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Tal vez, lector masculino, sepas mejor de lo que yo pueda explicártelo qué
cosa es un palimpsesto. Posiblemente tienes uno en tu propia biblioteca.
No obstante, puesto que hay quienes no lo saben o lo han olvidado,
permíteme explicarlo aquí: no vaya a ser que alguna lectora que honra
estos artículos con su atención me acuse de faltar a una explicación que
era necesaria, lo cual será más duro de soportar que las quejas, proferidas
simultáneamente por doce orgullosos caballeros, de que mis
explicaciones son tres veces excesivas. Advierte pues, bella lectora, que si
explico el sentido de la palabra es única y exclusivamente por tu propia
conveniencia. Se trata de una palabra griega y nuestro sexo disfruta del
oficio y el privilegio de prestar asesoramiento al tuyo en todas las
cuestiones relativas al griego. Somos, por favor especial, dragomanes
perpetuos y hereditarios del sexo femenino. De manera que, si por
casualidad conoces el sentido de una palabra griega, por cortesía a
nosotros, tus ilustrados consultores en la materia, deberás aparentar que
no la conoces.
Por eso era tan importante para nuestros antepasados que se efectuase
la separación. Por eso, durante la Edad Media, una de las finalidades
principales de la química fue suprimir la escritura del rollo y dejarlo
disponible para una nueva sucesión de pensamientos. El suelo, limpio de
lo que una vez fueron plantas de invernadero y ahora parecían malas
hierbas, quedaría listo para recibir un cultivo nuevo y más apropiado. El
químico monacal logró su propósito de una manera que se diría increíble,
no por lo que toca al buen éxito alcanzado sino a las limitaciones tan
sutiles que lo ceñían, tan cabalmente se ajusta el efecto conseguido a los
intereses inmediatos de su época y a los designios contrarios de la
nuestra. Hicieron lo que querían hacer, aunque no de modo tan radical
como para impedirnos a nosotros, su posteridad, el deshacerlo.
Expulsaron la escritura lo suficiente para dejar el campo a un nuevo
manuscrito, pero no lo bastante para que las huellas del manuscrito más
antiguo no fuesen irrecuperables. ¿Qué más hubieran podido conseguir la
magia y Hermes Trimegisto? ¿Qué pensarías, bella lectora, de un
problema como éste?: escribir un libro que tenga sentido para tu propia
generación y no lo tenga para la próxima, cuyo sentido se reavive en la
siguiente y vuelva a perderse en la cuarta, y así alternativamente,
desapareciendo en la noche o resplandeciendo a la luz del día, como el
Aretusa, río siciliano, o el Mole, río inglés, o como el movimiento de la
piedra achatada que lanzan los muchachos rozando la piel del río, ya
hundiéndose en el agua, ya tocando la superficie, sumergiéndose
pesadamente en lo oscuro, surgiendo ligera a la luz, en una larga serie de
alternancia. El problema, respondes, es imposible de resolver. En realidad
no es más difícil que ordenar a una generación que mate, pero de manera
que la generación siguiente devuelva a la vida; que sepulte a fin de que la
posteridad mande levantarse otra vez. Sin embargo, esto fue lo que logró
la tosca química de viejas edades al combinarse con la reacción de la
química más refinada de nuestro tiempo. Si ellos hubieran sido mejores
químicos, si nosotros lo hubiésemos sido peores, no se lograra el efecto
mixto; o sea, que muriendo para ellos la flor reviviese para nosotros. Ellos
alcanzaron lo que se habían propuesto; tuvieron éxito, ya que sobre sus
resultados construyeron lo que querían, y sin embargo no lo tuvieron
pues nosotros deshacemos su obra; borramos lo de encima, la inscripción
que superpusieron; restauramos lo de abajo, lo que habían borrado.
[…]
1
En Suspiria de profundis (Continuación de Las confesiones de un inglés comedor de
opio), Thomas de Quincey, trad. de Luis Loayza. Alianza Editorial, Madrid, 2008.