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LA CARGA DE LA PRUEBA Y LAS PRESUNCIONES EN LA NUEVA LEY PROCESAL DEL TRABAJO

Mario PASCO LIZÁRRAGA

La nueva Ley Procesal del Trabajo(1) (en adelante LPT) es una norma que se recibe con mucho entusiasmo. Salvo
cuestionamientos aislados, existe la sensación generalizada, casi consensual, de que el statu quo en materia
procesal laboral no da más. Los procesos laborales han venido exigiendo periodos excesivamente largos hasta su
culminación, pero sin que la parsimonia genere pronunciamientos especialmente brillantes o siquiera que ofrezcan
suficiente garantía de calidad. En otras palabras, con el sistema actual, gran parte del tiempo útil dedicado por los
jueces, auxiliares y litigantes a los procesos se ha venido desperdiciando, y como consecuencia aquel no ha logrado
solucionar los graves problemas preexistentes a su dación. La modificación es de tal magnitud que toca virtualmente
todos los aspectos del proceso.

Por ello, no podríamos pretender llevar a cabo una revisión integral de los cambios, o intentar vislumbrar los efectos
generales de la nueva norma.

Hemos preferido limitarnos a tratar puntos que, sin ser el núcleo de la modificación, y por lo tanto tampoco los que
determinarán el éxito o fracaso del nuevo sistema, ostentan importancia suficiente como para incidir en que este
funcione o no de manera adecuada.

Ciertamente, el nuevo proceso exigirá a las partes una aproximación distinta al proceso, y les impondrá una revisión
completa de sus estrategias al momento de afrontar un litigio. Punto importante a este respecto es la forma como
afrontarán sus discusiones en materia de hechos, lo que nos ha llevado a revisar los dos elementos específicos
alrededor de los cuales gira el presente artículo, a saber (i) la carga de la prueba; y, (ii) las presunciones.

Tomamos un desvío previo, consistente precisamente en la constatación, hasta ahora por nadie negada, de que las
principales finalidades de la modificación legislativa, y concretamente de la introducción del proceso oral, consisten
en (a) la búsqueda de celeridad procesal o, con mayor exactitud, de evitar la exasperante lentitud actual; y, (b) la
vocación de lograr finalmente la tan ansiada, siempre mentada y nunca lograda inmediatez real entre el juez y la
controversia o, más bien, entre el juez y las partes. Nos interesa resaltarlo porque los aspectos que veremos tienen,
como todo en un proceso, conexión entre sí, y también con las dos finalidades recién descritas, lo que nos genera la
necesidad de tenerlas presentes en toda y cualquier oportunidad.
I. La carga de la prueba
1. Concepto
En todo proceso judicial, uno de los componentes fundamentales de la decisión, vale decir, de la aplicación de la
norma pertinente a la realidad, consiste en la determinación de los hechos.

Conforme describe Paredes Palacios, “toda norma jurídica tiene una hipótesis, un mandato y una sanción. (…) La
hipótesis (supuesto de hecho, hecho generador abstracto, fattispecie, tatbestand, soporte fáctico) es la descripción
normativa (previa y genérica) de un hecho. El mandato o precepto es la orden o regla de conducta. La sanción es la
consecuencia jurídica desencadenada ante la inobservancia del mandato de la norma”. Cuando una divergencia
desemboca en un proceso, la presencia o ausencia del primero de dichos componentes –la hipótesis– deberá ser
objeto de verificación, en lo que constituye, en términos simples, la determinación de los hechos concretos sobre los
cuales se aplicará el mandato o precepto. El mismo Paredes Palacios cita entre otros a Alsina para definir que prueba
es “la comprobación judicial, por los modos que la ley establece, de la verdad de un hecho controvertido del cual
depende el derecho que se pretende”.

Pues bien, como medio de llevar el proceso hacia un resultado certero, el ordenamiento establece a priori que una
parte litigante determinada deba, a efectos de lograr éxito en su posición, demostrar determinados hechos de entre
todos aquellos alrededor de los cuales gira la litis. A veces de modo genérico, y otras con mucha especificidad, pero

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con vocación de universalidad, la norma guía a las partes en cuanto a qué es lo que se espera de cada una de ellas,
al fijar la carga de la prueba.

A ese respecto, Arévalo Vela expone con claridad que: “La carga de la prueba es la obligación que tienen las partes
de proporcionar al proceso los elementos necesarios que permitan al juez adquirir con mucha especificidad, pero con
vocación de universalidad, la norma guía a las partes en cuanto a qué es lo que se espera de cada una de ellas, al
fijar la carga de la prueba.

A ese respecto, Arévalo Vela expone con claridad que: “La carga de la prueba es la obligación que tienen las partes
de proporcionar al proceso los elementos necesarios que permitan al juez adquirir una convicción, basada en la cual
declare el derecho controvertido”(4), para de inmediato agregar la primera y capital regla probatoria genérica, pero
acompañada de una también importante característica del proceso laboral: “En el Derecho Procesal la regla general
es que quien alega un hecho debe probarlo; sin embargo, en materia procesal laboral esta regla se invierte en ciertos
casos, en que el empleador es quien debe probar los hechos en que ha fundado su decisión, tal como es el caso de
la causa de despido”(5).

Incidiendo sobre el efecto del primer punto sobre el proceso, Paredes Infanzón detecta –apoyándose en Devis
Echandía– que “(…) la carga de la prueba, es una noción procesal que contiene la regla del juicio, por medio de la
cual se le indica al juez cómo debe fallar cuando no encuentre en el proceso pruebas que le den certeza sobre los
hechos que deben fundamentar su decisión e indirectamente establecer a cuál de las partes le interesa la prueba de
tales hechos para evitarse consecuencias negativas. La carga de la prueba determina lo que cada parte tiene
interés en probar para obtener éxito en el proceso, es decir lo que sirva de fundamento a sus pretensiones.

La carga de la prueba, continúa Devis Echandía, no determina quién debe probar cada hecho sino únicamente quién
tiene interés jurídico en que resulte probado, porque se perjudica por su falta de prueba. Quien sufre la carga de la
prueba no está obligado a probar el hecho objeto de la misma, acción que puede realizar la contraparte o el juez, con
lo que queda satisfecha la carga”(6).

En el mismo sentido agrega Álvarez Montero que: “Las reglas sobre la carga de la prueba indican cómo se distribuye
entre las partes la carga y de otro lado, quién ha de soportar la falta de acreditación de un hecho relevante. En
síntesis corresponde al demandante (o reconviniente) probar los hechos que impidan, extingan o enerven –excluyan–
el derecho. Las consecuencias perjudiciales derivadas de la falta de acreditación consisten en la desestimación de las
pretensiones del actor o las del demandado según corresponda a uno u otro la carga de la prueba”.

2. Inversión de la carga de la prueba


Si la regla general es, como hemos visto, que cada parte tiene a su cargo demostrar los hechos que alega en su
defensa, en el proceso laboral existe una serie de situaciones en las que se levanta de toda obligación probatoria a la
parte demandante –en realidad al trabajador, o al prestador de los servicios, que es la novísima categoría
introducida por la ley– para traspasársela a la parte demandada, la empleadora.

Ello no es casualidad. Está en la médula misma del proceso laboral, el cual, fiel a su origen y finalidad, asume la tarea
de nivelar desigualdades evidentes entre las partes. Pasco Cosmópolis explica, precisamente al situar a la
redistribución de la carga de la prueba como uno de los componentes del principio protector del Derecho Procesal del
Trabajo, que el criterio general en el sentido de que la carga probatoria es siempre del peticionante, o de quien afirma
algo, tratándose del proceso laboral “es deliberadamente quebrantado, subvertido: el trabajador, que es normalmente
el actor o demandante, es exonerado en lo sustancial de la obligación de probar su dicho; el onus probandi recae en
lo básico sobre el empleador, usualmente el demandado.
La demanda goza, por así decirlo, de una presunción de veracidad, se la reputa cierta a priori, presunción juris tantum
que debe ser destruida por el empleador con su prueba”(8). Tampoco es gratuito. La inversión o redistribución de la
carga de la prueba ha llegado a ser componente pacífico del ordenamiento procesal laboral, pero solo a partir de la
constatación de su necesidad para lograr resultados, más que equilibrados, justos. Según Arbulú Alva: “Para la
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correcta apreciación del asunto debe apreciarse que el empleador es quien cuenta normalmente con los medios
económicos, documentarios, etc. Para sustentar su posición en el transcurso de un proceso y, como consecuencia de
ello, la posibilidad de estar más cerca a una resolución que pueda amparar sus pretensiones. Así, la “carga de la
prueba” en el ámbito de un proceso laboral adquiere una singular importancia en la medida que es el empleador
quien, en teoría y por ser justo y equitativo, debería estar en mayor grado en la necesidad de probar los hechos que
se discuten en el proceso por ser como se ha señalado la ‘parte fuerte’ dentro de una relación laboral”.

3. Regulación y cambios en la nueva norma


La Ley Nº 26636, que está siendo reemplazada por la LPT, contempla respecto de la carga probatoria, en su artículo
27 la ya conocida fórmula siguiente:

“Corresponde a las partes probar sus afirmaciones y esencialmente:

1. Al trabajador, probar la existencia del vínculo laboral.

2. Al empleador demandado, probar el cumplimiento de las obligaciones contenidas en las normas legales, los
convenios colectivos, la costumbre, el reglamento interno y el contrato individual de trabajo.

3. Al empleador la causa del despido; al trabajador probar la existencia del despido, su nulidad cuando la invoque y la
hostilidad de la que fuera objeto”.

Se trata, qué duda cabe, de previsiones que recogieron en su momento los principios indicados en el punto
precedente; los cuales forman parte de las fórmulas generales compiladas también por Pasco Cosmópolis sobre la
base de los aforismos “quien afirma algo está obligado a demostrarlo” y “si el demandante no prueba, el demandado
será absuelto”(10). Pero la norma incluye también precisiones explícitas que hacen recaer en el demandado la mayor
parte de la carga probatoria.

Ciertamente, la distribución de las materias a cargo de cada una de las partes sigue las reglas generales del sentido
común, en tanto que hace recaer el peso probatorio respecto de cada discusión sobre la parte que puede estar en
mejor posición de hacer la demostración, evitando no obstante exigencias que pudieran suponer prueba diabólica(11).
De ese modo, la Ley Nº 26636:

Exige que el trabajador demuestre el vínculo laboral, pues imponer al empleador la prueba de ausencia de vínculo
laboral implicaría un imposible. Lo mismo –la carga sobre el trabajador por imposibilidad de prueba negativa–
respecto de hechos que, siempre que se discutan, lo serán por alegato en ese sentido del demandante, como son el
despido o la hostilidad, y la causal de nulidad que sobre el primero alegue el demandante.

Impone al empleador la prueba de todo cuanto supone el cumplimiento de sus obligaciones, pues es esa parte quien
emite –y debe conservar– prácticamente todos los registros de la relación entre las partes, incluyendo aquellos que
obedezcan a afirmaciones del trabajador. A modo de simple ejemplo, la demostración principal de si un trabajador
laboró o no en sobretiempo reposa en documentos que este no tiene, sino que obran en poder del empleador, a
saber, los registros de ingreso y salida. De allí que, a pesar de ser el trabajador quien sostiene haber laborado más
allá de su horario, corresponda al empleador la acreditación de cuánto se trabajó (12). Incluimos en este punto la
demostración de la causa del despido, cuando está fuera de discusión que este se ha producido, habida cuenta de
que se trata de la acreditación del cumplimiento de la normativa sobre dicha materia por dicha parte; se trata,
además, de simple repetición de la regla de fondo que ya recoge el tercer párrafo del artículo 22 de la Ley de
Productividad y Competividad Laboral (13) (en adelante, LPCL).

La nueva LPT trata el punto en su artículo 23, y respecto de su antecedente inmediato introduce algunos cambios
que, en la materia específica de la carga de la prueba, actualizan, más que revolucionan, lo preexistente. Mucho más
trascendente puede ser el mismo artículo en lo que a presunciones se refiere, como veremos más adelante.
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La fórmula utilizada es similar a la previa; consiste de un enunciado general, que luego es seguido por menciones
específicas para supuestos y discusiones que la propia norma individualiza y regula.

Dicho enunciado general aparece en el artículo 23.1:


“La carga de la prueba corresponde a quien afirma hechos que configuran su pretensión o a quien los contradice
alegando nuevos hechos, sujetos a las siguientes reglas especiales de distribución de la carga probatoria, sin
perjuicio que por ley se dispongan otras adicionales”.

Se aprecia de inmediato que, más allá del estilo, poco variará en el día a día en cuanto a la regla genérica: cada parte
que alega un hecho –sea demandando o contestando– debe probarlo, salvo que haya una regla especial de
atribución que invierta la carga, o simplemente la atribuya de modo expreso.

La primera de esas reglas especiales está referida a la prueba del vínculo laboral (sustituyendo el inciso 1 del artículo
27 de la Ley Nº 26636) pero sobre la base de una presunción, por lo que la trataremos más adelante. La segunda
contempla los aspectos que corresponde probar al trabajador o quien dice serlo, y aparece en el artículo 23.3:

“Cuando corresponda, si el demandante invoca la calidad de trabajador o ex trabajador, tiene la carga de la prueba
de:
a. La existencia de la fuente normativa de los derechos alegados de origen distinto al constitucional o legal.

b. El motivo de nulidad invocado y el acto de hostilidad padecido.

c. La existencia del daño alegado”.

Tampoco pareciera haber un cambio radical, aunque sí de matiz, respecto de la regulación previa.

En primer lugar, la demostración de la existencia de la fuente de los derechos alegados, en efecto, estuvo siempre del
lado del trabajador, aunque no hubiera mención explícita: si un demandante alegaba que un beneficio le correspondía
por convenio colectivo, o pacto individual, o acto unilateral del empleador, sobre la base de una sentencia judicial o
acto administrativo, o por aplicación o extensión a su persona de una costumbre laboral –fuentes todas ellas distintas
del derecho positivo estatal que menciona el literal a) de la nueva norma– pues entonces tenía que producir en el
proceso la prueba necesaria para acreditar la existencia de dicha fuente. Lo contrario sería impracticable, pues no
cabría exigir a un empleador acreditar, por ejemplo, que no firmó modificación de contrato alguna con el
demandante. Se trata, en buena cuenta, de una simple derivación de la regla general, aunque con un coletazo
adicional: la norma cierra la discusión en cuanto a si los convenios colectivos deben ser objeto de prueba, habida
cuenta de que se los aplica como norma jurídica, y no solo como contrato. Podrá proseguir la discusión en cuanto a
las reglas de interpretación a aplicar, pero no cabe duda ya de que la existencia de los títulos de los que emane
cualquier derecho no positivo es objeto de prueba, y es de cargo del demandante.

En segundo lugar, es claro que la nulidad del despido –habiéndose precisado


que se trata de su causa, vale decir, como expresa la norma, el motivo de nulidad alegado– y los casos de
hostilidad continúan estando a cargo del trabajador demandante. Fluye también sin mayor complicación que,
nuevamente, se trata de derivaciones, simples plasmaciones de la regla general: es siempre el trabajador quien alega
que el motivo de su despido fue alguna de las situaciones descritas en el artículo 29 de la LPCL, y también el
trabajador que alega los hechos que puedan configurar hostilidad conforme al artículo 30 de esta.

Es nueva, en contraste, la previsión final en el sentido de que corresponde al trabajador o quien dice serlo, la
demostración de la existencia del daño alegado.

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Encontramos en este punto la aparente repetición de uno de los desajustes que tenía la Ley Nº 26636 al referirse a
las partes procesales, pero que en realidad no pareciera tratarse de una incorrección, sino de la regulación de una
materia que ha venido siendo resuelta judicialmente en forma no del todo comprensible.

En efecto, establece el literal c) del artículo 23.3 que corresponde al trabajador demostrar la existencia del daño, a
pesar de que el trabajador no es el único que puede alegar daño. Conforme al literal b) del inciso 1 del artículo 2 de la
LPT, son de competencia de los juzgados especializados de trabajo las pretensiones sobre “la responsabilidad por
daño patrimonial o extrapatrimonial, incurrida por cualquiera de las partes involucradas en la prestación personal de
servicios, o terceros en cuyo favor se presta o se prestó el servicio”.

Quiere esto decir que la LPT regula también el proceso sobre daños que pueda iniciar una empresa contra su
trabajador, o contra el trabajador que otra empresa le haya destacado. En ese caso corresponderá al demandante –
aunque no sea trabajador– la prueba del daño, en aplicación de la fórmula general.

Con ello, la inclusión de la fórmula bajo análisis como literal singularizado, no puede sino significar el mandato por
parte del legislador, hacia los jueces, en el sentido de que el daño –cualquiera sea su índole– tiene que ser probado,
es decir, que no puede ser inferido, asumido, presumido ni decretado sobre la base de criterios subjetivos, sean estos
del demandante o del juez.

Tanto en función del lucro cesante, como por daño emergente, a la persona y en especial por daño moral, incontables
sentencias emitidas durante los últimos años han venido ordenando pagos de dinero a empleadores acusados de
haber causado daño a sus trabajadores(15), pero sin que hubiera existido en el proceso demostración –y a veces ni
siquiera explicación– de la relación entre la situación alegada y los respectivos montos. La nueva ley lo impide, y en
forma correcta hace retornar la valoración del daño –tratándose de responsabilidad contractual– al artículo
3131 del Código Civil, que exige prueba, y deja la posibilidad de valoración equitativa únicamente para el caso
previsto en el artículo 1332 del mismo cuerpo de leyes, vale decir para los casos en los que “el resarcimiento del daño
no pudiera ser probado en su monto preciso”. Es evidente, como siempre lo fue, que la expresión utilizada “que no
pudiera ser probado” hace referencia a que exista imposibilidad objetiva para acreditar el daño, por tratarse de
situaciones o consecuencias que resulten inapreciables, y no al simple supuesto en que el demandante no haya
podido probar o que ni siquiera haya intentado hacerlo.

Quizás más reveladora de la voluntad de cambio es la prueba exigida al demandado.

En primer lugar, encontramos el artículo 19 que exige al demandado negar expresamente los hechos expuestos en la
demanda, pues de lo contrario estos se entenderán admitidos. Astutamente, la norma obliga al demandado a
manifestarse, vale decir, a afirmar, de modo que luego deba probar sus dichos, vale decir, acreditar buena parte de lo
contrario a lo que haya podido afirmar el demandante.

Pero, además, agrega el artículo 23.4:


“De modo paralelo, cuando corresponda, incumbe al demandado, que sea señalado empleador,
la carga de la prueba de:
a. El pago, el cumplimiento delas normas legales, el cumplimiento de sus obligaciones contractuales, su
extinción o inexigibilidad.

b. La existencia de un motivo razonable distinto al hecho lesivo alegado.

c. El estado del vínculo laboral y la causa del despido”.

Como fluye del texto, se requerirá previamente que el trabajador haya acreditado su calidad de tal –punto central que
trataremos luego– así como la existencia de las obligaciones contractuales, para que estemos en situación

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equivalente a la ya anotada respecto de la ley preexistente, vale decir, para que toda la carga probatoria repose sobre
el demandado: el literal inicial no supone mayor transformación.

En cambio, en los literales b) y c) encontramos previsiones novedosas. El primero de ellos nos resulta de difícil
interpretación: impone al empleador la obligación de probar un motivo legitimador, pero respecto de un hecho
alegado, y por lo tanto no necesariamente probado, el cual –como todo hecho no probado– podría ser negado en
cuanto a su existencia misma por el empleador.

Como supuesto razonable y sano de aplicación, tomemos la situación normada por el literal c) del artículo 30 de la
LPCL, cuyo texto es el siguiente: “Son actos de hostilidad equiparables al despido los siguientes: (…) c) El traslado
del trabajador a lugar distinto de aquel en que preste sus servicios, con el propósito de causarle perjuicio”.

Para verificar sobre este supuesto la incidencia del literal b) bajo comentario, asumamos que un trabajador ha
alegado que el traslado que se le ha aplicado tiene por objeto causarle daño. De hecho, dicho traslado tendría que
haber sido probado, no solo alegado, conforme al literal b) del artículo 23.3, lo que de ya supone un desajuste. Salvo
ello, resultará razonable exigir al empleador que demuestre un motivo razonable para el traslado, distinto al hecho
lesivo alegado que consistía en el propósito de causar perjuicio al trabajador. Si el trabajador demostró el traslado, el
empleador podría demostrar que existía una causa para este y, por lo tanto, que aunque tuviera una repercusión
sobre el trabajador, incluso dañosa, no se trataba de un hecho lesivo. Similar situación se presentará, quizás con
mayor claridad sobre la base del apoyo del literal c) inmediato posterior, respecto del despido. Pero, repetimos, si
para casos claros el artículo aparece desacoplado, con mayor razón sucederá lo mismo en supuestos más espinosos.

El literal c), por su parte, no se limita a recoger la obligación del empleador de acreditar la causa (justa) del despido,
que ya aparece en el tercer párrafo del artículo 22 de la LPCL.

Agrega una previsión adicional, referida al “estado del vínculo laboral”.

Se trata de una determinación legal muy necesaria, respecto de un aspecto que en la Ley Nº 26636 generaba más de
una confusión.

La relación laboral se extingue por una serie de causas que se encuentran recogidas en el artículo 16 de la LPCL.
Varias de ellas, cuando se presentan, resultan evidentes o requieren necesariamente estar recogidas en documentos:
el fallecimiento de una parte, el vencimiento de un contrato, la invalidez absoluta permanente o la jubilación, incluso el
mutuo disenso, respecto del cual el artículo 19 de la LPCL exige prueba escrita.

Pero respecto de las causas de extinción laboral cuyo componente principal es la voluntad de alguna de las partes,
vale decir, el despido y la renuncia, se producía una situación paradójica: el despido correspondía ser probado por el
trabajador y la renuncia eventualmente alegada era carga del empleador; pero, ¿qué sucedía cuando ninguno de
ellos lograba acreditar su dicho en ese sentido? o, más bien, ¿qué sucedía en los casos en que la ruptura se producía
de hecho?, ¿a qué causa debía atribuírsela?

La nueva norma, en nuestro concepto con buen criterio, determina como de cargo del empleador la acreditación no
solo de una eventual renuncia, sino del estado mismo del vínculo laboral. Así, el empleador que sea acusado de
haber sido despedido sin causa, no podrá limitarse a alegar que no ha despedido, sino que tendrá que acreditar una
de tres situaciones: (a) que despidió, pero con causa, situación en la que estará aplicando el literal b) del mismo
artículo; (b) que no despidió, sino que el vínculo se extinguió por alguna otra causa, la cual tendrá que probar; o, (c)
que el vínculo se encuentra vigente.

Como conclusión en cuanto a la carga de la prueba, extraemos que, en nuestro concepto, el tratamiento en la nueva
norma no difiere dramáticamente del anterior. Igualmente, en consecuencia, que la carga de la prueba no ha sido uno
de los elementos utilizados por el legislador para obtener celeridad, o inmediación. Sin embargo, el nuevo tratamiento
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obliga al empleador a manejar con mayor cuidado los instrumentos que luego serán prueba, y en especial a definir
con claridad el estado del contrato de todo trabajador, en todo momento.

II. Presunciones
1. Concepto
La presunción es uno de los sucedáneos de la prueba, vale decir, de los medios alternativos a la prueba directa que,
a efectos de la determinación de los hechos, provee la normativa al juez, o, como explica Donaires Sánchez, “(…)
aquellas manifestaciones procesales previstas por la ley o
asumidas por el juez para suplir a los medios probatorios y alcanzar la finalidad de estos”(16).

Como explica Arévalo Vela, “una presunción es un razonamiento lógico por medio del cual el juez a partir de un
hecho conocido llega a tomar certeza sobre otro hecho que desconocía y que es materia de investigación en el
proceso”(17); en similar sentido, dice Romero Montes que la presunción es “definida por Capitant, como la
consecuencia que la ley o el magistrado extraen de un hecho conocido, para otro desconocido. El CPC lo define
como el razonamiento lógico-crítico que a partir de uno o más hechos indicadores lleva al juez a la certeza del hecho
investigado”(18). Completa la idea Paredes Palacios, detectando que “consecuentemente, la palabra presunción no
aludirá ni al hecho conocido ni al hecho desconocido”(19).

Arévalo Vela, centrando lo que será el objeto de nuestras líneas, cierra el esquema como sigue: “Las presunciones
pueden ser de naturaleza legal o judicial. Las presunciones legales a su vez pueden ser absolutas o relativas. Serán
absolutas si no admiten prueba en contrario respecto del hecho al que se refieren; serán relativas cuando admiten
que la veracidad del hecho que norman pueda ser objeto de prueba en contrario. Las presunciones judiciales son
aquellas que elabora el juez a través de su razonamiento partiendo de hechos conocidos en el proceso para tomar
convicción respecto de hechos desconocidos en el mismo”(20).

Ciertamente, las presunciones se encuentran íntimamente ligadas con la carga de la prueba. De hecho, el
establecimiento de una presunción legal iuris tantum –que admite prueba en contrario– en un determinado sentido,
supone normalmente no otra cosa que el establecimiento de la carga
de la prueba a la parte desfavorecida por el hecho presumido.

De otro lado, las presunciones no solo se encuentran en o provienen de cuerpos legislativos que hayan sido
formulados como adjetivos, sino que aparecen muchas veces en normas sustantivas. A simple modo de ejemplo:

• El artículo 4 de la LPCL, al que retornaremos luego, que establece la presunción iuris tantum de que el contrato de
trabajo –una vez verificados sus componentes esenciales– es a plazo indeterminado.

• El literal e) del artículo 29 de la LPCL, modificado por la Ley Nº 27185, según el cual se presume que el despido ha
sido motivado por el embarazo de la mujer que está en esa condición y así lo hubiera notificado previamente,
admitiéndose como única prueba en contrario “la existencia de causa justa para despedir”, en lo que constituye una
presunción iuris tantum de índole especial, pues se restringe de manera importante la posibilidad de desvirtuarla.

• El artículo 7 del D.S. Nº 004- 2006-TR, que establece una presunción iuris tantum en el sentido
de que el ingreso temprano o la salida tardía del trabajador del centro de trabajo obedece a que el empleador ha
dispuesto la realización de labores en sobretiempo(21) y, por lo tanto, debe
retribuirlas.

2. Regulación y cambios en la nueva norma


La principal de las normas en materia de presunciones de la Ley Nº 26636 es su artículo 40:

“Se presumen ciertos los datos remunerativos y de tiempo de servicios que contenga la demanda, cuando el
demandado:
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1. No acompañe a su contestación los documentos exigidos en el artículo 35.

2. No cumpla con exhibir sus planillas y boletas de pago en caso le hayan sido solicitadas.

3. No haya registrado en planillas ni otorgado boletas de pago al trabajador que acredita su relación laboral”.

Conforme al sumillado y a la ubicación de dicho artículo, se trata de presunciones legales relativas, dado que, de no
haber sido así, se habría otorgado peso excesivo a lo que, finalmente, son afirmaciones de parte interesada, la
demandante.

El artículo no es del todo claro, pues la mención que contiene su inciso 1 coincide en buena parte con la de su inciso
2: los documentos que menciona el artículo 35 aludidos en el primero de ellos son precisamente las planillas y boletas
referidas en el inciso 2. Fuera de ello, empero, la norma resulta bastante razonable, pues el registro del trabajador en
planillas, y su consecuente conservación dentro de los plazos que establece la ley es la principal de las obligaciones
de todo empleador, debido precisamente a que se trata de los documentos que permiten al trabajador acreditar su
condición de tal, y las características nucleares de su relación. A falta de sanciones drásticas ante el incumplimiento,
la informalidad que tanto daño hace a nuestro mercado de trabajo encontrará –por si le faltara– un aliciente más para
continuar campeando.

Paradójicamente, tratándose de una norma que tiene los motivos centrales indicados al inicio del presente artículo,
dicha norma central desaparece, por lo menos en su versión explícita.
Sin embargo, es suplida por otras de no menor importancia.

En primer y principal lugar, por el artículo 23.2, al que aludiéramos antes por estar en la sección relativa a carga de la
prueba. Su texto es el siguiente:

“Acreditada la prestación personal de servicios y el pago de retribución se presume la existencia de vínculo laboral a
plazo indeterminado, salvo prueba en contrario”.

Es esta, en nuestro concepto, una modificación cuya importancia es comparable a los debates que generará.

El artículo 4 de la LPCL determina que “en toda prestación personal de servicios remunerados y subordinados, se
presume la existencia de un contrato de trabajo a plazo indeterminado”. Cumple así una doble función: (i) establecer
los tres elementos esenciales del contrato de trabajo (prestación personal de servicios, remuneración y
subordinación); y, (ii) determinar la presunción de que, establecida la existencia de esos tres elementos, nos
encontramos ante un
contrato a plazo indeterminado.
Hasta el día de hoy, con la Ley Nº 26636, quien alega estar sujeto a un contrato de trabajo tiene que probarlo,
conforme al inciso 1 de su artículo 27. Para hacerlo, tiene que acreditar la existencia de los tres elementos esenciales
del contrato de trabajo recién aludidos, es decir, tiene que demostrar que ha prestado servicios de índole personal,
que lo ha hecho a cambio de una remuneración, y que ha estado sujeto a subordinación.

A lo largo de los últimos años se ha presentado infinidad de procesos en los que se ha discutido la existencia del
vínculo laboral, a partir de que el demandante demuestra –usualmente a través de recibos de honorarios
profesionales– los dos primeros elementos, y ha sido el tercero de ellos –la subordinación, que es a su vez lo único
que distingue al contrato de trabajo del contrato de locación de servicios o el de obra, en cuanto a sus elementos
esenciales– el que ha generado toda la discusión probatoria. Para muchos demandantes ha sido complicado acopiar
elementos que recojan una realidad que no necesariamente queda en papeles o registros, sino que depende
del trato directo entre personas, del actuar diario.

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La LPT exonera ahora al demandante, a través de una presunción ahondada, de la carga respecto precisamente de
ese tercer requisito. El demandante no requerirá ahora acreditar la subordinación, sino que esta será objeto de
presunción juris tantum.

A primera vista, pareciera un despropósito, tanto en el plano conceptual como en el práctico. En lo primero, porque
equivale a asumir como siempre existente uno de los elementos esenciales de un contrato, lo que supone partir de
que esa es la situación normal, por defecto, natural de la situación regulada. En lo segundo, porque podría pensarse
que se está imponiendo prueba diabólica al demandado: ¿cómo demostrar que alguien ha prestado servicios pero de
modo no subordinado?

Un segundo examen del asunto, empero, nos lleva a una visión distinta, que le da sustento respecto de ambas
preocupaciones, pero fundamentalmente desde la segunda de ellas.

Una vez que el demandante haya demostrado los servicios y la retribución –digamos, a través de recibos por
honorarios profesionales– la prueba que de inmediato podrá presentar el demandado estará constituida por esos
mismos recibos de honorarios profesionales, o por el contrato que los haya generado (de haber sido celebrado por
escrito). En tales instrumentos aparece la manifestación de las partes en el sentido de que la labor no ha sido
subordinada (pues de lo contrario habrían plasmado la relación en planillas de remuneraciones).

El demandante, ciertamente, podrá presentar prueba en contrario, a efectos de sustentar la aplicación, cuando se dé
efectivamente el caso, del principio de primacía de la realidad. Lo que abrirá una lucha probatoria entre elementos
de signo positivo presentados
por ambas partes; la presunción habrá quedado superada.

La situación entonces, tratándose de un diferendo planteado alrededor de una relación cuya naturaleza es discutible
pero que ha sido suficientemente formalizada, es similar a la preexistente.

Donde cambia radicalmente la cuestión es en el caso de los empleadores absolutamente informales, quienes ni
siquiera se han dignado registrar los pagos a través de recibos extendidos
por el prestador de los servicios. Para ese caso –en el que ciertamente la prueba de servicios y pago es más difícil–
sí se lo sanciona de modo durísimo, pues una vez que el demandante haya cumplido su parte, el demandado
afrontará virtual imposibilidad de oponerse. Y con justa razón.

En adición a la presunción recién expuesta, que como vemos es de importancia capital, en especial respecto de los
trabajadores que mayor protección requieren, la LPT toca también otras presunciones, aunque de carácter más
general, y con menos asertividad que su antecedente.

El artículo 29, en efecto, establece:

“El juez puede extraer conclusiones en contra de los intereses de las partes atendiendo a su conducta asumida en el
proceso. Esto es particularmente relevante cuando la actividad probatoria es obstaculizada por una de las partes.
Entre otras circunstancias, se entiende que se obstaculiza la actuación probatoria cuando no se cumple con las
exhibiciones ordenadas, se niega la existencia de documentación propia de su actividad jurídica o económica, se
impide o niega el acceso al juez, los peritos o los comisionados judiciales al material probatorio o a los lugares donde
se encuentre, se niega a declarar, o responde evasivamente”.

A pesar del sumillado del artículo –que menciona explícitamente las “presunciones legales derivadas de la conducta
de las partes”–, su formulación pareciera más bien referirse a presunciones judiciales, en tanto que se dota al juez
de la capacidad de inferir aspectos de fondo pero no sobre la base de una previsión legal, sino de hechos producidos
en el proceso, como lo son los relativos a la falta a los deberes de colaboración por una de las partes.

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En nuestro concepto, la mecánica aplicada se ajusta mejor al nuevo sistema, en el que el juez decidirá en el
momento, frente a las partes, el resultado de su discusión. El enunciado
abierto opera de modo correcto, aunado al artículo 19 –que obliga al demandado a negar cada afirmación del
demandante, para que no se entienda admitida– y a las cargas que le impone el artículo 23.4, para castigar al
empleador que no tenga registros al día, sea por malicia o por dejadez.

Como conclusión, entendemos que, salvo en lo que a la existencia misma del vínculo laboral, la LPT ha sustituido las
presunciones previas, por una determinación de la carga probatoria del empleador más comprensiva, y con efectos
igual de contundentes sobre el resultado de fondo.

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