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El palimpsesto / Thomas de Quincey

Tal vez, lector masculino, sepas mejor de lo que yo pueda explicártelo qué
cosa es un palimpsesto. Posiblemente tienes uno en tu propia biblioteca.
No obstante, puesto que hay quienes no lo saben o lo han olvidado,
permíteme explicarlo aquí: no vaya a ser que alguna lectora que honra
estos artículos con su atención me acuse de faltar a una explicación que
era necesaria, lo cual será más duro de soportar que las quejas, proferidas
simultáneamente por doce orgullosos caballeros, de que mis
explicaciones son tres veces excesivas. Advierte pues, bella lectora, que si
explico el sentido de la palabra es única y exclusivamente por tu propia
conveniencia. Se trata de una palabra griega y nuestro sexo disfruta del
oficio y el privilegio de prestar asesoramiento al tuyo en todas las
cuestiones relativas al griego. Somos, por favor especial, dragomanes
perpetuos y hereditarios del sexo femenino. De manera que, si por
casualidad conoces el sentido de una palabra griega, por cortesía a
nosotros, tus ilustrados consultores en la materia, deberás aparentar que
no la conoces.

Un palimpsesto, pues, es una membrana o rollo del que se borrado el


manuscrito mediante reiteradas aplicaciones.

¿Cuál es la razón por la que griegos y romanos no contaban con la


ventaja del libro impreso? Noventa y nueve personas sobre cien
responderán: porque entonces no se había descubierto la imprenta. Se
equivocan de medio a medio. El secreto de la imprenta debió descubrirse
muchas veces antes de ser utilizado o de que fuera posible utilizarlo. El
hombre posee facultades inventivas divinas, pero también es divina su
estupidez, como lo demuestra con mucha gracia Cowper aduciendo la
lenta evolución del sofá a través de sucesivas generaciones de inmortal
torpeza. Varios siglos de idiotas hicieron falta para convertir al banco en
una silla y luego, según la gente de más edad y juicio, algo así como el
milagro del genio para que se revelase la posibilidad de alargar la silla
hasta la chaise-longue o el sofá. Sí, esos inventos costaron tremendas
convulsiones de poder intelectual. Pero en lo que toca a la imprenta el
hombre, a pesar de su estulticia admirable, no se elevó a la altura de las
circunstancias y fue incapaz de elegir algo que lo estaba mirando tan
firme. No se requiere una inteligencia ateniense para leer el principal
secreto de la imprenta en docenas de procesos que se repiten en los usos
más comunes de la vida diaria. Para no hablar de artificios semejantes
empleados en las diversas artes mecánicas, cualquier nación que haya
acuñado monedas y medallas tiene que conocer, por fuerza, los aspectos
fundamentales de la imprenta. Así pues, el obstáculo a la introducción de
libros impresos, ya en la época de Pisístrato, no fue la falta del arte de la
imprenta —o sea, el arte de multiplicar las impresiones— sino la falta de
un material de bajo precio que recibiese dichas impresiones. En realidad
los antiguos aplicaron la imprenta a la plata y el oro; no la aplicaron, en
cambio, al mármol y a muchas otras sustancias de menor precio que el
oro y la plata, puesto que cada monumento requería un esfuerzo de
inscripción por separado. Fue sólo esta carencia de un material barato
para recibir las impresiones lo que heló en sus propias fuentes los más
tempranos recursos de la imprenta.

El Dr. Whately, actual arzobispo de Dublín, expuso lúcidamente esta


opinión hará unos veinte años y creo que le corresponde el mérito de
haber sido el primero en sugerirla. Ahora bien, la primigenia escasez de
los materiales necesarios para fabricar un libro durable, que continuó
hasta épocas relativamente modernas, fue la razón de ser de los
palimpsestos. Como es natural, una vez que el rollo pergamino o de vitela
había cumplido sus funciones, propagando durante muchas generaciones
lo que alguna vez tuvo interés para ellas pero que, con los cambios de
opinión o de gusto, se había vuelto ingrato a los sentimientos o inútil a los
propósitos, toda esta membrana o piel de vitela, doble producto del
ingenio humano, costoso material y costosa carga de pensamiento, perdió
valor en consecuencia, suponiendo que ambos aspectos estuvieran
asociados el uno al otro de modo indisoluble. En épocas pasadas la
impresión de la mente humana selló con su valor la vitela; la vitela,
aunque costosa, aportó tan sólo un elemento secundario de valor al
resultado total. Al pasar el tiempo esta relación entre el vehículo y su
carga se fue trastocando. La vitela, tras ser el engaste de la joya, acabó por
convertirse en joya por sí misma, y la carga de pensamiento que diera el
mayor valor a la vitela se transformó en la merma principal de su valor:
más aún, anuló por completo el valor a menos de disociarse de la relación.
En efecto, si la disociación es posible, tan pronto como se desvanezca lo
escrito en la membrana, la propia membrana recobrará su importancia y,
después de haber tenido un mero valor subsidiario, la piel de vitela
absorbe, por fin, todo el valor.

Por eso era tan importante para nuestros antepasados que se efectuase
la separación. Por eso, durante la Edad Media, una de las finalidades
principales de la química fue suprimir la escritura del rollo y dejarlo
disponible para una nueva sucesión de pensamientos. El suelo, limpio de
lo que una vez fueron plantas de invernadero y ahora parecían malas
hierbas, quedaría listo para recibir un cultivo nuevo y más apropiado. El
químico monacal logró su propósito de una manera que se diría increíble,
no por lo que toca al buen éxito alcanzado sino a las limitaciones tan
sutiles que lo ceñían, tan cabalmente se ajusta el efecto conseguido a los
intereses inmediatos de su época y a los designios contrarios de la
nuestra. Hicieron lo que querían hacer, aunque no de modo tan radical
como para impedirnos a nosotros, su posteridad, el deshacerlo.
Expulsaron la escritura lo suficiente para dejar el campo a un nuevo
manuscrito, pero no lo bastante para que las huellas del manuscrito más
antiguo no fuesen irrecuperables. ¿Qué más hubieran podido conseguir la
magia y Hermes Trimegisto? ¿Qué pensarías, bella lectora, de un
problema como éste?: escribir un libro que tenga sentido para tu propia
generación y no lo tenga para la próxima, cuyo sentido se reavive en la
siguiente y vuelva a perderse en la cuarta, y así alternativamente,
desapareciendo en la noche o resplandeciendo a la luz del día, como el
Aretusa, río siciliano, o el Mole, río inglés, o como el movimiento de la
piedra achatada que lanzan los muchachos rozando la piel del río, ya
hundiéndose en el agua, ya tocando la superficie, sumergiéndose
pesadamente en lo oscuro, surgiendo ligera a la luz, en una larga serie de
alternancia. El problema, respondes, es imposible de resolver. En realidad
no es más difícil que ordenar a una generación que mate, pero de manera
que la generación siguiente devuelva a la vida; que sepulte a fin de que la
posteridad mande levantarse otra vez. Sin embargo, esto fue lo que logró
la tosca química de viejas edades al combinarse con la reacción de la
química más refinada de nuestro tiempo. Si ellos hubieran sido mejores
químicos, si nosotros lo hubiésemos sido peores, no se lograra el efecto
mixto; o sea, que muriendo para ellos la flor reviviese para nosotros. Ellos
alcanzaron lo que se habían propuesto; tuvieron éxito, ya que sobre sus
resultados construyeron lo que querían, y sin embargo no lo tuvieron
pues nosotros deshacemos su obra; borramos lo de encima, la inscripción
que superpusieron; restauramos lo de abajo, lo que habían borrado.

He aquí, por ejemplo, un pergamino que contiene una tragedia griega,


el Agamenón de Esquilo o Las fenicias de Eurípides. Estos textos, que a
cada generación se volvían más raros, tuvieron un valor casi incalculable
para los helenistas. Pero han pasado cuatro siglos de la destrucción del
Imperio de Occidente. La cristiandad, con sus altísimas grandezas de otra
índole, ha fundado un imperio distinto; algún monje fanático, y quizá
santo, borra (está convencido) la tragedia pagana y la sustituye con una
leyenda monástica; leyenda de incidentes desfigurados por las fábulas y,
sin embargo, verdadera en su sentido más elevado, puesto que se halla
entretejida con la moral cristiana y con la más sublime de las revelaciones
cristianas. Durante tres, cuatro, cinco siglos, el hombre seguirá siendo tan
devoto como antes; pero los idiomas se olvidan y una nueva época
sobreviene hasta para la devoción cristiana, encauzándola en el celo de
las cruzadas o el entusiasmo de la caballería. Ahora se escribe en la
membrana un poema caballeresco: el Mío Cid o Corazón de León; Tristán
o el Lybaeus Disconus. De esta manera, gracias a la química imperfecta de
la época medieval, el mismo rollo ha servido para conservar tres
generaciones distintas de flores y frutos, todas ellas diferentes entre sí y
todas particularmente adaptadas a las necesidades de los sucesivos
poseedores. La tragedia griega, la leyenda monacal, el poema caballeresco
dominan cada uno su propia época. Una cosecha después de otra,
recogidas en distintas edades, vinieron a acumularse en los hórreos del
hombre, en las mismas fuentes de mármol, la misma maquinaria
hidráulica repartió agua, leche y vino, según los usos y costumbres de las
generaciones que acudían a calmar su sed.

[…]

¿Qué es el cerebro humano, si no un palimpsesto natural y poderoso?


Mi cerebro es un palimpsesto; tu cerebro, ¡oh lector!, es un palimpsesto.
Sobre tu cerebro han ido cayendo, con la suavidad de la luz, capaz de
ideas, imágenes y sentimientos. Cada generación parece enterrar a todas
las anteriores, aunque en realidad ninguna se haya extinguido.1

1
En Suspiria de profundis (Continuación de Las confesiones de un inglés comedor de
opio), Thomas de Quincey, trad. de Luis Loayza. Alianza Editorial, Madrid, 2008.

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