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y Judah Pollack
EMPRESA ACTIVA
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Título original: The Chaos Imperative – How Change and Disruption Increase Innovation, Effectiveness, and Success
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Para Hilary Roberts,
que insufla orden en el caos
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Introducción. La idea central
1. El control del caos
2. La contención del caos
3. El cerebro de Einstein
4. La neurobiología de la perspicacia
5. Surfeando desnudo
6. Cómo acelerar la casualidad
7. Donde se unen todas las piezas: el caos y Silicon Valley
8. Las cinco reglas del caos
Agradecimientos
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Introducción
La idea central
Ron Ricci, de Cisco Systems,1 sostiene que en esta vida hay dos tipos de comunicadores: los que van
directamente al grano y dan a conocer la idea básica sin rodeos, y las personas a las que les gusta
contar una buena historia y ofrecer las pruebas antes de abordar su tesis. Ron bautiza a los dos
grupos como «comunicadores deductivos» y «comunicadores inductivos», respectivamente. Yo he
descubierto que soy un comunicador inductivo. Es típico de mí evitar ir directamente al meollo del
asunto, en especial en un libro sobre el caos, nada menos. Prefiero mucho más exponer mi caso
mediante una buena historia.
Pero, para todos esos comunicadores deductivos que están ahí fuera, ésta es la idea esencial,
expuesta directamente: en nuestra vida y en nuestros trabajos todos necesitamos lo que yo llamo
«caos contenido». Podemos beneficiarnos tremendamente del hecho de celebrar una reunión a la
que no llevemos nada parecido a una lista de puntos que tratar, o de introducir a sospechosos
inusuales en el redil. Mi investigación ha demostrado que cierto grado de caos respalda lo que yo
llamo «casualidad organizada», mediante la cual parecen surgir de la nada ideas nuevas y creativas.
Lo curioso del caso es que el caos nos vuelve más eficaces en nuestro trabajo. Produce mejores
sistemas educativos, empresas más innovadoras y, como ha demostrado mi trabajo con el ejército
de Estados Unidos, incluso unos soldados dotados de una mayor resiliencia.
Por lo tanto, ésta es la idea central. Ahora déjeme que le cuente una historia.
1 La información sobre Ron Ricci procede de una serie de entrevistas realizadas por los autores a Ricci desde septiembre a noviembre
de 2010.
1
Y allí estaba ahora, todavía un poco requemado por el sol, en una base militar de la Costa Este. Las
espadas que pendían de las paredes no daban una sensación de tranquilidad. El acero estaba
afilado, inmaculado y era muy real. Me sentía bastante fuera de lugar. Mi único contacto anterior
con el ejército había sido ver películas bélicas de Hollywood y cuando de niño veía pasar a los
soldados en Israel, Uzis en ristre, antes de que mi familia se trasladase a Estados Unidos. (Mi padre
encajaba tan mal en el ejército israelí que le asignaron a un kibutz para hacer el servicio obligatorio
y se pasó todo el tiempo cosechando plátanos.) Yo me licencié en estudios sobre la paz y la guerra
en la Universidad de California en Berkeley. Vivo en San Francisco y soy vegano.
Cuando aquella mañana entré en el despacho del general Dempsey, me di cuenta de que no
tenía ni idea de cuál era el protocolo que debía seguir. ¿Se cuadra uno ante un general? (Si uno es
civil, no.) ¿Se le trata de «señor»? (Yo le llamé Marty.) ¿Cuida uno su lenguaje? (Yo no lo hice, y él
tampoco.) Ni siquiera sabía qué significaban las cuatro estrellas que figuran en el uniforme de un
general; tuve que buscar la información en Wikipedia.
Nos sentamos uno frente al otro en butacas de cuero marrón muy cómodas. Era una reunión
informal, pero sólo a unos pasos de distancia siete miembros de su personal uniformado no dejaban
de tomar notas. Era como si un equipo de soldados muy entrenados (listos para responder a
cualquier situación o ataque sorpresa) estuvieran documentando tu visita a casa de tu tío.
Dempsey me dijo: «Estaba de viaje cuando leí su primer libro, La araña y la estrella de mar, e
inmediatamente me dirigí a uno de mis oficiales y le dije que estaba muy interesado en conocerle,
porque creo que puede ayudarme con un asunto muy importante». Más tarde me enteré de que,
mientras yo vivía mi vida en San Francisco, determinadas personas en los altos escalafones del
Pentágono usaban mis teorías para intentar comprender cómo enfrentarse al terrorismo y alterar
dramáticamente la naturaleza de las fuerzas armadas. Pero esto se lo contaré en un momento.
Mientras Dempsey y yo hablábamos sobre su experiencia como uno de los máximos
comandantes en la guerra de Irak, vi que en la mesa de centro que estaba entre nosotros reposaba
una caja de madera rectangular, del tamaño de una caja de zapatos. Tenía algo que me llamó la
atención: su construcción parecía sencilla pero meticulosa, y era uno de los pocos objetos de la
habitación que estaba cerrado. Le pregunté qué había dentro. Resultó que el contenido de la caja
representaba el motivo por el que me pedía ayuda.
La abrió y sacó lo que me pareció un montoncito de cromos de béisbol. Pero en lugar de llevar la
foto de un deportista, cada carta llevaba la foto de un soldado uniformado. «Éstos son todos los
soldados —me explicó el general— que murieron en combate bajo mi mando.» La inscripción en la
caja decía simplemente: Que valga la pena. Dempsey sigue en contacto con las familias de aquellos
soldados. Mientras me pasaba una tarjeta tras otra, me dio la sensación de que, tomadas en su
conjunto, representaban el peso de sus responsabilidades.
Las tropas de Dempsey le apreciaban. No era el típico autócrata tozudo, de los que dicen «el
mundo es como yo lo veo». En un momento anterior de su carrera había sido profesor de inglés en
West Point, y sus alumnos recuerdan lo mucho que le gustaba Shakespeare. Cuando sirvió en Irak,
su división estaba a punto de volver a casa después de una larga temporada de servicio y, justo
cuando llegaron a la frontera kuwaití, en el último minuto les ordenaron que se quedasen unos
meses más para participar en el ataque contra Faluya, que luego resultaría ser una de las batallas
más difíciles y sangrientas de toda la guerra en Irak. Dempsey es famoso por el discurso que
pronunció ante sus soldados para informarles de que, aunque habían cumplido con su deber, aún
no volverían a casa; en vez de edulcorar la noticia, fue sincero y reconoció lo ardua que había sido
la guerra.
Como muchos de nosotros, siempre di por hecho que los líderes militares respaldaban sin
concesiones la participación y los conflictos de nuestro país en el extranjero. Pero el tono de
Dempsey, como el de muchos líderes militares de alto rango que he conocido desde entonces,
estuvo lleno de matices y reflexiones. Mientras me entregaba una tarjeta tras otra, en cada una de
las cuales figuraba un rostro joven, me dijo que no quería añadir más tarjetas a aquella caja.
Me dijo que admitía que el ejército era muy rígido en sus prácticas, que le preocupaba
demasiado la burocracia y poco la eficacia. El ejército estaba tan empantanado en el papeleo que no
había muchas posibilidades de que echasen raíces las ideas nuevas y las innovaciones. El ejército
como institución era conocido entre sus integrantes como el cementerio de las buenas ideas. «Ori
—me dijo—, ¿cómo puedo cambiar el ejército?»
El ejército, como la mayoría de nuestras otras instituciones principales, ha librado una campaña
de todo un siglo para volverse más eficaz. Ha creado armas más sofisticadas, ha reducido el número
de bajas y ha construido líneas de suministro desde California a Afganistán. Una variante de esta
misma búsqueda de la eficacia y de la productividad se ha infiltrado en nuestras empresas y
también en nuestras vidas personales. Eliminamos los residuos y reducimos el tiempo de los ciclos
de producción. Descansamos sobre la gratificación instantánea de los correos electrónicos y los SMS
para comunicarnos con nuestros compañeros de trabajo y nuestros amigos. Enviamos un paquete
por correo y esperamos que al día siguiente esté en la otra punta del mundo. Volamos miles de
kilómetros en pocas horas, y sin embargo nos quejamos cuando un avión lleva un retraso de media
hora. Hemos maximizado la eficacia, pero ¿a qué precio?
Dempsey se encontraba en una situación especialmente peliaguda. Cuando le conocí era el
encargado de la formación de liderazgo en el ejército, y pronto tomó las riendas de la que
probablemente sea la organización más poderosa que haya existido en el mundo. Pero este reto no
consistía en saber si el ejército debía cambiar, sino en cómo lo haría.
El general Dempsey tiene a cientos de miles de soldados bajo su mando. Podríamos pensar que,
con sólo que diera una orden, sus subordinados se apresurarían a cumplirla. Puede que sea así.
Pero la disposición de esos hombres para ejecutar sus órdenes no resolvía el verdadero problema de
Dempsey: que el ejército adolecía de falta de imaginación, de falta de innovación. Antes del 11-S, el
ejército y, ya puestos, todo el gobierno estadounidense y sus agencias de orden público no podían
ni imaginarse el grado de destrucción que podían provocar unos terroristas que secuestrasen
aviones y los lanzaran contra edificios. De igual manera, al prepararse para los conflictos futuros,
nuestro ejército está demasiado limitado por la experiencia previa para imaginar quién o qué podría
ser nuestro próximo enemigo o amenaza. No es tan fácil limitarse a ordenar a la gente que sea más
imaginativa.
Como me vio vacilar, Dempsey me volvió a formular la pregunta de otra manera:
—¿Cómo podemos tener una capacidad mayor de adaptación?
—No estoy seguro —le respondí con total sinceridad—. Pero creo que necesitan crear más caos.
Marty, tiene que introducir un poco de peste bubónica en el ejército.
Y entonces empecé a contarle una historia.
De ratas y hombres
El número de víctimas mortales no se midió con cifras.2 Era imposible: la cifra de muertos era
demasiado impresionante. Hubo que medirla en porcentajes.
Londres perdió el 40 por ciento de sus habitantes.3 La Toscana, el 80 por ciento.
La Peste Negra llegó4 con las pulgas que vivían en el pelaje de las ratas que viajaban en los barcos
comerciales llegados desde África y Asia. La plaga asoló las ciudades europeas medievales. Mató
por igual a granjeros y a habitantes de las ciudades, y las aldeas se convirtieron en ciudades
fantasma. En total, la peste acabó con la mitad de la población europea.
Cuando llegó la peste en 1348,5 Europa era tan pobre comparada con Asia que los mongoles no
se habían tomado la molestia de invadirla. Sin embargo, aunque era pobre, su tecnología estaba
obsoleta, se veía debilitada por las sequías y las cosechas perdidas, y se hallaba sumida en el hedor
de la muerte que flotaba en el aire, Europa se disponía a comenzar su ascenso hacia el dominio
mundial. Y ese auge tuvo todo que ver con la muerte, la destrucción, las perturbaciones y el caos
que acababa de padecer.
La Peste Negra no sólo ofreció un atisbo de esperanza: en realidad fue instrumental para iniciar
el camino de Europa hacia la grandeza.
La peste penetró en Gran Bretaña a través del puerto de Bristol.6
En aquellos tiempos las ratas eran un espectáculo frecuente,7 de modo que nadie prestó atención a
aquel roedor concreto que bajó a toda prisa por la pasarela hasta el muelle. Nadie imaginaba que
aquel animalillo de quince centímetros, que era anfitrión de pulgas infectadas, causaría tantísimos
estragos.
Mientras correteaba por Bristol,8 se cruzó con unas veinte mil personas dedicadas al comercio.
Bristol era un lugar muy atractivo para una rata hambrienta, que podía hincarle el diente a los sacos
de grano que estaban dispuestos para cargarlos en carros y llevarlos a los grandes molinos. Sin duda
zigzagueó entre los barriles de vino de Burdeos, y quizás encontró un lecho caliente en los grandes
ovillos de paño de lana listos para la exportación.
En las atiborradas aceras de Corn Street, es posible que la rata pasara por debajo de cuatro
pilares de bronce de un metro veinte de altura, conocidos como «los clavos», donde los
comerciantes cerraban sus tratos. Al este se hubiera encontrado con el próspero negocio de los
astilleros de la ciudad portuaria. Por doquier se veían grandes montones de madera, lona para velas
y cuerdas, esperando que los subieran a los barcos cuyo comercio daba vida a la ciudad.
Era precisamente este ajetreado mundo comercial9 el que nuestra rata infectada iba a poner
patas arriba. La eficacia del roedor como vector para extender la Peste Negra fue el resultado de su
aparente insignificancia. Nadie hubiera detectado a una rata que se escabullía por los mercados, se
ocultaba bajo la mesa de una taberna o saqueaba la despensa de la casa de un noble local. Las ratas
se movían con total libertad por las ciudades medievales como por la campiña. Una tabernera que
llevara una falda que dejase al descubierto una porción del tobillo, una cocinera ante el fogón,
incluso un noble, todos eran vulnerables a la picadura de algunas de las pulgas que saltaban desde
el lomo de la rata.
Al principio no debieron producirse cambios detectables.10 La bacteria de la peste tarda entre
dos y ocho días en incubarse. Pero al cabo de una semana la tabernera infectada debió caer
redonda al suelo. Puede que la cocinera empezase a tener convulsiones, a vomitar o, lo que resulta
incluso más inquietante, a reírse incontrolablemente. El noble quizás acabó en su lecho, debilitado
por el dolor que recorría sus brazos y piernas. La fiebre de los afectados ascendía hasta los cuarenta
grados y medio grados.
Al cabo de pocos días aparecían unas inflamaciones del tamaño de un huevo en el cuello, las
axilas o las ingles de los afectados. Se conocían como bubones, dando así origen al nombre peste
bubónica. La causa de la muerte solía ser el agotamiento, el fallo cardiaco o la hemorragia interna.
En total, la espiral mortífera se prolongaba unos diez días.
Además de la infección propagada por la picadura de una pulga, había otras dos vías de
contagio. Una era la transmisión por medio del contacto con la sangre de un infectado; este tipo de
contagio mataba en cuestión de un día. La otra vía era el aire, y atacaba los pulmones, causando
dificultades respiratorias y una gran cantidad de mucosidad. Ésta era la vía más frecuente de
contagio entre las personas. Primero uno por uno, luego a miles, hombres, mujeres y niños
sucumbieron a la enfermedad, no sólo en Bristol sino por todo el continente. A los ojos de los
europeos medievales, empapados del libro de Apocalipsis, aquello era el fin de los tiempos.
La peste debió haber sido el final de Europa.
En cambio, produjo una transformación misteriosa11 que ha desconcertado a los historiadores: al
cabo de ciento cincuenta años (un abrir y cerrar de ojos en la historia humana), los europeos
descubrieron el Nuevo Mundo, inventaron la imprenta, idearon la pintura al óleo, crearon las
primeras gafas, establecieron los cimientos de la propiedad intelectual y, para deleite de muchos,
destilaron la primera botella de whisky. Pronto llegarían otros avances en la innovación: la teoría de
la gravedad, de Newton, los sistemas bancarios modernos y las revoluciones democrática e
industrial.
Europa pasó de ser demasiado insignificante como para que nadie se molestase en conquistarla a
experimentar un renacimiento que, llegando a todos los rincones del continente, la transformaría
en la región más poderosa del mundo. Por supuesto, la pregunta es cómo sucedió.
El historiador David Herlihy escribe que la peste «garantizó que la Edad Media fuera la fase
intermedia, no la última, en el desarrollo occidental». Y uno de los principales motivos de que así
fuera, afirma, fue que «el periodo posterior a la peste fue una era de hombres nuevos».
Esta nueva sed de conocimiento propagada por los humanistas produjo una nueva y tremenda
demanda de libros. Tradicionalmente, los libros se habían copiado a mano.21 Miles de monjes por
toda Europa se pasaban días enteros copiando meticulosamente los manuscritos, a un ritmo de dos
o tres páginas diarias. Antes de la peste, el trabajo era tan abundante, y por consiguiente tan barato,
que era un sistema viable.
Por supuesto, la plaga mató a muchos de esos monjes. ¿Y cuál fue el resultado? Se acabó la mano
de obra barata.
Al mismo tiempo,22 debido al fallecimiento de tantísimas personas, aparecieron montones de
prendas de vestir usadas, pero innecesarias. Las hogueras gigantescas prendidas para quemar esas
ropas iluminaron el cielo; no había suficientes personas para aprovecharlas. Pero pronto la gente
empezó a hervir las prendas para reducirlas a fibras y a producir papel de trapos, montones de
papel. Por lo tanto, aunque el trabajo resultaba caro y era escaso, de repente el papel era tan barato
como abundante.
Hacia la década de 1400 se produjo una confluencia interesante de acontecimientos: una
elevada demanda de libros, un acceso barato al papel, el incentivo económico para crear un
instrumento de impresión que ahorrase trabajo y una multitud de textos antes desconocidos
procedentes de Constantinopla. Apareció Johannes Gutenberg y su imprenta. Pensemos en el
impacto que tuvo este invento dentro del contexto de estos factores que contribuyeron a hacerlo
posible: si no hubiera sido por la Peste Negra, los humanistas no habrían llegado al poder trayendo
consigo una creciente demanda de literatura. El trabajo hubiera seguido siendo barato, y el papel
escaso. En otras palabras, sin la peste es posible que no hubiese habido necesidad de la imprenta de
Gutenberg.
Lo único que hizo falta fue una rata infectada. Escabulléndose por una ciudad derrumbando las
instituciones de la época, generó una onda expansiva que se hizo sentir por casi todas las facetas de
la sociedad, incitando el progreso en la arquitectura, una Iglesia más receptiva a la ciencia y la razón
e incluso la invención de la imprenta, además de sacar a Europa de la «edad oscura» llevándola al
Renacimiento.
La marea alta o una tormenta lleva el coco hasta el mar, donde va errabundo de un lado para otro
sobre las olas hasta que encuentra tierra. Pero un cocotero no arraiga en cualquier terreno. El
cocotero necesita un clima tropical y mucha lluvia. Para que crezca, aún es más importante un
espacio abierto con muchísima luz solar. No puede crecer bajo el dosel de los árboles. Como los
humanistas de la Edad Media, las palmeras necesitan mucho espacio en blanco para crecer. Por eso
hay tantas palmeras en los litorales marítimos. Los ásperos rociones de agua salada impiden que
crezca la mayoría de plantas y árboles, dejando un espacio abierto para que los cocoteros echen
raíces y reciban la luz del sol que necesitan para crecer.
Por último, hay que contar con la posibilidad azarosa de que el coco llegue a tierra. La madre
Naturaleza no publica un mapa de islas propicias para el cultivo de la palmera. Los océanos son un
caldero de mareas, corrientes, surgencias y olas en constante movimiento, y los cocos siguen las
corrientes del mar. Cada vez que un coco encuentra el camino que le lleva hasta una playa, es un
suceso aleatorio. Pero no depende totalmente del azar. Las corrientes oceánicas generan una y otra
vez este tipo de casualidad. El proceso funciona tan bien que ha habido cocos que, procedentes de
Fiji o de las islas Canarias, han encallado en orillas de países tan lejanos como Noruega y se han
convertido en palmeras.
En otras palabras, la naturaleza es una defensora activa de la necesidad del caos. El espacio en
blanco de las playas tropicales da la bienvenida a esos sospechosos no habituales que son los cocos
navegantes, gracias a la casualidad organizada de las corrientes oceánicas.
Ahora imagine qué pasaría si un coco llegase flotando al puerto de Honolulu. Un puerto
ajetreado es una buena metáfora para muchas organizaciones humanas. Carece de espacio en
blanco, de modo que en él no pueden arraigar muchos sospechosos no habituales. Se ha reclamado
hasta el último palmo de espacio, de modo que no habría sitio para que el coco tocase tierra. Ésta es
la situación que viven muchas empresas. Alguien sugiere una idea nueva, pero no tiene espacio
donde atracar, donde echar raíces y convertirse en algo nuevo.
O imaginemos que el océano no tuviese corriente o mareas. Si el coco no pudiera viajar con las
corrientes, se limitaría a flotar en el agua sin llegar a ninguna parte. Nunca arribaría a una playa
nueva y vacía donde convertirse en palmera. Esto también es así en muchas organizaciones. No
existe un sistema que permita que fluyan las ideas inusuales, que se muevan de un lugar a otro. Se
limitan a flotar en un punto fijo, sin encontrar un solo lugar en el que echar raíces y crecer.
O pensemos que los cocos hayan sido descalificados y eliminados, como les pasa a muchas ideas
inusuales en muchas organizaciones. La gestión de procesos de negocio, las tablas indicadoras de la
eficiencia, el proceso de que «salgan las cuentas»: todos éstos son sistemas diseñados para eliminar
la varianza. De entre 250.000 tipos de semilla, ¿por qué se va a molestar la mayoría de
organizaciones en invertir en una cuarta parte de ese 1 por ciento que puede flotar durante meses
en el océano? ¿Por qué alimentar y fomentar algo tan inútil a la par que inusual? Sin embargo,
dado el contexto propicio, los cocos son una fuerza creativa considerable.
De hecho, a la naturaleza le encanta el espacio en blanco25 y los sospechosos no habituales,
aunque a nuestros ojos parezcan caóticos y destructivos. Pensemos por ejemplo en las secuoyas, que
crecen sólo después de un incendio forestal. Las llamas del incendio en el bosque avanzan entre los
árboles con tanta ferocidad y tan poca discriminación como la peste en la Europa medieval.
Algunos árboles explotan debido al intenso calor. Pero una vez que el incendio se ha extinguido, el
suelo del bosque es un espacio en blanco. La maleza ha desaparecido. La madera muerta y las
plantas se transforman en cenizas y nutrientes que la tierra absorbe de nuevo. Y éste es el entorno
en el que pueden empezar su crecimiento las secuoyas. Al cabo de unos pocos años o décadas, el
bosque vuelve a gozar de nueva salud y a medrar, más robusto que nunca.
Quizás el caso más impresionante de este proceso paradójico, que además está vinculado a la
evolución de la especie humana, sea el cráter creado por el impacto de un meteórito en Chicxulub,
en la península del Yucatán.
¿Alguna vez ha probado a frotar dos piedras para que salte una chispa y encienda un fuego? Si
no lo ha hecho, la verdad es que yo tampoco. Si lo ha hecho, sabe que para que funcione es
necesaria una serie de condiciones. Una de las rocas debe tener cierto contenido en hierro, y la otra
en pedernal. Pero puede hacerse.
Hace sesenta y cinco millones de años,26 eso es precisamente lo que sucedió a escala épica. Una
de las rocas tenía una anchura de unos dieciséis kilómetros. La otra roca era la Tierra. Básicamente,
un asteroide del tamaño de Manhattan surcaba el espacio a una velocidad de sesenta y cinco mil
kilómetros por hora cuando atravesó ardiendo nuestra atmósfera y chocó contra la superficie
terrestre. La colisión provocó un incendio que se extendió por todo el planeta.
Cuando los geólogos examinan la capa de tierra de aquella era, encuentran un estrato estrecho
de polvo fino. Bajo esa capa hallan una amplia variedad de fósiles, desde dinosaurios a escarabajos.
Por encima de la línea, después del impacto, del caos, apenas encuentran nada. La colisión borró
del mapa a los dinosaurios y casi a todos los demás seres vivos. El impacto levantó tanto polvo que
bloqueó los rayos solares durante mucho tiempo, y la temperatura del planeta bajó en picado.
Pero sobrevivieron ciertos sospechosos no habituales, incluyendo determinadas plantas, además
de pequeños mamíferos capaces de refugiarse en cuevas y bajo las rocas. En este espacio en blanco
(un ecosistema abierto con pocos depredadores), algunos de esos mamíferos evolucionaron a
primates. Y, por supuesto, una de esas especies se diversificó y evolucionó al Homo sapiens. Usted
está leyendo este libro porque la casualidad organizada y un acto cósmico de destrucción sumieron
el mundo en el caos, lo cual dio pie a una explosión de biodiversidad hace decenas de millones de
años.
La victoria de Saddam
Nunca le he dicho esto a Dempsey, pero tengo mis dudas sobre si el ejército no adolecerá de falta
de imaginación. Sospecho que no es así.
Durante los días previos a la invasión de Irak en 2003, los soldados estadounidenses trabajaban
en lo que se conoce como ritmo de batalla. Los comandantes y su personal trabajaban seis días a la
semana, entre catorce y dieciocho horas diarias, descansando solamente los domingos. Pero había
un oficial de inteligencia especialmente adicto al trabajo llamado Steve Rotkoff, coronel judío
procedente de Nueva York.
Rotkoff es un personaje inusual, entre otras cosas porque en el ejército no hay muchos judíos
que tengan un acento neoyorquino tan marcado como el suyo. Aunque está en buena forma,
Rotkoff no se parece al estereotipo de coronel del ejército. Se trata de un hombre que durante unas
vacaciones de verano en el instituto de secundaria se leyó las treinta seis obras teatrales de
Shakespeare.
La mayoría de los días el coronel Rotkoff se levantaba a las cuatro y media de la mañana,
participaba en sesiones informativas hasta las once, dedicaba hasta las tres de la tarde a trabajar en
la preparación del teatro de operaciones, y entre esa hora y las once de la noche se reunía con
diversos oficiales del Pentágono y de inteligencia.
Pero los domingos Rotkoff y un grupo reducido27 de otros oficiales se reunían para hablar
abiertamente sobre el ejército y su misión. «Ya de buen principio percibí la necesidad de disponer
de cierto tiempo no estructurado, no sólo para relacionarnos, sino para dejar vagar nuestras mentes
—explica Rotkoff—. Así que organicé la “reunión de oración” de los domingos por la tarde.» Si
alguien era capaz de pensar con imaginación, estaba invitado. No se tenía en cuenta el rango. La
reunión duraba entre dos y tres horas, y no había programa. El coronel traía pizza y cervezas.
Aquellas reuniones no tenían estructura adrede, para contar con mucho espacio en blanco para
ideas nuevas o infrecuentes. Un día, un joven oficial dijo que tenía una teoría que le gustaría
exponer ante el grupo. Su exposición se titulaba «La victoria de Saddam». Durante la presentación
expuso cómo Saddam Hussein podía vaciar las cárceles, aprovecharse de la estructura celular del
partido Baath, dar a conocer dónde estaban escondidas todas las armas y hacer que los chiíes y los
suníes se lanzaran los unos contra los otros, y de paso contra nosotros.
Básicamente, lo que sugería aquel joven oficial era que el ejército estadounidense no se
enfrentaría a la violencia del gobierno iraquí, sino a la de una cultura desencadenada y
traumatizada. El gobierno de Saddam, que había durado veinticuatro años, había acrecentado las
tensiones inherentes en la cultura iraquí, y cuando Saddam fuera derrocado nos meteríamos de
lleno en una vendetta sectaria.
El coronel Rotkoff consideró que aquella exposición fue sólida y digna de consideración. Intentó
organizar una reunión entre el joven oficial y el alto mando, pero, por mucho que lo intentó, no
consiguió que nadie le hiciera caso. Por supuesto, el escenario que esbozó el oficial aquel domingo
fue, con bastante exactitud, lo que sucedió en Irak un año más tarde.
¿Qué quiero decir? El ejército, como la Iglesia medieval, es una burocracia masiva con una
cultura poderosa, arraigada, impulsada por los valores y con un sentido claro de propósito. El
peligro que corre una organización así es que puede volverse demasiado estructurada. Puede
eliminar todo el espacio en blanco. No permite hablar a los sospechosos no habituales y ahoga las
nuevas ideas. En ocasiones, el dosel de la estructura que tiene la organización puede impedir que
entre la luz solar necesaria para que crezcan las ideas nuevas.
Lo que abrió el espacio en blanco para que el joven oficial expusiera su teoría fue el formato
abierto del grupo dominical de Steve Rotkoff. Dentro de la rígida jerarquía militar había pocos
lugares en los que pudiera emerger con tanta libertad semejante idea.
Para que crezcan nuevas ideas usted también necesita algunos sospechosos no habituales. Steve
Rotkoff es un coronel judío poco común que pensaba de una forma distinta a quienes le rodeaban,
además de contar con un grupo comprometido de oficiales que dedicaban su día libre a pensar
estratégicamente en tácticas e ideas que antes no habían tenido en cuenta.
Lo tercero que necesita es lo que yo llamo casualidad organizada. El ejército no adolecía de una
falta de imaginación, sino de la ausencia de casualidad organizada. Aquella exposición profética,
«La victoria de Saddam», no logró encontrar un camino para ascender por la cadena de mando. Si
lo hubiera conseguido, es posible que el ejército hubiera diseñado una estrategia distinta; quizás
hubiese llevado a cabo una invasión más cuidadosa, no habría entrado a saco en Bagdad, optando
en cambio por asegurar las zonas ya conquistadas. Quizás hubiera reducido el número de bombas
que dejó caer al principio, sabiendo que no había un gobierno al que derrotar; quizás hubiera
enviado un número muchísimo más elevado de tropas y se habría concentrado en asegurar la paz y
hacer que las áreas urbanas quedasen pacificadas.
En realidad era eso lo que me preguntaba el general Dempsey. ¿Cómo puede fomentar una
organización las ideas innovadoras y permitir que se propaguen por el sistema? La respuesta es que
es necesario crear pequeñas ventanas de caos dentro de la organización general. De esto habla La
necesidad del caos. A lo largo del libro analizaré cómo generales, profesores, ejecutivos
empresariales e incluso diseñadores de videojuegos han creado reductos de caos dentro de las
estructuras y rutinas establecidas, con objeto de fomentar las nuevas ideas y permitirlas arraigar y
crecer. Examinaré los tres elementos del caos (el espacio en blanco, los sospechosos no habituales y
la casualidad organizada) y le mostraré cómo se pueden crear conscientemente. Pero primero tengo
que definir qué quiero decir con el término caos y explorar cómo se generan esas ventanas de caos
dentro de una organización ya existente.
2 Peter Gay y R. K. Webb, Modern Europe to 1815 (1973), 52; Walter S. Zapotoczny, «The Political and Social Consequences of the
Black Death, 1348-1351» (2006), www.wzaponline.com/BlackDeath.pdf, 2; Jack Weatherford, Genghis Khan and the Making of the
Modern World (2004), 245.
3 David Herlihy, The Black Death and the Transformation of the West (1997), 17.
4 Ibíd., 51.
5 Weatherford, 158-59.
7 Ibíd., 21.
8 Bristol Link, «The History of Bristol», www.Bristol-link.co.uk/history.
9 Cantor, 21-22.
10 Herlihy, 22.
13 Ibíd., 20.
14 Ibíd., 60-69.
15 Herlihy, 60-70.
16 Cantor, 206-7.
17 Weatherford, 245.
18 Ross King, Brunelleschi’s Dome: How a Renaissance Genios Reinvented Architecture (2001).
19 James Hitchcock, History of the Catholic Church: From the Apostolic Age to the Third Millenium (2012), 243.
20 Ruth Tenzler Feldman, The Fall of Constantinople (Pivotal Moments in History) (2007), 74.
21 Herlihy, 49-50.
22 Van Doren.
23 Conocida cadena estadounidense de restaurantes familiares que combinan la venta de pizzas con diversas atracciones lúdicas para
los niños. (N. del T.)
26 Katherine Harmon, «A Theory Set in Stone: An Asteroid Killed the Dinosaurs After All», Scientific American, 4 de marzo de 2010,
www.scientificamerican.com/article.cfm?id=asteroid-killed-dinosaurs.
27 Basado en entrevistas con el ex coronel Steve Rotkoff entre 2010 y 2013.
2
Cuando éramos niños, para mi hermano mayor Rom y para mí los días de lluvia eran una
bendición. Despejábamos todos los muebles del salón y sacábamos del armario una gran caja de
color verde. Sabíamos que al cabo de poco nuestro apartamento estaría lleno de niños de once años
que vendrían con un solo motivo: apostar.
Cuando mis padres compraron una ruleta y una mesa para jugar a las cartas en miniatura una
vez que fueron de viaje a Italia, fue como si mi hermano y yo hubiésemos encontrado nuestro
propósito en la vida: organizar un casino infantil. A veces jugábamos apostando fichas de plástico, y
otras caramelos o canicas. Siempre teníamos varios juegos en marcha, pero nuestra especialidad
eran las cartas, desde war28 a blackjack, pasando por el póquer básico.
Todo fue diversión y juegos hasta que apareció un chaval llamado Yaron. Era un niño
extrovertido y animoso, pero no soportaba perder. Estábamos en mitad de una partida y si decidía
que no tenía muchas posibilidades de ganar, gritaba de repente y con todas sus fuerzas
«¡Tornado!», y revolvía todas las cartas. La primera vez nos fastidió, la segunda nos enfadó, y al
cabo de poco tuvimos claro que nunca debíamos invitar de nuevo a Yaron y el caos que traía
consigo.
La verdad es que en el meollo del caos encontramos una paradoja. Si le dejamos, el caos hará
estragos y destruirá todo lo que se interponga en su camino. Sin embargo, estos grandes actos de
destrucción a menudo preceden a manifestaciones de creatividad. Por lo tanto, la pregunta es si
podemos tener lo mejor de ambos mundos. ¿Podemos dominar el poder del caos sin padecer su
devastación? ¿Hay alguna manera de aprovechar el potencial creativo e innovador del caos sin dar
alas a la destrucción?
Creo que la solución es algo que yo llamo «caos contenido». Un poquito de caos, fomentado
pero contenido dentro de unos límites, puede resultar tremendamente beneficioso para la salud
general de una organización.
Tomemos como ejemplo a Yaron29 y sus partidas de cartas o, más concretamente, de póquer. En
una partida de cinco cartas éstas pueden combinarse de 2.598.960 maneras, una cifra
impresionante. Pero sólo un 40 por ciento de esas combinaciones arrojarán una escalera de color, la
mano más alta; de igual modo, sólo hay 624 maneras de conseguir cuatro cartas del mismo
número, que es la segunda mano más alta del juego.
Está claro que si introdujéramos en la partida a Yaron, el caos desbocado, echaríamos a perder el
juego. Pero ¿qué les sucede a las probabilidades de obtener una mano fuerte si añadimos sólo un
poco de caos? Me gusta imaginar a Yaron dentro de una burbuja protectora de plástico. En este
caso, ¿qué pasa en una partida de póquer de cinco cartas cuando añadimos a la baraja un solo naipe
más, el comodín? El efecto es extraordinario. Pasamos de tener cuarenta maneras de conseguir una
escalera de color a 184 modos distintos de lograr la mano más alta posible. Cuando pensamos en
cuatro cartas del mismo valor, el efecto de un comodín es incluso más destacado: pasamos de 624
posibilidades a 3.120.
Pensemos en esto un momento. Añadir un comodín, un poquito de caos contenido, cuadruplica
sus posibilidades de obtener una mano fantástica. En el caso de la mano más baja del póquer, la
pareja, un solo comodín le proporciona 150.000 soluciones más.
Por supuesto, el póquer, con sus estadísticas, sus reglas y sus probabilidades calculadas, es una
cosa. A una organización no se le puede añadir un comodín. No podemos añadir a Yaron a nuestro
equipo y tener la esperanza de que todo el mundo se comporte de forma positiva.
Sin embargo, hemos descubierto que usted sí puede aislar elementos del caos (el espacio en
blanco, los sospechosos no habituales y la casualidad organizada [o planificada]), y que éstos, a su
vez, insuflan un poco de caos contenido en su toma de decisiones. Echemos un vistazo rápido a
cada uno de estos tres elementos.
El espacio en blanco
Si usted hubiera visitado30 la sede en Chicago de 37signals durante un día cualquiera del mes de
junio de 2012, hubiera visto… poca cosa. Las salas de conferencias estaban vacías, las mesas de
despacho desocupadas, y las luces de la empresa apagadas. Podría haberse preguntado si la
compañía había bajado la persiana.
Pocas semanas antes, el director, Jason Fried, había anunciado que la empresa «descansaría un
mes del trabajo programado/asignado no esencial para descubrir qué podrían hacer si no contaban
con programaciones y asignaciones». No lo hicieron para recortar gastos ni para imponer un
despido en masa. En realidad, tomarse el mes libre era un experimento en productividad.
Todos los empleados cobraron su sueldo, pero no hubo listas de temas que discutir ni tareas
asignadas, lo cual generaba una ausencia intencionada de estructura; sólo había espacio en blanco.
Fried explicó: «Nuestra teoría dice que cuando las personas disfruten de un lapso prolongado de
tiempo ininterrumpido obtendremos mejores resultados. Un mes da tiempo para pensar, no sólo
para introducir en los resquicios un poco de trabajo personal».
Lo cierto es que fue un proyecto osado, y los más cínicos entre nosotros podemos imaginar a
unos empleados que navegaban sin rumbo por Internet, disfrutaban de largos almuerzos con los
amigos y se ponían al día de sus programas televisivos favoritos.
De hecho, durante los primeros días los empleados se dedicaron a hacerse a la idea de que no
tenían que cumplir con sus responsabilidades cotidianas. Pero poco después, tal como dice Fried en
su columna en Inc., individuos procedentes de todos los sectores de la empresa propusieron «una
manera nueva de vender uno de nuestros productos, un sistema mejor para mantener informados a
los clientes del estado de nuestros sistemas, una visión alternativa sobre cómo sorprender a los
clientes con un servicio mejor, y una manera mejorada de presentar a los empleados nuevos al resto
de la empresa. Me quedé atónito frente a tanta creatividad, perfeccionamiento y ejecución».
Por supuesto, no todas las organizaciones pueden permitirse dar a sus empleados un mes para
dedicarse a tareas no esenciales. Pero los nuevos descubrimientos en el campo de la neurociencia
nos indican que no tenemos por qué conceder a las personas todo un mes si queremos inducir los
beneficios creativos del espacio en blanco. Un poco de tiempo es suficiente. Sin embargo, vivimos
en una sociedad que pretende exprimir la eficiencia de todos los instantes. En los capítulos
siguientes veremos cómo Albert Einstein usó el espacio en blanco para hacer sus descubrimientos
más importantes, cómo las escuelas han descubierto que el recreo (el tiempo no estructurado)
mejora el aprendizaje de los alumnos, y cómo los neurocientíficos descubren que cuando nuestros
cerebros disfrutan de un espacio en blanco están muy activos y son muy eficaces.
Silver no solamente predijo correctamente la victoria del presidente Obama en las elecciones de 2012,
sino que proyectó con exactitud cuántos votos electorales obtendría el presidente, y anunció
correctamente los resultados de todos los candidatos al Senado, excepto uno, el de Dakota del
Norte.
Entonces, ¿de dónde salió este gurú de la estadística, dotado de un instinto político que no
conocía rival? ¿A qué había recurrido para perfeccionar su metodología? Nada menos que al
béisbol.
Silver se pasó seis años32 trabajando con la página web Baseball Prospectus, prediciendo el
rendimiento y el desarrollo general de los jugadores de béisbol.
Ahora bien, mientras que Frank Newport técnicamente tenía razón (Gallup se dedicaba a tomar
el pulso del país sobre diversos temas, en lugar de predecir el resultado de unas elecciones), Silver
resultó ser el más preparado para hacer predicciones.
Esto se debe a que el béisbol se dedica a predecir el futuro. En el béisbol, tanto si es usted
gerente de un club, corredor de apuestas o seguidor, siempre quiere saber cómo le irá a un equipo o
a un jugador. Ya sabe cómo están las cosas en ese momento; las estadísticas y el registro de derrotas
y victorias le proporcionan esa información. Los directivos quieren saber si deben conservar a un
jugador o venderlo. El gerente si debe dejar a un jugador en el banquillo o ponerlo a jugar. Los fans
quieren saber si una joven promesa ayudará a que la franquicia gane el título de la Serie Mundial.
Y los apostadores quieren saber cuáles son las probabilidades de que un equipo gane un día
determinado.
Nate Silver tomó lo que había aprendido sobre béisbol y lo aplicó a la política. Al principio la
idea parecía tan extravagante que Silver tuvo que usar un seudónimo, «Poblano». ¿Por qué tanta
prudencia? Porque la última persona que nos viene a la cabeza cuando pensamos en expertos en
predicciones electorales es un estadístico del béisbol.
En este libro veremos que Nate Silver no está solo. A las personas como él las llamo sospechosos
no habituales. Este tipo de personas no parecen encajar en el campo en que se encuentran, y
tienden a combinar mundos aparentemente inconexos. Examinaremos cómo los sospechosos no
habituales han revolucionado una amplia gama de campos, cambiándolo todo, desde nuestra
manera de secuenciar el ADN a nuestro estilo de jugar los videojuegos, nuestra forma de pensar en
la danza y en la música, e incluso el modo de trabajar dentro de una empresa Fortune 500.
La casualidad organizada
Lisa Kimball no parece una mujer demasiado subversiva.33 Su cabello ha conservado el tinte rojizo
que tenía en su juventud, suele vestirse de púrpura y frecuentemente lleva las gafas en lo alto de la
cabeza, y algunas veces se olvida dónde las ha puesto. Cuando dirige a grupos reducidos, se
recuesta en la silla, con un pie adelantado, y observa a los participantes con expresión de tenerlos
calados a todos. Para detectar la subversión, hay que mirarla de cerca: es ese brillo travieso en las
comisuras de sus ojos.
De forma muy parecida a Nate Silver cuando se dedica a la política, Lisa, ex maestra de escuela
infantil, parece la última persona a la que contrataríamos para luchar contra un patógeno letal, que
en Estados Unidos es responsable de más muertes que el virus de inmunosuficiencia humana
(VIH)/sida.
El estafilococo áureo resistente a la meticilina, o MRSA, produce una infección estafilocócica
resistente a varios antibióticos, lo cual quiere decir que la mayoría de medicamentos no consiguen
derrotarla. Lo más aterrador del caso es que la forma más sencilla de contraer MRSA es ingresar en
un hospital. Y por si esto no fuera bastante malo, el índice de infecciones hospitalarias asciende a
un ritmo alarmante.
La buena noticia sobre la MRSA es que es totalmente prevenible. El personal del hospital no
tiene más que lavarse cuidadosamente las manos antes de atender al siguiente paciente. Parece
bastante fácil. Pero la mala noticia, créalo o no, es que conseguir que los profesionales sanitarios se
laven las manos es más difícil de lo que podríamos imaginar. No es que a los médicos les falte
higiene personal; es que dado el ajetreo imperante en un hospital resulta difícil hacer una pausa y
lavarse las manos siempre.
Al principio los hospitales intentaron combatir la propagación de la MRSA educando a su
personal. La lógica decía que, evidentemente, si las personas se enteraban de que una simple visita
a la pila del baño podía salvar vidas, nadie se negaría a hacerlo. Así es como fueron apareciendo en
los hospitales de todo el país unos carteles que anunciaban las virtudes de esa práctica. Algunos
eran escuetos: «¡Detente! ¡Piensa!...» ¡Lávate las manos! Otros intentaban ser ingeniosos: «No dejes
que la infección te llegue a lo más hondo». Pero el mensaje era siempre el mismo: «¡Lávate las
manos!»
Por muy bienintencionados que fueran aquellos pósteres educativos (además de los folletos,
señales y chapas que los acompañaban), arrojaron pocos resultados positivos. Como dice Lisa: «La
información no cambia la conducta. Si lo hiciera, ninguno de nosotros fumaría y todos usaríamos
hilo dental».
La filosofía de Lisa es que, en lugar de intentar introducir cambios de arriba abajo (es decir,
imprimir un montón de carteles diciendo a la gente qué debe hacer, o intentar imponer unas
pautas rígidas), en realidad obtenemos más beneficios si creamos pequeños reductos de caos. La
idea es que en medio de ese caos pueden nacer soluciones. Y lo que hace Lisa es procurar alimentar
la casualidad.
Este proceso de aleatoriedad organizada o planificada es tan sutil que, a menos que prestemos
mucha atención, corremos el riesgo de pasarla por alto.
A menudo Lisa empieza reuniendo a un grupo dispar de personas: enfermeras, auxiliares,
administradores, técnicos de mantenimiento, secretarias, empleados de limpieza. «Es importante
contar con una gran variedad de personas», nos explicó.
Si nos sentáramos con uno de esos grupos, formados por personas distintas que hablan de esto y
de lo otro, nos sentiríamos tentados a considerarlos demasiado caóticos e inconexos. Pero ésa es
precisamente la intención. «Se parece un poco al jazz —dice Lisa, sonriente—. Un concierto de
música clásica es demasiado rígido. El ruido aleatorio es demasiado desagradable. Necesitamos un
poco de estructura, pero también la capacidad de dejarnos llevar.»
Lo que resulta especialmente interesante en la metodología de Lisa es que, para que sea eficaz,
ella no tiene que gestionarla excesivamente. «Uno de los momentos de los que estoy más orgullosa
tuvo lugar cuando yo no estaba allí», comentó riendo.
En esa ocasión, cuando Lisa se despidió de un grupo en un hospital, el debate acabó centrándose
en los protocolos correctos para bañar a las personas a las que habían diagnosticado un caso de
MRSA. «Parece ser que había que utilizar agua muy caliente —explicó Lisa—. Pero entonces una de
las enfermeras intervino diciendo: “Pues tenemos un problema, porque en nuestra ala no hay agua
caliente”.»
Los otros miembros se miraron unos a otros, incrédulos. Después de todo, aquél era un hospital
moderno. Atónito, uno de los técnicos de mantenimiento quiso comprobarlo. Junto con las
enfermeras y el resto del grupo tomó un ascensor hasta el ala en cuestión, sujetó un termómetro
bajo el grifo, le dio al agua caliente y esperó. Efectivamente: el agua, que se suponía que tenía que
salir ardiendo, estaba helada.
Cuando les preguntaron cómo se las arreglaban sin agua caliente, las enfermeras describieron el
proceso que podríamos esperar si hubiéramos vivido en la década de 1890. O en un barrio muy
pobre. O en Rumanía. «Primero —dijo una de las enfermeras—, hemos de bajar al sótano con dos
jarras para conseguir agua caliente y subirla de vuelta. Pero en realidad hacen falta tres jarras
colmadas de agua caliente para bañar a un paciente, de modo que tenemos que hacer dos viajes.»
Era evidente que la falta de agua caliente obstaculizaba el control de la infección, y todo el
mundo estuvo de acuerdo en que había que hacer algo. Pero ahí estaba el problema: en aquella
época en el hospital se estaba realizando una reforma importante, pero el ala donde no había agua
caliente tardaría en renovarse al menos otro año. Un cambio en la programación de las obras
supondría un coste de varios millones de dólares para el hospital.
Sin embargo, antes de lanzarse a una solución inmediata o, peor aún, hacerse los despistados
mientras esperaban un milagro, los miembros del equipo directivo optaron por el caos contenido.
Crearon un poco de espacio en blanco mediante la celebración de reuniones abiertas y la concesión
de tiempo para la reflexión. Este espacio en blanco, a su vez, creó un entorno en el que podían
opinar los sospechosos no habituales.
Y así fue cómo a una de las siguientes reuniones asistió un empleado de la limpieza. Escuchó
preocupado cómo una enfermera contaba aquel problema con la falta de agua caliente. Durante
una pausa en la conversación, el empleado carraspeó y preguntó: «¿Están seguros de que la llave de
paso está abierta?» Las enfermeras se miraron unas a otras con expresión de desconcierto: nadie lo
sabía.
El grupo volvió a subir al ala afectada y siguió al empleado de la limpieza pasillo abajo, hasta un
armario empotrado atiborrado de artículos de limpieza. El hombre comenzó de inmediato a apartar
escobas, fregonas, cubos e incluso una cuña higiénica, y dejó al descubierto una cañería provista de
una llave de paso en el muro posterior.
Como el hospital era tan viejo, la pintura de la válvula se había descascarillado, y las enfermeras
no lograron ver si estaba abierta o cerrada. Todo el mundo daba por hecho que, si había una llave,
sin duda estaría abierta. Cuando el empleado de la limpieza la hizo girar, la llave chirrió. Para
sorpresa de los asistentes, pronto escucharon el sonido familiar del agua que discurre por una
cañería y, como por arte de magia, el ala del hospital entró en el siglo XXI, con agua caliente en cada
grifo.
Cuando nos tomamos un tiempo para reflexionar, a menudo nos damos cuenta de que nuestras
organizaciones se han vuelto tan grandes, tan cuadriculadas, que nos hemos quedado
empantanados en los trámites, las reuniones inacabables y los memorandos y directrices que vienen
de quienes mandan. Entretanto, el conocimiento que podría contribuir a ahorrar millones de
dólares podría encontrarse en el lugar más insospechado.
«Aquéllos no eran el tipo de personajes que uno encontraría normalmente en la fuerza laboral
oficial —dijo Lisa—. En aquella habitación no había directivos. Sin embargo, aquel grupo encontró
la solución.»
¿Cuántas veces, en el intento de minimizar el caos, no ahogamos la innovación sin darnos
cuenta?
Puede parecer una casualidad que el empleado de la limpieza asistiera a aquella reunión. Y no
cabe duda de que parece aleatorio que se le ocurriera preguntar por la llave de paso del agua
caliente, resolviendo así el problema. Pero las probabilidades de encontrar aquel elemento ausente
habían aumentado deliberadamente por medio de la planificación.
La planificación de la casualidad consiste en hacer participar a tantos sectores de la organización
como sea posible. Consiste en escuchar a las personas que le dicen que existe un problema, y luego
capacitarlas para descubrir la solución. Después de todo, es muy posible que la solución ya se
encuentre en la sala.
En los próximos capítulos examinaremos cómo las estructuras relajadas o abiertas permiten un
mayor éxito, fomentando la casualidad en campos tan diversos como son las admisiones a las
escuelas de administración de empresas, los medios de comunicación online y la resolución de
problemas en todo tipo de empresas. Estos tres elementos del caos contenido (el espacio en blanco,
los sospechosos no habituales y la casualidad planificada) pueden ayudar tanto a las grandes
empresas como a las pequeñas e incipientes a introducir más innovación, impulsar el crecimiento y
propulsar la excelencia.
28 Juego de cartas en el que los jugadores apuestan contra el crupier sobre quién obtendrá la carta más alta. (N. del T.)
30 Jason Fried, «Why I Gave My Company a Month Off», Inc., 22 de agosto de 2012, www.inc.com/magazine/201209/jason-fried/why-
company-a-month-off.html; Jessica Stillman, «Slow Bsuiness: The Case Against Fast Growth», Inc., 18 de septiembre de 2012,
http://www.inc.com/jessica-stillman/slow-business-fast-growth-is-not-good-for-the-company.html.
31 John Reinan, «Why Gallup Hates Nate Silver», Minnpost, 19 de noviembre de 2012,
http://www.minnpost.com/business/2012/11/why-gallup-hates-nate-silver.
33 Todas las anécdotas sobre la liberación de estructuras y la lucha contra la extensión de la infección por estafilococos en los
hospitales proceden de entrevistas a Lisa Kimball entre 2010 y 2012.
3
El cerebro de Einstein
Desde todos los puntos de Europa empezaron a llegar a la Universidad de Berna,34 en Suiza, cartas
de físicos con preguntas y alabanzas. Algunas procedían de los científicos más apreciados de la
época. Las cartas iban dirigidas a un tal Albert Einstein, quien unos meses antes había publicado su
teoría de la relatividad. Pero lo que no sabían los autores de las cartas era que Einstein no trabajaba
en la universidad. Los físicos sabían que vivía en Berna, y dieron por hecho que era profesor
universitario en la ciudad.
De hecho, Einstein no tenía relación alguna con la universidad. Era empleado en la Oficina de
Patentes de Berna. Un funcionario gubernamental había puesto patas arriba el mundo de la física.
Todos conocemos la historia de cómo Einstein, siendo muy joven, hizo progresos impresionantes
en la física. La mayoría también sabe que era mal estudiante y pudo hacer sus descubrimientos
pioneros en el campo de la física a pesar de no tener ningún tipo de contacto con el mundo
académico.
Era casi demasiado extraordinario para ser verdad. Un tipo de veintiséis años surge
aparentemente de ninguna parte y expone una teoría científica que cambia el mundo. Eso por sí
mismo ya habría carecido de precedentes. Pero diez años más tarde Einstein volvió a revolucionar
la física, reinventando nuestra comprensión de la gravedad. Hoy día el nombre de Einstein es
prácticamente un sinónimo de genio.
La explicación con la que la mayoría hemos crecido sobre los descubrimientos de Einstein es que
éste disponía de una mente tan brillante e inusual que, casi por arte de magia, en una proeza
visionaria, vio el universo de una forma totalmente nueva.
Al intentar comprender el genio único de Einstein, con el paso de los años los científicos se
centraron primero en la naturaleza estructural de su cerebro. Argumentaban que el físico alemán
tenía una mente tan extraordinaria que su cerebro debía tener algo fundamentalmente distinto.
Cuando Einstein murió en 1953,35 el forense Thomas Harvey extrajo lo que se había convertido
en el cerebro más famoso de la historia; formaba parte del proceso habitual de la autopsia. Sin
embargo, lo que hizo después (meter el cerebro en una jarra llena de formaldehído, guardar la jarra
en una bolsa y llevársela) no lo fue. Pero Harvey creía que tenía el deber para con la ciencia y con el
mundo de conservar el cerebro de Einstein, para permitir a los científicos estudiarlo y desvelar los
secretos de su mente.
Durante los años siguientes los neurocientíficos, o neuroanatomistas, como se llamaban
entonces, solicitaron a Harvey diversas porciones del cerebro de Einstein para determinar
exactamente qué parte del mismo era única.
Los científicos descubrieron36 que el genio alemán poseía una concentración de neuronas
superior a la media en la parte del cerebro responsable del pensamiento matemático. Esto parecía
un indicio prometedor. Sin embargo, el problema con este hallazgo es que a Einstein no se le daban
especialmente bien las matemáticas. Su primera esposa, Mileva Maric, solía revisar sus cuentas para
corregirlas. Y si bien Einstein destacaba en las matemáticas mucho más que los estudiantes
avanzados de esta materia o de inglés, en realidad sus descubrimientos no fueron avances
matemáticos extraordinarios. En lugar de eso, sus teorías sobre la relatividad crearon una nueva
conceptualización de nuestras ideas del espacio y el tiempo. Se trataba más bien de un nuevo
conjunto de paradigmas sobre el universo, respaldado por las matemáticas, y no tanto un conjunto
de fórmulas matemáticas complejas.
Otra científica, Marian C. Diamond,37 descubrió que Einstein poseía más células gliales que la
media de personas. Las células gliales fabrican la capa mielínica que recubre los axones cerebrales,
acelerando la comunicación entre las neuronas. También funcionan como un sistema de
distribución, aportando energía a las neuronas al tiempo eliminan las muertas.
Sin embargo, en el cerebro de Einstein las células gliales sólo diferían en un sentido
estadísticamente relevante. Y dado que el cerebro de Einstein era más viejo que los otros cerebros
con los que lo comparó Diamond, y que las células gliales siguen dividiéndose mientras
envejecemos, era natural que Einstein tuviera más cantidad de ellas. Por lo tanto, aunque sea lógico
pensar que su red glial pudo tener algo que ver con su genio, no podemos estar seguros de cuál fue
su influencia en este sentido.
La investigación fisiológica siguió adelante. Los científicos descubrieron que el cerebro de
Einstein era más ancho que el de la media. Por otro lado, también pesaba menos que la media.
Al final, los estudios sobre el cerebro de Einstein fueron poco concluyentes y no proporcionaron
una explicación válida de su genio. Lo cierto es que el cerebro de cada uno de nosotros presenta sus
propias idiosincrasias.
Ni siquiera Einstein pensaba que su cerebro había hecho de él quien era. En cierta ocasión
comentó que la diferencia entre lo que pensaba el público de su capacidad intelectual y la realidad
era «grotesca».
Pero si no era su cerebro el que marcó la diferencia, ¿qué distinguió a Einstein de otros? ¿Y qué
tiene que ver el genio de Einstein con el caos?
Einstein el remolón
A comienzos del siglo XX, en la Universidad de Zúrich38 legiones de alumnos bien vestidos
tomaban copiosas notas, fumaban y abordaban fórmulas complejas. Sin embargo, había un
estudiante que no rondaba mucho por el aula, Einstein, quien tendía a saltarse las clases y a pasarse
el rato en las cafeterías de la Banhhofstrasse, charlando sobre las nuevas ideas de la física con los
parroquianos del café.
En verano,39 mientras otros estudiantes de física trabajaban en laboratorios o ayudaban a los
profesores a publicar ensayos, Einstein hacía excursiones por los hermosos senderos del cantón
Appenzell, en los Alpes. Era como si todo su año fuera un gran interludio desestructurado.
Y ésta es la primera pista que tenemos sobre el genio de Einstein. Aparentemente, era un
gandul. Sí, es cierto que era un gandul obsesionado por la física teórica, pero gandul a fin de
cuentas.
No le apetecía asistir a clase.40 Hacía que otros tuviesen tan poca confianza en sus capacidades
académicas que uno de sus maestros le sugirió que abandonase el estudio de la física. En un gran
ejemplo de ironía, cuando llegó el momento de la graduación, Einstein fue el único miembro
desempleado de toda su promoción de 1900. Su padre, Hermann, intentó conseguirle un empleo
pidiendo favores, pero no sirvió de nada.
Imagínense el desespero de su pobre madre: «Tienes que empezar a asistir a clase»; «¿Qué ha
pasado con aquel joven inteligente que solías ser?»; «¿Sabes? Si te esforzaras más, te sorprenderían
los progresos que harías».
Es fácil simpatizar con las reacciones probables de sus padres. La conducta de Einstein,
aparentemente ociosa, habría llevado al desespero a la mayoría de progenitores.
Pero su inquietud fue injustificada. Lo que hacía en realidad Einstein era ejercitar una parte muy
especial de su cerebro.
La mayoría de nosotros tiende a tener ideas muy definidas sobre cuál es el camino hacia el éxito.
Valoramos la disciplina y la diligencia, el trabajo duro y la idea de «abrirnos camino a base de
esfuerzo». Pensamos que el tiempo desestructurado, ese «pasar el rato», es para los adolescentes
que tienen demasiadas horas entre manos y para los surfistas profesionales. A la mayoría de
nosotros le toca prestar atención, estudiar mucho y aprender.
Pero eso no tiene nada que ver con lo que hizo Einstein. Como veremos, él siguió un proceso
concreto para desarrollar sus ideas, relacionado estrechamente con la necesidad del caos. Es un
proceso que, podríamos decir, le llevó a destacar de una forma tan extraordinaria como
impredecible. Y todos nosotros podemos aprovecharlo.
La tiranía de la estructura
Piense en un momento en el gerente o el líder ideal. ¿Qué atributos cree que debe tener?
Imagino que dirá que un líder es alguien que consigue que se hagan cosas, alguien organizado y
capaz de ofrecer una guía clara a sus subordinados, alguien que es un modelo de eficiencia.
Para la mayoría de nosotros, un líder o director eficaz aferra con fuerza el timón; la organización
está muy controlada. Y es posible que no haya una organización más controlada que el ejército de
Estados Unidos.
Una de las cosas que descubrí cuando visité por primera vez una base del ejército
estadounidense fue que cada momento del día de un soldado está planificado meticulosamente;
tras el entrenamiento físico viene la formación, la inspección y las reuniones.
Este mismo tipo de disciplina y de estructuras se extiende para abarcar muchas de las vidas
personales de los soldados. Un oficial de alto rango al que conocí me habló de su rutina: «Mi
despertador suena a las cinco de la mañana; compruebo el correo electrónico, me tomo un bol de
cereales de avena, leo el periódico y salgo por la puerta a las seis menos cuarto. Llego al gimnasio a
las seis. Acabo el entrenamiento a las siete, me ducho y a las siete y media estoy en mi puesto de
trabajo». Luego siguió describiéndome el resto de su día, pero ya ve por dónde van los tiros, ¿no? El
mero hecho de escuchar a alguien hablar de una rutina tan estructurada puede hacerle sentirse
perezoso.
Aunque quizá las vidas de la mayoría de personas no estén tan rígidamente organizadas, es
probable que el modo en que están estructuradas y ordenadas nuestras instituciones, empresas,
escuelas y otras organizaciones no sea tan diferente. Seguimos cursillos formativos y leemos libros
sobre cómo optimizar nuestros días; programamos reuniones para maximizar el rendimiento; nos
apuntamos (o nos apuntan) a seminarios de gestión del tiempo, para ayudarnos a aprovecharlo
sabiamente. Las corporaciones están entregadas a una búsqueda constante para ser más eficientes y
productivas, usando las últimas herramientas tecnológicas. Las agendas de nuestros hijos están
igual de repletas (a menudo desde la mañana hasta la noche) de actividades ininterrumpidas,
desde la escuela a las clases de danza o de piano, pasando por actividades deportivas, por no
mencionar los partidos de fútbol programados e itinerantes y las fechas de los conciertos.
Intentamos optimizar nuestro tiempo y crear el máximo grado posible de orden. Sin embargo, la
cuestión es que pagamos un alto precio por esta optimización. De hecho, corremos el riesgo de
aniquilar una parte importante del modo en que funciona nuestro cerebro.
Aunque bien intencionado, este énfasis tan intenso en la estructuración de nuestras vidas puede
ahogar la creatividad, el genio y la innovación. Y sin embargo, como atestigua la investigación del
doctor Marcus Raichle41 de la Universidad de Washington y del doctor Jonathan Schooler, del
laboratorio META en la Universidad de California en Santa Bárbara, cuando «desconectamos» se
activa una red especial de nuestro cerebro que empieza a establecer conexiones innovadoras. En el
capítulo siguiente examinaremos más de cerca esta red. Por el momento es importante ser
conscientes de que nuestro cerebro necesita espacio en blanco para pensar creativamente. Lo mismo
pasa en las organizaciones.
Piense de nuevo en el relato sobre la Iglesia medieval con el que empezamos este capítulo. La
Iglesia se había vuelto tan cuadriculada, sometida a un control tan férreo, tan encajonada en sus
formas, que esto excluía el pensamiento creativo, ya fuera sobre el mundo natural o sobre la
condición humana. Hizo falta un suceso catastrófico para conmocionar radicalmente las cosas y
tirar por tierra siglos de tradición, lo cual permitió a Europa dejar atrás su estancamiento.
De forma parecida, si queremos fomentar la creatividad y la innovación en nuestras vidas,
necesitamos un poco de caos.
La mayoría hemos crecido con la idea de que, cuanto más organizados estemos, más eficaces
seremos (y, por ende, seremos mejores personas).
Cuando empecé mi trabajo con el ejército de Estados Unidos, me quedé sorprendido por su
grado de organización. Conocí a generales que tenían entre manos programas militares colosales: el
general a cargo del programa de entrenamiento básico para los nuevos reclutas, el general a cargo
de la Reserva del Ejército, el general encargado de los suministros. Eran personas inteligentes,
capaces y tremendamente bien organizadas. Después de todo, se ocupaban de la inversión de miles
de millones de dólares y eran responsables de decenas de miles de hombres y de mujeres que
estaban bajo su mando.
Inevitablemente, antes de cada reunión recibía una llamada de algún ayudante del general de
turno, que me preguntaba nervioso: «¿Cuál es el programa de la reunión?»
La primera vez que me formularon esta pregunta, balbuceé con sinceridad:
—Hablar.
—Sí, pero ¿de qué?
—De los intentos del ejército para ser más flexible.
—¿Y dónde están las diapositivas de PowerPoint? —me preguntaba el ayudante, exasperado,
viendo que yo no le había enviado el material de antemano.
—No tengo. La idea es hablar libremente, sin un temario establecido, para ver adónde nos lleva
la conversación.
Me di cuenta de hasta qué punto está estructurado el mundo del ejército. Además, para los
oficiales de alto rango tiene mucho sentido que sea así. Con tantas responsabilidades, quieren
asegurarse de que invierten eficazmente su tiempo.
Pero no pude evitar pensar que una estructura tan rígida suponía una desventaja para el ejército
a la hora de tener una manera de pensar capaz de adaptarse, ser flexible y fomentar la innovación.
Tenía que dejarles claro que en nuestro proceso de toma de decisiones hay algo importante que
sucede cuando no actuamos.
Se acaba el recreo
Pocas semanas después de mi reunión42 con el general Dempsey, tomé un avión con destino a Fort
Leavenworth, Kansas, la ciudad donde se encuentra una de las mayores escuelas militares del
ejército, la Escuela de Comando y Estado Mayor General (CGSC). Ese centro es adonde van los
oficiales del ejército con grado de mayor (grado inferior al de teniente coronel y superior al de
capitán) para empezar a aprender pensamiento estratégico. Su lista de alumnos es como un
compendio del quién es quién en el ejército estadounidense: Marshall, Bradley, Eisenhower,
MacArthur, Patton, Powell. David Petraeus fue su comandante de 2005 a 2007.
Me recogió en el aeropuerto Steve Rotkoff, el coronel que había organizado la «reunión de
oración» de la que hablamos en el capítulo 1, y que había predicho la insurgencia en Irak. Ahora
Rotkoff colaboraba con un nuevo centro militar llamado Universidad de Estudios Militares y
Culturales Exteriores, pero extraoficialmente bautizada con el nombre de «Universidad del Equipo
Rojo». Tras aprender la lección de lo sucedido en Irak, el ejército formaba a los oficiales para actuar
cuando fuera necesario para funcionar como voces discrepantes dentro de su personal.
Lo primero que percibí en Rotkoff era que, con sus tupidas cejas y su tez morena, hubiera sido el
actor perfecto para hacer de capo mafioso en el cine. En realidad, fue por casualidad como acabó
yendo a West Point en lugar de aceptar una beca para estudiar teatro.
A Steve Rotkoff lo habían destinado a desarrollar y poner en práctica el programa de caos
controlado junto conmigo. Me daba cuenta de que, aunque él estaba abierto a ideas nuevas,
mantenía una saludable dosis de escepticismo sobre lo que íbamos a hacer. «¿Sabe, Ori? —me
advirtió en el coche—. Somos una organización basada en la estructura.»
Durante los años siguientes aprendí muchas cosas sobre la enseñanza en el ejército y en sus
diversos centros educativos. Aunque dotados de buena intención, muchos profesores de esos
centros atiborraban las clases de presentaciones en PowerPoint. En una de las escuelas, Dempsey
emitió una orden que prohibía el uso del PowerPoint en el aula. Los instructores obedecieron el día
en que el general les hizo una visita, pero al día siguiente volvieron a sus diapositivas.
Cuando el coronel Rotkoff y yo empezamos a planificar cómo sería el programa para cada día,
sentí una presión sutil para hacer las cosas de la forma más eficiente posible. Apartábamos a
muchos oficiales de sus hogares, gastábamos el dinero del gobierno y trabajábamos bajo la atenta
mirada de los jefazos militares. Era toda una tentación estructurar hasta el más mínimo detalle.
De hecho, éste es el mismo tipo de impulso que vemos en nuestros sistemas educativos
modernos: la presión administrativa para aumentar la eficacia, la estructura y la responsabilidad de
los docentes.
Podemos fijar el inicio del movimiento hacia la eficiencia en una sentencia del Tribunal Supremo
de 1954, Brown vs. Junta Educativa, que ordenaba que el gobierno federal mejorase la calidad
educativa para los alumnos pobres y minoritarios. Pero gestionar una decisión del tribunal es una
cosa, y mejorar de verdad la calidad docente es otra distinta.
En la década de 1960,43 como parte de la lucha contra la pobreza, el presidente Johnson
consiguió introducir la Ley de Enseñanza Primaria y Secundaria (ESEA). La esencia de la ESEA
estaba contenida en el Título I, que proporcionaba fondos federales a los estados para ayudarles a
mejorar el nivel de la enseñanza en las escuelas públicas donde estudiaban alumnos pobres y
pertenecientes a minorías. A cambio, el gobierno federal exigía que tales centros le rindiesen
cuentas hasta cierto punto. Para satisfacer esas demandas, las escuelas debían crear estándares
mensurables. A su vez, para que las escuelas pudieran ser sometidas a una valoración, se
estructuraron más los días de clase; el proceso educativo pasó a ser más eficaz.
Aunque el programa fue un fracaso rotundo,44 la búsqueda de la eficiencia siguió adelante. En
1983, veinte años después de que entrara en vigor la legislación de Johnson, la Comisión Nacional
sobre la Excelencia Educativa publicó un informe con el título Una nación en peligro, donde se
evidenciaba que un 13 por ciento de los muchachos de diecisiete años eran analfabetos. Entre los
jóvenes de esa edad pertenecientes a una minoría, la cifra aumentaba hasta el 40 por ciento.
Lo peor de todo es que la plaga educativa se estaba propagando. Una nación en peligro
informaba de un descenso en el grado de conocimiento en expresión oral, matemáticas y ciencias.
Sólo un tercio de los alumnos podía resolver un problema matemático que exigiera diversos pasos.
El informe suponía un contraste directo con lo que sucedía al otro lado del océano. Los niños
japoneses eran considerados ejemplares. Estudiaban con diligencia, sin quejarse. Manifestaban una
capacidad precoz para las matemáticas y las ciencias y superaban a los alumnos estadounidenses en
todas las evaluaciones. Era evidente que Estados Unidos se estaba quedando rezagado.
Estaba claro que en Japón había algo especial. De hecho, el informe recomendaba apretar aún
más las tuercas. Llamaba a Estados Unidos a imitar a los japoneses, introducir estándares más
rigurosos y mensurables, prolongar el horario escolar y mandar más deberes a los alumnos para
hacerlos en casa. Para mejorar el rendimiento de los estudiantes norteamericanos, necesitábamos
aún más estructura, más disciplina, más tiempo dedicado al estudio y al aprendizaje.
Durante los diez años siguientes,45 las escuelas se volvieron más estructuradas. Pero la situación
empeoró. En 1994, las notas de los exámenes no eran bajas solamente entre los alumnos pobres y
los pertenecientes a una minoría; se habían extendido por toda la masa estudiantil. Las escuelas
empezaban a parecerse más unas a otras, pero en la dirección equivocada: el rendimiento cada vez
era peor en todas.
Aun así se mantuvo la tiranía de la estructura. La conclusión a la que se llegó fue que aún no
disponíamos del rigor y de la estructura necesarios. De modo que el presidente Clinton firmó una
nueva ley sobre la enseñanza que legislaba unos estándares más altos para las escuelas y una mayor
responsabilidad por parte de éstas, medida en función de las notas de los exámenes.
A pesar de todo, nuestras escuelas siguieron empeorando. En 2002, el presidente George W.
Bush dio forma de ley a su propia reforma educativa, con el programa No Child Left Behind («Que
ningún niño se quede atrás»). Básicamente la ley contaba la misma historia y ofrecía la misma meta.
Y esta vez se aplicó con gran firmeza en los centros educativos.
Se fijaron nuevos estándares para un currículum fundamental.46 Cada año los alumnos harían
exámenes estandarizados para evaluar el progreso anual correcto (AYP en sus siglas en inglés). La
nota del AYP sería la manera de que las escuelas dieran cuenta de su eficacia. Si era demasiado
baja, la escuela se cerraría. En esencia, No Child Left Behind era el mensaje del gobierno federal
para las juntas educativas estatales: «Pues miren, esta vez la cosa va en serio».
Pero una consecuencia no intencionada de este sistema47 fue que los planes de estudio escolares
empezaron a estrecharse. Los profesores se concentraron en impartir las materias que se evaluaban
mediante los exámenes estandarizados. En el nivel de escuela primaria, un 58 por ciento de los
distritos escolares informó de que enseñaban lengua inglesa dos horas y media más por semana. Un
45 por ciento de los distritos escolares anunció que enseñaban matemáticas una hora y media más
que antes. Este énfasis extra en las matemáticas y la lengua inglesa fue posible al eliminar partes del
programa escolar que se consideraron innecesarias: dibujo, música y, sobre todo, el recreo. La idea
sostenía que para mejorar las escuelas, lo último que había que hacer era permitir que los niños
disfrutasen en el recreo.
Sin duda todas estas medidas nos tendrían que haber llevado48 a obtener por fin un progreso en
nuestras escuelas, ¿no? Sin embargo, en 2010 un 38 por ciento de los centros no llegó a la nota
requerida en el AYP, una cifra que es todo un récord. Cuanto más ha intentado el gobierno
reforzar la eficiencia, más parece que el objetivo se ha alejado de nosotros. Estados Unidos ocupa el
puesto treinta y siete en la clasificación mundial en lo relativo a la educación en ciencia, el puesto
veinticuatro en matemáticas y el octavo en innovación. Aquí hay algo que no funciona.
Cuando observamos los países49 que rinden bien en la enseñanza, vemos algunas diferencias
chocantes. La primera es el compromiso de contratar a profesores muy cualificados. Es evidente
cómo contribuye esto a crear un entorno de aprendizaje superior.
Pero la otra diferencia es mucho más sorprendente.50 Cuando intentaron emular a Japón, las
escuelas estadounidenses pasaron por alto un factor esencial. Junto con el rigor, las escuelas
japonesas ofrecen a sus alumnos más tiempo no estructurado. Aunque sus jornadas escolares son
más largas y sus alumnos sacan mejores notas, un 25 por ciento de la jornada escolar de los niños
asiáticos consiste en un tiempo no estructurado.
¿Podría ser que los alumnos estadounidenses no rindiesen tanto porque no disfrutaban de tanto
tiempo libre? El tiempo no estructurado, ¿aumenta la eficacia? Ésta es una paradoja que nos vuelve
a llevar a 1900 y al joven Einstein.
En 1903 la mayor parte del grupo61 que formaba la Academia Olimpia de Einstein se disgregó. Pero
un buen amigo del genio alemán, Michele Besso, encontró un empleo en la misma oficina de
patentes. La Academia Olimpia se había reducido a las conversaciones sobre física entre Einstein y
Besso mientras iban y volvían juntos del trabajo. Pero ése fue un tiempo que concedió a Einstein la
libertad y el espacio necesarios para pensar de forma distinta.
Así es como describe la experiencia de Einstein el periodista Dennis Overbye,62 en su libro Las
pasiones de Einstein: «Desde el punto de vista de la comunidad física establecida, Albert era un
forastero, un diletante que trabajaba en la oficina de patentes y ojeaba las revistas de vez en
cuando. Desde su propio punto de vista, Albert no tenía expectativas ni nada que perder. No tenía
mentores ni favores que devolver. Aparentemente, no tenía miedo. Podía permitirse ser radical».
En otras palabras, Einstein pudo concebir algo tan radical como la relatividad sólo en el espacio
en blanco de su vida fuera de la academia. Todos aquellos años en los que estuvo a solas fuera de la
estructura de un programa universitario, con montones de tiempo y el reto constante de ideas
filosóficas y científicas, le permitieron dar el gran salto intelectual que nos proporcionó la física
moderna. Le permitieron ver el mundo de una forma totalmente distinta.
Entonces, ¿qué vio realmente Einstein?63
Todo tuvo que ver con la cuestión de cómo se desplaza la luz por el espacio. Concretamente, si
en el espacio no hay aire, ¿cómo puede desplazarse por él la luz?
Al principio del siglo XX los científicos creían que la respuesta era algo llamado «éter». Se creía
que el éter, un concepto que tomaron prestado de Aristóteles, era una esencia inodora, incolora,
insípida y carente de peso, que componía el universo. Se creía que la luz se desplazaba atravesando
el éter.
El único problema con la idea del éter era que, por mucho que lo intentaran, los científicos no
lograban encontrarlo.
Aquel verano, cuando Einstein hacía senderismo por los Alpes en lugar de trabajar como
ayudante de algún profesor, se permitió por vez primera plantearse que, quizás, el éter no existía.
Quizá las ondas electromagnéticas (la luz) se desplazaban por un espacio vacío.
En 1901, un joven científico llamado Max Planck, en un esfuerzo desesperado para que
funcionasen sus cálculos, sugirió que a lo mejor la luz no se desplazaba en ondas (como el sonido),
sino más bien en grupúsculos definidos llamados cuantos. Einstein estuvo de acuerdo. Dando por
hecho que la luz estaba compuesta de partículas diminutas como granos de arena, comenzó a
imaginar el modo en que podría desplazarse la energía.
Paseando por las calles de Berna con su amigo Besso y repasando matemáticas con Mileva en su
buhardilla, reflexionó sobre cómo explicar el universo si la luz se desplazaba por el espacio vacío a
una velocidad constante. Además, se preguntó si era posible que el universo no tuviera un centro,
un fundamento.
Todo el mundo, desde Aristóteles a Newton, había dado por hecho un estadio central e
inmutable en el que el universo representaba su obra. Pero, incapaz de encontrar ese estado central,
el éter, Einstein preguntó: ¿qué pasa si nuestra realidad sólo es relativa al movimiento de otras
cosas? ¿Y si no existe un punto inmóvil, un horizonte? ¿Y si la única manera de explicar la dinámica
de la energía es decir que las cosas sólo existen siendo relativas a otras?
Fue en el espacio en blanco donde Einstein, considerado hereje, un extraño, encontró un lugar
donde quitarle al universo el suelo sobre el que se sustentaba. Todo se cohesionó un día de
primavera cuando fue a reunirse con Besso.
Durante todo el día debatieron los entresijos del problema: cómo se desplazaba la luz por el
espacio vacío. Al final de la conversación Einstein se sentía tan frustrado que se marchó, diciendo a
Besso que iba a renunciar a seguir investigando el tema. Se fue a su casa para acostarse y entonces,
en el espacio en blanco entre la vigilia y el sueño, de repente encontró la solución. Al día siguiente
volvió a ver a su amigo y le dijo: «Gracias. He resuelto el problema por completo». Einstein se pasó
las seis semanas siguientes estableciendo el respaldo matemático y el argumento de su teoría
especial de la relatividad, que postulaba que no vivimos en un escenario central, compartido, que
nuestra realidad es relativa a la de todos los demás.
Einstein publicó su ensayo en la revista de física Annalen der Physik, pensando que era
demasiado extravagante como para convertirla en su tesis doctoral.
Dos años después,64 mientras seguía trabajando en la oficina de patentes, estaba recostado en su
silla cuando «de repente me vino una idea. Si una persona cae libremente, no sentirá su propio
peso. Me quedé atónito». Aquél fue el principio de la teoría general de la relatividad, en la que
teorizó por vez primera que la gravedad podía combar la luz, que en realidad podía alterar el
espacio-tiempo, y que podían existir los agujeros negros.
Fijémonos que en el proceso de descubrimiento de Einstein hay un patrón. Primero, mientras
hacía senderismo en los Alpes, imaginó un mundo sin éter. Su teoría especial de la relatividad se
organizó mientras se estaba quedando dormido, y su teoría general de la relatividad le llegó cuando
estaba recostado en su silla, en la oficina de patentes. En ninguno de estos casos Einstein estaba
concentrado en la física per se.
En aquella época es probable que el Reed College ofreciera el mejor curso de caligrafía del
país. Por todo el campus, los carteles, las etiquetas de los cajones estaban escritas a mano con
una caligrafía hermosa. Como había dejado la carrera y ya no tenía que asistir a las clases
normales, decidí apuntarme al curso de caligrafía para dominarla. Aprendí cosas sobre los
tipos Serif y Sans Serif, sobre cómo variar la cantidad de espacio entre diversas combinaciones
de letras, sobre qué hace que la tipografía excelente lo sea. Era una actividad hermosa,
histórica, con sutileza artística, en un sentido que la ciencia no puede lograr, y me resultó
fascinante.
No tenía ninguna esperanza de que pudiera aplicar nada de esto a mi vida. Pero diez años
más tarde, cuando diseñábamos el primer ordenador Macintosh, todo aquello volvió a mi
vida. Y lo introdujimos en el Mac. Fue el primer ordenador con una tipografía bonita. Si
nunca hubiera asistido a aquel curso, el Mac nunca habría tenido múltiples tipos de letra o
fuentes espaciadas proporcionalmente. Y dado que Windows copió el Mac, es probable que
ningún ordenador personal contara con ellas. Si nunca hubiera dejado la carrera, no habría
participado en aquel curso de caligrafía, y es posible que los ordenadores personales no
disfrutasen de esa maravillosa tipografía con la que cuentan. Por supuesto, cuando estaba en
la universidad y miraba al futuro era imposible conectar todos los puntos. Pero diez años
después, al echar la vista atrás, estaba muy, muy claro.
Pensemos en Jobs cuando era un alumno joven que buscaba el asesoramiento de un orientador
profesional. ¿Algún orientador le hubiera sugerido que, en vez de cursar asignaturas de ciencias de
la computación, se dedicase a la caligrafía? Sin embargo, esa incursión desestructurada en un
campo no relacionado arrojó unos dividendos importantes una década después.
De forma parecida, si Thomas Jefferson hubiera buscado la ayuda de un orientador profesional
sobre cuál era el mejor camino para convertirse en un activista político y en el líder de un país
nuevo, pocos le hubieran sugerido que charlase sobre filosofía durante largas cenas. ¿Y quién le
hubiera sugerido a Einstein que hablara de filosofía con otros científicos?
Por supuesto, el resultado de introducir estas ventanas de caos en nuestras vidas no es nada
predecible. Casi por definición no puede serlo. A pesar de todo, como yo estaba a punto de
descubrir al trabajar con el ejército y con Steve Rotkoff y Dave Horan, tener en cuenta el espacio en
blanco cuando se trabaja en un proyecto puede conducir a algunos momentos eureka.
Los círculos en el ejército
Un par de meses después de visitar a Steve Rotkoff en Kansas, era su turno de acercarse al Área de
la Bahía, mi vecindario. Mientras caminábamos por Telegrah Avenue en Berkeley en dirección al
campus de la Universidad de California, Steve me dijo: «¿Sabes, Ori? He estado en muchos lugares
del mundo que nunca me imaginé que visitaría. Pero nunca, jamás, se me había ocurrido que
almorzaría en el club de los profesores de Berkeley». Allí nos reuniríamos con Cort Worthington,
un buen amigo mío que es uno de los profesores más populares en la Haas School of Business de
Berkeley, donde imparte cursos sobre liderazgo.
Mientras almorzábamos una ensalada de tofu, dije a Steve y a Cort: «El motivo de haberos
reunido es que creo que tenemos que enseñar a los oficiales del ejército qué es el espacio en
blanco».
Normalmente, en cuanto uno habla de planes, Rotkoff saca un bloc de notas de tapas verdes en
el que toma notas meticulosas de cada reunión y cada conversación. En su casa, guardados en cajas,
están todos los blocs de notas que ha escrito desde la década de 1970.
Después del almuerzo nos dirigimos de vuelta al despacho de Cort, para conversar. Cuando Cort
se situó delante de la pizarra blanca, Steve abrió su bloc por una página nueva.
—Vale, pues lo que estamos proyectando —empezó Cort— es un módulo de una semana de
duración.
—Suena bien —comentó Steve—. ¿Cuál es el programa?
Usando un rotulador azul grueso, Cort dibujó un calendario en la pizarra, con una columna para
cada día de la semana. Sin dejar de escribir, dijo:
—Creo que tendríamos tres sesiones diarias. Una sesión de nueve a doce, y luego el almuerzo de
doce a una. ¿Sí, Ori?
Asentí. Una hora para almorzar estaba bien.
—Entonces podemos programar una sesión de una a cuatro, y otra de siete de la tarde a diez de
la noche —continuó Cort, mientras Steve copiaba meticulosamente la información en el bloc—. En
la primera sesión nos organizaremos formando un círculo.
Cort dibujó un círculo dentro del periodo de tiempo programado. Steve hizo lo mismo.
—En la segunda sesión, tendremos un nuevo círculo.
Steve trazó otro círculo en su cuaderno.
—Un momento —interrumpió de repente—. ¿Qué quieres decir con círculo?
Cort y yo nos miramos y él explicó:
—Bueno, pues que nos sentaremos en círculo.
—¿Y de qué hablaremos? —preguntó Steve.
—De lo que le apetezca hablar al grupo.
—¿Tú moderarás la reunión? —quiso saber, intentando desesperadamente encontrarle algún
sentido al proyecto.
—¡Huy, no! —repuso Cort, casi ofendido—. No. Nuestra misión consiste en que el grupo
encuentre su propio camino. —Tras lo cual siguió delineando el programa—. En la tercera sesión,
tendremos un nuevo círculo. —Este patrón se repitió para el martes y el miércoles, y Cort dibujó un
círculo en cada sesión.
Rotkoff contempló la pizarra llena de círculos con una expresión que sugería que andaba
buscando la cámara oculta.
—¿Quieres decir que pretendes que nos tiremos toda una semana sentados en círculo?
—Toda la semana no —contestó Cort—. También tendremos almuerzos y cenas.
Más tarde, cuando ya volvíamos en coche a San Francisco, Steve intentó ser diplomático
conmigo.
—Esto es un programa gubernamental, y mi trabajo consiste en asegurarme de que el gobierno
invierta bien sus recursos. Recuerda que en el grupo tendremos a veteranos de combate, que han
servido en Irak y en Afganistán. Son personas ocupadas.
—Y quieres estar seguro de que no vayan a perder el tiempo —le interrumpí.
Tengo un bloc con el programa, ¡y lo único que contiene son círculos! —exclamó, frustrado.
Yo sabía que los círculos tendrían un peso mucho más específico, que no serían un ejemplo de
inutilidad. Por tentador que resultase estructurar el tiempo del grupo, yo estaba convencido de que
el espacio en blanco inherente en los círculos que planeábamos arrojaría unos resultados muy
espectaculares.
Todo se reduce al hecho de que cuando cuadriculamos con demasiada severidad nuestros días,
cuando nos concentramos absolutamente en una tarea, al cabo de un tiempo nuestra mente tiende
a estancarse. Yo me había convencido de que necesitamos el espacio en blanco para evitar
centrarnos en nuestra tarea hasta tal punto que perdamos la creatividad.
Para comprender mejor estos momentos, para entender por qué el espacio en blanco es tan
esencial, demos un paso atrás y echemos un vistazo al cerebro humano. Para sorpresa de los
neurocientíficos, parece que existe toda un área del cerebro que funciona muy bien cuando
permitimos que en nuestras vidas se inmiscuya un poco de caos. Esto es lo que nos permite resolver
los problemas de formas novedosas.
34 Dennis Overbye, Einstein in Love: A Scientific Romance (2000), 147. Este libro lo ha publicado en español la Editorial Lumen, con el
título Las pasiones de Einstein (Barcelona, 2005). Mantenemos las referencias a las páginas del original estadounidense.
35 Jon Hamilton, «Einstein’s Brain Unlocks Some Mysteries of the Mind», Morning Edition, NPR, 2 de junio de 2010.
36 Dustin Grinnell, «What’s So Special About Einstein’s Brain», eureka, 7 de mayo de 2012, http://crivereureka.com/einsteins-brain.
37 Marian Diamond, «On the Brain of a Scientist: Albert Einstein», Experimental Neurology, abril de 1985,
www.ncbi.nlm.gov/pubmed/3979509; Dr. David Dubin, «Glia: The Cinderella Man of Brain Cells», Akashia Center for Integrative
Medicine, www.akashacenter.com/resources/articles/glia-the-cinderella-of-brain-cells; N. Heins, «Glial Cells Generate Neurons: The
Role of the Transcription Factor Pax6», Nature Neuroscience, abril de 2002, www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed/11896398.
38 Overbye, 19-27.
39 Ibíd., 49.
40 Ibíd., 62.
41 Marcus Raichle, «The Brain’s Dark Energy», Scientific American, marzo de 2010, 44-49; Stephen Wiedner, «Interview with UCSB
Psychology Professor Jonathan Schooler», Noomii, 17 de abril de 2009, www.noomii.com/blog/174-interview-with-meta-awareness-
professor-jonathan-schooler.
43 Office of Superintendent of Public Instruction, «Elementary and Secondary Education Act», www.k12.wa.us/esea; U. S. Department
of Education, «Title I—Improving the Academic Achievement of the Disadvantaged», www2.ed.gov/policy/elsec/leg/esea02/pg1.html.
44 National Commission on Excellence in Education, A Nation at Risk: The Imperative for Educational Reform (1983); Margaret A.
Jorgensen y Jenny Hoffmann, «History of the No Child Left Behind Act of 2001 (NCLB)», Person Assessment Report, 2003.
46 «No Child Left Behind», Education Week, actualizada el 19 de septiembre de 2011, www.edweek.org/ew/issues/no-child-left-behind;
Brian Resnick, «The Mess of No Child Left Behind», Atlantic Monthly, 16 de diciembre de 2011.
47 Gordon Cawelti, «The Side Effects of NCLB», Educational Leadership 64, nº 3 (2006): 64-68.
48 «No Child Left Behind», Education Week; William J. Bennett, «U. S. Lag in Science, Math a Disaster in the Making», CNN.com, 9 de
febrero de 2012, www.cnn.com/2012/02/09/opinion/bennett-stem-education.
49 «Best Education in the World: Finland, South Korea Top Country Rankings, U. S. Rated Average», Huffington Post, 27 de
noviembre de 2012, http://www.huffingtonpost.com/2012/11/27/best-education-in-the-wor_n_2199795.html.
50 Harry Wray, Japanese and American Education: Attitudes and Practices (1999), 255-59.
51 Overbye, 91.
53 Overbye, 91.
54 Overbye, 109-12.
55 Romina M. Barros, Ellen J. Silver y Ruth E. K. Sten, «School Recess and Group Classroom Behavior», Pediatrics, 1 de febrero de
2009.
56 Anthony D. Pellegrini, «Preschool and Primary School Education: Give Children a Break», Jakarta Post, 28 de marzo de 2005.
57 Anthony Pellegrini y Catherine Bohn, «The Role of Recess in Children’s Cognitive Performance and School Adjustment», Research
News and Comment, enero/febrero de 2005.
58 Harold W. Stevenson, «Learning from Asian Schools», Scientific American, diciembre de 1992.
59 Joe Verghese, «Leisure Activities and the Risk of Dementia in the Elderly», New England Journal of Medicine, junio de 2003.
60 Richard Powers, «Use It or Lose It: Dancing Makes You Smarter», Universidad de Stanford, 30 de julio de 2010,
http://socialdance.stanford.edu/syllabi/smarter.htm.
61 Overbye, 112.
62 Ibíd., 121.
63 Ibíd., 124-40; Peter Galison, Einstein’s Clocks, Poincaré’s Maps (2003), 14-26, 243-63.
64 Overbye, 150.
4
La neurobiología de la perspicacia
El «¡Ajá!»
A mediados de la década de 196082 Gary Starkweather era investigador en la Xerox Corporation, y
trabajaba en los faxes de alta velocidad.
Xerox era una compañía de fotocopiadoras; sus productos tomaban imágenes existentes y las
reproducían. «Un día, en 1967, estaba en mi laboratorio contemplando todos aquellos ordenadores
centrales —explicaba Starkweather—, cuando empecé a pensar: “¿Y si en lugar de copiar el original
de otra persona, que es lo que hace un facsímil, usamos un ordenador para generarlo?”»
O, tal como recordaba Starkweather más adelante: «Una mañana me desperté y pensé: “¿Por
qué no imprimimos algo directamente?”» En un intento por hacer llegar suficiente luz al papel para
que la máquina pudiese crear la imagen, Starkweather recurrió a una tecnología nueva, el láser.
Como resultado de su trabajo acabó inventando la impresora láser.
Este episodio recuerda al relato de Einstein sobre su descubrimiento de la teoría general de la
relatividad. Estaba trabajando en la oficina de patentes, arrellanado en su butaca, cuando se dio
cuenta de que, si una persona cae libremente, no siente su propio peso. Partiendo de esta idea,
Einstein ya iba de camino para redefinir los conceptos de la gravedad y el espacio.
El relato de Starkweather de cómo se le ocurrió la idea de la impresora láser se parece a lo que le
sucedió a Dimitri Mendeléyev.
Después de pasarse tres noches consecutivas sin dormir,83 trabajando sobre el orden subyacente
en los elementos, Mendeléyev ya no conseguía mantenerse despierto. De mala gana apoyó la
cabeza en la almohada y empezó a adormecerse.
Cuando lo hizo, se activó su red neuronal por defecto. Y, de repente, logró ver todos los
elementos dispuestos en un orden perfecto. Cuando se despertó, se puso a escribir a toda velocidad.
Su visión consistió en ordenar los elementos en función de su peso atómico. De repente, todo
encajó en su sitio. Se dio cuenta de que el número de protones y de neutrones era lo que
determinaba las propiedades de un elemento, por qué el oro no se oxida o por qué el plomo es tan
denso.
Cuando Mendeléyev creó su tabla de los elementos, dejó adrede espacios abiertos. Imaginó que
un día la química rellenaría esos huecos al descubrir elementos nuevos.
Publicó lo que hoy conocemos como la tabla periódica de los elementos en 1870, enfrentándose
a un alto grado de escepticismo. Sin embargo, cinco años después se descubrió el elemento galio,
situado justo en uno de los espacios vacíos de Mendeléyev. Su tabla no sólo era una descripción de
los elementos existentes: era un mapa de carreteras que conducía a otros nuevos elementos.
Einstein experimentó un momento eureka parecido84 en mayo de 1905, cuando se quedó
mirando a su amigo Michele Besso, levantó las manos exasperado, se declaró incapaz de resolver el
acertijo del tiempo y la energía, y se fue a su casa a dormir. Cuando se despertó a la mañana
siguiente, todo había encajado en su sitio, y empezó a redactar su teoría especial de la relatividad.
Ahora bien, es evidente que ni Mendeléyev ni Starkweather ni Einstein habrían llegado a sus
respectivas conclusiones si no hubieran dedicado un tiempo considerable a pensar en el problema
concreto y a dominar su campo. Pero para resolver los problemas en los que iban a trabajar
necesitaban crear un poco de espacio en blanco. Cuando Mendeléyev se adormiló, su red neuronal
por defecto se puso en funcionamiento, reuniendo toda la información que había recopilado,
conectándola con datos e historias anteriores, sumiéndose en la resolución de problemas y el
pensamiento futuro y sintetizando todo lo que sabía en una solución elegante. La red neuronal por
defecto se pone en marcha cuando estamos a punto de dormirnos o de despertar, cuando jugamos
o soñamos despiertos. Y es posible que sea responsable de una de las ideas más provechosas que el
mundo haya visto jamás.
Allá en la época en que Google era una empresa emergente,85 sus fundadores sabían que la
publicidad era el camino directo a los beneficios. En aquel momento, se afirmaba que la publicidad
por clic (es decir, que los anunciadores pagaran a Google cada vez que alguien clicaba en un
anuncio) era el camino a seguir. Lo que parecía tan lucrativo era que las empresas anunciadoras
estaban dispuestas a pagar más por cada clic a cambio de que Google colocase sus anuncios en un
lugar más visible, en la cabecera de la lista.
Pero este modelo de ingresos continuos tenía un problema importante: Google obtenía la mayor
parte de sus ingresos cuando los usuarios clicaban en los anuncios. ¿Qué pasaba si un anunciante
pagaba mucho dinero por clic con objeto de que su anuncio fuera muy visible, pero el producto en
sí no resultaba atractivo o deseable? Nadie clicaría en el anuncio, y encima los clientes tampoco
verían los anuncios potencialmente más atractivos situados más abajo en la lista. Por lo tanto,
Google decidió que daría el mejor espacio a los anuncios con mayores probabilidades de que otros
los clicasen. Si un anunciante pagaba menos por clic, pero tenía diez veces más probabilidades de
que los clientes clicaran sobre un anuncio, Google concedía una mayor visibilidad a su producto.
Este pequeño cambio (el hecho de que los anuncios debían ser relevantes) hizo que AdWords
pasara de ser una idea de un millón de dólares a otra de muchos miles de millones.
¿Cómo se le ocurrió esta idea a Google? Según un relato (que puede ser apócrifo o no), se les
ocurrió a dos ingenieros de Google cuando estaban en la sede de la empresa jugando al billar. Se
puede imaginar la escena: uno de los ingenieros está inclinado sobre la mesa, con el taco en la
mano, concentrado en su tiro, y el otro está abstraído, mirando las musarañas, sin centrarse en
nada, mientras su red neuronal por defecto le da vueltas al problema en el que lleva trabajando
varios meses. La doctora Yvette Sheline, de la Universidad de Washington, diría que la red
neuronal por defecto del ingeniero estaba resolviendo problemas, anticipando y contemplando el
futuro mientras examinaba todos los pensamientos y sentimientos del ingeniero. De repente se
presentó una solución: los anuncios tenían que ser relevantes.
Todos conocemos la experiencia de tener una visión repentina, de ver cómo nuestro
subconsciente resuelve un problema al que llevábamos tiempo dándole vueltas. Por este motivo,
porque es tan familiar, esta historia no deja de contarse, tanto si es una leyenda urbana o la pura
verdad. Algunas personas, cuando tienen un problema que resolver, abordan una tarea irreflexiva
como lavar los platos; otras dan largos paseos, se dan una ducha o ven un programa de televisión
que no les obligue a pensar. Ha sido solamente ahora cuando la neurociencia ha descubierto el
mecanismo subyacente en este fenómeno tan conocido.
J. K. Rowling ha descrito su experiencia86 de mirar por la ventanilla de un tren que se había
detenido en la vía entre Manchester y Londres. A su bolígrafo se le había acabado la tinta y le daba
vergüenza pedir uno prestado. Cuando miró por la ventana, se le ocurrió una idea.
«La verdad es que no sé de dónde vino —dijo más adelante—. Llegó. Llegó y punto… formada
por completo. Estaba en el tren cuando de repente me asaltó esta idea básica de un niño que no
sabía quién era. Era un niño pequeño que asistía a una escuela donde enseñaban magia. Todo
empezó con Harry, y luego mi mente se llenó de todos los demás personajes y situaciones.»
Y así nació Harry Potter.
Estas anécdotas dan la impresión de que la innovación se produce de repente, sin que medie
mucho trabajo. Pero esto no es así. J. K. Rowling llevaba escribiendo relatos desde que tenía seis
años. Mendeléyev llevaba trabajando tres años en un manual de química. Einstein había dedicado
más de diez años a reflexionar sobre los problemas del universo. La vida de Gary Starkweather
había girado en torno a la óptica. Frank Gehry pasó un tiempo angustiosamente largo dando
vueltas al problema del número 8 de Spruce Street. Y para todos ellos, durante ese tiempo la red
neuronal por defecto fue sintetizando la información que iban absorbiendo.
Pero solamente captaron el rastro cuando entraron en un espacio en blanco.
Por supuesto, la red neuronal por defecto presenta a los gerentes y a los líderes una
contradicción aparente. Como gerente, cuando usted asigna una tarea a sus trabajadores, ¿está
desconectando sus mentes innovadoras? No podemos limitarnos a esperar que la red neuronal por
defecto nos ofrezca momentos eureka. Como hemos visto, funciona mejor después de que hayamos
trabajado duro, reunido datos y reflexionado sobre diversos enfoques. Pero cuando la solución no
se presenta sola, no deberíamos agachar la cabeza y trabajar más duro. Lo que sugiere la
neurociencia es que, en ese momento, hemos de relajarnos. Hemos de concedernos un poco de
espacio en blanco.
El paseo vespertino
Cuando yo tenía nueve años, mi familia se mudó desde un suburbio de Tel Aviv, Israel, a El Paso,
Texas. Mi padre iba a retomar sus estudios como ingeniero eléctrico.
Para mi hermano mayor y para mí, mudarnos a Texas fue una aventura, pero para mis padres
fue una tremenda apuesta. Dejaban atrás a sus familiares y amigos, y todo lo que conocían; sacando
sus ahorros del banco, alquilaron un pequeño apartamento justo al lado del desierto texano.
Cada día mi padre se levantaba a las seis de la mañana, estudiaba, desayunaba rápidamente con
nosotros, cogía un autobús hasta el centro educativo, volvía a casa a estudiar otra vez, cenaba
rápidamente y estudiaba hasta las diez o las once de la noche.
Resulta difícil imaginar cómo pudieron compaginar mis padres el hecho de tener vida de familia
con todo el trabajo que suponía el curso para mi padre.
Pero en la rutina de mi padre había otra faceta igual de importante. Cada tarde, cuando el sol se
ponía por fin y las agobiantes temperaturas diurnas daban paso a otra más soportable, él se iba a dar
un paseo.
A menudo yo le acompañaba, transitando por los angostos senderos de las colinas y los montes
cercanos a nuestra casa. No hablábamos mucho, y el paisaje (cactus y alguna que otra liebre) no era
gran cosa.
Mi padre no hizo ningún descubrimiento impresionante durante aquellos paseos. No inventó
una manera nueva de organizar los elementos ni se le ocurrió el argumento de una serie de novelas
de mucho éxito. Pero estoy seguro de que el espacio en blanco del que disfrutó y la actividad de su
red neuronal por defecto influyeron en su capacidad para soportar el esfuerzo.
No hace mucho mi padre se jubiló después de una larga carrera como ingeniero eléctrico. En
una visita que le hice hace poco le pregunté sobre aquellos paseos. Estuvo un tiempo reflexionando
sobre la pregunta. Entonces me dijo, del modo en que sólo un ingeniero puede resumir las cosas:
«Aquellos paseos fueron esenciales».
Aquellos minutos preciosos de espacio en blanco, ya sean el resultado de largos paseos o del
recreo para los escolares de primaria, son críticos para nuestra salud mental porque ofrecen a
nuestro cerebro la oportunidad de procesar la enorme cantidad de información que absorbemos.
Pero hoy día, con demasiada frecuencia, cuando necesitamos resolver un problema tendemos a
pensar que debemos sumergirnos aún más en las tormentas de ideas y el estudio, trabajando más
duro y más tiempo, y con mayor eficacia.
Si la semana que viene usted tuviera que rematar un proyecto importante para su empresa,
¿cómo se organizaría el tiempo? ¿Trabajaría saltándose el almuerzo y hasta bien entrada la tarde?
¿Delegaría tareas a los miembros de su equipo para distribuir el trabajo? ¿Se concentraría
intensamente sin distracciones?
Supongo que lo último que se le pasaría por la cabeza, aquello que le daría vergüenza siquiera
plantearse, sería concederse tiempo para soñar despierto y desconectar, insertar un poco de caos en
el proceso de planificación, crear conscientemente cierto espacio en blanco desestructurado, donde
pudiera permitir a su mente errar de un lado para otro, o dar un paseo sin un destino fijo.
Recuerde que al principio los neurocientíficos pensaban en nuestros cerebros como si fueran
coches, en los que las regiones cerebrales, como un motor, se activaban cuando era necesario y se
apagaban cuando no las usábamos.
Este modelo es propio de la era industrial, cuando era frecuente pensar que los empleados de
una cadena de montaje eran piezas intercambiables de una máquina más grande. Los gerentes
gestionaban cuerpos en un intento de llegar a sus objetivos. Durante un turno de ocho horas tenía
que salir por la puerta un número determinado de productos. Es posible que con el paso del tiempo
se resintieran la calidad y la eficiencia, pero la cadena de montaje seguiría en funcionamiento.
Pero en la era de la información el paradigma de los gerentes ha pasado de gestionar cuerpos a
gestionar mentes. Es cierto que un cuerpo que descansa es un cuerpo que no produce. Pero una
mente en reposo podría ser el mayor activo de un director y de una empresa. Los empleados que
trabajan sin descanso en un problema quizá no concedan a sus mentes el espacio que necesitan
para sintetizar la información y encontrar soluciones visionarias.
Pensemos en los escolares de primaria del capítulo anterior, y en la importancia que tiene el
recreo desestructurado. La misma filosofía empresarial de la eficacia prevalece en nuestras
organizaciones. Ya sea en el trabajo o en la escuela, los individuos necesitan ese tiempo
desestructurado para que sus mentes funcionen óptimamente, para sintetizar la inmensa cantidad
de información que las inunda.
La creación de espacio en blanco en el ejército
Al plantearse un programa nuevo, el ejército tiene un estándar no oficial conocido, informalmente,
como «la prueba de la portada del New York Times». Es decir, ¿qué pasaría si se filtrara información
sobre el programa y llegase hasta la primera página de un diario de tirada nacional? ¿Hasta qué
punto sería embarazoso? Y, lo que es más importante, ¿alguien recibiría una reprimenda o sería
despedido como consecuencia del desliz?
Cuando buscábamos un lugar donde realizar nuestro experimento, la ciudad con más puntos fue
Augusta, en Georgia, en gran medida porque superó con buena nota la prueba de la portada del
New York Times. Aparte de porque reúne a multitudes a principios de abril para el Torneo de
Maestros de golf, Augusta no es exactamente famosa como destino turístico. Además, sin duda un
programa con sede en esa ciudad no suena a nada maravilloso.
Steve Rotkoff fue a Augusta para localizar hoteles potenciales que albergasen a los participantes y
donde realizar el programa. Para alcanzar los estándares gubernamentales, necesitaba al menos tres
candidatos, de modo que visitó muchos lugares potenciales. Llevaba consigo un par de hojas de
cálculo complejas donde señalaba los distintos atributos de cada hotel: su situación geográfica, la
comodidad de las habitaciones, la calidad del gimnasio y demás. Daba una importancia distinta a
cada categoría, dependiendo de la importancia que creía que tendría para un oficial: un gimnasio
era muy importante, y el confort de las habitaciones no lo era tanto.
Cuando aterricé en el aeropuerto de Augusta, Rotkoff sonreía de oreja a oreja. «¡He encontrado
el hotel ideal! Encaja perfectamente con nuestras necesidades. Es céntrico, es limpio y tiene un
gimnasio impresionante.»
Me pareció estupendo, y así se lo dije. Aunque en esta vida hay muchas cosas que me gustan,
explorar hoteles para albergar una conferencia no es una de ellas. Desde mi punto de vista, cuanto
antes decidiéramos un hotel, más tiempo tendríamos para explorar la ciudad.
A la mañana siguiente entramos en el gigantesco vestíbulo de la sede en Augusta de una cadena
hotelera muy bien considerada. En el hotel todo estaba limpio y era moderno. Las habitaciones
eran espaciosas y el personal agradable y dispuesto a ayudar. El gimnasio estaba tan bien equipado
que podría haberse entrenado allí un atleta profesional. Además, la sala en la que los reuniríamos
era parecida a cualquier sala de juntas grande de cualquier cadena hotelera respetable. Es donde
uno esperaría que se celebrase una conferencia sobre los directivos o líderes de una organización
importante.
«Luego —prosiguió Rotkoff—, visitaremos la Partridge Inn. Quería hacer una visita rápida, pero
la dueña nos invitó a hacer el circuito completo, y pensé que sería incorrecto rechazar su oferta».
Siguió diciendo que la Partridge Inn estaba en la zona inadecuada de la ciudad, estaba lejos de todo
y su gimnasio consistía en un par de máquinas de ejercicios de la era Nixon.
Mientras viajábamos hacia la Partridge Inn, el paisaje que veíamos por las ventanillas fue
cambiando rápidamente: las calles céntricas limpias y modernas dejaron paso a calles y escaparates
más abandonados. Aquel hotel solía ser una gran atracción en Augusta, pero había sido víctima de
malos tiempos. La moqueta estaba raída, las escaleras crujían y los techos eran desiguales, debido a
que el edificio había comenzado a asentarse. Fuimos de una habitación a otra, y casi nos perdimos
en los pasillos laberínticos. Sin embargo, el hotel tenía cierto encanto. Parecía un lugar donde uno
podía no sólo perderse, sino perderse a uno mismo.
Durante el almuerzo en el restaurante del Partridge Inn me volví emocionado hacia el coronel
Rotkoff y le dije:
—Ésta no me la perdonas.
—¿Por qué? —preguntó.
—Creo que el Partridge Inn es mejor para nuestro propósito.
—¿Lo dices en serio? —me preguntó sorprendido, pensando evidentemente que le estaba
tomando el pelo.
—Claro. Fíjate, siente este lugar —le dije, intentando explicarme.
—No sé qué me estás contando —me dijo secamente, y sacó las hojas en las que basaba sus
decisiones. Éstas demostraban a las claras que el otro hotel era superior en todos los sentidos.
—¿Y qué me dices de esos rinconcitos tan cómodos en los que descansar? —le dije, intentando
parecer convincente. Le señalé que los oficiales podían sentarse junto a la piscina exterior (que, para
ser sinceros, tenía la pintura descascarillada) o contemplar la ciudad desde la gran balconada.
Estuvimos discutiendo un rato: las hojas de cálculo frente a lo que Steve Rotkoff denominaba
«corazonada». Por supuesto, en esencia el ejército es una organización basada en una matriz de
decisión; da un paso concreto porque tiene lógica, no movida por la corazonada de nadie. Sin
embargo, ya fuera porque insistí mucho o porque acepté cargar con las consecuencias si el Partridge
Inn resultaba ser un fracaso, Rotkoff acabó cediendo.
Dos meses después, ambos estábamos sentados organizando los primeros días de clase.
Teníamos a doce participantes que vendrían desde diversas bases militares. En lo hondo de mi
mente albergaba la preocupación de que se presentasen, echaran un vistazo a su alrededor,
meneasen la cabeza y dijeran: «¿Y cómo exactamente nos va a ayudar esto a ganar una guerra?»
Después de intentar disponer la sala de una y otra manera, Rotkoff y yo acabamos decidiendo
que dispondríamos las mesas y sillas en forma de herradura, de modo que todos los miembros
pudieran verse unos a otros. Dispusimos mesas largas, cada una provista de una jarra de agua y
mucho espacio para que los participantes colocasen sus notas y sus materiales de lectura. Entonces
me fui a la cama, decidido a levantarme temprano a la mañana siguiente y hacer algo de
entrenamiento en una de las cintas continuas desvencijadas.
Una de las mejores cosas del ejército es que nadie llega tarde a una reunión jamás. Diez minutos
antes de la hora, todos los participantes ocupaban sus sillas, con los bolígrafos en la mano, listos
para empezar el día.
Después de algunas presentaciones rápidas llegó el momento de empezar.
—No me gusta ser un aguafiestas —dijo Dave Horan, el hombre al que había enviado el general
Dempsey para asistir al programa. Sentado con las manos entrelazadas y mascando tabaco Skoal, no
tenía pinta de estar contento—. Pensaba que la idea de este experimento era hacer algo diferente. Y
aquí estamos, sentados frente a una mesa. ¿Qué ha pasado con tus puñeteros círculos, Ori?
En mi intento de no probar nada que pareciera demasiado extravagante, había olvidado que el
propósito del experimento era introducir el caos.
—Tienes razón —dije—. Coge una mesa y llévala al fondo de la habitación. Vamos a sentarnos
en círculo. —Otra cosa agradable al trabajar con el personal militar es que hacen lo que les dices.
Curiosamente, Rotkoff parecía sentirse a gusto. Fue la primera de muchas veces en las que me di
cuenta de lo flexible que era y de lo abierto que estaba a las ideas nuevas, dado que había pasado
más de treinta años en una organización tan centrada en la estructura y en la formalidad.
A lo largo de los días siguientes, la dinámica y la actitud del grupo empezaron a cambiar. La
oportunidad de participar en conversaciones informales y pasear por el hotel o sentarse
tranquilamente en el jardín hizo que los participantes se volvieran más reflexivos.
Cuando varios días más tarde llegó Cort Worthington desde la Universidad de California en
Berkeley, recibió una bienvenida cálida, aunque suspicaz. Empezó el día con algunos ejercicios
divertidos para improvisar. El propósito de los ejercicios no era que tuvieran un sentido, sino
abandonar todo rastro de una estructura. Después de más o menos una hora de estas actividades,
pedimos a los participantes que dedicaran diez minutos a reflexionar sobre dos preguntas sencillas:
¿Cómo sueles actuar al estar en grupo? y ¿En qué quieres trabajar, si es que quieres hacerlo?
No esperábamos que aquellas preguntas tuvieran un gran impacto, pero ahí es donde empezó la
magia. Un miembro habló de cómo cuando era adolescente todo el mundo se burlaba de él
constantemente. Otro habló de cuando una bomba estalló justo delante de él en Afganistán. Otro
describió cómo se sintió cuando atacaron un largo convoy de camiones del que formaba parte.
Algunas historias eran angustiosas, otras esperanzadoras. Pero todas eran emocionalmente
vívidas, ricas y sinceras. Un día, un participante bastante callado dijo: «¿Sabéis? Esta noche me ha
pasado algo curioso. Ha sido la primera vez en cuatro años que he dormido de un tirón. Durante
todo este tiempo he tenido pesadillas que me impedían dormir, hasta esta noche pasada».
Nos contó una anécdota sobre su tercera gira de servicio en Irak, cuando le ordenaron que,
junto con un equipo reducido, despejara un edificio. Cuando su mejor amigo, que iba delante de
él, abrió la puerta del edificio, recibió un disparo que le mató en el acto. «Nunca he podido
librarme de ese recuerdo —nos dijo—, cuando lo vi en el suelo, delante de mí. Creo que en este
grupo hay algo… algo que me está ayudando a asimilar toda esa experiencia.»
Todo el mundo guardó silencio. Después de varios minutos, Dave Horan intervino: «Como
sabéis, hemos sido un ejército que ha participado en una guerra tras otra, y el ritmo ha sido
increíble. A ver, no me entendáis mal: estoy comprometido a servir, todos lo estamos, pero no
hemos tenido tiempo para reflexionar».
El ejército, al concentrarse hasta tal punto en la eficiencia, había erradicado casi por completo el
espacio en blanco en las vidas de sus oficiales. Imagínese lo que fue para ellos soportar unas
experiencias tan violentas y, a menudo letales, sin tener la oportunidad de digerir lo sucedido. Pero
en Augusta, tan sólo con un poco de tiempo para asimilar el concepto de caos desestructurado,
surgieron ideas inusuales y emociones contenidas.
Los participantes experimentaron un «momento ¡ajá!», por ejemplo, al hablar sobre el terrible
problema de los suicidios en el ejército. Era el tercer año consecutivo en que los militares habían
perdido más soldados debido al suicidio que en combate. En lugar de meter a los soldados que
volvían de cumplir con su gira de servicio en grandes auditorios donde se les daba una conferencia
y se les decía que no se suicidaran, ¿por qué no reunirlos en grupos de apoyo reducidos como el
que habíamos organizado en Augusta?
Otra idea que se sugirió tenía que ver con los gruesos manuales, a menudo apenas
comprensibles, que reciben los soldados, donde se les explica cómo llevar a cabo todos y cada uno
de los aspectos de un combate. ¿Qué hay que cruzar un río? En el manual hay una página que dice
cómo hacerlo. ¿Entrar en una ciudad desconocida? Ahí está la página. ¿Hay que cambiar la rueda
de un camión? Sí, en el manual también se indica cómo hacerlo. ¿Qué pasaría si, como dijo alguien,
el ejército empezara su propia versión de YouTube, donde en vez de recurrir a manuales los
soldados pudieran ver en vídeo cómo realizar tareas sencillas? En lugar de tener que leer páginas
para enterarse de cómo cambiar la rueda de un camión, los soldados podrían ver un vídeo de un
minuto que les enseñara cómo llevar a cabo la tarea. ¿No sería mucho más sencillo para el típico
soldado de dieciocho años?
Todas estas ideas surgieron después de un periodo de espacio en blanco o de momentos de
relajación. Sí, es cierto que los oficiales que participaron en nuestro programa tenían a sus espaldas
años de entrenamiento, combate y experiencia como líderes. Pero el espacio en blanco del que
disfrutaron en el Partridge Inn, la capacidad de utilizar su red neuronal por defecto, fue esencial
para digerir esa experiencia y aprovecharla para tener ideas nuevas y creativas.
La idea central es que nuestros cerebros tienen una capacidad increíble para resolver
problemas… cuando dejamos de concentrarnos en una tarea específica. Pero hemos de permitir
que se desarrolle este proceso natural. Hemos de interrumpir nuestro proceso lógico de resolución
de problemas y dejar que intervenga nuestra red neuronal por defecto. A menudo esos momentos
en que cedemos el control, cuando dejamos el bolígrafo en la mesa, cuando nos dormimos o
cuando charlamos con otros, son cuando los instantes eureka parecen toparse con nosotros.
66 Theodor Seuss Geisel (1904-1991), escritor y caricaturista estadounidense, famoso por sus libros para niños, como por ejemplo
Cómo el Grinch robó la Navidad, El gato en el sombrero o El Lorax. (N. del T.)
67 Paul Strathern, Medeleyev’s Dream: The Quest for the Elements (2002).
68 Raichle; Michael D. Greicius, «Functional Connectivity in the Resting Brain: A Network Analysis of the Default Mode Hypothesis»,
PNAS, 21 de agosto de 2002, 253-58.
69 Greicius.
70 Raichle.
71 Greicius; Raichle.
72 Raichle.
73 Debra A. Gusnard, «Medial Prefrontal Cortex and Self-Referential Mental Activity: Relation to a Default Mode of Brain Function»,
PNAS, 20 de marzo de 2001.
74 John M. Pearson, «Neurons in Posterior Cingulate Cortex Signal Exploratory Decisions in a Dynamic Multioption Choice Task»,
Current Biology, septiembre de 2009; John M. Pearson, «Posterior Cingulate Cortex: Adapting Behavior to a Changing World»,
Trends in Cognitive Sciences, abril de 2011; Mandana Modirrousta y Lesley K. Fellows, «Dorsal Media Prefrontal Cortex Plays a
Necessary Role in Rapid Error Prediction in Humans», Journal of Neuroscience, 17 de diciembre de 2008.
75 Gusnard; Yvette L. Sheline, «The Default Mode Network and Self-Referential Processes in Depression», PNAS, diciembre de 2008;
entrevista con Yvette L. Sheline, «Yvette Sheline on the Default Mode Network and Depression», YouTube, diciembre de 2010.
77 Pearson.
78 Peter Fransson y Guillaume Marrelec, «The Precuneus/Posterior Cingulate Cortex Plays a Pivotal Role in the Default Mode
Network: Evidence from a Partial Correlation Network Analysis», NeuroImage, septiembre de 2008.
79 Goldberger.
80 Jackie Cooperman, «Frank Gehry: A Sit-Down with the Artist of Architecture», Wall Street Journal, 2 de abril de 2011.
82 Charlene O’Hanlon, «Gary Starkweather—Laser Printer Inventor», CRN News, 13 de noviembre de 2002.
83 Strathern.
84 Overbye, 135.
85 Stephen Levy, In the Plex: How Google Thinks, Works, and Shapes Our Lives (2011), 95-125.
Surfeando desnudo
¿Qué pasaría90 si fueras caminando y todo lo que vieras fuera más de lo que ves? Esa persona
con camiseta y pantalones deportivos es un guerrero, y el espacio que parece vacío es una
puerta secreta a un mundo alternativo. ¿Y si en medio de una calle atiborrada de gente
levantas la vista y ves algo que, dado lo que sabemos, no debería estar ahí? O bien meneas la
cabeza sin hacer caso o aceptas que en este mundo hay mucho más de lo que pensamos.
Quizá sea de verdad un portal que lleva a otra parte. Si decides atravesarlo, podrías
encontrarte con muchas cosas inesperadas.
Aunque hoy día parece una idea simple, la innovación que supuso introducir en el juego una
historia con fundamento emocional fue revolucionaria en aquel momento. Como ha dicho Will
Wright, creador de la serie popular de juegos de los Sims, hablando de Miyamoto: «Aborda las
cosas desde el punto de vista del jugador, lo cual constituye una parte de su magia». Los ingenieros
se limitaban a ver qué podían hacer sin gastar mucho dinero y dentro de sus limitaciones
tecnológicas. Miyamoto, como sospechoso no habitual en el mundo de los videojuegos, preguntó:
¿Qué quieren los jugadores que hagamos?
Lo que entendió Miyamoto mucho antes que otros diseñadores de juegos e ingenieros de
software fue que los juegos debían tener un impacto emocional. Y su nuevo juego, Mario Brothers,
tuvo un éxito incluso mayor que Donkey Kong.
Miyamoto creó a continuación La leyenda de Zelda, otro gran éxito. El personaje central fue
bautizado en honor a la esposa de F. Scott Fitzgerald, Zelda Fitzgerald. En el mundo de los
videojuegos no había muchos otros ingenieros y diseñadores que tomaran prestados elementos de
la literatura. Hasta la fecha, La leyenda de Zelda ha tenido dieciséis secuelas.
Un forastero (un renegado, un sospechoso no habitual) revolucionó por completo el mundo de
los videojuegos. La influencia de Miyamoto se puede apreciar en los juegos de mayor éxito de hoy
día, desde Call of Duty: Modern Warfare hasta Grand Theft Auto y la serie de los Sims. Cada uno
de ellos crea mundos que los jugadores deben explorar, personajes con los que identificarse y una
narrativa que se va desarrollando durante el juego. Los juegos se han vuelto mucho más
sofisticados, pero su estructura general sigue basándose en la visión original de Miyamoto.
87 «PCR: Introduction», National Center for Biotechnology Information, NIH, www.ncbi.nim.nih.gov; «Polymerase Chain Reaction
(PCR)», YouTube, marzo de 2010.
89 David Sheff, Game Over: How Nintendo Zapped an American Industry, Captured Your Dollars, and Enslaved Your Children (1993),
3-56.
91 Jervis Anderson, This Was Harlem (1981), 236, 240, 310; Marshall y Jean Stearns, Jazz Dance (1994), 110-11, 201-2; Ken Burns, Jazz,
episodios 2 y 4, PBS, 2000.
92 Anderson, 309-13; Stearns, 296, 317, 324, 328; Burns, Jazz, episodios 3-5.
94 Ron Ricci, de una serie de entrevistas realizadas por los autores a Ricci entre septiembre y noviembre de 2010.
95 Entrevistas con Steve Rotkoff y Kevin Benson, Red Team University, UFMCS, ejército de Estados Unidos.
6
La casualidad en Stanford
Marie Mookini era seguramente96 la persona más querida por el cuerpo estudiantil en la Graduate
School of Business (GSB) de Stanford. Esto es así porque, en su calidad de directora de admisiones
durante diez años, Marie era quien decidía la matriculación de los alumnos. Cada carta de
aceptación incluía una nota escrita a mano y firmada por ella, donde explicaba al candidato por qué
había sido elegido o elegida.
«El antiguo modelo de admisiones —explicaba ella—, era que los alumnos llegaran con grandes
conocimientos. Todos los alumnos debían ser buenos en matemáticas, lengua inglesa, música y
ciencias.» Tiene sentido que una universidad prefiera a candidatos que no sólo sacan buenas notas
en los exámenes estandarizados, sino que además gozan de un trasfondo académico sólido.
Sin embargo, Marie se dio cuenta de que el mero hecho de tener unos alumnos bien preparados
no era suficiente. «Durante los últimos veinte años —prosiguió—, ese modelo ha cambiado. El
modelo actual celebra las diferencias. Cada alumno admitido tiene una textura especial, una
singularidad. Los alumnos sirven para mejorarse unos a otros».
En cierto sentido, podríamos decir que Marie lo tenía fácil al trabajar en Stanford, uno de los
centros educativos de mayor calidad en el país: tenía que elegir entre un grupo de candidatos
brillantes, que manifestaran un gran rendimiento antes de licenciarse y tuvieran éxito en sus
trabajos. Pero, al mismo tiempo, Marie soportaba una gran responsabilidad: ¿cómo podía organizar
una clase en la que los alumnos se mejorasen unos a otros? Resultó que, al igual que Lisa Kimball
en el hospital, una parte importante del trabajo de Marie era crear el entorno adecuado para que se
produjera la casualidad.
Una de las personas que trabajaba con ella en el comité de admisiones era Allison Rouse, amigo
de toda la vida de Judah Pollack, el coautor de este libro, de modo que acudimos a él para obtener
un punto de vista experto sobre el modo en que toma sus decisiones el comité. Allison creció en el
sur del Bronx. Tras asistir a la Universidad de Pensilvania, aceptó un trabajo en ella, en el
departamento de admisiones, y al final se convirtió en quien controlaba el acceso a una de las
mejores escuelas de empresariales del país.
Allison explica: «En torno al cincuenta o sesenta por ciento de la clase,97 más o menos, estará
compuesta por personas bien formadas desde el punto de vista académico y que además son
agradables. Son personas de riesgo bajo. Entrarán y se les dará bien. Son personas de las artes
liberales, que se licenciaron y se pusieron a trabajar para Goldman Sachs, un banco de inversión o
una empresa consultora».
Este grupo tiende a intentar matricularse en Stanford después de pasar entre dos y cuatro años
en el mundo laboral. Lo que tienen en común son sus capacidades cuantitativas. Todos tienen un
fundamento empresarial sólido, ya sea a la hora de manejar cifras y analizar datos o de saber cómo
formular las preguntas pertinentes y aplicar las respuestas a las circunstancias adecuadas. A este
primer grupo lo llamaremos «la apuesta segura». Proceden de centros como Stanford, Harvard,
Princeton, Penn, Dartmouth y la Universidad de California en Berkeley. Son estudiantes de
primera categoría, muy preparados.
Otra parte importante de la clase, entre el cinco y el quince por ciento, es lo que Allison y Marie
definen como «personas con talentos únicos»: individuos que han destacado en algo, aunque no
necesariamente en el mundo académico. Los miembros de este grupo rindieron bien en la
universidad, pero no fueron necesariamente los elegidos para dar el discurso de despedida en ella.
Sus puntuaciones en el GMAT (examen de admisión para graduados en gestión de empresas)
fueron buenas, pero no bordaron el examen. Lo que tienen a su favor estas personas con talentos
únicos es una capacidad extraordinaria, como por ejemplo ser un violinista clásico de fama
mundial, un nadador olímpico o un genio de la física.
En una sesión orientativa, Marie dijo a los nuevos alumnos: «Entre ustedes hay personas
extraordinarias, incluyendo una ex miembro de la NASA, una experta en mísiles, y una persona
impresionante». La clase prorrumpió en aplausos.
La tercera categoría, que representa más o menos el 25 por ciento, aporta algo más a la
diversidad de la clase. No sólo son personas inteligentes y cualificadas, sino que proceden de
diversas culturas, etnias, religiones y regiones del mundo. «Queremos que las personas se den
cuenta de que no son tan distintas unas de otras —dice Allison—. Las personas tienden a contratar
a quienes se parecen a ellas, a quienes actúan como ellas. Nosotros queremos que se sientan
cómodos con personas diferentes. De esa manera habrá más ideas distintas en la sala.»
El cuarto y último grupo es el que hace que las cosas se pongan interesantes. Aportan un tipo
distinto de diversidad: la de las experiencias de la vida. Aunque quizá no hayan destacado según el
estilo tradicional, a menudo han superado retos importantes. A este grupo lo llamo «la salsa
secreta», porque introducen entusiasmo y sabor en el cuerpo estudiantil.
Algunos miembros de «la salsa secreta» admiten que han combatido en Irak y en Afganistán;
uno puede ser gerente de una siderúrgica; otro puede ser madre o padre soltero mientras
desempeña un trabajo que le exige mucho. A menudo proceden de ramos industriales poco
representados, frente al 50 o 60 por ciento de alumnos que proceden directamente del ramo
económico o consultor.
Allison explica: «Ésos son los alumnos que asientan la clase. Si tenemos una clase de sesenta
personas y están analizando un caso empresarial sobre una gran compañía que se comió a una más
pequeña, y la pregunta es qué puede hacer el director de esta segunda empresa, tener a alguien en
clase que ha trabajado para una pequeña empresa y entiende lo que sucede dentro de ella cambiará
el modo en que los demás alumnos vean la situación».
Recuerdo, por ejemplo, que durante una de las primeras semanas de clase, uno de los profesores
expuso un caso que describía cómo Shell Oil respondió a una campaña de protesta de Greenpeace
contra sus operaciones. La organización ecologista era famosa por emplear lanchas inflables
pequeñas, muy maniobrables, para detener a los balleneros o impedir que el ejército de un país
realizara pruebas nucleares subacuáticas. Cuando el debate en clase se centró en esas barcas, una
oficial de la Marina jubilada murmuró:
—Esas lanchas eran un coñazo. Quienes estaban a su alrededor se echaron a reír.
—¿Decía algo? —Le preguntó el profesor, mirándola.
—Estuve en uno de los barcos que tuvieron que vérselas con los que protestaban. —Luego
describió con exactitud cómo era encontrarse en aquella situación: las lanchas de Greenpeace que
pasaban como una exhalación por delante del barco, mientras uno, en calidad de oficial al mando,
intentaba decidir cómo reaccionar.
Este tipo de punto de vista improbable también es útil fuera de las aulas. Allison explica: «Si
damos una clase sobre la negociación sindical y tenemos presente al gerente de una siderurgia, esa
persona tendrá una perspectiva diferente sobre el debate que la que tenga alguien que provenga de
Goldman Sachs. El gerente de la siderurgia tendrá una experiencia real en su trato con los
sindicatos y con los trabajadores que pertenecen a ellos. Y como son compañeros de clase, formarán
parte de la nueva red laboral de otros, lo cual quiere decir que esa red se diversificará.
Ciertamente, la casualidad funcionó muy bien fuera de los debates en clase. Hay numerosas
historias de alumnos que se reunieron en clase o para tomar una pizza y decidieron iniciar un
proyecto nuevo o crear una empresa. Usted está leyendo este libro porque resultó que me fui de
excursión con una compañera de clase que, mire por dónde, había ido a la universidad con otro
compañero que tenía formación en el ramo bancario y que vivía en Praga. Éste me puso en contacto
con otro alumno que era un apasionado del medio ambiente, y con quien inicié una organización
sin ánimo de lucro, lo cual me llevó a escribir mi primer libro, que al final acabó en manos del
general Dempsey. ¡Eso es casualidad!
Sin embargo, existe una última característica aplicable a todos los alumnos.
Como dice Allison: «En el proceso de admisión uno debe ser consciente de que no está creando
una clase, sino una comunidad. Quiero personas amables, útiles. ¿Serán buenos alumnos? ¿Serán
buenos miembros de la comunidad? ¿Encajarán bien con otras culturas? Todo es cuestión de
valores. Yo no puedo formarle en valores. Ninguno de nosotros puede hacerlo. Queremos a
personas que deseen tener la responsabilidad de formar parte de una comunidad».
Si usted procede de un ambiente económico o académico privilegiado, por ejemplo, el equipo de
admisiones se encarga de comprobar que usted sea consciente de ese privilegio.
«Cuando leo que alguien es “muy trabajador” y no añade nada más, no es nada positivo —dice
Allison—. ¿Dónde están sus otras cualidades? Me gusta saber que usted trabaja duro, pero también
que mejora la vida de otras personas, que las ayuda.»
En el departamento de admisiones de cualquier universidad, los responsables buscan un número
determinado de estudiantes que sientan que formar parte de la comunidad educativa, que ser un
alumno comprometido, es uno de los motivos por los que quieren asistir a ese centro. En la GSB de
Stanford, el equipo de admisiones busca lo mismo. Quieren alumnos que valoren la escuela, su
clase y a sus compañeros. Intentan crear un entorno que exponga a los alumnos a diversos tipos de
excelencia extraídos de distintos lugares del mundo y de la sociedad. Intentan asegurarse de que
sus alumnos valoren las opiniones, las experiencias y los puntos de vista de los demás. Trabajan
conscientemente para crear una comunidad que sea atenta a la par que acogedora.
Y precisamente al organizarse en torno a esos valores inspiran la casualidad. Lo interesante de
este proceso es que sus variantes tienen lugar en una variedad de campos. Aunque los objetivos
puedan ser distintos, los caminos que llevan a la casualidad son parecidos.
Más recientemente, Arianna Huffington organizó salones literarios muy codiciados. Tal como decía
ella: «Hay muchos Los Ángeles. Y una de las cosas que hacen estas celebraciones literarias es
reunirlos». Las fiestas, a las que asistían a menudo los miembros de la elite de Hollywood,
consistían sobre todo en grupos de personas que se reunían para charlar. Pero cuando se junta a
personas procedentes de trasfondos distintos y de modos de vida diferentes, puede surgir todo tipo
de ideas creativas.
Un mes después de que John Kerry padeciera una dolorosa derrota en las elecciones
presidenciales de 2004, muchos demócratas poderosos, abatidos, quisieron hacer algo. Huffington,
que llevaba años dirigiendo su salón literario, organizó una reunión en su casa a primeros de
diciembre. Aunque eligió con gran cuidado su lista de invitados, siguiendo la naturaleza aleatoria
de los salones, la celebración carecía de un programa concreto. Pero, como en las fiestas de Robin
Farmanfarmaian, sí tenía un objetivo: recuperar la Casa Blanca. Más concretamente, la meta era
encontrar la manera de ofrecer una respuesta liberal al Drudge Report, una publicación online
conservadora e influyente.
Lo que nació en aquel salón fue el Huffington Post.
Es importante tener en cuenta que muchas de las personas que asistieron aquella noche de
diciembre de 2004 a casa de Arianna Huffington eran renegados; no eran las personas a las que
esperaríamos encontrar en una habitación donde se toman decisiones políticas estratégicas. La
política no era su área de influencia ni de conocimiento. Lo que los reunió fue lo mismo que
buscaban Marie Mookini y Allison Rouse en quienes solicitaban ser admitidos en el posgrado: el
compromiso de formar comunidad, en este caso una comunidad hollywoodiense interesada en
cambiar los vientos políticos prevalecientes.
Es posible que el recurso a las celebridades que hizo Arianna Huffington parezca un poco
ostentoso. Pero una de las cosas que atrajeron a los lectores al Huffington Post en sus primeros años
fue su uso de los blogs escritos por celebridades. Además, desde entonces el Huffington Post ha sido
una publicación poderosa en su tarea de subrayar los puntos de vista de la izquierda.
96 De una entrevista con los escritores realizada a Marie Mookini el 26 de septiembre de 2012.
97 De una entrevista con los autores realizada a Allison Rouse el 28 de septiembre de 2012.
98 De una entrevista que hicieron los escritores a Robin Starbuck Farmanfarmaian el 14 de octubre de 2012.
100 De una entrevista a Debarati Sanyal, profesor de francés moderno en la Universidad de California en Berkeley, 2 de octubre de
2012.
101 Anne-Marie O’Connor, «Reviving Salons as Hotbeds of New Ideas», Los Angeles Times, 24 de enero de 2001.
102 Giam Sweigers, «Talking Business: Giam Swiegers, CEO Deloitte Australia—RMIT University», YouTube, 28 de abril de 2011.
103 Lawrence W. Cheek, «In New Office Designs, Room to Roam and to Think», New York Times, 17 de marzo de 2012; John Tierney,
«From Cubicles, Cry for Quiet Pierces Office Buzz», New York Times, 19 de mayo de 2012.
104 Chris Smith, «Open City», New York, 26 de septiembre de 2010.
105 Anthony Ramirez, «Mimicking Bloomberg’s Bullpen, with Extra Spice», New York Times, 15 de abril de 2006.
El dinero de la Costa Este no permitía que los empleados fueran propietarios. Sin embargo, el hecho
de no tener participación en la compañía indujo al final a unos cuantos ingenieros a abandonar
Fairchild e iniciar sus propias empresas. Arthur Rock acabó trasladándose al oeste y fundó la
primera empresa de capital riesgo importante de Silicon Valley, que más adelante fundaría Intel y
Apple.
Hoy día, un breve paseo subiendo Sand Hill Road en Menlo Park, California, demuestra lo
importante que es estar en Silicon Valley si lo que uno busca es dinero.
Benchmark Capital, en el 2.480 de Sand Hill Road, aporto el capital para fundar Instagram, Yelp
y Twitter. Si avanza hasta el 2.750 de esa misma calle encontrará Kleiner Perkins, que puso el
dinero para crear Google, Intuit, AOL, Compaq, Symantec, VeriSign, Zynga, WebMD y, por
supuesto, Genentech. Draper Fisher Jurvetson, a unas pocas puertas de distancia, en el 2.882 de
Sand Hill, aportó fondos para SolarCity, Hotmail y Overture. Si sigue caminando, a menos de
kilómetro y medio de nuestra dirección originaria llegará al 3.000 de Sand Hill y verá la sede de
Sequoia Capital, que invirtió en Google, YouTube, PayPal, Cisco Systems, Oracle e Instagram.
Pero ¿cómo y por qué atrajo Silicon Valley a tantas personas inteligentes? Recuerde que cuando
nació Silicon Valley abandonar una empresa para trabajar en otra era bastante inusual, incluso en
California. Entonces, ¿qué había en la cultura de Silicon Valley que indujo que muchos empleados
se sintieran tan cómodos saltando de un trabajo a otro? ¿Y cómo es que las empresas de capital
riesgo tienen su sede en la misma localidad?
La respuesta a estas preguntas está relacionada con el test del cociente de inteligencia, la
tuberculosis y el estamento militar de posguerra, tal como me lo contó por primera vez Steve Blank,
que ha sido profesor de economía en Stanford, Columbia y Harvard.
108 Genentech, «Our Founders», gene.com; Leslie Pray, «Recombinant DNA Technology and Transgenic Animals»,
nature.com/scitable, 2008.
110 AnnaLee Saxenian, Regional Advantage: Culture and Competition in Silicon Valley and Route 128 (1996); AnnaLee Saxenian,
«Silicon Valley vs. Route 128», Inc., 1 de febrero de 1994.
111 Gregory Gomorov, «Silicon Valley History», netvalley.com, citando a Frank Levinson, A Tale of Lambs, Preschoolers, and
Networking (2001).
113 «Bill Shockley: Part I», pbs.org, cortesía del American Institute of Physics; Tom Wolfe, «Two Young Men Who Went West»,
Hooking Up (2000), 17-65; Gomorov.
114 Arthur Rock, «Done Deals: Venture Capitalists Tell Their Story: Featured HBS Arthur Rock», Harvard Business School, serie
Working Knowledge, www.hbswk.hbs.edu, 4 de diciembre de 2000.
115 Carolyn E. Tajnai, «Fred Terman, the Father of Silicon Valley», Stanford Computer Forum, mayo de 1985, www.siliconvalley-
usa.com/about/terman.html; entrevista con el profesor Steven Blank, mayo de 2011.
118 Wolfe.
119 Entrevista con Wittenberg.
120 El twirling es una actividad deportiva en la que el o la practicante hace girar de forma rítmica y estética un bastón especialmente
diseñado para los juegos malabares. (N. del T.)
122 Dan Gillmor, «Collusion in Silicon Valley: How High Does It Go?», Salon.com, 27 de septiembre de 2010.
123 Dan Bobkoff, «Employee Shopping: Acqui-Hire Is the New Normal in Silicon Valley, All Tech Considered», NPR.org, 24 de
septiembre de 2012.
8
Todos los objetos de la habitación estaban preñados de significado y de simbolismo. Había una
bandera de la época de la Guerra Civil, del Segundo Regimiento de Caballería Blindada, «mi
primera unidad», como me dijo orgulloso el general Dempsey cuando me enseñó su despacho en el
Pentágono. Habían pasado tres años desde que yo empezara a trabajar con el ejército, y había
llegado a respetar y a apreciar el fuerte vínculo existente entre la institución y la historia
estadounidense. En la pared de enfrente había un óleo del general George Marshall, creador del
Plan Marshall. «En mi nuevo cargo como jefe del Estado Mayor Conjunto —reflexionó Dempsey—,
tengo que valorar lo mucho que hizo Marshall y cómo pudo abarcar una variedad tan amplia de
campos distintos.» El escritorio del general Dempsey lo había usado originariamente el general
Douglas MacArthur para planificar la guerra del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial.
Si los objetos presentes en el gran despacho eran un coro histórico, una voz se elevaba sobre el
resto. Sobre el grande y antiguo escritorio de MacArthur, entre ordenadas carpetas codificadas por
distintos colores y fotografías de la familia, había una caja de madera con la inscripción «Que valga
la pena», la misma que vi en mi primera visita, y que contenía las tarjetas que representaban a todos
los soldados que murieron bajo las órdenes de Dempsey.
En uno u otro sentido, durante los últimos años no había pasado un día en que yo no hubiera
pensado en aquella caja. Sentía que había conocido en persona a aquellos hombres y mujeres.
Había conocido a muchos oficiales y soldados comprometidos como ellos; había cenado con sus
familias; había visto dónde vivían y había comprendido mejor por qué se unieron al ejército para
servir a su país.
Hablando del estado actual del mundo, el general Dempsey me dijo: «Ahí fuera hay peligro
debido a la proliferación de armamento en manos de aquellos que anteriormente no lo tenían.
Somos testigos de una relación cambiante entre los gobernantes y los gobernados, y el poder se
descentraliza. Todo esto genera caos. Tenemos mucho menos control».
Tanto si es usted el jefe de las fuerzas armadas estadounidenses como el director de una división
corporativa, la tentación que sentirá al enfrentarse a una situación caótica será la de tomar medidas
enérgicas e intentar insuflar el máximo grado de orden que sea posible. Resulta muy tentador
intentar estructurar el caos en las vidas y las organizaciones. Si usted tiene un departamento que no
es lo bastante productivo, impone controles más estrictos, evaluaciones y fechas tope, o trabaja más
estrechamente con los individuos implicados para asegurarse de que no pierdan el rumbo.
Si aceptamos la premisa de que el mundo cada vez es más caótico (desde Oriente Próximo hasta
nuestros mercados locales y globales), nos topamos con una paradoja curiosa. Al intentar mantener
a raya el caos, nos arriesgamos a asfixiar precisamente las innovaciones y las ideas nuevas que
contribuirán a impulsar nuestros negocios y nuestro futuro.
He defendido la introducción del caos en nuestros procesos organizativos y en la toma de
decisiones, y he trabajado con el ejército para hacer precisamente eso. Pero no debemos actuar a
ciegas, limitándonos a esperar lo mejor. El factor clave de nuestro viaje que debemos comprender es
que, aunque la introducción del caos es un proceso confuso por naturaleza, también existen normas
para gestionarlo. Las cinco reglas que sugiero a continuación son aplicables en todos los grupos y
organizaciones, tanto si lo que intenta es transformar una organización de muchos millones de
miembros, como es el ejército, como si procura reconvertir una compañía recién fundada o espera
introducir diferencias en un sistema educativo.
3. ¡Muévase!
De la misma manera que arrellanarnos en nuestra silla y dejar descansar la vista concede a nuestra
mente el tiempo necesario para activar la red neuronal por defecto, el ejercicio hace lo mismo, sobre
todo aquel que no requiere una gran concentración (como puede ser usar una máquina de steps,
una cinta continua o una bicicleta estática).
Un estudio que realizó el doctor Jim McKenna en la Leeds Metropolitan University de Inglaterra
pretendió evaluar el efecto que tiene el ejercicio sobre el trabajo. Los resultados demostraron que
un 65 por ciento de los empleados manifestaba una mejora en su gestión del tiempo, su
productividad y su rendimiento interpersonal los días en que hacían ejercicio.
3. ¿Es posible que ya tenga un sospechoso no habitual dentro de su organización y no lo haya detectado?
¿Recuerda los grupos variopintos que organizaba Lisa Kimball en los hospitales? Siempre que
modera un grupo y alguien dice cosas como «esos» o «esa gente», ella interrumpe de inmediato la
conversación. Hacerlo no es una lección sobre lo políticamente correcto, sino la forma de detectar a
sospechosos no habituales.
«Una vez que hablamos sobre alguien de otro departamento —explica Lisa—, significa que
hablamos de alguien que debe participar en la conversación.» Tras interrumpir la conversación, Lisa
contactará con el supuesto sospechoso no habitual y le invitará a asistir a la siguiente reunión, o
incluso trasladará a todo el grupo al despacho de esa persona.
Cuando se menciona a personas que no están en el grupo, significa que, de alguna manera, están
relacionadas con la conversación. El hecho de que no estén en el cuarto puede ser una pista de que
son sospechosos no habituales dentro del contexto de ese grupo (es decir, personas con las que no
interactuaríamos habitualmente, al menos no dentro de ese grupo). Invitar a personas nuevas (de
otros departamentos o disciplinas y de distintos niveles de la jerarquía de la compañía o la
organización) puede contribuir a abrir la puerta a la aleatoriedad.
ORI BRAFMAN:
Es lógico que un libro que habla del caos tenga su dosis de… bueno, de caos. Fue redactado en
bases militares, a altas horas de la noche, en cafeterías repartidas por San Francisco, y en
apartamentos de Nueva York, involucrando cofres del tesoro llenos de joyas y al servicio secreto.
Estoy en deuda con todos los que hicieron posible este viaje.
Judah Pollack ha sido un socio que se ha involucrado en todas las fases del proceso de redacción,
en las duras y en las maduras, desde que tuve la idea para este libro, y tengo la suerte de haberme
beneficiado de su curiosidad imparable, su dedicación incansable y su mente creativa, que es una
extraordinaria incubadora de ideas. Rom Brafman, como siempre, impidió que el proceso fuera
demasiado caótico, y es el hermano más comprensivo y altruista que podría desear. Nelly McVicker
fue una parte esencial de los procesos de redacción y de edición, y me animó, me inspiró y me
ofreció un poquito de magia cuando más lo necesitaba. Los puntos de vista de Steve Rotkoff sobre
el ejército tuvieron un valor incalculable, y me alegro de haber trabado amistad con él durante el
proceso. Hilary Roberts y su lápiz rojo siguen consiguiendo que yo parezca más refinado, tarea
difícil donde las haya. Agradezco la mirada juiciosa de Alison Roberts, Heather Gunther y Lori
Matheson, que me prestaron de su tiempo para leer el manuscrito en sus diversas etapas.
Tengo la fortuna de haber conocido al general Martin Dempsey. Su liderazgo hace que incluso
una persona de Berkeley como yo tenga fe en el ejército. Dave Horan ha sido un guía de fiar, y me
ha dado consejos tremendamente útiles. Maxie McFarland y Greg Fontenot fueron claves para que
mi programa llegase al ejército. Estoy constantemente agradecido a los soldados y a los oficiales que
participaron en el programa, así como a los soldados y a sus familias que, por todo el país, siguen
sirviendo en el ejército.
Esther Newberg y su equipo en ICM (Liz Farrell, Kari Stuart y Zoe Sandler) siguen siendo mis
defensoras incondicionales. No imagino un equipo mejor a mi lado. De igual manera, Roger Scholl
ha sido un aliado creativo y un editor amable. Ha sido una alegría trabajar con su equipo en
Random House: la editora publicista Tina Constable, el editor jefe Mauro DiPreta, la directora de
marketing y publicidad Tara Gilbride, la publicista Ayelet Gruenspecht, la editora de producción
Cindy Berman, el ayudante editorial Derek Reed, la diseñadora del interior del libro Songhee Kim
y el diseñador de las cubiertas Drue Dixon.
A lo largo del proceso de redacción he contado con el respaldo de mi familia y mis amigos: Tsilla
y Hagay Brafman, Nira Chaikin, Josyn Herce, Megan y John Hutchinson, Lisa Kimball, Cort
Worthington, Ron Ricci, Chip Colbert, Jason Thomas, Matt Brady, Dense Egri, Amy Pospiech,
Dina Kaplan, Noah Kagan, Matt Miller y Katie Brown, David Blatte, Corey Modeste, Aviva
Mohilner, Jessica Laughlin, Liz O’Donnell, Sara Olsen, Josh Rosenblum, Mark Schlosberg, Michael
Breyer, Amy Shuster, Rachman Blake, Pete Sims, Rudy Tan, Pam y Roy Webb, Kimberly Wicoff,
Melanie Yelton, Barrett Horne, Ron Martin, y tantos otros. Tengo la suerte de teneros en mi vida.
JUDAH POLLACK:
Primero debo dar las gracias a Ori Brafman por preguntarme en qué estaba trabajando, invitarme a
este viaje y capitanear el barco en medio de las tormentas y los momentos de calma chicha. A mis
guías formales, Rosenberg, Benjy, Isa, Cort, Lisa. Y a los informales: Allan, Barrett, Olivia. A mis
damas del genio, Sera y Meg, por permitirme verlas trabajar. Y a esas otras almas pacientes,
también conocidas como «mi familia», por escucharme: Darci, Kate, Dov, Michael, Debarati, Noah,
Hugh, mamá y papá. Y a Tara, por amarme.
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