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(Lit. Española I)
LECCIÓN INAUGURAL:
OBJETO Y PRÁCTICA DEL HISPANO-MEDIEVALISMO
I
La especificidad de la investigación literaria
Antes, y para entender mejor las condiciones de esta práctica, será necesario enfocarnos
en las peculiaridades del objeto de estudio. Esto, que parece un inofensivo principio de orden
expositivo, es, en rigor, una toma de posición dentro de una larga discusión –que ya lleva más
de un siglo– en el campo de la historia como disciplina científica. Para abreviar el punto en todo
lo posible, digamos que las primeras reflexiones de los historiadores sobre su propia disciplina
estuvieron enfocadas en la práctica, la metodología y las condiciones propias de la profesión,
tendencia que puede rastrearse desde la conferencia liminar de Wilhelm von Humboldt sobre
“La tarea del historiador”, pronunciada en la Universidad de Berlín en 1821, hasta el famoso
libro de Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, de 1949. La otra tendencia,
que aparece más tardíamente y que hoy es dominante, critica esta perspectiva “empirista” y
discute los fundamentos científicos disciplinares enfocándose en la naturaleza del objeto propio
de la historia, tendencia visible ya en los Escritos sobre la historia de Fernand Braudel, de
1969, y sobre todo en Paul Veyne, Michel de Certeau y Hayden White. Es en respuesta a (y
como posicionamiento dentro de) esta polémica entre “empiricistas” y “epistemologistas” que
planteo, entonces, aquí, hablar a la vez de la práctica y del objeto, como única manera de
avanzar en una reflexión más lúcida de la propia disciplina.1
1
Es comprensible que el lector se pregunte qué tienen que ver estas controversias de la Historia con una
reflexión sobre la investigación literaria. La respuesta está en la importancia de la dimensión temporal
cuando se trata de investigar literatura no contemporánea. En la medida en que esta investigación se hace
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II
Naturaleza convencional del objeto “literatura medieval española”
Hay actualmente un amplio consenso en aceptar como cosa indiscutible que el objeto
(objeto de estudio, de conocimiento, de análisis) no es algo virtual, naturalmente dado, ni mucho
menos preexistente al proceso mediante el cual se lo estudia, se lo conoce, se lo analiza; por el
contrario, el objeto se va constituyendo durante el proceso de conocimiento. Tal concepción, en su
formulación más acertada, plantea una relación dialéctica entre sujeto y objeto: ni el objeto impone
condiciones absolutas al sujeto, obligándolo a una adaptación total para acceder a su conocimiento,
ni el sujeto proyecta sus categorías e inventa un objeto de otro modo inexistente, en una especie de
idealismo radical. La interacción entre sujeto y objeto está, pues, en la base de esta concepción.
El conjunto de operaciones mediante las cuales el objeto se constituye puede entenderse
con más claridad si incluimos un tercer término que propongo llamar –de modo provisorio y al solo
fin ilustrativo– campo fenoménico. Bajo esta denominación quiero aludir al conjunto no
estructurado de los hechos en bruto, que se extiende en un área de límites no precisados por
ninguna disciplina, en un estado previo a cualquier operación cognoscente por encima de la
elemental percepción sensorial (una textualidad, un conglomerado de discursos, una masa de
archivos, etc.). El proceso puede, entonces, describirse de este modo: existe un campo fenoménico
determinado sobre el cual un sujeto recorta un objeto; la operación de recorte implica a ambos
términos y en ella se manifiesta su simultaneidad constitutiva. Por supuesto que el estatuto de este
campo fenoménico es pasible de una problematización idéntica a la del objeto (y ni hablar de la
discusión sobre el estatuto de lo que premeditadamente a la ligera acabo de llamar “hechos en
bruto”), pero en tal caso nos estaríamos ubicando en un nivel de generalidades básicas que remiten
a las categorías fundamentales de la experiencia humana. De todas maneras, no es mi intención
profundizar en cuestiones epistemológicas que sólo nos alejarían de nuestro objetivo; baste agregar
a lo ya dicho tres acotaciones:
En primer lugar, es oportuno aclarar que entiendo aquí los términos recortar y construir
como equivalentes, pues estarían aludiendo a una misma operación.
En segundo lugar, entre los factores actuantes en esa operación de recorte podemos
mencionar aquellos relacionados con la percepción (capacidad de “visualizar”, modalidad de
captación, dependientes de parámetros culturales reguladores de la conducta perceptiva
supra-individual), los intereses que movilizan la indagación (en gran medida de origen extra-
discursivo pero de inevitable manifestación discursiva y fundamentalmente de naturaleza
ideológica –política, económica, literaria–)2 y cierta “resistencia específica” del objeto,
denominación con la que pretendo aludir a la peculiar condición según la cual el objeto posee una
relativa “dureza” en su constitución que acota, hasta cierto punto, en la dialéctica cognoscitiva, la
operación de recorte –en otras palabras, el objeto no se podría “recortar por cualquier lado” sin
dañar su pertinencia como objeto científico.
En tercer lugar, la categoría de objeto no es la categoría de sentido, como algunos críticos
sostienen: una cosa es la confrontación de lecturas diferentes de un mismo objeto, y otra muy
distinta la coexistencia de discursos sobre objetos diferentes; precisamente la no percepción de esta
diferencia está en la base de la imposibilidad de dirimir interminables polémicas de la crítica sobre
tópicos histórico-literarios.
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Sin embargo, desde una postura empírica, sostenida por la experiencia concreta de trabajo
y aprendizaje en una larga tradición de comentarios sobre objetos históricamente identificados y
reconocidos, se puede sospechar, si no de la veracidad, al menos de la importancia de esta
afirmación. Al fin y al cabo, se llega a la investigación para trabajar con objetos que ya estaban allí
desde mucho tiempo antes. Lejos de describir un caso hipotético, lo antedicho constituye el
argumento subyacente en algunos estudios literarios: las polémicas, las apropiaciones, los
intercambios entre diferentes interpretaciones o posturas críticas suelen no tomar en cuenta el
interrogante sobre la identidad del objeto que pretenden compartir como escenario común. La falta
de problematización de la naturaleza del objeto bien puede no ser un obstáculo insalvable en el
nivel empírico de la investigación concreta sobre tópicos muy específicos, pero los problemas se
multiplican cuando se intenta abarcar fenómenos en un nivel de generalización mayor.
Tal es el caso, precisamente, en nuestra disciplina. Por eso les propongo, como una
manera de poner de relieve su especificidad, llevar a cabo un proceso de “desnaturalización” de
la concepción tradicional de nuestro objeto dentro de la filología hispánica.
Éste se definió siempre como “literatura medieval española”, una nominación
aparentemente irreprochable que estaría señalando una realidad auto-evidente. Esta virtualidad
de la literatura medieval española es el efecto de las aparentes especificaciones que ofrece la
nominación: dentro del ámbito de la praxis cultural, seleccionamos la literatura; dentro del
ámbito del pasado histórico, seleccionamos el período medieval; dentro del ámbito geográfico,
seleccionamos un territorio concreto, el español. Pero, como veremos, es sólo esta suerte de
ilusión taxonómica la que le da cierta garantía de existencia y de verdad a este objeto llamado
tradicionalmente literatura medieval española.
En rigor, cada uno de los términos en cuestión (literatura, medieval, española) encierra
una problemática muy compleja que tiene que ver con la historia de la terminología y de los
conceptos y también con ciertos automatismos, ciertos hábitos de la crítica contemporánea.
3
La cita en f. 25b de la editio princeps: Alonso Fernández de Palencia, Universal Vocabulario en latin y en
romance Sevilla, 1490. Puede consultarse la edición de John M. Mill (1957).
4
Lo que no implica, desde luego, sentido “banal”; solamente se trata de una profundidad semántica que de
todas maneras se aparta de nuestro concepto de ‘literatura’. Escribe Alonso de Palencia más adelante: “Las
letras son iuezes de las cosas y señales de las palabras, y tienen tanta fuerça que ellas nos fablan sin boz los
dichos de los absentes” (op.cit., f. 250b).
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sus límites, las diversas vocaciones humanísticas. Así, por ejemplo, no había una clara
distinción entre la historia y la literatura: el historiador era, ante todo, un escritor; la historia
tenía su lugar en los manuales de retórica.
Con el Romanticismo esta situación cambió radicalmente: la literatura pasó a concebirse
como un corpus de textos privilegiados, en los que se depositaba el valor supremo de la belleza
y que se oponían al mundo empírico de la realidad –y por ello, en cierta medida, a la historia en
tanto registro fiel de esa realidad. Es imposible no ver en esta separación el triunfo de la
mentalidad burguesa: se trata de diferenciar los productos del arte de los demás productos
circulantes en el mercado, mistificándolos y fetichizándolos. La composición literaria deja de
verse como la puesta en práctica de una técnica y se la concibe como fruto misterioso de la
inspiración mágica o religiosa. El escritor ya no es una función que puede cumplir cualquier
individuo adecuadamente entrenado en las letras, sino que es un artista genial que crea
espontáneamente arrebatado por la inspiración. Se trata, entonces, de un hecho histórico,
estrechamente vinculado a una situación cultural específica, y por eso mismo, necesariamente
transitorio. Como todo proceso que ha tenido una fecha de nacimiento tendrá finalmente una
fecha de muerte (de hecho, me atrevería a decir que quizás este proceso de la institución
literatura ya haya terminado, sólo que nosotros todavía no nos hemos dado cuenta).
En tercer lugar, habría que decir que las características de la institución literatura,
asignadas por la operación cultural que le dio nacimiento y potenciadas por el Romanticismo
(recinto estético sagrado en el que el genio se expresa mediante la poesía y la ficción), han
nutrido la noción vulgar de literatura, todavía vigente, como el conjunto de los textos poéticos y
ficcionales. Y ocurre que esta noción es inhallable en la textualidad medieval, que abarca tipos
de textos que no podríamos hoy catalogar como literatura: libros de caza, crónicas, lapidarios,
herbarios, bestiarios, fisiólogos, libros de viajes o un género muy extendido en la Edad Media,
una especie de literatura de “autoayuda”, con textos de nombres misteriosos como Bocados de
oro, Secreto de los secretos, Flores de filosofía. Todo esto configura un paisaje textual que para
el lector común contemporáneo sería irreconocible como “literatura”.
Podría alegarse que en la estricta contemporaneidad, es decir, en los últimos años, la
comprensión de lo que es literatura se ha modificado: basta ver las mesas exhibidoras de las
grandes cadenas de librerías para comprobar que los textos poéticos y ficcionales –lo que se
suele llamar también “literatura de creación”– ocupan un espacio restringido, mientras que
avanzan en importancia las biografías, los ensayos, los reportajes y testimonios, en fin, lo que se
suele catalogar como literatura de no ficción. Pero, aún así, persiste la diferencia y la
inadecuación del concepto, porque en la Edad Media no se reconocía esa distinción taxativa
entre lo ficcional y lo no ficcional. Conviene aclarar: por supuesto que tal distinción funcionaba,
pero lo hacía de una manera más difusa y, sobre todo, delineando las fronteras por lugares para
nosotros sorprendentes.5 La textualidad medieval manifiesta una concepción radicalmente
diferente de los límites entre ciencia y arte, entre historia y fabulación; se trata más bien de
zonas borrosas en las que sólo podemos captar con cierta claridad el hecho de que cada texto
alude a un saber, mantiene una conexión con alguna forma de verdad, aunque ésta no sea
inmediatamente evidente para nosotros.6
Una última razón a considerar para demostrar la inadecuación del término literatura
aplicado a los textos medievales tiene que ver con el hecho de que este concepto está ligado al
mundo tipográfico. La literatura es un emergente de “la galaxia Gutenberg”, para usar la famosa
y atrayente fórmula de Marshall MacLuhan (1962); supone el libro impreso. Pero en la Edad
Media la imprenta no existía. Precisamente la aparición de la imprenta será uno de los
5
Sobre esta cuestión sigue siendo sugerente el trabajo de Suzanne Fleischman (1983).
6
Para tener una idea de hasta qué punto la peculiaridad medieval va ganando parecidos con la
sensibilidad estrictamente contemporánea, basta recordar aquí la opinión de Carlo Ginzburg sobre la
distinción entre lo histórico y lo ficcional en relación con el saber: “quisiera también oponerme con la
mayor claridad posible a las teorías de moda que tienden a difuminar [...] las fronteras entre historia y
ficción. [...] Cuando decía que la guerra no puede ser narrada como una novela, de hecho Proust no quería
exaltar la novela histórica; por el contrario, quería sugerir que tanto los historiadores como los novelistas
(o los pintores) tienen en común un fin cognoscitivo” (Ginzburg 2000: 39; las itálicas son mías).
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Esta idea tendrá enorme influjo en el arte y el pensamiento medievales, pero ahora sólo quiero
llamar la atención sobre una sola de sus derivaciones: pasado ya el momento culminante de la
Encarnación, sólo queda esperar el previsible final de la consumación de los tiempos. Se vive,
pues, un tiempo intermedio entre la primera y la segunda venida de Cristo: en ese sentido –
digamos trascendental– podemos decir que hombres y mujeres medievales tenían conciencia de
vivir en una “edad media”. De todos modos, esto no tiene nada que ver con nuestra idea de lo
que es la “edad media” y lo “medieval”. Como bien sabemos, el término fue inventado por los
humanistas italianos para referirse negativamente al período que separaba la Antigüedad clásica
de su propio presente –que podemos ubicar entre mediados del siglo XIV y mediados del siglo
XVI. Se trata de una historia muy conocida, pero aún así creo que será necesario rastrear la
fortuna histórica de estos términos y de este concepto hasta nuestro tiempo, de modo que me
disculpo por lo que será un recorrido un tanto prolijo por unos seis siglos de malentendidos.7
El primer gran difusor de una visión negativa de los “tiempos medios” fue Petrarca,
como bien se sabe. No es tan sabido, en cambio, el contexto político e ideológico en que esta
polémica desvalorización del pasado inmediato se propagó. Cuando Petrarca declara que hay
que rescatar a Roma de los bárbaros está diciendo muchas cosas a la vez: por un lado, se refiere
al influjo de los franceses (los galos, y por tanto, los bárbaros) sobre el papado, cuya sede ya no
está en Roma sino en Aviñón, escándalo para muchos cristianos que ven en esta situación un
segundo “cautiverio de Babilonia” que desembocará, en la segunda mitad del siglo XIV en el
llamado Cisma de Occidente; por otro lado, alude al rescate de la herencia clásica latina de
7
Hay libros enteros dedicados a este tema, entre los que sobresalen Heers 1995 y Sergi 2000; también
hay comentarios sugerentes en Rico 1993a, Bartlett 2002 y Le Goff 2003. Los he aprovechado a todos en
este resumen.
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Diario Página 12, edición del 22 de febrero de 2004.
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Tenemos, por último, el término “española”. Aquí la cuestión es más compleja, porque
no se puede decir que la palabra y el concepto de España y español no hayan existido en ese
período. Lo que no existió fue una entidad geopolítica que correspondiera a ese nombre.
Tampoco puede decirse que los hombres de la Edad Media designaran con ese nombre
sólo al espacio geográfico, porque –como puntualiza Maravall (1964: 556)– la concepción del
territorio como fragmento de un espacio abstracto y absoluto sólo se difundió en Europa una vez
aceptados y generalizados los supuestos de la física newtoniana.
De modo que “lo español” pertenecía más bien al orden del imaginario político
medieval de la Península Ibérica. Remitía por un lado a la idea de la unidad perdida, en el marco
de la ideología neo-goticista, que trata de aprovechar para distintas unidades políticas (León,
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El agudo comentario de Régis Debray sobre el mundo intelectual contemporáneo (“La comunidad de
quienes sólo tienen en común sus diferencias se enfrenta cotidianamente a un problema sin solución
definitiva: ¿cómo lograr que mis iguales me reconozcan oficialmente como alguien sin igual? ¿Cómo
imponerme como excepcional en un mundo en el que la excepción es la regla general? No es fácil ser
único colectivamente.”, Le pouvoir intellectuel en France; apud Noiriel 1997: 123) pinta con bastante
exactitud nuestro ambiente universitario y da cuenta del contexto en el que la proliferación terminológica
o la tergiversación semántica de términos conocidos tiene lugar.
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objeto, creo necesario insistir en que estas palabras –literatura, medieval, española– son nuestra
herencia y, además, sirven al propósito de hacernos entender en el ámbito de la comunidad
científica literaria, siempre y cuando tengamos presente su carácter convencional.
III
La especificidad histórico-cultural de nuestro objeto
De todos modos no era mi intención llevar las cosas a una cuestión de disquisiciones
terminológicas. Me interesaba explayarme en estas inadecuaciones para ilustrar una serie de
fenómenos que tienen que ver con la especificidad del objeto del hispano-medievalismo; o más
precisamente con la especificidad de la investigación literaria de la literatura castellana de los
siglos XII a XV, que tal es el ámbito concreto de mi especialidad.
En primer lugar, habría que decir que la suma de confusiones que hay en torno de la
noción de literatura tiene su fuente principal –esa es mi convicción– en la radical alteridad del
texto medieval, que está en correlación, obviamente, con la radical alteridad de la cultura
medieval.
Uno de los ejercicios intelectuales más entusiasmantes y maravillosos (al menos espero
que compartan el entusiasmo que yo siento) que nos propone esta especialidad es tratar de
captar de la manera más profunda posible cuán “otra cosa” es la textualidad medieval. Para ello
se hace necesario reponer una cantidad importante de información histórica y, a la vez, aplicar
al máximo nuestra imaginación histórica. Así se logrará al menos vislumbrar un mundo cuya
lógica nos resulta absolutamente ajena. Al mismo tiempo habrá que potenciar nuestra
imaginación dialéctica para captar los caminos a través de los que ese mundo tan otro, tan ajeno,
repercute en nuestro presente.
Estos ejercicios permiten iluminar historias y fenómenos inesperados. El choque del
pasado con el presente hace saltar chispas, breves iluminaciones de fenómenos en los que
estamos involucrados de manera no consciente.
Un ejemplo: Jacques Le Goff dedica un libro denso y muy interesante al estudio del
nacimiento del Purgatorio (la idea de un tercer lugar, situado entre el Cielo y el Infierno en el
esquema cristiano de la salvación). Allí plantea que quien estudie este tema y no preste atención
al fenómeno muy concreto del pasaje del adjetivo (tiempo purgatorio) al sustantivo (ingresar al
Purgatorio), ocurrido entre 1150 y 1200,
dejará escapar, al mismo tiempo que la posibilidad de poner en claro una época decisiva y
una profunda mutación en la sociedad, la ocasión de determinar, a propósito de la creencia
en el Purgatorio, un fenómeno de gran importancia en la historia de las ideas y las
mentalidades: el proceso de espacialización del pensamiento. (Le Goff 1981: 12-13; las
itálicas son mías)
El pasaje es una verdadera perla: la indagación en esa cultura tan ajena a nuestros parámetros no
solamente permite iluminar un aspecto de la religión cristiana que, tanto creyentes como no
creyentes, solemos dar por descontado que siempre formó parte del dogma, sino que también –y
esto es lo más importante– vuelve inesperadamente patente la historicidad de una condición de
nuestros modos de pensar de la que casi no tenemos conciencia: su impregnación de metáforas
espaciales (centro-periferia, lo marginal, campo intelectual, punto de vista). La historia de una
cuestión abstrusa desarrollada durante 50 años hace ocho siglos se convierte en un episodio
relevante de la historia de los particulares parámetros de la mentalidad contemporánea.
Otro ejemplo: Georges Duby dedica un libro a estudiar el modelo trifuncional que
organiza la sociedad medieval (oradores, defensores y labradores) y allí comenta la dificultad
para encontrar menciones explícitas de este modelo en los escritos medievales:
La figura trifuncional era tan trivial que ninguno de estos escritores pensó en comentarla,
ninguno pensó en el destino que debía cumplir en su discurso teórico. Por ser inmemorial,
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estaba al margen de cualquier discusión […] Estaba tan fuera de discusión como lo está, por
ejemplo, en la segunda mitad del siglo XX, la bipartición ideológica que pretende
convencernos de la existencia autónoma de una cultura “popular”. (Duby 1980: 143)
Resulta fascinante la manera en que la comparación –que busca explicar una dificultad
documental de su investigación histórica y un hábito de esa cultura distante– nos sacude un
presupuesto que normalmente damos por sentado, cómo se ilumina con una luz diferente un
fenómeno casi trivial en nuestros días.
Podría decirse que la investigación literaria en el campo del hispano-medievalismo nos
sitúa frente a un universo cultural que es una suerte de novela inmensa atravesada por
centenares de hilos argumentales. Y nuestra lectura sólo puede recuperar algunas de esas tramas
y concretarlas en una historia dotada de sentido, una historia que, en su concreción final, bien
puede ser sorpresivamente distinta a la que en principio planeábamos reconstruir.
IV
El texto medieval
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Una vez esbozado este marco cultural general, estrechemos nuestro enfoque en el
núcleo central de nuestro objeto: el texto medieval. Es mi convicción que, dentro de la tradición
occidental, han existido tres clases de texto: el texto antiguo (ligado a la materialidad del rollo),
el texto medieval (ligado a la materialidad del manuscrito) y el texto moderno (ligado a la
materialidad del libro impreso). Podríamos arriesgar la hipótesis de una cuarta clase: el texto
posmoderno (ligado a los medios electrónicos, digitales, informáticos), que por obra de formas
inusitadas de recepción como el zapping y el surfing estalla en la fragmentariedad heterogénea del
texto flujo.10
No necesitamos mayores explicaciones de lo que es el texto moderno en tanto objeto
cultural, porque es parte de nuestra vida, porque lo usamos cotidianamente. Pero sí necesitamos
hacer un gran esfuerzo para captar lo que es el texto medieval, debido a su carácter pre-
moderno, pre-burgués. Nos exige, como decía más arriba, un ejercicio de imaginación y un
juego de comparaciones para vislumbrar este objeto a partir de lo que no es. Nos exige estar
alertas ante las similitudes engañosas, ante su aparente modernidad, su aparente vanguardismo.
Voy a mencionar aquí sólo tres rasgos específicos para que empecemos a entender nuestro
objeto.
En primer lugar, el texto medieval es un texto oral. Cuando se lee un texto medieval en
un libro impreso, se está realizando una actividad absolutamente impensable en la Edad Media.
En principio, porque, como ya dije, la imprenta no existía. Toda obra literaria dependía
completamente de la voz y de la mano, es decir, se originaba en la oralidad y en la manuscritura.
Este tránsito obligado de todo texto por la voz tiene consecuencias enormes:
a) El texto oral presupone, como contrapartida, el carácter colectivo o comunitario de su
recepción, lo que, a su vez, plantea una muy peculiar interacción entre el público y el emisor
(que sólo en determinadas condiciones coincide con el compositor del texto). En este sentido,
hay que entender que la escena de una persona leyendo en silencio y en soledad representa un
caso absolutamente excepcional dentro del fenómeno general de la recepción medieval.
b) Retomando lo que comentara poco más arriba, el efecto de alteridad que nos provoca
la naturaleza oral del texto medieval se hace marcadamente evidente cuando tratamos de
imaginar nuestro trabajo con semejante material: ¿cómo analizaríamos un relato que sólo hemos
escuchado una vez o pocas veces? No tenemos posibilidad de fragmentar, de volver atrás, de
releer y subrayar. Todo es recibido (visto y escuchado) en un tiempo homogéneo,
ininterrumpido y único. Evidentemente, necesitaríamos de herramientas que hoy no tenemos,
como, por ejemplo, una memoria auditiva mucho más desarrollada. Y también, ¿cómo
escribiríamos una obra si supiéramos de antemano que ésta va a ser escuchada y no leída? Sin
duda, tendríamos que apelar a una serie de recursos para asegurarnos de que lo que nos importa
destacar de nuestra obra sea claramente inteligible y se grabe en la mente del público. De la
misma manera el escritor medieval veía afectado su modo de componer por el carácter oral de la
difusión de su texto: la expresión era más enfática; se apelaba a diversos tipos de repetición.
c) Con el texto oral cambia sustancialmente la importancia y la naturaleza misma de la
memoria. Para entender esto, es necesario distinguir entre memorización y memoria.11 Así, por
ejemplo, un narrador oral no memoriza las historias que cuenta, sino que las recuerda. Para eso
se vale de ciertas frases formulares y de ciertas secuencias fijas: recursos para la expresión
rápida de un contenido narrativo. Por su parte, el público poseía una memoria mucho más
desarrollada que la nuestra; probablemente estuviera en condiciones de repetir con mayor
detalle lo visto y escuchado en un espectáculo juglaresco de lo que nosotros podemos contar de
lo presenciado en una función de teatro o de cine. Pero en el caso de textos culturalmente más
fundamentales, esa memoria tan ejercitada se potenciaba aún más mediante el aprovechamiento
de ciertos recursos visuales. Un ejemplo típico son los vitreaux de las iglesias y catedrales:
evidentemente no están allí para cumplir una función estética, o meramente decorativa, ni
siquiera simbólica; cumplen básicamente una función didáctico-narrativa, una función
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La Sainte-Chapelle (Paris)
Se trata, entonces, de un caso muy ilustrativo de utilización de los medios audiovisuales para la
fijación de los relatos fundamentales de la cultura medieval en la memoria de la comunidad. Se
trata de una técnica que, de hecho, ha durado hasta el siglo XX. Baste recordar la escena en que
un “relator ambulante” cuenta la historia de un asesinato a los habitantes de un pueblito
congregados en la plaza en el filme El crimen de Cuenca, de Pilar Miró.
d) El texto oral es una prueba elocuente del enorme influjo que la oralidad ejerce sobre
la escritura. Basta detenerse en la prosodia, en la organización sintáctica de los textos
medievales para entender cuán apropiado resulta el nombre que Germán Orduna prefería para la
escritura (retomando un concepto de Koch 1993): oralidad elaborada (Orduna 2001). Esto
puede apreciarse con cierto detalle en un interesante artículo de Suzanne Fleischman
(“Philology, Linguistics, and the Discourse of the Medieval Text”, 1990), en el que plantea que
las anomalías y las incoherencias de la gramática y de la ortografía de las lenguas romances, tal
como aparecen en los textos, se deben a que esas lenguas no son todavía idiomas fijados por un
código escrito. El castellano antiguo es un lenguaje hablado, el instrumento comunicativo de
una comunidad oral que lenta y trabajosamente se va adaptando a las pautas formales de la
escritura. Un fenómeno análogo contemporáneo podría ser la transcripción fiel de la lengua
coloquial, con sus inconsecuencias, sus reiteraciones, sus frases inconclusas.
e) Las condiciones de la oralidad también ejercen un influjo decisivo en la lectura. Los
mismos mecanismos que mencionaba al hablar de los recursos audiovisuales para estimular la
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memoria también actúan en el texto escrito. En rigor, la escritura debería entenderse, en este
contexto, como un sistema limitado e incompleto de signos visuales que ayudaba a los lectores a
recobrar representaciones más extensas. El influjo oral se pone de manifiesto en el hecho de que
la lectura medieval no es una decodificación de signos contiguos en una secuencia lineal, sino
que es la proyección de esos signos sobre paradigmas simultáneos presentes en la memoria. La
inteligibilidad del registro escrito se produce cuando se lo vocaliza, cuando se lo pronuncia en
voz alta. La lectura, entonces, supone un proceso de recuperación de discursos almacenados en
la escritura. Algo similar a la recuperación de documentos (la función retrieve) en la
computadora. Precisamente una comparación con lo que ocurre en el ámbito de la informática
puede ilustrar mejor esta peculiaridad de la lectura medieval. La oralidad hegemónica de la
cultura medieval hace del fenómeno excepcional de la escritura un elemento cultural que no
tiene nada que ver con la escritura contemporánea. En nuestra sociedad alfabetizada los
mensajes escritos son absolutamente transparentes; nuestra mente descifra en forma casi
automática e instantánea los caracteres gráficos de los mensajes viales o publicitarios que vemos
pasar velozmente mientras viajamos por una autopista (para mencionar un caso de lectura
involuntaria). En cambio, la escritura medieval es un arduo código cifrado, completamente
opaco para la inmensa mayoría de la población. Esa escritura equivale a lo que en informática se
llama “lenguaje máquina”, es decir, un código que no podemos leer directamente. A su vez, la
lectura medieval sería equivalente al uso de una interfase que nos permite recuperar el contenido
de un diskette o de un CD-Rom convirtiéndolo en un documento legible en pantalla. El clérigo
alfabetizado medieval cumple las veces de un computador personal que vuelve inteligible el
código escrito, reponiendo las pausas, la entonación y todos los elementos suprasegmentales que
convierten la sucesión de caracteres gráficos en un discurso comprensible (recordemos que en la
escritura medieval no existe un sistema exhaustivo ni universal de puntuación –o al menos no se
ha podido descubrir el criterio que rige los signos aparentemente erráticos que encontramos en
los manuscritos). Una vez recuperados todos esos elementos orales, el texto escrito se vuelve
comprensible. De modo que el momento de la comprensión (reposición de la oralidad) sería el
equivalente de nuestra lectura. Soy consciente de que esta comparación puede parecer un tanto
estrambótica, pero creo que ver las cosas desde este ángulo inesperado está justificado por los
propios testimonios medievales.
Un pequeño ejemplo del arduo y complejo trabajo que supone la lectura medieval lo
ofrece esta breve historia ejemplar incluida en el Calila e Dimna:
Et por ende, si el entendido alguna cosa leyere deste libro, es menester que lo afirme, et que
entienda lo que leyere [...]. O non sea atal commo el ome que dezían que quería leer
gramática, que se fue para un su amigo que era sabio. Et escrivióle una carta en que eran
puestas las partes del fablar. Et el escolar fuese con ella a su posada, et leyóla mucho, pero
non conoçió nin entendió el entendimiento que era en aquella carta, et la decoró [= la
aprendió de memoria] et súpola bien leer. Et açertóse con unos sabios, cuidanto que sabia
tanto commo ellos, et dixo una palabra en que herró. Et dixo uno de aquellos sabios: –Tú
herraste en que dezías, ca devías dezir así. Et dixo él: – ¿Cómo herré, ca yo he decorado lo
que era en una carta?
Et ellos burlaron dél porque non la sabía entender, et los sabios toviéronlo por muy grant
neçio. (Cacho Blecua-Lacarra 1984: 92-93)
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voz alta, o mejor, murmurando para sí las palabras del texto.12 Sea como fuere, la práctica de la
lectura silenciosa sólo se convirtió en habitual y dominante en el siglo XIV y tuvo consecuencias
culturales amplísimas. Volviendo a nuestra analogía informática, la lectura medieval silenciosa
y a primera vista equivaldría a la posibilidad de una lectura directa del lenguaje-máquina.
En fin, creo que ha quedado suficientemente ilustrado hasta qué punto el texto medieval
es un texto oral.
12
Es conocido el testimonio que ofrece San Agustín en sus Confesiones al dar una descripción admirada
de la habilidad de su maestro San Ambrosio para leer en silencio: “Cuando leía, hacíalo pasando la vista
por encima de las páginas, penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la lengua. Muchas
veces, estando yo presente –pues a nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de avisarle quién venía–
, le vi leer calladamente, y nunca hacerlo de otro modo” (Vega 1968: 233). El valor de este pasaje ha sido
puesto en duda últimamente. En el marco de la discusión en torno de la inexistencia o excepcionalidad de
la lectura silenciosa en la Antigüedad greco-latina, A. K. Gavrilov (1997) interpreta que lo que sorprende
a San Agustín no es la lectura silenciosa de San Ambrosio, sino el hecho de que la practique en presencia
de sus feligreses como una forma de poner distancia con ellos. Sin embargo, la manera detallada en que
Agustín describe la conducta de su maestro indica claramente que hay algo relevante y excepcional en el
acto mismo de leer en silencio. En todo caso, el valor del pasaje para ilustrar la infrecuencia de la lectura
silenciosa queda, a mi entender, vigente.
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que ningún escritor desee escribir algo nuevo. Al mismo tiempo, la lógica de la variación hace
que cualquier copia nunca sea una repetición exacta de lo anterior, siempre tiene algo nuevo. C.
S. Lewis lo dice de este modo:
We are inclined to wonder how men could be at once so original that they handled no
predecessor without pouring new life into him, and so unoriginal that they seldom did
anything completely new. (Lewis 1964: 209)
Este juego de la variación sólo desaparecerá con la imprenta, es decir, con la invención
del copista mecánico, y esto marcará el fin de la cultura medieval y el comienzo de la cultura
moderna.13 En este sentido, podríamos decir que el proceso cultural medieval se caracteriza por
un lento avance de la escritura a mano sobre la oralidad, hasta que su culminación hegemónica
se desvanece por la aparición de la imprenta y el consiguiente cambio de escenario de la
contienda discursiva.
Al proponerles este modelo descriptivo y explicativo estoy partiendo de una premisa: la
evolución de las mentalidades, de los modos de pensar, de las modalidades de producción
artística y verbal, está bajo el influjo de la evolución de los medios tecnológicos de
comunicación. De inmediato hay que aclarar que influjo no equivale a determinación. Y menos
aún significa causa suficiente y exclusiva. Por ejemplo, la imprenta se conoció en China varios
siglos antes que en Occidente, pero no influyó en la vieja sociedad imperial como lo hizo en
Europa. Había en el contexto histórico europeo un elemento diferente que tuvo un efecto
revolucionario en la cultura: el humanismo renacentista.
En tercer lugar, el texto medieval es un texto fundacional. Este rasgo está relacionado
con los textos escritos en lengua romance, o mejor, en lenguas vernáculas. Aquí es donde resulta
más fácil percibir la revolución cultural que implicó la puesta en escrito de lenguas no
codificadas por la escritura.
Pero es importante tener siempre presente que la literatura latina mantuvo su vigencia y
su vitalidad durante toda la Edad Media y el Renacimiento, a la vez que estas revoluciones
culturales que marcan una especificidad del ciclo civilizatorio medieval europeo también se
dieron en el ámbito de la latinidad. Basta recordar, al respecto, el brillante análisis que realiza
Erich Auerbach, en Mimesis, de la transformación de la lengua latina literaria desde Ammiano
Marcelino en el siglo IV hasta Gregorio de Tours en el siglo VI (Auerbach 1975: caps. III y IV),
análisis en el que muestra la serie de procesos ideológicos, históricos y culturales involucrados
en el paulatino abandono del uso de los casos y su reemplazo por preposiciones y en la
desarticulación del discurso clásico en diversas formas vulgares de acumulación.
Pero, aún así, para entender el carácter fundacional del texto medieval nos
circunscribiremos al escrito en lengua vernácula, porque la literatura que acompaña el
surgimiento de las lenguas modernas es, lógicamente, una literatura fundacional.
Uno de los fenómenos más llamativos y enigmáticos de la cultura medieval es el
contraste entre la sofisticada elegancia de los textos latinos de los siglos XII y XIII y la rudeza de
los textos en lengua vernácula de esos mismos siglos. La literatura parecería aquí confirmar una
concepción organicista, con sus períodos de infancia, juventud, madurez y vejez (en este caso, el
13
Por supuesto que tampoco en este caso nos encontramos con un fenómeno puntual y decisivo: el sueño
de la reproducción infinita de copias por medios mecánicos se alcanzó luego de un largo proceso que
arranca con la imprenta artesanal del siglo XV y culmina a principios del siglo XIX con la perfección
tecnológica de la prensa mecánica, inicio a su vez de la imprenta industrial. Por lo tanto, en el período de
la llamada “modernidad clásica” se conserva todavía una cierta variación textual, comprobable en las
distintas emisiones de una misma edición, y una cierta mezcla de imprenta y manuscritura, visible en
aquellos libros cuyas ilustraciones se coloreaban y doraban a mano, ejemplar por ejemplar (he visto en la
National Gallery of Art, en Washington, un espléndido ejemplar de la Biblia en alemán que posee la más
antigua serie de ilustraciones bíblicas impresas, obra del llamado Maestro de la Biblia de Colonia, activo
entre 1470 y 1490, y originalmente publicada en Colonia en 1478 –el ejemplar exhibido correspondía a la
edición hecha por Antón Koberger, suegro de Durero, en Nüremberg, 1483).
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contraste entre la madura literatura latina y los infantiles experimentos textuales vernáculos).14
Pero sabemos que esa concepción no es la más fructífera. Lo que podemos decir, en cambio, es
que la escritura en una lengua nueva (como lo era el castellano en los siglos XI y XII) debe
comenzar de cero el proceso de optimización de la función estética de esa lengua. Al subrayar
este “punto cero” que implica lo fundacional, estoy poniendo el acento en el hecho de que los
textos vernáculos no son una pura y simple continuación de la tradición literaria latina con un
mero cambio de lengua, del latín al vernáculo. Por el contrario, estamos aquí frente a un
fenómeno mucho más complejo y relevante. Pocos lo han dicho de manera tan clara como
Alberto Vàrvaro:
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No puedo evitar la evocación de Dámaso Alonso llamando a las glosas emilianenses “primer vagido”
de la lengua castellana (Alonso 1958).
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Sobre este tema es muy ilustrativo el libro de Pozuelo Yvancos y Aradra Sánchez (2000).
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se está plantando ante una tradición milenaria y está apostando por una escritura nueva, por
hacer de esa lengua cotidiana un instrumento de expresión artística. Esa osadía y su fortuna es lo
que podemos legítimamente admirar y es lo que el hispano-medievalismo busca investigar.
Tales son, pues, los perfiles de nuestro objeto de estudio.
V
Condiciones de una lectura (pos)moderna de textos medievales
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Gonzalo de Berceo, Vida de Santo Domingo de Silos, c. 2. Cito por la edición de Aldo Ruffinatto
(1992).
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Cuando digo desmitificar no estoy homologando mito con mentira: sólo marco la existencia de
un tipo de saber tomado como natural, que debe someterse a una revisión crítica para ser
transformado en conocimiento.
Podría decir también que cuando el pasado se aísla del presente, o el presente se aísla
del pasado, caemos en este tipo de mitificación de los fenómenos. Muchas veces nuestras ideas
sobre lo que es un libro, sobre la libertad interpretativa de la lectura individual, sobre la
consistencia humana de los personajes literarios, sobre la muerte de la novela o de la literatura,
sobre la distinción entre cultura popular y cultura culta, sobre el cambio o sobre la transgresión
están más cerca del mito que del conocimiento.
Dicho de otro modo, el enfoque histórico en la investigación literaria medievalista está
motivada, como toda indagación histórica, por una preocupación por comprender el presente. Al
mismo tiempo, muchas investigaciones orientadas a lo estrictamente contemporáneo encuentran
en su proyección al pasado una rigurosa prueba de pertinencia.
Para ilustrar el primer punto daré algunos ejemplos de la escuela filológica alemana,
porque en ellos se ve con claridad de qué modo una situación traumática del presente está en el
origen de una investigación histórico-literaria.
Ernst Robert Curtius publicó en 1948 un libro muy importante, Literatura europea y
Edad Media latina, que estudia la pervivencia de los autores latinos (clásicos y medievales) en
la literatura europea hasta comienzos del siglo XX. Es también una ardiente defensa del modo
histórico y filológico de leer los textos y, sobre todo, de la utilidad de la indagación del pasado
como una manera de comprender el presente:
Las vanguardias del conocimiento histórico son siempre unos cuantos individuos aislados a
quienes las conmociones históricas –guerras, revoluciones– obligan a plantearse nuevas
preguntas. Tucídides se sintió impulsado a escribir su obra histórica porque vio en la guerra
del Peloponeso la mayor de todas las guerras; San Agustín escribió la Ciudad de Dios bajo
la impresión de la conquista de Roma por Alarico; la obra político-histórica de Maquiavelo
es reflexión sobre la entrada de los franceses en Italia; la Revolución de 1789 y las guerras
napoleónicas hicieron surgir la filosofía de la historia hegeliana; a la derrota de 1871 siguió
la revisión de la historia francesa por Taine, y al establecimiento de la dinastía
Hohenzollern, la consideración “intempestiva” de Nietzsche sobre “la utilidad y desventaja
de la historia para la vida”, preludio de las discusiones modernas sobre el “historicismo”. El
resultado de la primera Guerra Mundial hizo que tuviera tanta repercusión en Alemania la
Decadencia de Occidente de Spengler. (Curtius 1955: 18)
Pocos años después, Erich Auerbach publica un libro, Lenguaje literario y público en la Baja
Latinidad y en la Edad Media, que completa su gran obra Mímesis, y en el prólogo de ese libro
dice:
La civilización europea está cerca del límite de su existencia; su propia historia, reducida a
sí misma, parece consumada; su unidad parece preparada y a punto de sucumbir ante otra
unidad que opera en un radio más amplio. Me parecía y me parece llegada la época en que
puede emprenderse el intento de comprender esa unidad histórica teniendo presente su
existencia viva y su viva conciencia. Trabajar en esta dirección –al menos para la expresión
literaria, objeto de la filología– fue desde siempre, y de modo cada vez más decidido, mi
intención. (Auerbach 1969: 10)
Basta conocer las circunstancias en que estas palabras fueron escritas para entender sus
resonancias más significativas: tanto Curtius como Auerbach habían iniciado sus carreras
académicas en los ámbitos universitarios de la República de Weimar; Curtius había sido
francófilo y socialista, Auerbach era judío: uno se vio obligado a abandonar su especialidad en
la literatura francesa contemporánea y dedicarse a enseñar latín medieval para no perder su
puesto universitario durante los años del nazismo; el segundo se vio obligado a emigrar para no
terminar en un campo de exterminio y pasó los años de la guerra refugiado en Estambul. Lo que
está presente como motivación y como problema en estos autores es el enorme sacudón que
sufre la civilización occidental con la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo fue posible que la
cultura alemana, asentada en los grandes filósofos del Idealismo, culminara en Hitler y el
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Holocausto? ¿Cómo explicar que una nación fundada en los valores del Espíritu y de la Razón
terminara en la pura irracionalidad?
En rigor, no fue diferente el caso de Adorno –en el ámbito de la filosofía y del
marxismo–, quien ante la evidencia de que Hitler había alcanzado el poder en 1933 con el voto
de cuatro millones de obreros, llevaría adelante una revisión total del materialismo histórico y
construiría su Dialéctica negativa, negando al proletariado el papel de Sujeto histórico del
proceso revolucionario.
El caso de estos filólogos, volviéndose al pasado medieval en busca de respuestas,
resulta particularmente dramático, pero sin llegar a una situación límite semejante creo que toda
indagación histórica que se lleve a cabo en nuestros días encuentra su motivación y su finalidad
en la preocupación por el presente.
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Julia Kristeva basa su libro Le texte du roman (1970) en el análisis de un roman del siglo XV, el Petit
Jehan de Saintré de Antoine de La Salle; Jauss basa gran parte de su “estética de la recepción” en el
fenómeno literario medieval y su recepción posterior; Bajtin elabora su concepción del carnaval y de la
cultura popular sobre la base de testimonios medievales; Lotman considera el fenómeno de la
significación medieval para elaborar su “semiótica de la cultura” y en cuanto a Eco, es conocida su
versación en la literatura y la estética medievales (Eco 1997), pero resulta especialmente ilustrativo de mi
argumento su artículo “La Edad Media ha comenzado ya” (1984).
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Todo esto suena terriblemente ambicioso, pero en el fondo sólo es un planteo realista
sobre las condiciones de posibilidad de una tarea intelectual. Mi intención es llevar adelante una
serie de prácticas de lectura sobre unos textos escritos en lengua castellana entre los siglos XII y
XV, dirigidas a iluminar una variedad de cuestiones básicamente relacionadas con la forma y la
ideología de esos textos. Tal es el objetivo: iluminar los modos en que los textos,
dialécticamente, representan parámetros de intelección, patrones de conducta y escalas de
valores de una sociedad, como también los modos en que los textos configuran, perpetúan y
alteran los códigos dominantes de una cultura.
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Madrid: Gredos, pp. 13-16.
AUERBACH, Eric, 1969. Lenguaje literario y público en la Baja Latinidad y en la Edad Media. Barcelona:
Seix Barral.
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Aprovecho y amplío aquí con toda intención el concepto acuñado por José Luis Romero en 1948 de
“ciclo de la revolución contemporánea” (Romero 1997).
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