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Evolución de la Iglesia Católica (hasta siglo XII)

Papas importantes en el desarrollo de este trabajo:


San Pedro (33-67)
Clemente I (89-97) auto proclama Papa
León I El Magno (440-461)
Gregorio I Magno (590-604)
Esteban II (752-757) al que Pipino el Breve le dona las tierras lombardas
Gregorio VII (1073-1085) el Papa reformador
Inocencio III (1198-1216) Quien emite una bula en la que establece que el único que puede convocar
un Concilio es el Papa.

Mapa extraído de: Duby, Georges. (2007) “Altas Histórico Mundial”. (Página 86) Barcelona, España: LARROUSE
- Elegimos como ejes articuladores del desarrollo de este tema el obispado y el
papado debido a que consideramos que en ambos se puede llevar a cabo una
descripción que llegue a todos los aspectos esenciales de la institución eclesiástica
católica, al ser los que definen en esencia su evolución.
Describiremos también los aspectos políticos relacionados con los cambios que la
iglesia a sufrido durante el tiempo establecido entre el siglo IV y el XII, teniendo en
cuenta su intenso relacionamiento con las esferas del poder político de la época,
eligiendo como punto de partida el siglo IV debido a que allí se gestan los hechos
que definen el dogma, además de que allí se produce el triunfo del cristianismo en
Roma, elevándose como la religión oficial del imperio.

- Este mapa está relacionado estrechamente con el auge del relacionamiento y


fortalecimiento mutuo entre el imperio carolingio y la iglesia en un principio. Sin
duda, no se trata del único acontecimiento aquí cubierto pero sí de uno de singular
importancia, que redefine las pautas de la interacción entre el poder político y
religioso, trasladando la hegemonía de la religiosidad católica a un Imperio
Occidental y que de este modo se la arrebataba al Imperio Bizantino, lo que entre
otras causas, contribuyó a un posterior cisma.
Se ve un escenario de fortalecimiento y expansión plena del cristianismo y del poder
de la Iglesia que la caracteriza de la manera más icónica a través de su
relacionamiento con las otras religiones circundantes.

La Iglesia calcó su organización sobre la civil del Imperio, estableciendo los


arzobispos al frente de las provincias eclesiásticas y los obispos en las ciudades
de las mismas. Al margen de esos dos escalones, cuatro ciudades consideraban
que su condición de sedes apostólicas, esto es, fundadas por apóstoles
de Cristo, las situaba en un rango superior a las restantes. Eran las sedes
patriarcales. El hecho de que, en Occidente, sólo Roma tuviera esa condición
facilitó el ascenso del obispo de esa ciudad a la primacía de las sedes occidentales
y, con resistencias por parte del patriarca de Constantinopla y del emperador
de Oriente, también de las orientales”. (García de Cortázar, Manual de historia
Medieval, p. 40)

A inicios del siglo IV, el Edicto de Milán formulado durante el dominio de


Constantino se legalizó la libertad religiosa para los cristianos. En ella se
anularon las confiscaciones de los bienes eclesiásticos y los obispos lograron
un reconocimiento similar al de los senadores, y el emperador se convirtió en
soberano de la Iglesia. Como consecuencia, se anuló la crucifixión, se
abolieron los espectáculos de gladiadores y los cristianos ascendieron a los
cargos más altos del Imperio.

“Sólo desde el siglo XII el papado es un papado monárquico, sólo desde entonces el
papa se convierte en el líder religioso de toda la cristiandad católica (...) Pero hasta
bien entrado el siglo XI la situación no era esta: el papa era sólo el obispo de Roma
que tenía sí, una “primacía de honor” (es decir, tenía la palabra decisiva en
cuestiones teológicas), pero no gobernaba la Iglesia. Cada sede episcopal era
soberana, estas sedes estaban coordenadas en metrópolis o archidiócesis, a
menudo decidían las formas de gobierno eclesiástico en asambleas regionales de
varios obispos (concilios o sínodos)...” (Sergi, La idea de Edad Media, p. 95)

Mitre, E “Historia de la Edad Media en Occidente”


“Las formas de organización política y administrativa características del Imperio
romano fueron en parte recogidas por la Iglesia y adaptadas a sus particulares
necesidades. Las débiles y un tanto anárquicas estructuras de las comunidades
cristianas primitivas, movidas muchas veces por impulsos meramente carismáticos,
fueron derivando con el transcurso del tiempo hacia una cada vez más perfecta
organización jerárquica. Al revés que en Oriente, (...) en el Occidente, la
desaparición de la autoridad imperial y su sustitución por unos frecuentemente
débiles estados germánicos, redundó en beneficio de la independencia de las
estructuras eclesiásticas.” (Mitre, E. 1995: 46) “La visibilización definitiva del
cristianismo a partir de 313 propició que, durante los siglos IV-VI, la Iglesia-
institución ganara definitivamente terreno a la Iglesia-comunidad. En esos
trescientos años, los rasgos más relevantes de la historia de la iglesia-institución
fueron tres: la continuidad de la estructura clerical, el fortalecimiento del episcopado
monárquico y el afianzamiento del primado del obispo de Roma”. (García de
Cortázar, 2012, p. 101)

“Cuando, a finales del siglo III, las medidas administrativas de Diocleciano


multiplicaron el número de capitales y de ciudades con competencias de gestión
gubernamental, la Iglesia copió el modelo y estableció las sedes de sus
arzobispados y las de sus obispados en las otras ciudades”. (García de Cortázar,
2012, p. 102)

“Elegido por el pueblo y por los demás obispos de la provincia, el obispo llegará a
desempeñar un importante papel en el periodo de transición de la Antigüedad al
Medievo. Las funciones del Defensor ávitatis fueron desempeñadas por el
episcopado con bastante frecuencia, con lo que el obispo quedaba convertido en
una espede de protector de los más débiles ante los abusos del poder estatal’. Y —
lo que es más importante— cuando el aparato administrativo romano entró en
descomposición en el Occidente a lo largo del siglo v, los obispos se convirtieron en
los únicos interlocutores válidos entre las poblaciones de ascendencia romana y los
germanos que se fueron asentando en el solar imperial.” (Mitre, E 1995: 47)
“El afianzamiento del primado del obispo de Roma y, por tanto, de la monarquía
como forma de gobierno de la Iglesia, adquirió lo que iban a ser sus perfiles teóricos
permanentes en tiempos de León I en los años 440 a 461. (...) Entre los siglos II-V
los ocupantes de la sede de Roma no se habían distinguido por sus contribuciones
a los debates doctrinales. Sin embargo, durante aquellos mismos tres siglos (...)
habían ido fortaleciendo una cierta jefatura del obispo de Roma dentro de la Iglesia.
(ídem, p. 103-104) “En principio, todos los obispos eran iguales en dignidad y
gobierno pero su fuerza e influencia dependían de su carácter, su formación y,
desde luego, de la riqueza de la diócesis que gestionaban. Esa riqueza, empleada
no sólo en la construcción de templos y el adorno de las liturgias, sino en el
desarrollo de una importante labor asistencial, se incrementó desde el momento en
que una ley del año 434 convirtió a la Iglesia local en heredera de los bienes de los
clérigos que morían sin hacer testamento” (Idem, 103) “El fortalecimiento del
episcopado (obispado) monárquico, que había sido ya fundamentado
doctrinalmente por Cipriano a mediados del siglo III, recibió un impulso decisivo a
partir del concilio de Nicea del año 325. Esta reunión no fue la primera en que la
iglesia empezó a construir un corpus de normas propias, pero sí en la que, por
primera vez, universalizó las que los padres conciliares decidieron. ” (ídem p.102)
“Desde el siglo IV, las decisiones conciliares, casi siempre expresión de la voluntad
del obispo o del arzobispo convocante, vinieron a unirse a las Escrituras, a la
costumbre y a una tradición apostólica, real o apócrifa, para construir las cuatro
principales fuentes de la normativa canónica”. (Ídem, p. 102)

En cuanto al celibato, simplemente recomendado en la primitiva Iglesia, se fue


abriendo paso precisamente con el Medievo. Fue urgido en el Concilio de Elvira a
principios del siglo IV y más tarde (aunque sin demasiado éxito) exigido por el papa
León I (440-461). En este terreno el Occidente siguió unos caminos distintos a los
de Oriente. En las iglesias del este (Oriente) se obligó al celibato sólo a los obispos
mientras que en el oeste (Occidente) se tendió a hacerle obligatorio incluso a los
subdiáconos. 47’ “Ni siquiera el hecho de que, (...) el concilio de Calcedonia de 451
reconociera el primado romano y el contenido del tomo papal consiguió aplacar la
indignación de León I, quien se negó a suscribir el canón 28 de aquella reunión
según el cual la dignidad del obispo de Constantinopla se aproximaba a la del propio
pontífice.
Afortunadamente para León I (obispo de Roma en 440-461) las cosas le fueron
mucho más favorables. (...) sobre todo, en materia de gobierno al dibujar con
definitiva claridad la doctrina del primado del obispo en Roma. (...) Si San Pedro
había recibido individualmente la de parte de Cristo la “comisión petrina”, que luego
había transmitido a los restantes apóstoles, y San Pedro había sido el primero de
los obispos de Roma, correspondía a sus sucesores en la sede la herencia del
“poder de atar y desatar”. (...)
Sobre la base de reconocimiento de ese principio de sucesión de los obispos de
Roma respecto a san Pedro, el papado rehuía cualquier sugerencia de colegialidad
episcopal y aseguraba el gobierno monárquico de la Iglesia” (ídem, p. 105-106).

“...ya antes de 313, el obispo de Roma había alcanzado una cierta preeminencia
teórica sobre sus compañeros de episcopado. La primera vía, la doctrinal, se
apoyaba en dos pilares: la doble apostolicidad de la sede romana y la “comisión
petrina”, esto es, el encargo de Cristo a Pedro de “apacentar sus corderos y sus
ovejas”, refrendado por la promesa de que “tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia”. La segunda vía, la política, se fundamentaba en la condición de
Roma como capital del Imperio.
Precisamente, cuando, desde 330, la fundación de Constantinopla hizo nacer una
segunda capital imperial, los obispos que ocuparon su sede se empeñaron en
rebajar los fundamentos doctrinales de la hegemonía de su colega de Roma para
utilizar los políticos en su propio beneficio. Según ellos, la capitalidad imperial de
Constantinopla situaba a su patriarca casi (o, para otros, sin casi) en el mismo rango
que el de Roma. El tercer canon del concilio de Constantinopla de 381 proclamaría
que, como “Nueva Roma”, correspondía a Constantinopla (por encima de
Alejandría, Antioquía o Jerusalén) el escalón inmediatamente posterior al de (la
vieja) Roma.
(...) En los setenta años siguientes, las dos sedes (Roma, Constantinopla) siguieron
proporcionando muestras de sus respectivos planteamientos”. (Cortázar, 104)
Por encima del conjunto de los obispos tendió a confirmarse la autoridad de
aquellos que eran titulares de tal dignidad en las antiguas capitales provinciales
romanas. Recibieron el título de metropolitanos y su misión principal estaba en la
vigilancia de los demás obispos de la provincia y en la convocatoria de los sínodos
provinciales. 47’
En efecto, en los siglos de transición al Medievo se va a consolidar una idea que se
topará con una serie de obstáculos: la de la primacía del Pontificado romano. 48’
Su organización, además de utilizar los medios ofrecidos por el imperio romano,
como el uso casi general del latín y el griego, disponía de modelos imperiales
provechosamente imitables, como la división del territorio en circunscripciones.
(Anesa, Noguer, Rizzoli, Larousse (1973). Historia Universal. Cristianismo e
Invasiones)
Esta primacía romana; sin embargo, chocó con diversas oposiciones, ya que si su
sentido honorífico nadie parecía discutirlo, sí en cambio había reservas en admitirlo
en términos absolutos. Los patriarcados orientales, por ejemplo, se consideraban
depositarios de unas tradiciones históricas y teológicas no desdeñables y miraron
siempre con grandes recelos el engrandecimiento de la sede romana (...) 49’

Si la formación religiosa y cultural de los obispos dejaba mucho que desear, fácil
es colegir cómo sería la de los más bajos estratos del clero que ejercían, por lo
general, su ministerio en el ámbito rural. 48’

(...) la existencia de las «cartas de comunión» entre los distintos obispos fue
creando una verdadera red de comunicaciones de la que Roma era el centro y la
difusora. (...) A lo largo de los años siguientes, los obispos romanos aparecieron
como los celosos guardianes de la ortodoxia. (...) En Roma incluso se fallaron en los
primeros siglos cristianos algunas de las disputas doctrinales. 49’

Durante el siglo IV, los factores que habían apoyado la primitiva estructura federal
de la Iglesia habían ido desapareciendo poco a poco, al tiempo que crecía la
oportunidad de pasar a una estructura monárquica. Se admitía generalmente que al
obispo de Roma, en cuanto sucesor del apóstol Pedro, debía serle reconocida una
posición preeminente; pero no se aceptaba con tanta facilidad que esto le confiriese
una supremacía efectiva de índole jurídica y doctrinal sobre toda la Iglesia. El
primado le fue discutido durante mucho tiempo por los obispos orientales y en
particular por los de Constantinopla. Así se fue preparando la separación de las
Iglesias romana y griega, que se consumó en 1054, cuando estalló la antiquísima y
nunca resuelta incompatibilidad política y espiritual entre los mundos latino y
helénico.(Anesa, Noguer, Rizzoli, Larousse (1973). Historia Universal. Cristianismo
e Invasiones)

El esfuerzo de la Iglesia romana por imponer su autoridad y sus normas doctrinales


en Occidente se tradujo en un diálogo por momentos fragmentado debido al
enfrentamiento abierto entre tendencias espirituales que coexistían al lado de una
ortodoxia demasiado oficializada. Tendencias que unas veces serán opciones
dentro del propio cristianismo (herejías), y otras los resabios de un paganismo muy
fuerte aún entre las masas populares. 54’

Junto al problema de la unidad organizativa, la Iglesia tuvo que afrontar el de la


unidad doctrinal. También bajo este aspecto el siglo IV fue uno de los más arduos
de su historia, sobre todo a causa del conflicto interno entre arrianos y
atanasianos. El sacerdote alejandrino Arrio difundió en el 320 d.C. la doctrina que
negaba la naturaleza divina de Cristo, reconociéndole simplemente como un hombre
elegido, semejante a Dios Padre, pero no partícipe de su misma naturaleza. Esta
doctrina tuvo gran aceptación. Escapó rápidamente de los límites de la teología,
para adquirir una dimensión política; traspasó el ámbito local, extendiéndose
especialmente en Oriente (también en Occidente), y no tardó en dividir a los
cristianos en dos confesiones en lucha abierta entre sí, ya que cada una de ellas
reivindicaba el derecho de ser la única depositaria de la verdad.
Los emperadores, interesados en la unidad de la Iglesia en función de la del
imperio, tomaron parte de la disputa religiosa. Sus intervenciones, iniciadas por
Constantino (Concilio de Nicea, 325) y concluidas por Teodosio I (Edicto de
Tesalónica, 380 y Concilio de Constantinopla, 381) condujeron finalmente a la
condena del arrianismo.
La diferencia de fe, punto principal de la lucha, adquirió por tanto una gran
relevancia política y fue un factor más para aumentar las divergencias entre Oriente
y Occidente. (Anesa, Noguer, Rizzoli, Larousse (1973). Historia Universal.
Cristianismo e Invasiones)

Definiciones

HEREJÍA: Etimológicamente la palabra herejía significa ‘elección’. Es hereje aquel


que disiente de alguna parte de los valores admitidos oficialmente por la comunidad
de los creyentes y poniéndolos en duda. Es pues, una ruptura con el orden espiritual
establecido. (Bonnasie, P - Vocabulario básico de la historia medieval)

PAGANO: Para los cristianos son quienes adoran otros dioses o desconocen la
creencia de un Dios único. Estos no eran sus enemigos, sino que se los
consideraba como potenciales creyentes mediante la conversión. (Ej: Indígenas de
América)

INFIEL: Es quien no cree en la divinidad de Jesús o quien no ha sido bautizado. En


este plano eran colocados los islámicos, a quienes se los consideraba como
enemigos.

HABLAR DEL ORIGEN DEL PAPA


La crisis del poder imperial en el Occidente favoreció también la independencia
de los papas y el acrecentamiento de su prestigio.
En el 529 San Benito de Nursia fundó el primer monasterio en Europa Occidental
que organizó la vida de los monjes benedictinos e introdujo los votos de castidad,
pobreza y obediencia, además de jurar el ascetismo, lo que implicaba el
despojamiento de todas las cuestiones materiales de la vida mundana.
La estructura monástica benedictina se basa, esencialmente, en los amplísimos
poderes que ostenta el abad (título dado al superior de un monasterio) elegido por
los monjes. Las ocupaciones del monje quedan definidas por una equilibrada
distribución del tiempo entre el oficio divino y el trabajo intelectual o manual («la
ociosidad es enemiga del alma») que no es tanto ejercicio ascético como medio de
sostenimiento económico de la comunidad. La iniciativa de Gregorio Magno,
educado en el seno de la orden, será capital para su impulso.
A Gregorio Magno (590-604 ‘período de gobierno) se le ha querido ver como el
primer gran papa del Medievo. Gregorio es, ante todo, un romano en el más puro
sentido de la palabra. Miembro de una familia aristocrática, había seguido una
carrera administrativa que le llevó de ser prefecto de la ciudad, monje y por último,
como obispo de Roma.
Bajo su reinado cobra sus primeros perfiles una idea muy cara a sus sucesores: la
de un gran reino cristiano, en el que se integren todos los pueblos de Europa bajo la
rectoría espiritual de Roma. De ahí que, alternando los métodos diplomáticos con
las misiones evangelizadoras, el nombre de Roma cobre una nueva dimensión
universalista. 50’

Los monjes salieron como misioneros por toda la Europa Occidental hasta el otro
lado del Canal de la Mancha (Inglaterra). Al desarrollarse el monaquismo también se
extendió la cultura cristiana, y creció el prestigio del papa.

Al mismo tiempo, el poder temporal del papado se volvió más formidable. Esto tuvo
lugar de dos maneras: primero porque en el siglo VIII el pueblo de Roma se levantó
y expulsó a los representantes del emperador en Constantinopla y luego organizó su
propio gobierno bajo el mando del papa. La segunda causa del aumento de su
poder temporal fue la alianza que estableció el papa Esteban II con el rey franco
Pipino el Breve contra los invasores lombardos de Italia. Pipino le dio al papado
grandes extensiones de tierra lombarda en el centro de Italia, que iban a llegar a ser
los Estados Pontificios. De esta manera el papa se convirtió en un monarca
soberano.
Durante un tiempo, bajo la protección del emperador (Carlomagno) la iglesia
prosperó. Pero cuando este murió y no pudo proporcionarle la protección que
requería, la iglesia se sumió en un nadir de degradación que fue el más bajo de toda
su historia. A fines del siglo IX, el papado sin las fuerzas materiales para resistir las
fuerzas armadas, se convirtió en un peón en manos de facciones rivales de la
nobleza romana. Luego, los poseedores germánicos del título de Emperador del
Sacro Imperio Romano dominaron a los Papas siempre que pudieron.
Sin embargo, cuando la Iglesia parecía en peligro de disolución emergía un papa
fuerte que defendería los derechos papales de autoridad sobre otros monarcas
soberanos, como por ejemplo el caso de Gregorio VII, en papa reformador elegido
en 1073, que excomulgó al rey alemán Enrirque IV. (Anesa, Noguer, Rizzoli,
Larousse (1973). Historia Universal. Cristianismo e Invasiones)

“Un gran papa del siglo XI, Gregorio VII, se hizo famoso por su conflicto con el el
imperio y con Enrique IV. Pero su operación más lograda fue otra: la de coronar con
éxito la “reforma” de la iglesia, transformándola en una Iglesia centralizada y
monárquica, con la dependencia de Roma de todos los obispos” (Sergi, La idea de
Edad Media, p. 95)

Manual Cortázar “Manual de Historia Medieval” (páginas 225-227)


“En los siglos X a XIII, la Iglesia alcanzó a ver los resultados de la construcción de
una Cristiandad latina. El proceso incluyó, fundamentalmente, cuatro líneas de
actuación, en parte, sucesivas. (...) Fueron: la ampliación del espacio cristiano
mediante la evangelización de los paganos del norte y este de Europa y la
delimitación espacial y cultural respecto al Islam y el Imperio de Bizancio. Las otras
dos. (… ) Fueron, de un lado, la “reforma gregoriana (en referencia a Gregorio VII)
es decir, la consolidación de la organización eclesiástica sobre la base de fortalecer
el papado y sustituir la antigua “Iglesia en manos de laicos” y de sus iglesias propias
por la fijación de circunscripciones territoriales (diócesis, parroquias) y la definición
de competencias de las autoridades religiosas. Y, de otro, epítome de los anteriores,
el afianzamiento de la Iglesia en sus aspectos espirituales, jurídicos y doctrinales, lo
que desembocó en la implantación de una doctrina y en la propuesta de unos
modelos sociales de valores y comportamientos”. (García de Cortázar, 2008, p.
225).

REFORMA ECLESIÁSTICA Y GREGORIANISMO


“Para los reformadores, los que ejercían los poderes políticos a cuya cabeza se
hallaba el emperador se habían apropiado de los bienes y cargos eclesiásticos y los
ofrecían al mejor postor. Razón por la que muchos de los oficios de la Iglesia
recaían en gentes no idóneas y sin preparación, que degradaban aún más a un
clero en vías de secularización.
Modificar esa situación del clero era absolutamente imprescindible para el papado,
si se quería alcanzar el triunfo de la reforma.
Por ello, el pontificado, una vez recuperado su prestigio, especialmente a raíz del
gobierno de León IX, y conseguida su libertad (en 1059, cuando se instituyó la
elección del pontífice sólo por los cardenales), comenzó a defender la preeminencia
del poder espiritual por encima del temporal. Esta posición del dominio espiritual
para dirigir la sociedad cristiana ya estaba plenamente configurada con Gregorio VII.
Éste la defendió con una fuerza extraordinaria, llegando a sostener duros
enfrentamientos políticos y religiosos que conmocionaron a toda la Europa
occidental.
Con la inesperada muerte de Otón III en 1002, el pontificado volvió a caer de nuevo
en poder de las facciones aristocráticas romanas.
El 20 de diciembre de 1046 Enrique reunió en Sutri, próximo a Roma, un sínodo
para juzgar a los tres papas contendientes, que fueron depuestos. Tres días más
tarde, en otro concilio reunido en Roma, se propuso, a instancias del emperador,
como nuevo candidato a Suitgero, obispo de Bamberg. Éste fue elegido y
consagrado pontífice esa misma navidad con el nombre de Clemente II. Su primer
gesto sería coronar emperadores a Enrique III y a su esposa.
Éste, con su actuación, había liberado al papado de los bandos aristocráticos
romanos e iniciaba la regeneración del pontificado, primer paso para la reforma. Fue
ésta una acción tan beneficiosa, que nadie se opuso a ella. Una intervención
imperial tan teocrática tampoco era inusual en la ideología de su tiempo. Es más, se
justificó sobradamente al considerar que los monarcas germanos, como fieles
cristianos, debían ayudar al buen gobierno de toda la cristiandad.
En la reforma la liberación de la Iglesia era clave, pues se entendía como la victoria
contra la esclavitud del pecado. Pecado arraigado en la clerecía y manifestado en la
simonía, el nicolaísmo y la investidura laica. Los tres grandes males aquejaban al
clero desde tiempos anteriores, tal como nos lo presentan autores como Pedro
Damiani en su Líber gratissimus y en su Líber Gomorrhianus (que ofrece un
impresionante cuadro de la decadencia moral, en materia sexual, de grandes
sectores del clero) o el cardenal Humberto de Silva Cándida en su obra Adversus
simoniacos. El nicolaísmo significaba el concubinato de los presbíteros, una práctica
que, aunque fue considerada inaceptable se venía tolerando, especialmente en los
medios rurales. En este tiempo su rechazo se fue imponiendo poco a poco, y pudo
ser aprovechado por los reformadores. La simonía, compraventa de bienes
espirituales, era un problema mucho más complejo. Muchos clérigos eran
conscientes del peligro que representaba, y contribuyeron a la formación de un
movimiento antisimoníaco.
En cuanto a la investidura laica, era la intervención de los laicos en el nombramiento
o designación de cualquier tipo de dignidad eclesiástica.
La reacción contra estas tres lacras fue consecuencia de un proceso de
maduración. Había que cambiar las formas de vida de los clérigos, porque a la
Iglesia se le planteaba el problema de presentar en el mundo su acción mediante los
sacramentos y sus ministros. Los objetivos reformistas estaban definidos y se fueron
haciendo presentes en todos los pontífices desde mediados de siglo. Ahora bien, en
esta regeneración de la Iglesia no estuvo solo el papado. A favor de la reforma se
alinearon distintos sectores de la cristiandad. Ya hemos citado al emperador, pero
además también colaboraron el monacato, especialmente Cluny, y otras fuerzas,
procedentes incluso del pueblo. El movimiento de la Pataria de Milán, a mediados
del siglo XI, desencadenado contra el clero simoníaco, es el ejemplo más conocido.
El nombramiento de pontífices alemanes, por parte del emperador, fue un gran
acierto para impulsar la reforma, pues designó a hombres con buena preparación,
alta moralidad y bien dispuestos a dignificar los cimientos de la Iglesia. Los primeros
cambios comenzarían con ellos, poniéndose en marcha con Bruno de Toul, que
tomó el nombre de León IX (1049-1054).
Tres importantes tareas acometió León IX: impulsar el camino de la reforma, luchar
contra los normandos del sur de Italia y hacer frente a la polémica con la iglesia
griega. El primer cometido estuvo enérgicamente dirigido contra la simonía y el
nicolaísmo, tal y como el papa había manifestado en concilios locales (Reims,
Maguncia, Roma). Ahora se iniciaron investigaciones serias y se impusieron penas y
deposiciones que durarían varios decenios. Una lucha que los reformadores vieron
como algo más profundo que la erradicación de unos vicios. Para ellos era cuestión
de salvaguardar la fe y la vida sacramental, que conducían a la salvación en
Jesucristo. Para saldar las diferencias con el patriarca Miguel Cerulario, León IX
envió una famosa embajada a Constantinopla en 1054, presidida por el cardenal
Humberto. Su desafortunada gestión daría lugar a un nuevo cisma, que supondría la
ruptura prácticamente definitiva entre ambas iglesias, la oriental y la occidental.
Tampoco León IX tuvo suerte frente a los normandos. Deseoso de recuperar para la
iglesia romana la jurisdicción del sur de Italia y de Sicilia, armó un ejército contra
ellos, sólo para ser derrotado y hecho prisionero en Cividale.
Poco después de su retorno a Roma, murió en 1054.”
( Historia del cristianismo: El mundo medieval, Emilio Mitre (Coordinador), Editorial
Trotta, Universidad de Granada, 2006, Páginas 184-187)

“La “reforma gregoriana” fue un movimiento de renovación interna y


fortalecimiento jurídico y organizativo de la institución eclesiástica. Su puesta en
marcha se hizo bajo la proclama de “la defensa de la libertad de la iglesia”. (...)
además de un deseo de reforma de las costumbres del clero, se entendía, ante todo
y sobre todo, la firme voluntad de sustraer aquella de la dependencia respecto a los
laicos. Hasta entonces, esa dependencia había sido producto inevitable de las
circunstancias históricas de la difusión de la Iglesia para el que, con frecuencia,
había buscado el apoyo de las aristocracias regionales. Ahora se trataba de fijar con
más precisión dos principios. Uno, la separación entre lo sagrado y lo profano, con
la fijación de las obligaciones de los laicos. Otro, la mejora de la calidad del clero…
Respecto a la mejora de la calidad del clero, la Iglesia se empeñó en que los
clérigos no debían hacer vida marital y mucho menos aspirar a transmitir a sus hijos
los beneficios eclesiásticos. (...) Pero los clérigos tampoco debían vender los oficios
o beneficios eclesiásticos incurriendo en pecado de simonía. (...) Ésta incidía en la
práctica de la investidura de cargos eclesiásticos por mano seglar, cuestión que no
era de fácil solución.
En efecto, todo cargo eclesiástico llevaba anejo un beneficio, esto es, unas rentas o
un patrimonio que correspondían a la persona que lo ocupara. La forma de ese
beneficio y la propia entrega por parte del laico (emperador, rey, señor) al obispo o
párroco, simbolizaba un anillo, lo hacían exactamente semejante a cualquier
beneficio laico por el que un vasallo prestaba homenaje a un señor; en este caso, un
vasallo eclesiástico respecto a un señor laico. Todo ello parecía oponerse
frontalmente a la deseada “libertad de la Iglesia” respecto a los laicos.
El camino para resolver la contradicción fue largo. (...) en 1059, el papado dio un
paso histórico en su proceso de independización respecto a los laicos: desde
entonces, el papa sería elegido por los cardenales.
Estos primeros pasos de la reforma, orientados en la búsqueda de la “libertas
Ecclesiae”, quedaron definitivamente consolidados durante el pontificado de
Gregorio VII (1073-1085). Para el nuevo papa, el gobierno de la Cristiandad
correspondía a su rama sacerdotal, el Sacerdotium, cuya cabeza era el propio
pontífice. La idea era ya antigua en la Iglesia. (...) La novedad radicó en que
Gregorio VII no se conformó con un vago enunciado de su idea, sino que la tradujo
en unos “Dictatus papae”, publicados en 1075. Constituían un conjunto de
proposiciones tajantes a favor de la libertad de la Iglesia respecto a los laicos, la
centralización de los poderes de aquélla y su supremacía jurisdiccional incluso
sobre el emperador.
El manifiesto pontificio situaba al papa a la cabeza de la Cristiandad y con
competencia para juzgar al propio emperador. La ocasión de hacerlo surgió pronto,
cuando el papa dictó auto de excomunión contra varios consejeros de Enrique IV
(1056-1105), quien respondió reuniendo una dieta en 1076 en que se formularon
graves acusaciones contra el papa y se le instaba de renunciar al solio pontificio. La
respuesta de Gregorio VII fue excomulgar al emperador y desligar a sus vasallos de
los vínculos de fidelidad hasta que Enrique IV hizo su aparatosa penitencia en el
castillo de Canossa en Toscana y se humilló ante el papa solicitando su abolición,
que obtuvo. El acuerdo duró poco.
Cuatro años más tarde se reprodujo la excomunión contra el emperador, que, de
nuevo, marchó a Italia, esta vez, para atacar a Gregorio VII. Sólo la intervención de
los normandos que hacía unos años se habían instalado en el sur de la Península
consiguió salvar al papa, que murió desterrado en Salerno en 1085.
La muerte de Gregorio VII alivió las tensiones con el Imperio. Diez años después, en
1095, con la excusa de la predicación de la primera cruzada, el papa Urbano II
volvió a actualizar la jefatura de la Iglesia en la sociedad europea. El talante más
flexible de ese papa y sus sucesores y la muerte de Enrique IV en 1105 facilitaron
fórmulas de compromiso. En el Concordato de Worms, en 1122, el papa Calixto II y
el emperador Enrique V llegaron a un acuerdo sobre el tema concreto de las
investiduras de obispos. La elección de los obispos sería libre, sin interferencias
laicas, y a ella seguiría la investidura por parte del emperador, mediante la entrega
simbólica de un cetro, la consagración del nuevo titular por el arzobispo y el
juramento de fidelidad del obispo al emperador por los bienes recibidos de él. La
aspiración del concordato a separar los aspectos espirituales y temporales del
nombramiento episcopal quedó confirmada en el Concilio I de Letrán celebrado al
año siguiente.
El Concordato de Worms ponía fin a un aspecto muy concreto de las relaciones
entre clérigos y laicos, el de la investidura laica de los beneficios eclesiásticos.
Quedaba en pie, en cambio, un debate mucho más profundo: la “pugna entre los
poderes universales” en torno al papel respectivo que debía corresponder al
Sacerdotium y al Imperium en la dirección de la Cristiandad. (García de Cortázar
“Manual de Historia Medieval”, 2008, páginas 225-227)

La Querella de las investiduras fue un conflicto establecido entre el papa Gregorio


VII y el sacro emperador romano Enrique IV entre 1075 y 1123 debido al Dictatus
papae, y a las manifestaciones de las reformas religiosas y políticas del programa
de Gregorio VII. Este, monje y archidiácono de Roma, que impulsó desde 1073
hasta 1085, fecha de su fallecimiento, reformas relevantes tales como la reforma
cristiana de esos años donde prosiguió a centralizar el poder en su figura, y asumir
varias funciones antes remitidas a los gobernantes laicos así como un incremento
de su autoridad y capacidad de supervisión sobre los territorios convertidos al
cristianismo y sus poblaciones y señores, conformando una monarquía papal,
pudiendo a través de este asistemático programa hegemónico deponer y designar
emperadores, ordenar a cualquier clérigo, trasladar obispos de sede, emplear las
insignias imperiales, recibir el beso de los príncipes en pie, dar valor a las
decisiones del concilio y desligar a los vasallos del juramento de fidelidad hecho a
señores injustos, en exclusividad, sobrepasando toda jurisdicción, incluso la del
emperador.
Al querer sustraerles a los emperadores sus beneficios eclesiásticos, el papado se
puso en contra del sacro imperio romano, y tras la revuelta de Sajonia, Enrique IV
decidió reunir en Worms en 1076 a una serie de 26 obispos de diferentes
localidades que resolvieron deponer a Gregorio VII, sin embargo, el tono violento
con el que el emperador le comunico todo esto al papa se volvió más problemático y
más grave aún, decidiendo el papa, deponerlo de su cargo de emperador,
excomulgarlo, desligar a sus vasallos y obispos fieles a su causa, lo que ocasionó
que el emperador recapitulara en 1077 en Canossa, donde permaneció en
penitencia tres días y descalzo, lo que representó a su vez, una victoria para el
papado, porque no solo había demostrado su capacidad de controlar a los señores
laicos, sino también su consistencia, aunque, por otro lado, había demostrado el
divorcio existente entre temporalidad y espiritualidad, lo que impidió el
establecimiento de un régimen teocrático, y cuando Gregorio volvió a excomulgar a
Enrique en 1080, esta vez la mayoría de sus príncipes se aliaron con él,
declarándose en 1083 una guerra en toda regla, eligiendo un antipapa (Clemente III)
y exiliando al papa tras invadir Roma. (García de Cortázar)

“En apariencia, Enrique IV había triunfado, pero su victoria fue demasiado efímera.
En cambio, Gregorio VII dejó un legado trascendental.
Con él, el papado tomó conciencia de su propia identidad y reivindicó un papel
rector. Dentro de una visión jerárquica, la Iglesia formuló dos aspiraciones
largamente acariciadas: ser independiente en sus propios asuntos (libertas
Ecclesiae) y ser la fuerza moral de la sociedad. Para alcanzar esas metas, Gregorio
VII no tenía otro camino que emprender una reforma para fortalecer su autoridad.
Acometió esa empresa con riesgo y valentía, creyendo en la misión a la que era
llamado por la fe en Jesucristo. Sus últimas palabras así lo atestiguan, al proclamar
un verso del salmo 44 que ponía en boca del más hermoso de los hijos de Adán (del
Mesías): «[...] tú amas la justicia y odias la impiedad». Un salmo que canta
precisamente las bodas del Mesías con su Iglesia, siempre que ésta rompa sus
vínculos con el mal.
A la muerte de Gregorio VII se produjo un momentáneo desconcierto en el partido
reformador, pero pronto la trayectoria de este gran dirigente, que había calado
hondo en su seno, infundiría renovado entusiasmo en el ánimo de sus sucesores. El
primero de ellos fue Desiderio de Montecassino, que, tras superar dudas y
dificultades, aceptó la sucesión el 24 de enero de 1086 con el nombre de Víctor III.
Como su pontificado apenas duró unos meses, los electores designaron a Odón de
Chátillon, obispo de Ostia. El nuevo papa electo, que gobernó la Iglesia como
Urbano II, proseguiría la reforma bajo la inspiración de los ideales gregorianos.
Obraría con mayor habilidad política, poniendo énfasis en la discreción y la
flexibilidad, sin perder por ello de vista la lucha contra los tres grandes males que
aquejaban a la Iglesia. A dichos afanes contribuiría con el gran ascendiente
espiritual que supo despertar en toda la cristiandad, como gran impulsor de la
primera cruzada, en el concilio de Clermont (1095).
Paralelamente a la génesis de las cruzadas, Urbano II no olvidó la reforma. Su
contribución a ella puede centrarse en dos concilios: el de Piacenza, reunido en la
primavera de 1095, donde se declararon invalidadas todas las ordenaciones
simoníacas, y el anteriormente mencionado de Clermont, convocado en otoño de
ese mismo año, que volvió a ratificar los decretos de Gregorio VII y prohibió el
vínculo de vasallaje que obispos y clérigos pudieran hacer con reyes y otras
personalidades seculares. A este respecto, en el año 1099, en su último sínodo en
Roma, dio un paso más al matizar que la excomunión, en caso de investidura laica,
además de afectar al investiente y al investido, recaería asimismo en el obispo que
participase como oficiante en ella. Por otro lado, también se mostró leal seguidor del
papa Gregorio, al insistir y proseguir con el sistema de legados pontificios, que tanto
ayudarían a reforzar la autoridad de la Iglesia.
Esta labor de Urbano II no se hizo con facilidad, ya que los primeros años de su
pontificado estuvieron muy mediatizados por el poder imperial. Enrique IV, que
gobernó dos décadas más que su antiguo oponente, Gregorio VII, obtuvo algunos
éxitos parciales. Éstos fueron logrados en medio de continuas adversidades
políticas, derivadas tanto de su vinculación al antipapa Clemente III como de las
protestas de súbditos alemanes o la hostilidad de ciudades italianas.
Es más, al final del gobierno del papa Urbano su política aperturista consiguió
atraerse a la reforma a algunos obispos alemanes.
Urbano II morirá en 1099, dejando un buen legado y pudiendo celebrar la toma de
Jerusalén por los cruzados como un resonante triunfo de toda la cristiandad.”
(Historia del cristianismo: El mundo medieval, Emilio Mitre (Coordinador), Editorial
Trotta, Universidad de Granada, 2006, páginas 191-194)
FUENTE:

Gregorio VII: Dictatus Papae 1090


(Los Dictatus Papae (Dictámenes del Papa) se incluyeron en el registro del Papa en el año 1075. Algunos
alegan que fueron escritos por el Papa Gregorio VII (r. 1073-1085), otros afirman que tuvieron un origen
diferente y posterior. En 1087, el Cardenal Deusdelit publicó una colección de las leyes de la Iglesia que
obtuvo de muchas fuentes. El Dictatus concuerda tan clara y cercanamente con esta colección que algunos
afirman que se debe haber basado en ella; y que por lo tanto debe ser de una fecha posterior a la compilación
de 1087. Hay poca duda que los principios abajo expresados son los principios del Papa).

Dictámenes del Papa


1. Que la iglesia romana fue fundada sólo por Dios.
2. Que solamente el pontífice romano tiene derecho a ser llamado universal.
3. Que sólo él puede deponer o reintegrar a obispos.
4. Que en un concilio su legado, aunque tenga un rango inferior, es sobre todos los obispos, y puede
dictar sentencia de deposición contra ellos.
5. Que el papa puede deponer a los ausentes.
6. Que, entre otras cosas, nosotros no debemos permanecer en la misma casa con aquellos
excomulgado por él.
7. Que solamente para él es lícito, según las necesidades de la época, el formular leyes nuevas,
reunir congregaciones nuevas, fundar una abadía de canonjía; y, por otro lado, dividir un obispado
que sea rico y unir los que sean pobres.
8. Que solamente él puede usar la insignia imperial.
9. Que solamente del papa todos los príncipes besarán los pies.
10. Que sólo su nombre se hablará en las iglesias.
11. Que este es el único nombre en el mundo.
12. Que le es permitido deponer a emperadores.
13. Que le es permitido transferir a obispos de ser necesario.
14. Que él tiene el poder de ordenar a un clérigo de cualquier iglesia que le plazca.
15. Que aquél que es ordenado por él puede presidir sobre otra iglesia, pero no puede tener una
posición subordinada; y que tal persona no puede recibir un rango más alto de ningún obispo.
16. Que ningún sínodo se denominará general sin su orden.
17. Que ningún capítulo y ningún libro se considerarán canónicos sin su autoridad.
18. Que toda sentencia dictada por él no puede ser retractada por nadie; y que sólo él mismo, de
forma exclusiva, la puede retractar.
19. Que él mismo puede no ser juzgado por nadie.
20. Que nadie se atreverá condenar a uno que apele a la silla apostólica.
21. Que a ésta se deben referir los casos más importantes de cada iglesia.
22. Que la iglesia romana nunca ha errado; ni errará por toda la eternidad, según el testimonio de las
Escrituras.
23. Que el pontífice romano, si ha sido ordenado canónicamente, es hecho indudablemente a un
santo por los méritos de San. Pedro; San. Enodio, según el testimonio del obispo de Pavia, y de
muchos padres santos que concuerdan con él, según lo contienen los decretos de San. Símaco el
papa.
24. Que, por su orden y consentimiento, puede ser lícito para subalternos el presentar acusaciones.
25. Que él puede deponer y reintegrar a obispos sin convocar un sínodo.
26. Que aquél que no está en paz con la Iglesia romana no será considerado católico.
27. Que él puede librar a los sujetos de su lealtad hacia hombres malvados.

En Documentos Históricos Selectos de la Edad Media, por Ernest F. Henderson (Londres: George
Bell and Sons, 1910), págs. 366-367
BIBLIOGRAFÍA:
-García de Cortázar, José Ángel. (2012) “Historia Religiosa del Occidente Medieval
(Años 313-1464)”. Madrid, España: Ediciones AKAL, S.A.
-García de Cortázar, José Ángel. Sesma Muñoz, José Ángel (2008) “Manual de
Historia Medieval”. Madrid, España: ALIANZA Editorial.
-Historia del cristianismo: El mundo medieval, Emilio Mitre (Coordinador), Editorial
Trotta, Universidad de Granada, 2006
- Mitre, Emilio (1995) “Historia de la Edad Media en Occidente”. Madrid, España:
Ediciones Cátedra S.A.
- Anesa, Noguer, Rizzoli, Larousse (1974) “Historia Universal. Ilustrada a todo color.
Cristianismo e invasiones” Barcelona, Editorial Noguer S.A.

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