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Las implicaciones de la modificación de conducta en el ámbito educativo, © M. Servera, 2003, pag.

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LAS IMPLICACIONES DE LA MODIFICACIÓN DE CONDUCTA


EN EL ÁMBITO EDUCATIVO

Mateu Servera Barceló


Departament de Psicologia. Universitat de les Illes Balears
<mateus@uib.es>

1. Introducción
2. La tradición conductual en la escuela.
3. La tradición cognitiva en la escuela.
4. Cuestiones actuales y perspectivas de futuro de la modificación de conducta en la escuela.
4.1. Las implicaciones de la psicología del desarrollo en el proceso de
evaluación/intervención conductual.
4.2. Las estrategias de intervención en la escuela.
5. Conclusiones.
6. Bibliografía.

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1. Introducción

El presente trabajo se basa en parte de un proyecto docente del autor elaborado para participar en el
concurso oposición en 1993 y tiene como principal objetivo realizar una revisión histórica y crítica
de la influencia de la modificación de conducta, y el modelo conductual en su integridad, en el campo
educativo.

Como señaló en su momento Cidad (1990, p.13), probablemente equiparar la figura de un maestro o
profesor a la de un modificador de conducta no sólo provocaría sorpresa, sino también cierta
polémica. Y, sin embargo, prescindiendo de las connotaciones ideológicas que subyacen a este tema
existen razones suficientes para justificar esta equiparación.

El educador tiene ante sí la ingente labor de enseñar a un grupo de niños toda una serie de objetivos
curriculares, hábitos personales y habilidades diversas que, a pesar de su diversificación, pueden
adscribirse a una de estas tres situaciones educativas: situaciones de implementación (el educando
debe adquirir una habilidad que no se encuentra en su repertorio habitual), situaciones de
mantenimiento (el educando dispone de una determinada habilidad que debe fortalecerse de forma
que presente una frecuencia, intensidad y precisión óptimas) y situaciones de reducción (el
educando exhibe toda una serie de conductas incompatibles con los objetivos educativos deseados).
Evidentemente, estas tres situaciones que contemplan objetivos generales en el proceso de
enseñanza-aprendizaje son, en definitiva, los procesos básicos sobre los que asienta parte de su
labor terapéutica y educativa la modificación de conducta (MC).

Powers y Franks (1988) no niegan la raíz eminentemente clínica de la MC, sin embargo, consideran
que ello no ha sido un obstáculo para que se estableciese una relación fructífera con el ámbito
educativo y la escuela en particular. De modo genérico puede considerarse que la función del
maestro es doble: evaluar e incrementar las habilidades intelectuales del niño y mejorar su conducta
social. La MC se interesó en un principio fundamentalmente por los aspectos conductuales y ello
estaba sobradamente justificado si tenemos en cuenta que por mucho que se haya enfatizado la
función "académica", la realidad es que el maestro dedica la mayor parte del tiempo escolar a intentar
ejercer algún control sobre el comportamiento del alumno. Sin duda, la preocupación por la conducta
manifiesta del niño en MC está monopolizada por lo que se ha venido en llamar la "tradición
conductual" en la escuela, iniciada con el surgimiento del enfoque operante.

Esta tradición, con ser preponderante y de gran arraigo, no abarca, sin embargo, toda la influencia
que ha desplegado la MC en el campo educativo. La mejora de los métodos de instrucción y el
fomento de las habilidades académicas del niño también han sido motivo de preocupación por los
investigadores instalados en enfoques diferentes al operante pero próximos a la línea cognitivo-

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conductual en MC.

En el presente trabajo revisaremos las tradiciones conductuales y cognitivas de la MC en la escuela


y también abordaremos otros temas como son: la influencia de la psicología evolutiva en el proceso
de evaluación/intervención conductual, las estrategias de intervención propias de la MC y la
perspectiva preventiva también desde el punto de vista de la MC.

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2. La tradición conductual en la escuela.

En un excelente trabajo sobre el tema, Benes y Kramer (1989) califican la influencia del análisis
experimental de la conducta sobre la educación de destacable y al mismo tiempo de decepcionante.
El término destacable se justifica por el productivo desarrollo de una metodología de evaluación y de
intervención de probada eficacia y, por contra, utilizan el calificativo de decepcionante al considerar
la escasa acogida que ha tenido la tecnología conductual en los sistemas escolares y particularmente
entre el profesorado. Esta curiosa paradoja resume, como ya hemos podido comprobar a lo largo del
anterior apartado, la concepción general que se tiene de la relación entre la escuela y el enfoque
operante.

El análisis experimental de la conducta desarrollado por Skinner se fundamentó en los principios de


descripción objetiva, metodología experimental, relaciones funcionales y diseños de caso único. Tras
los estudios de laboratorio, Skinner y colaboradores empezaron a estudiar las aplicaciones prácticas
que podían tener conceptos centrales de su enfoque como el reforzamiento, el castigo y el control de
estímulos (Kratochwill y Bijou, 1987). Las primeras aplicaciones del enfoque abarcaron
fundamentalmente ambientes institucionales y pacientes con déficits severos, aunque también se
acercaron decisivamente a los contextos educativos (Keller y Ribes, 1973; Bijou y Rayek, 1978). En
esta última dirección, existen dos trabajos pioneros dignos de resaltarse: el de Hall, Lund y Jackson
(1968) y el de Madsen, Becker y Thomas (1968).

Hall y cols. (1968) analizaron la conducta de estudio en clase y demostraron que la alteración
sistemática de la conducta del profesor afectaba directamente el nivel atencional del niño. Pero otras
conclusiones importantes de su estudio sobre el refuerzo verbal fueron que, por una parte, era más
importante cómo daba el refuerzo el profesor (en qué situación, contingentemente, etc.) que cuánto
refuerzo daba y, por otra parte, la facilidad con que un profesor podía adquirir la “habilidad del
reforzamiento” con una mínima supervisión.

Madsen y cols (1968), en cambio, se centraron en las habilidades de manejo de la clase por parte del
profesor (es decir, cuestiones referentes a reglas, ruegos y conductas) y concluyeron que:
a) las reglas por sí solas eran bastante poco efectivas a la hora de modificar la conducta del niño
en clase,
b) el refuerzo en el caso de que se produjeran conductas deseadas y la extinción en el caso de las
indeseadas era muy efectivo para ejercer el control del aula, y
c) el refuerzo bien administrado ante las conductas deseadas fue, probablemente, el factor más
importante en la mejora de las conductas de los alumnos en clase.

Aunque muchos de los estudios del enfoque operante dentro del ámbito educativo se centraron en

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los procedimientos de reforzamiento, hubo otros que también estudiaron los efectos del castigo,
preferentemente del castigo negativo. En este caso, la utilidad del tiempo fuera de reforzamiento (en
sus distintas modalidades) es ampliamente conocida en todas las conductas problemáticas de niños
deficientes (véase Sulzer-Azaroff y Mayer, 1977), pero también se ha mostrado útil en
comportamientos disruptivos en el aula normal como, por ejemplo, en casos de hiperactividad
(Sachs,1973). Hay que recordar también que el tiempo fuera de reforzamiento es una técnica
presente en la práctica totalidad de programas de entrenamiento de padres en manejo de conductas
problemas que han demostrado su eficacia. Por su parte, Kircher, Pear y Martin (1971) en otro
trabajo pionero utilizaron también con éxito procedimientos de castigo positivo para mejorar el
rendimiento y el nivel de atención de dos niños con retraso severo sobre tareas de aprendizaje.

En definitiva, como señalan Benes y Kramer (1989, p.20), a partir de estos trabajos y de otros
muchos en la misma dirección la eficacia de los procedimientos operantes del castigo y del
reforzamiento en el manejo y la educabilidad de las conductas propias del medio educativo es
irrefutable.

En cuanto al tema del control de estímulos también ha tenido importantes repercusiones en el


ámbito educativo. En un interesante trabajo de Lovitt y Curtiss (1968) se consiguió mejorar
espectacularmente el rendimiento en problemas de aritmética de un niño de 11 años simplemente
haciendo que verbalizase el problema antes de realizarlo. La mejora se mantuvo incluso después de
que el niño dejase de verbalizar. La conclusión del trabajo es que era posible cambiar una conducta
por la simple alteración de los estímulos antecedentes. En un estudio en la misma línea, Risley y
Reynolds (1970) encontraron que el maestro podía mejorar las habilidades de pronunciación de los
niños enfatizando determinadas palabras de las frases al leer, si bien ello sólo era útil cuando la
enfatización no se utilizaba demasiado a menudo.

En ambos casos, y en estudios posteriores a lo largo de la década de los setenta, lo que se pudo
demostrar es que el uso de señales o prompts adecuados eran útiles a la hora de provocar cambios en
la conducta de los alumnos en clase. De este modo, se desarrolló toda una tecnología en la
evaluación, diseño e implementación de actividades de recuperación en clase a partir del análisis de
los estímulos antecedentes (Benes y Kramer, 1989), más conocida actualmente en términos de
“técnicas de control de estímulos”.

Los trabajos desarrollados al amparo de los procedimiento de refuerzo, castigo y control de


estímulos fueron muchos y variados a lo largo de la década de los setenta. Blackman y Silberman
(1980) resumieron las principales aplicaciones que podían derivarse en los contextos educativos,
prácticamente todas aún vigentes:.

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1. Las conductas deseadas en clase deben especificarse en términos positivos.


2. Las tareas de aprendizaje deben individualizarse hasta el punto que cada estudiante tenga
oportunidades de obtener algún éxito siempre.
3. Se deben especificar claramente las consecuencias que tendrán tanto las conductas deseables
como las indeseables.
4. Se debe determinar cuando y cómo se administrará el refuerzo.
5. Se debe desarrollar un sistema de reforzamiento individual y otro en grupo.
6. El profesor debe modelar todas las conductas que desea que emulen sus alumnos.
7. El profesor debe aprender a desarrollar sus habilidades de reforzamiento.

En cualquier caso conviene recordar, como en su momento ya remarcaron Benes y Kramer (1989),
que a pesar de la probada efectividad de estas recomendaciones casi nunca han formado parte de
ningún sistema o reforma educativa de forma explícita.

Otra de las genuinas aportaciones del enfoque operante al campo de la educación lo constituye la
enseñanza programada. Aunque Kazdin (1988, p.201) entiende que la enseñanza programada no
forma parte del ámbito de la MC, nosotros entendemos que ello es así sólo desde el punto de vista
estrictamente clínico. En cambio en lo que respecta al modelo conductual entendido en su globalidad,
sin duda los principios que subyacen a la enseñanza programada derivan de los conocimientos sobre
aprendizaje y condicionamiento operante que tanto ha desarrollado el modelo.

En primer lugar la enseñanza programada significó una de las primeras aplicaciones prácticas de los
principios del condicionamiento operante y un intento preliminar de desarrollo de una tecnología de
la enseñanza. Sus orígenes se remontan al año 1920, cuando en la Universidad de Ohio, Sidney
Pressey construyó la primera máquina para corregir tests de forma automática. Muy pronto el autor
y sus colaboradores empezaron a valorar las posibilidades educativas que podían ofrecer estas
máquinas: si servían para evaluar una materia, ¿por qué no podrían ser útiles también para
enseñarla?. Sin duda la cantidad de empresas que hoy se valen de los medios audiovisuales y la
informática para enseñar idiomas, contabilidad, física o los propios principios de la enseñanza
programada están en deuda con esta idea original.

Las primeras máquinas "enseñantes" funcionaban de forma muy similar a como hoy en día
funcionan algunos programas de informática. Se presentaba al alumno alguna cuestión o tarea que
disponía de varias alternativas de solución. Cuando el alumno respondía la máquina inmediatamente
le proporcionaba información sobre su acierto o su error. De esta forma, el aprendizaje continuaba
sólo cuando el alumno daba con la respuesta correcta. El trabajo previo del programador era dividir
en unidades pequeñas y significativas cualquier materia por compleja que fuera y diseñar un único
camino de solución que conducía al conocimiento y dominio de la misma.

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Pressey abandonó pronto las investigaciones sobre la enseñanza programada por falta de interés
público, sin embargo en los años cincuenta el enfoque operante de Skinner retomó el tema. En 1954,
Skinner publicaba "The Science of Learning and the Art of Teaching" donde criticaba duramente los
procedimientos tradicionales de la enseñanza y desarrollaba las bases de una tecnología educativa,
basada en gran parte en la enseñanza programada. Según Skinner (1970), la enseñanza tradicional se
basa más en el control aversivo que en el positivo, las contingencias reforzantes son pocas y muy
demoradas y la única fuente de reforzamiento del alumno depende exclusivamente del profesor. Una
de las soluciones planteadas eran la máquinas para aprender; con ellas no sólo era posible adaptar el
material a las necesidades de cada individuo, sino que también se podía conseguir a través de
procedimientos de feedback y refuerzo moldear aprendizajes cada vez más complejos en cortos
períodos de tiempo.

En los años siguientes, como recoge Kazdin (1978, pp. 202-204), el impacto de la enseñanza
programada en el ámbito educativo fue muy importante, aparecieron numerosos trabajos e incluso
algunas revistas (en 1962, apareció el Journal of Programmed Instruction) en los cuales los
principios del condicionamiento operante se consolidaron como marco explicativo y base del
desarrollo de este tipo de instrucción.

En síntesis los principios que subyacen a la enseñanza programada son la función estímulo-
respuesta, el feedback y el refuerzo positivo, sin embargo Holland y Skinner (1961) añadieron otros
seis principios propios de este tipo de enseñanza que también forman parte de la tecnología
educativa que pretendían defender. Estos principios, tal y como los recogen Fernández y Sarramona
(1983, p.403), son:.

1. Principio de la "participación activa": el alumno debe actuar mientras está aprendiendo, para lo
cual hay que interesarlo previamente.
2. Principio de las "etapas breves": las dificultades son fácilmente vencibles si se afrontan en
pequeños pasos.
3. Principio de la "progresión graduada": las etapas han de encadenarse de modo que lleven al sujeto
a un comportamiento cada vez más complejo.
4. Principio de la "comprobación inmediata": en el aprendizaje humano, el simple hecho de conocer
la solución inmediatamente después de haber respondido constituye un poderoso refuerzo.
5. Principio de la "adaptación personal": el alumno es capaz de determinar su propio ritmo de
aprendizaje.
6. Principio de la "eficacia del éxito": el medio más eficaz de conseguir la motivación es que de
forma constante el alumno obtenga éxitos parciales en su sistema de aprendizaje.

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Por otra parte, toda la investigación acumulada sobre el tema nos permiten hoy en día establecer una
serie de normas básicas que el programador/educador debe seguir para elaborar sistema de enseñanza
programada, que a su vez pueden servir a cualquier persona para valorar cualquier programa que se
le presente, como si de un cuestionario se tratase. Estas normas son las siguientes:.

1. La materia debe descomponerse en pequeños pasos (denominados cuadros o ítems).


2. Cada cuadro exige una respuesta o actuación del alumno, lo cual evita una lectura superficial o
precipitada. Normalmente el alumno debe elegir entra varias alternativas.
3. El sistema debe contemplar un procedimiento de feedback por el cual el alumno obtenga
información inmediata sobre su respuesta. Si es acertada obtiene un refuerzo (a veces puede ser
material –sistema de economía de fichas- o simplemente la posibilidad de seguir avanzando) y
continua con el aprendizaje. En caso contrario debe volver a leer la cuestión y optar por otra
respuesta. Es posible establecer diversos grados de refuerzo en función de la distinta
importancia concedida a la cuestión con la que se enfrenta el niño.
4. Todo programa debe adaptarse a las necesidades y posibilidades de cada alumno o grupo de
alumnos. Es imprescindible que al principio se obtenga una alta tasa de refuerzos positivos
(nunca inferior al 80%) y que a medida que avance la complejidad y el esfuerzo requerido sea
mayor, es decir, debe existir una adecuada graduación de los pasos. Cuestiones demasiado fáciles
o demasiado difíciles conducen igualmente al tedio y la desmotivación.
5. Se permite a cada alumno que avance a su ritmo de forma independiente de sus compañeros.
6. En la redacción del programa deben eliminarse elementos accesorios o perturbadores, aunque
deben privar los criterios didácticos de agradabilidad e interés.

La valoración del sistema de enseñanza programada nunca ha estado del todo clara, aunque
difícilmente se pueden cuestionar sus logros. Como recogen Fernández y Sarramona (1983, pp.409-
411), desde el ámbito de la teoría de la educación, la enseñanza programada ha demostrado ser
cuanto menos igual sino superior a la enseñanza tradicional en multitud de aprendizajes, aumenta la
atención, la motivación y la actividad del alumno, el tiempo de aprendizaje es inferior a otros
sistemas, es particularmente útil con alumnos que padecen algún retraso o dificultad y permite la
incorporación de los medios tecnológicos al aula. No obstante, tampoco le han faltado críticas
centradas en la escasa utilidad en caso de aprendizajes complejos, en sus elevadísimos costes
(económicos y laborales) y en la imposibilidad de que el alumno utilice métodos "constructivos" o
"significativos" para aprender. La mayoría de aspectos incluídos en estas críticas son subsanables,
como la propia tecnología se ha encargado de demostrar en estos años o, en todo caso, la enseñanza
programada puede ocupar un lugar más en todo un diseño curricular donde se combine con otras
estrategias y procedimientos más “tradicionales”, en el sentido que implican la presencia directa del
educador. Por tanto, aunque sí es evidente es que el sentido revolucionario que Skinner intento dar a
la enseñanza programada se ha perdido en gran parte por el camino, el actual desarrollo de la

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informática y los medios audiovisuales en general han demostrado que se trata de una opción
educativa válida y con un gran futuro por delante. Y sin duda la teoría de base, enraízada en el
condicionamiento operante, sigue siendo la mejor garantía de su eficacia, con independencia de que
ya actualmente se esté generando una teoría propia del hipertexto que abarque aspectos más
profundos sobre los modos del pensamiento humano, la forma de programación que debe seguirse,
etc..

Una vez revisadas algunas de las aportaciones clásicas del análisis experimental de la conducta a la
educación, ahora nos centraremos en las líneas de trabajo que se están desarrollando en la actualidad.
Ello no quiere decir que necesariamente se haya abandonado el interés por las líneas anteriormente
expuestas; a modo de ejemplo podemos citar el trabajo de Becker y Carnine (1980) sobre las
propiedades de la instrucción directa y el de Browder y D'Huyetters (1988) sobre las posibilidades
de utilización de la metodología del control de estímulos con niños deficientes. Sin embargo, los
analistas del comportamiento comprendieron en su momento que es difícil abarcar toda la
complejidad del proceso educativo exclusivamente desde los procedimientos de refuerzo, castigo y
control de estímulos y, mientras algunos han optado abiertamente por la línea cognitivo-conductual,
otros han preferido desarrollar nuevos enfoques más en la línea estrictamente conductual. Entre las
aportaciones actuales de estos enfoques destacan: los modelos de "consulta conductual" (behavioral
consultation), los sistemas de evaluación de las habilidades académicas basada en el currículum y la
evaluación de los ambientes de aprendizaje.

Los modelos de consulta conductual son muchos y variados, aunque todos tienen un objetivo común
(Benes y Kramer, 1989, p.22): "promover cambios en la conducta de un individuo o en un sistema
educativo". En general, la metodología de todos los modelos es de tipo indirecto, es decir, existe un
motivo de consulta que puede ser la conducta de un niño en particular o un problema del aula
(aumentar el interés de los niños por lectura, el nivel de participación en las actividades formativas,
las conductas atencionales, etc.), un consultante (que suele ser un maestro o un centro escolar) y un
psicólogo que es quien analiza el problema y establece una o varias posibles soluciones.

Bergan (1977) propuso uno de los primeros modelos de consulta conductual que ha sido
ampliamente aceptado. En este modelo la relación anteriormente establecida entre motivo,
consultante y psicólogo se conceptualiza como un proceso de solución de problemas en el que se
distinguen cuatro pasos:.

1. Identificación del problema (y definición del mismo en términos conductuales).


2. Análisis del problema (incluye la evaluación conductual del mismo en términos de frecuencia,
duración y/o intensidad, y el establecimiento del análisis funcional y las hipótesis explicativas).
3. Implementación de un tipo de intervención (en general muy similares a las técnicas ya vistas en

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el enfoque operante pero en este caso implementadas por los agentes educativos).
4. Evaluación final (en caso necesario se introducen las modificaciones pertinentes en la
intervención).

La superioridad de los modelos de consulta conductual frente a otros enfoques parece


suficientemente documentada (Benes y Kramer, 1989), sin embargo, existe cierto rechazo a los
mismos por parte de muchos maestros que no consideran que se establezca una relación igualitaria
entre el consultante y el consultado. Por parte de los psicólogos, en cambio, se ha argumentado la
poca voluntad de colaboración de los maestros, cuando con la simple mejora de aspectos tan
puntuales como pueden ser el refuerzo verbal y la técnica de extinción ya es posible detectar
cambios importantes en el aula. El curso de esta polémica en nuestros días sigue relegando a los
psicólogos escolares a labores de evaluación y de intervenciones puntuales directas, sin apenas
posibilidad de utilizar los principios del modelo conductual dentro de los sistemas educativos. En
una situación que desde el punto de vista del conocimiento científico sólo puede calificarse de
absurda; porque una cosa es, como verdaderamente algunos quisieron “vender” en su momento, que
los procedimientos conductuales sean la panacea para todos los males y otra cosa es que por no
serlo se les niegue el acceso a la escuela, la formación de educadores y al propio sistema educativo.
Por eso, si hoy en día la mayoría de teóricos e investigadores formados en el modelo conductual han
sabido reconocer las limitaciones de las propuestas de sus antecesores, y en algunos casos se han
mostrado muy críticos con ellos, en algún momento los teóricos de la educación, los piagetinanos y
neopiagetianos, los constructivistas, etc.

El desarrollo de los sistemas de evaluación basados en el currículum (EBC) es otra de las líneas
actuales de trabajo del enfoque conductual. No es aquí el momento para profundizar en las
características de estos sistemas frente a la tradicional evaluación psicométrica, pero sí queremos
resaltar sus principales diferencias:

1) La EBC surgió de la aplicación del análisis funcional a las habilidades académicas y del enfoque
cognitivo del análisis de tareas con el objetivo de superar algunas limitaciones de los tests
normalizados y los tests basados en criterios. Estos dos últimos tipos de prueba han demostrado
reiteradamente su ineficacia para detectar pequeños pero significativos cambios en las habilidades
académicas de los niños (Shapiro, 1989; Fuchs y Fuchs, 1990).

2) La EBC puede definirse como un procedimiento para determinar las necesidades


instruccionales de los estudiantes basado en una evaluación continua de su rendimiento en las
actividades académicas cotidianas. El principio fundamental es que se debe evaluar siempre lo qué
se está enseñando en clase.

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3) Shapiro (1989) ha destacado dos de las grandes ventajas de la EBC sobre otros sistemas: por
una parte, en el caso de las dificultades de aprendizaje permite establecer un vínculo directo entre
la evaluación y la intervención y, por otra parte, permite ajustar la instrucción en el punto exacto
donde se encuentra el estudiante.

4) Los diversos trabajos aplicados de Deno y colaboradores (ver Deno, 1985) han demostrado
que en la enseñanza primaria la medida directa sobre textos extraídos del currículum del número
de palabras leídas, pronunciadas y escritas correctamente es un excelente indicativo de la
habilidad general de lectura del niño. Por su parte, en el modelo de Shapiro (1989) se incluyen
habilidades aritméticas, de resolución de problemas e incluso de evaluación del ambiente de clase.

En definitiva, aunque la EBC es un tipo de evaluación menos cómodo y que exige más trabajo al
maestro o al psicólogo escolar, puesto que prácticamente cada clase requiere un ajuste de las pruebas
a utilizar, parece evidente que es una tendencia que se impondrá en la investigación y en la
intervención en ambientes educativos (Benes y Kramer, 1989; Goetz, Hall y Fetsco, 1990).

Por último, aunque al hilo que lo que veníamos diciendo, otra línea de trabajo actual dentro del
enfoque operante es la evaluación del ambiente de aprendizaje. Como recogen Lenz y Shapiro
(1986) en su excelente trabajo, desde los años sesenta tenemos evidencias de que existe una relación
directa entre el rendimiento académico y ciertas variables ambientales de la clase. Estas evidencias
han desembocado en una línea de investigación a veces denominada "ecología escolar" (Benes y
Kramer, 1989, p.24).

Los modelos de evaluación del ambiente de clase parten de dos supuestos fundamentales: en primer
lugar se asume una relación causal y directa entre la conducta del maestro y el rendimiento del niño
(no se niegan la posibilidad de otras influencias, pero permanecen en un segundo plano) y, por otra
parte, el interés se centra en el análisis de la interrelación entre el maestro y el alumno y no en estos
dos elementos por separado. De este modo, no tiene tanta importancia evaluar el nivel de
motivación del maestro o del alumno, como establecer determinadas hipótesis causales entre lo que
dice o hace el maestro y las respuestas que se observan en sus alumnos.

Shapiro y Lenz (1986) han sugerido tres estrategias para evaluar las variables de la clase: entrevista
conductual con el maestro, escalas de observación conductual y evaluación sobre los "productos
permanentes" (trabajos, exámenes, pruebas, tareas para casa, etc.). Cada una de estas estrategias
sirve para evaluar determinadas variables. Por ejemplo, la entrevista con el maestro nos puede
permitir valorar el horario escolar, la distribución temporal de las actividades, el tipo de instrucción
y contingencias que se usan en clase, la estructura del aula, el feedback de rendimiento, etc.

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Las escalas de observación conductual en clase nos pueden dar una adecuada información de, por
ejemplo, el tiempo que los niños trabajan sobre las tareas ("on-task"), las oportunidades de
respuesta que ofrece el maestro, la tasa de respuesta, las características de la instrucción (si se
utilizan mandatos, ruegos, incitaciones..), la atención que destina el maestro a determinadas
conductas, el feedback ante la resolución de tareas (de proceso, correctivo y/o de resultado) y el uso
de las habilidades de reforzamiento y extinción. Entre las escalas más conocidas están la "State-
Event Classroom Environment Scale" (Saudargas y Lentz, 1982), la "Code for Instructional
Structure and Student Academic Response" (Stanley y Greenwood, 1981) y la "Instructional
Environment Scale" (Ysseldyke y Christensen, 1987). En último extremo, la evaluación de los
"productos" permite analizar la relación entre lo que se está dando en clase, lo que se está pidiendo
al alumno y el tipo de respuesta que éste ofrece. En muchos casos podría completarse con una
evaluación basada en el currículum.

En definitiva y a modo de resumen, es evidente que las tres líneas actuales de trabajo dentro del
enfoque operante comparten la misma preocupación, aunque vista desde ópticas distintas, por el
tema de la evaluación. En ellas siguen presente principios fundamentales como el análisis funcional
de la conducta, las medidas repetidas y la definición operativa de los problemas, pero, al contrario
de lo que intentó el enfoque operante en los años sesenta y setenta, ahora el interés no se centra en
el desarrollo de tratamientos tecnológicos relacionados con el manejo de la clase, sino en las
estrategias para definir respuestas y evaluarlas.

De todos modos, como señalan Benes y Kramer (1989), el excesivo celo del enfoque operante en
reducir el proceso educativo a la definición operativa de determinadas conductas y a mejorarlo a
través del uso casi exclusivo de técnicas de refuerzo le ha valido no pocas críticas. Actualmente, más
allá de lo acertado o lo exagerado de algunas de ellas, parece evidente que la línea operante es útil en
muchos sentidos pero no consigue cubrir la complejidad del proceso educativo ni del sistema
escolar. .

Como reconocía implícitamente Messer (1976) en una de las primeras revisiones sobre el tema de la
impulsividad infantil asociada a problemas de rendimiento: mediante técnicas operantes es posible
mantener "más tiempo" a un niño sobre una determinada tarea y ello tal vez signifique mayor
motivación y mayor nivel de atención, pero raras veces se produce una mejora del rendimiento. El
área del procesamiento de la información, los procesos de solución de problema y las estrategias de
aprendizaje también tienen una influencia directa sobre el rendimiento del niño pero, por razones
obvias, no han formado parte del enfoque operante. La llegada de la orientación cognitivo-conductual
no sólo significó cambios en la línea más clínica de la MC, sino que también incidió directamente en
los contextos educativos.

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3. La tradición cognitiva en la escuela.

En la década de los años sesenta, como señala Mahoney (1977), el "reinado" del paradigma
conductista en psicología tuvo que dejar paso a nuevas (o habría que decir "viejas") concepciones
que contemplaban la necesidad de ir más allá de los principios del condicionamiento y de la conducta
observable. Es el eterno debate entre los que han pretendido hacer de la psicología una ciencia de la
conducta y los que optado por definirla como una ciencia de la mente, aunque, evidentemente, el
problema no es tan simple.

Cuando revisamos el enfoque cognitivo-conductual dentro de la MC expusimos las principales


causas que propiciaron su surgimiento, sus características y sus implicaciones fundamentalmente
desde el punto de vista clínico. Ahora, sin pretender ser exhaustivos en un tema tan complejo y tan
amplio, vamos a esbozar sintéticamente algunas de las cuestiones del modelo cognitivo implicadas
en el ámbito educativo.

La aparición del enfoque cognitivo-conductual significó el reconocimiento implícito del papel activo
de la persona en la percepción, interpretación y comprensión de los acontecimientos ambientales.
Esta postura, aún estando lejos de los modelos de condicionamiento, especialmente del operante, no
surgió en clara oposición a ellos, como a veces se ha hecho notar, sino desde una perspectiva de
complementariedad.

En el campo educativo lo que pretende este enfoque es tomar en consideración de forma


interrelacionada la conducta del niño, sus procesos cognitivos (en forma de estilos, creencias,
expectativas, etc.) y los factores ambientales (Bandura, 1985). Sin duda, el elemento nuevo que
introduce este enfoque son los procesos cognitivos que están presentes en muchos de los
procedimientos sobre los que se sustentan las intervenciones cognitivo-conductuales. La base de
estas intervenciones son tres conceptos fundamentales: en primer lugar las técnicas de autocontrol y
autorregulación, en segundo lugar el aprendizaje observacional y las expectativas y, en tercer lugar, el
desarrollo de determinados procesos cognitivos, especialmente la función reguladora del habla
(autoinstrucciones), el entrenamiento en solución de problemas y las habilidades sociales.

La llegada del enfoque cognitivo-conductual al ámbito educativo ha estado marcada por motivos
muy diversos. Por ejemplo, Meyer, Cohen y Schleser (1989) han destacado dos hechos importantes
que a menudo han sido poco considerados. El primero de ellos fue la demanda social que obligaba a
extender las intervenciones psicoeducativas a la población normal, toda vez que el enfoque operante
se había centrado sobre todo en niños deficientes o discapacitados. Y el segundo surgió a partir de
las propias limitaciones que se pudieron observar dentro del enfoque operante en los años setenta.
Como ha señalado Kazdin (1978), los procedimientos conductuales se mostraron poco adecuados

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para intervenir sobre determinados problemas (especialmente de rendimiento cognitivo) y


presentaron distinto grado de eficacia dependiendo de las características del sujeto (es decir,
aparecieron diferencias individuales en los procesos de condicionamiento), pero lo más grave era que
cada vez se hacían más patentes las dificultades para asegurar el mantenimiento y la generalización
del cambio conductual.

Por otra parte, la investigación dentro del propio modelo conductual también se había abierto hacia
nuevos horizontes y había conseguido algunos logros importantes, especialmente en los trabajos
sobre condicionamiento semántico, autoestimulación simbólica, el papel de la conciencia
("awareness") en el aprendizaje, el aprendizaje observacional y el impacto de la percepción de las
contingencias. Estos trabajos llevaron a muchos al convencimiento de que las expectativas de los
sujetos y el grado de percepción de la relación de contingencia, entre otras cuestiones, afectaban
directamente a los procedimientos de adquisición, mantenimiento y extinción de las conductas.

Desde otra óptica, se puede afirmar que los tres factores más determinantes en el desarrollo del
enfoque cognitivo-conductual en la MC infantil han sido: la psicología cognitiva y el procesamiento
de la información, el tema del autocontrol y el surgimiento de las terapias cognitivas. En el caso de
los temas del autocontrol y las terapias cognitivas lo que pudiera influirse del ámbito clínico también
sería aplicable al desarrollo de la MC en el ámbito educativo. Si bien en cuanto al tema del
autocontrol es necesario resaltar una implicación reciente que afecta más específicamente al ámbito
educativo: los modelos de autocontrol de Kanfer, Rehm y otros, actualmente, a parte de su función
clínica, también forman parte de lo que se conoce como autorregulación o "autonomía personal"
(véase Bornas, 1992). La autonomía personal referida al ámbito académico incluye el fomento de las
capacidades cognitivas y las habilidades prosociales en el niño para hacerlo cada vez más consciente
del control que puede ejercer sobre su conducta y sobre sus procesos de aprendizaje. Este
planteamiento está muy vinculado a la aproximación preventiva de la MC en el contexto educativo.

Por otra parte, siguiendo a Craighead (1982), Benson y Presbury (1989) y Meyers y cols. (1989),
conviene realizar algunas puntualizaciones respecto a la psicología cognitiva y más concretamente
sobre el procesamiento de la información puesto que su influencia en el desarrollo del enfoque
cognitivo-conductual en el ámbito educativo va más allá de lo atribuible al ámbito clínico.

Bruner (1985) expuso, a nuestro juicio de modo acertado, dos grandes razones para explicar el auge
de los modelos cognitivos en psicología (y más en la psicología educativa). La primera de ellas se
refiere al desarrollo de la informática en general y concretamente de la computadoras, las cuales
permitieron establecer las primeras analogías del funcionamiento de la mente humana, en clara
oposición con la representación de la "caja negra" del conductismo radical. Y la segunda se refiere a
las nuevas necesidades sociales y educativas que llevó consigo la revolución postindustrial o

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tecnológica, la cual prima en el individuo el desarrollo de las habilidades de razonamiento y de


solución de problemas.

Por otra parte, como señalan Benson y Presbury (1989), otros hechos más puntuales también
favorecieron el desarrollo del enfoque cognitivo. En la Universidad de Harvard, Bruner y
colaboradores ya en los años cincuenta dedicaban esfuerzos a comprender el proceso de percepción
en la persona humana, muy influenciados por el movimiento psicométrico que invadió los Estados
Unidos en el período de entre guerras; temas como la inteligencia, los estilos de personalidad, los
intereses vocacionales y el rendimiento cognitivo estaban presentes en mayor o menor grado en los
objetivos iniciales del Centro de Estudios Cognitivos de Harvard.

Por otra parte, la psicología cognitiva estaba interesada en la forma como la persona percibe, procesa
y organiza la información externa que recibe. Los trabajos realizados en esta línea desembocaron en
el el establecimiento de diferencias individuales en el modo de funcionamiento cognitivo de las
personas con importantes repercusiones en su rendimiento y en su comportamiento social. Los
trabajos experimentales de Herman Witkin, Jerome Kagan y los investigadores de la Fundación
Menninger, entre otros, sirvieron para desarrollar la noción de "estilo cognitivo" y empezar a
analizar las distintas formas de abordar las tareas cognitivas que presentaban las personas.

Hoy en día, los estilos cognitivos dependencia-independencia de campo y reflexividad-impulsividad


demuestran jugar un papel muy relevante a la hora de determinar el rendimiento cognitivo del niño
en tareas escolares e, incluso, en algunos aspectos de su comportamiento como las conductas
atencionales, disruptivas e incluso en las de interacción social y, por tanto, necesariamente deben ser
tenidos en cuenta en las intervenciones en contextos escolares.

Sin embargo, en todo lo que respecta al análisis del funcionamiento cognitivo de la persona, el
enfoque con mayor repercusión es el del procesamiento de la información, el cual, evidentemente,
también influyó en el desarrollo del modelo cognitivo-conductual en el área educativa. Las teorías del
procesamiento de la información surgieron, en gran parte, de la analogía que se pudo establecer entre
el funcionamiento de los ordenadores a través del código binario y del funcionamiento de la mente a
través de las neuronas y los neurotransmisores. El teclado o los "inputs" del ordenador se
sustituyeron por la estimulación sensorial, las memorias RAM y ROM por las estructuras de la
memoria a corto y largo plazo, etc. .

En un plano más próximo al ámbito educativo, como señalan Benson y Presbury (1989), y también
ante la necesidad de expresar diferencias entre la máquina y el hombre, el procesamiento de la
información distinguió entre sistemas de producción y sistemas ejecutivos. Los sistemas de
producción hacen referencia a aprendizajes sencillos, reflejos o hábitos que se adquieren por práctica

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o uso repetido y que no necesitan un control "consciente" por parte del sujeto. Los sistemas
ejecutivos, en cambio, aparecen en situaciones donde los modelos aprendidos no le son útiles al
sujeto y necesita activar estrategias de búsqueda y de afrontamiento, mientras pone bajo control
todas los recursos de que dispone. Evidentemente estos sistemas ejecutivos son muchos más
difíciles de conseguir en la programación informática y, a pesar de los avances de la inteligencia
artificial, siguen siendo propios de la condición humana.

El principal de estos sistemas ejecutivos es lo que Flavell (1976), Brown (1978) y Sternberg (1985)
han denominado "metacognición" o "proceso metacognitivo", que podemos definir como el
conocimiento que tiene uno mismo de sus propios procesos cognitivos y de cualquier otro tipo de
reacción involucrada en la resolución de una tarea.

Desde otra óptica pero dentro de la misma línea, el tema de la solución de problemas establece al
mismo tiempo otra importante analogía y diferencia entre el ordenador y la mente humana. Las
estrategias de solución de problemas que se pueden implementar en una máquina son básicamente
algoritmos, es decir, fórmulas establecidas que llevan a una respuesta exacta. Por contra, las
estrategias de solución de problemas humanas se hallan influidas por emociones, motivaciones,
ansiedad, y otras distorsiones, que las convierten en heurísticas, es decir, se aplican bajo la condición
de que únicamente tienen grandes probabilidad de conseguir un determinado resultado.
Evidentemente no se puede asegurar el éxito, pero optar por una heurística correcta en lugar de
métodos de ensayo-error o azarosos maximiza las posibilidades de encontrar la respuesta correcta
ante distintas tareas o situaciones problemáticas; éste precisamente es el objetivo del entrenamiento
en solución de problemas (Nezu y Nezu, 1991).

Tanto el tema de los procesos ejecutivos como el de la estrategias de solución de problema pueden
ser consideradas centrales en el desarrollo del enfoque cognitivo-conductual aplicado a la educación,
que, sin renunciar en muchos casos a los principios de aprendizaje ya establecidos, pretendió
superar las limitaciones que ofrecía el enfoque operante al dejar de lado todo el espectro del
funcionamiento cognitivo del niño. Sin embargo, tal vez sería un error equiparar los teóricos
cognitivos al enfoque cognitivo-conductual en MC. Por ejemplo, el pensamiento creativo desde el
punto de vista teórico encierra una gran complejidad y muchas dificultades para su definición, pero
un psicólogo cognitivo-conductual como Meichenbaum (1977) puede conceptualizarlo en sólo
cuatro pasos: análisis de la tarea, precisión del pensamiento (activación de los recursos cognitivos),
control de la conducta por medio de autoinstrucciones y uso del proceso metacognitivo de la
autodirección.

Por otra parte, el procesamiento de la información no sólo puede ser considerado como una
influencia exterior del enfoque cognitivo-conductual, puesto que, como ya hemos comentado y como

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reconocen Meyers y cols. (1989), en los primeros trabajos de Bandura y Meichenbaum ya se


hallaban presentes algunos principios análogos a los que maneja este enfoque, aunque expresados de
distinta forma.

Aunque existen muchas aproximaciones al ámbito educativo desde los modelos de la psicología
cognitiva y el procesamiento de la información, pensamos que actualmente existe un enfoque en
cuyos principios se encuentran presentes muchas de ellas: el enseñar a pensar o "teaching thinking".
El enseñar a pensar es un movimiento básicamente educativo, casi de filosofía de la educación, que si
bien en principio estaba muy alejado de la intervenciones en MC, en la década de los ochenta con los
trabajos principalmente de Meichenbaum y colaboradores (Meichenbaum, 1980; Meichenbaum,
1985; Meichenbaum y cols., 1985) empezó a realizar aportaciones interesantes a las intervenciones
cognitivo-conductuales.

El enseñar a pensar es un movimiento heterogéneo cuyo principal objetivo es incorporar a la


instrucción del alumno no sólo "el conocimiento académico, sino también el de las destrezas
necesarias para adaptarse a las circunstancias de su entorno y solucionar nuevos problemas"
(Marrero y cols., 1989, p.135). Estas destrezas se concretan en promover los procesos y
habilidades cognitivas implicadas en el pensamiento crítico y creativo propio del "buen solucionador
de problemas".

Frente a la tradicional concepción de la inteligencia, cuya principal determinación es genética, el


enseñar a pensar divide los procesos de pensamiento en: componentes de procesamiento (el
"hardware" o capacidad cognitiva con que nace toda la persona), las estrategias de aprendizaje
(incluyen el conocimiento cognitivo y metacognitivo) y los estilos cognitivos (o modos preferidos
de procesar la información). Evidentemente el primer componente es muy difícil de modificar, pero
los otros dos son susceptibles a la instrucción cognitiva (Baron, 1985).

Por otra parte, también se distinguen tres tipos de conocimiento implicados en la resolución de
problemas (Servera, 1992, p. 185 y ss.): el conocimiento declarativo, que se refiere al nivel de
información que tiene la persona, el conocimiento procedural, que se refiere a las estrategias y
habilidades implicadas en la resolución de una tarea y el conocimiento condicional, que se refiere al
manejo adecuado de esas estrategias (cuando y cómo aplicarlas).

Como ya hemos indicado, este tipo de "conocimiento condicional" se encuentra ligado al uso de los
sistemas ejecutivos o macroestrategias, cuyo concepto fundamental es el de metacognición. Este
concepto en un principio (Flavell, 1976, Brown, 1978) fue borroso y difuso; cualquier cognición,
emoción o afecto que pueda ser considerada como relevante para el conocimiento o el pensamiento
podía ser considerada como metacognición. La llegada, evidentemente por vías muy distintas, del

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enfoque cognitivo-conductual provocó algunos cambios, a nuestro juicio positivos.

Desde principios de los setenta Meichenbaum y colaboradores (Meichenbaum y Goodman, 1971)


habían estado desarrollando procedimientos cognitivo-conductuales para tratar problemas de
impulsividad e hiperactividad y las dificultades de aprendizaje asociadas. En principio la hipótesis
de partida era que los niños impulsivos presentaban algún tipo de déficit cognitivo, especialmente en
la función reguladora del habla y en la generación y evaluación de alternativas. Por ello, los
procedimientos de autoinstrucciones y de entrenamiento en solución de problemas combinaban
principios operantes (como el refuerzo) y cognitivos (el modelado, la definición del problema, la
autoevaluación, etc.) para intentar subsanar estos déficits. En un primer momento, en apariencia los
procedimientos resultaron efectivos tanto para reducir la impulsividad como para mejorar el
rendimiento cognitivo del niño, pero a principios de los ochenta se demostró que en no pocas
ocasiones aparecían importantes problemas de mantenimiento y generalización de los resultados
(Kendall y Braswell, 1985; Meichenbaum, 1985; Moore y Hughes, 1988). Por su parte, varios
trabajos experimentales (ver Borkowski, 1990) pusieron en evidencia que el problema de la
impulsividad y de las dificultades de aprendizaje no siempre se concretaba en déficits concretos,
sino que estos niños presentaban un nivel de desarrollo metacognitivo mucho menor de lo esperado
(no monitorizaban su conducta, no relacionaban conocimientos previos, no flexibilizaban el uso de
sus estrategias y, en general, tenían un estilo cognitivo desadaptativo para afrontar tareas de
rendimiento).

Todo ello llevó a Meichenbaum (1980; 1985) a propugnar un cambio en las autoinstrucciones y en
los procedimientos cognitivo-conductuales dirigidos al ámbito educativo, puesto que lo que se
pretende no es enseñar "un conjunto de hábitos verbales simples, sino que la preocupación se centra
en el desarrollo del pensamiento y en la apreciación de cómo operan ciertas funciones ejecutivas"
(Meichenbaum, 1980, p.273). De este modo, el complemento ideal para la intervención cognitivo-
conductual en la escuela sería la incorporación de un tipo específico de entrenamiento cognitivo y
metacognitivo, cuyos dos objetivos fundamentales serían: por un lado, llegar a incidir directamente
en la habilidades de razonamiento del niño y, por otro lado, garantizar el mantenimiento y la
generalización de las mejoras.

La metacognición desde el punto de vista cognitivo-conductual adquiere un sentido más aplicado y


una definición, dentro de lo que cabe, más operativa. El "comportamiento" metacognitivo vendría
definido por, al menos, estas características, en general, ausentes en los niños con dificultades de
aprendizaje o con problemas de impulsividad: definir correctamente las demandas de la tarea, generar
y evaluar la aplicación de estrategias de actuación concretas, conocer estrategias de solución de
problemas y de monitorización (procesos de autocontrol), estimar en qué condiciones son efectivas
determinadas estrategias y evaluar los resultados de acuerdo con los objetivos iniciales.

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Paris y Winograd (1990) han propuesto cuatro métodos para fomentar el conocimiento
metacognitivo:
1. la instrucción directa por parte del profesor,
2. la instrucción por andamiajes (scaffolded instruction) basada en el concepto de la zona de
desarrollo proximal de Vygotsky,
3. el entrenamiento cognitivo (que incluiría entre otras estrategias las autoinstrucciones, la
solución de problemas y las técnicas de autocontrol) y
4. el aprendizaje cooperativo.

Por otra parte, dentro del movimiento de enseñar a pensar, la instrucción en estrategias cognitivas
(véase McCormick, Miller y Pressley, 1989) ha desarrollado muchos y variados sistemas de
instrucción para que sean aplicados al ámbito escolar. En general todos estos sistemas se
caracterizan por intentar enseñar estrategias (ya sean específicas para determinados aprendizajes, o
estrategias cognitivas más globales como la autoobservación, el análisis de la tarea, etc.) y por
proporcionar conocimiento metacognitivo sobre ellas (además del "qué" también es necesario
conocer el "cómo" y el "cuándo", es decir, el conocimiento condicional). Por otra parte, la
instrucción en estrategias cognitivas también defiende un tipo de intervención educativa integrada en
el contexto escolar, donde el conocimiento estratégico se combine con el conocimiento de contenidos
académicos; evidentemente una estrategia en abstracto no tiene sentido si no se aplica sobre
situaciones o tareas concretas. Estas intervenciones deben centrarse en un tipo de enseñanza
interactiva y directa que lógicamente contempla objetivos a largo plazo y fines preventivos.

A partir de estas características de la instrucción en estrategias cognitivas y de sus repercusiones


podemos determinar cuáles son los objetivos de la intervención cognitivo-conductual aplicada en
contextos educativos, especialmente en el caso de problemas de rendimiento académico, dificultades
de aprendizaje o déficits de base cognitiva, como la impulsividad o la falta de autocontrol. .

1) El entrenamiento en estrategias cognitivas. Lógicamente si partimos de la suposición de que


existen un mal funcionamiento o un inadecuado desarrollo de determinados procesos cognitivos
que mantienen una relación causal con los problemas del niño, la intervención debe dirigirse a
ellos. En este caso el tipo de intervención, generalmente multicomponente, abarca
autoinstrucciones, solución de problemas, técnicas de autocontrol, modelados, relajación o
técnicas de manejo de la ansiedad, etc.
2) La instrucción directa e interactiva. El enfoque cognitivo-conductual no cree, al contrario de
otros, que el niño llegue siempre por sí mismo a un determinado desarrollo cognitivo sólo con
ayudas indirectas o bajo determinadas experiencias. En caso de dificultades la intervención debe
ser directa y explícita y, además, mediante algún sistema de retroalimentación el niño debe poder

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participar en la determinación de los objetivos, la regulación de su aprendizaje y la evaluación del


mismo.
3) El proceso de monitorización. El aprendizaje correcto de estrategias de autoobservación y
autoevaluación se considera que es fundamental para el éxito de cualquier procedimiento
cognitivo-conductual. Estas estrategias permiten al niño "darse cuenta" de cuando tiene un
problema, valorar las posibilidades de solución que tiene, evaluar cómo se está aplicando el plan
estratégico, detectar errores o discrepancias (tanto en el proceso como en el resultado final) y, en
definitiva, ir cambiando y ajustando el plan a los requerimientos de la tarea.
4) La enseñanza en el contexto y la motivación. La aplicación de los programas cognitivo-
conductuales debe realizarse sobre un material extraído del propio currículum escolar y aplicado
dentro de la propia aula o, si no es posible, es un ambiente muy similar. Por otra parte, el tema
de la motivación abarca dos aspectos: el primero es que se admite que uno de los modos más
fáciles y útiles de mantener la motivación deriva de las técnicas conductuales (especialmente
procedimientos de reforzamiento positivo) y, el segundo, es que se debe conseguir que el niño
participe de la idea que sus problemas académicos no pueden atribuirse a un problema de
incompetencia, sino a un desconocimiento de estrategias susceptibles de aprendizaje.
5) El entrenamiento metacognitivo. En la actualidad son pocos los programas cognitivo-
conductuales destinados a paliar problemas relacionados con el área educativa que no
contemplen un tipo de entrenamiento metacognitivo, aunque sólo sea para mejorar los aspectos
de mantenimiento y generalización de los resultados. Anteriormente hemos expuesto los cuatro
modos de favorecer la metacognición en el aula de Paris y Winograd (1990), pero también existen
otras propuestas surgidas directamente del enfoque cognitivo-conductual. Meichenbaum (1985),
por ejemplo, ha propuesto los siguientes: la adecuación del material de trabajo (planificar
distintas tareas sobre un mismo tema que requieran la implementación de estrategias diferentes o
complementarias), la utilización del feedback estratégico (el terapeuta debe ofrecer información
directa sobre las ventajas y desventajas de todas las estrategias en función de parámetros bien
definidos -tiempo, esfuerzo, etc-), la individualización del entrenamiento (aunque dos niños
presenten las mismas dificultades en operaciones aritméticas, sus errores pueden tener orígenes
muy distintos y desconocidos para ellos), y la oportunidad de que el niño pueda ensayar las
estrategias aprendidas en su contexto de aprendizaje, es decir, el aula. De todos modos, en
nuestra opinión el entrenamiento metacognitivo va muy ligado a las habilidades del terapeuta o
del maestro y, por tanto, su formación inicial es imprescindible.

A través de distintas posiciones hemos podido comprobar que la tradición cognitiva y más
concretamente el enfoque cognitivo-conductual han supuesto cambios importantes en los modelos
de instrucción y en la interpretación de los procesos de aprendizaje. Probablemente la mayoría de
autores estarían de acuerdo en que hoy en día este enfoque es el dominante en la relación que
mantienen la MC y el campo educativo y, como hemos señalado, existen razones de peso para ello.

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Sin embargo, el enfoque cognitivo-conductual arrastra problemas importantes a los cuales, aunque
sólo sea de forma breve, es conveniente prestar atención. Estos problemas pueden dividirse en unos
de carácter más teórico y otros más aplicados, aunque en seguida quedará en evidencia la
arbitrariedad de esta distinción.

El primer problema teórico que queremos destacar es la falta de consenso a la hora de interpretar el
funcionamiento de los procesos cognitivos. Los psicólogos cognitivo-conductuales están
convencidos de que los pensamientos, las creencias, las atribuciones y las expectativas que tiene una
persona determinan su comportamiento, pero donde no coinciden es a la hora de explicar como se
arbitra esta influencia. Para algunos las cogniciones siguen las mismas reglas que la conducta
manifiesta, pudiéndose interpretar en términos de estímulos, refuerzos, contingencias, etc. (son los
procesos de condicionamiento encubierto), pero para otros, y la evolución de la teoría de Bandura es
el ejemplo más claro, las cogniciones siguen sus propias reglas, aunque estas no siempre estén claras,
ni sean fácilmente accesibles al estudio. En cualquier caso, aunque se puede dudar que la heurística
de solución de problemas de Spivack y Shure sea la única que utilice el ser humano, probablemente
en ningún caso es así, cuando se aprende resulta útil para afrontar problemas de una forma más
adaptativa. Es decir, más allá del valor científico se ha propugnando un valor tecnológico del enfoque
cognitivo-conductual que para algunos es inaceptable.

Esto nos lleva al segundo problema teórico que quisiéramos exponer. La entrada de conceptos como
metacognición, proceso ejecutivo y términos "mentales" en general, ha hecho que muchos, siguiendo
la idea de Skinner (1987) en uno de sus últimos trabajos, piensen que ello no puede tener cabida
dentro del modelo conductual. Así, pues, el dilema está en donde poner los límites a la MC:
¿únicamente en los principios de condicionamiento?, ¿hasta algunos modelos mediacionales?, o
¿aceptando visiones cognitivas más amplias siempre que se justifique en una metodología
experimental?. La verdad es que sin la necesaria perspectiva temporal que aún no poseemos, como
recientemente ha comentado Franks (1998), resulta imposible saber con exactitud si al final surgirá
un modelo de intervención estrictamente cognitivo o si, por otra parte, la MC podrá compatibilizar
sus distintos enfoques.

Entre los problemas de carácter más práctico, si bien están directamente relacionados con los dos
anteriormente vistos, podemos destacar, siguiendo a Meyer y cols. (1989), los tres siguientes.

1. El primero de ellos se resume en algunas carencias que se suponen al modelo de determinismo


recíproco mayoritariamente aceptado. Al hacer énfasis en el papel de la conducta manifiesta, los
eventos ambientales y los procesos cognitivos, se deja al margen todo el amplio espectro
afectivo o emocional del niño. En general, ello se ha justificado asumiendo que la emoción es
producto de la cognición, pero esta postura ha sido ampliamente criticada. Mahoney (1985), por

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ejemplo, ha defendido que es imposible tratar por separado la cognición, la conducta y el afecto,
propugnando el desarrollo de un modelo cognitivo-conductual "comprensivo" que armonice
todos estos factores. El problema es que a la hora de la investigación aplicada de momento
resulta, cuanto menos peliagudo, sino imposible en muchos casos, compatibilizar el rigor
experimental con esta postura epistemológica.
2. El segundo problema se refiere a la integración de otras teorías surgidas desde el exterior pero
incorporadas al enfoque cognitivo-conductual. En este caso uno de los ejemplos más evidentes
en la teoría general de sistemas. Esta teoría por una parte, congenia bien con el determinismo
recíproco y, por otra parte, permite justificar estrategias de intervención de amplio espectro
donde, por ejemplo, el problema concreto de un niño se trata, además de con la intervención
directa, mejorando los sistemas de instrucción de su profesor, las relaciones con sus
compañeros, el sistema de contingencias familiar, etc. En la práctica, esta idea conlleva un
problema importante: al abarcarse tantas posibilidades en muchas ocasiones el control de las
variables acaba por ser excesivamente laxo y es difícil atribuir el éxito o el fracaso de la
intervención a aspectos concretos del tratamiento.
3. Por último, el tercer factor se refiere a la poca atención que ha recibido dentro del fenfoque
cognitivo-conductual, y en la MC en general, las teorías del desarrollo humano. Los modelos
aplicados al ámbito infantil son derivaciones de los realizados con sujetos adultos y, en general,
no contemplan hechos diferenciales a partir de los distintos niveles de desarrollo cognitivo del
niño.

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4. Cuestiones actuales y perspectivas de futuro de la modificación de conducta en la escuela.

A pesar de los logros y los avances que han proporcionado tanto el análisis experimental del
comportamiento como el más reciente enfoque cognitivo-conductual al conocimiento de los procesos
de aprendizaje, los sistemas de instrucción y al ámbito educativo en general, actualmente las
relaciones entre la MC y la escuela siguen sin estar completamente "normalizadas" e incluso en
determinadas áreas son claramente conflictivas.

En este sentido tal vez uno de los primeros problemas es que las críticas vertidas a la MC desde
posicionamientos cognitivistas o humanistas se siguen centrando en el reduccionismo del análisis
experimental del comportamiento, ignorando que también el enfoque cognitivo-conductual pertenece
a la MC y ha conseguido ampliar de forma considerable su radio de acción. Como hemos visto
anteriormente, hoy en día el estudio de los procesos cognitivos y las estrategias de aprendizaje no
son totalmente ajenas a la MC e incluso son el objetivo central de algunas de sus líneas de
investigación. La diferencia con algunas teorías más cognitivas o más próximas al enfoque del
procesamiento de información es que los autores cognitivo-conductuales siguen aceptando la validez
y la utilidad de muchos de los principios de condicionamiento establecidos dentro del paradigma
operante.

Baer (1988) en una breve pero interesante revisión sobre el futuro del análisis de conducta en
ambientes educacionales expone de forma más pormenorizada algunos aspectos de la situación que
acabamos de esbozar. El autor retrata un "paradigma de conflicto" en las relaciones que mantienen la
MC y las teorías de la educación en general en cuatro niveles:

1) En el nivel del organismo. El analista del comportamiento entiende que lo que se debe enseñar
son conductas determinadas, mientras el educador entiende que lo que debe hacerse es enseñar al
niño en su globalidad. En otras palabras, mientras el analista del comportamiento intenta
clasificar y analizar por separado el sistema de conductas que se debe enseñar o el conjunto de
déficits que presenta el niño, el educador trabaja bajo la presunción de abarcar la formación
"completa" del niño, aunque ello en muchas ocasiones resulte difícil de operativizar.
2) En el nivel de la conducta. El analista del comportamiento asume que la conducta del niño cambia
fundamentalmente cuando también cambian las contingencias del medio, por otra parte, estas
contingencias pueden ser manipuladas adecuadamente para favorecer cambios precisos. El
educador asume que la conducta del niño cambia cuando éste llega a un determinado nivel de
maduración, por tanto su principal misión es favorecer esta maduración a través de determinadas
experiencias, de la práctica y de material pedagógico.
3) En el nivel de estrategia. Normalmente cualquier sistema educativo occidental está compuesto
por aproximadamente 16 o 17 cursos o grados apropiados a cada edad de la persona. En nuestro

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caso, ocho de estos cursos son de primaria, cuatro de secundaria y cinco de universidad. El
educador dispone para cada curso de una lista de objetivos académicos, de un determinado
material y de un sistema de trabajo; se espera, como decíamos antes, que con ello el niño vaya
madurando y superando cada nivel. Sin embargo, en el supuesto de que algún niño quede
"retrasado" y no prospere en esta ascención la causa siempre en intrínseca al alumno o a su
familia: no ha llegado a los niveles de maduración necesarios, presenta escasa motivación, no ha
dispuesto del ambiente adecuado en casa, o las tres juntas. Es decir, una vez el educador
presenta el material y expone las experiencias de aprendizaje, todo lo demás ya es
responsabilidad del niño. Esta postura descrita es, como señala Baer (1988, p.824), "la más
perfecta antítesis del análisis de conducta". En el análisis conductual cada vez que se pretende
que el niño realice algún aprendizaje se diseña un procedimiento determinado, al cual, tras la
evaluación final, se le podrá atribuir el éxito o el fracaso. En otras palabras, el aprendizaje se
aborda tal y como en clínica se realiza un análisis experimental de la conducta: se especifican las
variables, su relación y su influencia sobre la conducta objetivo.
4) En el nivel de la técnica. Para conseguir mejoras en el aprendizaje, los sistemas de educación
públicos se valen de un trabajo programado diariamente y perfectamente graduado que en
conjunto denominan "currículum". Se asume que todos los niños de una determinada edad
podrán hacer un buen uso del material y el sistema de trabajo que defiende este currículum. Por
otra parte, cada cierto tiempo se realizan "mejoras" en el mismo a partir de amplios estudios de
validación. Las técnicas de aprendizaje del análisis del comportamiento defienden una postura
totalmente contraria: las contingencias ambientales y el sistema de instrucción debe adaptarse a
cada escuela, a cada clase e incluso a cada niño en particular, en función del nivel en que se
encuentra, de los objetivos que determinemos y de los déficits que pueda presentar.

En definitiva, la situación conflictiva se resume en una frase de Baer y Bushell (1981, citado en Baer,
1988, p.267) respecto a la falta de formación de muchos educadores en los principios de
aprendizaje: .
"Uno puede controlar mucho dolor con una aspirina sin conocimientos de fisiología, pero no
puede controlar muchos comportamientos mediante contingencias sin conocimiento de la función
conductual. Simplemente no puede".

¿Cuáles son las soluciones que aportan Baer y colaboradores a este panorama ciertamente negativo?.
En principio, a corto plazo, se ven pocas posibilidades, pero más a largo plazo se proponen cuatro
recomendaciones (las tres primeras ciertamente no muy originales): la primera es enseñar análisis de
conducta a los estudiantes de las escuelas de profesorado; la segunda también es enseñar análisis de
conducta de forma más específica a los estudiantes de psicología escolar y, la tercera, es continuar
aportando datos sobre la utilidad de las técnicas derivadas de los enfoques de la MC para que en un
futuro puedan formar parte de posibles reformas educacionales. La cuarta recomendación es

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bastante más ambiciosa. Se trata de cambiar el objetivo de presión de la escuela a la política. Para
Baer (1988), la inclusión de la tecnología conductual en la escuela pasa por promover cambios en las
instituciones de la sociedad que en realidad toman decisiones. La forma en que se puede convencer a
la sociedad de la necesidad de incorporar un cambio en la metodología educativa no está del todo
clara, aunque para el autor ello pasa necesariamente por aplicar al problema un tipo de análisis
funcional, propio incluso de técnicas de "marketing".

A pesar de estas recomendaciones, parece evidente que otras muchas cosas deben cambiar para
mejorar la relación entre la MC y el ámbito educativo. Hasta ahora hemos visto principalmente
causas ajenas al propio modelo conductual, sin embargo, existen algunas directamente relacionadas
con la forma de trabajar dentro de este modelo. Powers y Franks (1988) y Franks (1998), destacan
tres factores intrínsecos a la MC que han dificultado su difusión; en primer lugar perciben desde los
primeros años cierta "arrogancia" en los analistas del comportamiento que (con razón o sin ella) les
lleva a despreciar los logros educativos de otros enfoques entrando en una dinámica de confrontación
estéril que aún perdura. En segundo lugar echan en falta un sistema de "presión" sobre el medio
escolar que hubiera permitido la entrada de los principios conductuales en las distintas reformas
educativas, es decir, ha existido cierta inhibición por los temas de política educativa y problemática
social. Y, en tercer lugar, se ha relegado durante años la perspectiva sistémica o ecológica en favor de
un tipo de análisis molecular, propio de los diseños experimentales operantes, en el cual el paso del
laboratorio a la vida real no siempre está claramente especificado.

Ante este panorama cabría en principio ser pesimistas respecto a la influencia futura de la MC en el
sistema escolar pero, en nuestra opinión, hay razones que apuntan en la dirección contraria. A pesar
de todos estos aspectos negativos que hemos resaltado la verdad es que no han conseguido
enmascarar los logros aportados por la MC dentro del terreno educativo. Que la MC no haya
formado parte ni esté actualmente en ningún sistema educativo público como método de trabajo
primordial, no ha sido óbice para garantizar el progreso de la investigación en este campo, ni, por
supuesto, para que se hayan desarrollado una serie de principios y técnicas de gran relevancia.

Precisamente gracias a esta fidelidad al método científico el modelo conductual no ha permanecido


estático y ha ido ampliando sus conocimientos más allá de lo que es la conducta manifiesta. Es
verdad que el camino no siempre ha sido llano y que las dificultades aún están presentes, pero los
avances dentro del enfoque cognitivo-conductual (tanto desde el punto de vista teórico como en
técnicas de evaluación e intervención) y también las relaciones que ha sabido establecer con otros
enfoques más alejados de la MC han aportado ya los primeros resultados positivos.

Así pues, si hace poco más de quince años los manuales de Modificación de Conducta aplicada a la
educación no iban mucho más allá de los principios de condicionamiento, las técnicas de observación

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y los procedimientos de refuerzo, ahora ya es habitual que presten atención a técnicas para evaluar
el rendimiento cognitivo, el sistema atribucional o los pensamientos irracionales y ofrezcan
posibilidades de intervenir en problemas de interacción social, en depresión, en dificultades de
aprendizaje y también desde un punto de vista preventivo en la mejora de los sistemas de
instrucción.

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4.1. Las implicaciones de la psicología del desarrollo en el proceso de


evaluación/intervención conductual.

Harris y Ferrari (1983) aportaron varias evidencias para documentar la importancia de las bases del
desarrollo en el tratamiento conductual de fobias y déficits atencionales. Posteriormente, a lo largo
de la última década no han dejado de aparecer otros trabajos que destacan la plasticidad de la
conducta infantil, la aceptación social de la misma en función del rango de edad y su diferente
percepción en los adultos en función del contexto donde se dé (Kendall, Lerner y Craighead, 1984;
Mash y Terdal, 1988).

Evidentemente la psicología del desarrollo tiene mucho que decir en todo lo que respecta a la
aplicación de la MC en contextos educativos. Concretamente, Powers y Franks (1988) extienden su
influencia a cuatro grandes áreas: el diagnóstico, la evaluación, la selección del tratamiento y las
contribuciones desde la psicopatología del desarrollo.

En cuanto al diagnóstico es importante advertir algunas diferencias entre los terapeutas interesados
en el ámbito educativo y los terapeutas clínicos. Al menos en Estados Unidos y en contra de su
postura habitual, muchos psicólogos conductuales infantiles han tenido que acercarse a los DSM
(manuales de diagnóstico psiquiátrico) o a los sistemas de clasificación de los departamentos de
educación por razones sociales y jurídicas. El sistema de obtención de becas y ayudas a familias con
niños que requieren educación especial y la propia dinámica de selección de las escuelas
norteamericanas obliga a traducir a una etiqueta la evaluación psicológica que se hace de un niño.
Evidentemente, como señalan Powers y Franks (1988), tras esta evaluación nomotética siempre se
realiza la evaluación idiográfica estrictamente conductual.

De todos modos, Powers y Franks (1988) observan posibilidades de colaboración entre ambos tipo
de evaluación, si no fuera por el poco énfasis que se observa en los aspectos del desarrollo tanto en
el DSM-III como en los tests basados en criterios de los evaluadores educativos. En el DSM-III (y
versiones superiores) no existe un reconocimiento explícito de la importancia de la edad cronológica
del niño, ni de su desarrollo cognitivo, al cual debemos sumar sus habituales problemas de fiabilidad
interevaluadores. Por otra parte, los tests basados en el criterio, a pesar de mejorar bastante los
índices de fiabilidad, asumen de forma errónea un factor de homogeneidad que, especialmente en
educación especial, es muy fácil que nos conduzca a decisiones equivocadas (Kendall y cols., 1984).

La solución a este problema no es fácil pues se deben armonizar necesidades sociales y necesidades
educativas de un modo aceptable. Por ello a lo largo de los últimos años la tendencia es que si se
utilizan escalas de clasificación normativas, éstas se ajusten a una perspectiva que contemple los
aspectos del desarrollo del niño. En estos casos, la comparación normativa se realiza en función de la

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edad, en función de subgrupos de diagnóstico y en función de distintos contextos donde el niño


puede moverse. El "Child Behavior Profile" de Achenbach y Edelbrock es un buen ejemplo de esta
tendencia que cada vez se está imponiendo más en el campo del diagnóstico infantil.

La evaluación conductual infantil pretende reunir toda la información relevante para describir
adecuadamente la conducta problemática del niño, establecer las relaciones funcionales y prescribir
un tipo de intervención adecuado. La importancia de los aspecto del desarrollo del niño en este tipo
de evaluación ha sido reiteradamente defendida (Kendall y cols., 1984), aunque con pocas
repercusiones en la práctica.

En una serie de trabajos, Carr y colaboradores (véase Carr, 1994) demostraron la singular
importancia de la función comunicativa en las conductas disruptivas infantiles de la escuela. Para
estos autores muchas de las conductas de búsqueda de atención y de escape del niño están
condicionadas por motivos de relación social. Hasta el punto que la inmensa mayoría de los niños
que presentaban un buen ajuste social en clase eran los que poseían el mejor desarrollo de su función
comunicativa y, por contra, los que presentaban problemas mantenían sus conductas deficitarias a
través de este mismo canal de comunicación con el adulto y sus compañeros.

A partir de estos trabajos, Powers y Franks (1988) aconsejan que la evaluación conductual
contemple de algún modo cuatro cuestiones que a la postre pueden resultar fundamentales en el tipo
de intervención que se decida aplicar: (a) las reacciones de feedback de los demás hacia el
comportamiento del niño (padres, maestros, compañeros..) con vistas a establecer las deficiencias en
los aspectos comunicativos, (b) aspectos del desarrollo del niño en las esferas cognitiva, social y
emocional, (c) la predicción del comportamiento del niño ante tareas que se ajusten a su teórico nivel
de desarrollo y las influencias posteriores que ello puede tener, y (d) la capacidad del niño para
evaluar las demandas de estas tareas y realizar un ajuste cognitivo y conductual adecuado. En
muchos casos, la valoración del resultado de estos cuatro aspectos deberá estar en función o bien de
grupos normativos, o bien, y esto sería lo más aconsejable en nuestra opinión, en función de los
compañeros de clase o de colegio.

Por supuesto, este proceso obliga a utilizar múltiples medidas de forma reiterada durante la
intervención. Observar cambios en los aspectos del desarrollo puede ser el mejor indicativo de los
progresos del niño pero, como todos sabemos, también puede indicar una relativa inocuidad del
tratamiento. Como señalan Kendall y cols. (1984) ello obliga al terapeuta conductual a mantener un
estricto control de la evolución del niño a través de registros de observación, escalas conductuales,
escalas normativas y evaluación del rendimiento sobre determinadas tareas cognitivo-sociales.

La selección del tratamiento es otra área donde la psicología del desarrollo puede aportar algunas

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cuestiones relevantes, hasta el punto que como señalan Powers y Franks (1988, p. 18) "un estatus
afectivo, conductual, cognitivo y físico del individuo determinan qué intervenciones pueden ser
efectivas, inefectivas o contraindicadas". Por ejemplo, al trabajar con niños menores de seis años
actualmente ya sabemos que los prerrequisitos de habilidades cognitivas y verbales pueden no estar
suficientemente desarrollados como para afrontar técnicas de autoobservación, lo cual no quiere
decir, evidentemente, que no se pueda empezar a trabajar este proceso por otros cauces.

Schleser y cols. (1984) encontraron que los niños de seis años que tenían desarrollada la capacidad
del pensamiento operacional concreto aprendieron a utilizar las autoinstrucciones mejor y con un
grado mayor de generalización que sus compañeros que estaban en el período preoperacional. Por su
parte, Elias y cols. (1983) desarrollaron una serie de tareas para determinar el tipo de intervención
más adecuado en la edad preescolar. Estas tareas evaluaban el grado de evolución del niño respecto a
su nivel de confianza en el aula, sus expectativas de competencia y la capacidad de afrontamiento de
la frustración. En otras circunstancias y con niños en edad escolar, una evaluación similar utilizando
pruebas y tareas adaptadas a cada edad también puede ser muy útil para determinar el tipo de
intervención a utilizar, es decir, el programa de entrenamiento conductual más oportuno.

Desde otra óptica, está claro que las conductas problemáticas de los niños que presentan
deficiencias auditivas, visuales, físicas u otros problemas como el asma o la epilepsia requieren un
tipo de intervención que, aunque se base en los mismos principios de las técnicas conductuales y
cognitivo-conductuales, contemple los efectos colaterales derivados de estas dolencias.

La psicopatología del desarrollo se ocupa de los orígenes y del curso específico que siguen los
trastornos inadaptativos. Entre otras informaciones se intentan establecer etiologías, probabilidades
de cambio conductual, positivos y negativos, secuelas que se pueden observar en la vida adulta, etc.,
siempre sobre la base de la relación comparativa entre la conducta normal y la anormal.

En otros tiempos, esta perspectiva psicopatológica y la MC han estado claramente enfrentadas,


pero, según Powers y Franks (1988), dentro del contexto educativo existen razones más que
justificadas para intentar un acercamiento. En primer lugar, los recientes avances tanto en
psicopatología como en MC han coincidido en defender la necesidad de adoptar un sistema de
evaluación e intervención integrado que abarque los aspectos físicos, psíquicos y socio-ambientales
que rodean al niño. Un ejemplo de ello se ha dado en problemas graves de miedo crónico e
hiperactividad, donde la combinación del tratamiento farmacológico y cognitivo-conductual ha
obtenido los mejores resultados actuando sobre las disfunciones físicas, el problema motor y otros
aspectos derivados no menos importantes como son las dificultades de aprendizaje y el fracaso
escolar.

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La segunda razón es que, como hemos visto, el enfoque cognitivo-conductual ha tenido que suplir
algunas limitaciones derivadas del uso exclusivo de los principios de condicionamiento. La medida,
por ejemplo, de los estilos cognitivo, de los estilos de aprendizaje, de la flexibilidad de los procesos
de solución de problemas, de las atribuciones, etc., ha contribuido a mejorar los sistemas de
intervención en MC. Pero, además, muchos de estos aspectos se hallan estrechamente relacionados
con la evaluación del desarrollo del niño utilizada en psicopatología, como señalan en su manual
Jonhson y Goldman (1990). En la evolución del desarrollo disponemos de medidas más o menos
fiables que afectan a factores etiológicos orgánicos, a medidas de "screening" (que detectan y
predicen dificultades futuras de ajuste del niño), al desarrollo cognitivo, motor, del habla, del
lenguaje, etc. Es decir, medidas que pueden y deben complementar la evaluación conductual
tradicional.

La tercera razón se refiere a la inadecuación de las intervenciones lineales. En un tiempo fue habitual
tras la detección de un problema de conducta el aislar al niño del ambiente escolar para administrarle
un determinado tratamiento. Hoy, incluso en las psicopatologías más graves, sabemos que el medio
juega un papel decisivo a la hora de contribuir a la eliminación de las conductas problema y
desarrollar hábitos de comportamiento adecuados.

La cuarta razón, por otra parte suficientemente justificada a lo largo de este trabajo, es la concepción
del niño como procesador activo de información. La influencia del determinismo recíproco de
Bandura también ha ayudado a que psicopatólogos y analistas del comportamiento dejen de
considerar la evolución del niño como la suma de una serie de habilidades o cambios físicos
adquiridos. Lo que realmente importa es la capacidad de flexibilidad y de adaptación del niño a los
estímulos cambiantes y a las demandas del medio. Probablemente este sea el mejor criterio, a pesar
de que no está exento de ambigüedad, para determinar el nivel de ajuste global del niño.

Por último, la quinta razón es que la consideración del curso del desarrollo está completamente
justificado en todo el "lifespan". En palabras de Powers y Franks (1988, p.20) .
"El desarrollo de conductas aberrantes no ocurre en el vacío. Por ello, cualquier terapeuta
conductual que esté preocupado por las manifestaciones pasadas y futuras de la conducta de un
niño lo que está haciendo es pensar en el desarrollo".

En definitiva, resulta evidente que la Psicología Evolutiva y las teorías del desarrollo poco a poco
están recibiendo una consideración dentro de la MC que sin duda durante los primeros años no sólo
no tuvieron sino que en algunos casos fueron despreciadas sistemáticamente.

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4.2. Las estrategias de intervención en la escuela.

Una vez revisadas someramente las implicaciones de la tradición conductual y la cognitiva en la


escuela, podemos pasar a centrarnos en las estrategias de intervención que la MC puede ofrecer en el
ámbito educativo. Tampoco en este caso pretendemos la exhaustividad puesto que, como es sabido,
son muchas las variantes que existen en la aplicación de las distintas técnicas. En aras a mantener el
mismo esquema que hemos venido presentando, nos centraremos en primer lugar en el enfoque
operante y a continuación abordaremos el enfoque cognitivo-conductual, sin embargo queremos
dejar constancia que la tendencia actual de la MC es promover el uso de programas
multicomponentes, donde se combinan elementos propios de los principios de condicionamiento
con procedimientos desarrollados bajo una orientación más cognitiva.

Dentro del enfoque operante o de los modelos más estrictamente conductuales las técnicas que se
utilizan son las clásicas, entre otras razones, porque muchas de ellas en un principio ya se
desarrollaron con poblaciones infantiles e incluso en contextos educativos. Nos referimos,
obviamente, a técnicas derivadas del reforzamiento positivo, reforzamiento negativo, castigo
(prácticamente únicamente castigo negativo, tipo coste de respuesta y tiempo fuera) y extinción. Sin
embargo, en la actualidad existen una tendencia muy diferente a lo que eran las intervenciones
puntuales y casi de laboratorio que se producían en los años sesenta y setenta; normalmente los
tratamientos se llevan a cabo en el ambiente natural (la escuela o la familia) y son responsabilidad de
maestros, padres u otros agentes educativo. Ello ha provocado, como señalan Kelley y Carper
(1988), un aumento espectacular en la aparición de programas de formación de estos agentes
educativos y el surgimiento de planteamientos más de tipo preventivo, en general poco frecuentes
antes de los años ochenta.

En un principio, como ya comentamos en el apartado dedicado a la tradición conductual en la


escuela, los esfuerzos se dirigieron a mejorar las habilidades en el manejo de contingencias de los
maestros, las cuales siguen siendo perfectamente válidas. Sin embargo, hoy en día, debido a las
grandes ventajas que parecen reportar, la tendencia cada vez más extendida es elaborar "programas
de refuerzo aplicados en casa" y "programas de contingencias aplicados en la escuela" (Kelley y
Carper, 1988). Aunque ambos tipos de programa son perfectamente compatibles presentan alguna
diferencia importante: los programas aplicados en casa incluyen la colaboración de maestros y
padres, aunque éstos últimos son los que aplican las contingencias y su objetivo principal suele ser
el fomento de conductas adaptativas, por contra, los programas aplicados en la escuela suelen tener
como objetivo reducir conductas problema y, a parte de que también intervengan los padres, el
maestro debe jugar un papel más activo.

En su propia definición, los programas de refuerzo aplicados en casa implican la colaboración de

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padres y maestros con el objetivo común de modificar la conducta del niño. Normalmente el maestro
realiza algún tipo de observación o valoración de determinadas conductas del niño y después lo
comunica a los padres para que éstos administren las contingencias previamente estipuladas. En
general, estos programas se sustentan en técnicas como la economía de fichas, el costo de respuesta,
el contrato conductual, el principio de Premack y otros sistemas de refuerzo positivo.

Kelley y Carper (1988) han resumido las ventajas mayoritariamente aceptadas de este tipo de
programas en siete puntos:
1) Los programas de refuerzo aplicados en casa sirven para establecer un canal de comunicación
entre padres y maestros que, por una parte, permite que los primeros participen activamente en
la educación académica de sus hijos y, por otra parte, impide que el niño pueda establecer
rivalidades entre ellos en "beneficio" propio.
2) Los maestros se ven aliviados en la aplicación del programa, puesto que sólo son responsables
de una parte del mismo.
3) Los procedimientos de observación no requieren que el maestro modifique significativamente ni
su estilo ni su programa de instrucción, simplemente debe evaluar el estudiante en intervalos
regulares.
4) Se eliminan algunos de los importantes inconvenientes de los programas aplicados en clase,
especialmente en casos individuales. Por ejemplo, aplicar una economía de fichas a un niño en
particular y administrarle los reforzadores delante de sus compañeros siempre puede ser una
fuente de conflictos en el aula.
5) Una parte de la mayor efectividad de este tipo de intervención se debe a que en casa los padres
disponen de una gama mucho más amplia de reforzadores de los que dispone el maestro en clase.
6) En general, la mayoría de estos programas supone, además del tipo de refuerzo contingente
establecido, un aumento de la atención positiva de los padres hacia su hijo (alabanzas, encomio,
etc.) que incide favorablemente en el aumento de su autoestima.
7) Por último, con este tipo de intervención siempre se trabaja con el principio de demora de
refuerzo que influye favorablemente tanto en la generalización de los resultados, como en que el
niño aprenda a realizar respuestas adecuadas en ausencia de un refuerzo contingente.

Desde los primeros intentos de aplicación en casa de programas de refuerzo (Lahey y cols., 1977;
Dougherty y Dougherty, 1977, etc.) se discutieron varias posibilidades en la formación de padres y
maestros. En la revisión de Kelley y Carper (1988) se esbozan algunas conclusiones en este sentido.
Por ejemplo, en general se han conseguido buenos resultados con un mínimo contacto con los
padres, es decir, sin aplicar largos y complicados cursos de principios de aprendizaje. En realidad, lo
único que deben aprender los padres es a reforzar o no reforzar de forma adecuada en función del
registro que presente su hijo. De todos modos, a veces se aconseja, en aras a una mayor implicación
en el programa, que los padres sean entrenados en estrategias de definición de conductas,

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observación, criterios de evaluación, etc.

En el caso de los maestros ocurre una cosa similar; Witt, Martens y Elliott (1984) piensan que los
registros de observación complejos son útiles en investigación pero muy desmotivantes para el
maestro: la conducta debe ser simple, estar perfectamente definida y debe poder observarse en el
menor tiempo posible. La inclusión de observadores en el aula ha demostrado, por una parte, los
elevados niveles de fiabilidad de la observación de los maestros y, por otra parte, que habitualmente
suelen ser rechazados por éstos.

Kelley y Carper (1988) presentan evidencias de que, con pocas excepciones, los programas de
refuerzo aplicados en casa presentan siempre resultados muy positivos, incluso superiores a los que
utilizan a los maestros como agentes terapéuticos. Por otra parte, también muestran un nivel mayor
de aceptación social; el maestro, como ya hemos indicado, no se ve con la responsabilidad absoluta
del tratamiento, los padres participan activamente en la administración de contingencias (aceptando
determinados tratamientos con más facilidad que si los aplicasen maestros o psicólogos) y la
dinámica de clase no tienen por qué sufrir importantes alteraciones.

Por último, es conveniente referirnos a algunos problemas que pueden surgir con este tipo de
intervención. En primer lugar, aunque al parecer a veces se "olvida", el éxito de la intervención pasa
por llevar a cabo un análisis funcional de las conductas con el mismo rigor que en intervenciones
terapéuticas: debemos conocer qué mantiene la conducta, en qué circunstancias, qué reforzadores se
pueden utilizar en cada caso, etc.. En segundo lugar, el mantenimiento de los resultados sigue siendo
una cuestión abierta al debate; no existe una fórmula ideal, aunque la técnica más recomendada es un
tipo de desvanecimiento que implica ir espaciando los registros que reciben los padres cada vez más:
al principio son diarios, luego cada tres días, luego los fines de semana y así sucesivamente. En otras
ocasiones, se ha optado por ir realizando registros de forma intermitente, en intervalos de tiempo
aleatorios desconocidos para el niño. En definitiva, sin embargo, se disponen de pocas evidencias del
mantenimiento de las mejoras a largo plazo.

Y, en tercer lugar, debemos hacer hincapié en que las conductas objetivo deben ser simples y claras
y definidas de forma positiva; por ejemplo, el tiempo que el niño permanece en actividad académica,
el número de ejercicios correctamente resueltos, el cumplimiento de los deberes en casa, el tiempo
que permanece sentado en su silla, la frecuencia en la interacción social correcta, el número de
intervenciones en clase, etc. Como se puede suponer, aunque mejorando todas estas conductas
manifiestas a veces también mejora el rendimiento académico, es poco recomendable designar como
conducta objetivo "el rendimiento en aritmética" o en "comprensión lectora", puesto que ya
sabemos que ello puede requerir un tipo de intervención con un carácter más cognitivo.

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Los programas de contingencias diseñados para reducir conductas, en general, como hemos dicho
deben ser aplicados por los maestros, independientemente de que también participen los padres. La
razón es muy sencilla, los propios maestros y el ambiente de clase en su globalidad acostumbra a
jugar un papel decisivo en el mantenimiento de las conductas problemas, que, por otra parte, a veces
no se dan en casa (Lentz, 1988). Por ejemplo, el niño que agrede o molesta a sus compañeros o que
pretende alterar constantemente el orden para llamar la atención de su profesor, en casa no tiene esa
oportunidad.

El procedimiento de aplicación de los procedimientos operantes para reducir conductas disruptivas


en el aula contempla un sistema de observación de estas conductas, un análisis funcional y el diseño
de la intervención que, en este caso, debe ser convenientemente especificado al maestro. Estas
intervenciones no difieren de las que ya comentamos en su momento, pero siguiendo a Lenz (1988)
podemos distinguir entre las que utilizan básicamente procedimientos de refuerzo y las que utilizan
procedimientos de castigo (positivo y negativo). Entre las primeras destacan las siguientes:

1) Refuerzo diferencial de conductas de baja tasa (RDB). El refuerzo sólo está disponible cuando la
frecuencia de la respuesta está por debajo de un nivel previamente establecido. Por ejemplo,
mientras se produce la explicación del profesor no necesariamente debe prohibirse la
comunicación entre los alumnos ya que a veces es positiva, pero ésta no debe ser tan frecuente
que puede interrumpir la clase.
2) Refuerzo diferencial de otras conductas (RDO). El refuerzo estará disponible sólo si durante un
determinado período de tiempo la conducta problema no se produce. Por ejemplo, si durante
diez minutos el niño permanece en su silla sin levantarse.
3) Refuerzo diferencial de conductas incompatibles (RDI). Se refuerza una conducta incompatible
definida a partir de la conducta problema. Por ejemplo, si pretendemos eliminar las
intervenciones desordenadas en clase, un buena estrategia puede ser reforzar el que alguien
levante la mano antes de hablar.
4) Refuerzo diferencial de conductas alternativas (RDA). Se refuerza una conducta positiva que no
necesariamente es incompatible con la conducta problema. Por ejemplo, para intentar reducir las
conductas de hablar y levantarse de su sitio podemos reforzar el número de ejercicios resueltos
en una determinada tarea.
5) Extinción. No es un procedimiento de "refuerzo" como los demás, pero su objetivo es reducir
una conducta intentando romper el vínculo que se produce entre la misma y el reforzador que la
mantiene. Su eficacia es elevada siempre que se aplique de forma absoluta, es decir, siempre que
participen todas las personas implicadas y siempre que no se ceda al aumento de la frecuencia de
la conducta problema que suele acontecer al principio. En cualquier caso, es aconsejable aplicarla
conjuntamente con técnicas de refuerzo positivo.

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Los procedimientos de reducción de conducta vinculados al castigo operante más utilizados son los
siguientes:
1) Castigo positivo. En general la aplicación de estímulos aversivos contingentes a la conducta no
deseada ha superado todo lo que en un tiempo fueron "estímulos físicos", con excepción de
determinadas intervenciones en educación especial donde resultan imprescindibles por la
gravedad del caso. Normalmente lo que se utiliza es la "reprimenda" o el feedback verbal
negativo. Este castigo social tiene una eficacia muy discutida habida cuenta de que son muchos
los maestros que dirían que lo utilizan diariamente sin buenos resultados, sin embargo también es
discutible que se aplique correctamente. Los estudios controlados han demostrado que el
reforzamiento social, positivo y negativo, pueden modificar una conducta, aunque también se
sugiere que se utilice en combinación con otras técnicas.
2) El costo de respuesta. Casi siempre utilizado en combinación de la economía de fichas, aunque a
veces también en solitario. El niño recibe un cierto número de fichas al principio que le dan
derecho a multitud de reforzadores que, con el tiempo, irá perdiendo en función de la ocurrencia
de las conductas no deseadas. Este procedimiento de castigo negativo es ideal para ser aplicado
en el aula en grupo, ya que individualmente puede ocasionar algunos efectos no deseados.
3) El tiempo fuera de reforzamiento (TF). El TF implica cambios importantes en el ambiente
cuando se produce la conducta problema con el objetivo de que el niño no pueda acceder a
ningún tipo de reforzador. En general se ha utilizado con niños deficientes, aunque nada impide
su uso en la clase normal. Debido a sus especiales características y a un "cierto abuso" (Lenz,
1988, p.455), el TF ha recibido muchas críticas y ha tenido problemas legales. Existen diversas
modalidades de TF: el TF parcial puede ser de "no exclusión" (cuando durante un cierto tiempo
se elimina la persona que interactúa con el niño o la actividad reforzante -incluida la
autoestimulación-) o bien de "exclusión" (cuando el niño es obligado a cambiar de ambiente,
aunque no queda aislado), mientras el TF total implica siempre una acción de aislamiento (el
niño es trasladado a una habitación previamente acondicionada en la cual durante un corto
intervalo de tiempo prácticamente no puede recibir ningún tipo de estimulación sensorial, social
o material). A veces también se consideran diferente formas de TF la técnica de "supresión de
movimientos" (la inmovilización física del sujeto) y algunas técnicas de "castigo demorado" (el
sujeto es obligado a visualizar o escenificar la conducta problema un tiempo después de que
haya ocurrido). Aunque estamos de acuerdo en que se ha producido un cierto abuso de la
técnica, en casos de conductas autolesivas o muy agresivas mantenidas por estimulación interna,
propioceptiva o simplemente desconocida ha resultado de gran ayuda.
4) Sobrecorrección (tanto en su modalidad de restitución como de práctica positiva). Es una de las
técnicas más utilizadas en educación especial o en alumnos con algún tipo de deficiencia, aunque
es poco utilizada en la clase normal.

Por último, antes de pasar a las técnicas cognitivo-conductuales, es importante resaltar dos aspectos

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de las operantes que hemos visto. En primer lugar, sus efectos de mantenimiento y generalización
del cambio conductual van muy ligados a que el maestro, los padres y las otras personas del
ambiente habitual del niño modifiquen su sistema de instrucción y su sistema de contingencias. Y, en
segundo lugar, que siempre es más eficaz plantear la intervención en términos positivos, es decir,
con procedimientos de refuerzo, que en términos aversivos, incluso en el caso en que estos últimos
se hagan necesarios se debe contemplar la posibilidad reforzar las conductas positivas que
espontáneamente todo sujeto realiza en algún momento.

La llegada del enfoque cognitivo-conductual a la educación en términos prácticos significó una mayor
preocupación dentro de la MC por la mejora de las habilidades de razonamiento y de solución de
problemas en el ámbito académico y social del niño. Como hemos visto las técnicas operantes
difícilmente se pueden ocupar en exclusiva de estos problemas y, además, parten de un enfoque
donde el autocontrol y las conductas de autorregulación no juegan un papel primordial: se establece
siempre una relación de dependencia, a veces contraproducente, entre el adulto y el niño.

Kendall (1985) señaló que el énfasis de las intervenciones cognitivo-conductuales se centra en, por
una parte, los procesos de aprendizaje y la relación entre los modelados y las contingencias
ambientales y, por otra parte, en la necesidad de reconocer las implicaciones de las variables
mediacionales relacionadas con el procesamiento de la información en los problemas de rendimiento
y conducta del niño. Más recientemente, Kendall y Cummings (1988) han destacado que las áreas de
intervención más apropiadas para este tipo de intervención son: el rendimiento académico (lectura,
escritura, aritmética, solución de problemas, etc.) y determinados trastornos clínicos que, por otra
parte, tienen amplias repercusiones en el comportamiento y el rendimiento del niño en el aula:
problemas de impulsividad e hiperactividad, depresión infantil, problemas de ansiedad, de
interacción social y conductas disruptivas-agresividad. Además, podríamos añadir algunas
intervenciones en educación especial. A continuación vamos a destacar las técnicas más utilizadas en
cada uno de estos ámbitos.

En el ámbito de las dificultades de aprendizaje, hoy en día la aplicación de las técnicas cognitivo-
conductuales va muy ligada a su interrelación con la instrucción en estrategias cognitivas. De entre
todas las características de este tipo de instrucción que ya resaltamos anteriormente la más
importante es el concepto de "metacognición". Como señala Meichenbaum (1985) resulta muy
difícil diseñar un tipo de entrenamiento cognitivo-conductual para mejorar alguna habilidad
académica sin prever también un tipo de entrenamiento metacognitivo que mejore las posibilidades
de mantenimiento y generalización de las mejoras. En cualquier caso, dentro de lo que son
estrictamente los procedimientos cognitivo-conductuales los más utilizados son: las
autoinstrucciones, el entrenamiento en solución de problemas y las técnicas de autocontrol o de
"monitorización".

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Las autoinstrucciones vienen definidas a partir de los trabajo de Meichenbaum (1977;


Meichenbaum y Goodman, 1971). Actualmente, sin embargo, disponemos de distintas variantes de
aplicación. La primera es la aplicación tradicional que consiste en estas fases: modelado, guía
manifiesta, autoguía manifiesta, autoguía atenuada y autoinstrucciones propiamente dichas. En
muchos casos (véase Moore y Hughes, 1989) se combina con un entrenamiento en solución de
problemas y otras técnicas cognitivas: entrenamiento en discriminación visual, relajación, etc. La
segunda consiste en aplicar programas relativamente normalizados para conseguir mejoras
puntuales. Alexander y Hall (1989) han desarrollado algunos destinados a la habilidad lectora y
Johnston, Whitman y Johnson (1980) han elaborado otro programa destinado a ayudar a niños con
deficiencias leves a superar su rendimiento en aritmética. Por último, en tercer lugar encontramos
programas complejos, multicomponentes y altamente estructurados destinados a mejorar aspectos
globales de rendimiento, autocontrol e interacción social. El más conocido es el "Think Aloud"
(Camp y cols., 1977; Camp y Bash, 1981), aunque existen otros, como el que McMillan y Janzen
(1984) elaboraron para preescolar con el significativo nombre de "Peter Parrot". Por otra parte, en
muchos de los programas de "enseñar a pensar" (véase Nickerson, Perkins y Smith, 1985) no
acostumbra a faltar nunca el componente autoinstruccional.

Por lo que respecta al entrenamiento en solución de problemas sociales, como señalan Nezu y
Nezu (1991), fue fruto de una corriente dentro del área clínica que defendía la adopción de un
enfoque de competencia social en psicopatología. D'Zurilla y Golfried (1971) idearon el primer
tratamiento que, a pesar de las sucesivas modificaciones, en la actualidad mantiene los mismos
principios. Spivack y Shure (1974) lo recogieron en una teoría más amplia basada en los conceptos
de "pensamiento alternativo", "pensamiento consecuencial" y "pensamiento medios-fines" como
definitorios de buen ajuste social y de habilidad para enfrentarse a problemas nuevos. A pesar de
que se han presentado muchas variantes, las principales fases del entrenamiento en solución de
problemas son: definición y formulación del problema, generación de alternativas (normalmente a
través del "brainstorming"), evaluación de las alternativas, toma de decisión, puesta en práctica y
verificación final.

A finales de los años setenta (Meichenbaum, 1977), se empezó a trabajar en la posibilidad de


combinar las autoinstrucciones y el entrenamiento en solución de problemas con el objetivo de
mejorar los niveles de generalización de las intervenciones cognitivo-conductuales. Con el tiempo los
resultados han sido óptimos (Moore y Hughes, 1988; Servera, 1992) y se considera ya una práctica
habitual en intervenciones educativas y también en clínica. Allen y cols. (1976) dieron el primer
paso en el aspecto educativo, puesto que adaptaron un entrenamiento en solución de problemas
para preescolar con fines eminentemente preventivos. Por su parte, en la evolución de la aplicación
del "Think Aloud" a lo largo de la enseñanza primaria se observa que en los cursos superiores cada

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vez va cobrando mayor importancia las habilidades de solución de problemas frente a las
autoinstrucciones, si bien siempre se mantienen en interrelación (Bash y Camp, 1985).

El tercer tipo de procedimientos cognitivo-conductuales lo constituyen las llamadas técnicas de


"monitorización", autoobservación o autocontrol. La verdad es que la terminología es muy
confusa, tanto en inglés como en español; por ejemplo, Kneedler y Meese (1988, p.617) lamentan el
uso indiscriminado, no siempre sinónimo, de términos como "self-monitoring, self-recording, self-
evaluation y self-assessment". En cualquier caso, nosotros compartimos la idea de las autoras de que
el término más general es el de autocontrol, mientras la monitorización hace referencia a una de las
fases de autocontrol, concretamente a la autoobservación. La monitorización implica en primer lugar,
un "darse cuenta" de que se está trabajando sobre una tarea en busca de un tipo de solución y, en
segundo lugar, que de algún modo la persona registre su comportamiento para modificarlo en función
de la evaluación que haga del mismo y de unos criterios preestablecidos.

Existen tres posiciones teóricas, no necesariamente excluyente, para explicar el efecto de la


monitorización sobre la conducta: la teoría del autocontrol de Kanfer, donde el aspecto crucial que
permite modificar la conducta es el feedback, la postura de Kazdin, en la cual la explicación del
cambio conductual debe buscarse en las consecuencias operantes, y la de tipo más cognitivo que
indica que los efectos beneficiosos de la monitorización se deben a que incide directamente en la
mejora de los procesos metacognitivos implicados en la solución de problemas (Kneedler y Meese,
1988).

Los procedimientos para poner en marcha los procesos de autocontrol son muchos y variados,
aunque la base de la intervención siempre consiste en diseñar tareas académicas en las cuales el niño
pueda participar activamente: es decir, que él mismo corrija sus errores, que él mismo evalúe su tarea
y que él mismo pueda administrarse el refuerzo. También es fundamental que, por una parte, el niño
participe en los criterios u objetivos previos y, por otra parte, que estos siempre estén claros y no
den lugar más que a una interpretación.

En lo que respecta a las técnicas de monitorización en particular Hallahan y cols., en la Universidad


de Virginia han podido demostrar que un entrenamiento simple en "autofocalización de la atención"
puede provocar importantes mejoras en la comisión de errores ortográficos y aritméticos. En uno de
sus trabajos, recogido por Kneedler y Meese (1988, p.620), el entrenamiento consisitió en tres
fases: 1) El niño recibió un registro (en papel) en el cual debía señalar si estaba o no prestando
atención mientras trabajaba. Para ayudarle a completar el registro se utilizó un cassette que cada
cierto intervalo de tiempo emitía una señal que le indicaba que era en aquel momento que debía
valorar su atención, 2) posteriormente el niño tuvo que completar el registro sin necesidad de oir la
señal acústica; cada vez que se "despistaba" debía marcarlo en su registro, 3) finalmente el niño

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aprendió a valorar su nivel de atención por sí mismo, sin necesidad del registro. Los resultados sobre
las medidas dependientes fueron "inmediatos y dramáticos comparados con la línea base".

Como hemos podido comprobar, dentro de los problemas de rendimiento académico las
posibilidades del entrenamiento cognitivo-conductual son muchas y variadas, pero de nuevo
queremos recordar que la combinación de estos tres procedimientos con entrenamiento cognitivo y
metacognitivo específico abre las puertas, no sólo a la intervención terapéutica, sino también a la
modificación de los sistemas de instrucción y a la intervención preventiva. .

En lo que respecta a la intervención en problemas clínicos, el enfoque cognitivo-conductual también


se vale en gran parte de los procedimientos revisados. Después de todo, los problemas de
impulsividad, ansiedad e incluso depresión infantil no son tan fácilmente aislables de las causas
propias del fracaso escolar, falta de atención, déficits estratégicos, falta de habilidades de solución de
problemas, etc.

En el caso de la impulsividad y/o los trastornos de hiperactividad el tratamiento más habitual es


multicomponente (Zentall, 1989; Moore y Hughes, 1989); en él se combinan el modelado, las
autoinstrucciones, la solución de problemas con otros procedimientos operantes, especialmente la
economía de fichas, el costo de respuesta y el contrato conductual. Tampoco es infrecuente el uso
de técnicas de autocontrol.

En los problemas de depresión infantil las evidencias del tratamiento de base cognitivo-social no son
excesivas. Como muy bien coinciden en señalar Kazdin (1988) y Stark, Best y Sellstrom (1989), al
contrario de lo que ocurre en adultos, en clínica infantil existen más casos de depresión tratados con
farmacología que con tratamiento psicológicos. En general los tratamientos derivan de las teorías más
relevantes aplicadas en adultos: el modelo conductual de Lewinsohn, el modelo de autocontrol de
Rehm, el modelo reformulado de indefensión aprendida y la teoría de Beck. Sin embargo, existe
coincidencia en destacar el entrenamiento en habilidades sociales como el elemento más destacado en
casos de depresión infantil (Hughes, 1988); además, puede ir acompañado de reentrenamiento
atribucional, autoinstrucciones, técnicas de autocontrol de Rehm, reestructuración cognitiva de Beck
y procedimientos de refuerzo positivo. En cualquier caso, disponemos de bastantes evidencias que
indican la conveniencia de que el paquete de intervención, con independencia de quien lo lleve a
cabo, se implemente dentro del ambiente escolar (Butler y cols., 1980; Reynolds y Coats, 1986).

En trastornos de conducta asociados a manejo de ansiedad, como los miedos infantiles, la fobia
escolar, fobias simples a animales, objetos, etc., como ya advertimos antes, el tratamiento que
predomina en la desensibilización sistemática y las técnicas de sobresaturación (implosión e
inundación), basadas en principios de condicionamiento clásico. Morris, Kratochwich y Aldrigde

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(1988) han expuesto con detalle una adaptación de la DS al ámbito infantil con un especial énfasis en
la adaptación del programa de relajación. En general, gran parte del trabajo se realiza en vivo
graduando las sucesivas aproximaciones al estímulo o la situación fóbica. Por otra parte, las técnicas
de autocontrol y las habilidades de afrontamiento también se han utilizado con cierta frecuencia
(Hughes, 1988; McReynolds, Morris y Kratochwill, 1989).

En caso de déficits en habilidades sociales o de aislamiento el tratamiento más indicado incluye


modelado, ensayo conductual, programas de reforzamiento y, también, entrenamiento en solución de
problemas. La combinación entre los elementos más propios del tratamiento en habilidades sociales
y este tipo de entrenamiento parece ofrecer resultados positivos desde edades de preescolar hasta la
adolescencia (Urbain y Savage, 1989).

En la misma línea, los problemas de agresión y conductas disruptivas graves, además de ser
susceptibles a las técnicas operantes, también incluyen un tipo de entrenamiento similar al de los
déficits en habilidades sociales al que se puede añadir, según Hughes (1988, p.60 y ss.), las
autoinstrucciones, la reestructuración cognitiva y el reentrenamiento atribucional. El propio autor ha
diseñado un programa que combina todos estos elementos: "Anger Management".

Por último, respecto al tema de la educación especial es donde quizás se hace más evidente la
estrecha relación entre las técnicas operantes y las técnicas cognitivo-conductuales, una tendencia
que, como hemos podido comprobar, es la que predomina en la actualidad. Por una parte, en todo el
repertorio posible de conductas no deseadas que se producen con niños deficientes se siguen
utilizando las técnicas operantes desarrolladas en los años sesenta y setenta (véase Bijou y Ruiz,
1973; Sulzer-Azaroff y Meyer, 1977). Pero, en cambio, por otra parte, en la década de los ochenta
se han ido desarrollando procedimientos cada vez más centrados en la instrucción académica y en las
habilidades de autonomía personal. Los trabajos de Lovaas (ver Lovaas, 1981) son un buen ejemplo
de ello puesto que se aplican fundamentalmente a las habilidades previas de aprendizaje, la iniciación
y progreso en el lenguaje y hábitos personales (comer, vestirse, higiene, etc.). En el caso de los
nuevos aprendizajes para niños con un retraso moderado las autoinstrucciones se han mostrado
como una técnica muy útil (Bornas, 1987).

Entre los intentos de elaboración de programas educativos para deficientes destaca el de Bijou
(1983). El programa está altamente estructurado en función de distintos cursos e incluye un
entrenamiento para padres, un tipo de instrucción directa y el uso generalizado de principios
operantes. Por otra parte, el programa también concede gran importancia a los sistemas de
evaluación del niño que son los que permiten regular la intervención. Por supuesto, además de incluir
entrenamiento en prerrequisitos previos para el aprendizaje el programa, al ser de carácter educativo,
también contempla el desarrollo de habilidades académicas, como el lenguaje, la lectura, la aritmética,

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y habilidades cognitivo-sociales. El principal problema es, como señalan Matson y Schaughency


(1988), que si bien muchos de los elementos que utiliza el programa de Bijou (1983) y otros tienen
una probada eficacia su evaluación conjunta es dificultosa, fundamentalmente porque la respuesta
del niño deficiente depende de muchos factores (fisiológicos, familiares, sociales, etc.).

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5. Conclusiones.

En el presente documento se ha revisado la influencia del modelo conductual en el ámbito educativo.


Partiendo de la base que la modificación de conducta se desarrolló básicamente en un entorno clínico,
no puede olvidarse que gran parte primeros trabajos tuvieron lugar en ambientes institucionales y
con niños como protagonistas. Por otro lado, la modificación de conducta siempre ha tenido una
clara vocación de trabajo en el ámbito escolar, no sólo en lo que es comportamiento en sentido
estricto, sino también en el ámbito académico y en los procesos de enseñanza-aprendizaje.

En la primera parte del trabajo se revisa la influencia del enfoque operante. En principio un enfoque
claramente contrapuesto por algunos a los modelos psicoeducativos preponderantes en la escuela
pero que, como hemos visto, aportó principios y técnicas de gran interés para el trabajo educativo.
El hecho de que fuera en ocasiones malinterpretado y en otras utilizara un lenguaje poco atractivo
probablemente contribuyó a su alejamiento de la práctica diaria. Pero los trabajos sobre atención del
profesor, las técnicas de manejo de contingencias, los principios de la enseñanza programada, etc.
son aportaciones de gran interés.

En la segunda parte se ha revisado la aportación del enfoque cognitivo-conductual, mucho más


receptivo ya a todo lo que suponen los estilos de procesamiento de información, factores de
desarrollo, variables procesuales, etc. En este caso, y con independencia de todas las aportaciones
mencionadas, la principal conclusión es que dicho enfoque entronca con relativa facilidad con los
principios del “enseñar a pensar” y la “instrucción en estrategias cognitivas”, movimientos clave en
la última parte del siglo XX para entender la evolución de los conceptos educativos en la propia
escuela. La particular aportación del enfoque cognitivo-conductual se centra en su capacidad para
operativizar conceptos de gran interés pero que a menudo se quedaban en intenciones: a partir de las
técnicas cognitivo-conductuales el conocimiento metacognitivo, el autocontrol, la autonomía, el
comportamiento estratégico, el modelado cognitivo, etc. toman forma en el entorno escolar y
particularmente en el trabajo diario en el aula.

En defintiva se ha expuesto una historia larga, no exenta de confusiones y malentendidos, donde a


veces líneas con objetivos y planteamientos muy similares se han dado la espalda, pero que a pesar
de todo ha sido capaz de legarnos un cúmulo de conocimientos de gran valor y, sobre todo, un
abanico de expectativas todavía por explorar.

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