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Los estados de vida:

antiguas y nuevas perspectivas


Sandro Spinsanti

(S. SPINSANTI, “Los estados de vida: antiguas y nuevas perspectivas”, en: T. GOFFI – B. SECONDIN (dir).
Problemas y perspectivas de espiritualidad, Salamanca, Sígueme, 1986, 349-374)

Fuente: http://www.mercaba.org/FICHAS/Teologia/los_estados_de_vida.htm

¿Sigue siendo oportuno que la teología espiritual se ocupe de los «estados de vida»? No parece
que este concepto, a pesar de la gran fortuna que alcanzó en tiempos pasados, pueda tener grandes
éxitos en el futuro. La escasez de publicaciones recientes sobre este tema es un índice de su falta
de interés. Los mismos diccionarios de espiritualidad que han aparecido en los últimos años ni
siquiera recogen esta voz.
Tampoco podemos considerar como una negligencia reprobable el hecho de que se haya dejado de
hablar de los estados de vida. Más allá de su aparente claridad intuitiva, este concepto resulta
teológicamente espúreo y no resiste un análisis minucioso. Más aún que las críticas teológicas,
parecer haberlo destinado al olvido el clima poco propicio a la estabilidad que se ha creado en la
cultura contemporánea, en donde se atribuye el más elevado valor al cambio y a la movilidad
social, incluida la de un estado de vida a otro. Sin embargo, los problemas antropológicos y
espirituales vinculados a la concepción tradicional de los estados de vida tienen su importancia.
Baste pensar en los dramas espirituales y humanos que giran en torno a lascrisis que desembocan
en un cambio de estado (matrimonial, religioso, sacerdotal). Semejantes situaciones suscitan
reflexiones de muy diversa índole. Las normas canónicas pueden inspirarse en la indulgencia o en
la severidad, según prevalezca la preocupación pastoral o la «pedagógica». La pastoral misma
oscila entre actitudes inspiradas en las exigencias de orientación de la comunidad, en la que no es
posible dar pábulo a los comportamientos singulares o «extravagantes» y tomas de posición en las
que se refleja el principio histórico-salvífico de la oíkonomía. La teología moral puede limitarse a
proponer de nuevo los principios tradicionales y a condenar aquellos cambios de estado de vida
que están en desacuerdo con los compromisos públicos precedentes, o bien dejarse provocar por la
cultura del cambio y replantearse el tema de la fidelidad de un modo dinámico. La teología
espiritual, más que cualquier otra disciplina teológica, puede ofrecer una contribución positiva
dando un poco de luz sobre una de las cuestiones antropológicas más espinosas de la situación
cultural moderna, es decir, la justa proporción entre la estabilidad y el cambio. Se trata de un
problema que afecta también a todo el que quiera vivir su propia existencia en obediencia al
Espíritu. Aquí no intentamos simplemente volver a exponer un capítulo de la teología espiritual
del pasado. Partiendo de las posiciones tradicionales, deseamos explorar el nuevo territorio que se
abre a la teología espiritual cuando considera la existencia del hombre como un proyecto en
devenir.

1. El «estado de vida»: un concepto que aclarar


Un repaso sumario de los diccionarios de teología para consultar la voz «estados de vida»
documenta la pluralidad de las perspectivas, pero también la confusión que reina en torno a este
concepto. La acepción teológica en sentido fuerte de la palabra, tal como las propone por ejemplo
K. Rahner, es francamente minoritaria. Por estados de vida entiende Rahner «ciertas situaciones
fundamentales (internas y externas) del hombre en la historia salvífica que determinan su relación
con la salvación y están constituidas por la libre acción salvífica de Dios o por la libertad del
hombre o por ambos a la vez»; es decir, el estado original, el estado de naturaleza caída y
reparada, el estado de cumplimiento en la visión de Dios. Por el contrario, en la mayor parte de los
diccionarios prevalece la concepción jurídica de los estados de vida, construida en torno a la
división tripartita -clérigos, religiosos, laicos- consagrada por el derecho canónico. El estado de
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vida entendido de este modo es una condición jurídica relativamente estable, creada o reconocida
por la autoridad suprema en la iglesia que lleva consigo ciertas facultades y obligaciones. La
encíclica de Pío XII Provida Mater Ecclesia (1947), mientras establece un nuevo estado de
práctica de la perfección cristiana con la creación de los institutos seculares, consagraba al mismo
tiempo la subdivisión canónica en los tres estados de vida, presentando las tres situaciones
públicas de los cristianos, o estados de las personas, «como elfundamento angular sobre el que se
levanta el edificio de la ley eclesiástica». El punto de vista canónico es el de una sociedad que no
puede limitarse a considerar las razones internas que se elaboran en el santuario de la conciencia,
relativas a la opción, la permanencia o el cambio en un estado de vida, sino que tiene que
considerar además los elementos externos y visibles.
El estatuto canónico del estado de vida comprende además, como connotaciones complementarias,
la noción de obligaciones consiguientes, de perpetuidad (en cuanto que el estado se basa en el
carácter sacramental) y de solemnidad.
Pasando del derecho canónico a la moral la noción de estado de vida sufre ciertas modificaciones
substanciales. Específicamente se convierte aquí en «el deber de estado», como sinónimo de las
obligaciones morales relacionadas con la propia condición de vida; pero la condición misma de
vida, es decir, el «estado», no tiene ya una determinación teológica, sino social e histórica. La idea
de fondo es que, sea cual fuere la condición objetiva en que llegue a encontrarse el cristiano,
puede realizar allí su propia salvación. El estado resulta del conjunto de las modalidades, más o
menos duraderas o pasajeras y contingentes, que caracterizan a toda existencia. En esta
perspectiva se repite con frecuencia en teología moral que el cumplimiento a conciencia de los
deberes del propio estado es para cada uno el modo esencial de cumplir la voluntad de Dios 6. En
este sentido más amplio, adoptado por la moral, se consideran los diversos estados de vida,
atendiendo específicamente a la profesión, y sobre todo al celibato y al matrimonio, a pesar de que
no figuran entre los estados de vida que enumera el código de derecho canónico. Algunos de estos
estados, junto con los deberes anejos, serán considerados como esencialmente pasajeros, mientras
que otros resultarán estables y definitivos.
La noción de estado de vida ha representado un papel relevante también en la consideración
sistemática de la vida espiritual, en donde el estado de vida es señalado como una condición
general no sólo de la moralidad, sino también de la perfección del cristiano. La distribución
tripartita jurídica, al ser asumida por la espiritualidad, hizo suponer que era posible hablar de tres
espiritualidades diversas: la clerical, centrada en la acción eclesial con vistas a la salvación; la
religiosa, expresada en el compromiso por la vida de perfección; la laical, polarizada en torno a la
animación del orden temporal. La teología más reciente ha acentuado con energía la unidad de la
vida espiritual del pueblo de Dios, bajo el signo del bautismo. La eclesiología posconciliar no
ofrece ya ningún apoyo a la concepción tradicional de los estados de vida. Sin embargo, la verdad
es que en la Lumen gentium queda prácticamente sancionada la triple especificación de la
existencia eclesial en las modalidades de vida clerical, religiosa y laica. A cada una de estas tres
categorías se le dedica un capítulo en la constitución sobre la iglesia. Sin embargo, la categoría de
estado de vida no recibió del concilio una consagración teológica formal. La eclesiología más
reciente ha puesto en evidencia que la tripartición se deriva del entrelazado de dos perspectivas
que no son de suyo homogéneas: de la perspectiva de la autoridad en la iglesia (de donde nace la
distinción entre pastores-clérigos y laicos) y de la perspectiva de la presencia en el mundo (en la
modalidad de la transcendencia escatológica del presente que es propia de la vida religiosa y en la
de la encarnación en la historia que cualifica a la existencia laica). Así pues, la especificación de
los tres estados de vida nace de dos parejas de correlaciones o polaridades: clérigos-laicos y
religiosos-laicos. Las reservas que se apuntan sobre la tripartición no tienen en cuenta solamente
su ambigüedad, sino que se critica más aún su incapacidad para expresar el tema de la variedad en
la iglesia. La concepción rígida de los estados de vida es inadecuada para traducir la dimensión
carismática adquirida por la eclesiología contemporánea. La tripartición de los estados de vida con
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su inevitable connotación jurídica parece ofrecer un esquema demasiado restrictivo de las
modalidades de la existencia cristiana, como si se intentase impedir al Espíritu soplar por donde
quiere. Hoy se desea una mayor flexibilidad de formas concretas en los modos de expresar el
apostolado y las espiritualidades específicas, así como una circulación interna de las tareas y
funciones, más bien que un encerramiento en compartimentos estancos. La preocupación por
administrar los bienes salvíficos de la iglesia no debe ser exclusiva de los pastores, sino también
de los laicos y de los religiosos. Del mismo modo, la calificación de «espirituales» no puede
tampoco ser monopolizada por los religiosos; también los sacerdotes y los laicos están llamados a
vivir en el espíritu pascual de Cristo y por consiguiente a realizar en su vida la dimensión
escatológica de la iglesia.

2. ¿Una espiritualidad para cada «estado de vida»?


La perspectiva teológica tradicional llevaba a multiplicar las formas de espiritualidad según los
diversos estados de vida. Como ejemplo de la tendencia a elaborar espiritualidades modeladas
sobre un determinado estado de vida, podemos referirnos a los intentos de fundamentar
teológicamente una «espiritualidad del estado de enfermedad». Se trata ciertamente de un caso
límite, pero precisamente por eso muy rico en enseñanzas sobre los riesgos de anclar la
espiritualidad en un determinado estado de vida. La espiritualidad a la que nos referimos se arraiga
en una corriente teológico-espiritual que considera la amputación de los valores humanos como
medio privilegiado para acceder a una situación espiritual superior. Para esos autores el estado de
enfermedad, considerado como un despojo de los bienes de la salud y de la actividad humana, es
un estado particularmente santificante, que lleva aneja una espiritualidad particular, centrada en la
aceptación. Puede encontrarse una ilustración típica de esta posición en la obra de J.
Leclercq, Valeurs Chrétiennes. A su juicio, después del humiliavit semetipsum de Jesucristo, no
existe estado de santificación fuera de la humillación: «Ser jefe, ser rico, no son en sí mismos
medios de santificación; ser obediente, ser pobre, sí que lo son. Ser sano y vigoroso no es en sí
mismo un medio de santificación; ser enfermo y desgraciado, sí que lo es» 9. Desarrollando el
paralelismo rico-pobre, llega a sostener que el estado de enfermedad realiza una posición de
privilegio respecto a la salvación: «Lo mismo que el rico cristiano tiene que conservar siempre una
dosis de inquietud personal pensando en las palabras del Maestro, mientras que el pobre goza de la
paz profunda de saberse en conformidad pura y simple con el evangelio, del mismo modo el sano
tiene que conservar una dosis de inquietud -tiene que preguntarse siempre si hace bastante-,
mientras que el enfermo no tiene más que dejarse hacer y aceptar». Al estado de enfermedad
habría que atribuir grandes ventajas respecto a la santificación. He aquí cómo las formula
Leclercq: «La enfermedad es un estado de santificación, ya que la perfección en ella se hace
sencilla y en cierto modo más fácilmente accesible que en el estado salud. Es verdad que también
el hombre sano tiene el deber de tender a la perfección pero esto es más complicado para él. La
enfermedad simplifica la vida; para el enfermo el deber está trazado fácilmente: aceptar». De este
modo la enfermedad es aislada del conjunto d vida humana, para hacer de ella un estado de vida
dirigido por dinámica de santificación particular, caracterizado por una espiritualidad propia -
precisamente la «espiritualidad del enfermo»- que tiene como nota dominante la aceptación.
Esta perspectiva de espiritualidad ha encontrado eco en una discusión teológica sobre la
enfermedad como status vitae del hombre. El estudio más profundo es el de F. Lepargneur. El
teólogo dominico se pregunta con qué noción teológica se vincula más adecuadamente la
enfermedad y la vislumbra en la noción de «estado de vida», tal como ha sido elaborada por la
teología sobre todo en relación con el estado de los religiosos. Para que la noción de estado de
vida pueda aplicarse a la enfermedad, Lepargneur cree necesario que se la libere ante todo de
ciertas connotaciones derivadas del hecho de su utilización para definir la condición de los
religiosos, pero que no le pertenecen esencialmente. En primer lugar hay que separar la noción de
estado de la gran estabilidad: «El estado supone una cierto aptitud para la prolongación, pero nada
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más». En segundo lugar, el estado no es necesariamente un compromiso contraído libremente Así
pues, aunque la enfermedad no sea una condición estable ni se entre libremente en ella, el teólogo
se siente autorizado a considerarla como un estado de vida. ¿Cuál es entonces el criterio decisivo
que caracteriza a los estados de vida? Lepargneur, siguiendo a santo Tomás (S. Th. Il-II q. 183, a.
l), lo encuentra en la persona, en cuanto que es dueña de sí misma o dependiente: «La noción de
estado es correlativa a la de libertad y esclavitud en cualquier orden». La enfermedad puede
definirse como una realidad que limita la libertad humana sustrayendo en mayor o menor medida
el equilibrio del cuerpo y su actividad al gobierno pleno del espíritu libre. La servidumbre del
enfermo, por consiguiente, se extiende a todo su ser en razón de su cuerpo. La enfermedad
presentaría rasgos característicos de la noción teológica de estado de vida en razón de las
relaciones del alma y del cuerpo, que en la concepción aristotélico-tomista son de «unidad
formal». Puesto que todo estado lleva consigo el empleo del ser en su totalidad, el hombre
enfermo llega a encontrarse en un estado de vida especial. Desde el punto de vista espiritual, el
sujeto queda inserto en un condicionamiento determinado, que crea facilidades y dificultades
propias respecto a la adquisición de la santidad. Esto parece justificar, según Lepargneur, la
atribución a la enfermedad de la calificación de estado de vida.
La extensión de este concepto es muy discutible. Varios teólogos se han opuesto al empleo de la
expresión «estado de vida» a propósito de la enfermedad; aunque se le pueda legitimar de alguna
manera con unas cuantas acrobacias semánticas, parece peligroso hacerla pasar al lenguaje
corriente. Efectivamente, puede hacer pensar en una situación estable, dentro de la cual se instala
uno con vistas a una cierta perfección. Recorriendo este camino se puede llegar fácilmente a
pervertir el sentido cristiano de la vida y a empantanarse en los meandros del dolorismo. En
nuestro caso no nos interesa profundizar en la cuestión específica del estado de vida del enfermo.
Nos referimos a ella solamente para ilustrar el peligro desde el punto de vista de la espiritualidad
de un uso inflacionista del concepto mismo de estado de vida. Hoy ya no son corrientes estas
distorsiones. La perspectiva conciliar ha llevado a destacar la única espiritualidad, la espiritualidad
pascual, tarea común de cada cristiano. Esto ha ofrecido un correctivo útil a la tendencia a
multiplicar las «espiritualidades» específicas, refiriéndolas no sólo a los tres estados previstos por
el derecho canónico, sino también a las condiciones de vida contingentes.

3. El cambio de estado: una aproximación socio psicológica


La noción teológica de los estados de vida debe su difusión sobre todo a las aplicaciones
espirituales que se ha hecho de ella. A través de la mediación de la moral, que intentaba
simplificar el compromiso ético exigido a los cristianos reduciéndolo a los deberes del propio
estado, se destacaba una perspectiva de estabilidad. En relación con las situaciones críticas que
pueden presentarse en el curso de la existencia, donde un compromiso asumido para toda la vida
corre el riesgo de ponerse en discusión, la fidelidad al propio estado se convierte entonces en un
valor estructurante de la vida cristiana. De este modo unas situaciones fenomenológicamente
diversas -como el abandono del ministerio sacerdotal, la renuncia a la vida religiosa y la ruptura
del matrimonio- quedan reducidas al común denominador de infidelidad a las exigencias del
propio estado de vida, que se supone escogido sobre la base de una vocación. La invitación a
permanecer fieles equivale en estos casos a una llamada a no hacer rupturas, a seguir viviendo
conforme a las opciones hechas en el pasado. Prevalece entonces una actitud que no creemos que
esté de acuerdo con las exigencias de la realidad, sino que es más bien fruto de una simplificación
moralista. Y esto perjudica al cristianismo en cuanto tal, ya que ofrece una imagen deformante del
mismo, pues llega a identificar el cristianismo con la defensa incondicionada del pasado, con el
rechazo de la novedad y la creatividad, con la insensibilidad frente a la historia. Y perjudica sobre
todo a las personas concretas, cuyos dramas de conciencia individuales, que a menudo surgen
sobre conflictos dolorosos, se resuelven dentro de un esquema que premia al fariseísmo. La lectura
moralizante de los cambios de vida sólo puede ser correcta si se adopta una perspectiva
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sociopsicológica. No para resolver los problemas de la fidelidad en sociologismos y
psicologismos, sino más bien para darles una base antropológica respetable, insertándolos en el
contexto concreto de nuestra sociedad. La estabilidad y el cambio no dependen sólo del
compromiso moral y de la calidad espiritual de las personas, sino también de los valores que
tienen más crédito socialmente; y éstos a su vez están entrelazados con las transformaciones
estructurales y simbólicas que tienen lugar en la sociedad. Sin esta colocación socio-cultural la
fidelidad se convierte en un valor abstracto, incapaz de dar cuenta del significado plenamente
humano, y también por tanto espiritual, que tienen la opción y el cambio de estado.
La densidad social que tiene la transformación en acto respecto a la fidelidad a los compromisos
ha sido debidamente ánalizada por el sociólogo Jean Rémy. A su juicio el compromiso
interpersonal -en el matrimonio o en otras formas que encierran un compromiso análogo para toda
la vida, como el abrazar la vida religiosa o la sacerdotal- tiene que insertarse en la lógica de los
intercambios que subyace a todo el conjunto de las relaciones sociales. Las sociedades basadas en
el régimen de ayuda mutua aseguran un don sin retorno y una fidelidad inquebrantable. A los
gestos que se viven bajo el registro del don, es decir, como actos desinteresados, corresponde la
serie de los contra-dones. La solidaridad de grupo que de ello resulta tiene una función social de
importancia primordial. Los vínculos de cohesión en este tipo de sociedades pasan sobre todo a
través del matrimonio y del sistema de parentesco. La indisolubilidad del matrimonio adquiere su
sentido fuerte cuando se la sitúa en el marco de un intercambio entre dos grupos que quieren
establecer entre si una solidaridad que los defienda de lo imprevisto. La solidaridad queda
expresada por una fidelidad que resiste al fracaso de la relación interpersonal, ya que la
perennidad de la alianza matrimonial encuentra su valoración plena en la sacramentalidad que
simboliza la alianza de Yahvé con su pueblo, la de Cristo con la iglesia.
Por el contrario, es completamente distinta la lógica social que se expresa en una sociedad como la
nuestra, en la que es posible establecer una equivalencia en el plano de los intercambios
interindividuales. La lógica del cálculo sustituye a la del don. Aquí el criterio decisivo es la
reciprocidad del intercambio interpersonal en la pareja, y el individuo pasa a ocupar el centro y a
ser la unidad de medida del significado del intercambio. Mientras que en el cuadro de la lógica
precedente el divorcio por mutuo consentimiento era una aberración, en este contexto por el
contrario el divorcio puede ser un homenaje que se rinde a la conyugalidad. Efectivamente, la
pareja no tiene ya sentido si no es capaz de crear una reciprocidad interpersonal. El sociólogo pone
en guardia contra la interpretación de esta transformación simplemente a partir de los efectos de la
conciencia, como un progreso debido a una moral personalista. Es más bien el resultado de
factores globales que modifican fundamentalmente el significado y las modalidades del régimen
de intercambios. Nuestra cultura, además, incrementa las diversas formas de movilidad que no
favorecen a los compromisos en los que prevalece la solidaridad englobante y valora el proyecto
individual como condición de la eficacia colectiva. El compromiso irreversible para toda la vida,
la deuda impagable que cimenta la cohesión del grupo, quedan cuestionados en un sistema de
intercambios cuya eficacia supone una relativa gran movilidad de las personas y de las cosas.
Como efecto de estas transformaciones, el que abandona un compromiso para toda la vida -tanto
en la vida matrimonial como en la religiosa- no incurre ya en aquel tipo de condenación que
equivalía a la muerte social, tal como sucedía en las sociedades regidas por la lógica del don-
contradón. Para el sociólogo, sin embargo, la fidelidad en la pareja y la fidelidad a un compromiso
de vida religiosa no son equivalentes en lo que atañe a su significado social. La familia y la iglesia
no están realmente insertas del mismo modo en la trama social. «La evolución que conoce la
pareja se inscribe en la de los micro-grupos; el campo de posibilidades que se deja a los esposos
les permite construirse juntos, crearse como pareja e intercambiarse mutuamente. Hay allí una
posibilidad de historia que depende de los dos y que no está explícitamente controlada por la
sociedad, como consecuencia de la reducción clara que se produce en el papel que juega la familia
dentro del cuadro productivo de la economía. El problema se plantea de modo distinto en lo que
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concierne a la iglesia: aquí hay que vérselas con una organización que va evolucionando según
tiempos diferentes y más lentos que los que siguen los individuos, especialmente aquellos que por
su inserción institucional sufren presiones institucionales divergentes. Por eso la fidelidad en la
pareja y la fidelidad al compromiso sacerdotal o religioso se inscriben en una dimensión
estructural diferente». Por consiguiente no pueden valorarse del mismo modo, como lo hace
precisamente el moralismo inclinado a reducir todos los factores que impulsan al cambio de estado
a desviaciones de la virtud de la fidelidad.
Pero hemos de añadir otro orden de consideraciones al que acaba de hacer el sociólogo. El
observador social que quisiera dar cuenta de la tendencia tan marcada de nuestra cultura al cambio
debería mencionar, después de las condiciones socio-económicas que lo hacen posible, los
estereotipos que desempeñan psicológicamente la función de facilitar el mismo cambio. Pensemos
en el estereotipo de la «autorrealización». Cambiar de profesión, o de casa, o de pareja, o de
estado de vida, se considera como un «paso» en la búsqueda del verdadero yo. Más aún, el paso a
otra modalidad de vida a través de desgarrones a veces dolorosos es la condición para salir del
callejón sin salida en que uno llega a encontrarse cuando vive de forma adaptada, a partir de un
«falso yo». La necesidad de cambiar es sentida con mayor agudeza precisamente por los
individuos bien insertos y equilibrados, que se han plegado a los imperativos sociales, que se han
sometido a los deseos de los demás. Las mujeres, a medida que se van emancipando de la sujeción
que se les ha impuesto culturalmente, son las protagonistas de los cambios más clamorosos.
Las transformaciones deliberadas del propio cuadro de vida se miran con benevolencia indulgente
y a menudo reciben el estímulo de los demás. Una sugestión difusa se encarga de convencer a las
personas de que su destino está en sus propias manos; pueden ser ellos entonces los protagonistas
de los cambios significativos que necesitan.
De suyo no es ninguna cosa nueva el que las personas deseen cambiar sus sentimientos, su forma
de vivir y de pensar. Nueva es solamente la fisonomía secularizada de este fenómeno. En las
culturas tradicionales tanto de oriente como de occidente los cambios con resonancia existencial se
obtenían dentro de una experiencia religiosa. El cambio fundamental, del que se derivaban
eventualmente los demás, era el de las relaciones con Dios; los dirigentes humanos del cambio
eran los sacerdotes. Hoy ha cambiado el cuadro de referencia: la principal agencia del cambio no
se considera ya la religión, sino la psicoterapia; y los psicoterapeutas han ocupado el lugar de los
confesores, de los predicadores, de los padres espirituales, como guías hacia el nuevo nacimiento.
La relación de ayuda se ha profesionalizado. En los momentos cruciales de crisis de la existencia,
cuando las peripecias de la vida rompen un equilibrio anterior y hacen resurgir los conflictos que
estaban sin resolver, se recurre a estos especialistas del cambio.
Para responder a esta exigencia la psicoterapia ha extendido el ámbito de su intervención más allá
del campo de la psicopatología, proponiendo una ayuda técnica incluso para facilitar el
crecimiento de las personas consideradas como «normales» o «sanas». El promotor de esta
ampliación de los recursos terapéuticos ha sido sobre todo el movimiento del potencial
humano(human potential movement), que ha recogido las instancias aparecidas en el área conocida
como «psicología humanista-existencial». El motivo de este recurso a la psicoterapia no es ya
solamente la intervención autoritaria con que la sociedad, incluso contra la voluntad del individuo,
envía a los sujetos de comportamiento aberrante («sociopáticos» en general) a las instituciones
utilizadas para su orientación, mediante el castigo y la rehabilitación; ni tampoco la decisión
personal del individuo que busca en el especialista un alivio a los síntomas de su sufrimiento
psíquico. Al psicoterapeuta recurre todo el que advierte una situación de deficiencia en su propia
vida. Si la medida de comparación es la autorrealización completa, nadie podrá declarar que le
resulta superflua la psicoterapia; en efecto, ¿quién podría decir que ha realizado plenamente sus
propias virtualidades y que no puede llegar a ser todavía más espontáneo y natural?
Las terapias de autorrealización son numerosas y variadas, tanto en sus objetivos como en sus
técnicas. Sólo a título de ejemplo podemos hablar de los «T Groups», de los « encounter groups»
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(proyectados inicialmente por C. Rogers y adaptados luego sucesivamente en Esalen, California).
Se diferencian de la psicoterapia en sentido clínico precisamente porque se dirigen en primer lugar
a personas que no tienen problemas ni deficiencias identificables; son terapias para «sanos». Los
que recurren a ellas están generalmente integrados en la sociedad y no tienen comportamientos
que puedan etiquetarse como patológicos; solamente tienen necesidad de experiencias intensas a
través de las cuales acceder a un estado que se siente confusamente como de plenitud, de
autonomía, de significado completo. La «autorrealización» evoca negativamente un yo
aprisionado, que necesita ayuda para alcanzar su plena libertad. La integración dentro del grupo
produce de ordinario fuertes reacciones emotivas, excitación y sentimientos positivos, con los que
las personas se sienten estimuladas a escaparse de la jaula de lo cotidiano y a explorar nuevas
posibilidades de vida. En este clima es lógico que se subraye más bien el cambio que la fidelidad.
La potenciación personal y la autoexpresión individual llevan a nuevas decisiones, que se revelan
muchas veces inconciliables con las que estructuraron hasta entonces la existencia; se rompen
vínculos matrimoniales, se explora más allá de los estereotipos del comportamiento ligado a la
identidad sexual, se revisan compromisos asumidos para toda la vida. De la nueva experiencia de
sí mismo el cambio se propaga a toda la existencia, hasta transformar por completo su fisonomía.
A las psicoterapias autorrealizativas hay que reconocer el mérito de proponer una visión
antropológica en los antípodas del mecanismo y del determinismo que dominan por otra parte en
la psicología. El punto de partida está constituido por el hombre como sujeto agente, dotado de un
potencial de cambio que nunca está paralizado por completo, ni siquiera en las situaciones menos
propicias. En contra de toda resignación, el individuo se ve conducido hasta la constatación
liberadora: «¡Puedo cambiar!». Las nuevas decisiones tomadas en este contexto pueden tener
efectos decisivos en la reestructuración de la existencia personal.

4. La cultura del cambio a los ojos de la teología


El que orienta su propia vida según la palabra de Dios, que transciende el tiempo, no puede
resignarse a someterse a los esterotipos y a los dictámenes culturales del presente. Sobre todo
cuando su natural contingencia se ve agravada por los condicionamientos de la moda. Poniendo de
relieve la fuerza crítica de la fe, algunos teólogos se han levantado recientemente contra el
imperativo de la autorrealización, denunciándolo como ídolo. La cultura de la autorrealización
tiene pretensiones de espiritualidad, en cuanto que su objetivo es la regeneración de la persona,
pero en realidad sus resultados se reducen, según estos críticos, a una celebración de los fastos del
individualismo. Las terapias de autorrealización han sido estudiadas y criticadas por R. K. Hudnut.
El subtítulo de su obra especifica polémicamente: «Lo que no dicen los libros de "self-help"».
Tiene presentes en particular tres obras que la parecen representativas de toda la corriente: Hacia
una psicología del ser, de A. Maslow; Vuestras zonas erróneas, de W. Wyer;Yo estoy bien - Tú
están bien, de Th. Marris. Al proyecto de autorrealización que proponen estos autores Hudnut
contrapone su propia tesis: «No es posible ser una persona que se "autorrealiza", que está libre de
"zonas erróneas" y que "piensa positivamente"», con sus propias fuerzas. Nuestras vidas cambian
no sólo en cuanto que cambiamos nosotros mismos -lo cual sólo es posible hasta cierto punto-,sino
más bien permitiéndole a Dios que nos cambie -algo que para nosotros es imposible-. Este proceso
es el que llamamos «gracia».
La argumentación de Hudnut tiene la ventaja, dentro del carácter lineal, de poner en plena
vigencia algo que está en el corazón de los teólogos: salvaguardar la transcendencia de Dios y de
su obra. Para que no haya ninguna confusión entre lo que está en manos del hombre y el resultado
de la acción de Dios, desplaza el objetivo de la autorrealización a un nivel superior (del realizarse
al «superrealizarse»: superachieving) y afirma que, aunque llegásemos con nuestras fuerzas a la
meta que proponen los terapeutas modernos, no podríamos pasar más allá sino después de haber
realizado la experiencia de nuestra impotencia. La religión está situada para Hudnut en esa zona
de experiencias críticas, en las que el creyente toca con la mano que no puede moverse a sí mismo,
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sino que debe ser movido por otro. Probablemente más de un lector palpará la impresionante
semejanza de la imagen de Dios que se evoca de esta manera con el Dios «tapaagujeros» que
preocupaba a Bonhoeffer en sus últimos días de cárcel.
Hudnut, a su vez, se preocupa más bien por la exaltación de las virtualidades humanas, ya que ve
en ellas la insistencia en una vieja problemática teológica: «Se trata de la clásica confrontación
entre la fe y las obras que se interpreta bajo el ropaje de la psicología. Los psicólogos modernos no
son más que teólogos de las obras de nuestros días. Han tomado las realizaciones, las obras, sobre
las que está construida nuestra cultura americana, y han aplicado esa misma ética de las obras a la
vida interior. Esto puede hacerse hasta cierto punto. Lo malo es que ese punto es parcial y se
presenta enmascarado como círculo completo, como si fuera entero. Pero yo no puedo realizarlo
por entero. No puedo conseguir con solas mis fuerzas la "paz de la mente", mi "pensamiento
positivo"; no me puedo liberar yo solo de la multitud de `zonas erróneas', hasta que no renuncie a
pensar que puedo hacerlo. Tengo que perder mi vida para encontrarla (Mc 8, 35). Y solamente
podré hacerlo en una crisis, cuando me ponga ante el hecho de que, a pesar de todos los libros
de self-help que he leído, no me he realizado. No he sido salvado, no he sido hecho "entero", por
mis obras».
Si queremos atribuir un sentido antropológico positivo a esta toma de actitud en favor de la gracia,
podemos señalarlo en la defensa de la potencialidad de crecimiento inscrita en las modalidades
pasivas de experimentar la existencia. Lo que «sufrimos» puede llevarnos mucho más lejos que lo
que hacemos; más aún la modalidad <pática» (pathos: soportar) es indispensable para que el ser
humano alcance su realización última.
Dedicado exclusivamente a los problemas que suscita el «análisis transaccional»,resulta
interesante el ensayo de A. Reuter. En referencia con la conocida divulgación del análisis
transaccional que hizo Harris, donde se presenta esta terapia como un programa para hacer que
todos estén «OK», el autor quiere trazar una clara distinción entre este proyecto y lo que es
específico en la fe cristiana. La reserva fundamental ante los resultados de la terapia transaccional
es la que hemos visto ya en Hudnut: el temor de que el hombre pueda hacerse digno por sí solo,
prescindiendo del juicio de gracia de Dios. Cuando toma esta dirección, el análisis transaccional -
dice Reuter-, se convierte en un «mito».
Pasando a examinar las relaciones interpersonales tal como se estructuran en la praxis terapéutica,
Reuter avanza la sospecha de que, en la práctica, sea el terapeuta el que llega a sustituir al Dios
aceptante. Recuerda la afirmación de P. Tillich, según la cual la aceptación total por parte de
un counselor-terapeuta es la expresión secular contemporánea de la gracia; pero pone en duda que
el terapeuta pueda poner en acto una aceptación tan incondicionada. «El OK que ofrece el análisis
transaccional es sólo una parte de lo que necesita el ser humano». Por eso el cristiano debería
recordarle al análisis transaccional sus límites, proclamando que la experiencia psicoterapéutica
incluso la más lograda, es solamente una abstracción parcial de un todo, constituido por la
situación humana delante de Dios. Reuter evoca en este punto una figura singular, que llama el
«terapeuta cristiano». Este se encontraría en una situación privilegiada para ofrecer la alternativa
de la fe en la actividad de Dios en Jesucristo, en lugar de la confianza en el ser que se afirma por sí
mismo o por el terapeuta: «El cristiano se encuentra en una posición que lo pone en disposición de
tomar conciencia de que ni él mismo ni su terapeuta son Dios, y que el OK que le ofrece el
terapeuta es solamente un "tipo", limitado a las relaciones interpersonales, o bien una
representación del OK transpersonal, final, que se nos ofrece cuando ponemos nuestra confianza
en Jesús». Semejante planteamiento de las relaciones entre autorrealización psicológica y
experiencia religiosa difícilmente puede encontrar audiencia fuera de un horizonte pietista.
El último ensayo que nos gustaría examinar entre la producción teológica dedicada a la
autorrealización es el que el episcopaliano P. C. Vitz dedica a la «psicología como religión». En el
curso de su libro el autor ofrece algunos datos autobiográficos que son de gran ayuda para la
interpretación de la obra. Entusiasta seguidor de la psicología humanista, se fue enfriando
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progresivamente hasta convertirse en un crítico encarnizado de la misma. Al mismo tiempo se fue
desarrollando su crisis religiosa, que lo llevó de la hostilidad al cristianismo, considerado como un
obstáculo en el camino de la autorrealización personal, hasta su conversión. Los datos biográficos
explican por un lado su buen conocimiento de la psicología humanista respecto a las obras
análogas escritas por los teólogos, y por otro el celo de apologeta que caracteriza a sus
afirmaciones en favor de la superioridad de la religión sobre la psicología.
Aunque el título habla de psicología en general, es un sector circunscrito de la psicología el que le
interesa a Vitz. No considera la praxis de los psicólogos (reconoce que existen psicólogos que
respetan los problemas religiosos de sus pacientes, prescindiendo de la orientación religiosa o
laica que tienen personalmente en la vida), sino las teorías psicológicas. Entre éstas excluye a la
psicología experimental, al behaviorismo con las teorías del comportamiento derivadas de él, al
psicoanálisis y a la reciente psicología transpersonal; tiene presentes sólo a los representantes más
autorizados de la psicología humanista, que concreta en sus cuatro teóricos principales: Fromm,
Rogers, Maslow y May. Los ha escogido, según dice, en virtud de su influencia, sobre todo gracias
a la divulgación popular que ha alcanzado su pensamiento. Sin hacerlos responsables de los
extremismos de algunos intérpretes, señala sin embargo en la psicología humanista que propugnan
la matriz del movimiento que propone la autorrealización para todos.
La tesis central del libro es que esta psicología ha ido más allá del ámbito de la ciencia para
invadir un terreno que no es el suyo: «Esta psicología se ha convertido en una religión,
especialmente una forma de humanismo secular basado en el culto a uno
mismo (Self)».Sintéticamente, Vitz la llama selfism. El primer aspecto que hay que criticar, según
él, es la desestabilización existencial que promueve este tipo de psicología: «La psicología
del Selfdestaca la capacidad humana de cambio, hasta el punto de que ignora casi por completo
que la vida tiene ciertos límites y que el conocimiento de esos límites es la base de la sabiduría.
Para los que practican ese culto a sí mismos parece como si no existieran deberes, abnegaciones,
inhibiciones o frenos aceptables. En su lugar sólo existen derechos y oportunidades de cambio. Un
número aplastante de esos selfistas presume que no existe moral alguna o relación interpersonal
que sean invariables, ni aspectos permanentes de lo que es individual. Todo está escrito en la arena
de un yo en continuo cambio. La tendencia a dar rienda suelta para alcanzar cualquier meta de la
propia elección es sin duda uno de los mayores atractivos del selfismo,especialmente en una
cultura en la que desde hace mucho tiempo se ha considerado el cambio como intrínsecamente
bueno».
Los conceptos y los valores del selfismo no contribuyen a formar ni a mantener realizaciones
personales permanentes, ni refuerzan aquellos valores -como el deber, la paciencia y el sacrificio-
gracias a los cuales se pueden conservar los compromisos. Vitz sostiene que la difusión de esta
psicología en la sociedad ha contribuido de manera decisiva a la destrucción de las familias: «Con
monótona regularidad la literatura del culto al yo defiende aquellos valores que estimulan el
divorcio, la ruptura, la disolución de los vínculos conyugales y familiares. Todo esto se hace en
nombre del crecimiento, de la autonomía, del "continuo fluir"». Por eso atribuye a las terapias de
autorrealización un carácter destructivo social muy intenso, así como la responsabilidad por la
decadencia del sentido de responsabilidad moral.
Pasando de los resultados de las teorías selfistas a las condiciones que han hecho posible su éxito,
el autor analiza el proceso por el que las teorías de Fromm, Rogers, Maslow y May han pasado a
ser ideologías populares y comercializadas. Vitz opina que las raíces socio-económicas de la
psicología de la autorrealización tienen que buscarse en la sociedad de consumo. «Elselfismo es la
filosofía ideal del consumidor, perfectamente adecuada a los que tienen dinero y tiempo libre. Les
va bien sobre todo a los que consumen servicios, como viajes y moda». La autorrealización
aparece por consiguiente como un elemento de un estilo de vida, en función de la economía
industrial urbana. Apenas empezaron las economías occidentales a tener necesidad de
consumidores, desarrollaron una ideología hostil a la disciplina, a la obediencia y favorable a la
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expansión de la gratificación. Patrocinando la experiencia here and now, la psicología del Yo
ofrecía una ayuda inesperada a la industria de la propaganda comercial.
Finalmente -last but not least- la crítica de Vitz dirige sus tiros contra la dimensión anticristiana de
las terapias autorrealizativas. «Históricamente -afirma- el selfismo se deriva de un humanismo
explícitamente anticristiano y su hostilidad al cristianismo es la expresión lógica de sus
divergencias doctrinales sobre la naturaleza del Yo, la creatividad, la familia, el amor y el
sufrimiento». Ve en él un sustitutivo secular de la religión, al que es preciso atribuir un culto al Yo
que hoy está tan difundido y se hace cada vez más actual. Lo contrapone categóricamente al
proyecto espiritual cristiano: «La búsqueda inflexible y unilateral de una autoglorificación está en
contradicción directa con el mandato cristiano de perderse a sí mismo. Ciertamente Jesucristo no
vivió ni patrocinó una vida que con los criterios de hoy podríamos calificar como "autorrealizada".
Para el cristiano el Yo es el problema, no el paraíso potencial». Una vez más nos encontramos con
la imagen del Yo como ídolo, configurando una antropología antitética a la cristiana. Pero se
agudiza además el conflicto por la notable confusión que rodea al concepto del Yo. Leyendo los
ensayos a los que nos hemos referido, se hace cada vez más clara la convicción de que cuando los
teólogos y los psicólogos hablan de «perderse a sí mismo» o de «realizarse a sí mismo» no se
refieren a la misma realidad psicológica y existencial. Y entonces el diálogo naufraga
desgraciadamente en medio de equívocos semánticos.
Hemos pasado revista a unas cuantas críticas teológicas al concepto de autorrealización, en torno a
las que gira el intento más explícito de legitimar el impulso social al cambio. Se trata de una
crítica que se dirige, más que a los procedimientos psicoterapéuticos en sí mismos, a los
presupuestos ideológicos y al modelo antropológico que promueven. La teología tiene interés en
afirmar positivamente la transcendencia de la salvación cristiana, que no se identifica con la
autorrealización que puede el hombre llevar a cabo. Pero al mismo tiempo los teólogos que
combaten con una intención demistificante el proyecto autorrealizativo tienden a transmitir una
imagen parcial del cristianismo. Reservando el verdadero cambio exclusivamente a la conversión,
subrayan el desnivel entre las travesías de la existencia individual -que se estructura en relación
con la situación sociocultural concreta, que prevé un desarrollo y en la que pueden surgir
conflictos con los compromisos tomados en el pasado- y la vida espiritual. Para que pueda
recuperarse la unidad natural-sobrenatural del proyecto humano es necesario proceder a una
reformulación de la fidelidad en clave dinámica. Nos gustaría a continuación trazar las líneas
generales de esta nueva reflexión sobre la fidelidad, indispensable para renovar la doctrina
tradicional sobre los «estados de vida».

5. Hacia una concepción dinámica de la fidelidad


¿Pasó ya la época de la fidelidad? El ideal de vida que se inspira en ella no goza hoy de buena
prensa. Ya la misma restricción semántica del término -se habla casi exclusivamente de fidelidad
en el ámbito de la vida conyugal, precisamente en donde las nuevas costumbres la someten a una
mayor conflictividad- atestigua su marginación en la constelación de los valores que estructuran la
vida contemporánea. La fidelidad ha dejado de inspirar aquellos proyectos de vida en los que el
compromiso tenía la connotación de una disponibilidad ilimitada. Era un ideal de perfección
ponerse con «santa indiferencia» en manos de la autoridad, que podía disponer a discreción y
contar con una fidelidad absoluta, en una relación jerárquica en la que se reconocía y se aceptaba
la desigualdad. Hoy esta fidelidad, que era un estilo de vida más aún que un estado, no tiene ya
curso normal. «Puede decirse que hoy no se capta este ideal de fidelidad. La creencia en el
porvenir y en el progreso, la experiencia de un cambio incesante del que nos complacemos en
decir que es uniformemente acelerado, la necesidad de hacerse maleable, de plegarse al ritmo de
un mundo fluido, la certeza de que todas las situaciones son inéditas, la disolución del grupo social
tradicional -que transmitía valores y reglas indudables-, la atención al individuo en lo que éste
tiene de original, el reconocimiento de una subjetividad incomparable, con sus vicisitudes y sus
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oportunidades, todo esto y otras muchas razones todavía impiden buscar en el pasado un modelo
capaz de guiar la vida». En franco contraste con el lugar que ocupaba la fidelidad en la moral
tradicional, hoy suscita más bien desconfianza. Se tiene miedo de estar engañados por el ideal de
la fidelidad, como si la fidelidad nos quitase el movimiento de la vida, y la apertura al futuro.
Sin embargo, la fidelidad no puede quedar eliminada tan fácilmente de nuestra imagen del
hombre. La fidelidad incrementa la confianza de los hombres entre sí y por tanto es un elemento
básico de la convivencia humana; además realiza un rasgo importante de aquella unidad del
hombre que es una imagen de la unidad divina. La misma antropología racional no puede menos
de ver que la fidelidad humana tiene sus raíces últimas en la objetividad del mundo. Siempre hay
un mundo objetivo que precede a la intervención de nuestra libertad y es necesario reconocer esta
limitación. Sin una opción no estaríamos siquiera en este mundo. La decisión que implica además
el coraje de renunciar a muchas posibilidades en favor de una sola, pone en obra este arraigo
fundamental. Ser fiel significa entonces consagrarse a la tarea propuesta por la realidad presente,
inscrita como una exigencia en la objetividad del mundo y asumida como propia mediante el
proceso de la decisión concreta. «Contra la tentación de vivir cada uno a su manera -o sea, según
su pasión-, la fidelidad restaura una objetividad a la que hay que someter los deseos para existir
conforme a la razón» 32. El valor humano de la fidelidad puede establecerse también en el marco
de una antropología más centrada en la existencia del hombre. Sin embargo, es cierto que la
filosofía existencialista es una de las principales responsables de la decadencia de la fidelidad
como valor. A las grandes incertidumbres sobre el sentido de la historia y sobre el futuro del
mundo, el existencialismo ha añadido la falta de seguridad en la «identidad» individual. La
radicalidad con que parece haber quedado destruido todo proyecto de vida ha llevado a algunos
existencialistas, inspirados en una concepción personalista del hombre, a reflexionar sobre el
puesto que tiene la fidelidad en la existencia individual. Sus análisis han arrojado una luz todavía
más cruda sobre las falsificaciones de la fidelidad, pero al mismo tiempo han hecho resaltar las
estructuras antropológicas de la verdadera fidelidad: el compromiso con una jerarquía de verdades
y valores (según Mounier, una persona alcanza su verdadera madurez sólo cuando se compromete
con una fidelidad que valga más que la vida), la interpersonalidad que crea el vínculo tú-nosotros-
yo, las dimensiones de la historicidad (memoria fiel, presencia y compromiso para el futuro), la
creatividad, las manifestaciones sociales de la fidelidad, sus condiciones éticas que incluyen
también una disciplina justa...
El reto a reintroducir la fidelidad en la espiritualidad del cristiano lo ha recogido la teología moral
contemporánea. Lo vemos por ejemplo en B. Háring, que ha asumido como leimotiv de su síntesis
de la moral cristiana la libertad y la fidelidad creativa 34. La teología moral, hundiendo sus raíces
en nuestro tiempo, no sufre simplemente sus influencias, sino que puede ofrecer a su vez criterios
para discernir, entre todo lo que se propone como liberación del hombre, lo que contribuye de
verdad a su liberación y lo que no hace más que someterlo al ídolo de la moda. Mientras que el
debate teológico impulsa, como hemos visto, a una discriminación entre la autorrealización
humana y la conversión evangélica, la moral contribuye a distinguir entre la fidelidad y la mera
estabilidad. «Nuestra constancia -afirma Háring- se convierte en verdadera fidelidad sólo mediante
un genuino discernimiento que elimina las falsas fidelidades y profundiza en las auténticas». Los
cristianos no están llamados a una fidelidad cualquiera, sino a la fidelidad a la alianza. Lejos de
identificarse con la estabilidad, ésta puede exigir rupturas radicales con el pasado («Habéis oído
que se dijo..., pero yo os digo...»; «El que no abandona a su padre, a su madre...»). La fidelidad a
sí mismo tiene que completarse, en una perspectiva cristiana, con la fidelidad a Aquel que llama a
los demás. La autorrealización narcisista, que tanto se cultiva en nuestro tiempo, debe equilibrarse
mediante el compromiso con el «tú/nosotros» que se deriva del carácter dialógico e intersubjetivo
de la fidelidad. En efecto, la fidelidad no expresa solamente una constancia en la opción de los
objetos, sino que es también una respuesta al deseo del otro, es palabra que da al otro. Más

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concretamente, es precisamente la constancia de la palabra dada lo que especifica a la fidelidad,
distinguiéndola de la constancia en la adhesión.
La ética cristiana de la fidelidad tiene que asimilar la noción de conflicto con toda su complejidad,
tal como la ha puesto de manifiesto la psicología. El hombre está hecho tanto para la fidelidad
como para el cambio. Sus disposiciones naturales lo empujan igualmente a que busque la adhesión
y a que vaya más allá de ella. Además, el carácter recíproco del compromiso puede constituir un
factor tanto de constancia como de cambio. Pueden cambiar los intereses individuales (un
fenómeno que no es exclusivo de la adolescencia; también el adulto puede modificarse bajo el
impulso de una evolución inherente a su propia historia); puede cambiar el «otro», creando así una
situación en la que resulte conflictivo el mantenimiento de los vínculos interpersonales y de los
compromisos. En esos casos la fidelidad puede vivirse como una tensión dolorosa, acompañada de
un sentimiento de impotencia. Más difíciles de reconocer son aquellos cuadros patológicos de la
fidelidad en los que no existe conflicto o sufrimiento agudo, sino tan sólo aburrimiento y
cansancio. En estas ocasiones la fidelidad puede tener un efecto esterilizante; es una barrera que
impide entrar en contacto con las propias aspiraciones profundas. La creatividad que se requiere
en la fidelidad como garantía de autenticidad modifica el modo habitual de representarse la tarea
de la fidelidad en el ámbito de los cuadros socio-culturales estáticos. También en esto se ve
afectada la espiritualidad. Para su propio provecho. Porque la espiritualidad cristiana sigue siendo
obediencia al Espíritu, que tiene como programa «hacer nuevas todas las cosas».

6. De los «estados de vida» a las «fases de la vida»


Refiriéndonos una vez más a la crisis de la concepción de la vida centrada en los valores de
fidelidad, hemos de registrar que las críticas de más peso son las de índole antropológica. La
fidelidad humana, en cuanto costumbre social e ideal espiritual, se basaba en una imagen del
hombre que hoy resulta extraña. Concedía sus privilegios a la razón. Aunque definiendo al hombre
como animal rationale, acentuaba hasta tal punto el adjetivo que dejaba en la sombra por
completo al substantivo. Vivir según la razón suponía el deber de superar los condicionamientos
pulsionales de la vida, alcanzando ya en la historia un perfecto equilibrio supratemporal. En este
ideal se reflejaba «una teoría de la esencia humana que significaba en definitiva que no hay nada
imprevisto, que los acontecimientos no son sino el desarrollo de lo que estaba ya anteriormente
contenido en la esencia, que toda la vida está condensada en última instancia en un núcleo,
compacto, que esa esencia tiene que tomarse o dejarse en bloque y que la cuestión de la fidelidad
es clara, ya que consiste únicamente en preguntarse si uno se acepta o se separa radicalmente de sí
mismo.:.; Esta imagen clásica del hombre es para nosotros objeto de duda. Ya no creemos en
aquel cumplimiento siempre anticipado que prometía la esencia; lo que nos domina es la certeza
de la finitud, del carácter, incompleto de todo; tomamos en serio la acción; comprender al hombre
como sujeto práctico nos convence de que siempre estamos distantes de nosotros mismos, de aquel
claro domingo en que podremos gozar de nosotros mismos, descansar en una plenitud inmediata».
La concepción esencialista ha marcado profundamente la espiritualidad cristiana. La espiritualidad
de los «estados de vida» nos ofrece un claro testimonio de ello. Aquellos teólogos que han
procurado introducir las categorías temporales en la fundamentación misma de la teología
espiritual han realizado intentos perfectamente válidos por superar esta concepción. Citemos, entre
las demás, la teología «experiencia)» de V. Truhlar 37. Para Truhlar la vida espiritual se sitúa
fundamentalmente en el nivel de la experiencia. Inspirándose en aquellos teólogos que han
establecido una fecunda confrontación entre la metafísica clásica y el punto de vista de la filosofía
trascendental moderna -especialmente en K. Rahner-, Truhlar considera la experiencia como una
situación gnoseológica sui generis. El saber de que se trata en la vida espiritual no es el <pensar»
conceptual ni aquel conocimiento de la realidad que adquirimos mediante la experimentación; es
el saber que guarda relación con la experiencia del propio ser y del Absoluto, que es común a
todos los hombres. No cabe ninguna duda de que es ésta una percepción particular, ya que el ser
12
no se siente mediante determinadas percepciones sensitivas, imaginativas, conceptuales, ni
tampoco a través de la voluntad o del sentimiento; el acceso al ser es directo, «acategorial». Esta
experiencia del ser acompaña a cada una de las categorías de la actividad humana, aunque nunca
puede ser captada como tal por medio de los conceptos.
Valorando el elemento experiencial de la vida humana, la teología espiritual encuentra un centro
unificador. Ya no tiene necesidad de situarse en el reino supratemporal de las esencias, sino que
puede sumergirse en lo contingente, en lo mudable. Truhlar atribuye un puesto principal en la
sistematización de la vida espiritual a las peripecias de la existencia, es decir, a aquellas
vicisitudes de la vida que destruyeron los valores adquiridos (amor humano, salud, bienes
materiales, estima, honor visiones culturales, políticas o religiosas), que obligan a reestructurar el
cuadro de la propia vida. «¿Qué es lo que aportan a la génesis de una vida espiritual y
experiencial? Si el hombre no se aturde o se endurece rígidamente bajo los golpes, queda
purificado por un proceso de maduración personal que guarda especial relación con el amor y la
renuncia. En la separación del valor... el hombre vive el hecho de que el valor perdido no es la
persona misma; percibe dentro de sí algo que, en semejante separación, perdura a través del
cambio del mundo y de sus objetos; es decir, se percibe a sí mismo. Y cuanto más llegan los
valores a su intimidad, tanto más intensamente el hombre, después de su destrucción, toma
conciencia de sí, encuentra su núcleo personal que es también su fondo experiencial».
En la teología espiritual de Truhlar queda eficazmente recuperado el elemento contingente de la
experiencia humana, como ocasión de un encuentro auténtico con el Absoluto que para el cristiano
es siempre «experiencia de Cristo». De este modo se pasa de una concepción monolítica y
atemporal de la vida espiritual, en donde el encuentro con la realidad concreta es una amenaza
desestabilizante, a la concepción contraria: cada uno de los fragmentos de experiencia humana
puede ser un punto de « ignición» del Absoluto. Pero aquí hay que denunciar su límite. La vida
humana queda segmentada, corriendo el peligro de perder su forma estructural, su Gestalt. En
particular, la valoración unilateral de la «puntualidad» de la experiencia cierra los ojos ante el
fenómeno, tan conocido en la antropología médica y en la psicología, de la estructuración de la
existencia individual por «fases». Cada fase de la vida tiene su característica insustituible, así
como su función específica. Si no se asume cada una de las fases en la siguiente, integrándola
establemente en ella, se llega a desarrollos patológicos en el nivel psíquico. Y también en el nivel
espiritual. La pedagogía religiosa no ha asimilado debidamente esta lección. Al insistir en la
totalidad del curso de la vida, que es preciso estructurar con una de esas decisiones típicas con que
se determina el propio «estado de vida», ha distraído la atención de las fases específicas y de la
dialéctica que se establece entre fase y totalidad. En las diversas fases de la vida existen
diferencias a la hora de comprender y valorar los aspectos existenciales de la vida humana (dolor,
enfermedad, muerte, separaciones), así como una diversa relación existencial con las verdades
religiosas, con los objetivos morales y con las metas de la espiritualidad. La teología tiene que
elaborar una fenomenología del curso de la vida humana, como instrumento de una espiritualidad
que se dirija al hombre en sus vivencias concretas.
El único intento digno de atención en este sentido es un breve ensayo de Romano Guardini
dedicado a las edades de la vida. Aunque el pensamiento de Guardini no ha sido recogido ni
valorado a continuación, sigue siendo una indicación válida que podría encargarse de desarrollar
la teología espiritual. El horizonte en que se mueve Guardini es filosófico. Quiere poner en
evidencia las experiencias humanas fundamentales sobre las que reposa todo pensamiento. Al
mismo tiempo traza un esquema ideal de desarrollo, con sus crisis, sus peligros y sus ventajas, que
asegura una creatividad a la vida humana. Una creatividad que no se limita a la investigación
filosófica en sentido intelectual, sino que se dirige más bien a la «sabiduría» y consiguientemente
a la vida misma como creación sapiencial.
Guardini concibe las «edades de la vida» como formas fundamentales de la existencia humana,
como modos característicos de la vida del hombre en diversos períodos de su caminar, desde el
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nacimiento hasta la muerte. Llevan consigo ciertas maneras peculiares de sentir, de ver y de actuar
frente al mundo. Entre esas fases y el conjunto de la existencia existe una relación dialéctica. Cada
una de las fases de la vida existe en función del todo y de cada una de las demás partes. Los
fenómenos de la memoria y de la previsión manifiestan la unidad de la vida, que precisamente por
eso puede adquirir la fisonomía ética y espiritual de un proyecto. La vida no es un conjunto de
trozos, sino un todo que está presente en cada uno de los momentos del desarrollo. Pero cada fase,
por otra parte, constituye una unidad bien definida que tiene su propio significado. Los caracteres
de cada fase quedan entonces claramente marcados hasta el punto de que el individuo no pasa
simplemente de una fase a la otra, sino que debe desprenderse de la anterior para acoger la
siguiente. Cada uno de estos desprendimientos constituye una crisis característica. Si no se supera
esta crisis, queda amenazado el desarrollo armónico de toda la existencia.
Entre la infancia y la adolescencia tiene que situarse la crisis de la pubertad. Las experiencias
fundamentales de la infancia -la afirmación incondicionada del propio ser, el parentesco universal
de todas las cosas, el diálogo incesante que une al hombre con cuanto le rodea, la voz de Dios-
quedan asumidas en la experiencia que estructura a la juventud: la del absoluto. En esta fase de
idealismo natural predomina la pureza que rechaza todo tipo de compromiso, junto con la
convicción de que las ideas verdaderas pueden modificar la realidad. Es el período que ve nacer el
coraje de tomar ciertas decisiones de las que dependerá la vida entera. Estas decisiones pueden
tomarse frente a Dios, frente a sí mismo, frente a otro ser humano con el nacimiento del amor; se
traducen en la elección de una profesión, en la adhesión a una vocación, en un vínculo afectivo.
En la juventud toman forma de ordinario aquellas opciones que estructurarán el resto de la propia
existencia -eventualmente la elección del «estado de vida»-. La crisis que marca el paso a la edad
adulta es la de la experiencia. Al tomar conciencia de la realidad el idealista natural tiene que
reconocer que lo absoluto no está tallado en la existencia de un modo sencillo. Acecha el peligro
de sucumbir frente a la realidad, capitulando y adoptando una actitud positivista o de
escepticismo; muchas cosas por las que uno había comprometido su vida acaban perdiendo todo
su sentido. Es el gran desencanto del que no se escapa ninguna existencia humana. El taedium
vitae puede instalarse de forma permanente. Por el contrario, si se aceptan los límites y las
insuficiencias de la vida, se entra en la madurez espiritual. En la fase de la vida de la madurez la
experiencia fundamental es la de la duración, anclada en la estabilidad interior de la persona.
También esta fase de la posesión plena de las propias fuerzas conoce una crisis: la crisis del
desprendimiento, que alcanza su cima con la aceptación de la muerte. Sólo a través de esta puerta
estrecha se entra en las zonas profundas de la existencia, se accede a la experiencia del misterio.
Es demasiado pronto para decir si la teología tradicional de los «estados de vida» quedará
abandonada definitivamente o si conocerá un nuevo desarrollo, centrándose en torno a los temas
que hoy llaman más la atención: la valoración positiva de la autorrealización personal, la
concepción dinámica de la fidelidad, la espiritualidad experiencial, la reflexión antropológico-
existencial sobre las fases de la vida. Más que una rama seca que haya que cortar, se presenta
como un tronco capaz de dar nuevos frutos después de los injertos oportunos.
_________________
6. Una noción correlativa es la de «gracia de estados, que es la ayuda divina apropiada para cumplir los deberes del
propio estado. Los autores han considerado la posibilidad de que uno se comprometa en un estado de vida distinto del
previsto por su propia vocación, o que se aparte de su propio estado metiéndose en situaciones irregulares.
Prácticamente su reflexión se refería al paso a un segundo matrimonio o al abandono del estado religioso. En estos
casos, al no poder apelar a la gracia de estado, no quedaba más remedio que recurrir a la acción de la misericordia
divina. Cf. E. lacquemet, Gráces détat, en Catholicisme 5, Paris 1962, 175-177. Unida a las consideraciones sobre el
estado de vida y sobre las gracias de estado, encontramos a menudo la recomendación de ponderar prudentemente la
elección de un estado de vida que corresponda a la vocación personal.
32. Son las consideraciones que desarrolla J. Y. Jolif en el artículo citado. A su juicio, «los antiguos no estaban
equivocados al ver en la fidelidad una disposición que se extiende a toda la vida moral, al mismo tiempo que el
camino de acceso a la humanidad. Debe comprenderse de este modo, ya que es en su mismo ser reconocimiento y
aceptación de lo que podrían llamarse las reglas fundamentales de la existencia humana».

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34. B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo I-III, Barcelona 1981-1983. La crisis de la fidelidad en la cultura
contemporánea no queda minimizada, sino. aceptada como estímulo para replantear cristianamente el tema de la
fidelidad: «Uno de los fenómenos más preocupantes de nuestro tiempo es la ruptura de tantos matrimonios y el alto
porcentaje de sacerdotes y religiosos que dejan su vocación original. Como consecuencia de ello los jóvenes tienden a
no asumir compromisos de vida bien definidos. Quieren experimentar el matrimonio sin el vínculo de los votos
matrimoniales o sin compromisos públicos de ningún tipo. Parece ser que muchos de ellos necesitan más tiempo para
hacerse capaces de comprometerse en el nivel de una opción fundamental. Además, muchos de los que consideran que
tuvieron el grado necesario de identidad cuando se comprometieron en el matrimonio o en la vida religiosa se
preguntan ahora si el objeto de su compromiso actual corresponde todavía a su compromiso original. Todo esto es un
síntoma de profundos cambios culturales, de nuevas concepciones del matrimonio y del celibato, así como del cambio
que ha intervenido en la autocomprensión de la iglesia» (O. c., II, Roma 1980 85 s).

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