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La segunda mitad del siglo XX fue testigo de una renovación historiográfica, al incorporar
nuevas miradas y formas de hacer historia, así como también una mayor diversidad de
fuentes documentales. Esto último estuvo estrechamente vinculado al cuestionamiento del
carácter sagrado y, por lo tanto, incuestionable, de los documentos escritos, que permitió la
aparición de fuentes “no tradicionales”, como el cine.
De esta manera, el cine ocupó un lugar significativo en aquel proceso como fuente legítima
para su aplicación en el campo histórico gracias a las aportaciones de pioneros como los
franceses Marc Ferro y Pierre Sarlin y el estadounidense Robert A. Rosenstone, que fueron
los primeros en poner en discusión la estrecha relación entre el cine y la historia.
Por consiguiente, como punto de partida metodológico es necesario definir los conceptos de
cine e historia, lo cual permitirá una mejor comprensión del enfoque del escrito. Por un
lado, el cine es considerado como “un sistema de representación y creación del mundo y de
una realidad” (Cabero Almenera, 2003, p. 9), mientras que los films son definidos en los
términos de Pierre Sorlin; como “objetos culturales que circulan en una sociedad
sembrando imágenes de ella y del pasado” (citado por Arreysegor, Bisso y Ragio, 1999, p.
233).
Por otro, la historia es planteada como una “ciencia de los hombres en el tiempo” (Bloch,
1996, p. 140) que, a partir de los rastros dejados por él y haciendo uso de la heurística
(descubrimiento y recolección de fuentes) y la hermenéutica (interpretación), estudia el
pasado y permite pensar el presente.
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En realidad no se trata de ninguna ‘Escuela’ de pensamiento, sino que es “una corriente francesa de
historiadores, con etapas, orientaciones, perspectivas y paradigmas muy diversos y heterogéneos” (Aguirre
Rojas, 2017).
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deber como historiadores develar sus secretos. Siguiendo el planteamiento del historiador
francés Lucien Febvre (1982):
Tal es el caso del uso del cine como fuente alternativa para la interpretación de hechos y
procesos históricos (en sentido amplio) donde no existen fuentes escritas o estas no lograr
dar cuenta de la totalidad de sus dimensiones.
Por lo tanto, no sólo es posible aunar cine e historia, sino que es deseable que ambos
confluyan para el crecimiento de la disciplina y para una mejor comprensión de la historia
contemporánea del siglo XX. Claramente autores como Arreseygor, Bisso, Raggio (1999,
p. 232) han expresado que “para la historia, como disciplina científica, el cine tiene la triple
condición de ser narración, fuente y objeto histórico”.
Si bien existe un breve escrito acerca de la potencialidad del cine como fuente para la
historia que data de fines del siglo XIX2, recién comenzó a ser planteada como tal en la
década de 1970, a partir de las publicaciones del historiador francés Marc Ferro, que
además la revalorizó como recurso didáctico-pedagógico. Este historiador sostiene que el
cine es un documento y, por lo tanto, que cada film es un testimonio que tendremos que
analizar críticamente para poder así descubrir y explorar lo “no visible a través de lo
visible”, (Ferro, 1995, p. 40), desentrañando el modo en que la sociedad se imagina a sí
misma.
De igual modo, Marc Ferro privilegia el estudio de films cuya acción es coetánea a la época
del rodaje, ya que constituyen un testimonio de la mentalidad contemporánea. Esto es cierto
en tanto que un film –independientemente del género al que esté inscripto, ya sea ficción o
histórico– no es, en efecto, un “compendio” de historia en términos tradicionales, pero sí
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En 1898 el camarógrafo polaco Boleslaw Matuzweski publicó un proyecto para poner en pie de igualdad a la
fotografía animada con el resto de fuentes históricas que fue recuperado y publicado por Matuzweski, Marks,
Koszarski, 1995.
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constituye una fuente invaluable y sobre la época en que fue producido y presentado. En
ello coinciden varios autores: el cine revela mucho más de una sociedad que lo que ella
quiso mostrar o decir.
Por otro lado, el crítico de cine e historiador francés Pierre Sorlin (1991) comparte la
consideración del cine como documento que ha de ser interrogado y que, como toda forma
de representación, es parcial e incluso está sujeto a medias verdades o manipulaciones.
Asimismo, este autor acentúa la importancia del cine como documento que no se restringe
al estudio del siglo XX, ya que permite entender, a través de las imágenes evocadas, las
dimensiones de los procesos descritos en los textos.
Quizá uno de los principales obstáculos que se presentan al recurrir al cine como fuente es
el de hacer un adecuado análisis de los recursos propios del lenguaje cinematográfico, que
permitirían recuperar las formas de representar en el cine.
Siguiendo los planteos del historiador uruguayo Pablo Alvira (2011) podríamos argüir que
el cine, en tanto representación, requiere de una determinada “lectura” de las imágenes
visuales que precisa el conocimiento de un lenguaje y un modo discursivo diferente al que
estamos acostumbrados a utilizar en el quehacer histórico (esto es, el discurso verbal).
Considerados en su conjunto, estos modos de representar están relacionados tanto con
preferencias estético-narrativas como con contextos socio-culturales determinados.
En cuanto a la metodología, Alvira (2011) señala que “el uso del cine como fuente no
puede ser autosuficiente. La reiterada triangulación de fuentes no excluye a los estudios de
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cine e historia, que deben encararse cotejando y contrastando la fuente audiovisual con otro
tipo de fuentes” (p. 13).
Asimismo, queda demostrado que el cine –al igual que cuando se analizan otras fuentes–
requiere de la aprehensión de conocimientos previos (análisis del discurso, de la
representación, de las mentalidades, etc.) y el seguimiento de una metodología
determinada.
Bibliografía