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EL CRIMEN COMO MOTIVO

Rafael Ramírez Escoto


LITERARIO

Cuando la cabeza de un escritor persigue el rastro de una nueva historia que contar,
sabemos que aparecerán huellas y pistas tales como los personajes, la ambientación, los
registros idiomáticos, un tema central y su corte de temas secundarios, diálogos que
suenen reales y expresivos, breves pinceladas descriptivas que embellecerán la línea
argumental y algo que casi nunca se suele nombrar: un motivo.

El motivo, en efecto, se enraíza en el sustrato de toda obra literaria, y, desde esa


sombría y fértil existencia, alimenta el decurso de la narración. ¿Qué entendemos
por motivo? ¡Una causa? ¡Una idea que se repite? ¡Un objeto esencial, acaso mágico,
valiosísimo y único, que perdura para que el texto resulte coherente? ¿Algo abstracto
e indefinido que flota en el aire, pero que no podemos aprehender? Los eruditos que
han tratado a fondo la cuestión han llegado a ciertas conclusiones que, creo, podríamos
repasar.

Por ejemplo, se asegura que un motivo en Literatura aparece en el momento en el


que el escritor se refiere de forma recurrente a la presencia de ciertas situaciones, ob-
jetos, elementos o circunstancias que en cierta forma son importantes para la historia.
Esto, la verdad, no nos dice mucho, aunque ya se apunta una idea que habría que guar-
darla en el zurrón para más adelante retomarla, y es la idea de la recurrencia: algo que se
repite igual que un bajo ostinato o a lo largo de todo el desarrollo de la trama.

Por otro lado, también se piensa que el motivo es la situación en la que se encuentran
los personajes y que les obliga a actuar de determinada forma. En este sentido, podemos

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entender el motivo como una fuerza que empuja a los personajes a su destino final, una
fuerza a la que no se pueden resistir y que e n definitiva es la condu ctora de sus paso
s.
Creo, aun qu e me considero un profano en esta materia, que en Derecho Criminal se
habla de motivo o animus e n un sentido semejante al anteriormente apuntado. Es por eso
qu e el motivo se ide ntifica con causa o agente qu e induce a l crimen. Con estos apuntes
en mente, podríamos aventurar que el motivo es a qu e l e leme nto del discurso narrativo
qu e se erige en causa central o génesis del mismo. Se caracteriza por su recurrencia, su
presen cia constante, casi obsesiva y, finalmente, porque es e l inductor de las acc iones
y pensamientos de los personaj es. Por esta razón , un crime n - pongamos el asesinato
qu e se relata en las primeras páginas de una novela- puede considerarse e l motivo que
dete rminará la sec uen cia lógica de acciones que conducirá a la conclusión satisfactoria
de la narración.

Cabe hacerse a hora una pregunta: ¿No estamos confundiendo motivo con tema!
¿No es el tema también la idea general que fluye por las líneas de un relato! ¿El tema
no obliga a los personajes a actuar de esta o de aquella manera? Son preguntas justas y
razonables, pero que encie rran a lguna argucia argumental. Marchese y Forradillas en su
Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria resuelven con acierto este sospechoso
solapamient o de los dos términos. Dicen estos auto res qu e e l motivo es:"Cada una de
las unidades menores qu e configu ran e l tema o dan a éste la formulación precisa en un
determinado momento del texto". De esto se infiere que e n un texto literario puede
haber nume rosos motivos, aunque en realidad no nos va a interesar la cantidad, sino la
calidad y presencia del que pudiéramos considerar motivo central.

Es c ierto que tema y motivo so n unidades de l discurso narrativo que comparten un


es pacio común, pero a distintos nive les. El t e ma está por encima del motivo; en general,
se le puede identificar con términos abstractos: amor, o dio, deseo de superación,
inclinación a l mal, etc. Mientras que e l motivo casi se pue de palpar en su carnalidad.
Por ejemplo, un crime n como motivo, puede ser presentado por el escritor de varias
maneras: su descripción visual (u na mano que empuña un cuchillo plateado y cae como un
rayo sobre un pecho indefenso), sonora (un grito horrísono que desgarra la negrura del
cielo tormentoso), incluso táctil (la sangre espesa que mana, negruzca y casi humeante,
del cue rpo abatido). Es más, e l motivo, siendo más dú ctil y flexible que el tema podría
presentarse también en una e nvoltura que podríamos calificar de psicológica. Ese mismo
cri men que tan ci ne matográficame nte se nos ha descrito e n las primeras páginas de una
nove la, después vuelve, siempre recurrente, como pesadillas, como remordimientos o,
acaso, como e l gozo de una venganza resuelta.

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¡Y puede ser el crimen un motivo? Pues creo que sí. Al menos la Historia de la
Literatura nos ofrece interesantes ejemplos donde el crimen es el motivo central.
Además de la obra de Galdós que nos ocupa, y sobre la que ya volveremos más adelante,
pienso en tres obras, de las muchas que se podían haber seleccionado, que me parecen
representativas de esta tesis que defiendo según la cual el crimen se constituye en
motivo principal de la narración. Curiosamente no son obras, como se podría pensar,
pertenecientes al subgénero policial o a la llamada novela de intriga o detectivesca.
La primera de ellas es Crimen y castigo de Dostoievski. Otra es una obra deliciosa de
Stevenson que , seguro, todos habrán disfrutado en el silencio de las horas nocturnas y no
puede ser sino El extraño caso del Dr.jekyll y Mr Hyde. La tercera es El túnel, del esc ritor
argentino Ernesto Sábato. A su manera, los crímenes que se refieren en estas obras se
erigen en motivos centrales que determinan el comportamiento de los personajes y el
fluir de la trama narrativa.

Pe ro antes de continuar hablando de crímenes: ¡Qué entiende la filología po r cri-


men? ¡Qué origen tiene esa palabra que tanta excitación provoca en nuestras concien-
cias? Crimen para los latinos significaba " delito" o "falta". Por eso, "criminal" era el
que cometía el de lito. Más allá de este origen latino hay que remontarse a los griegos.
Como en el caso de la palabra " crisis", crimen proviene de un verbo griego que sig-
nifica "separar". Y, como bien se sabe, el griego procede del indoeuropeo, un id ioma
que se supone que existió allá por el 3000 A.C. En indoeuropeo, la semántica de la raíz
"kri" alude a conceptos como "purificar" o "limpiar", en definitiva, una catarsis. Aun-
que pueda parecer estéril e inapropiado este somero análisis, veremos más adelante
que ciertos de los términos mencionados tienen que ver, y mucho, con el crimen como
motivo literario.

Hemos afirmado que crimen significa delito, pero por reducción casi suele ser
sinónimo de asesinato. En efecto, aunque en una novela puedan aparecer robos,
violaciones, hurtos, estafas, etc. no cabe duda de que el rey de la fiesta es el asesinato,
el crimen mayor, la "separación" -recuerden el sentido griego del término- del a lma
del cuerpo provocada por métodos violentos. Cuánta filosofía barata puede inspirar
esta idea de la separación traumática, y ya ni quiero imaginar cuántos relatos, novelas o
incluso poemas.

Hechas estas divagaciones filológicas, toca ahora hablar de géneros literarios. ¡Hay
algún género que se haya especializado en el crimen como motivo central? A la cabeza
se nos viene de golpe algo así como novela policial, tal vez novela negra, o alguna
denominación semejante. Bien, yo pienso que eso es cierto en parte. Sin embargo, me

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gustaría ser más preciso. Hay, de hecho, varios subgéneros dentro de la narrativa cuyo
motivo central es el crimen. Mas es el tratamiento que se le otorga a dicho motivo lo
que diferencia a unos de otros.

En primer lugar, podemos contemplar esas novelas de detectives o de aficionados a


la investigación criminal: un subgénero que estrenó Edgar Allan Poe con su ya célebre
relato Los crímenes de la calle Morgue. Como sabemos en este tipo de novelas un diletante
se aproxima al mundo criminal con ánimo de investigar los hechos y esclarecer el delito.
Quizá el personaje más conocido sea Sherlock Holmes con su inseparable amigo, el
doctor Watson. En este tipo de narraciones, lo importante no es el asesino, tampoco el
crimen en sí, sino el detective y sus pesquisas para resolver el caso satisfactoriamente.

Por otro lado, podemos hablar de otro subgénero que sería la novela policial oficial.
El investigador ya no es un aficionado que goza de una inteligencia luminosa y que
usando exclusivamente los artefactos de una lógica aplastante llega a resolver el delito.
Aquí el investigador es un auténtico policía. Alguien que se ha preparado durante años
para combatir profesionalmente el crimen. Un personaje que se me viene ahora a la
memoria muy representativo de este tipo de novelas es un inspector de la policía de
Honolulu: Charlie Chan. En estas novelas quizá no se le brinda al lector la brillantez de
esa inteligencia sublime con que disecciona el caso el aficionado tipo Sherlock Holmes
o Srta. Marple, se prefiere, más bien, la constancia y el trabajo bien hecho por un
equipo policial.

En tercer lugar, podemos referirnos a la novela negra. El investigador de este tipo


de relatos es un tipo duro, de pasado difuso, cínico y soñador, amante de la poesía y del
alcohol; conoce bien el mundo del hampa y no duda en usar métodos violentos cuando
son necesarios. Podríamos afirmar que vive a salto de mata. Son investigadores por
cuenta ajena, y no les mueve una pasión intelectual, ni el sentimiento del deber para
con el Estado y las Instituciones. Sus motivos son mucho más triviales: la supervivencia
en un mundo duro donde sólo los que consiguen adaptarse logran, a fuerza de briega,
salir airosos de constantes y fatídicos encuentros. Philip Marlowe o Sam Spade e incluso
el español Antonio Carpintero, alias Toni Romano, personaje fascinante creado por
Juan Madrid, son modelos ciertos de este tipo de personaje que deambula por oscuros
callejones o se adentran por ricas mansiones en busca de una pista que les conduzca
al criminal.

Finalmente, hay un tipo de novela a la que podemos calificar, pienso que con bastante
precisión, de criminal. La investigación no es lo importante. No hay detectives aficionados,
ni policías, ni ex boxeadores pateando lúgubres pasillos de hoteles a la busca de unas

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huellas dactilares o de una confesión sacada a golpes de nudillos. La fuerza del crimen
como motivo en este tipo de novelas es mucho más intensa y, si me apuran, siniestra.
Casi podríamos afirmar que el crimen en sí se erige en otro personaje, tal vez algo
fantasmal, pero con una presencia obsesiva y sobrecogedora que agota a los personajes.
Se podría hablar de Crimen y castigo, de Dr. Jekyll o de El túnel como ejemplos de novela
criminal. La violencia verbal y física con que se engordan páginas y páginas, el sentimiento
de ira que exuda la piel de personajes resentidos, celosos o amargados, el desprecio por
la vida, en fin, son motivos consustanciales a este subgénero.

Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos considerar otros subgéneros donde el


crimen menudea, pero que en ocasiones no es nada más que una circunstancia propia
del relato, una acción más que exige el entramado lógico de la narración. Esto ocurre en
las llamadas novelas de espía, las novelas del oeste incluso en las de ciencia-ficción.

Visto que el crimen como motivo literario se ha asentado en unos subgéneros, más
o menos bien delimitados, y visto que, como motivo, interesa a un gran público, cabe
analizar ciertos aspectos que desentrañen el porqué de este interés en los lectores y
también la manía de los escritores en repetirse en unos moldes que ya se muestran
agrietados por el uso.

Sin duda el motivo del crimen trasciende tanto a público como a escritores. Acuda-
mos por un momento al texto de Galdós que nos ocupa: El crimen de la calle de Fuen-
carra/. Cito textualmente: "Toda la prensa asiste al acto (se refiere al juicio de H iginia
Balaguer)., disponiendo de comodidades para hacer los extractos, que el público devora
(este verbo me parece un acierto de estilo) por la noche y a la mañana siguiente, pues el
interés de este proceso no ha disminuido en los ocho meses transcurridos y se halla tan
vivo como en los días que siguieron a la perpetración del crimen". Galdós en su relato
hace numerosas referencias a la excitación del público, de esa masa anónima que vive
pendiente de las declaraciones de Higinia Balaguer y de sus supuestos compinches en
el asesinato de la viuda de Varela. Podríamos pensar que Galdós exagera, o que tal vez
esa obsesión del ciudadano de a pie por estar al tanto de lo último en la investigación
judicial o de tal o cual pesquisa son más propias de épocas pretéritas. Pero me temo que
vivimos todavía semejante contradicción. El crimen, en toda época, ha sido un aconte-
cimiento singular que despierta pasiones encontradas en conciencias que habitualmente
no desean acercarse para nada al mundo del delito, lo quieren bien lejos de sus vidas y
lo rechazan de plano; mas, inexplicablemente, lo demandan como un exquisito producto
de consumo. Recuerdo un crimen que, allá a principio de los ochenta, conmovió a la
opinión pública española. Es un crimen que por sus trazas y por el tipo de personajes que
se entrecruzaban en tan siniestro drama me ha parecido parejo al que relata Galdós. Me

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refiero, como se puede suponer, al asesinato de los marqueses de Urquijo. La prensa se


volvió histérica durante meses: se hablaba de hijos que odiaban a sus padres, de mayor-
domos perversos e interesados que podían haber facilitado con su anuencia la comisión
del cruento delito; de un ejecutor material, Rafi Escobedo, cuya presencia en televisión
de la mano de un conductor como es Jesús Quintero, sin duda, conmovió a la ingenua
masa anónima que se quemaba las pestañas delante de la pantalla de fósforo. Igual que
en tiempos de Galdós, me temo.

¡Qué tiene el crimen que tanto gusta? ¡Qué buscan los escritores al contarnos una
sucesión de hechos sangrientos? ¡Qué gozo obtienen los lectores al enfrentarse a la
crudeza de semejantes relatos? No podemos confeccionar un catalogo exhaustivo de las
intenciones que mueve a un escritor, pero sí podemos reflexionar y aventurar algunas
de ellas. Por ejemplo, en las llamadas novelas de detectives el crimen interesa porque es
un rompecabezas que hay que recomponer. La perspicacia y el ojo sagaz de un Sherlock
Holmes serán capaces de ir encajando todas las piezas hasta que se vea con claridad, y en
todo su esplendor, la imagen final del misterio resuelto. En este sentido, el crimen es un
pasatiempo propio de una dama aburrida de provincias. Algo frívolo quizás visto desde
este lado y, sin duda, hay que entenderlo más como justificante que como motivo.

Los escritores que gustan del aventurero guapo, tipo James Bond, necesitan que en
sus historias haya numerosos crímenes perpetrados por supercriminales multimillonarios
que anhelan conquistar el mundo. La novela de acción reclama disparos, persecuciones,
asaltos, tropelías, piruetas mortales, palizas, en definitiva, mucha gesticulación,
movimiento de brazos, deportivos rojos, tecnología punta, cosquilleo de champán, chicas
despampanantes, tipos vestidos con esmoquin blanco y relucir de pistolas plateadas bajo
palmeras tropicales. El muerto tiene poca importancia y casi no es más que un mero
recurso argumental. ¡Han contado cuántos cadáveres circulan libremente por estas
novelas que con tanto acierto son llevadas después al cine?

Más allá de estos crímenes efectistas y necesarios para el decurso de la acción,


asistimos a crímenes de mayor enjundia, crímenes que se presentan como un desafío
no ya para el investigador privado, sino para el indagador de las oscuras profundidades
de la mente humana. Me refiero a crímenes que exploran la naturaleza salvaje, animal e
instintiva del ser humano. Estos crímenes, que han traspasado los límites de la lógica, sólo
son explicables por tenebrosos motivos. El referente que no podemos obviar quizás sea
esa amena novela de Stevenson donde se nos cuenta cómo un científico llamado doctor
Jekyll ingiere un brebaje o poción mágica que lo transforma en una bestia despiadada. En
El extraño caso del doctor jekyll y Mr. Hyde, Stevenson juega con un terrible par de fuerzas:

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bien y mal viven, desde tiempos bíblicos dentro del corazón del hombre, enfrentadas.
¿Cuál es la naturaleza del bien? ¿Cuál, la del mal? ¿Comparten ambos una misma esencia?
¿Son las dos caras de una misma moneda?

Otra novela, que ya he citado, pero que me parece que a otro nivel explora las
pasiones más terribles del hombre, es El túnel. Juan Pablo Castel!, el protagonista, comido
de celos, mata a su amante María lribarne. Ernesto Sábato nos revela la vida de un
hombre ahogado por su propia ira, abrasado por una pasión enfermiza que le conduce
al asesinato. No cabe duda, de que tanto en Doctor jeky// como en El túnel, las conductas
humanas son sometidas a juicio, a examen; el autor intenta indagar en la nebulosa de
un abismo que crece y devora al propio asesino. Es, por tanto, en este tipo de novelas
donde el crimen, como auténtico motivo literario, justifica la estructura del armazón
narrativo. El lector asiste, desde su cómoda altura, a los desenfrenos de unos personajes
que viven en un caos de furia y maldad. Son personajes que, impotentes, se abaten sobre
sus víctimas, sabedores de que no les queda mas camino que la destrucción.

A veces, el escritor no busca explicar los sinuosos movimientos de la psiquis humana,


sino que prefiere someter a juicio moral o ético determinadas acciones reprobables.
Los personajes son títeres dominados por las cuerdas de un autor que los enfrenta a
sus creencias religiosas o a las voces de una conciencia que dictamina lo que es justo y
lo que es injusto. Dostoievski escribió una novela que se ajusta a este canon: Crimen y
castigo. Causa y efecto. Si asesinas, lo pagarás. El joven Raskolnikof abrumado por sus
estrecheces económicas, cegado por la codicia del oro, comete un doble asesinato que
llevará en su conciencia durante días y noches. Siente su alma sucia, percibe el aliento de
un castigo que le persigue, que le inquieta el descanso nocturno. Las conversaciones con
su amante, la prostituta Sonia Semenovna, apenas suponen un alivio. Finalmente, para
acabar con semejante tortura interior, decide entregarse a la justicia.

A veces, para que una novela policial, o negra, funcione, el escritor debe dar a luz
a un criminal que sepa captar la atención del lector, un asesino que, además, sea hábil
y eficiente en su trabajo. No es tarea fácil, pienso, componer el perfil de semejante
personaje. Aunque la galería de tipos siniestros es variada, se requiere de un fino
conocimiento de las conductas perturbadas e insanas propias de quienes serpentean
por el lado oscuro de la existencia. El creador puede elegir desde el elegante, envidiado
y escurridizo ladrón de guante blanco que se codea con la jet marbellí, hasta el rústico
sacamantecas que carga a sus espaldas un negro saco colmado de corrompidos restos
humanos. ¿Cuántos psicópatas y degenerados nos han alegrado nuestras noches de
insomnio? Recordemos esa truculenta novela de Robert Bloch en la que un chico
llamado Norman Bates, ejemplo de buen hijo, siempre apegado a las faldas de su madre,

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regenta un motel de mala muerte. O ese famoso psiquiatra cuya dentadura ha saboreado
la jugosidad de la carne humana, mientras se deleita oyendo las Variaciones Goldberg. El
Aníbal Lecter, que concibió Thomas Harris, es, desde luego, un sibarita.

No es de extrañar que los escritores gusten de esa marginalidad, de cierto apego


por las conductas desviadas, por los arrabales, suburbios y cantinas donde flota un humo
delictivo. Ellos mismos, en numerosas ocasiones han dado buen (o mal) ejemplo. Si no,
ahí está el poeta que escribió La balada de los ahorcados. Ese truhán y asesino conocido
como Franc;ois Yillon. O aquel par de novios mal avenidos que fueron Arthur Rimbaud
y Paul Yerlaine. Yerlaine, la gloria de la poesía francesa, según el parecer de nuestro
alcoholizado Rubén Darío. Yerlaine, un dechado de vicios, prototipo del bohemio, golfo,
borracho y pederasta. Rimbaud, soberbio poeta y venturoso traficante de armas de
fuego, pendenciero y matón como sólo un niño prodigio puede serlo. Pienso en el
conspirador Dostoievski que conoció las rudas delicias de la cárcel, al igual que ese
corrupto recaudador de impuestos que fue un tal Cervantes, o ese desacompasado
sodomita que firmaba sus obras con el nombre de O sear Wilde; y, cómo no, cómo no
citar, al menos, al maestro de maestros, a la flor podrida de la aristocracia. Permítanme
que les aconseje una lectura: Las 120 jornadas de Sodoma. Un repertorio de cuantas
crueldades, vilezas y actos abominables la mente humana pueda engendrar. Hoy en día,
después de cuatro siglos, el Marqués de Sade gusta, tiene un público entregado, y pienso
que ahora, en estos tiempos caóticos y apocalípticos que vivimos, por fin, le ha llegado
su gran momento.

Mas aún así, t ambién se escriben novelas de crímenes por una razón última que
voy a desarrollar brevemente. La idea se la robo a Thomas De Quincey. En su libro
Sobre el asesinato como una de las bellas artes nos viene a decir algo así como que "la
finalidad última del asesinato, considerado como una de las bellas artes, es precisamente
la misma que Aristóteles asigna a la tragedia, es decir, purificar el corazón mediante !a
compasión y el temor. Aunque Aristóteles habla de purificación o catarsis - ¡recuerdan el
morfema indoeuropeo kri?- para curar las enfermedades por medio de la compasión
y del temor; De Quincey va más lejos e interpreta la palabra catarsis como purgación,
como evacuación de todas la impurezas que afligen al ser humano. La purgación se revela
como un alivio del alma. Un alivio, porque cuando asistimos a un asesinato -me refiero,
como es obvio, al momento de la lectura-, nos alegramos de que sólo seamos unos
meros espectadores que se encuentran a salvo de las garras, cuchillos y revólveres de
los desquiciados que se afanan en liquidar a sus víctimas. No siendo nosotros mismos la
víctima, podemos comprender el sufrimiento ajeno y nos alegramos de que tal desgracia
no haya caído sobre nuestras cabezas.

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Para concluir, me gustaría indicar que hay también una función social de la novela de
crímenes. El relato de Galdós: El crimen de la calle de Fuencarral, es un buen ejemplo de
ello. A partir de unos hechos reales, Galdós narra los pormenores de la investigación y
del juicio al que es sometida Higinia Balaguer y su cómplice Dolores Ávila. La violencia
se denuncia en estas páginas llenas de ágil literatura y salpicadas de curiosos detalles
costumbristas. Galdós no emplea la actual expresión "alarma social", más bien habla
de "excitación" cuando quiere referirse al impacto provocado por este crimen en la
conciencia social.

Es notorio el empeño del escritor canario en la denuncia de los hechos, aunque


también la intriga y el suspense, la intención moralizante, el estudio de la conducta y
otros motivos que hemos repasado en estas líneas son fácilmente localizables en el
texto de estas crónicas. Hemos hablado, por ejemplo, de marginalidad, de personajes
siniestros que están al otro lado de la ley. Veamos que dice Galdós del hijo de la viuda:
"La malísima reputación de que el mancebo goza; sus costumbres perversas, conocidas
de todo Madrid; su holgazanería; sus relaciones con gente de muy mala conducta". Poco
más adelante, se confirma el perfil criminal de Higinia Balaguer: "Luego se ha sabido que
esta mujer había vivido en comunicación casi constante con criminales, que había tenido
puesto de bebidas en las inmediaciones de la cárcel, y en el curso de sus declaraciones ha
revelado ese conocimiento del código penal que es común entre personas íntimamente
relacionadas con los que viven infringiéndolo".

En el relato que hace Galdós de los hechos abundan también las descripciones físicas
de los personajes del drama. ¿Cuántos eran posibles candidatos a criminales en el siglo
XIX sólo por la prominencia de su frente o el hundimiento de las cuencas de los ojos?
¿Cuántos rostros se ajustaban al perfil del asesino lombrosiano? Galdós, detallista en
sus retratos y buen fisónomo, busca ese rasgo degenerado en el óvalo de Higinia o en
el de Dolores. Esa marca que las delate como asesinas. La descripción que hace Galdós
del físico de Higinia es labor de esmerado orfebre que trabaja con precisión el minimo
detalle. Una descripción que comienza diciendo: "es de complexión delicada, estatura
airosa, manos bonitas, pies pequeños, color blanco pálido". Y continua acumulando
frases sobre frases y renglones como el que sigue: "El frontal corresponde por su
desarrollo a la mandíbula inferior, y los ojos hundidos, negros, vivísimos cuando observa
atenta, dormilones cuando está distraída". Y continúa el desarrollo descriptivo de forma
agotadora.

También en lo moral y psicológico Galdós se esfuerza por completar sus análisis de


la asesina. Con frecuencia califica a Higinia de "monstruo", de "diabólica mujer", nos
la muestra astuta, perspicaz, de rápidos reflejos mentales y la hace conocedora de los
misterios del corazón humano.
EL CRIMEN COMO MOTIVO LITERARIO

La purgación o catarsis de la que hablábamos unas cuantas líneas arriba la presenta


Galdós como una especie de morbo, como la expectación de un público que asiste
nervioso a las jo rnadas del juicio: " El aspecto de la sala es imponente, y desde muy
temprano se agolpa a las puertas del Palacio de Ju sticia un público ansioso de presenciar
la vista". O bien dice: "Gentes hay que se estacionan desde las primeras horas de la
mañana a la puerta de la sala, formando cola, para conseguir un puesto, y se lo ganan con
la larga espera, y lo defienden luego como si de cosa mayor se tratase." Así nos refiere
don Benito e l extraordinario interés de un público qu e vive en pleno desvelo por estar
a la última del célebre crime n.

Desde lu ego, la literatura cumple una función ya sea social, ya personal. Y cuando el
crime n, co mo sucede en el texto de Gald ós, se prese nta como motivo central sobre el
que giran los personajes, qu é duda cabe de que las pasiones, pensa mientos e intuiciones
nos a brirán una puerta a la natura leza compleja, lumin osa y oscura, del ser humano, la
naturaleza del ángel y del demonio, del santo y del asesino, que, en definitiva, todos
hemos sido alguna vez.

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