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DIOS ES LA VIDA

Por Jesús Martí Ballester


jmarti@ciberia.es

Como la ciencia de Dios, cuya existencia ya hemos


probado, procede de su entendimiento y entender es
propio de los seres vivientes, hemos de concluir que
Dios es un ser Vivo. Todavía es más, Dios ES la Vida.
Cuando el salmista se siente alborozado por la
grandeza de su Amor, proclama: "Mi corazón y mi
carne retozan por el Dios vivo" (Sal 83,3. Los seres
vivos son los que se mueven por sí mismos, o sea,
que tienen un movimiento inmanente, de dentro
hacia fuera, local, o intelectual, como entender y
amar.

Así, por analogía llamamos agua viva, al agua que


brota de manantial, en contraposición al agua
estancada, o muerta. También a la llama que flamea
la designamos como llama viva, en contraposición al
fuego del carbón encendido, que no se mueve. Es
evidente que hay diversos grados de vida y la vida
de Dios es el supremo grado de Vida, de la que
nacen todas las vidas, porque El, no sólo tiene vida,
sino que es la misma Vida: "Yo soy la Vida" (Jn
14,6).

"Dios llama a Moisés desde una zarza que arde sin


consumirse y dice a Moisés: "Yo soy el Dios de tus
padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el
Dios de Jacob" (Ex 3, 6). Jesús, comentando estas
palabras dirá después: "No es Dios de muertos, sino
de vivos" (Mt 22,32). El es el que ha llamado y
guiado a los patriarcas en sus peregrinaciones. Es el
Dios fiel y compasivo que se acuerda de ellos y de
sus promesas; que viene para librar a sus
descendientes de la esclavitud. Es el Dios que más
allá del espacio y del tiempo lo puede y lo quiere, y
que pondrá en obra toda su Omnipotencia para
conseguir su designio" (CIC, 205). En la zarza
ardiente le ha revelado a Moisés: "Yo Soy" (Ex 3). A
los profetas les dice repetidas veces: "Vivo Yo". El
realiza la obra salvífica, él interviene constantemente
desde el principio del género humano, con su acción
y providencia siempre nueva e inmensa de un Dios
vivo, que no duerme (Sal 120). Dios habla, ve, oye,
juzga, castiga, recompensa, ampara, guía, cuida de
que los hombres no se desvíen para que no pierdan
las aguas vivas. Se queja de su pueblo y le dice por
Jeremías: (Jr 2,13): "Dos maldades ha cometido mi
pueblo: me han abandonado a mi, fuente de agua
viva, y se han construido cisternas rotas". Su vida es
vida en plenitud sin mengua, de fuerza sin debilidad,
de fecundidad, de dicha, de unidad, de santidad, de
grandeza elevada sobre todas las vidas del mundo y
de duración sin fin. El es la Vida eterna. Dios vivo en
la consumación de los siglos (Ap 1,18). El vidente de
Patmos, dice que vio:"Al que está sentado en el
trono, que vive por los siglos de los siglos" (Ap 4,9).
Por eso la lex orandi de la Iglesia termina todas la
oraciones dirigidas a Dios, confesando: "Que vives y
reinas por los siglos de los siglos".

DE LA VIDA A LA VIDA.

Dios es el origen de la vida: vida de vida, luz de luz.


Dios se ha revelado a los hombres como Dios vivo,
de palabra y de obra. Dios crea la vida (Gn 1,11),
como reflejo de su vida divina, que va subiendo
gradualmente hasta llegar a la semejanza divina,
para desembocar en El como un río en el mar,
imagen desarrollada bellísimamente por San Juan de
la Cruz en "Llama de amor viva". Dios bendice la
vida, porque es amigo de la vida (Sap 1,26), pero él
permanece en su propia vida, superior a toda vida
creada, que quiere extender y multiplicar, como les
ordena en el paraíso: - "Creced, multiplicaos y llenad
la tierra" (Gn 1,29). La Vida de Dios que coincide con
su mismo ser, hace que sea vida infinita por esencia,
y que sea causa eficiente y ejemplar de todas las
vidas creadas. Santa Teresa dirá con ternura: "Sí,
que no matáis a nadie, vida de todas las vidas";
"¡Oh, Vida que la dais a todos!". Es el Dios de la vida
y no de la muerte: aborto, limitación de la natalidad,
eutanasia. ¿Cómo se puede pensar que uno solo de
los momentos del proceso maravilloso de formación
de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa
acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del
hombre? No lo pensó así la madre de los siete
hermanos macabeos: «Yo no sé cómo aparecisteis
en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu
y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de
cada uno. El Creador del mundo, os devolverá el
espíritu y la vida con misericordia» (2 M 7,22)
(Evangelium vitae). El que me ha dado los oídos ¿no
oirá? (Sal 93,9)

NO SÓLO ÉL ES LA VIDA, NOS LA DA TAMBIÉN A


NOSOTROS: (Jn 5,26)

Es hermoso seguir leyendo palabras de la Escritura,


como argumento infalible de la misma vida de Dios:
"Yo doy la vida, yo doy la muerte..., yo alzo al cielo
mi mano y juro por mi eterna vida" (Dt 32,39). Por
eso el hombre bíblico expresa su gratitud y su ansia:
""Como busca la cierva corrientes de agua, así mi
alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del
Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?"
(Sal 42,3); Dios es el puro ser no limitado. Es en
relación a la criatura como el oro puro sin mezcla,
comparado con el metal (Santo Tomás). Cada
hombre es una ola del río que pasa para dar paso a
otras vidas. Aunque "Dios no hizo la muerte ni goza
destruyendo a los vivientes. Dios hizo al hombre
para la inmortalidad a imagen de su propio ser" (Sap
1,13).

EL DIOS VIVO RESPLANDECE EN JESUCRISTO.

En Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre,


Dios-Hijo, consubstancial al Padre y al Espíritu Santo,
brilla el Dios vivo, que nos ha hablado por los
Profetas, por último nos ha hablado por medio de su
Hijo (Hb 1,2), a quien el Sumo Sacerdote conjuró a
proclamarlo: "Te conjuro por Dios vivo a que nos
digas si tú eres el Hijo de Dios". "Tú lo has dicho" (Mt
26,63). Y enfáticamente escribe San Juan: "En El
estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn
1,4). El mismo Jesús dirá de sí mismo: "Así como el
Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al
Hijo tener vida en sí mismo" (Jn 5,26). En la
expresión "YO SOY", que Jesucristo utiliza al referirse
a su propia persona, encontramos un eco del nombre
con el cual Dios se ha manifestado a Sí mismo a
Moisés (Ex 3,14). Cristo se aplica a Sí mismo aquel
"YO SOY" (Jn 13,19), nombre que define a Dios no
solamente en cuanto Absoluto, Existencia en sí del
Ser por Sí mismo, sino también como El que ha
establecido la alianza con Abrahán y con su
descendencia y que, en virtud de la alianza, envía a
Moisés a liberar a Israel de la esclavitud de Egipto.
Aquel "YO SOY" contiene en sí un significado
soteriológico, habla del Dios de la alianza que está
con el hombre para salvarlo. Habla del Emmanuel (Is
7,14), el "Dios con nosotros", que indica la
Preexistencia divina del Verbo Hijo, pero al mismo
tiempo, reclama el cumplimiento de la profecía de
Isaías sobre el Emmanuel, de ser el "Dios con
nosotros". "YO SOY" significa también "Yo estoy con
vosotros" (Mt 28,20). "Salí del Padre y vine al
mundo" (Jn 16,28),"...a buscar y salvar lo que
estaba perdido" (Lc 19,10). El Hijo del hombre es
verdadero Dios, Hijo de la misma naturaleza del
Padre que ha querido estar "con nosotros" para
salvarnos. En el sermón de la Cena, cuando habla de
"la casa del Padre", en la cual El va a prepararles un
lugar (Jn 14,1), responde a Tomás que le preguntaba
sobre el camino: "Yo soy el camino, la verdad y la
vida". Al proclamarse "verdad" y "vida" reclama
atributos propios del Ser divino: Ser-Verdad, Ser-
Vida. "Yo soy "la luz del mundo", y quien lo sigue,
"no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida"
(Jn 8,12). Claramente dice Jesús: "Yo soy... la vida"
(Jn 14,6).
JESÚS ES LA VIDA Y DA LA VIDA

Jesús "es la vida" porque es verdadero Dios, como lo


afirma antes de resucitar a Lázaro: "Yo soy la
resurrección y la vida" (Jn 11,25). En la resurrección
confirmará definitivamente que su vida como Hijo del
hombre, no está sometida a la muerte. El es la vida,
y, por tanto, es Dios. Si es la Vida, El puede
participarla a los demás: "El que cree en mí, aunque
muera vivirá" (Jn 11,25). Cristo puede convertirse
también en la Eucaristía en "el pan de la vida" (Jn
6,35), en "el pan vivo bajado del cielo" (Jn 6,51).
Cristo se compara con la vid que da vida a los
sarmientos (Jn 15,1. "Yo soy el buen pastor; el buen
pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10,11),
identificando su unión con el padre de quien Ezequiel
dijo: "Porque así dice el Señor Yahvé: Yo mismo iré a
buscar a mis ovejas y las reuniré... Yo mismo
apacentaré a mis ovejas y yo mismo las llevaré al
redil.... buscaré la oveja perdida, traeré a la
extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la
enferma... apacentaré con justicia" (Ez 34,11).
"Rebaño mío, vosotros sois las ovejas de mi grey, y
yo soy vuestro Dios" (Ez 34,31). Palabras que
reflejan la identidad de Jesús con Aquel que en el
Antiguo Testamento había hablado de Sí mismo
como de un Pastor, declarando: "Yo soy vuestro
Dios" (Ez 34,31).

LA VIDA EN LA EVANGELIUM VITAE

Ante las innumerables y graves amenazas contra la


vida en el mundo contemporáneo, podríamos
sentirnos abrumados por una sensación de
impotencia insuperable. Este es el momento en que
el Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está
llamado a profesar, con humildad y valentía, la
propia fe en Jesucristo, «Palabra de vida» (1Jn1, 1).
El Evangelio de la vida es una realidad concreta y
personal, porque consiste en el anuncio de la
persona misma de Jesús, el cual se presenta a todo
hombre, con estas palabras: «Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Jesús es el Hijo que
desde la eternidad recibe la vida del Padre (Jn 5,26)
y que ha venido a los hombres para hacerles
partícipes de este don: «Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
Así, por la palabra, la acción y la persona de Jesús se
da al hombre la posibilidad de «conocer» toda la
verdad sobre el valor de la vida humana. Dice el
Concilio Vaticano II: Cristo «con su presencia y
manifestación, con sus palabras y obras, signos y
milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa
resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad,
lleva a plenitud toda la revelación de que Dios está
con nosotros para librarnos de las tinieblas del
pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una
vida eterna».

ENTRA EL PECADO EN EL MUNDO

Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios se


oscurece por la irrupción del pecado en la historia.
Con el pecado el hombre se rebela contra el Creador,
acabando por idolatrar a las criaturas. De este modo,
el ser humano no sólo desfigura en sí mismo la
imagen de Dios, sino que está tentado de ofenderla
también en los demás, sustituyendo las relaciones de
comunión por actitudes de desconfianza,
indiferencia, enemistad, llegando al odio homicida. A
la luz de esta verdad san Ireneo precisa su
exaltación del hombre: «el hombre que vive» es
«gloria de Dios», pero «la vida del hombre consiste
en la visión de Dios». Por tanto, Dios es el único
Señor de esta vida: el hombre no puede disponer de
ella. Dios mismo lo afirma a Noé después del diluvio:
«Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la
reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a
cada uno reclamaré el alma humana» (Gén 9,5). El
texto bíblico subraya cómo la sacralidad de la vida
tiene su fundamento en Dios y en su acción
creadora: «Porque a imagen de Dios hizo El al
hombre» (Gén 9,6). La vida y la muerte del hombre
están en las manos de Dios, en su poder: «El, que
tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el
soplo de toda carne de hombre», exclama Job
(12,10). «El Señor da muerte y vida, hace bajar al
Seol y retornar» (1 S 2,6). Sólo El puede decir: «Yo
doy la muerte y doy la vida» (Dt 32,39). La pregunta
« ¿Qué has hecho?» (Gén 4,10), con la que Dios se
dirige a Caín después de que éste hubiera matado a
su hermano Abel, es la experiencia de cada hombre,
que, en lo profundo de su conciencia siempre es
llamado a respetar el carácter inviolable de la vida -
la suya y la de los demás-, como realidad que no le
pertenece, porque es propiedad y don de Dios
Creador y Padre. El mandamiento relativo al carácter
inviolable de la vida humana ocupa el centro de las
«diez palabras» de la alianza del Sinaí (Ex 34,28).
Prohíbe, ante todo, el homicidio: «No matarás» (Ex
20,13); pero también condena cualquier daño
causado a otro (Ex 21,12). Al joven rico que
pregunta A Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer de
bueno para conseguir vida eterna?», responde: «Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»
(Mt 19, 16). Y cita, como primero, el «no matarás»
(18). En el Sermón de la Montaña, Jesús exige una
justicia superior, también en el campo del respeto a
la vida: «Habéis oído que se dijo a los antepasados:
No matarás; y aquel que mate será reo ante el
tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se
encolerice contra su hermano, será reo ante el
tribunal» (Mt 5, 2). No existe el forastero que debe
hacerse prójimo del necesitado, incluso asumiendo la
responsabilidad de su vida, como enseña de modo
incisivo la parábola del buen samaritano (Lc 10,25).

TAMBIEN LOS NO NACIDOS

El Concilio Vaticano II destaca cómo la generación de


un hijo es un acontecimiento profundamente humano
y altamente religioso, en cuanto implica a los
cónyuges y a Dios mismo que se hace presente. Los
esposos son colaboradores de Dios Creador en la
generación de un nuevo ser humano. Así, la
exclamación de la primera mujer, «la madre de
todos los vivientes» dice: «He adquirido un varón
con el favor del Señor» (Gén 4,1). El hombre y la
mujer unidos en matrimonio son asociados a una
obra divina: mediante el acto de la procreación, se
acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva
vida. «Antes de haberte formado yo en el seno
materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía
consagrado» (Jr 1,5): la existencia de cada
individuo, desde su origen, está en el designio
divino. La exaltación de la fecundidad y la espera de
la vida resuenan en las palabras con las que Isabel
se alegra por su embarazo: «El Señor... se dignó
quitar mi oprobio entre los hombres» (Lc 1,25). El
valor de la persona desde su concepción es celebrado
en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y
entre los dos niños que llevan en su seno.

Y LOS ANCIANOS

En lo relativo a los últimos momentos de la


existencia, sería anacrónico esperar de la revelación
bíblica una condena explícita de los intentos de
anticipar violentamente su fin, porque aquel contexto
cultural y religioso en lo concerniente al anciano,
reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza
insustituible para la familia y la sociedad. La vejez
está marcada por el prestigio y rodeada de
veneración (2 M 6,23). El justo no pide ser privado
de la ancianidad y de su peso, al contrario, reza así:
«Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza
desde mi juventud... Y ahora que llega la vejez y las
canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que
anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras»
(Sal 71,5). El tiempo mesiánico ideal es presentado
como aquél en el que «no habrá jamás... viejo que
no llene sus días» (Is 65,20).

EN EL OCASO Y DECLINAR DE LA VIDA

Pero ¿cómo afrontar en la vejez el declive inevitable


de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? el
creyente sabe que su vida está en las manos de
Dios: «Señor, en tus manos está mi vida» (Sal 16,5).
El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo
es de la muerte; en su vida, como en su muerte,
debe confiarse totalmente al «agrado del Altísimo», a
su designio de amor. Incluso en el momento de la
enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la
misma seguridad en el Señor y a renovar su
confianza en El, que «cura todas las enfermedades»
(Sal 103,3). Cuando toda expectativa de curación se
cierra ante el hombre -hasta moverlo a gritar: «Mis
días son como la sombra que declina, y yo me seco
como el heno» (Sal 102,12)-, el creyente está
animado por la fe inquebrantable en el poder
vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a la
desesperación y a la búsqueda de la muerte, sino a
la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe, aún
cuando digo:" Muy desdichado soy"!» (Sal 116,10);
«Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has
sacado, Señor, mi alma de la fosa» (Sal 30,3).

JESÚS ANTE AL MUERTE

Ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre


vivir o morir. Sólo es dueño absoluto de esta decisión
el Creador, en quien «vivimos, nos movemos y
existimos» (Hch 17,28). Mirando «el espectáculo» de
la cruz (Lc 23,48) podremos descubrir el
cumplimiento y la revelación de todo el Evangelio de
la vida. En las primeras horas de la tarde del viernes
santo, «al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre
toda la tierra. El velo del Santuario se rasgó por
medio» (Lc 23,44). Es símbolo de una gran
alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las
fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y
la muerte. Hoy nosotros nos encontramos también
en medio de una lucha dramática entre la «cultura
de la muerte» y la «cultura de la vida». Pero, esta
oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al
contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se
manifiesta como centro, sentido y fin de toda la
historia y de cada vida humana. Jesús clavado en la
cruz, vive el momento de su máxima «impotencia»,
y su vida parece abandonada totalmente al escarnio
de sus adversarios y en manos de sus asesinos: es
ridiculizado, insultado, ultrajado (Mc 15,24). Y
entonces, he ahí que el centurión romano exclama:
«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios
Vivo» (Mc 15,39). Con su muerte, Jesús ilumina el
sentido de la vida y de la muerte de todo ser
humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre (Lc
23,34) y dice al malhechor que le pide que se
acuerde de él en su reino: «Yo te aseguro: hoy
estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Después
de su muerte «se abrieron los sepulcros, y muchos
cuerpos de santos difuntos resucitaron» (Mt 27,52).
La salvación realizada por Jesús es don de vida y de
resurrección. También hoy, dirigiendo la mirada a
Aquél que atravesaron, todo hombre amenazado en
su existencia, encuentra la esperanza segura de
liberación y redención. Por esa muerte el hombre
participa de la misma vida de Dios. Es la vida que,
mediante los sacramentos de la Iglesia, se comunica
a los hijos de Dios. De la Cruz, fuente de vida, nace
y se propaga el «pueblo de la vida». Concédenos,
Señor, escuchar con corazón dócil y generoso toda
palabra que sale de la boca de Dios. Así
aprenderemos no sólo a «no matar» la vida del
hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.

CONCLUSIÓN

De la filosofía y la teología de Santo Tomás, de la


mano de la Revelación Divina, venimos de Dios Vivo,
de su gloria, el hombre viviente por su Vida; de
Jesucristo, que muere por darnos Vida Eterna; al
Magisterio de la Iglesia en la Evangelium vitae, para
terminar con las últimas palabras de San Agustín:
"Déjame morir, Señor, para que viva". Y de la
expresión luminosa de Santa Teresita del Niño Jesús
antes de morir: "No muero; entro en la Vida". Ven,
Señor Jesús" (Ap 22,20).

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