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DE MUJERES, VARONES Y OTROS

PERCANCES

Cristina Wargon

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A mis padres y a mis hermanos Guigui y Jorge

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Índice
DE MUJERES, VARONES Y OTROS PERCANCES

Palabras de la autora para esta edición

CAPITULO I: MUJERES

1. Educación Sexual, esa ilustre pavada


2. ¿Y del orgasmo, cómo andamos?
3. Cama a Cama, Verso a Verso
4. Cuando nos dejan
5. La “Otra”
6. Cómo largar a un plomo
7. La Gimnasia a los cuarenta
8. ¿Por qué engañan las mujeres?
9. Los amantes que sueñan con vivir juntos

CAPITULO II: VARONES

10. El hombre celoso


11. Los hombres y el divorcio
12. El marido que ronca
13. Los medio-infieles
14. Cómo convivir con el jefe
15. Huidas masculinas
16. Cuidado con un recién separado
18. Las alcobas del terror

CAPITULO III: Percances

19. Vilezas maternas para que un hijo obedezca


20. El Día de la Madre en cuarenta y ocho horas
21. El infierno de la mudanza
22. Madres liberadas, hijas castradas
23. La prostitución de las casadas

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24. Consejos prácticos para señoras cornudas
25. Todo se arregla en la cama… ¿En la cama de quién?
26. Y como éramos pocos… los analizandos

CONTRATAPA

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Palabras de la autora para esta edición

He pasado varias noches desvelándome con el tema si debía o no sacar


todo lo que alude a la violencia contra las mujeres, que surge en forma de
humor y pareciera avalarla. No lo escribiría hoy. Pero no lo sacaré del
libro. Leido ahora a la luz de todos los avances que han conseguido las
chicas jóvenes, parece una salvajada, pero he llegado a una conclusión:
estas nuevas generaciones que han aprendido y siguen aprendiendo, cómo
defenderse, no nacieron de un repollo, vienen de madres, como nosotras
que, con mas deseo que ideología, ya sabíamos que las cosa estaba mal y
cada una protestaba como podía. Escribiendo humor, estudiando teatro,
trabajando el doble que los varones y, sin saberlo, abriendo un camino
para que las chicas de hoy, hijas y nietas, pudieran marchar, enarbolando
banderas . Las chicas jóvenes, han adquirido conciencia de género,
palabras que por aquel entonces no existían. Salvo ,claro está por nuestras
primeras feministas, también un poco madres nuestras pero que eran un
grupo diminuto. Esas piedritas fundacionales que terminaron en
avalancha. En síntesis, dado que todo lo escrito lo hice desde la buena fe,
que nunca pretendí más que pintar mi aldea, que jamás me confundí de
bando y que, si fue una siembra, me encanta la cosecha. Quedan todos los
chistes en su lugar. He dicho. Publíquese, y archívese!

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CAPITULO I: MUJERES

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“Mujer”: animal que suele vivir en la vecindad del hombre

y que tiene una rudimentaria aptitud para la domesticación.

Es omnívora y puede enseñársele a callar.”

Ambrose Bierce

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No siempre, no siempre, no siempre, no siem…

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1. Educación Sexual, esa ilustre
pavada

En mis épocas, la iniciación a la información “científica” sobre el sexo


comenzaba en los recreos del colegio con un puntual codazo de “las
grandes” y la pregunta casi despectiva: “¿Vos estás avivada o no?”. Ese
“avivada” era una clave tan críptica como mágica, que dividía el mundo
entre las bobas y las piolas.

Para ser piola-grande, había que saber; y nuestra iniciadora se prodigaba


entonces en los fascinantes misterios de la sexualidad. La cigüeña se
estrellaba sobre el patio de baldosas y de su confusa agonía surgía la
imagen de los padres haciendo cochinadas en su pieza en el baño o vaya a
saber uno dónde. Porque si algo tenían ese tipo de informaciones
iniciáticas, era una exacta mezcla de detalles procaces con una
imaginación desatada.

Así era como, antes del advenimiento de la pedagogía moderna, dulces


criaturas de siete años conjeturábamos sobre miembros masculinos y el
espantoso modo de quedar embarazadas con un beso o porque ellos “nos
hacían pis adentro”.

Ese enjambre de Lolitas cuchicheantes que cantábamos el himno en filas


tan perfectas como nuestras trenzas, que jugábamos candorosamente a la
mancha, las estatuas o las visitas, que besábamos a la abuela con mirada
transparente y éramos acreedoras de cuanto poema exaltaba la ingenuidad
de la niñez; esas mismas niñitas usábamos los lápices para conspicuas
investigaciones en nuestro cuerpo, y en alguna siesta ambigua, con el
infaltable primo jugábamos al doctor auscultando lo prohibido con deleite.

El mundo se dividía entonces entre los chicos que no sabían, los que sí
sabían y los adultos que, además de saber, lo “hacían”. En esta particular
distribución de clases, la única modificación posible era el ascenso de esa

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segunda B del desconocimiento total, a nuestra primera B de conocimiento
sin práctica. Pero el mundo de los adultos estaba aislado por una muralla,
tan infranqueable para nosotros como para ellos.

Nosotros creíamos que ellos no sabían los espantosos secretos que


habíamos descubierto de su otra vida, donde mamá se dejaba hacer cosas
horribles y papá se transformaba en un monstruo, en un ser
desenfrenadamente lejano a ese papá que nos firmaba la libreta o comía
apaciblemente los fideos del domingo mientras escuchaba el partido y
gritaba un gol de Boca.

¿Qué creían ellos de nosotros? Será por siempre un misterio; pero a lo


sumo, cuando llegábamos a los trece años y poniéndose roja hasta el
delantal, tal vez la vieja nos informaba sobre la “regla”. Información harto
inútil, pues todas ya esperábamos con una mezcla de envidia y temor ser
iguales a “la de la otra cuadra” que se “enfermaba” desde los once. Así era
el mundo entonces y era un buen mundo, con los secretos a resguardo y la
vida dividida con claridad entre lo bueno y lo malo, lo que sí y lo que no.
Y con el alivio natural que da el orden, los niñitos hacíamos lo malo, lo
prohibido, lo que no, porque eso era prioridad y privilegio de nuestro
mundo secreto.

Después crecimos, tuvimos hijos y para desgracia de todos llegó la


pedagogía moderna a predicar que el sexo es algo natural y a explicarnos
de qué modo había que enseñarlo a las nuevas generaciones.

Padres en apuros

Nunca entenderé por qué nos dejamos convencer y hasta llegamos a


lanzarnos a la autocrítica de nuestra propia experiencia; pero finalmente
arribamos a la conclusión de que todo tiempo pasado fue peor y nos
embarcamos en la tarea de la “verdad”, la “naturalidad” y otras pavadas.
De allí en más todo se convirtió en un tembladeral.

Pruebas al canto. Nos dijeron, por ejemplo, que a los niñitos hay que
contestarles a medida que preguntan, y nos informaron que lo primero que
suele preguntar una criatura es de dónde provienen los bebés. Para ese

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tema en particular se nos proporcionó el verso de la semillita, la plantita, el
papá y la mamá.

Examinando el episodio a la distancia (el trance lo pasé largo tiempo ha)


me da una vergüenza atroz. ¡Y pensar que yo también le propiné esa
imbecilidad a mis hijos, creyendo que mi deplorable explicación ponía en
claro de una vez y para siempre la cuestión!

¿Cómo pudimos olvidarnos de lo evidente?: cuando un niño pregunta, tras


sus inocentes ojos de cuatro años tiene cuatro años de experiencia erótica.
Desde los pañales que le dan placer “allí” , al profundo interés que sienten
por su propio “allí” o el “allí” del sexo opuesto, ese cándido niño escucha
nuestra historia con el mismo interés con que oye la de Blancanieves. Y,
ya se sabe, los cuentos, cuentos son, y nadie mejor que ese enanito
conocedor para saber que duendes, plantas, semillas y horticultura en
general nada tienen que ver con esa gratificante cosita que lleva entre las
piernas.

De todos modos, en la primera explicación los padres salimos airosos. Tal


vez porque los dejamos estupefactos con nuestra ingenuidad, o porque
algo de bondad encierran sus perversas almitas. Pero ellos se baten en
retirada hasta que… ¡vuelven! Y en esa segunda embestida requieren
detalles. Ya no les basta saber que la semilla es de papá; quieren conocer
dónde la tiene, cómo la pone, a qué hora lo hace, con qué frecuencia, si
nos duele o nos gusta, de qué tamaño es papá, en qué posición se pone
mamá…

No hay padre que frente a este interrogatorio no transpire azul. Los


corajudos avanzan hasta el final (¿final?), otros se refugian en la
contradicción más flagrante y hasta en una humillante retirada evasiva.
Pero todos, sin excepción, sentimos que por nuestra propia culpa, por
nuestra falta de naturalidad en el tema, la situación se nos hace difícil.

El cuento de la semillita, incluso, ha sido superado por métodos más


directos, en un intento de hacer “tierna” la biología y de explicar la
sexualidad vía dibujos animados donde todo esté a la vista. Pero
felizmente los niños se defienden de la verdad con una salud arrolladora:
los juegos de la siesta continúan tan entusiastas como otrora, y la delicia de
entrever el secreto sexo del otro desata el mismo entusiasmo, por más
preciosas ilustraciones “pedagógicas”, “científicas” y “claras” que les
hayamos propinado.

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Los recreos, ‘bendita sea!, siguen siendo el mismo frenético centro de
informaciones delirantes; la menstruación, una categoría social entre las
adolescentes; y el sexo de los padres, un tabú donde se mezclan la
fascinación, la sorpresa y una desaprobación teñida de disgusto.

¡Gracias te doy, Dios mío, de que no hayamos podido convencerlos de que


el sexo es algo natural! Porque, como bien lo estudió papá Freud hace ya
mucho tiempo, no existe nada menos natural que el sexo de los humanos.

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2. ¿Y del orgasmo, cómo andamos?

Es posible que todos los sexómanos, fanáticos o amateurs de la cuestión,


hayan detectado en cuanto medio de comunicación anda suelto anuncios
sobre “Congresos de impotencia sexual masculina” o, menos
institucionalmente, pequeños pero incisivos avisos del tipo: “Sr. solucione
su impotencia en la clínica del Dr. Paraviril”. ¡Repámpanos! ¿Por qué
sólo se ofrecen esos servicios a los hombres? ¿O será cierto que sólo ellos
tienen problemas de caída de tensión, mientras las mujeres ni siquiera
tienen sexo? ¡Basta de falacias! ¡El orgasmo es una democrática
conquista de la especie! ¿O no?… No.

Los chicos son de nosotras, los orgasmos son ajenos

Lo primero que salta a la vista al analizar el tema es que el orgasmo


femenino es una suerte de “bijouterie”, de precioso accesorio de nuestra
naturaleza... Algo así como el equipo opcional de aire acondicionado de
los automóviles: si se puede, mejor, pero el motor anda igual sin ellos.

Comparemos sino con el de los varones, y verifiquemos una vez más la


formidable ley del embudo que rige para el sexo opuesto: ¿es cierto –o a
mí me engañó mi mamá– que el orgasmo masculino es necesario para
continuar la especie? Dejemos por un instante de lado los tributos que
recibe don Onán, pues a fines metodológicos es conveniente separar el
trigo de la paja, y reconozcamos que si la continuidad de la especie
dependiera del orgasmo femenino, el planeta estaría habitado por
cucarachas.

No es exagerado suponer que buena parte de la cristiandad ha sido


concebida mientras las damas sacaban cuentas sobre el presupuesto
familiar o imaginaban la comida para el día siguiente (ideas todas estas
sumamente reñidas con el orgasmo, según puede entreverse ¡y sin

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embargo, aquí estamos!). Anotemos, entonces, la consiguiente injusticia: a
la hora de quedar embarazadas, a la madre Naturaleza le da igual que una
disimule un bostezo o deje a la ninfa de El cartero llama dos veces hecha
un frígido espárrago. En las mujeres lo único indispensable parece ser un
trajinar de ovarios, óvulos y fechas, tareas que pueden calificarse de
cualquier cosa menos de excelsas. En la economía divina nuestro orgasmo
pertenece a los lujos, y es al ñudo… ¡Lo suntuario jamás ha sido
obligatorio!

Anotemos, entonces, otro tanto de ventaja para el sexo peludo y pasemos a


un ítem aún más indignante. Digámoslo así: a una mujer en la cama le
puede ir de cualquier modo (hasta bien), pero si hay algo que depende del
azar, después de la ruleta, es el famoso orgasmo. Por el contrario, salvo
error u omisión, los varones, como los samuráis, una vez que desenvainan
la espada no la vuelven a guardar sin que haya corrido sangre. Metáfora
más o menos, tal vez nos estemos entendiendo.

Lo que natura non da, el cine te enseña

Del sombrío panorama esbozado pareciera surgir que para los hombres
todo es soplar y hacer botellas, mientras las mujeres muchas veces
resoplan al cohete no más. Sin embargo, de acuerdo con la ley de
compensaciones, la delicada situación femenina posee sus ventajas.
Ninguna mujer medianamente gentil tiene por qué desairar al varón
aunque esté desganada; mientras los pobres hombres, o tienen ganas o
pasan un papelón de novela: la falta de entusiasmo se les nota “de entrada”
y en tales circunstancias, como se comprenderá, la salida es una vía de
escape imposible.

Esta situación tiene un fatal agravante en ellos pues los fracasos, a falta de
otra cosa, les paran los pelos de punta. Tal vez por la bendita formación
latina, así como suelen depositar su honra entre las piernas de sus mujeres,
miden su hombría por el comportamiento de un órgano tan endeble,
estirable y caprichoso como el que les contaba.

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Cosa de varones, diría mi vieja, pero al menos en el tema las mujeres
estamos a resguardo. Para decirlo derecho viejo, no se nota, bah, y en caso
de emergencia siempre flamea el lema “lo que natura non da, cualquier
teleteatro te enseña”; y en eso, las mujeres son maestras. Nadie puede
superar a una dama en el arcaico show intitulado: “Refuerce el ego de un
varón, finja su orgasmo”. Tal como decía una amiga mía: “Una se
despeina un poco pero ellos quedan tan contentos”…

Y así volvemos al punto de partida, pues a los ojos de un observador, el


orgasmo de las damas es posible pero improbable. Nada más brumoso que
la sexualidad femenina, incluso para la misma fémina. Porque, después de
todo…

¿Qué chiripa es el orgasmo?

Las estadísticas de los países desarrollados indican que esta pregunta no es


ociosa. Una cantidad considerable de mujeres francesas jamás le vieron la
cara a Dios y un número impreciso no sabe ni siquiera que existe. De los
países subdesarrollados no hay mayores noticias, pues a duras penas
sabemos cuántos somos y todo lo demás está velado por púdicos
nacionalismos latinos amparado por las banderas patrias y el secreto del
sumario. Por lo demás, un vaho de palabrejas distorsiona el tema. Desde
“placer” a “éxtasis”, desde “goce” a “clímax”, la semiótica tiende a
confundir y enmascarar la cuestión. Si uno debiera atenerse a los
sinónimos, “placer” se siente al comer tallarines. Sé de una doncella que
entra en éxtasis con Sting, otras gozan con una película de Bergman y en
cualquier reunión se alcanza clímax, quórum, mayoría… Pero es notorio
que no se trata de lo mismo.

Los caminos de la literatura son igualmente descorazonadores. Según las


memorias de la princesa soviética (probablemente escritas por un mujik
virgen y con pelos en las manos), a las mujeres, en la cumbre del placer,
les salen… ¡chorros! De las antiguas e inefables novelas policiales de la
colección Orquídea pueden extraerse descripciones tan gloriosas como
vagas. Según ellas, las mujeres, al llegar al éxtasis muerden, rasguñan,
jadean y se retuercen. Algo así como un ataque de hidrofobia, pero el por
qué de tanto desquicio se mantiene en el misterio.

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Mejorar el nivel literario sólo lleva a ahondar los desconciertos; es para
llorar a gritos leer una vez más cómo el maestro de los maestros, Henry
Miller, vuelve a narrar en uno de los “Trópicos”, los “ardientes chorros”
que lanzaba la dama. Por el lado de la literatura, queda en claro, no hay la
más mínima esperanza de dilucidar el tema. Después de todo, ha sido
hecha siempre por varones; y los pobres, como ya se ha explicado, sobre
que no entienden nada, compran buzones a lo loco.

En cuanto al bueno de don Salvat, generalmente tan fiel y preciso en sus


definiciones, se descuelga con la siguiente perla: “Orgasmo / (del griego
Organ, desear con ardor): Sensación de placer local (genital) y general,
que acompaña al acto sexual; constituye una suma de reflejos involuntarios
nacidos en el grado más alto de la excitación sexual”. Amén.

Me parece inútil analizar esta definición porque cuando un diccionario se


pone confuso, la claridad hay que buscarla por el lado de la práctica. Y la
práctica es tan gratificante como “secreta”. De tal suerte, el orgasmo
femenino seguirá por siempre más enigmático que las pirámides y más
incierto que los pronósticos del tiempo. Pero eso sí, que los hay, los hay.

A no desesperar, ¡y a intentarlo!

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3. Cama a Cama, Verso a Verso

Dentro de los múltiples equívocos que producen las malas


interpretaciones del psicoanálisis, figura esa pavada de que las parejas
deben contárselo todito. ¡A mamá mona con bananas verdes! La que
cuenta es una salame, pero callar es también un arte que tiene su do de
pecho contenido.

Lo primero que nos enseñan las viejas, a niñitas cándidas y primorosas tal
cual alguna vez fuimos todas, es que a los varones no hay que contarles
nada. Nada de “eso”, se entiende. Porque los caballeros, desde San José
hasta hoy, siempre las prefieren vírgenes.

Pero claro, los tiempos han cambiado y por ende las mujeres han tenido
que sutilizar las técnicas. Es absolutamente improcedente, a esta altura del
partido, el cuento del sapo que se convirtió en príncipe en nuestro lecho o
argumentar que el virgo fue perdido por la llama de la ciencia infusa. Los
tiempos han cambiado, repito, pero los hombres no. Todos y cada uno de
ustedes, graciosos borricos lectores, aun los que sacáis pecho y barba de
intelectuales, darían cualquier cosa por haber sido el primero, y
sencillamente no os bancáis los anteriores ni os consuela la vieja sabiduría
femenina de que, con suerte, tal vez os toque ser el último.

He aquí el dilema: los hombres nos prefieren vírgenes y las ultimas


vírgenes tienen seis años o figuran en la tapa de “El almanaque de lo
insólito” del célebre payador norteamericano David Wallechinsky.
Además, en el primer caso es estupro y para lo segundo hay que viajar a
extraños lugares del planeta donde, según don David, se encuentran esos
monstruos.

Muertos estaríais, muchachos, si no fuera que las mujeres tenemos un


corazón tiernito, tan dulce y bueno como para dejaros medianamente en
paz. Para ello, y lamentablemente, mentimos como renacuajas. Hecha la
ley, hecho el embuste.

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El juego de la verdad

Todo lo anterior, créanme, es la Biblia; pero como todo dogma, abunda en


herejes: son los preciosos liberados o los que agarraron una terapia para el
lado de la Santa Inquisición o los impíos que confunden el sexo con la
política y creen necesario sincerarse en todo (grueso error, como se
comprenderá, tanto se trate de sexo o de política). Si las mujeres se
embarcan van derechito al degüelle, o al deschave (ambos términos son
sinónimos). Las confidencias pueden comenzar desde la infancia y
culminar con el presente. Ya la infancia es zona peligrosa, pues en verdad
los niñitos son puercos desde los tres años y hay que ver las cosas notables
que pueden llegar a imaginar. Pero en fin, dentro de la calamidad que
implica ser sinceras, estamos en zona de peligro pero aún no hemos
entrado en zona de catástrofe. El bolonqui comienza a armarse cuando “las
veraces” cuentan sus jugueteos adolescentes y se agrava con los de la
juventud (personalmente, amén de irresponsable, me parece bastante
indigno andar publicitando los nombres y apellidos de cualquier otro
ciudadano cuyos “actos privados que de ningún modo ofendan al orden y a
la moral pública ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservados a Dios”.
Artículo 19 de la Constitución Nacional. ¡Tomá mate! Más aún, para mí
que eso es delación).

Estando así la cuestión ya es fulera pero aún nos resta entrar en el


verdadero infierno. Ese momento fatal en que ella, absolutamente confiada
en la ecuanimidad del otro, cuenta un fatazo de esos que no pueden ser,
pero vivido como un simple desliz, como algo “que me ocurrió, no sé
cómo, ¿viste?”.

Sobre los extremos resultados de estas experiencias os remito al viejo y


sabio Onetti, en su cuento “El infierno tan temido”. Permítanme obviar el
argumento, recomendando fervientemente su lectura, y apresurarme a
agregar que no necesariamente “él” se pegará un tiro ni tampoco (no
olvidemos que de intelectuales se trata) se lo pegará ella. Pero, como bien
dice Oscar Wilde: “Los hombres matan siempre lo que aman, unos con
una mirada de odio, otros con una palabra acariciadora, el cobarde con un
beso, ¡el hombre valiente, con una espada!” Y bue, como las espadas no
abundan y los valientes no existen, quien confidencia tendrá por delante un

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sombrío porvenir de besos envenenados o miradas de odio a granel. No
todo el tiempo, of course, pero entren en una tremolina y verán cómo, así
pasen los siglos, el reproche seguirá indemne. Es que, curiosamente y
como ha sido probado, a los hombres latinos les interesa más lo que
ocurrió en las entrepiernas de sus mujeres que lo que sucede entre las
suyas propias.

¡A ver ese macho latino liberado que me lo desmienta o me odie para


siempre! En síntesis, muchachas, consultad una vez más con vuestro
terapeuta, cercioraos de que leyó bien a Freud y nunca, nunca, jamás,
confíen en la “comprensión” de los varones.

Para más datos, aconsejo recordar a Sartre, quien, aun siendo filósofo,
francés y tuerto, para mí que escribió La náusea por los otros amores de
Simone de Beauvoir.

El arte de las medias tintas

Pues bien; según vamos viendo, eso de contar es pecado capital para una
mujer, sin embargo, como los varones no son del todo lelos, es
conveniente y necesario macanearles con estilo. Ninguna mujer inteligente
podrá negar que alguna vez jugó al doctor, pero, ¿qué tal si hacemos la
gambeta y les contamos que fue a la mancha? Si el hombre a “versear” es
algo vivaracho y sabe, junto con Neruda, que hay una hora de la siesta en
que “los primos juegan extrañamente con sus primas”, tal vez haya que
contarles que, efectivamente, jugamos al doctor, pero ¡por favor!,
muchachas, insistan, juren, perjuren que lo hicieron con un vecinito de
cuyo nombre no pueden acordarse y además, seguro que se murió de peste
bubónica.

Resguarden por siempre jamás el nombre del primo de marras, con el cual
el susodicho pueda llegar a encontrarse alguna vez. Es realmente
deplorable la cara del enamorado enfrentado a ese pariente político, aun a
treinta años de acontecido el hecho. Dejemos que el vecinito cargue con la
culpa y esperemos que nuestros primos “en serio” se comporten con igual
dignidad (ahora que lo pienso bien, es una suerte que la mitad de los míos
vivan en Suecia).

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Pasando a la adolescencia propiamente dicha, la versión más correcta es
“estuve saliendo”, “me gustaba un chico”…, pero, ¡oh bendiciones de la
amnesia!, el nombre se borra tras las brumas. Total, el zaguán es mudo y
aquel baldío hasta ha sido edificado. De ese sector de nuestras vidas,
entonces, pueden contarse algunos besos y el modo en que “él” quería y
nosotras nos resistimos siempre. Es conveniente remarcar que la vieja nos
vigilaba mucho y no hay para que abundar más en detalles.

Después, en esta biografía ficticia, la cosa se pone muy peluda. Porque


llegada a cierta edad, aun los hombres más zoquetes saben que la
virginidad fue un milagro ya en el Antiguo Testamento. Allí hay que entrar
en detalles más comprometedores, pero a modo de ayuda va una pequeña
fórmula: 1º) Si han tenido diez amantes, confiesen uno. Si veinte,
reconozcan dos. Si treinta, me avisan, una muchacha así merece conocerse.
2º) Si el uno que están dispuestos a reconocer se llama Juan Pérez y es su
compañero de trabajo, adjudíquenle el mérito a Montoto, que se exilió en
Uganda, y 3º) Escrachen a Montoto como el peor de los amantes
imaginables. Tan endeble y tan blandengue, que “recién conocí el placer
con vos”. De paso, cañazo; harán feliz a un mamerto. Los hombres son así.

Veamos ahora el caso de una mujer casada. En verdad, la hermana que


esté dispuesta a contarle a su marido que tuvo, tiene o sólo ha soñado con
tener un amante, debe ser internada directamente en el hospicio, en la sala
de locos peligrosos. Es más seguro para la salud escalar el obelisco sin
cuerdas que hacer ese tipo de confesiones. No se fíen, muchachas, no se
fíen, rehúyan toda trampa de artera comprensión, tiemblen de pánico ante
el mito de los hombres superados. Los hombres, como el Llanero Solitario,
no perdonan.

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4. Cuando nos dejan

Cuánta lágrima derramada en vano, cuánta espera, cuánta sangrienta


mala sangre hemos puesto en cada uno de estos fugitivos muchachos de
papel. Alguna vez nos sucede a todas; sirvan estas reflexiones de modesto
pañuelo y paraguas para esos aguaceros del amor.

Según se sabe, los hombres están llenos de malas costumbres. La peor


entre ellas, es esa infame tendencia a dejar de querernos. Esto es de por sí
imperdonable y espantoso pero, además, ellos son capaces hasta de
empeorarlo. Veamos.

Si hay una virtud que escasea entre los varoncitos es decididamente el


arrojo. Tal vez lo tengan para cruzar los Andes, llevar a cabo heroicas
expediciones al Polo o emprender riesgosas travesías por los mares
embravecidos. Pero para la simple y llana misión de decirle a una mujer
“no te quiero”, carecen del menor vestigio de valentía. Frente a tamaña
carencia, han tenido que desarrollar técnicas complicadas, vergonzantes
caminos de huida, estrategias viles; en fin, cualquier cosa con tal de no dar
la cara. Actitudes que rompen nuestros corazones por lo menos durante
diez minutos, lapso que pretendo reducir con este mini-manual de pistas y
afines.

Señales y técnicas

Para que una colgada de galleta no nos agarre con la guardia baja, tenemos
que estar atentas a las conductas sutiles. El amor, o lo que sea que nos una
a un sujeto, no se corta de golpe como la luz. Tiene más bien un agónico
final, tipo agua que se va achicando en la canilla. De a poquito, ese mozo o

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señor que se apronta para tomarse el buque comienza a manifestar
extraños esplines. Simultáneamente, le brotan actividades en lugares a los
que no tenemos acceso.

Cual adolescente queriendo embaucar a su celadora, se le enferma la


madre justo un sábado, se le muere un amigo en domingo, tiene una
reunión de trabajo el lunes y otra de boy-socuts el martes. Cualquier
excusa vale para ir desaparcando el carro de nuestra carretera. Si usted está
dispuesta a creerle que su santa madre se enferma todos los sábados, es
candidata firme a la puñalada trapera.

Cuando un varón comienza a desarrollar esa sintomatología, se avecina un


colgadón de galleta de esos que hacen historia. No insinúo que haya algún
modo de evitarla; sólo insisto en que cuando una se la ve venir, duele
menos. La macana es que siempre duele, porque como bien decía
Marguerita Yourcenar: “Nuestro cielo se vuelve gris tan pronto el amor
deja de iluminarlo”.

Todo lo anterior es, como dije, un prenuncio de lo que se avecina. Y, salvo


milagro que jamás he visto ocurrir, lo que se avecina siempre llega. Un
buen día ese señor nos dice “te llamo” ¡y zás! según la astucia o la
inocencia del candidato, ese te llamo tendrá distintas precisiones.
Generalmente comienza con un “te llamo el sábado…” y por supuesto, se
esfuman en el aire incierto de una penosa mañana. Allí es donde
comienzan nuestros padeceres: ¿a qué cielo de ilusas nos iremos por haber
esperado esas horas del sábado? ¿Quién habrá de pagarnos esa frenética
atención al teléfono, el inocultable fastidio con que atendemos a cualquiera
que nos llame que no sea “él”, culpándolo al mismo tiempo de no ser él y
de mantener ocupada la línea justo en el instante (dicen nuestras fantasías)
en que él está intentando llamarnos? Debe haber, sin duda, algún lugar,
alguna estatua para esas esperas desesperadas. Preparar la pilcha que no
nos pondremos o depilarnos para una caricia que no llegará. Todo al
divino botón porque, obvio es decirlo, él nos dejará compuestas y sin
visita, “todas vestidas de blanco”, como aquella niña negra. Sin cielo para
ir a jugar. Y con un embole de la puta madre, para decirlo en criollo.

Reincidencias y postergaciones

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Si a usted ya le ha tocado pasar por la experiencia, no tiene ninguna culpa.
Atribúyala a nuestro buen corazón femenino y al vil corazón masculino. O,
mejor, atribúyaselo al horóscopo y será más justa. Pero si bien una vez le
pasa a cualquiera, con dos se entra en la categoría de “paspada”.
Lamentablemente, las damas solemos inscribirnos en esta categoría con la
mayor facilidad. En nombre del “te llamo” una se pierde películas, salidas
con amigas piolas, conciertos, fiestas, funciones teatrales. Estaciones
enteras pueden pasar frente a nuestra ventana, impíamente clausurada por
la espera.

Para agravarlo todo, cuando ellos se dan cuenta de esta tilinguearía se les
hace “el campo orégano” (termino de mi abuela). De inmediato nos ubican
como “rueda de auxilio”: allí estamos, siempre listas como los boy-scout,
“sirviendo” como el Club de Leones, perseverantes como la Cruz Roja.
Cómodas, afables, tiernas, disponibles… Repugnantes, bah.

Lamento comunicarlo, pero a esa altura del partido la culpa es sólo de las
mujeres. La galleta “ya ha sido colgada”, sólo nuestra resistencia consigue
transformarla en un largo chicle de angustia, en un permanente “no ver”,
no querer, no creer. Y súmele usted los verbos y adjetivos que crea
menester. Lisa y llanamente hemos pasado a ser un producto congelado
que el señor ha colocado en alguna estantería de su freezer-corazón,
esperando usarlo cuando escasee material fresco. Si a alguien le gusta esa
ubicación, allá ella. Hasta conozco mujeres que adoran los zapatos dos
números más chicos.

Suele ocurrir que haya una postergación de la pálida. Y anótese bien la


palabra “postergación”, porque una vez producidas las señales no habrá
nada que pueda evitarla. No hay artilugios que duren ante un corazón en
fuga; sólo se puede dilatar la cuestión. Y de paso, fastidiarles en algo la
infame huida.

Por ejemplo, sólo hay una cosa que los fastidie más que una mujer que ya
no quieren: que otro varón las quiera. Aunque evidentemente en la partida
a usted le ha tocado jugar con las negras, hágase la daltónica y al primer
bostezo anticipe la jugada. Invierta la maquinaria infernal y dígales
“hablame mañana”. Ese día enciérrese en el baño y depile el cepillo de
dientes manejando la pinza con los dedos de los pies (tarea absorbente
como pocas, que le evitará el correr al teléfono al primer timbrazo). No es
que a él le importe demasiado. Ni siquiera, en verdad, le importará algo.
Sin embargo, siempre es fulero quedarse con el tubo en la mano. Al día

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siguiente, si se piden explicaciones, póngase enigmática (ni se le ocurra
contarle cuántos pelos tiene el cepillo). Tal vez –sólo tal vez– conseguirá
estirar la colgada de galleta un tiempito más. Ahora, si es usted
verdaderamente corajuda, gánele de mano. En cuanto la huela, cuélguesela
usted. Si pertenece a esa clase de mujeres, le hago llegar por la presente el
más profundo de mis respetos.

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5. La “Otra”

Como no existe un sindicato que las agrupe, como la Liga Protectora de


Animales no las tiene en cuenta, como no figuran en ninguna estadística ni
ocupan un ítem en las líneas de crédito, pareciera que la “otra” no es más
que una fantasmagoría matrimonial. Sin embargo existen, pululan bajo el
sol, condenadas a los infiernos de las malas lenguas. Se merecen, al
menos, esta solidaria reivindicación.

Comencemos por el dramático principio de esta historia, pues el verdadero


texto bíblico decía en realidad “parirás a tus hijos con dolor, pero antes te
conseguirás un marido”. De ahí en más las mujeres (la mayoría, bah),
desde los diez a los noventa años, sólo deseamos una cosa: casarnos. Con
este objetivo en la mira, digamos que la edad óptima de una cazadora para
conseguir una buena pieza en el mercado, oscila entre los veinte y los
treinta. Rumbo a los cuarenta, el panorama se vuelve trágico.
Sencillamente, los varones, que ya son pocos según las estadísticas, se han
ido casando con mujeres más ladinas que una. Veamos, entonces, qué
queda para elegir en la mesa de saldos y retazos de homos sapiens
casoriables.

Por lo pronto, un tipo de treinta y cinco para arriba que aún siga soltero es
señal que ha sido probado y descartado por una buena hueste de señoritas.
En síntesis, un clavo redomado.

Siempre dentro de estos límites de edad, también andan sueltos los


solteros-divorciados… Estos suelen adolecer de dos hijos a la cola que
rompen nuestra paciencia y una ex esposa que puede llevarnos al crimen.
Los viudos directamente no existen (o se rifan en los velorios, vaya una a
saber, pero jamás he visto en plaza uno apetecible). Nos resta por
considerar, en la última categoría de soltero, a los gays; es decir, “por no
considerar”, ya que ninguna mujer prudente puede meterse en ese mambo.

Henos aquí, entonces, con una horda de damas que siempre soñaron con su

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ramito de azahar y su maridito en la almohada. Solas, desdichadamente
Solas. En medio de un panorama tan baldío, ¿cuál será el pancután para
tanta desdichada soledad?… ¡Pues los hombres casados! Sólo así, por este
alevoso desabastecimiento de varones, es que una mujer acepta ser la Otra.
Allí comienza la vieja historia y, reconozcamos, no es una buena forma de
empezar. Sin embargo, tomado con aspirina, humor y desparpajo, si usted
es la Otra, no lo viva como una catástrofe, siempre y cuando no se deje
estafar y tenga muy en claro los siguientes derechos y obligaciones de las
partes.

Obligaciones

a) Toda Otra debe estar siempre perfumada, elegante y sonriente. Están


estrictamente prohibidas las bombachas y corpiños que no hagan juego, las
medias corridas y, por supuesto, las malas caras.

b) Siempre y sin excepción debe estar ganosa para hacer el amor, sin
recurrir a tretas bastardas como dolores de muelas o “períodos” de ningún
tipo.

c) Es obligación escucharlo a él, por lo menos diez minutos, contar cuán


desgraciado es con su legal (los hombres tienen un mal gusto abrumador).

d) Usted debe evitar cualquier comentario maligno sobre la esposa y


escuchar con sonrisa angelical los largos relatos que él hará sobre lo
geniales que son sus hijos (es absolutamente legítimo “desear” retorcerle el
cuello a esas criaturas, pero, insisto, está prohibido demostrarlo).

e) Debe aguantar a pie firme las vacaciones que él pasa con su señora, los
cumpleaños que él pasa con su señora, las Navidades que él pasa con su
señora y el lecho que, él jura, ya no comparte con su señora (versión esta
última, sólo creíble por las zopencas).

Derechos que la asisten

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Por su parte, toda Otra está en su legítimo derecho de:

a) No lavarle a él los calzoncillos, medias, pañuelos o cualquier otra


prenda igualmente afrentosa.

b) No planchar nada de lo anterior.

c) Salir a tomar café y/o cenar con quien quiera y regresar a la hora que se
le dé la gana.

d) Disponer de sus propias vacaciones.

e) Tener amigos varones de esos que nos aguantan la vela y nunca pasa
nada.

Sin embargo, tal vez porque la naturaleza humana es muy extraña, a veces,
en algún lugar del camino, se entrecruza Mefisto y esta aceptable división
del trabajo se transforma en un infierno. Adviene un ataque, en fin, que
provisoriamente podríamos llamar:

El síndrome del ascenso

Un buen día, esa valiente y generosa Otra, esa amable y risueña muchacha
independiente, sufre un cortocircuito cerebral y comienza a desear que él
conozca a sus amigas. Por supuesto, él, invasor como Atila –que también
era hombre–, procederá en el acto a dividirlas entre las reventadas-
prohibidas y las decentes-aceptables. El porqué una mujer libre y pensante
decide otorgarle a un hombre ajeno ese oprobioso derecho es un misterio
que esconde el alma femenina, pero forma parte del famoso síndrome. Más
aún, ella desea con toda el alma que él le prohíba el trato con esos amigos
varones que se mantienen siempre “por si las moscas”. Además, daría la
vida por pasar unas vacaciones juntos, qué va, una sola noche en la misma
cama. Pero vamos aún más allá: la Otra comienza a manifestar una
urticaria violenta a los hoteles-alojamiento. Le fastidian los mozos, odia la
entrada y salida, tiene asco a las sábanas y encuentra que el plástico que

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protege el colchón le hace acordar a las camas de terapia intensiva.
Digamos que pierde ganas de hacer el amor; y como es notorio, si no se
tienen ganas de hacer el amor con el amante, algo raro está ocurriendo…
¡el síndrome!

Veamos otro caso. A veces los encuentros se desarrollan en la casa de ella;


y ella tiene hijos (las divorciadas son candidatas de lujo para ser la Otra).
En estos casos, y según la ortodoxia, los hijos deben estar siempre afuera.
Pero en pleno “síndrome de ascenso”, la Otra hará aparecer
misteriosamente a sus párvulos, los instará a que pidan ayuda a él para sus
deberes o lo consulten sobre los altos destinos de la humanidad, los bajos
destinos del dólar o sus anécdotas sobre el servicio militar (cualquier
pavada, en fin; es sabido que a los hombres les encanta explayarse sobre
tonteras).

Conclusión: con los hijos en casa, no se hace el amor, y si no se hace el


amor, ¿para qué sirve una amante? La única explicación para tanto
despropósito es que la Otra se ha cansado de jugar en primera B y quiere el
ascenso a legítima. La catástrofe se cierne, pero no todo es culpa del
delirio de las muchachas, porque si bien ser la esposa es un trabajo
agotador, ser la Otra puede ser hartante. Echemos un vistazo a los bajos
fondos de estos idilios, delatemos los…

Pensamientos secretos de una “Otra”

Si se relee con atención la lista de obligaciones y derechos es fácil


descubrir que hay obligaciones más pesadas que el Aconcagua. Con el
correr del tiempo, ese hombre que siempre nos parece un poco lelo cuando
nos habla mal de su mujer, se transforma en un tarado insoportable. La
pregunta que surge como un clamor de las entrañas femeninas es entonces:
“¿por qué carajo no te divorciás en vez de venir a llorar sobre mi
almohada?” En cuanto a las ganas de hacer el amor, uno las tiene, o no,
depende del caso; y allá va otra pregunta secreta: “si sólo venís para eso,
¿por qué no te comprás una muñeca inflable, cretino?” Y esos benditos
hijos de él, precoces, procaces, que repiten el grado o llevan la bandera,
“¿a mí qué cuernos me importan? ¿No tengo bastante con los míos, más el
alquiler y hacerme cargo, encima, de la liberación femenina?”

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En cuanto a los derechos, es cierto que hay algo de romántico en no lavar
la ropa de un hombre; pero al fin y al cabo –piensa la Otra–, “¿qué me
cuesta poner todo en la máquina junto con mi ropa? ¿Para qué me sirve
salir con quien quiera, si siempre termino con Fulanita, que me contará
sistemáticamente cuán bien o mal le va en sus romances?” En cuanto a los
amigos masculinos, en verdad son un fraude. De última, una no tiene ni
cinco de ganas de irse a la cama con ellos; y a la larga alguno de los dos se
aburre de esta ficción no consumada que es tal amistad.

“¿De qué me valen las graciosas vacaciones de las que puedo disponer si
me las paso pensando en vos y en lo regio que lo estás pasando con esa
bruja?”

Resumamos: “en realidad, no quiero ser esa alegre muchacha liberada de


la que hablan pestes las vecinas: quiero con toda el alma ser tu sagrada
esposa, respetada por el verdulero y absolutamente bendita por esta
bendita sociedad de mierda”.

¡Atenti, muchachas!

Como esta nota va fundamentalmente dirigida a las Otras, ha llegado el


momento de llamarlas a la reflexión. Por ese camino, hijas mías, van
derecho a la catástrofe. Difícilmente conseguirán que vuestro hombre se
divorcie (sobre esa particular mariconería de los varones me explayaré más
adelante). En realidad, de persistir en ese rumbo, sólo conseguirán una
pobre ficción de padre, un mamarracho de seudo-marido y un amante
deplorable. Por lo demás, las insto a reconsiderar la espantosa condición
de una esposa legítima: ese par de pantuflas demasiado usadas, esa mamá
eterna de zanguangos creciditos, esa mucama sin sueldo, socia sin parte,
empleada sin horario, lápida de fantasías eróticas, madre confesora de la
basura cotidiana, esa esposa, en fin, de la que el hombre se consuela sólo
con ustedes, las amadas, las excitantes, las sempiternas Otras.

¿Deberé cerrar esta reflexión con la paradoja de ley? Si ganáis, si llegáis


por fin a ser la esposa, sabed desde ya que en la próxima esquina siempre
os estará aguardando vuestro espejo: una amada, excitante, sempiterna
Otra.

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6. Cómo largar a un plomo

Pese a la histórica y lamentable escasez de mercadería masculina, ya


comentada (lo que nos deja a las mujeres en la embarazosa situación de
estar permanentemente al acecho), todas nosotras hemos pasado alguna
vez por el episodio de “tener que largar a un plomo”.

Sí: justamente a causa de esta desastrosa falta de hombres afloja nuestro


temple y empezamos a cargar con uno de esos ejemplares imposibles de
soportar, como no sea caso de necesidad extrema. Y un buen día llega el
momento de decirle adiós y cantarle: “Debemos separarnos, no me
preguntes máaaas…”

Aunque algunas canciones se parecen a la vida, difícilmente la vida se


parezca a una canción, y allí se inicia un tironeo bastante asqueante. Por
eso, y con consideraciones específicas, dependiendo de la categoría que el
plomo tenga en nuestras vidas, pasemos a la guía práctica.

Cómo hacer si el plomo es “categoría esposo”

Si en la relación con el plomo se han intercambiado anillos, suegros,


cuñadas, bienes muebles e inmuebles, y si se han sumado un par de críos
para construir una sana “familia tipo”, desfacer ese entuerto se vuelve un
lío soberano. Para no alterar la ley del embudo, tomar la decisión final
siempre es más difícil para una que para él. Según el folklore que más o
menos acepta la sagrada sociedad, ellos pueden colgarnos la galleta por
otra mujer y dejarnos con los pibes a cargo (con dos mangos, que jamás
pasan).

Pero haga el intento una mujer, por los mismos motivos, y se verá metida
en una batahola tal, que el Líbano es un oasis. Los abandonados (que

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durante el matrimonio han sido padres indiferentes) librarán por sus hijos
un combate de infierno. Los dos pesos por mes se transformarán en
munición pesada (pesada de arrancarles) y hasta estarán dispuestos a
despojarnos del inodoro y dejarnos el bidé, en la famosa separación de
bienes. Estos alcornoques con anillitos son difíciles de largar, se aferran
cual garrapatas lloriconas. Pero no está todo perdido. Anote, por favor.

Consejos para largarlo

Si usted, estimada amiga, quiere plantar a su media tortura por otra cosa
sensiblemente mejor, deje la verdad a un lado. Más aún, sepúltela en el
cofre de sus secretos más íntimos. ¡Jamás, jamás acepte que lo planta por
otro! Rece, entonces, para que su marido tenga alguna tara visible, a saber:

a) la haya hecho estrepitosamente cornuda (silenciosamente cornudas


somos todas y nadie lo considera un buen motivo para un divorcio);

b) sea un borracho irrecuperable;

c) ejerza la violación y el estupro como su medio natural de vida (con


varias entradas en la policía, de ser posible);

d) la golpee de vez en cuando frente a testigos (o en privado, pero con la


cortesía de dejarle un ojo en compota).

Si el amable señor tiene en su haber alguno de estos defectillos, la tarea de


dejarlo se verá considerablemente aliviada. Vuestros parientes, amigos y
vecinos se le abalanzarán clamando “¡Pobrecita!”. Hasta el mismo señor,
aun en medio del jaleo que indefectiblemente armará, se sentirá
adecuadamente culpable.

Si, por el contrario, el marido a dejar es un plomex anodino, laburante,


carente de imaginación hasta el aullido, aburrido como una vieja película
argentina, un poco lelo, con vagos y desagradables olores, afecto a contar
eternamente el mismo chiste idiota y con inclinación a no cerrar la puerta
del baño cuando hace pis, entonces su tarea de dejarlo será infinitamente
más dura. Tiene usted allí todo para perder y casi nada para ganar, porque

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–sin afán de quebrar ninguna de sus ilusiones–, a la larga todo hombre
termina haciendo el mismo tipo de chanchadas. Supongo que con nosotras
pasa igual, de modo que no los culpo. Me inclino a sospechar que el
matrimonio como institución tiende a desbarrancarse hacia cualquier
aberración. En caso de insistir en su decisión, no se arredre: sencillamente,
mienta.

Cómo hacer si el plomo es “categoría concubino”

A medida que nos atrevemos y dejamos atrás bendiciones, libretas y


anillos, las situaciones de “plante” tienden a solucionarse por su propio
peso (o por la falta del mismo). La parentela, que ya ha quemado sus
mejores venenos en la anterior separación, estará más desganada para
sopar en el actual entuerto.

Usted ya habrá aprendido a ser un poquito más verdadera sin convertirse


en suicida y es de suponer que el segundo plomo que eligió posee mayor
raciocinio y menos sentido de la propiedad que aquel que dejó a sus
espaldas. Si usted tiene hijos, tampoco serán un gran problema: los niños
tienen una incalificable tendencia a amar a su padre por mucho que usted
lo odie, y a odiar a su concubino por mucho que usted lo ame.

Queda, entonces, el momento de dar explicaciones a él. Insisto, esto


resulta fácil porque, salvo que él esté rematadamente loco (y a veces lo
está), sabrá perfectamente de qué se trata (sólo los maridos no se dan
cuenta cuando una se ha repodrido).

Argumentos contundentes a utilizar

a) La relación debe terminar por los niños.

b) Creo que los niños te están escupiendo la sopa.

c) Sospecho que los niños han cambiado tu talco por raticida.

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d) Siento un irrefrenable deseo de apuñalarte mientras dormís.

Esto último suele resultar sumamente eficaz, aunque su romanticismo es


más o menos dudoso. Si, por el contrario, usted decide una salida
romántica (siempre más mentirosa), puede manejarse con estos otros
argumentos embalados para regalo:

a) Te amo pero no te soporto.

b) Te soporto pero no te amo.

c) Te amo pero no lo suficiente.

d) Te odio apenas lo necesario.

e) Guardemos un buen recuerdo el uno del otro.

f) Guardemos un buen recuerdo, el uno.

III. Cómo hacer si el plomo es “categoría amante”

Junto con los amaneceres, los poemas de Borges y el pucho después del
café, los amantes han sido inventados para traer un poco de luz, magia y
entusiasmo a nuestras pálidas vidas. Mientras duran son de lujo, pero
cuando por un motivo u otro entran a ponerse pesados, su signo se revierte.
Son un atardecer con lluvia, un cursi poema y un pucho húmedo mal
apagado.

Es la hora de darles el espiante, y paso a regalarles una receta que ha


llegado a mí a través de los siglos y en el mayor secreto.

La fórmula infalible

Para que se entienda su mortífera eficacia hay que precisar más el perfil de

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un amante tipo. Este delicioso ser nos ama lo suficiente como para
tenernos, con el cutis reluciente y el alma llena de mariposas sin
bombachas, pero… sus funciones y “compromisos” llegan exactamente
hasta allí (que no es poco). “Es obvio que un amante no desea ser ni
nuestro esposo ni nuestro concubino. Sólo lo que es, y no es poco. Se le
agradece igual. Por todo esto, cuando una dama desea plantarlo no tiene
más que inventarle una obligación y lo verá huir más rápido que el virrey
Sobremonte.

La clásica apretada es pedirle matrimonio o concubinato. Personalmente


no la aconsejo, por dos motivos: 1º) Porque en una de ésas “sí” quiere, y
armamos una menesunda peor, y 2º) porque si huye, que es la fija, el
guanaco andará contando a todo el mundo que nos volvimos locas por él.
Y ya bastantes estulticias cometemos con los varones como para
adjudicarles un triunfo en vano.

Vamos, entonces, al secreto: consiste en decirle al degenerado que una está


enferma (si es posible, de algo infectocontagioso) y a continuación pedirle
plata para el tratamiento.

Si no ha comenzado a correr ante la palabra enfermedad, sin duda se habrá


esfumado ante la sugerencia de plata. Cierto es que una melancolía atroz
nos atacará al descubrir que hay un alma más mezquina que la nuestra.
Pero, después de todo, ¿no es mejor tenerla lejos?

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7. La Gimnasia a los cuarenta

Entrar en la cuarentena tiene sus ventajas (que aún estoy tratando de


descubrir) y sus lamentables y evidentísimas desventajas. Anotemos, entre
estas últimas, que una se agita de sólo prender un pucho y que al
comprarnos un pantalón nuevo notamos –con horror– que necesitamos un
talle más para acomodar nuestros rollos. Súmese lo anterior y se
entenderá por qué esta vaca con rulos se lanzó a la increíble empresa de
hacer gimnasia. ¡Hundan el abdomen, contraigan esos glúteos y…
síganme!

Quedaría por aclarar que los cuarenta inauguran una cierta neurastenia o
bien agudizan la que hemos amasado durante esas décadas. Lo cierto es
que cuando emprendemos un nuevo proyecto, ya no lo hacemos con la
alegre irresponsabilidad de los quince. Nos ponemos meticulosas,
insidiosas; rompemos, bah.

Esto explica el por qué en vez de zamparnos en cualquier gimnasio para


oxigenarnos un poco y poder entrar en el asqueroso pantalón, iniciamos
una búsqueda implacable. Cual Darwin clasificando coleópteros, metemos
las narices en todos y cada uno de los gimnasios de la aldea, enloquecemos
a una multitud de profesores y encargados de institutos, y aterrizamos en
alguno, que puede ser cualquiera.

Dejo, entonces, puntualmente señalado que la presente nota no se refiere al


gimnasio al que esté yendo en el momento de publicarse (si es que todavía
voy a alguno), y que cualquier semejanza no es otra cosa que un promedio
de computadora. ¡Arriba, abajo, atrás!

Flora y fauna del uno-dos

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Hay gimnasios mixtos donde señores y damas revuelcan alegremente sus
redondeces.

Hay gimnasios con máquinas que, vistas desde afuera, tienen una
alarmante semejanza con potros de tortura medieval. No, gracias.

Hay gimnasios que imparten yoga, pero no sé por qué la versión


sudamericana-mediterránea-occidental-cristiana de una ciencia tan oriental
y milenaria me hacía desconfiar.

Así fue como di con mis huesos y su abundante cobertura en la llamada


“gimnasia rítmica”. Las profes son andróginos elásticos con férreos
glúteos y absolutamente “sintéticas”. ¿El alumnado? Una extraña mezcla
de señoras frenéticamente empeñadas en aferrarse a una juventud perdida
(pueden encuadrarme allí, si gustan), y un nutrido grupo de señoritas que
van de lo escultural a lo famélico. “¿A qué vienen estas desgraciaditas?” –
se pregunta una, mientras un lagrimón de transpiración y angustia le corre
por el moflete.

Sin embargo, todo es cuestión de perseverar en los ajetreos y revolcadas


hasta que alguna luz se hace, pese a que el inefable Shakespeare supo
prevenirnos de que “¡Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo
que ha soñado tu filosofía!”.

Radiografía de la histeria

El lugar de la “gimnasia propiamente dicha” está todo rodeado de espejos.


Y nada mejor que ver a una mujer frente a uno de esos espejos para saber
qué ocurre en su enmarañada cabeza. Comandando la sudorosa
manifestación se sacude la profe con un brío alucinante matizado con
grititos. Grititos que una no alcanza a oír, porque las jovatas
sistemáticamente buscamos el fondo del salón para poner distancia con el
inevitable papelón que haremos.

Rodeando a la profe, viene la fila de narcisos. Jovencitas enfundadas en


mallas rutilantes que se miran al espejo como si en ella les fuera la vida:
¿autosatisfacción y onanismo rítmico? Quién sabe. Pero además, ¿qué

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buscan? Endurecer aún más sus colas de fierro, levantar otro poco sus
teticas que ya apuntan al cielo raso y tal vez ser, por un instante, como la
modelo de tevé que, al salir del gimnasio se encuentra con su más reciente
galán en un coche súper sport y se pierden, presumiblemente rumbo a una
dorada playa de Hawaii, mientras prenden un pucho ultra light sin
nicotina, que garantiza un cáncer de seda natural.

Un poco más alejadas de estas dos categorías zoológicas, vienen las


jóvenes madres. Desconocen el espejo, carecen de todo ritmo, pero ponen
en la cuestión una especie de furia obcecada. Practican un exorcismo
privado, un enigma que sólo se devela luego en los vestuarios, mediante
diálogos que harían estremecer a Medea. ¡Sí, están allí para descargar
energías y no degollar a sus hijos!

–Pablo, el de seis, me rayó todo el living, ¿vas a creer? Me tomé tres


Valium y me acosté a dormir…

–Yo me los voy a tomar antes. Hoy tengo reunión de padres y ya sé lo que
me van a decir de Juan Manuel…

Mientras me acerrojo el pantalón apretado, recuerdo que en mis épocas, en


lugar de hacer gimnasia, les dábamos un buen sopapo. Vaya a saber quién
tiene razón. A la larga, mis hijos y los de ellas son alimento de
psicoanalista.

Balances del balanceo

Hacer gimnasia es bárbaro, créanme. Nunca hubiera descubierto, de otro


modo, cuántos músculos tiene mi cuerpo y cuánto puede doler cada uno.
Jamás hubiese podido recuperar esa sensación inefable que tenía cuando
era empleada pública y debía madrugar para hacer algo que detestaba. De
no ser por mi sagrado “uno-dos” semanal, no tendría la medida exacta del
ridículo ni el verdadero peso de mis años.

¿Cómo hubiera descubierto que mis pulmones están irrecuperablemente


tapados por la nicotina, si no fuera por ese ponerme cianótica a la segunda
flexión?

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En fin: no encuentro palabras para expresar mi dicha.

Tengo cien arrugas más por el esfuerzo, morfo cual biafrano después de
una seca. Mis rollos relucen dos talles más de los iniciales.

Comienzo el día con un sano cansancio, lo termino reptando como una


babosa.

Odio a todas las chicas con cola parada; he desarrollado aún más mi
paranoia con las madres. Sueño cada noche que guillotino a la profesora…
¿Cómo me explico?… sólo me falta el joven que me espere en su auto
súper sport a la salida y… apenas si me sobran dos décadas de vida… Pero
de algo estoy absolutamente segura: si un día de éstos me muero en medio
de un abdominal, me iré al sereno paraíso de los gordos a comer masitas.
Un eterno diálogo con Balzac me parece premio suficiente.

“¡La vieja va a gimnasia!”

Si alguien pone en duda que la familia es una entidad de naturaleza


opresiva y de finalidad incierta, puede hacer la prueba de cambiar una
conducta y verán cómo la trituradora se pone en marcha. Mal haría en
quejarme, porque cuando alguno lo hace, soy de una eficacia mortífera,
pero cuando todos me lo hacen al unísono, por lo menos me ponen
nerviosa. Digamos que una forma parte del mobiliario de la casa y
cualquier actitud que se escape del rol previsto les provoca más sobresalto
que si la mesa se largara a caminar sola. Una canción que me inventaron
mis hijos parafraseando a Palito Ortega, dice: “Esos puchos encendidos,
esa máquina de teclear, todo eso se parece, se parece a mi mamá”. Los
versos siguen con una enojosa descripción en la que termino perfilándome
como un murciélago paralítico, siempre aferrada a la Olivetti.

Así que cuando el murciélago anunció: “Voy a hacer gimnasia”, el oscuro


engranaje familiar se desató a los cuatro vientos.

El que les dije, con la mayor sorna insinuó: “¿Por qué no intentás caminar
tres cuadras por día?”.

–Sencillamente porque odio caminar –repliqué, haciendo flamear mi


mirada polaca, que es de las más efectivas.

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El susodicho se llamó a silencio, confiando en la segunda línea de
atacantes.

– ¿No te da vergüenza? –encaró el mayor, como si hubiese descubierto con


un amante de catorce años.

– ¿Qué te vas a poner? –preguntó mi hija con su tono más insidioso.

–El equipo de gimnasia de tu hermano.

– ¡No te lo presto! –aulló el damnificado, con escasa solidaridad.

–Se me nefrega –repliqué autoritaria. –Además, si no me lo prestás, en la


próxima lavada se me va a caer un sachet de lavandina encima (ya
estábamos en look Al Capone). “¡Sos una ridícula!”, gritaron a coro. Había
llegado el momento de virar el diálogo hacia un tono más dramático, en el
que soy especialista:

–Ustedes quieren que me muera de cáncer, de gangrena, de


hipoglucemia…

– ¡Andá… si ni siquiera sos diabética! –replicó el monstruo-hijo, cuya


dureza de corazón frente a mis enfermedades se acrecentó a partir de esa
carrera impía (Medicina) que sigue…

En fin, corramos telón sobre el penoso diálogo subsiguiente. Haciendo


frente a todas las adversidades, mi vigorosa sangre polaca se puso en
marcha. La mesa caminó.

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8. ¿Por qué engañan las mujeres?

Dedico estas líneas a los varones, en un flagrante acto de traición al


gremio femenino. Bien sé que hay cosas que jamás deben decirse a los
hombres, por aquella vieja sabiduría tanguera: “no es cuestión de avivar
giles que después se vuelven contra”. Sin embargo, y aun sintiéndome más
vil que una espía japonesa de las películas de Hollywood, van estos
someros datos para los muchachos.

Lo primero que se necesita para ser infiel es un marido. Ponerle los


cuernos al amante es una suerte de tautología amorosa, pues un amante es
transitorio, vocacional y gratificante; mientras los maridos son
permanentes, obligatorios y aburridísimos.

El momento exacto en que un marido todavía indemne pasa a la universal


categoría de cornudo es difícil de precisar. Las características individuales
alteran las estadísticas promedio, pues sé de ansiosas que han tirado la
chancleta con el conserje durante la luna de miel, y de otras que han
aguantado quince años. Como se verá, unas y otras pecan por exageradas.
La verdad hay que buscarla en el justo medio y ese justo medio suele
nombrarse como “la comezón del séptimo año”. Sin embargo, en tan
espinosa cuestión resulta mejor olvidarse de la regla de tres compuesta y
atenerse a los hechos: cada hombre se construye, él solito, la preciosa
cornamenta que tarde o temprano luce en mitad de la frente.

Cómo ganarse las guampas

Usted, que durante los primeros tiempos del matrimonio lucía siempre
primoroso, aproveche los sábados y domingos para no afeitarse. Olvídese
de la colonia y tenga mal aliento. Sobre todo, mal aliento. En el mismo
rubro, córtese las uñas de los pies dejando los restos dentro de la sopa. No

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vaya al baño por una necesidad menor: hágase el disimulado o festeje
abiertamente la magnitud de sus inmundicias.

Olvide sistemáticamente los aniversarios y los cumpleaños o las citas que


ella programe. Ingénieselas para detestar a sus amigos y, en presencia de
ellos, haga pública su disconformidad, cosa de que ella quede como una
salame. Procure hacer bromas sobre su ineptitud, donde quede muy claro
que usted es un piola y ella un zapallo. Remate esta campaña con un
incentivo infalible para los cuernos: desprestigie las habilidades amatorias
de su pareja y exalte hasta la locura su propia virilidad. Para completar el
panorama, aplauda cuanto trasero se le cruce y derrame saliva por un
colmillo ante cualquier siliconada de este mundo. Trabaje dieciocho horas
diarias y el sábado váyase a la cancha. Y sobre todo, proteste: por las
camisas, los chicos, su suegra, las medias, el peine, la máquina de afeitar,
el perro, el loro, el tiempo y Maradona. Deje claamente sentado que pese a
la variedad de sus protestas la culpable final de tantas calamidades es ella,
solamente ella y premeditadamente ella.

Hecho todo lo anterior quédese tranquilo y siéntese a esperar en santas


paces; usted ya es acreedor a un precioso par de cuernos. Y créame: llegar,
llegan siempre.

No es cuerno todo lo que reluce

Es probable que algún varón, al leer tal recuento, haya suspirado con
alivio, pensando: “ja, yo no hago nada de eso”. ¡Sofrenad vuestras
esperanzas! ¡Marchitad vuestra ilusión! Hay tantas clases de cuernos como
cornudos hay en el mundo. Y como en este valle de engaños todos los
hombres lo son (menos mi viejo y mi esposo), aún nos falta analizar las
variantes más sutiles. Puede usted, por ejemplo, ser un señor formal,
higiénico, considerado y tierno. Puede ser un amante latino o un asténico
erótico, lampiño o barbudo, peludo o pelado. En fin, puede ser usted
cualquier cosa; pero si es marido, dese por muerto: es usted un condenado.
No se esfuerce ni se aflija, sólo atienda: supongamos por un instante lo
mejor, que es usted un marido tirando a perfecto. ¡Dios lo salve! ¿Sabe la
clase de aburrimiento existencial que dan las buenas maneras? ¿Adivina el
bostezo infinito que puede producir un hombre “siempre” considerado?

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Quizás esté pensando, entonces, que la otra alternativa, el “bestia look”, es
mejor. Tal vez crea usted que es cierto el poema de Sylvia Plath “Cada
mujer adora a un fascista/ la bota en el rostro, el bruto, bruto corazón de un
bruto como tú”. Lejos de mi intención iniciar polémica con una poetisa,
pero aunque fuera cierto que las mujeres adoramos a un fascista, ni el
poema ni la vida aseguran que sea “para siempre”. Digamos que no hay
garantías de que no se cruce otro fascista con botas más lustrosas o un
“hippie” pacifista o cualquier cosa. Porque en algún momento de esa
plúmbea institución que es el matrimonio, ¡las damas se aburren! Y hemos
llegado aquí al carozo de la cuestión: el profundo, insoportable tedio que
produce un hombre con el correr de los años.

No es culpa vuestra, cariñosos maridos de este mundo, que la vida que les
toca vivir y que nos cuentan cuando vuelven a casa sea tan apasionante
como leer la guía. Tampoco es un crimen tener las mismas manías, el
mismo modo de hacer el amor o, lo que es más terrible, hacer los mismos
chistes, década tras década.

Pero de este modo llega el día (que sólo la Bullrich ubica en el mañana) en
que una mujer dice: ¡basta! Por supuesto, no es un basta con bombos y
platillos, no es un basta de divorcio (ningún juez, por lo demás,
conservaría una buena causal que un marido se hurgue los dientes en la
mesa o nos aburra hasta el calambre). No se trata, entonces, de divorciarse,
sino de divertirse: encontrar alguien que nos baje las bombachitas y nos
levante el ánimo. Cuernos, bah.

Indicios infalibles

Puedo jurar que cualquier hombre medianamente tarado está en


condiciones de percibir, en el acto, cuándo su esposa anda en fullerías.
Pero como el matrimonio arruina el cerebelo al más vivaracho, procederé a
una breve y traidora exposición de los síntomas, recursos y estratagemas
de la mujer infiel.

Lo primero que se le percibe es un cierto resplandor en la mirada. Es decir,


lo perciben los vecinos, porque es de rigor que el marido hace años que ni
la mira. Pero más allá de este dato altamente subjetivo, hay indicios

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concretos. Podrá observarse que de la noche a la mañana brotan en la
cabeza de ella rulos, platinados o “brushing”. Generalmente, el cambio de
peinado trae aparejado un cambio de maquillaje; y el cambio de
maquillaje, un cambio de pilchas. A esta altura, el vecindario sabe que la
dama en cuestión está intentando parecer más joven y más linda y todos se
cruzan malévolas apuestas sobre quién será “él”. Todos menos el propio
marido, quien –reitero– sólo le prestaría atención si ella se sentara en la
mitad del living, se rociara con querosene y se prendiera fuego.

En el “frente interno” del matrimonio, también comienzan a suceder cosas


altamente significativas. La señora que se depilaba cada muerte de obispo
y tenía los pelos de las piernas cual un mamut ahora se afeita, se en crema,
se enjuaga, se mima; se prepara, en fin, para una fiesta donde su esposo no
será, por cierto, el invitado de honor.

Dentro del mismo rubro es de apreciar los milagros que ocurren con la
ropa interior. Se renuevan bombachas y “soutiens”, se cambian los gruesos
y abrigados cancán por medias finitas y hasta con ligas; pero
sospechosamente… el viejo y a-afrodisíaco camisón de cada noche es
siempre el mismo.

Reconozcamos que con la mitad de estos datos el inspector Clouzot sabría


ya el nombre del culpable, el número de su cédula de identidad y el año de
su primera comunión; pero a un marido no le basta. Siendo por naturaleza
poco curiosos y embotados sus sentidos por el uso, este show les pasa
inadvertido y ni siquiera se avivan cuando la situación se agrava.
Verbigracia: una mujer que se ha lanzado por los anchos rumbos de la
infidelidad es una gran inventora de argucias para dejar la jaula (la casa,
perdón). Así es como esa señora aficionada a la telenovela muestra, de
pronto, un apasionado interés por el control mental, cursos de cocina en
Villa Luro, inglés, francés, latín, arameo antiguo, chiíta indoeuropeo, la
cría de chinchillas, un tratamiento de ortodoncia, visitas al ginecólogo,
antiguas amigas del colegio a quienes debe visitar en su lecho de muerte,
karate-do o gimnasia jazz. Sin ir más lejos, tengo una amiga que jura que
se va a misa y, por supuesto, vuelve en estado de gracia. Para finalizar,
pareciera ser que el único denominador común es que cualquier actividad
que se invente debe reunir tres condiciones: desarrollarse en un lugar
impreciso, a una hora vaga y donde no haya teléfono.

¿Se enteraron? De nada. ¡Y pensar que se los digo gratis!…

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Bomberos voluntarios

Habiendo quedado medianamente en claro el porqué y el cómo engañan


las mujeres, sólo falta precisar con quién. Y, notoriamente, voluntarios
sobran. Cabe decir en honor de los maltrechos varones que, según sus
códigos y según ciertos tangos, difícilmente rechazan a una mujer (que
después “funcionen” es otro drama y otro tema). Más aún, como
enunciado general puede afirmarse que, en realidad, todo el mundo tiene
potencialmente ganas de acostarse con todo el mundo. Sólo el amor –que
nos vuelve selectivos– o la santa sociedad nos apartan del gran apocalipsis
erótico. Pero cuando una mujer se decide a ser infiel es porque tiene el
primer dilema superado; y en cuanto al segundo, si una evita las
aglomeraciones, la santa sociedad mira discretamente hacia otro lado.
Entonces, ¿con quién? El folklore secreto de las mujeres arroja un
muestreo extraño. Generalmente pareciera que se busca lo opuesto: un
marido intelectual será cornificado por un señor con “look” de camionero,
y éste, por un intelectual. Lanzada a teorizar sobre tan riesgoso tema, me
inclino a creer que los amantes encarnan las fantasías por oposición a la
pobre realidad matrimonial. Se busca aquello que falta en una relación
que, por encima de todo, abunda en rutina. La vieja y sabia Colette
hablaba, por ejemplo, de “la maldición de la carne fresca en las mujeres
maduras”. Habrá que creerle o desmentirla. Personalmente, lo único que
he podido constatar es que la iniciación suele producirse con los amigos
del propio pobrecito cornudo. La explicación de esta estadística casera
tiene raíces milenarias: si la Biblia se empeña en enfatizar “No desearás a
la mujer de tu prójimo”, es precisamente porque la mujer de ese prójimo
ya resultaba profundamente deseable desde que Matusalén era chiquito y
le miraba las piernas a la esposa de su compañero de las Santas Escrituras.

No puedo resistirme a una digresión feminista, pero si observan el texto


bíblico verán que las mujeres estamos excluidas de ese pecado. Nadie ha
dicho: “No desearás el varón de tu prójima”. ¡Gracias te doy, Jehová, por
ser machista!

Retomando la idea, existen también motivos de índole práctica: el amigo


de él es quien está más a mano. Por lo demás, es más fácil de explicar que
“Alberto se quedó esperándote hasta las diez de la noche”, que justificar la

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presencia de un bombero en la casa, sobre todo si el incendio no es visible.

A partir de aquí, reitero, todo queda librado al gusto de las damas; y el


gusto de las mujeres es tan inescrutable como el I Ching en japonés. Con
todos estos datos, cualquier varón puede deducir el estado, calidad y
cantidad de su propia cornamenta. Pero, hijos míos, un amable consejo: ni
lo intenten. Después de todo, y como dijera Oscar Wilde: “El único
encanto del matrimonio es que hace absolutamente necesaria a ambas
partes una vida de superchería”. Amén.

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9. Los amantes que sueñan con vivir
juntos

Desde que el amor existe, amantes hubo. Aquellos que no concretan la


relación por cautos o sabedores, y aquellos de encuentros desencajados.
Estos últimos, carne de literatura y de sainete, son generalmente amantes
casados (con otras y otros, bien se entiende). La particularidad de estos
clandestinos del amor es que se la pasan soñando lo que por fin podrían
hacer si estuvieran libres… ¡Ay muchachas y muchachos, cuánto tiempo
perdido en vano! Os lo pido de rodillas: leed lo que sigue; que el diablo
sabe por diablo, pero mucho más porque fue a la escuela.

Los amantes contrariados siempre están escasos de tiempo y excedidos de


coartadas. Sólo son capaces de resistir el desgaste de esta situación porque
el amor los sostiene. Es decir, tal vez se amen mucho pero, básicamente, lo
que dejan por un rato en sus hogares es más aburrido que leer los avisos
clasificados de hace 15 días; aunque huelga aclarar que un varón en esa
historia puede decir de su señora esposa que es una extraordinaria
compañera y excelente madre; y que una señora puede afirmar lo mismo
de su cónyuge. Y vale.

Pero, mientras se revuelcan en el hogareño y dulce lodo de la comodidad,


suelen desplegar las alas de la pasión, que ya sólo se enciende con ese otro
u otra. Es entonces cuando, incansable y obsesivamente, sueñan con todo
lo que les gustaría hacer con el amor prohibido. Por ejemplo:

Dormir juntos

Si se pudiera -suspira ella, o él– dormirse después sobre la misma


almohada, sin tener que atropellarse al ruido de un timbre que, al revés de

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los del colegio, no llama al recreo sino que marca su fin…

Si se pudiera dejar que los sueños se entrelacen en el aire de la misma


noche, sobre la misma cama, y despertar por fin acurrucados…

Si se pudiera verla dormir en su más tierna entrega, con su pelo arrojado


sobre la almohada como un baldazo de nieblas… (los amantes, a veces,
piensan así; la mala poesía suele venir de la mano del amor). Pues bien,
queridos y pueriles amantes, pensemos por un momento en qué ocurriría si
por fin pudieran dormir juntos.

En primer lugar, esa muchacha de recatado encanto diurno le patearía las


canillas y le robaría las frazadas. Pocas situaciones hay menos románticas
que pasarse una noche en vela peleando con una bribona que lo deja a él
con las patas al aire y la espalda expuesta a todas las pulmonías.

Recuerde también el cari pelón dormido de su esposa, a quien los


miércoles, infaltablemente, se le comienzan a notar los bigotes. No es gran
consuelo –de esos que pueden entrar por el ancho campo de la lírica– el
saber que el viernes se los ha de afeitar. Vuelva ahora la vista sobre su
amor dormido: esa sombra sobre su dulce labio, ¿no será también el
prenuncio del bigote de los miércoles?… Si quiere llorar, le presto el
hombro.

Miremos ahora su cabello: entre la “niebla”, ¿no divisa dos piquitos?


¡Alerta rojo! Eso lleva, con el tiempo, a los fatales ruleros que usa su bruja
doméstica. Y lo siento pero, ¿ese suave jadeo no tiende a derivar en un
ronquido? Solloce nomás, que le presto el hombro que me quedaba seco.

Despertar juntos

He aquí otro viejo sueño de los amantes, a quienes el amor vuelve un poco
más idiotas de lo que suelen ser antes de entrar en estado de catástrofe.

Tal vez imaginen esos despertares televisivos donde ella, a las ocho de la
mañana, luce como una diosa etrusca, mientras él es la réplica fragante de
Robert Redford.

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Ambos sonríen como si el levantarse fuera la forma más refinada del
éxtasis. Se hacen arrumacos y se untan tostaditas con un producto que sin
duda contiene “Felicidol Concentrado”, pues luego de probarlas, se
desparraman aún con más placer. Entre gorjeos, nos dejan la sensación de
que empezarán el día a puro trino.

Lejos estoy de saber cómo amanecen los bellos de la pantalla en la vida


real: pero si los amantes los toman como ejemplo, están fritos.

En general las mujeres nos despertamos con la cara lavada, lo que linda
con un atentado a la ecología. Cabe también que ella no se saque la
pintura, lo que puede multiplicar el horror. Las sugestivas sombras de la
noche se habrán transformado en lagañas, y el rimmel corrido dejará unas
ojeras que escandalizarían al conde de Transilvania.

A él, huelga decirlo, le habrá crecido esa barba que se parece a la mugre y
que le queda mal hasta a Mickey Rourke.

¿Debo abundar en detalles como el aliento? ¡No! Prefiero detenerme en el


estado de ánimo, pues sólo los puros de corazón o los inocentes despiertan
con gorjeos; y los amantes no son ni lo uno ni lo otro.

Vayamos, entonces, a un amanecer típico. Suena el despertador y se clava


cual puñal envenenado en las orejas. Hay que levantarse a los dignísimos
saltos y tal vez librar una pequeña batalla por el baño. Morirse de frío si se
lo consiguió primero o remar entre la ropa sucia que nos dejó el que nos
ganó de mano. ¿Y el romanticismo? ¿Quién podría encontrarlo entre una
toalla mojada y el desodorante, que seguro se acabó? Pero, ¿es que al
menos se están divirtiendo?… ¡Vamos!, es hora de recordar que “nadie
juicioso se ha casado jamás para divertirse”.

En fin. Con mucha suerte se despedirán con un beso tirado al aire que
aterrizará sobre la heladera. En síntesis, que si hay alguna hora propicia
para el amor, no es precisamente el despertar.

¡Ir a los cines juntos!

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¿Qué amantes no han soñado también con poder ir a los cines juntos?
Después de todo, ya se han confesado que adoran las mismas películas,
que Almodóvar los fascina, que Kurosawa los estremece y que cuando el
viejo Humphrey repite desde la inmortalidad “Play it again, Sam”, ambos
deben contener las lágrimas. ¿No sería, acaso, maravilloso compartir eso?

Una vez más hago oír mi voz de alerta. ¿Cómo saber, por ejemplo, que él
no tiene la costumbre de hablar mientras pasan la película? Ese tipo de
renacuajo que acota, por ejemplo: “Pero, ¿este no trabajó en Calles
peligrosas?…” o a quien le dan ataques de cultura por la mitad del camino
y cuenta la biografía del director, incluida la nómina de todos sus amores.

¿Y quién podría decir que ella no es de las que se cambian de asiento


treinta veces porque están muy cerca, muy lejos, muy al costado, bizquean
los ojos o se les estrangula la tiroides? Y las meonas que no sólo cortan la
película, sino que al volver pretenden que se les resuma lo acontecido,
mientras el resto del cine hace cola para putearlas? ¿Y las que comen
caramelos envueltos en celofán, y son capaces de tapar hasta el bombardeo
de Apocalypse Now o la música de Amadeus? ¿Y aquellas que se ríen en
el momento más dramático, o lloran a los gritos, empapando a sus vecinos
de butaca y llenando de mocos el pañuelo de él?

¡No insistan, por caridad!! ¡Dios los entienda, los ampare… y no les dé
bola!

Los amantes quieren paz

A medida que se agudiza la relación, nuestros héroes comienzan a sentirse


conspicuos militantes de Sendero Luminoso, con un Máuser apuntando
permanentemente sobre sus nucas. Es probable que a esta altura ya se
hayan establecido rutinas sólidas; pero ambos saben que algo puede salir
mal y deslizarse, un día, de una historia de amor a una horripilante
tragedia. ¿Qué harán él o ella, los legítimos, si se enteran?

Saben también que el mundo es hostil para con ellos. Que la gente tiene,
en general, poca simpatía por el amor (como dijera Roland Barthes: el
amor se ha vuelto una palabra obscena). El prójimo tolera a los demás

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matrimonios y, a lo sumo, extiende esa aceptación a las parejas transitorias
siempre y cuando no tengan la desvergüenza de ser felices. Pero si algo
odian, con un odio amasado en la quietud de sus vidas de zoquetes grises y
bombachas sin sex-appeal, son precisamente a estos amantes cruzados.
¡Para ellos, el fuego eterno de la calumnia y todas las llamas del Averno!
(Que queman menos que las malas lenguas). Peor aún, hasta les desean la
vida que ellos mismos llevan: ese círculo que ni el Dante pudo imaginar,
donde se refugian los temerosos de corazón y los avaros de la alegría.

Todo esto saben los amantes, y sufren, además, otras persecutas: que una
vecina desconocida los delate; que la mejor amiga de ella, un día, en un
pire inexplicable le hable a la esposa de él y cuente todo: o que el mejor
amigo de él, con otro pire un poco más entendible, se tire un lance con la
bienamada (y para colmo… el guanaco es soltero).

Todo esto los hace desear la paz, sin saber que se están deseando la
muerte. Porque cuando puedan andar del brazo mientras los saludan “los
vecinos, los amigos y el alcalde”, ese día la magia hará sus valijas y les
dirá adiós para siempre. Como queda en claro, mi corazón está con ellos.
Sólo que si va ser con el marido de una, primero avisen. Gracias.

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CAPITULO II: VARONES

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“Tres cosas me son difíciles de entender,

o más bien cuatro, que ignoro totalmente:

el rastro del águila en el aire,

el rastro de la culebra sobre la piedra,

el rastro de la nave en alta mar

y el proceder del hombre en la mocedad.”

Salomón, Libro de los Proverbios

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¡¿Sólo en la mocedad?!

“Todo varón es un maniático…

que una se muere por tener.”

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10. El hombre celoso

El mundo de los varones se divide claramente en dos: los celosos y los que
dicen que no lo son. Los primeros resultan más molestos que la urticaria,
y los segundos, más peligrosos que una yarará en el corpiño. Ambos se
unen en una común falta de olfato y poseen un singular sentido del
sinsentido. Administran una memoria capciosa y son obsesos de lo
imposible y paladines de lo inevitable. Ninguno de ellos se da por
enterado de aquel viejo refrán: “no hay fortaleza más difícil de cuidar que
una mujer que no quiere ser cuidada”. ¡La pucha si embroman!…, pero
en otro formato no vienen.

Un celoso declarado es una suerte de caricatura. Tiene de Otelo sus iras y


ninguno de sus esplendores, y lo que en un moro de Shakespeare resuena
con grandeza, en un modesto latino, con pedigrí tan venido a menos como
los argentinos, queda inevitablemente ridículo. Sin embargo, sus
características van señalando las reglas con que hay que manejarse con
ellos. Y la primera dice: por más absurdos que parezcan, jamás hay que
reírse de ellos. Reírse de un celoso en erupción es cómo tirar nafta al Etna.

Un varón así, como ya hemos dicho, tiene las antenas atrofiadas por sus
propias fantasías. Es una fija, por ejemplo, que en una reunión en algún
momento, estallarán por lo bajo: “¡Así que te gusta Perengano!”.

Almas buenas como tienen, las mujeres tenderán a replicar con franqueza
que el susodicho les parece un feto, y que es Zutanito el que está para el
mordisco. ¡Alto con los suicidios ad honorem! Y aquí va la segunda regla
de oro: jamás hay que aceptar que alguien está apetecible (salvo él). Más
aún, habrá que enfatizar lo jorobado, chueco, amarrete y fascista que es el
señor. Y si resulta necesario para calmar la bestia, hay que subrayar que
seguro tiene mal aliento, pediculosis, tiña y hasta clavado que no se
cambia las medias.

Sintetizando, se debe amparar siempre al que nos gusta en el más

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implacable de los silencios y demostrar que todos los demás nos repugnan
hasta la náusea. Créase o no, los celosos disfrutan estos argumentos para
subnormales.

"Mi vida ha comenzado cuando llegaste tú”

Dentro de su absoluta irracionalidad, lo que más preocupa a un celoso


después del presente es el pasado. Toda mujer astuta, digna hija de
Salomé, debe tener por ende un curriculum –sabiamente confeccionado
para la ocasión– que atienda a estas dos premisas: 1) no hay que pasarse de
virgen y 2) nadie está obligado a declarar en su contra.

Según la edad y los antecedentes que pueden ser de público conocimiento


(alguno que otro matrimonio anterior, dos o tres hijos de diferentes padres,
por ejemplo), se arma una historia lo más blanca posible con los moretones
que no se pueden maquillar. Siempre, este tipo de historia debe tener el
mismo colofón: “pero ninguno como vos”. Y esto último, para cualquier
persona normal es indiscutiblemente cierto: ninguno como vos, ni ninguna
como una. El mundo está lleno de varones y mujeres diferentes, más o
menos lindos, con mayor inteligencia y menor ternura, más o menos
nobles… pero “iguales” nunca. Sin embargo, ese “ninguno como vos”
suena en los oídos de un varón con un solo sentido: “ninguno como vos…
en la cama”.

A partir de estas tramposas confesiones, todos aquellos que hayan sido


involucrados en el pasado de la dama caen en la más atroz de las
desgracias. Se retiran saludos y, lo que es peor, se pierden buenas
amistades. Por supuesto que se admiten algunas pequeñas fullerías: por
ejemplo, deschavar a Mengano, pobre ángel que apenas si tomó un triste
café con ella en alguna tarde de spleen y de neblina, y proteger “el
nombre”. El resultado es un secreto castigo para el celoso, que ella puede
degustar como un caramelo; pues él retirará el saludo al que no era y se
abrazará en las esquinas con el que “sí” era (la pavada engendra sus
propias trampas. No llores por él, Argentina).

Ya hemos señalado que un Otelo criollo tiene la nariz taponada para


cualquier pista. Son como perdigueros con alergia crónica y no resulta

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extraño entonces que cace un zapato y se regocije cual si fuera una
suculenta perdiz.

Veamos un ejemplo típico. Ella y él están tomando un café en una


confitería y se acerca un tipo. A tres cuadras se le nota que es de profesión
“pesado”. Salta sobre la mesa, le pisa los callos a él y estampa un beso
mojado en el cachete de ella:

– ¡Negra!, ¿no te acordás de mí?

Es obvio que ella no lo juna ni por las tapas y como relojea que su
compañero va adquiriendo ese morado escándalo que presagia tormenta,
con su más tajante cara de “rajate”, contesta:

–NO.

– ¿Pero cómo no –insiste el mal nacido–, si trabajamos juntos?

– ¿Dónde? –replica ella, con su mejor expresión de enema, mientras


contempla cómo el morado vira hacia la apoplejía.

–Pero Negra, si me acuerdo bien de vos, ¿Cómo te olvidaste de mí?…


Debe ser la fama…

(Como queda en claro, cualquier persona capaz de una reflexión así


merece el garrote vil. Pero un celoso no entiende de esas cosas).

–No me acuerdo –insiste ella con una mala educación a prueba de sismos.

–Ah –medita el pelma. –Tal vez porque yo laburaba en otro local y en otro
turno (se recupera) pero igual te veía pasar al mediodía…

Se hace un silencio donde queda flotando el siguiente aullido: “y si apenas


me veías pasar al mediodía, ¡de dónde carajo éramos tan amigos, hijo de
puta!”

El clima es tan espeso que hasta el bolas se da cuenta y emprende la


retirada. Se ahorra el beso, vuelve a pisarle los callos a él y sacudiendo la
mano grita: “¡Nos vemos!…” “Andá, morite”, piensa ella en silencio.

Pasan quince años y el celoso aún sigue insistiendo, en la mitad de una


contienda: “Ah sí, pero aquel íntimo amigo del que no me habías

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contado…”

Cabe aquí una didáctica aclaración para los celosos que puedan leer esto:
los íntimos amigos jamás se acercan a saludar a los gritos, sobre todo si
han sido “íntimos”. Si queréis desconfiar, poned los ojos en los que,
precisamente, ni siquiera dicen “buenos días”. “Esos”, puede ser. Pero
claro, como la mitad de la humanidad, estadísticamente, no saluda a la otra
mitad, es difícil distinguir cuáles son y cuáles no. Ahí ya no puedo
ayudarlos.

El efecto rebote

Según se sabe, los celos nacen de una herida narcisista; y eso, sea lo que
fuere, por lo pronto suena a que duele mucho.

Veamos otro caso. Al volver la pareja de una reunión, el energúmeno,


mientras se encuentra medio en bólicas, saca el hacha de guerra:

– ¡Te pasaste toda la noche coqueteando con!…

(Si me permiten otro pequeño consejo didáctico: ¡señores, no insistan en


pelear con ese atuendo! Juego a todo o nada que pocas cosas hay más
ridículas que un varón en ese estado).

Ella santamente se traga la risa y explica con paciencia que no coqueteó


porque es medio tuerta y estaba sin lentes, y la remata con la folklórica
enumeración de lo requeteasqueroso que es ese buen hombre cuyo
cadáver, reducido a una piltrafa, queda tirado en la mitad de la alcoba.

–Mmmmm –murmura él, a medias convencido–, sin embargo, él te miraba


a vos.

¡DOIIIING!, hacen todas las campanitas internas de la dama, puestas


inmediatamente en sordina. Su expresión no se altera, se encoge de
hombros con la más espectacular de las indiferencias pero el dato ha sido
registrado. La próxima vez “mirará” a ese Fulano para ver si es cierto que
él la mira y…, ya lo han dicho todos los románticos alemanes, siempre la

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cuestión se inicia con una mirada. Un réquiem para el celoso ¡y pensar que
fue él mismo quien levantó la perdiz!

Todas estas descripciones son aplicables también, en su esencia, para los


que dicen no ser celosos. Aquellos inefables liberados que enarbolan el
verso: “Tu vida te pertenece, no quiero invadir ni que me invadan, y las
simbiosis son intolerables”.

¡Ay, estos Superman con bombachita de goma! Cierto es que no armarán


las itálicas griterías de los anteriores, pero quien cargue con ellos
aprenderá rápidamente que usan códigos que no por silenciosos son menos
retorcidos; se empacan, hay que entrenar la oreja para descubrir, detrás de
un silencio de dos días, que está furioso porque ella llegó tarde a casa o
que esa bronca que le tomó de buenas a primeras a un compañero de
trabajo de ella se debe, lisa y llanamente, a que su otro yo se arranca las
pestañas de celos.

Según se lo mire, son más cómodos que los anteriores, pero también
mucho más exasperantes; personalmente los prefiero con el “look pasta
asciuta”, bien latinos.

Quedan aún por considerar los hombres que dicen que no son celosos y
que realmente no lo son. De esos: “Salí vos, total no importa” (y no les
importa); o: “Volvé cuando quieras que no hay rollo” (y no hay rollo, ¡que
los parió!). Lamento decirles, muchachas, que cuando eso ocurre, ese
hombre no es su hombre. El muy ladino seguro que arma sus escándalos
en otro lado.

Queda flotando una pregunta final: ¿es que acaso no les ocurre lo mismo a
las mujeres? Pero, ¿qué mejor que dejarle la palabra a un varón?

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11. Los hombres y el divorcio

Eso de que los hombres son muy machos es cuestión para discutir; pero al
menos en el capítulo “divorcio” los varones son unos gallinas
repugnantes. Con el debido perdón de las gallinas. Es que, de mamá en
adelante, los zopencos no quieren largar ninguna teta. A lo sumo, les
encanta amontonarlas con alegre impunidad. Así, cuando la vida los
entrampa en una situación de ruptura, lloriquean sin el menor rubor.
¡Puaj!!

Antes que nada reconozcamos que divorciarse es un calambre. Un


Waterloo sin triunfadores, donde se pierde: casa, cónyuge, pedazos de
hijos, bibliotecas enteras, lavarropas, heladeras, pilchas, dignidad, sueño y

plata. Aceptemos, además, y aun a riesgo de coincidir con algún monseñor


retrógrado, que el divorcio no es una costumbre gozosamente argentina. Es
una desgracia “frecuentemente” argentina, lo que es distinto. Pero a tal
punto no corresponde al ser nacional (¡maldita sea, vean ustedes las
palabrejas que me brotan!) que a lo sumo, y muy culposamente, nos
divorciamos una vez. Con más de dos divorcios, una persona se vuelve
sospechosa y, ya con cuatro, hasta un alma libérrima como la mía entra a
imaginar que algo extraño anda ocurriendo con ese sujeto/a. Es que somos
tan pocos excesivos, tan “grisecitos”, que me estremezco de sólo pensar
qué le hubiera ocurrido a Woody Allen de haber nacido en estos pagos.

Aceptemos que el divorcio no le gusta a nadie. Pero afirmo que, en


particular, en ese tema los hombres son unos porcinos. Pruebas al canto.

¡Ay varones!

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Una los ama así, tal cual creemos que son: peluditos, parados en el hilo,
valientes cazadores de dinosaurios, arrojados, temerarios y simpaticones.
Una los ama así y ojalá nunca tenga que verlos en calzoncillos. En
calzoncillos emocionales, se entiende. Porque, quitado el disfraz,
descubrimos que los peludos son bebés lampiños, que los parados en el
hilo reptan como gusanitos, que los valientes cazadores huyen frente a un
jején y los arrojados, temerarios y simpaticones se parecen de un modo
lamentable a los guerreros que protagonizaba Sordi.

Que fue de aquellos señores que, como reza el viejo dicho: “si la forza y el
coragio va bene, avanzan con el…” Dejémoslo allí, para no incurrir en
groserías y porque el asunto que nos convoca no es el avance, sino, por el
contrario, el vergonzoso retroceso de los hombres frente al divorcio. Los
invito a acompañarme por el deplorable laberinto de un homo sapiens en
ese aprieto.

En la trampa

En general, los varoncitos no tienen ningún problema en “cumplir” con


cuanta niña se les cruce en el camino, ya sea por provocación de ella o por
gusto personal. También sé que muchos de ellos lucen un anillo en la
mano izquierda una esposa esperando en la paz de sus hogares. ¡Por las
guampas que me han adornado y las que me aguardan en el futuro, doy fe
del viejo dicho campero “nadie muere mocho”!

Sin embargo, suele ocurrir que este simple desliz fisiológico anche
emotivo se les complique de un modo infernal, y una buena mañana
descubran que en realidad aman el desliz y ya no soportan a la señora que
los espera en casa. Estos descubrimientos nunca son unilaterales. Casi con
seguridad, la partenaire del infiel se ha avivado mucho antes y le ha
echado los caballos encima en procura de que el valiente varón de las
pampas húmedas o, para el caso, de las serranías salvajes, se divorcie.

El cazador está en la trampa; “algo” va a tener que hacer. La lógica


elemental indica que lo único que les queda es divorciarse. Ahora bien,
¿quién ha visto que un varón en calzoncillos apele a la lógica? Muy por el
contrario, su natural impulso es imitar al avestruz: esconder la cabeza hasta

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que pase y, si es posible, esconderla debajo de alguna pollera complaciente
y maternal. Sobre todo “maternal”, porque en sus corazones se resisten a
perder otra teta; todavía desconsolados por haber perdido aquella preciosa
teta de mamá.

La lógica también indica que en semejante brete, al menos podrían decir


lealmente: “tengo miedo”. Pero, vuelvo a preguntar ¿qué es eso de
“lealtad” cuando hablamos de hombres? En realidad, los pobrecillos están
envueltos en la maraña de su propia pelambre de machos y son capaces de
decir cualquier cosa, menos la verdad. Con este solo fin inventan fábulas
indignas de creer pero dignas de publicitarse. Veamos.

“Mi pobre esposa”

Dicho argumento en boca de un varón que se resiste al divorcio admite


varias traducciones que vale la pena analizar. La primera y obvia en estos
aprendices de Narciso es: “¿qué hará ella si pierde esta preciosa alhaja que
soy yo?” Ni cruza por sus molleras que tal vez ella aproveche para
descansar y ser feliz. La segunda tiene una connotación minusválida: “Mi
pobre esposa es, por ser tal, un poco lela, jamás sabrá arreglárselas sola”.
Esto quiere decir que los hombres entienden que se necesitan los cien
gramos más de cerebro que poseen ellos para efectuar maniobras tan
complicadas como llamar al plomero, pagar las expensas, librar un cheque
o manejar un auto. En verdad, es el mismo sátrapa quien ha inculcado en
su mujer la idea de que ella es inútil y está a un tris de pagar sus culpas. La
conciencia, o lo que tienen en su lugar, les grita: “Yo la hice idiota y ¿yo
debo cargar con ella?”

Otra variante de la “pobre esposa” tiene en sus corazones un signo


contrario y debe leerse así: “En verdad, ¿qué haré yo sin ella? Es cierto
que ya no la quiero pero ¡qué bien atiende mi ropa! ¡Cuánto se preocupa
por mi plato favorito! ¡Qué gloriosamente parecida es a mamá!”. Y otra
vez caímos en la mamá; lo siento, pero allí comienzan y terminan las
desgracias masculinas.

Aquí debo hacer un alto para demostrar lo ecuánime que es mi corazón,


pues esta última reflexión (la incapacidad de los varones para

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autoabastecerse) es prolijamente inculcada por las mujeres para sentar su
dominio sobre los hombres. Es asombroso, pero hasta García Márquez, por
ejemplo, se maravilla de que una mujer sepa calcular cuánto hay que
comprar de papel higiénico para la familia. Notoriamente, ninguna de las
mujeres que le tocaron en suerte al Gabo le explicó que no es una sabiduría
“femenina-intestinal” lo que nos guía. Simplemente, se compran cuatro
rollos, y cuando queda uno se compra cuatro más.

Volviendo al tema central, nos restan otras alternativas sobre la “pobre


esposa”: que va a tener que trabajar (Je, je, ¿qué clase de coronita tendrá
ella por encima de la de Adán y Eva, ya condenados al yugo?); que seguro
se suicida (¡Vamos!, que la última suicida que registra la historia
sentimental fue madame Bovary, que, además, se suicidó por deudas); que
ella no se lo merece (Por supuesto, ¿pero qué es lo que “no” se merece?:
¿un divorcio o ser cornuda a perpetuidad?); que es una buena mujer (¿Y
que tendrá que ver la bondad con la patada del chancho?). En el mismo
tenor podría seguir ad infinitum, con el riesgo de agotar vuestra paciencia
y recalentar mi máquina y mis iras. Así que los invito a acompañarme a la
siguiente excusa.

“Mis pobres hijos”

Les ruego que presten atención al siguiente argumento, pues si lo anterior


es un atentado contra la lógica, lo que se avecina linda con la idiotez: los
varones se agarran de los hijos para no divorciarse. Si los mismos tienen
tres meses de vida, “porque es muy chiquito”; si seis años, “porque todavía
no entiende”; si doce, “porque está en la edad difícil”; si veinticuatro,
“porque se está por recibir”, y si treinta y seis, “por mis nietitos”.

Como esto esconde también el sobreentendido de los hijos son tontos,


echémosles un vistazo a ellos, pues es de público conocimiento para todos
(menos para un hombre que no quiere divorciarse) que los primeros en
saber que una familia se viene a pique son los chicos. Lo presienten a los
tres meses, lo confirman a los seis, se repudren a los doce, se burlan a los
veinticuatro y les importa un corno a los treinta y seis. Pero siempre,
absolutamente siempre, están en el ojo de la tormenta y saben de qué lado
corren los vendavales más subterráneos y secretos.

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Hay que ser un padre babieca para pensar que un hijo es sonso. Pero
precisamente de eso, de varones babiecas, trata la presente. Pues bien, cabe
preguntarse para qué carajo sirve un padre en una casa si no se habla con
la madre o, más directamente, si se arrojan por la cabeza cuanto proyectil
tienen a mano. Nadie razonable puede encontrar una respuesta
satisfactoria. Pero un varón en pánico llega a argüir muchas: todas más
confusas que la deuda externa y más dudosas que el virgo de Madonna,
Pero que las inventan, ¡doy fe!

Para terminar, una magra apelación a la tolerancia femenina: ellos son así,
y sin ellos, no podemos. Paciencia y pan criollo, con un solo consuelo (¿o
desconsuelo?): los hombres, como las penas, tienden a quedarse; quien se
consiga uno tiene para apenarse largo rato.

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12. El marido que ronca

Cuando una se decide a casarse o acollararse con el bien enamorado,


suele creer que ya lo sabe “todo” de él. Desde su descomunal Edipo,
pasando por sus opiniones políticas, hasta su infaltable e
“interesantísima” historia de su secundario.

¿Todo? Hasta el hombre más veraz esconde en su esófago ese aterrador


ronquido que luego, arteramente, nos descerrajará en la oreja.

Entre las experiencias más penosas a las que pueda ser sometido un
cristiano se cuenta la de afrontar un viaje con uno de estos animales.
Máxime si el viaje es de esos que duran toda una noche. En ese caso, es
probable que el roncante haga buena letra hasta que se apaguen las luces;
de ahí en más no doy un peso por su buena conducta, y mucho menos por
una conducta medianamente civilizada del resto del pasaje.

Según he podido comprobar, los viajeros, pasado el límite de los cincuenta


kilómetros (hasta allí guardan un silencio atónito), comienzan a desarrollar
un feroz instinto homicida. A partir del kilómetro cien, hasta la más dulce
de las ancianitas se levantará de su asiento y la emprenderá a puños contra
el monstruo. Agotados los chistidos, silbatinas e insinuaciones varias,
pasan a los hechos de a uno en fondo y a veces en montón. Esto quiere
decir que los cachetadas llueven sobre la pelada o pelambre del durmiente,
y que el que pega más fuerte… ¡ganó!” El roncante se despertará
sorprendido, mascullará algo sobre la agresividad incubada en la sociedad
y volverá a dormirse. Al llegar al kilómetro doscientos, “la historia vuelve
a repetirse”.

Nadie podrá negar que son viajes sumamente entretenidos. Lo trágico es


que el acompañante del roncador (léase “una”), peor que apóstol asustado,
“antes de que cante el gallo” lo negará mil veces.

Es infernal poner cara de “a éste no lo conozco”, en particular si,

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finalmente, una hasta puede ya dormir con sus ronquidos.

Reacciones familiares

Una mujer ha nacido para el sacrificio, y a la larga o a la corta termina por


acostumbrarse. Niños, gatos y perros no cultivan tanta tolerancia ante un
roncante. El gato entrará en puntillas y se sentará al pie de la cama a
observar fascinado el espectáculo. ¿Es impresión mía o de vez en cuando
nos miran a nosotras, las insomnes, con una vaga expresión de sorna? Un
perro, por el contrario, puede caer en un estado de paranoia aguda frente a
la misma cuestión. Hay canes que desatan sus ancestros y se mandan un
dueto salvaje con el durmiente, en memoria, quizá, de sus abuelos lobos.

Otros perros, en cambio, enloquecen de angustia, se trepan a la cama, nos


lamen, llenan las sábanas de barro y nos refriegan la peluda cola por la
nariz. Inútil, of course. Y los niños no son más sutiles: sin son bebitos se
despiertan y, como gustan hacer los bebitos cuando una está con los pelos
de punta, acompañan el concierto con sus propios alaridos. Si los infantes
son mayorcitos, tirarán contra las paredes objetos contundentes y, en lo
posible, estruendosos.

La situación es francamente escalofriante: ante la cantata aullada los niños


lloran, los vecinos golpean la puerta, alguien sugiere llamar a los
bomberos y mientras una aplaca a todo el mundo (perro y vecinos
incluidos) el magnífico roncante ni se entera.

Características de un roncador

Sin duda, se trata de un acto de mala fe. Aunque hayamos antes dormido
con ellos, los muy malditos esperan el irremediable momento en que ya
estamos engrilladas al tálamo nupcial para sacar a relucir la última y más
atroz de sus habilidades: esa macabra manera de roncar.

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Y, viéndolos de afuera, no hay nada en su actitud diurna que delate esa
locomotora desbocada que se desatará por la noche. Por este motivo, la
tipología de estos seres aberrantes es sólo un catálogo de ruidos difícil de
transcribir sin un pentagrama al frente, aunque dudo mucho que en un
pentagrama fuese posible dibujar semejantes “hematomas musicales”.

Igual, voy a intentarlo:

a) Los de mayor a menor: comienzan con un rugido tipo león de la Metro y


finalizan con un trino nasal y prolongado. Se hace luego un minuto de
silencio y, si usted no aprovecha ese instante para ahogarlo con la
almohada, súbitamente sobresaltará al vecindario con otro rugido y, de ahí
en más, hasta que la mañana los sacuda.

b) Los de menor a mayor: para imaginar el resultado onomatopéyico no


basta con dar vuelta el ejemplo anterior. Ante cualquier alma amante y
desprevenida, éstos tienden a dar lástima. En el comienzo parecería que
están por sollozar, con un llanto flojito y desvalido, para luego abalanzarse
a la apoteosis del estruendo. De un “do de pecho” de gatito perdido
culminan otra vez en el león de la Metro.

C Los gorgoreantes: se caracterizan por una singularidad: no roncan,


trinan. Suena a que hacen gárgaras con el ombligo. Transmiten un halo de
felicidad incomprensible para un insomne. Tal vez ellos sueñen con las
hojas de hierbas de Walt Withman, pero a la hora de intentar dormirse a su
lado la cosa se vuelve tan escandalosa como un bongó en medio de una
orquesta sinfónica.

d) Los cualquier cosa: estos terribles ejemplares se entregan a su oficio con


una pasión tan absoluta que amenazan desarmarse al son de su propio
estruendo. Gimotean, roncan, tosen, se retuercen, patalean, roban las
sábanas y termina por enloquecer hasta al ropero. Si les ha tocado uno de
ésos… ¡Dios os guarde!

Métodos de autodefensa

Cuando una descubre (“desdichada fue la hora, desdichado fue aquel día”)

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que ese señor al que le hemos prometido pasar juntos el resto de nuestra
vida (o hasta que aguantemos) es un monstruo que por las noches dejaría
mudo a Drácula, se abren varios caminos de acción. Por supuesto que cada
uno de ellos se corresponde a distintos momentos de nuestras vidas.

La primera reacción, todavía con los camisones de tul y las ilusiones de


ídem, será intentar sofrenar la locomotora tomándole suavemente la mano.
La bestia, luego de dos o tres intentos, emerge a la semi conciencia y, él
también embargado por las primeras mieles, nos besará… ¡para darse
vuelta y comenzar a roncar aún peor!

Según se sabe, los tules son tan perecederos como los jazmines, así que
pasado cierto tiempo la tomadita de mano se transformará en pellizcones.
El animal saltará en la cama con cara de víctima y con voz nada propicia
preguntará: “¡¿Qué te hice?!” Es inútil explicarle nada. Lo más
conveniente es tratar de dormirse, mientras le dure el efecto del pellizcon.
Total, a la mañana no preguntará nada. Un roncador, como un cornudo, es
el último en enterarse.

Quedan aún otros métodos más expeditivos:

· Tirarlos de un caderazo al piso, sistema que suele sobresaltar a los


vecinos de abajo, que seguro comienzan a imaginar cochinadas.

· Meterles una media en la boca, aunque creo que está penado por la ley,
porque, se mueren.

Digo, como al pasar, que si este mundo fuera mejor y hubiese más juezas
mujeres, este crimen sería condecorado con una medalla. Los jueces
varones seguro que roncan.

Y para que la presente no sea totalmente inútil sugeriría, para terminar, un


control preventivo de estos seres: junto con el certificado prenupcial, otro
sobre los decibeles de sus ronquidos. Tal vez una inscripción en la espalda
con el cartel “Peligro: Hombre que Ronca”, o quizá reunirlos en un ghetto
donde se ronquen los unos a los otros.

Mientras que algún ministerio no acuda en nuestra ayuda, sólo queda hacer
profundamente nuestra aquella máxima: “No hay peor sordo que el que no
quiere oír”. Pero, ¡me cache en diez!: ¿por qué justo se casan con
nosotras?

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Vuestra y desesperadamente insomne…

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72
13. Los medio-infieles

Son particularmente repugnantes. Son los “sí”, pero no tanto, los que se
culpan, se delatan, gimen, enrojecen y, para colmo, frecuentemente fallan.
Verdadero escarnio del gremio de los infieles, donjuanes de miriñaque,
cucarachas del catecismo; ¡hombres necios que engañáis a la mujer sin
valor!

Cuando iban a tercer grado llevaban una flor a la maestra, y al primer


tizazo ponían cara de yo no fui. En el secundario copiaban, pero poquito; y
si no botoneaban era porque su endeble conciencia condenaba tanto a los
otros como a sí mismos. La juventud los sorprendió con su primera novia,
tan virgen como ellos (así, al menos, lo creían), y luego, ¡derechito al
matrimonio! Mucho diálogo, mucho amor, el primer hijo, el segundo, más
diálogo, más amor.

Una verdadera fiesta, que le dicen; y para colmo, lo dicen. A estos mozos
no se les cae la mención de su esposa ni su recuerdo, ni en las buenas ni en
las malas. Mariditos de lujo son…

Hasta que un día, sin saber cómo, se les cruza un trasero redondito,
suculento, apetitoso, meneante y prometedor. He aquí el corto-circuito. El
medio-infiel se acosa con la primera angustia: ¿es que acaso el mejor
trasero, el que más amo, no es el de mi legítima esposa? Allí comienzan
los puñales y, justo es decirlo, si el trasero se limita a pasar, es probable
que nada ocurra. Paradójicamente, hay traseros muy avanzadores. La
tentación crece, el dilema se agrava, y sin saber cómo, ¡zápate!, el hombre
se encuentra en una cama con el trasero, la culpa, la culpa ¡y la mismísima
culpa!

La hora señalada

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Como se sabe, para hacer una cama de tres hay que, por lo menos, tener
experiencia. Pero un medio-infiel, inexperto por definición, siempre se va
a la cama con tres: el traserito, el fantasma de su esposa y el fantasma de sí
mismo.

Con este material un buen perverso puede escribir Justine, pero un medio-
infiel sólo consigue una extraña languidez que suele ubicarse de la cintura
para abajo. Un penoso “no sé bien qué me pasa” (aunque al menos, de
visu, es obvio: no le pasa nada. Hay carraspeos, atronadores silencios y
una montaña de explicaciones imposibles. En verdad, se muere por decir:
“te juro que no soy así, preguntale a mi esposa”. Pero hasta un medio-
infiel sabe que es impropio mentar a la esposa en esos trances. Más
carraspeos y un abismo en que la única salvación puede venir del traserito.
Si ella es animosa, tal vez se prodigue y medio a los ponchazos consiga
algo. Caso contrario, vendrá el triste momento de vestirse, cuando el
medio-infiel anhela un doble tipo de suicidio: ahorcarse por el papelón y
morirse de culpa porque, casi, casi lo hizo.

Por el contrario, si tienen éxito es otro tema. Y probablemente sea un


exitazo. También habría que remitirse a su esposa para enterarse que hacía
por lo menos… vaya a saber cuántos milenios que ese mozo no era capaz
de tales proezas. Con el mismo desenfreno que un chico el día de la
primavera, se ha tomado un piedra libre, un todo vale. Años, rutina, canas
prematuras, vuelan entre esas sábanas ajenas y esas piernas casi extrañas.
Un lujo, un festival, una “kermesse”, un jolgorio, hasta que… (Con
perdón)... todo acaba. Entonces, cual en un aquelarre, rodean la cama los
fantasmas: el niño buenito que llevaba flores, el mozo que nunca dio un
tizazo, el buen marido y mejor padre y, por supuesto, la espléndida esposa,
nunca tan espléndida ni tan distinta a esta loca.

Mal momento es éste para el medio-infiel, y peor aún para el trasero de


marras. Sólo la buena educación evita que él la escupa, pero el fastidio, es
inocultable. Un medio-infiel, que nunca brilla por lo valiente, daría
cualquier cosa por huir lo más rápido posible. Se tiraría por la ventana
gustoso, pero antes, claro está, la tiraría a ella porque, — ¿cómo dudarlo?
— ella tiene la culpa.

Digamos —entre nos y si vamos a aceptar, aunque sea provisoriamente, la


palabreja— que la culpa, es cierto, la tiene el traserito. Un medio-infiel

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nunca avanza; hay que levantarlo con argucias varias, convencerlo,
empujarlo, acogotarlo, porque, en general, se resisten como chanchos. Pero
más allá de méritos personales, un medio-infiel es básicamente un tímido
capaz de morir mil veces antes que aguantar el papelón de un rebote.

El día después

Todo ha sido consumado, y el protagonista ha sido un poco consumido.


Luego viene el día después o la fatídica hora en que hay que volver a casa.

Nuestro mequetrefe está seguro, al menos, de una cosa: se le nota en la


cara. Es obvio –piensa— que su media mitad, con la cual nunca ha tenido
secretos, en cuanto abra la puerta lo sabrá. Está seguro también de que, por
extensión, lo sabrán sus hijos, ante los que perderá toda autoridad de
padre. Pero, ¡oh, paradojas!!, nunca ha amado más a su amante esposa que
en ese instante. Ganas le dan de comprarle flores, pero hasta una mente
débil como la suya comprende que eso lo haría más sospechoso. Se revisa,
controla su ropa, olfatea su perfume, rastreando el aroma que pudiera
haberle dejado ella. Tiemblan sus piernas de sólo pensar cuánto va a sufrir
su mujer al enterarse; y para colmo… con esa mina.

El traserito, como se ve, ha perdido ya su condimento. El recuerdo de su


dulce balanceo es más repugnante que la giba del jorobado de Notre
Dame. Más se acerca a su casa y su disgusto más se transforma en odio:
por su culpa, el mundo entero se desplomará sobre su cabeza, los niños
llorarán como en las Navidades de los cuentos de Dickens y ella… ¡oh
Dios!, ¿qué hará ella al enterarse? Huelga decir que ella dirá “hola
querido”, le dará el mismo anémico y distraído beso de costumbre y
seguirá acomodando los repasadores. ¿Y los chicos? Pues bien, es
probable que ni siquiera el beso, porque un chico normal está
profundamente abocado a otra cosa y no a la insignificancia que es el
padre.

Nuestro héroe respira, suspira, se distiende. Agradece a los ángeles del


Cielo su providencial fortuna y, por supuesto, se siente más culpable que
antes. Y si no flores, es probable que su esposa reciba esa misma noche un
presente algo más carnal pero no menos gratificante.

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Créase o no, los medio-infieles tienen rebrotes de erotismo marital ante
estos casos, porque ella sí que es buena, porque con ella sí que no fallan,
porque ella sí que sabe el lugar exacto de sus cosquillas. Por con ella,
además, no tienen por qué rendir el examen que implica un traserito
desconocido ante el cual las fuerzas (por no decir groserías) desfallecen.

Sienten un vértigo (sólo un vértigo, porque no son kamikazes) de contarlo


todo e implorar su perdón. Por fortuna no suelen hacerlo. Muy por el
contrario, se disculpan de otro modo, mucho más satisfactorio
(considerado con cierto cinismo). Así, él que gruñe cada mañana porque la
toalla está húmeda, pasará una semana secándose con papel higiénico si es
menester y el maniático de la comida rica y caliente comerá sin chistar
cadáveres directamente del “freezer”. Pensémoslo bien: desde el punto de
vista femenino y conyugal, estos entreveros tienen sus ventajas.

Momento de confesiones

Los medio-infieles, hay que reconocerlo, no son bocinas. Más bien viven
la aventura como un ataque de tiña, de hemorroides o cualquier otra
dolencia absolutamente vergonzante. Pero de callarse, lo que se dice
callarse, tampoco son capaces.

Aunque siempre han desconfiado de los infieles profesionales y hasta han


hablado pestes de ese gremio (envidiándolos en secreto, claro está), el
mejor amigo de un mamerto así es otro mamerto peor, cuyos consejos son
absolutamente previsibles. Lo primero que dirá el mamerto adjunto será
“tené cuidado”. Como es sabido que los hombres no quedan embarazados,
esto significa: “tené cuidado que la mina no te enganche”.

En este lúgubre comadreo de hipócritas es probable que el consultado


despliegue una experiencia similar; y cual si fuera el Viejo Vizcacha,
desenrrolle los alertas sobre el caso: “que te puede hacer un escándalo”,
“que mirá si tu mujer se entera”, “que en una de esas te quiere sacar plata”,
“que tus hijos, que tus nietos, que tus bisnietos y tus choznos…” Toda la
parentela, incluido el gato, que corre grave peligro de contraer la
triquinosis ante el solo contacto con el pecador.

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El pobre medio-infiel, que ya venía a los tropezones, pasa a ser víctima del
escuadrón de la muerte. La confesión no ha hecho más que agravar sus
culpas y alejarlo del amigo. Sencillamente, si alguna vez reincide, el otro
será el testigo de su flaqueza moral, y los testigos de cargo son mal vistos
por los acusados.

Entonces, se hacen a sí mismos la firme promesa de no reincidir jamás, y


la cumplen puntualmente… hasta el próximo traserito, cuando todo vuelva
a empezar.

Si quieren mi opinión

La verdad sea dicha, si estos cretinos ligan algo en la repartija es porque


tienen cierto atractivo. El primero, y evidente, es que no son mujeriegos.

Cabe aquí hacer una sutil pero importante diferencia entre un mujeriego,
que es de deplorar, y un infiel profesional, que es para celebrar. Un
mujeriego es un simple cazador de calzones, coleccionista sui generis más
preocupado por la cantidad que por la calidad. Son los que se tiran un
lance con cuanta falda se les cruza, tenga cinco o setenta y cinco años,
igual les da que hablen ocho idiomas o tartamudeen en jeringoza, sean
rubias, morenas, pelirrojas o tricolor. Un mujeriego no ama a las mujeres,
sólo adora su propio “rating”. En fin, son una escoria.

Un infiel profesional, por el contrario, las ama mucho… pero al mismo


tiempo. Tiene —cosa que hay que agradecerle— una verdadera
computadora en la cabeza. Combina con precisión y sin culpa horarios,
coartadas, nombres, citas y números telefónicos sin que se le mezclen, con
una habilidad que le permite hacerse de tiempos para todas.

Pero un medio-infiel, en cambio, ni las ama ni las deja de amar. Más bien
les teme. Para aquellas mozuelas valerosas, estos ejemplares tienen el
encanto de los vírgenes creciditos, el extraño fetiche de los curas. La
realidad suele indicar que son un fiasco, budines temblorosos que se
mueven en el episodio con la gracia de un murciélago al mediodía. Pero...
hay gustos para todo.

77
Personalmente, yo los prefiero fieles. Pero… ¿existen?

78
14. Cómo convivir con el jefe

En un principio fue el Verbo, y desde entonces el mundo comenzó a


dividirse de maneras extrañas. Aparecieron los conejitos, y en el acto, los
lobos que se los comían; aparecieron las mariposas y los niños que las
cazaban. Los ratones y los gatos, los corderitos y los leones… Con la
misma lógica surgieron los trabajadores y los jefes. Y cuando el
trabajador responde al sexo femenino, hay que agarrarse bien los
calzones.

Aclaración necesarísima I: Antes de avanzar, me apresuro a explicar —


inmersa en la más puerca de las hipocresías— que esto no alude a ninguno
de mis amados jefes. Más aún, ni siquiera toma en cuenta a ninguno de los
que he tenido ni puedo llegar a tener, ya que —por el solo hecho de ser
jefes míos— pasan automáticamente a la categoría de señores ponderables
y astutos.

Aclaración necesarísima II: Renegando de mi hipocresía, recuerdo en este


mismo instante una horrorosa tarde en la que presencié cómo se le
explicaba a una de estas bestias los misterios de una máquina de escribir, y
recuerdo a aquel otro —bruto como zapato de cemento— que exigía a los
periodistas editar un diario de… ¡quince páginas! A mis colegas les llevó
varias horas explicarle que va contra todas las leyes de la física —no
hablemos de la lógica— conseguir una página impar. Más vale que ni les
cuente cuál fue el destino de ese diario.

Aclaración final: Me referiré a ese tipo genérico de jefes que surge como
los hongos en la pared: sostenidos del aire, al divino botón, y sólo para
molestarnos. Especímenes cuya única cultura es hacer culto del reloj,
transidos de emoción ante los aparatos de marcar tarjeta (y anche por las
posaderas de alguna secretaria), incapaces de comprender que uno pueda
llegar tarde porque se tentó por el sol de una siesta de otoño y se quedó
mirando el cielo en un banco de plaza. Gente que lleva el corazón en un
portafolio, guarda el amor en un archivo, adora las corbatas y los

79
almidones… Nos enchalecan, nos persiguen con su aliento a moho, nos
derrumban con su ignorancia congénita, nos congelan con su solemnidad
foliada, pero, por encima de todo, nos mandan. Y si a lo anterior le
sumamos el hecho de ser mujer, la cuestión se agrava.

Tácticas y estrategias

En general, los varones en jefe no sienten ninguna predilección por las


mujeres que trabajan o, según el mito, sienten predilección en demasía,
aunque en mi calidad de fulera me inhiba de dar fe.

Dícese de nosotras que faltamos demasiado, que alteramos la paz de las


oficinas, que llevamos y traemos chismes y, por si esto fuera poco, de vez
en cuando hasta tirarnos un zarpazo a algún compañero, con lo cual
hacemos perder preciosas horas-hombre a un honesto y casto trabajador.

¿Vamos a ponernos a rebatir semejante cúmulo de pavadas? No. El tema


es cómo aceptarlas y sobrevivir.

Primer consejo: “A infame, infame y medio”

Dado que somos “sospechosas” de lo antedicho, conviene usarlo a nuestro


favor. Algo así como esas vacunas que utilizan la pechuga del virus para
curarnos del mismo bicho.

Si estos buenos señores opinan que las mujeres somos diferentes en el


sentido más desfavorable del término, pues seámoslo. Si creen que somos
una mezcla de crisantemo con idiotez, observemos el lado positivo: un jefe
idiota, con una empleada “idiota”, da como resultado cero de trabajo

En nombre de esas dos únicas neuronas que ellos calculan que tenemos, se
puede muy bien postergar un trabajo ad infinitum, y hacer fiaca con un
mismo expediente hasta que le crezcan pelos. Total, una “no entiende
bien” ciertos temas estrictamente masculinos, como el de pensar con

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corrección.

Claro está que si usted está dispuesta a llevar las banderas de la liberación
femenina, el consejo no le sirve. Por esa senda adquirirá fama de eficiente,
pero trabajará como una india. Y ése no es el objetivo.

Segundo consejo: “A llorar a la oficina”

Hemos mencionado a los “crisantemos”. Ese aspecto también ofrece un


flanco muy propicio a nuestras sanas intenciones. El crisantemo se destaca
por su fragilidad, y ¿cómo demuestra una mujer tal cosa?

Pues llorando.

Reconozco que más de una vez he deseado estrangular a las mujeres que
usan este método, pero debo aceptar que no lo he visto fallar nunca. Si la
llaman a los gritos para que explique por qué le mandó a cobrar a un señor,
que no debía nada, y por qué le extendió un recibo a otro, que adeuda hasta
las muelas del juicio… échese a llorar. Desparrame por la oficina su
lastimero plañir y verá cómo su jefe se transforma en un flan. Mientras
más gima y se desmelene, mientras más solloce y se retuerza, más la
terminará felicitando él por el estropicio que usted ha hecho.

Para que este método funcione, es imprescindible que corran muchas


lágrimas. Pero muchas. Si a usted le resulta difícil largar el llanto, vaya al
baño, apriétese el dedo con la puerta o piense —por ejemplo— como sería
su vida si debiera compartir una celda de 2 x 2 con su jefe. Así motivada,
procure no vomitar y vuelva al teatro de operaciones.

Tercer consejo: “Las trompas de Falopio”

Como cualquier persona razonable entiende (menos un jefe, que es por


definición lo “no razonable”), en la vida de una mujer abundan los motivos
para faltar a la oficina, andar papando moscas, llegar cuando las velas no

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ardan o retirarse a los santos piques. Tengo para mí, por ejemplo, que un
resplandeciente enamoramiento —una de esas extrañas furias amorosas
que nos agarran a las mujeres— justifican, de por sí, no menos de quince
días de licencia. No sólo porque el amor es muy agotador, sino por el
sinnúmero de tareas colaterales al tema, incompatibles con cualquier

trabajo de oficina: depilarse maniáticamente las piernas, lavarse la cabeza


como una poseída, limar y pintar uñas, preparar calzoncitos de guerra y,
por supuesto, esperar atada al teléfono a que él llame. Es inútil imaginar
que nos darán licencia por “eso”.

Otros percances comunes en la vida de una dama (casada, en este caso)


son las conjunciones nefastas entre un lavarropas que no funciona, una
pileta tapada, caños que pierden y dos niños con anginas. Según mi
modesto juicio y larga experiencia, semejante entrecruce nos habilita para
una internación de urgencia en un loquero. Pero hagan la prueba de
intentar convencer al jefe de la necesidad de un faltazo y verán cómo se le
coagula el páncreas.

Aquí viene la solución: los hombres comparten una profunda ignorancia


sobre cómo estamos hechas las mujeres, y un jefe no es ninguna excepción
a esta regla. Pero, además le da vergüenza. Por lo tanto, si usted quiere
retirarse antes, llegar a la hora de los quinotos o encerrarse en el baño a
leer, sólo necesita apelar a cualquier dolencia que tenga que ver con
nuestras entretelas. No sólo conseguirá permiso, sino que se regocijará
viéndolo tartamudear como un zapallo.

No apele a vulgares dolores de estómago o una apendicitis perforada. La


lista de dolencias clave es la siguiente:

a) El dolor de ovarios: especial para llegadas tarde. Se acompaña el título


con un vago gesto de la mano que abarque desde las amígdalas para abajo.
Puede usar sus ovarios tantas veces como le guste, pues los hombres, en su
divina ignorancia, llegan a creer que por el solo hecho de tenerlos… ¡nos
duelen!

b) La regla: indicado para encierros en el baño, con motivo de tareas


recreativas. Puede mencionarse también como “el mes”, “la menstruación”
o un “usted sabe…”, bajando púdicamente la vista. En verdad, no saben
nada, pero los impresiona muchísimo. De cualquier modo, no es
conveniente apelar a “la regla” más de diez veces por mes. Algún jefe

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puede saber que generalmente sólo tenemos una, y tal vez anda llevando la
cuenta.

c) Las trompas de Falopio: para faltas reiteradas y huidas súbitas. Un


malestar en tan misteriosa zona puede llevar a un jefe al paroxismo del
desconcierto y la impresión. Y aunque la sola mención de estos órganos
(que, dicho sea de paso, ni una sabe muy bien por dónde quedan) es un
excelente argumento para cualquier eventualidad, es necesario a veces
abundar en detalles para hacerlo más creíble.

Puede usted decir que sus trompas están:

1 - Tapadas.

2 - Torcidas.

3 - Cruzadas.

4 - Corridas.

5 - Extendidas.

6 - y subsiguientes: infladas, contraídas, melancólicas, deprimidas,


exultantes, etcétera.

Jamás he conocido excusa más noqueante que las famosas trompas. Estén
donde estén… ¡Dios nos las conserve!

Ultimo consejo: lo no aconsejable

Quedan aún dos vías más para neutralizar a un jefe, pero las dos distan de
ser recomendables: la chupada de medias, que repudio, y la “vía
horizontal”, que juzgo asaz peligrosa. En este último caso, la susodicha
deberá afrontar el odio cerrado de sus compañeros y, a corto plazo, salvo
ocasionales milagros, el odio del infrascripto. Si el milagro ha lugar, una
dama puede hacerse de un buen marido, pero deberá soportar el ser jefa

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consorte, puesto tan sabroso como masticar ortigas.

Grito primate final

De esa absurda gleba de los jefes es imposible salvarse. Una tiene que
trabajar, después de todo... y antes de cualquier otra cosa, en los tiempos
que corren.

Sólo nos queda el arte de cancherear, y espero de todo corazón y de todo


ovario que esto les haya sido útil.

Sin otro particular, quedo a vuestra entera disposición. Atte. Hágame tres
copias y archive la que pueda.

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15. Huidas masculinas

¡Qué obra maestra es el hombre!, decía Shakespeare. Pero ni él ni nadie


ha acertado a descifrar esa parte gelatinosa de los varones, que los hace
huir inexplicablemente frente a una dama. Dado que los por qué
pertenecen al misterio, veamos los cómo ellos realizan esta operación.
Amiga mía, más de una vez se lo dijeron. Entrañable enemigo,
reconózcase en alguna de las siguientes gansadas.

Es sabido, y no es pecado, que en una relación de a dos –ya fuere que


recién se inicie o con un tiempo de intimidad– alguno se cansa primero;
pero sólo un varón puede inventar excusas insultantes para la inteligencia
femenina. De entrecasa, mire, los tipos no atinan ni siquiera a un digno
silencio.

“Este no es mi tiempo”

Esta perla del ingenio masculino vernáculo suele ser proferida con una
mirada de drama existencial. Supuestamente, deja entender que existe “un
tiempo” en el que dos personas pueden encontrarse sin conflicto; tal vez en
aquella isla atendida por el enano y en el horario de Walt Disney. Allí
habrá un largo arco iris por donde deslizarse, con música de fondo, mezcla
de bolero con dengue tropical y violines. Je.

Pero, ¿qué querrá decir exactamente “éste no es mi tiempo”? ¿Será que el


joven cursa jardín de infantes y estamos por cometer un niñicidio? ¿Tal
vez lo nuestro sea un acto de gerontofilia? ¿Es una cuestión de husos
horarios?

Y una pregunta más atroz todavía, para aquellas que se empeñan en


comprar buzones: ¿hay que esperar que “su tiempo” descienda sobre él, y

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mientras tanto comenzar a la mítica bufanda de Penélope? Dependerá de
vosotras, cándidas criaturas, pero id sabiendo que esa empresa sin final
tendrá por resultado una prenda capaz de dar la vuelta al mundo, varias
veces.

“No puedo hacer proyectos”

Esta bazofia de explicación se adjunta a una mirada empañada y con un


leve bizqueo. Es sumamente irritante cuando el idilio apenas empieza y la
dama lo que quiere no es “proyectar”. Digamos que pretende un encuentro
amoroso hormonal que la ayude a mantener el ánimo en alto y el cutis
resplandeciente. Para esto, según se sabe, no es necesario “proyectar”
demasiado: entre madre Natura y un whisky, la cosa se resuelve solita.

Sin embargo, algunos lanzan el término “proyectar” con una resonancia


terrible. Tal cual como si les estuviésemos pidiendo los planos del sistema
de comunicaciones satelitales del Apolo III. ¡Cortala, bebé! ¡De qué
proyecto hablás, si la pobre sólo quiere de vos aquello que deberías poder
hacer de memoria y hasta medio dormido!…

Dejémoslo en el café, mirémoslo con la tierna expresión que usamos para


observar una cucaracha caminando por la pared del living, y para la
próxima Navidad –si todavía nos acordamos de su nombre- le regalaremos
una tabla de calcular.

¡Gente grande, parece mentira!. Y es mentira, nomás.

“Estoy muy mal”

El look correcto que adoptan algunos guanacos para arrojar a la eternidad


esta deplorable excusa incluye la mímica de un preinfarto sobrellevado a
lo macho. A renglón seguido rematan con:

–No es sólo con vos…

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Y revolean el cuello implicando el mundo entero, dando a entender una
difusa insatisfacción cósmica o que sus horas están contadas.

Es probable que si perciben algo de caridad en la mirada femenina, se


explayen dando detalles de su asfixia y de ese “no sé qué pero me agarra
de golpe”. Es el momento de recomendarles un analista, un médico clínico,
un proctólogo y hasta darles el número de urgencias cardiológicas, alzando
una plegaria para que –si finalmente se produce el infarto– a esta
benemérita institución se le descompongan los teléfonos, llegue tres días
después y los internen en terapia intensiva con tubos de oxígeno cargados
de vitriolo. ¡Salud!

“No te convengo”

¡Fuerte ese aplauso para este filántropo del erotismo! Es tan, pero tan
bueno…, casi como nuestra madre, quien fue la última en tomarse el
trabajo de señalar que “ése” no era para nosotras.

Dan ganas de llorar de tanto que nos aman estos tipos. Más que al prójimo,
más que a sí mismos, más que a su equipo de música. No hay que desdeñar
la parte razonable de ese embuste: es cierto, ningún hombre conviene a
una mujer. Sólo son una solución alternativa para aquellas que no hemos
encontrado un mejor sustituto.

Pero, ¿quién será él para decidir qué es lo que le conviene a una? Siendo el
mar de los gustos y disgustos anchuroso y variado, cualquier mujer puede
decidir que ese mamerto de cuarta es conveniente. Tal vez porque en ese
momento estemos aburridas, porque no se divisa nada mejor en el
horizonte o sencillamente porque nuestro degradado paladar ha llegado a
saborear hasta esa clase de estropicios.

Se devuelve emocionada un gesto tan altruista, pero… ¡anda a hacerte el


generoso con tu abuela!

“Vengo de una mala experiencia”

Para vociferar este despropósito deben poner cara de:

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–Si yo te contara…

¡Ay!, ¿qué nos vas a contar, hombre de obviedad desgarradora? Todos


venimos de una mala experiencia. Si no, no estaríamos aquí ¡como que el
sol sale de día, majo!

Tratar de descifrar el mensaje nos llevará a errores. Si una se tienta y


escucha mal, tal vez pueda oír:

–Pero esta experiencia con vos sí que será buena…

¡Mentiras! Cuando un varón apela a eso, está buscando la forma de decir:


“Hasta nunca”, cubierto con una capa de jalea de autocompasión que
espera se extienda hacia nosotras. La idea final es que revoleemos un
pañuelo chorreante de conmiseración y alivianemos la huida pensando:
“Pobrecito… es que sufrió tanto…“.

Error, la respuesta correcta es:

– ¡Ma, sí, sécate los mocos con la servilleta! Y ya que venís de… y vas
hacia… de paso, pagate el peaje y el café.

“Me das miedo”

Es un buen argumento que sirve hasta las tres primeras veces que una lo
escucha de un varón. Después se desinfla.

Para quien haya vivido lo suficiente como para escuchar todo lo que una
dama puede producir en un varón, el “miedo” es un piropo. Porque los hay
quienes nos acusan de producirles aburrimiento mortal o impotencia
frenética. Este temor hasta abre la puerta para que una se considere una
mezcla de diosa y pantera, demasiado mujer para un solo hombre, y mucho
más para ese proyecto de simio que tenemos enfrente.

Moraleja: tengo la sensación, avalada por el privilegio de los años, que no


siempre fue igual. Que esta moda de andar explicando ha terminado por
agravar y agraviar antiguas tradiciones. Cómo no añorar, frente a tanto
verso, aquel austero argumento:

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“Salgo a comprar cigarrillos…”

Ante la catástrofe sólo queda tener sonrisas de ángel, corazón de piedra y


una agenda bien nutrida de posibles reemplazantes.

Variantes deplorables

–Necesito espacio… ¿Otro departamento, más lugar en el placard?.

–Estoy vacío… Que te llenen en la YPF.

–No te merezco… Tenés razón, cariño.

–Mejor, seamos amigos… Ah, hasta ahora éramos enemigos…

–Tengo que pensarlo… Esfuerzo imposible.

–No sé, me asfixio... ¿Hay un pulmotor en el bar?

–Primero tengo que arreglar mi situación… No esta situación, claro.

–Mirá, hablamos dentro de un tiempo… Acaba de leer la teoría de


Einstein.

–Prefiero que ocurra ahora y no dentro de, no sé, cuatro años… En


realidad, lo que no quiere es que ocurra algo ahora.

–Yo te llamo… variante telefónica de “Hablamos dentro de un tiempo”.

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16. Cuidado con un recién separado

A la larga, toda mujer de cierta experiencia tropieza con un separado. El


tema tiene más que ver con las estadísticas que con el deseo y requiere de
un mínimo de precaución. Ha aquí mi modesto aporte

Cómo descubrirlos

A-Según los “affaires” que hayan tenido desde la separación

-El cero kilómetro: los que caen dentro de esta categoría hacen bandera de
su situación tirándose a despertar lástima, compasión o cualquiera de esos
sentimientos deprimentes. Para tal fin usan una camisa a la que le faltan
botones, un pantalón con el ruedo chingado, el pulóver al revés y cara de
“se acaba el mundo”. Así como los pavos reales despliegan sus colas como
espléndido llamador para el hembraje, ellos despliegan sus miserias con
idéntico fin. En cuanto pique algún alma cándida, el Fulano desenroscará
su pena y entrará a contar que desde que vive solo su vida es un infierno de
ropa sin planchar, que le está creciendo una úlcera así de grande de tanto
engullir sándwiches al paso, que extraña a los chicos, el gato, el televisor,
las peleas y, por supuesto, a ella. Si una dama es de corazón sensible, el
mensaje está claro. Lo que no está claro es cómo cuernos se supone que
alguien pueda reemplazar el televisor, los chicos y esa dama ausente. Lo
único real que se puede hacer por un divorciado flamante es emparejar sus
calcetines y rasquetear su ropa. Acordemos en que, como propuesta de
amor, es de las más pobres que circulan en plaza.

- Con algunos kilómetros de ablande: éstos presentan una facha


absolutamente distinta. Puede reconocérselos por la vestimenta (demasiado
nueva y levemente apendejada) y una conducta extremadamente veloz
para el lance descolgado. El envase es distinto, pero acéptele usted un café,
y en menos de cinco minutos escuchará el novelón, matizado apenas con

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algún manotón incomprensible, porque no se privan de manotear mientras
hablan de… ella.

B) Según quién “tuvo la culpa” de la separación

- El dejado: recitador del decálogo completo del rubro más bastardo de la


tanguería: los cuernos. No importa si la mujer lo plantó simple y
llanamente porque no lo soportaba más; un hombre abandonado se siente
automáticamente un cornudo. Esta sensación pareciera ser una de las más
graves que pueda afrontar un varoncito y, frente al hecho, generalmente
pretenden atenerse a los códigos. Y el primer código manda a meter en la
valija “las trenzas de la china y el corazón de él” (entiéndase: amasijar a
los culpables y entregarse en la comisaría más cercana), pero… ¡amalaya!
Las chinas de ahora usan “brushing”, los cuchillos vienen desafilados y
hasta un hombre es capaz de entender con el correr del tiempo que ser
cornudo no es para tanto. Total, “dura un ratito”. Así que se empantanan a
mitad de camino entre civilización y barbarie, y para recomponer su ego
harán uso de toda la Plasticola que puedan extraer de algún tierno corazón
femenino. Allá usted si se la presta, porque hablando entre nos– ¡son muy
pero muy pesados!

- El dejador: el revire le agarra por el lado de la culpa. Aunque también


haya huido por diversos motivos (resumibles en uno solo: “la cosa no daba
para más”), ¡guay de usted si ha estado en su vida antes del divorcio!
Inmediatamente surgirá la leyenda de que, en verdad, “la dejó por usted”.
Si no es rápida para el contragolpe, se encontrará en cualquier momento
con el mote de “la mala de la película”, frente a esa Santa Criatura que ha
sido abandonada. Resístase con uñas, dientes y cacerolas tiradas por la
cabeza. En el amor no se canjean figuritas, nadie entra en un corazón
ocupado, nadie puede robar o ser robado. Ana Karenina no se hubiese ido
jamás con el apuesto galán si don Karenin no se hubiese parecido tanto a
un oso de las estepas. Por lo demás, a nadie le consta cuán desesperada
está una dama “desesperada”, las mujeres sabemos de mil y una formas de
fraguar una desesperación para joderle la vida a un hombre. Así que
cuando “el dejador” le llore las culpas sobre su regazo, espántelas como si
fueran avispas africanas. El se sentirá culpable y la hará socia de sus
propias desdichas. ¡Mándelo a freír buñuelos!

91
Si adopta uno, sepa cómo alimentarlo

Este mundo abunda en mujeres desprevenidas con vocación de víctimas, y


por eso no faltan aquellas que agarran viaje con los separados, ya sea
porque él todavía está para el garrotazo o sencillamente porque tiene ese
“no sé qué” que las conmueve. Ese diapasón que tanto nos seduce no es
otro que el de un bebé o el de un dulce cachorrito abandonado…

A poco de usarlo, descubrirá que entre un cachorrito y un pitecantropus


erectus –o entre un bebé y un zanguango crecidito– median algunas
distancias exasperantes. No le pedirá, a lo gatito, sólo “parte” de su
tiempo" exigirá tiránicamente “todo su tiempo emocional”. Como un bebé,
le pedirá la teta; y aunque usted se la dé, igual estará pensando en la de
ella. Vaya sabiendo: el pelmazo va a exigirle demasiadas cosas sin ofrecer
a cambio más que su graciosa presencia.

Si bien podemos reconocer, con un cachito de cinismo, que una pareja no


es otra cosa que una cooperativa de problemas a resolver entre dos, en este
caso él aportará el capital y usted la experiencia. Pero veamos más
concretamente qué es lo que ellos esperan de usted. En primer lugar, una
oreja inmensa donde volcar:

- su espantosa soledad, como si fueran los dueños exclusivos de esa


condena);

- detalles pormenorizados de su antigua vida matrimonial, incluyendo lo


felices o desdichados que fueron. Obvio es remarcar lo desagradable que
resulta oír cualquiera de esos ítems –en especial la versión “dichosa”– de
boca de un señor al que supuestamente amamos,

- infernales rollos con sus criaturas, las criaturas de él, por supuesto. Si
usted tiene algún crío, más le vale guardarlo en el lavarropas mientras el
mozo está de visita;

- espurios temas de dinero: que cuánto le tiene que pasar a su ex, que si es

92
mucho o muchísimo, que si puede o no puede… No se sorprenda si un día
descubre que lo está manteniendo;

- eventuales ataques de impotencia con espinosas charlas-debate sobre si


el problema es por él, por usted, o… ¿adivine por quién? ¡Acertó! ¡Por…
ella!

Riesgos a corto plazo

Supongamos que usted, de puro masoquista o enamorada (¿no serán


sinónimos?) esté contenta de hacerse cargo del balurdo.

Imaginemos que está dispuesta a iniciar este apostolado con la paciencia


de Sor Teresa, el sex-appeal de Charlotte Rampling, el swing de Barbra
Streissand y todas las dotes culinarias de Doña Petrona. No menos le hará
falta para la empresa.

Nada de lo antedicho será suficiente para retener a un divorciado flamante.


Así como, según la leyenda, la novia del estudiante no es la esposa del
profesional, la primera mujer de un divorciado no suele ser “la mujer” del
mismo. Siendo el matrimonio tan plomizo, tan falto de horizontes, tan
poco excitante, los varones suelen salir de ese estado civil repletos de
fantasías libertarias. Una secreta voz –al comienzo muy ahogada por el
llanto y los raudales de autocompasión– les dicta que, con un pequeño
esfuerzo, serán envidiables ejemplares de latin lovers, de recontra
supermachos irresistibles. En síntesis: luego de haberle humedecido toda la
casa con sus moqueos, se atendrán al dicho: ¡pájaro que se consoló, voló!

Allí irán con su pájaro en busca de rumbosos destinos hasta terminar con
otra dama que, por supuesto, es parecida a usted, sólo que sin uso. He aquí
otro de los motivos de la gran huida: “usted ya está usada” y, si me lo
permite, de la peor forma; ha sido para él la “mujer kleenex

”, una excelente secamocos, pero básicamente una testigo. En esos


azarosos momentos posdivorcio lo habrá visto: temeroso, cursi, nostálgico,
indefenso, pusilánime, arrepentido… tal cual como suelen ser. En verdad,
nada nuevo para una mujer, pero como los varones desean parecer otra

93
cosa, a la única a quien le perdonan haberlos observado tan al descubierto
es a su propia mamita.

Toda dama que haya apreciado este espectáculo, a la larga o a la corta


terminará en el imaginario masculino como la mujer de Lot: convertida en
estatua de sal. Por supuesto, ninguna fémina tiene la culpa de esto y, justo
es decirlo, tampoco la tienen ellos. Pero así suelen ser las reglas del juego.

Tómelos o déjelos; ámelos o patéelos, pero insisto: para divorciados,


búsquese uno usadito.

94
16. Los hombres a los cincuenta

Sabido es que las mujeres tenemos crisis a los veinte, a los treinta, a los
cuarenta, a los cincuenta, y así hasta que se nos acaba... la vida, no las
crisis. Tantas y tan aspaventosas son, que desde múltiples medios de
comunicación nos bombardean sobre el modo de soportarlas.

En mitad de tanto barullo, poco se ha escrito sobre las crisis de los


varoncitos que, al llegar a los cincuenta, también se mandan una de
órdago. Mire a su alrededor, localice algún cincuentón, después me
cuenta si acerté.

Y si usted está casada con uno de ellos… reciba mis más sinceras
condolencias.

Los primeros síntomas

Según mi opinión, los cincuenta de un varón se emparentan mucho con sus


quince. No me refiero concretamente a la edad del pavo, pues es público y
notorio que siempre permanecen en ella; apunto con más precisión a ese
costado narcisístico que obliga a un adolescente a pasar mucho tiempo
frente al espejo sacándose barritos y observándose de frente y de perfil.
Parecen preguntarle al espejo quiénes son pero, en particular, “qué tan
bellos son”…

Pues bien: un varoncito a los cincuenta, se levanta una mañana con la


crisis encima y se planta frente al espejo en una solitaria “revista de
tropas”, con este resultado:

· Los robustos descubrirán que han entrado en la categoría de chacinados.

· Los flaquitos detectarán que en lugar de la panza (como envío de


Satanás) tienen… una pancita.

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· Todos se verán calvos o canosos.

· Ninguna de esas alternativas les causará gracia.Tal vez frente a esa


imagen se pregunten “Si aún…”. Y en esos puntos suspensivos cabe el
mundo:

–¿Podré levantarme una mina?

–¿Podré aún gustarle a una péndeja?

–¿Podré aún correr?

–¿Podré jugarme un picado como cuando era joven, alzarme una


borrachera padre y levantarme a las seis a trabajar?

Las respuestas son diversas. De algunos desafíos todavía salen airosos, de


otros decididamente no. Pero, en principio, están dispuestos a intentarlos
todos.

En ese preciso instante, pasan del vestíbulo de la crisis a la crisis


propiamente dicha. Y de ahí en más hay que esperar cualquier cosa.
Veamos qué cosas.

La silueta

Descontamos que el varón cincuentón promedio ha consolidado una


familia.

Damos por sentado que el grupo hogareño lo conoce y lo tolera, con esa
mezcla de ironía y buena voluntad que suscita un páter familiae.

Teniendo en cuenta lo antedicho, es de imaginarse el susto que provoca el


buen señor el día que, durante el desayuno, declara tan campante:

–Vieja, desde hoy empiezo el régimen. Así que para mí, edulcorante.

No es el primero ni el último sobresalto que habrá de propinar el


susodicho. Mientras su esposa-víctima se desloma en la cocina tratando de

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reducirle calorías, el Don –en su afán de apendejarse– tratará de prenderse
en la dieta macrobiótica de alguno de sus hijos que ande en la onda verde.
Frente al casi infarto de sus espectadores comerá zanahorias cual aplicado
conejito o tragará, sin pestañear, un potaje de avena u otras porquerías que
suelen adornar los regímenes vegetarianos.

¡Una salsa de soja aquí, por favor!

El estado físico

La familia no gana para sustos. El segundo paso que verá su tribu es cómo
el señor se enfunda en un jogging de su hijo mayor y decide “probar” el
aerobismo.

La familia, tan poco solidaria frente a los cambios, saludará el intento con
una cerrada silbatina. Nuestro cincuentón en crisis no es hombre de
amilanarse, así que, inconmovible, no parará hasta comprarse su propio
jogging y salir a hacer un papelón público por el primer parque que tenga a
mano.

En caso de extrema urgencia, hasta será capaz de trotar alrededor de la


manzana, para regocijo de los vecinos e incineración total de sus hijos
adolescentes.

El aspecto

Por supuesto, este vano intento de rejuvenecer tenderá a reflejarse en la


ropa.

Mientras sus seres amados lo contemplan entre atónitos y desesperados, el


señor intentará combinar:

–unos vaqueros tres talles más grandes, con

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–una remera tres talles más grandes, con

–una camisa hawaiana tres talles más grandes, con

–etcéteras innombrables en honor a la vergüenza.

Casi, casi, pareciera que está por sufrir una recaída de acné juvenil, si no
fuera que lo señalado tiene sus segundas intenciones, y hasta cuartas y
quintas, según sus fantasías (que suelen ser tan desmesuradas como las
crisis.)

El sex-appeal

Habíamos señalado que una de las preocupaciones del cincuentón era


averiguar si todavía gustaba a las mujeres. No a la suya, ya que entre ella y
la escoba, gana en sex-appeal la escoba. Nos referimos (se refiere él) a las
“otras” mujeres que pueblan este mundo del Señor, que de pronto se
transforma para el hombre en un inmenso coto de caza.

Hasta el más prolijo comienza a perder la chaveta y en su furia


indiscriminada entran en la etapa del manotazo look. Se vuelven algo
gaznápiros, los pobres. Aquellas damas que los conocen desde los años
cuerdos, sonríen frente a la facha pendeja que quieren aparentar y
perdonan sus insinuaciones desubicadas, pero si el lance es con una
desconocida… les va todavía peor. No tanto porque tal varón no sirva para
nada (doy fe de que se ponen muy sabrosones), sino porque no hay nada
más absurdo que un tipo disfrazado.

Cuando el blanco de sus ridículos intentos es una jovencita, la suerte es


muy diversa. Según explicó Simone de Beauvoir en su ensayo sobre la
vejez, algunas nínfulas padecen de gerontofilia, que es la atracción por los
hombres maduros. Mejor dicho, ellas la “padecen” y ellos la “disfrutan”.
Lamentablemente, parece no haber tan gratificante enfermedad a la
inversa, me cache en diez: a las viejas no las quiere nadie.

Resumiendo: lamento comunicarles a mis hermanas que si están pasando


por trance similar con sus esposos, indeclinablemente les tocará ser

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cornudas. Detalle que no me parece importante pero que es medio
embromado cuando le toca a una. Si se entera, por supuesto.

Final de la crisis

Este extraño sarampión se les va como les llega.

Una mañana cualquiera tiran a la miércoles el edulcorante, abandonan el


jogging y, cual mansos corderitos, se acomodan para ver la película de las
diez.

Es probable que el balance no les haya sido propicio. Tal vez descubrieron
que “contra el destino nadie la talla”, que los años llegan, de puntillas y
para siempre.

Que las jovencitas son adorables pero ellos, mal que les pese, se quedaron
en la etapa del bolero y, aunque traten de disimular, la música actual les da
en el centro de la sesera.

Que la liberación femenina es bárbara, pero que las chicas de hoy no


amasan los ñoquis y son (piensan ellos) altamente desconfiables por el
lado de los modales y otras cretinadas.

Que sus hijos les perdonan graciosamente la vida cuando intentan competir
con ellos en cualquier deporte. Que son una borrosa réplica de Tarzán, con
principio de artritis, comienzo de próstata y decidida calvicie.

Reconozco que sólo estoy adivinando; los hombres no quieren hablar de


las crisis de los cincuenta ni del modo en que salen de ellas. Presumo que,
como también lo supo una, aprenden que en este truco de vivir sólo una
vez se tienen 33 de mano.

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18. Las alcobas del terror

De todas las alcobas que hay en esta tierra, contando las que me han
tocado transitar y las que tal vez me acechen en el futuro, unas hay que me
producen pánico. Son aquéllas a las que jamás entraré, aquéllas donde
duermen mis jefes con sus seráficas cónyuges. En ese tálamo del
“establishment”, entre un bostezo, una pelea, una reconciliación y un post
coitum él ha de preguntarle a ella: ¿Qué te parece Fulano? y allí, los
Fulanos y Fulanas, impedidos de esgrimir nuestras defensas, somos
fantasmas en un matadero. Nuestro destino se decidirá con la
arbitrariedad de una moneda. Cual un oráculo con crema y camisón, ella
habrá de aprobarnos o aplazarnos. En esa alcoba se juega nuestros
destinos. ¿Cómo olvidar el dicho de que “esos pelos tiran más que cien
bueyes”?

Descripción de una esposa

Como cualquier “voyeur” de esta vida (y para colmo partícipe de ella),


hace rato que he notado que el rol de una buena esposa en público es “té y
simpatía” y “economía y misterio”.

Son, en general, preciosas nadas, algo tilingonas que van tres pasos detrás
de sus maridos con sonrisas de polietileno; y sus charlas ¡líbreme Dios de
sus charlas!, giran en torno de los hijitos, el marido y lo cara que está la
vida. Angelotes de detergentes, monumentos de Higienol, santas de las
paperas, mártires de mil mucamas, idiotas de toda idiotez… parecen
inofensivas. Ni buenas ni malas, apenas una sombra chueca del marido.
Pues bien, señoras, a mí no me engañáis; como tampoco les creo a esos
esposos que se las dan de omnipotentes, mientras hablan de negocios con
una sonrisita mustia como jazmín de seis días, destinada a ellas en la
comisura de la boca. ¡A otro perro con ese hueso, que el sainete lo conozco
bien! A la manera de Brecht, “Abandoné mi clase y me uní al pueblo llano.

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Así criaron a un traidor, lo educaron en sus artes, y ahora él los delata al
enemigo. Sí, divulgo secretos. Entre el pueblo estoy y explico cómo
engañan, pues he sido iniciado en sus planes”.

De este modo sé que tarde o temprano estaré en sus alcobas, y que mi


nombre será llevado o traído, ascendido o degradado, que entre esas
sábanas que nunca conoceré se dirimirá buena parte de mi destino
profesional, económico y, si pudieran, privado. Como he sido, soy y
probablemente siga siendo una señora que hace las veces de esposa, me he
de permitir develar algunas de nuestras horribles características. Pues,
repito, he sido iniciada en sus planes. Bien sé que esas señoras fragantes de
peluquería, con el cerebro cianótico, comparten con los señores jefes la
horrible máscara del poder. Y esos dos, cuando se juntan para dormir, nos
revientan.

No hablo como mujer, cualquier hombre pude caer en esa alcoba. Un


ascenso se trunca cuando el jefe se despereza, lanza un bufido y pregunta:
“Querida, ¿qué te parece Fulano?” ¡Dios os guarde de estar bien parados
en el mezquino corazón de ella, pues la respuesta será un ukase. Si dice: un
imbécil o una loca, estaréis perdidos. Si opina: un amor, quedaréis a salvo.
Luego, los dos cerditos se revolcarán sobre las sábanas a su rutinaria
manera, pero vuestra suerte ya estará echada.

Instrucciones para seducir a la esposa del jefe

De aquí en más, obvio es decirlo, opino como mujer, pues no tengo ni la


más tuerta idea de cómo deberá proceder un varón.

La primera regla es: ¡huirle! Como se ve a simple vista, tiene algo de


antinatural ser “la esposa de un jefe”, amén de ser un agravante de esa
primera vergüenza que es ser “la esposa de”.

Lamentablemente, como ya he dicho que son algo bobaliconas, no suelen


darse cuenta de que resultan más molestas que la humedad y, como ella, se
adhieren y fastidian hasta el infinito. Si no tiene usted la buena fortuna de
poder escaparles a tiempo, les paso estas recomendaciones de emergencia.

101
A) Si usted es soltera ponga cara de virgen frígida y desahuciada de Eros.
Cuéntele cómo detesta a los varones y cómo ellos la detestan a usted. Si
tiene novio háblele maravillas de él. Si no lo tiene, invéntelo. Si la edad ya
no le da para tenerlo, lo siento por usted. Trate de que ella lo lamente de
igual forma.

Aunque se aburra a muerte ni se le ocurra bostezar cuando le hable de los


críos. Si piensa: “pendejos de mierda”, diga: “qué encanto de chicos”.
Vístase modosamente y aún peor que ella: minifaldas y escotes son una
incitación a la desgracia.

Si el encuentro se da en una reunión de camaradería o alguna de esas


porquerías similares que se realizan entre gente que se odia mucho en
privado para demostrar cuánto se quieren en público, manténgase lo más
alejada posible del marido-jefe y ni se le ocurra decirle “Chacho” en vez
de “señor Salva Pietro”. Las esposas sospechan ferozmente, no sin cierto
asidero, que cualquier mujer que rodea al esposo es, de lejos, mejor que
ellas. Cualquier confirmación en ese sentido es un suicidio.

B) Si usted es casada está en mejores condiciones que nadie. Empalidezca


cuando le cuente del sarampión de los chicos. Nárrele su último parto.
Pregúntele si para la torta usa harina leudante o polvo de hornear. Pásele la
receta de su postre preferido y explíquele esas cosas tan apasionantes
como ponerles un anticonceptivo a las plantas. Pensándolo bien, antes de
explicarle esto verifique si es católica, en cuyo caso deberá contarle qué
bien les hace a los geranios el método Oggino Krause.

C) Si usted es divorciada, dese por perdida. La única forma en que la


mujer de su jefe no la mande al muere es que usted le ahorre trabajo
ahorcándose de motu proprio.

De cualquier forma, os prevengo, no bajéis la guardia un instante, nos os


dejéis engañar por esa fantochada de maridito omnipotente y mujercita
boba; que esos dos, cuando se juntan en la cama, son más dañinos que el
cólera.

102
Cosas que las conmueven

La esposa de un jefe es muy sensible a la imagen de su marido. Con


propiedad, viven su vida a través de ellos. No importa si en la casa les
pegan o los tratan de imbéciles. En público, para la representación, gustan
de las alabanzas a la persona del nabo.

Debe usted actuar con delicado equilibrio. Guarda con que se le vaya la
mano. Veamos un ejemplo: usted puede decir de él que es muy
comprensivo, pero está prohibido decir que es un buen amante o que el
lunarcito que tiene en el cachete izquierdo está para comérselo.

Las esposas de los jefes tienen, en general un almita pequeña, tan pequeña
que en ella sólo entran las desgracias y huelgan las alegrías. Más aún, una
esposa ortodoxa es sumamente desconfiada de aquellas empleadas que son
felices. No terminan de resolver una ecuación evidente: ¿por qué una, que
es la empleada, es más feliz que ella, que es la esposa? Precisamente por
eso, dulzura. Pero, este razonamiento las excede.

Retomando el punto, nada mejor que contarles vuestras desdichas. Queda


terminantemente prohibido hablar de las amorosas, sólo son viables las
familiares. Si puede, por ejemplo, sumar un padre con arteriosclerosis a
una madre paralítica, su puntaje subirá notoriamente. Si ha sido usted
beneficiada con un hijo con problemas, olvide cualquier preocupación: su
puesto está asegurado.

Desprevenidamente puede pensarse que en tanto se conmueven por las


desgracias, sería afortunado abordarlas comentando nuestras penurias
económicas. ¡Grave error! La esposa en jefe deducirá que es culpa de su
marido, el de ella, y ya hemos dicho que lo que lesione su imagen “en
público” la irrita.

Es igualmente inconveniente hacer alguna ostentación en sentido


contrario. Si por esos milagros de Dios usted tiene programado un viaje a
Río de Janeiro, mientras las momias sólo llegarán a la quinta de San Isidro,
jure y perjure que pasará las vacaciones en Buenos Aires panza arriba en la
terraza.

103
Factores de irritación

Imaginemos que usted está muy bronceada y ella luce un color panqueque
crudo, procure disimularlo con maquillaje de invierno. Las esposas de los
jefes reinan en las grises medianías, y todo lo que refulge les parece
sospechoso.

No desarrolle frente a ella sus teorías sobre el orgasmo; más aún, no


desarrolle ninguna teoría. Siendo por naturaleza un alma práctica, una
esposa se asusta frente a cualquier idea; ni las elaboran por cuenta propia
ni las digieren por cuenta ajena. Pero si además las esgrime una mujer, las
detestan.

Las esposas de los jefes odian, asimismo, cualquier vestigio de liberación


femenina. De tal suerte, si usted todavía vive con mamá y papá (¿Qué hace
allí, zanguanga?!), expláyese en lo unidos que son y cómo jamás podría
dejarlos. Si usted, por el contrario, tiene un ajetreado bulín de solterita,
llore sobre su cogote empapándole las puntillas con el argumento de su
triste soledad y de lo mucho, muchísimo, que le encantaría estar casada
con un hombre que la proteja y la cuide. Procure que en ese momento de
tiernas confesiones no se le patine un ojo para el lado del jefe, porque de
una pobre chica solitaria a una bruja roba maridos hay una distancia
demasiado sutil para ese espécimen.

Como punto final, en todo momento procure no encontrarlos juntos


(esposa y jefe) pues el muy tarado suele tratar de mostrarse buenito con
una en presencia de ella. ¡Mal rayo los parta! La arpía pensará al instante:
“Claro, con ella es así, pero mirá cómo me trata en casa”.

Esta reflexión, verdadera lápida de nuestros destinos profesionales, debe


evitarse a costa de no ir a las reuniones, no departir con los jefes, no tener
jefes o exiliarse en el Zaire. Dejo como broche final unas palabras de
Simone de Beauvoir, en cuya cama, sospecho, también se decidieron
destinos. Sin embargo, con la coherencia que la caracteriza, opina sobre
ciertas reuniones sociales y dice que ella no departe con sus enemigos,
porque eso convertiría sus convicciones en meras opiniones.

104
CAPITULO III: Percances

105
“El amor es una insanía temporaria,

Curable mediante el matrimonio”

Ambrose Bierce

106
¿Así que los matrimonios son cuerdos? Je, Je.

107
“La familia es una sociedad lícita con fines ilícitos.”

108
19. Vilezas maternas para que un
hijo obedezca

“El trabajo de los chicos es una tontería, pero el que lo desaprovecha es


un tonto.”. Así reza un viejo refrán campero, y la idea de que los niños
ayuden en la casa jamás abandona a la ingenuidad materna. Como
sabrán, los críos muestran una increíble resistencia a nuestros legítimos
deseos y puesto que la tortura está prohibida, madres y niños elaboran
técnicas sutiles en pro de sus fines.

Que las madres solemos ser bicharracos repugnantes sólo pueden negarlo
Gardel y sus huestes de incurable romanticismo. Nuestras técnicas de
coacción al menor alcanzan el límite de lo sublime. Como los niños
demoran en darse cuenta de nuestros manejos tenemos a nuestro favor,
algunos años más, en el ejercicio de la astucia. Los primeros artilugios que
se usan pasan por el: vos que la querés tanto a mamita, ¿vas a levantar la
mesa? (Puede reemplazar la tarea por cualquier otra que le sea afín).

Esta técnica suele obtener resultados hasta que los niños se avivan de que
una cosa es querer mucho a mamita y otra, muy otra, es trabajar.
Fatalmente llega el día en que se friegan en el amor que le tienen a mamá,
y se hacen los olímpicos distraídos.

Tal vez crean que nos han vencido. Nada de eso, una madre es una persona
de inagotables recursos, capaz de erizar la piel al pedagogo más bravío. De
este modo –y luego de dejar bien sentado que “en realidad no nos aman”–
como el objetivo es que trabajen, se cambia de estrategia. Se impone
entonces decir: “si no lo hacés vos, lo hago yo”. Esta frase suele cargarse
con una ominosa predicción: “si lo hago yo, algo grave, pero muy grave,
va a suceder”. Generalmente el niño responde protegiéndose de ese destino
agorero, y reacciona “favorablemente”… apenitas un tiempo. Luego,
desafiantes a nuestra mirada capaz de horadar una roca, comienzan a
echarse a la retranca. Entonces, junto con él “lo hago yo”, la madre hace la

109
gestualidad de levantarse un poquito, porque no es cuestión tampoco de
levantarse en serio. Por un tiempo más los niños se intimidan, y aunque
con mirada aviesa y pensamientos ídem, arrastran los pies rumbo a la
cocina. De paso rompen algún plato por el camino, cosa que su
descontento quede bien expresado.

Cuando la vajilla ha disminuido sensiblemente y los menores ya han


decidido “¡ma sí, hacelo vos!”, se impone otro cambio de rumbo. Los
caminos se bifurcan y cada madre elige el que más le place.

Suele rendir buenísimos resultados apelar a una dolencia que puede


redundar en muerte fulminante si los niños no levantan la dichosa mesa en
el acto .Somos arteras, ¿no? Una muy efectiva es el dolor de cabeza, que
debe acompañarse con un sutil gemido y un aparatoso estrujarse las sienes.
Hay madres que, forzando las cosas a su último extremo, optan por
llevarse las manos al corazón, insinuando que en cualquier momento
“¡páfate!, me muero de un infarto, por culpa tuya”.

Almas sensibles, nuestros niños suelen dejarse intimidar.


Lamentablemente, para obtener resultados duraderos hay que morirse en
serio porque sensibles son, pero de tontos no tienen nada.

Pasado así cierto tiempo, y siendo nuestra buena salud inocultable, la


técnica cae en el más absoluto descrédito. Hasta diría que en los infantes se
desata una tenebrosa expectativa sobre si somos o no capaces de morirnos.

Ha llegado la hora de buscar una nueva estratagema; pero entre unos y


otros artilugios, nuestros hijos ha entrado ya en la adolescencia, con las
graves implicancias que esto tiene. Ya no se trata tanto de que ayuden sino
de que no nos sepulten en su despelote.

¡Auxilio!

Según se sabe, la ciencia de la pedagogía es muy útil para demostrarnos


que lo que hemos hecho en materia de educación con nuestros hijos está
mal. Sin embargo, además de echarnos culpas aún no me han podido
explicar por qué los adolescentes sienten esa perversa atracción por el

110
desorden. ¿Qué oscuros designios los llevan a dejar una zapatilla debajo de
nuestra cama y la otra en la mitad del living? ¿Qué Edipo mal resuelto los
empuja a inundar el baño o comer naranjas sembrando de semillitas toda la
casa? ¿Por qué les es visceralmente ajeno dejar sus apuntes en un lugar
más lógico que la cocina?

La tarea se complica: no sólo hay que tratar de que los bellacos se comidan
a comprar cigarrillos (que después infaltablemente se fumarán ellos), sino
intentar que el living esté presentable y convencerlos de que se entiende
por presentable la ausencia de ropa interior en el caso de las señoritas, o de
los roñosos botines de rugby en el caso de los varones. Lamento reconocer
que a esta altura de los acontecimientos los padres comenzamos a perder la
batalla. Creo que básicamente nuestra derrota debe atribuirse a un
problema generacional: nosotros nos hemos puesto más viejos y ellos
gozan de unos bríos espantosos.

Como los boxeadores, la guardia vieja ha comenzado a “administrar el


aire”; y si una al fin del día hace un balance de las energías que perdió
mandando-rogando-suplicando, y lo que le cuesta hacer las cosas
directamente, con toda humildad recoge zapatillas, calzones, semillitas de
naranjas y otros detritus. Pero nadie ha dicho que vamos a rendirnos tan
fácilmente. La macana es que los argumentos ya se han vuelto folklore; y
en cuanto una dice: “¡y yo…”, ellos al unísono, y con la mayor frescura,
completan: “…que me rompo el alma trabajando como una burra!”.

Toda sana apelación a su caridad termina en que nos agarran para el


churrete. Se cierra la etapa de las apelaciones y se abre el vil capítulo de
las negociaciones.

Mande ahora, pague después

Ni todos los mercaderes de Cartago y Alejandría juntos podrían competir


con esos edificantes diálogos familiares. Resumiéndolos en su más
descarnada fórmula, pueden expresarse del siguiente modo:

– ¡Si no acomodás tu pieza, el sábado no te doy plata para salir! -versión


para caballeros-.

111
– ¡Si no acomodas tu pieza el sábado no te doy permiso para salir! -versión
para damas-.

Los conminados nos miran con la misma pasión de una vaca


contemplando llover. Y la pieza, de lunes a sábado, mantiene el mismo
orden de Hanoi después de un bombardeo. Pese a esta manifiesta
indiferencia, los padres, que aún guardan cierto vigor en la mirada, dejan
entrever que, decididamente, el fin de semana estarán fritos.

La tensión se acentúa con el correr de los días, y el sábado a la mañana las


posiciones están tan sólidamente abroqueladas que el clima del almuerzo
puede cortarse con un cuchillo. Todo parece indicar que los vándalos se
quedarán nomás en casa, cuando al promediar las seis de la tarde,
obedeciendo alguna conjura secreta, se lanzan a un febril acomodo. A las
siete los sotretas, con cara de ángeles, nos llaman a una inspección general.
Y, ¡por las barbas de los Beatles!, los aposentos están relucientes.

Que los recontra… salen nomás.

Técnicas de resistencia

Pese a lo antedicho, como los padres no pecamos de razonables, es difícil


que nos demos por vencidos. Con el último aliento seguiremos insistiendo
en “levantá la mesa”, jugando en ello los hilachentos vestigios de
autoridad. Pero junto con la adolescencia llega la hora de la venganza y los
niños (de algún modo hay que llamarlos) han aprendido de nosotros y
superado largamente nuestras técnicas.

Veamos dos de las más exasperantes. En primer término, usan el “te toca a
vos”, mágica invocación que desata entre los hermanos una trifulca más
temible que la del Medio Oriente. Afilando la contabilidad hasta el horror,
se sacan a relucir estadísticas que se remontan a cuando tenían tres años.

Con la boca abierta, una escucha “ayer, la semana pasada (o para el caso,
'hace diez años') la levanté yo, así que ahora te toca a vos”.

Caín y Abel quedan a la altura de dos tiernos boy scouts, y para rematarla

112
la terminan con un: “¿no es cierto, vieja?”. Una se abstiene de toda
mediación y, dejándolos que se agarren de los pelos, humildemente levanta
la mesa .Knock out.

La otra técnica igualmente enloquecedora es el “ya va”. Bien traducido


quiere decir ni pienso. Y con un poco de imaginación, hasta se percibe
detrás un clarito andá al carajo. Pero como en verdad sólo dicen “ya va”,
es conveniente optar silenciosamente por hacerlo una, y decidirse a esperar
cosas más nobles. Que la higuera dé orquídeas, por ejemplo.

113
20. El Día de la Madre en cuarenta y
ocho horas

En medio de una escandalosa primavera, partí hacia Córdoba para


festejar el Día de la Madre con mis dos pichones. Hacía mucho tiempo
que no iba, fiel a mi consigna: si no puedes con las nostalgias, huye.
Decidí, por el mismo motivo, obviar mi departamento cordobés y parar en
la casa de mi hija. Moraleja: el próximo Día de la Madre lo paso en
Biafra.

Mi hija vive en barrio Iponá, en un edificio concebido para estudiantes por


un arquitecto que sabía lo que es ser un universitario argentino clase
media: austero, hilachento y sacrificado. Sin embargo, los departamentos
tienen un toque pretencioso tirando a psicodélico: en el living-comedor-
cocina hay espacio para dos personas de perfil, pero si una sobrevive a la
escalera, arriba tiene dos preciosas habitaciones y un baño. Eso sí, por
motivos que se me escapan, el baño se construyó en dos partes: hay un
gabinete a puertas cerradas con ducha, bidet e inodoro, mientras el
lavatorio fue a dar al pasillo.

De cualquier modo, la mesa relucía con un mantel impecable; fue una pena
que en el acto reconociera no sólo el mantel, sino también la mesa… ¡eran
míos! Es de mala madre presentar ese tipo de quejas al entrar, sobre todo
cuando nos están por homenajear, así que, luego de los mimos y habiendo
reconocido también mi cafetera, pregunté si me podían invitar con un café.
La Negra puso la misma cara que un jubilado a quien se le pide una
contribución para la salvación de las focas, pero rápido cual centella,
exclamó: “¡Cómo no!”. El diálogo siguiente se repitió sin descanso las 48
horas que compartí su casa.

La comunidad de los pobres

114
“Café –dice la Negra–, Ejem… café. “ Luego levanta la vista y la clava en
Luchi, amiga infaltable de los más sensibles acontecimientos familiares.
“¿Te parece que Graciela tendrá café?” “Seguro”, afirma Luchi, y sale con
paso arrojado para volver con una bolsita de nylon con café, administrado
con el mismo rigor que si se tratara de cocaína de máxima pureza.

Tomamos un café, que tiene gusto a prestado, mientras parloteamos las


normales pavadas que constituyen nuestro diálogo. La mañana se estira y,
sobre el filo del mediodía, pregunto con timidez: “¿Qué vamos a comer?”
“¿Qué querés?”, responde mi hija, con la solvencia de quien tiene en la
heladera algo más que un pan de jabón y una botella de lavandina vacía.
“No sé… una ensalada, tal vez…”. “Perfecto” –contesta ella, aliviada por
mis escasas pretensiones–. “Luchi, andá a lo de Osmar y pedile lechuga y
pasá por lo de los hermanitos (¿?) Porque nuestra ensaladera es chica.”
Luchi se levanta con la dignidad de una lady y la parsimonia de un perro
San Bernardo. Yo atino a preguntar: “¿Tienen aceite?”. “¡Ah, cierto! Ya
que vas, date una vueltita por lo de Klaus y pedile”. Quedo estupefacta. La
ronda se ha de repetir durante dos días y, por supuesto y, como se
imaginarán es un va y viene. Por lo que pude observar, mi hija presta a su
vez licuadora, papel para la impresora, lugar en la heladera, cacerolas mías
y consejos suyos. La solidaridad es un gesto que de tanto volver marea.

Vamos a dormir

En Córdoba, los sábados, si no juega Talleres se duerme siesta. Fiel a la


tradición, después de la ensalada mi hija me condujo, escaleras arriba, a
mis aposentos. Allí estalló la primera gresca. Sólo Dios sabrá por qué las
peleas familiares se desatan por detalles decididamente absurdos. A esta
altura de la jornada ya había descubierto (y digerido) que había sido
despojada, desde la mesa hasta mi amada colección de la revista “Crisis”,
que ornaba su biblioteca. Pero lo que realmente no pude tolerar fue la
“sabana verde”. Allí estaba, sobre el colchón (puesto en el piso),
restallante como una maldición gitana. Valga aclarar que durante los años
que llevaba en Buenos Aires, cada vez que tendía la cama queriendo usar
“el juego de la sábana verde”, no lograba encontrarla. Eso desataba

115
cíclicas discusiones con mi vieja (vivíamos con ella), a quien yo acusaba
de oscuros manejos con la prenda de marras. Chejovianas peleas que
terminaban con una terneza propia de mi distinguida madre: “La sábana no
existe. Estoy vieja pero no boluda”. Pues bien, tenía razón. La sábana no
existía… en Buenos Aires. Estaba allí, prolija, infamemente tendida sobre
el colchón. En ese instante mandé el Día de la Madre al carajo y armé un
escándalo. Conclusión: después de que la acusada hiciera un espeluznante
recuento de su pobreza, la gresca terminó cuando ofrecí regalarle sábanas
nuevas, renunciar a la verde y enjugarme las lágrimas con un calcetín ya
que pañuelos no tiene.

Cantando bajo la ducha

Pasada la siesta, la Negra ofreció cortésmente su baño para tomar una


ducha. Acepté algo desconfiada. Mi instinto de supervivencia judía me
indicaba que la maniobra podía tener más riesgos que el campo de
concentración de Auschwitz. Solemnemente fui guiada al antro, donde se
me explicó que el calefón era eléctrico. Con toda cortesía repliqué que me
da pavor morir electrocutada, y para peor, de pie.

Con mayor cortesía aún, la Negra puntualizó que en realidad no


funcionaba “exactamente con electricidad”, pues cuando lo prendían
saltaban los tapones del edificio completo. Por suerte, después Mario (¿?)
los arreglaba. Lamentablemente, como los vecinos son pobres pero muy
limpios, Mario andaba un poco cansado de tanto arreglo, así que
últimamente se bañaban calentando agua en una cacerola. El
procedimiento me pareció algo primitivo pero seguro. Vana ilusión. Nada,
absolutamente nada en la casa de mi hija es seguro y mucho menos
cómodo. Después de calentar el agua “abajo” había que acarrearla
“arriba”. Luego treparse a un banco, poner el agua en el tanque y
agregarle, a pulso, dos baldes más de agua fría, poniendo especial cuidado
en no pisar la manguera que conecta el bidet a un lugar misterioso, pero
cuyo desplazamiento provocaba una catástrofe acuática tal, que don Noé y
su arca quedaban reducidos a dos beduinos en el desierto. No es que sea
intrínsecamente roñosa, pero renuncié a ducharme.

116
Animalitos de Dios

Mi hija tiene gatos (la Rantifusa, Carlitos y Hermeto), una perra atorrante
que se llama Miel y un perro despistado que pertenece a la comunidad: el
Guairo. Juro que no tengo nada contra los animales y hasta, en
circunstancias normales, los amo. Pero a poco de estar descubrí cuán
difícil era convivir con un zoológico. La Rantifusa es un manojo de pelos
de tres colores (que, según la Negra, es síntoma de ancestral aristocracia
gatuna) y tiene la manía de quedar embarazada cada quince días. De modo
que si una se sienta sobre una silla y está la Ranti (y siempre está, la muy
putarraca), la Negra salta a los gritos. Quedó en claro: si llegaba a tener
una pérdida yo era genocida de por lo menos cinco gatitos. Hermeto, a
quien conozco desde que vivíamos juntos, ha demostrado en su larga vida
una sola habilidad: maullar en tono perforante, reclamando
permanentemente comida y esto, como habrán comprendido, no abunda en
esa casa. Carlitos, por ser absolutamente estúpido, sólo pretende sentarse
en las faldas, con una peculiaridad: no le interesa en absoluto si las faldas
están quietas, caminan o saltan al rango. Cargué con él los dos días.
Cuando dormía se aposentaba en mi ombligo y si me daba vuelta quedaba
bajo mi panza. Miel dividía su tiempo entre subirse a cuanto colectivo
pasaba por la calle y pelear con los gatos. Es tierna. Pero si alguien ha
sobrevivido a esas peleas sabe cómo termina después de dos días de
escucharlas.

El día al fin

Para el gran Día de la Madre, debo reconocer que mi hija se había


esmerado con una comida “de verdad”. Entiendo que fue un esfuerzo
comunitario de los desconocidos Osmar, Mario, Marcelo, Klaus, Graciela
y los enigmáticos “hermanitos”. Fue difícil paladear algo de origen tan
misérrimo y mucho más los inventos culinarios de la Negra. Todavía hoy
me pregunto qué tenía adentro el arrollado y de vez en cuando tengo
pesadillas al respecto. Mi amado hijo, el doctor, quien había
comprometido su presencia para la una, llegó a las tres de la tarde y (como
que lo parí) venía recuperándose de una borrachera. Su regalo fue acorde

117
con la sencillez ambiente: tres ramitas de ligustro (de seguro robadas),
plantadas en una macetita. Me emocioné igual. La sobremesa se extendió
hasta el anochecer, recreando la antigua magia. Apenas por un instante,
con el peso de un ángel, el hogar se instaló entre nosotros y celebramos…
la alegría de estar juntos. Pensándolo seguiré volviendo a Córdoba. Espero
que mi hija termine alguna vez de devolver las cosas.

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21. El infierno de la mudanza

Como el reuma, la arteriosclerosis o la menopausia, esa catástrofe


llamada mudanza agudiza su malignidad con el paso del tiempo. Existe
una relación proporcional entre la edad del “mudante”, el lapso de
asentamiento y el grado de locura que desatan esos eventos, signados por
tremendos revoltijos de tierra, papeles y basura, que dejan la espalda
hecha un estropicio, las uñas rotas y el corazón envuelto en un diario
viejo.

Aquí se evocan dos de esos episodios: uno en Córdoba, el otro en Buenos


Aires. Tres años pasaron por el camino.

Haciendo memoria puedo evocar que a lo largo de mi vida me he mudado


muchas veces; de provincia a provincia, de departamento a casa, de casa a
pensión, de pensión a casilla rodante, de allí a casa prestada y vuelta a
departamento. Pero hacía ya muchos años que la tribu reposaba en la
Docta en un mismo domicilio. La memoria de esa primera época
trashumante se ha vuelto un poco neblinosa. Recuerdo que era el momento
en que las criaturas aprovechaban para comerse el dentífrico o tomar
insecticida, mientras yo me empeñaba en un enloquecido envolver cosas.
Recuerdo también que el gato de turno huía escandalizado a refugiarse en
el tejado más próximo, que el perro se ponía melancólico y que a mí se me
rompía lo que no alcanzaba a envolver y se me perdía lo que había
envuelto. Pero, como los dolores del parto, las mudanzas podían evocarse
sin “sentirlas”. ¡Sabia es la naturaleza del inconsciente! Nadie que
recordara bien una, podría mudarse otra vez, ni con la fuerza pública. Pero
olvidé y un día me encontré una vez más! Mudándome!

Según pude verificar, estos eventos rechiflan a la gente y la combinación


de locura desatada y casa por trasladar es altamente insalubre. Más aún, no
entiendo por qué las personas no terminan por rebanarse el gaznate con el
filo mellado de ese plato que infaltablemente se hizo trizas dejándonos con
un juego de once. No menos que eso deseé en algún momento propinarle a

119
mis seres bienamados. Pasado el trance, las conductas de cada uno
merecen figurar en algún tomo de las “inconductas”. El jefe de la familia
abandonó su bastón de mando cuando vio el primer cajón y desapareció,
guareciéndose tal vez en algún techo, igualito a aquel gato de mi juventud.
Para la atención que le prestaba bien pudo irse a Uganda y volver.
Anótese: la mudanza produce indiferencias inexplicables; en ese trance
nos parece más importante preservar un juego de loza que un marido. Mi
hijo, por su lado, sacó de la galera una materia para rendir mientras
acrecentó sus guardias en los hospitales. Resultado: otra desaparición, sólo
que algo más elaborada en sus estrategias. Anótese también una segunda
conclusión: si tienen que afrontar una mudanza no cuenten demasiado con
un varón .En verdad, si tienen que afrontar cualquier cosa “seria”,
olvídense de ellos. Mi hija se arremangó con estoicismo y yo hice otro
tanto. Bueno, la mitad no más, porque me falló la parte del estoicismo.
Según el cronómetro familiar lloraba cada trece minutos y cuatro
segundos. Mi festín hidráulico se desataba por cualquier cosa: por lo que
perdía, por lo que encontraba, por nostalgias de lo pasado y ansiedades del
porvenir. Creo que el cuadro suele llamarse histeria.

De lo perdido y lo recuperado

En el manual de la mudanza empírica que está por escribirse, deberían


figurar las tres divisiones existenciales que hay que hacer entre los objetos:
los que hay que tirar, los que hay que regalar y los que me llevo. Cada uno
de estos rubros conlleva un acto de meditación, ponderación y básicamente
decisión… y ¡ay de quien ponga a decidir a un egresado de filosofía!
¿Debo o no tirar los borradores de unos seis mil poemas? El juicio literario
es implacable: a la hoguera. Y sin embargo… ¡cuánto de vida voy a poner
en la basura junto con esos papeles!… ¿los tiro o no?… ¡qué sé yo, los
dejo mientras me fijo en la ropa! Triste colección de hilachas, pero… ¿y si
las arreglo? Claro que antes debería aprender a coser. No me veo…
aunque si el país empeora… ¡sabe Dios! Pasemos a los libros. Por
supuesto que los libros no se tiran, argumento con el cual llegué a juntar
cuarenta metros lineales, pero ¿amerita guardarse la tabla de logaritmos
que jamás pudimos develar? ¿Y si la tiro y el día de mañana la necesitan
mis nietos?… Veo a mis nietecitos rindiendo para siempre matemáticas
sólo porque su abuela, la desaprensiva, les tiró ese libro. Cada objeto para

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desechar, regalar o llevar, es un pedazo de nuestra propia vida. El conjunto
en general no es gran cosa, tirando a mugriento. Pero así y todo se trata de
“nuestra vida”. Joan Collins llorará sobre sus chinchillas, yo mojo el atado
de medias sin pareja, seguro que las chinchillas se arruinan con la sal,
mientras que las medias en cualquier mudanza las tiro. En ésta no porque
me sirven para rellenar vasos.

Contra el cronómetro

Si una mudanza es horrible, los tramos finales son todavía peores. Una
llega cansada de tanto tropezar con objetos que se han ido acumulando sin
la menor lógica, con un ataque de alergia por la tierra que nuestro escaso
aseo ha juntado durante años y con todo por resolver. Hasta que sólo nos
faltan dos días y es hora de guardar o morir. En la práctica suele ocurrir
que separemos las cosas de “último momento”. Pero como descubrimos
que lo imprescindible tiene el tamaño de un camión, tomamos el toro por
las astas, declaramos a la familia en estado de camping y cerramos el
último paquete. Lo que resta será una viva puteada, un clamor angustioso.
El cepillo de dientes de mi bien amado desapareció junto con los platos
playos. El corre a reponer su cepillo mientras yo corro a comprar fiambre.
Hay uno que se descompone y reclama un puré por el amor de Dios. Es
inútil, la madre en jefe, que vengo a ser yo, se ha vuelto totalmente sádica
y replica: “si querés un puré internate, es más fácil visitarte en un sanatorio
que encontrar una cacerola”. Mientras tanto los tenedores han
desaparecido junto con los vasos. Los varones piden airadamente
calzoncillos limpios. ¿Dónde puse el jabón del baño? ¡Socorro, ya nos
vamos!

Buenos Aires: La última es la vencida

Si lo único que trajimos de Córdoba fueron los libros, era lógico suponer
que ésta, por fin, iba a ser una mudanza livianita. Por lo pronto estaba
dispuesta a no llorar y no lo hice. Apenas si me agarré una conjuntivitis

121
virósica. De allí en más, oscuridad y espanto. La catástrofe volvió a
repetirse. Mi marido, el único personaje que permanecía de la antigua
anécdota, se dio nuevamente a la fuga .Su constancia en la cobardía raya
con el mismísimo valor. A socorrerme llegaron mi sobrino y la abnegada
Petisuí, quien tenía a su cargo ir acomodando libros a medida que llegaban
los cajones .Cuentan las malas lenguas que ubicaba uno y se metía dos en
la cartera.

De cualquier modo, se agradece, y frente a la actitud de mi sobrino hasta


pasó a la categoría de ídola. El citado, aprovechando la confusión,
sencillamente… ¡se quedó! Ahí está todavía, mimetizado con el despelote;
estoy segura de que piensa que no lo he notado, pero cualquiera de estos
días voy a tener que conversar con él. Tengo pensado hacerlo en cuanto
termine de acomodar; dentro de unos años, digamos. Volviendo a la
mudanza, dado que mis hijos consideraron lo que dejé en Córdoba como
mis despojos mortales y lo repartieron entusiastamente entre los dos, jamás
podré entender por qué un simple traslado de libros cobró la proporción
del infierno. Como es de rigor, algo se perdió y algo se rompió. Mi
conjuntivitis no contribuyó para nada al bienestar general –estoy segura de
que Stevie Wonder no acarrea sus libros–. Después la historia se repite. Es
inútil que mi enamorado solloce: ¡dónde putas pusiste mis camisas! Tus
camisas, ternura, tal vez aparezcan en el fondo de un cajón envolviendo los
libros de arte, o las habré regalado. ¡Joder!

Pero ésta, lo juro, es la última vez… La próxima me hago gitana.

122
22. Madres liberadas, hijas castradas

Esto va dirigido a ustedes, madres colegas, dignas exponentes de aquella


generación del sesenta que amaba a los Beatles, se hacía pis por el Che y
descreía de lo que le habían enseñado sus padres.

Nosotras, educadas en las medias verdades, pretendimos enarbolar


verdades absolutas, rotundas, claritas. Renegar de todo oscurantismo para
que nuestras hijas no fueran como nosotras. Razón tuvimos: salieron
peores.

La cola es caca

En estos términos iniciamos la tarea desde la más temprana edad. El


mensaje era uno solo: la cola no se mostraba y tampoco sus adyacencias.
Bien sé que tenemos preciosos argumentos para justificarnos: si todas las
crías andaban vestiditas, no era de lo mejor que la nuestra, precisamente,
anduviera con el culito al aire. No obstante, junto con este mensaje tan
“social” iniciábamos el viejo repudio por el cuerpo e infiltrábamos la más
ortodoxa moralina: “la cola no se muestra, y todo lo que está alrededor,si
es posible no se usa”. Y allí partía nuestra beba, incubando la primera
gazmoñería.

Luego tuvimos que explicar “cómo llegaban los bebés”. Eramos tan
guapas, que nada de semillitas ni metáforas. Casi como un manual de
anatomía, les sacudimos información por la cabeza. Preciosos diagramas
del nene dentro de la panza, dibujitos de cómo sale, y hasta una breve
explicación de cómo entra. Pero nadie les dijo –¡Dios me perdone!– que la
cuestión era algo más que un trámite de laboratorio. Ninguna enseñó, creo,
que en ese cuerpo donde estaba la cola que no se muestra, estaba también
la fuente del placer. La palabra “clítoris” parece inventada por el destape,
pero aquellas hijas nuestras que debieron saberlo por nuestra boca, en su

123
momento, tuvieron que esperar que llegara la democracia. ¡Un verdadero
exceso de oscurantismo!

La virginidad

Llegado fue el momento en que nuestras criaturitas crecieron.

Nosotras, las madres liberales de los años sesenta, sabíamos desde hacía
mucho que la virginidad no es más que un atributo engorroso que
reclamaban los varones sin demasiada esperanza, y que los jóvenes que
vendrían no les concederían importancia. Nos equivocamos solamente en
lo último, ya que basta con hurgar en alguna almita de varón adolescente
para ver surgir, como una pesadilla, su propia adaptación del poema: “yo
te quiero blanca, yo te quiero pura…”.

De cualquier forma, debimos explicar a nuestras hijas que no era más que
una patraña : “en verdad, querida, no es tan importante; pero claro, lo
mejor es hacerlo con tu gran amor”. Hasta la mitad íbamos bien; después
terminamos mal. ¡Qué cretinas que éramos! Dejábamos a una adolescente,
que ni siquiera sabía qué era el amor, librada a distinguir “el grande”, para
con ése perder el virgo.

¿Qué buscábamos las guapas herederas de los hippies con este tipo de
proclamas? Pues, sencillamente, que la cría se cuidara lo más posible, no
fuera a ser que confundieran el grande con el mediano y algo terrible les
sucediera. Por supuesto que ese algo terrible nos sucedería a “nosotras”,
las madres, no a ellas, pues jamás he escuchado que nadie muera en
trámite tan sencillo como desvirgarse.

De más está aclarar que también tuvimos justificaciones para esta alevosía:
los psicólogos decían ,o los pedagogos ,o las revistas, para mentir da lo
mismo cualquier cosa, que la sexualidad había que inculcarla con amor.
Ocultábamos que el tamaño del amor no lo mide nadie, o de últimas, que
sólo una puede manejar ese tema según su conciencia y hormonas.

Fatalmente, un día nuestras hijas descubrían la trampa y en un momento u


otro tiraban el virgo a su debido lugar -a la miércoles- y comenzaba otra

124
historia.

En esos casos la función de la madre era hacerse la burra: “lo que no veo
no ocurre”, parecía ser la consigna. Sólo que en algunos casos nuestra
hipocresía había sido tan efectiva que la niña nos contaba ¡húndete tierra!.

Luego de reprimir los deseos de ahorcar al infractor, comenzaba una


envolvente maniobra para transformar al mismo en candidato. Grave
dificultad si el mozuelo en cuestión tenía dieciocho añitos y más interés en
cultivar su acné que en un plan matrimonial. Pero, por las dudas, las arpías
comenzábamos la campaña, sacando cuentas de los años de la universidad
que habría que bancarle al púber hasta que tuviera edad para poner la firma
y reparar, por fin, lo que le había hecho a la nena.

De cualquier forma, toda la maniobra se hacía en silencio. Las madres


optábamos por mirar hacia otro lado y silbar bajito. Eso sí, como éramos
tan excelsamente liberales, nos retirábamos temprano a dormir sin acusar
recibo de las maniobras que pudieran producirse por el lado del living.

¿Quién enseñó a su hija sobre el modo de manejar los anticonceptivos?


¿Cuál la llevó al médico para un DIU? ¿ Quién le hablo del orgasmo?. Si
no fuera que, además de liberales éramos muy descreídas, nos hubiésemos
limitado a rezar para que nada ocurriese. Porque, aunque nosotras ya lo
sabíamos… los vecinos no. Y eso, en resumen, terminaba siendo lo más
importante.

Cambio de cartelera

De pronto el primer noviecito en serio desaparecía y a nuestros pies se


abría un abismo. Con “uno”, lo podíamos tolerar pero… ¿qué nos
depararía el destino, es decir la doncella?

Y otra vez a comenzar el verso, ahora con matices diferentes y hasta con
argumentos opuestos. ¡Vergüenza me da escribirlo!, allí estábamos
explicándoles la diferencia entre ser moderna y ser una reventada.
Traducido al buen romance esto quería decir: o guardaban abstinencia o
pasaban a una categoría que su madre, “con lo liberal que era”, repudiaría

125
abiertamente.

Se metían entonces en el paquete a otros personajes: “qué dirá tu padre”,


por ejemplo. Sabido es por todas las mujeres que un padre no tiene mucho
para decir pero él, más que cualquier varón la quería “ pura, blanca,
transparente…” ¡Qué joder! ¡Si es la hija!

Así, de a poco, nos encontramos con que, en verdad, nosotras éramos


iguales a nuestras viejas: cuidando aquello que es imposible de cuidar,
controlando lo que no nos incumbía, fisgoneando lo que nos era ajeno,
enarbolando todas las banderas de la represión. Porque, también nos
explicábamos, no es culpa nuestra si los varones son así, si los vecinos son
así, si la parentela es así. ¿Así cómo? Pues castradores, chusmas, espiones,
pura merda, bah.

En nombre de esa merda en la que nos cantábamos cuando nosotras


éramos jóvenes, las gloriosas madres del sesenta nos empeñamos en
mantener todas las trampas y a nuestras hijas engrilladas en ellas.

¡Dios se apiade de nuestras almas! Pero a veces me pregunto: ¿qué pasará


con las almas de ellas? ¿Será que, según pasen los años, las niñas que se
críen en el destape, que hablan con solvencia del Punto G, que se
“levantan un tipo”, terminarán a su vez con la imbecilidad de uno?

Con un poco de suerte y algo menos de pucho, viviré para verlo y morir de
un infarto del miocardio cuando las escuche a su vez repetir la historia del
“Gran Amor”.

126
23. La prostitución de las casadas

Cesare Pavese, en su libro de memorias “El oficio de vivir”, habla de la


prostitución de las mujeres casadas que alguna vez en su vida hacen el
amor sin tener ganas. Cierto es que Pavese era bastante depresivo, al
punto de que luego de finalizar el libro se voló la tapa de los sesos. Pero,
de cualquier modo, bien vale recoger ese guante. Las señoras no se paran
en una esquina a revolear una carterita. Tampoco lo hacen con
cualquiera, pero aun así lo hacen sin ganas y por algo. Trueque,
mercancía: espurios intereses se juegan bajo sábanas benditas.
Sacralizada forma de la prostitución para Pavese, o destino fatal de una
institución igualmente sacralizada. Porque, dígame: después de quince
años, ¿quién cuernos tiene ganas?

Lo bueno dura poco

En los primeros años la vida es pan con mantequilla; una pareja tiene
mucho para decirse y cosas muy entretenidas para hacer cuando se calla.
Cualquier alma exaltada podría coincidir con Bailey en aquellos versos tan
hermosos: “Es infinita esa riqueza abandonada”. Y sin embargo, no es
infinita. Se invertirá un tiempo prudencial en conocerse: “en la orejita no,
en el ombligo sí”. Otro tiempo se irá en dar con posiciones adecuadas.
Mucho más tarde, si todo anda bien, florecerán las fantasías más secretas y
ambos marcharán gozosos hacia el límite de lo prohibido. Pero ya se sabe,
el límite de lo prohibido, si uno lo frecuenta en demasía, pierde cualquier
sabor de pecado. Se transforma en una chancleta perfectamente trajinada.
Y que yo sepa, salvo algún fetichista muy grosero, nadie puede encontrar
atracción en una chancleta usada.

Echemos un vistazo a un matrimonio con quince años de uso, no quiero


imaginar uno de veinte porque la desesperación paraliza mis entendederas.
Una pareja que se entiende con silencios y se pelea a los gritos, que se

127
conoce tanto que cada uno sabe del otro sus arrabales más secretos, sus
fastidios más arbitrarios, sus entusiasmos más pueriles. Agreguemos,
además, que se quieren, y mucho. Sienten ternura por sus debilidades,
compasión por sus desdichas, solidaridad en sus problemas e idéntica
comunión ante un libro, una música, una película y un plato de pollo al
estragón. Estamos ante una pareja ideal, pero nadie ha explicado cómo
hacen para tenerse ganas. En la medida en que ambos saben, o creen, que
se pertenecen para siempre, se ha eliminado el menor atisbo de riesgo. Ha
desaparecido cualquier misterio. Se han transformado en un equipo
perfecto para resolver problemas, son como Thompson y Williams, como
Gath y Chaves. Pero, ¿alguien supo que entre Thompson y Williams o
entre Gath y Chaves existiera algo más que una sociedad contable?

Quiero decir, preguntar, lamentar, ¿puede una señora tan aseñorada sentir
que se le enciende la libido, que su corazón hace don-don y que un
violento caudal de sangre corretea de la cintura para abajo anunciando el
deseo? ¿Cómo, por la memoria de Afrodita, se puede desear a ese señor-
hermano-nurse-hijo-amigo, después de tantos años? ¿Cómo obviar que
conoce qué palabras habrá de murmurar, qué clase de besos habrá de
propinar y de qué lado se quedará dormido?

Resumamos con algo de crueldad: un marido muy usado es lo menos


deseable que el Señor ha puesto sobre esta tierra. Y, con todo, esos seres
los sábados (siempre los sábados), aún hacen el amor. ¿Qué pasa por sus
cabecitas? ¿Con que reemplazan el deseo ausente? Peor aún, ¿por qué lo
hacen?

En este preciso momento es cuando el sexo se convierte en una mercancía


y de aquí en más voy a referirme a las mujeres. Que algún varón se juegue
contando qué ocurre con ellos.

Parecería ser que las damas pierden primero el entusiasmo. Surgen


jaquecas y dolores varios. Para dilatar la cosa, ella, antes de dormir, con un
candor feroz, sacará el tema de la plata que deben, la fortuna que saldrá
arreglar los dientes a la hija más chica y lo caros que están los libros del
secundario que tendrán que comprarle al hijo varón.

Una vez terminadas estas sumas, es seguro que él no tendrá más ganas que
las de hacerse el Hara Kiri. Por esa noche, la dama está salvada. Sin
embargo, en algún momento hay que conceder y es allí cuando el sexo
comienza a usarse como una mercancía, aunque se pague en especies y la

128
vileza del trato se cubra con un manto de silencio.

Veamos un caso: él está francamente irritado, el querube menor a abollado


coche, su hijita ha salido a una fiesta y ha vuelto a la hora de las
caléndulas. Todo hace suponer que a la mañana siguiente tendrá un ánimo
de perros y toda la familia habrá de padecer sus justas iras… Sólo hay un
modo de apaciguarlo: hacer el amor como si todavía ese encuentro fuera
igual al choque de los planetas. Mansamente, la dama hace sus cálculos:
“Después de todo, qué me cuesta”. Tal vez intente un precalentamiento a
solas tratando de que la sacudan de su modorra asténica ,el recuerdo de
algún bíceps privilegiado, algún cuarto de perfil de Robert De Niro. Puede
incluso apelar a algún amigo de su marido cuya boca sea especialmente
insinuante. En vano; definitivamente no tiene la menor gana.

En cambio, sabe que tiene un máximo de obligación. Las madres


victorianas solían aconsejar a sus hijas: “Cierra los ojos y piensa en la
reina”. Dichosas épocas en que la pasividad de las esposas era un mérito
que los esposos compensaban con una amante. No es éste el caso. Se aman
y allá lejos y hace tiempo supieron gustar de los placeres de la carne.
¿Cómo hacer para reflotarlos? Sencillamente se apela al teatro, a la
ficción, a la prostitución más calificada. Una señora esposa se convierte en
una meretriz de lujo, capaz de superar a cualquier profesional del
pavimento, lisa y llanamente porque conoce todo de su cliente.

Psicodrama horizontal

Nuestra buena señora ha llegado al momento de la verdad. La santa


meretriz está a punto de trocar sus artes amorosas por un domingo
apacible. ¡Afuera el camisón de ahuyentar sátiros! Saca a relucir uno de
gasa con el cual se muere de frío, pero es apto para la representación que
se avecina. ¡Vuelen ruleros, redecillas, invisibles o cualquier otra
inmundicia que ella use por la noche para conseguir que su pelo esté
presentable por la mañana!, ¡Ondeen al viento de la almohada sus bucles
en libertad, aunque por dentro lamente que al día siguiente tendrá la
cabeza como una pajarera! ¡Salga a relucir el perfume francés que hace
durar con cuentagotas pensando en algún casamiento! Una nube de Chanel
Nº 5 invadirá la pieza, mientras por dentro la dama se lamenta por el

129
“desperdicio”.

Una vez preparada la mise en scène, aún les queda lo más difícil:
conseguir ganas de algún lado o, lo que es más usual, fingir ganas en una
representación que dejaría a madame Dubarry hecha una frígida. Nuestra
dama sabe dónde hay que besarlo, pero ¿por qué él hoy justamente hoy,
huele a cebolla? La dama no se arredra, sabe también dónde acariciar. Pero
aquel mástil de otrora es un budín mal hecho, desparramado y tierno.
Tiene ganas de llorar porque descubre que él tampoco está loco de pasión,
pero madame Dubarry no lloraba en esos casos. Simplemente procedía.
Nuestra adorable ramera debe maniobrar con esa plastilina infame hasta
conseguir algo medianamente aceptable y una vez hecho esto aún le espera
lo peor. Invoca a Stanislavski, se encomienda a Grotowski, alza una
plegaria a la gran Sara Bernhardt y ¡se alza el telón! La dama debe
convencer a él, su público más calificado, de que por ser sábado un
milagro ha advenido sobre su libido y la más ardiente de las pasiones la
consume.

Lamentablemente, la pobre está tan transida por temas cotidianos que en el


instante de gemir se acuerda de que no tiene sal para el almuerzo de
mañana, así que en lugar de un “ayyyy” febril le sale un preocupado
“mmmmmm”.

Se recupera en el acto. Tal vez él pregunte: ¿qué te pasa? y ella, entre


dientes, para no romper el clima aclare: ¡mmm, qué fantástico! El es
desconfiado, así que debe llevar su representación a la categoría de arte
mayor, inventar orgasmos apoteóticos insertados en el momento justo, tan
intensos, tan exultantes como los de otrora. Pero, ¿cómo eran los de
otrora? La dama se entrega a su mala memoria y apuesta a los olvidos de
él. De cualquier modo sale del trance. Sabiendo que entre la nada y “esto”,
todo ha salido de lo mejor.

La paz de su domingo está garantizada. Una bonhomía cunde por el


almuerzo donde el choque del auto pasará a ser algo menor y la
trasnochada de la hija una se zanjará con una amable reprimenda. Ha
canjeado paz por sexo. La sagrada sociedad está con ella y ella se siente
abanderada de la sagrada sociedad.

Valor cambio

130
Hasta acá he descripto la forma más angelical de la prostitución de las
casadas. Existen modos más terribles: el sexo como de tarjeta de crédito y
como cortina de humo para tapar otra cosa.

Como tarjeta de crédito, conozco mujeres que han conseguido un auto, un


tapado de piel, unas vacaciones en el Caribe o un lavarropas nuevo, por el
sencillo expediente de fingir una buena noche de amor.

Supongo (sólo supongo, porque nunca he hablado con un hombre de este


tema), que después ellos se deben sentir grandes potrazos por haber
exaltado a su mujer después de tantos años. ¡Pobres! Ojalá Diosito les
conserve la inocencia.

El otro uso del sexo conyugal puede verse cuando aparece un amante de
ella. En estos casos el fenómeno suele ser doble. En un principio la dama
debe fingir con el marido a cambio de inmunidad. Hasta un tremebundo
celoso tiende a tranquilizarse si su esposa está particularmente fogosa con
él. No les alcanza la imaginación para sospechar que tras esa fuego ella
oculta la presencia del otro. Lo curioso de este fenómeno es que, a veces,
la adquisición de un amante “realmente” incentiva la libido de una esposa,
al punto de hacerla extensiva a su propio marido, lo que es mucho decir,
me parece.

Queda todavía mucho más pero sirvan estos apuntes para estar atentos!!
Como bien han dicho los monseñores reaccionarios, la institución del
matrimonio la salvamos entre todos o se viene la drogadicción, la
corrupción y hasta la prostitución.

131
24. Consejos prácticos para señoras
cornudas
Para quien nace mujer, el destino tiene reservada una larga serie de
obligaciones, de acuerdo a ciertas reglas establecidas. Desde cómo dar la
teta al bebé, hasta qué hacer para que una pilcha de hace dos años luzca
como comprada ayer. Curiosamente, no existe nada realmente práctico
que nos enseñe cómo sobrellevar los cuernos con estilo. Vaya este capítulo
como un modesto aporte para que podamos ser cornudas felices.

Me parece casi un acto de desprecio hacia los lectores detenerme a


explicar que los cuernos son a una mujer lo que una vidala a Atahualpa, lo
que la pampa al ombú, o la tabla del dos a los ministros de Economía. Es
decir, insalvables. Parirás a tus hijos con dolor, ganarás el pan con el sudor
de tu frente, aguantarás a tu marido como puedas. Pero, por sobre todo, o
por debajo de todo, serás cornuda. Tal dice la Biblia del sentido común.
Sería bueno entonces que antes de lanzarse a cualquier papelón de los que
hacemos las mujeres en dichas circunstancias, aceptemos que portar
cuernos es algo absolutamente natural.

Más aún, es absolutamente “antinatural” que un pobre cristiano, llamado


esposo, tenga ganas de yacer con una misma criatura llamada esposa
durante años y años, hasta que la menopausia nos separe. No!!. Mucho
antes de la menopausia, el digno señor adquiere un soberano hartazgo de
cremas de noche, parloteos previsibles, niños que interrumpen y
adolescentes que molestan.

Ese bueno y noble señor, suele, debe, tiene que dar rienda suelta a sus
sanos instintos y descubrir que hay señoritas por demás apetecibles que
nada tienen que ver con ese turbio caldo desabrido que es un buen
matrimonio.

Así es como el día menos pensado el señor se manda al buche un plato


fuerte y las damas caemos en la categoría de cornudas.

132
De allí en más, las mujeres, siempre propensas a dramatizar, suelen
equivocar el rumbo. Se suicidan, generalmente con Genioles. Arman una
tremolina a la contrincante ... ¡qué desprolijo!. O recurren a los viejos
consejos de las revistas femeninas. Repasemos lo que esa literatura
recomendaba, tan sólo como para llorar sobre tanta pavada.

Decía, por ejemplo, que frente a los hechos había que mostrarse
arrasadora, irresistible, sexy. Renovar el maquillaje, cambiar de calzones y
teñirse las mechas. ¡Sálveme, Dios! Pobrecitas las mujeres, era como
mandar un Ford T a competir con un Toyota. ¿Competencia?.! Asesinato
se llama eso, pues cuando suceden esas cosas una ya tiene el chasis por el
piso, el encendido agotado, la chapa y pintura que es un destrozo y las
gomas desalineadas, rumbo al suelo, digamos.

Después llegó el psicoanálisis, el look de comunicarse, ¿viste? Sí, vimos.


¿Y qué vimos? Que si uno se “comunica” y se entera con todas las letras,
las medidas y las edades, los planteos “civilizados” son tan tolerables
como meter los cinco dedos en una cacerola de agua hirviendo. Nadie
brindaba a una salida aceptable y ya es hora de inventar una.

¡Calma, no es para tanto!

No es mi intención afirmar que ser cornuda es algo delicioso.


Aceptémoslo, es muy molesto. Pero también es molesto cumplir los
treinta, esperar un colectivo, el smog, el stress y la pizza recalentada. ¿A
alguien se le ha ocurrido suicidarse por esas cosas? ¿Se puede frenar lo
inevitable con actos tan ridículos como comprarse calzones negros? Un
poco de calma. ¿Es que acaso, aquello que el señor está usando fuera de
casa se gasta? ¿Se achica? ¿Se deteriora en algún sentido? Nada de eso.
Todas sabemos que nada mejor que tocar un instrumento para mantenerlo
en forma y ¿qué tal si reconocemos que cuando esa “otra” asume de la
ejecución musical, hace largo rato que una andaba desafinando. Puede
llamarse cansancio profesional o un poquitín de hastío. Pero recuerde,
amiga, que a ese do mayor sostenido de los primeros tiempos ya ni
siquiera lo ensayábamos

Hagamos otro esfuerzo de sinceridad: ¿no es cierto que a él, con el correr

133
del tiempo, le ha crecido la panza? Está bien, a lo mejor no somos tan
brujas como para andar diciéndoselo, pero de cualquier forma “lo
miramos”. Y lo que es peor, él lo sabe. De alguna forma somos su espejito
y no puede arriesgarse a preguntarnos “¿cuál es el más lindo del mundo?”.
No importa que con voz chorreante de cinismo contestemos: “Vos, mi
corazón”. él no es tan tonto y escucha nuestros gritos secretos: ¡Robert
Redford! ¡Ryan O'Neal!, o el carnicero, que tiene un lomo bárbaro!
Resumamos: somos un espejo enturbiado de historia, empañado de tanto
uso, cachuso de rutina. ¿Qué culpa tiene el pobrecillo? ¿Qué importancia
tiene en realidad si esa damita sí puede reflejarlo como a Adonis, sin
panza, sin historia, sin ese engrudo de la convivencia? Tómese un Valium,
respire hondo; el smog es más perjudicial y decididamente más inhumano.

¿Que el mentecato juró amarnos para siempre en las buenas y en las


malas? ¿Qué comprometió su fidelidad ante un cura ? Bueno, tómese otro
Valium para la explicación que sigue, porque ¿quién le ha dicho que “no”
la ama? Estoy en condiciones de asegurar que si usted no se ha puesto muy
cargosa, hasta la ama más que antes de cornificarla.

En cuanto a que juró fidelidad frente a un cura… bueno, si usted cree en


las promesas que se formulan frente a esos señores que tan poco entienden
del tema, se ha equivocado usted de escritora.

Señora, un revolcón no es caída, y jamás hay que perder de vista que un


hombre ama a su esposa con la misma pasión que a sus viejos zapatos.
¿Han hecho ustedes la experiencia de tirarle a la basura sus zapatos viejos?
No se amargue por la comparación: en el matrimonio, como en el ejército,
la antigüedad “es” un mérito.

¿Saber o no saber? Esa es la cuestión

Aceptemos, antes de comenzar, que la primera en enterarse de los cuernos


es la damnificada. Nuestro héroe se ocupa muy bien de sembrar indicios: o
“cumple” menos, o “cumple” en demasía. Hay un despliegue de perfume,
un afán en sus calzoncillos nuevos, una prolijidad en su ropa y, lo siento,
hasta rejuvenece. La esposa que no registre estos datos, más que cuernos
se merece el garrote vil por abriboca.

134
Ya lo sabemos, ahora el dilema se plantea en otros términos: ¿nos damos
por enteradas o nos hacemos las burras? La respuesta me parece obvia.
¿Alguien tiene interés en meter el dedo en el

enchufe para comprobar que realmente da corriente? Valga la deplorable


comparación, pues, aun simpatizando con los hombres, debo reconocer
que el coraje no forma parte de sus virtudes. El varón en esos trances
tenderá a permanecer tan silencioso cual un enchufe, salvo, claro está, que
una les busque la lengua.

¡Alto, muchachas, que la que busca encuentra! ¿Y quién quiere, además de


los cuernos, los detalles? Por otra parte, cuando las cosas se traducen en
palabras, “algo” hay que hacer. Y nadie está en condiciones de saber qué
carajo hay que hacer en esos casos, salvo salir corriendo a comprarse los
calzones negros que, como ya se ha visto, no dan ningún resultado. ¿No
me cree? Pues bien, imaginemos: usted pregunta y él le cuenta. A
continuación sólo le quedan dos caminos: el primero es revolearle un
cenicero por la cabeza, con lo cual pierde usted varios puntos ante sus ojos
y un precioso cenicero. A la larga uno termina por lamentarlo más, me
refiero al cenicero, no al marido. Por otra parte, dé por seguro que la otra
señorita no le tira cosas por la cabeza y la idea general es ganar o empatar,
no perder frente a esa niña. La otra alternativa es llorar a moco tendido,
con lo cual él se sentirá más miserable que un perro sin cola. Es cierto que
llorar alivia los nervios de una, pero la culpa de él sólo se alivia por otro
lado. La especialidad de “ellas” es la felicidad, no los mocos. Mejor se
toma un Valium más y recuerda que el silencio es salud, que quien llega a
la sabiduría calla, que se es dueño de los silencios y esclavo de las
palabras, o cualquier otro dicho oriental que le venga cómodo. Y si a esta
altura el Valium no le hace efecto, aún le quedan el Lexotanil y la
mescalina.

Cómo disfrutar de los cuernos

Ya puede percibirse que en esos casos la que pierde la calma va a la lona.


La consigna es simplemente “resistir”. Pero avancemos más blandiendo la

135
consigna: “si no puedes con la situación, relájate y goza”.

Aunque parezca mentira, un marido que nos está cornificando puede


depararnos más de una alegría. Si se vuelve un poco apático en el lecho,
tómese unas vacaciones. Si le da por los ardores, no lo desperdicie ¿qué tal
anda su imaginación para instalar a Robert Redford en la cama?. Por lo
demás, como los pobrecillos no pueden con la culpa entran en un
agradable período de tolerancia y consideración; tratan desesperadamente
de hacer buena letra. ¿Y por qué no disfrutar de este oasis de caligrafía?
Ya lo decía el inefable Oscar Wilde: “cuando un matrimonio se hace muy
pesado para llevarlo entre dos, hay que llevarlo entre tres”. Déjese ayudar
y piense.

Sé que es un extraño ejercicio para las mujeres, que hemos sido educadas
para lo contrario, pero en cuanto sus neuronas comiencen a moverse, tal
vez descubra que un marido es parte del confort de la sociedad moderna;
tan estimable como una heladera; nos da respetabilidad cual una tarjeta
Diners, es un elemento más del paisaje hogareño como un televisor,
aunque menos entretenido, me parece. Resumamos: nadie quiere restarle
utilidad ni pretende socavar su irreemplazable rol, pero por favor, ¡no hay
que tomarlos tan a pecho!

¿Es que vamos a llorar por la heladera? ¿Es que hay que suicidarse por una
tarjeta Diners? ¿Rasgarse el corazón por un televisor? Pongamos las cosas
en su sitio y los cuernos en su lugar. Juguemos limpio, aunque más no sea
con nosotras mismas: un marido es algo que hay que tener, la cornamenta
viene incluida en el artículo. Comprenderlo rápido es adquirir un estilo
porque en verdad, para llorar en serio, para gozar en serio, para la pasión,
se han inventado los amantes.

136
25. Todo se arregla en la cama… ¿En
la cama de quién?

Esta equívoca sentencia, creada por la sabiduría popular que abunda en


sandeces, se ha transmitido de generación en generación. “Todo se
arregla en la cama”. Es nuestra obligación moral y material desbaratar
esta pavada extrema. Y allá vamos.

Para considerar los “todos” que se arreglan, hay que aplicar el método
inverso. Es decir, prestar atención a ese desarreglo inicial que se intentará
componer sobre la cama.

Vemos así que los únicos que están en condiciones de desarreglar algo son
aquellos que previamente tienen una pareja lo suficientemente estable
como para propinarse un desarreglo. Quedan por ende excluidos de la
siguiente argumentación los vulgarmente llamados “encames ocasionales”
Entreveros fugaces en los que dos personas pueden, comenzar una relación
o terminar con una incipiente amistad.

Las parejas relativamente estables suelen recibir el nombre de


“matrimonios”. Pueden incluirse también los viejos amantes, pero no los
tomaré en consideración porque tienden a ser un estadio pasajero, ya que
los viejos amantes suelen ascender a la categoría de matrimonio, con lo
cual estamos en las mismas. Fijemos entonces la atención en los
matrimonios y preguntémonos una vez más: ¿qué coño se arregla en la
cama?

Delicias matrimoniales

Propongamos como fórmula bastante cínica para una pareja que funciona,

137
un 50 por ciento de amor y otro 50 de buenos modales. El amor es
indispensable para que la gente se anime a convivir y los buenos modales
imprescindibles para que “pueda”. Los porcentajes varían según los casos.
Si usted es casado anote su puntaje y siga.

En un matrimonio, perdón por la obviedad, pasan muchas cosas. Pero en


principio, pasa la vida cotidiana, ese lugar común que nadie describe
demasiado. Es un sitio bastante infecto y altamente contaminante para
ejercer el amor. He escrito “ejercer”, no “hacer el amor”, más adelante
vamos a llegar a eso.

Es absolutamente devastador ver al Cuchi-cuchi de nuestros sueños en


ropa interior ¡tan poco sexy!, y dan ganas de llorar a moco tendido si
pensamos que, además, ambas prendas las hemos lavado nosotras. Esta
imagen deprimente se exacerba cuando los calcetines del Cuchi-cuchi se
pierden (siempre de a uno, los muy malditos) y la ternura de nuestro
corazón putea como un carrero porque el marrón quedó con el azul y nadie
sabe dónde fue a parar el que corresponde.

Esta es una romántica manera de comenzar un día tipo. Y para que nadie
piense que sólo los varones son responsables, hay que agregar la patética
visión de ella que se afana en la persecución del calcetín fugado o, según
pasan los años, manda a ambos, calcetín y marido, a la puta que los parió.
Como queda en claro para cualquier persona inteligente, un tema tan
bastardo no debería provocar una trifulca. Pero nadie es inteligente a las
siete de la mañana. Y menos que menos una pareja que hace años viene
tropezando con un calcetín que huye.

El Cuchi-cuchi entra al baño y de allí parte otro rugido: “¡alguien ha


sacado el peine!”. Y ¡vergoña eterna para una dama!, hasta le han usado la
afeitadora. Huelga aclarar que cuando una mujer es sospechada de haber
usado una máquina de afeitar, el último rastro de romanticismo se va por el
wáter. Con este “había una vez” puede iniciarse una amable jornada, y
esos dos seres que esa noche se van a ir a la cama a “arreglarlo todo” ya
tienen en su haber dos suculentos ataques de ira: no es justo que los
calcetines no se encuentren; es inmoral que ella esté de ruleros e
incalificable que use la máquina. Ella, por su parte, considera igualmente
injusto ser acusada por dos calcetines roñosos, repudia el espectáculo de él
con esa prenda y considera el colmo que proteste por la bendita máquina
de afeitar, que seguramente ha usado pero apenas un poquito, “en las
piernas nada más”.

138
Nuestros héroes se lanzan a una jornada típicamente argentina. En los
mutuos trabajos se carga presión como para resucitar a la histórica
locomotora La Porteña, los jefes son un cáncer, los compañeros serruchan
el piso, los ómnibus no llegan y… por supuesto, la plata siempre falta.

Seamos compasivos con nuestros personajes y supongamos que no se


encuentren para almorzar. Volvamos a reunirlos a la hora de la cena.
Vemos así a ambos cónyuges con catorce horas de stress. El episodio de la
mañana ha quedado desdibujado, pero la tormenta se cierne con
nubarrones flamantes. Como ustedes saben, los matrimonios suelen tener
niñitos y los niñitos a las nueve de la noche sólo contribuyen al malestar
ambiental. Según la vieja usanza pelearán como fieras por un vaso de Coca
y el padre deberá intervenir para que no se pinchen un ojo con un tenedor.
La situación se vuelve peligrosa porque la madre puede salir en su defensa.
El padre tal vez se trague la réplica junto con un bocado de arroz, pero
para no indigestarse tirará la folklórica pulla: “¡uf, otra vez la misma
comida!”.

Quien no conozca cómo sigue el argumento deberá renunciar a leer esta


nota de apasionante final, porque esta escriba se niega terminantemente a
insistir en obviedades. La mufa cunde. Del embole de la mañana se ha
pasado al gran embole acumulativo de la noche. Una cosa trae la otra y
con un poco de mala pata el panorama puede empeorarse con tópicos
como: “tu madre, la tuya, la loca de tu hermana y el desgraciado de tu
viejo”. Cuestiones, todas éstas, altamente estimulantes para ese “gran
arreglo” que va a sobrevenir en el lecho. Allicito mismo donde, según
nuestras abuelas, “se soluciona todo”. Veamos.

Luz, cámara, acción

Allá van nuestros héroes. Ella se quita el maquillaje, con lo cual queda
medio en cremada y con su cara más atroz al aire; la cara que le
corresponde ver al marido y que no es de lo más excitante que digamos. El
se saca el pantalón y ¡vuelta a quedar en calcetines!, un verdadero atentado
a la libido. Los dos están cansados y francamente disgustados el uno con el
otro. Pero no importa, todo se arregla en la cama –piensa alguno de ellos,

139
víctima de la falacia del refrán–. Supongamos que la ingenua sea ella y en
un magno esfuerzo se perfume detrás de las orejas e intente hacer la
guerra, que en este caso es sinónimo de hacer el amor. El Cuchi-cuchi
prendió la tele y parece concentradísimo en un programa lleno de trastes
que, de lejos, están mejor que el de su esposa. Ella apaga la luz y se le
acerca. El replica “grrrññññfff”, lo que traducido quiere decir “correte que
no me dejás ver”. Impertérrita, ella insiste y le pasa una pierna por arriba,
técnica que solía dar buenos resultados años ha. El replica “grrrfffñññg”,
lo que quiere decir “correte que tengo calor”. Ella le muerde la oreja y él
contesta “grrrfff snif, grrrf snif”, lo que no necesita traducción alguna,
pues sencillamente es el ruido de sus ronquidos.

Invirtamos ahora la situación: él es el pobre gil que piensa que la mufa


derramada puede ser negociada. Ella se en crema las manos y él intenta
una aproximación por la zona sur y algún piropo que tiene apenas cinco
años de uso, del tipo: “qué lindas piernas tenés, mami”. Ella cierra el
frasco de crema y dice “mmmmññññ”. Traducido: “me muero de sueño”.
Él le hace cosquillas insinuantes y ella contesta: “mmmñññ”. Traducido:
“¡cuánto que falta para el sábado!”. El la besa en el cuello y ella murmura
“mmmññññ”. Traducido: “si mañana llueve, va a ser un lío porque uno de
los chicos perdió el paraguas”. El, que tal vez ha supuesto que tanto
“mmmmññññ” tenía algo que ver con las ganas, le murmura una cochinada
en la orejita. Ella aterriza, se sorprende, lo mira con la ternura del glaciar
perito Moreno y le descerraja: “¿estás loco?, ¿no ves que quiero dormir?”.
No hay hombre que resista enhiesto a semejante réplica. Rápidamente se
arriarán las banderas del combate. Al poco tiempo ambos duermen o
ambos se desvelan en silencio. Tal vez mañana se arreglen las cosas, pero
de algo ambos están seguros: no va a ser en la cama. O, si es allí donde se
arreglan, queda por preguntarse: “¿en la cama de quién?”.

140
26. Y como éramos pocos… los
analizandos

Según cuentan las estadísticas, la Argentina es uno de los países con más
analistas y analizandos del mundo. No alcanzo a entender si esto habla de
nuestra buena salud o de nuestro grado de locura. Pero aunque una no
frecuente un diván y ande con el Edipo despatarrado y autodidacta, los
amigos, la familia, y los vecinos, hacen cola para jodernos la vida.

Lacanianamente hablando.

“Yo me analizo, él se analiza… A los demás los analizamos entre todos”.

Esto pareciera ser una secreta conjura que aplican los analizandos para con
el resto del planeta. Para agravarlo, se dividen en escuelas, sectas, logias,
qué sé yo, pero el caso es que mientras unos nos escarban el Ello, otros nos
hablan de la energía y unos terceros nos convencen de la terapia de grupo,
¿o es un “grupo” de terapia? Así es como aquél que jamás abrevó en las
fuentes del psicoanálisis termina por sentirse raro, como abandonado por
la mano de Freud. Una suerte de huérfano carnívoro en medio de un
congreso de madres naturistas.

Más allá de este agudo síndrome de “No Pertenencia”, Los muy guanacos
se hacen cargo de nosotros animosamente, nos hunden el dedo en el ego,
nos pellizcan el Edipo, nos manosean las neuras y, sin ninguna piedad, nos
pisotean el juanete del inconsciente. Con el perdón de Freud, monsieur
Lacan, don Reich y todas las huestes, siento por ellos, amén de una
frenética curiosidad, un deseo no menos frenético de abofetearlos.

No quisiera pasar como una mal agradecida frente a esa avalancha de


“terapia ad-honorem” que desparraman los analizandos, pero, ¿alguien
puede decir quién catzo les preguntó nada?

141
Caer de traste en un diván ajeno

¿Se acuerdan ustedes de cuando uno podía tener un amigo del alma, de
ésos a los que uno les confiaba desde las llaves de la casa hasta lo más
peliagudos secretos de nuestro corazón? Pues bien: si nuestro amigo es un
analizando, ahora, sólo podemos confiarle las llaves de la casa. De los
secretos, mejor olvidarse. Salvo, claro está, que uno venga dispuesto a caer
de traste en un diván ajeno.

No pienso entrar en abstrusas definiciones de la amistad, pero cuando era


muy joven y andaba en una de esas trampas de órdago, corría a la casa de
una amiga y, entre café y café, le contaba, mientras amablemente nos
limábamos las uñas. La charla solía terminar con dos o tres consejos
decididamente gansos, pero una se iba más aliviada y con la certeza,
relativamente relativa, de que nuestro secreto iba a reposar en la tumba de
su discreción.

Atrás quedaron nuestros quince años, nuestro acné y nuestra posibilidad de


deschavar algo en un riguroso tête a tête. También –es justo decirlo–
nuestras trampas actuales tienen un sospechoso y aburrido tufillo a
lavandina, la domesticidad copó todos los frentes… pero, aunque de
distinto signo, una sigue teniendo enredos. Secretos, bah, que de vez en
cuando necesita compartir con alguien. Es una pena que los analizandos
hayan desquiciado este delicioso rito. Antes de recurrir a uno entro
siempre en el mismo colapso:

“¿Cómo saber que lo que le cuento se lo guardará para ella?”

“¿Cómo asegurar que no irá a parar a su analista, y él, a su vez, no se lo


contará al suyo, hasta que un día alguien me cuente “mi” secreto en “mi”
propia mesa?

Visto desde afuera, parecería una reverenda estupidez que alguien fuera a
pagar su precioso dinero y a emplear su precioso tiempo para hablar de
problemas de terceros, pero, ¡ay, Diosito mío!; eso es, “visto desde
afuera”… ¿Y desde adentro?…

Por las dudas, es mejor hacer mutis por el foro. ¿Y qué clase de amistad se
puede mantener dialogando estrictamente sobre el color de las begonias?

142
Terapia express

Veamos un caso.

Una mañana cualquiera, recibo un papelito de la empresa de gas


comunicándome que cortarán el suministro en 48 horas si no me pongo al
día con “ciertas” boletas. Con los ojos desorbitados, veo que pretenden
cobrarme desde hace diez años a la fecha, sin perdonar un solo mes. Doy
un alarido: arritmias y taquicardias compiten en mi corazón a ritmo do
samba.

En el acto, comienzo a desarmar la casa en busca de los recibos; termino


seis horas después, llena de tierra: obran en mi poder un viejo carnet de
conductor que creía perdido para siempre, tres cartas de amor que pensé
había quemado oportunamente, una vieja agenda, pero… de los recibos,
¡nada! Rápidamente, pongo en marcha el operativo de conseguir plata,
porque estos guachos me lo van a cortar nomás. Planeo conseguir un
adelanto de sueldo en cualquiera de mis trabajos o pedirle a cualquier
amigo que me preste hasta que cobre. Odio hacer cualquiera de esas cosas,
pero más odio comer sandwiches y bañarme con agua helada.

Me visto y salgo frenéticamente a la calle con los papeles en ristre, cuando


justo en la esquina me cruzo con una amiga analizanda. Se sorprende de
mi cara de extraviada, me invita a tomar un café, y allí mismo, frente al
pocillo, le lloro mi desventura. Mi amiga escucha la historia y luego, con
calma y muy cancheramente, acota:

–¡Qué manera de transferir!

La miro desconcertada:

–¿Transferir a dónde? ¿A Suiza? ¡Si no me alcanza ni para el gas!

Más cancheramente aún, mi amiga explica que, sin duda, tengo otros
problemas, y que el drama que armo por el gas no es más que un modo de
taparlos y depositarlos en las boletas perdidas. Lo pienso un rato y, en
parte, tiene razón: sin duda, tengo otros problemas. Su comentario ha

143
servido para que “además” me acuerde de los otros. Indignada le sacudo
sobre el café el aviso de la emrpesa de gas: se puede tocar, mirar, oler y
hasta mascar si sube mi temperatura. Es concreto, ¿no?

–Y todo porque perdí los recibos… concluyo, mojando un servilleta de


papel. Mi amiga me mira moquear sin inmutarse y cual un carnicero frente
a un cuadril inerme, clava otra vez su daga psicoanalítica:

–Habría que ver por qué los perdiste.

–¡Ma qué sé yo!… ¡Porque soy un desastre! –gimo, ya vencida.


Implacable, mi amiga mira su reloj y finaliza con: “habría que ver por qué
sos un desastre”. Supongo que la sesión ha terminado, porque se levanta
para irse. Me quedo desconcertada como una cebolla en un mousse de
chocolate. Además de pensar en conseguir la plata, pensaré un mes en por
qué soy un desastre. Odio a mi amiga, pero claro… es una analizanda. Y
además, para diagnosticarme, tuvo que pagar el café.

Lo que una nunca quiso saber

Con el correr de los años, los analizandos me han tendido un cerco, me han
cortado amablemente en pedacitos y me han servido en bandeja el manjar
de mi ser “verdadero” que, obvio es decirlo, me cae como una patada. A
veces, sus sagaces descripciones no son coincidentes, pero, respetuosa
como soy, las tomo a todas como ciertas. Así es como he llegado a saber,
absolutamente ad-honorem, las siguientes cosas:

–Me gustan los hombres mayores “porque siempre estuve enamorada de


mi papá”. O, dicho más técnicamente, “Edipo mal resuelto”.

–Preparar los fideos para mi marido los domingos y atender el estadio


aproximado de su salud es “relación simbiótica”.

–Engriparse es “somatizar”.

' –Preocuparse por un trabajo del cual me están por echar todos los meses
es “neurosis obsesiva”.

144
–Retirarle el saludo a alguien después de una pelea a muerte, es “actuar
la bronca”.

–Decirle a un colectivero (que previamente nos ha maltratado) que se


pierda el vuelto en el trasero de su hermana es “el Ello al aire”.

–Aclararle a mis hijos que voy a caer dura de un infarto en el instante


mismo en que fumen marihuana es “castración”.

–Comer una ensalada de pepinos es “sublimar” (entiéndalo como quiera).

–Si pierdo las llaves de la casa (y ocurre cada quince minutos) es un acto
fallido que indica que no quiero regresar a mi hogar (no sé, tal vez
indique que me gustaría ser copera…).

Lo único que me consuela de la epidemia de los analizandos son los


analistas. Sólo conozco a tres personas y soy amiga de dos, y no sólo me
ahorran esos padeceres sino que, como primera condición de diálogo,
subyace el que jamás podré hablar con ellas como profesionales. Cualquier
consejo que surja de sus bocas no tendrá más complicación que los de mi
santa madre, nunca avanzaremos más allá de ese dulce parlotear que, antes
de aparecer los analizandos, hacía la delicia de cualquier amistad.

Para resumir, y antes de que mi osamenta caiga también en un diván,


propongo formalmente organizar la Logia de los Invictos, identificarnos
con una flor en la solapa (“flor de locura” dirían los “otros”), mimarnos
nuestros inconscientes, amamantar nuestras neurosis, felicitarnos por
nuestros Edipos y castrarnos los unos a los otros con alborozo. Nuestro
lema secreto debiera ser: Locos estemos… ¡ya lo sabemos! ¡Qué fregar!

Atte. Vuestra al borde del hospicio.

FIN

145
Sobre la autora

Cristina Wargon es argentina-uruguaya. Cordobesa por adopción, se licenció en Literatura en


la Universidad Nacional de Córdoba.

Reside actualmente en Argentina haciendo un culto de su impenitente oficio de reflexionar


sobre la vida con una irónica sonrisa. Y lo hace desde hace muchos años, desde los más
diversos medios gráficos, radiales y televisivos.

Sus libros han tenido una gran repercusión y son objeto de sucesivas reimpresiones. Publicó
anteriormente: "El descabellado oficio de ser mujer", "De varones, mujeres y otros
percances", "Oíd mujeres el grito sagrado", "Una Eva sin Adanes", "Mujeres Por la Mitad de
la Vida"

Es coautora, junto con Esther Feldman, de la obra de teatro Acaloradas, de gran éxito en
Argentina -estrenada en España-, y de su versión novelada.

El descabellado oficio de ser mujer 1992

De mujeres, varones y otros percances 1992

Oíd mujeres el grito sagrado 1994

146
Una Eva sin Adanes 1996

Acaloradas 2002

Mujeres Por la Mitad de la Vida 2003

147
Contratapa
De mujeres varones y otros percances

Estos relatos de humor, que tienen a la mujer y su mundo como eje, tienen
poco que ver con un modelo femenino convencional, tampoco se
emparentan con el feminismo recalcitrante, porque hay una mirada hacia el
varón siempre con un humor ácido pero no exento de una ternura
comprensiva. Cristina Wargon cuenta la vida cotidiana de una mujer
inmersa en el mundo y en su relato no hay temas tabúes; tanto puede tener
el desparpajo de preguntar “y del orgasmo como andamos” o reflexionar
sobre que el mundo de los varones que para tomar sólo un rasgo “se divide
en dos: los hombres celosos y los que dicen que no lo son. Los primeros
son más molestos que la urticaria y los segundos más peligrosos que una
yarará en el corpiño”. También se lamenta “Según se sabe, los hombres
están llenos de malas costumbres. La peor entre ellas, es esa infame
tendencia a dejar de querernos”. Y se pregunta con desconsuelo: ¿Y el
romanticismo? ¿Quién podría encontrarlo entre una toalla mojada y el
desodorante, que seguro se acabó? Y se contesta “Nadie juicioso se ha
casado jamás para divertirse” porque, concluye “la familia es una
entidad de naturaleza opresiva y de finalidad incierta” generalmente
comandada por “Una madre, persona de inagotables recursos, capaz de
erizar la piel al pedagogo más pintado….”

148
Índice
DE MUJERES, VARONES Y OTROS PERCANCES 1
Palabras de la autora para esta edición 5
CAPITULO I: MUJERES 6
1. Educación Sexual, esa ilustre pavada 9
2. ¿Y del orgasmo, cómo andamos? 13
3. Cama a Cama, Verso a Verso 17
4. Cuando nos dejan 22
5. La “Otra” 26
6. Cómo largar a un plomo 33
7. La Gimnasia a los cuarenta 38
8. ¿Por qué engañan las mujeres? 43
9. Los amantes que sueñan con vivir juntos 49
CAPITULO II: VARONES 54
10. El hombre celoso 57
11. Los hombres y el divorcio 62
12. El marido que ronca 67
13. Los medio-infieles 73
14. Cómo convivir con el jefe 79
15. Huidas masculinas 85
16. Cuidado con un recién separado 90
18. Las alcobas del terror 100
CAPITULO III: Percances 105
19. Vilezas maternas para que un hijo obedezca 109
20. El Día de la Madre en cuarenta y ocho horas 114
21. El infierno de la mudanza 119
22. Madres liberadas, hijas castradas 123
23. La prostitución de las casadas 127
24. Consejos prácticos para señoras cornudas 132
25. Todo se arregla en la cama… ¿En la cama de quién? 137
26. Y como éramos pocos… los analizandos 141
CONTRATAPA 148

149

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