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Artículo de periódico

UNAS MODESTAS RETICENCIAS

José Jiménez Lozano

La Razón, 9 de septiembre de 2017

Lo que querría decir acerca de la omnipresente cuestión de la libertad de expresión es


poca cosa, bastante escéptica, y desde luego al margen totalmente de mi trabajo de
escribidor, que es un oficio que, como no dejó nunca de enfatizar William Faulkner,
no precisa más que de un papel y un lápiz, y de ninguna clase de libertades. Así que
haré una especie de ejercicio de modestas reticencias sobre el tema.

Por ejemplo, seguramente debo recordar que Kierkegaard pensaba que «es, cuando el
mundo ha caído tan bajo hasta no tener una idea superior a las ideas de los
comerciantes, cuando surge entonces la tolerancia». Pero no hay aquí un tono
despectivo respecto al comercio y a los comerciantes porque han hecho casi todo lo
que se ha hecho de excelente en la historia humana, y también, desde luego, lo que
nadie más que ellos ha podido hacer contra las grandes desigualdades humanas,
pongamos por caso cuando ese comercio promocionó el invento del jabón y el
cuidado de los dientes que acabó hasta con la secular y repelente denominación de un
grupo entero de pobres gentes a quienes se despreciaba como «los bocas podridas»,

Pero, de todos modos, ya antes de la proclamación de los derechos del hombre y del
ciudadano –«ese griterío por escrito», que decía Jeremías Bentham–, estaba el
principio de que el pensamiento no delinque; sólo que esta convicción se daba en el
viejo mundo, en el que la libertad era el sometimiento de cada cual a las leyes divinas
y humanas, pero luego todo cambió y se trató de una realidad muy distinta: la de los
pueblos como conjunto de filósofos, que ejercen su soberanía al opinar y decidir; y
podrían obedecer estrictamente, por ejemplo, a la ideología de la Corrección Política,
más vieja que el hilo negro, y que es adiestramiento y práctica para todo totalitarismo,
y totalitaria ella misma. Y no se trata siquiera de que sea aceptada y convenza con
argucias, sino que, como escribe muy finamente y desde la experiencia, Tatiana
Góricheva, «el totalitarismo perfecto no necesita de hombres perfectamente
convencidos. Por el contrario, es justamente a esas personas a las que aniquila antes
de establecerse de modo definitivo. Y así, el totalitarismo celebra su triunfo cuando
todos mienten. Los de arriba y los de abajo».
De manera que parece que a los Estados a los que importa la libertad, no les queda
más remedio que hacer frente a esta invasora ideología y neo-ortodoxia y reafirmar
los derechos civiles, y particularmente este derecho de la libertad de expresión,
sacándole, en primer lugar, del ámbito del sayón o de la checa, que es como
habitualmente se plantea: «¿Hasta dónde puedo llegar, Jefe?». Y también del ámbito
del infantilismo que proclama el universal absoluto de la libertad y el voluntarismo, o
decisionismo, que, sin un límite tasado y protegido por la ley, no puede escapar a la
norma de Lynch o de la multitud, que son fuerza y brutalidad de hecho, y se llevan
todo orden por delante.

Pero, por lo pronto, es que no debe ser posible un poder social constituido en un
verdadero cuarto poder de hecho, que sin un contrapoder se convertiría, enseguida en
«agit-prop» e incluso en un verdadero supremo poder demagógico de hecho,
juzgador, definidor, y ejecutor real, que impone el miedo y ahoga toda defensa
ciudadana, manejando sentencias y cadalsos en un plano moral, tanto individual
como colectivo.

Otro aspecto sería, en fin, lo que Kierkegaard encontraba como éticamente perverso
lo que en todo discurso público de cualquier clase debe evitarse el ofrecimiento hecho
a la multitud, para el disfrute de la infamia, la desgracia, y el crimen, o lasta de
nuestras pobres miserias. Porque siempre se trata en estos asuntos de un
acostumbramiento al malsinismo, al sambenito y al despojo del respeto debido a cada
cual, y es siempre el síntoma de lo peor. Y estos también son asuntos y prácticas de
sayón o de su encargado y responsable, aunque parezcan otra cosa.

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