Professional Documents
Culture Documents
BIBLIOGRAFÍA
Mujeres hoy: ¿tiene sexo la escritura?
Podrían ser - son además - otras: Samper, Gorriti, Juana Manso, Eduarda
Mansilla, Rosa Guerra, Clorinda Matto, Gertrudis Gómez de Avellaneda...
responsables también del nacimiento de una literatura. Se abrirán camino
desde la oralidad del salón, utilizando la carta y la literatura de viajes para
hacerse perdonar la osadía de irrumpir en la esfera pública, aunque sea de
refilón. Y, por supuesto, aprenderán a defenderse en géneros tradicionales o
«masculinos», como el cuento y la novela, impulsando junto a los varones el
romanticismo y el realismo en los países hispanoamericanos. Los trabajos de
Meri Torras Francés (2001) y Arambel-Guiñazú/ Martin (2001) resultan más
que pertinentes para esta primera etapa de literatura femenina en Europa y
América. Literatura reconocible y reconocida hoy... Tal vez haya que esperar
algo más para agrupar un potente número de ensayistas del siglo xx
(Ashbaugh/Rojas/Romeu, 2007), narradoras (Renaud, 2001), dramaturgas
(Corbatta, 2002) e intelectuales en el amplio sentido del término, que
atestiguan con su vida y escritos la realidad de la mujer escritora en los países
del Nuevo Mundo. En España, los trabajos de Sonia Mattalía (2003) y Nuria
Girona Fibla (2008) tienen años de sólido recorrido a sus espaldas. Y son un
paradigma del paulatino deslizamiento de los estudios de mujer a los estudios
de género (Gutiérrez de Velasco, 2003), a nivel mundial.
No obstante, este libro quiere ser algo más que una simple yuxtaposición
de artículos deslavazados. Tiene un hilo conductor, un eje que lo vertebra, y
no es otro que la metáfora de la Corinne, de Madame de Staél: la mujer
superior, la mujer que apuesta por una aventura intelectual está condenada al
fracaso amoroso y la incomprensión social, llámese Merlin, Victoria
Ocampo, Julia de Burgos o Frida Kahlo. Pero además, al pretender
incorporarse al mundo del trabajo ¿qué precio debe pagar a una sociedad que
no se ha feminizado, que funciona todavía con estructuras masculinas? Las
trampas de la emancipación son demasiado evidentes, a posteriori al menos.
Del primer feminismo al neofeminismo, durante más de un siglo una serie de
mujeres excepcionales sufrieron en sus carnes esas trampas. Y ello a todos
los niveles: desde mujeres de la élite que abrieron nuevas vías en la cultura de
su país, como Victoria Ocampo. Decir Ocampo es convocar el universo de la
revista Sur, una odisea intelectual que no tiene parangón entre los varones de
su época. Revista, editorial, pero sobre todo una actitud, una mirada
internacional trasatlántica y norteamericana, siempre abierta a fenómenos
culturales donde quiera se hallen. Mujeres de la élite económica e intelectual,
pero también mujeres «pequeñas», luchadoras provenientes del pueblo cuya
vida se debate a nivel de supervivencia: es el caso de Julia de Burgos o, en
menor medida Violeta Parra, capaces de plasmar su testimonio en las
condiciones más adversas, de hacer arte de su desgracia. En el medio, un
montón de mujeres provenientes de la burguesía, intelectuales en mayor o
menor medida que luchan por la igualdad y la incorporación femenina al
mundo laboral para constatar los límites históricos de esa apuesta.
¿Y quien fue Christine de Pizan? Por derecho propio, tal vez la primera
mujer intelectual en la historia de la cultura europea, su primer «hombre de
letras» - valga la paradoja-. Una mujer cuya modernidad, en el sentido más
amplio del término, se manifiesta, no solo... «en la creación de un espacio
simbólico, colectivo, único para las mujeres, sino también en la creación de
un espacio individual, propio, para la escritura y la reflexión» (Esteva de
Llobet, 1999: 45). Casada antes de los quince años y ya viuda a los
veinticinco, realizó la hazaña de mantener a sus tres hijos con la pluma,
implicándose activamente en la vida social y política de la corte francesa de
Carlos V en la que se había educado. Su actitud fue reivindicativa, siempre en
defensa de la mujer, como puede comprobarse al menos por los
razonamientos vertidos en los textos que nos han llegado - casi treinta libros
de poesía, ensayo y narrativa-, entre los que destacan Le Livre de la Cité des
Dames (1405), una serie de cuentos que ilustran las bondades femeninas y Le
Livre des Trois Vertus (1405), tratado educativo en el que examina el lugar y
las obligaciones de la mujer en la sociedad.
Aunque más amplia, la cruzada de Pizan tiene que ver con la educación.
Porque la mujer no tendrá voz ni podrá plasmar su palabra en el papel sin
ella. En el Renacimiento, el humanista Erasmo - para quien la inteligencia no
tiene sexo - se convierte en paladín de la educación femenina, introduciendo
en ella las materias más elevadas como el latín y griego. Pero aún así pesaba
demasiado la desconfianza ante la mujer sabia por parte de quienes habían
asimilado bien que «la perfecta casada» debía ser virtuosa y no
necesariamente culta. No obstante la universidad de Salamanca abrió sus
puertas a las hijas de nobles, letrados o burgueses en el xvi, lo que permitió a
un pequeño grupo de privilegiadas - «las latinas» como Beatriz Galindo o
Luisa Sigea - una preparación más que discreta. La lectura y escritura de
ensayos, novelas cortesanas, libros religiosos o poemas de cuño italianizante
fue campo abierto para excepciones brillantes: Teresa de Jesús, María de
Zayas y Sotomayor o la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz.
[...] porque si es una misma la sangre, los sentidos, las potencias y los
órganos por donde se obran sus efectos son unos mismos, la misma
alma que ellos, porque las almas ni son hombres ni mujeres, ¿qué
razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no
podemos serlo? Esto no tiene, a mi parecer, más respuesta que su
impiedad o tiranía en encerrarnos o no darnos maestros; y así la
verdadera causa de no ser las mujeres doctas no es defecto del caudal,
sino falta de la aplicación, porque en nuestra crianza, como nos ponen
el cambray en las almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran
libros y preceptores, fuéramos tan aptas para los puestos y para las
cátedras como los hombres (Bel Bravo, 2000: 58).
En cuanto a la santa castellana, supo hacer oír su voz siempre que fue
necesario. Y lo mismo sucede con quien es considerada una de las primeras
feministas, Sor Juana Inés de la Cruz, que no duda en culpar a los hombres de
los límites de las mujeres en aquellos versos que dicen:
La mujer, quiérase o no, siempre estuvo ahí. Mujeres que tuvieron mucho
que decir y aportar a la sociedad desde la Edad Media y lo hicieron en la
medida en que se les permitió. Así la sociedad se enriqueció con Christine de
Pizan, Sor Juana Inés de la Cruz, Mary Wollstonecraft, Olympia de Gouges,
Clara Campoamor y un largo etcétera que pasa hoy por la presencia activa de
la mujer en los medios de comunicación y en la vida pública. Hay que seguir
luchando, sin embargo, porque todavía la mujer es mero objeto de consumo
manipulado por la prensa del corazón, o aparece en demasiados titulares de
prensa amarilla como la sufrida protagonista de malos tratos y episodios
escabrosos. Y cuando accede a la literatura siente la tentación de caer en el
consumismo fácil que le asegura una difusión masiva al estilo de las Rico
Godoy, Lucía Extebarría y un largo etcétera. No es suficiente que las
Naciones Unidas declararan 1975 y la década del 76 al 85 como el año y la
década de la mujer respectivamente.
Tal vez el siglo xxi sea por fin y de verdad «el siglo de las mujeres» como
postuló Victoria Camps para el recién terminado, en el que maternidad y
presencia pública no sean incompatibles -y por ahí va la aportación de
Haaland Matláry en su libro El tiempo de las mujeres. Notas para un Nuevo
Feminismo (2000)-, en el que el caftán y el gurka no simbolicen cárceles que
encierran a la mujer en el harén o la aíslan del mundo - porque la ropa dice
mucho de los propósitos de una mujer, como recuerda Fátima Mernissi en su
deliciosa novela Sueños en el umbral (1995)-. Un siglo en el que la mujer
culmine, por fin, su incorporación a la sociedad en plenitud de derechos, sin
necesidad de utilizar la pluma - habría que decir el ordenador - ni levantar la
voz como en tiempos pasados para defenderse de los ataques o reclamar un
mínimo espacio. Un siglo en que la mujer sea valorada como el hombre, su
igual y complementario (Artázcoz Colomo/Jiménez Abad, 2003), según
perspectivas neo/ecofeministas (Bel Bravo, 1999) y en la estela de lo que
atisbó el Renacimiento y repitió con rotundidad el polaco Karol Woytila,
después Juan Pablo II. Porque, como en el Renacimiento la hija del Tintoretto
o Judith Leyster hablaron a través de la fuerza de sus lienzos aunque la
historia las haya opacado, la mujer tiene mucho que decir y lo está diciendo
ya en libros de tiradas millonarias. ¿O acaso no es una mujer - Rowling - la
autora de Harry y la piedra filosofal y otros tantos títulos que comienzan a ser
llevados con éxito a la pantalla? Una mujer capaz de crear un entorno
cotidiano y mágico a la vez, en una escritura con valores formales, sí, pero
sobre todo que postula un mundo épico pleno de utopías tan añoradas por
nuestro mundo actual.
BIBLIOGRAFÍA
Poner orden en esta maraña es para mí casi imposible en las pocas páginas
de un artículo. Por eso, utilizaré las voces de otras, por ejemplo, Elaine
Showalter quien realiza una primera demarcación, básica pero necesaria al
neófito:
Por cierto que el proyecto de nación implicaba una mujer ángel del hogar,
y las conexiones entre ambos motivos son objeto de la crítica en la última
década (Pratt, 1993: 51-62). En Siglo XIX: Fundación y fronteras de la
ciudadanía, número de la Revista Iberoamericana dedicado a esta cuestión
(1997), encontramos extensos trabajos en esta línea. El de Nina
GerassiNavarro, La mujer como ciudadana: desafíos de una coqueta en el
siglo XIX (129-140), al reivindicar la actuación y escritura de una
colombiana ilustre, Soledad Acosta de Samper, hace ver la sutilidad e
inteligencia de su mensaje:
No se trata de ser exhaustivas, pero sí de hacer ver que el siglo xix ha sido
últimamente una etapa privilegiada en esa tarea de recuperar mujeres para la
historia literaria desde ambas orillas del Atlántico. El trabajo más abarcador
al respecto es el de Arambel-Guiñazú y Martin, en dos volúmenes. El
primero es un estudio en seis capítulos de los géneros o espacios que
propician la escritura de las mujeres: el salón y la carta, la prensa feminista, el
relato de viaje, la autobiografía, el cuento y la novela. El segundo reúne
textos escritos - dentro de esos cauces - por nueve mujeres: Mercedes Cabello
de Carbonera, Juana Manuela Gorriti, Rosa Guerra, Eduarda Mansilla de
García, Juana Manso, Clorinda Matto de Turner, la condesa de Merlín,
Manuela Sáenz y María Sánchez. Por cerrar este apartado y en cuanto a
literatura española se refiere, convendría recordar trabajos como los de Susan
Kirpatrik sobre Las románticas (1991) y el volumen V de la Breve historia
feminista de la literatura española (en lengua castellana) coordinada por Iris
M.Zavala y centrado en los siglos xix y xx (1998). 0 el reciente rescate de
textos de la Pardo Bazán (1999), Carmen Baroja (1998) - en el lado de acá -
paralelo al de mujeres como Teresa de la Parra (1991) o Camila Henríquez
Ureña (1985) de la otra orilla atlántica. Como pequeña y puntual historia de
las relaciones culturales en ese sentido puede señalarse Hispanoamericanas
en Madrid (1800-1936, editado por Juana Martínez Gómez y Almudena
Mejías Alonso (1994).
En realidad, mucho de lo reseñado hasta ahora tiene que ver con esto, pero
me gustaría ejemplificar a partir del comentario a una serie de textos (algunas
monografías y una novela) que muestran cómo todas estas teorías han
alcanzado a las escritoras del Nuevo Mundo y están en la base de muchas de
sus creaciones actuales.
Las mujeres que escriben narraciones sobre sus vidas tienen frente
a sí una tarea ingente: establecer la autoridad discursiva que les
permitirá interpretarse a sí mismas públicamente en una cultura
patriarcal y en un género literario androcéntrico. La autobiografía
expone un deseo de trans gresión. Al contar su vida, la mujer decide
representarse a sí misma en lugar de seguir siendo objeto de la
representación del hombre (Schmidt, 1997: 18).
BIBLIOGRAFÍA
Lo hice tras descubrir una mujer apasionante, María de las Mercedes Santa
Cruz y Montalvo (La Habana 1789-París 1852), cubana y parisina, una de las
mujeres relevantes del xix, siempre a caballo entre dos mundos, lo que se
refleja en su biografía y en su escritura:
Hay muchos filtros entre la mano que escribe y el lector actual, voluntarios
e involuntarios. La memoria es selectiva y la condesa escribe en la década del
treinta, en un París que ha hecho suyo, tras dos exilios: la infancia cubana, y
la posterior arrancada de su primera juventud madrileña y española. La suya
es una posición delicada, en cuanto a su propia conciencia, desgarrada entre
esa triple geografía vital; y en cuanto a estrategia literaria: nos consta hasta
qué punto tiene en cuenta el destinatario francés, incluso europeo y cubano en
segundo lugar. Es una escritora en el sentido más pleno y actual del término.
Ante todo ¿quién es esta mujer? Como dijimos, nace en La Habana (1789)
en el seno de los condes de Jaruco, una familia de rancia nobleza española
establecida siglos atrás en la Cuba colonial. Ello explica la atracción por
Europa, las largas estancias paternas en la metrópoli muy en contacto con
Godoy y la corte madrileña, que tenían amplios intereses comerciales en el
Caribe. Nada más nacer la niña, los padres se establecen en Madrid y queda
al cuidado de su bisabuela, «Mamita». La pequeña, sensible e inteligente,
aprende a leer y crece rápido consentida por todos. El retorno y breve
estancia del padre en la isla con un alto cargo político le ponen en contacto
con la oligarquía habanera del azúcar, a la que pertenece por familia.
Conocerá las plantaciones, descubrirá la esclavitud y curioseará en las
tertulias paternas: la casa del conde de Jaruco reúne a lo más granado de la
sociedad habanera y, además, por allí pasan visitantes ilustres, como el duque
de Orleáns (futuro Luis Felipe 1) o el barón de Humboldt.
Todo ello por poco tiempo: el padre viaja a España, no sin antes dejarla
interna contra su voluntad en el convento de santa Clara. Aburrimiento,
rebeldía... la indómita muchacha decide escaparse y así lo hace, ayudada por
su amiga sor Inés que, pasados los años, será la protagonista de su segunda
obra literaria, Histoire de soeur Inés (1832). Por fin, el 25 de abril de 1802
abandona la isla: su padre renuncia al matrimonio cubano al que la destinaba
- motivo por el cual nunca la llevó a España, pensando en las dificultades de
aclimatación caribeña posterior-. Toca puerto en Cádiz, pasa por Sevilla y
Aranjuez y llega a la capital. Es una niña, pero apunta ya la espléndida criolla
que llegará a ser:
Paraíso perdido, Cuba retornará una y otra vez en sus recuerdos. Pero,
además, la superioridad de la naturaleza cubana en la que ha nacido se pone
de manifiesto más adelante, en contraste con la pobreza del Viejo Mundo:
cañaverales, bujíos, productos de esa «tierra bendita» - así, en español
(Comtesse Merlin, 1990: 56) - tienen un destinatario: el francés o europeo al
que debe descubrirse esta naturaleza virginal que, paradójicamente, Europa
puso de moda como exotista, pero es la más íntima y primaria realidad de la
condesa; su primer y - a estas alturas de la vida - quizá único recuerdo. Y
hablando de exotismos, la historia de Cangis, la princesa negra raptada de
África (Comtesse Merlin, 1990: 26-28) tiene mucho de Chateaubriand... pero
lo dejo de lado porque nos desvía de nuestro tema.
Hay otra Cuba en la condesa, asumida como patria, como cuna, como país
propio: y es la del Viaje a la Habana (1844), pero no se redescubrirá hasta
años después.
La historia cultural del Siglo de las Luces apunta que algunas damas
nobles establecieron tertulias o salones en Madrid: la marquesa de Sarriá, la
condesa-Duquesa de Benavente y Osuna, la condesa de Montijo y la Duquesa
de Alba son los nombres citados con frecuencia (Sullivan, 1997: 317).
[...] j'avais toujours les yeux fixés sur son portrait: je croyais la voir:
il ne manquait que le son de sa voix. Ma mére!... répétais-je souvent
tout bas. Que ce nom me semblait doux! Que des sensations
nouvelles il me faisait éprouver! 11 faudrait, pour les comprendre,
avoir été privée comme moi de ce sentiment que rien ne remplace
dans l'enfance... (Comtesse Merlin, 1990: 65).
La relación con la madre constituye todo un hilo conductor del relato hasta
su muerte: episodios folletinescos - la salva del fuego, amparándola con su
propio cuerpo al prenderse sus vestidos en la chimenea (Comtesse Merlín,
1990: 90-91)-; el resaltar su exquisitez ante los perfumes, por ejemplo; el
fiarse - tras un primer momento de rebeldía - de su consejo a la hora de elegir
sus pretendientes y sobre todo, el orientarse en la vida según sus reglas -un
yugo voluntario y feliz porque lo impulsa el amor-: algo importante a la hora
del matrimonio. La futura condesa Merlin contará cómo es requerida por el
marqués de Cerrano, mujeriego y petulante, que la deslumbra y que deberá
aprender a desenmascarar (Comtesse Merlin, 1990: 140-149).
Por esta vía, la narradora desliza una transposición: parece que su madre
vivió hasta su temprana muerte (1809) un idilio con Bonaparte quien, atraído
también por la belleza e inteligencia de la hija, impulsó su matrimonio (1811)
con uno de sus mariscales, a quien otorgará el rango de conde. Souvenirs...
no solo no recoge el affaire materno, sino que insinúan un esporádico
galanteo con la hija, ya casada, lo que ocasiona los celos del marido
(Comtesse Merlin, 1990: 276-277).
Otro pequeño detalle aúna las tres patrias en esta retirada: al llegar a
Valencia, el mar le recuerda La Habana:
Tal vez hasta ahora no se haya puesto tanto interés en trabajar el viaje
femenino en sentido contrario: por ejemplo, la Memoria de Gertrudis Gómez
de Avellaneda (Sevilla, 1838), en que la cubana da cuenta a su prima Eloísa
de Arteaga y Loinaz de sus impresiones durante el viaje trasatlántico y los
primeros años españoles (Coruña, Sevilla...). Aunque casi coetáneo al de
Merlin, sus intereses difieren de modo radical: Gertrudis explora un mundo
nuevo, no vuelve sobre sus recuerdos al reencuentro afectivo con el pasado,
como la condesa. Queda para otra ocasión confrontarlos más detenidamente,
si bien puedo adelantar que el único punto de contacto es la naturaleza,
visualizada en ambas con un toque romántico y cuya clave es siempre la
armonía.
Ceci ne veut pas dire que l'esclavage soit un état désirable: Dieu
me préserve de le penser! Et vous ne me ferez pas, certes, l'injustice
de m'en accuser. Je me borne seulement á tirer de ce fait une
conséquence incontestable: c'est que les bienfaits de la civilisation et
des bonnes institutions corrigent méme l'esclavage et le rendent
préferable á l'indépendance, dépouillée de tout bien-étre matériel et
toujours exposée au caprice et á la brutalité du plus fort (Comtesse
Merlin, 1844: 144-145).
¿Qué hacer entonces? Mejorar las leyes, buscar nuevas vías que arranquen
de la abolición de la trata y se queden ahí. La condesa tuvo siempre presente
a su destinatario - el barón y el público francés/europeo - y, a lo largo de su
carta, desarrolla estrategias de captación retórica encaminadas a lograr su
propósito. Me voy a limitar a dos párrafos suyos donde creo se pone de
manifiesto el asunto. El primero es el arranque mismo de la carta que practica
aquello de «la mejor defensa es un buen ataque».
Haz de tal forma que cada cual se crea una excepción. Te ruego
que hagas esa modificación en la traducción inglesa. En cuanto a la
francesa, tendré tiempo de revisarla yo misma. Hay que suavizar algo
las cartas de los Estados Unidos y acerca del Gobierno de La Habana;
este último retoque, que debe establecer la armonía de los colores y
suavizar las asperezas del cincel (Caballero, 2011: 87).
¿Por qué dos versiones? Adriana Méndez Rodenas en su libro Gender and
Nationalism in Colonial Cuba... (1998) interpreta la ruptura temática y
editorial entre ambas como fruto de su dilema bicultural: no serían sino
reflejo de la ruptura interior de quien se siente a la vez francesa y criolla bien
asentada en la metrópoli española. La edición francesa era obligada en el
contexto de la literatura de viajes decimonónica; la española, igualmente,
para quien deseó jugar un rol en la transformación del territorio insular en
patria independiente. Como hija pródiga no podía hacerlo de otro modo que
escribiendo Viaje a la Habana; por ello, eliminó todo lo que pudiera
indisponerla con las autoridades coloniales o con su clase. Asimismo, por ello
el libro esta dedicado «a mis compatriotas»... «impregnado de vuestro
recuerdo y consagrado a nuestra madre común», la patria. Acorde con este
perfil, su insistencia en el «servicio al país y la verdad», su poner el dedo en
la llaga del reformismo en las palabras introductorias.
La hija del Trópico, que como tal tiene agudizado el privilegio de «sentir»,
recupera el mito de la eterna primavera en los bosques virginales de su isla,
en gran medida de la mano de Colón, intertexto y correlato explícito: flores,
frutos... la fertilidad de esa Arcadia se tiñe de sensual voluptuosidad «por la
embriaguez de nuestro clima» - dirá la narradora, absolutamente identificada
con ese Paraíso en el que los frutos se toman de los frondosos árboles con
solo alargar la mano-. Arcadia costumbrista a nivel social, muestra los
encantos de una sociedad primitiva frente a la vieja Europa (carta VIII), muy
en la línea del humanismo renacentista en el que «la virtud es inseparable de
nuestra propia naturaleza» (Condesa de Merlin, 2006: 67), como hubiera
dicho Rousseau, aplicándolo al hombre de cualquier época.
La condesa es ya una escritora reconocida, con una rica vida social: recibe
en su casa, asiste a paseos, música, bailes... Asimismo frecuenta balnearios de
moda como Baden y se extasía ante la naturaleza que la rodea: verdor,
pintoresquismo, flores, luz, persianas que protegen del sol. Rousseau y el
romanticismo habían puesto de moda la vida natural. No obstante, es difícil
escapar a un nombre y un rango: la condesa se queja de que... «se han
desbocado los placeres y no puedo sacudir el yugo del mundo». Hará
protestas de soledad, invocará una y otra vez su deseo de independencia y
libertad, mitad real, mitad tópico obligado para la época.
Todavía habrá vaivenes, idas y venidas, pero ese «mil sinceras amistades»,
frente al reiterado «te amo» como despedida implica una fractura sin
remedio. Una fractura teñida de tristeza: el leitmotiv «estoy tan triste» recorre
las cartas del 43, por ejemplo las del 1, 5, 9, 10 y 20 de octubre, con pequeñas
variantes. Y nunca desaparece ya de su epistolario. «No llevamos a cabo sino
aquello para lo que estamos predestinados» - había expuesto en momentos
felices (Baden, julio del 41)-. La mujer... «fuerte nada más por arranques y a
ratos, débil y ardiente siempre» (Baden, 17 de julio del 41) asumirá y se
arrepentirá a la vez de su experiencia amorosa. La condesa acabó por cubrir
las deudas de su amante y bibliotecario, arruinándose ella misma y
lamentando amargamente haber mezclado los asuntos económicos con el
amor: «que no se trate más de dinero entre nosotros» - le rogará en carta de
14 de noviembre de 1842, desde el castillo de Dissay-. Esta carta marca un
antes y un después en el doble aspecto - afectivo y financiero - de sus
relaciones. El texto epistolar es largo: la escritora se culpa a sí misma por
haber confiado ciegamente en Chasles adelantándole un dinero para cubrir
deudas que... nunca fueron satisfechas. «Ese dinero era el producto de
sacrificios y ventas forzadas - le recordará-. Sabéis que aun en los momentos
para mí más duros, he repartido con vos lo que tenía, cuando he visto que os
hallabais necesitado» (Condesa de Merlin, 2011: 95).
BIBLIOGRAFÍA
CABALLÉ, A. (Ed.) (2003), La vida escrita por las mujeres. La pluma como
espada. Del Romanticismo al Modernismo, Barcelona, Círculo de Lectores
(volumen II, coordinado por María Prado, 62-65).
Elijo esta pequeña anécdota para abrir lo que pretende ser un breve
comentario sobre la autobiografía de una gran mujer argentina, Victoria
Ocampo, a la que, por cierto, Silvina Bullrich ningunea ostentosamente - no
la cita ni una vez en unas memorias más o menos coetáneas, cuando es
notoria y sin parangón alguno la impresionante labor cultural desempeñada
por la primera a través de la revista Sur-. Esa opacidad pone de manifiesto la
infinita distancia que media entre ambas: el volumen de la Bullrich,
reiterativo y corto de miras, es incapaz de dar cuenta del riquísimo panorama
intelectual del Río de la Plata durante estos años; ni siquiera consigue
descubrir su propia interioridad y acaba convirtiéndose en simple ejercicio de
egolatría de quien no se resigna a pasar por la vida sin más y debe recordar al
lector sus parciales éxitos literarios.
Habrá que esperar más de siglo y medio para asistir a un relato de muy
distinta factura del que, no obstante, se desprende también el lamento por las
limitaciones educativas y vivenciales de la mujer. Me refiero a la denominada
Autobiografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda que no son sino las cartas
que estas escribiera a su amado Cepeda y en las que, traicionada por su
corazón, desnuda su alma más allá de sus deseos y de las convenciones de la
época. A partir de ahí, poco más y por ende poco representativo en términos
de calidad literaria. En ese juicio, por una vez, se igualan hombres y mujeres
- se entiende que con matices-. Porque lo cierto es que el surgimiento de la
literatura del yo en España e Hispanoamérica es tardío y sus muestras,
escasas. Bien lo han puesto de relieve las monografías de dos argentinos que
pueden considerarse punta de lanza de esos estudios en Hispanoamérica: me
refiero a los libros de Adolfo Prieto - La literatura autobiográfica argentina
(1966)-y Silvia Molloy -Acto de presencia. La escritura autobiográfica en
Hispanoamérica (1996)-. La vastedad de la materia hace que ambos, si bien
fueron concebidas con vocación de manual, deban contentarse con el examen
de ciertos autores en determinadas etapas cronológicas. Prieto, el eterno
detractor del «cosmopolita» Borges, se centra en el siglo xix y tras plantear
algunas cuestiones generales sobre autobiografía y testimonio como variantes
de la introspección, trabaja fundamentalmente sobre el Sarmiento de
Recuerdos de provincia (1850) en el marco de la primera generación
romántica, y el memorialismo que afecta a un gran número de escritores de la
segunda, encabezados por Mansilla (Caballero Wangüemert, 2006).
Por otra parte y dentro de los cánones habituales en las autobiografías, más
que un concepto esencialista lo que impera es un ordenarse, un construirse en
el texto a partir de recuerdos cuya selección se le impone, en ocasiones,
arbitrariamente. La narradora reflexiona al respecto siguiendo, tal vez, la
línea que Mme Agoult iniciara ya en 1865 al plantearse los problemas a los
que se debe enfrentar una autobiografía: documentación, proceso selectivo de
los datos recabados respecto a sí mismo y al prójimo, atención a la censura,
decisiones a tomar sobre el sentido al que se quiere dar preferencia en el
relato de la propia vida, intertextualidad o modelos a seguir, estructura
general del relato, pacto autobiográfico o contrato con el lector y punto de
vista enunciativo de ese yo que habla. Dice Ocampo:
Para ello y entre otras cosas, se ayuda con cartas, pero incluso entonces el
documento no es algo aislado e inapelable, con una sola lectura. Por eso, el
yo de la enunciación desde el presente va acotando y matizando. Y siempre
en función del tiempo transcurrido, desde luego, pero también en función de
los destinatarios: no es lo mismo escribir a un amigo que a una amiga, sobre
todo si esta última es Delfina Bunge, su confidente más íntima en un
determinado momento y a la que se dirigen unas cartas «absolutamente
sinceras, sí, más di colore oscuro» (Ocampo, 1991: 122).
Como recuerda Molloy, Ocampo fue una voraz lectora desde niña y gozó
de la educación privilegiada pero restringida de las clases altas
hispanoamericanas donde lo permitido siempre pertenecía al ámbito privado,
mientras que en público era obligado reprimir todo aquello que la desbordara
(Molloy, 1996: 81-86). «El gesto interceptor (materno) inesperadamente
enlaza cuerpo y lectura, los dos componentes más importantes de la escritura
autobiográfica de Ocampo» - sigue diciendo la crítica argentina radicada en
Estados Unidos (Molloy, 1996: 87)-. Y eso es verdad. Hay una manera de
«estar» respecto del primero, unos códigos de moda y costumbres que se
explayan para esta primera parte de la vida en el capítulo titulado Buenos
Aires.
Y ante ello, uno se pregunta: ¿qué sentido tiene denostar - como lo hace
una y otra vez en su Autobiografía - contra la situación de la mujer en ese
tiempo que le impide conocer y tratar al hombre con el que se casará?
¿Merece la pena subrayar la inmadurez afectiva y de todo tipo de una pareja
que construida así camina derecha hacia el fracaso matrimonial, hacia un
«guardar las formas» - como hiciera Victoria - viviendo en realidad separados
aunque bajo el mismo techo? A lo largo de la autobiografía hay muchas
referencias a estas cuestiones, ataques a una sociedad formalista y farisaica
que no deja escape alguno a la mujer decente. Algunas son muy duras:
BIBLIOGRAFÍA
«Como mujer, ella era más interesante que su obra» - afirma José Emilio
González en un artículo de homenaje (1976: 94)-. Me permito disentir. Su
trayectoria es dura y penosa: la pobreza en que se desenvolvió su existencia,
la muerte como compañera de viaje desde tan joven - los hermanillos, la
madre-, la lucha por subsistir de su trabajo siendo mujer y campesina... Sus
dos matrimonios de los que nadie habla... El amor-pasión proyectado sobre
un hombre que no estará a su altura y la abandonará... El exilio neoyorquino,
sin resquicios salvadores para mujeres como ella... El refugio en el alcohol, la
cirrosis, la muerte en el mayor abandono, el del anonimato... Todo muy
trágico, pero no original: por desgracia hubo muchas como ella. Con esos
ingredientes, no tantas construyeron una obra con la calidad, ternura y fuerza
metafórica que tiene la suya.
Por último, y en este recorrido a vuela pluma por las fuentes, quisiera
recordar cómo los lazos que ligan a Julia con Neruda fueron bien subrayados,
entre otros, por el trabajo de Carmen Vásquez sobre Poema en veinte surcos
(Vásquez, 1993: 298-312).
2. JULIA Y LA SIMBOLOGÍA: PASIÓN Y LIBERTAD. LAS ALAS
ROTAS
Pero, como ya dije, Julia está a años luz de Clara, es de una modernidad
incomparable, vanguardista. No hay más que contraponer algunos títulos de
los poemas de esta última: «soledad», «yo», «angustia», «nocturno»,
«orgullo», «nocturnos del amor y la muerte», «gloria», «credo», «retazos del
vivir sombrío»... todavía de estirpe netamente romántica, ecos de José
Asunción Silva. Y resulta obvio que la exquisitez modernista resuena detrás
de Arras de cristal.
Sus imágenes - aún más que sus títulos y no cabe duda de que algunos
bajan de nivel-, sus imágenes - decía - son francamente buenas, primigenias,
surgen a borbotones... Imposible analizarlas en profundidad. Vuelvo, a modo
de ejemplo, al poema Donde comienzas tú que se abre así:
Qué hay detrás de las alas, ese símbolo martiano fijado en el manifiesto
poético que es el pórtico de sus Versos libres y tan bien estudiado por Cintio
Vitier, entre otros, como símbolo de elevación, de esos sueños disparados al
cielo, que se adhieren y tiñen toda una serie de términos - mariposas,
pájaros... - conformadores de ese campo semántico? Lo habitual, a lo que nos
tiene acostumbrados el poeta romántico desde Baudelaire, es la dicotomía, el
doblete semántico: a los símbolos de elevación se oponen los de caída - como
ejemplificó con exhaustividad Ivan Schulman (1970)-. Aquí no sucede nada
semejante porque la mística terráquea se dispara hacia lo alto, porque ese
amor sensual y potente que, bien enraizado en la tierra - como sucede con
Delmira - parece divinizar al amado, los eleva trenzados en la tersura del ala,
que se funde con la ola.
BURGOS (1986:17)
- (1986), El mar y tú. Otros poemas, San Juan de Puerto Rico, Huracán.
(1986), Julia de Burgos: Yo misma fui mi ruta, M.Solá (Comp.). Río Piedras,
Puerto Rico, Huracán.
Arranco con esta desgarrada y concisa entrada del Diario que remite a su
dolor, ese dolor que transforma en arte (pintura y escritura) y que escenifica
hasta su muerte, que utiliza como arma para agarrar a los otros'; en definitiva
«la exhibición de la intimidad como legado artístico» (García Gutiérrez,
2005: 241). Impresionante su última exposición (abril 1953), ese homenaje a
Frida, que instala su cama en el centro de la sala y, destrozada por el dolor y
las drogas, comparte con sus amigos la macabra y ruidosa inauguración que
Raquel Tibol (2005) califica de surrealista y que su esposo describió en su
autobiografía:
DIEGO
Estoy sola.
Pero sigamos leyendo el diario desde los ojos de su biógrafa: quizá su obra
más surrealista - dice - «sea el diario que escribió desde 1944, más o menos,
hasta su muerte» (...), un conmovedor soliloquio poético compuesto por
imágenes y palabras» (Herrera, 2008: 222). En realidad, un cajón de sastre en
el que bailan sin ton ni son... «mensajes de amor para Diego, textos
autobiográficos, declaraciones de fe política, expresiones de angustia, de
soledad y de dolor y pensamientos acerca de la muerte» (Herrera, 2008: 223).
Eso sin contar con los juegos, los pasajes más lúdicos y lo pictórico que tiene
varios niveles. Incluso - continúa su biógrafa:
Un journal intime de sus últimos años, que tiene como sujeto temático y
destinatario el propio yo, en consecuencia fragmentario per se y, diríamos,
también por las hojas que consta fueron arrancadas por los amigos tras su
muerte. ¿Mitomanía? ¿Algo que ocultar? Sea como fuere, en su origen lo que
se plasma de modo transversal a través del pincel -y los distintos colores de
las grafías son más que significativos - son estados de ánimo, no sucesos.
Estados de ánimo que cuajan en el papel tanto en letra como en dibujo, con
un sentido de urgencia. Alcohol, drogas para paliar el dolor y la enfermedad
terminal son adyuvantes con los que conviene contar. La mente y el pincel
recorren sin trabas de ningún tipo la hoja en blanco, en un desahogo de la
angustia, o como divertimento - Nefertiti y otros-. Y con una técnica
relativamente simple: crear figuras a partir de borrones o salpicaduras de tinta
sobre el papel, que manipulaba después: «¿Quién diría que las manchas/
viven y ayudan a vivir?»
Naturaleza bien muerta, aunque más abstracta, con sus caras ocultas en el
jarrón o tras las flores, y el manojo de heno en forma de mano que se
derrumba, podría considerarse... «una impactante metáfora sobre la creciente
debilidad y su relación cada vez más difícil con el trabajo en sí» (Lowe,
2005: 233). Huella de pie/Huella de sol/Huella de llamas emblematiza el pie
que tanto le hizo sufrir, duplicándolo y cubriéndolo de sangre. En su
comentario Lowe sugiere que las llamas bajo el pie, «cual ave fénix, ponen
de manifiesto la tenacidad de la inquebrantable mexicana» (Lowe, 2005:
238)4.
¿Cómo ve, cómo lee Herrera los textos, la doble estructura léxica y
pictórica? Habría que señalar la capacidad de la biógrafa de simpatizar y
poner distancia a la vez, de «sentir con» y focalizar su objeto de estudio
desde cierta distancia... así será también por lo que se refiera a sus amores...
nunca se recrea en lo morboso, aún tratando de justificar ligues y lesbianismo
desde su «enorme apetito sexual» y su deseo de vengarse de las infidelidades
de ese accidente vital llamado Rivera:
¡El mito del andrógino... «unión de las almas más allá del sexo y las
mezquindades y dolores de la convivencia» (García Gutiérrez, 2005: 279) se
aleja! Creo que estas palabras de la mitad superior de la pintura que titula
Corriendo a todo dar sintetizan, sin patetismo alguno, el drama de su relación
con Rivera. En el medio, más explícitos que cualquier palabra, tres
animalillos a modo de galgos 5 en tonos marrones y circundados del verde
natural, escapan corriendo. Esta pintura culmina varias páginas dedicadas a
Diego: una emborronada y repasada en tinta negra y pintura marrón más
abstracta. Y otra, auténtica y apasionada declaración de amor, en tinta
marrón, que concluye con una letanía donde Diego «principio, constructor,
mi niño, mi novio, pintor, mi amante, mi esposo, mi amigo, mi madre, mi
padre, mi hijo» lo es todo:
Diego = Yo,
Diego Universo.
Diversidad en la unidad.
Porque Diego es una constante hasta el final: en marzo del 53 fecha unos
trazos de pintura sobre el Diario, en gris lila: «Mi Diego. Ya no estoy sola.
¿Alas? Tu me acompañas. Tu me duermes y me avivas». En el medio un
dibujo poco perfilado, una figura alada en ocres con borrones en negro que
puede ser Frida - si tenemos en cuenta otras páginas con borroncitos-.
Enfrente y seguido: «Amo a Diego. Amor»... en naranjas, verdes... llamas,
hojas y una especie de corazón negro en el centro. 21 de marzo del 54: «Amo
a Diego más que a mí misma» - dirá en una página emborronando en pluma
azul la primitiva redacción a lápiz, en una acción de gracias extensiva a sus
médicos y cuantos le cuidan. Herrera cuenta cómo se deteriora su carácter,
cómo le cansan los niños que amaba, de sus violentos cambios de humor... de
su descontrolada capacidad de herir. Tal vez ya no es ella, está demasiado
drogada, sufre sin esperanza, como lo muestra la desintegración de la grafía
en la entrada de 11 de febrero de 1954 - que por cierto, parece cortada y
pegada después-: «Sigo sintiendo ganas de suicidarme - dice-. Diego es el
que me detiene por mi vanidad de creer que le puedo hacer falta. El me lo ha
dicho y yo le creo. Pero nunca en la vida he sufrido más. Esperaré un
tiempo».
Queda para otro momento analizar despacio las cartas a Diego, al que se
lanzan ¡Vivas! junto a Stalin; reseñar hasta qué punto la acción
revolucionaria preocupa y compensa de otras limitaciones - la soledad - a
Frida. Ahora, al final de estas líneas, pienso que mi trabajo quiso abordar y
no lo hizo ciertas letanías surrealistas - palabras, palabras, palabras - o la
similitud de cierta escritura del Diario en gran medida, las cartas a Diego -
con el romance; así como estudiar la posible correlación entre estas letras y
los corridos mexicanos mediados siempre por los grabados de Posada
(Mendoza, 1974). No en vano, Frida era feliz cantando estos corridos y el
diseño de Posada, con su corte de calaveras y judas, estuvo siempre en su
obra y a la cabecera de su cama. Todo parte de la fascinación por lo popular
que, junto a lo prehispánico, compartió con muchos artistas de la época... en
su caso, con una nota muy personal, en absoluto expresión naif, sino más
bien postura consciente y calculada.
BIBLIOGRAFÍA
1. LA SINGULARIDAD DE ERNESTINA
Ernestina, pues, tiene dos ejes: la poesía pura como forma y Dios
como objetivación de la belleza, y ni de uno ni de otro se apartará.
Juan Ramón es su guía (2008: XXI).
1 de julio de 1989.
Son páginas del poema 19, «Mercado», que reviven siglos después la
aventura de otro español, Cervantes de Salazar, quien en México en 1554
lleva al verso idéntica fascinación ante un universo vital y colorista, el de los
mercados indígenas en el siglo xvi. Ese recuerdo jamás se borrará, en la
poesía de Ernestina zigzaguea hasta su último poemario, Los encuentros
frustrados: «Ya no existe el hibisco.. ./un pétalo aún fresco/ ha alojado su
huella/ en los surcos del polvo./ El encuentro fue largo;/ la fragancia persiste/
como un rastro olvidado» (Ascunce, 1991: 444).
Las otras tres secciones del libro - «Etapas del tiempo», «Tipasa» y
«Poemas con Rilke al fondo» - constituyen una miscelánea en la que
predomina el tiempo; una miscelánea que parece romper la unidad del libro",
si lo consideramos como diario autobiográfico que el lector puede rastrear
con un mínimo de esfuerzo, entresacando poemas y enhebrándolos para
revivir la trayectoria personal y de pareja. Porque el exilio y, en concreto el
corte abrupto con la patria marcado por el viaje en mar, amenaza con limar el
amor mutuo. Un motivo que aparece en dos poemas, «Alta mar» - de Primer
exilio-y «Luz en la memoria», su reescritura en los noventa en La pared
transparente. En ambos poemas, el hablante lírico en primera persona se
muestra impotente ante un mar que abre zanjas: «Y así, hombro con hombro/
nos vamos separando» (Ascunce, 1997: 354). La reescritura del poema,
pasado el tiempo, singulariza aún más el sufrimiento, el deseo de cercanía y
comunión del hablante lírico - la mujer - y concreta la mudez, el miedo, y la
vergüenza masculinas. El mar hostil y bello en el primer poema, se tornó
pared adusta, infranqueable ya para siempre.
AsCUNCE (1991: 393)
Huyeron todas las islas - precioso título tomado del Apocalipsis - se vierte
en alejandrinos combinados con el habitual heptasílabo; y vuelve a tocar el
exilio, el tiempo, la memoria, el devenir y la permanencia, la incomunicación
y soledad humana bajo el símbolo de la isla - eso son los hombres-. En cuatro
secciones articuladas se suceden las dicotomías más o menos antitéticas
plasmadas mediante símbolos e imágenes de riqueza conceptual. Las islas
son los hombres, «islas ciegas», empeñadas en rechazar el ofrecimiento
divino de amor y dulzura, «vagabundos sin raza/gitanos sin fronteras/círculos
mal trazados que no se cierran nunca» (Ascunce, 1991: 426). El mensaje es
positivo, esperanzado:
,Mujer del 27? José Ángel Ascunce así lo cree y Juan Cano Ballesta es uno
de los defensores más acérrimos (2006: 23-36, aunque parte de la crítica no le
apoya y si estudiamos su trayectoria bio-bibliográfica con imparcialidad,
tendremos que resaltar sus peculiaridades, como las de otros miembros, tal
vez. Su desarrollo es paralelo, pero independiente ya desde sus inicios. Por
otra parte, Domenchina nunca lo fue, marcó las distancias y mantuvo
rencillas y recelos hasta el final. Algo debió pesarle la actitud de su amigo y
posterior marido, a pesar de la amistad con Prados y Altolaguirre.
¿Poeta mística? Poeta religiosa sin duda, aunque tal vez no alcanzó las
cimas de quienes en los Siglos de Oro o en nuestro mundo contemporáneo
intuyeron la divinidad y establecieron ese íntimo y sabroso idilio con las
esferas celestiales. Quizá Del vacío y sus dones sea su poemario más cuajado
en este sentido, por sus recursos afines a la mística: luz/sombras, silencio/
palabras... todo un mundo de antítesis abierto a la eternidad. El pasado, cuyo
símbolo es la flor, se remoza con la lluvia fertilizante y el vacío se abre a la
eternidad, distanciándose al máximo de la nada sartreana. Una eternidad que
se avizora con cierto optimismo, a pesar de los límites que impone la
decadencia física - nuevo punto en común con el Borges de La cifra quien,
sin embargo, nunca alcanza la plenitud de la fe-. Ernestina de Champourcin
nos deja un testimonio de la aventura femenina en el siglo xx, teñida de una
búsqueda de trascendencia afín a la de un Octavio Paz o María Zambrano; si
bien frente a ellos desemboca en la alegre seguridad de haber encontrado su
meta en el Dios cristiano. Una poesía que, sin serlo, enlaza con la mejor
tradición mística pero que, por lo minoritario de su temática en décadas
pasadas, la marginó. Poetas como María Beneyto o María Elvira Lacaci
transitan posteriormente por la senda abierta por esta mujer pionera. Hoy,
abandonados los planteamientos maniqueos ¡ojalá! merecería la pena rescatar
a quien, por la calidad de su obra y la honradez intelectual, fue fiel a su
vocación de mujer comprometida con el entorno y la creación literaria, al
margen de modas efímeras.
BIBLIOGRAFÍA
Tercer asunto que debería ponerse sobre el tapete y que dejo apuntado
aunque saldrá una y otra vez en mi comunicación: «mujer y diario»... ya se
sabe, la mujer deja su huella, su tímida huella en la literatura/letra escrita
pidiendo permiso, de puntillas, desde el ámbito privado del diario o desde el
semipúblico de las cartas y la tertulia literaria. Asunto ya trillado y más desde
que monografías como la de Meri Torras Frances, Tomando cartas en el
asunto (2001), lo pusieron de manifiesto. No solo ella: Didier (1981),
Ciplijauskaité (1988), Kirpatrick (1991), Freixas (1996), Masanet (1998),
Arambel-Guiñazú y Martin (2001), Russotto (2006)... entre muchas
ahondaron en estas cuestiones. Zenobia tendrá su especificidad.
Por fin, hay que contar con las polémicas en torno a las «fronteras
genéricas» (memorias, autobiografías, diarios, dietarios), desde Lejeune
(1975, 2001...) hasta hoy: Girard (1963), Didier (1976), Beaujour (1980),
Gusdorf (1991), Loureiro (1991), Romera Castillo et al. (1993), Loureiro
(1994), Prado et al. (1994), Caballé (1995), Alberca (1996), Itti (1996),
Picano et al. (1996), Lecarme (1997), Le Rider (2000), Alberca (2000),
Kohan (2000), Salado et al. (2001), Puertas Moya (2004), Hubier (2005),
Pozuelo Yvancos (2006)... nombres que arroja una pequeña cata, fruto de mi
interés teórico por el asunto hace años. Tradicionalmente...
¿Mirada sobre uno mismo? Sí y no. Suele decirse que los diarios
masculinos son egocéntricos y los femeninos relacionales. Aquí la norma se
cumple: el destinatario es ella misma, pero la mirada campea sobre los demás
desde su interés prioritario: Juan Ramón, siempre Juan Ramón, eje sobre el
que pivota la vida de una mujer racionalmente enamorada, consciente de los
límites del otro, de su egoísmo patológico, de su neurastenia. No en vano
inicia el primero - Vivir con Juan Ramón - el 12 de febrero de 1916, al recibir
a su novio en Nueva York en el borde de la boda (2-III-1916). Continuará a
partir del 37 ya en el exilio, en 18 libretas que llegan hasta su muerte. Pero
nunca piensa en cambiar el eje, su punto de mira. Aunque le suponga romper
moldes previsibles: suele decirse que el diario proviene de una concienzuda
lucha contra la muerte, anclada en el deseo de inmortalidad. En absoluto es
así en esta mujer, que en la recta final de su existencia marcada por el cáncer,
desea vivir por/y para el otro:
Que se inquieta por dejarle organizada la vida cuando ella no esté -y de ahí
el proyectado viaje a España, las cartas a Paco Hernández Pinzón-. Grillo
concluye aseverando... «cómo Zenobia desaparece detrás de un nosotros que
la incluye solo de reflejo y de un él omnipresente, que pide y obtiene una
centralidad que, paradójicamente casi llega a excluir a la misma diarista»
(Grillo, 2001: 74). No estoy de acuerdo con la conclusión: esta es una mujer
que maneja su vida, eso sí, dentro de unos parámetros que ha elegido y
mantiene imperturbable hasta el fin. Para ella, la obra de Juan Ramón es su
obra, el objeto de su vida: «He luchado ya tantos años en una cosa y otra -
dirá en una entrada de 18 de mayo del 54 - que ya solo quiero, con verdadera
ansia, ayudar a J.R. a editar sus libros» (Camprubí, 2006: 51).
En las actas ya citadas, Nuria Pérez plantea una tesis que tiene mucho que
ver con el título de su ponencia - «Zenobia Camprubí o la identidad cautiva:
la autobiografía del otro»-: «sus diarios reproducen un discurso ajeno en el
que su marido asume pleno protagonismo y en el que ella será solo el Otro»
(Pérez, 2001: 59). Y lo demuestra subrayando las estrategias lingüísticas -
oraciones causales, consecutivas, subordinación gramatical... - que le
permiten concluir:
BIBLIOGRAFÍA
1988: 148
Mamá, mírame, estoy aquí, mamá, soy tu hija, mamá mírame con
tus ojos castaños, mamá no te vayas, cómo te detengo, no puedo
asirte, mamá, díme que me oyes, no me oyes ¿verdad? ¿A quien
escuchas dentro de ti con esa mirada ausente? ¿Quién te habita? ¿por
qué no soy yo la que te importo? (Poniatowska, 1988: 248).
La madre como objeto de deseo, el texto como declaración amorosa «de
Poniatowska hacia su madre, ausente en su infancia» - dice Bados-Ciria
(2001: 272) - y habría que matizar esa afirmación: ¿Mariana es Poniatowska,
o se trata más bien de un ser ficticio tras el que se escudan reminiscencias
autobiográficas, como es habitual en la autoficción? Lo veremos en el último
epígrafe. Pero sea quien sea, la relación textual entre madre e hija es
obsesiva:
Moderna - fuma-, elegante «cada día con un vestido diferente, una bolsa
diferente, unos ojos diferentes. Los vestidos son de Schiaparelli y son
divinos, dirán di-vi-nos» (Poniatowska, 1988: 43). «Lleva puesto el sombrero
de paja con el listón negro, el del ramo de lilas, el del velito de tul, el
anaranjado, la toca de terciopelo vino, el bonete de mink, la gorra vasca, el
fieltro de viaje (...). J'ai une téte á chapeaux, afirma mamá y es verdad»
(Poniatowska, 1988: 86). La enumeración caótica, con su golpeteo de
imágenes visuales, pone ante los ojos del lector un modelo social, una mujer
de mundo progresivamente incardinada en el México posrevolucionario, pero
siempre inasible. Y siempre en la óptica de Mariana:
Yo era una niña enamorada como loca (...), el solo verla justificaba
todas mis horas de esperanza (Poniatowska, 1988: 55).
No podía ser de otra manera si, como dijera Casilda - su mejor amiga-,
«para Mariana, amar es convertirse en la persona amada» (Poniatowska,
1988: 251). Pero la narradora sabe que ese mundo de tradiciones en el que se
educó está abocado a la soledad y la tristeza; herencia de mujeres-
invernadero que se autofagocitan en un estéril juego de espejos. Por eso, la
Flor de Lis se cierra con la misma interrogación de siempre: «mamá, la
tristeza que siento, ¿esa dónde la pongo? ¿Dónde mamá?» (Poniatowska,
1988: 324).
Amo esta plaza, es mía, es más mía que mi casa, me importa más
que mi casa, preferiría perder mi casa. Quisiera bañarla toda entera a
grandes cubetadas de agua y escobazos, restregarla con una escobilla
y jabón, sacarle espuma, como a un patio viejo, hincarme sobre sus
baldosas a puro talle y talle y cantarle a voz en cuello (Poniatowska,
1988: 61-62).
-Sí soy.
-Es que no pareces mexicana.
-Gringa.
-No se te ve.
[...] flores, flores, flores, siempre flores que tía Francisca arregla a
grandes manojos (...). Esas mujeres que van relevándose en cambiar
el agua de las ánforas son mis antecesoras; son los mismos floreros
que van heredándose de madre a hija (...). A diferencia de las flores
de mi bisabuela, de mi abuela, de mi madre, mi tía, las mías serán de
papel. Pero ¿en dónde van a florear? (Poniatowska, 1988: 104).
Durante siete años, día a día se ceban las perritas, engordan las
cochinitas, se van trufando las gansitas, se les hacen hoyitos en los
codos y en los cachetes, llantas en las piernas; tienen papada, sus pies
son dos mullidos cojines para los alfileres; pesan tanto que solo
Nounou las aguanta. Tambaches de proteínas, de agua, de leche
enriquecida, de grasa blanda como mantequilla civernesa, de crema
espesa de vacas contentas, de jamón de Westphalia, petit-suisses,
quesos crema, todo ello para que las dos muñecas de yema de huevo
y de azúcar caramelizada se liberen de tanta bonanza, vaciándola
sobre la alfombra de la Nursery (Poniatowska, 1988: 19-20).
Por último, un apunte sobre algo que me parece curioso: hay un momento,
casi al final de la novela en que desaparece la primera persona. Son solo un
par de páginas de ¿autor en el texto, tal vez? Focalización externa, narrador
omnisciente que focaliza a Mariana como parte de una estela de mujeres
aureoladas por la soledad:
La Flor de Lis podría corresponder a ese género tan de moda desde que
Doubrovski (1993) lo definió en el 77: la autoficción. Género híbrido,
ficcional y autorreferencial, que asume los códigos de la autobiografía
relativizándolos. Un procedimiento seductor para reinventar la propia vida6;
porque de hecho se inventa una personalidad y existencia - la de Mariana -
pero conservando muchos rasgos de su identidad real - la de Elena
Poniatowska:
En esos dos libros, sobre todo en Lilus Kikus hay, al principio,
elementos autobiográficos (...). Ciertas circunstancias de mi vida
coinciden con algunas que forman parte de las historias narradas.
Como le decía antes, creo que uno escribe siempre a partir de su
realidad (Roffé, 2001: 149).
Incluso, si uno sigue husmeando descubre que «El retiro» es una historia
retomada por la madre de la escritora, Paula Amor Poniatowska, en sus
propias memorias, que la hija tradujo - no olvidemos que es francesa de
origen mexicano - bajo el título No me olvides (1996). Un pequeño detalle de
manejos intertextuales que demuestra las continuas interferencias entre vida y
literatura. Y que aboga por la literariedad de La Flor de Lis. Un texto en el
que la autora ha vertido su esquizofrenia cultural, compartiendo con el lector
la angustia de encontrar su destino.
BIBLIOGRAFÍA
Una gran señora, una madre distinta: «fuiste una madre seductora - más
seductora por lo distante - y yo literalmente te adoraba» (Tusquets, 2001: 35).
Acercamiento de la niña que fue y repulsa de la mujer adulta en que se ha
transformado la narradora. Por ello la adoración convivirá con las carencias.
Y las carencias maternas tienen mucho que ver con la incapacidad de amar al
marido, a los hijos. Hijos que necesitaban... «que nos considerara
extraordinarios, que se nos comiera a besos» (Tusquets, 2001: 35). Hijos que
sentían que «nunca (...) por mucho que me aplicara, lograría tu aprobación»
(Tusquets, 2001: 37). Hijos que por fin descubren... «algo más grave y por
igual irreversible, y era que tampoco nunca, por mucho que nos
esforzáramos, ibas a permitir que te hiciéramos feliz (ni siquiera íbamos a
verte contenta...)» (Tusquets, 2001: 38)2.
Con sus nueve novelas, cuatro libros de cuentos y dos volúmenes de cuño
autobiográfico: Recuerdos de otra persona (1996) y Con mi madre (2001),
Soledad Puértolas es uno de los valores de la narrativa española actual, como
parece demostrar la concesión del XXI premio Anagrama de Ensayo a su
libro Con la vida oculta (1993). La suya es una carrera consolidada. En esta
recta final de mi trabajo, quisiera centrarme en sus volúmenes
autobiográficos, muy útiles para la representación propia - la narradora se
desdobla en protagonista niña o mujer - y la ajena: en este caso, la madre.
7. EL «REPRESENTARSE»: EL YO DE LA NARRADORA
La hija está siempre presente como narradora, pero lo está también desde
la primera página como personaje ligado a la madre, como caja de resonancia
de sus alternativas sentimentales ante las que reacciona describiendo su hoy
o, muy proustianamente, recogiendo sus recuerdos y consagrándolos para la
posteridad al dibujar su propia imagen junto a la imagen materna. Por ello,
me gustaría elegir el fragmento tercero - no son verdaderos capítulos al no
estar numerados ni responder a una diacronía o estructura interna - que lleva
por título «Antes de la muerte de mi madre», para caracterizar a la narradora
adulta.
BIBLIOGRAFÍA
«La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las
flores» (Woolf, 1975: 9): esta frase que abre la novela, enlaza también con las
otras dos historias y con el problema que las aglutina: la insatisfacción de la
mujer, el otro gran tema de la película, en realidad el punto de partida de la
mitificación feminista de la Woolf. En la pantalla, esa insatisfacción es un
rumor de fondo en la mujer de la segunda historia - cronológicamente
hablando - que vive en Los Ángeles y espera su segundo hijo mientras se
alimenta con la lectura de Miss Dalloway. Tras un intento de suicidio que no
tiene agallas de consumar, vuelve a su casa. Es una mujer de muy pocas
palabras y mucha expresividad en el rostro; el espectador está viviendo el
patético contraste entre su angustia y la alegría del rutinario marido, feliz y
orgulloso de su familia, y sin oler siquiera la crisis de su mujer.
He abierto este trabajo con una cita de Virginia Woolf: «Es fatal para el
que escribe pensar en su sexo» - dice en su celebérrimo ensayo del 29 que se
ha traducido como Una habitación propia, Un cuarto propio, en la traducción
de Jorge Luis Borges para Alianza (2003). Ella se lo aplicó a sí misma y su
lucha con la palabra nos dejó obras imperecederas. Ahora bien: ¿por qué es
fatal para el que escribe pensar en su sexo? ¿Puede la mujer occidental, más
aún la mujer hispanoamericana llegada tarde al banquete de la escritura,
permitirse el lujo de no pensar en su sexo al volcarse sobre el papel o el
ordenador en blanco? Es un asunto irresoluble, supongo, y desde luego de los
que se le van a uno de las manos como el agua entre los dedos. Dándole
vueltas, he releído durante estos días a Virginia y he recordado la admiración
-y las discrepancias también - que confie sa sentir por ella una gran escritora
puertorriqueña, Rosario Ferré, quien publicó en Alfaguara su última novela -
por el momento - con el título El vuelo del cisne (2002). Me limitaré,
entonces y desde la obligada prudencia, a releer alguno de sus textos
ensayísticos, en los que metatextualmente comenta la creación literaria
femenina y la suya propia. Por supuesto que para ello son básicos los 13
ensayos de Sitio a Eros (México, 1980), que se reeditaron en el 86 con dos
nuevos añadidos. A mí, sin embargo, me interesaron más sus palabras en La
cocina de la escritura - conferencia fruto de su participación en un congreso
durante los ochenta (González y Ortega, 1984) - y desde luego su librito El
coloquio de las perras que, tras su salida como primicia en la revista
Quimera, se publicó como tal en la Isla (1990). Creo que ambos textos deben
considerarse, a la luz de la intertextualidad, como una relectura de Un cuarto
propio. Y eso me propongo hacer ahora.
1. EL GENOTEXTO WOOLFIANO
Ahora bien detrás de anécdotas más o menos irrelevantes, siguen en pie las
paradojas que van abriéndose en progresivos círculos concéntricos: ¿tienen
ustedes la menor idea del número de libros sobre mujeres que se publican en
el curso de un año? ¿Tienen ustedes la menor idea de cuántos son escritos por
hombres? ¿Se dan cuenta que ustedes son, tal vez, el más discutido animal
del universo?» (Woolf, 2003: 32). Es lógico que así sea, porque los hombres
están constatando un inquietante fenómeno y es que las mujeres se les
escapan; esas mujeres que desde hace siglos... «han servido de espejos
dotados de la virtud mágica y deliciosa de reflejar la figura del hombre, dos
veces agrandada» (Woolf, 2003: 42). Por eso le es tan necesaria la mujer al
hombre. E irónicamente despliega esta idea mediante la ampl catio:
Y ello fue así incluso entre los grandes intelectuales que recibieron de las
mujeres el estímulo, una renovación del poder creador que solo el otro sexo
puede otorgar.
Las cosas han cambiado desde los tiempos de Virginia: aunque seguimos
siendo «el más discutido animal del universo» (Amorós, 1997; Camps, 1998;
Haaland Matláry, 2000; Aparisi y Ballesteros, 2002...), la perspectiva ya no
es masculina, o no lo es prioritariamente: Ahora son las mujeres quienes, tras
saltar a la primera plana de la creación literaria, escriben sobre la mujer en
todas sus facetas (Franco, 1993; Fe, 1999...). Ello me obliga a volver a
enganchar con las palabras que abrían mi artículo «es fatal para el que escribe
pensar en su sexo». Porque esas mujeres que, a duras penas se han abierto
paso en un campo donde jamás estuvieron presentes como seres reales
(Borderías, Carrasco y Alemany, 1994; Bel Bravo, 1998; Nuño Gómez,
1999...) y, sí, por el contrario, fueron vapuleadas una y otra vez por los
hombres que las erigían en su obsesivo tema literario - vease el romanticismo
y la narrativa realista.. .- no pueden evitar pensar en su sexo, no quieren
evitar escribir desde su sexo cuando ¡al fin! irrumpen en la literatura. Sobre
todo teniendo en cuenta que lo hacen desde los márgenes, casi siempre sin
esas «500 libras y el cuarto propio» exigidas por la Woolf como requisito
imprescindible para abrirse paso: «para escribir novelas, una mujer debe tener
dinero y un cuarto propio» (Woolf, 2003: 8) - había planteado de entrada-.
Afortunadamente es su caso. Por ello continua:
2. LA COCINA DE LA ESCRITURA
Por fin, la conferencia entra en su recta final y Ferré - bajo ese epígrafe,
«conclusión», que es la cuarta parte de su texto- vuelve a ponerse bajo la
égida nunca olvidada de la Virginia de Un cuarto propio. Volvemos al tema
que las unifica: la literatura femenina. Si la inglesa se preguntaba por «las
mujeres y la novela», la puertorriqueña sigue en la misma línea, tal vez
afinando algo más su interrogante:
Hasta aquí todo parecía coherente; ahora se abren las fisuras aludidas
porque, si bien no existe una escritura femenina, - dirá - hay temas femeninos
ligados a la realidad de la mujer siempre en contacto... «con las misteriosas
fuerzas generadoras de la vida» (Ferré, 1984: 154) Una realidad de doble filo:
por un lado, implica un misterio que en las sociedades primitivas le hizo
distinta y temida y, por el otro, coarta las posibilidades profesionales de la
mujer actual. Aquí, como en otros pasajes, aparece la sombra de Simone de
Beauvoir, una sombra muy poderosa y que, tal vez, habría que analizar con
detenimiento.
Las tornas han cambiado de Virginia a nuestros días. Ahora son ellas, las
mujeres escritoras, quienes se permiten no solo hablar de su literatura, sino
enjuiciar y cuestionar a los hombres. En ese sentido, este librito es respuesta
y desmentido a su progenitora y así hay que verlo, como parte de esa crítica
literaria femenina e hispanoamericana que va permitiéndose ¡por fin! romper
las ataduras respecto de la vieja Europa; y es capaz de enfrentarse a la doble
marginación que la mujer de este continente ha venido sintiendo. En esa
línea, supone un rotundo mentís a los que ningunean la crítica literaria propia
llevada a cabo por las mujeres del Nuevo Mundo. El asunto -... «si existe hoy
un cuerpo de crítica válido compuesto por féminas» (Ferré, 1990: 44) - se
aborda limpiamente en la recta final de este ensayo. Por cierto que se lleva a
cabo desde un esquema interrogativo, lo que implica una reelaboración
intertextual, un diálogo con el famoso texto de Virginia Woolf que nos está
sirviendo de punto de partida de estas reflexiones.
Por esta última cuestión ataca Ferré en un trabajo que, desde el título pero
también en el interior (Ferré, 1990: 11-14), remite a Cervantes del que
arranca para conversar sobre la «verosimilitud de la ficción», quejándose de
la misoginia demostrada por el gran escritor en el Coloquio... A partir de ese
momento, un par de «perras» - término y realidad del reino animal tras el que
se ocultan Ferré y una desconocida escritora hispanoamericana - van
haciendo desfilar a sus colegas, los «perros» de Hispanoamérica. ¿Con qué
sentido? Discutir la famosa igualdad entre hombres y mujeres, por un lado, y
la suficiencia o no del sustrato para que florezca la creación literaria en
Hispanoamérica, por el otro. Oigamos lo que tiene que decir Fina/Ferré:
La indignación pone punto final a esta primera parte y abre una segunda
que implica subversión. Porque ahora se trata de ver... «la imagen equívoca
que de los hombres nos ofrecen las novelas de las féminas» (Ferré, 1990: 39).
Es decir las mujeres opinan, ¡vaya que si opinan! y se permiten invertir una
focalización de siglos, erigirse en jueces de esos hombres para los que nunca
existieron más que como estereotipos desdeñables. La Isla es el terreno ideal
para esa indagación, hay un boom de escritura femenina (Acevedo, 1991).
Pero Ferré, a fuer de objetiva, debe reconocer que las escritoras isleñas no
son precisamente Virginia Woolf, no tanto por la calidad, como porque
adolecen del mismo problema que los hombres: son incapaces de incluir en
sus personajes... «una mezcla de características sui generis, que podría
pertenecer tanto al hombre como a la mujer, y que los hacen profundamente
individuales y humanos» (Ferré, 1990: 39). En consecuencia, las mujeres -
como antes los hombres - caen en el estereotipo a la hora de crear sus
personajes:
Aún así, cabe destacar a una serie de escritoras puertorriqueñas como Ana
Lydia Vega, Carmen Lugo Filippi o Magali García Ramis. La dos primeras,
feministas agresivas, lideran la revuelta contra la explotación sexual femenina
y la violencia doméstica. La narradora las sitúa en medio de la manifestación
de «perras» que engloba asimismo a políticas, como la vieja alcaldesa Fela o
la hija de Muñoz Marín. Prueba inequívoca de la presencia femenina en la
intelectualidad y la vida pública de la Isla, una realidad incuestionable que
refleja el paso de los años y el cambio de estatuto para la mujer.
Ala vista de ese plantel de mujeres ¿qué pasa con las historias de la
literatura hispanoamericana? ¿Hasta qué punto han reconocido e incorporado
ese corpus de narradoras? La respuesta es previsible, aun así no por eso
menos decepcionante. A lo largo de una página se pasa revista a los textos
canónicos (Anderson Imbert, Rodríguez Monegal, Lafforgue, Brushwood,
Rodríguez Alcalá, González Echevarría, F.Alegría, Rama...) para comprobar
que la instancia femenina no tiene una impronta llamativa. ¿Soluciones? Las
mujeres hispanoamericanas que se dediquen a las tareas críticas deberían
trabajar sobre textos femeninos: «debemos celebrar siempre los méritos de
nuestros textos, a la vez que ejercemos una crítica discreta y solidaria de los
mismos» - dice Fina/Ferré -. Pero Franca/Ferré - porque en realidad la
escritora se refracta casi de modo esquizofrénico entre las dos perras, son las
dos mitades de su ser las que dialogan - teme al sectarismo que implica
repetir una dinámica de exclusión del otro, del distinto; una dinámica de
siglos digna de ser superada:
Algo que empieza a lograrse y que está mucho más en la línea de lo que
proponía Virginia, ya que salva la ira. Después de todo Ferré nunca olvidó su
fascinación por la escritora inglesa. En apariencia tan distantes, sus escritos
tienen algo en común, lo autobiográfico. En el caso de Ferré, ese
autobiografismo siempre estuvo ahí y parece haberse incrementado en cada
nuevo relato, novela a novela: Papeles de Pandora, Maldito amor, La casa de
la laguna, Vecindarios excéntricos - por entresacar algunos de sus textos más
populares - no hacen sino dar vueltas a una vida turbulenta que va
adquiriendo poso con los años, reviviéndose a través de la memoria y de la
página escrita (Ortega, 1991: 205-214). Precisamente hablando con julio
Ortega, confesará la religación con su musa:
BIBLIOGRAFÍA
(2003), Un cuarto propio. Trad. de Jorge Luis Borges, Madrid, Alianza (e.o.
1929).
1. «PASIÓN DE HISTORIA» EN LOS TEXTOS DEL
SIGLO XX ISLEÑO
Vamos a verlo un poco por encima, porque solo pretendo dejar esbozadas
unas cuantas ideas que pueden completarse en cualquier manual de literatura
puertorriqueña del siglo xx (Caballero, 2008: 265-282). Lo cierto es que
desde el 98 hasta aquí la literatura nunca perderá de vista la realidad
históricosociológica inmediata, y en consecuencia la historia cotidiana pasará
a los textos, con excepción del tardío y efímero moder nismo. Digamos que
desde la renovación narrativa que supuso la generación del 50 - liderada por
René Marqués y en la que se encuadran nombres como Pedro Juan Soto, José
Luis González, Vivas Maldonado, Emilio Díaz Valcárcel y otros- el tema
favorito es la Isla: una Isla ocupada por los americanos - o así lo denuncian
los textos, estableciendo una amplia distancia respecto del estatuto de Estado
Libre Asociado, una falacia falsamente democrática según ellos-. Una Isla en
plena industrialización con las consecuencias alarmantes que conlleva: éxodo
del campo a la ciudad - por ello la narrativa será fundamentalmente urbana-;
exilio a Nueva York -y en adelante la «guagua aérea» en palabras de Luis
Rafael Sánchez será una presencia constante en el cielo caribeño y en los
textos de Puerto Rico; y seres humanos desquiciados ante la reformulación de
los roles masculino/femenino y la transformación revolucionaria de creencias
tanto religiosas - llegan las sectas con el protestantismo norteamericano -
como sociológicas en general. La denuncia es explícita en un cuento de
Marqués que se titula En una ciudad llamada San Juan. El protagonista, un
puertorriqueño que vive en Nueva York, pasea por la Isla durante unas breves
vacaciones, mientras le da vueltas a la cabeza:
El dúo alzó la vista hacia las olas y divisó la cabeza encrespada del
cubano detrás del tradicional tronco de naufrago (...).
[...] los defensores de María no han podido hacer otra cosa que
representarla históricamente como un ser sufrido, secundario, casero,
y las que no queríamos ser así sabíamos desde niñas, muy adentro de
nosotras, que ella no podía ser nuestro modelo, que no había otro
camino excepto dejar de admirarla y quererla (García Ramis, 1995:
67).
Personalmente creo que García Ramis tiene más fuerza en los relatos de
final feliz. Estoy pensando en «La Vida Pequeña de Juana Marchena», no
solo por la plenitud vital que narra, sino sobre todo porque es una defensa de
la maternidad, lo que supone una evolución llamativa, agresivamente opuesta
a los planteamientos del primer feminismo que caracterizó a las mujeres de la
generación del setenta (Ferré, Nolla y la misma Magali). La maternidad se
plantea como fruto de una decisión consciente y premeditada, como una
vocación sentida y vivida hasta las últimas consecuencias:
BIBLIOGRAFÍA
(2008), «La narrativa del Caribe en el siglo XX. II. Puerto Rico», en Historia
de la literatura hispanoamericana. Tomo III. Siglo XX, Trinidad Barrera
(Coord.), Madrid, Cátedra, 265-282.
(1986), Felices días tío Sergio, San Juan de Puerto Rico, Antillana.
(1995), Las noches del Riel de Oro, Río Piedras, Puerto Rico, Cultural.
(1995), «La vida pequeña de Juana Marchena», en Las noches del Riel de
Oro, Río Piedras, Puerto Rico, Cultural, 41-52.
(2005), Las horas del Sur, San Juan de Puerto Rico, Callejón.
MARQUÉS, R. (1983), En una ciudad llamada San Juan, Río Piedras, Puerto
Rico, Cultural, 50 ed. (E.o. 1960).
¿Por qué el Martín Fierro? No hace falta ir demasiado lejos para encontrar
un hilo de conexión con el poema más popular del Cono Sur: claridad,
contacto directo con lo real-inmediato y retorno a la fuente coloquial del
habla, al lenguaje de la tribu (Valente/Ibáñez Langlois, 1992: 241-244). Pero
existe un detalle biográfico tangencial que apunta a la posible vía de entrada:
la fascinación que su hermano, el gran poeta Nicanor Parra, sentía hacia el
poema de Hernández certificada por otro poeta chileno, Ibáñez-Langlois:
Violeta como agente involuntario del mal. Tal vez esto tenga que ver con
la estigmatización de su persona que ha plasmado unos versos antes: «de tal
palo, tal astilla/ se dequivoca el refrán» (Parra, 1998: 37). Por contraste con el
hermano admirado que, en su opinión, reencarna los valores de la estirpe, la
cantautora marca la distancia con la suya: se presenta como rebelde, un ser
criado en contacto con la naturaleza y alérgico al colegio - «mejor ni hablar
de la escuela/ la odié con todas mis ganas» (Parra, 1998: 68)-. Estamos lejos
del romanticismo en que escritores como Sarmiento o Chateaubriand
rescataban antepasados gloriosos que les avalaran. La gesta de Violeta es
voluntariamente marginal. Más aún: el sema que preside todos los demás,
hasta el punto de sellar su infancia y adolescencia, es la fealdad. Las secuelas
de la «peste» la desfiguran haciéndole perder «su bonitura y candor» (Parra,
1998: 47):
Misión que no será sentida como suficiente para justificar su abandono del
papel materno. Tal vez porque valora la familia, porque canta y se une a sus
hermanos desde niña; o porque arropa a sus hijos tras los dos años de
ausencia: «Mas hoy están con su mama - dirá-/ con todos en una cama/
disfruto de su presencia» (Parra, 1998: 184). En ese contexto, la previsible
muerte de la menor, Rosita, se le comunica al oyente/lector como de pasada:
«Por último les aviso/ que Dios me quitó mi guagua/ y echó a funcionar la
fragua/ que tiene en el Paraíso» (Parra, 1998: 184). Como sucedía en el
velorio anterior, en el tratamiento de este suceso conviven y se oponen dos
puntos de vista: por un lado el de la madre, que se culpa inconsolable por el
abandono de su hija y considera la muerte de la niña como justo castigo a su
pecado; y por otro, la visión beatífica de la muerta recibida con ternura en el
Paraíso por un Dios bueno rodeado de sus querubines y por la Virgen del
Carmen - la patrona de Chile - que «te ha de cuidar con desvelo» (Parra,
1998: 186). El introductor inmediato es un ángel cuyo punto de vista se
confunde con el de la madre. Se trata, tal vez, de las cinco décimas con más
lirismo de toda la Autobiografía:
PARRA (1998: 185)
BIBLIOGRAFÍA
El amor que da sentido a una vida; el texto continúa así: «amábamos con
una pasión insaciable que usted no se atrevió ni siquiera a imaginar por
miedo de saber lo que nosotros sabíamos de sobra que era ardua y efímera
pero que no había otra, general, porque nosotros sabíamos quiénes éramos
mientras él se quedó sin saberlo» (García Márquez, 1975: 270-271). Tímido
intento de escapar al fatum que el narrador reserva exclusivamente a los
humildes.
Hay una línea de soledad que recorre la obra del colombiano desde El
coronel no tiene quien le escriba hasta El general en su laberinto,
estableciendo estrechos vínculos entre sus personajes masculinos casi
siempre militares o afines al poder. Pero la figura solitaria teñida de dignidad
del primero, con su eterna y estoica espera, difiere radicalmente del desgarro
patético con que vive su desesperanzada soledad el último. Exactamente igual
que hay una buena distancia entre la rotunda perfección de la novelita
publicada en el 61 - una obra maestra en su laconismo heredado de
Hemingway - y la reiteración de lo ya visto en la novela que en el 89 recrea el
personaje de Bolívar, el libertador. Un Bolívar que no cesa de repetir: «Yo
estoy viejo, enfermo, cansado, desengañado, hostigado, calumniado y mal
pagado» (García Márquez, 1989: 209) Tal vez por eso gusta de andar
desnudo en la novela, ya que el novelista lo ha despojado de su gloria y de las
máscaras que la historia oficial tejió: desechará la imagen de «general a la
francesa» para descender a la vida cotidiana del caribeño desconfiado,
arbitrario y supersticioso. Los sueños, punto en común con otra novelas del
colombiano, le perturban. Sueños de destrucción, caos y muerte porque,
como para Borges, para el general la vida es un laberinto en el que no existe
brújula. Ni siquiera la mujer, con la excepción de su amante Manuela, supone
algo más que el receptáculo de una desaforada y rutinaria sexualidad que le
acompaña hasta la vejez.
«Es una burla del destino», dijo el mariscal Sucre. «Tal parece
como si hubiéramos sembrado tan hondo el ideal de independencia,
que estos pueblos están tratando ahora de independizarse los unos de
los otros».
«No repita las canalladas del enemigo» - dijo - «aun si son tan
certeras como esa» (García Márquez, 1989: 46).
El tono elegíaco por la añoranza del poder perdido se combina con una
actitud solitaria, introspectiva: es un ser sin rostro, cuyos «ásperos rizos
caribes se habían vuelto de ceniza» (García Márquez, 1989: 12) y que arrastra
soliloquios. La decadencia de los objetos no es sino reflejo de la suya; una
decadencia física que tiene mucho que ver con las alternativas climáticas de
la naturaleza. Gabo vuelve ahora al recurso escritural que utilizara con
maestría en El coronel no tiene quien le escriba. Allí octubre es un mes
aciago en el que «el coronel experimenta la sensación de que nacían hongos y
lirios venenosos en sus tripas» (García Márquez, 1986: 49). También el
general Bolívar sufre de fiebres pertinaces y vómitos desgarradores entre los
caños de la Ciénaga Grande, «lentos y calurosos y (que) emanaban vapores
mortíferos» (García Márquez, 1989: 245).
Por lo que se refiere a Alina, Nani su marido vive con el terror de que
cumpla su amenaza si no se aparta de la violencia. La amenaza aparece en las
primeras páginas: «El día que quede embarazada te voy a dejar, porque no
quiero que a mi hijo lo maten por llevar tu apellido» (Restrepo, 2001: 41) ; y
estalla a mitad de la novela, en lo que supone su clímax: «Alina le entrega al
Nani el certificado del laboratorio y sale del despacho después de soltar su
última y única frase: un muerto más por culpa tuya, y me voy» (Restrepo,
2001: 139). El fatum hará imposible la salvación: el duro de la película irá
trampeando, perderá el poder usurpado por otro miembro del clan y - como
dirá el coro-... «el propio Mani terminó dando la vida por defender la de
Alina y el niño» (Restrepo, 2001: 315); ese hijo que no conocerá y que,
paradójicamente, tendrá el color amarillo de sus enemigos y llevará el
apellido de su abogado.
-Es la tensión.
-¿La sospecha?
Por cierto que este narrador se mueve en dos tiempos: el del relato primero
con que se abre la novela y que corresponde al presente de la historia, y el
pasado que se lleva al texto mediante las consabidas analepsia o flashback a
partir del fragmento o capitulillo cuarto. Porque la novela, muy a tono con la
posmodernidad, está estructurada en pequeños fragmentos o capítulos sin
numerar. Algunos son muy breves, casi siempre los que corresponden al
presente de las dos familias; los que recrean el pasado y nos dan los
antecedentes familiares de la tragedia veinte años atrás suelen tener mayor
número de páginas.
Esos ojos que observan al modo del coro griego que Gabo utilizó en su
Crónica... permanecerán hasta el final. Aún así, el testimonio personal no será
absolutamente necesario. Progresivamente el pueblo se adueña de la historia
y la cuenta a modo de leyenda hasta estallar en el último capítulo,
excepcional por su longitud - doce páginas en mi edición-. Ahora es el
narrador el que apostilla en contrapunto, pero el coro lleva la batuta. Y es que
no hay certezas en la posmodernidad, el sentido - la verdad de la historia - se
construye entre todos. Vox populi, vox Dei - decían los clásicos-. Partiendo
de otras perspectivas y con un sentido metaliterario, ese coro griego, esa
muchedumbre popular indaga y construye una historia alrededor de unos
personajes que mitifica, creando toda una leyenda que pasa a configurar el
imaginario colectivo de la nación colombiana.
3. A MODO DE REFLEXIÓN
BIBLIOGRAFÍA
¿Por qué tal éxito? Uno especula, con esa filosofía de andar por casa
avalada por la formación literaria, y concluye que en todos los tiempos y
culturas el hombre quiso inquirir acerca de sus orígenes, del sentido de su
vida. No se resignó a no saber. Si a eso unimos que Europa es culturalmente
grecorromana yjudeocristiana, no sorprenderá encontrarse con la Biblia, el
libro de los libros incluso para agnósticos como J.L.Borges. Que, como es
bien sabido, se abre con el «Génesis», arranque de la historia de la
humanidad cifrada en la escritura. Ese relato (creación, pecado y culpa) con
la subsiguiente pérdida del mítico paraíso, fascinó a los hombres; escritores
como Milton - Paradise Lost (1658) - dieron fe de ello. Ese relato, que pesa
todavía hoy en el subconsciente colectivo, ha lastrado a la humanidad que
desde siempre planteó la utopía como un retorno a los orígenes, al paraíso
perdido. Por lo que se refiere a Hispanoamérica, Aínsa (1977) y un largo
etcétera escribieron sobre la utopía como motor de la conquista americana,
como proyección de las mentes europeas desde el humanismo - Moro, Utopía
(1518)-; bien sean «insulas» virginales, misiones jesuíticas, o las utopías
socialistas del xix - falansterios y demás, marxismo y su cielo en la tierra,
etc.-. El tema retorna una y otra vez a la novela: Eca de Queiroz (1930),
López de Haro (1939), Jean Effel/Camilo José Cela (1968), Francisco Muñoz
(2006)... incluso una notable escritora, Amélie Nothomb acaba de presentar
en marzo su última novela titulada Ni de Eva ni de Addn (2009). Por no
hablar del cine, que dejo aparte pero obviamente también lo trató.
Por ello, cuando Mercedes me urgió a traer algo a este congreso recordé la
presentación el pasado curso en mi Facultad de Filología de El infinito en la
palma de la mano (2009). Una novela escrita por Gioconda Belli (1948),
nicaragüense nacida en Managua, mujer comprometida con su país,
beligerante sandinista y militante del Frente de Liberación Nacional lo que le
llevó al exilio mexicano y costarricense hasta la caída de Somoza.
Desempeñó diversos cargos en el gobierno revolucionario, una vez tomado el
poder en su país, hasta el distanciamiento con Daniel Ortega que de nuevo la
lleva al exterior (Santa Mónica y Los Angeles en Estados Unidos), en un
paralelismo que habría que matizar con Isabel Allende y otras. Formada en la
izquierda, en un país con poetas de claro compromiso religioso y político
como Ernesto Cardenal, confiesa admiración por Coronel Urtecho a quien
dedica Waslala (1996), la tercera de sus novelas tras La mujer habitada
(1988) y Sofía de los presagios (1990), que obtuvieron inmenso éxito de
ventas. No obstante, su actividad de narradora sucedió a una larga vida de
poeta consagrada por varios premios: Sobre la grama (1974), Línea de fuego
(1978, Premio Casa de las Américas), Truenos yArcos iris (1982), Amor
insurrecto (1984), De la costilla de Eva (1986), El ojo de la mujer (1991)...
De otro modo más sutil pero no por ello menos verdadero, reelaboración
intratextual de Waslala: memorial del futuro, porque es la utopía, el eterno
dilema civilización/barbarie, el viaje de la nueva especie por una naturaleza
madre y madrastra a la que se enfrenta una y otra vez la creatividad del ser
humano, lo que subyace en esta nueva novela. Una vez más, la
contextualización y el compromiso de la primera etapa de Gioconda se
plasman en el testimonio y la denuncia contra los vertidos tóxicos del planeta
en concretas regiones del Nuevo Mundo; aunque - como escribí hace años-,
«el emblema del río (es) símbolo de ese viaje interior, iniciático, de un
personaje feme nino que anhela obsesivamente alcanzar el paraíso utópico, el
lugar de eterna primavera - Colón dixit - que se esconde tras el corredor de
los vientos, inevitable umbral mítico. La Utopía de Moro, Ulises el eterno
viajero, Platón y sus atisbos sobre la función del poeta en la sociedad... Toda
la tradición occidental transferida al Nuevo Mundo se procesa en una
búsqueda de cuño autobiográfico» (Caballero, 2003: 115).
Estamos ante dos textos muy distintos - uno fresco y gozoso, otro
desencantado - pero, curiosamente, con puntos en común. Por lo que se
refiere a la estructura, está mucho mejor fraguada la novela de Gioconda,
pensada, dialogada y escrita desde la óptica femenina. Se trata de un relato
bien desarrollado en 31 capítulos, que arranca de la primera sensación de
Adán y se cierra con la muerte de su hijo Abel, desventura máxima ya que
con ella entra la muerte en el universo. Las claves: el dolor, la injusticia de un
mundo al que somos enviados sin comerlo ni beberlo. Lo positivo: el amor de
la pareja y la tarea de hacer la historia, aventura apasionante. La caída
aparece muy pronto y la novela se centra en el arranque de la historia de la
humanidad, todo ese mundo de sensaciones (el día y la noche, la lluvia/la
nieve, las estaciones, cómo y de qué alimentarse, la complementariedad de la
pareja desde la supremacía de ella, más sosegada e inteligente, en misterioso
contacto con las fuerzas de la naturaleza y los animales de los que aprende,
incluso a parir) que les rodeará en adelante. El pecado rompe la armonía: no
entienden el lenguaje de los animales, que ahora les atacan, deben luchar duro
para sobrevivir.
3.1. Diario de Adán (1893, The Niagara Book) (Twain, 2005: 11- 34), en
primera persona.
3.2. Diario de Eva (Twain, 2005: 37-68, con una cuña en cursivas 56-59), de
nuevo en primera persona, es la otra versión de la jugada, su polo
opuesto.
3.5. Pasaje del diario de Eva (Twain, 2005:141-146) en el que se nos cuenta
la expulsión del paraíso hasta la muerte de Abel y entrada de esta en el
mundo. Estamos ante un sumario en primera persona de plural que
enlaza con el final del relato de Satanás.
3.6. Fragmentos del diario de Adán (1905, reescrito y corregido por el autor y
nunca publicado en vida) (Twain, 2005: 149-169). Abarca desde que
visualiza a Eva, la nueva criatura, hasta que los chicos cumplen diez
años, tras la caída y expulsión. Es una versión más sintética, incluso han
desaparecido algunas entradas del diario.
¡Sin comentarios!
Eva es más reflexiva, madura e inteligente: es ella la que nombra las cosas
para que él no trabaje y no se dé cuenta de sus limitaciones. Es ella quien
inventa el fuego, quien hace experimentos, quien está más cerca de los
animales y la naturaleza... es ella quien persigue al hombre, corroida de
soledad, y no entiende que la rechace y no la quiera... es ella quien reflexiona
acerca del porqué de su amor y del sentido de su creación. Es aquí donde
aparecen las grandes diferencias con la novela de Belli, porque aunque Eva se
sabe superior, esta concesión de Twain se enmarca en un planteamiento
patriarcal:
-Sí.
-¿Qué es eso?
-¿Qué es qué?
[...] un ojo salido de quien sabe dónde abrió sus párpados, la miró y al
hacerlo la concedió ver a través de su tembloroso cristalino imágenes
fascinantes y vertiginosas en las que ella mordía el higo y de ese
minúsculo incidente brotaba una espiral gigantesca de hombres y
mujeres efímeros y transparentes que se multiplicaban (...). La
Historia, se dijo. La había visto. Era eso lo que empezaría si ella
comía la fruta. Elokim quería que ella decidiese si existiría o no todo
aquello. El no quería hacerse responsable. Quería que fuese ella quien
asumiese la responsabilidad (Belli, 2008: 34-35).
Por eso se defiende de su pecado (Belli, 2008: 224), que según ella no es
tal, lo único que hizo sin saberlo es cumplir la voluntad divina: gracias a la
decisión de la mujer la historia se puso en marcha - le dirá una y otra vez a
Adán-; al comer del árbol del conocimiento, hace algo que Elokim quería,
que los hombres comenzaran a usar la libertad, se crearan y destruyeran
(Belli, 2008: 28, 35, 39, 41, 49, 60, 78, 97, 224). La mujer es protagonista
indiscutible de la vida y Eva se preguntará si vivir y dar vida es un privilegio
o más bien un castigo.
BIBLIOGRAFÍA
(1986), El mar y tú. Otros poemas, San Juan de Puerto Rico, Huracán.
(1986), Julia de Burgos, Yo misma fui mi ruta, M.Solá. Río Piedras (Comp.),
Puerto Rico, Huracán.
-(Ed.) (2003), La vida escrita por las mujeres, Barcelona, Círculo de Lectores,
4 vols.
(2007), «Colón revisitado por los escritores del siglo XIX, Merlin y Hostos»,
en Entre la Péninsule Ibérique et l'Amérique. Cinq-centiéme anniversaire
de la mort de Christophe Colomb, Rica Araran (Coord.), París, Indigo et
Université de Picardie Jules Verne, 225-238
(2008.1), «La narrativa del Caribe en el siglo XX. II. Puerto Rico», en
T.Barrera (Coord.), Historia de la literatura hispanoamericana. Tomo III.
Siglo XX. Madrid, Cátedra, 265-282.
(1986), Felices días tío Sergio, San Juan de Puerto Rico, Antillana.
(1995), Las noches del Riel de Oro, Río Piedras, Puerto Rico, Cultural.
(1995), «La vida pequeña de Juana Marchena», en Las noches del Riel de
Oro, Río Piedras, Puerto Rico, Cultural, 41-52.
-(2005), Las horas del Sur, San Juan de Puerto Rico, Callejón.
MARQUÉS, R. (1983), En una ciudad llamada San Juan, Río Piedras, Puerto
Rico, Cultural, 50 ed. (e.o. 1960).
-et al. (Serafín, Regazzoni, Campuzano) (2010), Más allá del umbral. Autoras
hispanoamericanas y el oficio de la escritura, Sevilla, Renacimiento.
2 Existe un cierto consenso en que hay tres etapas en los feminismos: 1.a:
1850-1930; 2 a: 1950-1960 y 3.a: 1981 en adelante.
2 La experiencia del cuerpo y la maternidad son ejes sobre los que pivota
la escritura, como en Tiempo de espera, de Carme Riera (Barcelona, Lumen,
1998). Antologías como Madres e hijas, de Laura Freixas son significativas
en este sentido.
'Por cierto que del padre -y siempre según Herrera - heredará Frida la
dualidad «máscara impasible/desasosiego interior».
8 Aunque no tiene nada que ver, el genotexto pudiera estar en Mientras allí
se muere, primera novela autobiográfica e inconclusa redactada al hilo de sus
vivencias como auxiliar de enfermería al estallar la guerra.
6 «Celui qui dit je dans le livre est le je de 1'écriture (...) c'est moi et ce
n'est pas moi». (Barthes, 1981: 267).