para que él no trabaje y no se dé cuenta de sus limitaciones. Es ella quien
inventa el fuego, quien hace experimentos, quien está más cerca de los
animales y la naturaleza... es ella quien persigue al hombre, corroida de
soledad, y no entiende que la rechace y no la quiera... es ella quien reflexiona
acerca del porqué de su amor y del sentido de su creación. Es aquí donde
aparecen las grandes diferencias con la novela de Belli, porque aunque Eva se
sabe superior, esta concesión de Twain se enmarca en un planteamiento
patriarcal:

Entonces ¿por qué le amo? Simplemente porque es del género


masculino, supongo (...). Es fuerte y apuesto, y le amo por eso, y le
admiro y estoy orgullosa de él, pero podría amarle sin esas
cualidades. Aunque fuera vulgar le amaría, aunque estuviera hecho
una ruina le amaría, y trabajaría para él, y me esclavizaría por él y
rezaría por él y velaría junto a su cama hasta que me muriera (Twain,
2005: 66-67).

¡Qué bella declaración de amor! Porque el amor es libre, es un don, uno se


da porque quiere y para siempre. Supongo que las feministas de todos los
tiempos se rasgarán las vestiduras al leerlo, pero si es recíproco, merece la
pena. Nada igual encontraremos en Gioconda, aunque su Eva sea también
incondicional de Adán. ¡Sorpresas que da la vida, la vida que da sorpresas!

Por el momento, y retornando a Twain, la autobiografía de Eva reelabora


de nuevo el primer año de Eva en el mundo hasta que encuentra a su Adán, su
primer y airado rechazo (Twain, 2005: 95) y todo el proceso de petición de
perdón y enamoramiento por parte de ella (Twain, 2005: 96-103) - ¡Ah! ¡La
futura Madame Baterfly, la mujer desdeñada de Puccini ya está aquí!-.
«Amor, paz, comodidad, inconmensurable contento... esa era la vida en el
Jardín» (Twain, 2005: 103). Y se convierten en científicos, el texto se vuelve
divertida y paródicamente anacrónico (Ley de Adán de la precipitación de los
Líquidos y otras...). Es ella la que piensa: ¿por qué animales como el león
tienen caninos tan desarrollados si son hervívoros? Es una pena, un
desperdicio. Viven felices, charlando y paseando, hasta que oyen la Voz del
Señor del jardín - solo Adán la escuchó antes-. Ahora se pone en marcha un
diálogo ágil y divertido pero calculado; Eva está buscando su justificación, el
texto resalta la inocencia con que actúan:

Era el Señor del Jardín, dijo, y le había ordenado que cultivara el


Jardín y lo guardara, y había dicho que no debíamos comer del fruto
de cierto árbol y que si lo comíamos seguro que moriríamos (...). Yo
quería ver el árbol (...). Adán dijo que era el árbol de la ciencia del
bien y del mal:

-¿El bien y el mal?

-Sí.

-¿Qué es eso?

-¿Qué es qué?

-Pues esas cosas. ¿Qué es el bien?

-No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo?

-Bueno, entonces ¿qué es el mal?

-Supongo que es el nombre de algo, pero no sé de qué.

-Pero Adán, tienes que tener alguna idea de lo que es.


-¿Por qué había de tener alguna idea? No he visto nunca el objeto
¿cómo iba a formarme un concepto de él? ¿Qué noción tienes tú de
él? (Twain, 2005: 113-114).

En una sociedad patriarcal es el hombre el oráculo, quien debe sacar las


castañas del fuego. Con ironía, el texto hace ver que Adán siempre se lava las
manos; por el contrario Eva mucho más lanzada, toma la batuta: «Qué tontos
somos! Comamos de él. Moriremos y entonces sabremos qué es y no nos
preocupará más. Adán vio que era la idea correcta» (Twain, 2005: 115). Pero
no llegan a comer la manzana - recurso interesante para mantener el
suspense, aunque el lector occidental ya sabe cómo termina la historia -
porque aparece un bicho raro tras el que corren y al que deben nombrar -
están haciendo un diccionario-. El escritor disfruta con los anacronismos,
incluido el que el texto sea un diario de nuestros primeros padres, lo que no
deja de tener su ironía. Por cierto que, una vez más, se muestra la supremacía
femenina; Eva se sabe utilizada aunque siempre le da la vuelta:

Es él quien está haciendo el Diccionario - eso cree-, pero he


notado que soy yo la que hace el trabajo. Pero no importa, me gusta
hacer cualquier cosa que me diga que haga, y en el caso del
Diccionario lo hago con placer especial, porque le ahorra
humillaciones, pobre chico. Su ortografía es muy poco científica
(Twain, 2005: 117).

El último tramo de esta autobiografía se centra en el nacimiento de Caín,


una sorpresa, «lo tomé por un animal (...), algunos de sus rasgos eran
humanos, pero no tenía los suficientes para justificar que lo clasificara
científicamente bajo esa categoría» (Twain, 2005: 120). Triunfa el amor
materno y debe luchar para protegerlo de un padre que cuando vuelve de
cazar «sometió al niño a todas las incomodidades e inconveniencias que se
pueda imaginar a fin de determinar qué clase de pájaro, reptil o de
cuadrúpedo era» (Twain, 2005: 121). Es decir, Adán y Eva son dos chicuelos
deslumbrados por la novedad rutilante de un mundo con inagotables
sorpresas... él más brutito, ella con más sentido común. Este breve sumario
(el nacimiento de Caín, su primer hijo) se ha desplegado en las primeras
páginas - el diario de Adán - de modo divertidísimo con ironía, humor y
extrañamiento - que es el concepto con que funciona el narrador, ponerse
fuera y observar con asombro personas y cosas desde la otredad-; técnica que
logra las páginas más divertidas:

Lo hemos llamado Caín. Lo cogió mientras yo estaba poniendo


trampas (...) se nos parece en algunos aspectos y puede que sea un
pariente (...) un pez, quizá, aunque cuando lo puse en el agua para ver
se hundió y ella se zambulló y lo sacó rápidamente antes de que el
experimento tuviera la oportunidad de decidir la cuestión (...). No es
un pez. No consigo averiguar qué es. Cuando no está satisfecho hace
unos ruidos curiosos y atroces y cuando lo está dice gu-gu. No es uno
de los nuestros porque no anda. No es un pájaro porque no vuela (...).
Si se muere lo destriparé para ver cómo está organizado. Nunca hubo
nada que me desconcertara tanto (Twain, 2005: 26-27).

En resumen, el escritor norteamericano saca inmenso partido del viejo


recurso de la extrañeza utilizado por Montesquieu en sus Lettres persanes
(1721) y copiado por Cadalso en sus Cartas marruecas (1789): el extranjero,
niño o joven inocente, virginal, que se asombra de las incongruencias de la
sociedad valorada desde los parámetros del sentido común del hombre
racional. No obstante, lo que predica el texto es una sociedad armónica: la
mujer se pliega, aunque se sepa más inteligente y utilizada; y el hombre, al
que molesta su modo de ser - «habla y habla siempre» - se adapta también en
pro de su conveniencia, porque «noto que me hace mucha compañía» y
además en el trabajo «me será muy útil. Yo supervisaré» - dirá sin pudor
alguno, bien instalado en una sociedad patriarcal (Twain, 2005: 23)-. La
mujer obtendrá su recompensa por la vía amorosa, manipulando desde la
recámara, organizando el mundo desde el espacio privado, ganándose el
reconocimiento del varón quien, al final, en la tumba de Eva, colocará a
modo de lápida, su tributo de amor y gratitud: «Allá donde estuviera ella
estaba el paraíso» (Twain, 2005: 68).

Hemos hablado de Adán y Eva. El tercero en discordia es Satanás, según


su diario no tan malvado: dialoga con ellos, los compadece, trata de
explicarles conceptos como el dolor, la muerte, el sentido moral. En cuanto a
la famosa tentación, comen porque quieren probarlo todo, no pueden hacer el
mal, lo desconocen. El relato es un sumario casi desapasionado que matiza de
nostalgia una enumeración caótica, síntesis de lo que se avecina tras ese
momento cumbre en la historia de la humanidad:

¡Eva alcanzó una manzana!... ¡Oh, adiós Edén, adiós a tus


inocentes alegrías, llegan la pobreza y el dolor, el hambre, el frío y el
sufrimiento, la separación de los seres queridos, las lágrimas y la
vergüenza, la envidia, el conflicto, la malicia y el deshonor, la vejez,
el cansancio, el remordimiento... luego la desesperación y la plegaria
para que nos liberen de la muerte a la que no importa que las puertas
del infierno se abran de par en par tras ella! (Twain, 2005: 139).

Sospecho que se me echó encima el tiempo para hablar de Gioconda Belli


y su novela El infinito en la palma de la mano. ¡Qué título - son versos de
W.Blake - y portada tan bellas! Es la mujer, joven, bella y por supuesto
desnuda, es decir, inocente, la que atisba un inmenso panorama de naturaleza
verde y plácida, sentada en una inmensa mano ¿La mano del creador? Tal
vez. El infinito - el mundo natural - se abre ante sus ojos con todas las
posibilidades, pero ella misma es el infinito, un mar insondable. Esta novela
profundiza en la psicología de los personajes, en el misterio del sueño, en el
sentido de la vida y el dolor tras el desorden universal - gran cataclismo,
terremoto de proporciones grandiosas, por cierto copiado de Twain - que
sigue al pecado original, al disfrute del higo - porque es un higo dulce el
causante de todos los males, sensual, oloroso, compartido con toda la
creación excepto el inmortal ave fénix-. También en común, Adán sigue a
Eva: por caballerosidad en el norteamericano; porque no quiere estar y
quedarse solo, sin ella, en la novela de la nicaragüense. Adán es desvalido,
indeciso, más débil, se lamenta una y otra vez (Belli, 2008: 62,74, 123...),
acusa a Eva de ser la causante de sus desgracias (Belli, 2008: 79, 88, 91...).
Eva se defiende, es la inquieta, la de las preguntas inconformes lejos de la
mansedumbre que caracteriza la vida en el Jardín, quien toma las riendas en
las decisiones (Belli, 2008: 20, 22, 26, 60, 137), quien comienza a pintar para
sacarse la congoja (Belli: 2008, 143-144), en lo que puede interpretarse como
una reescritura cultural de cuño femenino/feminista.

Me voy a centrar en dos cosas, muy brevemente: la relación con EloKim a


través de la serpiente; porque El casi nunca aparece, es ella la portavoz, la
que mediatiza y enseña lo que deben hacer los humanos tras la tentación y
caída. Y, por fin, la pregunta inevitable: ¿es feminista esta obra?

Empecemos por el final: yo diría que es femenina y feminista - términos


tan connotados, habría que matizar-. La mujer es el centro; es el otro lado de
la historia, el silenciado el que aquí explota. Es la mujer quien con su
actuación responderá a las preguntas ¿Qué hacemos aquí?», ¿Dónde está el
Otro?» (Belli, 2008: 20) irresolubles para el varón. Ella es la predestinada:
todavía en el Jardín y al borde del agua, tiene una visión - especie de Aleph
borgiano - que sintetiza siglos y generaciones de hombres y mujeres:

[...] un ojo salido de quien sabe dónde abrió sus párpados, la miró y al
hacerlo la concedió ver a través de su tembloroso cristalino imágenes
fascinantes y vertiginosas en las que ella mordía el higo y de ese
minúsculo incidente brotaba una espiral gigantesca de hombres y
mujeres efímeros y transparentes que se multiplicaban (...). La
Historia, se dijo. La había visto. Era eso lo que empezaría si ella
comía la fruta. Elokim quería que ella decidiese si existiría o no todo
aquello. El no quería hacerse responsable. Quería que fuese ella quien
asumiese la responsabilidad (Belli, 2008: 34-35).
Por eso se defiende de su pecado (Belli, 2008: 224), que según ella no es
tal, lo único que hizo sin saberlo es cumplir la voluntad divina: gracias a la
decisión de la mujer la historia se puso en marcha - le dirá una y otra vez a
Adán-; al comer del árbol del conocimiento, hace algo que Elokim quería,
que los hombres comenzaran a usar la libertad, se crearan y destruyeran
(Belli, 2008: 28, 35, 39, 41, 49, 60, 78, 97, 224). La mujer es protagonista
indiscutible de la vida y Eva se preguntará si vivir y dar vida es un privilegio
o más bien un castigo.

Es una apuesta muy fuerte ¿feminista? Pues sí, concluiríamos...

Pero es mucho más -y aquí mis dos preguntas se entrelazan-, yo la


considero una novela posmoderna: la plasmación del sinsentido del mundo
contemporáneo, la rebeldía del hombre de hoy frente a mitos, historias,
dioses... que no comprende. La reiterpretación y relectura bíblica desde
nuestro mundo laico: no hubo amor en la creación; Elokim crea por
aburrimiento y se olvida después de ese mundo (Belli, 2008: 27, 56, 149,
162, 181) imperfecto en sus consecuencias, en el que entró definitivamente el
mal - eso está en Borges, es un tópico en escritores del xx-. No queda nada
del amor y la armonía neoplatónicas, recuperadas en el romanticismo, de esa
visión del mundo como libro de Dios, perfecto y donde todo encaja, todo
tiene sentido. En un momento concreto de la novela, Eva se enfrenta al
Creador y le acusa de crueldad, le acusa de saber las consecuencias de la
tentación y la caída desde siempre (Belli, 2008: 87). Desde estos
planteamientos, ¿existen el Bien y el Mal? ¿Qué son en definitiva? (Belli,
2008: 62, 128, 200...).

Tampoco queda nada del amor cristiano en esta visión desesperanzada de


un universo que va dando tumbos, sin sentido. Y paradójicamente, los
hombres están solos, solos, Serpiente es el único ser que dialoga con ellos. Se
ha cerrado el círculo, el desencanto posmoderno se impone en las páginas de
una dura aunque bella historia de amor, la de los dos primeros habitantes, y
es ese amor el que - como en Twain - justificará tanto dolor.

Modernidad/posmodernidad: dos épocas, dos filosofías, dos modos de


enfrentarse a la libertad, la historia y el destino individual del ser humano.
Dos literaturas para plasmarlo: a diferencia de la novela de Gioconda, el
sentido de la creación que Twain pone en boca de la inteligente Eva es acorde
a la ortodoxia cristiana. La creación tiene un sentido amoroso por parte de un
Dios que, sin necesitar a los hombres para ser feliz, quiere compartir sus
delicias con ellos - siempre según la Biblia-. Aunque le cueste más de un
disgusto, porque su criatura se le rebela y El voluntariamente, tomará forma
humana para redimirla con su muerte en la cruz -y las teólogas saben bien
que el Génesis se ilumina desde el Nuevo Testamento, en especial el prólogo
al Evangelio de Juan-. Eva dirá:

Al principio no comprendía por qué me habían hecho, pero ahora


creo que es para averiguar los secretos de este mundo maravilloso, y
ser feliz y dar las gracias al Dador de todas las cosas por haberlo
inventado (Twain, 2005: 63).

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1 Tomo el epígrafe de M.a Antonia Bel Bravo (2000).

2 Existe un cierto consenso en que hay tres etapas en los feminismos: 1.a:
1850-1930; 2 a: 1950-1960 y 3.a: 1981 en adelante.

En otros países es ligeramente anterior: Estados Unidos: 1837, Inglaterra:


1848, Francia: 1880...

1 Es interesante su labor de coordinación en The New Feminist Criticism.


Essays on Woman, Literature and Theory, Nueva York, Pantheon Books,
1985. Por lo que se refiere al libro coordinado por Fe (1999), forma parte de
los trabajos del Seminario Interdisciplinar de Escritura Femenina, dentro del
Programa Universitario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofia y
Letras de la UNAM en México.

2 La experiencia del cuerpo y la maternidad son ejes sobre los que pivota
la escritura, como en Tiempo de espera, de Carme Riera (Barcelona, Lumen,
1998). Antologías como Madres e hijas, de Laura Freixas son significativas
en este sentido.

s En la línea freudiana o jungiana, se enfocaría hacia las tortuosas


relaciones madre/hija o insistiría en la solidaridad femenina, que puede
derivar en ocasiones hacia el lesbianismo.

4 Se trata de una historia de la literatura colectiva y en tres volúmenes, en


la que se reconsidera el canon desde un corpus mucho más amplio del
habitual: tradiciones orales, una fuerte presencia de literatura femenina,
productos culturales híbridos de la Colonia... Se incluye el Caribe - francés e
inglés - y las literaturas fronterizas de los Estados Unidos.

'Textos tan disímiles necesitan de una mayor finura a la hora de abordarlos


en profundidad. El trabajo es demasiado superficial y generalista.

6 La explotación de los caucheros, la corrupción, la violencia de las


interminables guerras y guerrillas... pero sobre todo la denuncia contra los
vertidos tóxicos y un episodio real - Goianía 1987 - se erigen en llamativos
referentes históricos.
2 La tesis última de este breve artículo situaría a Julia como precursora del
ecofeminismo, cuestión que me parece algo traída por los pelos.

1... «esta mujer, desgarrada entre un estrecho conformismo burgués y un


hondo apasionamiento sensual, no hizo otra cosa que transponer en poesía,
con valentía y sin melindres, sus propias vivencias (...). Si la poesía de
Agustini nos sigue fascinando, ahora que se habla de la sexualidad con el
mayor desenfado, es por la fuerza expresiva de sus versos, no por su
erotismo» (Siebenmann, 1997: 255-256).

4 Caulfield plantea cómo la experiencia erótica -el amor es plenitud vital -


es una vía de comunión con la vida y la naturaleza a través del amado y al
revés. Y, por supuesto, la naturaleza será fundamentalmente agua, siguiendo
las teorías de Tales de Mileto.

s La incidencia en el ritmo coincide/aleja esta poesía de la negroide


caribeña: «el tambor de Julia de Burgos es africano más que nada en
variantes temáticas, así como en consideraciones geográficas y sociopolíticas.
En esto la poeta relee a Palés Matos y (...) produce su poesía con un nuevo
giro de unión entre política y literatura»... (Carrión, 1993: 70). No obstante,
el primer verso ay, ay, ay que soy grifa ypura negra, que se repite a modo de
estribillo con variantes hasta cinco veces, se ha relacionado también con la
tradición del zéjel medieval (Canino, 1993: 122-132).

'Aunque sea un tópico, se ha perpetuado la frase de Moreno Villa:


«Resulta imposible separar la vida y la obra de esta singular persona. Sus
cuadros conforman su biografía» (Herrera 2008: 338). Algo que ya había
avanzado Breton en sus artículos sobre ella.

'Por cierto que del padre -y siempre según Herrera - heredará Frida la
dualidad «máscara impasible/desasosiego interior».

4 Me extraña que no lea «huella de llamas», absolutamente necesario para


su interpretación mitificadora.

s «¡Échale un galgo!» - suele decirse cuando es imposible atrapar a


alguien...
2 Ejemplo de intelectual que opta por la religión pero nunca olvida sus
inquietudes. En Sevilla renovó el convento de Santa Paula de Jerónimas,
elevando el nivel cultural no solo con sucesivas publicaciones propias. Otra
mujer, María de Madariaga, escribirá versos religiosos - Siguiendo sus
huellas - y creará la rama femenina de la Acción Católica española.

4 Exposición (www.esmadrid.com/condeduque/) que, de algún modo, tuvo


una segunda edición en Sevilla (noviembre 2008), de la mano de la
Fundación de Cultura Andaluza (Fundeca), y a la que Fernández Urtasun -
una de las mejores especialistas en la poeta vitoriana - prestó su generoso
apoyo.

'Muy interesantes sus Diarios, en tres volúmenes: 1. Cuba (1937-39); 2.


Estados Unidos (1939-1950) y 3. Puerto Rico (1951-1956) coeditados por
Alianza Tres, de Madrid y la Editorial de la Universidad de Puerto Rico,
1991, 1995 y 2006, respectivamente, con notas de Graciela Palau de Nemes.

«La aparición de las mujeres como actores de su tiempo es un hecho social


y cultural que se averigua en todos los sectores: en pintura (las ya citadas), en
la prosa (Matilde de la Torre, Concha Espina, Colombine, Elena Fortún,
María Teresa León, Rosa Chacel), en el teatro (Pilar Millán Astray, Halma
Angélico, incluso Magda Donato), en la filosofía (María Zambrano), en la
política (Victoria Kent, Margarita Nelken, María de la O Lejárraga). La
poesía es la que forma el batallón más nutrido: además de Ernestina de
Champourcin y Concha Méndez, Josefina de la Torre, Carmen Conde, María
Teresa León, Rosa Chacel, Luisa Carnés, Lucía Sánchez Saornil, Nuria Parés
etc» (Salaün, 2006: 39-40).

6 Su título, La generación poética de 36. Antología remite a una


generación integrada por Miguel Hernández, Ridruejo, Celaya, Rosales,
Valverde, Bleiberg, José Luis Cano... muy discutida como tal.

s Muchos años después coordinará una antología de Poesía femenina


española (1950-1960) (1971) con 34 mujeres. Del grupo del 27 solo
permanece Concha Méndez, las demás son más jóvenes de acuerdo con las
fechas acotadas.
'Con una decidida actuación en la guerra, en este sentido: trabajó en el
Comité de Protección de Menores fundado por Juan Ramón y su mujer, y en
el hospital que montó Lola Azaña. De todo ello hay reminiscencias en su
novela autobiográfica Mientras allí se muere (fragmento de novela) - que se
publicó en Hora de España (julio del 38) - y en La ardilla y la rosa (Juan
Ramón en mi memoria), donde evoca en primera persona los primeros días
de la guerra.

9 En La ardilla y la rosa y al hilo del homenaje a Juan Ramón había


relatado, en prosa rápida y concisa, los primeros momentos de la guerra: «El
día 6 de noviembre - ese día en que parecía seguro que las tropas de Franco
entrarían en la capital - Juan José Domenchina y yo nos casamos (...). No
cuento ahora lo que quizá algún día me decida a relatar en otro sitio: el éxodo
hacia Valencia evacuados por el Quinto Regimiento». Eso y no otra cosa
constituirá el corpus de Primer exilio.

8 Aunque no tiene nada que ver, el genotexto pudiera estar en Mientras allí
se muere, primera novela autobiográfica e inconclusa redactada al hilo de sus
vivencias como auxiliar de enfermería al estallar la guerra.

10 Los primeros siete se publicaron en Poesía Hispánica (1977) bajo el


título «Poemas soñados hace mucho tiempo y escritos ahora».

No lo hace en cuanto eleva la odisea personal y la trasciende, aplicándola a


la humanidad (Jato, 2006: 225-237).

'En España, la bibliografía más actualizada sobre la escritora mexicana es


el volumen homenaje al que en su origen perteneció mi trabajo (Oviedo,
2008).

2 Y en eso tiene precedentes en la literatura mexicana, como recuerda en


una conversación: «O los personajes de Nellie Campobello, a quien siempre
se olvida, el personaje es su madre, tanto en Cartucho, como en Las manos de
mamá, y las mujeres tienen mucha tendencia a reivindicar a las mujeres»
(Oviedo, 2001: 357).

s El padre Teufel («diablo» en alemán) crea una expectación anormal en


las jovencitas que en el caso de Mariana convive con posturas francamente
blasfemas de la niña, más creíbles en la autora adulta.

4 ...« c'est précisément ce réinvestissement du passé qui permet á l'auteur


de se délivrer de faits anciens et obsédants, de les représenter et de les
transformer en les revivant une fois encore»... (Hubier, 2005: 63). El autor
sigue tratando este asunto en el siguiente epígrafe «vaincre enfin la peur du
temps qui passe» (Poniatowska, 1988: 72-74).

6 «Celui qui dit je dans le livre est le je de 1'écriture (...) c'est moi et ce
n'est pas moi». (Barthes, 1981: 267).

s Aquí disiento de Pino-Ojeda quien pretende que el pacto se realiza, a


pesar de la no coincidencia onomástica, debido a la «concomitancia» entre
los hechos de la novela y la biografía de la autora.

'Traduzco libremente las palabras de Hubier en el libro ya citado: «le je ne


renvoie plus á une réalité permanente, mais au contraire á une multiplicité
fragile qui ruine la croyance en une quelconque profondeur psychologique»...
(2005: 123).

1 Personalmente creo que es la más plástica, la que mejor llega al lector, la


de más alta calidad literaria. Tal vez habría que cuestionar la eficacia de
tantos paréntesis que alargan excesivamente el período.

2 Las novelas de Tusquets ya habían tocado este asunto: la falta de amor


marca a sus protagonistas, por ejemplo en El mismo mar de todos los veranos
(1978).

'En este fragmento se plantean al menos dos o tres cuestiones de distinto


nivel que no puedo tocar ahora, por ejemplo, esa complejidad «viril-mujeril»
o «mujeril-viril» que constituye a cada ser humano; complejidad que aparece
en muchas de las equívocas personalidades de sus personajes y que refleja la
de varios de sus amigos del Grupo de Bloomsbury - lesbianas,
homosexuales.. .-. En este sentido, Woolf abordará frontalmente el tema en
su novela Orlando (1928), llevada a la pantalla por Sally Potter (guión y
dirección) premio a la mejor película Sitges 93, mejor película Joven Europea
Félix 93, y mejor película del Festival de Cine de Mujeres de ese mismo año.

2 Dirigida por Stephen Daldry e interpretada por Mery1 Streep, Julianne


Moore y Nicole Kidman quien ha conseguido el Oscar a la interpretación
(23.111.03).

s Es decir y traducido a nuestro ámbito, lo que necesita la mujer es


independencia económica. Porque ese privilegio de «una habitación propia»
no significa otra cosa que «liberación» para la mujer - dice Carmen Martín
Gaite en su libro Desde la ventana-. La española señala el impacto que le
causó esa primera lectura del ensayo wolfiano, una lectura realizada a lo
largo de 1980 durante una estancia en Nueva York. Martín Gaite también se
preguntará por las peculiaridades del discurso femenino, después de constatar
que... «las mujeres no existían como tales, las fabricaban los hombres, eran el
reflejo de lo que la literatura registraba, bien superficialmente, por cierto»
(1993: 44). Y establecerá un enriquecedor diálogo, más que una relectura
intertextual ya que «su versión» del ensayo woolfiano en absoluto es
subversiva. De hecho, inspirándose en la inglesa, genera su propio símbolo,
su propia metáfora:... «la vocación de escritura, como deseo de liberación y
expresión de desahogo, ha germinado muchas veces a través del marco de
una ventana» (1993: 51-52).

4 Es curioso que la difusión de ambas escritoras que han realizado las


feministas no prima en absoluto estas ideas sino más bien las contrarias que
también están en el original. Por lo que se refiere a Beauvoir, se pone sobre el
tapete todo lo que hace alusión a «la cárcel del cuerpo», «el lastre que supone
para la mujer su posible maternidad». Y en cuanto a Woolf, lo que se ha
primado es su impulso a la rebelión femenina contra su papel de «mero
espejo» en el que se reflejan/renuevan los hombres.

s Más adelante, pero dentro de esta segunda parte se apoyará en la crítica


feminista - Gilbert y Gubar, Meyer Spacks, Moers, o Erika Jong - según la
cual... «la violencia, la ira, la inconformidad ante su situación, había generado
gran parte de la energía que había hecho posible la narrativa femenina
durante siglos» (Ferré, 1984: 146-147).
6 Algo más adelante afirma que la literatura de las mujeres... «es más
subversiva que la de los hombres, porque a menudo se atreve a bucear en
zonas prohibidas, vecinas a lo irracional, a la locura, al amor y a la muerte;
zonas que en nuestra sociedad racional y utilitaria, resulta a veces peligroso
reconocer que existen» (Ferré, 1984: 154). Pienso que detrás de estas
palabras hay mucho de surrealismo, aplicable por igual a hombres y mujeres,
a escritura masculina y femenina. Es decir, Rosario cae en la trampa de los
esencialismos, adoptando para la escritura femenina la marginalidad que le
señalan la sociedad y la historia.

El tema lo ha planteado también en otros ensayos. No en vano, dentro de


Sitio a Eros se encuentra un trabajo sobre Sylvia Plath titulado «Las
bondades de la ira». Es decir, una y otra vez, Ferré reescribe a Woolf
subvirtiéndola.

8 Ni siquiera toca la poesía borgeana, donde la presencia femenina es algo


más significativa, siquiera por aquello de «Matilde Urbach».

9 Aunque comience reconociendo su categoría literaria, Ferré se suma a


las críticas contra Fuentes, tenido en Hispanoamérica por machista y «niño
mimado» de las letras.

10 Creo que se deberían poner en contacto estas palabras con las de


Virginia Woolf reseñadas en la primera nota de este trabajo, aunque Ferré no
llega a jugar con el equívoco bisexual como lo hace la escritora inglesa.

1 Que posteriormente ha publicado De cómo el niño Genaro se hizo


hombre y otros cuentos (2002) y la novela histórica Las horas del sur (2005).

1 La improvisación en ocasiones no era tan fácil, por lo que ciertos


payadores del Cono Sur se decantaban por la cuarteta tradicional, más breve
y en ese sentido más fácil de manejar en los torneos.

2 El alcoholismo masculino en Chile parece endémico, sobre todo en las


capas de nivel inferior.

3 «¡Ya niño, a los estrumentos!/ Desea música el santo,/ romp' el arpa,


sigu'el canto/ con su gracioso portento,/ el violín con su lamento/ reban'aquel
humo ambiente,/ y la guitarra presente/ completa la gallardía,/ dándole gran
bizarría/ al festín de mis parientes» (Parra, 1998: 34).

4 Término que en Chile sirve para caracterizar los primeros contactos


entre chico/chica, la primera etapa del noviazgo.

1 Dejo ahora a un lado la parte autobiográfica e histórica bien estudiada


por José Manuel Camacho (2006: 51-80).

2 La miniserie televisiva chocó de frente con los narcos. Restrepo decidió


entonces llevar el tema a la ficción, lo que no generaba problemas con los
clanes: «total los libros - dijeron - no los lee nadie». Ahí se equivocaron! Por
fin, en el 54 Festival de San Sebastián, el uruguayo Israel Adrián Caetano
anunció su propósito de llevarla al cine en marzo del 2007. No tengo datos de
su estreno.

4 No lo hay en sus protagonistas, pero sí como motivo en un personaje


secundario, Arcángel - otra vez el intertexto bíblico - Barragán, quien está
enamorado de su tía la Muda - de nuevo esta repite el motivo de Cien años...:
como Úrsula Iguarán se conserva virgen a golpe de cinturón de castidad -
(Restrepo, 2001: 56-65).

El episodio corresponde al libro del Éxodo, 11 y relata la décima y última


plaga que soportan los egipcios por su pecado.

6 Hay muchas referencias en la novela (Restrepo, 2001: 130-137) que


siguen el desarrollo de una de sus orgías habituales. Los Barragán - Nando,
Narciso... - se asemejan a los Arcadios, tan vividores como ellos pero mucho
más infelices (Restrepo, 2001: 121 y sigs.).

s Capaz de cargar con su primo Adriano Monsalve por el desierto durante


doce días (Restrepo, 2001: 29 y sigs.).

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