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P. Alfredo Sáenz, SJ.. MADRE DE DIOS Y MADRE DE LA IGLESIA Terminamos ayer un año más. Sabemos que el
mismo no ha de retornar. Para aquellos que lo vivieron en amistad con Dios será un año de méritos, aunque de
igual forma habrá que decir con el Apóstol: "siervos inútiles somos", hicimos lo que teníamos que hacer. Para
aquellos que no lo vivieron en amistad con el Señor, será bueno proponerse en el presente año, estrechar
verdaderos vínculos sobrenaturales con Jesús y con María, los únicos vínculos salvadores. Este es el momento
de agradecimiento por un año más de vida, así como de petición y de súplica por el que comienza. La Santa
Madre Iglesia nos hace mirar a Belén. Allí están la Madre y su Hijo. Vayamos una vez más, juntamente con los
pastores, hacia el pesebre, para aprender Este honor de ser la Madre de Dios, honor único e inconmensurable,
hace de María la Mujer más bendita de la humanidad y de todos los tiempos. Realmente el Poderoso realizó en
Ella grandes cosas... Por esta razón el Doctor Angélico, admirado de la grandeza de tal Madre, no dudó en decir
que su grandeza era "quasi infinita". Ella quedó ligada por una relación única con el Niño: su maternidad, que
hizo de Ella la Madre de Dio En María no se verifica otro título más grande que éste. Todas las otras
prerrogativas que adornan a su persona, tienen como fundamento ésta: su maternidad divina. El Paraíso
original, grandiosamente proyectado por Dios, lleno de agua, flores y frutos de toda especie, fue creado por
puro amor, para que en él habitase Adán. Aquel primer Paraíso es figura de este nuevo Paraíso viviente que es
María Santísima. Ella es el universo nuevo paradisíaco, creado por el amor de Dios, para que en él se recreara y
habitara el nuevo Adán: Cristo Jesús. María es la inundada de gracia, la llena de flores por sus virtudes, la
colmada de frutos por sus méritos; es, en síntesis, la delicia de Jesús, a punto tal que el Hijo puede decir con sus
labios humanos: este Paraíso es mío, porque es mi Madre. ¡Cuán grandiosa la figura de María! Su única razón de
existir fue la de ser Madre de Dios. La idea primera del Padre fue dar a su Hijo una Madre; no porque ello fuera
absolutamente necesario, si bien quiso que así fuese en orden a la salvación de los hombres. Admiremos este
Misterio: Dios resolvió depender del fíat de una creatura para realizar la obra restauradora. Todas las cosas
creadas, incluso el hombre, rey del cosmos, dependen en su existencia de las tres Divinas Personas, quienes en
el principio se movieron por Amor para llevar a cabo la Creación. Pero habida cuenta del pecado, para la
recreación del hombre, quiso la Santísima Trinidad contar con la ayuda y colaboración de una persona humana.
Asociada por designio divino a la obra redentora, María pasa a ser la representante de toda la humanidad para
decir sí al plan de Dios. De alguna manera, todo depende de Ella en el momento de la Encarnación. El universo
entero está pendiente, como en vívido suspenso, de su sí a Dios. La Santísima Trinidad prevé este fíat; los
ángeles silencian al cosmos para oírlo; y los hombres, inconscientes por aquel entonces de este momento
crucial, hoy felicitan a María por su respuesta. Marta, la siempre Virgen, es llamada por los evangelios "la Madre
de Jesús", y aclamada por Isabel, divinamente inspirada por el Espíritu Santo, como la "Madre de mi Señor". Así
es Ella, la Madre de Cristo por obra del Espíritu Santo. Por eso la Iglesia confiesa que es verdaderamente Madre
de Dios: la "theotokos". He ahí su grandeza, he ahí su real dignidad. Por eso tanto el Padre eterno como la
Madre humana de Jesús pueden afirmar ambos: "Tenemos un mismo Hijo en común". Aquello que dice el Padre
a través del salmo: "Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy", también lo pudo decir María Santísima el día de
la Anunciación. Por que Ella dio su carne al Hijo de Dios, queda en relación de Maternidad divi grandes dolores,
por lo que lo llamó Benoní, o sea hijo del dolor; de manera análoga María, al dar a luz al pie de la Cruz a toda la
Iglesia, experimentó gravísimos sufrimientos. Nosotros que conformamos el Cuerpo Místico, hemos costado a
nuestra Madre dolores indecibles en el drama de la Pasión. Desde la Cruz el Señor nos entregó a su Madre por
Madre nuestra en la persona de San Juan. Y desde entonces el discípulo amado la recibió en su casa. Así
también hemos de hacer nosotros: recibir a María como Madre en nuestros hogares, en nuestro corazón. María
es Madre del Cristo Total, esto es, de la Cabeza y de sus miembros. "Es verdaderamente la Madre de sus
miembros –enseña San Agustín– porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes,
miembros de aquella cabeza". Gracias a la maternidad de María, el Padre suscitó hijos en el Hijo. Gracias a la
maternidad de María, el Espíritu Santo congregó a los hombres para formar un solo cuerpo. Por la maternidad
de María, el Hijo de Dios se encontró con una multitud de hermanos que vienen de su propia vida divina. ¡Cuán
grande es el oficio de esta Madre a los ojos de Dios! La misión de la mujer En la historia de los pueblos es dable
constatar la influencia que frecuentemente tuvieron las mujeres en la obra de la evangelización. En las Galias,
por ejemplo, fue Clotilde la que convirtió al rey Clodoveo. En Italia, Teodolinda hizo bautizar a su hijo; la
conversión de Italia del norte se debe a la acción de esta mujer. Teodosia, en España, fue la que logró la
conversión de Leovigildo. Unos veinte años más tarde, hacia el 597, Berta de Kent, en Inglaterra, conseguiría que
el rey Etelberto se hiciera bautizar. También en Rusia la primera bautizada fue Olga, la princesa de Kiev. Más
tarde los países del Báltico deberán su conversión a Eduviges de Polonia. Vemos que en todas partes este
acontecer se repite. Quizás la Providencia siguió su plan inaugural. Por una Mujer entró la Salvación al mundo;
por tantas mujeres católicas, se fundamentaron las distintas patrias en la fe de Jesucristo. A la luz de la
maternidad de María parece oportuno ahondar en el verdadero significado de la misión maternal. La mujer,
como María, está llamada a ser madre. Desde que la Virgen Santísima santificó la maternidad no se puede
hablar de la madre sino en un sentido mariano. Las mujeres cristianas no conciben a sus hijos de la misma
manera que lo hacen los paganos. Una mujer cristiana sabe que el hijo que conciba será futuro hijo de Dios.
Dará a luz a un futuro templo del Espíritu Santo. Por esto mismo ella queda ligada a la exigencia de educarlo
según la fe. Este es y debe ser el propósito grande de los padres. La reestructuración de la humanidad dependió
del fiat de María Santísima. La conversión de muchos estados a la fe dependió del grupo de mujeres decididas
que abrazaron con entusiasmo la causa evangelizadora. Así como del sí de María se derivaron consecuencias
trascendentes, de manera semejante grandes cosas dependerán del sí de la mujer en su cometido maternal y
cristiano, dependerá quizás la restauración de la Patria y la superación de la crisis de la Iglesia. Por eso la madre
encuentra su paradigma en la Madre del Señor. Es cierto que la vida moderna exige a veces que la mujer tenga
que salir de su hogar para buscar el sustento, ayudando de esta manera a su marido. Pero debe ser consciente
de que su misión como madre es insustituible. No reside en el mero bienestar material el pleno desarrollo de
sus hijos. Será preferible vivir en pobreza, pero resguardando lo principal para su prole. Lo primero es buscar el
Reino de Dios, luego todo lo demás vendrá como añadidura. Belén es el espejo donde debe reflejarse toda
familia cristiana: "Navidad es la gran fiesta de las familias —decía Juan XXIII—. Jesús al venir a la tierra para
salvar a la sociedad humana y para de nuevo conducirla a sus altos destinos, se hizo presente con María su
Madre... La gran restauración del mundo comenzó en Belén; la familia no podrá lograr más influencia que
volviendo a los nuevos tiempos de Belén". ¡Cuánto puede el poder de Dios, que ha transformado un establo
perdido en el campo y escondido a los ojos de tantos, en un verdadero cielo! ¡Cuánto puede su Omnipotencia
que hizo de una Mujer su propia Madre! Hemos de ponderar, como María, todas estas cosas en nuestro
corazón, y dejarnos maravillar por ellas como los pastores. Comencemos serenos y confiados a desgranar los
días de este año qué se inicia. Hagámoslo de manos de María Santísima, nuestra Madre. Ella sabrá protegernos
y bendecimos. Acudamos a sus brazos con la confianza de un verdadero hijo, y juntamente con los pastores,
permanezcamos en un continuo Belén. (SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires,
1994, p. 45- 50)
Juan Pablo II “Cuando se cumplió el tiempo” (Gal 4,4). Saludamos a esta nueva fase del tiempo humano, fijando
la mirada en el misterio que indica la plenitud del tiempo. Este misterio lo anunció el Apóstol en la Carta a los
Gálatas, con las palabras siguientes: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”
(Gal 4,4). El tiempo humano del calendario no tiene una plenitud propia. Significa sólo el hecho de pasar. Sólo
Dios es plenitud, plenitud también del tiempo humano. Esta se realiza en el momento en que Dios entra en el
tiempo del pasar terreno. ¡Año Nuevo: Te saludamos a la luz del misterio del nacimiento divino! Este misterio
hace que tú, tiempo humano, al pasar, seas medida la eternidad. El Apóstol ha manifestado todo eso en su Carta
de una forma quizá más sintética y penetrante. “Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos el ser hijos por
adopción” (Gal 4,4-5). Ésta es la primera dimensión del misterio, que indica la plenitud del tiempo. Y después
está la segunda dimensión, unida orgánicamente a la primera: “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones
el espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá! (Padre)” (Gal 4,6). Precisamente este “Abbá, Padre”, este grito del Hijo,
que es consustancial al Padre, esta invocación dictada por el Espíritu Santo a los corazones de los hijos y de las
hijas de esta tierra, es signo de la plenitud del tiempo. El reino de Dios se manifiesta ya en este grito, en esta
palabra “Abbá, Padre”, pronunciada desde la profundo del corazón humano en virtud del Espíritu de Cristo. Dios
ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “Abbá, Padre”. Los que puedan hablar así -los
que tengan el mismo Padre- ¿acaso no son una sola familia? El Creador nos ha levantado desde el “polvo de la
tierra” hasta hacernos a su imagen y semejanza”. Y permanece fiel a este “soplo” que marcó el “comienzo” del
hombre en el cosmos. Y cuando, en virtud del Espíritu de Cristo, clamamos a Dios “Abbá, Padre”, entonces, en
ese grito, en el umbral del año nuevo, la Iglesia expresa por medio de nosotros también el deseo de la paz en la
tierra. Ella reza así: “El Señor se fija en ti -familia humana de todos los continentes- y te conceda la paz” (cfr.
Num 6,26). “Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”. Desde el comienzo de la historia terrena del hombre,
camina la mujer por la tierra. Su primer nombre es Eva, madre de los vivientes. Su segundo nombre queda unido
a la promesa del Mesías en el Protoevangelio. El segundo nombre, el de la Mujer eterna, atraviesa los caminos
de la historia espiritual del hombre y es revelado solamente en la plenitud del tiempo. El nombre es “Myriam”,
María de Nazaret. Desposada con un hombre cuyo nombre era José, de la casa de David. María, ¡Esposa mística
del Espíritu Santo! En efecto, su maternidad no proviene “ni de amor carnal ni de amor humano” (cfr Jn 1,13)
sino del Espíritu Santo. La maternidad de María es la Maternidad divina, que celebramos durante toda la octava
de Navidad, pero de modo particular hoy, día 1 de enero. Vemos esta maternidad de María a través del “Niño
acostado en el pesebre” (Lc 2,16), en Belén, durante la visita de los pastores: los primeros que fueron llamados a
acercarse al misterio que marca la plenitud del tiempo. El Niño de pecho que está acostado en el pesebre había
de recibir el nombre de “Jesús”. Con este nombre lo llamó el Ángel en la Anunciación “antes de su concepción”
(Lc 2,21). Y con este nombre es llamado hoy, el octavo día después del nacimiento, el día prescrito por la ley de
Israel. Pues el Hijo de Dios “ha nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley”. Así escribe el
Apóstol (cfr Gal 4,4-5). Esa sumisión a la ley -herencia de la Antigua Alianza- debía abrir el camino a la Redención
por medio de la sangre de Cristo, abrir el camino a la herencia de la Nueva Alianza. María está en el centro de
estos acontecimientos. Permanece en el corazón del misterio divino. Unida más de cerca a esa plenitud del
tiempo, que se une a su maternidad. Ella permanece al mismo tiempo como el signo de todo lo que es humano.
¿Quién es signo de lo humano más que la mujer? En ella es concebido, y por ella viene al mundo el hombre. Ella,
la mujer, en todas las generaciones humanas lleva en sí la memoria de cada hombre. Porque cada uno ha
pasado por su seno materno. Sí. La mujer es la memoria del mundo humano. Del tiempo humano, que es
tiempo de nacer y de morir. El tiempo del pasar. Y María también es memoria. Escribe el Evangelista: “Y María
conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). Ella es la memoria originaria de esos
problemas que vive la familia humana en la plenitud de los tiempos. Ella es la memoria de la Iglesia. Y la Iglesia
asume por Ella las primicias de lo que incesantemente conserva en su memoria y hace presente. La Iglesia
aprende de la Madre de Dios la memoria “de las grandes obras de Dios” hechas en la historia del hombre. Sí. La
Iglesia aprende de María a ser Madre: “Mater Ecclesiae!”. Ahora el día de su Maternidad, nos dirigimos a Ella, a
la Madre de Dios, para que “conserve y medite en su corazón” “todos los problemas” de estos pueblos. Dios
mandó a su Hijo “nacido de mujer”. Mediante el nacimiento de Dios en la tierra participamos en la plenitud del
tiempo. Y esta plenitud la lleva a cabo en nuestros corazones el Espíritu del Hijo, que confirma en nosotros la
certeza de la adopción como hijos. Y así, desde la profundidad de esta certeza desde la profundidad de la
humanidad renovada con la “deificación”, como proclama y profesa la rica tradición de la Iglesia Oriental, desde
esta profundidad clamamos, bajo el ejemplo de Cristo: “Abbá, Padre”. Y al clamar así, cada uno de nosotros se
da cuenta de que “ya no es esclavo sino hijo”. “Y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios” (Gal
4,7). ¿Sabes tú, familia humana, lo sabes, hombre de todos los países y continentes, de todas las lenguas
naciones y razas..., sabes tú de esta herencia? ¿Sabes que está en la base de la humanidad? ¿Y de la herencia de
la libertad filial? ¡Cristo Jesús! ¡Hijo del Eterno Padre, Hijo de la Mujer, Hijo de María, no nos dejes a merced de
nuestra debilidad y de nuestra soberbia! ¡Plenitud encarnada! ¡Permanece en el hombre, en cada una de las
fases de su tiempo terreno! ¡Sé Tú nuestro Pastor! ¡Sé nuestra paz! (1 de Enero de 198