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CHRISTIAN FERRER

MAL
S^OJO
El DRAMA
DE LA M I R A D A
Director de colección: Horacio González
Diseño de colección: Urna f Roca

© EDICIONES COLIHUE S.R.L.


Av. Díaz V&a 5125 (1405) Buenos Aires - Argentina

I.S.B.N. 950-581-174-8
(prólogo)

n cUramentí—y no tengo a
nadie a quien preguntar. "
Emily Dickinson

Este es un pequeño ensayo de índole personal


sobre la violencia técnica que se descarga coti-
dianamente sobre las ciudades y sobre nuestros cuer-
pos, y más específicamente, es un ensayo sobre la
violencia que ciertos sistemas de luz ejercen sobre el
sentido de la vista. "Personal" (¡uiere decir que no se
ha pretendido acuñar conceptos ni promover una
"teoría" sino apenas meditar, quizás impaciénteme fi-
le, sobre acontecimientos que no puedo sino perci-
bir como nudos gordianos. Y aunque a cada inter-
pretación ofrecida sobre esos problemas pueda
sonsacársele un dejo de insolubilidad, nadie puede
sustraerse a la necesidad de orientarse a través de su
actual y jeroglífica implantación. Gran parte de ios
temas aquí tratados sólo tienen un valor "fechado":
se refieren a rucilancias ocasionales —la computa-
dora, las variadas pantallas, el satélite artificial, la
cámara de vigilancia— a los cuales no puedo sino
contemplar como a fósiles, tal como hoy re-
memoramos al praxinoscopio, la máquina de vapor
O el transatlántico y no precisamente porque hayan
sido meras bisagras de un despliegue sino porque la
dinámica del futuro es absurda. Pero con la aproxi-
mación excesiva a la novedad también la escritura
adquiere fecha de caducidad: es el destino de los dis-
cursos que salen- al cruce. De todos modos, el pro-
pósito central del ensayo no consiste en realizar una
crítica de la televisión o —siguiendo los relevos
evolutorios y obligados de la a c t u a l i d a d — de
Internet, si es que por crítica se entiende hablar mal
de procesos o acontecimientos que no nos atañerían
en los más mínimo o con los cuales se mantienen
ambiguos impulsos del deseo. Ni mucho menos se
trata aquí de criticar la programación televisiva ac-
tual en aras de la futura o a los beneficios o malefi-
cios asociables a las tecnologías de la comunicación,
Tratar de comprender el proceso técnico es un mo-
vimiento emocional que adviene más allá del recha-
zo indignado o la aceptación excitada, a menudo
dobleces uno de la otra. Y cualquier espíritu libre ha
de plantearse, antes que nada, eludir el chantaje de
tener que pronunciarse a favor o en contra: la demo-
cracia. el mercado, la globalización son hoy polos
positivos de esa puja como antes lo f u e r o n el
racionalismo, el leninismo y la planificación estatal.
El fullero reparte nuevas cartas sobre la mesa pero la
baraja es la misina.

Lo que aquí se encenderá por técnica es algo bas-


tante poco "técnico" y algo a lo que un técnico en
sentido estricto —aún si fuera un intelectual que se
coloque en esa posición— difícilmente podría aten-
der. Me interesa proponer a las redes mediáticas e
informáticas como orientadoras de la visión y como
voluntades de poder que pretenden instaurar una
matriz total ai interior de la cual un modo de pensar
y de vivir queda enmarcado y desde la cual el mun-
do se expone ante nosotros. Creo que a la vista pue-
den serle restituidas capacidades visionarias que son
continuamente escamoteadas por su acostumbra-
miento a las operaciones perceptivas rutinarias. Quien
vuelva la vista atrás hacia el arco voltaico del surrea-
lismo vislumbrará este mismo problema. La pregunta
por el sentido de la vista no se resuelve con el análi-
sis de las operaciones sociales que la recubren y la
engarzan. La luz —como lo sombrío— puede con-
ducir al misterio y no solamente a la transparencia.
También ese es un privilegio de la vista, y meditar
con los ojos cerrados es también un modo de ver. La
única ambición de este ensayo consiste en señalar
un problema, y para ello se despliegan una serie de
is, de tanteos de la escritura, que vuelven
a recorrer el mismo tema — o b -
no en una Riga musical- El tono es,
demasiado a menudo, tajante. Ello demuestra el gra-
do en que me he empeñado en persistir en un ensa-
yo malogrado.

No participo de la creencia en una historia evo-


lutiva de la técnica. En general, no participo de las
conjeturas sobre ía evolución de nada, sin excluir la
condición moral y genética del ser humano. No creo
que ahora sepamos más que antes: todo nuevo cono-
cimiento apenas puede aumentar nuestro estado de
perplejidad y abandono, porque el saber no tiene
como misión descubrir o demostrar nada sino evi-
denciar nuestra condición. Las teorías evolutivas se
sostienen, contra todas las abundantes contrapruebas,
en un artículo de fe que es presupuesto y apotegma:
el progreso, ese futuro rotativo que aplasta y arrolla a
sus propias promesas. Aún más, constituye la de-
mostración de que el tiempo es vivido en vano, como
sucesión y no como secesión, como marcha esca-
lafonaria y no como cesantía, es decir, como demota
en donde podría advenir la experiencia extática de
un tiempo. Pero quizás yo escriba estas cosas no tan-
to para promover otros modelos de temporalidad y
de pensamiento, sino por apego a Casandta, cuya
figura mitológica y lenguaje apenas audible quizás
aún nos conciernan. Creo que en todo ensayo, y tam-
bién en toda teoría, se expresa una dimensión
oracular, que no remite tanto a la figura de la profe-
cía sino a la advertencia, al señalamiento de un mal
síntoma cuya feracidad lo transforma en sinto-
matologia de un mal. No es el horóscopo el objeto y
objetivo del pensamiento, sino ei desentrañamiento
de los signos confusos que el actual acontecer —es-
pacio dèlfico, mudo aunque elocuente— dispersa.
El optimismo progresista, en cambio, se nos presen-
ta como una "extraña mercancía psicológica" —así
lo definió Rafael Sánchez Ferlosio— que a la boca
del augur hace a un lado. Pero el necio paga cara su
osadía cuando no se está a la altura de la peripecia y
el obstáculo. En fin, hablar impopularmente y en el
momento del goce triunfal de un modelo de admi-
nistración de la vida nunca ha sido considerado un
bien lingüístico, pues el festejo excluye necesaria-
: al preanuncio funesto. A modo de ejempio,
:va metáfora ai uso de la "navegación" — u n
) machacón— no considera ia posibilidad
cognitiva del naufragio, del mismo modo que en una
época anterior las academias y sistemas de pensa-
miento no incluían en su maqueta la posibilidad del
desplome de su columnata. Pero el eclipse de una
certeza bien podría ser la antesala de la iluminación
momentánea de la mirada desguarnecida. El paso
siguiente no estaría dado por el agenciamien- to de
una nueva certidumbre sino por el desapego de to-
dos los pensamiento de época: es el único modo de
oír mejor. Quien remonte el árbol genealógico de
Casandra se encontrará con la Sibila, cuyo íütfullar
requería de oyentes atentos, ¿Quién quiere escuchar
hoy imperceptibles advertencias de raigambre
helénica? A quien le fastidien las metáforas extraídas
de la cultura clásica puede dirigir su atención al
hundimiento del Titanic: también él partió con la
marcha impetuosa y pesada de los Titanes. Y ya es
significativo que la tragedia de aquel transariántico,
que nutriera la imaginación de la mitad del siglo
XX, no pudiera ser sustituida y superada en nivel de
alarma por sus actuales equivalentes, las explosiones
del Challenger y de Chernobyl, a las cuales la pre-
sión centrípeta que ejerce la "actualidad" disolvió bajo
la especie remota del "accidente" —incidente, en-
tonces. Ya esto señala la degradación de un instinto
moral, al cual siempre hay que estar resguardándolo
de ios moralistas de fin de semana. En efecto, nada
hay más dañino para el desenttañamiento de la épo-

a técnic; que 1
contrastantes del estilo nostalgia e ilusión, pesimis-
mo y optimismo, rechazo y euforia, Ei giro que sería
preciso dar en y sobre el espacio del lenguaje coti-
diano y en y sobre la temporalidad del presente no
pertenece al orden de los opuestos morales que des-
pliega la época sino al de la predisposición a res-
guardar y pensar aquello que sin previo aviso evi-
dencia la condición de eso que nos impone condi-
ciones. Entre otros motivos porque la técnica es un
modo lingüístico y rutinario de tratar a los hombres

En todo caso, opté por escribir un ensayo en una


época en que argonautas de bolsillo prefieren arros-
trar líquidos bastante menos "electrizantes" que los
del viejo océano. Un libro es una fragata tan buena
como la mejor. En ellos se naufraga a menudo cuan-
do se acepta que la Odisea es peripecia posible. Pero
de toda lectura emergemos como sobrevivientes, y
la resaca no le niega a nadie una reliquia. Este ensa-
yo ha sido escrito a partir de la borra que en la me-
moria han depositado lo que se ha leído en los már-
genes de los libros, lo que se ha escuchado en el aire
de las conversaciones y lo que se ha visto mientras se
andaba por las calles. Residua: limaduras y virutas
de saber que la mente no puede digerir del todo y
que supuran por el ojo y la boca como imágenes
entomológicas o espectrales. Son postales de una
guerra invisible y el recuento atento de sus bajas,
l o d o acontecimiento histórico y todo acto humano
son capturados según la mirada que ha sido macera-
da por la experiencia biográfica e intelectual. Hay
muchas formas de mirar. Ño son iguales las miradas
del cazador y la de la presa. Ni son parecidos los
anteojos del auditor y los de la audiencia, ni la mira-
da serena y la exaltada. Este ensayo señala una elec-
ción. A las composiciones pictóricas que se desplie-
gan en multitud de puertas se las conoce como
"poKpticos". Una figura geométrica de esta suerte
encubre los acontecimientos cotidianos y a la época
entera. Cada cual comienza a abrir el conjunto por
el lado que mejor conviene a su mirada. Las puertas
que yo he abierto son miniaturas, fotografías forenses,
fotogramas dispersos de una película que no sé mon-
tar; quizás sean solamente algunos impromptus. Lo
que ilumina a estas miniaturas es una suerte de
panteísmo salvaje: son visiones en fuga de la teoría,
De modo que no se encontrará aquí una teoría de la
ciudad informacional ni de las redes mediáticas o de
la percepción visual sino la disposición anímica a
meditar sobre ellas y a extraer de la observación al-
gunas conclusiones, ideas sueltas, es decir, intuicio-
nes conceptuales a las que se ha dejado enroscar li-
bremente sobre un problema. Este ensayo es sólo
un prólogo, como lo es en verdad todo pensamien-
to. He trabajado con detalles históricos borrosos y
con objetos cotidianos evidentes: con la historia ol-
vidada de los ludditas y con la actualidad agresiva
de las redes mediático-informáticas, con la incorpo-
ración acrítica de ciertos procesos técnicos a la ciu-
dad y con la actualización de las técnicas de la vigi-
lancia social. Podría haber optado por otra configu-
ración de elementos y hubiera llegado al mismo lu-
gar: a la mirada con que se descarna la propia expe-
riencia biográfica.

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Todos ios temas que se recorren en este ensayo
han sido conversados con los alumnos de mi Semi-
nario de Filosofía del Lenguaje y con los integrantes
de la cátedra de Patricia Terrero, ambos de la Catrera
de Ciencias de la Comunicación de la Universidad
de Buenos Aires. La cátedra incluye a Lucila Schon-
feld, Estela Schindel, Daniel Mundo, Flavia Costa,
Claudia Kozak, Daniel Butti y Claudia Feld. Deta-
lles significativos y ayudas importantes fueron brin-
dados por Tomás Abraham, Carlos Gioiosa, Viviana
Alonso, Gustavo Varela, Rodrigo Molina Zavalía y
Javier Fernández Miguez. La confianza y la pacien-
cia de Aurelio Narvaja le han dado a este ensayo un
dubitativo punto final.

El pensamiento sobre la técnica es uno de los


más urgentes y más arduos. Si alguna huella fue en
este libro hollada con confianza es porque allí en-
contraba las de Héctor Schmucler. Al estímulo y
amparo amistoso de Horacio González adeuda este
ensayo su respiración.
A Leticia.
MaxKlmgtr: Tercer porvenir, gmbadu al
aptafiiene, J880.
( L A VIOLENCIA TECNICA/

Una m a t r i z de p e n s a m i e n t o

Esca es una época en la que el futuro no requiere


fórceps: llega solo. Se presenta como un peso que se
descarga cotidianamente y ante el cual testa poco
espacio de fuga o resistencia. A un peso sólo cabe
soportarlo. Otra cosa es la justificación política o
intelectual de ese nuevo orden: una cuestión donde
nunca se es neutral. Aquí, los debates orientados por
las tensiones entre optimismo y pesimismo son
inapropiados porque ambos polos suelen tensarse
alrededor de un mismo eje: la aceptación o rechazo
de las nuevas tecnologías, Pero desentrañar a la men-
talidad técnica exige ser algo distinto de un técnico
o predisponerse a pensar por fuera de los espacios
matrizados por consideraciones técnicas. Por eso
mismo, quien se refugia en fantasías imclecruales o
reactiva al estilo de T h e o d o r e Kaczinski, alias
"Unabomber", juegan, en cierto sentido, el mismo
juego del futuròlogo. La voluntad de justificar o de
recusar un orden técnico pertenece, en verdad, al
orden de las opciones éticas. En un caso, las pala-
bras dichas sin en raiza miento, o bien lanzadas a ro-
dar irresponsablemente, sólo pueden agravar el su-
frimiento de millones tanto como soslayar la pérdi-
da —a veces total— de patrimonios culturales o sen-
soriales macerados durante siglos. Hay que decir que
ci pensamiento conservador —modernizador él tam-
bién— suele ser, sobre estos temas, tan severo como
sincero: no engaña a nadie porque sus voceros están
convencidos de la inmutabilidad de la condición
social de las masas —aunque ahora se les llame usua-
rios o consumidores. Ellas sólo pueden encajar en
los grandes planes que ordenan territorios y existen-
cias, a veces por siglos.
La historia es el nombre de un crimen, peto el
siglo XX] es la coartada de los profetas tecnológicos,
políticos o publicitarios. Cuando tecnócratas y polí-
ticos proponen "modernizar" un proceso laboral, una
actividad produaiva, una r ^ i ó n postet^ada, un área
de la educación universitaria y así sucesivamente, se
percibe de inmediato la máscara del eufemismo,
"Modernización" significa en sus bocas "ajuste de
cuentas" —lenguaje mafFioso—. "desdeftamiento de
tradiciones", "debilitación de lenguajes", "mayor des-
gaste del cuerpo-especie", "domeñamiento de sensi-
bilidades refractarias", "olvido". Tierra atrasada: el
pasado de todo Futuro habido hasu ahora. Como
una de las misiones históricas de la verdad técnica
del mundo es justamente impedir un pensamiento
sobre la historia y, en particular, coda genealogía que
pretenda ir más allá de una mera "historia social y
evolutiva de las tecnologías", se suele solicitar que
una teoría de la comunicación o una filosofía de la
técnica —en tanto política teórica— no sólo dé cuen-
ta de la coyuntura, describiendo mecanismos y ana-
lizando tendencias; se le exige además la postulación
de posibles vías de salida a la deficiente inserción de
la Argentina en los flujos in formaci© nal es propios

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de la "global ìzadón", así como el análisis de los focos
de ccsiscencia a la renovación del parque tecnológico
de la nación. Se supone que esto es lo mínimo que
debe reclamarse a un docente universitario, investi-
gador o intelectual. Pero el reclamo esconde no sólo
una orientación metodológica y un ucase sino tam-
bién un concepto organización al de sociedad que re-
produce el d e s p i i í ^ e mundial de las industrias de la
comunicación. Aquí es preciso desentrañar el supuesto
implícito en el cruce de "comunicación" y "comuni-
dad": un pueblo no es equivalente a opinión pública o
a foro electrónico de dcl»te y de un cuadro estadístico
no cabe extraer la naturalización de un valor.
Argentina está a merced de las retóricas de se-
gunda mano de los entusiastas de tas nuevas genera-
ciones de electrodomésticos y, sobre todo, de nues-
tra tradición de autosuficiencia que nos lleva a no
prever más allá de los confines de un lustro ni a con-
fiar en las huellas que trazaron laboriosamente las
generaciones pasadas. Hubo un tiempo en que las
obras y los actos humanos eran ponderados sope-
sando el almanaque de la eternidad. Hoy, la muerte
no está incluida en el catastro simbólico de la ciu-
dad. Una lápida se le presenta al ciudadano tan ame-
nazante como una pantalla de televisión apagada.
La propia televisión tiene estrictamente prohibido a
sus actores envejecer, o incluso morirse, excepto a
modo de amotmamiento total de una vida estelar.
Cinco años es el tiempo suficiente que necesita una
telenovela —para repetirse de cabo a rabo—, un plan
económico —para no cumplir .sus metas—, un sa-
ber profesional —para volverse inexperto— y una

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generación de software computacional —para que
alguien firme el acta de defunción mercantil. Luego
comienza otro lustro: toda una era. Cada etapa se
impulsa a la maneta de un cohete espacial: abando-
nando la anterior, quemando la nave. De allí que el
optimista pueda comerciar fácilmente con la susuncia
humana que es a la vez la más moldeable y la más
vulnerable: la ilusión. Pero es un daño sólo vetifica-
ble a Rituro; por eso el tecnofflico cobra los dividen-
dos por adelantado. Luego, o bien muda de opi-
nión, es decir, huye hacia adelante lanzando nuevas
profecías, o se manda a mudar. Astrólogo astuto: le
dice al cliente lo que éste quiere oír: que el futuro
coincide con la felicidad. A su vez, el pesimista se
sustrae a la marea que empuja a sus contemporá-
neos, a veccs por nostalgia, a veces porque así defien-
de una alcazaba intelectual ya conquistada, a veces
por infinito desasosiego, No necesita pruebas que
rebatan sus afirmaciones, pues lo suyo es un posi-
cionamiento moral, Pero buscar refiigio en mundos
ideales de la historia humana, tal cual hizo cieno
hippismo tardío cuando acabo consumiendo fftnta-
sfas de íwoni <& sorcery, no es la mejor escuela de re-
sistencia. El eufórico sí necesita pruebas renovadas
de su fe, pero ni el peor de los apocalipsis lo haría
desdecirse de su nueva religión, pues lo suyo no es el
análisis sino el espejismo, no es ia p r o n t a sino la
legitimación. Así, el problema del intelectual
tec no populista consiste en volver a la tecnología hue-
m. bella y única para el imaginario colectivo. El pro-
blema del tecnócrata es, en cambio, más complejo:
ha de lograr que los cuerpos sean eempaiibUs con las
; tecnologías. En el discurso publicitario de
ciones periodísticas, académicas y guberna-
mentales se publicita a la ciudad informática del
futuro habitada por una ciudadanía bonachona, más
o menos pudiente y absolutamente moderna. No es
sorpresa que a !a abstractización y descarnalización
de los comercios humanos corresponda un nirvana
teórico, la fantasmagoría de un Ser Digital. Conse-
cuencia forzosa: luego de imprimir el marbete, reco-
miendan tratar a las contravenciones al decreto de
modernización total de la nación como "patologías
patéticas". Pero, si bien se io mita, el eufórico de las
nuevas tecnologías no se parece tanto a un profeta
como a un histriónico: su audiencia —como él mis-
m o — gusta de las mascaradas.
Pensar la Argentina contemporánea —es decir,
observar un tablero en el cual no resta casilla que no
esté moldeándose de cara al futuro— significa me-
ditar en esa mezcla tan propia de snobismo tecnoló-
gico y de agresividad obsesiva con que en este país se
descalifica a los que analizan o resisten las nuevas
ideologías de curso corriente. Quienquiera haya pres-
tado atención a la letra pequeña de los "años oscu-
ros" de la dictadura militar argentina habrá notado
la constante referencia a la modernización del país:
nunca antes se habían importado tantos electrodo-
mésticos, nunca antes se había viajado tanto por el
primer mundo, nunca antes se habían introducido
tantos souvenirs y miniaturas tecnológicas, nunca se
había tenido en el país una T V a todo color. Las
vertiginosas transformaciones de la vida argentina
durante este tiempo que algunos llaman "Menemato"
han podido impulsarse gracias a esa correa de trans-
misión que nunca dejó de correr bajo la plataforma
donde ios espectáculos políticos e intelectuales cam-
biaban de elenco. Pero en fin, todas las posguerras
son, por un tiempo, felices e inocentes. Sé que no
pocas de estas conjeturas podrían ofender a cualquier
ciudadano argentino "culto". El imí^inario tecnoló-
gico actual de sus clases dirigentes, de sus castas in-
telectuales, de sus gremios periodísticos y de sus opo-
sitores "al modelo" no se nutre tanto de la aspiración
legítima a un mayor comforiúno de la sustancia moral
que ya hace mucho tiempo viene orientando a la
conciencia nacional: la modernidad a toda costa', con-
seguida por las buenas, si es posible, y siguiendo un
atajo de ser necesario. La generación del 80, Yrigoyen,
la Década Infame, Perón, Frondizi, Videla, Alfonsín
y Menem han sido sucesivos abanderados que vela-
ron junto a la pica que la modernidad tecnológica
clavó en el Río de la Plata. Los ramales por donde se
desplegaron sus metas fueron hilados desde la plaza
fuerce que es, además, el artefacto que mejor repre-
senta la idiosincrasia argencino-modecna: la Ciudad
de Buenos Aires. Y sus metas son hoy aderezadas
con argumentación moral, como siempre ha ocurri-
do en el país. Contestar este tipo de argumentos es
tarea casi imposible en una nación que ha decidido
"globalizarse" —sin importar lo que esto signifique.
Toda opinión "fuerte" sobre este tema, toda pers-
pectiva ardorosa, recalcitrante o extrema dicha en la
última década ha sido vista con malos ojos. Argenti-
na terminó convirtiéndose en una curiosa democra-
cia donde sólo el cliente puede tener razón — a todo

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cosfo—, donde el Ministerio de Educación es capaz
de aplastar con el pulgar a los "analfabetos tecnoló-
gicos" que aún abulten ciertos porcentuales en el país,
donde la audiencia puede llegar a armar la de San
Quintín si se suspende la fiindón continuada. Los
consumidores de software, los consumidores de cul-
tura. las audiencias televisivas, las corrientes turísti-
cas no son "asociaciones de hombres libres", como
suele decirse: son tjérñtot.
La simbologia actual de la mercancía es el tatuaje
de fistiches acerados y poderosos. Sus idólatras están
persuadidos de que los objetos técnicos portan algu-
na suerte de "maná". La creencia en los bienes tec-
nológicos y la adoración de la fuerza de voluntad
técnica serán subsumidas algún día en un concepto
más preciso; el de una religión de nuevo tipo. El día
en que la era de la técnica ya no disimule más esa
consistencia sabremos que un nuevo dios titánico
había estado fabricando a los hombres a i m ^ e n y
semejanza suya. A juzgar por ciertos prototipos que
rondan por el mercado, la condición humana ya
habrá sufrido tales retoques que el hombre del íiitu-
ro quizás nos contemple como a débiles encamacio-
nes de diosecillos timoratos. Conés no disimulaba
su esencia de conquistador ni Robespierre vacilaba
acerca de sus tajantes obligaciones republicanas.
Mientras tanto, los más tibios, los que remiten la
tecnología a condición neutra ("depende del uso que
se le dé—", "depende de quien lanza el misil"; siem-
pre "depende") no sólo justifican los crímenes del
pasado inmediato — f i t t un requisito histórico, aullan
el stalinista y el tecnócrata—, también i
los abusos posibles de! futuro. Como los obituarios
de ias víctimas de la organización técnica del mun-
do sólo se publican en las noticias periodísticas me-
nores, los eufóricos pueden pregonar tranquilamen-
te que "hay que olvidar a los caídos en los campos de
batalla de ios planes de ajuste, de las industrializaciones
aceleradas, de las renovaciones tecnológicas en los
procesos laborales, porque ello fue históricamente
necesario'. Y agregan; "hay que mirar para adelan-
te". Como ios asnos. En los harás académicos, pers-
pectivas por el estilo hacen avanzar a punteros y re-
zagados sobre una pista circular, hundiendo al pen-
samiento en el maelstrom de la actualidad centrípe-
ta. Y sin embargo, esas opiniones no representan una
novedad en la historia de la modernidad tecnológi-
ca. Cada vez que un tecnócrata o ministro predica la
subordinación de los currículos y las investigaciones
universitarias a criterios estatales de utilidad saltan
a la memoria las Escuelas Politécnicas instituidas por
Napoleón; cada vez que irrumpe una nueva genera-
ción de software para computadoras recordamos a
los novísimos ultramarinos que se alineaban en las
vidrieras de las grandes tiendas; cada vez que un
urbanista proclama la imperiosa necesidad de im-
poner nuevos planes reguladores de la ciudad la
memoria eyecta ei nombre de Haussmann. Todo
futuro predicado es también un viaje de vuelta al
inicio de la revolución industrial y de la erección de
las metrópolis, porque nuestra actualidad es el osa-
rio del futuro. Y así ha sido desde la época de los
ludditas. Una teoría crítica de la cultura debería poder
aplicar el carbono 14 al espejito retrovisor, al teléfo-

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no público, a las redes compuracionales o a cual-
quier otro artificio moderno- Poder oler el polvo fó-
sil de una novedad es el instinto clave de una dispo-
sición crítica pues una ciudad es también una ruti-
naria marcha fúnebre hacia la ruina barrial y el ba-
surero industrial, dobladillos del "avance tecnológi-
co". Todos los días pasa el sepelio silencioso de los
juguetes industriales pasados de moda y de las ma-
quinarias obsoletas d tiempo que el frenesí de la
novedad obnubila la mirada a fin de hacer menos
obvio el envejecimiento sin dignidad y el dolor sin
consuelo que a. simple vista se muestra en las inter-
minables filas de "viejas generaciones" o de rechaza-
dos a la entrada de los campos de trabajo. Así tam-
bién, la ficha ganadora en la mesa de ruleta nos dis-
trae de las apuestas segadas por el bastón del croupier-

A partir de AFrica

Cuando los primeros portugueses llegaron al te-


rritorio que actualmente llamamos Angola se encon-
traron con una tribu nómade de características ex-
cepcionales: un sistema guerrero en marcha cuyo
único móvil consistía en la destrucción y arrasamien-
to de toda cosa viva que le saliera al paso, Según los
cronistas lusitanos, la tribu migraba por el sur del
continente como un lento pero eficacísimo ciempiés
venenoso, saqueando las riquezas, matando a los
hombres, secuestrando a mujeres y niños por un tiem-
po, quebrantando símbolos tribales, deteniéndose
sólo el tiempo necesario para retomar el impulso ha-
cia adelante, siempre hacia adelante y adentrándose
en selva incógnita. Los estupefactos cronistas toma-
ron nota de que ningún miembro de la tribu, ni tan
siquiera sus jefes operativos o sus shamanes, parecía
recordar cuándo habían iniciado la incursión ni por
qué, y no parecían disponer de tiempo ni de ánimos
para explicarse a sí mismos su impetuosa condición.
Poco tiempo después, el rastro de la tribu se perdió
en la espesura. Es ésta una oscura excentricidad de
la historia que no merecería ser desdeñada como es-
pejismo de europeos. La anécdota bien podría ilu-
minar nuestra actualidad: contemplada desde nues-
tra perspectiva, y tomando cierta distancia de sus
antenas exploradoras y de sus implantes domésti-
cos, quizás pudiera acuñarse como imagen posible
del modo de desplegarse de las redes mediático-
informáticas — y por extensión, del ideograma que
tamiza a todas las tecnologías del siglo—: una fuer-
za en creciente expansión, sin líderes, sin estado ma-
yor, sin genealogía reconocida, con una edad esti-
mada entre cincuenta y cien años, con alguno que
otro padre fundador o nombre propio que es resca-
tado momentáneamente de su época heroica (aun-
que esto importa poco pues sus acólitos olvidan rá-
pido), sin leyes trascendentes a sí a las cuales honrar,
sin fines (a estas'alturas, el lucro cuenta como obje-
tivo garantizado), sin confines (a no ser que sus re-
des se constituyan también en alambrada), sin cen-
tro (a no ser que la red misma sea toda ella una
centralidad), sin ejército (pues toda ella es una des-
ordenada aunque irrefrenable milicia) pero que sólo
quiere y puede extenderse hasta donde sus fuerzas lo
permitan o hasta topar con un muro de contención.
Y esas fuerzas recién están despertándose. Se trata
de una verdadera voluntad de poder en estado quí-
micamente puro que hace presión sobre el sentido
de la vista y que predispone a la mirada humana a
ser descarnada, despellejada, facetada, orientada, se-
ñalizada y, in extremis, daltonizada. Luego, la verdad
de la época se pre-dispone ante el perceptor como
una perenne naturaleza muerta rotativa. Que toda-
vía el ojo humano —sometido a estas altas presio-
nes— no haya saltado hecho añicos habla bastante
bien del forjador de vidrio que originalmente lo
moldeó. Quien presta atención solamente al cuadro
que en cada galería se entrevé, o al estilo de época
(cuya vida útil no sobrepasa el lustro) con que se
maquilla a personajes y temas, o al modo en que las
audiencias cautivas reclaman la devolución de su
dinero, y quien recorre el espinel en alucinada pere-
grinación, y quien describe cansina y desapasiona-
damente sus mecanismos, gerencias e incumbencias,
pero también quien —pertrechado de cultura o de
ilusión— desprecia o minimiza sus consecuencias,
todos ellos pueden soslayar inadvertidamente la po-
tencia de voluntad que en esta época se devela bajo
la forma de una visualidad obligatoria. Una volun-
tad que se ha montado sobre esa fuerza más antigua
que siglo tras siglo aspiraba y expiraba a los hom-
bres, a sus actos y a sus pasiones, y que ahora, tras
ultrajar sus tesrimonios, puja en el vacío como un
planeta desorbitado que siguiera rotando iner-
cialmente, como una frenética rueda de molino cuyo
pistón hiende en seco, como un aliento de nada que
se hubiera apropiado de la capacidad de soplar.

La obligación

Las redes informáticas, la propia televisión, las


tecnologías de la visión en general, no son la causa
originaria de las transformaciones en el orden del
sentido de la vista. Ellas son, en gran medida, con-
secuencia, o al menos, proceden a modo de causa
eficiente e ineludible después. Hay que imaginar a
esas tecnologías, a esas pruebas áe\ progreso, por más
rutilantes que parezcan a simple vista, como crista-
les de aumento que fijan formas en lo visible, como
visores que ai mundo abren como panorama, como
ranuras por donde la reticencia del caos natural,
libidinal y urbano cede un poco de terreno y permi-
te e( ensamblaje, como el Unico ángulo recomenda-
do desde el cual un dibujo anamorfótico recompone
algunos de los elementos de su composición. Pero el
impulso que empuja a los hombres hada esas torreras
corre por un carril más ancho y es previo; es la vo-
luntad de ver, disposición subjetiva para la cual ya
hacia mucho tiempo que un conjunto de institucio-
nes y de tecnologías estaban siendo dispuestas a fin
de orientar la atención visual, a fin de señalar pers-
pectivas convenientes, a fin de hacer rotar el globo
ocular sobre un encuadre —ojo de mosca— hacia el
cual también confluían millones de ojos. Y también
para invisibilizar objetos y actividades visuales in-

28
convenientes y para atrofiar ciertos modos de ver.
Las "verdades visuales" que se exponen en esos mar-
cos no son imágenes del mundo sino, s ^ n la fa-
mosa fórmula de Heidegger, un mundo sólo asible
bajo la forma de imagen.
El sentido de la vista es, evidentemente, conti-
nuo (prosigue incluso durante el sueño); pero la
obligación de ver es de otro orden. Indagarla ex^iría
una autopsia profunda de los espacios visuales que
se nos ofrecen a la vista. En cuanto al valor moral,
pedagógico, ideológico y recreativo asociables al con-
sumo de programación televisiva o a los usos posi-
bles de las tecnologías comunicacionales, son hipó-
tesis que es preferible desplazar momentáneamente
a un costado a fÍn de hacer evidente esa fiiena de
succión y de conformación del sentido de la vista,
del mismo modo que en las obligaciones de votar,
de testimoniar en juicio o de cumplir el servicio
militar debería prestarse atención a la calidad forzo-
sa de los trabajos ciudadanos y no sólo a sus produc-
tos. También las variaciones ondulantes en lai ofen-
sivas de infantería son, en última instancia, diseña-
das y propulsadas por estados mayores en la reta-
guardia. De una voluntad de dominio ii
sus recursos y estratagem
tificaciones y retroalimcntaci
de los procesos televisivos a una teoría del "sujeto"
necesariamente conduce a tratarlos como espacios
donde solamente ocurriría una guerra de guiones o
de ideas, de estilos estéticos o de pujas genera-
cionales, para solaz y contento de espectadores "en-
tendidos". De codos modos, ya esos pasos de come-
dia (piruetas que están inmejorablemente resueltas
en ios programas "culturales", "políticos" y "noticio-
sos") deberían predisponernos a tomar a la progra-
mación televisiva como algo poco serio. Si en el aná-
lisis se recurre únicamente a una teoría de la recep-
ción de la ideología o se pivotea sobre los gustos
populares de la audiencia, se escamotea la guerra de
luces que permite constituir un espacio existencial
en el cual se orienta a la vista. El análisis de la activi-
dad del "sujeto" tiene pertinencia sólo si se incluyen
los efectos mediáticos en un dominio tecnocultural
superior, Porque la "libertad" del usuario es el ama-
ble preámbulo de la constitución del libre mercado,
pero su línea de flotación lingüística disimula nues-
tra condición de minicomponentes de una gigan-
tesca fábrica social.
En los últimos dos siglos la obligación de ver no
viene determinada por la ampliación y mejoramien-
to de una capacidad fisiológica ni por ia decadencia
de la alta cultura ni por los avances tecnológicos,
sino porque el régimen de visibilidad dominante —
régimen político entonces— predispone a creer lo
que en su interior se ve. Hacer ver la verdad: es éste el
objetivo de esa voluntad de poder, que quiere impe-
dir cualquier otro derecho de visión y para ello bus-
ca apropiarse incluso de la más nimia célula de vi-
sión humana. Se trata de lo que algunos autores lla-
man ocularcentrismo, sistema de orientación y coer-
ción visual efectuado a través de las actividades vi-
suales cotidianas. Aquí, la luz ejerce una violencia
específica que en cada cuerpo ilumina, en degradé,
s y pensamientos, intentando llegar al pris-
ma lumínico originario que concede matiz e irisa-
ción al ojo. ¿Cómo se aparecen las cosas en e! campo
visual rutinario? Aparecen ante la vista: las obje-
tivamos, las dominamos. Han aflorado en el campo
visual rutinario como por un tubo, y su reconoci-
miento continuo ya es condición de existencia. Las
hemos-visto-antes. Pero tanto en la formación como
en el reconocimiento de formas actúa la tensión de
una diferencia: entre el estímulo percibido y la for-
ma imaginada, una brevísima verdad incontrolada. En
cada acto de ver se pone en marcha una artesanía
compleja y la suerte de luz que cada cual alberga se
hace ojo, y ve. En la historia moderna de este arte de
la caza sutil, los surrealistas fueron maestros del jue-
go. ¿Pero qué tipo de visión deja canalizar nuestra
matriz ocularcéntrica? Otras formas de ver, otro mun-
do visual ya necesitarían, no de un uso diferencial
de las tecnologías mediáticas, sino quizás de otras
tecnologías de la visión. Aquella matriz logra que la
sobreabundancia de luminosidades se estrechen en
pocos haces. Sabemos, sin embargo, que mientras
más facetas haya pulido un ojo, más afluentes ane-
garán el campo visual.
Cada rayo de luz establece un cono de s ^ e r , en
cuyo diámetro la mirada se enrosca. Y en toda ciudad
se escenifica un combate indeciso por dirigir la aten-
ción de la mirada y para orientarla hacia ciertas tecno-
logías y hacia cierto i m ^ n a r i o lumínico. Es esta una
contienda de astros en nuestro siglo de las luces. En
estas batallas, la profundidad alcanzable por una em-
bestida depende del grado de extremismo de la nueva
metáfora liunínica. Pero una metáfora de luz —en es-
pccial, si es emei^nte— sólo puede derrour a la an-
terior o a su adversaria si puede desplegar una línea
de contagio visual •—equivalente a la linea de abas-
tecimiento de un ejército. El campo queda abierto
cuando la metáfora lumínica que es cercada ingresa
en ur»a etapa de "anemia visual", punto de no-r«or-
no en un declive somático. En verdad, la relación
entre "estados de ánimo" {personales o colectivos) y
sencido de la visión está muy poco sondeada, aun-
que el ojo sea siempre periscopio del ánima. El
encandilamiento y el debilitamiento del sistema
l u m í n i c o anterior (de sus tecnologías, de sus
orientadores, de sus espacios institucionales) logra
desplegar un arco voltaico que produce el mal de ojo
por donde se infiltra una metáfora extrema. Así, el
SIDA fue concepto y realidad más potente que la
sífilis, y la bomba atómica más que el cañón de gran
cilindrada. En épocas de confusión basta que un re-
flector atraviese el mar de niebla para que se institu-
ya una guía para tuertos. Cuando en 1853 se realizó
en Buenos Aires-la primera experiencia de ilumina-
ción con luz eléctrica el diario Tribuna informó que
"el efecto que produce esa luz sobre los muros de las
casas, sobre los muebles y sobre los mismos rostros,
es magnífico". Toda nueva experiencia de la luz se
magnifica con relación a la anterior: siendo más ex-
trema, vuelve a la otra mortecina y ensambla a los
remanentes materiales de la luminosidad previa en
el interior de sus nuevos presupuestos. Peto no son
pocos los descuidados que confunden al extremismo
metafórico con maniobras tecnológicas de "avance y
progreso". Quien medite sobre el antiguo mito de la

52
medusa descubrirá que es aún muy i]
A la intencionalidad ideológica impulsada por la
voluntad de poder mediática cabría aplicarle el con-
cepto que Frederic Jameson aplicó al cine: "estética
geopolítica", concepto que quizás cuadre mejor a la
televisión. En verdad, el impulso es más primario,
pues la máquina visual sólo quiere hacer visible al
mundo a través de sí e imponer obstáculos a otros
modos de hacer advenir el mundo. La máquina vi-
sual es un ensamblaje de metáforas lumínicas del
conocimiento, espacios institucionales y arquitectó-
nicos y tecnologías de visual i zación, y su articula-
ción despliega un espado existencial donde se pone
al descubierto una verdad de época, En determina-
das etapas de su despliegue la voluntad técnica y su
máquina visual se ensamblaron con diversas institu-
ciones y poderes —antiguos o emergentes, moralistas
o modernizado res— a fin de potenciar su impulso:
con aparatos de Estado, con iglesias, con mecanis-
mos de censura, con símbolos que incluso podían
serle perjudiciales en el futuro. Esa red de relaciones
fiie cambiando aceleradamente de época en época,
hasta el punco de que la propia red ya ha ampliado
sus fronteras hada foera de la tierra misma y ha evo-
lucionado mediante la alianza con redes informáticas
y telefónicas: la radiación que hoy fosforesce en la
intersección de las tres redes promete durar más tiem-
po que los propios desechos de la industria atómica,
i-uego de cada mutación, la voluntad técnica que
jmpulsa a las redes mediáticas borra los rastros de
las alianzas anteriores. Hoy se estila mencionar a "gru-
pos multimedia" o se le recuerda a la audiencia su
derecho a ver, sólo garantizable por la propia televi-
sión. Pero en su etapa heroica —su época moral—
las j u s t i f i c a c i o n e s recurrían bascante menos a
camuflajes üngüísticos para nombrar la condición
material de los "mass media".
Esas metáforas lumínicas se encastran en espa-
cios sociales y espirituales que las cobijan y desplie-
gan. De allí que el ojo rote según la metáfora y las
tecnologías a las que se engarza. Que el ojo rota quiere
decir que es orientado. En toda luz —cualquiera: de
la llama gaseosa de la hornalla a la de la pantalla de
la computadora— está contenida la dirección de una
mirada- Y orientación sensorial es, no pocas veces,
un eufemismo por privación sensorial. Un ojo enca-
bestrado o enjaezado es una óptica cegada: no perci-
be ni el foco que lo ilumina ni el punto ciego de ese
foco ni la fuente personal de donde emana la visión.
Pero también los fogonazos informes de un sueño o
un rostro inextinguible que la memoria del doliente
vela son sustancia luminosa del alma atenta. El co-
nocimiento de la luz depende de qué cielos guíen la
vista, del voltaje anímico que ilumine la visión, del
"testimonio ocular" del cual se nos ha hecho deposi-
tarios y con el cual se obsesiona la mirada, o bajo
qué tecnologías queda encomendado el destino de
la subjetivación. Tantas ondulaciones de la luz hay,
tantos modos de ser bañados por esas luces: la celes-
tial, la nocturna —lenta radiación—, la crepitante,
la saturniana, la espectral, la mercurial, la televisiva
— ( l u z fría?—, la cinefila, la reflexiva, la estro-
boscópica, la ¡luminista; no ha de descartarse la bra-
sa de la colilla de un cigarrillo apurado en la triii-

34
chera o la de un tanal que rastrea la resaca de un
naufragio. Hay tanta abundancia de luminosidades
que todas sus modalidades generan sus propias
mitologías, eróticas y ontologías. Desde el tan ruti-
nario primer rayo hasta el fuego fatuo —última chis-
pa despedida por el cuerpo—, forma postuma que
en Argentina es llamada "luz mala". Sería posible
escaquear a cada persona en alguna de esas ondula-
ciones. Como cada uno de los astros luminosos com-
bate al otro hasta consumar su eclipse, la modalidad
de la lucha define la alquimia diurna o melancólica
del temperamento. Y cada temperamento es atraí-
do, inquietado, engarzado o repelido por las diver-
sas luces faciales, urbanas y tecnológicas.
La literatura ofrece multitud de ejemplos de es-
tas correspondencias entre alma y ÍUZ, Withman
podría haber sido un poeta "solar". Lovecraft, por su
parte, mamaba de ia luz espectral de un agujero ne-
gro y la estrella de Rimbaud se apagó pronto. Hay
seres cuya existencia encera está afectada por la luna,
espejo percudido que refleja sobre sus criaturas el
aura densa que proviene de más lejos aún y con la
cual no sólo se destilan remedios para licántropos,
también se forjan modalidades penumbrosas del pen-
samiento. Estas luminosidades tenues no son meros
fogonazos persistentes del romanticismo: son claros
donde se ampara la disricmia emocional sentida en
relación a las nuevas velocidades sociales. La conca-
vidad melancólica de un Friedrich o la mirada
alcoholizada del detective privado de novela negra
son también guías iniciáticas hacia otras visiones. En
uno de los últimos ensayos de Néstor Perlonghcr se
describen los efectos lumínicos producidos por la
Ingestión de ayahuasca durante u
giosa a la que atendió:

"Vibración de la luz (por momentos parece que


las lampariras del templo estuviesen a punto de
estallar), explosión m u l t i f o r m e de colores,
cenestesia de la música que todo lo impregna
en flujos de partículas iridiscentes, que hor-
miguean trazando arcos de acerado resplandor
en el volumen vaporoso del aire, un aire espeso,
como cristal delicuescente. La acre regurgitación
del líquido sagrado en las visceras —pesadas,
graves, casi grávidas— convierte en un instante
el dolor en goce, en éxtasis de goce que se siente
como una película de brillo incandescente cla-
vada en la telilla de los órganos o en el aura del
alma, purpurina centelleante unciendo, a la
manera de un celofán untuoso, el cuerpo enfe-
brecido de emoción".

En un retazo de la autobiografía de Juan José


Sebreli se acuñan imágenes de una infancia pasada
en los años 30 en ei barrio de Constitución y evoca-
das por la memoria:

"Buenos Aires era una ciudad muy distinta de


la actual. Su luz era otra, con noches más oscu-
ras porque escaseaban los carteles luminosos y
las calles quedaban lúgubremente iluminadas
con lamparitas eléctricas colgadas de cables, que
daban una lánguida, titilante luz amarillenta
rodeada de sombras. Mis padres todavía ilumi-
naron su infancia con lámparas de ketosene y
candelabros con velas. Sólo un año después de
mi nacimiento se apagaba el último ¿ r o l de
petróleo, y faltaba mucho pata que apareciera
el neón. Las 'iluminaciones' con guirnaldas de
lamparitas constituían ei gran fasto de las cele-
braciones, Lo eléctrico todavía seguía constitu-
yendo un signo de progreso técnico y las chis-
pas del troley del tranvía eléctrico eran novedad
cuando mi madre era joven".

Cada mirada acaba por encontrar el astro que le


es propio y propicio: quien se nutre de la luz diurna
dispone de un ojo solar, quien no puede seguir su
camino sino es bajo el amparo lunar es porque sus
párpados se fijan en el cuarto menguante. Para algu-
nos la media mañana es el ecuador del día y no (alta
quien espera a los eclipses con guia. Pero hay clari-
dades y tinieblas que ninguna tecnología visual pue-
de reducir ni crear. Juan L. Orriz escribió sobre una
claridad que era una "forma ligera y profunda", "sue-
ño tü ¡a plenitud / lleno a k vez de los sueños / transpa-
rentes del agua, 1 abiertos a otro abismo ! aún más puro"-,
y lo que los sobrevivientes dei horror atómico han
visto ninguna fotografía puede teprodudrlo. Cien-
tos de años acumularon un saber sobre los diversos
matices pictóricos del alma que se está perdiendo
aceleradamente- Pues es en la existencia cotidiana
donde se modela la relación entre luces y modo de
ver: ios chispazos de los viejos fogones de codna sus-
citaban visiones emotivas distintas de las generadas

37
por ei resplandor del horno a microondas. El análi-
sis de sus diferencias ayudaría a desentrañar la evo-
lución de la historia del fuego. ¿Pero qué tipo de
temperamento lumínico está gestando el relumbrón
de la pantalla de computadora?

Medio mundo

Diez años atrás comenzó el proceso de transición


al así llamado "cibetespacio", Coinciden temen te, una
vocinglería cuyos deci be les no cesan de aumentar
viene anunciando el final del reinado milenario del
absolutismo político, epistemológico y perceptual.
Desde esta Babel o mesa redonda —pues el coro
reúne a derecha e izquierda, modernos y postmo-
dernos, tecnócratas e intelectuales, estadistas y
corsarios— se pregona el descubrimiento del plan
maestro para la construcción de una polis a prueba
de tiranos y de sistemas de confiscación de la opi-
nión: "ia Red", Una geometría laberíntica a ia cual,
curiosa y sospechosamente, le ha sido sustraído su
Minotauro, Aquí la computadora personal sería
moton¡veladora y las redes telefónicas tiralíneas y los
satélites internacionales de comunicaciones an dam i os
o túneles y los teclados porti

"ciudad", la descentralización constituiría la garan-


tía de que circulatoria de información, opciones de
itinerancia y regulación de velocidades no podrían
ser reconducidas a unidad de sentido o a sentido
común. Se nos promete entonces una tierra ubicua.

38
localizada en todas panes, o más bien, en el movi-
miento mismo. Pero, en rigor de verdad, la circula-
ción ha sido germen de ciudad: de las redes sanguí-
neas a las financieras, del circuito laboral a la red de
tránsito, la metáfora no ha hecho otra cosa que mul-
tiplicar su grosor. Ahora, el trabajo a domicilio vía
computadoras, la democracia plebiscitaria — u n te-
clado, un voto—, la multicanalización de la televi-
sión, el shopping por pantalla y tantos otros conforts
mostrarían apenas la punta de la red. Pero quien la
contempla no como una promesa sino como una
materialidad presta atención, por el contrario, a su
condición de Voluntad de Poder, uno de cuyos pri-
meros logros es el de sincronizar las actividades hu-
manas cumplidas hasta el momento semiautó-
1 ias zonas hasta ahora reservadas a ia
comunicación, al consumo, a la información finan-
ciera, a la inteligencia policial y así sucesivamente, y
sin excluir, menos que menos, a la banalidad y la
necedad —nuestra maleza. Asistimos al afinamien-
to de un complejo cronometrador cuyas esferillas y
agujas ya son capaces de ovillar husos horarios dis-
tintos y usos creyentes opuestos. La ciudad del siglo
XIX necesitó de un metrónomo simple —el r e l o j -
para coordinar ei movimiento de individuos quie-
tos, pero la del siglo XXI ya está reclamando un arte
de relojería más adaptable al movimiento. Como con-
secuencia de ia globalización comunicacional y de la
velocidad de los flujos financieros, su "árbol de rue-
das" ya pulsa el ritmo de todos los hemisferios. El
«loj actual no sólo es políglota: ya es multicultural.
¿Acaso Internet es uno de sus segunderos? En fin,

39
una cosa es la flexibilización temporal y otra la abo-
lición completa de los usos actuales del tiempo a fin
de detenerlo o disolverlo.
Una radiografía de la red se vela con facilidad
porque ella viene envuelta en un discurso romántico
de índole político y tecnológico similar al que acom-
pañó en el siglo pasado a la red ferrocarrilera antes
siquiera de que los durmientes fueran depositados
en tierra o en los años 30 a la red de carreteras en
Alemania antes de que el parque automotor alcanza-
ra dimensiones considerables. La publicidad concep-
tual de las nuevas tecnologías constituye una suerte
de máquina de vapor del lenguaje, a saber: la condi-
ción estética que vuelve deseable al futuro, La ad-
quisición de una computadora no es una elección
posible entre otras tantas: es una obligación, tanto
como en cierto momento del siglo la taquigrafía y la
estenografía fueron condiciones sine qua non para
un miembro de la clase media que pretendiera lan-
zarse hacía el slalom del ascenso social, Por el mo-
mento, sólo a menos del 1% de la población mun-
dial le concierne Internet; pero quizás sea ésta la pri-
mera institución a la que se concede quòrum con
sólo una presencia mínima, Se entiende: a su inte-
rior ya están ubicados en sus puestos ios usuarios
representativos fundamentales; el resto se hunde en
la pauperización, la nostalgia o la vejez. Y si alguna
vez existió algo así como un período libertario en
Internet, ya es prehistoria; el ingreso masivo de usua-
rios exige la eliminación o el do mesti cam i en to de
los pioneros: repasar las biografías de Colón o de
Cortés resulta un excelente ayudamemoria. La con-
dición cultural que promueve su expansión es la vo-
luntad de movilización (y no la tecnología, es decir,
¡a materialidad técnica de ia red): esa voluntad viene
germinando desde hace doscientos años y ya en su
semilla se abría una nueva percepción panorámica
para la cual recién esta década consiguió fabricar los
visores adecuados- Es muy significativo que la red se
pretenda sin afuera, al igual que sucede con ciertos
sistemas de pensamiento incapaces de reconocer nin-
guna otra verdad fuera de su marco epistemológico,
La red entera es un mirador orientado hacia el pano-
rama interno. Pero hasta los muros de un laberinto
tienen espalda tanto como las redes se apoyan en
aparejos y ganchos o las telarañas en paredes y te-
chos. El afuera de ese adentro ha de ser una geome-
tría seguramente más sorprendente, para no hablar
de las fosas abisales de la humanidad donde la "in-
formación" sirve de poco y de nada.
¿Es la red el desagüe por donde se diluye la tota-
lidad social y epistemológica? No es poco generoso
llamar "des-totalización" a un proceso en expansión
que recluta a miles de usuarios por día, a millones
por año y a decenas de millones por década. Un tipo
de red que se corresponde con el modelo del "medio

germen, en cuyos bordes comienza lo que mañana


testará del mundo, enormes márgenes cuyas luces
tnenguan día a día. Así también, la sensibilidad cam-
pesina fue cercada e! día en que la fanferria del Gran
Urbanista promovió el catastro sensible de la ciudad
"rbt et orbi, aunque su teodolito quizás sólo pudiera
medir el cerradísimo ángulo de la esfera del reloj:
Haussmann llamaba a sus arquitectos asistentes
"geómetras urbanos". La red es el nuevo gran
sincronizador de la sociedad "global", el último
modelo de cronometración de la sociedad capitalis-
ta. El hecho de poder lanzarnos telefónicamente hacia
las antípodas o de eyectar un "corteo electrónico"
allende las fronteras se constituye en la prueba sim-
bólica de la potencia circulatoria de la red. Pero as!
como el "encuestado" no percibe la envergadura del
universo estadístico en el que su opinión es elevada a
rango aclamatorio, a quien sale a "navegar" (en auto-
pistas cada vez más señalizadas) quizás no le esté
permitido trazar el mapa náutico general ni mucho
menos atisbar a las nervaduras que trama la historia
natural, que a su vez contempla al tejido tecnológi-
co con el mismo cansancio con que ya ha visto pasar
otras diagram aciones y laberintos: como a mortajas
que nunca acaban de envolver del todo a la historia
humana. La constitución y expansión —aunque to-
davía en ciernes— de una red informática a escala
global anuncia el ordenamiento de un espacio que
luego será puesto a disposición pata ser utilizado,
devenido utilitario y aprestado para dar utilidades.
Por la "autopista informática" circulan, por sus ca-
rriles correspondientes, la televisión, las videocon-
ferencias, ¡as bases de datos, la telefonía, el correo
electrónico, las "páginas" personales de un diario
impúdico, y tantos otros consumos domésticos: he
aquí un transito tan ordenado como ei de una aveni-
da. En ese espacio los recorridos de las miradas y
;cen de "libertad": siguen un
uya diagramación se ofrece no tanto a

42
ampliar el ángulo de mira sino a dirigirlo. Lo que en
ja red se protege no es el derecho ambulatorio de la
gente sino el derecho del movimiento de la gente. No
sería poco alivio si se pusiera los pies sobre la tierra,
es decir, en un pensar materialista y se contemplara
a las nuevas físicas inmateriales como dominios en
donde se ejerce un dominio, y no como espacios
donde se experimentaría el espaci amie neo.
Luego del Renacimiento, la perspectiva pictóri-
ca, la construcción de enormes jardines y la expan-
sión de los límites de la geografía alentaron la posi-
bilidad imaginaria de representar el infinito, pero
en verdad impusieron un modo de ver. Posibilidad
que será renovada, en las prácticas ambulatorias, por
el trazado de avenidas urbanas en el siglo pasado,
por la de autopistas en este siglo y al fin por las redes
mediáticas e informáticas en la actualidad. Pero el
infinito quizás ocupe un espacio geográficamente re-
ducido y esté contenido en cada detalle; está cerca,
Para tas maniobras de expansión y contracción espi-
ritualmente imprescindibles basta la cercanía. En lo
inmediato de los demás se juega el sentido de nues-
tros tratos y promesas, un tema político y ético que
a principios de siglo los anarquistas habían previsto:
el pacto exclusivamente operativo y la tensión en ia
afinidad eran fundamento de sociedad. Aquellos cos-
mopolitas e internacionalistas sabían perfectamente
que en su "infinito" no había lugar para una masa
estadística de población y que superado cierto um-
bral asambleario sólo restaba la posibilidad del do-
minio. Dominio que es, a su vez, desagüe de uno de
los primeros incisos del programa de la ciencia mo-

43
derna (la macematización de la naturaleza): volver a
la realidad social una variable aritmética. Las mate-
máticas operan en el dominio de la verdad pura: la
belleza; pero las estadísticas lo hacen el terreno de la
incoherencia y la impenetrabilidad humanas: la feal-
dad social, es decir, su peligrosidad. La mentalidad
estadística propia de nuestra época ya se ha transfor-
mado en un modo de sentir: pasamos a través de los
acontecimientos munidos de tablas aritméticas, ha-
ciendo tabula rasa de consideraciones valorativas que
no postulen un sistema de equivalencias, A cada épo-
ca corresponde un diferente moldeado de la serwibi-
lidad popular. También la historia de las trincheras
nos enseña su col de amalgamadoras de sensibilida-
des. En los casos de larga duración —la "Gran Gue-
rra", por ejemplo— ellas no fueron únicamente pa-
rapetos; también marmitas donde el Estado cocía a
fijego lento una identidad nacional a partir de gajos
territoriales (dialectos regionales, tradiciones loca-
les, sentimientos anticenrralistas, etc.). La puntada
final en la definitiva consolidación de las lenguas
nacionales (francesa, alemana, italiana) quizás fue
dada en esas "barracas-conventillo". La trinchera
abrió un surco por donde fluía la lengua oficial —
que no se restringía al parte de guerra. Ese surco
quieren mancenerlo abierto las redes mediácicas e
informáticas. Y aún falta un análisis a fondo de su
lingua franca, que no es de ningún modo ese empo-
brecido inglés de computadora, aunque la tubería
sea retorcida desde esa fuerza de atracción inexora-
ble cuyo centro de gravedad —a pesar del cacareo
globalicionisca de los entusiastas— se encuentra en

44
ios Escados Unidos, sea lo que esta palabra signifi-
que- Allí ha estado en los últimos cien años.
En verdad, la discusión actual sobre las transfor-
maciones de los límites común i cacio nales, corpora-
les, escritúrales, espaciales, temporales y perceptuales
en las redes informáticas es, primordialmente, una
cuestión donde subrepticiamente se toman decisio-
nes sobre la definición misma de la condición hu-
mana. Decisiones equivalentes a las que ¡os estrategas
de las dos guerras mundiales habían tomado sin tan-
tos tapujos lingüísticos. La retórica libertaria y la
fascinación con las posibilidades técnicas que la red
abre de cara ai futuro tienden a oscurecer su base
material y al mismo impulso totalizante que pro-
mueve la acumulación originaria de potencia sim-
bólica, actual etapa de su ensanchamiento. Todo sis-
tema técnico que se expande no lo hace a partir de
una inocencia originaria —esto es bien sabido, es-
pecialmente en el caso de Internet—: en ellos está
incluido no sólo un programa autorteproductor sino
un plan genera! de administración de ia vida, que se
propone imponer una pax romana al interior de los
límites del dominio. Así ocurrió con la conquista de
América, con la de los Mares, la del Oeste y la del
Desierto. El período heroico de una expansión sólo
tiene derecho a reclamarse legendario si sus fuerzas
se agotan en el primer ímpetu o si la inconclusión
impide a un Señor de la Guerra profundizar el daño.
Así, Alejandro Magno o las Cruzadas. Pero una vez
establecido el espacio del dominio, el impulso des-
ordenado hacia adelante deviene máquina total. Una
máquina total se expande a partir de un cimiento

45
; ei despliegue de un espacio maceria! y
espiritual. Ese cimiento no pasa desapercibido —lo
prueba la rebelión luddica en el caso de la fábrica—
pero una vez enraizado construye una red de equiva-
lencias y de conscances, al pcincipio en una región o
país, y luego hasta el f m del mundo. Imposible no
pensar a la fábrica como la piedra basai de un nuevo
sistema de ciudades; imposible no pensar en las ciu-
dades febriles modernas como la red de engranajes
) de relojería; imposible no
pensar a sus sucesivos ensanches como un sistema
de trincheras móviles, cuyas zapas abrieron cauces
hasta los pueblos factorías, las repúblicas bananeras,
las explotaciones cemporarias y los puercos de salida
de frucos del país; imposible no pensar en el celégra-
fo, el teléfono, el cable submarino, la corce recrans-
misora, el satélite artificial como a los sensores y an-
tenas de su gran empresa expedicionaria; imposible
no imaginar a las autopistas y carcetetas como pro-
totipos rígidos y lentos de los actuales circuitos
informácicos de grand prix; imposible no vislumbrar
un ensamblaje mayor en las redes informáticas mili-
tares, en la redes informáticas financieras, en Jas re-
des informáticas de consumidores, en la globalización
de las cadenas de televisión. El alias de roda ciudad
—fabril, funcional, audiovisual, informacizada— es
Máquina. También de la Argentina, que hacia 1900
ya era capaz de hacer aullar la sirena de 24.000
bricas y calieres. Y las manecillas, ruedillas, cablecitos,
palanquillas, cotreíllas, chips y ratoncillos de esa or-
questa mecánica tienden al ensamblaje total pues su
dinámica es la de la reacción en cadena. Es el modo

46
en que el futuro de la máquina total se ha abierto u
paso, eructándose a si misma por entre ci costillar
agònico de la historia de la metafisica, al fin olvida-
da incluso de su olvido,
La espectacularidad no carece de importancia en
la red si se piensa que el famoso Palacio de Cristal de
la Exposición Mundial de Londres de 1851 fue pla-
neado más alto que la cúpula vaticana de San Pedro.
Se estaba asistiendo a una pulseada entre épocas y
poderes. Un observador con buena vista hubiera pres-
tado atención a la mugre, el hollín y la indignidad
física de los alrededores del Hyde Park —sitio de la
exposición—, pero a la masa el enorme invernadero
cristalino debía parecerle la entrada al paraíso por
un módico precio en chelines. La gigantesca "sala de
máquinas en movimiento" de la Exposición atenua-
ba cualquier duda; su torbellino de engranajes era
un monólogo que se profería más alto que ei de los
predicadores de la famosa esquina del parque. La
espectacular retícula actual resucita la creencia en el
fiituro que no hace demasiado tiempo fue amenaza-
da por la toma de conciencia de las explosiones ató-
micas, la degradación ambiental y poi la sensibili-
dad anticonsumista de los años 60: ¿un ariete capi-
talista? No exactamente: la biografía de la máquina
total es previa al capitalismo y en todo caso se ex-
pande a través del mismo como ya antes lo hizo a
través de otros conductos. No se trata canto de que
I» red informática sea una centelleante cortina de
numo sino de que se impulsa como una fuga hacia
adelante. ¿Acaso la ciudad del siglo XX, funcio-
nahzada a escala global, no acabó siendo una má-
quina fallida? ¿Es la red de computadoras, entonces,
la nueva máquina total, el movimiento perpetuo
aureengendrado? Autómata, máquina de vapor, tren,
avión, automóvil, robot, televisión, catastro funcio-
nal, nave espacial, habrían sido apenas prototipos
defectuosos de la espiritualidad tecnológica, Pero
quizás no, quizás todas estas figuras sean meramente
"estaciones de servicio" para sucesivos modelos de lo
que Lewis Mumford denominó en los años 60 como
Megamáquina, a la que describía menos como un
gigantesco gadget que como un emplazamiento
mental y una espiritualidad de baja estofa. Ai inte-
rior de la megamáquina la experiencia perceptual
humana se c u m p l e en espacios, t i e m p o s y
territorialidades organizadas: el caos se autobombea
libertario pero no cesa de imponer un cosmos al pen-
samiento y la experiencia. De todos modos, la
comunicabilidad des-corpo ral izad a promovida ac-
tualmente por todos los medios no debe ser contra-
puesta a lo "apocalíptico-hippie" sino a la sen-
sotialidad conversacional y orgánica, tanto como ei
"espectáculo" no es necesariamente el enemigo de la
cultura letrada sino de la autocelebración de la co-
munidad, Por su parte, el "populismo tecnológi-
co" que se corresponde con la ciudad informática,
mixtura de innovación constante y acritico entusias-
mo puede conducir a una condición perversa: ocu-
rre cuando se renueva el "parque tecnológico" de una
nación pero se soslayan o combaten presupuestos
culturales y sensibilidades perceptivas no informa-
das por el emplazamiento técnico del mundo. A esa
alianza de lai erro podemos llamar futurismo conser-
vador. Esa alianza siempre ha requerido de
médiumes: así Bismarck y Vbn Moltke fueron en-
carnaciones de ias señales telegráficas; así, Hitler y
Roosevelt lo fueron de las voces radiales; así,
Kennedy y Krushev f u e r o n incorporaciones
televisivas; también Internet mantiene abierto un
canal de navegación para un poder que recién esta
desarrollando los prototipos de visados más conve-
nientes. Recuérdese el momento de sinceridad o de
soberbia de Adolf Hitler al inaugurar la Autobahn:
"sin el automóvil, el aeroplano y el altavoz no hubie-
ra sido posible la conquista del poder". Quizás
Internet se corresponde con la época de la ubicua
fuerza militar de despliegue rápida y de las "cirugías
militares", tanto como la radio se correspondía con
la blitzkrieg y la televisión con la estrategia disuasiva
de la "guerra fría".
Es inevitable: millones de personas terminarán
asociadas al Club Internet. ¿Qué otra cosa pueden
constituir sino una variante no demasiado novedosa
de la vieja forma de la multitud? Una multitud en la
que c<jí¿z cuerpo está inmunizado contra el otro, ¿Qué
percepción del destino en común está promoviendo
la experimentación en las redes informáticas? En rodo
caso, los internados constituirán algo más que una
masa: una hipermasa. ¿Podrán generar una nueva so-
ciabilidad? En las redes se reproduce nuestra socie-
dad: sus necedades, sus necesidades financieras, sus
inquietudes, sus problemas, no se distinguen de su
actual actualidad. En ellas flotan y pululan los así
llamados "datos basura" —acaso ei líquido arterial
de la red—, las banalidades de la autopubUcidad

49
personal y la inextinguible y omnipresente publici-
dad. También en la red de cloacas —intestino urba-
no— se puede chapotear y a ella se accede por una
pantalla de alcantarilla. ¿Acaso las redes informáticas
permiten la circulación del contenido inútil de la
conciencia? El tinglado técnico podría ser novedoso,
pero la imagen que se ofrece de la red es un envolto-
rio demasiado sensual para esta articulación de
computadoras. En fin, así ocurre con los productos
expuestos en las vidrieras. Aquí los diseños vistosos
no tienen otra función que "ensoñar" a los visitan-
tes, catalepsia que sobre los paseantes urbanos dei
siglo pasado era provocada por los grandes palacetes,
los parques de atracciones y las exposiciones mun-
diales. La ineviabilidad de la marta se corresponde
mejor con la creciente emergencia del ensamblaje
informático, y como tal, no puede sino arrastrar
irresistiblemente, aún a los distraídos, a los obstácu-
los, a los parapetos, a los nemos aficionados, y tam-
bién al antiguo muro de contención, Cuando se ana-
liza ei uso funcional de las redes (cuando no son
únicamente ocasión para la vigilancia o la interco-
municación total) en el organigrama estatal, en las
: bancarias y en todo tipo de empresas
nos encontramos con que ha devenido
un modo de desconccncrar a las masas y de garanti-
zar la afluencia de pagos y dinero a las arcas estacalcs
y privadas; esto ya no es comodidad para el usuario
—retórica publicitaria— sino necesidad financiera-
De allí que el módem y las carreteras informáticas
constituyan a la vez el arsenal y el campo de tiro
donde y por el cual se enfrentan mafias y grupos

50
económicos —que vienen a ser io mismo— por el
control del sistemas de pagos de masas estadísticas
obligadas a ser diezmadas al menos una vez por mes.
¿Acaso las redes darán cauce a nuestros actuales pro-
blemas demográficos? Conviene tener en cuenta que
en el próximo futuro los organizadores de los espa-
cios sociales ya no serán primordialmente los arqui-
tectos sino los diseñadores de programas de compu-
tación y de programas de consumo masivo tanto
como los estrategas de la inteligencia policial y mili-
tar. Hay problemas demográficos cuando no se sabe
cómo organizar a la multitud. Hay problemas urba-
nos cuando la escenografía ya no puede mantener la
excitación funcional de los sentidos corporales. Hay
problemas de orientación emotiva en las calles cuan-
do el espacio comienza a develar su condición de
campo con centrado na ri o —cuando técnica, estadís-
tica, economía y cámaras de vigilancia se ajustan en
exceso a la silueta humana. Así como en el siglo pa-
sado la avenida amplió la perspectiva visual y espa-
cial del transeúnte y la carretera lo hizo en los años
30 y 40, hoy es el turno de las redes informáticas de
centrifugar a la población. ¿Que experiencia vivida
del espacio supone esta fuga? Es esta la cuestión
existencial que no puede resolverse irresponsablemen-
te con la celebración de ia aproximación de las dis-
tancias. Lo cercano es siempre el lugar más ajeno al
«cto, y lo mediato y representado demasiado fadl
de^canzar: nos llevan a donde cualquiera puede ir.
I fantasear por fantasear, quizás eran preferibles los
portentosos viajes a la luna de Verne y Meliés.
Desde abajo

Cuando un avión se ladea para iniciar el descen-


so hacia Buenos Aires, se engarzan a los ojos de los
pasajeros pólderes de cierra, el tapizado agroganadero,
los sendópodos suburbanos, y al fin, el relieve
orogràfico de los centros de gravedad institucional o
financiero de la urbe. La mirada hiende el aire en
todas las direcciones, pero un complejo sistema fisio-
tecnológico de cabestros y tiendas dirige su aten-
ción hacia los surcos trillados. Abajo, penachos elec-
trizados; edificios arponados, pulmones de manza-
na, escalerillas, portañuelas, tuberías, tanques de
plasma, ojos de buey, arbustos inoxidables e insec-
tos paralizados; arrecifes coralinos donde animales
inciertos experimentan vidas encapsuladas. Desper-
tadores deshielan los glaciares, y cientos de miles de
hombres y mujeres se derrumban cansinamente por
las avenidas. Si un avión suspendido en ángulo exac-
to de 90° tomara una fotografía de las cabezas dis-
persas en las calles, comprenderíamos la perspectiva
de una torrera de bombardero- Si nos mostraran
película filmada desde ei aire, veríamos innumera-
bles extras abonados, Y si fuera un instantáneo cen-
so urbano, alguien desenfundaría el cuentaganados.
En la ciudad del siglo XIX la arquitectura esiaba
quieta y los hombres agitados; hoy, cuerpos marca-
dos no pueden sino pascar alrededor de mágicas y
guiñantes linternas, algunas de las cuales — n o to-
das— conforman una "galería de espejos defor-
mantes". Rearticulación diaria: la imagen del cuer-
po humano es contrahecha.

52
Las ciudades occidentales modernas se erigieron
a partir de una grandiosa voluntad de poder. Desde
Roma y la conquista de América no se había visto
nada igual. Su piedra basai fue también lápida para
el mundo campesino. Desde entonces la vida urba-
na ha sido confín de la experiencia y de lo visible.
No deja de sorprender que los habitantes de Buenos
Aires hablen de su ciudad como si la conocieran al
dedillo, calle por calle, casa por casa, pues la expe-
riencia de la multitud está encorsetada en el circuito
rutinario alguna vez aconsejado por un General. La
ciudad únicamente se reconstituye en esas celdillas
de panal giratorio que cada persona está obligada a
libar en su dormitorio o salón, panal que es, a su
vez, doble simétrico de los innumerables ventanales
por los cuales aspiramos la porción de aire que nos
ha sido racionada, Pero hace ya muchas décadas que
la mirada humana no soporta una visión completa
de la urbe y de los actos que allí se cumplen. En
verdad, muy pocos son capaces de observar ese pa-
norama y todavía el descenso dantesco y el ascenso
al Gòlgota son lentes para hacerlo. Goya, Baudelaire,
Dostoievski, las pulieron, Pero en verdad, un banco
de plaza puede ser una cruz y las filas interminables
de viejos agónicos la forzada estación. Sólo en el con-
sumo visual de fragmentos soportamos la visión de
la ciudad. Sobre el mismo eje, la ciudad nos vigila
fragmentariamente —pero reconstituyendo una to-
talidad— a través de la miríada de cámaras de vigi-
lancia instaladas en espacios donde se juega y se evi-
dencia algo de su matrizado, o auscultando los identi-
kits que en cada formulario burocrático completado

53
confiamos. Sentirnos observados todo el tiempo es
el síntoma urbano y sobre nuestra disposición a ser
observados se apuntalan ios instrumentos de la ob-
servación que el Estado refina. El ser-observado ape-
nas puede imaginar la huida, Si lo hace, es persegui-
do por movileros o por rastreadores satelitales, dien-
tes de una jauría impávida pero eficacísima.
El rascacielos parece haber alcanzado el techo de
la ciudad moderna, No sorprende que a falta de pel-
daño más alto los desesperados lo usen a modo de
trampolín hacia otros mundos —hacía otros náufra-
gos. A veces recurren a un escalón más bajo: el an-
dén de la estación del subterráneo. Pero la tierra no
se abre ni el cielo acepta el sacrificio. La aguja del
rascacielos y la vía muerta del subterráneo señalan
los límites para la exploración de este mare nostrum.
Quizás las redes mediáticas se estén reclamando
superadoras de la ciudad. El satélite contempla aho-
ra a las escalinatas de Babel y a ios pilotes de rasca-
cielos como a rudimentarios palafitos, o quizás como
a misteriosos e impotentes moaisát los que es prefe-
rible borrar los últimos signos humanos que ellos
expresan. En la estampida que nos llevó dei campo a
la ciudad y desde ella a las redes mediáticas se ha
disuelto parte de nuestra imaginación orgánica.

La descendencia de Caín fundó las ciudades. La


de Dédalo, sus construcciones y decorados. Ambos
portaban la señal de un crimen; el fratricidio, el en-
cierro de un bastardo en el laberinto. Quizás por eso
sea difícil imaginar a las ciudades y a los edificios
como lugares de armonía o contrición. ¿Somos los
argentinos una rama genealógica desmcsuradamen-

54
te desarrollada de esos dos personajes? Este fue un
país que rápidamente copió o introdujo las noveda-
des urbanas más descollantes: el telégrafo, el subte-
rráneo, el cine y la radio, también Internet. No sor-
prende que un compatriota, el arquitecto Cesar Pèlli,
sea por el momento el líder en ta carrera babélica de
la humanidad, habiendo diseñado y construido las
torres más altas del mundo, "Las Petronas", en Kuala
Lumpur. Y sin embargo, las ciudades son creaciones
colectivas. La dosis, no pequeña precisamente, de
alegría, sufrimiento, inventiva, festividad, desgracia
y hazaña que en ellas se derrocha les garantiza una
condición aurdlica, sustento de cualquier proyecto
de redención urbana. Las huellas que dejamos en las
paredes o en los objetos son recuperadas por quienes
tantean la ciudad con su tacto: con radares psi-
cofísicos. Los rastros de historia y de emoción, por
más reprimidos que estén, vuelven al menor conjuro
y ante la más inesperada de las casualidades. Enton-
ces es cuando esquirlas visuales de la ciudad saltan
desde la memoria del ojo, no como motivo de nos-
talgia, sino haciendo chisporrotear las zonas
adormiladas del alma. Cambia el ritmo del corazón:
es otra la mano que sostiene el fiel de la balanza.

Balance contable

Pensemos en ios accidentes rutinarios ocurridos


en India y que suelen ser reseñados en breves despa-
chos periodísticos, Cuando en aquella península ocu-
rre una desgracia —a saber, cuando un tren se des-
plotria por el precipicio porque ia madera podrida
del viejo puente ha cedido o cuando un transborda-
dor cuyo pasaje ha sido sobrevendido da una vuelta
de campana en mitad del rio— e! diezmo que ella se
cobra nunca baja de las trescientas víctimas. Leyen-
do esas noticias se nos ocurre que cuando en alguno
de estos accidentes, cuya recurrencia es semana!, no
se alcance a llenar la cuota acostumbrada, se obliga-
rá a unos cuantos testigos circunstanciales a inmo-
larse en el acto, no tanto por respeto a las estadísti-
cas bien cerradas sino porque ios burócratas hindúes,
habiendo descartado a la justicia, no han elucubrado
ninguna otra manera de hacer lugar a las nuevas ge-
neraciones. Porque en la cantidad no puede haber
justicia, apenas ordenamiento y administración. Por
ei contrario, en las ciudades de occidente, un deus ex
machina anónimo, ilocalizable, burocrático, indife-
rente e irresponsable elige al azar a la docena de víc-
timas diarias de la técnica que es preciso asentar en
el balance municipal. Entre los elegidos que perte-
necen al rubro "accidente de trabajo", subespecie
obrero de la construcción, ei casco obligatorio no
pasa de ser un inútil conjuro de vudú. Y entre los
que son anotados en el escaque "accidente de tránsi-
to" no se salvan de ia estampida de caballos de fuer-
za ni siquiera los que se desplazan en silla de ruedas.
Al final del día los sobrevivientes han ganado un día
de más, y los suicidas, la eternidad-

Tal como ha sido construida, la máquina urbana


no admite responsabilidades. Y estamos demasiado
aturdidos, confusos o entretenidos en olvidar las bajas

56
tras contarlas como para c
mos nuestra condición de animales de matadero.
Cada día transcurrido en el interior de esta máquina
es un diente de engranaje que se ha llevado un gra-
mo de ia eternidad prometida- Ver morir a una per-
sona aplastada en un "accidente" laboral es mirar lo
horrible cara a cara; pero ia máquina anónima e irres-
ponsable que tira de las cuerdas y palancas del tea-
tro de títeres no se confunde con las tecnologías y
maquinarias fabriíes; en esa otra máquina invisible
se oculta el núcleo radical del problema, Más aún,
la maquinaria anónima no se conforma con haberse
instalado: necesita transformar a los propios huma-
nos en seres anónimos y las ciencias estadísticas —
maestras del juego— ya son hoy criterio moral. El
anonimato, contagiado de persona a persona, se
transforma en estado de ánimo y la irresponsabili-
dad no deja de set la consecuencia moral necesaria
de ese "automatismo", El "sistema de crueldad" que
se correspondió con la época del iluminismo demo-
crático (castigo del alma, corrección corporal, pre-
vención vigilante) cede el escenario a la época de la
indiferencia hacia el dolor causado o entrevisto. Y
hasta que no nos atrevamos a sacar las últimas con-
secuencias de la idea de que ios humanos sólo conta-
mos como materia prima en cantidad casi ilimitada
seremos incapaces de sacarle su máscara de hierro a
la ciudad. Sólo aquellos historiadores capaces de tes-
timoniar la historia callada pero elocuente de los
sufrimientos cotidianos producidos por la violencia
técnica pueden proceder a una suerte de resurrec-
ción de la carne de los pueblos que sustentaron el
andamiaje anees de su desplome. Cualquiera puede
encontrar la historia patética y cotidiana del sufr
miento urbano en los márgenes inferiores de los
bros. En esc mundo paralelo, arrastrándose y en
lencio, lapidados bajo el peso negro de tan
palabrerío académico, todos los pueblos migran por
el pie de página-
De todos modos, la muerte estadística está supe-
rando incluso a las figuras del genocidio, del regis-
tro de defunciones y suicidios, del accidente aéreo o
el de la comida adulterada. Hoy en día, ni siquiera
los muertos están a salvo de disolverse en la nu-
merologia. En los cementerios ya no queda lugar para
ellos. Cada diez años se publica un aviso en los pe-
riódicos advirtiendo a los deudos que ei cuerpo
dei difunto será hecho polvo antes de tiempo por
motivos de déficit habitacional: los nichos escasean,
los cadáveres se multiplican y los muertos de otras
épocas han de hacer lugar a los de ia nueva genera-
ción. La economía estadística de ia muerte no inclu-
ye en sus presupuestos a recordatorios y responsos,
y en última instancia tendrá que decidir la elimina-
ción del cementerio del catastro urbano. En el futu-
ro no habrá lugar para esa modalidad de la
histórica emblematizada actualmente por las
los cementerios indígenas y las víctimas propiciatorias
encerradas junto a ia piedra basa! de la ciudad y que
de vez en cuando los arqueólogos sacan a luz. Ellos
no podrán arrancar a la tierra ni el más mínimo ves-
tigio de nosotros, habitantes del siglo XX. Nuestros
nombres habrán sido borrados incluso de los cemen-
terios, donde ahora se nos estaciona a plazo fijo, El

58
ángulo se desploma un grado más en el transporta-
dor acercándose al cero. Deberíamos haberlo barrun-
tado en la muerte anticipada de los condenados a la
pena capital. Como antes ia guillotina, la silla eléc-
trica es hoy ataúd rotativo: todos los reos caben en
esa horma- En verdad todos los dispositivos e insti-
tuciones médicas, sindicales, bancarias, financieras
y gubernamentales se han constituido en este siglo
en las gestorías de una gigantesca tanatologia forense,
encargada de auscultar periódicamente nuestra
"anímica corporal", Pero incluso las redes mediáticas
son cillas de la canatocracia y contribuyen a mante-
ner la atención vital del paciente, función que en el
hospital cumple —inútilmente— la terapia inten-
siva en el caso de los agonizantes. A su vez, el deco-
rado urbano, la ubicua publicidad gráfica y me-
diática, la programación televisiva y la moda, cons-
tituyen los vivaces pantallazos de una omnipresente
panorámica pomogrdjica, encabada de excitar nues-
tra atención visual tanto como de privarnos de
sensorialidad táctil- No debería sorprender que el
sadomasoquismo se haya transformado en lazo so-
cial. Pornografía, medicina forense y sado masoquismo
son modalidades actuales del antiguo oficio de la
profanación de tumbas. Sólo que ahora ultrajamos
cuerpos aún vivos.

1976

Una intuición áspera recorre estas meditaciones,


a saber, la de que Una variedad extrema del encierro.
emblema del siglo, se ha implantado lentamente
como metáfora secreta del modelo urbanístico que
en los últimos cincuenta años delimita nuestra vida
cotidiana y nuestra inserción simbólica en el mun-
do: f l campo concentracionario. Por supuesto, no se
excluyen del mismo ciertas comodidades y sofistica-
ciones del mismo modo que en las escuelas el dere-
cho al recreo está estipulado en el reglamento co-
rrespondiente o en las carreteras los miradores pa-
norámicos y las estaciones de servicio se dan por des-
contadas. Pero la asiduidad mundial de ia institu-
ción escolar y de los diversos organigramas de reco-
rridos imponen límites a las ilusiones ilustradas y a
las fantasías del próximo siglo. Aún cuando suene
poco cauteloso, no es imposible que en ciertas
muescas urbanas se revelen cimientos secretos de la
construcción, al igual que veces se encuentran alma-
naques cuneiformes de presos y desaparecidos cuan-
do se rasquetean ias paredes de ciertas edificaciones.
Las ciudades suelen aparecérsenos como postales
turísticas u obras maestras del diseño arquitectónico
u altos hornos bullentes, o bien como calcutas ter-
minales ante ias cuales el pensamiento conservador
pide resignación y ei progresista revoques. Pero ima-
ginar los confines suburbanos como alambradas elec-
trificadas no es un pensamiento gratificante. Ima-
ginariamente, nuestro campo es pampa o granero:
peto la metáfora dei campo no debería restringirse a
la tradición agrimensural o a la bucólica: el panora-
ma natural no pasa de ser hoy una naturaleza muer-
ta sostenida con chinches y tiempo ha que los ma-
pas de los campos de batalla no son dibujados sobre
teatros de operaciones rurales sino sobre catastros
urbanos. Sin duda, otras geometrías son posibles,
pero entonces sería preciso reorganizar el cosmos sen-
sorial del cuerpo humano.
Se cumplen en 1996 cien años de la erección del
primer campo concentracionario moderno: fue en
Cuba, en ocasión de !a Guerra de la Independencia.
Muy poco tiempo después el engendro fue exporta-
do al Transvaal como método de concentración de
prisioneros y de poblaciones durante la Guerra de
los Boers. En la Gran Guerra se transformaron en
ley antes que en excepción. En la Unión Soviética
sirvieron para amontonar disidentes, y solían ser ins-
talados cerca de grandes obras en construcción a fin
de utilizar a los internos como mano de obra escla-
va. Por la misma época, se implementaron "mejoras"
tecnológicas: la cámara de gas y el crematorio. ¿Pero
es posible, a fines del milenio, suponer semejante
extremidad, en plena celebración de las nuevas tec-
nologías arquitectónicas inmateriales, en la época de
los viajes espaciales y de los mensajes al ciberespacio?
El mismo tipo de objeciones fue antepuesto al pla-
no teórico de Michel Foucault, que muestra a la ciu-
dad moderna como ensanche de un cerco de encie-
rros urbanos nada menos que en el siglo de la circu-
lación total de migrantes, mercancías, exploradores
y ejércitos por el planeta. Complementariamente,
Mikhail Bakunin creía que la legitimidad política
de los gobiernos fundada sobre comicios adminis-
trados por los estados modernos era una hipótesis
débil. La prisión se transformó en una metáfora tan
oculta como exitosa porque escamoteaba a la con-

61
. el molde donde se vaciaba el cemento de las
Pero el campo concentracionario, au-
téntica innovación técnica de nuestra época, es un
proyecto arquitectónico aún más extremo y su mons-
truosa maqueta, quizás no haya sido recorrida aún
hasta las últimas consecuencias- Si se le concediera a
la famosa sentencia de Adorno ("no es posible seguir
viviendo después de Auschwitz") un solo gramo de
veracidad, entonces las condiciones de posibilidad
de la vida coridiana en Occidente después de los
campos están sólo sostenidas sobre la suposición de
que la felicidad de posguerra —la desmemoria— se
ha estacionado firmemente- La metáfora parecerá no
ya extrema sino exagerada a un país que ha decidi-
do, a juzgar por las declaraciones de sus políricos,
economistas, dentistas sociales y periodistas, que el
drama contemporáneo fundamental que aún azuza
sus miedos y angustias se llama "hiperinflación". Pero
el pus de los forúnculos que eruptaron en este país
hace apenas veinte años supuraba desde el caudal
sanguíneo de su mismísimo aparato circulatorio.

Quien se ha visto alguna vez forzado a habitar un


campo de prisioneros semejante termina por con-
duir, luego de algunos meses de amparar vanas ilu-
siones, que la realidad exterior a sus confines es im-
probable. El interno descarta esas fantasmagorías que
en la vida civil asumen la figura permisiva y condi-
cional del fin de semana o de la vacación, porque
sabe que en el campo se hacen experimentos a fin de
transmutar cambios radicales en la condición hu-
mana. Algunos suponen que los campos concen-
álo pueden erigirse cuando ei Estado
de Derecho pasa la banda al derecho del Escado,
pero es posible que la conjetura no pase de ser un
consuelo para filósofos políticos. La indistinción cre-
ciente entre lo que es campo cerrado y lo que es li-
bertad ambulatoria señala la expansión accual de esta
metáfora; o si se quiere suavizar la idea, el aconteci-
miento mundial de que los campos sean hoy erigi-
dos y aceptados a modo de solución momentánea
para muchas situaciones conflictivas: de los campos
de prisioneros en Bosnia a los campos de interna-
miento de refugiados en Zaire o Pakistán, pasando
por los campos de detención de supuestos in-
migrantes ilegales en los aeropuertos europeos y los
centros de reeducación de adictos a las drogas y lle-
gando al fin a ias variantes de las ciudades-dormi to-
rio suburbanas. Por eso prefiero evitar recurrir a las
figuras del enclave productivo o del buque factoría,
porque ía simbologia e imaginario que les corres-
ponden no son tos adecuados, En el siglo XX los
campos de internamiento de republicanos en el sur
de Francia no son una excepción, Dachau o Clij no
son una excepción, el gulag no es una excepción, el
Estadio Nacional de Santiago no es una excepción,
la Escuela de Mecánica de la Armada no es una ex-
cepción. Fueron y son Ley de Historia. Y las ciuda-
des que fermentan en ese perímetro, y las conductas
y valores que escaman las calles de esas ciudades, y
las normas e instituciones peculiares que allí germi-
nan, y las tecnologías que permiten conectar los lin-
des de las mismas, y las ideas y símbolos que ajustan
el cono y el color de los intercambios sensibles, todo,
contemplado desde ei ángulo justo, r

63
morfóticamente la envergadura de una máquina le-
tal, aunque por los poros de esa maquinaria se filtre
el sol de todos los días,
Como es bien sabido, muchos campos de la
muerte eran también unidades de producción: los
i, aún vivos, ensamblaban artefactos en la afue-
de Auschwitz y de otros campos; muertos, ellos
convertían en materia prima. Tres años
atrás se descubrió que desde 1972 algunas universi-
dades alemanas y norteamericanas venían compran-
do cadáveres de niños y de adultos a fin de que sus
científicos pudieran testear la seguridad de los nue-
vos modelos a punto de ser eyectados por la indus-
tria automotriz. La anécdota marca la diferencia en-
tre las tiranías y las democracias: unas asesinan per-
sonas, las otras las compran. Al darse publicidad a la
noticia, un sector de la población reaccionó alarma-
da, abusando de esos cinco minutos semanales de
fiiror tan indignado como previsible que suele eya-
cular la buena conciencia cuando se copa con un
espejo. Luego, cada cual volvió a sus ocupaciones
habituales. También en los campos se aprovechaba
"ración al mente" el cadáver. Entonces, esas cosas eran
aún más evidentes que ahora: desde las calles de
Weimar, patria de Goethe y ciudad de cultura, se
oteaba el humo de las chimeneas crematorias del
campo de Buchenwald. Más aún, el vecindario solía
observar los cuerpos hambrientos y enfermos de los
internos durante las caravanas "laborales" diarias hacia
las plantas descentralizadas- Y la liberación de esos
campos no necesariamente interrumpió la pesadilla.
El complejo de campos de Buchenwald fue recicla-

64
do por la República Democrática Alemana luego de
abril de 1945 como zona de detenciones y asesinato
de fascistas y contrarrevolucionarios hasta 1950.
¿Para qué se habrán utilizado las barracas de la Es-
cuela de Mecánica de la Armada donde se estaciona-
ba a los detenidos-desaparecidos una vez que fueron
vaciadas del todo hacia 19S2? Un ex campo
concentracionario que estaba ubicado en el partido
s u b u r b a n o de Castelar es hoy un c o m p l e j o
pol ¡deportivo. Quien tenga un poco de memoria y
la vista atenta ya habrá notado la continuidad de
signos horrendos por todos lados: obras de arte
expoliadas a los deportados durante la Segunda Gue-
rra Mundial y que son compradas de buena f e por los
museos estatales europeos: bancos suizos que aún
hoy administran los dividendos producidos por mi-
llones de dólares depositados a principios de los 40
por miles de personas que serían asesinadas en Ale-
mania en los siguientes años, a los que se suman las
regalías que goteaban en la cuenta personal del
Führer a cuenta de los derechos de autor de Mein
Kampf, texto de lectura obligatoria en ias escuelas
durante el Tercer Reich; migración hormiga hacia
santuarios seguros de personal especializado en la
administración y el control de estas tepubliquetas
del infierno; reproducción de maquetas concen-
tracionarias en numerosas edificaciones urbanas aso-
ciadas al orden de la producción; mutilación orgá-
nica de niños del tercer mundo para mejorar la raza
del primero; castración química de pederastas y
paidófilos —iniciada en Alemania en los años 50—;
demanda de óvulos étnicos para inseminar mujeres

65
infértiles. ¿Acaso esos campos fueron prototipos ex-
perimentales de nuevas y horrendas formas de ad-
ministración de la vida?
Ya en los años 30 y 40 se había mostrado brutal-
mente una faceta central de las sociedades contem-
poráneas: brigadas de trabajo reclutadas a la fuerza
entre la población de los países ocupados, plantas
descentralizadas de las grandes empresas en los cam-
pos con cent rae ion arios, "esclavas del amor" en e! fren-
te oriental, transformación de los cadáveres en pro-
ductos industriales —fábricas de fósforo en el norte
de Italia—, misiones suicidas encomendadas a los
"batallones de castigo" y así sucesivamente. La me-
táfora del campo de concentración es la arcadia de
todo tecnócrata, la ucronía de los nazis nostálgicos,
la utopía social cuyo maximalismo no es realizable
por completo pero cuyas premisas no están ausentes
de la actual administración de la vida cotidiana. El
campo fue perfeccionado en la Segunda Guerta Mun-
dial en la Unión Soviética y en Alemania, Pero cual-
quier antropólogo forense puede detectar su perí-
metro antes y después, aún cuando la muerte no se
hubiera constituido en su faena principal: en los cam-
pos de internamiento de ciudadanos de países ene-
migos en ei Reino Unido, en Estados Unidos y en
Canadá; en los campos de internamiento de fugiti-
vos españoles en el sur de Francia; en los enclaves
productivos donde actualmente se semi esclavizan a
trabajadores inmigrantes y cuyos contratos estipu-
lan la cantidad de años que se pertenece obligatoria-
mente a la empresa, en los centros de reeducación
de contrarrevolucionarios en China o Vietnam; en

66
los campos de reforma moral de homosexuales y pros-
titutas en Cuba; en los centros de retención de
inmigrantes ilegales en toda capital europea; en las
cárceles herméticas de la República Federal de Ale-
mania; en ias prisiones secretas y legales de Marrue-
cos donde se encarcelan a los combatientes polisarios
y en ias ciudades "atómicas" secretas cuya toponimia
fue borrada de los mapas carreteros. Cada uno de
ellos instauró sus propias reglas, sus propias institu-
ciones, su modo peculiar de organizar la vida y de
disponer sobre la muerte. Hacia el fm de la Segunda
Guerra Mundial estaban en funcionamiento unos
10.000 campos con cent racionan os en Alemania y
en todos los países ocupados: campos de la muerte,
campos de trabajos forzados, ghettos, campos de
prisioneros, campos de concentración de etnias. En
cada cual se imponían cronogramas extenuantes a
los procesos laborales, se racionaba !a comida, se fi-
jaban horarios de comienzo de trabajo y de descanso
conocidos como "toques de queda", se aglomeraba a
la multitud f ó n i c a en barracas, Nuevamente: ¿eran
prototipos brutales de un nuevo sistema de ciuda-
des que no tuvo tiempo de expandirse del todo? In-
útil refugiarse en esa imagen tradicional que mues-
tra al infierno como un laberinto caótico y sangui-
nario donde una legión de psicópatas celebran su
anárquica algarada. Los planes económicos quin-
quenales, los programas estatales de "ajuste de cuen-
tas", los planes reguladores totales de la maquinaria
urbana: el infierno es también la organización total
del desgaste anímico del cuerpo. ¿Cuán inficionado
está el esqueleto de la modernidad? Cuando algunos

67
:ste nuevo orden urbanístico fueron in-
jertados a las ciudades fabriles y funcionales moder-
nas y se logró cortar la mayor parte de ias amarras
que las unían al cosmos campesino, a éticas atávicas,
a leyes "naturales", a concepciones de justicia "del
común", a epopeyas históricas populares, entonces
una máquina letal comenzó a aceitarse a sí misma. Y
el camino hacia esa máquina estuvo y está minucio-
samente señalizado: la migración ha asumido las fi-
guras de la evicción territorial, la deportación masi-
va, la marcha forzada por los caminos, el intercam-
bio de etnias en las fronteras, los éxodos, la limpie-
zas étnicas, los confinamientos de prisioneros, la hi-
gienización moral de los trabajadores, el "derecho"
al circuito laboral diario, en fin, las variantes moder-
nas de la caravana de esclavos, eufemismo cuyo ana-
grama posible es "marcha de la muerte".

En canto metáfora que ha triunfado a lo largo del


siglo, el campo se desplaza por los planes maestros
de la ciudad, por los organigramas estatales y em-
presariales, por los sistemas de circulación de men-
sajes y de personas, No obstante, contra toda adver-
sidad, sustancias misteriosas siguen latiendo en los
organismos vivos y de ellas manan los impulsos que
templan a la ética. Lo aún admirable de nuestras
ciudades reside en el prodigioso impulso espicicual
que las forjó y que logró desviar el curso prescrico
por los Estados, los especuladores y los planificado-
res en general. Ese impulso cosmológico ha permiti-
do a los pueblos sobrellevar las desgracias provoca-
das por la guerra, por los desastres naturales o por
los amos de todas las épocas. De coda gran ciudad
en cuyos cimientos no sólo se han grabado planes
estratégicos quedan ruinas de su esplendor, pero de
los enclaves y plazas fuertes no resta nada al cabo de
los siglos. En casi todos los campos concentracionarios
se organizaron grupos de resistencia y se mantuvo,
hasta donde fue posible, la dignidad de algunos in-
tercambios humanos. También los actos humanos
que se sustraen del sistema de crueldad de la maqui-
naria urbana acaban por redimirla. Pero en el centro
de gravedad de la metáfora del campo se percibe
alarmantemente una potencia latente: el autentico
campo concentracionario —la maquinaria letal—,
si las circunstancias io permitieran, puede recompo-
ner sus partes constitutivas y ensamblarlas en cual-
quier momento. Allí están todavía los planes arqui-
tectónicos del campo, allí están los saberes técnicos
sobre la muerte, todavía vivimos en ia época regida
por la voluntad de exterminio: las tecnologías
tanáticas no han hecho otra cosa que perfeccionarse
a lo largo de medio siglo.

¡976. Ese fue el año en que la metáfora del cam-


po concentracionario reconstituyó los elementos de
su plan arquitectónico en Argentina. Muchos años
antes el campo se había instaurado en este país asu-
miendo las figuras de centros de recepción de
inmigrantes, de presidios perfectos —de máxima se-
guridad— en el Chaco y Tierra del Fuego y de cen-
tros de detención temporaria de afectados por la Ley
de Residencia. Pero una forma extrema y extendida
del campo sólo puede implantarse si una metáfora
toral de la muerte se instaura en la comunidad toda.
Así, la guillotina, juguete macabro que funcionaba
en la Plaza de la Revolución, se constituyó en 1793
en centro de gravedad de París. El edificio de la
NKVD, en el número 2 de la Calle Lublyanka, asu-
mió en Moscú la misma eficacia simbólica en la época
de las grandes purgas. La Escuela de Mecánica de la
Armada fue en 1977 la fachada del infierno argenti-
no. En una medida difícil de ponderar, la asunción
de la inevitabilidad histórica de la muerte por des-
aparición se transformó en un centro de gravedad a
cuyo alrededor orbitamos los argentinos. Sería nece-
saria una investigación demonológica para encon-
trar el cráter donde se nutrían esas fuerzas mons-
truosas que se soltaron en su totalidad hacia 1975.
Mientras algunos celebraron su última cena en una
situación apenas imaginable otros, como es costum-
bre en el país, cenaban bien. Tal parece que el fratri-
cidio constituye la estructura elemental del paren-
tesco político en Argentina. Toda nuestra historia
política reciente no es otra cosa que una compleja
abjuración de la memoria y la verdad, donde cada
cual hace tàbula rasa del pasado y se complace a sí
mismo complaciendo los pecados de cada cual- La
utopía stalinista perfecta: la autocrítica general del
campo político y social, que es también cerrojo pata
la única responsabilidad que resta a los argentinos,
ia meditación para la cual es preciso detener al país:
el intento de desentrañar su matadero. De las innu-
merables preguntas que cabría hacernos, las más com-
plejas podrían ser enunciadas hacia las máximas en-
carnaciones que saltan una y otra vez en el recuerdo:
¿quién fuiste verdaderamente Teniente General Jor-
ge Rafael Videlá? ¿Con qué esperma y de qué útero

70
e engendramos entre todos? ¿Por qué te esperam
:on tanta avidez —se diría; con hambre canina?

Lazarillos del progreso

1789, la "Belle Epoque"; 1917, The Roaring


Sixties: años son obuses y décadas explosiones retar-
dadas. La memoria de la modernidad todavía apun-
ta un foco de luz intermitente sobre estas efeméri-
des y volantas. Menos teatrales, en cambio, han sido
las presentaciones en sociedad de la miríada de me-
canismos y de artificios electrónicos que gobiernan
sobre nuestros actos cotidianos, y por eso mismo su
partida de nacimiento se traspapela en el tornado
estático de los documentos históricos menos signifi-
cativos que suelen abultar en bibliotecas y escrito-
rios. Pero en un proceso técnico, como en un simple
botón o control remoto, hay algo más que comfort o
función; en ellos anida una metafísica. Las primeras
funciones de la "linterna mágica" en el siglo XVIII,
el patentamiento de la cerradura "Yale" en 1844, la
incorporación de los coches cama de "Pullman" a los
trenes de pasajeros hacia 1870, la inauguración de
la iluminación pública a base de electricidad, la
publicitación de una panoplia de duchas en los ca-
tálogos de las grandes tiendas de fines del siglo pasa-
do, la bandeja giradiscos Wincofon, el programa
Word fot Windows; imperceptibles engranajes, pa-
lancas y poleas que permitieron que la ciudad mo-
derna comenzara su función. Y los actores que en el

71
sigio pasado fueron parce de su elenco estable poco
se imaginaban que estaban siendo reclutados para
un teatro de operaciones diferente, en el cual la san-
gre de los caídos seria reciclada como lubricante. Nos
hemos ido transformando en las terminales de un
sinfín de pequeños aparatos y de la multiplicación
de perillas
dos. Los soslayamos no sólo porque e.
dados a ellos, sino porque en la matriz de pensa-
miento que nos compele a aceptarlos y justificarlos
también engullimos satisfechos nuestra porción diaria
de ilusión y necedad; matriz que se retrae al pensa-
miento o el cuestionamiento. Tampoco un aparato
ortopédico está articulado para permitir que su pre-
sa se suelte. Un engranaje, un electrodoméstico, una
computadora son piedra de toque y no despliegan
únicamente una pedagogía, también una erótica.
De acuerdo a troquel, los objetos se aparean unos
con otros. Los cableados de fibra óptica y las co-
nexiones a satélites internacionales de comunicacio-
nes, pero también las guías telefónicas, son lianas de
esta selva de cemento. En el espesor, no es difícil
distinguir teléfonos celulares, videofilmadoras, gra-
badores de bolsillo, estéreos de automóvil, pantallas
de televisión en ómnibus de larga distancia, así como
en los espacios quietos e íntimos se barrunta la dise-
minación de video case teras, abonos a televisoras por
cable y cámaras de vigilancia ocultas. ¡Salvaje unita-
rio quien pueda sustraerse a la renovación y mejora-
miento de los diseños de variados electrodomésticos
para el hogar, la oficina, el automóvil, los baños pií-
blicos y las veredas! Una ftierza centrípeta tuerce el

72
paso del caminante y lo empuja a instalarse en la
matriz técnica del orden urbano. Todos esos utensi-
lios de segunda selección, codos estos cetros seriados
y todas estas promesas de un futuro no verificado
conceden a la natural pretenciosidad y aparatosidad
del porteño un aura de corte de ios milagros. Aiín se
ha dicho poco sobre ia afición tecnológica de los ha-
bitantes de Buenos Aires, disposición cuyo emble-
ma habitual se encuentra en el "uso" de los teléfonos
celulares. Sin embargo, no son los objetos los que
proponen el problema, sino el imaginario al que es-
tán sujetos, y más abarcativamente aún, su inclu-
sión en la "era de la técnica". Si en Argentina la cues-
tión tecnológica adquiere contornos tan graves como
patéticos es porque sus dirigencias y sus oposiciones
hace ya mucho tiempo que se regodean en represen-
tar una devaluadísima función del XVIII Brumario
de Luis Boñaparte.

Los interiores domésticos que se corresponden con


la mentalidad burguesa, desde 1870 hasta 1950 —
aún teniendo en cuenta sus variaciones— asumían
la función de acolchar el nicho psíquico familiar a
fin de amenguar los golpes de ciego de la industria-
lización. Las terminales de las actuales redes comu-
nicacionales intentan suavizar la sospecha de que las
ciudades son experimentos fracasados; lechos secos
de un rio en cuyo fondo yacen todos los escombros
de una tierra prometida. Y sólo es posible proteger a
los "usuarios" y a las "audiencias" haciéndoles deses-
timar la evocación de fantasías redencionistas o la
contemplación de la ciudad como una esfinge cuya
lengua hubiera sido cortada. A los costados de las

73
autopistas informáticas están las zonas deprimidas
de la urbe. Incluso esos lugares misérrimos habita-
dos por lúmpenes e inmigrantes son explorados por
los extremos de los vasos capilares dei aparato
massmediàtico. La interconexión cotidiana garanti-
za comunidades ilusorias sostenidas en la visibilidad
total del mundo conocido. Es un tratamiento de shock
posible. Así se reunifica arbitrariamente a la totali-
dad. Las variaciones en la programación televisiva o
informática se constituyen en las variadas provincias
de un país imaginario donde nunca se pone el sol, y
cuyas fronteras comienzan y terminan en el control
remoto o en el mouse. En esa programación, y en las
franjas comerciales de ia ciudad, se muestra una suer-
te de "cubismo publicitario" cuyo poder sobre las
membranas libidinales de la población ya habían vis-
lumbrado el arte pop y la arquitectura postmoderna.
La T V es Mar del Plata o Punta del Este 24 horas
seguidas, semana tras semana, y año tras año: por-
que la movilidad urbana asociada a las tecnologías
movilizantes requiere la instrucción moral de la po-
blación, episodio a su vez casi superado en el proce-
so de imposición de cercos aún más solidos. Ideas
desordenadas: ¿cómo intervinieron los ubicuos telé-
fonos públicos en la aceptación del correo electróni-
co y de las "autopistas" informáticas?, ¿cómo logra-
ron la tarjeta de crédito internacional y los cajeros
automáticos potenciar una mayor abstractización del
dinero y despotenciar los símbolos locales? ¿cómo el
de televisores en las vidrieras de nego-
I de bares y la de vidcocaseteras en ómnibus y
afectó a la experiencia de la visca

74
en la ciudad? Del mismo modo, cabria analizar cómo
la abundancia de espejos a principios del siglo pasa-
do, la iluminación artificial y la gráfica mural a fines
del mismo abrieron cauces al cine y a la detras-
cendentalización de la visión. Así también, los saté-
lites internacionales de comunicación, ios simu-
ladores de vuelo, los viajes lunares y las técnicas de
espionaje electrónico orientaron la imaginación co-
lectiva hacia Internet y hacia el bluff político de la
"guerra de las galaxias". Pero también, soterra-
damente, hacia la vigilancia visual de la ciudad, Los
aparatos emiten mensajes que son captados por las
antenas del futuro.
¿Para qué han servido estos juguetes y artificios?
¿Qué hábitos han formateado, qué habilidades han
promovido, qué habitáculos han forrado? Del trencito
de juguete al cazabombatdero interplanetario de un
videojuego, la juguetería industrial no sólo faceta cos-
tumbres; constituye también una guía ideológica:
reproduce "a escala" el formato de los símbolos tec-
nológicos del progreso, tanto como, en otra escala,
la Estación Central de Ferrocarril y las Redes
Com put ación ales son, sucesivamente, maquetas de
la organización burocrática del Estado de principios
de siglo y de los flujos financieros e información ales
contemporáneos. En el "Meccano" o en el "Rasti" se
ocultaba un proyecto de sociedad y un método de
avance escalafonario para las nuevas generaciones,
tanto como el torneo medieval suponía otras habili-
dades y simbologías. Es posible que ya en los años
60 se estuviera sembrando el imaginario tecnológi-
co de la juventud actual: en el walkie-talkie de plás-

75
tico de los juegos infantiles ya se anunciaba la acep-
tación de Internet tanto como en los surcos chirriosos
que anillaban los temas en los viejos long-plays ya
estaban implícitos los huecos que serían ocupados
por los separadores de MTV. Tramos kilométricos
de centimetraje periodístico — y largos lapsos tedio-
sos de conversación cotidiana— están dedicados a
publicitar a Internet como un gran juego para toda
la familia hasta el punco de haberlo transformado en
un fetiche mucho antes de estar garantizado el acce-
so, No otra cosa significó la expectación acumulada
ante la próxima llegada del GrafF Zeppelin al cielo
de Buenos Aires, allá por los años treinta. En fin, es
un tema viejo del siglo: el tiempo de ocio se recupe-
ra en beneficio de la circulación y aprobación de la
mercancía. En las exposiciones mundiales del siglo
pasado se exhibían unos cien mil productos indus-
triales y artesanales. ¿Cuántos se ofrecen hoy a la
mirada del usuario informático? Internet quizás vuel-
va innecesarias a las exposiciones mundiales: el mun-
do no será otra cosa que una gigantesca exposición
permanente. También la feracidad argencina estuvo
contenida durante cierto tiempo en los stands de
una "Rural". No hay duda de que incluso las vacas
Holando-Af gen tina y las Shortorn terminarán mos-
trando sus cucardas por la PC. En fin, tanto en las
respuestas aventuradas —aún en las caprichosas— o
en las conexiones insólitas se evidencian las "fuerzas
anímicas" que rigen una ciudad o una época.

Durante el proceso de la modernización tecnoló-


gica de las urbes occidentales tres grandes lincas
han facetado la subjetividad contemporá-

76
nea. Entre las etapas cumplidas se cuentan la pro-
moción de la acumulación de información a estatu-
to del saber colectivo, afluente a su vez de cierta epis-
temología científica; la instrumentación de burocra-
cias especializadas en la numeración y clasificación
de la misteriosa "ahidad" urbana de cosas, aconteci-
mientos y conductas humanas, a fin de insertarlas
en un cosmos estadístico; la facilitación de la aper-
tura perceptiva a un mundo de consistencia me-
diática, ubicuo aunque monótono y veloz aunque
inmóvil, en el cual los expertos en el montaje de la
"realidad" cumplen funciones similares a la del
diseñador de camuflaje en la estrategia disuasiva de
guerra; y al fin, la diagramación del catastro urbano
y sus recorridos sobre un plan maestro concen-
tracionario, cuya diferencia con otros campos es que
a sus actuales internos no pocas veces se les mata de
risa. En el último siglo y medio el habitante se ha
ttansformado en un ser in-formado, estad-ístico,
entre-tenido, con-centrado. Ese es el suelo donde se
erigieron las ilusiones, instituciones y saberes del
hombre contemporáneo; ese es el cielo donde ya se
están evidenciando inéditos anuncios horoscopales;
esas son las alambradas suburbanas a tas que con-
funde con señalización funcional; allí esta su carne
quieta engarzada al tom acó tri ente. Su futuro prede-
cesor, el trabajador, fue una estatua animada; su es-
perada prole, el consumidor, un maniquí aspavento-
so; pero su actual deseorporeización, el observador,
es corto de vista y pide tecnologuías a gritos, y un
lazarillo: el control remoto. Luego que la tierra fuera
cartografiada por completo y el aire conquistado, el

77
archipiélago urbano se transformaría en ia última
frontera terrestre indómita, cuyas batallas fueron
peleadas, en lo elemental, por la administración de
la conciencia primero y por ia de la mirada después.
¡Conéctese! Es la consigna del momento, como
en otro momento lo fue ¡Formen Filas! De allí que la
maqueta de sociedad de los entusiastas de las técni-
cas comunicacionales sea el conmutador telefónico. Un
cartógrafo accual sólo podría proyectar un planisfe-
rio verosímil si en el Atlas incluyera no ya carreteras,
mapas náuticos, redes ferroviarias y rutas de líneas
aéreas, sino ondas de frecuencia, posición orbital de
satélites artificiales y de grandes antenas receptoras-
transmisoras, empresas conectoras a redes compu-
tacionales y demás pertrechos cotidianos obligato-
rios de un mundo ahora "globalizado". Nuestros ve-
cinos y compatriotas se han ido transformando en
conjeturas de la guía de teléfonos, y pronto, en el
rastreo instantáneo de los módems on-line. Pero en
fin, ya en otra época los radioaficionados se citaban
en ia estratosfera. El módem es el apretón de manos
más bienvenido de la actualidad y la mejor tarjeta
de visita es la entrega de un disquete; anaquel tam-
bién. Y colonia viral. El vaivén electrónico de la red
informática procede a la manera del pescador con su
"mediomundo": recoge indiferentemente a los seres
que ansian sustraerse de lo que hasta ahora fue su
medio ambiente. Lo que ei pilote era al rascacielos
lo es ahora el campo magnético a los trenes aéreos y
el módem al mapa alfilereado de computadoras. No
se trata tanto de un anticipo del confort futuro como
del intento de despegarse de lo orgánico, cuyo úiti-
mo episodio consistió en el destierro del campo a la
ciudad, escalón a su vez de un ostracismo más pri-
migenio. Quizás tengamos que vérnoslas un vez más
con el viejo problema espiritual y político de la frus-
tración humana con la creación. Sólo que hoy el alma
ya no se apresta para la redención sino para la fiiga.
En el extremo encontraremos a la nave espacial.
Abandonar la ley de la gravedad ya lo intentaron los
: estilitas practicaron la teoría en las co-
lumnas aún enhiestas de un mundo ido; sabían que
no es lo mismo separarse de la caída que ascender
desde «lia hacia un cielo menos contaminado. Pero
en los cableados de la superconductividad comu-
nicativa se respira artificialmente. En cierto sentido,
se vive de prestado.
Todo cartógrafo sabe que a tas rutas las abren los
pioneros pero.las inauguran los estadistas, quienes
disponen de ejércitos para mantenerlos abiertas. La
primera comunicación telefónica en Argentina co-
nectó la voz de un interlocutor de peso: el General
julio Argentino Roca. La primera Fotografta trans-
mitida a distancia fue hecha a Sadi Carnot, manda-
más de Francia. La primera presentación pública de
la luz eléctrica en Buenos Aires consistió en ta ilu-
minación de la Plaza de Mayo. Recientemente,
Carlos Menem le tocó el turno de inaugurar un se
vicio telefónico internacional de nuevo cuño. ¿Ges
tos protocolares? La introducción de nuevas tecno
logias siempre ha sido un derecho de poderosos. Así
en la antigüedad, las espadas templadas con una
nueva aleación de metales eran antes que nada pro-
badas por el Rey, Así ocurre hoy con los juguetes

79
1 las nuevas maquinarias industriales y
con ios arsenales bélicos. Hasta que las sobras —
siempre vagamente obsoletas— de la tecnología go-
teen hasta la multitud pasa cierto tiempo —tiempo
no medido solamente por un cronómetro económi-
co, el así llamado "abaratamiento de costos". Sobre
el mismo eje, ciertas modas son abandonadas por
los snobs o la pequeña burguesía en cuanto devienen
costumbre popular, El Discado Directo Internacio-
nal fue primero un derecho de Jefes de Estado: un
teléfono "rojo" (ni negro —popular— ni blanco —
de clase alta—) conectaba al Kremlin con la Casa
Blanca. Así también la cinematografía pornográfica
temprana llegó primero a las casas reales: Alfonso
XIII disponía en palacio de una sala de proyección
privada para su contento y el de su corte masculina.
Para mayor escarnio de la masa, las cintas que rotaban
en los Peep Show—microcines populares— no siem-
pre obtenían la venia real.

Conviene prestar atención a las noticias margi-


nales de los diarios. Todo el semen del futuro suele
anticiparse en ellas. Constituyen la curiosidad
futuristica del día destinada a suscitar el asombro
momentáneo. Unas veces se trata del diseñador de
un virus informático llevado ante la Corte a pesar de
no haber intentado meterlo en ninguna probeta, y
otras la policía del primer mundo usando rayos láser
a distancia para detectar el matagatos del ladron-
zuelo urbano. Luego todo se precipita: las cercas elec-
trificadas en las fronteras magrebí o mexicana, los
i d e n t i k i t s procesados por c o m p u t a d o r a , una
videoguerra en el golfo. Las técnicas de vigilancia
visual e informática ingresan en las prácticas sociales
mediante coartadas "humanitarias" (para resolver la
cuestión del "crimen", de los "inmigrantes", dei "te-
rrorismo"). Del mismo modo, se procede a la
diagramación del punto de vista con justificaciones
"estéticas" (la cultura de época, el gusto juvenil, las
prerrogativas vanguardistas de los artistas, la eficacia
de la publicidad). Pero quien apunw con los haces
de luz (en el mundo de la visibilidad total) perma-
nece en ia oscuridad. Así sucede en los interrogatorios
policiales y en la edición de las escenas televisivas.
El apuntador no es final sino reflector Y además —
ayudamemoria— nos recuerda el comienzo de la le-
tra. Pero la ciudad entera —obra visual, parapeto
vidriado, bola de cristal plana— repele la mirada
que quiere penetrar en su principio de luminosidad;
toda ella es, por decirlo así. anteojos esp'ejados.

La Ojeriza

Al comienzo, toda esfera técnica emergente se


presenta a sí misma como un ilimitado ámbito de
libertad, especialmente para ios entusiastas y para
los empresarios emprendedores. También ei inter-
nacionalismo laboralista pareció la alternativa per-
fecta al capitalismo, Pero él se desplegó, necesaria-
mente, a la largo de las líneas de avance de los ejérci-
tos industriales por el planeta, y en ese recorrido ya
estaba implícita la amenaza de la absorción. Y son
actualmente las tecnologías informáticas y mediáticas
(y no el mercado como concepto mora! abstracto)
las que están recreando los cimientos materiales de
la economía mundial, tal como el ferrocarril, en al-
guna medida, lo hizo en el siglo pasado, Internet se
propone a sí misma como un ámbito de libertad
alternativo a la unidireccionalidad y a lo no-
interactivo. Los teleconferencias, los foros de debate,
el correo electrónico son publicitados como una
mejora de las tecnologías mediáticas acostumbradas,
cuyas carencias intrínsecas serían al fin redimidas.
Habría una "verdad" en Internet que era menos "ver-
dad" en la televisión. Pero no deja de ser curioso que
se afirme una idea de libertad en un ámbito cuya
matriz, por cierto, no florece de un repollo; ya hace
tiempo que las grandes compañías telefónicas domi-
nan el catastro comunicacional, que las grandes ca-
denas de televisión imponen sus planes de progra-
mación y que en el último bienio las empresas de
informática se han estado ensamblando en acelera-
das alianzas con los otros "trusts". jEjercen quizás
un monopolio suave? Es preciso cuidarse de los diag-
nósticos erróneos; se celebra un ámbito de libertad
porque se lo compara favorablemente con las opre-
siones acostumbradas, pero las imperfecciones del
pasado no son ninguna vara de medida de las del
futuro. Más importante; las formas de opresión que
solemos cuestionar ya son caricaturas si prestamos
atención a las que se anuncian. En 1793 se descabe-
zó un Rey peto no a la horma imaginaria de su po-
der; en los 8 0 se desregula el mercado c o m u -
nicacional, es decir, se regula su nuevo formato; en
1989 se derrumba un muro, siendo si

82
ciclados en las prisiones para inmigrantes en ios ae-
ropuertos- Las transformaciones en ia liistotia de la
jerarquía no indican ampliación de la "libertad" sino
la expansión de un campo de operaciones adminis-
trativas. La libertad es riesgo, desapego o vértigo y
no un entretenimiento informacional. Y en todo caso,
convendría prestar menos atención a la "censura" en
ias redes que a la abstractización de la opresión. Por
otra parte, los usuarios de Internet bien podrían es-
tar recorriendo las rucas de despliegue de los modos
visuales de la vigilancia, incluso espaciales: el satélite
internacional de comunicaciones, como la esfinge,
tiene ojos. Pero no sabemos cómo encarar sus miradas.
Una computadora puede cumplir fiinciones ba-
lísticas: el cañón permitió transformar el arce geo-
gráfico de la guerra y la computadora expandir la
artesanía de la circulación financiera. Y la de la gue-
rta, por cierto. Después de todo, la primera "com-
putadora portátil" en el país quizás haya sido el re-
volucionario Digicom, introducido por la Policía Fe-
deral hacia 1980. Luego, el control policial de la
esfera técnica procede con argumentos de sentido
común. Las avanzadas de la censura y el control eli-
gen a villanos caricaturescos como coartada para dis-
ciplinar el territorio; p o r n o g r a f í a pederàstica,
narcottaficantes, mafia, terroristas. Todo se resuelve
en casuística judicial y en encrypted networks. Pero
mucho antes de la Red de Redes que es rey de reyes
que glorifican los adelantados del espacio ¿no-recti-
iíneo? se desplegó la red ferrocarrilera, primera eta-
pa en la interconexión de los Estados Nacionales. ¿Pero
qué cosas transportará Internet? Una locomotora

83
puede itansportar pasajeros ei
como empujar el v ^ n donde duerme una bomba
atómica. Un hecho que no puede ser reducido a mera
"neutralidad valorativa" ni a perversión de progra-
mas políticos. El ferrocarril partía de y llegaba a ias
metrópolis; Internet parte de y llega a todos lados,
porque ia ciudad moderna ya ha cumplido su pro-
grama mutando de forma, Así como el ferrocarril es
un doblez mimètico de ia forma estatal y de su modo
de despliegue, Internet replica y acompaña a formas
de poder que ya no responden al modelo del Estado
Revolucionario, ni al Burocrático, ni al Despótico.
La velocidad del ferrocarril y del alambre del telé-
grafo portátil neutralizó la defensa natural de la dis-
tancia geográfica, único parapeto que podían opo-
ner los reyezuelos locales que resistían las invasiones
inglesas, y las francesas, y las alemanas. Hoy, la red
computacional. las brigadas militares de despliegue
rápido y el satdhte de vigilancia controlan la geogra-
fía con absoluta precisión. Sus seudópodos son sua-
ves. Por otra parte, ios sistemas represivos se adaptan
a cualquier régimen político: adoptan estrategias "es-
pectaculares" en ei caso de los gobiernos fuertes, y
"secretas" cuando un gobierno es legitimado por el
voto. La incorporación de los gases lacrimógenos (¿un
arma química?) al ajuar de la policía argentina se
realizó durante el gobierno de Uriburu, en 1931. Y
la práctica de la "escucha telefónica" se legalizó lue-
go de 1983.

En nuestro siglo no es sencillo — o acaso posi-


ble— distinguir ei estado de paz del estado de gue-
rra; vivimos la época de la movilización del mundo
por la técnica, Eso distancia al siglo XIX d d XX
tanto como modifica la relación entre técnica y gue-
rra en uno y otro caso. En 1919, en ocasión del lla-
mamiento a una de las tantas revoluciones produc-
tivas del siglo,. Ttotzky explicaba la indistinción sin
vueltas retóricas; "Un desertor del trabajo es tan vil
y despreciable como un desertor del campo de bata-
lla". De modo que los "avances" en las tecnologías
bélicas ya no se ensayarán tanto —como en siglo
pasado— sobre ejércitos enemigos una vez por dé-
cada: se testean sobre muestras poblado nales, tanto
como ciertos remedios cuyos efectos secundarios son
inciertos se prueban primeramente sobre convictos
y prisioneros de guerra. El arrasamiento completo
de Hiroshima y Nagasaki en pocos segundos puede
ser considerado el ensayo científico mejor testeado
de un producto. La empresa científica, militar, esta-
tal e industrial que encapsuló esa ponzoíia no fiie
humana: en un insunte adquirió la enve^adura de
un Titán. La relación entre grandes planes estatales,
políticas comunicacionales y muestras poblacionales
ya es la opuesta a la del siglo pasado. En nuestros
días, la experimentación de nuevos arsenales y los
ejercicios militares se efectúan únicamente con ex-
cusas humanitarias, Excusas que no estuvieron au-
sentes en la decisión de ampollar y abrasar las dos
ciudades japonesas. Así, el destronamiento de un
jefecillo regional como Noriega se hace en nombre
de la democracia y de la erradicación del narcotráfico.
Así. un programa militar de búsqueda de asteroides
y cometas peligrosos para la Tierra —actualmente
vigente— cuyo objetivo sería el establecimiento de
un censo espacial también desarrolla detectores elec-
trónicos de volúmenes en movimiento callejero.
Internet saltó de alforjas militares y el radar no deja
de ser un prodigio de las comunicaciones militares
perfeccionado en la Segunda Guerra Mundial. Ya
Orwell había señalado con agudeza las perversiones
lingüísticas que hoy orientan la decodificación po-
pular dei lenguaje oficial: los "cuerpos de paz" se
ocupan de los "tiempos muertos" de la guerra y ocul-
tan malamente los intereses de naciones más pode-
rosas. y por una ironía toponímica nuestra, la ante-
na de la Estación Terrena Balcatce se asienta frente a
las Sierras de la Vigilancia. Desde que han dejado de
anunciarse guerras mundiales, los paísuchos tercer-
mundistas se han transformado en laboratorios. Nada
que sea demasiado nuevo; el primer desembarco
militar apoyado con aviación sucedió en Marruecos.
Allí campeaba un tal Abd-el-Krim. El aire de fami-
lia entre tecnología "inteligente" e "inteligencia" es-
tatal pueden conducir a coincidencias feroces. Du-
rante la década del 80, el hombre más rico de Amé-
rica, Bill Gates, de Microsoft, y el más informado,
Robert Gates, de la CIA, compartían aigo más que
la onomastía y la confianza en el dólar. Cates: "puer-
tas". cuyas distintas cerraduras no esconden secretos
para Servicios de Inteligencia o para programadores
inteligentes. Distinto era el modo en que Crates —
llamado el "Abrepuertas"— destapaba las cañerías
de la mente en la mítica e irreal Atenas, o en que
aquel otro Bill Gates, Jefe de la Brigada George Wa-
shington, formada por voluntarios internación alistas
s para la Guerra Civil Española, abría
trincheras en sucio castellano. Frente y dorso de es-
cas "puertas" no son meras palabras cruzadas: pues
nombrar a los hombres no consiste soiamente en
inscribir sus apellidos en un "sociales" del histo-
ricismo sino en ofrendarse uno mismo a las estelas
de ia liiscoria ai cruzar destinos.
De todos modos, las diferencias entre los tiem-
pos modernos y los antiguos no se miden por la mayor
o menor brutalidad de las tecnologías bélicas espe-
cíficas sino por el modo en que el sentido del ucto
toca a la muerte. Esa relación ha llegado hoy al gra-
do cero de ia asepsia. Los rebeldes chechenos supie-
ron no hace mucho tiempo lo que significa la higie-
ne tecnológica, cuando en menos de dos minutos la
rápida armonía entre un teléfono celular, una ante-
na de radiogoniometría, un avión espía y un caza-
bombardero descargaron potencias desmedidas so-
bre su líder Yojar Dudayev. De vez en cuando, en
las excavaciones arqueológicas, sale a luz una vieja
tuinba: entre tantas ofrendas y objetos valiosos sue-
len encontrarse esqueletos de esclavos, de viudas y
de soldados que fueron obligados a seguir la carava-
na del faraón o del sátrapa hasta las úhimas conse-
cuencias. Suele salir a luz también la espada del se-
ñor. Pero no se sabe de ningún gran dignatario ac-
tual que haya querido ser enterrado junto a una de
sus bombas atómicas. Es justo: ellas pertenecen al
Estado y no al corralito de sus juguetes. Aún más,
elias pertenecen ai orden técnico del mundo, Al lu-
gar donde se guarda la bomba atómica se le llama
"sarcófago" en la jerga militar. En verdad, toda la
raza humana está enterrada en vida en la cámara real.

87
A o)os vista

En los viejos tiempos toda familia que se preciara


de su linaje encargaba un retrato de cada uno de sus
miembros. Grandes óleos que salpicaban las paredes
de la mansión aristocrática o del salón-comedor bur-
gués. Pero en la época democrática cada cual tiene
derecho a su retrato personal: su fotografía. Ese de-
recho compele ai ciudadano a ser retratado con máxi-
ma precisión: el carnet es hoy marco. Los derailes y
sutilezas que la serialidad democrática desvanece son
rescatados de la huella digital. Si el óleo terminaba
o, la fotografía acaba en un archivo: de
) circula de archivo en archivo como el
otro de galería en galería, Ya debería llamar la aten-
ción el hecho de que muy pocos queden conformes
con el miniaturista. En efecto, a casi nadie le gusta
mostrar la foto-carnet del Documento Nacional de
Identidad: quien no ha salido con caripela de delin-
cuente muestra un lamentable semblante de vícti-
ma, de animal de matadero. Quizás sea efecto del
fotógrafo policial: gaeilla demasiado a menudo. Tam-
bién a ciertas cámaras fotográficas se les llama fusil
ametralladora. Quienes ahora gustan de la inocen-
tada de grabar su imagen en Internet sólo facilitan
las cosas a potenciales vigilancias. Pero quienes se
pretenden cow-boys espaciales no la pasan mejor: el
satélite-espía en ciertos casos y las nervaduras
informáticas en los otros son las largas manos de la
ley actual. El sueño liviano de los hackers y demás
> libertarios de ia informática que supo-
> Internet un ámbito imposible de manipular
as( como el uso partisano de nuevas técnicas
mediáticas se estrella necesariamente contra el uso
más eficaz e intensivo que un poder superior hace de
las mismas. Ya en la Segunda Guerra Mundial los
equipos móviles de radiogoniometría cazaban a los
operadores de radío en las pantallas. Luego, la
Gestapo descendía hasta sus guaridas.
La impresionante y sofisticada panoplia de que
disponen las sociedades altamente tecnologizadas ya
permite desplazar hacia el museo de la policía a los
viejos métodos utilizados para disolver el espacio
político de la disidencia o el asambleario de ta co-
munidad. Pero ya brotan nuevas variantes de la
quintacolumna. El espía ya actuaba contra los
ludditas, al agente provocador lo encontramos entre
el gentío apiñado en Haymarkett Square —origen
del 1" de Mayo—, el saboteador —microbio de re-
taguardia— medra en todas las guerras, el doble
agente se movía dúctilmente en las aguas tensas de
la "guerra fría", la estela q u e han dejado los
difamadores y los amafiadores de procesos corre des-
de el episodio de ta "Mano Negra" en Cádiz, 1882,
hasta ios Procesos de Moscú en 1937. Luego habría
que seguir la evolución de estos arsenales tecnológi-
cos. desde la escucha telefónica al emplazamiento
del falso grupo terrorista en las democracias que ado-
lecen de enemigos jurados. En relación a la escucha,
la guía telefónica es aún nuestro lazarillo en el cos-
mos burocrático de la comunicación social. Pero no
todas las agendas telefónicas transforman a la vida
personal en dependencia de ta telefonía. A veces ellas
son contraguía, especialmente en el caso de las "agen-
das políticas" de los militantes, Es lo primero que la
policía busca en un allanamiento, pues en ella se
ocultan las fdiales de una posible "contrasociedad".
Pero hoy es el módem quien media entre el delito
informático y la vigilancia audiovisual. En efecto,
no pocas veces la pantalla es, para el s e r - i n -
terconectado, una imperceptible Cdmara GeseU, de-
trás de la cual puede acechar un policía o un intruso
esperando su oportunidad. Las voces que confiada-
mente aventan secretos íntimos por las líneas telefó-
nicas son dobladas en cintas secretas y a los jóvenes
exaltados que se manifiestan en las calles se les pasa
revista en microcines privados; son la música de cá-
mara de las élites policiales. En el siglo pasado, la
agencia de detectives Pinkerton fue la primera en
usar el teléfono para solicitar información incri-
minatoria y para hacerla circular. En la Unión Sovié-
tica, hacia 1938, los opositores preferían ao com-
prar agendas.

En poco tiempo más, la evolución biotecnológica


de ias técnicas de reconocimiento de identidades
logrará que recurrir a las huellas dactilares se trans-
forme en una "rareza artesanal". No debería sorpren-
der que, siguiendo esta línea evolutotia, también se
hayan mejorado las técnicas de reconocimiento de
las identidades de los muertos (la lectura del ADN
permite rastrear en los tejidos de momias tanto como
en los de los cadáveres recientes). Se ha sabido de
alguna muerta que fue identificada a partir del nú-
mero de serie de un implante de silicona. Pronto la
mesa de disección inventada por Iviorgani será utili-
zada solamente en los casos enigmáticos. De modo

90
que hasta los muertos deberán preocuparse por bo-
rrar hasta la más nimia marca humana de identidad
personal si es que pretenden llevarse sus secretos hasta
la tumba: una sangre de tipo raro, una mancha pe-
culiar en la piel, una esquirla incrustada en un órga-
no, se arriesgan a ser exhibidas en el futuro en el
Museo de la Morgue, tal cual ocurre ahora mismo
con algunos tatuajes "estéticos" que cualquiera pue-
de admirar en la calle Junín al 760. Las técnicas
biométricas transformarán el vínculo entre sen-
sorialidad y vigilancia: la lectura de retina y recono-
cimiento de tono de voz y de la forma de la mano ya
son actualidad futura. La trama de las nervaduras
oculares sirve ahora a modo de yema: se está experi-
mentando con "lectores" de cajeros automáticos o
de instituciones claves que puedan leer directamen-
te el globo ocular a fm de confirmar la identidad del
usuario o del empleado. También en eso hay justi-
cia: en una sociedad mediática el ojo debe ser escu-
driñado y perseguido hasta sus últimos escondrijos.

Un antiguo mito extraído por Robert Graves de


la inagotable cantera griega nos hace meditar tanto
sobre el sentido del concepto "orientación" de la
mirada como sobre el de "vigilancia", La historia
cuenta los infortunios de Argos Panoptes. Un dios
suspicaz: una cantidad considerable de ojos le
supuraba por todo el cuerpo, no menos de cien.
Panoptes era más que un cíclope, palabra que signi-
fica "el que mira alrededor", pues, careciendo de
punto ciego, nada podía huir de su vigilancia y todo
quedaba bajo sospecha. Nunca dormía del todo; al
menos algún párpado permanecía a media asta.

91
Cuenca el mico que Zeus estaba enamorado de la
ninfa lo y que las sospechas de Hera, su mujer, la
pusieron hecha una furia. Para aventar suspicacias el
tronante convierte a lo en una ternera, a quien visita
de vez en cuando mecamorfoseado en toro, El truco
ya era conocido en el Olimpo; sobraban los antece-
dentes zoofílicos, y de alguno de esos amoríos irre-
gulares Pasifae había desovado al Minotauro, En au-
sencia de Zeus, una enorme nube alerta a Hera; al-
guien estaba ocultando sus correrías terrenales. Cuan-
do la diosa dispersa la nube sólo ve a un coro corte-
jando una ternera. Hera envía a Panoptes a que vigi-
le a la ternera luego de redamarla como suya, nimio
presente que su marido no se atrevió a negarle, Zeus
contraataca encargándole a Hermes, ladrón consu-
mado, que cuatrereé a lo. Pata hacerlo, recurre a la
música de su flauta pánica, droga aérea que vence
incluso a los Dioses. Y para ahorrarse inconvenien-
tes ulteriores aplasta la cabeza de Panoptes con una
toca y libera a lo. La cólera de Hera se resuelve sen-
cilla y vengativamente, enviando un tábano a que
punce continuamente el lomo de la ternera y la per-
siga por todo el mundo. Luego, Hera recogió ar
rosamente ios ojos cegados de su fiel vigía y los
parció en ia cola del pavo rea!, que hasta ese r
mentó pastaba junto a los dioses sin llamar la at
ción. Allí están hasta el día de hoy, para que la m
da humana se encandile con burbujas oculares,
tosas aunque ciegas, es decir, puro ornamento.

El gran angular del pavo real orienta el punco d


vista: los confines de su panorama es todo-lo-que
se-ve pero no todo lo visible y mucho menos lo

92
síblc que su omnipresencia estética disimuia. Tatti-
bién la vigilancia requiere de una multitud de ojos
(un millón en los cultos egipcios, siete al menos en
el Ainpurdam) o bien de un ojo todopoderoso: ci-
clópeo. Argos Panoptes ha sido asimilado al cielo
nocturno: las estrellas son pupilas insomnes. Pero ni
siquiera él pudo contra la música y el sueño, supe-
riores a la vigilancia, como desde siempre se ha sabi-
do. También Perseo se valió de artilugios oníricos y
especulares para poder eludir la mirada de Gorgona.
Se intuye entonces que en algún lugar está el punto
ciego del sistema lumínico actual, tanto como se sabe
que algún eslabón es el más débil de la cadena o que
en cierto sector de la fortificación una grieta puede
ser profundizada. ¿Con qué otra disposición fisioló-
gica y anímica podría reorientarse al sentido de la
vista? ¿Acaso el fondo de la forma sea una sustancia
musical, informe y sensual?

El ordenamiento del espacio por vía mediático-in-


fbrmática y la orientación de la mirada arrastra a las
audiencias —divisiones de ejércitos—, a los usuarios
—hoplitas, cohortes, brigadas— y a los consumidores
—una población movilizada. Todos ellos desfilan bajo
una suerte de cola de pavo real. EJ aprestamiento del
espacio a ser iluminado y vigilado ha llevado doscien-
tos años, desde los experimentos en fisiología ocular
del siglo pasado a las videocámaras de altísima resolu-
ción fotográfica de la actualidad. Desde los primeros
dispositivos visuales de principios del siglo pasado a las
actuales fantasías sobre la "realidad virtual" codo un
entrenamiento imaginario y sensorial ha sido garanti-
zado. La cámara de vi^lancia podría ser el molde ac-

93
tuaJ adonde se vaciaa las prácticas de control contem-
poráneas. Elias se superponen a la metáfora panóptica
y la complementan. La pantalla de cine, de tdevisión y
de computadora son, en verdad, una mala caricatura
de la impresionante variedad de aparatos de observa-
ción del siglo XIX consumidos por las masas. En la
Exposición Mundial de París, en 1900, se iluminó el
cielo con juegos lumínicos que más tarde fueron utili-
zados para la propaganda comercial nocturna —inútil
desde que la televisión transmite en codas las horas ca-
nónicas- Hoy, algunos se entusiasman ante ia perspec-
tiva de rodear al perceptor con una cápsula lumínica
total: aigo ya experimentado en 1958 en la Exposición
Internacional de Bruselas con el Circarama, panorama
cinematográfico de 360®. Sus antecedentes, el tríptico
de Gancé, la poiyvisión, el Cineórama, el Diapolyecran,
fueron apenas telones que no se abrían lo suficiente y
que ahora yacen caídos y olvidados en el piso. Un paso
más en esta dirección se ha dado en 1990, en la Feria
Mundial de Osaka: allí se proyectaban películas en el
techo y en el suelo. Bradbury ya había preanunciado
estas paredes en su Farenheit451. ¿Serán ei doblez amable
de las omnipresentes cámaras de vigilancia?

Espacios l u m i n o s o s

Hace muchos siglos ya que las metáforas lumínicas


nutren ei modo en que pensamos la relación entre
espacios y saber. Una tradición remonta la más sim-
ple y ambiciosa de ellas a la fórmula lingüística con
que $e inícialó a la Biblia, cifra que en el momento
<le ser proferida desplegó el panorama mis vasto que
haya sido visto. También Platón postuló una alego-
ría luminosa en la cual un distante orificio — p o r
arte de cámara oscura— podía alumbrar y trastocar
la perspectiva borrosa de la mirada cognitiva. La luz
y la sombra como metáforas de la verdad recorren el
pensamiento occidental y también la historia de las
técnicas que iluminan almas, conciencias y ciuda-
des. En otros lugares se desarrollaron metáforas y
técnicas distintas: en ia mirada asombrada de los
Moais de la Isla de Pascua y en la luz tenue del Tea-
tro de Sombras de China. En algunos de los más
notorios espacios construidos en Occidente se des-
plegaron variedades peculiares de la luz: en la nave
de iglesia, entre pùlpito laico y pupitre y en la sala
de cine. Pues "palacio de cine", una cátedra y una
catedral se asimilan en la forma en que la luz los
abandona.

Las grandes vidrieras instaladas en las iglesias


góticas tenían funciones luminosas. Los vitraux per-
mitían mostrar ias sagradas escrituras o los episodios
vividos por los santos bajo una nueva luz. Aquí luz es
lumen y su dínamo está en el cielo. Por su parte, el
perímetro que contiene ai aula y al ideario iluminista
ya es un lugar comtin —allí, la vieja tiza mocha se
transmutaba en intermitente tubillo de neón que
pubiicitaba en la pizarra espacios y razones públi-
cas. Poco antes, la propaganda fide no se proponía
cultivar el costado consciente del cuerpo sino soplar
una chispa que entre las costillas se apagaba. En la
cátedra, la luz es /ux de ciencia y su fuente mana de

95
la reflexión, cuando no de ecuaciones algebraicas.
En la sala de cine ia relación enere proyector, tela,
hemiciclo y sencido de la vista es muy compleja. Pues
si el cosmos rural que en siglos pasados rodeaba a la
iglesia y a la cátedra era anillo de sombras proyecta-
do por el reino de la oscuridad en un caso y por el
oscurantismo religioso y la tradición conservadora
en el otro, a las salas de cine la circundan y acosan
una miríada de tecnologías y de materiales de por sí
iluminadores: de la instalación del alumbrado pú-
blico en las ciudades capitales a la arquitectura vi-
driada, y de los haces de luz que escudriñan las pri-
siones y las fachadas públicas a los rayos catódicos
que emite la televisión. La iluminación del alma es
efecto de la rigurosa atención religiosa y el método
científico o la argumentación conceptual median
entre la fórmula o la teoría y la ilustración de la con-
ciencia. Pero en la sala de cine el punto ciego donde
todos los haces de luz se alean es bastante inasible:
quizás la contemplación de cinc sea una suerte de
variante del sueño a la vez personal y colectiva, que
un siglo anees pudo conocerse como "ensoñación"; o
un pliegue misterioso de la ciudad —refractario a su
electrificación total—, de por sí transformada en una
enorme obra visual en construcción, algunos de cuyos
reflectores apuntan sobre objetos que han de ser ad-
mirados o consumidos y otros sobre actividades que
han de ser vigiladas.

De época en época la organización sensorial del


cuerpo se trastoca con cada desplazamiento de la
relación entre metáforas lumínicas y espacios donde
despliegan saberes. Pero no porque se instalen traga-
luces, se apliquen métodos científicos de observa-
ción o se pongan en marcha proyectores, las luces
encuentran su camino hacia el alma, la conciencia o
la imaginación. La iluminación del costillar, el crá-
neo y ia córnea también ha sido tarea del Abad, la
Ley Avellaneda o IBfvI. Quien instalaba vidrios y
espejos o quien dirige focos de luz mantiene relacio-
nes constantes con las instancias de poder; el siste-
ma visual de la Catedral (el baño de oro sobre la
madera, las joyas refulgiendo en el altar, las enormes
vidrieras, el mirar arrodillado) muestra también la
magnificencia eclesiástica y no sólo la diafanidad ce-
leste. Ivlirar era también admirar. El sistema visual
de la cátedra (la lectura ilustradora, la atención vi-
sual prestada al pizarrón y la sonora al sermón del
maestro, el plegamiento del cuerpo sobre ei pupi-
tre) no sólo expone la majestad de !a ciencia, tam-
bién la fijación de cada cuerpo en una inmensa ópti-
ca social, panorámica ya cartografiada por Michel
Foucault. En la sala de cine no sólo se muestran
onirias sino también sistemas de estceilato, instruc-
ciones morales, postales de historia y el oropel y ce-
tro de los poderosos. De la llama de la vela a la
bombita eléctrica se han transmitido patrimonios
culturales clasificados o tergiversados. También las
actuales redes mediáricas — d e las cuales la televi-
sión es la más expandida— han creado su propio
campo sonoro y sistema de iluminación; pero aquí
la soledad ante el control remoto propone el tarta-
mudeo visual del aparato a modo de c o n -
traprcstación. En la experiencia televisiva, e! relum-
brón se dirige no canco a expandir las capacidades

97
del sentido de la visca sino a excitar su reactividad
perceptiva, ante la cual puja — m o v i m i e n t o de
diàstole y sístole— con una irresistible fuerza de
atracción- Una vez captada la atención, llega el
muecario y el prototipo. Y si en las iglesias se ins-
truía a sus miembros en las técnicas ascéticas, y en el
aula a los alumnos en las técnicas racionales del pen-
samiento, la televisión lo kacc con las audiencias en
las técnicas modeladoras de la atención visual, cuyos
objetivos son justamente disciplinar la tendencia de
los humanos a la distracción. Y si bien es cierto que
no pocas veces la televisión congrega y reagrupa a
través del espectáculo deportivo o musical, los dibu-
jos animados o un acto político, muchos de estos
acontecimientos pueden ser presenciados in situ. La
nostalgia de viejos episodios televisivos sentida y re-
cordada espontáneamente entre amigos o entre des-
conocidos es nostalgia de niñez, de adolescencia o
de un momento único de felicidad, pero no es me-
lancolía suscitada por el aparato ni por su espacio
existencial, porque el aparato de televisión es sordo
y, probablemente, ciego también. Sin embargo, ella
no es apéndice, sino aorta. Así como en otras épocas
el alma, o el corazón, o la mente se transformaron en
metáforas y sedes corporales de una relación entre
cuerpo, logos y cosmos, hoy nuestro cuerpo recons-
tituye parre de su autoimagen y funcionalidad orgá-
nica en corno de esa membrana cuadrada.

¿Escará contenida en cada una de las ondulacio-


nes de la luz mencionadas la noticia y modalidad de
su deceso? La luz siempre ha parecido eterna: cíclica
ta natural, constante y en expansión la científica,

98
rotativa la proyectada sobre una tela. Pero la chispa
priinera se apaga, el siglo de las luces ya ha quedado
rezagado y el declive de la feligresía cinèfila anuncia
las últimas funciones de las salas de cine. Los espa-
cios arquitectónicos donde se instala la luz pueden
ser abandonados ante la irrupción de metáforas más
extrema?, la ley científica resonó-más fuerte que el
amen y la imagen digital releva al carrousel de
fotogramas. Una de las últimas metáforas filosóficas
importantes del siglo supone que la luz del ser se
vela. El nihilismo, gran capirote, sería su germen
patógeno ineliminable. Una época nihilista exige
otras instituciones y otras modalidades lumínicas. Y
los claros anteriores sólo pueden volver como
chisporroteos sonoros de la memoria: cuando cier-
tos estímulos lingüísticos que pellizcan en lo me-
morizado producen una "descarga" ocular que se
sustrae a las imágenes socialmente programadas o a
la reactividad fisiológica rutinaria. Cuando un siste-
ma lumínico se retira de un espacio arquitectónico
sólo quedan escombros de sus instalaciones lumino-
sas; y apagados ecos: las oraciones semiolvidadas de
los que aún volvían al templo aunque estuviera va-
cío. Así, cuando los españoles llegaron a Chichen-
Itzá, despoblada dos siglos antes, todavía encontra-
ron caravanas que venían desde Guatemala a realizar
sacrificios humanos en el Cenote Sagrado. Pero no
es preciso que desaparezcan físicamente las institu-
ciones para que un espacio sea abandonado. Los so-
nidos propios de nuestras aulas universitarias toda-
vía resuenan pretenciosos: entre el tránsito y ei pasi-
llo —percusionistas—, el monólogo horario del
muezm y las palabras cruzadas. En fin, la sequedad
científica y la meditación en voz alta, que ya ocultan
malamente al agónico impulso que desplegó a la es-
cuela y a la universidad, que reorganizó la tradición
de la lectura y la escritura, y que diera origen a pro-
fesiones liberales y al "intelectual piíblico", También
llegará el día en que las salas de cine sean abandona-
das (y quien sabe si ese día no ha llegado ya), Se
anuncia que en poco tiempo más un satélite podrá
enviar directamente a cada pantalla privada de tele-
visión una película recién "estrenada". Se tratará del
mejoramiento de un sistema de negación del cine
que ya está instalado entre nosotros a través de las
"señales" que son enviadas directamente a los
videoclubes sin pasar por las salas de estreno. Si en
algunas décadas más una persona ingresara a un cine
abandonado que no haya sido teciclado como su-
permercado, estacionamiento, templo esotérico a
discoteca —escaques estratégicos del actual ajedrez
urbano— quizás aún pueda sonsacarle al silencio
carcajadas sueltas, gritos contenidos y cuchicheos
infantiles, en fin, las efusiones ceremoniales, a las
que se suman el susurro de telones y cortinas y el
lejano y apagado timbre del teléfono de la boletería.
Si el visitante tuviera el oído excepcional mente atento
resonarían entonces las voces y los actos allí cumpli-
dos en todas, en absolutamente todas las funciones
que hayan tenido lugar en ese cinc a lo largo de los
años- En la tapicería auditiva resultante sería difícil
distinguir lo banal de lo memorable, la fiesta del
espectáculo, el séptimo arte del entretenimiento de
séptimo día. Ese abandono ya lo han sufrido las igle-
sias, Y mucho anees los templos paganos, En las rui-
nas de los templos paganos o en los anfiteatros anti-
guos ya no se escucha nada, pero quien ahora visite
una iglesia vacía podría percibir antiguas resonan-
cias; el habla del verbo. En todo espacio que fuera
vivido en común quedan residuos: ruinas y recuer-
dos. En un campo de batalla siguen recuperándose
desperdicios bélicos décadas más tarde y en los es-
pacios que fueran iluminados resta una borra apenas
descifrable, esquirlas sonoras de lo que fue dicho,
estelas de una luz que se fue. Para recuperar cente-
llas aisladas se requiere de un arte de oídos muy afi-
nado y de un poso de imágenes infiltrado en las oje-
ras de la memoria. Una artesanía auditivo-visual
semejante io habría desarrollado únicamente un se-
mejante de Giaccomo Leopardi, quien se lamentaba
de que fuera capaz de escuchar el estruendoso grito
de agonía musitado por las hojas resecas de su jar-
dín. El crujido de las viejas instituciones que aún
nos conciernen se muestra primero en el lánguido
desplome de su luz, sobre la cual una nueva volun-
tad de poder ya está coronando la erección de un
inédito sistema luminoso que propone oscuros acer-
tijos a ia mirada atenta. Y como desde antiguo se
sabe, su nombre es esfinge.

Las maquinarias de esa voluntad de poder requie-


ren de personal especializado: operadores políticos y
de consola, divulgadores, entrenadores, personal de
vigilancia. ¿Es que acaso existe actualmente una "po-
licía de símbolos"? En todo caso, ha existido en el
pasado: los fieles que en cada caso alzaban el puño,
susurraban en eusketa o sacaban del escondite al can-

101
delabro de siete brazos por una noche han sabido lo
que significa y lo que cuesta amparar un fuego. Has-
ta la propia cruz sufrió su via crucis. No todos los
símbolos son "integrables", especialmente cuando
ellos están enraizados en una tradición viva y no con-
sienten fácilmente devenir pura equivalencia "glo-
bal". La hostia sólo se disuelve bajo ciertas cúpulas y
los dedos entrelazados del saludo anarcosindicalista
eran ininteligibles fuera de España. Un símbolo se
mantiene solamente cuando abre un espacio en co-
mún o una ruta evangel izado ta: sin estos mapas es-
pirituales no pasan de ser entretenimientos do-
mingueros o nostalgias inconsecuentes. La "policía
de símbolos" combate la imaginacián simbólica radi-
cal: la capacidad humana de inventarle iconologías
perdurables a las sensibilidades refractarias. La In-
quisición fue una política en relación a los símbolos
infieles, y a las brigadas ligeras de movileros y
montajistas son adherentes de una "política" que
busca impedir la profonación de verdades televisivas,
Y esto es algo que está más allá de la polémica de los
iconoclastas. El iconoclasta actual no pasa de ser un
iconofóbico, y sus enemigos, retratistas de feria. Cada
congregación o masonería segrega una "imaginería"
cuyos efectos se esparcen sobre el espacio que cobija
la relación de una tribu con la memoria, el misterio,
la tradición y lo asombroso y al intento de com-
prender el sinsentido y el horror: así la fiesta, la tra-
gedia, el templo, el teatro, la sala de conciertos, pero
también el espectáculo deportivo y la televisión son
espacios ceremoniales como en Roma lo fue el circo
y en la Edad Media el torneo, ¿Pero cuáles c

102
nías se ^ o t a n en el consumo y cuáles en ía consu-
mación? Piénsese la espiritualidad que rodeaba al
Teatro de Sombras en Bali y se aiisbará al misterioso
poder de las imágenes cuando éstas no son banales.
Buena parte de nuestras instalaciones públicas sólo
encandilan a los observadores y los agotan en mo-
mentáneos asombros; la instalación de la usina que
permitió el alumbrado público en Buenos Aires en
1884, la primera emisión televisiva en 1951, la co-
nexión de Telintar al satélite y de allí a Internet, en
1995, deben ser considerados como hitos que seña-
lan las etapas sucesivas de una gran obra visual en
construcción. En una época anterior esos hitos pue-
den ser localizados en la instalación de vidrieras en
las galerías comerciales y de espejos en restaurantes
y salones; en otras anteriores aún, ei telescopio, el
microscopio y la mira del fusil expandieron el cam-
po de observación. De lo que mucho antes ocurrió
sólo restan vestigios o presunciones: pinturas rupes-
tres, runas, grafismos, espejismos, eclipses, salidas y
puestas de sol. Originariamente, el orificio por don-
de se abrió paso el mundo. Pero nada de lo que ha
sido visto está perdido: al menos una persona guar-
da en sus ojeras una imagen de lo visto. Si suspen-
diéramos por un instante y radicalmente la atención
que prestamos a la programación de las actividades
futuras, a ios quehaceres diarios, a las conversaciones
y tratos tan obligados como innecesarios, buena parte
de io visto volvería instantáneamente a la mirada:
eso bastaría para colmar o astillar la mitad del ojo.
El gran drama del ojo es que no puede comunicar
sino muy débilmente un lenguaje de mirada a mira-
da. Y la pretensión de Aihanasius Kitcher de inven-
tar un esperanto icònico para retornar a la víspera de
Babel no puede superar la elocuencia de la pintura
de caballete. ¿Estaremos condenados, tal cual los
hombres-libro de Bradbury, a mem.
imágenes a fm de que no se pierdan?

Un fondo musical

John Dalton descubrió en 1794 la discromatopsia


o "ceguera de los colores", enfermedad de la vista
que impide percibir ciertas gamas cromáticas y que
desde entonces lleva su nombre. Aunque invertido,
¿no es justamente éste el problema planteado al sen-
tido de la vista por las tecnologías que regulan su
campo visual?: la exposición intensiva a imágenes y
coloraciones previamente programadas para la visión.
El neodaltonismo podría ser una suerte de modali-
dad social de la tuertera, que tanto emplaza los lími-
tes actuales de los mateos icónicos fomentados como
eclipsa o hace esfumar coda evidencia sensorial pro-
blemática. Esto no remite al problema de la "censu-
ra" sino al de la impotencia sensible pata construir
otras visibilidades. La pregunta por la experiencia
del ver comienza con el deslinde de las imágenes (o
las actividades visuales) socialmente mal vistas, pla-
tillo vacío del contraste donde la subjetividad visual
queda engarzada primariamente a un espacio-tiem-
po tecnológicamente diseñado. Más importante, el
constreñimiento del ritmo visual, del magma ima-
ginal y del punto de vista por una matriz tecnológi-
ca deja fuera de nuestra perspectiva visual un incier-
to rango de "invisibilidades". Mantenido al ras del
régimen ocular hegemónico, a saber, en el circuito
mi rada-tecnología, ei pulso del sentido de la vista
procede por reactividad visual. La estimulación
audiovisual transforma también nuestra noción de
lo que es visualmente erótico y de lo que nos debe
ser visualmente indiferente, El observador se vuelve
voyeur y dos ojos son órganos genitales. De no ser
por las perversiones ópticas y la residua icònica acu-
mulada, el mundo ya sería mundo ttansformado en
imagen.
¿Por qué tanto esfuerzo invertido en dominar la
mirada? ¿Dispone el cuerpo de una abertura a la ver-
dad incontrolada? Innumerables son tas esclusas que
lo informe debe atravesar hasta acuñarse en el iris
bajo la forma de "imagen" y así sellar su verdad vi-
sual en la "realidad". Se conocen las tentativas de los
surrealistas para capturar imágenes antes de que al-
gún código las cincelase en un infinitesimal instan-
te, Lo que es necesario analizar no es la "realidad" —
simulada o no— sino el estado anímico que la in-
venta, pues el ensueño precede al acontecimiento.
Ei trabajo de la mirada consiste en evocar sustancias
invisibles o informes a fin de conquistar zonas habi-
tualmenre inaccesibles a la vista; ver es rastrear hue-
llas visuales en la memoria de la córnea, ver es mol-
dear pictóricamente una energía emotiva, ver es ha-
cer alquimia con los desechos que la mente no ha
podido digerir. En los contornos de una mancha de
tinta o sobre una gota de aceite en la carretera pode-
mos analizar mundos: son mapas de otras verdades.
André Bretón suponía que el ojo en estado virgen —
es decir, carne— es deseo en estado puro. Un sismó-
grafo. Pero el umbral hacia otros mundos visuales
siempre está umbrío, allí donde cantean las palabras
y las imágenes, frutos madurados por el ojo y la boca.
Desde los blindajes de la gigantesca cúpula social
—cuyas planchas aprontan el diseño textil, indus-
trial, gráfico, arquitectónico, urbanístico y las pro-
gramaciones informática y televisiva— pulsa una
fuerza de atracción estética hacia la cual tiende —
como un asteroide blando— la psique humana y
hacia la cual direcciona al sentido de la vista, Pero
los ojos acuñan formas en la noche (y por eso los
sueños son sus grabados más perdurables) y en las
graduaciones de. la luminosidad. Los ojos son sellos
cuyos gofrados están siempre anegándose del lacre
que separa lo visualizable de io imaginable; de modo
que entre mirada e imagen pre-diseñada se establece
un combate de heráldicas, en cuyos respectivos cam-
pos hay particiones y blasones que no se mimetizan
fácilmente: al sable no corresponde el negro, ni al
plata el blanco, ni e! azur es azul como tampoco el
cuartelado, el fajado o el jaquelado se cuadran
disciplinadamente ante los moldes mediáticos. Pero
un torneo exige contendientes en igualdad de con-
diciones. Pues una mirada adiestrada precede inevi-
tablemente ai acto de vista. Ya no ve: prevé. Se en-
tiende entonces que la heráldica oficial intente no
sólo imponer el encuadre de los "campos" de su
escudcn'a; necesita también que los emblemas dibu-
jados en eila sean admirados y deseados; y sólo se-

106
cando los canales de riego mayores que unen la mi-
rada a las napas elementales del cuerpo puede lo-
grarlo. Fue Nietzsche quien señaló acertadamente
que "con todo incremento de fuerza vital aumenta
también la fuerza visual". Otro filósofo clasificó a la
vista como "el más noble de los sentidos". En un ojo
capaz de inventar formas vive entonces un aristócra-
ta. en estado de lidia o apoyado melancólicamente
entre escombros de visiones- ¿Cuánto habrá que dis-
tanciarse o despojarse de la gran corte del mundo
para ennoblecer a la visión y dar vuelta las perspecti-
vas? Quizás los recién nacidos y los que sufren de
ceguera progresiva sean príncipes.
La fuente del sentido de la vista es aún oscura ai
pensamiento. La superficie del ojo es una membra-
na fina, como la piel de una cebolla, y es sedosamente
impenetrable, como la urdimbre de un monzón. Pero
el espesor de la mirada es de un orden distinto al de
la membrana. Lo que sobre estas cosas pudieran en-
señarnos la ciencia fisiológica o la neurofisiologia no
es de mucha ayuda. Porque el globo ocular rota so-
bre un eje trenzado con amarras heterogéneas: las
cuerdas vocales, la melodía anímica, la tapicería
retinal y los cabos sueltos de la memoria. Los estí-
mulos visuales explotan allí con estruendo de alda-
bonazo o con retintín de un cristal de inmejorable
calidad, aunque rutinariamente se le adosen con obs-
tinación de remora o de pátina. En la medida en
que el instinto visual no es refinado, en la medida en
que los órganos de la observación no son puestos a
punto, eii la medida en que la fuente de la visión no
es desempañada, el sentido de la vista se degrada y

107
eseca. Es éste el peligro que
fuera anunciado en el primer manifiesto surrealista
de 1924. Pues gong o pompa de jabón, el ojo es
medianera en donde imaginación y estímulo visual
mantienen complejos intercambios osmóticos: el
prisma ovalado descompone la luminosidad y la for-
ma según la tecnología visual que '.o haya instruido
y según las mareas emocionales que oscilan en el
cuerpo. ¿Qué es lo que limpia el sentido de ia vistai'
Lo que se ha meditado sobre lo visto; la calidad del
haber-visto-antes. El párpado es una valva que ha de
cerrarse si se quiere hacer un poco de silencio en el
ojo; quizás era lo que Kandinsicy y Mondrian que-
rían. El autoconocimiento del pudor, de la energía
emotiva propia que incide en el burilado de las imá-
genes, de la propia memoria visual, dependen de
que un telón interrumpa la función conrinuada a
que el continuum de visibilidad somete a la mirada.
Se trataría de una auténtica "cura de ojos". Picasso
confesó que durante cierto tiempo estuvo obsesio-
nado con un solo color. ¿Qué le importaban a él en
ese momento los otros coioresi' ¿Para qué ser impor-
tunado por otros estímulos cuando se trata de des-
entrañar una porción del mundo tan minúscula como
abarcativa? Los co nei en tizado res más poderosos del
sentido de la vista son la imaginación y la memoria,
o mejor, el modo en que se vinculan uno y otro en-
tre sí y ambos con la autoeducación de la mirada,
configurando un ojo triedrico. Modo que es invo-
luntario y voluntario a la vez. Es preciso leer la obra
de Gaston Bachelard para encontrar caminos de ac-
ceso a ese cuarto orden de la naturaleza, "el reino
imaginal". Allí se estacionan los testimonios ocula-
res tanto como se fortalece la capacidad de construir
mundos aucárquicos que acaben por trastocar al "efcc-
Eo" de realidad. Porque en el oteo extremo del refina-
miento visual se juega la metamorfosis de las formas
y la reorientación de la biografía. Por el contrario,
hacer presión sobre las fuentes de'ia imaginación para
clausurar sus canales y presionar sobre la memoria a
fin de estropear algunas escamas donde se ha guar-
dado lo que se ha leído, lo que se ha visto, lo que se
ha oído, lo que se ha intuido, esa es una tarea para la
violencia técnica de este fin de siglo.
jPor qué existe el sentido de la vista? La antropo-
logía biológica propone sus respuestas, correctas aun-
que insuficientes (canto como la filosofía del lengua-
je folla cuando supone que el lenguaje existe para
que nos comuniquemos). La historia del ojo es la
historia de un arte: el arte de mirar. La posibilidad
de ampliar las fronteras visuales del conocimiento,
de intensificar el placer visual y de disponer de abun-
dantes matices de sombras y luces para abarcar un
objeto, cuerpo o acontecimiento dependen del cul-
tivo de esa artesanía ocular, cuyo primer acto de
autoconciencia parte de la presunción de que vien-
do únicamente lo que nos es regularmente ofrecido
no vemos nada en absoluto. La fermentación de los
recuerdos en la memoria, la evolución de la concien-
cia de la propia mirada y el refinamiento del placer
estético acaban por trazar un "mapa celeste" que
orienta nuestras perspectivas. Colón tenía el suyo,
Cézanne también, a cualquiera le está permitido ser
cartógrafo. ¿Cuál es el radio de acción de ia imagina-
.e. ¿Cuál es el objecivo abierto
por las redes comunicacionales?: grande también,
peto previsible, porque la función televisiva es pre-
visible: maebtrom que por unas horas succiona la ca-
pacidad de atención del sentido de la vista, ¡Cuan
grande debió ser la separación entre el sentido del
tacto y el de la vista como para que nos conforme-
mos con la intangibilidad de los mundos! Pero ios
ombligos del orbe que quieren ser escudriñados son
innumerables y todos ellos reclaman una sen-
sorialidad óptica fuerte, a la cual podríamos llamar
erotismo ocular: la capacidad y habilidad de interfe-
rir el campo visual rutinario y de ver en lo invisible.
Cuando miramos, mutilamos o resucitamos las imá-
genes que asoman en el ojo o que vienen a él. En ese
óvalo hay medusas pero también videntes, para quie-
nes ei ojo es óvulo donde pueden germinar mundos.
Al punto de afloramiento de un manantial se le lla-
ma "ojo de agua", lugar donde el agua subterránea
ve la luz. El líquido que se agita en esas napas pro-
duce lapsus visuales —espejismos— o videncias. La
videncia es el instante irrepetible que sonsaca for-
mas a lo invisible a partir de restos y estímulos de lo
visible. ¿Sobrevive en nosotros (aún en condiciones
de semiatrofia) una inteligencia visual que vaya más
allá de las meras funciones de control espacial, ma-
niobra de avance y freno o reactividad al estímulo?
La experiencia de la visión es también la historia de
las experiencias visuales por las que se ha pasado y
del modo en que han sido procesadas por el organis-
mo, la memoria, la conciencia y el propio lenguaje
con que usualmente nos referimos a ellas. En apenas
s ofrecen esfumaturas de faccio-
) de pared y calle, espejismos urbanos
atisbados en un parpadeo, objetos calados en espe-
jos: las huellas de su luz. destiladas, mejoran la cali-
dad de las distinciones visuales. Me gusta pensar que
todas las palabras dichas en el momento de la crea-
ción eran palíndromos, que rimaban con todo lo que
allí había. La palabra ojo es un palíndromo. Y ojo es
quizás la palabra que nos ha sido legada intacta a
s de la cual todavía es posible atisbar el princi-
pio de luminosidad.

Tres soldados

La confusión es la bestia negra del encuestador,


aunque una sociedad de mudos constituiría su peor
pesadilla. La libertad de conciencia no es su inciso
constitucional favorito a pesar de que cree — y jura—
trabajar por la independencia informativa. Para otros,
la palabra podrá ser dama o hechicera, él sólo quiere
arrancarle confesiones pasibles de codificación a cam-
bio de una adecuada recompensa, Pues la verdad,
como siempre, tiene duei'io. Los auténticos caballe-
ros de esta profesión adecúan los datos a gusto del
mecenas de turno (inventar las respuestas no les pa-
recería tanto una transgresión ética como un peli-
groso camino hacia la poetización de la realidad).
Colón es para esta gente sólo una estatua que mira el
río; 1492 la fecha en que se publica la primera gra-
mática en lengua castellana. Un asunto de Estado.
Pues códigos, fronteras e identidades les son impres-
cindibles, y es pecado mortal decir que el pueblo
está compuesto por gentes diversas y el territorio por
extensiones no mensurables. Las Mayorías son anó-
nimas, individuos equivalentes, masas silenciosas a
las que hay que esclarecer: en nuestra época, la edu-
cación de la opinión pública precede a los hechos.
Así se apacigua la demencia colectiva, Y cuando es
posible aparear estadística y publicidad nace el sen-
tido común de la cultura pop. Una mayoría porcen-
tual ya es opinión pública —la minoría derrotada
también: así legitima a su socia mayor. De la opi-
nión pública no se registran tonos, ritmos, vibracio-
nes: las sutilezas poéticas son cosa de académicos, al
encuestador sólo le interesan las aclamaciones, o bien
disciplinar las creencias. Procuran eliminar todo "rui-
do" y otras picardías de ia comunicación y se jura-
mentan hipocráticamente a realizarlo por el bien de
la comunidad, aunque no pasan de ser meros cen-
sistas del campo de concentración. El alambrador
del mismo es su lector privilegiado. En un país emi-
nentemente agroganadero como el nuestro, la oli-
garquía se empecina en mejorar la raza bovina, pero
también yerra y faena seres humanos. Comicios,
encuestas, son sólo eufemismos del cuentaganados.
No sorprende que el estadístico comparta con los
periodistas que abusan de sus cuadros !a cucarda que
los identifica como campeones constitucionales; y
aunque haya días en que sospechan que su oficio
imita sin mayor elegancia a la delación profesional,
no les importa. Porque hoy esto es de buen gusto.

La inviúbiíidad es ei adversario máximo del

2
montajista. Desde su punto de vista no es conve-
niente abrir todas las puertas de la percepción, de
modo que adiestra a! ojo para que borre de su cam-
po visual esos indicios que comprueban la autono-
mía onírica de un cuerpo. Aquí nos hallamos ante
una guerra cuyo objetivo es dominar y redefinir las
fraguas donde se acuñan las imágenes mentales, El
montajista sabe que ya no recorremos las calles de
una ciudad: transitamos sus cables; y que las nuevas
ciudades no están parceladas sino tejidas con nerva-
duras eléctricas; ellas llevan hasta un cuerpo quieto
y minusválido postales de uhramar, guerras virtuales,
fantasías descartables, sombras chinescas para ias
nuevas generaciones. El aparato de televisión no es
solamente un autómata entretenido y un eficaz
cauterizador de la soledad, es el centro técnico del
universo para los ejércitos de ciudadanos liberales
contemporáneos. Y no es su conciencia la que desci-
fra la borra caleidoscòpica de las pantallas, son frag-
mentos de cuerpo los que acceden a una realidad
que es producto del resultado siempre indeciso de la
batalla entre imaginación y tecnologías de construc-
ción de la visión. Quizás se trate de una forma in-
sustancial de reconocer retazos de la trascendencia
(también esa es la función de la publicidad, el dise-
ño y la edición). Ei montajista se aprovecha de esta
fe perceptual imponiendo un rhmo a la retina que
es equivalente a la antigua instauración de la medi-
da para la cartografía. Disuadiéndolo de asumir ofi-
cios de vidente, el montajista instala en el ojo una
suerte de visión sin mirada: una ceguera de la que
La intimidad es el enemigo público N" 1 de una
buena parce de los periodistas. Que una persona
pretenda escudarse en el silencio, que una persona
anteponga su reputación inmaculada, que una per-
sona sienta el más mínimo pudor, esto es un intole-
rable pecado carnal. Para una porción nada desde-
ñable del periodismo, codos mienten y los aconteci-
mientos ocultan suciedades y culpas. Es preciso pu-
rificarlos, excepto a la propia obligación de infor-
mar, pues el corrupto siempre es el otro. En ningún
momento se le ocurre que efectivamente todos mien-
ten —a! igual que él— pero por motivos opuestos a
los que imagina, y que aún entrando a! reino de los
cielos lo haríamos mintiendo. Su única verdad es la
audiencia y el rating, haciéndose imprescindible
construirles una realidad, para que siempre tengan
razón. Pero el oficio del periodista comienza a vol-
verse obsoleto. El diseñador de imágenes está susti-
tuyéndolo en la manipulación de una nueva natura-
leza humana de índole "post-orgánica". Ei editor —
o montajisca— se transforma en un metódico bus-
cador de la verdad estilística. Pues escilo es hoy ver-
dad (siempre y cuando pueda coneccarse con algún
flujo de capirai). El estilista define la nueva jerar-
quía espiritual y pregona a sus feligreses que ei rayo
cacódico es un fino lazo social.

Los edicores y diseñadores de imágenes en los


espacios mediácicos gozan de ciercas prerrogativas y
cumplen funciones estético-políticas. Es un tema
viejo; ya en el Renacimiento el gremio de los
tintoreros gozaba de alta consideración social y de
> fluidos con los poderes de turno por cuanto

114
los secretos implicados en la confección de cinces se
comerciaban bien entre las burguesías ávidas de
mostrar sus atavíos en nuevos y más logrados tonos,
Un maestro tintorero valla lo que hoy vale un buen
programador de computadora. Pero el color no es
igual al "colorante". Algunos artistas han hecho de
cierto color un emblema; así Kandinsky con el ce-
leste. Otros, como Van Gogh ie han atrancado ma-
tices sorprendentes al amarillo. Es lo que se conoce
como "paleta del pintor". Pero en otros casos, lisa y
llanamente, se han inventado tintas. William Morris,
por ejemplo, buscaba el matiz justo para sus diseños
y para lograrlo se veía obligado a crear nuevos
pigmentos. El taller de Morris, como el de cualquier
otro gran pintor o grabador, era tintorería antes que
atelier. Pero quizás los colores que cada cual ve o crea
dependen de la policromía con que ha sido entintada
la biografía de cada cuerpo. Lo que distancia a la
mirada pictotizadora de la audiencia televisiva y la
del observador atento es que éste último construye
sus propios pigmentos, experimentando con ellos
hasta lograr uno que le resulte personal. Pincel y pixel
son aquí batutas que dirigen orquestas que suenan
distinto. Ello marca también la diferencia entre ar-
tesanía visual y estandarización ocular, o mejor, en-
tre colores vistos y colores entrevistos. Un cuadro
que deviene un "clásico", un rostro portado en la
memoria, las formas evocadas al recordar los sueños,
siempre serán algo más que una "imagen": son abs-
cesos que el cuerpo acuña en el ojo.

El objetivo último del adiestramiento audiovisual


del cuerpo es preparar un sujeto sobre el cual ya se
están ejerciendo las artes del gobierno de! futuro.
Controlar la percepción significa (\indar una sobera-
nía política. Este es el viejo problema de rodo go-
bernante. Jefes de redacción, encuestadores y
montajistas intentan dar solución al dilema que la
teología, la filosofía y la ciencia —formas perimidas
de la dirección de conciencia— dejaron irresuelto.
En cieno sentido, ellos no reemplazan al sacerdote o
al científico sino ai policía. Por supuesto, se trata de
ciudadanos fuera de toda sospecha, bienpensantes
que conocen sus responsabilidades sociales: se dan
cuenta que pueden destruir honorabilidades con un
breve copete, en diez escuetas líneas o con un sim-
ple montaje de película filmada. Y lo hacen. No es
insolencia, es el colmo de la buena educación con-
temporánea.

E l centauro

¿Qué son esos seres tartamudeantes a lo largo del


dial? ¿Qué son esos rostros que se desvanecen tras
enunciar su monosílabo cuando recorremos el espinel
de la programación? ¿Qué son esos cuerpos en la
pantalla que se agitan como atacados por el Mal de
San Vito? ¿Qué son esas nerviosas siluetas semejan-
tes que azotan el iris con la fuerza y velocidad del
rayo? ¿Quién ha rociado las ciudades con cizaña?
¿Cómo ocurre que en pocos años el cuerpo comien-
za a llevar luto por sí mismo? ¿A imagen y semejanza
de qué cosa está hecho un cuerpo? ¿Qué es éste ins-
tantáneo centauro de los sentidos? Para hacer un
cuerpo fue necesario una enorme acumulación his-
tórica de energías, de metamorfosis, de atenciones,
de alegría y de piedad tanto como de higienizadones,
tormentos, desgastes y moldeados- El cuerpo ha de
estar hecho de un material resistente si se tiene en
cuenca que se ha establecido un ciclo laboral no menor
a los treinta y cinco años para desgastarlo por com-
pleto. Ni siquiera la prisión consigue vencerlo del
todo; y sólo la tortura y la desgracia pueden cortar
ios hilos imperceptibles que lo articulan. La inge-
niería genética — y la cosmética— postulan que hoy
ya es posible rehacerlo de acuerdo a las posibilida-
des que habilitan la ciencia y la tecnología; pero la
promesa tecnocientífica escamotea la cuestión de
saber qué otra cosa es un cuerpo además de su cons-
titución anatómica. Simone Weil lo suponía amasa-
do de tal forma que pudiera tender hacia ia luz.
Novalis y Nietzsche lo imaginaron como una caja
melódica. La reorganización sensoria! del cuerpo que
suponen las prácticas lúdicas, festivas, amorosas o la
ascesis mística no es la misma —es obvio— que la
de los órganos sustitutos, la sangre limpiada, ias pró-
tesis funcionales y las lonjas de carne y piel rebana-
das y suturadas. ¿Pero quién sabe que habilidad vi-
sual, auditiva y táctil se requiere para construirse un
cuerpo de nuevo; qué orientación singular hacia los
matices pictóricos, los ritmos musicales; qué aten-
ción suma hacia las sonoridades de la lengua y de la
ciudad para volver a nacer todos los días? Y si bien es
cierto que de una gota de sangre o de un cabello se
puede extraer toda la información genética que las
vigilancias científicas, policiales o aseguradoras ne-

117
cesitan, restan secretos que no por ser puestos bajo
el haz de luz de un microscopio son confesados. En
verdad, el cuerpo es un muñón, un homúnculo,
parodia dolorosa del ser que estaba previsto en el
plan espiritual del genoma: hoy se perfila como la
radiografía de la organización técnica del mundo. A
contraluz pueden reconocerse f á c i l m e n t e sus
moretones laborales, la mueca del hartazgo, el rictus
resignado. Los rostros, esas rocas blandas, muestran
instantáneamente la presión técnica ejercida por la
ciudad. Ojos y labios — y sus afluentes— son tunas
cuneiformes, piezas de un indescifrable alfabeto que
cincela sobre la piel un visible y cotidiano diario ín-
timo tanto como arranca bocados para poder hacer-
lo. La descoyunración diaria del cuerpo por la vio-
lencia técnica imita ei arrasamiento del mundo na-
tura! por la explotación indiscriminada, la extinción
de las especies animales, vegetales e indígenas por la
caza insensata y la deforestación del mundo. En un
siglo se sabrá —si alguien estuviera todavía interesa-
do en analizarlo— lo que significó en el siglo XX la
impresionante violencia técnica que se descargó so-
bre las poblaciones- Cada rostro —sus declinacio-
nes, su luz, sus opacidades— se debate por ser a
través del lacre que esa presión técnica sella diaria-
mente. Quinientos años atrás, la máscara de hierro
fue una horrenda señal clavada en la cara de un bas-
tardo del Rey de Francia. En nuestros días, hay quie-
nes piensan que es lo último de lo último en cosmé-
tica bio tecnológica. Pero bien mirada, esa máscara
acerada es la pátina que da brillo a la ciudad y que
sólo un ícaro podría abarcar con su vista.

118
Muchos pujan ahora por la aprobación de leyes
que protejan la privacidad genética. Pero toda ley se
estrella contra los gabinetes secretos del Doctor
Lombroso. Para quien se ha pertrechado de electri-
cidad, un par de computadoras poderosas, alguna
ganzúa genética y una cuenta bancaria siempre sere-
mos homúnculos de laboratorio. Sólo una intimi-
dad de nuevo cuño podría hacer, frente a los asaltos
de las intimidaciones tecnológicas. Pero aún sabe-
mos poco acerca de la actual condición de los senti-
dos corporales en la era de la técnica. Todo indica
que el cuerpo individualizado, corregido y domesti-
cado de la sociedad panóptica esti siendo reempla-
zado aceleradamente por el cuerpo colectivo (o "co-
lectivizado") de la sociedad informado nal. En bue-
na parte de las culturas tribales "primitivas" el cuer-
po no es una singularidad aislable sino un mediador
de la totalidad cósmica. Cuerpo comunitario enton-
ces, aunque en un sentido distinto del nuestro, El
trance, el baile, la fiesta y el sacrificio se constituye-
ron en las bisagras de la religación de cuerpo y cos-
mos. Pero en nuestra época las funciones vitales de
un cuerpo no se sostienen tanto en la anatomía
»utárquica cuanto en sus extensiones mediáticas. El
cómitre que impone el ritmo no necesita de cuerpos
reunidos sino de cuerpos interconectados. Aquí los
interruptores de la conexión colectiva ya no son la
"conciencia de sí" o el zaguán de la casa sino la pan-
talla apagada y quizás los virus informáticos.

Cualquier sentido habla de todos; una anécdota


menor expone modos opuestos de metaforizar el sen-
tido del tacto. Las vidas de dos autores cuya influen-
eia estaba destinada a ser perdurable se cruzan y
despiden a comienzos del siglo XVIII. Compartie-
ron un estrecho lustro: aunque héroes dei pensamien-
to racional moderno, Isaac Newton y Adam Smith
se orientaron por cosmos adversarios. Nacido en
1642, Isaac Newton fue primero reconocido como
un notable físico y matemático. En 1687 publica su
Philosophiai Naturalis Principia Mathematica, don-
de se postula ia consabida "Ley de la Gravedad", un
eslabón perdido de la ciencia. Ya las cosas no se pre-
cipitan por su propio peso o porque Dios o ellas así
lo quieren, sino porque el Universo está diseñado en
una gráfica aritmética. Sin embargo, el título de su
libro está redactado en una lengua muerta, el latín,
pentagrama de un libro sagrado. Quizás porque en
su época aún se podía escuchar el carillón de las es-
feras, Newton dedicó sus últimos años a trabajos
teológicos, entre los cuales destaca su Comentario al
Apocalipsis, y quiso explicar en clave sencilla su fa-
mosa ley enunciándola como "el cacto de Dios sobre
el planeta". Antes de morir, Newton mandó cincelar
un lema para su lápida: "nunca pequé contra ia iuz",
donde iuz significa lumen, ia irradiación de la luz
celestial. Fue alguien que sabía que la iluminación
del alma y la claridad de la ciencia consolaban a dis-
tintos órganos del cuerpo. Al sencido del tacto tam-
bién se refieren ias reflexiones de Adam Smith. Nace
en 1723, cinco años antes de la muerte del ya céle-
bre Newton. Cuando joven se dedica a trabajos de
filosofía moral pero, invirtiendo el camino de la sa-
piencia que siguió Newton, Smith se dedica tardía-
mente a preparar tratados científicos de economía.

120
Catorce años antes de morir publica, ya en un len-
guaje en común, su Investigaciones sobre la naturale-
za y las causas de la riejueza de las naciones. Aquí, en
el capítulo II del libro IV, se postula otra famosa
Ley, esta vez sobre los comportamientos económicos
de los hombres y de las sociedades, y con una metá-
fora feliz y atea se divulga como "la mano invisible
del mercado",
Cinco años no suponen necesariamente un al-
manaque voluminoso, pero a veces los saltos tempo-
rales muestran el abismo que comenzaba a distan-
ciar a hombres que, por otra parte, depositaban su
fe en las creencias científicas. En esas raras acelera-
ciones temporales la tangibilidad cambia de signo.
En esos enroques de biografías, en esos pases de
manos, dos épocas toman distancia entre sí. Tam-
bién a nosotros, para que podamos ser hoy llamados
"audiencias", primero fue necesario hacernos bifur-
car los sentidos de la vista y del tacto, de modo que
lo que hoy designamos como "realidad" pudiera ser
legitimada y creída como una verdad visible y no
ungible. a pesar de que el peso y la gravedad de las
cosas son quizás mejor ponderadas cuando se las tie-
ne en esa balanza en cuyo borde un delta tirita o se
repulga. Manipular y tantear no son dos flinciones
del sentido del tacto: son opciones espirituales que
despliegan modos opuestos de pensar y vivir. A ve-
ces, un torniquete fuerza a los sentidos corporales a
acomodarse a una nueva matriz social y por lo tanto
a transformar su relación con la tradición —así. en
una fabrica, se aferran algo más que engranajes: en
una sola palanca, en un proceso laboral, en un nue-
vo arsenal "inteligente", nuevos lazarillos guían a los
sentidos, pues la administración sensorial del cuer-
po es un asunto cotidiano. ¿El cosmos sensorial ha-
bría debido presentir un peligro cuando el pie y la
pulgada fueron reemplazados por el metro y el kiló-
metro como unidades de medida de la tierra? ¿La
introducción de la "velocidad de la luz" y del
"nanosegundo" en este siglo no implican un nuevo
retorcimiento del sentido táctil del reconocimiento
de formas? Aquí la cantidad y la cuantificación se
vuelven cualidad y cuando el tacto vacila, de la cuenca
de la mano se borran los c

Pandemónium

Quinientos años atrás una epidemia de viruela o


de morbo gallico tardaba meses en llegar a puerco de
destin n asperjarse e
la población. En nuestros días, un avión o un tren la

de cinco hocas. Las ciudades atescadas son inmejora-


bles focos infecciosos y bascan un par de horas para
que un caldo de cultivo hierva en el punto justo. Las
rutas de las migraciones y las de las diseminaciones
de los males es la misma. Y como ia cabeza de playa
de toda conquista o migración suele apuntalarse con
arcabuces o con cañones, la historia de ambas y la de
los avances técnicos también. Del progreso técnico
mismo emanan curiosas bacterias; óxidos, desechos
contaminantes, pérdidas de sustancias atómicas.
smog, radiaciones de pantallas. En la Edad Media
ya eso hubiera bastado para establecer una cuaren-
tena en torno a una ciudad.
En nuestros días, las redes informáticas se han
ajustado a las ciudades como el nailon a la piel. A
veces los puntos de una media se corren y en algu-
nos puntos de una ciudad puede presentarse un ex-
tranjero. Al comienzo, parece un huésped exótico;
después de un tiempo de estadía ya es parásito tóxi-
co. Entonces se inicia el duelo. Hay quien toma par-
tido por el anfitrión y quien celebra los triunfos del
intruso. Pero más vale prestar atención a la casa de
hospedaje por la cual ambos disputan. Y si bien no
sería descabellado promover la fumigación de los rin-
cones, la purga ya es un arte ciudadano que en nues-
tros días está tan perdido como el de la antigua cura
de almas. Una palabra arcaica designa hoy tanto una
presencia bizarra como novedosa práctica social: vi-
rus, "veneno" en latín, esta vez en f ^ q u i t o informático,
Pero el uso actual de una lengua muerta (orla de
sentencia judicial revivida en el habla popular) para
casuística policial que atín se encuentra dispersa y
deficientemente tipificada ya está anunciando un
salto cualitativo en la evolución de la historia del
derecho, es decir, del castigo. La policía había brinca-
do anticipadamente al usar ias redes informáticas con
el honesto fin de hacer circular velozmente informa-
ción i neri minatoria tanto como la ciencia criminológica
lo había dado en el siglo pasado con la invención de la
huella dactilar. Ahora Lombroso escruta la fisiono-
mía de nuestras pantallas. Pero el identikit del tecla-
do no le conducirá a lo más humano de su hombre:

123
k impronta d« la yema es la porción de piel que
menos información otorga sobre la filigrana de la
tactilidad humana tanto como una cabeza de pincel
transmite menos el estilo de un pintor que sus esta-
dos anímicos. Se sabe: los secretos que se auscultan
en un apretón de manos o en el arte quiromántico
están contraindicados a robots o a programas.
El e m p l a z a m i e n t o de cableados y de redes
informáticas en toda la extensión del espado urbano
e internacional así como la imponente reorganiza-
ción deí mercado mundial de ias comunicaciones
supone un desplazamiento de capitales hacia nuevas
fronteras. Con estos flujos monetarios también aflu-
yen los expropiadores, amparados en la deficiente
codificación de las nuevas cierras descubiertas. Si-
glos antes, el saqueo del oro y la placa azteca e inca y
su t r a n s p o r t e - a España había p r o m o v i d o el
filibusterismo caribeño. Y la Isla de la Tortuga era
entonces térra incógnita para ias autoridades colo-
niales. Pero así como el vandalismo esporádico y el
bergantín pirata promovieron la plaza fuerce y el
galeón, al intruso que husmea archivos y hurta in-
formación le corresponde el programa antivirósico,
y la policía especializada, La tipología de los delitos
informácicos cubre desde la copia ilegal de software
al sabotaje informático, del espionaje al acceso sin
autorización. A nadie se le escapa que a nuevos deli-
tos corresponden no sólo novedosas tipificaciones sino
también nuevas formaciones en las partidas de caza
y nuevas tramperas y jaulas, Pero en última instan-
cia se traca de la vieja e irresuelta pulseada; quien
aprieta primero la tecla es quien gatillaba más rápi-

124
do- La distancia entre las dos épocas no debe medir-
se por el calendario sino por la precipitación de las
velocidades sociales, antes movilizadas por potencias
orgánicas o cólicas y ahora por aceleradores audio-
visuales o informáticos e, incluso, espaciales. El tren,
icono tecnológico del siglo pasado, fue ei encargado
de entregar el "testigo" en la carrera de postas: en la
primera película de la historia del cine se veía a una
locomotora entrando a una estación de ferrocarril.
Algunos espectadores, todavía acostumbrados a los
caminos y al ferrocarril como modificadores espacia-
les de la percepción, saltaron de sus butacas temien-
do que el tren los embistiera. Hoy, la velocidad tec-
nológica ya ha. superado incluso la barrera de la vis-
ta, La alianza que se está forjando entre redes
televisivas, telefónicas e informáticas supone una
correspondencia entre velocidades audiovisuales e
informáticas, pero también el encastre entre los há-
bitos de consumo propios de la cultura de masas
con el eruptivo prestigio social de la "información" y
con la creación de un campo unificado de aten-
áonabilidadpara la vista. Un "aire de familia" vincu-
la la variedad de pantallas en las que convergen mues-
tras experiencias laborales, hogareñas y lúdicas. El
doblez de esta centralidad evidencia un desplaza-
miento: la cámara de vigilancia y los programas
informáticos dt Violanda bien podrían ser los mol-
des en los cuales se vacían ahora formas anteriores de
control, transformando al vigilado en "efecto de ilu-
minación" y "sujeto de la infotmatización" a la vez.

El uso de saberes informáticos con objetivos no-


productivos o inmorales picotea tanto sobre la

125
confiabilidad del capital informaciotial como sobre
la confidencialidad de los datos íntimos. La trampa
siempre ha sido inescindible de la ley: una tecla puede
ser presionada por un escolar, una oficinista, un de-
lincuente de guante blanco o un anarquista. Pero
robar no es lo mismo que hacer daño, tanto como el
cuatrero no se confunde con el piromaníaco: por
donde pasa el virus no vuelven a multiplicarse los
datos. De estos raros delitos nuevos los virus se ma-
nifiestan como un rival enmascarado y temible. Su
persecución judicial pretende resguardar bienes, pero
soterradamente impone codificaciones sobre lo nor-
mal y lo patológico. Máquina "contaminada", datos
"limpios", programa "infectado", "inatar" un virus,
virus "benigno", "contagio" informático, "gusano" y
"bomba", programas "peligrosos", ser "víctima" de
un virus, disquete de "fuente desconocida": el ma-
t r i m o n i o entre la i n f o r m á t i c a y la legalidad
biologicista procrea bastardías viciosas o inmu-
nodependientes. ¿Pero en cuál catálogo de venenos
incluirlos? Para ei ideal de " n o r m a l i d a d in-
formacional" de fin de milenio, la ponzoña recorre
las redes informáticas como el asesino setial la ciu-
dad, el saboteador las instalaciones fabriles, el delin-
cuente a los movimientos migratorios y el mosquito
al sueño. Suponer, como lo hace la mentalidad
tecnodarwiniana, un Estado Mayor NÜiilisca que ya
habría aventado tres "generaciones de virus" en los
vacíos incerelectrónicos es un consuelo de burócra-
tas paranoicos. Se trata, antes, de una práctica social
colectiva y anónima, efecto de la popularización de
saberes técnicos y del estacionamiento triunfa! de la
cultura informática y que ya cuenta en el haber con
7000 virus de probeta, sin contai algunas decenas
de manufactura nacional. Un solo virus puede pro-
vocar una epidemia pero miles de ellos ya constru-
yen una pandemia: ci demonio político que los ani-
ma ha de ser un semental muy eficaz. Comenzaron
a circular hacia 1981, parasitando la floreciente in-
dustria de las computadoras personales y sofis-
ticándose de ahí en más. También obligaron a dife-
renciar un amplio elenco de terapeutas (programas
, empresas de "limpieza" informática, lite-
I especializada, especialización judicial y depar-
; policiales reciclados). Si bien el sabotaje es
una actividad cuya incógnita no es fácil desentrañar,
se conocen antecedentes legales sobre la persecución
a ia resistencia política anónima: de la carta de ame-
naza a ios nobles ingleses que condujo en el siglo
XVIII a la creación del "delito de anonimato" a la
prohibición de las pintadas callejeras dirigidas con-
tra ios ordenes políticos de las dos últimas décadas.
Ei límite nítido que se pretende imponer entre lo
normal y lo patológico en una sociedad infbrmatizada
intenta remozar ei arte binario del desbrozo: bueno
y malo, conductas correctas y prácticas pecamino-
sas. La extensión de ias nuevas tecnologías de la in-
formación es sorprendente, pero la pugna por codi-
ficar los usos de ias redes informáticas, la tipificación
de delitos en un ámbito que les era extraño así como
el intento de colocar ei sambenito de "patología" a
ciertas "comunidades informáticas" es, en verdad, un
asunto muy. muy antiguo. No es otra cosa que el
desplazamiento de delimitaciones que en su momen-
co fueron establecidas por la anatema eclesiástica, el
pecado de blasfemia, ias bulas papales sobre propo-
siciones heréticas, la persecución a las disidencias po-
líticas de la modernidad, así como al boicot, al sabo-
taje obrero y al bandolerismo popular. Controlar el
tráfico de discursos sigue siendo el más viejo oficio
del mundo. No obstante, es preciso analizar las rela-
ciones que se establecen actualmente entre desvia-
ción conductual y segregación de la comunidad, y
entre rechazo al dogma político triunfante y exclu-
sión de palabra y cuerpo. Serán eufemismos, pero
implican tecnologías específicas de control y casti-
go. Deberían hacernos recelar del modo en que los
poderes públicos abusan de las justificaciones "polí-
ticas" cuando persiguen a los delitos "comunes" o a
ios usos "no-productivos", esta vez en los nuevos pro-
cesos técnicos, Y ya sabemos que cuando un poder
sale de cacería a fin de disponer de casuística judi-
cial, hinca el diente hasta el tuétano. Las metáforas
organicistas y patologici seas que abundan en el len-
guaje circulante sobre la piratería informática y la
actividad viròsica tienen antecedentes en cierta so-
ciología biologicista relacionada a la expansión del
SIDA y de la droga en la década pasada. Pero hay un
precedente argentino insoslayable; las metáforas uti-
lizadas por el Proceso Jvlilitar ("el cuerpo social de la
nación está siendo invadido por ideologías foráneas
y es preciso que el ejército, reserva moral del país,
corre por io sano,,."). En Argentina aún está por
investigarse el desplazamiento de estas metáforas
desde el discurso antisubvenivo hacia ei de los nar-
cóticos y las prácticas sexuales.

128
No deja de ser curioso que los usos lingüísticos
más plásticos ocurran en los mundos "bajos", por
ejemplo, al del hampa. A ^ o t y actividad encubierta
siempre han conformado una pareja bien avenida.
También el espionaje sabe renovar constantemente
sus contraseñas y las sectas secretas amparan arcanos
idencificatorios difíciles de descifrar. En los apodos
dados a los virus se denota esa inventividad lingüís-
tica así como también en la velocidad con que se los
renueva, Pero esto último es sólo un signo de los
riempos. En la humorada, rasgo típico en las marcas
registradas de ios virus, se evidencia cierto afán po-
pular de provocación l i n g ü í s t i c a . N o m b r e s
tremebundos, avisos corteses de la subsiguiente des-
trucción, vindicaciones irónicas del arte, referencias
paródicas a la cultura de masas, autorreferencia sub-
versiva (hay uno llamado "Maten a Bill Gates"). Tam-
bién la política apartidarla suscitó en los años 80 y
90 este tipo de contrapesos en la política estudiantil
y en la gráfica contracultural callejera de la A^enti-
na. Si el accionar del virus es irreverente es porque
su programa a u t o r r e p r o d u c t o r invierte grotes-
camente la corrección política obligatoria de la épo-
ca neoliberal-informática. La abundancia de referen-
cias a películas de terror y a famosos criminales del
mundo mediático en los nombres de los virus pro-
porciona una pista sobre sus diseñadores: son las
huellas que ha dejado en ellos la cultura televisiva de
trasnoche y el cine de clase B. a su vez, reversos
detríticos de los buenos modales de la televisión ofi-
cial de otra época. La nostalgia transmuta a supet-
héroes y programas íávoritos en "nombres de gue-
rra". La intencionalidad de los diseñadores de virus
recorre el abanico de los usos "problemáticos" dei
lenguaje popular: del sarcasmo a la blasfemia. Fór-
mulas del lenguaje que agravan el orzuelo en uno de
los ojos de la Gorgona. Los virus laceran el discurso
tecnológico, hacen balbucear a los archivos y tarta-
mudear a los datos. Con el hipertexto fabrican papel
picado.
Un virus amenaza potencialmente a la computa-
dora personal, pero indirectamente asuela totia la
red informática. El módem puede transformarse en
un cartero siniestro. El virus es a la ciudad telein-
formàtica lo que el agente secreto al territorio ene-
migo, el torpedo a la flota descuidada, el polizón al
transatlántico, el pirata aéreo al pasaje del avión.
Poner en circulación virus es una práctica social cu-
yos posibles gemelos en los años 80 han sido la cul-
tura de los fanzines, los últimos zamizdats en Euro-
pa Oriental, las radios pirata, los manifiestos de las
"minorías ideológicas" —la criminología las llama
minorías de riesgo—, las propuestas de uso alterna-
tivo de la tecnología: pero ésta es también la vieja
historia de la "propaganda por ei hecho" de ios
anarcoterroristas y ta interferencia radial de los ma-
quis antinazis. En fin, acaso los diseñadores de virus
y los haciters se hacen cargo de ia frustración política
en un mundo irredento mediante ia puesta en cir-
culación de venérea informacional. La voraz lombriz
solitaria de los intestinos informáticos está anuncian-
do el desplazamiento dei partisanismo político y del
atentado ideológico hacia el terreno que el rival mis-
mo ha alambrado. Pero eso marca un límite nítido a

130
las confiadas políticas anaccoides, Los entusiastas de
la "piratería electrónica" deberían hacer carne lo que
toda agencia secreta estatal sabe: que la "estrategia
de los alfilerazos" es inefectiva en última instancia.
La virulencia política admite únicamente triunfos
pírricos: se puede fastidiar a un enemigo poderoso,
incluso desgastarlo, pero no vencerlo en el Campo
de Marte que mejor conoce y controla. El sabotaje
no es ía política del fuerte, sino actividad esporádica
de las retaguardias. Y a los saboteadores informáticos
les ocurre io que a los espías en tiempos de guerra: al
nudo de la horca corresponde un largo rosario con-
tado en presidio. Mejor sería que los rastreadores de
ia clave de ingreso a una sociedad libertaria apliquen
energías y ganzúas a las mentes de ios que están siendo
presa facil de las avanzadillas de la nueva fe: econo-
mía tecnocràtica, políticas públicas de índole esta-
dística, medio ambiente artificial izado. Es cierto que
la reapropiación popular de la tecnología —espe-
cialmente en el tercer mundo— es una política legí-
tima, pero a condición de hacer girar esta apropia-
ción sobre una mentalidad no-técnica. Cuando en
1812 los ludditas reclamaban precios justos y ren-
tas decorosas no estaban haciendo precisamente cál-
culos económicos. Y en todo caso, el desafío para
una política teórica que gusta reconocerse en la tra-
dición socialista no consiste tanto en humanizar ai
autómata o en averiarlo sino en radiografiar el
serpentario.

Por su parce, los eufóricos pretenden hacer creer


que los virus son un efecto fastidioso aunque inevi-
table del período heroico del salto tecnológico, tan-
to como la ley tuvo que tolerar a pistoleros y
linchamientos antes de hacerse fuerte en el Far West.
El entusiasta supone que la evolución de la robòtica,
la domótica, la burótica y demás inteligencias artifi-
ciales acabará por controlar la epidemia. Suge-
rentemente, ei capital informático dedica mayores
esfuerzos e inversiones a reducir el espectro de la
epidemia viral q u e a terminar con el hurto
informático- Se entiende: los hombres de la bolsa de
comercio comparten con el "capital negro" la fronte-
ra por la cual disputan, mientras que el nihilismo
viròsico desprecia el intercambio de rehenes. El
luddita o el ocioso siempre serán más repugnantes a
la ideología laboralista del capital que el promotor
de comercios deshonestos, o incluso prohibidos.
Cuando las metáforas — n o tan metafóricas— de
orden quirút^ico se muestran ineficaces, la terapéu-
tica policial termina por agravar la enfermedad: itn-
potentes ante los desconocidos sembradores de ve-
neno, alguna fiscalía ha llevado a juicio no a esqui-
vos piratas sino a los escasos diseñadores de virus
que pueden atrapar, quienes, en lo suyo, se parecen
a artistas. Pero esto mismo anuncia una transforma-
ción radical en la filosofía del derecho liberal con
relación al acto delictivo. ¿Por qué se diseñan virus y
por qué se los hace circular? Desde la vanidad del
programador especializado al furor moral del ácrata,
el abanico causal se abre en 360''. Ese gran angular
del transportador proyecta un cono de sombra. En
efecto, el anonimato en la acción política moderna
siempre ha sido una categoría antipática para ciuda-
danos y policías. Quien no puede ser identificado

132
no puede sec represencado políticamence: rompe la
visibilidad del concraco social. Sobre el mismo eje,
en las represalias tomadas en el caso de un arencado
anónimo en época de guerra, la parce afectada no
duda en cobrarse la avería con un número mayor y
desproporcionado de vícc

La vieja Minerva

Cien años acras, el futurismo italiano prestó aten-


ción, acaso apresuradamente, a las nuevas velocida-
des tecnológicas {de aeroplanos, de transatlánticos,
de ferrocarriles); poco después, el dadaísmo y el cu-
bismo percibieron la desorganización dei espacio-
tiempo causada por el vuelo a motor, el cinemató-
grafo y la física relativista con mayor agudeza; y qui-
zás en sus mejores momentos y en el pentagrama de
sus músicos más interesantes las variantes elecccóni-
cas de la música en el siglo XX se impregnaron de la
polución sonora de la ciudad industrial tardía y a su
manera "pensaron" el ruido urbano. En el caso de la
ciencia ficción, algunas obras clásicas y algunos au-
tores que suelen ser incluidos en la vanante conoci-
da como "cyberpunk" se han hecho cargo de las
mutilaciones y presiones que el cuerpo sufre en una
sociedad altamente tecnificada. Aquí el desafío pata
cualquier artista del futuro consistirá en no confun-
dir las tecnologías como tema con el tema de las
tecnologías.

William Gibson, autor de Niuromante, novela

133
publicada en 1984 y en la cual se acuña h
"ciberespacio", ha realizado recientemente
nificativa reflexión sobre el destino de la e
Con una nueva vuelta de tuerca hecha sobre la larga
historia de la edición de libros ofceció una aguda
comprensión del desvanecimiento de la memoria
histórica de los humanos. Se trata del autosabotaje
de una edición de sólo 95 ejemplares de una obra
escrita por él mismo, Agrippa. A book of the dead,
que consiste de un texto grabado en un disquete, en
el cual varios programadores cuyos nombres no han
sido dados a conocer encriptaron un virus que impi-
de leer la historia dos veces o siquiera imprimirla-
Guando el disquete es introducido en la computa-
dora se puede hacer una primera lectura del texto
que será también la última, pues el virus va destru-
yendo los datos grabados a medida que el cursor avan-
za, Previo al disquete hay unas cincuenta páginas de
texto, impresas en una vieja "Minerva", y el disquete
mismo está inserto en un nicho "cavado" en la grue-
sa tapa que lo contiene todo, a su vez forrada con
"tela" de chaleco antibalas. En algunas páginas se
han grabado largas secuencias del código genético
de una persona viva; en otras páginas se incluyen
dibujos de material genético humano burilados en
lámina de cobre. Sobre algunos de estos dibujos se
han sobreimpreso publicidades de teléfonos y cá-
maras fotográficas de principios de siglo, pero se lo
ha hecho con una tinta especial que se desvanece
ante el más leve roce de los dedos. Las chapas usadas
para imprimir el libro han sido destruidas a fin de
impedir una segunda edición. El texto de Gibson

134
en el disquete es un poema en prosa donde se medi-
ta acerca de la fragilidad de la memoria humana, Y
esa meditación nos hace volver hacia el alfabeto, el
jeroglifo, el ideograma, las runas: improntas que
nunca han sido medios para comunicar algo sino
ensayos incesantes para hacer plegarias y para ofre-
cer brindis, correos entre ancestros y mortales, en
todas las estaciones y en todos los continentes. El
virus en el libro de William Gibson oficia a modo de
augur: nos purga del exceso de información y de
palabras huecas y nos devuelve a ia elocuencia del
soplo harapiento,
Pero hay aún otra significativa muesca en el extraño
libro de Gibson; el recurso a las publicidades antiguas
de tecnologías ya anacrónicas, ¿Cree Gibson que nues-
tros vínculos con las máquinas se evidencian mejor cuan-
do son dejadas de lado por la moda o cuando sufren el
anatema rotativo: la bula de obsolescencia? Cuando pres-
tamos atención a las viejas máquinas —como a cual-
quier cosa creada por la mano humana— y las contem-
plamos herrumbradas, silenciosas y abandonadas,
guardando en hangares y depósitos su oxidación final,
nos damos cuenta que ellas también nos ayudan a en-
tender nuestra propia fragilidad. Condenadas al des-
guace o a la tienda de anticuario —de acuerdo a tama-
ño— comprendemos que ni ellas nos sirvieron ni noso-
tros supimos incluirlas en un dominio espiritual que
las redimiera. El óxido no es solamente el virus de las
máquinas, también es la pátina melancólica de la his-
toria. Pero es un t r ^ o de vino amargo al paladar de los
actuales: advierte a los pocos capaces de apreciar su tono
ocre que e! enmsiasmo por las nuevas tecnologías no es

135
anto la comprensible "ilusión del hombre común" a
u arrogancia frenre al inmediato pasado-

E1 burdel mecánico

Medio siglo atrás un caminante solitario y am


gado se decidió a revisar el plan maestro de la c
dad a fm de realizar un diagnóstico de
simbólico. Su informe se publicó bajo el nombre U
cabeza de Goliat Caminar la ciudad no es lo mismo
que verla deslizarse desde el parabrisas de un auto-
móvil o desde la pantalla de un televisor, porque el
campo psicofísico de un caminante no esta limitado
por el control remoto o las señales de transito sino
por las caprichosas riendas emocionales de un cuer-
po. Quien se detenga en un lugar cualquiera de la
ciudad puede descubrir anuncios espeluznantes en
los actos más insignificantes y en los detalles menos
atendidos: en los cuerpos que se pliegan en bancos
de plaza, en las venias con que se miden los tran-
seúntes unos a otros, en la mirada anhelante ante
una espalda que se va, en los grabados que los bille-
tes tatúan entre las líneas de la mano. Ezequiel
Martínez Estrada —ese fue el caminante— supo de-
tectar la invariancia histórica en la rutilante nove-
dad y olfatear la descomposición cadavérica en las
cosas sometidas a cosmética, y destituyendo del pen-
samiento al consuelo pudo reconocer el sentido trá-
gico en las actividades urbanas plebeyas: confirmó
que ya no hay tiempo. Lo suyo no fue capricho de

136
escépcico sino ci diario de trabajo de un descarnador.
En esa faena sólo cabe calibrar, pulir y afilar el órga-
no de la visión. Y cuando se dispone de un talante
pensativo y de un instrumento óptico de precisión
un hombre se basta a sí mismo para hacer ciencia y
para fundar complejas e intransferibles relaciones
entre verdad y estilo, entre falacias nacionales y vio-
lencia de la recusación lingüística^entre verdades que
se resisten a evidenciarse y percepción personal ator-
mentada. No había y seguramente no hay en este
país oídos para estos dictámenes amataos porque la
verdad y la Argencina son enemigos jurados. Y
Martínez Estrada lo supo.
Ezequiel .Martínez Estrada quería saber en qué
consistía la jaqueca de la nación. La cabeza de Goliat,
libro lírico y lóbrego, fue escrito en un momento
histórico único; la década del 30, bisagra en que ia
matriz orgánica y la mecánica se superpusieron en
Buenos Aires. Es en coyunturas semejantes cuando
la anímica peculiar de una nación se retuerce; enton-
ces son muchos los símbolos que se desploman y las
conductas que ingresan en su fase menguante. Nue-
vos tipos caracterológicos comienzan a ser cincela-
dos por la vida ciudadana y el elenco estable de ia
ciudad es teclutado a nuevo: lo arcaico y lo novedo-
so se enrocan locamente, lo sublime y lo mercantil
cambian el orden de los elementos de su aleación y
ya nadie sabe muy bien que cosa es fruto de los ta-
lentos del habitante, que proviene de la feracidad
predestinada y que cosas son apenas instalaciones
que se desembalan, articulan y desarman en todo el
mundo por igual. Una vez relevado el catastro de la

137
ciudad Martínez Estrada dejó un informe crudo que
describía la insostenible tensión que fuerzas espiri-
tuales, tecnológicas, políticas y arquitectónicas pre-
cipitaban sobre Buenos Aires. El montaje de sus
aguafiiertes produce vértigo: se nos expone a la psi-
que colectiva inficionada, al porteño como "inquili-
no parásito", a los usos emocionales intoxicados, a
los símbolos urbanos des potenciados, a los cimien-
tos podridos. Con metódica amargura entrevió el fu-
turo: Buenos Aires ya no concederá a sus hijos otra
posibilidad biográfica más que el posicionamiento
epocal o el sociológico, El iluso podría recurrir aún a
los placebos de la publicidad, la nostalgia, la tecno-
logía o la política, pero la esperanza desovada cada
día en las maternidades claudicará por la noche en
la morgue. Por eso el cono de su libro es lúgubre, los
momentos de humor hirientes, la perspectiva moral
malhumorada, el lirismo dolorido. Porque se trata
de la meditación espectral de un autodidacta solitario
que analizó la descomposición orgánica de lo que se
pretendió un ideal urbano portentoso: "wagneriano".

Los años 90 nos han mostrado ia magnitud de


fuerza con que el país es capaz de rechazar su histo-
e. Algunos han calificado a este tiempo
"Menemato". apodo de época que suena exce-
cesáreo como para infamar a su piloto.
¿Pero acaso el parto necesitó de una cesárea? Quie-
nes ha enfatizado el rol cumplido por ios desbordes
inflacionarios del año 1989 como condición de po-
sibilidad de las transformaciones de la década me-
nosprecian a los argentinos. Ya hacía tiempo que una
serie de canales subterráneos estaban pujando por

138
abrirse paso y urtirse en la superficie. Quien preste
atención a la rutina del país entre ios años 1978 y
1982 notará las equivalencias, En verdad, quien mire
el país como lo haría un vigía de popa descubrirá
que las transformaciones tecnológicas y políticas de
la actualidad estaban preanunciadas cincuenta años
antes: es decir, que ya estaba sembrado el terreno en
el cual podía germinar el imaginario tecnológico de
la Argentina actual. El peronismo y ia industrializa-
ción, el desarrollismo —¡cuyo mascarón de proa ha-
bía sido esculpido con madera intelectual!— y la
modernización, la cultura intelectual progresista de
los 60 y su demanda de quema de etapas, el disposi-
tivo universitario moderno, la Sociología, las Cien-
cias Exactas, el Psicoanálisis, la calle Viamonte —
¿un Village porteño!*—, la época heroica del rode, el
alivio que se percibió en matzo de 1976 cuando se
da por terminado al caos del bienio isabelista son
afluentes no tan limpios. ¿Acaso de todo eso podía
salir otra cosa que la plata dulce, el turismo de clase
media, la primermundización de las costumbres, ia
rotación generacional en ei mundo mediático y ia
modernización tecnológica? Restarían los ratos mo-
mentos nacionales de demora, fiesta e interrupción,
casi siempre reenviados por los alarmistas morales a
conspiración lingüística de siglas o a la insensatez de
los protagonistas de una tragedia a la que estaban
llamados sin saberlo y que ya estaba agrietando su
incubadora. 1919 o J973 —u otras fechas secre-
tas— fueron tanto aquelarre fisstivo como intento de
retorcer el calendario, dos facetas que sólo podrán
ser iluminadas cuando la historia ya sea incapaz de

139
irritar la inoxidable buena conciencia de la nación.
La pandemia, que supo ser la fiesta de todo el pue-
blo de Atenas, acabó aquí en pandemonium. Mien-
tras tanto, aquellos acontecimientos y sus mitos —
como los más antiguos y perimidos hechos y uto-
pías obreras de principios de siglo— medran en l,i
historia nocturna. En fin, algunos ya habían intuido
que la alambrada de púa era algo más que una nece-
sidad del catastro agroganadero: era la variante ar-
gentina de los signos de época. De El matadero al
Facundo, de El niño proletario a Cadáveres, Echeverría,
Sarmiento, Lamborghini y Perlongher pensaron al
país como una pampa bárbara. La barbarie de la época
de Sarmiento es un poco distinta de la de Martínez
Estrada — o de la contada por Borges— y varía un
poco más en Lamborghini y Perlonghcr. Pero en el
fondo es la misma.

Martínez Estrada había descubierto que Argen-


tina estaba enferma y que no había cura sencilla —
política, económica o administrativa— para su mal.
¿Puede enfermarse un país entero? Sólo en la medi-
da en que consideremos a las ciudades extensiones
carnales del alma. Por eso mismo no prestó tanca
atención al espectacular autoritarismo infame de los
años 30 (lente conceptual que siguen usando los
miopes) como a la descomposición orgánica del país.
Pues supo que para someter al cuerpo es preciso
inficionarle el alma. Dos épocas se cruzan en la bisa-
gra que analizó: la era orgánica y la era mecánica. Se
percibe en su libro un dehcado equilibrio entre los
cinco sencidos y su proceso de atrofia, Y por eso
mismo se obligó a! análisis de la circulación urbana,

140
de la policía de tránsito, de las nuevas carrocerías de
automóviles, de ia radio hogareña, del estadio, de la
publicidad periodística —auténtica alma del rotati-
vo— y de tantas otras "avanzadas" de! progreso. Ima-
ginó a la Buenos Aires del futuro como un burdel
mecánico. Como se sabe, en el burdel se balbucea.
Así ocurrió en Babel. En fin, una meditación blasfe-
ma no clama por terapéuticas científicas sino por
una cura de almas. Dos décadas después, se enco-
mendaba a la reciente sociología científica ia realiza-
ción de un d i a g n ó s t i c o censal del país. Gino
Germani, su deus ex machina, dirá de Martínez
Estrada: "Hice un análisis de toda su obra para ver
qué había en ella de rescatable. No hay casi nada".
Cosas diclias cn momentos de triunfo, pero tam-
bién índice del menosprecio sufrido entonces por la
meditación ensayística en un país en estado de or-
denamiento y desarrollo. Para no pocos sociólogos y
políticos la ciudad es ia encrucijada de contabilidad
estadística, información tabulada y leyes científicas:
es el alfabeto de los pianificadores y de los analistas,
insumes a su vez de cualquier máquina de "moder-
nizar". ¿Habrá.sido esa genealogía subrepticia la que
condujo hacia Videla y Cacciatore y hacia Menem y
Cavallo? En todo caso, de la Buenos Aires de las úl-
timas décadas podría decirse lo mismo que Karl Kraus
dijo de la capital de Austría-Hungría; "Buenos Aires
está siendo destruida en una gran ciudad". Martínez
Estrada, en cambio, percibió que vista, tacto, olfato,
oído y gusto padecían y vacilaban en una urbe en-
ferma. y que ninguna terapéutica era posible si se
impedía la afinación de esos ci

141
noros. El arte perceptivo de Estrada —unido a una
rigurosa y admirable cultura— le permitía apreciar
a la esgrima de arma corta en el truco, al humo dei
sacrificio tribal en ei suicidio urbano, a la frustra-
ción sexual en ei maniquí, al marido hipócrita e ideal
en la voz del locutor radiai. Pero la clase media no
escucha sermones en su propio cumpleaños. Los
sucedáneos posteriores del pensamiento social a ^ e n -
tino —populismo, soci al democracia, economicismo
liberai— han sido apenas instrucciones para huir de
las fuerzas oscuras que nos acosan desde siempre.
Buenos Aires tuvo prisa en los 30, urgencias en los
50 y 60; hoy ya no tiene tiempo. Es eso, el impulso
frenético hacia lo moderno que rige a este país lo
que inhabilita el método comprensivo de aquel ca-
minante, Pero tarde o temprano codo impulso ha de
sufrir su freno. Quizás entonces descubramos cuán-
to tiempo hacía que también nosotros éramos un
pueblo pòstumo; carne de la morgue de la historia.
(IN MEMORIAMO

El código sangriento

Desde muy antiguo la horca ha sido un castigo


ignominioso. Si se medita sobre su fomiliaridad es-
tructural con ia picota comprendemos por qué está
ubicada en el escalón más alto reservado a la deni-
gración de una persona. A ella sólo accedían los ba-
jos estratos sociales delincuentes o refractarios; a
quien no plegaba las rodillas se ie doblaba la cerviz
por la fuerza. Algunos ajusticiados famosos de la época
moderna fueron mártires; a Parsons, Spies y a sus
compañeros de patíbulo los recordamos tenuemen-
te cada l® de Mayo. Pero pocos recuerdan ei nom-
bre de James Towle, quien en 1816 fue el último
'destructor de máquinas" a quien se le quebró la nuca.
Cayó por ei pozo de la horca gritando un himno
luddita hasta que sus cuerdas vocales se cerraron en
un solo nudo. Un cortejo funebre de tres mil perso-
nas entonó el final del himno en su lugar, a capella,
Tres años antes, en catorce cadalsos alineados se ha-
bían balanceado otros tantos acusados de practicar
el "luddismo", apodo de un nuevo crimen reciente-
mente legalizado. Por aquel tiempo existían decenas
de delitos tipificados cuyos autores entraban al rei-
no de ios cielos pasando por el ojo de una soga. Por
asesinato, por adulterio, por robo, por blasfemia, por
disidencia política, muchos eran ios actos por lo cua-
les podía perderse el hilo de la vida. En 1830 a un
niiio de sólo nueve años se lo ahorcó por haber roba-
do unas cizas de colores, y así hasta 1870 cuando un
decreto humanitario acomodó a todos ellos en sólo
cuatro categorías. A las duras leyes que a todos con-
templaban se la conoció como Thí Bloody Code. Pero
el luddismo se constituyó en un insólito delito capi-
tal: desde 1812, maltratar una máquina en Inglate-
rra costaría el pellejo. En verdad pocos recuerdan a
los ludditas, a los "ludds", título con el que se reco-
nocían entre ellos. De vez en cuando, estampas de
aquella sublevación popular que se hiciera femosa a
causa de la destrucción de máquinas han sido
retomadas por tecnócratas neoliberales o por histo-
riadores progresistas y exhibidas como muestra ejem-
plar del absurdo político: "reivindicaciones reaccio-
narias", "etapa artesanal de la conciencia laboralis-
ta", "revuelta obrera textil empañada por tintes cam-
pesinos". En fin, nada que se acerque a la verdad-
Unos y otros se han repartido en partes alícuotas la
condena del movimiento luddita, rechazo que en el
primer caso es interesada y en el segundo fi-uto de la
ignorancia y el prejuicio. La imagen que a diestra y
siniestra se cuenta de los ludditas es la de una
tumultuosa horda simiesca de seud©campesinos ira-
cundos que golpean y aplastan las flores de hierro
donde libaban las abejas del progreso. En suma: el
cartel rutero que señala el linde de la áltima rebe-
lión medieval. Allá, una paleontología; aquí un
bestiario.
Ned Ludd, f a n t a s m a

Todo comenzó un 12 de abril de 1811. Durante


la noche, trescientos cincuenta hombres, mujeres y
niños arremetieron contra una fábrica de hilados de
Nottinghamshire destruyendo los grandes telares a
golpes de maza y prendiendo fuego a las instalacio-
nes. Lo que allí ocurrió pronto sería folklore popu-
lar, La fábrica pertenecía a William Cartwright, fa-
bricante de hilados de mala calidad pero pertrecha-
do de nueva maquinaria. La fábrica, en sí misma, era
por aquellos años un hongo nuevo en el paisaje: lo
habitual era el trabajo cumplido en pequeños talle-
res. Otros setenta telares fueron destrozados esa mis-
ma noche en otros pueblos de las cercanías. El in-
cendio y el haz de mazas se desplazó luego hacia los
condados vecinos de Derby, Lancashire y York, co-
razón de la Inglaterra de principios del siglo XIX y
centro de gravedad de la Revolución Industrial. El
reguero que había partido del pueblo de Arnold se
expandió sin control por el centro de Inglaterra du-
rante dos años perseguido por un ejército de diez
mil soldados al mando del General T h o m a s
Maitland. ¿Diez mil soldados? Wellington manda-
ba sobre bastantes menos cuando inició sus movi-
mientos contra Napoleón desde Portugal. ¿Más que
contra Francia? Tiene sentido; Francia estaba en el
aire de las inmediaciones y de las intimidaciones;
pero no era ia Francia Napoleónica el fantasma que
recorría la corte inglesa, sino la Asamblearia. Sólo
un cuarto de siglo había corrido desde el Año I de la
Revolución. Diez mil. El número es índice de lo

145
muy difícil que íiie acabar con los ludditas. Quizás
porque los miembros del movimietito se confundían
con la comunidad, En un doble sentido: contaban
con el apoyo de la población, tran la población,
Maidand y sus soldados buscaron desesperadamen-
te a Ned Ludd, su líder. Pero no lo encontraron.
Jamás podrían haberlo encontrado, porque Ned Ludd
nunca existió: lue un nombre propio pergeñado por
los pobladores para despistar a Maitland. Otros lí-
deres que firmaron cartas burlonas, amenazantes o
peticiones se apellidaban "Mr. Pistol", "Lady Ludd",
"Peter Plush" (felpa), "General Justice". "No King",
"King Ludd" y "Joe Firebrand" (el incendiario). Al-
gtin remitente aclaraba que el sello de correos había
sido e s t a m p a d o en los cercanos " B o s q u e s de
Sherwood". Una mitología incipiente se superponía
a otra más antigua. Los hombres de Maitland se vie-
ron obligados a recurrir a espías, agentes provocadores
e infiltrados, que hasta entonces constituían un re-
curso poco esencial de la logística utilizada en casos
de guerra exterior. He aquí una reorganización tem-
prana de la fuerza policial, a la cual ahora llamamos
"inteligencia".

Si a los acontecimientos que lograron tener en vilo


al país y al Parlamento se los devoró el incinerador de la
historia, es justanience poique el objetivo tie los ludditas
no era político sino social y moral: no querían el poder
sino poder desviar la dinámica de la industrialización
acelerada. Una ambición imposible. Apenas quedaron
testimonios: algunas canciones, actas de juicios, infor-
mes de autoridades militares o de espías, noticias pe-
riodísticas, 100.000 £ de pérdidas, una sesión del

146
Parlamento dedicada a ellos, poco más. Y los he-
chos: dos años de lucha social violenta, mil cien
máquinas destruidas, un ejército enviado a "pacifi-
car" las regiones sublevadas, cinco o seis fábricas
quemadas, quince ludditas muertos, crece confina-
dos en Australia, otros catorce ahorcados ante las
murallas del Castillo de York, y algunos coletazos
finales, ¿Por qué sabemos can poco sobre las inten-
ciones ludditas y sobre su organización? La propia
fantasm^oría de Ned Ludd lo explica: aquella fiie
una sublevación sin líderes, sin organización centra-
lizada, sin libros capitales y con un objetivo quimé-
rico: discutir de igual a igual con los nuevos indus-
triales. Pero ninguna sublevación "espontánea", nin-
guna huelga "salvaje", ningún "estallido" de violen-
cia popular salta de un repollo. Lleva años de
incubación, generaciones cransmitiéndose una he-
rencia de maltrato, poblaciones enteras macerando
saberes de resistencia: a veces, siglos enteros se vier-
ten en un solo día. La espoleta, generalmente, la saca
el adversario. Hacia 1810, el aiza de precios, la pér-
dida de mercados a causa de la guerra y un complot
de tos nuevos industriales y de los distribuidores de
productos textiles de Londres para que éstos no com-
pren mercadería a los talleres de las pequeñas aldeas
texriles encendió la mecha. Por otra parce, las re-
uniones políticas y la libertad de letra impresa ha-
bían sido prohibidas con la excusa de la guerra con-
tra Napoleón y la ley prohibía emigrar a los tejedo-
res, aunque se estuvieran muriendo de hambre; In-
glaterra no debía entregar su expertisi ai mundo.

Los ludditas inventaron una logística de utgen-

147
eia. Ella abarcaba un sistema de delegados y de co-
rreos humanos que recorrían los cuatro condados,
juramentos secretos de lealtad, técnicas de camuflaje,
centinelas, organizadores de robo de armas en el cam-
pamento enemigo, pintadas en las paredes. Y ade-
más descollaron en el viejo arte de componer can-
ciones de guerra, a los cuales llamaban himnos. En
uno de los pocos que han sido recopilados puede
aún escucharse: "Ella tieni un brazo / Y aunque sólo
tiene uno / Hay magia en ese brazo único / Que crucifi-
ca a millones / Destruyamos al Rey Vapor, el Salvaje
Moloch", y en otra; "Noche tras noche, cuando todo
está quieto ! Y la luna ya ha cruzado la colina / Mar-
chamos a hacer nuestra voluntad ! ¡Con hacha, pica y
fitsil!". Las mazas que utilizaban los ludditas prove-
nían de la fábrica Enoch. Por eso cantaban "La Gran
Enoch irá al frente / Deténgala quien se atreva, ditén-
gala quien pueda / Adelante los hombres gallardos /
¡Con hacha, pica y fiisil!". La imagen de ia maza tras-
cenderá la breve epopeya luddita. En la iconología
anarquista de p r i n c i p i o s de siglo, hércules
sindical izados suelen estar a punto de aplastar con
una gran maza, no ya máquinas, sino al sistema fabril
encero. Todos estos blues de la cécnica no deben ha-
cer perder de visca que las aucoridades no sólo que-
rían aplascar la sublevación popular, cambién busca-
ban impedir la organización de seccas obreras, en
una época en la cual solamente los industriales esta-
ban unidos. Carbonarios, conjurados, ia Mano Ne-
gra de Cádiz, sindicaliscas revolucionarios; en el si-
glo pasado la horca fue la horma para muchas inten-
tonas sediciosas.
"Fair Play"

Ya nadie recuerda lo que significaron en ocro


riempo las palabras "precio justo" o "renta decoro-
sa". Entonces, como ahora, una estrategia de recam-
bio y aceleración tecnológicas y de realineamiento
forzado de las poblaciones retorcía los paisajes. Roma
se construyó en siete siglos, Manchester y Liverpool
en sólo veinte años. Más adelante, en Asia y África se
implantarían enclaves en sólo dos semanas. Nadie
estaba preparado para un cambio de escala semejan-
te. La mano invisible dei mercado es tactilidad dis-
tinta del trato pactado en mercados visibles y a la
mano. El ingreso inconsulto de nueva maquinaria,
la evicción semiobligada de las aldeas y su concen-
tración en nuevas ciudades fabriles, ia extensión del
principio del lucro indiscriminado y el violento
deseen tra miento de las costumbres fueron caldo de
cultivo de la rebelión. Pero el lugar común no exis-
tió: los ludditas no renegaban de toda la tecnología,
sino de aquella que representaba un daño moral al
común; y su violencia estuvo dirigida no contra las
máquinas en sí mismas (obvio: no rompían sus pro-
pias y bastante complejas maquinarias) sino contra
los símbolos de la nueva economía polhica triunfan-
te (concentración en fábricas urbanas, maquinaria
imposible de adquirir y administrar por las comuni-
dades). Y de todos modos, ni siquiera inventaron la
técnica que los hizo famosos: destruir maquinas y
atacar la casa del patrón eran tácticas habituales para
forzar un aumento de salarios desde hacía cien años
al menos. Muy pronto se sabrá que ios nuevos en-

149
gtaníjes podían ser aferrados por crabajadores cuyas
manos eran inexpertas y sus bolsillos estaban vacíos.
La violencia fue contra las máquinas, pero la sangre
corrió primero por cuenta de los fabricantes. En ver-
dad, lo que alarmó de la actividad luddita fue su
nuna modalidad simbólica de ¡a violencia. De modo
que una consecuencia inevitable de la rebelión fue
un mayor ensainblaje entre grandes industriales y
administración estatal: es un pacto que ya no se que-
brantará.
Los ludditas aún nos hacen preguntas: ¿hay lí-
mites? ¿Es posible oponerse a la introducción de ma-
quinaria o de procesos laborales cuando estos son
dañinos para la comunidad? ¿Importan las conse-
cuencias sociales de la violencia técnica? ¿Existe un
espacio de audición para las opiniones comunita-
rias? ¿Se pueden discutir las nuevas tecnologías de la
"globalización" sobte supuestos morales y no sola-
mente sobre consideraciones estadísticas y planifi-
cadoras? ¿La novedad y la velocidad operacional son
valores? A nadie escapará la actualidad de los temas.
Están entre nosotros. El luddismo percibió aguda-
mente el inicio de la era de la técnica, por eso plantea-
ron el "tema de la maquinaria", que es menos una
cuestión técnica que política y moral. Entonces, los
fabricantes y los squires terratenientes acusaban a los
ludditas del crimen de jacobinismo, hoy los tecnócra-
tas acusan a los críticos del sistema fabril de nostálgicos.
Pero los Ludds sabían que no se estaban enfrentando
solamente a codiciosos fabricantes de tejidos sino a la
violencia técnica de la fábrica. Futuro anterior: pen-
saron la modernidad tecnológica por adelantado.

150
Epílogos

El 27 de febrero de 1812 fue un día memorable


para la historia del capitalismo, pero también para la
crónica de las batallas perdidas. Los pobres violentos
son tema parlamentario: habitualmente e! temario los
contempla únicamente cuando se refrendan y limitan
conquistas ya conseguidas de hecho, o cuando se liman
algunas aristas excesivas de duros paquetes presupues-
tarios, pero aún más rutinariamente cuando se deba-
ten medidas ejemplares. Ese día Lord Byron ingresa al
Parlamento por primera y última vez, Desde Guy
ftiwkes, quien se empefió en volarlo por los aires, nadie
se había atrevido a ingresar en la Cámara de los Loores
con la intención de contradecirlos. Durante la sesión,
presidida por el Primer Ministro Perccval, se discute la
pertinencia del ^ r ^ d o de un inciso (altante de la pena
capital, a la cual se conocerá como Framt-breaking bilL
la pena de muerte por romper una máquina. Es Lords
Vi. Ltuids: cien contra uno. Por aquel entonces Byron
trabajaba intensamente en su poema Childt Harold,
pero se hizo de un tiempo para visitar las zonas sediciosas
a fin de tener una idea propia de la situación. Ya el
proyeao de ley había sido aprobado en la Cámara de
los Comunes, El futuro primer ministro William Lamb
(Guillermo Oveja) votó a favor no sin aconsejar al resto
de sus pares hacer lo mismo pues "el miedo a la muerte
tiene una influencia poderosa sobre la mente huma-
na". Lord Byron intenta una defisnsa admirable pero
inútil. En un pasaje de su discurso, al tiempo que trata
a los soldados como un ejército de ocupación expo-
ne el rechazo que había generado entre la población:

151
"¡Marchas y contramarchas! ;Dc Nottingham a
Bulweil, de BulweII a Banford, de Banford a
Mansfield! Y cuando al fin los destacamentos
llegaban a destino, con codo el orgullo, la pom-
pa y la circunstancia propia de una guerra glo-
riosa, lo hacían a tiempo sólo para ser especta-
dores de lo que había sido hecho, para dar fié de
la fuga de los responsables, para recoger frag-
mentos de máquinas cotas y para volver a sus
campamentos ante la mofa hecha por las viejas
y el abucheo de los niños."

Y agrega una súplica: "¿Es que no hay ya sufi-


ciente sangre en vuestro código legal de modo que
sea preciso derramar aún más para que ascienda al
cielo y testifique contra uscedes? ¿Y cómo se hará
cumplir esta ley? ¿Se colocará una horca en cada
pueblo y de cada hombre se hará un espantapája-
ros?". Pero nadie lo apoya. Byron se decide a publi-
car en un periódico un peligroso poema en cuyos
últimos versos se leía;

"Algunos vecinos pensaron, sin duda, que era


chocante.
Cuando el hambre clama y la pobreza gime.
Que la vida sea valuada menos aún que una mer-
cancía
Y la rotura de un armazón (frame) conduzca a
quebrar los huesos.

Si así demostrara ser, espero, por esa señal


(Y quién rehusaría participar de esta esperanza)
Que los esqueletos (frames) de los tontos sean
los primeros en ser rotos
Quienes, cuando se les pregunta por un reme-
dio, recomiendan una soga."

Quizás Lord Byron sintió simpatía por los


ludditas o quizás —dandy al fin y al cabo— detes-
taba la codicia de los comerciantes, pero seguramente
no llegó a darse cuenta de que la nueva ley represen-
taba, en verdad, el parto simbólico del capitalismo.
El resto de su vida vivirá en ei Continente. Un poco
antes de abandonar Inglaterra publica un verso oca-
sional en cuyo colofón se leía: Down with all the kings
hut King Ludd.
En enero de 1813 se cuelga a George Mellor,
uno de los pocos capitanes ludditas que fueron aga-
rrados, y unos pocos meses después es el turno de
catorce otros que habían atacado ¡a propiedad de
Joseph Ratcliffe, un poderoso industrial. No había
antecedentes en Inglaterra de que de que tantos hu-
bieran sido hospedados por la horca en un solo día.
También este número es un índice. El gobierno ha-
bía ofrecido recompensas suculentas en sus pueblos
de origen a cambio de información incriminatoria,
peto todos los aldeanos que se presentaron a por la
retribución dieron información faka y usaron el di-
nero para pagar la defensa de los acusados. No obs-
tante, la posibilidad de un juicio justo estaba fuera
de cuestión, a pesar de las endebles pruebas en su
contra- Los catorce ajusticiados frente a los muros
de York se encaminaron hacia su hora suprema en-
tonando un himno religioso (Behold the Saviour of

153
Mankind). La mayoría eran metodistas. En cuanto
la rebelión se extendió por los cuatro costados de la
región textil cambién se complicó el mosaico de im-
plicados: demócratas seguidores de Tom Paine (lla-
mados "painistas"), religiosos radicales, algunos de
los cuales heredaban el espíritu de las sectas exalta-
das del siglo anterior —UvelUrs, ranters, southscottians,
etc.—, incipientes organizadores de Trade Unions
(entre los ludditas apresados no sólo había tejedores
sino todo tipo de oficios), emigrantes irlandeses
jacobinos. Siempre ocurre: el internacionalismo es
viejo y en épocas antiguas se lo conoció bajo el alias
de espartaquismo.
Todos los días las ciudades dan de baja a miles y
miles de nombres, todos los días se descoyuntan en
la memoria las sílabas de incontables apellidos del
pasado humano. Sus historias son sacrificadas en
oscuros cenotes. Nedd Ludd, Lord Byron, Cart-
wright, Perceval, Mellor, Maitland, Ogden, Hoyle,
ningún nombre debe perderse. El General Maitland
file bien recompensado por sus servicios: se le con-
cedió el título nobiliario de Baronet y fue nombra-
do Gobernador de Malta y después Comandante en
Jefe del Mar Mediterráneo y después Alto Comisio-
nado para las Islas Jónicas. Antes de irse del todo,
aún tuvo tiempo de aplastar una revolución en
Ceíklonia, Perceval, el Primer Ministro, fue asesina-
do por un alienado incluso antes de que colgaran al
último luddita. William Cartwright continuó con
su lucrativa industria y prosperó, y el modelo fabril
hizo metástasis. Uno de sus hijos se suicidó nada
menos que en el medio del Palacio de Cristal duran-
te la Exposición Mundial de productos industriales
de ¡851, pero el tronar de la sala de máquinas en
movimiento amortiguó el ruido del disparo. Cuan-
do algunos años después de los acontecimientos
murió un espía local — u n judas— que se había que-
dado en las inmediaciones, su tumba fue profanada
y e! cuerpo exhumado vendido a estudiantes de me-
dicina. Algunos ludditas fueron vistos veinte años
más tarde cuando se fundaron en Londres las pri-
meras organizaciones de la clase obrera. Otros que
habían sido confinados en tierras taras dejaron algu-
na huella en Australia y la Polinesia. Itinerarios se-
mejantes pueden ser rastreados después de la Co-
muna de Paris y de la Revolución Española. Pero la
mayoría de los pobladores de aquellos cuatro conda-
dos parecen haber hecho un pacto de anonimato, re-
frendación de aquella omertà anterior llamada
"Ned Ludd": en los valles nadie volvió a hablar de
su participación en la rebelión. La lección había sido
dura y la ley de la tecnología lo era más aún. Quizás
de vez en cuando, en alguna taberna, alguna pala-
bra, alguna canción; hilachas que nadie registró.
Fueron un aborto de la historia. Nadie aprecia ese
tipo de despojos.

¿Por qué demorarse en ia historia de Ned Ludd y


de los destructores de máquinas? Sus actos furiosos
sobreviven tenuemente en brevísimas notas al pie de
página del gran libro autobiográfico de la humani-
dad y la consistencia de su historia es anónima, muy
f r ^ i l y casi absurda, lo que a veces promueve la cu-
riosidad pero las más de las veces el desinterés por
lo que no amerita dinastía. No es éste un siglo para
1 burgués del siglo pasado podía darse el
lujo de recrearse lentamente con un folletín, pero
las audiencias de este siglo apenas disponen de un
par de horas para hojear la programación televisiva.
Vivimos en la época de la taquicardia, como sarcàs-
ticamente la definió Martínez Estrada. Remontar el
curso de la historia a contracorriente a fin de reposar
en el ojo de sus huracanes es tarea que sólo un Orfeo
puede arrostrar. Él se abrió paso a! mundo de los
muertos con melodías que destrabaron cerrojos per-
fectos. Nosotros solamente podemos guiarnos por
los fogonazos espectrales que estallan en viejos li-
bros: soplos agónicos entre harapos lingüísticos.
Cualquier otro rastro ya se ha disuelto en los ele-
mentos. Peco si los elementos fueran capaces de arti-
cular un lenguaje, entonces podrían devolvernos la
memoria guardada de todo aquello que ha circulado
por su "cuerpo" (por ejemplo, todos los remos que
hendieron al agua en todos los tiempos, o todos las
herraduras que pisaron la cierra, y asO- A su turno,
el aire devolvería la totalidad de las voces que han
sido lanzadas por las bocas de todos los humanos
que han existido desde el comienzo de los tiempos.
En verdad, millones son las palabras dichas en cada
minuto- Pero ninguna se habría perdido, ni siquiera
las de los mudos. Todas ellas habrían quedado regis-
tradas en la transparencia atmosférica, cuya relación

156
con k audibilidad humana aún está por investigarse:
serk algo así como cuando los dedos de los niños
garabatean raudos graffittis o nerviosos corazones en
vidrios empañados por el propio aliento, Si se pu-
diera traducir ese archivo oral a nuestro lenguaje,
s todas las cosas dichas volverían en un solo
: componiendo k voz de una runa mayor o
1 total de k historia. En ci viento se han
sembrado voces que son conducidas de época en épo-
ca; y cualquier oído puede cosechar lo que en otros
tiempos fue tempestad. El viento es can buen con-
ductor de las memorias porque lo dicho fue tan ne-
cesario como involuntario, o bien porque a veces
nos sentimos más cerca de los muertos que de los
vivos. De tantas cosas dichas, yo no puedo ni quiero
dejar de escuchar lo que Ben, un viejo luddita, les
dijo a unos historiadores locales del Condado de
Derby cincuenta años después de los sucesos: "Me
amarga tanto que los vecinos de hoy en día malin-
terpreten las cosas que hicimos nosotros, los ludditas".
¿Pero cómo podía alguien, entonces, en plena eufo-
ria por el progreso, prestar oídos a las verdades
ludditas? No había, y no hay aún, audición posible
paca las profecías de los derrotados. La queja de Ben
constituyó la última palabra de! movimiento luddita,
a su vez eco apagado del quejido de quienes fijeron
ahorcados en 1813. Y quizás yo haya escrito todo
este largo ensayo con el único fin de escuchar mejor
a Ben. Me aferró y rito de su hilillo de voz como lo
haría cualquier semejante que recorriera este labe-
/ índice)

Prólogo 5
La violencia técnica 17
¡n memoriam 143
Impreso en
A.B.R.N. Produci«ies Gráficas S R L,
Wenceslao Villafañe 468,
Buenos Aires, Argentina,
en diciembre de 1996

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