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BENEDICTO XVI

Discursos, homilías, mensajes

2007
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MARÍA, MADRE DE DIOS


070101. Homilía.
La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y
realidades mesiánicas, pero la atención se concentra de modo especial en
María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús
recordamos a su Madre, la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna
cielo y tierra por los siglos de los siglos” (Antífona de entrada; cf.
Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que
nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito de
agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo
unigénito como cabeza del “pueblo nuevo” por medio de María. Recuerda
el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura
por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a
través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium,
60-61).
Comenzamos un nuevo año solar, que es un período ulterior de tiempo
que nos ofrece la divina Providencia en el contexto de la salvación
inaugurada por Cristo. Pero ¿el Verbo eterno no entró en el tiempo
precisamente por medio de María? Lo recuerda en la segunda lectura, que
acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo, afirmando que Jesús nació
“de una mujer” (cf. Ga 4, 4). En la liturgia de hoy destaca la figura de
María, verdadera Madre de Jesús, hombre-Dios. Por tanto, en esta
solemnidad no se celebra una idea abstracta, sino un misterio y un
acontecimiento histórico: Jesucristo, persona divina, nació de María
Virgen, la cual es, en el sentido más pleno, su madre.
Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la
virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se
proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se
califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es
virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se
comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los
Evangelios. María, Madre de Cristo, es también Madre de la Iglesia, como
mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI proclamó el 21 de
noviembre de 1964, durante el concilio Vaticano II. María es, por último,
Madre espiritual de toda la humanidad, porque en la cruz Jesús dio su
sangre por todos, y desde la cruz a todos encomendó a sus cuidados
maternos.
Así pues, contemplando a María comenzamos este nuevo año, que
recibimos de las manos de Dios como un “talento” precioso que hemos de
hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar
el reino de Dios.
Estoy profundamente convencido de que “respetando a la persona se
promueve la paz, y de que construyendo la paz se ponen las bases para un
auténtico humanismo integral” (Mensaje, n. 1: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 5). Este
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compromiso compete de modo peculiar al cristiano, llamado “a ser un
incansable artífice de paz y un valiente defensor de la dignidad de la
persona humana y de sus derechos inalienables” (ib., n. 16). Precisamente
por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27), todo
individuo humano, sin distinción de raza, cultura y religión, está revestido
de la misma dignidad de persona. Por eso ha de ser respetado, y ninguna
razón puede justificar jamás que se disponga de él a placer, como si fuera
un objeto.
Ante las amenazas contra la paz, lamentablemente siempre presentes;
ante las situaciones de injusticia y de violencia, que permanecen en varias
regiones de la tierra; ante la persistencia de conflictos armados, a menudo
olvidados por la mayor parte de la opinión pública; y ante el peligro del
terrorismo, que perturba la seguridad de los pueblos, resulta más necesario
que nunca trabajar juntos en favor de la paz. Como recordé en el
Mensaje, la paz es “al mismo tiempo un don y una tarea” (n. 3): un don
que es preciso invocar con la oración, y una tarea que hay que realizar con
valentía, sin cansarse jamás.
“El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te
conceda la paz” (Nm 6, 24. 26). Esta es la fórmula de bendición que
hemos escuchado en la primera lectura. Está tomada del libro de los
Números; en ella se repite tres veces el nombre del Señor, para significar
la intensidad y la fuerza de la bendición, cuya última palabra es “paz”.
El término bíblico shalom, que traducimos por “paz”, indica el
conjunto de bienes en que consiste “la salvación” traída por Cristo, el
Mesías anunciado por los profetas. Por eso los cristianos reconocemos en
él al Príncipe de la paz. Se hizo hombre y nació en una cueva, en Belén,
para traer su paz a los hombres de buena voluntad, a los que lo acogen con
fe y amor. Así, la paz es verdaderamente el don y el compromiso de la
Navidad: un don, que es preciso acoger con humilde docilidad e invocar
constantemente con oración confiada; y un compromiso que convierte a
toda persona de buena voluntad en un “canal de paz”.
Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y,
en él, la verdadera paz.
Pidámosle que ilumine nuestros ojos, para que sepamos reconocer el
rostro de Cristo en el rostro de toda persona humana, corazón de la paz.

MATERNIDAD DIVINA Y PAZ


070101. Angelus
Con una feliz intuición, mi venerado predecesor el siervo de Dios
Pablo VI quiso que el año comenzara bajo la protección de María
santísima, venerada como Madre de Dios. La comunidad cristiana, que
durante estos días ha permanecido en oración y adoración ante el belén,
mira hoy con particular amor a la Virgen Madre; se identifica con ella
mientras contempla al Niño recién nacido, envuelto en pañales y recostado
en el pesebre. Como María, también la Iglesia permanece en silencio para
captar y custodiar las resonancias interiores del Verbo encarnado,
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conservando el calor divino y humano que emana de su presencia. Él es la
bendición de Dios. La Iglesia, como la Virgen, no hace más que mostrar a
todos a Jesús, el Salvador, y sobre cada uno refleja la luz de su Rostro,
esplendor de bondad y de verdad.
Hoy contemplamos a Jesús, nacido de María Virgen, en su prerrogativa
de verdadero “Príncipe de la paz” (Is 9, 5). Él es “nuestra paz”; vino para
derribar el “muro de separación” que divide a los hombres y a los pueblos,
es decir, “la enemistad” (Ef 2, 14). Por eso, el mismo Papa Pablo VI, de
venerada memoria, quiso que el 1 de enero fuera también la Jornada
mundial de la paz: para que cada año comience con la luz de Cristo, el
gran pacificador de la humanidad.
“La persona humana, corazón de la paz”. Ese Mensaje aborda un punto
esencial, el valor de la persona humana, la columna que sostiene todo el
gran edificio de la paz.
Hoy se habla mucho de derechos humanos, pero a menudo se olvida
que necesitan un fundamento estable, no relativo, no opinable. Y ese
fundamento sólo puede ser la dignidad de la persona. El respeto a esta
dignidad comienza con el reconocimiento y la protección de su derecho a
vivir y a profesar libremente su religión.
A la santa Madre de Dios dirigimos con confianza nuestra oración,
para que se desarrolle en las conciencias el respeto sagrado a toda persona
humana y el firme rechazo de la guerra y de la violencia. María, tú que
diste al mundo a Jesús, ayúdanos a acoger de él el don de la paz y a ser
sinceros y valientes constructores de paz.

ACOGER A CRISTO EN EL CORAZÓN


070103. Audiencia general.
Esta primera audiencia general del nuevo año se celebra aún en el
clima navideño, en una atmósfera que nos invita a la alegría por el
nacimiento del Redentor. Al venir al mundo, Jesús distribuyó
abundantemente entre los hombres dones de bondad, de misericordia y de
amor. Interpretando los sentimientos de los hombres de todos los tiempos,
el apóstol san Juan afirma: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para
llamarnos hijos de Dios” (1 Jn 3, 1). Quien se detiene a meditar ante el
Hijo de Dios que yace inerme en el pesebre no puede por menos de quedar
sorprendido por este acontecimiento humanamente increíble; no puede por
menos de compartir el asombro y el humilde abandono de la Virgen
María, que Dios escogió como Madre del Redentor precisamente por su
humildad.
En el Niño de Belén todos los hombres descubren que son amados
gratuitamente por Dios; con la luz de la Navidad se nos manifiesta a cada
uno de nosotros la infinita bondad de Dios. En Jesús el Padre celestial
inauguró una nueva relación con nosotros; nos hizo “hijos en su Hijo”.
Durante estos días san Juan nos invita a meditar precisamente sobre esta
realidad, con la riqueza y la profundidad de su palabra, de la que hemos
escuchado un pasaje.
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El Apóstol predilecto del Señor subraya que “somos realmente hijos”
(cf. 1 Jn 3, 1). No somos sólo criaturas; somos hijos. De este modo Dios
está cerca de nosotros; de este modo nos atrae hacia sí en el momento de
su encarnación, al hacerse uno de nosotros. Por consiguiente,
pertenecemos verdaderamente a la familia que tiene a Dios como Padre,
porque Jesús, el Hijo unigénito, vino a poner su tienda en medio de
nosotros, la tienda de su carne, para congregar a todas las gentes en una
única familia, la familia de Dios, que pertenece realmente al Ser divino:
todos estamos unidos en un solo pueblo, en una sola familia.
Vino para revelarnos el verdadero rostro del Padre. Y si ahora nosotros
usamos la palabra Dios, ya no se trata de una realidad conocida sólo desde
lejos. Nosotros conocemos el rostro de Dios: es el rostro del Hijo, que
vino para hacer más cercanas a nosotros, a la tierra, las realidades celestes.
San Juan explica: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó primero” (1 Jn 4, 10).
En la Navidad resuena en el mundo entero el anuncio sencillo y
desconcertante: “Dios nos ama”. “Nosotros amamos -dice san Juan-
porque él nos amó primero” (1 Jn 4, 19). Este misterio ya está puesto en
nuestras manos porque, al experimentar el amor divino, vivimos
orientados hacia las realidades del cielo. Y el ejercicio de estos días
consiste también en vivir realmente orientados hacia Dios, buscando ante
todo el Reino y su justicia, con la certeza de que lo demás, todo lo demás,
se nos dará como añadidura (cf. Mt 6, 33). El clima espiritual del tiempo
navideño nos ayuda a crecer en esta conciencia.
Sin embargo, la alegría de la Navidad no nos hace olvidar el misterio
del mal (mysterium iniquitatis), el poder de las tinieblas, que trata de
oscurecer el esplendor de la luz divina; y, por desgracia, experimentamos
cada día este poder de las tinieblas. En el prólogo de su Evangelio, que
hemos proclamado varias veces en estos días, el evangelista san Juan
escribe: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron” (Jn
1, 5).
Es el drama del rechazo de Cristo, que, como en el pasado, también
hoy se manifiesta y se expresa, por desgracia, de muchos modos diversos.
Tal vez en la época contemporánea son incluso más solapadas y peligrosas
las formas de rechazo de Dios: van desde el rechazo neto hasta la
indiferencia, desde el ateísmo cientificista hasta la presentación de un
Jesús que dicen moderno y posmoderno. Un Jesús hombre, reducido de
modo diverso a un simple hombre de su tiempo, privado de su divinidad; o
un Jesús tan idealizado que parece a veces personaje de una fábula.
Pero Jesús, el verdadero Jesús de la historia, es verdadero Dios y
verdadero hombre, y no se cansa de proponer su Evangelio a todos,
sabiendo que es “signo de contradicción para que se revelen los
pensamientos de muchos corazones” (cf. Lc 2, 34-35), como profetizó el
anciano Simeón. En realidad, sólo el Niño que yace en el pesebre posee el
verdadero secreto de la vida. Por eso pide que lo acojamos, que le demos
espacio en nosotros, en nuestro corazón, en nuestras casas, en nuestras
ciudades y en nuestras sociedades.
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En la mente y en el corazón resuenan las palabras del prólogo de san
Juan: “A todos los que lo acogieron les dio poder de hacerse hijos de
Dios” (Jn 1, 12). Tratemos de contarnos entre los que lo acogen. Ante él
nadie puede quedar indiferente. También nosotros, queridos amigos,
debemos tomar posición continuamente.
¿Cuál será, por tanto, nuestra respuesta? ¿Con qué actitud lo
acogemos? Viene en nuestra ayuda la sencillez de los pastores y la
búsqueda de los Magos que, a través de la estrella, escrutan los signos de
Dios; nos sirven de ejemplo la docilidad de María y la sabia prudencia de
José. Los más de dos mil años de historia cristiana están llenos de
ejemplos de hombres y mujeres, de jóvenes y adultos, de niños y ancianos
que han creído en el misterio de la Navidad y han abierto sus brazos al
Emmanuel, convirtiéndose con su vida en faros de luz y de esperanza.
El amor que Jesús trajo al mundo al nacer en Belén une a los que lo
acogen en una relación duradera de amistad y fraternidad. San Juan de la
Cruz afirma: Dios “lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha
hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. (...) Pon los ojos
sólo en él (...) y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas” (Subida
del monte Carmelo, libro II, cap. 22, 4-5).
Queridos hermanos y hermanas, al inicio de este nuevo año renovemos
en nosotros el compromiso de abrir a Cristo la mente y el corazón,
manifestándole sinceramente la voluntad de vivir como verdaderos amigos
suyos. Así seremos colaboradores de su proyecto de salvación y testigos
de la alegría que él nos da para que la difundamos abundantemente en
nuestro entorno.
Que nos ayude María a abrir nuestro corazón al Emmanuel, que
asumió nuestra pobre y frágil carne para compartir con nosotros el
fatigoso camino de la vida terrena. Con todo, en compañía de Jesús este
fatigoso camino se transforma en un camino de alegría. Caminemos
juntamente con Jesús, caminemos con él; así el año nuevo será un año
feliz y bueno.

EPIFANÍA: CRISTO, LUZ DE LOS PUEBLOS


070106. Homilía.
Celebramos con alegría la solemnidad de la Epifanía, “manifestación”
de Cristo a los gentiles, representados por los Magos, misteriosos
personajes llegados de Oriente. Celebramos a Cristo, meta de la
peregrinación de los pueblos en búsqueda de la salvación. En la primera
lectura hemos escuchado al profeta, inspirado por Dios, que contempla a
Jerusalén como un faro de luz, que, en medio de las tinieblas y de la niebla
de la tierra, orienta el camino de todos los pueblos. La gloria del Señor
resplandece sobre la ciudad santa y atrae ante todo a sus hijos deportados
y dispersos, pero al mismo tiempo también a las naciones paganas, que de
todas las partes acuden a Sión como a una patria común, enriqueciéndola
con sus bienes (cf. Is 60, 1-6).
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En la segunda lectura se nos ha propuesto nuevamente lo que el
apóstol san Pablo escribió a los Efesios, es decir, que la convergencia de
judíos y gentiles, por iniciativa amorosa de Dios, en la única Iglesia de
Cristo era “el misterio” manifestado en la plenitud de los tiempos, la
“gracia” de que Dios lo había hecho ministro (cf. Ef 3, 2-3. 5-6). Dentro
de poco, en el Prefacio cantaremos: “Hoy en Cristo, luz de los pueblos,
has revelado a los pueblos el misterio de nuestra salvación”.
Han transcurrido veinte siglos desde que ese misterio fue revelado y
realizado en Cristo, pero aún no se ha cumplido plenamente. Mi amado
predecesor Juan Pablo II, al inicio de su encíclica sobre la misión de la
Iglesia, escribió que “a finales del segundo milenio después de su venida,
una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla
todavía en los comienzos” (Redemptoris missio, 1). Surgen
espontáneamente algunas preguntas: ¿en qué sentido, hoy, Cristo es aún
lumen gentium, luz de los pueblos? ¿En qué punto está —si se puede
hablar así— este itinerario universal de los pueblos hacia él? ¿Está en una
fase de progreso o de retroceso? Y también: ¿quiénes son hoy los Magos?
¿Cómo podemos interpretar, pensando en el mundo actual, a estos
misteriosos personajes evangélicos?
Para responder a estos interrogantes, quisiera volver a lo que los
padres del concilio Vaticano II dijeron al respecto. Y quiero añadir que,
inmediatamente después del Concilio, el siervo de Dios Pablo VI, hace
cuarenta años, exactamente el 26 de marzo de 1967, dedicó al desarrollo
de los pueblos la encíclica Populorum progressio.
En verdad, todo el concilio Vaticano II se sintió impulsado por el
anhelo de anunciar a la humanidad contemporánea a Cristo, luz del
mundo. En el corazón de la Iglesia, comenzando por el vértice de su
jerarquía, brotó con fuerza, suscitado por el Espíritu Santo, el deseo de una
nueva epifanía de Cristo en el mundo, un mundo que la época moderna
había transformado profundamente y que por primera vez en la historia se
encontraba ante el desafío de una civilización global, donde el centro ya no
podía ser Europa y ni siquiera lo que llamamos Occidente y Norte del
mundo.
Resultaba necesario establecer un nuevo orden mundial político y
económico, pero al mismo tiempo y sobre todo espiritual y cultural, es
decir, un renovado humanismo. Con creciente evidencia se imponía esta
constatación: un nuevo orden mundial económico y político no funciona si
no hay una renovación espiritual, si no podemos acercarnos de nuevo a
Dios y encontrar a Dios en medio de nosotros.
Ya antes del concilio Vaticano II, conciencias iluminadas de pensadores
cristianos habían intuido y afrontado este desafío de cambio de época. Pues
bien, al inicio del tercer milenio nos encontramos de lleno en esta fase de la
historia humana, que ya se ha caracterizado con la palabra “globalización”.
Por otra parte, hoy nos damos cuenta de cuán fácil es perder de vista
los términos de este mismo desafío, precisamente porque estamos
implicados en él. Este peligro aumenta en gran medida por la inmensa
expansión de los medios de comunicación social, los cuales, aunque por
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una parte multiplican indefinidamente las informaciones, por otra parecen
debilitar nuestra capacidad de síntesis crítica.
La solemnidad que hoy celebramos puede ofrecernos esta perspectiva, a
partir de la manifestación de un Dios que se reveló en la historia como luz
del mundo, para guiar e introducir por fin a la humanidad en la tierra
prometida, donde reinan la libertad, la justicia y la paz. Y somos cada vez
más conscientes de que por nosotros mismos no podemos promover la
justicia y la paz, si no se nos manifiesta la luz de un Dios que nos muestra su
rostro, que se nos presenta en el pesebre de Belén, que se nos presenta en la
cruz.
Así pues, ¿quiénes son los “Magos” de hoy, y en qué punto está su
“viaje” y nuestro “viaje”? Volvamos, queridos hermanos y hermanas, a
aquel momento de especial gracia que fue la conclusión del concilio
Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965, cuando los padres conciliares
dirigieron a toda la humanidad algunos “Mensajes”. El primero estaba
dirigido “a los gobernantes“; el segundo, “a los hombres del pensamiento
y de la ciencia“. Son dos categorías de personas que, en cierto modo,
podemos ver representadas en los personajes evangélicos de los Magos.
Quisiera ahora añadir una tercera, a la cual el Concilio no dirigió ningún
mensaje, pero le dedicó mucha atención en la declaración conciliar Nostra
aetate. Me refiero a los líderes espirituales de las grandes religiones no
cristianas. Por tanto, a dos mil años de distancia podemos reconocer en los
Magos una suerte de prefiguración de estas tres dimensiones constitutivas
del humanismo moderno: la dimensión política, la científica y la religiosa.
La Epifanía nos lo muestra en estado de “peregrinación”, o sea, en un
movimiento de búsqueda, a menudo algo confusa, que en definitiva tiene su
punto de llegada en Cristo, aunque algunas veces la estrella se oculta.
Al mismo tiempo nos muestra a Dios que, a su vez, está en
peregrinación hacia el hombre. No existe sólo la peregrinación del hombre
hacia Dios; Dios mismo se ha puesto en camino hacia nosotros. En efecto,
Jesús no es sino Dios, que por decirlo así sale de sí mismo para venir al
encuentro de la humanidad. Por amor se ha hecho historia en nuestra
historia; por amor ha venido a traernos el germen de la vida nueva (cf. Jn 3,
3-6) y a sembrarla en los surcos de nuestra tierra, para que germine, florezca
y dé fruto.
Hoy quisiera hacer míos esos Mensajes conciliares, que no han perdido
su actualidad. Por ejemplo, en el Mensaje a los gobernantes se lee: “Es a
vosotros a quienes toca ser sobre la tierra los promotores del orden y la
paz entre los hombres. Pero no lo olvidéis: es Dios, el Dios vivo y
verdadero, el que es el Padre de los hombres. Y es Cristo, su Hijo eterno,
quien vino a decírnoslo y a enseñarnos que todos somos hermanos. Él es
el gran artesano del orden y la paz sobre la tierra, porque es él quien
conduce la historia humana y el único que puede inclinar los corazones a
renunciar a las malas pasiones que engendran la guerra y la desgracia”
(Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 1968, p. 838). ¿Cómo no reconocer
en estas palabras de los padres conciliares la huella luminosa del único
camino que puede transformar la historia de las naciones y del mundo?
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Asimismo, en el “Mensaje a los hombres del pensamiento y de la
ciencia” leemos: “Continuad buscando sin cansaros, sin desesperar jamás
de la verdad”. En efecto, el gran peligro consiste en perder el interés por la
verdad y buscar sólo el hacer, la eficiencia, el pragmatismo. “Recordad —
prosiguen los padres conciliares— las palabras de uno de vuestros grandes
amigos, san Agustín: “Busquemos con afán de encontrar y encontremos
con el deseo de buscar aún más”. Felices los que, poseyendo la verdad, la
buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los
demás. Felices los que, no habiéndola encontrado, caminan hacia ella con
un corazón sincero: que busquen la luz de mañana con la luz de hoy, hasta
la plenitud de la luz” (ib., p. 640).
Esto es lo que decían los dos Mensajes conciliares. Juntamente con los
gobernantes de los pueblos, los investigadores y los científicos, hoy es
más necesario que nunca incluir a los representantes de las grandes
tradiciones religiosas no cristianas, invitándolos a confrontarse con la luz
de Cristo, que no vino a abolir, sino a cumplir lo que la mano de Dios ha
escrito en la historia religiosa de las civilizaciones, especialmente en las
“grandes almas”, que han contribuido a edificar la humanidad con su
sabiduría y sus ejemplos de virtud. Cristo es la luz, y la luz no puede
oscurecerse; sólo puede iluminar, aclarar, revelar. Por tanto, que nadie
tenga miedo de Cristo y de su mensaje. Y si a lo largo de la historia los
cristianos, por ser hombres limitados y pecadores, lo han traicionado a
veces con sus comportamientos, esto hace resaltar aún más que la luz es
Cristo y que la Iglesia sólo la refleja permaneciendo unida a él.
“Hemos visto su estrella en oriente y venimos a adorarlo” (Aleluya, cf.
Mt 2, 2). Lo que nos maravilla siempre, al escuchar estas palabras de los
Magos, es que se postraron en adoración ante un simple niño en brazos de
su madre, no en el marco de un palacio real, sino en la pobreza de una
cabaña en Belén (cf. Mt 2, 11). ¿Cómo fue posible? ¿Qué convenció a los
Magos de que aquel niño era “el rey de los judíos” y el rey de los pueblos?
Ciertamente los persuadió la señal de la estrella, que habían visto “al
salir”, y que se había parado precisamente encima de donde estaba el Niño
(cf. Mt 2, 9). Pero tampoco habría bastado la estrella, si los Magos no
hubieran sido personas íntimamente abiertas a la verdad. A diferencia del
rey Herodes, obsesionado por sus deseos de poder y riqueza, los Magos se
pusieron en camino hacia la meta de su búsqueda, y cuando la
encontraron, aunque eran hombres cultos, se comportaron como los
pastores de Belén: reconocieron la señal y adoraron al Niño, ofreciéndole
los dones preciosos y simbólicos que habían llevado consigo.
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros detengámonos
idealmente ante el icono de la adoración de los Magos. Encierra un
mensaje exigente y siempre actual. Exigente y siempre actual ante todo
para la Iglesia que, reflejándose en María, está llamada a mostrar a los
hombres a Jesús, nada más que a Jesús, pues él lo es Todo y la Iglesia sólo
existe para permanecer unida a él y para darlo a conocer al mundo.
Que la Madre del Verbo encarnado nos ayude a ser dóciles discípulos
de su Hijo, Luz de los pueblos. El ejemplo de los Magos de entonces es
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una invitación también para los Magos de hoy a abrir su mente y su
corazón a Cristo y ofrecerle los dones de su búsqueda. A ellos, a todos los
hombres de nuestro tiempo, quisiera repetirles hoy: no tengáis miedo de la
luz de Cristo. Su luz es el esplendor de la verdad. Dejaos iluminar por él,
pueblos todos de la tierra; dejaos envolver por su amor y encontraréis el
camino de la paz. Así sea.

¿POR QUÉ ES TAN IMPORTANTE LA EPIFANÍA?


070106. Angelus
La solemnidad de la Epifanía celebra la manifestación de Cristo a los
Magos, acontecimiento al que san Mateo da gran relieve (cf. Mt 2, 1-12).
Narra en su evangelio que algunos “Magos” —probablemente jefes
religiosos persas— llegaron a Jerusalén guiados por una “estrella”, un
fenómeno celeste luminoso que interpretaron como señal del nacimiento
de un nuevo rey de los judíos. Nadie en la ciudad sabía nada; más aún,
Herodes, el rey que ocupaba el trono, se turbó fuertemente con la noticia y
concibió el trágico plan de la “matanza de los inocentes” para eliminar al
rival recién nacido.
Los Magos, en cambio, se fiaron de las sagradas Escrituras, en
particular de la profecía de Miqueas, según la cual el Mesías nacería en
Belén, la ciudad de David, situada aproximadamente diez kilómetros
al sur de Jerusalén (cf. Mi 5, 1). Al ponerse en camino en esa dirección,
vieron de nuevo la estrella y, llenos de alegría, la siguieron hasta que se
detuvo encima de una cabaña. Entraron y encontraron al Niño con María;
se postraron ante él y, rindiendo homenaje a su dignidad real, le ofrecieron
oro, incienso y mirra.
¿Por qué este acontecimiento es tan importante? Porque con él
comenzó a realizarse la adhesión de los pueblos paganos a la fe en Cristo,
según la promesa hecha por Dios a Abraham, que nos refiere el libro del
Génesis: “Por ti serán bendecidos todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 3).
Por tanto, si María, José y los pastores de Belén representan al pueblo de
Israel que acogió al Señor, los Magos son, en cambio, las primicias de los
gentiles, llamados también ellos a formar parte de la Iglesia, nuevo pueblo
de Dios, que ya no se basa en la homogeneidad étnica, lingüística o
cultural, sino sólo en la fe común en Jesús, Hijo de Dios. Por eso, la
Epifanía de Cristo es al mismo tiempo epifanía de la Iglesia, es decir,
manifestación de su vocación y misión universal.

EL BAUTISMO: EL AGUA Y EL FUEGO


070107. Homilía.
Cada niño que nace nos trae la sonrisa de Dios y nos invita a reconocer
que la vida es don suyo, un don que es preciso acoger siempre con amor y
conservar con esmero en todo momento.
El tiempo de Navidad, que se concluye precisamente hoy, nos ha
hecho contemplar al Niño Jesús en la pobreza de la cueva de Belén,
cuidado amorosamente por María y José. Cada hijo que nace Dios lo
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encomienda a sus padres; por eso, ¡cuán importante es la familia fundada
en el matrimonio, cuna de la vida y del amor! La casa de Nazaret, donde
vive la Sagrada Familia, es modelo y escuela de sencillez, paciencia y
armonía para todas las familias cristianas. Pido al Señor que también
vuestras familias sean lugares acogedores, donde estos pequeños puedan
crecer, no sólo con buena salud, sino también en la fe y en el amor a Dios,
que hoy con el bautismo los hace hijos suyos.
El rito del bautismo de estos niños tiene lugar en el día en que
celebramos la fiesta del Bautismo del Señor, con la que, como decía, se
concluye el tiempo de Navidad. Acabamos de escuchar el relato del
evangelista san Lucas, que presenta a Jesús mezclado con la gente
mientras se dirige a san Juan Bautista para ser bautizado. Cuando recibió
también él el bautismo, —escribe san Lucas— “estaba en oración” (Lc 3,
21). Jesús habla con su Padre. Y estamos seguros de que no sólo habló por
sí, sino que también habló de nosotros y por nosotros; habló también de
mí, de cada uno de nosotros y por cada uno de nosotros.
Después, el evangelista nos dice que sobre el Señor en oración se abrió
el cielo. Jesús entra en contacto con su Padre y el cielo se abre sobre él. En
este momento podemos pensar que el cielo se abre también aquí, sobre
estos niños que, por el sacramento del bautismo, entran en contacto con
Jesús. El cielo se abre sobre nosotros en el sacramento. Cuanto más
vivimos en contacto con Jesús en la realidad de nuestro bautismo, tanto
más el cielo se abre sobre nosotros.
Y del cielo —como dice el evangelio— aquel día salió una voz que
dijo a Jesús; “Tú eres mi hijo predilecto” (Lc 3, 22). En el bautismo, el
Padre celestial repite también estas palabras refiriéndose a cada uno de
estos niños. Dice: “Tú eres mi hijo”. En el bautismo somos adoptados e
incorporados a la familia de Dios, en la comunión con la santísima
Trinidad, en la comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.
Precisamente por esto el bautismo se debe administrar en el nombre de la
santísima Trinidad. Estas palabras no son sólo una fórmula; son una
realidad. Marcan el momento en que vuestros niños renacen como hijos de
Dios. De hijos de padres humanos, se convierten también en hijos de Dios
en el Hijo del Dios vivo.
Pero ahora debemos meditar en unas palabras de la segunda lectura de
esta liturgia, en las que san Pablo nos dice: él nos salvó “según su
misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del
Espíritu Santo” (Tt 3, 5). Un baño de regeneración. El bautismo no es sólo
una palabra; no es sólo algo espiritual; implica también la materia. Toda la
realidad de la tierra queda involucrada. El bautismo no atañe sólo al alma.
La espiritualidad del hombre afecta al hombre en su totalidad, cuerpo y
alma. La acción de Dios en Jesucristo es una acción de eficacia universal.
Cristo asume la carne y esto continúa en los sacramentos, en los que la
materia es asumida y entra a formar parte de la acción divina.
Ahora podemos preguntarnos por qué precisamente el agua es el signo
de esta totalidad. El agua es fuente de fecundidad. Sin agua no hay vida. Y
así, en todas las grandes religiones, el agua se ve como el símbolo de la
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maternidad, de la fecundidad. Para los Padres de la Iglesia el agua se
convierte en el símbolo del seno materno de la Iglesia.
En un escritor eclesiástico de los siglos II y III, Tertuliano, se
encuentran estas sorprendentes palabras: “Cristo nunca está sin agua”.
Con estas palabras Tertuliano quería decir que Cristo nunca está sin la
Iglesia. En el bautismo somos adoptados por el Padre celestial, pero en
esta familia que él constituye hay también una madre, la madre Iglesia. El
hombre no puede tener a Dios como Padre, decían ya los antiguos
escritores cristianos, si no tiene también a la Iglesia como madre. Así de
nuevo vemos cómo el cristianismo no es sólo una realidad espiritual,
individual, una simple decisión subjetiva que yo tomo, sino que es algo
real, algo concreto; podríamos decir, algo también material.
La familia de Dios se construye en la realidad concreta de la Iglesia.
La adopción como hijos de Dios, del Dios trinitario, es a la vez
incorporación a la familia de la Iglesia, inserción como hermanos y
hermanas en la gran familia de los cristianos. Y sólo podemos decir “Padre
nuestro”, dirigiéndonos a nuestro Padre celestial, si en cuanto hijos de
Dios nos insertamos como hermanos y hermanas en la realidad de la
Iglesia. Esta oración supone siempre el “nosotros” de la familia de Dios.
Pero ahora debemos volver al evangelio, donde Juan Bautista dice: “Yo
os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo (...). Él os
bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16). Hemos visto el agua; pero
ahora surge la pregunta: ¿en qué consiste el fuego al que alude san Juan
Bautista? Para ver esta realidad del fuego, presente en el bautismo
juntamente con el agua, debemos observar que el bautismo de Juan era un
gesto humano, un acto de penitencia; era el esfuerzo humano por dirigirse
a Dios para pedirle el perdón de los pecados y la posibilidad de comenzar
una nueva vida. Era sólo un deseo humano, un ir hacia Dios con las
propias fuerzas.
Ahora bien, esto no basta. La distancia sería demasiado grande. En
Jesucristo vemos que Dios viene a nuestro encuentro. En el bautismo
cristiano, instituido por Cristo, no actuamos sólo nosotros con el deseo de
ser lavados, con la oración para obtener el perdón. En el bautismo actúa
Dios mismo, actúa Jesús mediante el Espíritu Santo. En el bautismo
cristiano está presente el fuego del Espíritu Santo. Dios actúa, no sólo
nosotros. Dios está presente hoy aquí. Él asume y hace hijos suyos a
vuestros niños.
Pero, naturalmente, Dios no actúa de modo mágico. Actúa sólo con
nuestra libertad. No podemos renunciar a nuestra libertad. Dios interpela
nuestra libertad, nos invita a cooperar con el fuego del Espíritu Santo.
Estas dos cosas deben ir juntas. El bautismo seguirá siendo durante toda la
vida un don de Dios, el cual ha grabado su sello en nuestra alma. Pero
luego requiere nuestra cooperación, la disponibilidad de nuestra libertad
para decir el “sí” que confiere eficacia a la acción divina.
Estos hijos vuestros, a los que ahora bautizaremos, son aún incapaces
de colaborar, de manifestar su fe. Por eso, asume valor y significado
particular vuestra presencia, queridos padres y madres, y la vuestra,
12
queridos padrinos y madrinas. Velad siempre sobre estos niños vuestros,
para que al crecer aprendan a conocer a Dios, a amarlo con todas sus
fuerzas y a servirlo con fidelidad. Sed para ellos los primeros educadores
en la fe, ofreciéndoles, además de enseñanzas, también ejemplos de vida
cristiana coherente. Enseñadles a orar y a sentirse miembros activos de la
familia concreta de Dios, de la comunidad eclesial.
Para ello os puede ayudar mucho el estudio atento del Catecismo de la
Iglesia católica o del Compendio de ese Catecismo. Contiene los
elementos esenciales de nuestra fe y podrá ser un instrumento muy útil e
inmediato para crecer vosotros mismos en el conocimiento de la fe
católica y para poderla transmitir íntegra y fielmente a vuestros hijos.
Sobre todo, no olvidéis que es vuestro testimonio, vuestro ejemplo, lo que
más influirá en la maduración humana y espiritual de la libertad de
vuestros hijos. Aun en medio del ajetreo de las actividades diarias, a
menudo vertiginosas, no dejéis de cultivar, personalmente y en familia, la
oración, que constituye el secreto de la perseverancia cristiana.
13

SIGNIFICADO DEL BAUTISMO DE JESÚS


070107. Ángelus
Se celebra hoy la fiesta del Bautismo del Señor, con la que concluye el
tiempo de Navidad. La liturgia nos propone el relato del bautismo de Jesús
en el Jordán según la redacción de san Lucas (cf. Lc 3, 15-16. 21-22). El
evangelista narra que, mientras Jesús estaba en oración, después de recibir
el bautismo entre las numerosas personas atraídas por la predicación del
Precursor, se abrió el cielo y, en forma de paloma, bajó sobre él el Espíritu
Santo. En ese momento resonó una voz de lo alto: “Tú eres mi Hijo, el
amado, el predilecto” (Lc 3, 22).
Todos los evangelistas, aunque con matices diversos, recuerdan y
ponen de relieve el bautismo de Jesús en el Jordán. En efecto, formaba
parte de la predicación apostólica, ya que constituía el punto de partida de
todo el arco de los hechos y de las palabras de que los Apóstoles debían
dar testimonio (cf. Hch 1, 21-22; 10, 37-41). La comunidad apostólica lo
consideraba muy importante, no sólo porque en aquella circunstancia, por
primera vez en la historia, se había producido la manifestación del
misterio trinitario de manera clara y completa, sino también porque desde
aquel acontecimiento se había iniciado el ministerio público de Jesús por
los caminos de Palestina.
El bautismo de Jesús en el Jordán es anticipación de su bautismo de
sangre en la cruz, y también es símbolo de toda la actividad sacramental
con la que el Redentor llevará a cabo la salvación de la humanidad. Por
eso la tradición patrística se interesó mucho por esta fiesta, la más antigua
después de la Pascua. “Cristo es bautizado —canta la liturgia de hoy— y
el universo entero se purifica; el Señor nos obtiene el perdón de los
pecados: limpiémonos todos por el agua y el Espíritu” (Antífona del
Benedictus, oficio de Laudes).
Hay una íntima correlación entre el bautismo de Cristo y nuestro
bautismo. En el Jordán se abrió el cielo (cf. Lc 3, 21) para indicar que el
Salvador nos ha abierto el camino de la salvación, y nosotros podemos
recorrerlo precisamente gracias al nuevo nacimiento “de agua y de
Espíritu” (Jn 3, 5), que se realiza en el bautismo. En él somos
incorporados al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, morimos y
resucitamos con él, nos revestimos de él, como subraya repetidamente el
apóstol san Pablo (cf. 1 Co 12, 13; Rm 6, 3-5; Ga 3, 27).
Por tanto, del bautismo brota el compromiso de “escuchar” a Jesús, es
decir, de creer en él y seguirlo dócilmente, cumpliendo su voluntad. De
este modo cada uno puede tender a la santidad, una meta que, como
recordó el concilio Vaticano II, constituye la vocación de todos los
bautizados. Que María, la Madre del Hijo predilecto de Dios, nos ayude a
ser siempre fieles a nuestro bautismo.
14

LA CALIDAD DEL CLERO DEPENDE DE LA SERIEDAD DE SU


FORMACIÓN
070119. Discurso
Han pasado 550 años desde aquel 5 de enero de 1457, cuando el
cardenal Domenico Capránica, arzobispo de Fermo, fundó el Colegio que
tomó su nombre, destinando a él todos sus bienes y su palacio junto a
Santa María en Aquiro, para que pudiera acoger a jóvenes estudiantes
llamados al sacerdocio.
Es útil preguntarse qué motivaciones impulsaron al cardenal Capránica
a fundar esta obra providencial, y qué valor conservan para vosotros hoy
esas motivaciones.
Ante todo, conviene recordar que el fundador había tenido experiencia
directa de los colegios de las Universidades de Padua y Bolonia, en las
que había estudiado, así como de las de Siena, Florencia y Perusa. Se
trataba de instituciones surgidas para hospedar a jóvenes versados en los
estudios y que no pertenecían a familias ricas. Tomando algunos
elementos de esos modelos, ideó uno que estuviera destinado
exclusivamente a la formación de los futuros sacerdotes, con una atención
preferente a los candidatos con menos recursos económicos.
De este modo, anticipó en más de un siglo la institución de los
“seminarios” realizada por el concilio de Trento. Pero todavía no hemos
puesto de relieve la motivación de fondo de su providencial
iniciativa: consiste en la convicción de que la calidad del clero depende de
la seriedad de su formación. Ahora bien, en tiempos del cardenal
Capránica faltaba una esmerada selección de los aspirantes a las órdenes
sagradas: a veces se les examinaba en literatura y canto, pero no en
teología, en moral y en derecho canónico, con las repercusiones negativas
que se pueden imaginar sobre la comunidad eclesial.
Por eso, en las Constituciones de su colegio, el cardenal impuso a los
alumnos de teología el estudio de los mejores autores, especialmente de
santo Tomás de Aquino; a los de derecho, la doctrina del Papa Inocencio
III; y a todos, la ética aristotélica. Además, sin contentarse con las clases
del Studium urbis, estableció repeticiones suplementarias impartidas por
especialistas directamente dentro del Colegio. Esta programación de los
estudios se insertaba en un marco de formación integral, centrada en la
dimensión espiritual, que tenía como pilares los sacramentos de la
Eucaristía —diaria— y de la Penitencia —al menos mensual— y se
sostenía con las prácticas de piedad prescritas o sugeridas por la Iglesia.
También la educación caritativa tenía gran importancia, tanto en la
vida fraterna ordinaria como en la asistencia a los enfermos y en lo que
hoy llamamos “experiencia pastoral”. Por último, daba una valiosa
aportación formativa el estilo comunitario, caracterizado por una fuerte
participación de todos en las decisiones concernientes a la vida del
Colegio.
15
Encontramos aquí la misma opción de fondo que tendrán después los
seminarios diocesanos, naturalmente con un sentido más profundo de
pertenencia a la Iglesia particular, es decir, la elección de una seria
formación humana, cultural y espiritual, abierta a las exigencias propias de
los tiempos y de los lugares.
A vosotros, queridos alumnos, os deseo que renovéis cada día, desde lo
más profundo del corazón, vuestra entrega a Dios y a la santa Iglesia,
configurándoos cada vez más a Cristo, buen Pastor, que os ha llamado a
seguirlo y a trabajar en su viña.

HACE OÍR A LOS SORDOS Y HABLAR A LOS MUDOS


070125. Homilía.
Durante la Semana de oración que se concluye esta tarde, se ha
intensificado en las diversas Iglesias y comunidades eclesiales del mundo
entero la invocación común al Señor por la unidad de los cristianos.
Hemos meditado juntos en las palabras del evangelio de san Marcos que
se acaban de proclamar: “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc
7, 37), tema bíblico propuesto por las comunidades cristianas de
Sudáfrica.
En efecto, ser sordomudo, es decir, no poder escuchar ni hablar, ¿no
será signo de falta de comunión y síntoma de división? La división y la
incomunicabilidad, consecuencia del pecado, son contrarias al plan de
Dios. África nos ha ofrecido este año un tema de reflexión de gran
importancia religiosa y política, porque “hablar” y “escuchar” son
condiciones esenciales para construir la civilización del amor.
Las palabras “hace oír a los sordos y hablar a los mudos” constituyen
una buena nueva, que anuncia la venida del reino de Dios y la curación de
la incomunicabilidad y de la división. Este mensaje se encuentra en toda la
predicación y la actividad de Jesús, el cual recorría pueblos, ciudades o
aldeas, y en todos los lugares a donde llegaba “colocaban a los enfermos
en las plazas y le rogaban que les permitiera tocar siquiera la orla de su
vestido; y cuantos le tocaban quedaban sanos” (Mc 6, 56).
La curación del sordomudo, en la que hemos meditado durante estos
días, acontece mientras Jesús, habiendo salido de la región de Tiro, se
dirige hacia el lago de Galilea, atravesando la así llamada “Decápolis”,
territorio multi-étnico y plurirreligioso (cf. Mc 7, 31). Una situación
emblemática también para nuestros días. Como en otros lugares, también
en la Decápolis presentan a Jesús un enfermo, un sordo que, además,
hablaba con dificultad (moghìlalon), y le ruegan imponga la mano sobre
él, porque lo consideran un hombre de Dios.
Jesús aparta al sordomudo de la gente, y realiza algunos gestos que
significan un contacto salvífico: le mete sus dedos en los oídos y con su
saliva le toca la lengua; luego, levantando los ojos al cielo,
ordena: “¡Ábrete!”. Pronuncia esta orden en arameo —”Effatá”—, que era
probablemente la lengua de las personas presentes y del sordomudo. El
evangelista traduce esa expresión al griego: dianoìchthēti. Los oídos del
16
sordo se abrieron, y, al instante, se soltó la atadura de su lengua “y hablaba
correctamente” (orthōs). Jesús recomienda que no cuenten a nadie el
milagro. Pero cuanto más se lo prohibía, “tanto más ellos lo publicaban”
(Mc 7, 36). Y el comentario de admiración de quienes habían asistido
refuerza la predicación de Isaías para la llegada del Mesías: “Hace oír a
los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 37).
La primera lección que sacamos de este episodio bíblico, recogido
también en el rito del bautismo, es que, desde la perspectiva cristiana, lo
primero es la escucha. Al respecto Jesús afirma de modo explícito:
“Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en
práctica” (Lc 11, 28). Más aún, a Marta, preocupada por muchas cosas, le
dice que “una sola cosa es necesaria” (Lc 10, 42). Y del contexto se
deduce que esta única cosa es la escucha obediente de la Palabra. Por eso
la escucha de la palabra de Dios es lo primero en nuestro compromiso
ecuménico.
En efecto, no somos nosotros quienes hacemos u organizamos la
unidad de la Iglesia. La Iglesia no se hace a sí misma y no vive de sí
misma, sino de la palabra creadora que sale de la boca de Dios. Escuchar
juntos la palabra de Dios; practicar la lectio divina de la Biblia, es decir, la
lectura unida a la oración; dejarse sorprender por la novedad de la palabra
de Dios, que nunca envejece y nunca se agota; superar nuestra sordera
para escuchar las palabras que no coinciden con nuestros prejuicios y
nuestras opiniones; escuchar y estudiar, en la comunión de los creyentes
de todos los tiempos, todo lo que constituye un camino que es preciso
recorrer para alcanzar la unidad en la fe, como respuesta a la escucha de la
Palabra.
Quien se pone a la escucha de la palabra de Dios, luego puede y debe
hablar y transmitirla a los demás, a los que nunca la han escuchado o a los
que la han olvidado y ahogado bajo las espinas de las preocupaciones o de
los engaños del mundo (cf. Mt 13, 22). Debemos preguntarnos: ¿no habrá
sucedido que los cristianos nos hemos quedado demasiado mudos? ¿No
nos falta la valentía para hablar y dar testimonio como hicieron los que
fueron testigos de la curación del sordomudo en la Decápolis? Nuestro
mundo necesita este testimonio; espera sobre todo el testimonio común de
los cristianos.
Por eso, la escucha de Dios que habla implica también la escucha
recíproca, el diálogo entre las Iglesias y las comunidades eclesiales. El
diálogo sincero y leal constituye el instrumento imprescindible de la
búsqueda de la unidad.
El decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo puso de
relieve que, si los cristianos no se conocen mutuamente, no puede haber
progreso en el camino de la comunión. En efecto, en el diálogo nos
escuchamos y comunicamos unos a otros; nos confrontamos y, con la
gracia de Dios, podemos converger en su Palabra, acogiendo sus
exigencias, que son válidas para todos.
Los padres conciliares no vieron en la escucha y en el diálogo una
utilidad encaminada exclusivamente al progreso ecuménico; añadieron
17
una perspectiva referida a la Iglesia católica misma. “De este diálogo —
afirma el texto del Concilio— se obtendrá un conocimiento más claro aún
de cuál es el verdadero carácter de la Iglesia católica” (Unitatis
redintegratio, 9).
Desde luego, es indispensable “que se exponga claramente toda la
doctrina” para un diálogo que afronte, discuta y supere las divergencias
que aún existen entre los cristianos, pero, al mismo tiempo, “el modo y el
método de expresar la fe católica no deben convertirse de ninguna manera
en un obstáculo para el diálogo con los hermanos” (ib., 11). Es necesario
hablar correctamente (orthōs) y de modo comprensible. El diálogo
ecuménico conlleva la corrección fraterna evangélica y conduce a un
enriquecimiento espiritual mutuo compartiendo las auténticas experiencias
de fe y vida cristiana.
Para que eso suceda, es preciso implorar sin cesar la asistencia de la
gracia de Dios y la iluminación del Espíritu Santo. Es lo que los cristianos
del mundo entero han hecho durante esta Semana especial o harán durante
la Novena que precede a Pentecostés, así como en todas las circunstancias
oportunas, elevando su oración confiada para que todos los discípulos de
Cristo sean uno, y para que, en la escucha de la Palabra, den un testimonio
concorde a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

CUARESMA 2007: MIRARÁN AL QUE TRASPASARON


061121. Mensaje.
“Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). Éste es el tema bíblico que
guía este año nuestra reflexión cuaresmal. La Cuaresma es un tiempo
propicio para aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo
predilecto, junto a Aquel que en la Cruz consuma el sacrificio de su vida
para toda la humanidad (cf. Jn 19,25). Por tanto, con una atención más
viva, dirijamos nuestra mirada, en este tiempo de penitencia y de oración,
a Cristo crucificado que, muriendo en el Calvario, nos ha revelado
plenamente el amor de Dios. En la Encíclica Deus caritas est he tratado
con detenimiento el tema del amor, destacando sus dos formas
fundamentales: el agapé y el eros.

El amor de Dios: agapé y eros


El término agapé, que aparece muchas veces en el Nuevo Testamento,
indica el amor oblativo de quien busca exclusivamente el bien del otro; la
palabra eros denota, en cambio, el amor de quien desea poseer lo que le
falta y anhela la unión con el amado. El amor con el que Dios nos
envuelve es sin duda agapé. En efecto, ¿acaso puede el hombre dar a Dios
algo bueno que Él no posea ya? Todo lo que la criatura humana es y tiene
es don divino: por tanto, es la criatura la que tiene necesidad de Dios en
todo. Pero el amor de Dios es también eros. En el Antiguo Testamento el
Creador del universo muestra hacia el pueblo que ha elegido una
predilección que trasciende toda motivación humana. El profeta Oseas
expresa esta pasión divina con imágenes audaces como la del amor de un
18
hombre por una mujer adúltera (cf. 3,1-3); Ezequiel, por su parte,
hablando de la relación de Dios con el pueblo de Israel, no tiene miedo de
usar un lenguaje ardiente y apasionado (cf. 16,1-22). Estos textos bíblicos
indican que el eros forma parte del corazón de Dios: el Todopoderoso
espera el “sí” de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa.
Desgraciadamente, desde sus orígenes la humanidad, seducida por las
mentiras del Maligno, se ha cerrado al amor de Dios, con la ilusión de una
autosuficiencia que es imposible (cf. Gn 3,1-7). Replegándose en sí
mismo, Adán se alejó de la fuente de la vida que es Dios mismo, y se
convirtió en el primero de “los que, por temor a la muerte, estaban de por
vida sometidos a esclavitud” (Hb 2,15). Dios, sin embargo, no se dio por
vencido, es más, el “no” del hombre fue como el empujón decisivo que le
indujo a manifestar su amor en toda su fuerza redentora.

La Cruz revela la plenitud del amor de Dios


En el misterio de la Cruz se revela enteramente el poder irrefrenable de
la misericordia del Padre celeste. Para reconquistar el amor de su criatura,
Él aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo Unigénito. La
muerte, que para el primer Adán era signo extremo de soledad y de
impotencia, se transformó de este modo en el acto supremo de amor y de
libertad del nuevo Adán. Bien podemos entonces afirmar, con san Máximo
el Confesor, que Cristo “murió, si así puede decirse, divinamente, porque
murió libremente” (Ambigua, 91, 1956). En la Cruz se manifiesta el eros
de Dios por nosotros. Efectivamente, eros es —como expresa Pseudo-
Dionisio Areopagita— esa fuerza “que hace que los amantes no lo sean
de sí mismos, sino de aquellos a los que aman” (De divinis nominibus, IV,
13: PG 3, 712). ¿Qué mayor “eros loco” (N. Cabasilas, Vida en Cristo,
648) que el que trajo el Hijo de Dios al unirse a nosotros hasta tal punto
que sufrió las consecuencias de nuestros delitos como si fueran propias?

“Al que traspasaron”


Queridos hermanos y hermanas, ¡miremos a Cristo traspasado en la
Cruz! Él es la revelación más impresionante del amor de Dios, un amor en
el que eros y agapé, lejos de contraponerse, se iluminan mutuamente. En
la Cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: Él tiene sed del amor
de cada uno de nosotros. El apóstol Tomás reconoció a Jesús como “Señor
y Dios” cuando puso la mano en la herida de su costado. No es de extrañar
que, entre los santos, muchos hayan encontrado en el Corazón de Jesús la
expresión más conmovedora de este misterio de amor. Se podría incluso
decir que la revelación del eros de Dios hacia el hombre es, en realidad, la
expresión suprema de su agapé. En verdad, sólo el amor en el que se unen
el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad
infunde un gozo tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios
más duros. Jesús dijo: “Yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos
hacia mí” (Jn 12,32). La respuesta que el Señor desea ardientemente de
nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por Él.
Aceptar su amor, sin embargo, no es suficiente. Hay que corresponder a
19
ese amor y luego comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo “me
atrae hacia sí” para unirse a mí, para que aprenda a amar a los hermanos
con su mismo amor.

Sangre y agua
“Mirarán al que traspasaron”. ¡Miremos con confianza el costado
traspasado de Jesús, del que salió “sangre y agua” (Jn 19,34)! Los Padres
de la Iglesia consideraron estos elementos como símbolos de los
sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. Con el agua del Bautismo,
gracias a la acción del Espíritu Santo, se nos revela la intimidad del amor
trinitario. En el camino cuaresmal, haciendo memoria de nuestro
Bautismo, se nos exhorta a salir de nosotros mismos para abrirnos, con un
confiado abandono, al abrazo misericordioso del Padre (cf. S. Juan
Crisóstomo, Catequesis, 3,14 ss.). La sangre, símbolo del amor del Buen
Pastor, llega a nosotros especialmente en el misterio eucarístico: “La
Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús… nos implicamos en la
dinámica de su entrega” (Enc. Deus caritas est, 13). Vivamos, pues, la
Cuaresma como un tiempo ‘eucarístico’, en el que, aceptando el amor de
Jesús, aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor con cada gesto y
palabra. De ese modo contemplar “al que traspasaron” nos llevará a abrir
el corazón a los demás reconociendo las heridas infligidas a la dignidad
del ser humano; nos llevará, particularmente, a luchar contra toda forma
de desprecio de la vida y de explotación de la persona y a aliviar los
dramas de la soledad y del abandono de muchas personas. Que la
Cuaresma sea para todos los cristianos una experiencia renovada del amor
de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que por nuestra parte cada día
debemos “volver a dar” al prójimo, especialmente al que sufre y al
necesitado. Sólo así podremos participar plenamente de la alegría de la
Pascua. Que María, la Madre del Amor Hermoso, nos guíe en este
itinerario cuaresmal, camino de auténtica conversión al amor de Cristo.

JMJ 2007: AMAOS UNOS A OTROS COMO YO OS HE


AMADO
061127. Mensaje.
Con ocasión de la XXII Jornada Mundial de la Juventud, que se
celebrará en las diócesis el próximo Domingo de Ramos, quisiera
proponer para vuestra meditación las palabras de Jesús: “Amaos unos a
otros como yo os he amado” (cf. Jn 13,34).

¿Es posible amar?


Toda persona siente el deseo de amar y de ser amado. Sin embargo,
¡qué difícil es amar, cuántos errores y fracasos se producen en el amor!
Hay quien llega incluso a dudar si el amor es posible. Las carencias
afectivas o las desilusiones sentimentales pueden hacernos pensar que
amar es una utopía, un sueño inalcanzable, ¿habrá, pues, que resignarse?
¡No! El amor es posible y la finalidad de este mensaje mío es contribuir a
20
reavivar en cada uno de vosotros, que sois el futuro y la esperanza de la
humanidad, la fe en el amor verdadero, fiel y fuerte; un amor que produce
paz y alegría; un amor que une a las personas, haciéndolas sentirse libres
en el respeto mutuo. Dejadme ahora que recorra con vosotros, en tres
momentos, un itinerario hacia el “descubrimiento” del amor.

Dios, fuente del amor


El primer momento hace referencia a la única fuente del amor
verdadero, que es Dios. San Juan lo subraya bien cuando afirma que “Dios
es amor” (1 Jn 4,8.16); con ello no quiere decir sólo que Dios nos ama,
sino que el ser mismo de Dios es amor. Estamos aquí ante la revelación
más esplendorosa de la fuente del amor que es el misterio trinitario: en
Dios, uno y trino, hay una eterna comunicación de amor entre las personas
del Padre y del Hijo, y este amor no es una energía o un sentimiento, sino
una persona: el Espíritu Santo.

La Cruz de Cristo revela plenamente el amor de Dios


¿Cómo se nos manifiesta Dios-Amor? Estamos aquí en el segundo
momento de nuestro itinerario. Aunque los signos del amor divino ya son
claros en la creación, la revelación plena del misterio íntimo de Dios se
realizó en la Encarnación, cuando Dios mismo se hizo hombre. En Cristo,
verdadero Dios y verdadero Hombre, hemos conocido el amor en todo su
alcance. De hecho, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento –he
escrito en la Encíclica Deus caritas est– no consiste en nuevas ideas, sino
en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un
realismo inaudito” (n. 12). La manifestación del amor divino es total y
perfecta en la Cruz, como afirma san Pablo: “La prueba de que Dios nos
ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros” (Rm 5,8). Por tanto, cada uno de nosotros, puede decir sin
equivocarse: “Cristo me amó y se entregó por mí” (cf. Ef 5,2). Redimida
por su sangre, ninguna vida humana es inútil o de poco valor, porque
todos somos amados personalmente por Él con un amor apasionado y fiel,
con un amor sin límites. La Cruz, locura para el mundo, escándalo para
muchos creyentes, es en cambio “sabiduría de Dios” para los que se dejan
tocar en lo más profundo del propio ser, “pues lo necio de Dios es más
sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”
(1 Co 1,24-25). Más aún, el Crucificado, que después de la resurrección
lleva para siempre los signos de la propia pasión, pone de relieve las
“falsificaciones” y mentiras sobre Dios que hay tras la violencia, la
venganza y la exclusión. Cristo es el Cordero de Dios, que carga con el
pecado del mundo y extirpa el odio del corazón del hombre. Ésta es su
verdadera “revolución”: el amor.

Amar al prójimo como Cristo nos ama


Llegamos aquí al tercer momento de nuestra reflexión. En la Cruz
Cristo grita: “Tengo sed” (Jn 19,28), revelando así una ardiente sed de
amar y de ser amado por todos nosotros. Sólo cuando percibimos la
21
profundidad y la intensidad de este misterio nos damos cuenta de la
necesidad y la urgencia de que lo amemos “como” Él nos ha amado. Esto
comporta también el compromiso, si fuera necesario, de dar la propia vida
por los hermanos, apoyados por el amor que Él nos tiene. Ya en el Antiguo
Testamento Dios había dicho: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv
19,18), pero la novedad de Cristo consiste en el hecho de que amar como
Él nos ha amado significa amar a todos, sin distinción, incluso a los
enemigos, “hasta el extremo” (cf. Jn 13,1).
22
Testigos del amor de Cristo
Quisiera ahora detenerme en tres ámbitos de la vida cotidiana en los
que vosotros, queridos jóvenes, estáis llamados de modo particular a
manifestar el amor de Dios. El primero es la Iglesia, que es nuestra familia
espiritual, compuesta por todos los discípulos de Cristo. Siendo testigos de
sus palabras – “La señal por la que conocerán que sois discípulos míos,
será que os amáis unos a otros” (Jn 13,35) –, alimentad con vuestro
entusiasmo y vuestra caridad las actividades de las parroquias, de las
comunidades, de los movimientos eclesiales y de los grupos juveniles a
los que pertenecéis. Sed solícitos en buscar el bien de los demás, fieles a
los compromisos adquiridos. No dudéis en renunciar con alegría a algunas
de vuestras diversiones, aceptad de buena gana los sacrificios necesarios,
dad testimonio de vuestro amor fiel a Cristo anunciando su Evangelio
especialmente entre vuestros coetáneos.

Prepararse para el futuro


El segundo ámbito, donde estáis llamados a expresar el amor y a crecer
en él, es vuestra preparación para el futuro que os espera. Si sois novios,
Dios tiene un proyecto de amor sobre vuestro futuro matrimonio y vuestra
familia, y es esencial que lo descubráis con la ayuda de la Iglesia, libres
del prejuicio tan difundido según el cual el cristianismo, con sus preceptos
y prohibiciones, pone obstáculos a la alegría del amor y, en particular,
impide disfrutar plenamente esa felicidad que el hombre y la mujer buscan
en su amor recíproco. El amor del hombre y de la mujer da origen a la
familia humana y la pareja formada por ellos tiene su fundamento en el
plan original de Dios (cf. Gn 2,18-25). Aprender a amarse como pareja es
un camino maravilloso, que sin embargo requiere un aprendizaje
laborioso. El período del noviazgo, fundamental para formar una pareja,
es un tiempo de espera y de preparación, que se ha de vivir en la castidad
de los gestos y de las palabras. Esto permite madurar en el amor, en el
cuidado y la atención del otro; ayuda a ejercitar el autodominio, a
desarrollar el respeto por el otro, características del verdadero amor que no
busca en primer lugar la propia satisfacción ni el propio bienestar. En la
oración común pedid al Señor que cuide y acreciente vuestro amor y lo
purifique de todo egoísmo. Non dudéis en responder generosamente a la
llamada del Señor, porque el matrimonio cristiano es una verdadera y
auténtica vocación en la Iglesia. Igualmente, queridos y queridas jóvenes,
si Dios os llama a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial o de la
vida consagrada, estad preparados para decir “sí”. Vuestro ejemplo será un
aliciente para muchos de vuestros coetáneos, que están buscando la
verdadera felicidad.

Crecer en el amor cada día


El tercer ámbito del compromiso que conlleva el amor es el de la vida
cotidiana en sus diversos aspectos. Me refiero sobre todo a la familia, al
estudio, al trabajo y al tiempo libre. Queridos jóvenes, cultivad vuestros
talentos no sólo para conquistar una posición social, sino también para
23
ayudar a los demás “a crecer”. Desarrollad vuestras capacidades, no sólo
para ser más “competitivos” y “productivos”, sino para ser “testigos de la
caridad”. Unid a la formación profesional el esfuerzo por adquirir
conocimientos religiosos, útiles para poder desempeñar de manera
responsable vuestra misión. De modo particular, os invito a profundizar en
la doctrina social de la Iglesia, para que sus principios inspiren e iluminen
vuestra actuación en el mundo. Que el Espíritu Santo os haga creativos en
la caridad, perseverantes en los compromisos que asumís y audaces en
vuestras iniciativas, contribuyendo así a la edificación de la “civilización
del amor”. El horizonte del amor es realmente ilimitado: ¡es el mundo
entero!

“Atreverse a amar” siguiendo el ejemplo de los santos


Queridos jóvenes, quisiera invitaros a “atreverse a amar”, a no desear
más que un amor fuerte y hermoso, capaz de hacer de toda vuestra vida
una gozosa realización del don de vosotros mismos a Dios y a los
hermanos, imitando a Aquél que, por medio del amor, ha vencido para
siempre el odio y la muerte (cf. Ap 5,13). El amor es la única fuerza capaz
de cambiar el corazón del hombre y de la humanidad entera, haciendo
fructíferas las relaciones entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres,
entre culturas y civilizaciones. De esto da testimonio la vida de los Santos,
verdaderos amigos de Dios, que son cauce y reflejo de este amor
originario. Esforzaos en conocerlos mejor, encomendaos a su intercesión,
intentad vivir como ellos. Me limito a citar a la Madre Teresa que, para
corresponder con prontitud al grito de Cristo “Tengo sed”, grito que la
había conmovido profundamente, comenzó a recoger a los moribundos de
las calles de Calcuta, en la India. Desde entonces, el único deseo de su
vida fue saciar la sed de amor de Jesús, no de palabra, sino con obras
concretas, reconociendo su rostro desfigurado, sediento de amor, en el
rostro de los más pobres entre los pobres. La Beata Teresa puso en
práctica la enseñanza del Señor: “Cada vez que lo hicisteis a uno de estos
mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). Y el mensaje de
esta humilde testigo del amor se ha difundido por el mundo entero.

El secreto del amor


Cada uno de nosotros, queridos amigos, puede llegar a este grado de
amor, pero solamente con la ayuda indispensable de la gracia divina. Sólo
la ayuda del Señor nos permite superar el desaliento ante la tarea enorme
por realizar y nos infunde el valor de llevar a cabo lo que humanamente es
impensable. La gran escuela del amor es, sobre todo, la Eucaristía.
Cuando se participa regularmente y con devoción en la Santa Misa,
cuando se transcurre en compañía de Jesús eucarístico largos ratos de
adoración, es más fácil comprender lo ancho, lo largo, lo alto y lo
profundo de su amor, que supera todo conocimiento (cf. Ef 3,17-18).
Además, el compartir el Pan eucarístico con los hermanos de la
comunidad eclesial nos impulsa a convertir “con prontitud” el amor de
24
Cristo en generoso servicio a los hermanos, como lo hizo la Virgen con
Isabel.
25
Hacia el encuentro de Sydney
A este respecto, resulta iluminadora la exhortación del apóstol Juan:
“Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con
obras. En esto conoceremos que somos de la verdad” (1 Jn 3,18-19).
Queridos jóvenes, con este espíritu os invito a vivir la próxima Jornada
Mundial de la Juventud junto con vuestros Obispos en las propias
diócesis. Ésta representará una etapa importante hacia el encuentro de
Sydney, cuyo tema será: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que
vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos”(cf. Hch 1,8). María, Madre
de Cristo y de la Iglesia, os ayude a hacer resonar en todas partes el grito
que ha cambiado el mundo: “¡Dios es amor!”. Os acompaño con la
oración y os bendigo de corazón.

LOS NIÑOS Y LOS MCS: UN RETO PARA LA EDUCACIÓN


070124. Mensaje. 41ª Jornada: 20 mayo 2007
1. El tema de la cuadragésima primera Jornada de las Comunicaciones
Sociales, “Los niños y los medios de comunicación social: un reto para la
educación”, nos invita a reflexionar sobre dos aspectos de suma
importancia. Uno es la formación de los niños. El segundo, quizás menos
obvio pero no menos importante, es la formación de los medios mismos.
Los complejos desafíos a los que se enfrenta la educación actual están
fuertemente relacionados con el influjo penetrante de estos medios en
nuestro mundo. Como un aspecto del fenómeno de la globalización e
impulsados por el rápido desarrollo tecnológico, los medios marcan
profundamente el entorno cultural (cf. Juan Pablo II, Carta apostólica El
Rápido desarrollo, 3). De hecho, algunos afirman que la influencia
formativa de los medios se contrapone a la de la escuela, de la Iglesia e
incluso a la del hogar. “Para muchas personas la realidad corresponde a lo
que los medios de comunicación definen como tal” (Pontificio Consejo
para las Comunicaciones Sociales, Aetatis novae, 4).
2. La relación entre los niños, los medios de comunicación y la
educación se puede considerar desde dos perspectivas: la formación de los
niños por parte de los medios, y la formación de los niños para responder
adecuadamente a los medios. Surge entonces como una especie de
reciprocidad que apunta a la responsabilidad de los medios como
industria, y a la necesidad de una participación crítica y activa por parte de
los lectores, televidentes u oyentes. En este contexto, la formación en el
recto uso de los medios es esencial para el desarrollo cultural, moral y
espiritual de los niños.
¿Cómo se puede promover y proteger este bien común? Educar a los
niños para que hagan un buen uso de los medios es responsabilidad de los
padres, de la Iglesia y de la escuela. El papel de los padres es de vital
importancia. Éstos tienen el derecho y el deber de asegurar un uso
prudente de los medios educando la conciencia de sus hijos, para que sean
capaces de expresar juicios serenos y objetivos que después les guíen en la
elección o rechazo de los programas propuestos (cf. Juan Pablo II,
26
Exhortación apostólica Familiaris consortio, 76). Para llevar a cabo eso,
los padres deberían de contar con el estímulo y ayuda de las escuelas y
parroquias, asegurando así que este aspecto de la paternidad, difícil pero
gratificante, sea apoyado por toda la comunidad.
La educación para los medios debería ser positiva. Cuando se pone a
los niños delante de lo que es estética y moralmente excelente se les ayuda
a desarrollar la apreciación, la prudencia y la capacidad de discernimiento.
En este punto, es importante reconocer el valor fundamental del ejemplo
de los padres y el beneficio de introducir a los jóvenes en los clásicos de la
literatura infantil, las bellas artes y la música selecta. Si bien la literatura
popular siempre tendrá un lugar propio en la cultura, no debería ser
aceptada pasivamente la tentación al sensacionalismo en los lugares de
enseñanza. La belleza, que es como un espejo de lo divino, inspira y
vivifica los corazones y mentes jóvenes, mientras que la fealdad y la
tosquedad tienen un impacto deprimente en las actitudes y
comportamientos.
La educación para los medios, como toda labor educativa, requiere la
formación del ejercicio de la libertad. Se trata de una tarea exigente. Muy
a menudo la libertad se presenta como la búsqueda frenética del placer o
de nuevas experiencias. Pero más que de una liberación se trata de una
condena. La verdadera libertad nunca condenaría a un individuo —
especialmente un niño— a la búsqueda insaciable de la novedad. A la luz
de la verdad, la auténtica libertad se experimenta como una respuesta
definitiva al “sí” de Dios a la humanidad, que nos llama a elegir lo que es
bueno, verdadero y bello, no de un modo discriminado sino
deliberadamente. Los padres de familia son, pues, los guardianes de la
libertad de sus hijos; y en la medida en que les devuelven esa libertad, los
conducen a la profunda alegría de la vida (cf. Discurso en el V Encuentro
Mundial de las Familias, Valencia, 8 julio 2006).
3. Este profundo deseo de los padres y profesores de educar a los niños
en el camino de la belleza, de la verdad y de la bondad, solo será
favorecido por la industria de los medios en la medida en que promueva la
dignidad fundamental del ser humano, el verdadero valor del matrimonio
y de la vida familiar, así como los logros y metas de la humanidad. De ahí
que la necesidad de que los medios estén comprometidos en una
formación efectiva y éticamente aceptable sea vista con particular interés e
incluso con urgencia, no solamente por los padres y profesores, sino
también por todos aquéllos que tienen un sentido de responsabilidad
cívica.
Si bien afirmamos con certeza que muchos operadores de los medios
desean hacer lo que es justo (cf. Pontificio Consejo para las
Comunicaciones Sociales, Ética en las comunicaciones sociales, 4),
debemos reconocer que los comunicadores se enfrentan con frecuencia a
“presiones psicológicas y especiales dilemas éticos” (Aetatis novae, 19)
viendo como a veces la competencia comercial fuerza a rebajar su
estándar.
27
Toda tendencia a producir programas — incluso películas de
animación y video juegos— que exaltan la violencia y reflejan
comportamientos antisociales o que, en nombre del entretenimiento,
trivializan la sexualidad humana, es perversión; y mucho más cuando se
trata de programas dirigidos a niños y adolescentes. ¿Cómo se podría
explicar este “entretenimiento” a los innumerables jóvenes inocentes que
son víctimas realmente de la violencia, la explotación y el abuso? A este
respecto, haríamos bien en reflexionar sobre el contraste entre Cristo, que
“abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos” (Mc
10,16), y aquél que “escandaliza a uno de estos pequeños más le vale que
le pongan al cuello una piedra de molino” (Lc 17,2).
Exhorto nuevamente a los responsables de la industria de estos medios
para que formen y motiven a los productores a salvaguardar el bien
común, a preservar la verdad, a proteger la dignidad humana individual y
a promover el respeto por las necesidades de la familia.
4. La Iglesia misma, a la luz del mensaje de salvación que se le ha
confiado, es también maestra en humanidad y aprovecha la oportunidad
para ofrecer ayuda a los padres, educadores, comunicadores y jóvenes. Las
parroquias y los programas escolares, hoy en día, deberían estar a la
vanguardia en lo que respecta a la educación para los medios de
comunicación social. Sobre todo, la Iglesia desea compartir una visión de la
dignidad humana que es el centro de toda auténtica comunicación. “Al verlo
con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas
necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (Deus
caritas est, 18).

LA VERDAD DEL MATRIMONIO


060127. Discurso. A la Rota Romana.
El año pasado, en mi primer encuentro con vosotros, traté de explorar
los caminos para superar la aparente contraposición entre la instrucción
del proceso de nulidad matrimonial y el auténtico sentido pastoral. Desde
esta perspectiva, emergía el amor a la verdad como punto de convergencia
entre investigación procesal y servicio pastoral a las personas. Pero no
debemos olvidar que en las causas de nulidad matrimonial la verdad
procesal presupone la “verdad del matrimonio” mismo.
Sin embargo, la expresión “verdad del matrimonio” pierde relevancia
existencial en un contesto cultural marcado por el relativismo y el
positivismo jurídico, que consideran el matrimonio como una mera
formalización social de los vínculos afectivos. En consecuencia, no sólo
llega a ser contingente, como pueden serlo los sentimientos humanos, sino
que se presenta como una superestructura legal que la voluntad humana
podría manipular a su capricho, privándola incluso de su índole
heterosexual.
Esta crisis de sentido del matrimonio se percibe también en el modo de
pensar de muchos fieles. Los efectos prácticos de lo que llamé “hermenéutica
de la discontinuidad y de la ruptura” con respecto a la enseñanza del concilio
28
Vaticano II (cf. Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de diciembre de
2005, p. 11) se notan de modo particularmente intenso en el ámbito del
matrimonio y de la familia. En efecto, a algunos les parece que la doctrina
conciliar sobre el matrimonio, y concretamente la descripción de esta
institución como “intima communitas vitae et amoris” (Gaudium et spes,
48), debe llevar a negar la existencia de un vínculo conyugal indisoluble,
porque se trataría de un “ideal” al que no pueden ser “obligados” los
“cristianos normales”.
De hecho, también en ciertos ambientes eclesiales, se ha generalizado
la convicción según la cual el bien pastoral de las personas en situación
matrimonial irregular exigiría una especie de regularización canónica,
independientemente de la validez o nulidad de su matrimonio, es decir,
independientemente de la “verdad” sobre su condición personal. El
camino de la declaración de nulidad matrimonial se considera, de hecho,
como un instrumento jurídico para alcanzar ese objetivo, según una lógica
en la que el derecho se convierte en la formalización de las pretensiones
subjetivas. Al respecto, hay que subrayar ante todo que el Concilio
describe ciertamente el matrimonio como intima communitas vitae et
amoris, pero que esa comunidad, siguiendo la tradición de la Iglesia, está
determinada por un conjunto de principios de derecho divino que fijan su
verdadero sentido antropológico permanente (cf. ib.).
Por lo demás, tanto el magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, como
la obra legislativa de los Códigos latino y oriental, se han orientado en fiel
continuidad hermenéutica con el Concilio. En efecto, también con
respecto a la doctrina y a la disciplina matrimonial, esas instancias
realizaron el esfuerzo de “reforma” o “renovación en la continuidad” (cf.
Discurso a la Curia romana, cit.). Este esfuerzo se ha realizado
apoyándose en el presupuesto indiscutible de que el matrimonio tiene su
verdad, a cuyo descubrimiento y profundización concurren
armoniosamente razón y fe, o sea, el conocimiento humano, iluminado por
la palabra de Dios, sobre la realidad sexualmente diferenciada del hombre
y de la mujer, con sus profundas exigencias de complementariedad, de
entrega definitiva y de exclusividad.
La verdad antropológica y salvífica del matrimonio, también en su
dimensión jurídica, se presenta ya en la sagrada Escritura. La respuesta de
Jesús a los fariseos que le pedían su parecer sobre la licitud del repudio es
bien conocida: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los
hizo varón y hembra, y que dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a
su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?”. De
manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios
unió no lo separe el hombre” (Mt 19, 4-6).
Las citas del Génesis (Gn 1, 27; 2, 24) proponen de nuevo la verdad
matrimonial del “principio”, la verdad cuya plenitud se encuentra en
relación con la unión de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5, 30-31), y que fue
objeto de tan amplias y profundas reflexiones por parte del Papa Juan
Pablo II en sus ciclos de catequesis sobre el amor humano en el designio
29
divino. A partir de esta unidad dual de la pareja humana se puede elaborar
una auténtica antropología jurídica del matrimonio.
En este sentido, son particularmente iluminadoras las palabras
conclusivas de Jesús: “Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el
hombre”. Ciertamente, todo matrimonio es fruto del libre consentimiento
del hombre y de la mujer, pero su libertad traduce en acto la capacidad
natural inherente a su masculinidad y feminidad. La unión tiene lugar en
virtud del designio de Dios mismo, que los creó varón y mujer y les dio
poder de unir para siempre las dimensiones naturales y complementarias
de sus personas.
La indisolubilidad del matrimonio no deriva del compromiso
definitivo de los contrayentes, sino que es intrínseca a la naturaleza del
“vínculo potente establecido por el Creador” (Juan Pablo II, Catequesis,
21 de noviembre de 1979, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua
española, 25 de noviembre de 1979, p. 3). Los contrayentes se deben
comprometer de modo definitivo precisamente porque el matrimonio es
así en el designio de la creación y de la redención. Y la juridicidad
esencial del matrimonio reside precisamente en este vínculo, que para el
hombre y la mujer constituye una exigencia de justicia y de amor, a la que,
por su bien y por el de todos, no se pueden sustraer sin contradecir lo que
Dios mismo ha hecho en ellos.
Es preciso profundizar este aspecto, no sólo en consideración de
vuestro papel de canonistas, sino también porque la comprensión global
de la institución matrimonial no puede menos de incluir también la
claridad sobre su dimensión jurídica. Sin embargo, las concepciones
acerca de la naturaleza de esta relación pueden divergir de manera radical.
Para el positivismo, la juridicidad de la relación conyugal sería
únicamente el resultado de la aplicación de una norma humana
formalmente válida y eficaz. De este modo, la realidad humana de la vida
y del amor conyugal sigue siendo extrínseca a la institución “jurídica” del
matrimonio. Se crea una ruptura entre derecho y existencia humana que
niega radicalmente la posibilidad de una fundación antropológica del
derecho.
Totalmente diverso es el camino tradicional de la Iglesia en la
comprensión de la dimensión jurídica de la unión conyugal, siguiendo las
enseñanzas de Jesús, de los Apóstoles y de los santos Padres. San Agustín,
por ejemplo, citando a san Pablo, afirma con fuerza: “Cui fidei
(coniugali) tantum iuris tribuit Apostolus, ut eam potestatem appellaret,
dicens: Mulier non habet potestatem corporis sui, sed vir; similiter autem
et vir non habet potestatem corporis sui, sed mulier (1 Co 7, 4)” (De bono
coniugali, 4, 4).
San Pablo, que tan profundamente expone en la carta a los Efesios el
“gran misterio” del amor conyugal en relación con la unión de Cristo con
la Iglesia (Ef 5, 22-31), no duda en aplicar al matrimonio los términos más
fuertes del derecho para designar el vínculo jurídico con el que están
unidos los cónyuges entre sí, en su dimensión sexual. Del mismo modo,
para san Agustín, la juridicidad es esencial en cada uno de los tres bienes
30
(proles, fides, sacramentum), que constituyen los ejes de su exposición
doctrinal sobre el matrimonio.
Ante la relativización subjetivista y libertaria de la experiencia sexual,
la tradición de la Iglesia afirma con claridad la índole naturalmente
jurídica del matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito
de la justicia en las relaciones interpersonales. Desde este punto de vista,
el derecho se entrelaza de verdad con la vida y con el amor como su
intrínseco deber ser. Por eso, como escribí en mi primera encíclica, “en
una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el
matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y
sólo así, se realiza su destino íntimo” (Deus caritas est, 11). Así, amor y
derecho pueden unirse hasta tal punto que marido y mujer se deben
mutuamente el amor con que espontáneamente se quieren: el amor en
ellos es el fruto de su libre querer el bien del otro y de los hijos; lo cual,
por lo demás, es también exigencia del amor al propio verdadero bien.
Toda la actividad de la Iglesia y de los fieles en el campo familiar debe
fundarse en esta verdad sobre el matrimonio y su intrínseca dimensión
jurídica. No obstante esto, como he recordado antes, la mentalidad
relativista, en formas más o menos abiertas o solapadas, puede insinuarse
también en la comunidad eclesial. Vosotros sois bien conscientes de la
actualidad de este peligro, que se manifiesta a veces en una interpretación
tergiversada de las normas canónicas vigentes.
Es preciso reaccionar con valentía y confianza contra esta tendencia,
aplicando constantemente la hermenéutica de la renovación en la
continuidad y sin dejarse seducir por caminos de interpretación que
implican una ruptura con la tradición de la Iglesia. Estos caminos se alejan
de la verdadera esencia del matrimonio así como de su intrínseca
dimensión jurídica y con diversos nombres, más o menos atractivos, tratan
de disimular una falsificación de la realidad conyugal. De este modo se
llega a sostener que nada sería justo o injusto en las relaciones de una
pareja, sino que únicamente responde o no responde a la realización de las
aspiraciones subjetivas de cada una de las partes. Desde esta perspectiva,
la idea del “matrimonio in facto esse” oscila entre una relación meramente
factual y una fachada jurídico-positivista, descuidando su esencia de
vínculo intrínseco de justicia entre las personas del hombre y de la mujer.
La contribución de los tribunales eclesiásticos a la superación de la
crisis de sentido sobre el matrimonio, en la Iglesia y en la sociedad civil,
podría parecer a algunos más bien secundaria y de retaguardia. Sin
embargo, precisamente porque el matrimonio tiene una dimensión
intrínsecamente jurídica, ser sabios y convencidos servidores de la justicia
en este delicado e importantísimo campo tiene un valor de testimonio muy
significativo y de gran apoyo para todos.
Vosotros, queridos prelados auditores, estáis comprometidos en un
frente en el que la responsabilidad con respecto a la verdad se aprecia de
modo especial en nuestro tiempo. Permaneciendo fieles a vuestro
cometido, haced que vuestra acción se inserte armoniosamente en un
redescubrimiento global de la belleza de la “verdad sobre el matrimonio”
31
—la verdad del “principio”—, que Jesús nos enseñó plenamente y que el
Espíritu Santo nos recuerda continuamente en el hoy de la Iglesia.
Queridos prelados auditores, oficiales y colaboradores, estas son las
consideraciones que deseaba proponer a vuestra atención, con la certeza
de encontrar en vosotros a jueces y magistrados dispuestos a compartir y a
hacer suya una doctrina de tanta importancia y gravedad. Os expreso a
todos y a cada uno en particular mi complacencia, con plena confianza en
que el Tribunal apostólico de la Rota romana, manifestación eficaz y
autorizada de la sabiduría jurídica de la Iglesia, seguirá desempeñando con
coherencia su no fácil munus al servicio del designio divino perseguido
por el Creador y por el Redentor mediante la institución matrimonial.

SANTO TOMÁS DE AQUINO


070128. Angelus
El calendario litúrgico recuerda hoy a santo Tomás de Aquino, gran
doctor de la Iglesia. Con su carisma de filósofo y de teólogo, ofrece un
valioso modelo de armonía entre razón y fe, dimensiones del espíritu
humano que se realizan plenamente en el encuentro y en el diálogo entre
sí. Según el pensamiento de santo Tomás, la razón humana, por decirlo
así, “respira”, o sea, se mueve en un horizonte amplio, abierto, donde
puede expresar lo mejor de sí. En cambio, cuando el hombre se reduce a
pensar solamente en objetos materiales y experimentables y se cierra a los
grandes interrogantes sobre la vida, sobre sí mismo y sobre Dios, se
empobrece. La relación entre fe y razón constituye un serio desafío para la
cultura actualmente dominante en el mundo occidental y, precisamente por
eso, el amado Juan Pablo II quiso dedicarle una encíclica, titulada
justamente Fides et ratio, Fe y razón. También volví a abordar
recientemente este tema en el discurso que pronuncié en la Universidad
de Ratisbona.
En realidad, el desarrollo moderno de las ciencias produce
innumerables efectos positivos, como todos podemos ver; es preciso
reconocerlos siempre. Pero, al mismo tiempo, es necesario admitir que la
tendencia a considerar verdadero solamente lo que se puede experimentar
constituye una limitación de la razón humana y produce una terrible
esquizofrenia, ya declarada, por lo que conviven racionalismo y
materialismo, hipertecnología e instintividad desenfrenada.
Por tanto, urge redescubrir de modo nuevo la racionalidad humana
abierta a la luz del Logos divino y a su perfecta revelación, que es
Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre. Cuando es auténtica, la fe cristiana
no mortifica la libertad y la razón humana; y entonces, ¿por qué la fe y la
razón deben tener miedo una de la otra, si encontrándose y dialogando
pueden expresarse perfectamente? La fe supone la razón y la perfecciona,
y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza para elevarse al
conocimiento de Dios y de las realidades espirituales. La razón humana no
pierde nada abriéndose a los contenidos de la fe; más aún, esos contenidos
requieren su adhesión libre y consciente.
32
Con clarividente sabiduría santo Tomás de Aquino logró instaurar una
confrontación fructuosa con el pensamiento árabe y judío de su tiempo,
hasta tal punto que es considerado un maestro siempre actual de diálogo
con las demás culturas y religiones. Supo presentar la admirable síntesis
cristiana entre razón y fe, que para la civilización occidental representa un
valioso patrimonio, al que se puede acudir también hoy para dialogar de
modo eficaz con las grandes tradiciones culturales y religiosas del este y
del sur del mundo.
Oremos para que los cristianos, especialmente cuantos trabajan en el
ámbito académico y cultural, sepan expresar la racionalidad de su fe y
testimoniarla en un diálogo inspirado por el amor. Pidamos este don al
Señor por intercesión de santo Tomás de Aquino y sobre todo de María,
Sede de la Sabiduría.

UNA RESPUESTA TOTAL A DIOS


070202. Discurso. XI Jornada de la vida consagrada
Queridos hermanos y hermanas, la fiesta que celebramos hoy nos
recuerda que vuestro testimonio evangélico, para que sea verdaderamente
eficaz, debe brotar de una respuesta sin reservas a la iniciativa de Dios,
que os ha consagrado para sí con un acto especial de amor. Del mismo
modo que los ancianos Simeón y Ana deseaban ardientemente ver al
Mesías antes de morir y hablaban de él “a todos los que esperaban la
redención de Jerusalén” (cf. Lc 2, 26. 38), así también en nuestro tiempo,
sobre todo entre los jóvenes, hay una necesidad generalizada de encontrar a
Dios.
Los que son elegidos por Dios para la vida consagrada hacen suyo de
modo definitivo este anhelo espiritual. En efecto, lo único que anhelan es
el reino de Dios: que Dios reine en nuestras voluntades, en nuestros
corazones, en el mundo. Tienen una sed ardiente de amor, que sólo el
Eterno puede saciar. Con su ejemplo proclaman a un mundo a menudo
desorientado, pero que en realidad busca cada vez más un sentido, que
Dios es el Señor de la existencia, que su “gracia vale más que la vida”
(Sal 62, 4). Al elegir la obediencia, la pobreza y la castidad por el reino de
los cielos, muestran que todo apego y amor a las cosas y a las personas es
incapaz de saciar definitivamente el corazón; que la existencia terrena es
una espera más o menos larga del encuentro “cara a cara” con el Esposo
divino, una espera que se ha de vivir con corazón siempre vigilante a fin
de estar preparados para reconocerlo y acogerlo cuando venga.
Así pues, por su naturaleza, la vida consagrada constituye una
respuesta a Dios total y definitiva, incondicional y apasionada (cf. Vita
consecrata, 17). Y cuando se renuncia a todo por seguir a Cristo, cuando
se le entrega lo más querido que se tiene, afrontando todo sacrificio,
entonces, como aconteció con el divino Maestro, también la persona
consagrada que sigue sus huellas se convierte necesariamente en “signo de
contradicción”, porque su modo de pensar y de vivir con frecuencia está
33
en contraste con la lógica del mundo, como se presenta casi siempre en los
medios de comunicación social.
Elegimos a Cristo, más aún, nos dejamos “conquistar” por él sin
reservas. Ante esta valentía, cuánta gente sedienta de verdad queda
impresionada y se siente atraída por quien no duda en dar la vida, su
propia vida, por lo que cree. ¿No es esta la fidelidad evangélica radical a
la que está llamada, también en nuestro tiempo, toda persona consagrada?
Demos gracias al Señor porque tantos religiosos y religiosas, tantas
personas consagradas, en todos los rincones de la tierra, siguen dando un
testimonio supremo y fiel de amor a Dios y a los hermanos, testimonio
que con frecuencia se tiñe con la sangre del martirio. Demos gracias a
Dios también porque estos ejemplos continúan suscitando en el corazón de
numerosos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre, de modo
íntimo y total.
Queridos hermanos y hermanas, no olvidéis nunca que la vida
consagrada es don divino y que es en primer lugar el Señor quien la lleva
a buen fin según sus proyectos. Esta certeza de que el Señor nos lleva a
buen fin, a pesar de nuestras debilidades, debe servirnos de consuelo,
preservándonos de la tentación del desaliento frente a las inevitables
dificultades de la vida y a los múltiples desafíos de la época moderna.
En efecto, en los tiempos difíciles que estamos viviendo no pocos
institutos pueden sentir una sensación de desconcierto por las debilidades
que perciben en su interior y por los muchos obstáculos que encuentran
para llevar a cabo su misión. El Niño Jesús, que hoy es presentado en el
templo, está vivo entre nosotros y de modo invisible nos sostiene, para que
cooperemos fielmente con él en la obra de la salvación, y no nos abandona.
La liturgia de hoy es particularmente sugestiva, porque se caracteriza
por el símbolo de la luz. La solemne procesión de los cirios, que habéis
realizado al inicio de la celebración, indica a Cristo, verdadera luz del
mundo, que resplandece en la noche de la historia e ilumina a toda persona
que busca la verdad.
Queridos consagrados y consagradas, haced que esta llama arda en
vosotros, que resplandezca en vuestra vida, para que por doquier brille un
rayo del fulgor irradiado por Jesús, esplendor de verdad. Dedicándoos
exclusivamente a él (cf. Vita consecrata, 15), testimoniáis la fascinación
de la verdad de Cristo y la alegría que brota del amor a él. En la
contemplación y en la actividad, en la soledad y en la fraternidad, en el
servicio a los pobres y a los últimos, en el acompañamiento personal y en
los areópagos modernos, estad dispuestos a proclamar y testimoniar que
Dios es Amor, que es dulce amarlo.
¡Que María, la Tota pulchra, os enseñe a transmitir a los hombres y a
las mujeres de hoy esta fascinación divina, que debe traslucirse en
vuestras palabras y en vuestras acciones.

AL QUE VIVE EN CRISTO LA MUERTE NO LE ASUSTA


070202. Homilía. Exequias del Card. Javierre
34
Ayer, al día siguiente de la memoria litúrgica de san Juan Bosco, partió
hacia el cielo uno de sus hijos espirituales, el querido y venerado cardenal
Antonio María Javierre Ortas.
A su familia religiosa se une hoy la Curia romana; se unen los
familiares y los amigos, con esta celebración, en el día que la liturgia
recuerda la Presentación del Señor en el templo. Las palabras del anciano
Simeón, que estrecha entre sus brazos al Niño Jesús, resuenan en esta
circunstancia con especial emoción: «Nunc dimittis servum tuum Domine,
secundum verbum tuum in pace», «Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz» (Lc 2, 29). Es la oración que la Iglesia
eleva a Dios al atardecer, y es muy significativo recordarla hoy cuando
este hermano nuestro ha llegado al ocaso de su vida terrena.
«Misericordias Domini in aeternum cantabo», «Cantaré eternamente
las misericordias del Señor». Hagamos nuestras estas palabras, tomadas de
su diario espiritual, mientras acompañamos al cardenal Javierre Ortas en
su viaje hacia la casa del Padre.
En nuestra alma resuenan las palabras de Cristo que acabamos de
escuchar en el evangelio: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno
come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le daré, es mi carne
para vida del mundo» (Jn 6, 51). Esta es una de las frases de Jesús que
encierran en síntesis todo su misterio. Y es consolador escucharla y
meditarla mientras oramos por un alma sacerdotal que puso la Eucaristía
como centro de su vida. La comunión sacramental, íntima y perseverante,
con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, obra una profunda transformación de
la persona, y el fruto de este proceso interior, que la envuelve totalmente,
es lo que afirma de sí mismo el apóstol san Pablo en su carta a los
Filipenses: «Mihi vivere Christus est», «Mi vida es Cristo» (Flp 1, 21). Así
la muerte es una «ganancia», porque sólo muriendo se puede realizar
plenamente el «estar con Cristo» del que la comunión eucarística es
prenda en esta tierra.
Ayer pude tener entre mis manos algunas cartas que el cardenal
Javierre dirigió al amado Juan Pablo II y en las que se pone de manifiesto
precisamente esta referencia privilegiada a la Eucaristía. En 1992, cuando
recibió el nombramiento de prefecto de la Congregación para el culto
divino y la disciplina de los sacramentos, escribió: «Huelga repetir en esta
ocasión mi voluntad incondicionada de servicio. Cuente, Santidad, con mi
esfuerzo sincero de conducir a término el cometido que se me ha
encomendado. Lo imagino gravitando por completo en torno a la
EUCARISTÍA —escrito así todo en mayúsculas—. Todo gira en torno a ese
baricentro».
Luego, con ocasión del 50° aniversario de su ordenación sacerdotal, en
la carta de acción de gracias al Santo Padre por la felicitación que le había
enviado, escribió: «En el tiempo de mi ordenación, en Salamanca, el
sacerdocio gravitaba íntegramente en torno a la Eucaristía... Es una alegría
revivir los sentimientos de nuestra ordenación, conscientes de que en la
Eucaristía, sacramento del Sacrificio, Cristo actualiza en plenitud su único
sacerdocio».
35
El querido cardenal Javierre ya participa con alegría en la mesa
celestial, en el banquete mesiánico del que habla Isaías en la primera
lectura, donde la muerte ha sido eliminada para siempre y donde se han
enjugado las lágrimas en todos los rostros (cf. Is 25, 8). En espera de
compartir también nosotros, cuando el Señor lo disponga, ese eterno
banquete de amor, ahora nos une a nosotros peregrinos y a él, que ya ha
llegado a la meta, el canto que resuena en el salmo
responsorial: «Dominus pascit me, et nihil mihi deerit: in loco pascuae, ibi
me collocavit», «El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas
me hace recostar» (Sal 22, 1-2). Sí, al hombre que vive en Cristo la muerte
no le asusta; experimenta en todo momento lo que el salmista afirma con
confianza: «Nam et si ambulavero in valle umbrae mortis, non timebo mala,
quoniam tu mecum es», «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque tú vas conmigo» (Sal 22, 4).
«Tu mecum es», «Tú estás conmigo»: esta expresión remite a otra que
Jesús resucitado dirigió a los Apóstoles y que este hermano nuestro eligió
como su lema episcopal: «Ego vobiscum sum», «Yo estoy con vosotros»
(Mt 28, 20). En efecto, el cardenal Javierre Ortas quiso que su existencia
personal y su misión eclesial fueran un mensaje de esperanza; en su
apostolado, siguiendo el ejemplo de san Juan Bosco, se esforzó por
comunicar a todos que Cristo está siempre con nosotros.
Él, hijo de la patria de santa Teresa y de san Juan de la Cruz, ¡cuántas
veces rezó en su corazón: «Nada te turbe, nada te espante. Quien a Dios
tiene, nada le falta... Sólo Dios basta»! Y precisamente por estar
acostumbrado a vivir sostenido por estas convicciones, el cardenal
Javierre Ortas, en el momento de despedirse del ministerio activo en la
Curia, escribió de nuevo al Papa estas palabras impregnadas de
esperanza: «No me resta sino impetrar que el Señor utilice —en registro
divino— la bondad de su Vicario cuando en la tarde de la vida —no lejana
— suene para mí la hora del examen sobre el amor».
En el escudo de este querido hermano nuestro está representada una
barca unida a dos columnas: la barca es la Iglesia, el timonel es el Papa, y
las dos columnas son la Eucaristía y la Virgen María. Como digno hijo de
don Bosco, tenía una profunda devoción a María, amada y venerada con el
título de Auxiliadora. De la Virgen, “Ancilla Domini”, trató de imitar el
estilo de un servicio discreto y generoso.
Dejó el cargo de prefecto de la Congregación para el culto divino y la
disciplina de los sacramentos “de puntillas” para dedicarse al servicio que,
en cambio, nunca se debe dejar: la oración. Y ahora que el Padre celestial lo
ha llamado a sí, estoy seguro de que en el cielo, donde confiamos en que el
Señor lo haya acogido en su abrazo paternal, sigue rezando por nosotros.
Me complace concluir con una reflexión suya que nos lleva al abrazo
del Redentor: Es maravilloso —escribía— pensar que no importa la serie
de pecados de nuestra vida, que basta elevar los ojos y ver el gesto del
Salvador que nos acoge a cada uno con bondad infinita, con suma
amabilidad. Desde esta perspectiva, concluía, «la despedida se nimba de
esperanza y de gozo».
36

ASÍ SE REALIZA LA ENCARNACIÓN


070203. Discurso. Institutos seculares. 60º Provida Mater Ecclesia
Me alegra estar hoy entre vosotros, miembros de los institutos
seculares… Habéis venido de diferentes países, de todos los continentes,
para celebrar un Simposio internacional sobre la constitución apostólica
Provida Mater Ecclesia.
Como ya se ha dicho, han pasado sesenta años desde aquel 2 de
febrero de 1947, cuando mi predecesor Pío XII promulgó esa constitución
apostólica, dando así una configuración teológico-jurídica a una
experiencia preparada en los decenios anteriores, y reconociendo que los
institutos seculares son uno de los innumerables dones con que el Espíritu
Santo acompaña el camino de la Iglesia y la renueva en todos los siglos.
Ese acto jurídico no representó el punto de llegada, sino más bien el
punto de partida de un camino orientado a delinear una nueva forma de
consagración: la de fieles laicos y presbíteros diocesanos, llamados a vivir
con radicalismo evangélico precisamente la secularidad en la que están
inmersos en virtud de la condición existencial o del ministerio pastoral.
Os encontráis hoy aquí para seguir trazando el recorrido iniciado hace
sesenta años, en el que sois portadores cada vez más apasionados del
sentido del mundo y de la historia en Cristo Jesús. Vuestro celo nace de
haber descubierto la belleza de Cristo, de su modo único de amar,
encontrar, sanar la vida, alegrarla, confortarla. Y esta belleza es la que
vuestra vida quiere cantar, para que vuestro estar en el mundo sea signo de
vuestro estar en Cristo.
En efecto, lo que hace que vuestra inserción en las vicisitudes
humanas constituya un lugar teológico es el misterio de la
Encarnación: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único” (Jn 3,
16). La obra de la salvación no se llevó a cabo en contraposición con la
historia de los hombres, sino dentro y a través de ella. Al respecto dice la
carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el
pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos
tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1, 1-2). El mismo acto
redentor se realizó en el contexto del tiempo y de la historia, y se
caracterizó como obediencia al plan de Dios inscrito en la obra salida de
sus manos.
El mismo texto de la carta a los Hebreos, texto inspirado,
explica: “Dice primero: “Sacrificios y oblaciones y holocaustos y
sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron” —cosas todas
ofrecidas conforme a la Ley—; luego añade: “He aquí que vengo a hacer
tu voluntad” (Hb 10, 8-9). Estas palabras del Salmo, que la carta a los
Hebreos ve expresadas en el diálogo intratrinitario, son palabras del Hijo
que dice al Padre: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad”. Así se realiza
la Encarnación: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad”. El Señor nos
implica en sus palabras, que se convierten en nuestras: “He aquí que
vengo, con el Señor, con el Hijo, a hacer tu voluntad”.
37
De este modo se delinea con claridad el camino de vuestra
santificación: la adhesión oblativa al plan salvífico manifestado en la
Palabra revelada, la solidaridad con la historia, la búsqueda de la voluntad
del Señor inscrita en las vicisitudes humanas gobernadas por su
providencia. Y, al mismo tiempo, se descubren los caracteres de la misión
secular: el testimonio de las virtudes humanas, como “la justicia, la paz y
el gozo” (Rm 14, 17), la “conducta ejemplar” de la que habla san Pedro en
su primera carta (cf. 1 P 2, 12), haciéndose eco de las palabras del
Maestro: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean
vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”
(Mt 5, 16).
Además, forma parte de la misión secular el esfuerzo por construir una
sociedad que reconozca en los diversos ámbitos la dignidad de la persona
y los valores irrenunciables para su plena realización: la política, la
economía, la educación, el compromiso por la salud pública, la gestión de
los servicios, la investigación científica, etc. Toda realidad propia y
específica que vive el cristiano, su trabajo y sus intereses concretos, aun
conservando su consistencia relativa, tienen como fin último ser abrazados
por la misma finalidad por la cual el Hijo de Dios entró en el mundo.
Por consiguiente, sentíos implicados en todo dolor, en toda injusticia,
así como en toda búsqueda de la verdad, de la belleza y de la bondad, no
porque tengáis la solución de todos los problemas, sino porque toda
circunstancia en la que el hombre vive y muere constituye para vosotros
una ocasión de testimoniar la obra salvífica de Dios. Esta es vuestra
misión. Vuestra consagración pone de manifiesto, por un lado, la gracia
particular que os viene del Espíritu para la realización de la vocación; y,
por otro, os compromete a una docilidad total de mente, de corazón y de
voluntad, al proyecto de Dios Padre revelado en Cristo Jesús, a cuyo
seguimiento radical estáis llamados.
Todo encuentro con Cristo exige un profundo cambio de mentalidad,
pero para algunos, como es vuestro caso, la petición del Señor es
particularmente exigente: dejarlo todo, porque Dios es todo y será todo en
vuestra vida. No se trata simplemente de un modo diverso de relacionaros
con Cristo y de expresar vuestra adhesión a él, sino de una elección de Dios
que, de modo estable, exige de vosotros una confianza absolutamente total
en él.
Configurar la propia vida a la de Cristo de acuerdo con estas palabras,
configurar la propia vida a la de Cristo a través de la práctica de los
consejos evangélicos, es una nota fundamental y vinculante que, en su
especificidad, exige compromisos y gestos concretos, propios de
“alpinistas del espíritu”, como os llamó el venerado Papa Pablo VI
(Discurso a los participantes en el I Congreso internacional de Institutos
seculares, 26 de septiembre de 1970: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 18 de octubre de 1970, p. 11).
El carácter secular de vuestra consagración, por un lado, pone de
relieve los medios con los que os esforzáis por realizarla, es decir, los
medios propios de todo hombre y mujer que viven en condiciones
38
ordinarias en el mundo; y, por otro, la forma de su desarrollo, es decir, la
de una relación profunda con los signos de los tiempos que estáis llamados
a discernir, personal y comunitariamente, a la luz del Evangelio.
Personas autorizadas han considerado muchas veces que precisamente
este discernimiento es vuestro carisma, para que podáis ser laboratorio de
diálogo con el mundo, “el “laboratorio experimental” en el que la Iglesia
verifique las modalidades concretas de sus relaciones con el mundo”
(Pablo VI, Discurso a los responsables generales de los institutos
seculares, 25 de agosto de 1976: L’Osservatore Romano, edición en
lengua española, 5 de septiembre de 1976, p. 1)
De aquí deriva precisamente la continua actualidad de vuestro carisma,
porque este discernimiento no debe realizarse desde fuera de la realidad,
sino desde dentro, mediante una plena implicación. Eso se lleva a cabo por
medio de las relaciones ordinarias que podéis entablar en el ámbito
familiar y social, así como en la actividad profesional, en el entramado de
las comunidades civil y eclesial. El encuentro con Cristo, el dedicarse a su
seguimiento, abre de par en par e impulsa al encuentro con cualquiera,
porque si Dios se realiza sólo en la comunión trinitaria, también el hombre
encontrará su plenitud sólo en la comunión.
A vosotros no se os pide instituir formas particulares de vida, de
compromiso apostólico, de intervenciones sociales, salvo las que pueden
surgir en las relaciones personales, fuentes de riqueza profética. Ojalá que,
como la levadura que hace fermentar toda la harina (cf. Mt 13, 33), así sea
vuestra vida, a veces silenciosa y oculta, pero siempre positiva y
estimulante, capaz de generar esperanza.
Por tanto, el lugar de vuestro apostolado es todo lo humano, no sólo
dentro de la comunidad cristiana —donde la relación se entabla con la
escucha de la Palabra y con la vida sacramental, de las que os alimentáis
para sostener la identidad bautismal—, sino también dentro de la
comunidad civil, donde la relación se realiza en la búsqueda del bien
común, en diálogo con todos, llamados a testimoniar la antropología
cristiana que constituye una propuesta de sentido en una sociedad
desorientada y confundida por el clima multicultural y multirreligioso que
la caracteriza.
Provenís de países diversos; también son diversas las situaciones
culturales, políticas e incluso religiosas en las que vivís, trabajáis y
envejecéis. En todas buscad la Verdad, la revelación humana de Dios en la
vida. Como sabemos, es un camino largo, cuyo presente es inquieto, pero
cuya meta es segura.
Anunciad la belleza de Dios y de su creación. A ejemplo de Cristo, sed
obedientes por amor, hombres y mujeres de mansedumbre y misericordia,
capaces de recorrer los caminos del mundo haciendo sólo el bien. En el
centro de vuestra vida poned las Bienaventuranzas, contradiciendo la
lógica humana, para manifestar una confianza incondicional en Dios, que
quiere que el hombre sea feliz.
La Iglesia os necesita también a vosotros para cumplir plenamente su
misión. Sed semilla de santidad arrojada a manos llenas en los surcos de la
39
historia. Enraizados en la acción gratuita y eficaz con que el Espíritu del
Señor está guiando las vicisitudes humanas, dad frutos de fe auténtica,
escribiendo con vuestra vida y con vuestro testimonio parábolas de
esperanza, escribiéndolas con las obras sugeridas por la “creatividad de la
caridad” (Novo millennio ineunte, 50).

RESPETO AL HOMBRE Y BÚSQUEDA DEL BIEN COMÚN


070210. Discurso. Academia ciencias políticas y morales París.
La Academia de ciencias morales y políticas es un lugar de
intercambios y debates, que propone a todos los ciudadanos y al legislador
reflexiones para ayudar a “encontrar las formas de organización política
más favorables para el bien público y para la realización de la persona”.
En efecto, la reflexión y la acción de las autoridades y de los ciudadanos
deben centrarse en dos elementos: el respeto a todo ser humano y la
búsqueda del bien común. En el mundo actual, es más urgente que nunca
invitar a nuestros contemporáneos a una atención renovada a estos dos
elementos. En efecto, la difusión del subjetivismo, que hace que cada uno
tienda a considerarse como único punto de referencia y a creer que lo que
piensa tiene el carácter de la verdad, nos impulsa a formar las conciencias
sobre los valores fundamentales, que no pueden descuidarse sin poner en
peligro al hombre y a la sociedad misma, y sobre los criterios objetivos de
una decisión, que suponen un acto de razón.
Como subrayé durante mi conferencia sobre la nueva Alianza,
pronunciada ante vuestra Academia en 1995, la persona humana es un “ser
constitutivamente en relación”, llamado a sentirse cada día más
responsable de sus hermanos y hermanas en la humanidad. La pregunta
hecha por Dios, desde el primer texto de la Escritura, debe resonar sin
cesar en el corazón de cada uno: “¿Qué has hecho con tu hermano?”. El
sentido de la fraternidad y de la solidaridad, y el sentido del bien común,
se fundan en la vigilancia con respecto a sus hermanos y a la organización
de la sociedad, dando un lugar a cada uno, a fin de que pueda vivir con
dignidad, tener un techo y lo necesario para su existencia y para la de la
familia que tiene a su cargo. Con este espíritu es necesario comprender la
moción que habéis votado, en octubre del año pasado, concerniente a los
derechos humanos y a la libertad de expresión, que forma parte de los
derechos fundamentales, tratando siempre de no herir la dignidad
fundamental de las personas y de los grupos humanos, y de respetar sus
creencias religiosas.
Permitidme evocar también ante vosotros la figura de Andrei
Dimitrievich Sajarov, a quien sucedí en la Academia. Esta importante
personalidad nos recuerda que, tanto en la vida personal como en la
pública, es necesario tener la valentía de decir la verdad y de seguirla, de
ser libres con respecto al mundo que nos rodea, el cual a menudo tiende a
imponer sus modos de ver y los comportamientos que se han de adoptar.
La verdadera libertad consiste en caminar por la senda de la verdad, según
la vocación propia, sabiendo que cada uno tendrá que rendir cuentas de su
40
vida a su Creador y Salvador. Es importante que sepamos proponer a los
jóvenes ese camino, recordándoles que la verdadera realización personal
no se logra a cualquier precio, e invitándolos a no contentarse con seguir
todas las modas que se presentan. Así sabrán discernir, con valentía y
tenacidad, el camino de la libertad y de la felicidad, que supone vivir
cierto número de exigencias y realizar los esfuerzos, los sacrificios y las
renuncias necesarios para obrar bien.
Uno de los desafíos para nuestros contemporáneos, y en particular para
la juventud, consiste en no aceptar vivir simplemente en la exterioridad,
en la apariencia, sino en incrementar la vida interior, ámbito unificador del
ser y del obrar, ámbito del reconocimiento de nuestra dignidad de hijos de
Dios llamados a la libertad, sin separarse de la fuente de la vida, sino
permaneciendo unido a ella. Lo que alegra el corazón de los hombres es
reconocerse hijos e hijas de Dios, es una vida hermosa y buena bajo la
mirada de Dios, así como las victorias obtenidas sobre el mal y contra la
mentira. Al permitir a cada uno descubrir que su vida tiene un sentido y
que es responsable de ella, abrimos el camino a una maduración de las
personas y a una humanidad reconciliada, preocupada por el bien común.
El sabio ruso Sajarov es un ejemplo de ello; cuando, bajo el régimen
comunista, su libertad exterior estaba limitada, su libertad interior, que
nadie le podía quitar, lo autorizaba a tomar la palabra para defender con
firmeza a sus compatriotas, en nombre del bien común. También hoy es
importante que el hombre no se deje atar por cadenas exteriores, como el
relativismo, la búsqueda del poder y del lucro a toda costa, la droga, las
relaciones afectivas desordenadas, la confusión en el ámbito del
matrimonio, no reconocer al ser humano en todas las etapas de su
existencia, desde su concepción hasta su fin natural, que permite pensar
que hay períodos en los que el ser humano no existiría realmente.
Debemos tener la valentía de recordar a nuestros contemporáneos lo
que es el hombre y lo que es la humanidad. Invito a las autoridades civiles
y a las personas que desempeñan una función en la transmisión de los
valores a tener siempre esta valentía de la verdad sobre el hombre.

TODO BAUTIZADO DEBERÍA SER UN EVANGELIO VIVIENTE


070210. Discurso. A las Misericordias de Italia.
Con vuestra presencia y vuestra acción contribuís a difundir el
Evangelio del amor de Dios a todos los hombres. En efecto, ¿cómo no
recordar la impresionante página evangélica en la que san Mateo nos
presenta el encuentro definitivo con el Señor? Entonces, como nos dice
Jesús mismo, el Juez del mundo nos preguntará si durante nuestra vida
dimos de comer al hambriento, de beber al sediento; si acogimos al
forastero y abrimos las puertas de nuestro corazón al necesitado. En una
palabra, en el juicio final Dios nos preguntará si amamos, no de modo
abstracto, sino concretamente, con hechos (cf. Mt 25, 31-46).
Cada vez que leo estas palabras, me conmueve realmente el corazón
que Jesús, el Hijo del hombre y Juez final, nos precede con esta acción,
41
haciéndose él mismo hombre, haciéndose pobre y sediento, y al final nos
abraza estrechándonos contra su corazón. Así Dios hace lo que quiere que
hagamos nosotros: estar abiertos a los demás y vivir el amor no con
palabras sino con hechos.
Al final de la vida, solía repetir san Juan de la Cruz, seremos juzgados
en el amor. ¡Cuán necesario es que también hoy, más aún, especialmente
en nuestra época marcada por tantos desafíos humanos y espirituales, los
cristianos proclamen con obras el amor misericordioso de Dios! Todo
bautizado debería ser un “Evangelio viviente”. En efecto, muchas
personas que no acogen fácilmente a Cristo y sus exigentes enseñanzas
son, sin embargo, sensibles al testimonio concreto de la caridad. El amor
es un lenguaje que llega directamente al corazón y lo abre a la confianza.
Os exhorto, pues, como san Pedro a los primeros cristianos, a estar
siempre dispuestos “a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra
esperanza” (1 P 3, 15).

LA LEY MORAL NATURAL


070212. Discurso. Congreso organizado por la U. Lateranense
No cabe duda de que vivimos un momento de extraordinario desarrollo
en la capacidad humana de descifrar las reglas y las estructuras de la
materia y en el consiguiente dominio del hombre sobre la naturaleza.
Todos vemos las grandes ventajas de este progreso, pero también vemos
las amenazas de una destrucción de la naturaleza por la fuerza de nuestra
actividad. Hay un peligro menos visible, pero no menos inquietante: el
método que nos permite conocer cada vez más a fondo las estructuras
racionales de la materia nos hace cada vez menos capaces de ver la fuente
de esta racionalidad, la Razón creadora. La capacidad de ver las leyes del
ser material nos incapacita para ver el mensaje ético contenido en el ser,
un mensaje que la tradición ha llamado lex naturalis, ley moral natural.
Hoy esta palabra para muchos es casi incomprensible a causa de un
concepto de naturaleza que ya no es metafísico, sino sólo empírico. El
hecho de que la naturaleza, el ser mismo ya no sea transparente para un
mensaje moral crea un sentido de desorientación que hace precarias e
inciertas las opciones de la vida de cada día. El extravío, naturalmente,
afecta de modo particular a las generaciones más jóvenes, que en este
contexto deben encontrar las opciones fundamentales para su vida.
Precisamente a la luz de estas constataciones aparece en toda su
urgencia la necesidad de reflexionar sobre el tema de la ley natural y de
redescubrir su verdad común a todos los hombres. Esa ley, a la que alude
también el apóstol san Pablo (cf. Rm 2, 14-15), está escrita en el corazón
del hombre y, en consecuencia, también hoy no resulta simplemente
inaccesible. Esta ley tiene como principio primero y generalísimo: “hacer
el bien y evitar el mal”. Esta es una verdad cuya evidencia se impone
inmediatamente a cada uno. De ella brotan los demás principios más
particulares, que regulan el juicio ético sobre los derechos y los deberes de
cada uno.
42
Uno de esos principios es el del respeto a la vida humana desde su
concepción hasta su término natural, pues este bien no es propiedad del
hombre sino don gratuito de Dios. También lo es el deber de buscar la
verdad, presupuesto necesario de toda auténtica maduración de la persona.
Otra instancia fundamental del sujeto es la libertad. Sin embargo, teniendo
en cuenta que la libertad humana siempre es una libertad compartida con
los demás, es evidente que sólo se puede lograr la armonía de las
libertades en lo que es común a todos: la verdad del ser humano, el
mensaje fundamental del ser mismo, o sea, precisamente la lex naturalis.
¿Y cómo no mencionar, por una parte, la exigencia de justicia, que se
manifiesta en dar unicuique suum, y, por otra, la expectativa de
solidaridad, que en cada uno, especialmente en el necesitado, alimenta la
esperanza de ayuda por parte de quienes han tenido mejor suerte que él?
En estos valores se expresan normas inderogables y obligatorias, que
no dependen de la voluntad del legislador y tampoco del consenso que los
Estados pueden darles, pues son normas anteriores a cualquier ley humana
y, como tales, no admiten intervenciones de nadie para derogarlas.
La ley natural es la fuente de donde brotan, juntamente con los
derechos fundamentales, también imperativos éticos que es preciso
cumplir. En una actual ética y filosofía del derecho están muy difundidos
los postulados del positivismo jurídico. Como consecuencia, la legislación
a veces se convierte sólo en un compromiso entre intereses diversos: se
trata de transformar en derechos intereses privados o deseos que chocan
con los deberes derivados de la responsabilidad social. En esta situación,
conviene recordar que todo ordenamiento jurídico, tanto a nivel interno
como a nivel internacional, encuentra su legitimidad, en último término, en
su arraigo en la ley natural, en el mensaje ético inscrito en el mismo ser
humano.
La ley natural es, en definitiva, el único baluarte válido contra la
arbitrariedad del poder o los engaños de la manipulación ideológica. El
conocimiento de esta ley inscrita en el corazón del hombre aumenta con el
crecimiento de la conciencia moral. Por tanto, la primera preocupación
para todos, y en especial para los que tienen responsabilidades públicas,
debería consistir en promover la maduración de la conciencia moral. Este
es el progreso fundamental sin el cual todos los demás progresos no serían
auténticos. La ley inscrita en nuestra naturaleza es la verdadera garantía
ofrecida a cada uno para poder vivir libre y respetado en su dignidad.
Todo lo que he dicho hasta aquí tiene aplicaciones muy concretas si se
hace referencia a la familia, es decir, a la “íntima comunidad de vida y
amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias”
(Gaudium et spes, 48). Al respecto, el concilio Vaticano II reafirmó
oportunamente que el matrimonio es “una institución estable por
ordenación divina” y, por eso, “este vínculo sagrado, con miras al bien
tanto de los cónyuges y de la prole como de la sociedad, no depende del
arbitrio humano” (ib.).
Por tanto, ninguna ley hecha por los hombres puede subvertir la norma
escrita por el Creador, sin que la sociedad quede dramáticamente herida en
43
lo que constituye su mismo fundamento basilar. Olvidarlo significaría
debilitar la familia, perjudicar a los hijos y hacer precario el futuro de la
sociedad.
Por último, siento el deber de afirmar una vez más que no todo lo que
es científicamente factible es también éticamente lícito. La técnica, cuando
reduce al ser humano a objeto de experimentación, acaba por abandonar al
sujeto débil al arbitrio del más fuerte. Fiarse ciegamente de la técnica
como única garante de progreso, sin ofrecer al mismo tiempo un código
ético que hunda sus raíces en la misma realidad que se estudia y
desarrolla, equivaldría a hacer violencia a la naturaleza humana, con
consecuencias devastadoras para todos.
La aportación de los hombres de ciencia es de suma importancia.
Juntamente con el progreso de nuestras capacidades de dominio sobre la
naturaleza, los científicos también deben ayudarnos a comprender a fondo
nuestra responsabilidad con respecto al hombre y a la naturaleza que le ha
sido encomendada. Sobre esta base es posible desarrollar un diálogo
fecundo entre creyentes y no creyentes; entre teólogos, filósofos, juristas y
hombres de ciencia, que pueden ofrecer también al legislador un material
valioso para la vida personal y social.
Por tanto, deseo que estas jornadas de estudio no sólo susciten una
mayor sensibilidad de los estudiosos con respecto a la ley moral natural,
sino que también impulsen a crear las condiciones para que sobre este
tema se llegue a una conciencia cada vez más plena del valor inalienable
que la ley natural posee para un progreso real y coherente de la vida
personal y del orden social.

ENCUENTRO CON LOS SEMINARISTAS DE ROMA


070217. Discurso. En el seminario romano.
Gregorpaolo Stano: Diócesis de Oria, Italia del I año (1° filosofía)
Santidad, durante el primero de los dos años que dedicamos al
discernimiento nos esforzamos por escrutar a fondo nuestra persona. Es
un ejercicio arduo para nosotros, porque el lenguaje de Dios es especial y
sólo quien está atento puede captarlo entre las mil voces que resuenan
dentro de nosotros. Por eso, le pedimos que nos ayude a comprender
cómo habla Dios en concreto y cuáles son las huellas que deja al
hablarnos en nuestro interior.

Ante todo, agradezco al monseñor rector sus palabras. Ya siento deseos


de conocer el texto que vais a escribir y de aprender de él. No estoy seguro
de poder aclarar los puntos esenciales de la vida del seminario, pero diré
lo que puedo decir.
Ahora respondo a la primera pregunta: ¿cómo podemos discernir la
voz de Dios entre las mil voces que escuchamos cada día en nuestro
mundo? Yo diría que Dios habla con nosotros de muchísimas maneras.
Habla por medio de otras personas, por medio de los amigos, de los
padres, del párroco, de los sacerdotes —aquí, os habla a través de los
44
sacerdotes que se encargan de vuestra formación, que os orientan—.
Habla por medio de los acontecimientos de nuestra vida, en los que
podemos descubrir un gesto de Dios. Habla también a través de la
naturaleza, de la creación; y, naturalmente, habla sobre todo en su Palabra,
en la sagrada Escritura, leída en la comunión de la Iglesia y leída
personalmente en conversación con Dios.
Es importante leer la sagrada Escritura, por una parte, de modo muy
personal, y realmente, como dice san Pablo, no como palabra de un
hombre o como un documento del pasado, como leemos a Homero o
Virgilio, sino como una palabra de Dios siempre actual, que habla
conmigo. Aprender a escuchar en un texto, que históricamente pertenece
al pasado, la palabra viva de Dios, es decir, entrar en oración, convirtiendo
así la lectura de la sagrada Escritura en una conversación con Dios. San
Agustín dice a menudo en sus homilías: llamé muchas veces a la puerta de
esta Palabra, hasta que pude percibir lo que Dios mismo me decía. Por una
parte, esta lectura muy personal, esta conversación personal con Dios, en
la que trato de descubrir lo que el Señor me dice; y juntamente con esta
lectura personal, es muy importante la lectura comunitaria, porque el
sujeto vivo de la sagrada Escritura es el pueblo de Dios, es la Iglesia.
Esta Escritura no era algo meramente privado, de grandes escritores —
aunque el Señor siempre necesita a la persona, necesita su respuesta
personal—, sino que ha crecido con personas que estaban implicadas en el
camino del pueblo de Dios y así sus palabras son expresión de este
camino, de esta reciprocidad de la llamada de Dios y de la respuesta
humana.
Por consiguiente, el sujeto vive hoy como vivió en aquel tiempo; la
Escritura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el pueblo de Dios
inspirado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre
de una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la
sagrada Escritura y escuchar la sagrada Escritura en la comunión de la
Iglesia, es decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los
primeros Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy.
Sobre todo en la liturgia se convierte en una Palabra vital y viva. Por
consiguiente, yo diría que la liturgia es el lugar privilegiado donde cada
uno entra en el “nosotros” de los hijos de Dios en conversación con Dios.
Es importante: el padrenuestro comienza con las palabras “Padre nuestro”.
Sólo podré encontrar al Padre si estoy insertado en el “nosotros” de este
“nuestro”; sólo escuchamos bien la palabra de Dios dentro de este
“nosotros”, que es el sujeto de la oración del padrenuestro.
Así pues, esto me parece muy importante: la liturgia es el lugar
privilegiado donde la Palabra está viva, está presente; más aún, donde la
Palabra, el Logos, el Señor, habla con nosotros y se pone en nuestras
manos. Si nos disponemos a la escucha del Señor en esta gran comunión
de la Iglesia de todos los tiempos, lo encontraremos.
Él nos abre la puerta poco a poco. Por tanto, yo diría que en este punto
se concentran todos los demás: el Señor nos guía personalmente en
45
nuestro camino y, al mismo tiempo, vivimos en el gran “nosotros” de la
Iglesia, donde la palabra de Dios está viva.
Luego vienen los demás puntos: escuchar a los amigos, escuchar a los
sacerdotes que nos guían, escuchar la voz viva de la Iglesia de hoy,
escuchando así también las voces de los acontecimientos de este tiempo y
de la creación, que resultan descifrables en este contexto profundo.
Por tanto, para resumir, diría que Dios nos habla de muchas maneras.
Es importante, por una parte, estar en el “nosotros” de la Iglesia, en el
“nosotros” vivido en la liturgia. Es importante personalizar este “nosotros”
en mí mismo; es importante estar atentos a las demás voces del Señor,
dejarnos guiar también por personas que tienen experiencia con Dios, por
decirlo así, y nos ayudan en este camino, para que este “nosotros” se
transforme en mi “nosotros”, y yo, en uno que realmente pertenece a este
“nosotros”. Así crece el discernimiento y crece la amistad personal con
Dios, la capacidad de percibir, en medio de las mil voces de hoy, la voz de
Dios, que siempre está presente y siempre habla con nosotros.

Claudio Fabbri: Diócesis de Roma del II año (2° filosofía)


Santo Padre, ¿cómo estaba articulada su vida durante el tiempo de
formación para el sacerdocio y cuáles eran los intereses que cultivaba?
Teniendo en cuenta su experiencia, ¿cuáles son los puntos fundamentales
de la formación para el sacerdocio? En particular, ¿qué lugar ocupa en
ella María?

Creo que nuestra vida, en el seminario de Freising, estaba articulada de


un modo muy semejante a vuestro horario, aunque no conozco
exactamente vuestro reglamento diario. Me parece que se comenzaba a las
6.30, a las 7.00, con una meditación de media hora, en la que cada uno en
silencio hablaba con el Señor, trataba de disponer su alma para la sagrada
liturgia. Luego seguía la santa misa, el desayuno y, durante la mañana, las
clases.
Por la tarde, seminarios, tiempos de estudio, y luego de nuevo oración
en común. En la noche, los “puntos”: el director espiritual o el rector del
seminario, alternándose, nos hablaban para ayudarnos a encontrar el
camino de la meditación; no nos daban una meditación ya hecha, sino
elementos que podían ayudar a cada uno a interiorizar las palabras del
Señor que serían objeto de nuestra meditación.
Así era el itinerario de cada día. Luego, naturalmente, estaban las grandes
fiestas, con una hermosa liturgia, con música... Pero, me parece —tal vez
volveré a hablar de esto al final— que es muy importante tener una
disciplina que nos precede y no deber inventar cada día de nuevo lo que hay
que hacer, lo que hay que vivir. Existe una regla, una disciplina que ya me
espera y me ayuda a vivir ordenadamente este día.
Ahora bien, por lo que respecta a mis preferencias, naturalmente seguía
con atención, como podía, las clases. En los dos primeros años, desde el
inicio me fascinó la filosofía, sobre todo la figura de san Agustín; luego
46
también la corriente agustiniana en la Edad Media: san Buenaventura, los
grandes franciscanos, la figura de san Francisco de Asís.
Me impresionaba sobre todo la gran humanidad de san Agustín, que no
tuvo la posibilidad de identificarse con la Iglesia como catecúmeno desde el
inicio, sino que, por el contrario, tuvo que luchar espiritualmente para
encontrar poco a poco el acceso a la palabra de Dios, a la vida con Dios,
hasta que pronunció el gran “sí” a su Iglesia.
Fue un camino muy humano, donde también nosotros podemos ver hoy
cómo se comienza a entrar en contacto con Dios, cómo hay que tomar en
serio todas las resistencias de nuestra naturaleza, canalizándolas para
llegar al gran “sí” al Señor. Así me conquistó su teología tan personal,
desarrollada sobre todo en la predicación. Esto es importante, porque al
inicio san Agustín quería vivir una vida puramente contemplativa, escribir
otros libros de filosofía..., pero el Señor no quería eso; lo llamó a ser
sacerdote y obispo; de este modo, todo el resto de su vida, de su obra, se
desarrolló fundamentalmente en el diálogo con un pueblo muy sencillo. Por
una parte, siempre tuvo que encontrar personalmente el significado de la
Escritura; y, por otra, debía tener en cuenta la capacidad de esa gente, su
contexto vital, para llegar a un cristianismo realista y, al mismo tiempo, muy
profundo.
Naturalmente, para mí además era muy importante la exégesis: tuvimos
dos exegetas un poco liberales, pero a pesar de ello grandes exegetas,
también realmente creyentes, que nos fascinaban. Puedo decir que, en
realidad, la sagrada Escritura era el alma de nuestro estudio
teológico: vivíamos con la sagrada Escritura y aprendíamos a amarla, a
hablar con ella. Ya he hablado de la patrología, del encuentro con los
santos Padres. También nuestro profesor de dogmática era un persona
entonces muy famosa; había alimentado su dogmática con los Padres y
con la liturgia. Para nosotros un punto muy central era la formación
litúrgica. En aquel tiempo no había aún cátedras de liturgia, pero nuestro
profesor de pastoral nos dirigió grandes cursos sobre liturgia y él, en ese
momento, era también rector del seminario. Así, la liturgia vivida y
celebrada iba muy unida a la liturgia enseñada y pensada.
Juntamente con la sagrada Escritura, estos eran los puntos más
importantes de nuestra formación teológica. De esto doy siempre gracias al
Señor, porque en su conjunto son realmente el centro de una vida sacerdotal.
Otro interés era la literatura: era obligatorio leer a Dostoievski; era la
moda del momento. Luego estaban los grandes franceses: Claudel,
Mauriac, Bernanos; pero también la literatura alemana; teníamos una
edición alemana de Manzoni: en aquel tiempo yo no hablaba italiano. Así,
en cierto sentido, también formábamos nuestro horizonte humano.
Asimismo, sentíamos gran amor por la música, al igual que por la belleza de
la naturaleza de nuestra tierra. Con estas preferencias, estas realidades, en un
camino no siempre fácil, seguí adelante. El Señor me ayudó a llegar hasta el
“sí” del sacerdocio, un “sí” que me ha acompañado todos los días de mi
vida.
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Gianpiero Savino: Diócesis de Taranto del III año (1° teología)
Santidad, a los ojos de mucha gente, podemos parecer jóvenes que
dicen con firmeza y valentía su “sí” y que lo dejan todo para seguir al
Señor; pero sabemos que estamos muy lejos de una verdadera
coherencia con ese “sí”. Con confianza de hijos, le confesamos la
parcialidad de nuestra respuesta a la llamada de Jesús y el esfuerzo
diario por vivir una vocación que nos pide dar un “sí” definitivo y total.
¿Cómo responder a la vocación tan exigente de pastores del pueblo de
Dios, si sentimos constantemente nuestra debilidad e incoherencia?

Es muy saludable reconocer nuestra debilidad, porque sabemos que


necesitamos la gracia del Señor. El Señor nos consuela. En el colegio de
los Apóstoles no sólo estaba Judas, sino también los Apóstoles buenos. A
pesar de eso, Pedro cayó. El Señor reprocha muchas veces la lentitud, la
cerrazón del corazón de los Apóstoles, la poca fe que tenían. Por tanto, eso
nos demuestra que ninguno de nosotros está plenamente a la altura de este
gran “sí”, a la altura de celebrar “in persona Christi”, de vivir
coherentemente en este contexto, de estar unido a Cristo en su misión de
sacerdote.
Para nuestro consuelo, el Señor nos dio también las parábolas de la red
con peces buenos y malos, del campo donde crece el trigo pero también la
cizaña. Nos explica que vino precisamente para ayudarnos en nuestra
debilidad; que no vino, como dice, para llamar a los justos, a los que se
creen ya plenamente justos, a los que creen que no necesitan la gracia, a
los que oran alabándose a sí mismos, sino que vino a llamar a los que se
saben débiles, a los que son conscientes de que cada día necesitan el
perdón del Señor, su gracia, para seguir adelante.
Me parece muy importante reconocer que necesitamos una conversión
permanente, que no hemos llegado a la meta. San Agustín, en el momento
de su conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de la vida con
Dios, de la belleza del sol, que es su Palabra. Luego comprendió que
también el camino posterior a la conversión sigue siendo un camino de
conversión, que sigue siendo un camino donde no faltan las grandes
perspectivas, las alegrías, las luces del Señor, pero donde tampoco faltan
valles oscuros, donde debemos seguir adelante con confianza
apoyándonos en la bondad del Señor.
Por eso, es importante también el sacramento de la Reconciliación. No
es correcto pensar que en nuestra vida no tenemos necesidad de perdón.
Debemos aceptar nuestra fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo
adelante sin rendirnos, y mediante el sacramento de la Reconciliación
convirtiéndonos constantemente para volver a comenzar, creciendo,
madurando para el Señor, en nuestra comunión con él.
Naturalmente, también es importante no aislarse, no pensar que
podemos ir adelante nosotros solos. Necesitamos la compañía de
sacerdotes amigos, también de laicos amigos, que nos acompañen, que nos
ayuden. Es muy importante para un sacerdote en la parroquia ver cómo la
gente tiene confianza en él y experimentar, además de su confianza, su
48
generosidad al perdonar sus debilidades. Los verdaderos amigos nos
desafían y nos ayudan a ser fieles en este camino. Me parece que esta
actitud de paciencia, de humildad, nos puede ayudar a ser buenos con los
demás, a tener comprensión ante las debilidades de los demás, a ayudarles
también a ellos a perdonar como nosotros perdonamos.
Creo que no soy indiscreto si digo que hoy he recibido una hermosa
carta del cardenal Martini, agradeciendo la felicitación que le envié con
ocasión de su 80° cumpleaños; somos coetáneos. Expresando su
agradecimiento, dice: sobre todo doy gracias al Señor por el don de la
perseverancia. Hoy —escribe— incluso el bien se hace por lo general ad
tempus, ad experimentum. El bien, según su esencia, sólo se puede hacer
de modo definitivo, pero para hacerlo de modo definitivo necesitamos la
gracia de la perseverancia. Pido cada día al Señor —concluye— que me
dé esta gracia.
Vuelvo a san Agustín: al inicio estaba contento de la gracia de la
conversión. Luego descubrió que necesitaba otra gracia, la gracia de la
perseverancia, que debemos pedir cada día al Señor. Pero, volviendo a las
palabras del cardenal Martini, “hasta ahora el Señor me ha dado esta
gracia de la perseverancia; espero que me la dé también para esta última
etapa de mi camino en esta tierra”. Me parece que debemos confiar en este
don de la perseverancia, pero que también debemos orar al Señor con
tenacidad, con humildad y con paciencia, para que nos ayude y nos
sostenga con el don de la perseverancia final, para que nos acompañe cada
día hasta el final, aunque el camino pase por un valle oscuro. El don de la
perseverancia nos da alegría, nos da la certeza de que somos amados por
el Señor y que este amor nos sostiene, nos ayuda y no nos abandona en
nuestras debilidades. Nuestro verdadero tesoro es el amor del Señor

Dimov Koicio: Diócesis de Nicópolis ad Istrum (Bulgaria) IV año (2°


teología)
Santo Padre, usted, comentando el vía crucis del año 2005, habló de
la suciedad que hay en la Iglesia; y en la homilía de la misa de
ordenación de sacerdotes romanos del año pasado nos puso en guardia
contra el peligro “de buscar hacer carrera, de tratar de subir más alto, de
esforzarse por conseguir una buena posición mediante la Iglesia”.
¿Cómo afrontar estos problemas del modo más sereno y responsable
posible?

No es fácil responder a esta pregunta, pero ya he dicho —y es un punto


importante— que el Señor sabe, sabía desde el inicio, que en la Iglesia
también hay pecado. Para nuestra humildad es importante reconocer esto y
no sólo ver el pecado en los demás, en las estructuras, en los altos cargos
jerárquicos, sino también en nosotros mismos, para ser así más humildes y
aprender que ante el Señor no cuenta la posición eclesial, sino estar en su
amor y hacer resplandecer su amor.
Personalmente considero que, en este punto, es muy importante la
oración de san Ignacio, que dice: “Suscipe, Domine, universam meam
49
libertatem. Accipe memoriam, intellectum atque voluntatem omnem.
Quidquid habeo vel possideo mihi largitus es; id tibi totum restituo, ac
tuae prorsus voluntati trado gubernandum. Amorem tui solum cum gratia
tua mihi dones, et dives sum satis, nec aliud quidquam ultra posco”.
Precisamente esta última parte me parece muy importante: comprender
que el verdadero tesoro de nuestra vida es estar en el amor del Señor y no
perder nunca este amor. Luego somos realmente ricos. Un hombre que ha
encontrado un gran amor se siente realmente rico y sabe que ésta es la
verdadera perla, que éste es el tesoro de su vida y no todas las demás cosas
que posee.
Nosotros hemos encontrado, más aún, hemos sido encontrados por el
amor del Señor, y cuanto más nos dejemos tocar por su amor en la vida
sacramental, en la vida de oración, en la vida de trabajo, en el tiempo
libre, tanto más podemos comprender que, si hemos encontrado la
verdadera perla, todo lo demás no cuenta, todo lo demás sólo es
importante en la medida en que el amor del Señor me atribuye esas cosas.
Con este amor yo soy rico, soy realmente rico, y estoy en una posición
elevada. Encontremos aquí el centro de la vida, la riqueza. Luego
dejémonos guiar, dejemos que la Providencia decida qué hace con
nosotros.
Al respecto, me viene a la mente una anécdota de santa Bakhita, la
gran santa africana, que era esclava en Sudán y luego en Italia encontró la
fe y se hizo religiosa. Cuando ya era anciana, el obispo visitaba su
monasterio, su casa religiosa, y no la conocía. Al ver a esta pequeña
religiosa africana, ya encorvada, le dijo: “Pero, ¿qué hace usted,
hermana?”. Bakhita le respondió: “Yo hago lo mismo que usted
excelencia”. El obispo admirado preguntó: “¿Qué cosa?”. Y Bakhita le
contestó: “Excelencia, los dos hacemos lo mismo, hacemos la voluntad de
Dios”.
Me parece una respuesta hermosísima. El obispo y la pequeña
religiosa, que ya casi no podía trabajar, hacían lo mismo, en posiciones
diversas: trataban de hacer la voluntad de Dios, y así estaban cada uno en
el lugar debido.
También me vienen a la mente unas palabras de san Agustín, que
dice: Todos somos siempre sólo discípulos de Cristo y su cátedra está en
un lugar más alto, porque esta cátedra es la cruz, y esta altura es la
verdadera altura, la comunión con el Señor, también en su pasión. Me
parece que, si comenzamos a entender esto, en una vida de oración diaria,
en una vida de entrega al servicio del Señor, podemos librarnos de esas
tentaciones tan humanas.

Francesco Annesi: Diócesis de Roma del V Año (3° teología)


Santidad, la carta apostólica “Salvifici doloris” del Papa Juan Pablo
II pone de relieve que el sufrimiento es fuente de riqueza espiritual para
todos los que lo aceptan en unión con los sufrimientos de Cristo. En un
mundo que busca todos los medios, lícitos e ilícitos, para eliminar
cualquier forma de dolor, ¿cómo puede el sacerdote ser testigo del sentido
50
cristiano del sufrimiento y cómo debe comportarse ante quienes sufren,
sin resultar retórico o patético?

¿Qué hacer? Debemos reconocer que conviene tratar de hacer todo lo


posible para mitigar los sufrimientos de la humanidad y para ayudar a las
personas que sufren —son numerosas en el mundo— a llevar una vida
buena y a librarse de los males que a menudo causamos nosotros mismos:
el hambre, las epidemias, etc.
Pero, reconociendo este deber de trabajar contra los sufrimientos
causados por nosotros mismos, al mismo tiempo debemos reconocer
también y comprender que el sufrimiento es un elemento esencial para
nuestra maduración humana. Pienso en la parábola del Señor sobre el
grano de trigo que cae en tierra y que sólo así, muriendo, puede dar fruto.
Este caer en tierra y morir no sucede en un momento, es un proceso de
toda la vida.
Cayendo en tierra como el grano de trigo y muriendo,
transformándonos, somos instrumentos de Dios y así damos fruto. No por
casualidad el Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a
Jerusalén para sufrir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su
cruz sobre sus hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos
siempre, un poco, como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este
no puede ser tu caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la
cruz. Queremos crear un reino más humano, más hermoso en la tierra.
Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho
tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda del Quo
vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz
del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a
los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz.
Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da
alegría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en
el que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso
doloroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera
alegría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y
cómoda, miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia
es que luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a
la alegría, sino a la autodestrucción.
Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece
en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz,
con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano
de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar
esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna
dificultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del
seguimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta
escuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren.
Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud
o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un
gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que
51
conocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y
patético. Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros
tenemos com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar
juntamente con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando
con ellos, asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor,
ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar
creíbles.
Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras
parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del
seguimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de
ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-
pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que
la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos
abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero
Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro
Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente.
Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras, sino para la
gran enseñanza de Cristo, para su estar con nosotros, ayudándoles para
que el sufrimiento y el dolor se transformen de verdad en gracia de
maduración, de comunión con Cristo crucificado y resucitado.

Marco Ceccarelli: Diócesis de Roma, diácono (será ordenado


sacerdote el 29 de abril)
Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos
ordenados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por las
reglas del seminario a la situación mucho más compleja de nuestras
parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor posible el inicio de
nuestro ministerio presbiteral?

Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como


primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la
vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo
posible, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es
incompleto; por eso, crecemos ya en el seminario con esta liturgia diaria.
Me parece muy importante que sintamos la necesidad de estar con el
Señor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea
realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.
El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y
así para esta libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta
liturgia nos libera y nos ayuda también a estar más abiertos, a estar en
contacto más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo lo
que exige la vida pastoral, la vida de un vicario parroquial, de un párroco
o de los demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos
puntos fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener
durante el día cierto orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar
inventando cada día. Hemos aprendido: “Serva ordinem et ordo servabit
te”. Esas palabras encierran una gran verdad.
52
Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás
sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto
personal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una
receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical
con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén
dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el
Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el
Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el
lunes, porque si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la
preparación resulta apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay
otras cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente
las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como
las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: “Pero, ¿cómo
puede brotar agua de estas piedras?”.
Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las
palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay
que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se
ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre
esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un
contemporáneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego
puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje
de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para
los demás y para mí.
Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la
Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos.
Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el
domingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es
tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en
una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.
Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la
gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta
y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente
esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor
cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.
No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha
de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto
a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de
estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus
dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar a Dios,
encontrar a nuestro Señor Jesucristo.

DESAFÍOS DE LA IGLESIA EN AMÉRICA LATINA


070217. Discurso. A los Nuncios Apostólicos de América Latina
Naturalmente, la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el
género humano (cf. Lumen gentium, 1), se encuentra en sintonía con toda
legítima aspiración de los pueblos a una mayor armonía y cooperación, y
53
aporta su contribución propia, es decir, el Evangelio. Desea que en los
países latinoamericanos, donde las Constituciones se limitan a “conceder”
libertad de credo y de culto, pero no “reconocen” aún la libertad religiosa,
se puedan definir cuanto antes las relaciones recíprocas fundadas en los
principios de autonomía y de sana y respetuosa colaboración. Eso
permitirá a la comunidad eclesial desarrollar todas sus potencialidades en
beneficio de la sociedad y de toda persona humana, creada a imagen de
Dios. Una correcta formulación jurídica de esas relaciones no podrá por
menos de tener en cuenta el papel histórico, espiritual, cultural y social
que ha desempeñado la Iglesia católica en América Latina.
Este papel sigue siendo primario, también gracias a la feliz fusión
entre la antigua y rica sensibilidad de los pueblos indígenas con el
cristianismo y con la cultura moderna. Como sabemos, algunos ambientes
afirman un contraste entre la riqueza y profundidad de las culturas
precolombinas y la fe cristiana presentada como una imposición exterior o
una alienación para los pueblos de América Latina. En verdad, el
encuentro entre estas culturas y la fe en Cristo fue una respuesta
interiormente esperada por esas culturas. Por tanto, no hay que renegar de
ese encuentro, sino que se ha de profundizar: ha creado la verdadera
identidad de los pueblos de América Latina.
En efecto, la Iglesia católica es la institución que goza de mayor
prestigio entre las poblaciones latinoamericanas. Está activa en la vida de
la gente; es estimada por la labor que realiza en los ámbitos de la
educación, la salud y la solidaridad con los necesitados. La ayuda a los
pobres y la lucha contra la pobreza son y siguen siendo una prioridad
fundamental en la vida de las Iglesias en América Latina. La Iglesia
también está activa por las intervenciones de mediación que no raramente
se le solicita con ocasión de conflictos internos.
Con todo, hoy, una presencia tan consolidada debe tener en cuenta,
entre otras cosas, el proselitismo de las sectas y el influjo creciente del
secularismo hedonista posmoderno. Sobre las causas de la atracción de las
sectas debemos reflexionar seriamente para encontrar las respuestas
adecuadas. Ante los desafíos del actual momento histórico, nuestras
comunidades están llamadas a fortalecer su adhesión a Cristo para
testimoniar una fe madura y llena de alegría y, verdaderamente, a pesar de
todos los problemas, son enormes las potencialidades.
Realmente son enormes las potencialidades espirituales que tiene
América Latina, donde los misterios de la fe se celebran con ferviente
devoción, y el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas
alimenta la confianza en el futuro. Naturalmente, es necesario acompañar
con gran atención a los jóvenes en el camino de la vocación, y ayudar a
los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a perseverar en su
vocación.
Asimismo, los jóvenes, que constituyen más de dos tercios de la
población, representan un inmenso potencial misionero y evangelizador; y
la familia sigue siendo “una característica primordial de la cultura
54
latinoamericana”, como dijo mi venerado predecesor Juan Pablo II en el
encuentro de Puebla, en México, en enero de 1979.
Precisamente la familia merece una atención prioritaria, pues muestra
síntomas de debilitamiento bajo las presiones de lobbies capaces de influir
negativamente en los procesos legislativos. Los divorcios y las uniones
libres están aumentando, mientras que el adulterio se contempla con
injustificable tolerancia. Es necesario reafirmar que el matrimonio y la
familia tienen su fundamento en el núcleo más íntimo de la verdad sobre
el hombre y sobre su destino; una comunidad digna del ser humano sólo
se puede edificar sobre la roca del amor conyugal, fiel y estable, entre un
hombre y una mujer.
Quisiera destacar otros temas religiosos y sociales sobre los que habéis
reflexionado. Me limito a citar el fenómeno de la emigración, íntimamente
relacionado con la familia; la importancia de la escuela y la atención a los
valores y a la conciencia, para formar laicos maduros que sean capaces de
dar una contribución cualificada en la vida social y civil; la educación de
los jóvenes con proyectos vocacionales apropiados que acompañen, de
modo especial, a los seminaristas y a los aspirantes a la vida consagrada
en su camino de formación; el compromiso de informar adecuadamente a
la opinión pública sobre las grandes cuestiones éticas según los principios
del magisterio de la Iglesia y una presencia eficaz en el campo de los
medios de comunicación social, también para responder a los desafíos de
las sectas.
Ciertamente, los movimientos eclesiales constituyen un recurso válido
para el apostolado, pero es necesario ayudarles a mantenerse siempre
fieles al Evangelio y a la enseñanza de la Iglesia, también cuando actúan
en el campo social y político. En particular, siento el deber de reafirmar
que no compete a los eclesiásticos encabezar grupos sociales o políticos,
sino a los laicos maduros y profesionalmente preparados.

LA REVOLUCIÓN DEL AMOR: AMAD A VUESTROS ENEMIGOS


070218. Angelus.
El evangelio de este domingo contiene una de las expresiones más
típicas y fuertes de la predicación de Jesús: “Amad a vuestros enemigos”
(Lc 6, 27). Está tomada del evangelio de san Lucas, pero se encuentra
también en el de san Mateo (Mt 5, 44), en el contexto del discurso
programático que comienza con las famosas “Bienaventuranzas”. Jesús lo
pronunció en Galilea, al inicio de su vida pública. Es casi un “manifiesto”
presentado a todos, sobre el cual pide la adhesión de sus discípulos,
proponiéndoles en términos radicales su modelo de vida.
Pero, ¿cuál es el sentido de esas palabras? ¿Por qué Jesús pide amar a
los propios enemigos, o sea, un amor que excede la capacidad humana?
En realidad, la propuesta de Cristo es realista, porque tiene en cuenta que
en el mundo hay demasiada violencia, demasiada injusticia y, por tanto,
sólo se puede superar esta situación contraponiendo un plus de amor, un
plus de bondad. Este “plus” viene de Dios: es su misericordia, que se ha
55
hecho carne en Jesús y es la única que puede “desequilibrar” el mundo del
mal hacia el bien, a partir del pequeño y decisivo “mundo” que es el
corazón del hombre.
Con razón, esta página evangélica se considera la charta magna de la
no violencia cristiana, que no consiste en rendirse ante el mal —según una
falsa interpretación de “presentar la otra mejilla” (cf. Lc 6, 29)—, sino en
responder al mal con el bien (cf. Rm 12, 17-21), rompiendo de este modo
la cadena de la injusticia. Así, se comprende que para los cristianos la no
violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo
de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de
Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con
las armas del amor y de la verdad.
El amor a los enemigos constituye el núcleo de la “revolución
cristiana”, revolución que no se basa en estrategias de poder económico,
político o mediático. La revolución del amor, un amor que en definitiva no
se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene
confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. Esta es
la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Este es el
heroísmo de los “pequeños”, que creen en el amor de Dios y lo difunden
incluso a costa de su vida.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma, que comenzará el
próximo miércoles con el rito de la Ceniza, es el tiempo favorable en el
cual todos los cristianos son invitados a convertirse cada vez más
profundamente al amor de Cristo. Pidamos a la Virgen María, dócil
discípula del Redentor, que nos ayude a dejarnos conquistar sin reservas
por ese amor, a aprender a amar como él nos ha amado, para ser
misericordiosos como es misericordioso nuestro Padre que está en los
cielos (cf. Lc 6, 36).

EL MINISTERIO DE LA CONFESIÓN SACRAMENTAL


070219. Discurso. A los penitenciarios de basílicas papales.
El sacramento de la Penitencia, que tanta importancia tiene en la vida
del cristiano, actualiza la eficacia redentora del misterio pascual de Cristo.
En el gesto de la absolución, pronunciada en nombre y por cuenta de la
Iglesia, el confesor se convierte en el instrumento consciente de un
maravilloso acontecimiento de gracia. Obedeciendo con dócil adhesión al
magisterio de la Iglesia, se hace ministro de la consoladora misericordia
de Dios, muestra la realidad del pecado y manifiesta al mismo tiempo la
ilimitada fuerza renovadora del amor divino, amor que devuelve la vida.
Así pues, la confesión se convierte en un renacimiento espiritual, que
transforma al penitente en una nueva criatura. Sólo Dios puede realizar
este milagro de gracia, y lo hace mediante las palabras y los gestos del
sacerdote. El penitente, experimentando la ternura y el perdón del Señor, es
más fácilmente impulsado a reconocer la gravedad del pecado, y más
decidido a evitarlo, para permanecer y crecer en la amistad reanudada con
él.
56
En este misterioso proceso de renovación interior, el confesor no es un
espectador pasivo, sino persona dramatis, es decir, instrumento activo de
la misericordia divina. Por tanto, es necesario que, además de una buena
sensibilidad espiritual y pastoral, tenga una seria preparación teológica,
moral y pedagógica, que lo capacite para comprender la situación real de
la persona. Además, le conviene conocer los ambientes sociales, culturales
y profesionales de quienes acuden al confesonario, para poder darles
consejos adecuados y orientaciones espirituales y prácticas. El sacerdote
no debe olvidar que en este sacramento está llamado a desempeñar la
función de padre, juez espiritual, maestro y educador. Ello exige una
constante actualización; con este fin se programan los cursos del así
llamado “fuero interno” organizados por la Penitenciaría apostólica.
Queridos sacerdotes, vuestro ministerio reviste sobre todo un carácter
espiritual. Por tanto, además de la sabiduría humana y la preparación
teológica, es preciso añadir una profunda vena de espiritualidad,
alimentada por el contacto con Cristo, Maestro y Redentor, en la oración.
En efecto, en virtud de la ordenación presbiteral, el confesor presta un
servicio peculiar “in persona Christi”, con una plenitud de dotes humanas
reforzadas por la gracia. Su modelo es Jesús, el enviado del Padre; el
manantial del que toma abundantemente es el soplo vivificante del
Espíritu Santo. Ciertamente, ante una responsabilidad tan alta las fuerzas
humanas son inadecuadas, pero la humilde y fiel adhesión a los designios
salvíficos de Cristo nos convierte, queridos hermanos, en testigos de la
redención universal realizada por él, poniendo en práctica la exhortación
de san Pablo, que dice: “En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo
consigo, (...) poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Co
5, 19).
Para cumplir esta tarea, ante todo debemos arraigar en nosotros
mismos este mensaje de salvación y dejar que nos transforme
profundamente. No podemos predicar el perdón y la reconciliación a los
demás si no estamos personalmente impregnados de ellos. Aunque es
verdad que en nuestro ministerio hay varios modos e instrumentos para
comunicar a los hermanos el amor misericordioso de Dios, es en la
celebración de este sacramento donde podemos hacerlo de la forma más
completa y eminente. Cristo nos ha elegido, queridos sacerdotes, para ser
los únicos que podamos perdonar los pecados en su nombre: se trata, pues,
de un servicio eclesial específico al que debemos dar prioridad.
¡Cuántas personas que atraviesan dificultades buscan el consuelo y el
apoyo de Cristo! ¡Cuántos penitentes encuentran en la confesión la paz y
la alegría que anhelaban desde hacía tiempo! ¿Cómo no reconocer que
también en nuestra época, marcada por tantos desafíos religiosos y
sociales, es necesario redescubrir y volver a proponer este sacramento?
Queridos hermanos, sigamos el ejemplo de los santos, en particular de los
que, como vosotros, se dedicaban casi exclusivamente al ministerio del
confesonario, como san Juan María Vianney, san Leopoldo Mandic y, más
recientemente, san Pío de Pietrelcina. Que ellos os ayuden desde el cielo
57
para que sepáis distribuir en abundancia la misericordia y el perdón de
Cristo.

SAN PEDRO DAMIÁN


070220. Carta al P. Innocenzo Gargano, superior.
La fiesta de San Pedro Damián me brinda la grata ocasión de enviar un
cordial saludo a todos los miembros de la benemérita Orden de los
Camaldulenses, así como a los que con admiración se inspiran en la figura
y en la obra de este gran testigo del Evangelio, que fue uno de los
protagonistas de la historia eclesiástica medieval y, sin duda, el escritor
más fecundo del siglo XI.
La celebración del milenario de su nacimiento constituye una ocasión
muy oportuna para profundizar en los aspectos que caracterizan su
poliédrica personalidad de estudioso, eremita, hombre de Iglesia, pero
sobre todo enamorado de Cristo. En su existencia, san Pedro Damián
muestra una feliz síntesis entre la vida eremítica y la actividad pastoral.
Como eremita encarna el radicalismo evangélico y el amor sin reservas a
Cristo, tan acertadamente expresados en la Regla de san Benito: “No
anteponer nada, absolutamente nada, al amor de Cristo”. Como hombre de
Iglesia actuó con clarividente sabiduría, haciendo incluso, cuando era
necesario, opciones osadas y valientes. Toda su historia humana y
espiritual se desarrolla en la tensión entre la vida eremítica y los
compromisos eclesiales.
San Pedro Damián fue, ante todo, un eremita; más aún, el último
teorizador de la vida eremítica en la Iglesia latina, en el momento mismo
en que se consumaba el cisma entre Oriente y Occidente. En su interesante
obra titulada Vita Beati Romualdi, nos ha dejado uno de los frutos más
significativos de la experiencia monástica de la Iglesia indivisa. Para él la
vida eremítica constituye una fuerte llamada a todos los cristianos al
primado de Cristo y a su señorío. Es una invitación a descubrir el amor
que Cristo, a partir de su relación con el Padre, tiene por la Iglesia; amor
que a su vez el eremita debe alimentar, con Cristo, por Cristo y en Cristo,
hacia todo el pueblo de Dios. Sintió tan fuerte la presencia de la Iglesia
universal en la vida eremítica, que en el tratado eclesiológico, titulado
Dominus vobiscum, escribió que la Iglesia es al mismo tiempo una en
todos y toda en cada uno de sus miembros.
Este gran santo eremita fue también eminente hombre de Iglesia, que
estaba dispuesto a salir del eremitorio para dirigirse a cualquier lugar
donde fuera necesaria su presencia para mediar entre contendientes, fueran
eclesiásticos, monjes o simples fieles. Aunque estaba radicalmente
concentrado en el unum necessarium, no se sustraía a las exigencias
prácticas que el amor a la Iglesia le imponía. Le impulsaba el deseo de que
la comunidad eclesial se mostrara siempre como esposa santa e
inmaculada, preparada para su Esposo celestial, y expresaba con intensa
ars oratoria su celo sincero y desinteresado por la santidad de la Iglesia.
Con todo, después de cada misión eclesiástica, volvía a la paz del
58
eremitorio de Fonte Avellana y, libre de toda ambición, llegó incluso a
renunciar definitivamente a la dignidad cardenalicia para no alejarse de la
soledad eremítica, celda de su existencia escondida en Cristo.
San Pedro Damián fue, por último, el alma de la Reforma gregoriana,
que marcó el paso del primer milenio al segundo, y de la que san Gregorio
VII constituía el corazón y el motor. En concreto, se trató de llevar a cabo
medidas de orden institucional y de índole teológica, disciplinar y
espiritual, que permitieron en el segundo milenio una mayor libertas
Ecclesiae, recuperando la dimensión de la gran teología con referencia a
los Padres de la Iglesia, y en particular a san Agustín, san Jerónimo y san
Gregorio Magno.
Con la pluma y la palabra se dirigía a todos: a sus hermanos eremitas
les pedía la valentía para una entrega radical al Señor que se acercara lo
más posible al martirio. Al Papa, a los obispos y a los eclesiásticos de alto
rango les exigía un desapego evangélico de honores y privilegios en el
cumplimiento de sus funciones eclesiales. A los sacerdotes les recordaba
el ideal altísimo de su misión, que debían desempeñar cultivando la pureza
de costumbres y una pobreza personal real.
En una época marcada por particularismos e incertidumbres, porque
carecía de principios unificadores, san Pedro Damián, consciente de sus
propios límites, —solía definirse peccator monachus— transmitió a sus
contemporáneos la convicción de que sólo a través de una constante
tensión armónica entre dos polos fundamentales de la vida —la soledad y
la comunión— puede darse un testimonio cristiano eficaz.
¿Acaso no vale también para nuestro tiempo esta enseñanza? Expreso
de buen grado el deseo de que la celebración del milenario de su
nacimiento no sólo contribuya a redescubrir la actualidad y la profundidad
de su pensamiento y de su acción, sino que sea también ocasión propicia
para una renovación espiritual personal y comunitaria, recomenzando
constantemente de Jesucristo, “el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8).

CUARESMA: PREPARACIÓN AL BAUTISMO


070221. Audiencia general. Miércoles de ceniza
El miércoles de Ceniza, que hoy celebramos, es para nosotros, los
cristianos, un día particular, caracterizado por un intenso espíritu de
recogimiento y de reflexión. En efecto, iniciamos el camino de la
Cuaresma, tiempo de escucha de la palabra de Dios, de oración y de
penitencia. Son cuarenta días en los que la liturgia nos ayudará a revivir
las fases destacadas del misterio de la salvación.
Como sabemos, el hombre fue creado para ser amigo de Dios, pero el
pecado de los primeros padres rompió esa relación de confianza y de amor
y, como consecuencia, hizo a la humanidad incapaz de realizar su
vocación originaria. Sin embargo, gracias al sacrificio redentor de Cristo,
hemos sido rescatados del poder del mal. En efecto, como escribe el
apóstol san Juan, Cristo se hizo víctima de expiación por nuestros pecados
59
(cf. 1 Jn 2, 2); y san Pedro añade: murió una vez para siempre por los
pecados (cf. 1 P 3, 18).
También el bautizado, al morir en Cristo al pecado, renace a una vida
nueva, restablecido gratuitamente en su dignidad de hijo de Dios. Por esto,
en la primitiva comunidad cristiana, el bautismo era considerado como “la
primera resurrección” (cf. Ap 20, 5; Rm 6, 1-11; Jn 5, 25-28).
Por tanto, desde los orígenes, la Cuaresma se vive como el tiempo de
la preparación inmediata al bautismo, que se administra solemnemente
durante la Vigilia pascual. Toda la Cuaresma era un camino hacia este
gran encuentro con Cristo, hacia esta inmersión en Cristo y esta
renovación de la vida. Nosotros ya estamos bautizados, pero con
frecuencia el bautismo no es muy eficaz en nuestra vida diaria. Por eso,
también para nosotros la Cuaresma es un “catecumenado” renovado, en el
que salimos de nuevo al encuentro de nuestro bautismo para
redescubrirlo y volver a vivirlo en profundidad, para ser de nuevo
realmente cristianos.
Así pues, la Cuaresma es una oportunidad para “volver a ser”
cristianos, a través de un proceso constante de cambio interior y de
progreso en el conocimiento y en el amor de Cristo. La conversión no se
realiza nunca de una vez para siempre, sino que es un proceso, un camino
interior de toda nuestra vida. Ciertamente, este itinerario de conversión
evangélica no puede limitarse a un período particular del año: es un
camino de cada día, que debe abrazar toda la existencia, todos los días de
nuestra vida.
Desde esta perspectiva, para cada cristiano y para todas las
comunidades eclesiales, la Cuaresma es el tiempo espiritual propicio para
entrenarse con mayor tenacidad en la búsqueda de Dios, abriendo el
corazón a Cristo. San Agustín dijo una vez que nuestra vida es un ejercicio
del deseo de acercarnos a Dios, de ser capaces de dejar entrar a Dios en
nuestro ser. “Toda la vida del cristiano fervoroso —dice— es un santo
deseo”. Si esto es así, en Cuaresma se nos invita con mayor fuerza a
arrancar “de nuestros deseos las raíces de la vanidad” para educar el
corazón a desear, es decir, a amar a Dios. “Dios —dice también san
Agustín—, es todo lo que deseamos” (cf. Tract. in Iohn., 4). Ojalá que
comencemos realmente a desear a Dios, para desear así la verdadera
vida, el amor mismo y la verdad.
Es muy oportuna la exhortación de Jesús, que refiere el evangelista san
Marcos: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). El deseo sincero
de Dios nos lleva a evitar el mal y a hacer el bien. Esta conversión del
corazón es ante todo un don gratuito de Dios, que nos ha creado para sí y
en Jesucristo nos ha redimido: nuestra verdadera felicidad consiste en
permanecer en él (cf. Jn 15, 4). Por este motivo, él mismo previene con su
gracia nuestro deseo y acompaña nuestros esfuerzos de conversión.
Pero, ¿qué es en realidad convertirse? Convertirse quiere decir buscar
a Dios, caminar con Dios, seguir dócilmente las enseñanzas de su Hijo, de
Jesucristo; convertirse no es un esfuerzo para autorrealizarse, porque el ser
humano no es el arquitecto de su propio destino eterno. Nosotros no nos
60
hemos hecho a nosotros mismos. Por ello, la autorrealización es una
contradicción y, además, para nosotros es demasiado poco. Tenemos un
destino más alto. Podríamos decir que la conversión consiste precisamente
en no considerarse “creadores” de sí mismos, descubriendo de este modo
la verdad, porque no somos autores de nosotros mismos.
La conversión consiste en aceptar libremente y con amor que
dependemos totalmente de Dios, nuestro verdadero Creador; que
dependemos del amor. En realidad, no se trata de dependencia, sino de
libertad. Por tanto, convertirse significa no buscar el éxito personal —que
es algo efímero—, sino, abandonando toda seguridad humana, seguir con
sencillez y confianza al Señor a fin de que Jesús sea para cada uno, como
solía repetir la beata Teresa de Calcuta, “mi todo en todo”. Quien se deja
conquistar por él no tiene miedo de perder su vida, porque en la cruz él
nos amó y se entregó por nosotros. Y precisamente, perdiendo por amor
nuestra vida, la volvemos a encontrar.
En el mensaje para la Cuaresma publicado hace pocos días, puse de
relieve el inmenso amor que Dios nos tiene, para que los cristianos de todas
las comunidades se unan espiritualmente durante el tiempo de la Cuaresma a
María y Juan, el discípulo predilecto, en la contemplación de Cristo, que en
la cruz consumó por la humanidad el sacrificio de su vida (cf. Jn 19, 25).
Sí, queridos hermanos y hermanas, la cruz es la revelación definitiva
del amor y de la misericordia divina también para nosotros, hombres y
mujeres de nuestra época, con demasiada frecuencia distraídos por
preocupaciones e intereses terrenos y momentáneos. Dios es amor y su
amor es el secreto de nuestra felicidad. Ahora bien, para entrar en este
misterio de amor no hay otro camino que el de perdernos, entregarnos: el
camino de la cruz. “Si alguno quiere venir en pos de mí —dice el Señor—,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8, 34). Por eso, la
liturgia cuaresmal, además de invitarnos a reflexionar y orar, nos estimula
a valorar más la penitencia y el sacrificio, para rechazar el pecado y el
mal, y vencer el egoísmo y la indiferencia. De este modo, la oración, el
ayuno y la penitencia, las obras de caridad en favor de los hermanos se
convierten en sendas espirituales que hay que recorrer para volver a Dios,
respondiendo a los repetidos llamamientos a la conversión, presente
también en la liturgia de hoy (cf. Jl 2, 12-13; Mt 6, 16-18).
Queridos hermanos y hermanas, que el período cuaresmal, que hoy
iniciamos con el austero y significativo rito de la imposición de la Ceniza,
sea para todos una renovada experiencia del amor misericordioso de
Cristo, que en la cruz derramó su sangre por nosotros.
Sigamos dócilmente su ejemplo para “volver a dar” también nosotros
su amor al prójimo, especialmente a los que sufren y atraviesan
dificultades. Esta es la misión de todo discípulo de Cristo, pero para
cumplirla es necesario permanecer a la escucha de su Palabra y
alimentarse asiduamente de su Cuerpo y de su Sangre. Que el itinerario
cuaresmal, que en la Iglesia antigua era itinerario hacia la iniciación
cristiana, hacia el bautismo y la Eucaristía, sea para nosotros, los
61
bautizados, un tiempo “eucarístico”, en el que participemos con mayor
fervor en el sacrificio de la Eucaristía.
La Virgen María, que, después de compartir la pasión dolorosa de su Hijo
divino, experimentó la alegría de la resurrección, nos acompañe en esta
Cuaresma hacia el misterio de la Pascua, revelación suprema del amor de
Dios.

LA PUERTA DE LA CUARESMA
070221. Homilía. Miércoles de ceniza.
Con la procesión penitencial hemos entrado en el austero clima de la
Cuaresma y, al introducirnos en la celebración eucarística, acabamos de
orar para que el Señor ayude al pueblo cristiano a “iniciar un camino de
auténtica conversión para afrontar victoriosamente, con las armas de la
penitencia, el combate contra el espíritu del mal” (oración Colecta).
Dentro de poco, al recibir la ceniza en nuestra cabeza, volveremos a
escuchar una clara invitación a la conversión, que puede expresarse con
dos fórmulas distintas: “Convertíos y creed el Evangelio” o “Acuérdate de
que eres polvo y al polvo volverás”. Precisamente por la riqueza de los
símbolos y de los textos bíblicos y litúrgicos, el miércoles de Ceniza se
considera la “puerta” de la Cuaresma. En efecto, esta liturgia y los gestos
que la caracterizan forman un conjunto que anticipa de modo sintético la
fisonomía misma de todo el período cuaresmal. En su tradición, la Iglesia
no se limita a ofrecernos la temática litúrgica y espiritual del itinerario
cuaresmal; además, nos indica los instrumentos ascéticos y prácticos para
recorrerlo fructuosamente.
“Convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto”.
Con estas palabras comienza la primera lectura, tomada del libro del
profeta Joel (Jl 2, 12). Los sufrimientos, las calamidades que afligían en
ese período a la tierra de Judá impulsan al autor sagrado a invitar al pueblo
elegido a la conversión, es decir, a volver con confianza filial al Señor,
rasgando el corazón, no las vestiduras. En efecto, Dios —recuerda el
profeta— “es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en
piedad, y se arrepiente de las amenazas” (Jl 2, 13).
La invitación que el profeta Joel dirige a sus oyentes vale también para
nosotros, queridos hermanos y hermanas. No dudemos en volver a la
amistad de Dios perdida al pecar; al encontrarnos con el Señor,
experimentamos la alegría de su perdón. Así, respondiendo de alguna
manera a las palabras del profeta, hemos hecho nuestra la invocación del
estribillo del Salmo responsorial: “Misericordia, Señor: hemos pecado”.
Proclamando el salmo 50, el gran salmo penitencial, hemos apelado a la
misericordia divina; hemos pedido al Señor que la fuerza de su amor nos
devuelva la alegría de su salvación.
Con este espíritu, iniciamos el tiempo favorable de la Cuaresma, como
nos recordó san Pablo en la segunda lectura, para reconciliarnos con Dios
en Cristo Jesús. El Apóstol se presenta como embajador de Cristo y
muestra claramente cómo, en virtud de él, se ofrece al pecador, es decir, a
62
cada uno de nosotros, la posibilidad de una auténtica reconciliación. “Al
que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que
nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios” (2 Co 5, 21). Sólo
Cristo puede transformar cualquier situación de pecado en novedad de
gracia.
Precisamente por eso asume un fuerte impacto espiritual la exhortación
que san Pablo dirige a los cristianos de Corinto: “En nombre de Cristo os
pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Co 5, 20) y también: “Mirad,
ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (2 Co 6, 2).
Mientras que el profeta Joel hablaba del futuro día del Señor como de
un día de juicio terrible, san Pablo, refiriéndose a la palabra del profeta
Isaías, habla de “momento favorable”, de “día de la salvación”. El futuro
día del Señor se ha convertido en el “hoy”. El día terrible se ha
transformado en la cruz y en la resurrección de Cristo, en el día de la
salvación. Y hoy es ese día, como hemos escuchado en la aclamación
antes del Evangelio: “Escuchad hoy la voz del Señor, no endurezcáis
vuestro corazón”. La invitación a la conversión, a la penitencia, resuena
hoy con toda su fuerza, para que su eco nos acompañe en todos los
momentos de nuestra vida.
De este modo, la liturgia del miércoles de Ceniza indica que la
conversión del corazón a Dios es la dimensión fundamental del tiempo
cuaresmal. Esta es la sugestiva enseñanza que nos brinda el tradicional rito
de la imposición de la ceniza, que dentro de poco renovaremos. Este rito
reviste un doble significado: el primero alude al cambio interior, a la
conversión y la penitencia; el segundo, a la precariedad de la condición
humana, como se puede deducir fácilmente de las dos fórmulas que
acompañan el gesto. Aquí, en Roma, la procesión penitencial del
miércoles de Ceniza parte de san Anselmo y se concluye en esta basílica
de Santa Sabina, donde tiene lugar la primera estación cuaresmal.
A este propósito, es interesante recordar que la antigua liturgia romana,
a través de las estaciones cuaresmales, había elaborado una singular
geografía de la fe, partiendo de la idea de que, con la llegada de los
apóstoles san Pedro y san Pablo y con la destrucción del templo, Jerusalén
se había trasladado a Roma. La Roma cristiana se entendía como una
reconstrucción de la Jerusalén del tiempo de Jesús dentro de los muros de
la Urbe. Esta nueva geografía interior y espiritual, ínsita en la tradición de
las iglesias “estacionales” de la Cuaresma, no es un simple recuerdo del
pasado, ni una anticipación vacía del futuro; al contrario, quiere ayudar a
los fieles a recorrer un itinerario interior, el camino de la conversión y la
reconciliación, para llegar a la gloria de la Jerusalén celestial, donde
habita Dios.
Queridos hermanos y hermanas, tenemos cuarenta días para
profundizar en esta extraordinaria experiencia ascética y espiritual. En el
pasaje evangélico que se ha proclamado Jesús indica cuáles son los
instrumentos útiles para realizar la auténtica renovación interior y
comunitaria: las obras de caridad (limosna), la oración y la penitencia (el
ayuno). Son las tres prácticas fundamentales, también propias de la
63
tradición judía, porque contribuyen a purificar al hombre ante Dios (cf. Mt
6, 1-6. 16-18).
Esos gestos exteriores, que se deben realizar para agradar a Dios y no para
lograr la aprobación y el consenso de los hombres, son gratos a Dios si
expresan la disposición del corazón para servirle sólo a él, con sencillez y
generosidad. Nos lo recuerda uno de los Prefacios cuaresmales, en el que, a
propósito del ayuno, leemos esta singular afirmación: “ieiunio... mentem
elevas”, “con el ayuno..., elevas nuestro espíritu” (Prefacio IV de
Cuaresma).
Ciertamente, el ayuno al que la Iglesia nos invita en este tiempo fuerte
no brota de motivaciones de orden físico o estético, sino de la necesidad
de purificación interior que tiene el hombre, para desintoxicarse de la
contaminación del pecado y del mal; para formarse en las saludables
renuncias que libran al creyente de la esclavitud de su propio yo; y para
estar más atento y disponible a la escucha de Dios y al servicio de los
hermanos. Por esta razón, la tradición cristiana considera el ayuno y las
demás prácticas cuaresmales como “armas” espirituales para luchar contra
el mal, contra las malas pasiones y los vicios.
Al respecto, me complace volver a escuchar, juntamente con vosotros,
un breve comentario de san Juan Crisóstomo: “Del mismo modo que, al
final del invierno —escribe—, cuando vuelve la primavera, el navegante
arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su
caballo para el combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido
se dispone al largo viaje y el atleta se despoja de sus vestiduras y se
prepara para la competición; así también nosotros, al inicio de este ayuno,
casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las armas como los
soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros
disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las
pasiones absurdas; como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y
como atletas nos preparamos para la competición despojándonos de todo”
(Homilías al pueblo de Antioquía, 3).
En el mensaje para la Cuaresma invité a vivir estos cuarenta días de
gracia especial como un tiempo “eucarístico”. Recurriendo a la fuente
inagotable de amor que es la Eucaristía, en la que Cristo renueva el
sacrificio redentor de la cruz, cada cristiano puede perseverar en el
itinerario que hoy solemnemente iniciamos.
Las obras de caridad (limosna), la oración, el ayuno, juntamente con
cualquier otro esfuerzo sincero de conversión, encuentran su más
profundo significado y valor en la Eucaristía, centro y cumbre de la vida
de la Iglesia y de la historia de la salvación.
“Señor, estos sacramentos que hemos recibido —así rezaremos al final
de la santa misa— nos sostengan en el camino cuaresmal, hagan nuestros
ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de todos
nuestros males”.
Pidamos a María que nos acompañe para que, al concluir la Cuaresma,
podamos contemplar al Señor resucitado, interiormente renovados y
reconciliados con Dios y con los hermanos. Amén.
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ENCUENTRO CON EL CLERO DE ROMA


070222. Discurso.
1. En la primera pregunta, el párroco y rector del santuario de Santa
María del Amor Divino en Castel di Leva pidió indicaciones concretas
para poder realizar con mayor eficacia la misión del santuario mariano
de la diócesis de Roma más amado.
Ante todo, quisiera decir que estoy contento y feliz de sentirme aquí
realmente Obispo de una gran diócesis. El cardenal vicario ha dicho que
esperáis luz y consuelo. Y os confieso que ver a tantos sacerdotes de todas
las generaciones es luz y consuelo para mí. Ya desde la primera pregunta
sobre todo he aprendido: y esto me parece también un elemento esencial
de nuestro encuentro. Aquí puedo oír la voz viva y concreta de los
párrocos, sus experiencias pastorales, y así puedo comprender también yo
vuestra situación concreta, las cuestiones que afrontáis, vuestras
experiencias y dificultades. Puedo vivirlas no sólo de modo abstracto, sino
en un coloquio concreto con la vida real de las parroquias.
Respondo a esta primera pregunta. Me parece que usted ha dado
esencialmente también la respuesta sobre lo que puede hacer este
santuario... Sé que es el santuario mariano más querido por los romanos.
Yo mismo, cuando fui en diversas ocasiones al santuario antiguo,
experimenté esta piedad tan arraigada. Se percibe la presencia orante de
las distintas generaciones y casi se palpa la presencia materna de la
Virgen. Las distintas generaciones que vienen al encuentro de María con
sus deseos, necesidades, estrecheces, sufrimientos e incluso alegrías nos
permiten constatar realmente esta antigua devoción mariana. Así, ese
santuario, al que van las personas con sus esperanzas, problemas,
interrogantes, sufrimientos, es un hecho esencial para la diócesis de Roma.
Comprobamos cada vez más que los santuarios son una fuente de vida y
de fe en la Iglesia universal, y lo mismo en la Iglesia de Roma. En mi
tierra natal tuve la experiencia de las peregrinaciones a pie a nuestro
santuario nacional de Altötting. Es una gran misión popular. Van sobre
todo los jóvenes y, peregrinando a pie durante tres días, viven en clima de
oración, de examen de conciencia, casi redescubriendo su conciencia
cristiana de fe. Esos tres días de peregrinación son días de reconciliación,
de oración, son un verdadero camino hacia la Virgen, hacia la familia de
Dios y, también, hacia la Eucaristía. Caminando, van a la Virgen y van,
con la Virgen, al Señor, al encuentro eucarístico, preparándose a la
renovación interior por medio de la confesión. Viven de nuevo la realidad
eucarística del Señor que se entrega a sí mismo, como la Virgen dio su
propia carne al Señor, abriendo así la puerta a la Encarnación. La Virgen
dio su carne para la Encarnación, y así hizo posible la Eucaristía, en la que
recibimos la Carne que es el Pan para el mundo. Saliendo al encuentro de
la Virgen, los jóvenes aprenden a ofrecer su propia carne, la vida de cada
día, para entregarla al Señor. Y aprenden a creer, a decir, poco a poco, “sí”
al Señor.
65
Por eso, retomando la pregunta, diría que el santuario como tal, como
lugar de oración, de confesión, de celebración de la Eucaristía, es un gran
servicio en la Iglesia de nuestros días para la diócesis de Roma. Por tanto,
pienso que el servicio esencial, del que usted, por otra parte, ha hablado de
modo concreto, es precisamente ofrecerse como lugar de oración, de vida
sacramental y de vida de caridad. Si he entendido bien, usted ha hablado
de cuatro dimensiones de la oración. La primera es personal. Y aquí María
nos muestra el camino. San Lucas nos dice dos veces que la Virgen
“guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19; cf. 2,
51). Era una persona en coloquio con Dios, con la palabra de Dios, y
también con los acontecimientos a través de los cuales Dios hablaba con
ella. El Magníficat es un “tejido” de palabras de la Sagrada Escritura, y
nos muestra cómo María vivió en un coloquio permanente con la palabra
de Dios y, así, con Dios mismo. Naturalmente, en la vida junto al Señor
estuvo siempre en coloquio con Cristo, con el Hijo de Dios y con el Dios
trino. Por consiguiente, aprendamos de María a hablar personalmente con
el Señor, ponderando y conservando en nuestra vida y en nuestro corazón
la palabra de Dios, para que se convierta en verdadero alimento para cada
uno. De este modo, María nos guía en una escuela de oración, en un
contacto personal y profundo con Dios.
La segunda dimensión de la que usted ha hablado es la oración
litúrgica. En la liturgia el Señor nos enseña a rezar, primero dándonos su
Palabra y después introduciéndonos mediante la oración eucarística en la
comunión con su misterio de vida, de cruz y de resurrección. San Pablo
dijo en una ocasión que “no sabemos cómo pedir para orar como
conviene” (Rm 8, 26): no sabemos cómo rezar, qué decirle a Dios. Por eso
Dios nos ha dado las palabras para la oración, tanto en el Salterio, como
en las grandes oraciones de la sagrada liturgia o en la misma liturgia
eucarística. Aquí nos enseña a rezar. Entramos en la oración que se ha
formado a lo largo de los siglos bajo la inspiración del Espíritu Santo, y
nos unimos al coloquio de Cristo con el Padre. Por tanto, la liturgia es
sobre todo oración: primero escucha y después respuesta, sea en el salmo
responsorial, sea en la oración de la Iglesia, sea en la gran plegaria
eucarística. La celebramos bien, si la celebramos con actitud “orante”,
uniéndonos al misterio de Cristo y a su coloquio de Hijo con el Padre. Si
celebramos la Eucaristía de este modo, primero como escucha y después
como respuesta, o sea, como oración con las palabras indicadas por el
Espíritu Santo, la celebramos bien. Y la gente es atraída a través de nuestra
oración común hacia la comunidad de los hijos de Dios.
La tercera dimensión es la piedad popular. Un importante documento de
la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos habla
de esta piedad popular y nos indica cómo “orientarla”. La piedad popular es
una fuerza nuestra, porque se trata de oraciones muy arraigadas en el
corazón de las personas. Incluso personas que están algo alejadas de la
vida de la Iglesia y no tienen una gran comprensión de la fe, se sienten
tocados en el corazón por esta oración. Se debe sólo “iluminar” estos
66
gestos, “purificar” esta tradición, para que se convierta en vida actual de la
Iglesia.
Luego, la adoración eucarística. Estoy muy agradecido, porque se
renueva de forma constante. Durante el Sínodo sobre la Eucaristía, los
obispos hablaron mucho de su experiencia, de cómo las comunidades
recobran nueva vida con esta adoración, incluso nocturna, y de cómo
precisamente así nacen nuevas vocaciones. Puedo decir que dentro de
poco firmaré la exhortación postsinodal sobre la Eucaristía, que luego
estará a disposición de la Iglesia. Es un documento que se ofrece
precisamente para la meditación. Será una ayuda tanto en la celebración
litúrgica, como en la reflexión personal, en la preparación de las homilías,
en la celebración de la Eucaristía. Y servirá también para guiar, iluminar y
revitalizar la piedad popular.
Por último, usted nos ha hablado del santuario como lugar de la
caritas. Esto me parece muy lógico y necesario. He releído hace poco
tiempo lo que san Agustín dice en el libro X de las Confesiones: he sido
tentado, y ahora comprendo que era una tentación encerrarme en la vida
contemplativa, buscar la soledad contigo, Señor; pero tú me lo has
impedido, me has sacado y me has hecho oír las palabras de san Pablo:
“Cristo murió por todos. Así nosotros debemos morir con Cristo y vivir
para todos”; he comprendido que no puedo encerrarme en la
contemplación; tú has muerto por todos, por tanto, debo vivir contigo para
todos, y así vivir las obras de caridad. La verdadera contemplación se
demuestra en las obras de caridad. Por consiguiente, el signo de que
verdaderamente hemos rezado, de que nos hemos encontrado con Cristo,
es que somos “para los demás”. Así debe ser un párroco. Y san Agustín era
un gran párroco. Dice: en mi vida quería vivir siempre a la escucha de la
Palabra, en meditación, pero ahora —día a día, hora a hora— debo estar a
la puerta, donde suena siempre la campanilla: debo consolar a los
afligidos, ayudar a los pobres, reprender a los que disputan, crear paz, etc.
San Agustín hace una lista de todo el trabajo de un párroco, porque en
aquel tiempo el obispo era también lo que ahora es el cadí en los países
islámicos. Podemos decir que para los problemas de derecho civil era el
juez de paz: debía favorecer la paz entre los que disputaban. Por tanto,
vivió una existencia que para él, hombre contemplativo, fue muy difícil.
Pero comprendió esta verdad: así estoy con Cristo; siendo “para los demás”,
estoy en el Señor crucificado y resucitado.
Me parece que este es un gran consuelo para los párrocos y los
obispos. Si queda poco tiempo para la contemplación, siendo “para los
demás”, estamos con el Señor. Usted ha hablado de los otros elementos
concretos de la caridad, que son muy importantes. Son también un signo
para nuestra sociedad, en particular, para los niños, los ancianos, los que
sufren. Por tanto, pienso que usted, con estas cuatro dimensiones de la
vida, nos ha dado la respuesta a la pregunta: ¿qué debemos hacer en
nuestro santuario?
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2. Un sacerdote que se ocupa de la pastoral juvenil en la diócesis le
pidió una palabra de orientación sobre el modo de transmitir a los
jóvenes la alegría de la fe cristiana, en particular frente a los desafíos
culturales actuales y le instó a indicar los temas prioritarios sobre los que
emplear más las energías para ayudar a los muchachos y muchachas a
encontrar concretamente a Cristo.
Gracias por el trabajo que realiza por los adolescentes. Sabemos que la
juventud debe ser realmente una prioridad en nuestro trabajo pastoral,
porque vive en un mundo alejado de Dios. Y en nuestro contexto cultural
es muy difícil tener el encuentro con Cristo, vivir la vida cristiana, la vida
de fe. Los jóvenes necesitan mucho acompañamiento para poder encontrar
realmente este camino. Aunque por desgracia vivo bastante lejos de ellos
y, por tanto, no puedo dar indicaciones muy concretas, diría que el primer
elemento me parece precisamente y sobre todo el acompañamiento. Deben
experimentar que se puede vivir la fe en este tiempo, que no se trata de
una cosa del pasado, sino que es posible vivir hoy como cristianos y
encontrar así realmente el bien.
Recuerdo un elemento autobiográfico en los escritos de san
Cipriano: He vivido en este mundo nuestro —dice— totalmente alejado de
Dios, porque las divinidades estaban muertas y Dios no era visible. Y
viendo a los cristianos, he pensado: es una vida imposible, ¡esto no se
puede realizar en nuestro mundo! Pero después, encontrando a algunos de
ellos, estando en su compañía, dejándome guiar en el catecumenado, en
este camino de conversión hacia Dios, poco a poco he comprendido: ¡es
posible! Y ahora soy feliz por haber encontrado la vida. He comprendido
que aquella otra no era vida, y en verdad —confiesa— sabía ya antes que
aquella no era la verdadera vida.
Me parece muy importante que los jóvenes encuentren a personas —
bien de su edad, bien más maduras— en las que puedan descubrir que la
vida cristiana hoy es posible y también razonable y realizable. Sobre estos
dos últimos elementos creo que existen dudas: sobre la factibilidad,
porque los demás caminos están muy lejos del estilo de vida cristiano, y
sobre la racionalidad, porque a primera vista parece que la ciencia nos
dice cosas totalmente diversas y, por tanto, no es posible comenzar un
recorrido razonable hacia la fe, de modo que se muestre que es una cosa
en sintonía con nuestro tiempo y con la razón.
El primer punto es, pues, la experiencia, que abre luego la puerta
también al conocimiento. En este sentido, el “catecumenado” vivido de
modo nuevo, es decir, como camino común de vida, como experiencia
común del hecho de que es posible vivir así, es de gran importancia. Sólo
si hay una cierta experiencia, se puede también comprender. Recuerdo un
consejo que Pascal daba a un amigo no creyente. Le decía: prueba a hacer
las cosas que hace un creyente y, después, con esta experiencia, verás que
todo es lógico y verdadero.
Un aspecto importante nos lo muestra precisamente ahora la
Cuaresma. No podemos pensar en vivir inmediatamente una vida cristiana
al ciento por ciento, sin dudas y sin pecados. Debemos reconocer que
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estamos en camino, que debemos y podemos aprender, que necesitamos
también convertirnos poco a poco. Ciertamente, la conversión
fundamental es un acto que es para siempre. Pero la realización de la
conversión es un acto de vida, que se realiza con paciencia toda la vida. Es
un acto en el que no debemos perder la confianza y la valentía del camino.
Precisamente debemos reconocer esto: no podemos hacer de nosotros
mismos cristianos perfectos de un momento a otro. Sin embargo, vale la
pena ir adelante, ser fieles a la opción fundamental, por decirlo así, y
luego continuar con perseverancia en un camino de conversión que a
veces se hace difícil. En efecto, puede suceder que venga el desánimo, por
lo cual se quiera dejar todo y permanecer en un estado de crisis. No hay
que abatirse enseguida, sino que, con valentía, comenzar de nuevo. El
Señor me guía, el Señor es generoso y, con su perdón, voy adelante,
llegando a ser generoso también yo con los demás. Así, aprendemos
realmente a amar al prójimo y la vida cristiana, que implica esta
perseverancia de no detenerme en el camino.
En cuanto a los grandes temas, diría que es importante conocer a Dios.
El tema “Dios” es esencial. San Pablo dice en la carta a los
Efesios: “Recordad cómo en otro tiempo estabais sin esperanza y sin Dios.
Pero ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos,
habéis llegado a estar cerca” (Ef 2, 11-13). Así la vida tiene un sentido,
que me guía también en medio de las dificultades. Por consiguiente, es
necesario volver al Dios creador, al Dios que es la razón creadora, y luego
encontrar a Cristo, que es el Rostro vivo de Dios. Podemos decir que aquí
hay una reciprocidad. Por una parte, el encuentro con Jesús, con esta
figura humana, histórica, real, me ayuda a conocer poco a poco a Dios; y,
por otra, conocer a Dios me ayuda a comprender la grandeza del misterio
de Cristo, que es el Rostro de Dios. Sólo si logramos entender que Jesús
no es un gran profeta, una de las personalidades religiosas del mundo, sino
que es el Rostro de Dios, que es Dios, hemos descubierto la grandeza de
Cristo y hemos encontrado quién es Dios. Dios no es sólo una sombra
lejana, la “Causa primera”, sino que tiene un Rostro: es el Rostro de la
misericordia, el Rostro del perdón y del amor, el Rostro del encuentro
con nosotros. Por tanto, estos dos temas se compenetran recíprocamente y
deben ir siempre juntos.
Además, debemos comprender que la Iglesia es la gran compañera del
camino en el que estamos. En ella la palabra de Dios se mantiene viva y
Cristo no es sólo una figura del pasado, sino que está presente. Así,
debemos redescubrir la vida sacramental, el perdón sacramental, la
Eucaristía, el bautismo como nacimiento nuevo. San Ambrosio, en la
Noche pascual, en la última catequesis mistagógica, dijo: Hasta ahora
hemos hablado de las cosas morales; ahora es el momento de hablar del
Misterio. Había ofrecido una guía para la experiencia moral, naturalmente a
la luz de Dios, que luego se abre al Misterio. Pienso que hoy estas dos cosas
deben compenetrarse: un camino con Jesús, que descubre cada vez más la
profundidad de su misterio. Así, se aprende a vivir de modo cristiano, se
69
aprende la grandeza del perdón y la grandeza del Señor, que se entrega a
nosotros en la Eucaristía.
En este camino nos acompañan los santos. Ellos, a pesar de tantos
problemas, vivieron y son la “interpretación” auténtica y viva de la
Sagrada Escritura. Cada uno tiene su santo, del que puede aprender mejor
qué comporta vivir como cristiano. Son, sobre todo, los santos de nuestro
tiempo. Y luego, por supuesto, está siempre María, que es la Madre de la
Palabra. Redescubrir a María nos ayuda a ir adelante como cristianos y a
conocer al Hijo.

3. El rector de la iglesia de Santa Lucía del Gonfalone expuso la


experiencia de la lectura integral de la Biblia que está haciendo la
comunidad junto con la Iglesia valdense, y preguntó cuál es el valor de la
palabra de Dios en la comunidad eclesial, cómo promover el
conocimiento de la Biblia para que la Palabra forme a la comunidad
también para un camino ecuménico.
Usted tiene ciertamente una experiencia más concreta de cómo hacer
esto. Ante todo, puedo decir que el próximo Sínodo tratará sobre la
palabra de Dios. He visto ya los Lineamenta elaborados por el Consejo del
Sínodo, y pienso que estarán bien presentadas las diversas dimensiones de
la presencia de la Palabra en la Iglesia.
Sin duda alguna, la Biblia, en su integridad, es algo grandioso y que
hay que descubrir poco a poco. Porque si la consideramos sólo
parcialmente, a menudo puede resultar difícil comprender que se trata de
la palabra de Dios: por ejemplo, en ciertas partes de los libros de los
Reyes, con las crónicas, con el exterminio de los pueblos existentes en
Tierra Santa. Muchas otras cosas son difíciles. Precisamente también el
Qohélet puede ser aislado y puede resultar muy difícil: justamente parece
teorizar la desesperación, porque nada permanece y porque también el
sabio al final muere junto con los necios. Acabamos de leerlo ahora en el
Breviario.
Un primer punto me parece precisamente leer la Sagrada Escritura en
su unidad e integridad. Cada parte forma parte de un camino, y sólo
viéndolas en su integridad, como un camino único, donde una parte
explica la otra, podemos comprender esto. Detengámonos, por ejemplo,
con el Qohélet. En otro tiempo estaba la palabra de la sabiduría, según la
cual quien es bueno vive también bien, es decir, Dios premia a quien es
bueno. Y después viene Job y se ve que no es así, y precisamente quien
vive bien sufre más. Parece verdaderamente olvidado por Dios. Siguen los
Salmos de aquel período, donde se dice: ¿qué hace Dios? Los ateos, los
soberbios viven bien, están gordos, se alimentan bien, se ríen de nosotros
y dicen: ¿dónde está Dios? No se interesa por nosotros, y nosotros hemos
sido vendidos como ovejas de matadero ¿Qué haces con nosotros? ¿Por
qué es así? Llega el momento en que el Qohélet dice: pero toda esta
sabiduría, al final, ¿dónde permanece? Es un libro casi existencialista, en
el que se afirma: todo es vano. Este primer camino no pierde su valor,
sino que se abre a la nueva perspectiva que, al final, conduce hacia la cruz
70
de Cristo, “el Santo de Dios”, como dice san Pedro en el capítulo sexto del
evangelio de san Juan. Termina con la cruz. Y precisamente así se
demuestra la sabiduría de Dios, que luego nos describirá san Pablo.
Y, por tanto, sólo si consideramos todo como un único camino, paso a
paso, y aprendemos a leer la Escritura en su unidad, podemos también
realmente acceder a la belleza y a la riqueza de la Sagrada Escritura. Por
consiguiente, leer todo, pero siempre teniendo presente la totalidad de la
Sagrada Escritura, donde una parte explica la otra, un paso del camino
explica el otro. La exégesis moderna puede ser de gran ayuda en lo que
respecta a este punto. Consideremos, por ejemplo, el libro de Isaías,
cuando los exegetas descubrieron que a partir del capítulo 40 el autor es
otro, el Deutero-Isaías, como se dijo en aquel tiempo. Para la teología
católica fue un momento de gran terror.
Alguno pensó que así se destruía Isaías y, al final, en el capítulo 53, la
visión del Siervo de Dios ya no era del Isaías que había vivido casi 800
años antes de Cristo. ¿Qué hacemos?, se preguntaron. Ahora hemos
comprendido que todo el libro es un camino de relecturas siempre nuevas,
donde se entra cada vez con más profundidad en el misterio propuesto al
inicio y se abre cada vez más plenamente cuanto estaba inicialmente
presente, pero aún cerrado.
En un libro podemos comprender precisamente todo el camino de la
Sagrada Escritura: se trata de una relectura permanente, un volver a
comprender cuanto se ha dicho antes. La luz se va encendiendo
lentamente y el cristiano puede comprender cuanto el Señor ha dicho a los
discípulos de Emaús, explicándoles que todos los profetas habían hablado
de él. El Señor nos abre la última relectura: Cristo es la clave de todo, y
sólo uniéndose en el camino a los discípulos de Emaús, sólo caminando
con Cristo, releyendo todo en su luz, con él crucificado y resucitado,
entramos en la riqueza y en la belleza de la Sagrada Escritura.
Por esta razón, diría que el punto importante es no fragmentar la
Sagrada Escritura. Precisamente la crítica moderna, como vemos ahora,
nos ha hecho comprender que es un camino permanente. Y también
podemos ver que es un camino que tiene una dirección y que Cristo es el
punto de llegada. Comenzando desde Cristo podemos reanudar el camino
y entrar en la profundidad de la Palabra.
Resumiendo, diría que la lectura de la Sagrada Escritura debe ser
siempre una lectura a la luz de Cristo. Sólo así podemos leer y
comprender, incluso en nuestro contexto actual, la Sagrada Escritura y
obtener realmente de ella la luz. Debemos comprender esto: la Sagrada
Escritura es un camino con una dirección. Quien conoce el punto de
llegada también puede dar, ahora de nuevo, todos los pasos y aprender así,
de modo más profundo, el misterio de Cristo. Comprendiendo esto,
también hemos comprendido el carácter eclesial de la Sagrada Escritura,
porque estos caminos, estos pasos del camino, son pasos de un pueblo. Es
el pueblo de Dios que va adelante. El verdadero propietario de la Palabra
es siempre el pueblo de Dios, guiado por el Espíritu Santo, y la inspiración
71
es un proceso complejo: el Espíritu Santo guía adelante, y el pueblo
recibe.
Es, pues, el camino de un pueblo, del pueblo de Dios. La sagrada
Escritura hay que leerla bien. Pero esto sólo puede hacerse si caminamos
dentro de este sujeto que es el pueblo de Dios que vive, que es renovado y
fundado de nuevo por Cristo, pero que conserva siempre su identidad.
Por consiguiente, diría que hay tres dimensiones relacionadas y
compenetradas entre sí: la dimensión histórica, la dimensión cristológica y
la dimensión eclesiológica —del pueblo en camino—. En una lectura
completa las tres dimensiones están presentes. Por eso, la liturgia —la
lectura común y orante del pueblo de Dios— sigue siendo el lugar
privilegiado para la comprensión de la Palabra, porque precisamente aquí la
lectura se convierte en oración y se une a la oración de Cristo en la Plegaria
eucarística.
Quisiera añadir aún una cosa, que han subrayado todos los Padres de la
Iglesia. Pienso, sobre todo, en un bellísimo texto de san Efrén y en otro de
san Agustín, en los que se dice: si has comprendido poco, acepta, no
pienses que has comprendido todo. La Palabra sigue siendo siempre
mucho más grande de lo que has podido comprender. Y esto hay que
decirlo ahora de modo crítico ante una cierta parte de la exégesis moderna,
que piensa que ha comprendido todo y que por eso, después de la
interpretación elaborada por ella, ya no se puede decir nada más. Esto no
es verdad. La Palabra es siempre más grande que la exégesis de los Padres
y que la exégesis crítica, porque también esta comprende sólo una parte,
diría, más bien, una parte mínima. La Palabra es siempre más grande, este
es nuestro gran consuelo. Y, por una parte, es hermoso saber que hemos
comprendido solamente un poco. Es hermoso saber que existe aún un tesoro
inagotable y que cada nueva generación redescubrirá nuevos tesoros e irá
adelante con la grandeza de la palabra de Dios, que va siempre delante de
nosotros, nos guía y es siempre más grande. Con esta certeza se debe leer la
Escritura.
San Agustín dijo: beben de la fuente la liebre y el asno. El asno bebe
más, pero cada uno bebe según su capacidad. Sea que seamos liebres, sea
que seamos asnos, estemos agradecidos porque el Señor nos permite beber
de su agua.

4. El tema de esta pregunta fueron los Movimientos eclesiales y las


nuevas comunidades, don providencial para nuestro tiempo, realidades
con un impulso creativo que viven la fe y buscan nuevas formas de vida
para encontrar una justa colocación misionera en la Iglesia. Se pidió al
Papa un consejo sobre cómo insertarse para desarrollar realmente un
ministerio de unidad en la Iglesia universal.
Bien, veo que debo ser más breve. Gracias por esta pregunta. Me
parece que usted ha citado las fuentes esenciales de cuanto puedo decir
sobre los movimientos. En este sentido, su pregunta es también una
respuesta.
72
Quisiera precisar inmediatamente que durante estos meses estoy
recibiendo a los obispos italianos en visita “ad limina”, y así puedo
aprender un poco mejor la geografía de la fe en Italia. Veo tantas cosas
hermosas juntamente con los problemas que todos conocemos. Veo, sobre
todo, cómo la fe está aún profundamente arraigada en el corazón italiano,
aunque, sin duda, en las circunstancias actuales, está amenazada de
muchos modos. También los movimientos aceptan bien mi función paterna
de Pastor. Otros son más críticos y dicen que los movimientos no se
insertan. Pienso que realmente las situaciones son diversas, todo depende
de las personas en cuestión.
Me parece que tenemos dos reglas fundamentales, de las que usted ha
hablado. La primera regla nos la ha dado san Pablo en la primera carta a
los Tesalonicenses: no extingáis los carismas. Si el Señor nos da nuevos
dones, debemos estar agradecidos, aunque a veces sean incómodos. Y es
algo hermoso que, sin iniciativa de la jerarquía, con una iniciativa de la
base, como se dice, pero también con una iniciativa realmente de lo alto,
es decir, como don del Espíritu Santo, nazcan nuevas formas de vida en la
Iglesia, como, por otra parte, han nacido en todos los siglos.
En sus comienzos fueron siempre incómodas: también san Francisco
fue muy incómodo, y para el Papa era muy difícil dar, finalmente, una
forma canónica a una realidad que era mucho más grande que los
reglamentos jurídicos. Para san Francisco era un grandísimo sacrificio
dejarse encastrar en este esqueleto jurídico, pero, al final, nació una
realidad que vive aún hoy y que vivirá en el futuro: da fuerza y nuevos
elementos a la vida de la Iglesia.
Sólo quiero decir esto: en todos los siglos han nacido movimientos.
También san Benito, inicialmente, era un Movimiento. Se insertan en la
vida de la Iglesia con sufrimiento, con dificultad. San Benito mismo debió
corregir la dirección inicial del monaquismo. Y así también en nuestro
siglo el Señor, el Espíritu Santo, nos ha dado nuevas iniciativas con
nuevos aspectos de la vida cristiana: vividos por personas humanas con
sus límites, crean también dificultades.
Así pues, la primera regla: no extinguir los carismas, estar agradecidos,
aunque sean incómodos. La segunda regla es esta: la Iglesia es una; si los
movimientos son realmente dones del Espíritu Santo, se insertan y sirven a
la Iglesia, y en el diálogo paciente entre pastores y movimientos nace una
forma fecunda, donde estos elementos llegan a ser elementos edificantes
para la Iglesia de hoy y de mañana.
Este diálogo se desarrolla en todos los niveles, comenzando por el
párroco, el obispo y el Sucesor de Pedro; está en curso la búsqueda de
estructuras adecuadas: en muchos casos la búsqueda ya ha dado su fruto.
En otros, aún se está estudiando; por ejemplo, se nos pregunta si al cabo
de cinco años de experimento se deben confirmar de modo definitivo los
estatutos del Camino Neocatecumenal, o si aún se requiere un tiempo de
experimento o si quizá se deben retocar un poco algunos elementos de esta
estructura.
73
En todo caso, he conocido a los neocatecumenales desde el inicio. Ha
sido un Camino largo, con muchas complicaciones, que existen todavía,
pero hemos encontrado una forma eclesial que ya ha mejorado mucho la
relación entre el Pastor y el Camino. ¡Y así vamos adelante! Lo mismo
vale para los demás movimientos.
Ahora, como síntesis de las dos reglas fundamentales, diría: gratitud,
paciencia y aceptación incluso de los sufrimientos, que son inevitables.
También en un matrimonio existen siempre sufrimientos y tensiones. Y,
sin embargo, van adelante, y así madura el verdadero amor. Lo mismo
sucede en la comunidad de la Iglesia: juntos tengamos paciencia. También
los diversos niveles de la jerarquía —desde el párroco al obispo, hasta el
Sumo Pontífice— deben tener juntos un continuo intercambio de ideas,
deben promover el coloquio para encontrar juntos el camino mejor. Las
experiencias de los párrocos son fundamentales, pero también las
experiencias del obispo y, digamos, la perspectiva universal del Papa
tienen su lugar teológico y pastoral en la Iglesia.
En consecuencia, por una parte, este conjunto de diversos niveles de la
jerarquía; por otra, la realidad vivida en las parroquias, con paciencia y
apertura, en obediencia al Señor, crean realmente la vitalidad nueva de la
Iglesia.
Estamos agradecidos al Espíritu Santo por los dones que nos ha dado.
Seamos obedientes a la voz del Espíritu, pero seamos también claros al
integrar estos elementos en la vida: este criterio sirve, al fin, a la Iglesia
concreta, y así, con paciencia, con valentía y con generosidad el Señor
ciertamente nos guiará y nos ayudará.

5. El párroco de San Gelasio, parroquia encomendada a la


Comunidad “Misión Iglesia mundo” señaló la importancia de desarrollar
una unicidad entre la vida espiritual y la vida pastoral, que no es una
técnica organizativa, pero que coincide con la vida misma de la Iglesia, y
preguntó al Santo Padre cómo hacer pasar en el pueblo de Dios el
concepto de la pastoral como verdadera vida de la Iglesia y cómo hacer
para que la pastoral se nutra cada vez más de la eclesiología conciliar.
Me parece que son preguntas diversas. Una pregunta es cómo inspirar
la parroquia en la eclesiología conciliar, hacer vivir a los fieles esta
eclesiología; otra es cómo debemos actuar y hacer que en nosotros
mismos el trabajo pastoral se convierta en espiritual. Comencemos por
esta última pregunta. Una cierta tensión entre lo que debo absolutamente
hacer y cuáles reservas espirituales debo tener existe siempre. Lo veo
también en san Agustín, que se lamenta en sus predicaciones; ya lo he
citado: me gustaría tanto vivir con la palabra de Dios, pero desde la mañana
hasta la noche debo estar con vosotros. Sin embargo, san Agustín encuentra
este equilibrio estando siempre a disposición, pero reservándose también
momentos de oración, de meditación de la sagrada Palabra, porque, de lo
contrario, no podría decir nada. En particular, quisiera subrayar aquí cuanto
usted ha dicho acerca de que la pastoral no debería ser jamás una simple
estrategia, un trabajo administrativo, sino que debería ser siempre un trabajo
74
espiritual. Ciertamente, no puede faltar tampoco del todo lo otro, porque
estamos en esta tierra y estos problemas existen: cómo administrar bien el
dinero, etc.; también este es un aspecto que no se puede descuidar
totalmente.
El acento se debe poner fundamentalmente en que el ser pastor es en sí
mismo un acto espiritual. Usted ha hecho alusión justamente al evangelio
de san Juan, capítulo 10, donde el Señor se define como buen Pastor. Y
como primer momento definitivo, Jesús dice que el pastor precede, es
decir, muestra el camino, hace antes lo que deben hacer los demás,
emprende antes el camino, que es el camino para los demás. El pastor
precede. Esto quiere decir que él mismo vive ante todo la palabra de
Dios: es un hombre de oración, es hombre de perdón, es hombre que
recibe y celebra los sacramentos como actos de oración y de encuentro
con el Señor. Es un hombre de caridad, vivida y realizada. Y así todos los
simples actos de coloquios, encuentros, todo lo que se debe hacer, se
convierten en actos espirituales en comunión con Cristo. Su “pro
omnibus” se convierte en nuestro “pro meis”.
De esta forma es como precede, y me parece que en este preceder ya se
ha dicho lo esencial. El capítulo 10 de san Juan refiere también que Jesús
nos precede entregándose a sí mismo en la cruz. Y esto es también
inevitable para el sacerdote. Este ofrecerse a sí mismo es una participación
en la cruz de Cristo, y gracias a esto también nosotros podemos consolar de
modo creíble a los que sufren, estar con los pobres, con los marginados, etc.
Por tanto, en este programa que usted ha desarrollado, la
espiritualización del trabajo diario de la pastoral es fundamental. Es más
fácil decirlo que hacerlo, pero debemos intentarlo; y para poder
espiritualizar nuestro trabajo, debemos seguir de nuevo al Señor. Los
evangelios nos dicen que de día trabajaba y por la noche estaba en el
monte, con el Padre, y rezaba. Debo confesar aquí mi debilidad: por la
noche no puedo rezar; por la noche quisiera dormir. Sin embargo, se
requiere un poco de tiempo libre para el Señor: la celebración de la misa,
la oración de la liturgia de las Horas y la meditación diaria, aunque sea
breve, y luego la liturgia y el rosario. Este coloquio personal con la
palabra de Dios es importante; y sólo así podemos tener las reservas para
responder a las exigencias de la vida pastoral.
Segundo punto: usted ha subrayado justamente la eclesiología del
Concilio. Me parece que esta eclesiología la debemos interiorizar aún
mucho más, sea la de la Lumen gentium, sea la de la Ad gentes, que es
también un documento eclesiológico, sea también la de los documentos
menores, y la de la Dei Verbum. Interiorizando esta visión también
podemos atraer a nuestro pueblo hacia ella, para que comprenda que la
Iglesia no es simplemente una gran estructura, una de esas entidades
supranacionales que existen. La Iglesia, aun siendo un cuerpo, es cuerpo
de Cristo y, por tanto, un cuerpo espiritual, como dice san Pablo. Es una
realidad espiritual. Esto me parece muy importante: que la gente pueda
ver que la Iglesia no es una organización supranacional, que no es un
75
cuerpo administrativo o de poder, que no es una agencia social —aunque
haga un trabajo social y supranacional—, sino que es un cuerpo espiritual.
Me parece que al rezar con el pueblo, al escuchar juntos la palabra de
Dios, al celebrar los sacramentos, al actuar con Cristo en la caridad, etc.,
pero sobre todo en las homilías debemos transmitir esta visión. En este
sentido, creo que la homilía sigue siendo una ocasión maravillosa para
estar cerca de la gente y comunicar la espiritualidad enseñada por el
Concilio, y así creo que si la homilía ha crecido en la oración, en la
escucha de la palabra de Dios, es comunicación del contenido de la
palabra de Dios. El Concilio llega realmente a nuestra gente, no los
fragmentos de prensa que han dado una imagen equivocada del Concilio,
sino la verdadera realidad espiritual del Concilio. Y así, con el Concilio y
con el espíritu del Concilio, interiorizando su visión, debemos aprender
siempre de nuevo la palabra de Dios. Haciendo esto, podemos
comunicarnos también con nuestra gente, y así hacer realmente un trabajo
pastoral y espiritual.

6. El rector de la basílica de Santa Anastasia habló de la adoración


eucarística perpetua y le pidió al Papa que explicara el valor de la
reparación eucarística frente a los robos sacrílegos y a las sectas
satánicas.
La adoración eucarística, ha penetrado realmente en nuestro corazón y
penetra en el corazón del pueblo, por eso no hablamos en general de ello.
Usted ha formulado esta pregunta específica sobre la reparación
eucarística. Es un discurso que se ha hecho difícil. Recuerdo que cuando
era joven, en la fiesta del Sagrado Corazón, se rezaba una hermosa oración
de León XIII y también otra de Pío XI, en la que la reparación tenía un
lugar particular, precisamente con referencia, ya en aquel tiempo, a los
actos sacrílegos que debían repararse.
Me parece que es necesario profundizar, llegar al Señor mismo, que ha
ofrecido la reparación por el pecado del mundo, y buscar los modos de
reparar, es decir, de establecer un equilibrio entre el plus del mal y el plus
del bien. Así, en la balanza del mundo, no debemos dejar este gran plus en
negativo, sino que tenemos que dar un peso al menos equivalente al bien.
Esta idea fundamental se apoya en todo lo que Cristo hizo. Por lo que
puedo entender, este es el sentido del sacrificio eucarístico. Contra este
gran peso del mal que existe en el mundo y que abate al mundo, el Señor
pone otro peso más grande, el del amor infinito que entra en este mundo.
Este es el punto importante: Dios es siempre el bien absoluto, pero este
bien absoluto entra precisamente en el juego de la historia; Cristo se hace
presente aquí y sufre a fondo el mal, creando así un contrapeso de valor
absoluto. El plus del mal, que existe siempre si vemos sólo empíricamente
las proporciones, es superado por el plus inmenso del bien, del sufrimiento
del Hijo de Dios.
En este sentido existe la reparación, que es necesaria. Me parece que
hoy resulta un poco difícil comprender estas cosas. Si vemos el peso del
mal en el mundo, que aumenta continuamente, que parece prevalecer
76
absolutamente en la historia —como dice san Agustín en una meditación
—, se podría incluso desesperar. Pero vemos que hay un plus aún mayor
en el hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia, se ha hecho
partícipe de la historia y ha sufrido a fondo. Este es el sentido de la
reparación. Este plus del Señor es para nosotros una llamada a ponernos
de su parte, a entrar en este gran plus del amor y a manifestarlo, incluso
con nuestra debilidad. Sabemos que también nosotros necesitábamos este
plus, porque también en nuestra vida existe el mal. Todos vivimos gracias
al plus del Señor. Pero nos hace este don para que, como dice la carta a los
Colosenses, podamos asociarnos a su abundancia y, así, hagamos crecer
aún más esta abundancia, concretamente en nuestro momento histórico.
La teología debería hacer más para comprender aún mejor esta
realidad de la reparación. A lo largo de la historia no han faltado ideas
equivocadas. He leído en estos días los discursos teológicos de san
Gregorio Nacianceno, que en cierto momento habla de este aspecto y se
pregunta: ¿a quién ofreció el Señor su sangre? Dice: el Padre no quería la
sangre del Hijo, el Padre no es cruel, no es necesario atribuir esto a la
voluntad del Padre; pero la historia lo exigía, lo exigían la necesidad y los
desequilibrios de la historia; se debía entrar en estos desequilibrios y
recrear aquí el verdadero equilibrio. Esto es precisamente muy iluminador.
Pero me parece que aún no poseemos suficientemente el lenguaje para
comprender nosotros mismos este hecho y para hacerlo comprender
después a los demás. No se debe ofrecer a un Dios cruel la sangre de Dios.
Pero Dios mismo, con su amor, debe entrar en los sufrimientos de la
historia para crear no sólo un equilibrio, sino un plus de amor que es más
fuerte que la abundancia del mal que existe. El Señor nos invita a esto.
Se trata de una realidad típicamente católica. Lutero dice: no podemos
añadir nada. Y esto es verdad. Y también dice: por tanto, nuestras obras no
cuentan nada. Y esto no es verdad. Porque la generosidad del Señor se
muestra precisamente en el hecho de que nos invita a entrar, y da valor
también a nuestro estar con él. Debemos aprender mejor todo esto y sentir
la grandeza, la generosidad del Señor y la grandeza de nuestra vocación.
El Señor quiere asociarnos a este gran plus suyo. Si comenzamos a
comprenderlo, estaremos contentos de que el Señor nos invite a esto. Será
la gran alegría de experimentar que el amor del Señor nos toma en
serio.

7. Un profesor de la facultad de misionología de la Pontificia


Universidad Urbaniana, que trabaja pastoralmente en la basílica de San
Bartolomé de la Isla Tiberina, lugar memorial de los nuevos mártires del
siglo XX, hizo una reflexión sobre la ejemplaridad y la capacidad
atractiva de las figuras de los mártires en relación sobre todo con los
jóvenes: desvelan la belleza de la fe cristiana y testimonian ante el
mundo que es posible responder al mal con el bien fundamentando la vida
en la fuerza de la esperanza. A esta reflexión el Papa no quiso añadir
nada.
77
Los aplausos que hemos oído demuestran que usted mismo ya nos ha
dado amplias respuestas... Por tanto, a su pregunta simplemente podría
responder: sí, es así como usted ha dicho. Y meditemos sus palabras.

8. Ante el problema del relativismo en la cultura contemporánea, un


vicario parroquial pidió al Santo Padre una palabra iluminadora sobre la
relación entre unidad de fe y pluralismo en teología.
¡Es una gran pregunta! Cuando aún era miembro de la Comisión
teológica internacional afrontamos durante un año este problema. Fui el
relator y, por tanto, lo recuerdo bastante bien. Y, sin embargo, me
reconozco incapaz de explicar con pocas palabras esta cuestión. Quisiera
decir solamente que la teología ha sido siempre múltiple. Pensemos en los
Padres, en el Medioevo, la escuela franciscana, la escuela dominicana,
luego en la Baja Edad Media, etc. Como hemos dicho, la palabra de Dios
es siempre más grande que nosotros; por eso no podemos agotar jamás el
alcance de esta Palabra, y se necesitan enfoques diversos, diversos tipos
de reflexión.
Quisiera simplemente decir: es importante que el teólogo, por una parte,
en su responsabilidad y en su capacidad profesional, trate de encontrar pistas
que respondan a las exigencias y a los desafíos de nuestro tiempo; y, por
otra, que sea siempre consciente de que todo esto se basa en la fe de la
Iglesia y, por tanto, debe volver siempre a la fe de la Iglesia. Pienso que si un
teólogo está arraigado personal y profundamente en la fe y comprende que su
trabajo es reflexión sobre la fe, logrará conciliar la unidad con la pluralidad.

9. La última intervención se centró en el arte sacro. La pregunta que


se hizo al Papa fue si no se lo debe valorar más adecuadamente como
medio de comunicación de la fe.
La respuesta podría ser muy simple: ¡sí! He llegado a vosotros con un
poco de retraso, porque antes he visitado la capilla Paulina, en obras de
restauración desde hace varios años. Me han dicho que durarán todavía
dos años más. He podido ver un poco entre los andamios una parte de este
arte maravilloso. Y vale la pena restaurarla bien, para que resplandezca de
nuevo y sea una catequesis viva.
Con esto quería recordar que Italia es particularmente rica en arte, y el
arte es un tesoro de catequesis inagotable, increíble. Para nosotros es
también un deber conocerlo y comprenderlo bien. No como hacen algunas
veces los historiadores del arte, que lo interpretan sólo formalmente, según
la técnica artística. Más bien, debemos entrar en el contenido y hacer
revivir el contenido que ha inspirado este gran arte. Me parece realmente
un deber —también en la formación de los futuros sacerdotes— conocer
estos tesoros y ser capaces de transformar en catequesis viva cuanto está
presente en ellos y nos habla hoy a nosotros. Así, también la Iglesia podrá
presentarse como un organismo no de opresión o de poder —como
algunos quieren hacer ver—, sino de una fecundidad espiritual irrepetible
en la historia, o al menos, me atrevería a decir, como no puede encontrarse
fuera de la Iglesia católica. Este es también un signo de la vitalidad de la
78
Iglesia, que, con todas sus debilidades y también con sus pecados, sigue
siendo siempre una gran realidad espiritual, una inspiradora que nos ha
dado toda esta riqueza.
Por tanto, es un deber para nosotros entrar en esta riqueza y ser
capaces de convertirnos en intérpretes de este arte. Esto vale sea para el
arte pictórico y escultórico, sea para la música sacra, que es un sector del
arte que merece ser vivificado. El Evangelio vivido de diversos modos es
aún hoy una fuerza inspiradora que nos da y nos dará arte. También hoy,
sobre todo, hay esculturas bellísimas, que demuestran que la fecundidad
de la fe y del Evangelio no se ha agotado; hoy hay también composiciones
musicales... Me parece que se puede subrayar una situación, podemos
decir, contradictoria del arte, una situación también un poco desesperada
del arte. También hoy la Iglesia inspira, porque la fe y la palabra de Dios
son inagotables. Y esto nos da ánimo a todos. Nos da la esperanza de que
también el mundo futuro tendrá nuevas visiones de la fe y, al mismo
tiempo, la certeza de que los dos mil años de arte cristiano que han
transcurrido están siempre vivos y son siempre un “hoy” de la fe.
Gracias por vuestra paciencia y por vuestra atención.

LA CONCIENCIA CRISTIANA APOYA EL DERECHO A LA VIDA


070224. Discurso. A la Academia Pontificia para la Vida.
“La conciencia cristiana en apoyo del derecho a la vida”.
El tema que habéis propuesto a la atención de los participantes, y por
tanto también de la comunidad eclesial y de la opinión pública, es de gran
importancia, pues la conciencia cristiana tiene necesidad interna de
alimentarse y fortalecerse con las múltiples y profundas motivaciones que
militan en favor del derecho a la vida. Es un derecho que debe ser
reconocido por todos, porque es el derecho fundamental con respecto a los
demás derechos humanos. Lo afirma con fuerza la encíclica Evangelium
vitae: “Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre
dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo
secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su
corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su
inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver
respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este
derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad
política” (n. 2).
La misma encíclica recuerda que “los creyentes en Cristo deben, de
modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la
maravillosa verdad recordada por el concilio Vaticano II: “El Hijo de
Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”
(Gaudium et spes, 22). En efecto, en este acontecimiento salvífico se
revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios, que “tanto amó al
mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3, 16), sino también el valor
incomparable de cada persona humana” (ib.).
79
Por eso, el cristiano está continuamente llamado a movilizarse para
afrontar los múltiples ataques a que está expuesto el derecho a la vida.
Sabe que en eso puede contar con motivaciones que tienen raíces
profundas en la ley natural y que por consiguiente pueden ser compartidas
por todas las personas de recta conciencia.
Desde esta perspectiva, sobre todo después de la publicación de la
encíclica Evangelium vitae, se ha hecho mucho para que los contenidos de
esas motivaciones pudieran ser mejor conocidos en la comunidad cristiana
y en la sociedad civil, pero hay que admitir que los ataques contra el
derecho a la vida en todo el mundo se han extendido y multiplicado,
asumiendo nuevas formas.
Son cada vez más fuertes las presiones para la legalización del aborto
en los países de América Latina y en los países en vías de desarrollo,
también recurriendo a la liberalización de las nuevas formas de aborto
químico bajo el pretexto de la salud reproductiva: se incrementan las
políticas del control demográfico, a pesar de que ya se las reconoce como
perniciosas incluso en el ámbito económico y social.
Al mismo tiempo, en los países más desarrollados aumenta el interés
por la investigación biotecnológica más refinada, para instaurar métodos
sutiles y extendidos de eugenesia hasta la búsqueda obsesiva del “hijo
perfecto”, con la difusión de la procreación artificial y de diversas formas
de diagnóstico encaminadas a garantizar su selección. Una nueva ola de
eugenesia discriminatoria consigue consensos en nombre del presunto
bienestar de los individuos y, especialmente en los países de mayor
bienestar económico, se promueven leyes para legalizar la eutanasia.
Todo esto acontece mientras, en otra vertiente, se multiplican los
impulsos para legalizar convivencias alternativas al matrimonio y cerradas
a la procreación natural. En estas situaciones la conciencia, a veces
arrollada por los medios de presión colectiva, no demuestra suficiente
vigilancia sobre la gravedad de los problemas que están en juego, y el poder
de los más fuertes debilita y parece paralizar incluso a las personas de buena
voluntad.
Por esto, resulta aún más necesario apelar a la conciencia y, en
particular, a la conciencia cristiana. Como dice el Catecismo de la Iglesia
católica, “la conciencia moral es un juicio de la razón por el que la
persona humana reconoce la calidad moral de un acto concreto que piensa
hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre
está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto” (n.
1778).
Esta definición pone de manifiesto que la conciencia moral, para poder
guiar rectamente la conducta humana, ante todo debe basarse en el sólido
fundamento de la verdad, es decir, debe estar iluminada para reconocer el
verdadero valor de las acciones y la consistencia de los criterios de valoración,
de forma que sepa distinguir el bien del mal, incluso donde el ambiente
social, el pluralismo cultural y los intereses superpuestos no ayuden a ello.
La formación de una conciencia verdadera, por estar fundada en la
verdad, y recta, por estar decidida a seguir sus dictámenes, sin
80
contradicciones, sin traiciones y sin componendas, es hoy una empresa
difícil y delicada, pero imprescindible. Y es una empresa, por desgracia,
obstaculizada por diversos factores. Ante todo, en la actual fase de la
secularización llamada post-moderna y marcada por formas discutibles de
tolerancia, no sólo aumenta el rechazo de la tradición cristiana, sino que se
desconfía incluso de la capacidad de la razón para percibir la verdad, y a
las personas se las aleja del gusto de la reflexión.
Según algunos, incluso la conciencia individual, para ser libre, debería
renunciar tanto a las referencias a las tradiciones como a las que se
fundamentan en la razón. De esta forma la conciencia, que es acto de la
razón orientado a la verdad de las cosas, deja de ser luz y se convierte en
un simple telón de fondo sobre el que la sociedad de los medios de
comunicación lanza las imágenes y los impulsos más contradictorios.
Es preciso volver a educar en el deseo del conocimiento de la verdad
auténtica, en la defensa de la propia libertad de elección ante los
comportamientos de masa y ante las seducciones de la propaganda, para
alimentar la pasión de la belleza moral y de la claridad de la conciencia.
Esta delicada tarea corresponde a los padres de familia y a los educadores
que los apoyan; y también es una tarea de la comunidad cristiana con
respecto a sus fieles.
Por lo que atañe a la conciencia cristiana, a su crecimiento y a su
alimento, no podemos contentarnos con un fugaz contacto con las
principales verdades de fe en la infancia; es necesario también un camino
que acompañe las diversas etapas de la vida, abriendo la mente y el
corazón a acoger los deberes fundamentales en los que se basa la
existencia tanto del individuo como de la comunidad.
Sólo así será posible ayudar a los jóvenes a comprender los valores de
la vida, del amor, del matrimonio y de la familia. Sólo así se podrá hacer
que aprecien la belleza y la santidad del amor, la alegría y la
responsabilidad de ser padres y colaboradores de Dios para dar la vida. Si
falta una formación continua y cualificada, resulta aún más problemática
la capacidad de juicio en los problemas planteados por la biomedicina en
materia de sexualidad, de vida naciente, de procreación, así como en el
modo de tratar y curar a los enfermos y de atender a las clases débiles de la
sociedad.
Ciertamente, es necesario hablar de los criterios morales que
conciernen a estos temas con profesionales, médicos y juristas, para
comprometerlos a elaborar un juicio competente de conciencia y, si fuera
el caso, también una valiente objeción de conciencia, pero en un nivel más
básico existe esa misma urgencia para las familias y las comunidades
parroquiales, en el proceso de formación de la juventud y de los adultos.
Bajo este aspecto, junto con la formación cristiana, que tiene como
finalidad el conocimiento de la persona de Cristo, de su palabra y de los
sacramentos, en el itinerario de fe de los niños y de los adolescentes es
necesario promover coherentemente los valores morales relacionados con
la corporeidad, la sexualidad, el amor humano, la procreación, el respeto a
la vida en todos los momentos, denunciando a la vez, con motivos válidos
81
y precisos, los comportamientos contrarios a estos valores primarios. En
este campo específico, la labor de los sacerdotes deberá ser oportunamente
apoyada por el compromiso de educadores laicos, incluyendo
especialistas, dedicados a la tarea de orientar las realidades eclesiales con
su ciencia iluminada por la fe.
Por eso, queridos hermanos y hermanas, pido al Señor que os mande a
vosotros, y a quienes se dedican a la ciencia, a la medicina, al derecho y a
la política, testigos que tengan una conciencia verdadera y recta, para
defender y promover el “esplendor de la verdad”, en apoyo del don y del
misterio de la vida. Confío en vuestra ayuda, queridos profesionales,
filósofos, teólogos, científicos y médicos. En una sociedad a veces ruidosa
y violenta, con vuestra cualificación cultural, con la enseñanza y con el
ejemplo, podéis contribuir a despertar en muchos corazones la voz
elocuente y clara de la conciencia.
“El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón —nos enseñó
el concilio Vaticano II—, en cuya obediencia está la dignidad humana y
según la cual será juzgado” (Gaudium et spes, 16). El Concilio dio sabias
orientaciones para que “los fieles aprendan a distinguir cuidadosamente
entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los
que les corresponden como miembros de la sociedad humana” y “se
esfuercen por integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier
cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana, pues ninguna
actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse
a la soberanía de Dios” (Lumen gentium, 36).
Por esta razón, el Concilio exhorta a los laicos creyentes a acoger “lo
que los sagrados pastores, representantes de Cristo, decidan como
maestros y jefes en la Iglesia”; y, por otra parte, recomienda “que los
pastores reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los
laicos en la Iglesia, se sirvan de buena gana de sus prudentes consejos” y
concluye que “de este trato familiar entre los laicos y los pastores se
pueden esperar muchos bienes para la Iglesia” (ib., 37).
Cuando está en juego el valor de la vida humana, esta armonía entre
función magisterial y compromiso laical resulta singularmente
importante: la vida es el primero de los bienes recibidos de Dios y es el
fundamento de todos los demás; garantizar el derecho a la vida a todos y
de manera igual para todos es un deber de cuyo cumplimiento depende el
futuro de la humanidad. También desde este punto de vista resalta la
importancia de vuestro encuentro de estudio.

MIRAR AL QUE TRASPASARON


070225. Angelus
Este año el Mensaje para la Cuaresma se inspira en un versículo del
evangelio de san Juan, que, a su vez, cita una profecía mesiánica de
Zacarías: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37). El discípulo amado,
presente junto a María, la Madre de Jesús, y otras mujeres en el Calvario,
fue testigo ocular de la lanzada que atravesó el costado de Cristo,
82
haciendo brotar de él sangre y agua (cf. Jn 19, 31-34). Aquel gesto
realizado por un anónimo soldado romano, destinado a perderse en el
olvido, permaneció impreso en los ojos y en el corazón del apóstol, que
deja constancia de ello en su evangelio. ¡Cuántas conversiones se han
realizado a lo largo de los siglos precisamente gracias al elocuente
mensaje de amor que recibe quien dirige la mirada a Jesús crucificado!
Entremos, pues, en el tiempo cuaresmal con la “mirada” fija en el
costado de Jesús. En la carta encíclica Deus caritas est (cf. n. 12) quise
subrayar que, sólo dirigiendo la mirada a Jesús muerto en la cruz por
nosotros, puede conocerse y contemplarse esta verdad fundamental:
“Dios es amor” (1 Jn 4, 8. 16). “Desde esa mirada —escribí— el cristiano
encuentra la orientación de su vivir y de su amar” (Deus caritas est, 12).
Contemplando al Crucificado con los ojos de la fe, podemos
comprender en profundidad qué es el pecado, cuán trágica es su gravedad
y, al mismo tiempo, cuán inconmensurable es la fuerza del perdón y de la
misericordia del Señor. Durante estos días de Cuaresma no apartemos el
corazón de este misterio de profunda humanidad y de alta espiritualidad.
Contemplando a Cristo, sintámonos al mismo tiempo contemplados por él.
Aquel a quien nosotros mismos hemos atravesado con nuestras culpas no
se cansa de derramar en el mundo un torrente inagotable de amor
misericordioso. Ojalá que la humanidad comprenda que solamente de esta
fuente es posible sacar la energía espiritual indispensable para construir la
paz y la felicidad que todo ser humano busca sin cesar.
Pidamos a la Virgen María, que fue traspasada en el alma junto a la
cruz del Hijo, que nos obtenga el don de una fe sólida. Que, guiándonos
por el camino cuaresmal, nos ayude a dejar todo lo que nos aparta de la
escucha de Cristo y de su palabra de salvación.

EL SECRETO DE LA ACCIÓN PASTORAL DE PABLO VI


070303. Discurso. Al Instituto “Pablo VI” de Brescia
Al siervo de Dios Pablo VI me siento muy vinculado personalmente
por la confianza que me demostró al nombrarme arzobispo de Munich y,
tres meses después, incluyéndome en el Colegio cardenalicio, en 1977.
Fue llamado por la divina Providencia a guiar la barca de Pedro en un
período histórico marcado por muchos desafíos y problemas. Al repasar
con el pensamiento los años de su pontificado, impresiona el celo
misionero que lo animó y lo impulsó a emprender arduos viajes
apostólicos, incluso a naciones lejanas, y a realizar gestos proféticos de
amplio alcance eclesial, misionero y ecuménico. Fue el primer Papa en
viajar a la tierra donde Cristo vivió y de la que partió Pedro para venir a
Roma. Aquella visita, sólo seis meses después de su elección como
Supremo Pastor del pueblo de Dios y mientras se estaba celebrando el
concilio ecuménico Vaticano II, revistió un claro significado simbólico.
Indicó a la Iglesia que el camino de su misión consiste en seguir las
huellas de Cristo. Esto fue precisamente lo que el Papa Pablo VI trató de
83
hacer durante su ministerio petrino, que desempeñó siempre con sabiduría
y prudencia, con plena fidelidad al mandato del Señor.
En efecto, el secreto de la acción pastoral que Pablo VI llevó a cabo
con incansable entrega, tomando a veces decisiones difíciles e
impopulares, radica precisamente en su amor a Cristo, un amor que vibra
con expresiones conmovedoras en todas sus enseñanzas. Su alma de
Pastor estaba totalmente impregnada de celo misionero, alimentado por un
sincero deseo de diálogo con la humanidad. Su invitación profética,
repetida muchas veces, a renovar el mundo atormentado por inquietudes y
violencias mediante “la civilización del amor”, nacía de su total confianza
en Jesús, Redentor del hombre.
¿Cómo olvidar, por ejemplo, aquellas palabras que también yo,
entonces presente como perito en el concilio Vaticano II, escuché en la
basílica vaticana en la inauguración de la segunda sesión, el 29 de
septiembre de 1963? “Cristo, nuestro principio —proclamó Pablo VI con
íntima emoción, y oigo aún su voz—; Cristo, nuestro camino y nuestro
guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término. (...) Que no se cierna
sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna
otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor,
nuestro único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el
deseo de serle absolutamente fieles” (Concilio Vaticano II. Constituciones,
Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1968, p. 1045). Y hasta su último
suspiro, su pensamiento, sus energías y su acción fueron para Cristo y para
su Iglesia.
El nombre de este Pontífice, cuya grandeza la opinión pública mundial
comprendió precisamente con ocasión de su muerte, sigue unido sobre
todo al concilio Vaticano II. En efecto, aunque fue Juan XXIII quien lo
convocó e inició, le tocó a él, su sucesor, llevarlo a término con mano
experta, delicada y firme. No menos arduo fue para el Papa Montini
gobernar la Iglesia en el período posconciliar. No se dejó condicionar por
incomprensiones y críticas, aunque tuvo que soportar sufrimientos y
ataques, a veces violentos, pero en todas las circunstancias fue firme y
prudente timonel de la barca de Pedro.
Con el paso de los años resulta cada vez más evidente la importancia
de su pontificado para la Iglesia y para el mundo, así como el valor de su
alto magisterio, en el que se han inspirado sus Sucesores, y al que también
yo sigo haciendo referencia. Por tanto, me complace aprovechar esta
circunstancia para rendirle homenaje, a la vez que os animo, queridos
amigos, a proseguir el trabajo que habéis emprendido desde hace tiempo.
Haciendo mía la exhortación que os dirigió el amado Papa Juan Pablo
II, os repito de buen grado: “Estudiad con amor a Pablo VI (...);
estudiadlo con rigor científico (...); estudiadlo con la convicción de que su
herencia espiritual continúa enriqueciendo a la Iglesia y puede alimentar la
conciencia de los hombres de hoy, tan necesitados de “palabras de vida
eterna” (Discurso al Instituto Pablo VI de Brescia, 26 de enero de 1980, n.
2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de febrero de
1980, p. 20).
84

LA ORACIÓN ES CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE


070304. Angelus.
En este segundo domingo de Cuaresma, el evangelista san Lucas
subraya que Jesús subió a un monte “para orar” (Lc 9, 28) juntamente con
los apóstoles Pedro, Santiago y Juan y, “mientras oraba” (Lc 9, 29), se
verificó el luminoso misterio de su transfiguración. Por tanto, para los tres
Apóstoles subir al monte significó participar en la oración de Jesús, que se
retiraba a menudo a orar, especialmente al alba y después del ocaso, y a
veces durante toda la noche. Pero sólo aquella vez, en el monte, quiso
manifestar a sus amigos la luz interior que lo colmaba cuando oraba: su
rostro —leemos en el evangelio— se iluminó y sus vestidos dejaron
transparentar el esplendor de la Persona divina del Verbo encarnado (cf. Lc
9, 29).
En la narración de san Lucas hay otro detalle que merece destacarse:
la indicación del objeto de la conversación de Jesús con Moisés y Elías,
que aparecieron junto a él transfigurado. Ellos —narra el evangelista—
“hablaban de su muerte (en griego éxodos), que iba a consumar en
Jerusalén” (Lc 9, 31).
Por consiguiente, Jesús escucha la Ley y los Profetas, que le hablan de
su muerte y su resurrección. En su diálogo íntimo con el Padre, no sale de
la historia, no huye de la misión por la que ha venido al mundo, aunque
sabe que para llegar a la gloria deberá pasar por la cruz. Más aún, Cristo
entra más profundamente en esta misión, adhiriéndose con todo su ser a la
voluntad del Padre, y nos muestra que la verdadera oración consiste
precisamente en unir nuestra voluntad a la de Dios.
Por tanto, para un cristiano orar no equivale a evadirse de la realidad y
de las responsabilidades que implica, sino asumirlas a fondo, confiando en
el amor fiel e inagotable del Señor. Por eso, la transfiguración es,
paradójicamente, la verificación de la agonía en Getsemaní (cf. Lc 22, 39-
46). Ante la inminencia de la Pasión, Jesús experimentará una angustia
mortal, y aceptará la voluntad divina; en ese momento, su oración será
prenda de salvación para todos nosotros. En efecto, Cristo suplicará al
Padre celestial que “lo salve de la muerte” y, como escribe el autor de la
carta a los Hebreos, “fue escuchado por su actitud reverente” (Hb 5, 7). La
resurrección es la prueba de que su súplica fue escuchada.
Queridos hermanos y hermanas, la oración no es algo accesorio, algo
opcional; es cuestión de vida o muerte. En efecto, sólo quien ora, es decir,
quien se pone en manos de Dios con amor filial, puede entrar en la vida
eterna, que es Dios mismo.
Durante este tiempo de Cuaresma pidamos a María, Madre del Verbo
encarnado y Maestra de vida espiritual, que nos enseñe a orar como hacía su
Hijo, para que nuestra existencia sea transformada por la luz de su presencia.

NECESIDAD DE LA CONVERSIÓN
070311. Angelus.
85
La página del evangelio de san Lucas, que se proclama en este tercer
domingo de Cuaresma, refiere el comentario de Jesús sobre dos hechos de
crónica. El primero: la revuelta de algunos galileos, que Pilato reprimió de
modo sangriento; el segundo, el desplome de una torre en Jerusalén, que
causó dieciocho víctimas. Dos acontecimientos trágicos muy
diversos: uno, causado por el hombre; el otro, accidental. Según la
mentalidad del tiempo, la gente tendía a pensar que la desgracia se había
abatido sobre las víctimas a causa de alguna culpa grave que habían
cometido. Jesús, en cambio, dice: “¿Pensáis que esos galileos eran más
pecadores que todos los demás galileos?... O aquellos dieciocho, ¿pensáis
que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en
Jerusalén?” (Lc 13, 2. 4). En ambos casos, concluye: “No, os lo aseguro;
y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 3. 5).
Por tanto, el mensaje que Jesús quiere transmitir a sus oyentes es la
necesidad de la conversión. No la propone en términos moralistas, sino
realistas, como la única respuesta adecuada a acontecimientos que ponen
en crisis las certezas humanas. Ante ciertas desgracias —advierte— no se
ha de atribuir la culpa a las víctimas. La verdadera sabiduría es, más bien,
dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y asumir una actitud
de responsabilidad: hacer penitencia y mejorar nuestra vida. Esta es
sabiduría, esta es la respuesta más eficaz al mal, en cualquier nivel,
interpersonal, social e internacional. Cristo invita a responder al mal, ante
todo, con un serio examen de conciencia y con el compromiso de purificar
la propia vida. De lo contrario —dice— pereceremos, pereceremos todos
del mismo modo.
En efecto, las personas y las sociedades que viven sin cuestionarse
jamás tienen como único destino final la ruina. En cambio, la conversión,
aunque no libra de los problemas y de las desgracias, permite afrontarlos
de “modo” diverso. Ante todo, ayuda a prevenir el mal, desactivando
algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el
bien, si no siempre en el plano de los hechos —que a veces son
independientes de nuestra voluntad—, ciertamente en el espiritual. En
síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque
no siempre puede evitar sus consecuencias.
Pidamos a María santísima, que nos acompaña y nos sostiene en el
itinerario cuaresmal, que ayude a todos los cristianos a redescubrir la
grandeza, yo diría, la belleza de la conversión. Que nos ayude a
comprender que hacer penitencia y corregir la propia conducta no es
simple moralismo, sino el camino más eficaz para mejorarse a sí mismo y
mejorar la sociedad. Lo expresa muy bien una feliz sentencia: Es mejor
encender una cerilla que maldecir la oscuridad.

IMPORTANCIA DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA


070316. Discurso. Curso sobre fuero interno .
Este encuentro me brinda la oportunidad de reflexionar juntamente con
vosotros sobre la importancia del sacramento de la Penitencia también en
86
nuestro tiempo y de reafirmar la necesidad de que los sacerdotes se
preparen para administrarlo con devoción y fidelidad, para alabanza de
Dios y para la santificación del pueblo cristiano, como prometen al obispo
en el día de su ordenación presbiteral.
En efecto, se trata de una de las tareas características del peculiar
ministerio que están llamados a desempeñar “in persona Christi”. Con los
gestos y las palabras sacramentales, los sacerdotes hacen visible sobre
todo el amor de Dios, que en Cristo se reveló en plenitud. Como recuerda
el Catecismo de la Iglesia católica, al administrar el sacramento del
perdón y de la reconciliación, el presbítero actúa como “el signo y el
instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador” (n. 1465).
Por tanto, lo que sucede en este sacramento es ante todo misterio de amor,
obra del amor misericordioso del Señor.
“Dios es amor” (1 Jn 4, 16): en esta sencilla afirmación el evangelista
san Juan encerró la revelación de todo el misterio de Dios Trinidad. Y en
el encuentro con Nicodemo, Jesús, anunciando su pasión y muerte en la
cruz, afirma: “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna” (Jn 3, 16). Todos necesitamos acudir a la fuente inagotable del
amor divino, que se nos manifiesta totalmente en el misterio de la cruz,
para encontrar la auténtica paz con Dios, con nosotros mismos y con el
prójimo. Sólo de esta fuente espiritual es posible sacar la energía interior
indispensable para vencer el mal y el pecado en la lucha sin tregua que
marca nuestra peregrinación terrena hacia la patria celestial.
El mundo contemporáneo sigue presentando las contradicciones que
pusieron muy bien de relieve los padres del concilio Vaticano II (cf.
Gaudium et spes, 4-10): vemos una humanidad que quisiera ser
autosuficiente, donde no pocos creen que pueden prescindir de Dios para
vivir bien; y, sin embargo, ¡cuántos parecen tristemente condenados a
afrontar dramáticas situaciones de vacío existencial!, ¡cuánta violencia
hay aún sobre la tierra!, ¡cuánta soledad pesa sobre el corazón del hombre
de la era de las comunicaciones! En una palabra, parece que hoy se ha
perdido el “sentido del pecado”, pero en compensación han aumentado los
“complejos de culpa”.
¿Quién podrá librar el corazón de los hombres de este yugo de muerte,
si no es Aquel que con su muerte derrotó para siempre el poder del mal
con la omnipotencia del amor divino? Como recordaba san Pablo a los
cristianos de Éfeso, “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que
nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos
vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2, 4).
En el sacramento de la Confesión, el sacerdote es instrumento de este
amor misericordioso de Dios, que invoca en la fórmula de absolución de los
pecados: “Dios, Padre misericordioso, que reconcilió al mundo por la
muerte y resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la
remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el
perdón y la paz”.
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El Nuevo Testamento, en cada una de sus páginas, habla del amor y de la
misericordia de Dios, que se hicieron visibles en Cristo. En efecto, Jesús,
que “acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 2), y con autoridad
afirma: “Hombre, tus pecados te quedan perdonados” (Lc 5, 20), dice: “No
necesitan médico los que están sanos, sino los enfermos. No he venido a
llamar a conversión a justos, sino a pecadores” (Lc 5, 31-32). El
compromiso del sacerdote y del confesor consiste principalmente en llevar a
cada uno a experimentar el amor que Cristo le tiene, encontrándolo en el
camino de la propia vida, como san Pablo lo encontró en el camino de
Damasco.
Conocemos la apasionada declaración del Apóstol de los gentiles
después de aquel encuentro que cambió su vida: “Me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Ga 2, 20). Esta es su experiencia personal en el camino de
Damasco: el Señor Jesús amó a san Pablo y dio su vida por él. Y en la
Confesión este es también nuestro camino, nuestro camino de Damasco,
nuestra experiencia: Jesús me amó y se entregó por mí. Ojalá que cada
persona haga esta misma experiencia espiritual, como la hizo el siervo de
Dios Juan Pablo II, “redescubriendo a Cristo como mysterium pietatis, en el
que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia
plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso hacer que
descubran también a través del sacramento de la Penitencia” (Novo
millennio ineunte, 37).
El sacerdote, ministro del sacramento de la Reconciliación, debe
considerar siempre como tarea suya hacer que en sus palabras y en el
modo de tratar al penitente se refleje el amor misericordioso de Dios.
Como el padre de la parábola del hijo pródigo, debe acoger al pecador
arrepentido, ayudarle a levantarse del pecado, animarlo a enmendarse sin
llegar a componendas con el mal, sino recorriendo siempre el camino
hacia la perfección evangélica. Todas las personas que se confiesan han de
revivir en el sacramento de la Reconciliación esta hermosa experiencia del
hijo pródigo, que encuentra en el padre toda la misericordia divina.
Queridos hermanos, todo esto implica que el sacerdote comprometido
en el ministerio del sacramento de la Penitencia esté animado él mismo
por una constante tensión hacia la santidad. El Catecismo de la Iglesia
católica apunta alto en esta exigencia cuando afirma: “El confesor (...)
debe tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano,
experiencia de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha
caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir
al penitente con paciencia hacia la curación y su plena madurez. Debe orar
y hacer penitencia por él, confiándolo a la misericordia del Señor” (n.
1466).
Para cumplir esta importante misión, siempre unido interiormente al
Señor, el sacerdote ha de mantenerse fiel al magisterio de la Iglesia por lo
que atañe a la doctrina moral, consciente de que la ley del bien y del mal
no está determinada por las situaciones, sino por Dios.
A la Virgen María, madre de misericordia, pido que sostenga el
ministerio de los sacerdotes confesores y ayude a todas las comunidades
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cristianas a comprender cada vez más el valor y la importancia del
sacramento de la Penitencia para el crecimiento espiritual de todos los
fieles.

EL HIJO PRÓDIGO
070318. Homilía. Centro penitenciario de Casal del Marmo.
He venido de buen grado a visitaros, y el momento más importante de
nuestro encuentro es la santa misa, en la que se renueva el don del amor de
Dios: amor que nos consuela y da paz, especialmente en los momentos
difíciles de la vida. En este clima de oración quisiera dirigiros mi saludo a
cada uno de vosotros.
En la celebración eucarística es Cristo mismo quien se hace presente
en medio de nosotros; más aún, viene a iluminarnos con su enseñanza, en
la liturgia de la Palabra, y a alimentarnos con su Cuerpo y su Sangre, en la
liturgia eucarística y en la Comunión. De este modo viene a enseñarnos a
amar, viene a capacitarnos para amar y, así, para vivir. Pero, tal vez digáis,
¡cuán difícil es amar en serio, vivir bien! ¿Cuál es el secreto del amor, el
secreto de la vida? Volvamos al evangelio. En este evangelio aparecen tres
personas: el padre y sus dos hijos. Pero detrás de las personas hay dos
proyectos de vida bastante diversos. Ambos hijos viven en paz, son
agricultores muy ricos; por tanto, tienen con qué vivir, venden bien sus
productos, su vida parece buena.
Y, sin embargo, el hijo más joven siente poco a poco que esta vida es
aburrida, que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la
vida: levantarse cada día, no sé, quizá a las 6; después, según las
tradiciones de Israel, una oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego,
el trabajo y, al final, otra vez una oración. Así, día tras día; él piensa: no, la
vida es algo más, debo encontrar otra vida, en la que sea realmente libre,
en la que pueda hacer todo lo que me agrada; una vida libre de esta
disciplina y de estas normas de los mandamientos de Dios, de las órdenes
de mi padre; quisiera estar solo y que mi vida sea totalmente mía, con
todos sus placeres. En cambio, ahora es solamente trabajo.
Así, decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy
respetuoso y generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe
encontrar su proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a
un país muy lejano. Probablemente lejano desde un punto de vista
geográfico, porque quiere un cambio, pero también desde un punto de
vista interior, porque quiere una vida totalmente diversa. Ahora su idea es:
libertad, hacer lo que me agrade, no reconocer estas normas de un Dios
que es lejano, no estar en la cárcel de esta disciplina de la casa, hacer lo
que me guste, lo que me agrade, vivir la vida con toda su belleza y su
plenitud.
Y en un primer momento —quizá durante algunos meses— todo va
bien: cree que es hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente
feliz. Pero después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento,
también aquí es siempre lo mismo. Y al final queda un vacío cada vez más
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inquietante; percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida no es aún
la vida; más aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se
aleja cada vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la
esclavitud de hacer las mismas cosas. Y al final también el dinero se
acaba, y el joven se da cuenta de que su nivel de vida está por debajo del
de los cerdos.
Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el
camino de la vida: una libertad interpretada como hacer lo que me agrada,
vivir sólo para mí; o si, en cambio, no sería quizá mejor vivir para los
demás, contribuir a la construcción del mundo, al crecimiento de la
comunidad humana... Así comienza el nuevo camino, un camino interior.
El muchacho reflexiona y considera todos estos aspectos nuevos del
problema y comienza a ver que era mucho más libre en su casa, siendo
propietario también él, contribuyendo a la construcción de la casa y de la
sociedad en comunión con el Creador, conociendo la finalidad de su vida,
descubriendo el proyecto que Dios tenía para él.
En este camino interior, en esta maduración de un nuevo proyecto de
vida, viviendo también el camino exterior, el hijo más joven se dispone a
volver para recomenzar su vida, porque ya ha comprendido que había
emprendido el camino equivocado. Se dice a sí mismo: debo volver a
empezar con otro concepto, debo recomenzar.
Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la
posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir, y lo que
significa no vivir. El padre, con todo su amor, lo abraza, le ofrece una
fiesta, y la vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo
comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada
día crea la verdadera fiesta y la verdadera libertad. Así, vuelve a casa
interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa
vivir.
Ciertamente, en el futuro su vida tampoco será fácil, las tentaciones
volverán, pero él ya es plenamente consciente de que una vida sin Dios no
funciona: falta lo esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el gran sentido
de ser hombre. Ha comprendido que sólo podemos conocer a Dios por su
Palabra. Los cristianos podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias
a Jesús, en el que se nos ha mostrado realmente el rostro de Dios.
El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos
para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican
el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Comprende que
también el trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los
demás, alarga la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en
el trabajo da profundidad a la vida, porque al final se experimenta la
satisfacción de haber contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a
ser más libre y más bello.
No quisiera hablar ahora del otro hijo, que permaneció en casa, pero
por su reacción de envidia vemos que interiormente también él soñaba que
quizá sería mucho mejor disfrutar de todas las libertades. También él en su
interior debe “volver a casa” y comprender de nuevo qué significa la vida;
90
comprende que sólo se vive verdaderamente con Dios, con su palabra, en
la comunión de su familia, del trabajo; en la comunión de la gran familia
de Dios. No quisiera entrar ahora en estos detalles: dejemos que cada uno
se aplique a su modo este evangelio. Nuestras situaciones son diversas, y
cada uno tiene su mundo. Esto no quita que todos seamos interpelados y
que todos podamos entrar, a través de nuestro camino interior, en la
profundidad del Evangelio.
Añado sólo algunas breves observaciones. El evangelio nos ayuda a
comprender quién es verdaderamente Dios: es el Padre misericordioso que
en Jesús nos ama sin medida. Los errores que cometemos, aunque sean
grandes, no menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de la
Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos
acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos
este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que
renace a la vida verdadera.
Además, esta parábola nos ayuda a comprender quién es el hombre: no
es una “mónada”, una entidad aislada que vive sólo para sí misma y debe
tener la vida sólo para sí misma. Al contrario, vivimos con los demás,
hemos sido creados juntamente con los demás, y sólo estando con los
demás, entregándonos a los demás, encontramos la vida. El hombre es una
criatura en la que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída
al horizonte de su gracia, pero también es una criatura frágil, expuesta al
mal; pero también es capaz de hacer el bien.
Y, por último, el hombre es una persona libre. Debemos comprender lo
que es la libertad y lo que es sólo apariencia de libertad. Podríamos decir
que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad
divina, pero puede transformarse también en un plano inclinado por el
cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así
también la libertad y nuestra dignidad.
Queridos amigos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los
cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia
nos ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión que,
antes que ser un esfuerzo siempre importante para cambiar nuestra
conducta, es una oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es
decir, abandonar el pecado y elegir volver a Dios.
Recorramos juntos este camino de liberación interior; este es el
imperativo de la Cuaresma. Cada vez que, como hoy, participamos en la
Eucaristía, fuente y escuela del amor, nos hacemos capaces de vivir este
amor, de anunciarlo y testimoniarlo con nuestra vida. Pero es necesario
que decidamos ir a Jesús, como hizo el hijo pródigo, volviendo interior y
exteriormente al padre. Al mismo tiempo, debemos abandonar la actitud
egoísta del hijo mayor, seguro de sí, que condena fácilmente a los demás,
cierra el corazón a la comprensión, a la acogida y al perdón de los
hermanos, y olvida que también él necesita el perdón.
Que nos obtengan este don la Virgen María y san José, mi patrono,
cuya fiesta celebraremos mañana, y a quien ahora invoco de modo
particular por cada uno de vosotros y por vuestros seres queridos.
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EL SECRETO DE LA ALEGRÍA: DIOS NOS AMA


070318. Discurso. Centro penitenciario de Casal del Marmo.
Ante todo, quisiera daros las gracias por vuestra alegría. ¡Gracias por
esta participación! Para mí es una gran alegría haberos dado un poco de
luz con mi visita.
Queridos muchachos y muchachas, hoy para vosotros, como se ha
dicho, es una jornada de fiesta: ha venido a visitaros el Papa… Por tanto,
es una jornada de alegría. La liturgia misma de este domingo comienza
con una invitación a estar alegres: “¡Alégrate!” es la primera palabra de la
misa. Pero, ¿cómo puede ser feliz quien sufre, quien está privado de
libertad, quien se siente abandonado?
Durante la misa hemos recordado que Dios nos ama: este es el
manantial de la verdadera alegría. Aun teniendo todo lo que se desea, a
veces se es infeliz; en cambio, se podría estar privado de todo, incluso de
libertad y de salud, y estar en paz y en alegría, si dentro del corazón está
Dios. Por tanto, el secreto está aquí: es preciso que Dios ocupe siempre el
primer lugar en nuestra vida. Jesús nos reveló el verdadero rostro de Dios.
Queridos amigos, antes de dejaros os aseguro de todo corazón que seguiré
recordándoos ante el Señor. Estaréis siempre presentes en mis oraciones.

SACRAMENTUM CARITATIS: PRESENTACIÓN DEL PAPA


070318. Angelus.
Acabo de volver del centro penitenciario de menores de Casal del
Marmo, en Roma, que fui a visitar en este cuarto domingo de Cuaresma,
llamado en latín domingo “Laetare”, es decir, “Alégrate”, por la primera
palabra de la antífona de entrada de la liturgia de la misa. Hoy la liturgia
nos invita a alegrarnos porque se acerca la Pascua, el día de la victoria de
Cristo sobre el pecado y la muerte. Pero, ¿dónde se encuentra el manantial
de la alegría cristiana sino en la Eucaristía, que Cristo nos ha dejado como
alimento espiritual, mientras somos peregrinos en esta tierra? La
Eucaristía alimenta en los creyentes de todas las épocas la alegría
profunda, que está íntimamente relacionada con el amor y la paz, y que
tiene su origen en la comunión con Dios y con los hermanos.
El martes pasado se presentó la exhortación apostólica postsinodal
Sacramentum caritatis, que tiene como tema precisamente la Eucaristía,
fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia. La elaboré
recogiendo los frutos de la XI Asamblea general del Sínodo de los
obispos, que se celebró en el Vaticano en octubre de 2005. Espero volver
a reflexionar sobre este importante texto, pero ya desde ahora deseo
subrayar que es expresión de la fe de la Iglesia universal en el misterio
eucarístico, y está en continuidad con el concilio Vaticano II y el
magisterio de mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II.
En este documento quise poner de relieve, entre otras cosas, su vínculo
con la encíclica Deus caritas est: por eso elegí como título Sacramentum
caritatis, retomando una hermosa definición de la Eucaristía de santo
Tomás de Aquino (cf. Summa Theol., III, q. 73, a. 3, ad 3), “Sacramento de
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la caridad”. Sí, en la Eucaristía Cristo quiso darnos su amor, que lo
impulsó a ofrecer en la cruz su vida por nosotros.
En la última Cena, al lavar los pies a sus discípulos, Jesús nos dejó el
mandamiento del amor: “Como yo os he amado, así amaos también
vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). Pero, dado que esto sólo es
posible permaneciendo unidos a él, como sarmientos a la vid (cf. Jn 15, 1-
8), decidió quedarse él mismo entre nosotros en la Eucaristía, para que
nosotros pudiéramos permanecer en él. Por tanto, cuando nos
alimentamos con fe de su Cuerpo y de su Sangre, su amor pasa a nosotros
y nos capacita para dar, también nosotros, la vida por nuestros hermanos
(cf. 1 Jn 3, 16) y no vivir para nosotros mismos. De aquí brota la alegría
cristiana, la alegría del amor y de ser amados.
“Mujer eucarística” por excelencia es María, obra maestra de la gracia
divina: el amor de Dios la hizo inmaculada “en su presencia, en el amor”
(cf. Ef 1, 4). Junto a ella, para custodiar al Redentor, Dios puso a san José,
cuya solemnidad litúrgica celebraremos mañana. Invoco en particular a
este gran santo, mi patrono, para que creyendo, celebrando y viviendo con
fe el misterio eucarístico, el pueblo de Dios sea colmado del amor de
Cristo y difunda sus frutos de alegría y paz a toda la humanidad.

TEOLOGÍA Y UNIVERSIDAD: PREGUNTAS Y RESPUESTAS


070321. Discurso. A la Facultad de Teología de Tubinga.
Os agradezco esta visita, y puedo decir que me alegra verdaderamente
de corazón. Por un lado, el encuentro con el propio pasado es siempre una
cosa hermosa, puesto que encierra en sí algo que rejuvenece. Por otro, es
algo más que un encuentro nostálgico. Usted mismo, señor obispo, ha
dicho que es también un signo: un signo, por un lado, de cuánto me
importa la teología —¿y cómo podría ser de otro modo?—, puesto que
había considerado como mi verdadera vocación la enseñanza, aunque el
buen Dios improvisamente quiso otra cosa. Pero, inversamente, también
es un signo de vuestra parte que veáis la unidad interior entre la
investigación teológica, la enseñanza y el trabajo teológico, y el servicio
pastoral en la Iglesia, y con ello la totalidad del compromiso eclesial con
respecto al hombre, al mundo y a nuestro futuro.
Naturalmente, anoche, con vistas a este encuentro, comencé a repasar
un poco algunos de mis recuerdos. Y así me ha venido a la memoria un
recuerdo que se combina con lo que usted, señor decano, acaba de
exponer, es decir, el recuerdo del gran senado. No sé si aún hoy todos los
nombramientos pasan por el gran senado. Por ejemplo, era muy
interesante que, cuando se debía asignar una cátedra de matemáticas, o de
asiriología, o de física de los cuerpos sólidos o cualquier otra materia, la
contribución por parte de las otras Facultades era mínima y todo se
resolvía más bien rápidamente, porque casi nadie osaba dar su opinión.
Era diversa la situación cuando se trataba de las disciplinas humanísticas.
En resumidas cuentas, cuando se trataba de las cátedras de teología en
ambas Facultades, todos daban su opinión, de modo que se veía que todos
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los profesores de la Universidad se sentían en cierto modo competentes en
teología, tenían la sensación de poder y deber participar en la decisión.
Obviamente, la teología les interesaba particularmente.
Así, por una parte, se percibía que los colegas de las otras Facultades
consideraban en cierto modo la teología como el corazón de la
Universidad, y, por otra, que precisamente la teología era algo que
concernía a todos, en la que todos se sentían implicados y, en cierto modo,
sabían que eran competentes. En otras palabras, pensándolo bien, esto
significa que precisamente en el debate sobre las cátedras de teología la
Universidad se podía experimentar como Universidad. Me alegra saber
que ahora existen estas cooptaciones, más que en el pasado, aunque
Tubinga se ha comprometido siempre en esto. No sé si existe todavía el
Leibniz-Kolleg, del que formé parte; de todas formas, la Universidad
moderna corre mucho peligro de transformarse en un complejo de
institutos superiores, unidos más bien externa e institucionalmente, y
menos capaces de formar una unidad interior de universitas.
La teología era evidentemente algo en lo que la universitas estaba
presente y donde se mostraba que el conjunto forma una unidad y que,
precisamente en la base, hay un interrogante común, una tarea común, una
finalidad común. Pienso que en esto se puede ver, por una parte, un alto
aprecio de la teología. Considero que se trata de un hecho particularmente
importante, que manifiesta que en nuestro tiempo —en el que al menos en
los países latinos la laicidad del Estado y de las instituciones estatales se
subraya hasta el extremo y, por tanto, se exige dejar fuera todo lo
relacionado con Iglesia, cristianismo y fe— existen entramados de los que el
complejo que llamamos teología (que, precisamente, también está
relacionado de modo fundamental con Iglesia, fe y cristianismo) no puede
separarse. Así, resulta evidente que en este conjunto de nuestras realidades
europeas —aunque, bajo un cierto aspecto, son y deben ser laicas— el
pensamiento cristiano, con sus preguntas y respuestas, está presente y lo
acompaña.
Digo que este hecho, por un lado, manifiesta que precisamente la
teología sigue dando en cierto modo su aportación a la constitución de lo
que es la Universidad; pero, por otro, significa naturalmente también un
inmenso desafío para la teología satisfacer esta expectativa, estar a su
altura y prestar el servicio que se le encomienda y se espera de ella. Me
complace que, a través de las cooptaciones, ahora sea visible de modo
muy concreto —aún mucho más que entonces— que el debate
intrauniversitario hace de la Universidad verdaderamente lo que ella es,
implicándola en una dinámica colectiva de preguntas y respuestas. Pero
pienso que hay aún un motivo para reflexionar hasta qué punto somos
capaces —no sólo en Tubinga, sino también en otros lugares— de
satisfacer esta exigencia. En efecto, la Universidad y la sociedad, la
humanidad, necesitan preguntas, pero necesitan también respuestas. Y
considero que a este respecto es evidente para la teología —y no sólo para
la teología— una cierta dialéctica entre el cientificismo rígido y la
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pregunta más grande que la trasciende, y repetidamente emerge en ella, la
pregunta sobre la verdad.
Quisiera hacer esto más claro mediante un ejemplo. Un exegeta, un
intérprete de la Sagrada Escritura, debe explicarla como obra histórica
“secundum artem”, es decir, con el rígido cientificismo que conocemos,
según todos los elementos históricos que esto requiere, según el método
necesario. Sin embargo, esto por sí solo no basta para ser un teólogo. Si se
limitara a hacer esto, entonces la teología, o como quiera que sea, la
interpretación de la Biblia, sería algo semejante a la egiptología, a la
asiriología o a cualquier otra especialización. Para ser teólogo y prestar el
servicio a la Universidad y, me atrevo a decir, a la humanidad, por tanto, el
servicio que se espera de él debe ir más allá y preguntarse: Pero ¿es verdad
lo que allí se dice? Y si es verdad, ¿nos concierne? Y ¿de qué modo nos
concierne? Y ¿cómo podemos reconocer que es verdadero lo que nos
concierne?
Considero que, en este sentido, aun en el ámbito del cientificismo, la
teología siempre se necesita y se interpela incluso más allá del
cientificismo. La Universidad y la humanidad necesitan hacerse preguntas.
Allí donde ya no se hacen preguntas, incluso las que se refieren a lo
esencial y van más allá de toda especialización, ya no recibimos ni
siquiera respuestas. Sólo si preguntamos y con nuestras preguntas somos
radicales, tan radicales como debe ser radical la teología, más allá de toda
especialización, podemos esperar obtener respuestas a estas preguntas
fundamentales que nos conciernen a todos. Ante todo, debemos preguntar.
Quien no pregunta, no recibe respuesta. Pero —añadiría— la teología
necesita, además de la valentía de preguntar, también la humildad de
escuchar las respuestas que nos da la fe cristiana; la humildad de percibir
en estas respuestas su racionalidad y de hacerlas de este modo nuevamente
accesibles a nuestro tiempo y a nosotros mismos. Así, no sólo se
constituye la Universidad, sino también se ayuda a la humanidad a vivir.
Para esta tarea, invoco sobre vosotros la bendición de Dios.
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PASTORAL DE LA SALUD: COMPETENCIA Y CARIDAD


070322. Discurso. Al Consejo pontificio para la pastoral de la
salud.
La pastoral de la salud es un ámbito plenamente evangélico, que
recuerda de modo inmediato la obra de Jesús, buen Samaritano de la
humanidad. Cuando pasaba por las aldeas de Palestina anunciando la
buena nueva del reino de Dios, siempre acompañaba su predicación con
los signos que realizaba en favor de los enfermos, curando a todos los que
se hallaban prisioneros de diversas enfermedades y dolencias.
La salud del hombre, de todo el hombre, fue el signo que Cristo
escogió para manifestar la cercanía de Dios, su amor misericordioso que
cura el espíritu, el alma y el cuerpo. Queridos amigos, el seguimiento de
Cristo, al que los Evangelios nos presentan como “Médico”
divino, ha de ser siempre la referencia fundamental de todas vuestras
iniciativas.
Esta perspectiva bíblica da valor al principio ético natural del deber de
curar al enfermo, en virtud del cual hay que defender toda existencia
humana según las dificultades particulares en que se encuentra y según
nuestras posibilidades concretas de ayuda. Socorrer al ser humano es un
deber, sea como respuesta a un derecho fundamental de la persona, sea
porque la curación de los individuos redunda en beneficio de la
colectividad. La ciencia médica progresa en la medida en que acepta
replantearse siempre tanto el diagnóstico como los métodos de
tratamiento, dando por supuesto que los anteriores datos adquiridos y los
presuntos límites pueden superarse.
Por lo demás, la estima y la confianza con respecto al personal
sanitario son proporcionados a la certeza de que esos defensores de la vida
por profesión jamás despreciarán una existencia humana, aunque sea
discapacitada, e impulsarán siempre intentos de curación. Por
consiguiente, el esfuerzo por curar se ha de extender a todo ser humano,
con el fin de abarcar toda su existencia. En efecto, el concepto moderno de
atención sanitaria es la promoción humana: va desde el cuidado del
enfermo hasta los tratamientos preventivos, buscando el mayor desarrollo
humano y favoreciendo un ambiente familiar y social adecuado.
Esta perspectiva ética, basada en la dignidad de la persona humana y
en los derechos y deberes fundamentales vinculados a ella, se confirma y
se potencia con el mandamiento del amor, centro del mensaje cristiano.
Por tanto, los agentes sanitarios cristianos saben bien que existe un
vínculo muy estrecho e indisoluble entre la calidad de su servicio
profesional y la virtud de la caridad a la que Cristo los
llama: precisamente realizando bien su trabajo llevan a las personas el
testimonio del amor de Dios.

EDIFICAR UNA NUEVA EUROPA


070324. Discurso. Congreso 50º de los Tratados de Roma
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Me alegra particularmente recibiros en tan gran número en esta
audiencia, que tiene lugar en la víspera del 50° aniversario de la firma de los
Tratados de Roma, realizada el 25 de marzo de 1957. Culminaba entonces
una etapa importante para Europa, que había salido exhausta de la segunda
guerra mundial y deseaba construir un futuro de paz y de mayor bienestar
económico y social, sin disolver o negar las diversas identidades nacionales.
Desde marzo de hace cincuenta años, este continente ha recorrido un
largo camino, que ha llevado a la reconciliación de los dos “pulmones” —
Oriente y Occidente— unidos por una historia común, pero
arbitrariamente separados por un telón de injusticia. La integración
económica estimuló la política y favoreció la búsqueda, que todavía se
lleva a cabo no sin dificultades, de una estructura institucional adecuada
para una Unión europea que cuenta ya con 27 países y aspira a llegar a ser
en el mundo un actor global.
En estos años se ha sentido cada vez más la necesidad de establecer un
sano equilibrio entre la dimensión económica y la social, a través de
políticas capaces de producir riqueza y de incrementar la competitividad,
pero sin descuidar las legítimas expectativas de los pobres y los
marginados. Por desgracia, desde el punto de vista demográfico, se debe
constatar que Europa parece haber emprendido un camino que la podría
llevar a despedirse de la historia. Eso, además de poner en peligro el
crecimiento económico, también puede causar enormes dificultades a la
cohesión social y, sobre todo, favorecer un peligroso individualismo, al
que no le importan las consecuencias para el futuro.
Casi se podría pensar que el continente europeo de hecho está
perdiendo la confianza en su propio porvenir. Además, por lo que atañe,
por ejemplo, al respeto del medio ambiente o al ordenado acceso a los
recursos y a las inversiones energéticas, se fomenta poco la solidaridad, no
sólo en el ámbito internacional sino también en el estrictamente nacional.
No todos comparten el proceso mismo de unificación europea, por la
impresión generalizada de que varios “capítulos” del proyecto europeo han
sido “escritos” sin tener debidamente en cuenta las expectativas de los
ciudadanos.
De todo ello se sigue claramente que no se puede pensar en edificar
una auténtica “casa común” europea descuidando la identidad propia de
los pueblos de nuestro continente. En efecto, se trata de una identidad
histórica, cultural y moral, antes que geográfica, económica o política; una
identidad constituida por un conjunto de valores universales, que el
cristianismo ha contribuido a forjar, desempeñando así un papel no sólo
histórico, sino también fundacional con respecto a Europa.
Esos valores, que constituyen el alma del continente, en la Europa del
tercer milenio deben seguir actuando como “fermento” de civilización. En
efecto, si llegaran a faltar, ¿cómo podría el “viejo” continente continuar
desempeñando la función de “levadura” para el mundo entero? Si, con
ocasión del 50° aniversario de los Tratados de Roma, los Gobiernos de la
Unión desean “acercarse” a sus ciudadanos, ¿cómo podrían excluir un
97
elemento esencial de la identidad europea como es el cristianismo, con el
que una amplia mayoría de ellos sigue identificándose?
¿No es motivo de sorpresa que la Europa actual, a la vez que desea
constituir una comunidad de valores, parezca rechazar cada vez con mayor
frecuencia que haya valores universales y absolutos? Esta forma singular
de “apostasía” de sí misma, antes que de Dios, ¿acaso no la lleva a dudar
de su misma identidad? De este modo se acaba por difundir la convicción
de que la “ponderación de bienes” es el único camino para el
discernimiento moral y que el bien común es sinónimo de compromiso.
En realidad, si el compromiso puede constituir un
legítimo balance de intereses particulares diversos, se transforma en un
mal común cuando implica acuerdos que perjudican la naturaleza del
hombre.
Una comunidad que se construye sin respetar la auténtica dignidad del
ser humano, olvidando que toda persona ha sido creada a imagen de Dios,
acaba por no beneficiar a nadie. Precisamente por eso resulta cada vez
más indispensable que Europa evite la actitud pragmática, hoy
ampliamente generalizada, que justifica sistemáticamente el compromiso
con respecto a los valores humanos esenciales, como si fuera la inevitable
aceptación de un presunto mal menor.
Ese pragmatismo, presentado como equilibrado y realista, en el fondo
no es tal, precisamente porque niega la dimensión de valor e ideal, que es
inherente a la naturaleza humana. Además, cuando en ese pragmatismo se
insertan tendencias y corrientes laicistas y relativistas, se acaba por negar
a los cristianos el derecho mismo de intervenir como tales en el debate
público o, por lo menos, se descalifica su contribución acusándolos de
querer defender privilegios injustificados.
En el actual momento histórico y ante los numerosos desafíos que lo
caracterizan, la Unión europea, para ser garante efectiva del estado de
derecho y promotora eficaz de valores universales, no puede por menos de
reconocer con claridad la existencia cierta de una naturaleza humana
estable y permanente, fuente de derechos comunes a todas las personas,
incluidas las mismas que los niegan. En ese contexto, es preciso
salvaguardar el derecho a la objeción de conciencia, cuando se violan los
derechos humanos fundamentales.
Queridos amigos, sé cuán difícil es para los cristianos defender
denodadamente esta verdad del hombre. Sin embargo, no os canséis ni os
desalentéis. Sabéis que tenéis la misión de contribuir a edificar, con la
ayuda de Dios, una nueva Europa, realista pero no cínica, rica en ideales,
sin ingenuas y falsas ilusiones, inspirada en la perenne y vivificante
verdad del Evangelio.
Por esto, participad activamente en el debate público a nivel europeo,
conscientes de que ya forma parte integrante del debate nacional; y,
además de ese empeño, llevad a cabo una eficaz acción cultural. No cedáis
a la lógica del poder que es fin en sí mismo. Que os sirva de constante
estímulo y apoyo la exhortación de Cristo: si la sal se desvirtúa, no sirve
para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada (cf. Mt 5, 13). Que el
98
Señor haga fecundos todos vuestros esfuerzos y os ayude a reconocer y
valorar los elementos positivos presentes en la civilización actual, pero
denunciando con valentía todo lo que es contrario a la dignidad del
hombre.
Estoy seguro de que Dios no dejará de bendecir el esfuerzo generoso
de todos aquellos que, con espíritu de servicio, trabajan por construir una
casa común europea donde cada aportación cultural, social y política esté
orientada al bien común. A vosotros, ya comprometidos de diversas
maneras en esa importante empresa humana y evangélica, os expreso mi
apoyo y os dirijo mi más fuerte estímulo. Sobre todo os aseguro un
recuerdo en la oración y, a la vez que invoco la maternal protección de
María, Madre del Verbo encarnado, os imparto de corazón mi afectuosa
bendición a vosotros y a vuestras familias y comunidades.

LA MUJER ADÚLTERA
070325. Homilía. Parroquia Santas Felicidad y Perpetua
He venido de buen grado a visitaros en este V domingo de Cuaresma,
llamado también domingo de Pasión.
Aquí, como en otras partes, ciertamente no faltan situaciones
problemáticas, tanto en el campo material como en el moral, situaciones
que requieren de vosotros, queridos amigos, un compromiso constante de
testimoniar que el amor de Dios, que se manifestó plenamente en Cristo
crucificado y resucitado, abraza de modo concreto a todos, sin distinción
de raza y cultura. Esta es, en el fondo, la misión de toda comunidad
parroquial, llamada a anunciar el Evangelio y a ser lugar de acogida y de
escucha, de formación y de comunión fraterna, de diálogo y de perdón.
¿Cómo puede mantenerse fiel a este mandato una comunidad
cristiana? ¿Cómo puede llegar a ser cada vez más una familia de hermanos
animados por el Amor? La palabra de Dios que acabamos de escuchar, y
que resuena con singular elocuencia en nuestro corazón durante este
tiempo cuaresmal, nos recuerda que nuestra peregrinación terrena está
llena de dificultades y pruebas, como el camino del pueblo elegido a lo
largo del desierto antes de llegar a la tierra prometida. Pero, como asegura
Isaías en la primera lectura, la intervención divina puede facilitarlo,
transformando el páramo en un país confortable y rico en aguas (cf. Is 43,
19-20).
El salmo responsorial se hace eco del profeta: a la vez que recuerda la
alegría del regreso del exilio babilónico, invoca al Señor para que
intervenga en favor de los “cautivos”, que al ir van llorando, pero vuelven
llenos de júbilo, porque Dios está presente y, como en el pasado, hará
también en el futuro “grandes hazañas en favor nuestro”.
Esta misma confianza, esta esperanza en que después de tiempos
difíciles el Señor manifieste siempre su presencia y su amor, debe animar
a toda comunidad cristiana a la que su Señor ha dotado de abundantes
provisiones espirituales para atravesar el desierto de este mundo y
transformarlo en un vergel florido. Estas provisiones son la escucha dócil
99
de su Palabra, los sacramentos y todos los demás recursos espirituales de
la liturgia y de la oración personal. En definitiva, la verdadera provisión es
su amor. El amor que impulsó a Jesús a inmolarse por nosotros nos
transforma y nos capacita para seguirlo fielmente.
En la línea de lo que la liturgia nos propuso el domingo pasado, la
página evangélica de hoy nos ayuda a comprender que sólo el amor de
Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en
consecuencia, de toda sociedad, porque sólo su amor infinito lo libra del
pecado, que es la raíz de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia, no
hay que olvidar que es, sobre todo, amor: si odia el pecado, es porque ama
infinitamente a toda persona humana. Nos ama a cada uno de nosotros, y
su fidelidad es tan profunda que no se desanima ni siquiera ante nuestro
rechazo. Hoy, en particular, Jesús nos invita a la conversión interior: nos
explica por qué perdona, y nos enseña a hacer que el perdón recibido y
dado a los hermanos sea el “pan nuestro de cada día”.
El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos
escenas sugestivas: en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los
escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio
y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico (cf. Lv 20, 10),
condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y
conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados
acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús —lo
llaman “maestro” (Didáskale)—, preguntándole si está bien lapidarla.
Conocen su misericordia y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad
por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba
lugar a dudas.
Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer
lugar, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no
revela, pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la
frase que se ha hecho famosa: “Aquel de vosotros que esté sin pecado (usa
el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece
aquí), que le arroje la primera piedra” (Jn 8, 7) y comience la lapidación.
San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que “el Señor,
en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre”. Y añade
que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y,
mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por
lo cual, “golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como
una viga, se fueron uno tras otro” (In Io. Ev. tract. 33, 5).
Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a
Jesús se van, “comenzando por los más viejos”. Cuando todos se
marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario
de san Agustín es conciso y eficaz: “relicti sunt duo: misera et
misericordia”, “quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia”
(ib.).
Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar esta
escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la
misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que,
100
aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del
mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los
ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico
cuando le pregunta: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?” (Jn
8, 10). Y su respuesta es conmovedora: “Tampoco yo te condeno. Vete, y
en adelante no peques más” (Jn 8, 11). San Agustín, en su comentario,
observa: “El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera
tolerado el pecado, habría dicho: “Tampoco yo te condeno; vete y vive
como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo
castigo y de todo sufrimiento”. Pero no dijo eso” (In Io. Ev. tract. 33, 6).
Dice: “Vete y no peques más”.
Queridos amigos, la palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece
indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus
interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés: no
le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación
de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación
sólo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto
morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Jesús vino para
decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso, y que el infierno, del
que se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que
cierran el corazón a su amor.
Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro
verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso
de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta
consigna: “Vete, y en adelante no peques más”. Le concede el perdón,
para que “en adelante” no peque más. En un episodio análogo, el de la
pecadora arrepentida, que encontramos en el evangelio de san Lucas (cf.
Lc 7, 36-50), acoge y dice “vete en paz” a una mujer que se había
arrepentido. Aquí, en cambio, la adúltera recibe simplemente el perdón de
modo incondicional. En ambos casos —el de la pecadora arrepentida y el
de la adúltera— el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay
perdón sin arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón
al perdón. Aquí se pone de relieve que sólo el perdón divino y su amor
recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al
mal y “no pecar más”, para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que
se convierte en nuestra fuerza. De este modo, la actitud de Jesús se
transforma en un modelo a seguir por toda comunidad, llamada a hacer del
amor y del perdón el corazón palpitante de su vida.
Queridos hermanos y hermanas, en el camino cuaresmal que estamos
recorriendo y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la
certeza de que Dios no nos abandona jamás y que su amor es manantial de
alegría y de paz; es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el
camino de la santidad y, si es necesario, también hasta el martirio. Eso es
lo que les sucedió a los hijos y después a su valiente madre, santa
Felicidad, patronos de vuestra parroquia.
Que, por su intercesión, el Señor os conceda encontraros cada vez más
profundamente con Cristo y seguirlo con dócil fidelidad, para que, como
101
sucedió al apóstol san Pablo, también vosotros podáis proclamar con
sinceridad: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del
conocimiento deCristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y
las tengo por basura para ganar a Cristo” (Flp 3, 8).
Que el ejemplo y la intercesión de estos santos sean para vosotros un
estímulo constante a seguir el sendero del Evangelio sin titubeos y sin
componendas. Que os obtenga esta generosa fidelidad la Virgen María, a
quien mañana contemplaremos en el misterio de la Anunciación y a la que
os encomiendo a todos vosotros y a toda la población de este barrio de
Fidene. Amén.

TODO HOMBRE LLEVA EN SÍ UNA VOCACIÓN PERSONAL


070325. Discurso. Parroquia Santas Felicidad y Perpetua.
“Vocación”. Podemos examinar dos dimensiones de esta palabra. Ante
todo, se piensa inmediatamente en la vocación al sacerdocio. Pero la
palabra tiene una dimensión mucho más amplia, más general. Todo
hombre lleva en sí mismo un proyecto de Dios, una vocación personal,
una idea personal de Dios sobre lo que está llamado a hacer en la historia
para construir su Iglesia, templo vivo de su presencia. Y la misión del
sacerdote consiste sobre todo en despertar esta conciencia, en ayudar a
descubrir la vocación personal, el proyecto de Dios para cada uno de
nosotros.
Veo que aquí son muchos los que han descubierto el proyecto que les
concierne, tanto por lo que atañe a la vida profesional, en la formación de
la sociedad de hoy -en la que la presencia de las conciencias cristianas es
fundamental- como también por lo que atañe a la llamada a hacer que la
Iglesia crezca y viva. Ambas cosas son igualmente importantes. Una
sociedad en la que la conciencia cristiana ya no vive, pierde la dirección,
ya no sabe a dónde ir, qué se puede hacer y qué no se puede hacer, y acaba
en el vacío, fracasa.
Sólo si la conciencia viva de la fe ilumina nuestros corazones,
podemos también construir una sociedad justa. El Magisterio no impone
doctrinas. El Magisterio ayuda para que la conciencia misma pueda
escuchar la voz de Dios, para que la conciencia pueda conocer lo que está
bien, lo que es voluntad del Señor. Es sólo una ayuda para que la
responsabilidad personal, alimentada por una conciencia viva, pueda
realmente funcionar y así contribuir a que la justicia esté efectivamente
presente en nuestra sociedad: la justicia en su interior y la justicia
universal para todos los hermanos en el mundo actual. Hoy no sólo hay
una globalización económica; también hay una globalización de la
responsabilidad, la universalidad por la que todos somos responsables de
todos.
La Iglesia nos ofrece el encuentro con Cristo, con el Dios vivo, con el
“Logos”, que es la Verdad, la Luz, que no hace violencia a las conciencias,
no impone una doctrina parcial, sino que nos ayuda a ser nosotros mismos
102
hombres y mujeres plenamente realizados; así nos ayuda a vivir en la
responsabilidad personal y en la comunión más profunda entre nosotros,
una comunión que nace de la comunión con Dios, con el Señor.

EL MISTERIO DE LA ANUNCIACIÓN
070325. Angelus.
La Anunciación, narrada al inicio del evangelio de san Lucas, es un
acontecimiento humilde, oculto —nadie lo vio, nadie lo conoció, salvo
María—, pero al mismo tiempo decisivo para la historia de la humanidad.
Cuando la Virgen dijo su “sí” al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y
con él comenzó la nueva era de la historia, que se sellaría después en la
Pascua como “nueva y eterna alianza”.
En realidad, el “sí” de María es el reflejo perfecto del de Cristo mismo
cuando entró en el mundo, como escribe la carta a los Hebreos
interpretando el Salmo 39: “He aquí que vengo —pues de mí está escrito
en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 7). La
obediencia del Hijo se refleja en la obediencia de la Madre, y así, gracias
al encuentro de estos dos “sí”, Dios pudo asumir un rostro de hombre. Por
eso la Anunciación es también una fiesta cristológica, porque celebra un
misterio central de Cristo: su Encarnación.
“He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. La
respuesta de María al ángel se prolonga en la Iglesia, llamada a manifestar
a Cristo en la historia, ofreciendo su disponibilidad para que Dios pueda
seguir visitando a la humanidad con su misericordia. De este modo, el “sí”
de Jesús y de María se renueva en el “sí” de los santos, especialmente de
los mártires, que son asesinados a causa del Evangelio.
Los misioneros mártires, como reza el tema de este año, son “esperanza
para el mundo”, porque testimonian que el amor de Cristo es más fuerte que
la violencia y el odio. No buscaron el martirio, pero estuvieron dispuestos a
dar la vida para permanecer fieles al Evangelio. El martirio cristiano
solamente se justifica como acto supremo de amor a Dios y a los hermanos.
En este tiempo cuaresmal contemplamos con mayor frecuencia a la
Virgen, que en el Calvario sella el “sí” pronunciado en Nazaret. Unida a
Jesús, el Testigo del amor del Padre, María vivió el martirio del alma.
Invoquemos con confianza su intercesión, para que la Iglesia, fiel a su
misión, dé al mundo entero testimonio valiente del amor de Dios.

TESTIMONIAR A CRISTO EN EL MUNDO DEL TRABAJO


070328. Mensaje. A Mons. Rylko. IX Forum Int. de la Juventud
El tema es muy actual y tiene en cuenta las transformaciones
acontecidas en los últimos años en el campo de la economía, la tecnología
y la comunicación, que han modificado radicalmente la fisonomía y las
condiciones del mercado de trabajo. Si por un lado los progresos
realizados han suscitado nuevas esperanzas en los jóvenes, por otro lado a
menudo han creado en ellos formas preocupantes de marginación y
explotación, con crecientes situaciones de malestar personal. Debido a la
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considerable divergencia entre los ámbitos formativos y el mundo del
trabajo, han aumentado las dificultades para hallar una ocupación laboral
que responda a sus talentos personales y a los estudios realizados, sin la
certeza de poder conservar después ni siquiera un empleo incierto. El
proceso de globalización en curso en el mundo, ha comportado una
exigencia de movilidad que obliga a numerosos jóvenes a emigrar y a
vivir lejos del país de origen y de la propia familia. Esto genera en tantos
un inquietante sentido de inseguridad, con innegables repercusiones sobre
la capacidad no sólo de imaginar y poner en acto un proyecto para el
futuro, sino incluso de comprometerse concretamente en el matrimonio y
en la formación de una familia. Se trata de problemáticas complejas y
delicadas que deben ser oportunamente afrontadas, teniendo presente la
realidad actual y haciendo referencia a la Doctrina social de la Iglesia, de
la que se ofrece una adecuada presentación en el Catecismo de la Iglesia
Católica y sobre todo en el Compendio de la Doctrina social de la Iglesia.
(…) Estos documentos pontificios (Laborem exercens, Rerum
novarum, Quadragesimo anno) indican la necesidad de valorizar la
dimensión humana del trabajo y de tutelar la dignidad de la persona. En
efecto, la última referencia de toda actividad sólo puede ser el hombre,
creado a imagen y semejanza de Dios. Un análisis exhaustivo de la
situación lleva a constatar que el trabajo tiene su origen en el proyecto de
Dios sobre el hombre y que éste es participación en su obra creadora y
redentora. Por ello, toda actividad humana debería ser ocasión y lugar de
crecimiento de los individuos y de la sociedad, desarrollo de los “talentos”
personales para valorizarla y ponerla al servicio ordenado del bien común,
en espíritu de justicia y solidaridad. Para los creyentes, la finalidad última
del trabajo es la construcción del Reino de Dios.
Hoy, más que nunca, es necesario y urgente proclamar “el Evangelio
del trabajo”, vivir como cristianos en el mundo del trabajo y convertirse
en apóstoles entre los trabajadores. Pero para cumplir esta misión hay que
permanecer unidos a Cristo con la oración y una intensa vida sacramental,
valorando a este fin en modo especial el Domingo, que es el Día dedicado
al Señor.
Este año el tema de reflexión es: “Como yo os he amado, así amaos
también vosotros los unos a los otros” (Jn 13,34). Repito en esta ocasión
lo que escribí a los jóvenes cristianos del mundo entero en mi Mensaje
para la Jornada Mundial de la Juventud, que en los jóvenes se reviva “la fe
en el amor verdadero, fiel y fuerte; un amor que genera paz y alegría; un
amor que une a las personas, haciéndolas sentirse libres en el mutuo
respeto”, capaces de desarrollar plenamente las propias capacidades. No
cuenta sólo hacerse más «competitivos» y «productivos», hay que ser
«testigos de la caridad». Sólo así, con el apoyo de las respectivas
parroquias, movimientos y comunidades, donde es posible hacer la
experiencia de la grandeza y de la vitalidad de la Iglesia, los jóvenes serán
capaces de vivir el trabajo como una vocación y una verdadera misión.

EXPERIMENTAR Y COMUNICAR EL AMOR DE DIOS


104
070329. Homilía.
Nos encontramos esta tarde, en la proximidad de la XXII Jornada
mundial de la juventud, que, como sabéis, tiene por tema el mandamiento
nuevo que nos dejó Jesús en la noche en que fue entregado: “Amaos unos
a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34).
Esta cita asume un profundo y alto significado, pues es un encuentro
en torno a la cruz, una celebración de la misericordia de Dios, que cada
uno podrá experimentar personalmente en el sacramento de la confesión.
En el corazón de todo hombre, mendigo de amor, hay sed de amor. En
su primera encíclica, Redemptor hominis, mi amado predecesor el siervo
de Dios Juan Pablo II escribió: “El hombre no puede vivir sin amor.
Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de
sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo
experimenta y lo hace propio, si no participa en él plenamente” (n. 10).
El cristiano, de modo especial, no puede vivir sin amor. Más aún, si no
encuentra el amor verdadero, ni siquiera puede llamarse cristiano, porque,
como puse de relieve en la encíclica Deus caritas est, “no se comienza a
ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro
con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la
vida y, con ello, una orientación decisiva” (n. 1).
El amor de Dios por nosotros, iniciado con la creación, se hizo visible
en el misterio de la cruz, en la kénosis de Dios, en el vaciamiento, en el
humillante abajamiento del Hijo de Dios del que nos ha hablado el apóstol
san Pablo en la primera lectura, en el magnífico himno a Cristo de la carta
a los Filipenses. Sí, la cruz revela la plenitud del amor que Dios nos tiene.
Un amor crucificado, que no acaba en el escándalo del Viernes santo, sino
que culmina en la alegría de la Resurrección y la Ascensión al cielo, y en
el don del Espíritu Santo, Espíritu de amor por medio del cual, también
esta tarde, se perdonarán los pecados y se concederán el perdón y la paz.
El amor de Dios al hombre, que se manifiesta con plenitud en la cruz,
se puede describir con el término agapé, es decir, “amor oblativo, que
busca exclusivamente el bien del otro”, pero también con el término eros.
En efecto, al mismo tiempo que es amor que ofrece al hombre todo lo que
es Dios, como expliqué en el Mensaje para esta Cuaresma, también es un
amor donde “el corazón mismo de Dios, el Todopoderoso, espera el “sí”
de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa” (L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 16 de febrero de 2007, p. 4). Por
desgracia, “desde sus orígenes, la humanidad, seducida por las mentiras
del Maligno, se ha cerrado al amor de Dios, con el espejismo de una
autosuficiencia imposible (cf. Gn 3, 1-7)” (ib.).
Pero en el sacrificio de la cruz Dios sigue proponiendo su amor, su
pasión por el hombre, la fuerza que, como dice el Pseudo Dionisio,
“impide al amante permanecer en sí mismo, sino que lo impulsa a unirse
al amado” (De divinis nominibus, IV, 13: PG 3, 712). Dios viene a
“mendigar” el amor de su criatura. Esta tarde, al acercaros al sacramento
de la confesión, podréis experimentar el “don gratuito que Dios nos hace
de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del
105
pecado y santificarla” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1999), para
que, unidos a Cristo, lleguemos a ser criaturas nuevas (cf. 2 Co 5, 17-18).
Queridos jóvenes de la diócesis de Roma, con el bautismo habéis nacido
ya a una vida nueva en virtud de la gracia de Dios. Ahora bien, dado que
esta vida nueva no ha eliminado la debilidad de la naturaleza humana, ni la
inclinación al pecado, se nos da la oportunidad de acercarnos al sacramento
de la confesión. Cada vez que lo hacéis con fe y devoción, el amor y la
misericordia de Dios mueven vuestro corazón, después de un esmerado
examen de conciencia, para acudir al ministro de Cristo. A él, y así a Cristo
mismo, expresáis el dolor por los pecados cometidos, con el firme propósito
de no volver a pecar más en el futuro, dispuestos a aceptar con alegría los
actos de penitencia que él os indique para reparar el daño causado por el
pecado.
De este modo, experimentáis “el perdón de los pecados; la
reconciliación con la Iglesia; la recuperación del estado de gracia, si se
había perdido; la remisión de la pena eterna merecida a causa de los
pecados mortales y, al menos en parte, de las penas temporales que son
consecuencia del pecado; la paz y la serenidad de conciencia, y el
consuelo del espíritu; y el aumento de la fuerza espiritual para el combate
cristiano” de cada día (Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, n.
310).
Con el lavado penitencial de este sacramento, somos readmitidos en la plena
comunión con Dios y con la Iglesia, que es una compañía digna de confianza
porque es “sacramento universal de salvación” (Lumen gentium, 48).
En la primera parte del mandamiento nuevo, el Señor dice: “Amaos
unos a otros” (Jn 13, 34). Ciertamente, el Señor espera que nos dejemos
conquistar por su amor y experimentemos toda su grandeza y su belleza,
pero no basta. Cristo nos atrae hacia sí para unirse a cada uno de nosotros,
a fin de que también nosotros aprendamos a amar a nuestros hermanos con
el mismo amor con que él nos ha amado.
Hoy, como siempre, existe gran necesidad de una renovada capacidad
de amar a los hermanos. Al salir de esta celebración, con el corazón lleno
de la experiencia del amor de Dios, debéis estar preparados para
“atreveros” a vivir el amor en vuestras familias, en las relaciones con
vuestros amigos e incluso con quienes os han ofendido. Debéis estar
preparados para influir, con un testimonio auténticamente cristiano, en los
ambientes de estudio y de trabajo, a comprometeros en las comunidades
parroquiales, en los grupos, en los movimientos, en las asociaciones y en
todos los ámbitos de la sociedad.
Vosotros, jóvenes novios, vivid el noviazgo con un amor verdadero,
que implica siempre respeto recíproco, casto y responsable. Si el Señor
llama a alguno de vosotros, queridos jóvenes amigos de Roma, a una vida
de especial consagración, estad dispuestos a responder con un “sí”
generoso y sin componendas. Si os entregáis a Dios y a los hermanos,
experimentaréis la alegría de quien no se encierra en sí mismo con un
egoísmo muy a menudo asfixiante.
106
Pero, ciertamente, todo ello tiene un precio, el precio que Cristo pagó
primero y que todos sus discípulos, aunque de modo muy inferior con
respecto al Maestro, también deben pagar: el precio del sacrificio y de la
abnegación, de la fidelidad y de la perseverancia, sin los cuales no hay y
no puede haber verdadero amor, plenamente libre y fuente de alegría.
Queridos chicos y chicas, el mundo espera vuestra contribución para la
edificación de la “civilización del amor”. “El horizonte del amor es
realmente ilimitado: es el mundo entero” (Mensaje para la XXII Jornada
mundial de la juventud: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 9 de febrero de 2007, p. 7). Los sacerdotes que os acompañan y
vuestros educadores están seguros de que, con la gracia de Dios y la
constante ayuda de su divina misericordia, lograréis estar a la altura de la
ardua tarea a la que el Señor os llama.
No os desalentéis; antes bien, tened confianza en Cristo y en su Iglesia.
El Papa está cerca de vosotros y os asegura un recuerdo diario en la
oración, encomendándoos de modo particular a la Virgen María, Madre de
misericordia, para que os acompañe y sostenga siempre. Amén.

LA PROCESIÓN DE RAMOS: SEGUIR A JESÚS


070401. Homilía.
En la procesión del domingo de Ramos nos unimos a la multitud de los
discípulos que, con gran alegría, acompañan al Señor en su entrada en
Jerusalén. Como ellos, alabamos al Señor aclamándolo por todos los
prodigios que hemos visto. Sí, también nosotros hemos visto y vemos
todavía ahora los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a
renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio
de los que sufren; cómo da a hombres y mujeres la valentía para oponerse
a la violencia y a la mentira, para difundir en el mundo la verdad; cómo,
en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a
suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la
enemistad.
La procesión es, ante todo, un testimonio gozoso que damos de
Jesucristo, en el que se nos ha hecho visible el rostro de Dios y gracias al
cual el corazón de Dios se nos ha abierto a todos. En el evangelio de san
Lucas, la narración del inicio del cortejo cerca de Jerusalén está
compuesta en parte, literalmente, según el modelo del rito de coronación
con el que, como dice el primer libro de los Reyes, Salomón fue revestido
como heredero de la realeza de David (cf. 1 R 1, 33-35). Así, la procesión
de Ramos es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza
de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero
Salomón, el Rey de la paz y de la justicia.
Reconocerlo como rey significa aceptarlo como aquel que nos indica
el camino, aquel del que nos fiamos y al que seguimos. Significa aceptar
día a día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver
en él la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a él, porque su
autoridad es la autoridad de la verdad.
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La procesión de Ramos es —como sucedió en aquella ocasión a los
discípulos— ante todo expresión de alegría, porque podemos conocer a
Jesús, porque él nos concede ser sus amigos y porque nos ha dado la clave
de la vida. Pero esta alegría del inicio es también expresión de nuestro “sí”
a Jesús y de nuestra disponibilidad a ir con él a dondequiera que nos lleve.
Por eso, la exhortación inicial de la liturgia de hoy interpreta muy bien la
procesión también como representación simbólica de lo que llamamos
“seguimiento de Cristo”: “Pidamos la gracia de seguirlo”, hemos dicho.
La expresión “seguimiento de Cristo” es una descripción de toda la
existencia cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en
concreto “seguir a Cristo”?
Al inicio, con los primeros discípulos, el sentido era muy sencillo e
inmediato: significaba que estas personas habían decidido dejar su
profesión, sus negocios, toda su vida, para ir con Jesús. Significaba
emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental
de esta profesión era ir con el maestro, dejarse guiar totalmente por él. Así,
el seguimiento era algo exterior y, al mismo tiempo, muy interior. El
aspecto exterior era caminar detrás de Jesús en sus peregrinaciones por
Palestina; el interior era la nueva orientación de la existencia, que ya no
tenía sus puntos de referencia en los negocios, en el oficio que daba con
qué vivir, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente a la
voluntad de Otro. Estar a su disposición había llegado a ser ya una razón
de vida. Eso implicaba renunciar a lo que era propio, desprenderse de sí
mismo, como podemos comprobarlo de modo muy claro en algunas
escenas de los evangelios.
Pero esto también pone claramente de manifiesto qué significa para
nosotros el seguimiento y cuál es su verdadera esencia: se trata de un
cambio interior de la existencia. Me exige que ya no esté encerrado en mi
yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida.
Requiere que me entregue libremente a Otro, por la verdad, por amor, por
Dios que, en Jesucristo, me precede y me indica el camino. Se trata de la
decisión fundamental de no considerar ya los beneficios y el lucro, la
carrera y el éxito como fin último de mi vida, sino de reconocer como
criterios auténticos la verdad y el amor. Se trata de la opción entre vivir
sólo para mí mismo o entregarme por lo más grande. Y tengamos muy
presente que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han
convertido en persona. Siguiéndolo a él, entro al servicio de la verdad y
del amor. Perdiéndome, me encuentro.
Volvamos a la liturgia y a la procesión de Ramos. En ella la liturgia
prevé como canto el Salmo 24, que también en Israel era un canto
procesional usado durante la subida al monte del templo. El Salmo
interpreta la subida interior, de la que la subida exterior es imagen, y nos
explica una vez más lo que significa subir con Cristo. “¿Quién puede subir
al monte del Señor?”, pregunta el Salmo, e indica dos condiciones
esenciales. Los que suben y quieren llegar verdaderamente a lo alto, hasta
la altura verdadera, deben ser personas que se interrogan sobre Dios,
personas que escrutan en torno a sí buscando a Dios, buscando su rostro.
108
Queridos jóvenes amigos, ¡cuán importante es hoy precisamente no
dejarse llevar simplemente de un lado a otro en la vida, no contentarse con
lo que todos piensan, dicen y hacen, escrutar a Dios y buscar a Dios, no
dejar que el interrogante sobre Dios se disuelva en nuestra alma, el deseo
de lo que es más grande, el deseo de conocerlo a él, su rostro...!
La otra condición muy concreta para la subida es esta: puede estar en
el lugar santo “el hombre de manos inocentes y corazón puro”. Manos
inocentes son manos que no se usan para actos de violencia. Son manos
que no se ensucian con la corrupción, con sobornos. Corazón puro:
¿cuándo el corazón es puro? Es puro un corazón que no finge y no se
mancha con la mentira y la hipocresía; un corazón transparente como el
agua de un manantial, porque no tiene dobleces. Es puro un corazón que
no se extravía en la embriaguez del placer; un corazón cuyo amor es
verdadero y no solamente pasión de un momento.
Manos inocentes y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y
encontramos las purificaciones que nos llevan verdaderamente a la altura a
la que el hombre está destinado: la amistad con Dios mismo.
El salmo 24, que habla de la subida, termina con una liturgia de
entrada ante el pórtico del templo: “¡Portones!, alzad los dinteles, que se
alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria”. En la
antigua liturgia del domingo de Ramos, el sacerdote, al llegar ante el
templo, llamaba fuertemente con el asta de la cruz de la procesión al
portón aún cerrado, que a continuación se abría. Era una hermosa imagen
para ilustrar el misterio de Jesucristo mismo que, con el madero de su
cruz, con la fuerza de su amor que se entrega, ha llamado desde el lado del
mundo a la puerta de Dios; desde el lado de un mundo que no lograba
encontrar el acceso a Dios.
Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta
entre Dios y los hombres. Ahora ya está abierta. Pero también desde el
otro lado, el Señor llama con su cruz: llama a las puertas del mundo, a las
puertas de nuestro corazón, que con tanta frecuencia y en tan gran número
están cerradas para Dios. Y nos dice más o menos lo siguiente: si las
pruebas que Dios te da de su existencia en la creación no logran abrirte a
él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan
indiferente, entonces mírame a mí, al Dios que sufre por ti, que
personalmente padece contigo; mira que sufro por amor a ti y ábrete a mí,
tu Señor y tu Dios.
Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro
corazón. Que el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta
del mundo, para que él, el Dios vivo, pueda llegar en su Hijo a nuestro
tiempo y cambiar nuestra vida. Amén.

JUAN PABLO II: SU “PERFUME” LLENÓ LA CASA, LA


IGLESIA
070402. Homilía. Segundo aniversario de su muerte.
109
Hace dos años, un poco más tarde de esta hora, partía de este mundo
hacia la casa del Padre el amado Papa Juan Pablo II. Con esta celebración
queremos ante todo renovar a Dios nuestra acción de gracias por
habérnoslo dado durante veintisiete años como padre y guía seguro en la
fe, pastor celoso, profeta valiente de esperanza, testigo incansable y
servidor apasionado del amor de Dios. Al mismo tiempo, ofrecemos el
sacrificio eucarístico en sufragio de su alma elegida, con el recuerdo
imborrable de la gran devoción con que celebraba los sagrados misterios y
adoraba el Sacramento del altar, centro de su vida y de su incansable misión
apostólica.
El segundo aniversario de la piadosa muerte de este amado Pontífice se
celebra en un contexto muy propicio al recogimiento y a la oración, pues
ayer, con el domingo de Ramos, hemos entrado en la Semana santa, y la
liturgia nos hace revivir los últimos días de la vida terrena del Señor Jesús.
Hoy nos conduce a Betania, donde, precisamente “seis días antes de la
Pascua”, como anota el evangelista san Juan, Lázaro, Marta y María
ofrecieron una cena al Maestro.
El relato evangélico confiere un intenso clima pascual a nuestra
meditación: la cena de Betania es preludio de la muerte de Jesús, bajo el
signo de la unción que María hizo en honor del Maestro y que él aceptó en
previsión de su sepultura (cf. Jn 12, 7). Pero también es anuncio de la
resurrección, mediante la presencia misma del resucitado Lázaro,
testimonio elocuente del poder de Cristo sobre la muerte.
Además de su profundo significado pascual, la narración de la cena de
Betania encierra una emotiva resonancia, llena de afecto y devoción; una
mezcla de alegría y de dolor: alegría de fiesta por la visita de Jesús y de
sus discípulos, por la resurrección de Lázaro, por la Pascua ya cercana; y
amargura profunda porque esa Pascua podía ser la última, como hacían
temer las tramas de los judíos, que querían la muerte de Jesús, y las
amenazas contra el mismo Lázaro, cuya muerte se proyectaba.
En este pasaje evangélico hay un gesto sobre el que se centra nuestra
atención, y que también ahora habla de modo singular a nuestro corazón:
en un momento determinado, María de Betania, “tomando una libra de
perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con
sus cabellos” (Jn 12, 3). Es uno de los detalles de la vida de Jesús que san
Juan recogió en la memoria de su corazón y que contienen una inagotable
fuerza expresiva. Habla del amor a Cristo, un amor sobreabundante,
pródigo, como el ungüento “muy caro” derramado sobre sus pies. Un
hecho que, sintomáticamente, escandalizó a Judas Iscariote: la lógica del
amor contrasta con la del interés económico.
Para nosotros, reunidos en oración para recordar a mi venerado
predecesor, el gesto de la unción de María de Betania entraña ecos y
sugerencias espirituales. Evoca el luminoso testimonio que Juan Pablo II
dio de un amor a Cristo sin reservas y sin escatimar sacrificios. El
“perfume” de su amor “llenó toda la casa” (Jn 12, 3), es decir, toda la
Iglesia. Ciertamente, resultamos beneficiados nosotros, que estuvimos cerca
de él, y por esto damos gracias a Dios, pero también pudieron gozar de él
110
todos los que lo conocieron de lejos, porque el amor del Papa Wojtyla a
Cristo era tan fuerte e intenso que rebosó, podríamos decir, a todas las
regiones del mundo.
La estima, el respeto y el afecto que creyentes y no creyentes le
expresaron a su muerte, ¿no son acaso un testimonio elocuente? San
Agustín, comentando este pasaje del evangelio de san Juan, escribe: “La
casa se llenó de perfume; es decir, el mundo se llenó de la buena fama. El
buen olor es la buena fama... Por mérito de los buenos cristianos, el
nombre del Señor es alabado” (In Io. evang. tr., 50, 7). Es verdad: el
intenso y fecundo ministerio pastoral, y más aún el calvario de la agonía y
la serena muerte de nuestro amado Papa, dieron a conocer a los hombres
de nuestro tiempo que Jesucristo era de verdad su “todo”.
La fecundidad de este testimonio, como sabemos, depende de la cruz. En
la vida de Karol Wojtyla la palabra “cruz” no fue sólo una palabra. Desde su
infancia y su juventud experimentó el dolor y la muerte. Como sacerdote y
como obispo, y sobre todo como Sumo Pontífice, se tomó muy en serio la
última llamada de Cristo resucitado a Simón Pedro, en la ribera del lago de
Galilea: “Sígueme... Tú sígueme” (Jn 21, 19. 22). Especialmente en el lento
pero implacable avance de la enfermedad, que poco a poco lo despojó de
todo, su existencia se transformó en una ofrenda completa a Cristo, anuncio
vivo de su pasión, con la esperanza llena de fe en la resurrección.
Su pontificado se desarrolló bajo el signo de la “prodigalidad”, de una
entrega generosa y sin reservas. Lo movía únicamente el amor místico a
Cristo, a Aquel que, el 16 de octubre de 1978, lo había llamado con las
palabras del ceremonial: “Magister adest et vocat te”, “el Maestro está
aquí y te llama”. El 2 de abril de 2005, el Maestro volvió a llamarlo, esta
vez sin intermediarios, para llevarlo a casa, a la casa del Padre. Y él, una
vez más, respondió prontamente con su corazón intrépido, y
susurró: “Dejadme ir al Señor” (cf. S. Dziwisz, Una vita con Karol, p.
223).
Desde mucho tiempo antes se preparaba para este último encuentro
con Jesús, como lo atestiguan las diversas redacciones de su Testamento.
Durante los largos ratos de oración en su capilla privada hablaba con él,
abandonándose totalmente a su voluntad, y se encomendaba a María,
repitiendo el Totus tuus. Como su divino Maestro, vivió su agonía en
oración. Durante el último día de su vida, víspera del domingo de la
Misericordia divina, pidió que se le leyera precisamente el evangelio de
san Juan. Con la ayuda de las personas que lo acompañaban, quiso
participar en todas las oraciones diarias y en la liturgia de las Horas, hacer la
adoración y la meditación. Murió orando. Verdaderamente, se durmió en el
Señor.
“Y toda la casa se llenó del olor del perfume” (Jn 12, 3). Volvamos a
esta anotación, tan sugestiva, del evangelista san Juan. El perfume de la fe,
de la esperanza y de la caridad del Papa llenó su casa, llenó la plaza de
San Pedro, llenó la Iglesia y se difundió por el mundo entero. Lo que
aconteció después de su muerte fue, para quien cree, efecto de aquel
111
“perfume” que llegó a todos, cercanos y lejanos, y los atrajo hacia un
hombre que Dios había configurado progresivamente con su Cristo.
Por eso, podemos aplicarle a él las palabras del primer canto del Siervo
del Señor, que hemos escuchado en la primera lectura: “Mirad a mi siervo,
a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi
espíritu, para que traiga el derecho a las naciones” (Is 42, 1). “Siervo de
Dios”: es lo que fue, y así lo llamamos ahora en la Iglesia, mientras se
desarrolla con rapidez su proceso de beatificación: precisamente esta
mañana se ha clausurado la investigación diocesana sobre su vida, sus
virtudes y su fama de santidad.
“Siervo de Dios” es un título particularmente apropiado para él. El
Señor lo llamó a su servicio por el camino del sacerdocio y le abrió poco a
poco horizontes cada vez más amplios: desde su diócesis hasta la Iglesia
universal. Esta dimensión de universalidad alcanzó su máxima extensión
en el momento de su muerte, acontecimiento que el mundo entero vivió
con una participación nunca vista en la historia.
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo responsorial ha puesto en
nuestros labios palabras llenas de confianza. En la comunión de los santos,
nos parece escuchar la viva voz del amado Juan Pablo II, que desde la
casa del Padre —estamos seguros— no deja de acompañar el camino de la
Iglesia: “Espera en el Señor, sé valiente; ten ánimo, espera en el Señor”
(Sal 26, 14).
Sí, tengamos ánimo, queridos hermanos y hermanas; que nuestro
corazón esté lleno de esperanza. Con esta invitación en el corazón
prosigamos la celebración eucarística, vislumbrando ya la luz
de la Resurrección de Cristo, que brillará en la Vigilia pascual después de
la dramática oscuridad del Viernes santo.
Que el Totus tuus del amado Pontífice nos estimule a seguirlo por la
senda de la entrega de nosotros mismos a Cristo por intercesión de María,
y nos lo obtenga precisamente ella, la Virgen santísima, mientras
encomendamos a sus manos maternales a este padre, hermano y amigo
nuestro, para que en Dios descanse y goce en paz. Amén.

EL TRIDUO SACRO
070404. Audiencia General.
Mientras concluye el camino cuaresmal, que comenzó con el miércoles
de Ceniza, la liturgia del Miércoles santo ya nos introduce en el clima
dramático de los próximos días, impregnados del recuerdo de la pasión y
muerte de Cristo. En efecto, en la liturgia de hoy el evangelista san Mateo
propone a nuestra meditación el breve diálogo que tuvo lugar en el
Cenáculo entre Jesús y Judas. “¿Acaso soy yo, Rabbí?”, pregunta el
traidor del divino Maestro, que había anunciado: “Yo os aseguro que uno
de vosotros me entregará”. La respuesta del Señor es lapidaria: “Sí, tú lo
has dicho” (cf. Mt 26, 14-25). Por su parte, san Juan concluye la narración
del anuncio de la traición de Judas con pocas, pero significativas
palabras: “Era de noche” (Jn 13, 30).
112
Cuando el traidor abandona el Cenáculo, se intensifica la oscuridad en
su corazón —es una noche interior—, el desconcierto se apodera del
espíritu de los demás discípulos —también ellos van hacia la noche—,
mientras las tinieblas del abandono y del odio se condensan alrededor del
Hijo del Hombre, que se dispone a consumar su sacrificio en la cruz.
En los próximos días conmemoraremos el enfrentamiento supremo
entre la Luz y las Tinieblas, entre la Vida y la Muerte. También nosotros
debemos situarnos en este contexto, conscientes de nuestra “noche”, de
nuestras culpas y responsabilidades, si queremos revivir con provecho
espiritual el Misterio pascual, si queremos llegar a la luz del corazón
mediante este Misterio, que constituye el fulcro central de nuestra fe.
El inicio del Triduo pascual es el Jueves santo, mañana. Durante la
misa Crismal, que puede considerarse el preludio del Triduo sacro, el
pastor diocesano y sus colaboradores más cercanos, los presbíteros,
rodeados por el pueblo de Dios, renuevan las promesas formuladas el
día de la ordenación sacerdotal.
Se trata, año tras año, de un momento de intensa comunión eclesial,
que pone de relieve el don del sacerdocio ministerial que Cristo dejó a su
Iglesia en la víspera de su muerte en la cruz. Y para cada sacerdote es un
momento conmovedor en esta víspera de la Pasión, en la que el Señor se
nos entregó a sí mismo, nos dio el sacramento de la Eucaristía, nos dio el
sacerdocio. Es un día que toca el corazón de todos nosotros.
Luego se bendicen los óleos para la celebración de los sacramentos: el
óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos, y el santo crisma. Por la
tarde, al entrar en el Triduo pascual, la comunidad cristiana revive en la
misa in Cena Domini lo que sucedió durante la última Cena. En el
Cenáculo el Redentor quiso anticipar el sacrificio de su vida en el
Sacramento del pan y del vino convertidos en su Cuerpo y en su
Sangre: anticipa su muerte, entrega libremente su vida, ofrece el don
definitivo de sí mismo a la humanidad.
Con el lavatorio de los pies se repite el gesto con el que él, habiendo
amado a los suyos, los amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1) y dejó a los
discípulos, como su distintivo, este acto de humildad, el amor hasta la
muerte. Después de la misa in Cena Domini, la liturgia invita a los fieles a
permanecer en adoración del santísimo Sacramento, reviviendo la agonía
de Jesús en Getsemaní. Y vemos cómo los discípulos se durmieron,
dejando solo al Señor. También hoy, con frecuencia, nosotros, sus
discípulos, dormimos. En esta noche sagrada de Getsemaní, queremos
permanecer en vela; no queremos dejar solo al Señor en esta hora. Así
podemos comprender mejor el misterio del Jueves santo, que abarca el
triple sumo don del sacerdocio ministerial, de la Eucaristía y del
mandamiento nuevo del amor (“agapé”).
El Viernes santo, que conmemora los acontecimientos que van desde la
condena a muerte hasta la crucifixión de Cristo, es un día de penitencia, de
ayuno, de oración, de participación en la pasión del Señor. La asamblea
cristiana, en la hora establecida, vuelve a recorrer, con la ayuda de la
palabra de Dios y de los gestos litúrgicos, la historia de la infidelidad
113
humana al designio divino, que sin embargo precisamente así se realiza, y
vuelve a escuchar la narración conmovedora de la dolorosa pasión del
Señor.
Luego dirige al Padre celestial una larga “oración de los fieles”, que
abarca todas las necesidades de la Iglesia y del mundo. Seguidamente, la
comunidad adora la cruz y recibe la Comunión eucarística, consumiendo
las especies sagradas conservadas desde la misa in Cena Domini del día
anterior. San Juan Crisóstomo, comentando el Viernes santo, afirma:
“Antes la cruz significaba desprecio, pero hoy es algo venerable; antes era
símbolo de condena, y hoy es esperanza de salvación. Se ha convertido
verdaderamente en manantial de infinitos bienes; nos ha librado del error,
ha disipado nuestras tinieblas, nos ha reconciliado con Dios; de enemigos
de Dios, nos ha hecho sus familiares; de extranjeros, nos ha hecho sus
vecinos: esta cruz es la destrucción de la enemistad, el manantial de la
paz, el cofre de nuestro tesoro” (De cruce et latrone I, 1, 4).
Para vivir de una manera más intensa la pasión del Redentor, la
tradición cristiana ha dado vida a numerosas manifestaciones de
religiosidad popular, entre las que se encuentran las conocidas procesiones
del Viernes santo, con los sugerentes ritos que se repiten todos los años.
Pero hay un ejercicio de piedad, el “vía crucis”, que durante todo el año
nos ofrece la posibilidad de imprimir cada vez más profundamente en
nuestro espíritu el misterio de la cruz, de avanzar con Cristo por este
camino, configurándonos así interiormente con él. Podríamos decir que el
vía crucis, utilizando una expresión de san León Magno, nos enseña a
“contemplar con los ojos del corazón a Jesús crucificado para reconocer
en su carne nuestra propia carne” (Sermón 15 sobre la pasión del Señor).
Precisamente en esto consiste la verdadera sabiduría del cristiano, que
queremos aprender siguiendo el vía crucis del Viernes santo en el Coliseo.
El Sábado santo es el día en el que la liturgia calla, el día del gran
silencio, en el que se invita a los cristianos a mantener un recogimiento
interior, con frecuencia difícil de cultivar en nuestro tiempo, para
prepararse mejor a la Vigilia pascual. En muchas comunidades se
organizan retiros espirituales y encuentros de oración mariana, para unirse
a la Madre del Redentor, que espera con trepidante confianza la
resurrección de su Hijo crucificado.
Por último, en la Vigilia pascual el velo de tristeza que envuelve a la
Iglesia por la muerte y la sepultura del Señor será rasgado por el grito de
victoria: ¡Cristo ha resucitado y ha vencido para siempre a la muerte!
Entonces podremos comprender verdaderamente el misterio de la cruz.
“Dios crea prodigios incluso en lo imposible —escribe un autor antiguo—
para que sepamos que sólo él puede hacer lo que quiere. De su muerte
procede nuestra vida, de sus llagas nuestra curación, de su caída nuestra
resurrección, de su descenso nuestra elevación” (Anónimo
Cuartodecimano).
Animados por una fe más sólida, en el corazón de la Vigilia pascual
acogeremos a los recién bautizados y renovaremos las promesas de
nuestro bautismo. Así experimentaremos que la Iglesia está siempre viva,
114
que siempre rejuvenece, que siempre es bella y santa, porque está fundada
sobre Cristo que, tras haber resucitado, ya no muere nunca más.
Queridos hermanos y hermanas, el misterio pascual, que el Triduo
sacro nos hará revivir, no es sólo recuerdo de una realidad pasada; es una
realidad actual: también hoy Cristo vence con su amor al pecado y a la
muerte. El mal, en todas sus formas, no tiene la última palabra. El triunfo
final es de Cristo, de la verdad y del amor. Como nos recordará san Pablo
en la Vigilia pascual, si con él estamos dispuestos a sufrir y morir, su vida
se convierte en nuestra vida (cf. Rm 6, 9). En esta certeza se basa y se
edifica nuestra existencia cristiana.
Invocando la intercesión de María santísima, que siguió a Jesús por el
camino de la pasión y de la cruz y lo abrazó antes de ser sepultado, os
deseo a todos que participéis con fervor en el Triduo pascual para
experimentar la alegría de la Pascua juntamente con todos vuestros seres
queridos.

MISA CRISMAL: SER SACERDOTE ES REVESTIRSE DE


CRISTO
070405. Homilía.
El escritor ruso León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un
rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios
para poder verlo. Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo.
Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea
de los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo al rey que sus ojos no
bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo
que hacía Dios. “Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey—
debemos intercambiarnos nuestros vestidos”. Con cierto recelo, pero
impulsado por la curiosidad para conocer la información esperada, el rey
accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa
sencilla de ese pobre hombre. En ese momento recibió como
respuesta: “Esto es lo que hace Dios”.
En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero,
renunció a su esplendor divino: “Se despojó de su rango, y tomó la
condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un
hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte” (Flp 2,
6 ss). Como dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium,
el sagrado intercambio: asumió lo que era nuestro, para que nosotros
pudiéramos recibir lo que era suyo, ser semejantes a Dios.
San Pablo, refiriéndose a lo que acontece en el bautismo, usa
explícitamente la imagen del vestido: “Todos los bautizados en Cristo os
habéis revestido de Cristo” (Ga 3, 27). Eso es precisamente lo que sucede
en el bautismo: nos revestimos de Cristo; él nos da sus vestidos, que no
son algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con
él, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. “Ya no
soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí”: así describe san
Pablo en la carta a los Gálatas (Ga 2, 20) el acontecimiento de su bautismo.
115
Cristo se ha puesto nuestros vestidos: el dolor y la alegría de ser
hombre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones,
el miedo a la muerte, todas nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha
dado sus “vestidos”. Lo que expone en la carta a los Gálatas como simple
“hecho” del bautismo —el don del nuevo ser—, san Pablo nos lo presenta
en la carta a los Efesios como un compromiso permanente: “Debéis
despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo. (...) y
revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad
de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada
cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os
airáis, no pequéis” (Ef 4, 22-26).
Esta teología del bautismo se repite de modo nuevo y con nueva
insistencia en la ordenación sacerdotal. De la misma manera que en el
bautismo se produce un “intercambio de vestidos”, un intercambio de
destinos, una nueva comunión existencial con Cristo, así también en el
sacerdocio se da un intercambio: en la administración de los sacramentos
el sacerdote actúa y habla ya “in persona Christi”.
En los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no
habla expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de
Cristo. Así, en los sacramentos se hace visible de modo dramático lo que
significa en general ser sacerdote; lo que expresamos con nuestro
“Adsum” —”Presente”— durante la consagración sacerdotal: estoy aquí,
presente, para que tú puedas disponer de mí. Nos ponemos a disposición
de Aquel “que murió por todos, para que los que viven ya no vivan para
sí” (2 Co 5, 15). Ponernos a disposición de Cristo significa identificarnos
con su entrega “por todos”: estando a su disposición podemos entregarnos
de verdad “por todos”.
In persona Christi: en el momento de la ordenación sacerdotal, la
Iglesia nos hace visible y palpable, incluso externamente, esta realidad de
los “vestidos nuevos” al revestirnos con los ornamentos litúrgicos. Con
ese gesto externo quiere poner de manifiesto el acontecimiento interior y
la tarea que de él deriva: revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se
entregó a nosotros. Este acontecimiento, el “revestirnos de Cristo”, se
renueva continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los
ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe
ser algo más que un hecho externo; implica renovar el “sí” de nuestra
misión, el “ya no soy yo” del bautismo que la ordenación sacerdotal de
modo nuevo nos da y a la vez nos pide.
El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos
debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que
estamos allí “en la persona de Otro”. Los ornamentos sacerdotales, tal
como se han desarrollado a lo largo del tiempo, son una profunda
expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio. Por eso, queridos
hermanos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del ministerio
sacerdotal interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren ilustrar
precisamente lo que significa “revestirse de Cristo”, hablar y actuar in
persona Christi.
116
En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se
rezaban oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los
elementos del ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito. En el
pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero
sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la
disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna
celebración de la santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por
las preocupaciones y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos
no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia,
casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe
abrirse dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la
Iglesia, para que nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras
del anuncio y de la oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia
el Señor, que está en medio de nosotros: eso es lo que significa ars
celebrandi, el modo correcto de celebrar. Si estoy con el Señor, entonces
al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la comunión
con él.
Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la
misma dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo
pródigo al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a
celebrar la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la
cuenta de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra
vida. Sólo él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir
su mesa, de estar a su servicio.
Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis,
según las cuales las vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos
eran dignas de Dios no por mérito de ellos. El Apocalipsis comenta que
habían lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero y que de ese modo
habían quedado tan blancas como la luz (cf. Ap 7, 14).
Cuando yo era niño me decía: pero algo que se lava en la sangre no
queda blanco como la luz. La respuesta es: la “sangre del Cordero” es el
amor de Cristo crucificado. Este amor es lo que blanquea nuestros
vestidos sucios, lo que hace veraz e ilumina nuestra alma obscurecida; lo
que, a pesar de todas nuestras tinieblas, nos transforma a nosotros mismos
en “luz en el Señor”. Al revestirnos del alba deberíamos recordar: él sufrió
también por mí; y sólo porque su amor es más grande que todos mis
pecados, puedo representarlo y ser testigo de su luz.
Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado
en el bautismo y, de modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos
considerar también el vestido nupcial, del que habla la parábola del
banquete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno he encontrado a
este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San Gregorio
distingue entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y la de
san Mateo. Está convencido de que la parábola de san Lucas habla del
banquete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión que nos
transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en
la liturgia y en la vida de la Iglesia.
117
En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala
llena para ver a sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un
huésped sin vestido nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas.
Entonces san Gregorio se pregunta: “pero, ¿qué clase de vestido le
faltaba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el vestido
nuevo del bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia.
Entonces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?”.
El Papa responde: “El vestido del amor”. Y, por desgracia, entre sus
huéspedes, a los que había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del
nuevo nacimiento, el rey encuentra algunos que no llevaban el vestido
color púrpura del amor a Dios y al prójimo. “¿En qué condición queremos
entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si no llevamos puesto
el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos puede embellecer?”.
En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las tinieblas
exteriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera
interna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).
Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos
preguntarnos si llevamos puesto este vestido del amor. Pidamos al Señor
que aleje toda hostilidad de nuestro interior, que nos libre de todo
sentimiento de autosuficiencia, y que de verdad nos revista con el vestido
del amor, para que seamos personas luminosas y no pertenezcamos a las
tinieblas.
Por último, me referiré brevemente a la casulla. La oración tradicional
cuando el sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del
Señor, que se nos impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de
Jesús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es “manso y
humilde de corazón” (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa ante
todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él
debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios
que se manifiesta al hacerse hombre.
San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios
quiso hacerse hombre. La parte más importante, y para mí más
conmovedora, de su respuesta es: “Dios quería darse cuenta de lo que
significa para nosotros la obediencia y quería medirlo todo según su
propio sufrimiento, esta invención de su amor por nosotros. De este modo,
puede conocer directamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos,
lo que se nos exige, la indulgencia que merecemos, calculando nuestra
debilidad según su sufrimiento” (Discurso 30; Disc. Teol. IV, 6).
A veces quisiéramos decir a Jesús: “Señor, para mí tu yugo no es
ligero; más aún, es muy pesado en este mundo”. Pero luego, mirándolo a
él que lo soportó todo, que experimentó en sí la obediencia, la debilidad,
el dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos de lamentarnos. Su yugo
consiste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y cuanto más
amamos como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia
pesado.
Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez
más cuán hermoso es llevar su yugo. Amén.
118

JESÚS FUE EL CORDERO DE LA ÚLTIMA CENA


070405. Homilía.
En la lectura del libro del Éxodo, que acabamos de escuchar, se
describe la celebración de la Pascua de Israel tal como la establecía la ley
de Moisés. En su origen, puede haber sido una fiesta de primavera de los
nómadas. Sin embargo, para Israel se había transformado en una fiesta de
conmemoración, de acción de gracias y, al mismo tiempo, de esperanza.
En el centro de la cena pascual, ordenada según determinadas normas
litúrgicas, estaba el cordero como símbolo de la liberación de la esclavitud
en Egipto. Por este motivo, el haggadah pascual era parte integrante de la
comida a base de cordero: el recuerdo narrativo de que había sido Dios
mismo quien había liberado a Israel “con la mano alzada”. Él, el Dios
misterioso y escondido, había sido más fuerte que el faraón, con todo el
poder de que disponía. Israel no debía olvidar que Dios había tomado
personalmente en sus manos la historia de su pueblo y que esta historia se
basaba continuamente en la comunión con Dios. Israel no debía olvidarse de
Dios.
En el rito de la conmemoración abundaban las palabras de alabanza y
acción de gracias tomadas de los Salmos. La acción de gracias y la
bendición de Dios alcanzaban su momento culminante en la berakha, que
en griego se dice eulogia o eucaristia: bendecir a Dios se convierte en
bendición para quienes bendicen. La ofrenda hecha a Dios vuelve al
hombre bendecida. Todo esto levantaba un puente desde el pasado hasta el
presente y hacia el futuro: aún no se había realizado la liberación de Israel.
La nación sufría todavía como pequeño pueblo en medio de las tensiones
entre las grandes potencias. El recuerdo agradecido de la acción de Dios
en el pasado se convertía al mismo tiempo en súplica y esperanza: Lleva a
cabo lo que has comenzado. Danos la libertad definitiva.
Jesús celebró con los suyos esta cena de múltiples significados en la
noche anterior a su pasión. Teniendo en cuenta este contexto, podemos
comprender la nueva Pascua, que él nos dio en la santa Eucaristía. En las
narraciones de los evangelistas hay una aparente contradicción entre el
evangelio de san Juan, por una parte, y lo que por otra nos dicen san
Mateo, san Marcos y san Lucas. Según san Juan, Jesús murió en la cruz
precisamente en el momento en el que, en el templo, se inmolaban los
corderos pascuales. Su muerte y el sacrificio de los corderos coincidieron.
Pero esto significa que murió en la víspera de la Pascua y que, por tanto,
no pudo celebrar personalmente la cena pascual. Al menos esto es lo que
parece. Por el contrario, según los tres evangelios sinópticos, la última
Cena de Jesús fue una cena pascual, en cuya forma tradicional él introdujo
la novedad de la entrega de su cuerpo y de su sangre.
Hasta hace pocos años, esta contradicción parecía insoluble. La mayoría
de los exegetas pensaba que san Juan no había querido comunicarnos la
verdadera fecha histórica de la muerte de Jesús, sino que había optado por
una fecha simbólica para hacer así evidente la verdad más profunda: Jesús
es el nuevo y verdadero cordero que derramó su sangre por todos nosotros.
119
Mientras tanto, el descubrimiento de los escritos de Qumram nos ha
llevado a una posible solución convincente que, si bien todavía no es
aceptada por todos, se presenta como muy probable. Ahora podemos decir
que lo que san Juan refirió es históricamente preciso. Jesús derramó
realmente su sangre en la víspera de la Pascua, a la hora de la inmolación
de los corderos. Sin embargo, celebró la Pascua con sus discípulos
probablemente según el calendario de Qumram, es decir, al menos un día
antes: la celebró sin cordero, como la comunidad de Qumram, que no
reconocía el templo de Herodes y estaba a la espera del nuevo templo.
Por consiguiente, Jesús celebró la Pascua sin cordero; no, no sin
cordero: en lugar del cordero se entregó a sí mismo, entregó su cuerpo y
su sangre. Así anticipó su muerte como había anunciado: “Nadie me quita
la vida; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). En el momento en que
entregaba a sus discípulos su cuerpo y su sangre, cumplía realmente esa
afirmación. Él mismo entregó su vida. Sólo de este modo la antigua
Pascua alcanzaba su verdadero sentido.
San Juan Crisóstomo, en sus catequesis eucarísticas, escribió en cierta
ocasión: ¿Qué dices, Moisés? ¿Que la sangre de un cordero purifica a los
hombres? ¿Que los salva de la muerte? ¿Cómo puede purificar a los
hombres la sangre de un animal? ¿Cómo puede salvar a los hombres, tener
poder contra la muerte? De hecho —sigue diciendo—, el cordero sólo
podía ser un símbolo y, por tanto, la expresión de la expectativa y de la
esperanza en Alguien que sería capaz de realizar lo que no podía hacer el
sacrificio de un animal.
Jesús celebró la Pascua sin cordero y sin templo; y sin embargo no lo
hizo sin cordero y sin templo. Él mismo era el Cordero esperado, el
verdadero, como lo había anunciado Juan Bautista al inicio del ministerio
público de Jesús: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo” (Jn 1, 29). Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en
el que habita Dios, y en el que nosotros podemos encontrarnos con Dios y
adorarlo. Su sangre, el amor de Aquel que es al mismo tiempo Hijo de
Dios y verdadero hombre, uno de nosotros, esa sangre sí puede salvar. Su
amor, el amor con el que él se entrega libremente por nosotros, es lo que
nos salva. El gesto nostálgico, en cierto sentido sin eficacia, de la
inmolación del cordero inocente e inmaculado encontró respuesta en
Aquel que se convirtió para nosotros al mismo tiempo en Cordero y
Templo.
Así, en el centro de la nueva Pascua de Jesús se encontraba la cruz. De
ella procedía el nuevo don traído por él. Y así la cruz permanece siempre
en la santa Eucaristía, en la que podemos celebrar con los Apóstoles a lo
largo de los siglos la nueva Pascua. De la cruz de Cristo procede el don.
“Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente”. Ahora él nos la
ofrece a nosotros. El haggadah pascual, la conmemoración de la acción
salvífica de Dios, se ha convertido en memoria de la cruz y de la
resurrección de Cristo, una memoria que no es un mero recuerdo del
pasado, sino que nos atrae hacia la presencia del amor de Cristo. Así, la
berakha, la oración de bendición y de acción de gracias de Israel, se ha
120
convertido en nuestra celebración eucarística, en la que el Señor bendice
nuestros dones, el pan y el vino, para entregarse en ellos a sí mismo.
Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más
profundamente este misterio maravilloso, a amarlo cada vez más y, en él, a
amarlo cada vez más a él mismo. Pidámosle que nos atraiga cada vez más
hacia sí mismo con la sagrada Comunión. Pidámosle que nos ayude a no
tener nuestra vida sólo para nosotros mismos, sino a entregársela a él y así
actuar junto con él, a fin de que los hombres encuentren la vida, la vida
verdadera, que sólo puede venir de quien es el camino, la verdad y la vida.
Amén.

VÍA CRUCIS EN EL COLISEO


070406. Discurso.
Siguiendo a Jesús en el camino de su pasión, no sólo vemos la pasión
de Jesús; también vemos a todos los que sufren en el mundo. Y esta es la
profunda intención de la oración del vía crucis: abrir nuestro corazón,
ayudarnos a ver con el corazón.
Los Padres de la Iglesia consideraban que el mayor pecado del mundo
pagano era su insensibilidad, su dureza de corazón, y citaban con
frecuencia la profecía del profeta Ezequiel: “Os quitaré el corazón de
piedra y os daré un corazón de carne” (cf. Ez 36, 26). Convertirse a Cristo,
hacerse cristiano, quería decir recibir un corazón de carne, un corazón
sensible ante la pasión y el sufrimiento de los demás.
Nuestro Dios no es un Dios lejano, intocable en su bienaventuranza.
Nuestro Dios tiene un corazón; más aún, tiene un corazón de carne. Se hizo
carne precisamente para poder sufrir con nosotros y estar con nosotros en
nuestros sufrimientos. Se hizo hombre para darnos un corazón de carne y
para despertar en nosotros el amor a los que sufren, a los necesitados.
Oremos ahora al Señor por todos los que sufren en el mundo. Pidamos al
Señor que nos dé realmente un corazón de carne, que nos haga mensajeros
de su amor, no sólo con palabras, sino también con toda nuestra vida. Amén.

VIGILIA PASCUAL: HE RESUCITADO Y SIEMPRE ESTOY


CONTIGO
070407. Homilía.
Desde los tiempos más antiguos la liturgia del día de Pascua empieza
con las palabras: Resurrexi et adhuc tecum sum - he resucitado y siempre
estoy contigo; tú has puesto sobre mí tu mano. La liturgia ve en ello las
primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección,
después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes. La
mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido
levantarse, resucitar.
Esas palabras están tomadas del Salmo 138, en el cual tienen
inicialmente un sentido diferente. Este Salmo es un canto de asombro por
la omnipotencia y la omnipresencia de Dios; un canto de confianza en
121
aquel Dios que nunca nos deja caer de sus manos. Y sus manos son manos
buenas. El suplicante imagina un viaje a través del universo, ¿qué le
sucederá? “Si escalo el cielo, allá estás tú; si me acuesto en el abismo, allí
te encuentro. Si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el
confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si
digo: «Que al menos la tiniebla me encubra…», ni la tiniebla es oscura
para ti, la noche es clara como el día” (Sal 138 [139],8-12).
En el día de Pascua la Iglesia nos anuncia: Jesucristo ha realizado por
nosotros este viaje a través del universo. En la Carta a los Efesios leemos
que Él había bajado a lo profundo de la tierra y que Aquél que bajó es el
mismo que subió por encima de los cielos para llenar el universo (cf. 4,
9s). Así se ha hecho realidad la visión del Salmo. En la oscuridad
impenetrable de la muerte Él entró como luz; la noche se hizo luminosa
como el día, y las tinieblas se volvieron luz. Por esto la Iglesia puede
considerar justamente la palabra de agradecimiento y confianza como
palabra del Resucitado dirigida al Padre: “Sí, he hecho el viaje hasta lo
más profundo de la tierra, hasta el abismo de la muerte y he llevado la luz;
y ahora he resucitado y estoy agarrado para siempre de tus manos”. Pero
estas palabras del Resucitado al Padre se han convertido también en las
palabras que el Señor nos dirige: “He resucitado y ahora estoy siempre
contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera
que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de
la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes
llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz.
Estas palabras del Salmo, leídas como coloquio del Resucitado con
nosotros, son al mismo tiempo una explicación de lo que sucede en el
Bautismo. En efecto, el Bautismo es más que un baño o una purificación.
Es más que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un
nuevo inicio de la vida. El fragmento de la Carta a los Romanos, que
hemos escuchado ahora, dice con palabras misteriosas que en el Bautismo
hemos sido como “incorporados” en la muerte de Cristo. En el Bautismo
nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos
para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos
con Él y así para los demás. En el Bautismo nos abandonamos nosotros
mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos
decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en
mí”. Si nos entregamos de este modo, aceptando una especie de muerte de
nuestro yo, entonces eso significa también que el confín entre muerte y
vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estamos
con Cristo y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte ya no
es un verdadero confín. Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su
Carta a los Filipenses: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él
(es decir, si muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía
puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir —es decir, ser
ejecutado— y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida
es más necesario para vosotros” (cf. 1,21ss). A un lado y otro del confín de
la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí,
122
es verdad: “Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en
tus manos”. A los Romanos escribió Pablo: “Ninguno… vive para sí
mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos,... si morimos,...
somos del Señor” (14,7s).
Queridos catecúmenos que vais a ser bautizados, ésta es la novedad del
Bautismo: nuestra vida pertenece a Cristo, ya no más a nosotros mismos.
Pero precisamente por esto ya no estamos solos ni siquiera en la muerte,
sino que estamos con Aquél que vive siempre. En el Bautismo, junto con
Cristo, ya hemos hecho el viaje cósmico hasta las profundidades de la
muerte. Acompañados por Él, más aún, acogidos por Él en su amor, somos
liberados del miedo. Él nos abraza y nos lleva, dondequiera que vayamos.
Él que es la Vida misma.
Volvamos de nuevo a la noche del Sábado Santo. En el Credo decimos
respecto al camino de Cristo: “Descendió a los infiernos”. ¿Qué ocurrió
entonces? Ya que no conocemos el mundo de la muerte, sólo podemos
figurarnos este proceso de la superación de la muerte a través de imágenes
que siempre resultan poco apropiadas. Sin embargo, con toda su
insuficiencia, ellas nos ayudan a entender algo del misterio. La liturgia
aplica las palabras del Salmo 23 [24] a la bajada de Jesús en la noche de la
muerte: “¡Portones!, alzad los dinteles, ¡que se alcen las antiguas
compuertas!” Las puertas de la muerte están cerradas, nadie puede volver
atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de hierro. Cristo, en
cambio, tiene esta llave. Su Cruz abre las puertas de la muerte, las puertas
irrevocables. Éstas ahora ya no son insuperables. Su Cruz, la radicalidad
de su amor es la llave que abre estas puertas. El amor de Cristo que,
siendo Dios, se ha hecho hombre para poder morir; este amor tiene la
fuerza para abrir las puertas. Este amor es más fuerte que la muerte. Los
iconos pascuales de la Iglesia oriental muestran como Cristo entra en el
mundo de los muertos. Su vestido es luz, porque Dios es luz. “La noche es
clara como el día, las tinieblas son como luz” (cf. Sal 138 [139],12). Jesús
que entra en el mundo de los muertos lleva los estigmas: sus heridas, sus
padecimientos se han convertido en fuerza, son amor que vence la muerte.
Él encuentra a Adán y a todos los hombres que esperan en la noche de la
muerte. A la vista de ellos parece como si se oyera la súplica de Jonás:
“Desde el vientre del infierno pedí auxilio, y escuchó mi clamor” (Jon
2,3). El Hijo de Dios en la encarnación se ha hecho una sola cosa con el
ser humano, con Adán. Pero sólo en aquel momento, en el que realiza
aquel acto extremo de amor descendiendo a la noche de la muerte, Él lleva
a cabo el camino de la encarnación. A través de su muerte Él toma de la
mano a Adán, a todos los hombres que esperan y los lleva a la luz.
Ahora, sin embargo, se puede preguntar: ¿Pero qué significa esta
imagen? ¿Qué novedad ocurrió realmente allí por medio de Cristo? El
alma del hombre, precisamente, es de por sí inmortal desde la creación,
¿qué novedad ha traído Cristo? Sí, el alma es inmortal, porque el hombre
está de modo singular en la memoria y en el amor de Dios, incluso
después de su caída. Pero su fuerza no basta para elevarse hacia Dios. No
tenemos alas que podrían llevarnos hasta aquella altura. Y sin embargo,
123
nada puede satisfacer eternamente al hombre si no el estar con Dios. Una
eternidad sin esta unión con Dios sería una condena. El hombre no logra
llegar arriba, pero anhela ir hacia arriba: “Desde el vientre del infierno te
pido auxilio...”. Sólo Cristo resucitado puede llevarnos hacia arriba, hasta
la unión con Dios, hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas. Él carga
verdaderamente la oveja extraviada sobre sus hombros y la lleva a casa.
Nosotros vivimos agarrados a su Cuerpo, y en comunión con su Cuerpo
llegamos hasta el corazón de Dios. Y sólo así se vence la muerte, somos
liberados y nuestra vida es esperanza.
Éste es el júbilo de la Vigilia Pascual: nosotros somos liberados. Por
medio de la resurrección de Jesús el amor se ha revelado más fuerte que la
muerte, más fuerte que el mal. El amor lo ha hecho descender y, al mismo
tiempo, es la fuerza con la que Él asciende. La fuerza por medio de la cual
nos lleva consigo. Unidos con su amor, llevados sobre las alas del amor,
como personas que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo,
sabiendo que precisamente así subimos también con Él. Pidamos, pues, en
esta noche: Señor, demuestra también hoy que el amor es más fuerte que
el odio. Que es más fuerte que la muerte. Baja también en las noches y a
los infiernos de nuestro tiempo moderno y toma de la mano a los que
esperan. ¡Llévalos a la luz! ¡Estate también conmigo en mis noches
oscuras y llévame fuera! ¡Ayúdame, ayúdanos a bajar contigo a la
oscuridad de quienes esperan, que claman hacia ti desde el vientre del
infierno! ¡Ayúdanos a llevarles tu luz! ¡Ayúdanos a llegar al “sí” del amor,
que nos hace bajar y precisamente así subir contigo! Amén.

CRISTO RESUCITADO ESTÁ VIVO ENTRE NOSOTROS


070408. Mensaje Urbi et Orbi.
Hermanos y hermanas del mundo entero, ¡hombres y mujeres de
buena voluntad! ¡Cristo ha resucitado! ¡Paz a vosotros! Se celebra hoy el
gran misterio, fundamento de la fe y de la esperanza cristiana: Jesús de
Nazaret, el Crucificado, ha resucitado de entre los muertos al tercer día,
según las Escrituras. El anuncio dado por los ángeles, al alba del primer
día después del sábado, a María la Magdalena y a las mujeres que fueron
al sepulcro, lo escuchamos hoy con renovada emoción: “¿Por qué buscáis
entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado!” (Lc 24,5-6).
No es difícil imaginar cuales serían, en aquel momento, los
sentimientos de estas mujeres: sentimientos de tristeza y desaliento por la
muerte de su Señor, sentimientos de incredulidad y estupor ante un hecho
demasiado sorprendente para ser verdadero. Sin embargo, la tumba estaba
abierta y vacía: ya no estaba el cuerpo. Pedro y Juan, avisados por las
mujeres, corrieron al sepulcro y verificaron que ellas tenían razón. La fe
de los Apóstoles en Jesús, el Mesías esperado, había sufrido una dura
prueba por el escándalo de la cruz. Durante su detención, condena y
muerte se habían dispersado, y ahora se encontraban juntos, perplejos y
desorientados. Pero el mismo Resucitado se hizo presente ante su sed
incrédula de certezas. No fue un sueño, ni ilusión o imaginación subjetiva
124
aquel encuentro; fue una experiencia verdadera, aunque inesperada y justo
por esto particularmente conmovedora. “Entró Jesús, se puso en medio y
les dijo: «Paz a vosotros»” (Jn 20,19).
Ante aquellas palabras, se reavivó la fe casi apagada en sus ánimos.
Los Apóstoles lo contaron a Tomás, ausente en aquel primer encuentro
extraordinario: ¡Sí, el Señor ha cumplido cuanto había anunciado; ha
resucitado realmente y nosotros lo hemos visto y tocado! Tomás, sin
embargo, permaneció dudoso y perplejo. Cuando, ocho días después,
Jesús vino por segunda vez al Cenáculo le dijo: “Trae tu dedo, aquí tienes
mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; ¡y no seas incrédulo,
sino creyente!”. La respuesta del apóstol es una conmovedora profesión de
fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,27-28).
“¡Señor mío y Dios mío!”. Renovemos también nosotros la profesión
de fe de Tomás. Como felicitación pascual, este año, he elegido justamente
sus palabras, porque la humanidad actual espera de los cristianos un
testimonio renovado de la resurrección de Cristo; necesita encontrarlo y
poder conocerlo como verdadero Dios y verdadero Hombre. Si en este
Apóstol podemos encontrar las dudas y las incertidumbres de muchos
cristianos de hoy, los miedos y las desilusiones de innumerables
contemporáneos nuestros, con él podemos redescubrir también con
renovada convicción la fe en Cristo muerto y resucitado por nosotros. Esta
fe, transmitida a lo largo de los siglos por los sucesores de los Apóstoles,
continúa, porque el Señor resucitado ya no muere más. Él vive en la
Iglesia y la guía firmemente hacia el cumplimiento de su designio eterno
de salvación.
Cada uno de nosotros puede ser tentado por la incredulidad de Tomás.
El dolor, el mal, las injusticias, la muerte, especialmente cuando afectan a
los inocentes —por ejemplo, los niños víctimas de la guerra y del
terrorismo, de las enfermedades y del hambre—, ¿no someten quizás
nuestra fe a dura prueba? No obstante, justo en estos casos, la incredulidad
de Tomás nos resulta paradójicamente útil y preciosa, porque nos ayuda a
purificar toda concepción falsa de Dios y nos lleva a descubrir su rostro
auténtico: el rostro de un Dios que, en Cristo, ha cargado con las llagas de
la humanidad herida. Tomás ha recibido del Señor y, a su vez, ha
transmitido a la Iglesia el don de una fe probada por la pasión y muerte de
Jesús, y confirmada por el encuentro con Él resucitado. Una fe que estaba
casi muerta y ha renacido gracias al contacto con las llagas de Cristo, con
las heridas que el Resucitado no ha escondido, sino que ha mostrado y
sigue indicándonos en las penas y los sufrimientos de cada ser humano.
“Sus heridas os han curado” (1 P 2,24), éste es el anuncio que Pedro
dirigió a los primeros convertidos. Aquellas llagas, que en un primer
momento fueron un obstáculo a la fe para Tomás, porque eran signos del
aparente fracaso de Jesús; aquellas mismas llagas se han vuelto, en el
encuentro con el Resucitado, pruebas de un amor victorioso. Estas llagas
que Cristo ha contraído por nuestro amor nos ayudan a entender quién es
Dios y a repetir también: “Señor mío y Dios mío”. Sólo un Dios que nos
125
ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el dolor
inocente, es digno de fe.
¡Cuántas heridas, cuánto dolor en el mundo! No faltan calamidades
naturales y tragedias humanas que provocan innumerables víctimas e
ingentes daños materiales.
Queridos hermanos y hermanas: a través de las llagas de Cristo
resucitado podemos ver con ojos de esperanza estos males que afligen a la
humanidad. En efecto, resucitando, el Señor no ha quitado el sufrimiento y
el mal del mundo, pero los ha vencido en la raíz con la superabundancia
de su gracia. A la prepotencia del Mal ha opuesto la omnipotencia de su
Amor. Como vía para la paz y la alegría nos ha dejado el Amor que no
teme a la Muerte. “Que os améis unos a otros —dijo a los Apóstoles antes
de morir— como yo os he amado” (Jn 13,34).
¡Hermanos y hermanas en la fe, que me escucháis desde todas partes
de la tierra! Cristo resucitado está vivo entre nosotros, Él es la esperanza
de un futuro mejor. Mientras decimos con Tomás: “¡Señor mío y Dios
mío!”, resuena en nuestro corazón la palabra dulce pero comprometedora
del Señor: “El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí
también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará” (Jn
12,26). Y también nosotros, unidos a Él, dispuestos a dar la vida por
nuestros hermanos (cf. 1 Jn 3,16, nos convertimos en apóstoles de paz,
mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la
Resurrección. Que María, Madre de Cristo resucitado, nos obtenga este
don pascual. ¡Feliz Pascua a todos!

NO TENGAMOS MIEDO
070409. Regina Caeli.
Estamos aún llenos del gozo espiritual que las solemnes celebraciones
de la Pascua producen realmente en el corazón de los creyentes. ¡Cristo ha
resucitado! A este misterio tan grande la liturgia no sólo dedica un día —
sería demasiado poco para tanta alegría—, sino cincuenta, es decir, todo el
tiempo pascual, que se concluye con Pentecostés. El domingo de Pascua
es un día absolutamente especial, que se extiende durante toda esta
semana, hasta el próximo domingo, y forma la octava de Pascua.
En el clima de la alegría pascual, la liturgia de hoy nos lleva al
sepulcro, donde María Magdalena y la otra María, según el relato de san
Mateo, impulsadas por el amor a él, habían ido a “visitar” la tumba de
Jesús. El evangelista narra que Jesús les salió al encuentro y les dijo: “No
temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt
28, 10). Verdaderamente experimentaron una alegría inefable al ver de
nuevo a su Señor, y, llenas de entusiasmo, corrieron a comunicarla a los
discípulos.
Hoy el Resucitado nos repite a nosotros, como a aquellas mujeres que
habían permanecido junto a él durante la Pasión, que no tengamos miedo
de convertirnos en mensajeros del anuncio de su resurrección. No tiene
nada que temer quien se encuentra con Jesús resucitado y a él se
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encomienda dócilmente. Este es el mensaje que los cristianos están
llamados a difundir hasta los últimos confines de la tierra.
El cristiano, como sabemos, no comienza a creer al aceptar una
doctrina, sino tras el encuentro con una Persona, con Cristo muerto y
resucitado. Queridos amigos, en nuestra existencia diaria son muchas las
ocasiones que tenemos para comunicar de modo sencillo y convencido
nuestra fe a los demás; así, nuestro encuentro puede despertar en ellos la
fe. Y es muy urgente que los hombres y las mujeres de nuestra época
conozcan y se encuentren con Jesús y, también gracias a nuestro ejemplo,
se dejen conquistar por él.
El Evangelio no dice nada de la Madre del Señor, de María, pero la
tradición cristiana con razón la contempla mientras se alegra más que
nadie al abrazar de nuevo a su Hijo divino, al que estrechó entre sus
brazos cuando lo bajaron de la cruz. Ahora, después de la resurrección, la
Madre del Redentor se alegra con los “amigos” de Jesús, que constituyen
la Iglesia naciente. A la vez que renuevo de corazón a todos mi felicitación
pascual, la invoco a ella, Regina caeli, para que mantenga viva la fe en la
resurrección en cada uno de nosotros y nos convierta en mensajeros de la
esperanza y del amor de Jesucristo.

LA OCTAVA DE PASCUA
070411. Audiencia General.
En la Vigilia pascual resonó este anuncio: “Verdaderamente, ha
resucitado el Señor, aleluya”. Ahora es él mismo quien nos habla: “No
moriré —proclama—; seguiré vivo”. A los pecadores dice: “Recibid el
perdón de los pecados, pues yo soy vuestro perdón”. Por último, a todos
repite: “Yo soy la Pascua de la salvación, yo soy el Cordero inmolado por
vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestra vida, yo soy vuestra
resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro
rey. Yo os mostraré al Padre”. Así se expresa un escritor del siglo II,
Melitón de Sardes, interpretando con realismo las palabras y el
pensamiento del Resucitado (Sobre la Pascua, 102-103).
En estos días la liturgia recuerda varios encuentros que Jesús tuvo
después de su resurrección: con María Magdalena y las demás mujeres
que fueron al sepulcro de madrugada, el día que siguió al sábado; con los
Apóstoles, reunidos incrédulos en el Cenáculo; con Tomás y los demás
discípulos. Estas diferentes apariciones de Jesús constituyen también para
nosotros una invitación a profundizar el mensaje fundamental de la
Pascua; nos estimulan a recorrer el itinerario espiritual de quienes se
encontraron con Cristo y lo reconocieron en esos primeros días después de
los acontecimientos pascuales.
El evangelista Juan narra que Pedro y él mismo, al oír la noticia que
les dio María Magdalena, corrieron, casi como en una competición, hacia
el sepulcro (cf. Jn 20, 3 ss). Los Padres de la Iglesia vieron en esa carrera
hacia el sepulcro vacío una exhortación a la única competición legítima
entre los creyentes: la competición en busca de Cristo.
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Y ¿qué decir de María Magdalena? Llorando, permanece junto a la
tumba vacía con el único deseo de saber a dónde han llevado a su
Maestro. Lo vuelve a encontrar y lo reconoce cuando la llama por su
nombre (cf. Jn 20, 11-18). También nosotros, si buscamos al Señor con
sencillez y sinceridad de corazón, lo encontraremos, más aún, será él
quien saldrá a nuestro encuentro; se dejará reconocer, nos llamará por
nuestro nombre, es decir, nos hará entrar en la intimidad de su amor.
Hoy, miércoles de la octava de Pascua, la liturgia nos invita a meditar
en otro encuentro singular del Resucitado, el que tuvo con los dos
discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Mientras volvían a casa,
desconsolados por la muerte de su Maestro, el Señor se hizo su compañero
de viaje sin que lo reconocieran. Sus palabras, al comentar las Escrituras
que se referían a él, hicieron arder el corazón de los dos discípulos, los
cuales, al llegar a su destino, le pidieron que se quedara con ellos. Cuando,
al final, él “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc
24, 30), sus ojos se abrieron. Pero en ese mismo instante Jesús desapareció
de su vista. Por tanto, lo reconocieron cuando desapareció.
Comentando este episodio evangélico, san Agustín afirma: “Jesús parte
el pan y ellos lo reconocen. Entonces nosotros no podemos decir que no
conocemos a Cristo. Si creemos, lo conocemos. Más aún, si creemos, lo
tenemos. Ellos tenían a Cristo a su mesa; nosotros lo tenemos en nuestra
alma”. Y concluye: “Tener a Cristo en nuestro corazón es mucho más que
tenerlo en la casa, pues nuestro corazón es más íntimo para nosotros que
nuestra casa” (Discurso 232, VII, 7). Esforcémonos realmente por llevar a
Jesús en el corazón.
En el prólogo de los Hechos de los Apóstoles, san Lucas afirma que el
Señor resucitado, “después de su pasión, se les presentó (a los Apóstoles),
dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta
días” (Hch 1, 3). Hay que entender bien: cuando el autor sagrado dice que
les dio pruebas de que vivía no quiere decir que Jesús volvió a la vida de
antes, como Lázaro. La Pascua que celebramos —observa san Bernardo—
significa “paso” y no “regreso”, porque Jesús no volvió a la situación
anterior, sino que “cruzó una frontera hacia una condición más gloriosa”,
nueva y definitiva. Por eso —añade— “ahora Cristo ha pasado
verdaderamente a una vida nueva” (cf. Discurso sobre la Pascua).
A María Magdalena el Señor le dijo: “Suéltame, pues todavía no he
subido al Padre” (Jn 20, 17). Es sorprendente esta frase, sobre todo si se
compara con lo que sucedió al incrédulo Tomás. Allí, en el Cenáculo, fue
el Resucitado quien presentó las manos y el costado al Apóstol para que
los tocara y así obtuviera la certeza de que era precisamente él (cf. Jn 20,
27). En realidad, los dos episodios no se contradicen; al contrario, uno
ayuda a comprender el otro.
María Magdalena quería volver a tener a su Maestro como antes,
considerando la cruz como un dramático recuerdo que era preciso olvidar.
Sin embargo, ya no era posible una relación meramente humana con el
Resucitado. Para encontrarse con él no había que volver atrás, sino
128
entablar una relación totalmente nueva con él: era necesario ir hacia
adelante.
Lo subraya san Bernardo: Jesús “nos invita a todos a esta nueva vida, a
este paso... No veremos a Cristo volviendo la vista atrás” (Discurso sobre
la Pascua). Es lo que aconteció a Tomás. Jesús le muestra sus heridas no
para olvidar la cruz, sino para hacerla inolvidable también en el futuro.
Por tanto, la mirada ya está orientada hacia el futuro. El discípulo tiene la
misión de testimoniar la muerte y la resurrección de su Maestro y su vida
nueva. Por eso, Jesús invita a su amigo incrédulo a “tocarlo”: lo quiere
convertir en testigo directo de su resurrección.
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como María
Magdalena, Tomás y los demás discípulos, estamos llamados a ser testigos
de la muerte y la resurrección de Cristo. No podemos guardar para
nosotros la gran noticia. Debemos llevarla al mundo entero: “Hemos visto
al Señor” (Jn 20, 24).
Que la Virgen María nos ayude a gustar plenamente la alegría pascual,
para que, sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, seamos capaces de
difundirla a nuestra vez dondequiera que vivamos y actuemos.

HE EXPERIMENTADO LA MISERICORDIA DE DIOS


070415. Homilía. Domingo in Albis. 80º Aniversario del Papa.
Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo “in
Albis”. En este día, los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez
más su vestido blanco, símbolo de la luz que el Señor les había dado en el
bautismo. Después se quitaban el vestido blanco, pero debían introducir en
su vida diaria la nueva luminosidad que se les había comunicado; debían
proteger diligentemente la llama delicada de la verdad y del bien que el
Señor había encendido en ellos, para llevar así a nuestro mundo algo de la
luminosidad y de la bondad de Dios.
El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara
como la fiesta de la Misericordia Divina: en la palabra “misericordia”
encontraba sintetizado y nuevamente interpretado para nuestro tiempo
todo el misterio de la Redención. Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y,
en contacto con la pobreza, la necesidad y la violencia, experimentó
profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al mundo también
en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la misma intensidad, la
presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su poder
totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la
misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza
del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor.
Hace dos años, después de las primeras Vísperas de esta festividad,
Juan Pablo II terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la
Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios,
ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza —nos dice— en la
Misericordia divina. Convertíos día a día en hombres y mujeres de la
misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos
129
ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al
contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la
buena nueva de Dios.
Precisamente en estos días particularmente iluminados por la luz de la
misericordia divina se da una coincidencia significativa para mí: puedo
volver la mirada atrás para repasar mis 80 años de vida.
Estamos reunidos aquí para reflexionar sobre el transcurso de un largo
período de mi existencia. Obviamente, la liturgia no debe servir para
hablar del propio yo, de sí mismo; sin embargo, la vida propia puede
servir para anunciar la misericordia de Dios. “Vosotros, los que teméis al
Señor, venid a escuchar: os contaré lo que ha hecho conmigo”, dice un
salmo (Sal 66, 16). Siempre he considerado un gran don de la
Misericordia divina el hecho de que se me haya concedido la gracia de
que mi nacimiento y mi renacimiento tuvieran lugar —por decirlo así—
juntos, en el mismo día, al inicio de la Pascua. Así, en un mismo día, nací
como miembro de mi familia y de la gran familia de Dios.
Sí, doy gracias a Dios porque he podido experimentar lo que significa
“familia”; he podido experimentar lo que quiere decir paternidad, pues he
podido comprender desde dentro que Dios es Padre; sobre la base de la
experiencia humana he tenido acceso al grande y benévolo Padre que está
en el cielo. Ante él tenemos una responsabilidad, pero, al mismo tiempo,
él deposita su confianza en nosotros, porque en su justicia se refleja
siempre la misericordia y la bondad con que acepta también nuestra
debilidad y nos sostiene, de modo que poco a poco podamos aprender a
caminar con rectitud.
Doy gracias a Dios porque he podido experimentar en profundidad lo
que significa la bondad materna, siempre abierta a quien busca refugio y
precisamente así capaz de darme la libertad. Doy gracias a Dios por mi
hermana y mi hermano, que han estado fielmente cerca de mí con su
ayuda a lo largo del camino de la vida. Doy gracias a Dios por los
compañeros que he encontrado en mi camino, por los consejeros y los
amigos que me ha dado. Le doy gracias de modo particular porque, desde
el primer día, he podido entrar y crecer en la gran comunidad de los
creyentes, en la que está abierto de par en par el confín entre la vida y la
muerte, entre el cielo y la tierra; le doy gracias por haber podido aprender
tantas cosas, aprovechando la sabiduría de esta comunidad, que no sólo
encierra las experiencias humanas desde los tiempos más remotos: la
sabiduría de esta comunidad no es solamente sabiduría humana, sino que
en ella nos alcanza la sabiduría misma de Dios, la Sabiduría eterna.
En la primera lectura de este domingo se nos narra que, en los albores
de la Iglesia naciente, la gente llevaba a los enfermos a las plazas para que
Pedro, al pasar, los cubriera con su sombra: a esta sombra se atribuía una
fuerza de curación, pues provenía de la luz de Cristo y por eso encerraba
algo del poder de su bondad divina.
La sombra de Pedro, mediante la comunidad de la Iglesia católica, ha
cubierto mi vida desde el inicio, y he aprendido que es una sombra buena,
una sombra de curación porque, en definitiva, proviene precisamente de
130
Cristo mismo. Pedro era un hombre con todas las debilidades de un ser
humano, pero sobre todo era un hombre lleno de una fe apasionada en
Cristo, lleno de amor a él. Mediante su fe y su amor, la fuerza de curación
de Cristo, su fuerza unificadora, ha llegado a los hombres, aunque
mezclada con toda la debilidad de Pedro. Busquemos también hoy la
sombra de Pedro, para estar en la luz de Cristo.
Nacimiento y renacimiento; familia terrena y gran familia de Dios:
este es el gran don de las múltiples misericordias de Dios, el fundamento
en el que nos apoyamos. Prosiguiendo por el camino de la vida, después
me salió al encuentro un don nuevo y exigente: la llamada al ministerio
sacerdotal. En la fiesta de san Pedro y san Pablo de 1951, cuando mis
compañeros y yo —éramos más de cuarenta— nos encontramos en la
catedral de Freising postrados en el suelo se invocó a todos los santos en
favor nuestro, me pesaba la conciencia de la pobreza de mi existencia ante
esta tarea. Sí, era un consuelo el hecho de que se invocara sobre nosotros
la protección de los santos de Dios, de los vivos y de los muertos. Sabía
que no estaría solo.
Y ¡qué confianza nos infundían las palabras de Jesús, que después,
durante la liturgia de la ordenación, pudimos escuchar de los labios del
obispo: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”. He experimentado
profundamente que él, el Señor, no es sólo el Señor, sino también un
amigo. Ha puesto su mano sobre mí, y no me abandonará. Estas palabras
se pronunciaban entonces en el contexto de la concesión de la facultad de
administrar el sacramento de la Reconciliación y así, en nombre de Cristo,
de perdonar los pecados. Es lo mismo que hemos escuchado hoy en el
Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede su Espíritu, el
Espíritu Santo: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan
perdonados...”. El Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de
la Misericordia divina. Da la posibilidad de volver a comenzar siempre de
nuevo. La amistad de Jesucristo es amistad de Aquel que hace de nosotros
personas que perdonan, de Aquel que nos perdona también a nosotros, que
nos levanta continuamente de nuestra debilidad y precisamente así nos
educa, nos infunde la conciencia del deber interior del amor, del deber de
corresponder a su confianza con nuestra fidelidad.
En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración
del encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le
concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad
humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad:
“¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus
heridas a la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a
nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y
se deja herir por amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en
la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir continuamente por
nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y qué
consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que
es él: “Señor mío y Dios mío”! Nosotros debemos dejarnos herir por él.
131
Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el
corazón vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar
sólo la fatiga diaria que a nosotros, como hijos de Adán, se nos ha
impuesto. Pero si abrimos nuestro corazón, entonces, aunque estemos
sumergidos en ella, podemos constatar continuamente cuán bueno es Dios
con nosotros; cómo piensa en nosotros precisamente en las pequeñas
cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes. Al aumentar el peso de la
responsabilidad, el Señor ha traído también nueva ayuda a mi vida.
Constato siempre con alegría y gratitud cuán grande es el número de los
que me sostienen con su oración; de los que con su fe y su amor me
ayudan a desempeñar mi ministerio; de los que son indulgentes con mi
debilidad, reconociendo también en la sombra de Pedro la luz benéfica de
Jesucristo. Por eso, en esta hora, quisiera dar gracias de corazón al Señor y
a todos vosotros.
Quisiera concluir esta homilía con la oración del santo Papa León
Magno, la oración que, precisamente hace treinta años, escribí sobre el
recordatorio de mi consagración episcopal: “Pedid a nuestro buen Dios
que fortalezca la fe, incremente el amor y aumente la paz en nuestros días.
Que me haga a mí, su humilde siervo, idóneo para su tarea y útil para
vuestra edificación, y me conceda prestar un servicio tal que, junto con el
tiempo que se me conceda, crezca mi entrega. Amén”.

PAZ A VOSOTROS. SEÑOR JESÚS, CONFÍO EN TI


070415. Regina Caeli.
Este domingo —como decía— concluye la semana o, más
precisamente, la “octava” de Pascua, que la liturgia considera como un
único día: “Este es el día en que actuó el Señor” (Sal 117, 24). No es un
tiempo cronológico, sino espiritual, que Dios abrió en el entramado de los
días cuando resucitó a Cristo de entre los muertos. El Espíritu Creador, al
infundir la vida nueva y eterna en el cuerpo sepultado de Jesús de Nazaret,
llevó a la perfección la obra de la creación, dando origen a una “primicia”:
primicia de una humanidad nueva que es, al mismo tiempo, primicia de un
nuevo mundo y de una nueva era.
Esta renovación del mundo se puede resumir en una frase: la que Jesús
resucitado pronunció como saludo y sobre todo como anuncio de su
victoria a los discípulos: “Paz a vosotros” (Lc 24, 36; Jn 20, 19. 21. 26).
La paz es el don que Cristo ha dejado a sus amigos (cf. Jn 14, 27) como
bendición destinada a todos los hombres y a todos los pueblos. No la paz
según la mentalidad del “mundo”, como equilibrio de fuerzas, sino una
realidad nueva, fruto del amor de Dios, de su misericordia. Es la paz que
Jesucristo adquirió al precio de su sangre y que comunica a los que
confían en él. “Jesús, confío en ti”: en estas palabras se resume la fe del
cristiano, que es fe en la omnipotencia del amor misericordioso de Dios.
Os encomiendo a todos a María, Madre de misericordia, Madre de
Jesús, que es la encarnación de la Misericordia divina. Con su ayuda,
dejémonos renovar por el Espíritu, para cooperar en la obra de paz que
132
Dios está realizando en el mundo y que no hace ruido, sino que actúa en
los innumerables gestos de caridad de todos sus hijos.
133

EN TUS MANOS ESTÁN MIS DÍAS


070416. Discurso. Encuentro con los cardenales.
En este momento quiero dar gracias de todo corazón.
Para mí el verdadero don de este día es la oración, que me da la certeza
de que me aceptan desde el interior y, sobre todo, me ayudan y sostienen
en mi ministerio petrino, un ministerio que no puedo desempeñar yo solo,
sino únicamente en comunión con todos los que me ayudan, también
orando, para que el Señor esté con todos nosotros y esté conmigo.
Hoy, en el Oficio de lectura, rezamos las palabras de un Salmo que
tienen un sabor particular de verdad y que para mí son muy valiosas: “In
manibus tuis sortes meae” (Sal 31, 16); en la traducción Vetus latina el
texto decía: “In manu tua tempora mea”, es decir, “en tus manos están mis
días”. En el texto griego se hablaba de kairoí mou. Todas estas versiones
entrañan una gran verdad: nuestro tiempo, cada día, las vicisitudes de
nuestra vida, nuestro destino, nuestra acción están en buenas manos, en las
manos del Señor.
Esta es la gran confianza con la que seguimos adelante.

LA MÚSICA, LENGUAJE UNIVERSAL DE LA BELLEZA


070416. Discurso. Al final de un concierto por su 80 º aniversario.
Estoy convencido de que la música —y aquí pienso de modo especial
en el gran Mozart y, esta tarde, naturalmente en la maravillosa música de
Gabrieli y en el majestuoso “Mundo nuevo” de Dvorák— es realmente el
lenguaje universal de la belleza, capaz de unir entre sí a los hombres de
buena voluntad en toda la tierra y de hacer que eleven su mirada hacia las
alturas y se abran al Bien y a la Belleza absolutos, que tienen su manantial
último en Dios mismo.
Al echar una mirada hacia mi vida pasada, doy gracias a Dios porque
puso a mi lado la música casi como una compañera de viaje, que siempre
me ha dado consuelo y alegría. También doy las gracias a las personas
que, desde los primeros años de mi infancia, me acercaron a esta fuente de
inspiración y de serenidad.
Doy las gracias a los que unen música y oración en la alabanza
armoniosa de Dios y de sus obras: nos ayudan a glorificar al Creador y
Redentor del mundo, que es obra maravillosa de sus manos. Y expreso el
deseo de que la grandeza y la belleza de la música os den también a
vosotros, queridos amigos, nueva y continua inspiración para construir un
mundo de amor, de solidaridad y de paz.

LA VOCACIÓN AL SERVICIO DE LA IGLESIA COMUNIÓN


070210. Mensaje Vocaciones. IV domingo de pascua: 070429.
La Jornada Mundial de Oración por las vocaciones de cada año ofrece
una buena oportunidad para subrayar la importancia de las vocaciones en
la vida y en la misión de la Iglesia, e intensificar la oración para que
134
aumenten en número y en calidad. Para la próxima Jornada propongo a la
atención de todo el pueblo de Dios este tema, nunca más actual: la
vocación al servicio de la Iglesia comunión.
El año pasado, al comenzar un nuevo ciclo de catequesis en las
Audiencias generales de los miércoles, dedicado a la relación entre Cristo
y la Iglesia, señalé que la primera comunidad cristiana se constituyó, en su
núcleo originario, cuando algunos pescadores de Galilea, habiendo
encontrado a Jesús, se dejaron cautivar por su mirada, por su voz, y
acogieron su apremiante invitación: «Seguidme, os haré pescadores de
hombres» (Mc 1, 17; cf Mt 4, 19). En realidad, Dios siempre ha escogido a
algunas personas para colaborar de manera más directa con Él en la
realización de su plan de salvación. En el Antiguo Testamento al comienzo
llamó a Abrahán para formar «un gran pueblo» (Gn 12, 2), y luego a
Moisés para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto (cf Ex 3, 10).
Designó después a otros personajes, especialmente los profetas, para
defender y mantener viva la alianza con su pueblo. En el Nuevo
Testamento, Jesús, el Mesías prometido, invitó personalmente a los
Apóstoles a estar con él (cf Mc 3, 14) y compartir su misión. En la Última
Cena, confiándoles el encargo de perpetuar el memorial de su muerte y
resurrección hasta su glorioso retorno al final de los tiempos, dirigió por
ellos al Padre esta ardiente invocación: «Les he dado a conocer quién eres,
y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste
pueda estar también en ellos, y yo mismo esté con ellos» (Jn 17, 26). La
misión de la Iglesia se funda por tanto en una íntima y fiel comunión con
Dios.
La Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II describe la
Iglesia como «un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo» (n. 4), en el cual se refleja el misterio mismo de Dios. Esto
comporta que en él se refleja el amor trinitario y, gracias a la obra del
Espíritu Santo, todos sus miembros forman «un solo cuerpo y un solo
espíritu» en Cristo. Sobre todo cuando se congrega para la Eucaristía ese
pueblo, orgánicamente estructurado bajo la guía de sus Pastores, vive el
misterio de la comunión con Dios y con los hermanos. La Eucaristía es el
manantial de aquella unidad eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de
su pasión: «Padre… que también ellos estén unidos a nosotros; de este
modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Esa
intensa comunión favorece el florecimiento de generosas vocaciones para
el servicio de la Iglesia: el corazón del creyente, lleno de amor divino, se
ve empujado a dedicarse totalmente a la causa del Reino. Para promover
vocaciones es por tanto importante una pastoral atenta al misterio de la
Iglesia-comunión, porque quien vive en una comunidad eclesial concorde,
corresponsable, atenta, aprende ciertamente con más facilidad a discernir
la llamada del Señor. El cuidado de las vocaciones, exige por tanto una
constante «educación» para escuchar la voz de Dios, como hizo Elí que
ayudó a Samuel a captar lo que Dios le pedía y a realizarlo con prontitud
(cf 1 Sam 3, 9). La escucha dócil y fiel sólo puede darse en un clima de
íntima comunión con Dios. Que se realiza ante todo en la oración. Según
135
el explícito mandato del Señor, hemos de implorar el don de la vocación
en primer lugar rezando incansablemente y juntos al «dueño de la mies».
La invitación está en plural: «Rogad por tanto al dueño de la mies que
envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). Esta invitación del Señor se
corresponde plenamente con el estilo del «Padrenuestro» (Mt 9, 38),
oración que Él nos enseñó y que constituye una «síntesis del todo el
Evangelio», según la conocida expresión de Tertuliano (cf De Oratione, 1,
6: CCL 1, 258). En esta perspectiva es iluminadora también otra expresión
de Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir
cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celestial» (Mt 18, 19). El buen
Pastor nos invita pues a rezar al Padre celestial, a rezar unidos y con
insistencia, para que Él envíe vocaciones al servició de la Iglesia-
comunión.
Recogiendo la experiencia pastoral de siglos pasados, el Concilio
Vaticano II puso de manifiesto la importancia de educar a los futuros
presbíteros en una auténtica comunión eclesial. Leemos a este propósito
en Presbyterorum ordinis: «Los presbíteros, ejerciendo según su parte de
autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del
obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen
a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo» (n. 6). Se hace eco
de la afirmación del Concilio, la Exhortación apostólica post-sinodal
Pastores dabo vobis, subrayando que el sacerdote «es servidor de la
Iglesia comunión porque —unido al Obispo y en estrecha relación con el
presbiterio— construye la unidad de la comunidad eclesial en la armonía
de las diversas vocaciones, carismas y servicios» (n. 16). Es indispensable
que en el pueblo cristiano todo ministerio y carisma esté orientado hacia la
plena comunión, y el obispo y los presbíteros han de favorecerla en armonía
con toda otra vocación y servicio eclesial. Incluso la vida consagrada, por
ejemplo, en su proprium está al servicio de esta comunión, como señala la
Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata de mi venerado
Predecesor Juan Pablo II: «La vida consagrada posee ciertamente el mérito
de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia
de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante
promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada
pone de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede
transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad»
(n. 41).
En el centro de toda comunidad cristiana está la Eucaristía, fuente y
culmen de la vida de la Iglesia. Quien se pone al servicio del Evangelio, si
vive de la Eucaristía, avanza en el amor a Dios y al prójimo y contribuye
así a construir la Iglesia como comunión. Cabe afirmar que «el amor
eucarístico» motiva y fundamenta la actividad vocacional de toda la
Iglesia, porque como he escrito en la Encíclica Deus caritas est, las
vocaciones al sacerdocio y a los otros ministerios y servicios florecen
dentro del pueblo de Dios allí donde hay hombres en los cuales Cristo se
vislumbra a través de su Palabra, en los sacramentos y especialmente en la
Eucaristía. Y eso porque «en la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la
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comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios,
percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a
reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue
amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con
el amor» (n. 17).
Nos dirigimos, finalmente, a María, que animó la primera comunidad
en la que «todos perseveraban unánimes en la oración» (cf Hch 1, 14),
para que ayude a la Iglesia a ser en el mundo de hoy icono de la Trinidad,
signo elocuente del amor divino a todos los hombres. La Virgen, que
respondió con prontitud a la llamada del Padre diciendo: «Aquí está la
esclava del Señor» (Lc 1, 38), interceda para que no falten en el pueblo
cristiano servidores de la alegría divina: sacerdotes que, en comunión con
sus Obispos, anuncien fielmente el Evangelio y celebren los sacramentos,
cuidando al pueblo de Dios, y estén dispuestos a evangelizar a toda la
humanidad. Que ella consiga que también en nuestro tiempo aumente el
número de las personas consagradas, que vayan contracorriente, viviendo
los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, y den
testimonio profético de Cristo y de su mensaje liberador de salvación.
Queridos hermanos y hermanas a los que el Señor llama a vocaciones
particulares en la Iglesia, quiero encomendaros de manera especial a
María, para que ella que comprendió mejor que nadie el sentido de las
palabras de Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la
palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8, 21), os enseñe a escuchar a
su divino Hijo. Que os ayude a decir con la vida: «Aquí estoy, oh Dios,
para hacer tu voluntad» (Heb 10, 7). Con estos deseos para cada uno, mi
recuerdo especial en la oración y mi bendición de corazón para todos.
Vaticano, 10 de febrero de 2007

ECHAD LA RED… Y ENCONTRARÉIS


070421. Homilía. III domingo de pascua. Vigévano.
“Echad la red... y encontraréis” (Jn 21, 6).
Hemos escuchado estas palabras de Jesús en el pasaje evangélico que
se acaba de proclamar. Se encuentran dentro del relato de la tercera
aparición del Resucitado a los discípulos junto a las orillas del mar de
Tiberíades, que narra la pesca milagrosa. Después del “escándalo” de la
cruz habían regresado a su tierra y a su trabajo de pescadores, es decir, a
las actividades que realizaban antes de encontrarse con Jesús. Habían
vuelto a la vida anterior y esto da a entender el clima de dispersión y de
extravío que reinaba en su comunidad (cf. Mc 14, 27; Mt 26, 31). Para los
discípulos era difícil comprender lo que había acontecido. Pero, cuando
todo parecía acabado, nuevamente, como en el camino de Emaús, Jesús
sale al encuentro de sus amigos. Esta vez los encuentra en el mar, lugar
que hace pensar en las dificultades y las tribulaciones de la vida; los
encuentra al amanecer, después de un esfuerzo estéril que había durado
toda la noche. Su red estaba vacía. En cierto modo, eso parece el balance
de su experiencia con Jesús: lo habían conocido, habían estado con él y él
137
les había prometido muchas cosas. Y, sin embargo, ahora se volvían a
encontrar con la red vacía de peces.
Y he aquí que, al alba, Jesús les sale al encuentro, pero ellos no lo
reconocen inmediatamente (cf. Jn 21, 4). El “alba” en la Biblia indica con
frecuencia el momento de intervenciones extraordinarias de Dios. Por
ejemplo, en el libro del Éxodo, “llegada la vigilia matutina”, el Señor
interviene “desde la columna de fuego y humo” para salvar a su pueblo que
huía de Egipto (cf. Ex 14, 24). También al alba María Magdalena y las
demás mujeres que habían corrido al sepulcro encuentran al Señor
resucitado.
Del mismo modo, en el pasaje evangélico que estamos meditando, ya
ha pasado la noche y el Señor dice a los discípulos, cansados de bregar y
decepcionados por no haber pescado nada: “Echad la red a la derecha de
la barca y encontraréis” (Jn 21, 6). Normalmente los peces caen en la red
durante la noche, cuando está oscuro, y no por la mañana, cuando el agua
ya es transparente. Con todo, los discípulos se fiaron de Jesús y el
resultado fue una pesca milagrosamente abundante, hasta el punto de que
ya no lograban sacar la red por la gran cantidad de peces recogidos (cf. Jn
21, 6).
En ese momento, Juan, iluminado por el amor, se dirige a Pedro y le
dice: “Es el Señor” (Jn 21, 7). La mirada perspicaz del discípulo a quien
Jesús amaba —icono del creyente— reconoce al Maestro presente en la
orilla del lago. “Es el Señor”: esta espontánea profesión de fe es, también
para nosotros, una invitación a proclamar que Cristo resucitado es el Señor
de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, ojalá que esta tarde la Iglesia que está
en Vigévano repita con el entusiasmo de Juan: Jesucristo “es el Señor”.
Ojalá que vuestra comunidad diocesana escuche al Señor que, por medio
de mis labios, os repite: “Echa la red, Iglesia de Vigévano, y encontrarás”.
En efecto, he venido a vosotros sobre todo para animaros a ser testigos
valientes de Cristo.
La confiada adhesión a su palabra es lo que hará fecundos vuestros
esfuerzos pastorales. Cuando el trabajo en la viña del Señor parece estéril,
como el esfuerzo nocturno de los Apóstoles, no conviene olvidar que Jesús
es capaz de cambiar la situación en un instante. La página evangélica que
acabamos de escuchar, por una parte, nos recuerda que debemos
comprometernos en las actividades pastorales como si el resultado
dependiera totalmente de nuestros esfuerzos. Pero, por otra, nos hace
comprender que el auténtico éxito de nuestra misión es totalmente don de
la gracia.
En los misteriosos designios de su sabiduría, Dios sabe cuándo es
tiempo de intervenir. Y entonces, como la dócil adhesión a la palabra del
Señor hizo que se llenara la red de los discípulos, así también en todos los
tiempos, incluido el nuestro, el Espíritu del Señor puede hacer eficaz la
misión de la Iglesia en el mundo.
“Echad la red... y encontraréis” (Jn 21, 6). Querida comunidad eclesial
de Vigévano, ¿qué significa en concreto la invitación de Cristo a “echar la
138
red”? Significa, en primer lugar, como para los discípulos, creer en él y
fiarse de su palabra. También a vosotros, como a ellos, Jesús os pide que
lo sigáis con fe sincera y firme. Por tanto, poneos a la escucha de su
palabra y meditadla cada día.
Que os sirvan de guía constante estas palabras del Señor: “En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los
otros” (Jn 13, 35). Llevar las cargas los unos de los otros, compartir,
colaborar, sentirse corresponsables, es el espíritu que debe animar
constantemente a vuestra comunidad.
Y ¿qué decir, por último, de la familia? Es el elemento fundamental de
la vida social y, por eso, sólo trabajando en favor de las familias se puede
renovar el entramado de la comunidad eclesial —veo que estamos de
acuerdo— e incluso de la sociedad civil.
“Echad la red... y encontraréis”. Este mandato de Jesús fue dócilmente
acogido por los santos, y su existencia experimentó el milagro de una
pesca espiritual abundante. Pienso de modo especial en vuestros patronos
celestiales: san Ambrosio, san Carlos Borromeo y el beato Mateo Carreri.
Pienso también en dos ilustres hijos de esta tierra, cuya causa de
beatificación está en curso: el venerable Francesco Pianzola, sacerdote
animado por un ardiente espíritu evangélico, que supo salir al encuentro
de las pobrezas espirituales de su tiempo con un valiente estilo misionero,
atento a los más alejados y en particular a los jóvenes, y el siervo de Dios
Teresio Olivelli, laico de la Acción católica, que murió a los 29 años en el
campo de concentración de Hersbruck, víctima sacrificial de una violencia
brutal, a la que él opuso tenazmente el ardor de la caridad.
Estas dos figuras excepcionales de discípulos fieles de Cristo
constituyen un signo elocuente de las maravillas realizadas por el Señor en
la Iglesia de Vigévano. Reflejaos en estos modelos, que ponen de
manifiesto la acción de la gracia y son para el pueblo de Dios un estímulo
a seguir a Cristo por la senda exigente de la santidad.
La fatigosa pero estéril pesca nocturna de los discípulos es una
advertencia perenne para la Iglesia de todos los tiempos: nosotros solos,
sin Jesús, no podemos hacer nada. En el compromiso apostólico no bastan
nuestras fuerzas: sin la gracia divina nuestro trabajo, aunque esté bien
organizado, resulta ineficaz.
Oremos juntos para que vuestra comunidad diocesana acoja con
alegría el mandato de Cristo y con renovada generosidad esté dispuesta a
“echar” las redes. Entonces experimentará ciertamente una pesca
milagrosa, signo del poder dinámico de la palabra y de la presencia del
Señor, que incesantemente confiere a su pueblo una “renovada juventud
del Espíritu” (cf. oración colecta).

EL ANUNCIO QUE RENUEVA LA VIDA


070421. Discurso. Pavía. Jóvenes
Vengo a vosotros esta tarde para renovaros un anuncio siempre joven,
para comunicaros un mensaje que, cuando se lo acoge, cambia la vida, la
139
renueva y la colma. La Iglesia proclama este mensaje con particular
alegría en este tiempo pascual: Cristo resucitado está vivo entre nosotros,
también hoy. ¡Cuántos coetáneos vuestros en el decurso de la historia,
queridos jóvenes, se han encontrado con él y se han convertido en amigos
suyos! Lo han seguido fielmente y han dado testimonio de su amor con la
propia vida.
Así pues, no tengáis miedo de entregar vuestra vida a Cristo. Él jamás
defrauda nuestras expectativas, porque sabe lo que hay en nuestro
corazón. Siguiéndolo con fidelidad no os resultará difícil encontrar la
respuesta a los interrogantes que embargan vuestra alma: "¿Qué debo
hacer? ¿Qué tarea me espera en la vida?". La Iglesia, que necesita vuestro
compromiso para llevar, especialmente a vuestros coetáneos, el anuncio
evangélico, os sostiene en el camino del conocimiento de la fe y del amor
a Dios y a los hermanos.
La sociedad, marcada en nuestro tiempo por innumerables cambios
sociales, espera vuestra aportación para construir una convivencia común
menos egoísta y más solidaria, realmente animada por los grandes ideales
de la justicia, la libertad y la paz.
Esta es vuestra misión, queridos jóvenes amigos. Trabajemos por la
justicia, por la paz, por la solidaridad, por la verdadera libertad. Que os
acompañe Cristo resucitado y, juntamente con él, la Virgen María, Madre
suya y nuestra. Con su ejemplo y su constante intercesión, la Virgen os
ayude a no desalentaros en los momentos de fracaso y a confiar siempre
en el Señor.

LAS TRES CONVERSIONES DE SAN AGUSTÍN


070422. Homilía. Pavía. Eucaristía.
En el tiempo pascual la Iglesia nos presenta, domingo tras domingo,
algún pasaje de la predicación con que los Apóstoles, en particular san
Pedro, después de la Pascua invitaban a Israel a la fe en Jesucristo, el
Resucitado, fundando así la Iglesia. En la lectura de hoy, los Apóstoles
están ante el Sanedrín, ante la institución que, habiendo declarado a Jesús
reo de muerte, no podía tolerar que ese Jesús, mediante la predicación de
los Apóstoles, comenzara ahora a actuar nuevamente; no podía tolerar que
su fuerza sanadora se manifestara de nuevo y, en torno a este nombre, se
reunieran personas que creían en él como el Redentor prometido.
La acusación que se imputa a los Apóstoles es: "Queréis hacer que
caiga sobre nosotros la sangre de ese hombre". San Pedro responde a esa
acusación con una breve catequesis sobre la esencia de la fe cristiana:
"No, no queremos hacer que su sangre caiga sobre vosotros. El efecto de
la muerte y resurrección de Jesús es totalmente diverso. Dios lo hizo "jefe
y salvador" de todos, también de vosotros, de su pueblo Israel". ¿Y a
dónde conduce este "jefe"?, ¿qué trae este "salvador"? Él, dice san Pedro,
conduce a la conversión, crea el espacio y la posibilidad de recapacitar, de
arrepentirse, de recomenzar. Y da el perdón de los pecados, nos introduce
140
en una correcta relación con Dios y, de este modo, en una correcta relación
de cada uno consigo mismo y con los demás.
Esta breve catequesis de Pedro no valía sólo para el Sanedrín. Nos
habla a todos, puesto que Jesús, el Resucitado, vive también hoy. Y para
todas las generaciones, para todos los hombres, es el "jefe" que precede en
el camino, el que muestra el camino, y el "salvador" que justifica nuestra
vida. Las dos palabras "conversión" y "perdón de los pecados",
correspondientes a los dos títulos de Cristo "jefe" y "salvador", son las
palabras clave de la catequesis de san Pedro, palabras que en esta hora
quieren llegar también a nuestro corazón. Y ¿qué quieren decir?
El camino que debemos seguir, el camino que Jesús nos indica, se
llama "conversión". Pero ¿qué es? ¿Qué es necesario hacer? En toda vida
la conversión tiene su forma propia, porque todo hombre es algo nuevo y
nadie es una copia de otro. Pero a lo largo de la historia del cristianismo el
Señor nos ha mandado modelos de conversión que, si los contemplamos,
nos pueden orientar. Por eso podríamos contemplar al mismo san Pedro, a
quien el Señor en el Cenáculo le dijo: "Y tú, una vez convertido, confirma
a tus hermanos" (Lc 22, 32). Podríamos contemplar a san Pablo como a un
gran convertido.
La ciudad de Pavía habla de uno de los más grandes convertidos de la
historia de la Iglesia: san Aurelio Agustín. Murió el 28 de agosto del año
430 en la ciudad portuaria de Hipona, en África, entonces rodeada y
asediada por los vándalos. Tras gran confusión de una historia agitada, el
rey de los longobardos consiguió sus restos mortales para la ciudad de
Pavía, de forma que ahora él pertenece de modo particular a esta ciudad, y
en ella y desde ella nos habla a todos, a la humanidad entera, pero de
manera especial a todos nosotros.
En su libro Las Confesiones, san Agustín ilustró de modo conmovedor
el camino de su conversión, que alcanzó su meta con el bautismo que le
administró el obispo san Ambrosio en la catedral de Milán. Quien lee Las
Confesiones puede compartir el camino que Agustín, en una larga lucha
interior, debió recorrer para recibir finalmente, en la noche de Pascua del
año 387, en la pila bautismal, el sacramento que marcó el gran cambio de
su vida.
Siguiendo atentamente el desarrollo de la vida de san Agustín se puede
ver que su conversión no fue un acontecimiento sucedido en un momento
determinado, sino un camino. Y se puede ver que este camino no había
terminado en la pila bautismal. Como antes del bautismo, también después
de él la vida de Agustín siguió siendo, aunque de modo diverso, un
camino de conversión, hasta en su última enfermedad, cuando hizo colgar
en la pared los salmos penitenciales para tenerlos siempre delante de los
ojos; cuando no quiso recibir la Eucaristía, para recorrer una vez más la
senda de la penitencia y recibir la salvación de las manos de Cristo como
don de la misericordia de Dios. Así, podemos hablar con razón de las
"conversiones" de Agustín que, de hecho, fueron una única gran
conversión, primero buscando el rostro de Cristo y después caminando
con él.
141
Quisiera hablar brevemente de tres grandes etapas en este camino de
conversión, de tres "conversiones". La primera conversión fundamental
fue el camino interior hacia el cristianismo, hacia el "sí" de la fe y del
bautismo. ¿Cuál fue el aspecto esencial de este camino? Agustín, por una
parte, era hijo de su tiempo, condicionado profundamente por las
costumbres y las pasiones dominantes en él, así como por todos los
interrogantes y problemas de un joven. Vivía como todos los demás y, sin
embargo, había en él algo diferente: fue siempre una persona que estaba
en búsqueda. No se contentó jamás con la vida como se presentaba y
como todos la vivían. La cuestión de la verdad lo atormentaba siempre.
Quería encontrar la verdad. Quería saber qué es el hombre; de dónde
proviene el mundo; de dónde venimos nosotros mismos, a dónde vamos y
cómo podemos encontrar la vida verdadera. Quería encontrar la vida
correcta, y no simplemente vivir a ciegas, sin sentido y sin meta. La
pasión por la verdad es la verdadera palabra clave de su vida. Realmente,
lo guiaba la pasión por la verdad.
Y hay, además, una peculiaridad. No le bastaba lo que no llevaba el
nombre de Cristo. Como él mismo nos dice, el amor a este nombre lo
había bebido con la leche materna (cf. Las Confesiones III, 4, 8). Y
siempre había creído —unas veces vagamente, otras con más claridad—
que Dios existe y se interesa por nosotros (cf. Las Confesiones VI, 5, 8).
Pero la gran lucha interior de sus años juveniles fue conocer
verdaderamente a este Dios y familiarizarse realmente con Jesucristo y
llegar a decirle "sí" con todas sus consecuencias.
Nos cuenta que, a través de la filosofía platónica, había aprendido y
reconocido que "en el principio estaba el Verbo", el Logos, la razón
creadora. Pero la filosofía, que le mostraba que el principio de todo es la
razón creadora, no le indicaba ningún camino para alcanzarlo; este Logos
permanecía lejano e intangible. Sólo en la fe de la Iglesia encontró
después la segunda verdad esencial: el Verbo, el Logos, se hizo carne. Y
así nos toca y nosotros lo tocamos. A la humildad de la encarnación de
Dios debe corresponder —este es el gran paso— la humildad de nuestra
fe, que abandona la soberbia pedante y se inclina, entrando a formar parte
de la comunidad del cuerpo de Cristo; que vive con la Iglesia y sólo así
entra en comunión concreta, más aún, corpórea, con el Dios vivo. No creo
necesario decir cuánto nos atañe todo esto: ser personas que buscan, sin
contentarse con lo que todos dicen y hacen. No apartar la mirada del Dios
eterno y de Jesucristo. Aprender la humildad de la fe en la Iglesia corpórea
de Jesucristo, del Logos encarnado.
La segunda conversión de Agustín nos la describe al final del segundo
libro de Las Confesiones con las palabras: "Aterrado por mis pecados, y
por la carga de mi miseria, había tratado en mi corazón y pensado huir a
la soledad; pero tú me detuviste, y me animaste diciendo que Cristo
murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para
Aquel que por ellos murió (2 Co 5, 15)" (Las Confesiones X, 43, 70).
¿Qué había sucedido? Después de su bautismo, Agustín había decidido
volver a África, donde había fundado, junto con sus amigos, un pequeño
142
monasterio. Ahora su vida debía dedicarse totalmente a hablar con Dios y
a la reflexión y contemplación de la belleza y de la verdad de su Palabra.
Así, pasó tres años felices, durante los cuales creía haber llegado a la meta
de su vida; en ese período nació una serie de valiosas obras filosófico-
teológicas.
En 391, cuatro años después de su bautismo, fue a la ciudad portuaria
de Hipona para encontrarse con un amigo, a quien quería conquistar para
su monasterio. Pero en la liturgia dominical, en la que participó en la
catedral, lo reconocieron. El obispo de la ciudad, un hombre proveniente
de Grecia, que no hablaba bien el latín y tenía dificultad para predicar,
dijo en su homilía que tenía la intención de elegir a un sacerdote para
encomendarle también la tarea de predicación. Inmediatamente la gente
aferró a Agustín y a la fuerza lo llevó delante, para que fuera consagrado
sacerdote al servicio de la ciudad.
Inmediatamente después de su consagración forzada, Agustín escribió
al obispo Valerio: "Me sentí como uno que no sabe manejar el remo y a
quien, sin embargo, le asignan el segundo lugar al timón... De ahí
surgieron las lágrimas que algunos hermanos me vieron derramar en la
ciudad durante mi ordenación" (Epist. 21, 1 s).
El hermoso sueño de vida contemplativa se había esfumado; la vida de
Agustín había cambiado fundamentalmente. Ahora ya no podía dedicarse
sólo a la meditación en la soledad. Debía vivir con Cristo para todos.
Debía traducir sus conocimientos y sus pensamientos sublimes en el
pensamiento y en el lenguaje de la gente sencilla de su ciudad. No pudo
escribir la gran obra filosófica de toda una vida, con la que había soñado.
En su lugar, nos dejó algo más valioso: el Evangelio traducido al lenguaje
de la vida diaria y de sus sufrimientos.
Así describe lo que desde entonces constituía su vida diaria: "Corregir
a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles,
confutar a los opositores..., estimular a los negligentes, frenar a los
pendencieros, ayudar a los necesitados, liberar a los oprimidos, mostrar
aprobación a los buenos, tolerar a los malos y amar a todos" (cf. Serm.
340, 3). "Predicar continuamente, discutir, reprender, edificar, estar a
disposición de todos, es una carga enorme, un gran peso, un trabajo
inmenso" (Serm. 339, 4).
Esta fue la segunda conversión que este hombre, luchando y sufriendo,
debió realizar continuamente: estar allí siempre a disposición de todos, no
buscando su propia perfección; siempre, junto con Cristo, dar su vida para
que los demás pudieran encontrarlo a él, la verdadera vida.
Hay una tercera etapa decisiva en el camino de conversión de san
Agustín. Después de su ordenación sacerdotal, había pedido un período de
vacaciones para poder estudiar más a fondo las sagradas Escrituras. Su
primer ciclo de homilías, después de esta pausa de reflexión, versó sobre
el Sermón de la montaña; en él explicaba el camino de la vida recta, "de la
vida perfecta" indicada de modo nuevo por Cristo; la presentaba como una
peregrinación al monte santo de la palabra de Dios. En esas homilías se
puede percibir aún todo el entusiasmo de la fe recién encontrada y vivida:
143
la firme convicción de que el bautizado, viviendo totalmente según el
mensaje de Cristo, puede ser, precisamente, "perfecto", según el Sermón
de la montaña.
Unos veinte años después, Agustín escribió un libro titulado Las
Retractaciones, en el que analiza de modo crítico las obras que había
publicado hasta ese momento, realizando correcciones donde, mientras
tanto, había aprendido cosas nuevas. Con respecto al ideal de la
perfección, en sus homilías sobre el Sermón de la montaña anota:
"Mientras tanto, he comprendido que sólo uno es verdaderamente perfecto
y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se han realizado en uno
solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, en cambio, —todos nosotros,
incluidos los Apóstoles—, debemos orar cada día: "Perdona nuestras
ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden"" (cf. Retract. I,
19, 1-3).
San Agustín había aprendido un último grado de humildad, no sólo la
humildad de insertar su gran pensamiento en la fe humilde de la Iglesia,
no sólo la humildad de traducir sus grandes conocimientos en la sencillez
del anuncio, sino también la humildad de reconocer que él mismo y toda
la Iglesia peregrinante necesitaba y necesita continuamente la bondad
misericordiosa de un Dios que perdona; y nosotros —añadía— nos
asemejamos a Cristo, el único Perfecto, en la medida más grande posible
cuando somos como él personas misericordiosas.
En esta hora demos gracias a Dios por la gran luz que irradia la
sabiduría y la humildad de san Agustín, y pidamos al Señor que nos
conceda a todos, día a día, la conversión necesaria, y así nos conduzca a la
verdadera vida. Amén.

EL NÚCLEO CENTRAL DEL CRISTIANISMO Y DEL EVANGELIO


070422. Homilía. Pavía. Vísperas ante la tumba de San Agustín
En su momento conclusivo, mi visita a Pavía toma la forma de una
peregrinación. Es la forma en que yo la había concebido al inicio, pues
deseaba venir a venerar los restos mortales de san Agustín, para rendir el
homenaje de toda la Iglesia católica a uno de sus "padres" más destacados,
así como para manifestar mi devoción y mi gratitud personal hacia quien
ha desempeñado un papel tan importante en mi vida de teólogo y pastor,
pero antes aún de hombre y sacerdote.
La Providencia ha querido que mi viaje asumiera el carácter de una
auténtica visita pastoral; por eso, en esta etapa de oración quisiera recoger
aquí, junto al sepulcro del Doctor gratiae, un mensaje significativo para el
camino de la Iglesia. Este mensaje nos viene del encuentro entre la palabra
de Dios y la experiencia personal del gran obispo de Hipona.
Hemos escuchado la breve lectura bíblica de las segundas Vísperas del
tercer domingo de Pascua (Hb 10, 12-14): la carta a los Hebreos nos ha
presentado a Cristo, sumo y eterno sacerdote, exaltado a la gloria del
Padre después de haberse ofrecido a sí mismo como único y perfecto
sacrificio de la nueva alianza, con el que se llevó a cabo la obra de la
144
Redención. San Agustín fijó su mirada en este misterio y en él encontró la
Verdad que tanto buscaba: Jesucristo, el Verbo encarnado, el Cordero
inmolado y resucitado, es la revelación del rostro de Dios Amor a todo ser
humano en camino por las sendas del tiempo hacia la eternidad.
En un pasaje que se puede considerar paralelo al que se acaba de
proclamar de la carta a los Hebreos, el apóstol san Juan escribe: "En esto
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que
él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados"
(1 Jn 4, 10). Aquí radica el corazón del Evangelio, el núcleo central del
cristianismo. La luz de este amor abrió los ojos de san Agustín, le hizo
encontrar la "belleza antigua y siempre nueva" (Las Confesiones, X, 27),
en la cual únicamente encuentra paz el corazón del hombre.
Queridos hermanos y hermanas, aquí, ante la tumba de san Agustín,
quisiera volver a entregar idealmente a la Iglesia y al mundo mi primera
encíclica, que contiene precisamente este mensaje central del Evangelio:
Deus caritas est, "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Esta encíclica, y sobre
todo su primera parte, debe mucho al pensamiento de san Agustín, que fue
un enamorado del amor de Dios, y lo cantó, meditó, predicó en todos sus
escritos, y sobre todo lo testimonió en su ministerio pastoral.
Siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II y de mis venerados
predecesores Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, estoy
convencido de que la humanidad contemporánea necesita este mensaje
esencial, encarnado en Cristo Jesús: Dios es amor. Todo debe partir de
esto y todo debe llevar a esto: toda actividad pastoral, todo tratado
teológico. Como dice san Pablo: "Si no tengo caridad, nada me
aprovecha" (cf. 1 Co 13, 3). Todos los carismas carecen de sentido y de
valor sin el amor; en cambio, gracias al amor todos ellos contribuyen a
edificar el Cuerpo místico de Cristo.
El mensaje que repite también hoy san Agustín a toda la Iglesia, y en
particular a esta comunidad diocesana que con tanta veneración conserva
sus reliquias, es el siguiente: el Amor es el alma de la vida de la Iglesia y
de su actividad pastoral. Lo hemos escuchado esta mañana en el diálogo
entre Jesús y Simón Pedro: "¿Me amas?... Apacienta mis ovejas" (cf. Jn
21, 15-17). Sólo quien vive en la experiencia personal del amor del Señor
es capaz de cumplir la tarea de guiar y acompañar a los demás en el
camino del seguimiento de Cristo. Al igual que san Agustín, os repito esta
verdad a vosotros como Obispo de Roma, mientras con alegría siempre
nueva la acojo juntamente con vosotros como cristiano.
Servir a Cristo es ante todo una cuestión de amor. Queridos hermanos
y hermanas, vuestra pertenencia a la Iglesia y vuestro apostolado deben
brillar siempre por la ausencia de cualquier interés individual y por la
adhesión sin reservas al amor de Cristo. Los jóvenes, en especial,
necesitan recibir el anuncio de la libertad y la alegría, cuyo secreto radica
en Cristo. Él es la respuesta más verdadera a las expectativas de sus
corazones inquietos por los numerosos interrogantes que llevan en su
interior. Sólo en él, Palabra pronunciada por el Padre para nosotros, se
encuentra la unión entre la verdad y el amor, en la que se encuentra el
145
sentido pleno de la vida. San Agustín vivió personalmente y analizó a
fondo los interrogantes que el hombre alberga en su corazón y sondeó la
capacidad que tiene de abrirse al infinito de Dios.
Siguiendo las huellas de san Agustín, también vosotros debéis ser una
Iglesia que anuncie con valentía la "buena nueva" de Cristo, su propuesta
de vida, su mensaje de reconciliación y perdón. He visto que vuestro
primer objetivo pastoral consiste en llevar a las personas a la madurez
cristiana. Aprecio esta prioridad que otorgáis a la formación personal,
porque la Iglesia no es una simple organización de manifestaciones
colectivas, ni lo opuesto, la suma de individuos que viven una religiosidad
privada. La Iglesia es una comunidad de personas que creen en el Dios de
Jesucristo y se comprometen a vivir en el mundo el mandamiento de la
caridad que él nos dejó. Por tanto, es una comunidad en la que se nos
educa en el amor, y esta educación se lleva a cabo no a pesar de los
acontecimientos de la vida, sino a través de ellos. Así fue para san Pedro,
para san Agustín y para todos los santos. Y así es también para nosotros.
La maduración personal, animada por la caridad eclesial, permite
también crecer en el discernimiento comunitario, es decir, en la capacidad
de leer e interpretar el tiempo presente a la luz del Evangelio, para
responder a la llamada del Señor. Os exhorto a progresar en el testimonio
personal y comunitario del amor con obras. El servicio de la caridad, que
con razón concebís siempre unido al anuncio de la Palabra y a la
celebración de los sacramentos, os llama y a la vez os estimula a estar
atentos a las necesidades materiales y espirituales de los hermanos.
Os aliento a tratar de alcanzar el "alto grado" de la vida cristiana, que
encuentra en la caridad el vínculo de la perfección y que debe traducirse
también en un estilo de vida moral inspirado en el Evangelio,
inevitablemente contra corriente con respecto a los criterios del mundo,
pero que es preciso testimoniar siempre de modo humilde, respetuoso y
cordial.
Queridos hermanos y hermanas, para mí ha sido un don, realmente un
don, compartir con vosotros esta visita a la tumba de san Agustín; vuestra
presencia ha dado a mi peregrinación un sentido eclesial más concreto.
Recomencemos desde aquí llevando en nuestro corazón la alegría de ser
discípulos del Amor.

SAN AGUSTÍN, MODELO DE DIÁLOGO ENTRE FE Y RAZÓN


070422. Discurso. Al mundo de la cultura en la U. de Pavía
Vuestra universidad es una de las más antiguas e ilustres de Italia.
Como ha dicho el rector magnífico, entre sus docentes ha tenido
personalidades destacadas, como Alessandro Volta, Camillo Golgi y Carlo
Forlanini. Me complace recordar también que por vuestro ateneo han
pasado profesores y alumnos que han alcanzado una eminente talla
espiritual, como Michele Ghislieri, que llegó a ser el Papa san Pío V, san
Carlos Borromeo, san Alejandro Sauli, san Ricardo Pampuri, santa Gianna
146
Beretta Molla, el beato Contardo Ferrini y el siervo de Dios Teresio
Olivelli.
Queridos amigos, toda universidad tiene por naturaleza una vocación
comunitaria, pues es precisamente una universitas, una comunidad de
profesores y alumnos comprometidos en la búsqueda de la verdad y en la
adquisición de competencias culturales y profesionales superiores. La
centralidad de la persona y la dimensión comunitaria son dos polos
igualmente esenciales para un enfoque correcto de la universitas
studiorum. Toda universidad debería conservar siempre la fisonomía de un
centro de estudios "a medida del hombre", en el que la persona del alumno
salga del anonimato y pueda cultivar un diálogo fecundo con los
profesores, que los estimule a crecer desde el punto de vista cultural y
humano.
De este enfoque se derivan algunas aplicaciones relacionadas entre sí.
Ante todo, es verdad que sólo poniendo en el centro a la persona y
valorando el diálogo y las relaciones interpersonales se puede superar la
fragmentación de las disciplinas derivada de la especialización y recuperar
la perspectiva unitaria del saber. Las disciplinas tienden naturalmente, y
con razón, a la especialización, mientras que la persona necesita unidad y
síntesis.
En segundo lugar, es de fundamental importancia que el compromiso
de la investigación científica se abra al interrogante existencial del sentido
de la vida misma de la persona. La investigación tiende al conocimiento,
mientras que la persona necesita también la sabiduría, es decir, la ciencia
que se manifiesta en el "saber vivir".
En tercer lugar, la relación didáctica sólo puede llegar a ser relación
educativa, un camino de maduración humana, si se valora a la persona y
las relaciones interpersonales. En efecto, la estructura privilegia la
comunicación, mientras que las personas aspiran a la participación.
Sé que esta atención a la persona, a su experiencia integral de vida y a
su tendencia a la comunión, está muy presente en la actividad pastoral de
la Iglesia en Pavía en el ámbito cultural. Lo atestigua la labor de los
Colegios universitarios de inspiración cristiana. Entre estos, quisiera
recordar también yo el Colegio Borromeo, impulsado por san Carlos
Borromeo, cuya bula de fundación es del Papa Pío IV, y el Colegio Santa
Catalina, fundado por la diócesis de Pavía por voluntad del siervo de Dios
Pablo VI, con una contribución decisiva de la Santa Sede.
En este sentido, también es importante la labor de las parroquias y de
los movimientos eclesiales, en particular del Centro universitario
diocesano y de la FUCI, que tienen como finalidad acoger a la persona en
su integridad, proponer caminos armónicos de formación humana, cultural
y cristiana, y ofrecer espacios de participación, de confrontación y de
comunión.
Quisiera aprovechar esta ocasión para invitar a los alumnos y a los
profesores a no sentirse sólo objeto de atención pastoral, sino también a
participar activamente y a contribuir al proyecto cultural de inspiración
cristiana que la Iglesia promueve en Italia y en Europa.
147
Al encontrarme con vosotros, queridos amigos, me viene espontáneo
pensar en san Agustín, copatrono de esta universidad, juntamente con
santa Catalina de Alejandría. El camino existencial e intelectual de san
Agustín testimonia la fecunda interacción que existe entre la fe y la
cultura. San Agustín estaba impulsado por el deseo incansable de
encontrar la verdad, de descubrir qué es la vida, de saber cómo vivir, de
conocer al hombre. Y, precisamente a causa de su pasión por el hombre,
buscaba necesariamente a Dios, porque sólo a la luz de Dios puede
manifestarse también plenamente la grandeza del hombre, la belleza de la
aventura de ser hombre.
Al inicio, este Dios le parecía muy lejano. Luego lo encontró. Ese Dios
grande, inaccesible, se hizo cercano, uno de nosotros. El gran Dios es
nuestro Dios, es un Dios con rostro humano. Así, la fe en Cristo no puso
fin a su filosofía, a su audacia intelectual; al contrario, lo estimuló aún
más a buscar la profundidad del ser humano y a ayudar a los demás a vivir
bien, a encontrar la vida, el arte de vivir. Esto era para él la filosofía:
saber vivir, con toda la razón, con toda la profundidad de nuestro
pensamiento, de nuestra voluntad, y dejarse guiar en el camino de la
verdad, que es un camino de valentía, de humildad, de purificación
permanente.
Toda la búsqueda de san Agustín encontró cumplimiento en la fe en
Cristo, pero en el sentido de que siempre permaneció en camino. Más aún,
nos dice: incluso en la eternidad proseguirá nuestra búsqueda; será una
aventura eterna descubrir nuevas grandezas, nuevas bellezas. Al
interpretar las palabras del Salmo: "Buscad siempre su rostro", dijo: esto
vale para la eternidad; y la belleza de la eternidad consiste en que no es
una realidad estática, sino un progreso inmenso en la inmensa belleza de
Dios. Así pudo encontrar a Dios como la razón fundante, pero también
como el amor que nos abraza, nos guía y da sentido a la historia y a
nuestra vida personal.
Esta mañana expliqué que ese amor a Cristo dio forma a su
compromiso personal. De una vida planteada como búsqueda pasó a una
vida totalmente entregada a Cristo y así a una vida para los demás.
Descubrió —esta fue su segunda conversión— que convertirse a Cristo
significa no vivir ya para sí mismos, sino estar realmente al servicio de
todos.
San Agustín ha de ser para nosotros, precisamente también para el
mundo académico, modelo de diálogo entre la razón y la fe, modelo de un
diálogo amplio, que sólo puede buscar la verdad y así también la paz.
Como afirmó mi venerado predecesor Juan Pablo II en la encíclica Fides
et ratio, "el Obispo de Hipona consiguió hacer la primera gran síntesis del
pensamiento filosófico y teológico, en la que confluían las corrientes del
pensamiento griego y latino. En él, además, la gran unidad del saber, que
encontraba su fundamento en el pensamiento bíblico, fue confirmada y
sostenida por la profundidad del pensamiento especulativo" (n. 40).
Por eso, invoco la intercesión de san Agustín para que la Universidad
de Pavía se distinga siempre por una atención especial a la persona, por
148
una acentuada dimensión comunitaria en la investigación científica y por
un fecundo diálogo entre la fe y la cultura.

CARIDAD Y JUSTICIA: TRES DESAFÍOS


070428.Mensaje-Carta. Academia Pontificia de Ciencias Sociales
Este año, el encuentro de la Academia está dedicado al estudio del
tema: "Caridad y justicia en las relaciones entre pueblos y naciones". La
Iglesia no puede menos de interesarse por ese tema, dado que la búsqueda
de la justicia y la promoción de la civilización del amor son aspectos
esenciales de su misión al servicio del anuncio del Evangelio de
Jesucristo.
No cabe duda de que la construcción de una sociedad justa
corresponde en primer lugar al orden político, tanto dentro de los diversos
Estados como en la comunidad internacional. Como tal, en todos los
niveles requiere un ejercicio disciplinado de la razón práctica y un
entrenamiento de la voluntad para poder discernir y satisfacer las
exigencias específicas de la justicia, respetando plenamente el bien común
y la dignidad inalienable de toda persona.
En mi encíclica Deus caritas est reafirmé, al inicio de mi pontificado,
el deseo de la Iglesia de contribuir a esta necesaria purificación de la
razón, para ayudar a formar las conciencias y para estimular una respuesta
más amplia a las exigencias genuinas de la justicia. Al mismo tiempo,
subrayé que, incluso en la más justa de las sociedades, habrá siempre
espacio para la caridad: "No hay ningún orden estatal, por justo que sea,
que haga superfluo el servicio del amor" (n. 28).
La convicción de la Iglesia de que la justicia y la caridad son
inseparables nace, en definitiva, de su experiencia de la infinita justicia y
misericordia de Dios reveladas en Jesucristo, y lo manifiesta insistiendo
en que el hombre mismo y su irreductible dignidad deben ocupar el centro
de la vida política y social.
Por tanto, el magisterio de la Iglesia, que no sólo se dirige a los
creyentes sino también a todos los hombres de buena voluntad, apela a la
recta razón y a una sana comprensión de la naturaleza humana al proponer
principios capaces de guiar a los individuos y a las comunidades hacia la
búsqueda de un orden social marcado por la justicia, la libertad, la
solidaridad fraterna y la paz.
En el centro de esa enseñanza, como sabéis muy bien, está el principio
del destino universal de todos los bienes de la creación. Según ese
principio fundamental, todo lo que produce la tierra y todo lo que el
hombre transforma y confecciona, todo su conocimiento y toda su
tecnología, todo está destinado a servir al desarrollo material y espiritual
de la familia humana y de todos sus miembros.
Desde esta perspectiva íntegramente humana podemos comprender
más plenamente el papel esencial que desempeña la caridad en la
búsqueda de la justicia. Mi predecesor el Papa Juan Pablo II estaba
convencido de que la justicia por sí sola era insuficiente para entablar
149
relaciones realmente humanas y fraternas dentro de la sociedad. "En todas
las esferas de las relaciones interhumanas —afirmó—, la justicia debe
experimentar, por decirlo así, una notable "corrección" por parte del amor
que —como proclama san Pablo— es "paciente" y "benigno", o dicho en
otras palabras, lleva en sí los caracteres del amor misericordioso tan
esenciales al Evangelio y al cristianismo" (Dives in misericordia, 14). Es
decir, la caridad no sólo permite a la justicia ser más creativa y afrontar
nuevos desafíos, sino que también inspira y purifica los esfuerzos de la
humanidad encaminados a alcanzar la auténtica justicia para construir así
una sociedad digna del hombre.
En un contexto en que, "la solicitud por el prójimo, superando los
confines de las comunidades nacionales, tiende a extender su horizonte al
mundo entero" (Deus caritas est, 30), se debe comprender y subrayar más
claramente la relación intrínseca que existe entre caridad y justicia. A la
vez que manifiesto mi confianza en que vuestros debates de estos días
resulten fructuosos a este respecto, deseo atraer brevemente vuestra
atención hacia tres desafíos específicos que el mundo afronta, desafíos que
únicamente pueden afrontarse con un compromiso convencido al servicio
de la mayor justicia, que está inspirada por la caridad.
El primer desafío atañe al medio ambiente y a un desarrollo sostenible.
La comunidad internacional reconoce que los recursos del mundo son
limitados y que todo pueblo tiene el deber de poner en práctica políticas
encaminadas a la protección del medio ambiente, con el fin de prevenir la
destrucción del patrimonio natural cuyos frutos son necesarios para el
bienestar de la humanidad. Para afrontar este desafío, se requiere un
enfoque interdisciplinar semejante al que vosotros habéis empleado.
Además, hace falta una capacidad de valorar y prever, de vigilar la
dinámica del cambio ambiental y del desarrollo sostenible, de elaborar y
aplicar soluciones a nivel internacional. Es preciso prestar atención
particular al hecho de que los países más pobres son los que suelen pagar
el precio más alto por el deterioro ecológico.
En el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2007, puse de
relieve que "la destrucción del medio ambiente, su uso impropio o egoísta
y el acaparamiento violento de los recursos de la tierra, generan fricciones,
conflictos y guerras, precisamente porque son fruto de un concepto
inhumano de desarrollo. En efecto, un desarrollo que se limitara al aspecto
técnico y económico, descuidando la dimensión moral y religiosa, no sería
un desarrollo humano integral y, al ser unilateral, terminaría fomentando
la capacidad destructiva del hombre" (n. 9: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 6).
Al afrontar los desafíos de la protección del medio ambiente y del
desarrollo sostenible, estamos llamados a promover y a «salvaguardar las
condiciones morales de una auténtica "ecología humana"» (Centesimus
annus, 38). Por otra parte, esto exige una relación responsable no sólo con
la creación sino también con nuestro prójimo, cercano o lejano, en el
espacio y en el tiempo, y con el Creador.
150
Esto nos lleva a un segundo desafío, que implica nuestro concepto de
persona humana y, en consecuencia, nuestras relaciones recíprocas. Si a
los seres humanos no se les ve como personas, varones y mujeres, creados
a imagen de Dios (cf. Gn 1, 26), dotados de una dignidad inviolable, será
muy difícil lograr una plena justicia en el mundo. A pesar del
reconocimiento de los derechos de la persona en declaraciones
internacionales y en instrumentos legales, es necesario progresar mucho
para que ese reconocimiento tenga consecuencias sobre los problemas
globales, como los siguientes: la brecha cada vez mayor entre países ricos
y países pobres; la desigual distribución y asignación de los recursos
naturales y de la riqueza producida por la actividad humana; la tragedia
del hambre, de la sed y de la pobreza en un planeta donde hay abundancia
de alimento, de agua y de prosperidad; los sufrimientos humanos de los
refugiados y de los prófugos; las continuas hostilidades en muchas partes
del mundo; la falta de una protección legal suficiente para los niños por
nacer; la explotación de los niños; el tráfico internacional de seres
humanos, armas y drogas; y otras muchas injusticias graves.
El tercer desafío concierne a los valores del espíritu. Urgidos por
preocupaciones económicas, tendemos a olvidar que, al contrario de los
bienes materiales, los bienes espirituales, que son típicos del hombre, se
extienden y se multiplican cuando se comunican. A diferencia de los
bienes divisibles, los bienes espirituales, como el conocimiento y la
educación, son indivisibles, y cuanto más se comparten, más se poseen.
La globalización ha aumentado la interdependencia de los pueblos, con
sus diferentes tradiciones, religiones y sistemas de educación. Eso
significa que los pueblos del mundo, precisamente en virtud de sus
diferencias, están aprendiendo continuamente unos de otros y entablando
contactos cada vez mayores. Por eso, resulta cada vez más importante la
necesidad de un diálogo que pueda ayudar a las personas a comprender
sus propias tradiciones cuando entran en contacto con las de los demás,
para desarrollar una mayor autoconciencia ante los desafíos planteados a
su propia identidad, promoviendo así la comprensión y el reconocimiento
de los verdaderos valores humanos dentro de una perspectiva intercultural.
Para afrontar positivamente estos desafíos es urgentemente necesaria
una justa igualdad de oportunidades, especialmente en el campo de la
educación y de la transmisión del conocimiento. Por desgracia, en muchas
partes del mundo la educación, especialmente en el nivel primario, sigue
siendo dramáticamente insuficiente.
Para afrontar estos desafíos sólo el amor al prójimo puede inspirar en
nosotros la justicia al servicio de la vida y de la promoción de la dignidad
humana. Sólo el amor dentro de la familia, fundada en un hombre y una
mujer, creados a imagen de Dios, puede asegurar la solidaridad inter-
generacional que transmite amor y justicia a las generaciones futuras. Sólo
la caridad puede estimularnos a poner una vez más a la persona humana
en el centro de la vida de la sociedad y en el centro de un mundo
globalizado, gobernado por la justicia.
151

JESÚS ES EL BUEN PASTOR


070429. Homilía. Ordenaciones sacerdotales en Roma
Este IV domingo de Pascua, denominado tradicionalmente domingo
del "Buen Pastor", reviste un significado particular para nosotros, que
estamos reunidos en esta basílica vaticana. Es un día absolutamente
singular, sobre todo para vosotros, queridos diáconos, a quienes, como
Obispo y Pastor de Roma, me alegra conferir la ordenación sacerdotal.
Así, entraréis a formar parte de nuestro presbyterium. Junto con el
cardenal vicario, los obispos auxiliares y los sacerdotes de la diócesis, doy
gracias al Señor por el don de vuestro sacerdocio, que enriquece nuestra
comunidad con 22 nuevos pastores.
La densidad teológica del breve pasaje evangélico que acaba de
proclamarse nos ayuda a percibir mejor el sentido y el valor de esta
solemne celebración. Jesús habla de sí como del buen Pastor que da la
vida eterna a sus ovejas (cf. Jn 10, 28). La imagen del pastor está muy
arraigada en el Antiguo Testamento y es muy utilizada en la tradición
cristiana. Los profetas atribuyen el título de "pastor de Israel" al futuro
descendiente de David; por tanto, posee una indudable importancia
mesiánica (cf. Ez 34, 23). Jesús es el verdadero pastor de Israel porque es
el Hijo del hombre, que quiso compartir la condición de los seres humanos
para darles la vida nueva y conducirlos a la salvación. Al término "pastor"
el evangelista añade significativamente el adjetivo kalós, hermoso, que
utiliza únicamente con referencia a Jesús y a su misión. También en el
relato de las bodas de Caná el adjetivo kalós se emplea dos veces aplicado
al vino ofrecido por Jesús, y es fácil ver en él el símbolo del vino bueno de
los tiempos mesiánicos (cf. Jn 2, 10).
"Yo les doy (a mis ovejas) la vida eterna y no perecerán jamás" (Jn 10,
28). Así afirma Jesús, que poco antes había dicho: "El buen pastor da su
vida por las ovejas" (cf. Jn 10, 11). San Juan utiliza el verbo tithénai,
ofrecer, que repite en los versículos siguientes (15, 17 y 18); encontramos
este mismo verbo en el relato de la última Cena, cuando Jesús "se quitó"
sus vestidos y después los "volvió a tomar" (cf. Jn 13, 4. 12). Está
claro que de este modo se quiere afirmar que el Redentor dispone con
absoluta libertad de su vida, de manera que puede darla y luego recobrarla
libremente. Cristo es el verdadero buen Pastor que dio su vida por las
ovejas —por nosotros—, inmolándose en la cruz. Conoce a sus ovejas y
sus ovejas lo conocen a él, como el Padre lo conoce y él conoce al Padre
(cf. Jn 10, 14-15). No se trata de mero conocimiento intelectual, sino de
una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de
quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su
vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor
invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que
les hace de la vida eterna (cf. Jn 10, 27-28).
Queridos ordenandos, que la certeza de que Cristo no nos abandona y
de que ningún obstáculo podrá impedir la realización de su designio
universal de salvación sea para vosotros motivo de constante consuelo —
152
incluso en las dificultades— y de inquebrantable esperanza. La bondad del
Señor está siempre con vosotros, y es fuerte. El sacramento del Orden, que
estáis a punto de recibir, os hará partícipes de la misma misión de Cristo;
estaréis llamados a sembrar la semilla de su Palabra —la semilla que lleva
en sí el reino de Dios—, a distribuir la misericordia divina y a alimentar a
los fieles en la mesa de su Cuerpo y de su Sangre.
Para ser dignos ministros suyos debéis alimentaros incesantemente de
la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana. Al acercaros al altar,
vuestra escuela diaria de santidad, de comunión con Jesús, del modo de
compartir sus sentimientos, para renovar el sacrificio de la cruz,
descubriréis cada vez más la riqueza y la ternura del amor del divino
Maestro, que hoy os llama a una amistad más íntima con él. Si lo
escucháis dócilmente, si lo seguís fielmente, aprenderéis a traducir a la
vida y al ministerio pastoral su amor y su pasión por la salvación de las
almas. Cada uno de vosotros, queridos ordenandos, llegará a ser con la
ayuda de Jesús un buen pastor, dispuesto a dar también la vida por él, si
fuera necesario.
Así sucedió al inicio del cristianismo con los primeros discípulos,
mientras, como hemos escuchado en la primera lectura, el Evangelio iba
difundiéndose entre consuelos y dificultades. Vale la pena subrayar las
últimas palabras del pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos
escuchado: "Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo"
(Hch 13, 52). A pesar de las incomprensiones y los contrastes, de los que
se nos ha hablado, el apóstol de Cristo no pierde la alegría, más aún, es
testigo de la alegría que brota de estar con el Señor, del amor a él y a los
hermanos.
En esta Jornada mundial de oración por las vocaciones, que este año
tiene como tema: "La vocación al servicio de la Iglesia comunión",
pidamos que a cuantos son elegidos para una misión tan alta los acompañe
la comunión orante de todos los fieles.
Pidamos que en todas las parroquias y comunidades cristianas aumente
la solicitud por las vocaciones y por la formación de los sacerdotes:
comienza en la familia, prosigue en el seminario e implica a todos los que
se interesan por la salvación de las almas.
Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta sugestiva
celebración, y en primer lugar vosotros, parientes, familiares y amigos de
estos 22 diáconos que dentro de poco serán ordenados presbíteros,
apoyemos a estos hermanos nuestros en el Señor con nuestra solidaridad
espiritual. Oremos para que sean fieles a la misión a la que el Señor los
llama hoy, y para que estén dispuestos a renovar cada día a Dios su "sí", su
"heme aquí", sin reservas. Y en esta Jornada de oración por las vocaciones
roguemos al Dueño de la mies que siga suscitando numerosos y santos
presbíteros, totalmente consagrados al servicio del pueblo cristiano.
En este momento tan solemne e importante de vuestra vida me dirijo
con afecto, una vez más, a vosotros, queridos ordenandos. A vosotros
Jesús os repite hoy: "Ya no os llamo siervos, sino amigos". Aceptad y
cultivad esta amistad divina con "amor eucarístico". Que os acompañe
153
María, Madre celestial de los sacerdotes. Ella, que al pie de la cruz se unió
al sacrificio de su Hijo y, después de la resurrección, en el Cenáculo,
recibió con los Apóstoles y con los demás discípulos el don del Espíritu,
os ayude a vosotros y a cada uno de nosotros, queridos hermanos en el
sacerdocio, a dejarnos transformar interiormente por la gracia de Dios.
Sólo así es posible ser imágenes fieles del buen Pastor; sólo así se puede
cumplir con alegría la misión de conocer, guiar y amar la grey que Jesús
se ganó al precio de su sangre. Amén.

MES DE MAYO
070506. Regina coeli.
Desde hace algunos días ha comenzado el mes de mayo, que para
muchas comunidades cristianas es el mes mariano por excelencia. Como
tal, se ha convertido a lo largo de los siglos en una de las devociones más
arraigadas en el pueblo, y lo valoran cada vez más los pastores como
ocasión propicia para la predicación, la catequesis y la oración
comunitaria.
Después del concilio Vaticano II, que subrayó el papel de María
santísima en la Iglesia y en la historia de la salvación, el culto mariano ha
experimentado una profunda renovación. Y al coincidir, al menos en parte,
con el tiempo pascual, el mes de mayo es muy propicio para ilustrar la
figura de María como Madre que acompaña a la comunidad de los
discípulos reunidos en oración unánime, a la espera del Espíritu Santo (cf.
Hch 1, 12-14). Por tanto, este mes puede ser una ocasión para volver a la
fe de la Iglesia de los orígenes y, en unión con María, comprender que
también hoy nuestra misión consiste en anunciar y testimoniar con
valentía y con alegría a Cristo crucificado y resucitado, esperanza de la
humanidad.

ENTREVISTA EN EL VIAJE A BRASIL


070509. Entrevista con periodistas.
Papa: Buenos días. Estamos sobrevolando el Sahara y vamos hacia el
"continente de la esperanza". Yo voy con gran alegría, con muchas
esperanzas, a este encuentro con América Latina. Tenemos varios
momentos significativos: primero en São Paulo, el encuentro con la
juventud; y luego, también en São Paulo, la canonización del primer santo
nacido en Brasil, que también me parece una manifestación importante de
lo que quiere significar este viaje. Se trata de un santo franciscano que
encarnó en Brasil el carisma franciscano y es conocido como un santo de
reconciliación y paz. Por tanto, es un signo importante de una
personalidad que supo crear paz y así también coherencia social y
humana.
Asimismo, otro encuentro importante, en la "Hacienda de la
esperanza" (n.d.r., la comunidad de recuperación de drogadictos que el
Papa visitaría el sábado por la mañana), un lugar donde se manifiesta la
fuerza de curación que posee la fe y que ayuda a abrir los horizontes de la
154
vida. Todos estos problemas de droga, etc., nacen precisamente de una
falta de esperanza en el futuro. Es la fe la que abre el futuro y así también
sabe curar. Por consiguiente, me parece que es muy importante esta fuerza
de curar y de dar esperanza, abriendo un horizonte para el futuro.
Y, por último, el momento que constituye la finalidad principal de este
viaje: el encuentro con los obispos que participan en la V Conferencia
general del Episcopado latinoamericano y del Caribe. Es un encuentro
que, de por sí, tiene un contenido específicamente religioso: dar la vida en
Cristo y ser discípulos de Cristo, sabiendo que todos queremos tener la
vida, pero la vida no es plena si no tiene un contenido en sí y además una
dirección que seguir. En este sentido, responde a la misión religiosa de la
Iglesia y también abre la mirada a las condiciones necesarias para las
soluciones a los grandes problemas sociales y políticos de América Latina.
La Iglesia como tal no hace política —respetamos la laicidad—, pero
ofrece las condiciones en las que puede madurar una sana política, con la
consiguiente solución de los problemas sociales. Por tanto, queremos
hacer que los cristianos tomen conciencia del don de la fe, de la alegría de
la fe, gracias a la cual es posible conocer a Dios y así conocer también el
porqué de nuestra vida. De este modo, los cristianos pueden ser testigos de
Cristo y aprender tanto las virtudes personales necesarias como las
grandes virtudes sociales: el sentido de la legalidad, que es decisivo para
la formación de la sociedad. Conocemos los problemas de América Latina,
pero precisamente queremos movilizar esas capacidades, esas fuerzas
morales que existen, las fuerzas religiosas, para responder así a la misión
específica de la Iglesia y a nuestra responsabilidad universal con respecto
al hombre como tal y con respecto a la sociedad como tal.

Santidad, ¿la Iglesia puede hacer algo para superar la violencia, que
en Brasil alcanza dimensiones inaceptables?

Papa: Quien tiene fe en Cristo, quien tiene la fe en este Dios que es


reconciliación y que con la cruz ha puesto el signo más fuerte contra la
violencia, no es violento y ayuda a los demás a superar la violencia. Por
eso, lo mejor que podemos hacer es educar en la fe en Cristo, educar a
asimilar el mensaje que brota de la persona de Cristo. Ser realmente
hombre o mujer de fe significa automáticamente resistir a la violencia; y
esto moviliza las fuerzas contra ella.

Santidad, en Brasil hay una propuesta de referéndum sobre el tema del


aborto. En la ciudad de México hace dos semanas se despenalizó el
aborto. ¿Qué puede hacer la Iglesia para frenar esta tendencia, para que
no se extienda a otros países latinoamericanos, teniendo presente que en
México incluso el Papa ha sido acusado de injerencia por haber apoyado
a los obispos? ¿Está de acuerdo con la Iglesia mexicana en que los
parlamentarios que aprueban estas leyes que van contra los valores de
Dios deben ser excomulgados?
155
Papa: Hay una gran lucha de la Iglesia en favor de la vida. Vosotros
sabéis que el Papa Juan Pablo II hizo de ella un punto fundamental de todo
su pontificado. Escribió una gran encíclica sobre el evangelio de la vida.
Naturalmente, seguimos difundiendo este mensaje según el cual la vida es
un don y no una amenaza. Me parece que en la raíz de esas legislaciones
está, por una parte, cierto egoísmo y, por otra, también una duda sobre el
valor de la vida, sobre la belleza de la vida y también una duda sobre el
futuro. Y a estas dudas la Iglesia responde sobre todo diciendo: la vida es
hermosa, no es algo dudoso, sino un don; incluso en situaciones difíciles
la vida sigue siendo siempre un don. Por tanto, es preciso volver a
despertar esta conciencia de la belleza del don de la vida. Además, está la
duda sobre el futuro: naturalmente, hay muchas amenazas en el mundo,
pero la fe nos da la certeza de que Dios siempre es más fuerte y sigue
estando presente en la historia, y de que, por consiguiente, también
podemos dar con confianza la vida a nuevos seres humanos. Con la
conciencia que la fe nos da sobre la belleza de la vida y sobre la presencia
providente de Dios en nuestro futuro, podemos resistir a los miedos que
están en la raíz de esas legislaciones.

Santidad, notamos que en sus discursos se hace referencia al


relativismo de Europa, a la pobreza de África, pero se echa un poco de
menos América Latina, ¿tal vez porque no es una preocupación?, ¿o usted
le dedicará en el futuro alguna palabra más específica? (televisión
brasileña).

Papa: No, yo amo mucho a América Latina; he hecho muchas visitas a


América Latina y tengo muchos amigos; conozco cuán grandes son sus
problemas y, por otra parte, cuán grande es la riqueza de este continente.
En este período son "predominantes" los problemas de Oriente Medio, de
Tierra Santa, de Irak, etc. Por decirlo así, existe una prioridad inmediata,
que es preciso tener en cuenta. Como sabemos, también son enormes los
sufrimientos de África. Pero no me preocupan menos los problemas de
América Latina, porque no amo menos a América Latina, el gran —más
aún, el mayor— continente católico, que por eso también constituye la
mayor responsabilidad para un Papa. Así pues, me alegra que haya llegado
para mí el momento de ir a América Latina, de confirmar el compromiso
asumido por Pablo VI y Juan Pablo II, y de seguir en la misma línea.
Naturalmente, el Papa desea que, además de ser un continente católico,
sea también un continente ejemplar, donde se resuelvan de modo
adecuado los problemas humanos, que son grandes. Y se trabaja
juntamente con los Episcopados, los sacerdotes, los religiosos y los laicos,
para que este gran continente católico sea realmente también un continente
de vida y de esperanza. Para mí esta es una prioridad de primer orden.

Santidad, en su discurso de llegada dice que se trata de formar


cristianos dando indicaciones morales y que luego ellos deciden libre y
156
conscientemente. ¿Comparte usted la excomunión que se ha dado a los
diputados de la ciudad de México sobre la cuestión del aborto?

Papa: La excomunión no es algo arbitrario; está previsto en el Código


(n.d.r., Código de derecho canónico). Por tanto, en el derecho canónico
está claramente escrito que matar a un niño inocente es incompatible con
ir a la Comunión, en la que se recibe el Cuerpo de Cristo. Por
consiguiente, no se ha inventado algo nuevo, algo sorprendente o
arbitrario. Sólo se ha recordado públicamente lo que está previsto en el
derecho de la Iglesia, en un derecho que se basa en la doctrina y en la fe
de la Iglesia, en nuestro aprecio por la vida y por la individualidad
humana, desde el primer momento.

¿Se siente suficientemente apoyado por los alemanes? ¿No siente un


poco de nostalgia de Alemania?

Papa: Me ha preguntado si me siento suficientemente apoyado por los


alemanes y también si siento un poco de nostalgia de Alemania. Sí, me
siento suficientemente apoyado; es normal que en un país mixto
(protestante y católico), no todos los bautizados estén de acuerdo con el
Papa; esto es totalmente normal. Pero me parece que existe un gran apoyo,
también de personas que pertenecen a la parte no católica de Alemania.
Por tanto, sí, existe el apoyo y me ayuda. Amo a mi patria, pero también
amo a Roma, y ahora soy ciudadano del mundo. Así, en todas partes estoy
en casa y me siento cercano a mi país, como a todos los demás.
157
Buenos días, Santidad. En su libro Jesús de Nazaret habla de una
dramática crisis de fe. En América Latina tal vez no haya esta dramática
crisis de fe, pero sí un debilitamiento. La teología de la liberación se ha
sustituido con la teología de las sectas protestantes, que prometen
paraísos baratos de la fe, y la Iglesia católica pierde fieles. ¿Cómo frenar
esta hemorragia de fieles católicos?

Papa: Esta es nuestra preocupación común. Precisamente en esta V


Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe
queremos encontrar respuestas convincentes y ya se trabaja con este fin.
El éxito de las sectas demuestra, por una parte, que hay una sed
generalizada de Dios, una sed de religión; las personas quieren estar cerca
de Dios y buscan un contacto con él. Y, naturalmente, por otra, aceptan
también a quien se presenta y promete soluciones a sus problemas de la
vida diaria. Nosotros, como Iglesia católica, debemos hacer realidad
precisamente lo que constituye la finalidad de esta V Conferencia, es
decir, ser más misioneros y por tanto más dinámicos al ofrecer respuestas
a la sed de Dios, ser conscientes de que la gente, y precisamente también
los pobres, quieren estar cerca de Dios. Somos conscientes de que,
juntamente con esta respuesta a la sed de Dios, debemos ayudarles a
encontrar las condiciones de vida justas sea a nivel micro-económico, en
las situaciones concretísimas, como hacen las sectas, sea a nivel macro-
económico, pensando también en todas las exigencias de la justicia.

A propósito de la pregunta del colega. Hay todavía muchos


exponentes de la teología de la liberación en diversos lugares de Brasil.
¿Cuál es el mensaje específico para estos exponentes de la teología de la
liberación?

Papa: Yo diría que, al cambiar la situación política, también ha


cambiado profundamente la situación de la teología de la liberación, y
ahora es evidente que estaban equivocados esos milenarismos fáciles, que
prometían inmediatamente, como consecuencia de la revolución, las
condiciones completas de una vida justa. Esto hoy lo saben todos. Ahora
la cuestión es cómo la Iglesia debe estar presente en la lucha por las
reformas necesarias, en la lucha por condiciones de vida más justas. En
esto se dividen los teólogos, en particular los exponentes de la teología
política. Nosotros, con la Instrucción dada a su tiempo por la
Congregación para la doctrina de la fe, tratamos de realizar una labor de
discernimiento, es decir, tratamos de librarnos de falsos milenarismos, de
librarnos también de una mezcla errónea de Iglesia y política, de fe y
política; y de mostrar la parte específica de la misión de la Iglesia, que
consiste precisamente en responder a la sed de Dios y por tanto también
educar en las virtudes personales y sociales, que son condición necesaria
para hacer que madure el sentido de la legalidad. Por otra parte, tratamos
de indicar las líneas directrices para una política justa, una política que no
hacemos nosotros, sino para la cual nosotros debemos indicar las grandes
158
líneas y los grandes valores determinantes, y crear las condiciones
humanas, sociales y psicológicas en las que puedan crecer esos valores.
Por tanto, existe el espacio para un debate difícil, pero legítimo, sobre
cómo llegar a esto y sobre cómo hacer eficaz del mejor modo posible la
doctrina social de la Iglesia. En este sentido, también algunos teólogos de
la liberación tratan de avanzar dentro de este camino; otros toman otras
posiciones. En cualquier caso, la intervención del Magisterio no ha
pretendido destruir el compromiso por la justicia, sino guiarlo por los
caminos correctos y también en el respeto de la debida diferencia entre
responsabilidad política y responsabilidad eclesial.

Sabemos que usted estuvo dos veces en Colombia, cuando era


cardenal, y sabemos que Colombia ha quedado muy presente en su
corazón. Quisiéramos saber qué puede hacer la Iglesia para que podamos
salir adelante sobre todo en esta situación de conflicto interno
colombiano.

Papa: Naturalmente, yo no soy un oráculo, que tiene automáticamente


todas las respuestas adecuadas. Sabemos que los obispos ponen todo su
empeño por encontrar esas respuestas. Yo sólo puedo confirmar la línea
fundamental de los obispos, es decir, una fuerte indicación a poner el
acento en la fe, que es la garantía más segura contra el aumento de la
violencia y, al mismo tiempo, un compromiso decidido por la educación
de una conciencia que salga de situaciones incompatibles con la fe.
Naturalmente, están en juego condiciones económicas, donde algunos
campesinos viven de cierto mercado que luego permite grandes ganancias
en otros lugares. No se pueden resolver inmediatamente, de un momento a
otro, estos diversos problemas económicos, políticos, ideológicos, pero es
necesario seguir adelante con gran decisión, con la adhesión sincera a una
fe que implica respeto a la legalidad y a la vez amor y responsabilidad con
respecto a los demás. Me parece que la educación en la fe es la
humanización más segura también para resolver, poco a poco, esos
problemas tan concretos.

Santidad, llegamos al continente de monseñor Óscar Romero. Se ha


hablado mucho de su proceso de santificación. ¿Tendría la amabilidad de
decirnos en qué fase se encuentra, si está a punto de ser santificado y
cómo ve usted esta figura?

Papa: Según las últimas informaciones sobre el trabajo de la


Congregación competente, se están estudiando muchos casos y sé que
siguen su curso. Su excelencia mons. Paglia me envió una biografía
importante, que aclara muchos puntos de la cuestión. Ciertamente,
monseñor Romero fue un gran testigo de la fe, un hombre de gran virtud
cristiana, que se comprometió en favor de la paz y contra la dictadura, y
que fue asesinado durante la celebración de la misa. Por tanto, una muerte
verdaderamente "creíble", de testimonio de la fe. Estaba el problema de
159
que una parte política quería tomarlo injustamente para sí como bandera,
como figura emblemática. ¿Cómo poner adecuadamente de manifiesto su
figura, protegiéndola de esos intentos de instrumentalización? Este es el
problema. Se está examinando y yo espero con confianza lo que diga al
respecto la Congregación para las causas de los santos.

¿Cómo ve, la cuestión del impacto que tienen los regímenes políticos
de izquierdas en América Latina en el proyecto de la Iglesia para el
continente? Y ¿en qué medida la cultura brasileña ha entrado en su
formación personal?

Papa: Bien, sobre los aspectos de la acción política de la izquierda no


puedo hablar ahora, pues no estoy suficientemente informado. Además,
como es obvio, no quisiera entrar en cuestiones que atañen directamente a
la política. En cuanto a mi formación, a mi compromiso personal con
Brasil, hay que tener presente que se trata del país más grande de América
Latina, un país que se extiende desde Amazonia hasta Argentina. Brasil
contiene en sí diversas culturas indígenas. Me han dicho que hay más de
ochenta lenguas. Por otra parte, también está su gran pasado, en el que se
registra la presencia de afro-americanos y de afro-brasileños. Es
interesante cómo se ha formado este pueblo y cómo se ha desarrollado en
él la fe católica: la fe se ha defendido en todos los tiempos y con
numerosas dificultades. Como sabemos, en el siglo XIX la Iglesia fue
perseguida por fuerzas neoliberales. Por tanto, en mi formación, un
aspecto importante ha sido seguir el desarrollo de estos pueblos católicos
de América Latina. No soy un especialista, pero estoy convencido de que
aquí se decide, al menos en parte —en una parte fundamental—, el futuro
de la Iglesia católica. Esto siempre ha sido evidente para mí. Como es
obvio, siento la necesidad de profundizar aún más mi conocimiento de
este mundo.

Los portugueses siguen y rezan por este viaje, y coincide que usted
estará en Aparecida el 13 de mayo. Esta fecha es muy importante para
nosotros, porque se cumplen noventa años de las apariciones en Fátima.
Por eso, ¿quiere decirnos algo respecto de esta coincidencia para el
pueblo portugués?

Papa: Para mí, realmente, es un don de la Providencia que mi misa en


Aparecida, el gran santuario mariano de Brasil, coincida con los noventa
años de la aparición de la Virgen en Fátima. Así vemos que la misma
Madre de Dios, Madre de la Iglesia, Madre nuestra, está presente en los
diversos continentes, y en los diversos continentes siempre se muestra del
mismo modo como Madre, revelando una cercanía especial a todos los
pueblos. Esto para mí es muy hermoso. Siempre es la Madre de Dios,
siempre es María, pero, por decirlo así, está "inculturada": tiene una cara,
un rostro específico en Guadalupe, en Aparecida, en Fátima, en Lourdes,
en todos los países del mundo. Por tanto, se muestra como Madre
160
precisamente haciéndose cercana a todos. De este modo todos se acercan
entre sí mediante este amor a la Virgen. Me parece importante esta unión
que la Virgen crea entre los continentes, entre las culturas, al estar cerca de
cada cultura específica y, al mismo tiempo, unificándolas a todas entre sí;
precisamente esto me aprece importante: el conjunto de especificidades
de las culturas —que tienen su riqueza propia— y la unidad en la
comunión de la misma familia de Dios.

En Brasil hay gente que no quiere escuchar el mensaje de la Iglesia...

Papa: Esto no sólo sucede en Brasil. En todas las partes del mundo
son muchísimos los que no quieren escuchar lo que dice la Iglesia.
Esperamos que al menos lo oigan; luego pueden disentir, pero es
importante que al menos oigan lo que dice para poder responder. Tratamos
de convencer también a los que disienten y no quieren escuchar. Por lo
demás, no podemos olvidar que tampoco nuestro Señor logró que todos lo
escucharan. No esperamos convencer a todos en un momento. Pero, con la
ayuda de mis colaboradores, en este momento yo trato de hablar a Brasil
con la esperanza de que muchísimos quieran escuchar y que muchísimos
también se convenzan de que este es el camino que es preciso seguir, por
lo demás un camino que está siempre abierto a muchas opciones y
opiniones diversas.

EL JOVEN RICO
070510. Discurso. Jóvenes, Brasil. Estadio de Pacaembu.
"Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres
(...); luego ven y sígueme" (Mt 19, 21).
3. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre el texto de san Mateo (cf.
Mt 19, 16-22), que acabamos de escuchar. Habla de un joven que salió al
encuentro de Jesús. Merecen destacarse sus anhelos. En este joven os veo
a todos vosotros, jóvenes de Brasil y de América Latina. Habéis acudido a
nuestro encuentro desde diversas regiones de este continente; queréis
escuchar, de labios del Papa, las palabras de Jesús mismo.
Como en el Evangelio, tenéis una pregunta importante que hacerle. Es
la misma del joven que salió al encuentro de Jesús: "¿Qué debo hacer
para alcanzar la vida eterna?". Quisiera profundizar con vosotros en esta
pregunta. Se trata de la vida, la vida que, en vosotros, es exuberante y
bella. ¿Qué hacer de ella? ¿Cómo vivirla plenamente?
Ya en la formulación de la pregunta entendemos inmediatamente que
no basta el "aquí" y "ahora"; es decir, nosotros no logramos limitar nuestra
vida al espacio y al tiempo, por más que pretendamos ensanchar sus
horizontes. La vida los trasciende. En otras palabras, queremos vivir y no
morir. Sentimos que algo nos revela que la vida es eterna y que es
necesario comprometernos para que esto suceda. O sea, está en nuestras
manos y depende, de algún modo, de nuestra decisión.
161
La pregunta del Evangelio no atañe sólo al futuro. No concierne sólo a
lo que sucederá después de la muerte. Al contrario, tenemos un
compromiso con el presente, aquí y ahora, que debe garantizar
autenticidad y, en consecuencia, el futuro. En una palabra, la pregunta
plantea la cuestión del sentido de la vida. Por eso, puede formularse así:
¿qué debo hacer para que mi vida tenga sentido? O sea: ¿cómo debo vivir
para cosechar plenamente los frutos de la vida? O también: ¿qué debo
hacer para que mi vida no transcurra inútilmente?
Jesús es el único capaz de darnos una respuesta, porque es el único que
nos puede garantizar la vida eterna. Por eso también es el único que logra
mostrar el sentido de la vida presente y darle un contenido de plenitud.
4. Sin embargo, antes de dar su respuesta, Jesús plantea al joven una
pregunta muy importante: "¿Por qué me llamas bueno?". En esta pregunta
se encuentra la clave de la respuesta. Aquel joven percibió que Jesús es
bueno y que es maestro. Un maestro que no engaña. Estamos aquí porque
tenemos esta misma convicción: Jesús es bueno. Quizá no sabemos
explicar plenamente la razón de esta percepción, pero es cierto que nos
aproxima a él y nos abre a su enseñanza: un maestro bueno. Quien
reconoce el bien es señal que ama, y quien ama, según la feliz expresión
de san Juan, conoce a Dios (cf. 1 Jn 4, 7). El joven del Evangelio
reconoció a Dios en Jesucristo.
Jesús nos asegura que sólo Dios es bueno. Estar abierto a la bondad
significa acoger a Dios. Así nos invita a ver a Dios en todas las cosas y en
todos los acontecimientos, incluso donde la mayoría sólo ve la ausencia de
Dios. Al ver la belleza de las criaturas y constatar la bondad que existe en
todas ellas, es imposible no creer en Dios y no experimentar su presencia
salvífica y consoladora. Si lográramos ver todo el bien que existe en el
mundo y, más aún, experimentar el bien que proviene de Dios mismo, no
cesaríamos jamás de aproximarnos a él, de alabarlo y darle gracias. Él nos
llena continuamente de alegría y de bienes. Su alegría es nuestra fuerza.
Pero nosotros sólo conocemos de forma parcial. Para percibir el bien
necesitamos ayudas, que la Iglesia nos proporciona en muchas ocasiones,
sobre todo en la catequesis. Jesús mismo explicita lo que es bueno para
nosotros, dándonos su primera catequesis: "Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos" (Mt 19, 17). Parte del conocimiento que el
joven ciertamente ya obtuvo gracias a su familia y a la Sinagoga: de
hecho, conoce los mandamientos, que llevan a la vida, lo cual equivale a
decir que nos garantizan autenticidad. Son las grandes señales que nos
indican el camino recto. Quien guarda los mandamientos está en el
camino de Dios.
Sin embargo, no basta conocerlos. El testimonio vale más que la
ciencia, o sea, es la ciencia aplicada. No se nos imponen desde afuera, ni
disminuyen nuestra libertad. Por el contrario, constituyen fuertes impulsos
interiores, que nos llevan a actuar en cierta dirección. En su base están la
gracia y la naturaleza, que no nos dejan inmóviles. Debemos caminar. Nos
impulsan a hacer algo para realizarnos nosotros mismos. En realidad,
realizarse por la acción es volverse real. Desde nuestra juventud somos, en
162
gran parte, lo que queremos ser. Por decirlo así, somos obra de nuestras
manos.
5. En este momento me dirijo nuevamente a vosotros jóvenes, pues
quiero oír también de vuestros labios la respuesta del joven del
Evangelio: "Todo eso lo he guardado desde mi juventud". El joven del
Evangelio era bueno; cumplía los mandamientos; andaba por el camino de
Dios. Por eso, Jesús lo miró con amor. Al reconocer que Jesús era bueno,
demostró que también él era bueno. Tenía experiencia de la bondad y, por
tanto, de Dios. Y vosotros, jóvenes de Brasil y de América Latina ¿habéis
descubierto ya lo que es bueno? ¿Cumplís los mandamientos del Señor?
¿Habéis descubierto que este es el camino verdadero y único hacia la
felicidad?
Los años que estáis viviendo son los años que preparan vuestro futuro.
El "mañana" depende mucho de cómo estéis viviendo el "hoy" de la
juventud. Mis queridos jóvenes, tenéis por delante una vida, que deseamos
sea larga; pero es una sola, es única: no la dejéis pasar en vano, no la
desperdiciéis. Vivid con entusiasmo, con alegría, pero sobre todo con
sentido de responsabilidad.
Muchas veces sentimos temblar nuestro corazón de pastores,
constatando la situación de nuestro tiempo. Oímos hablar de los miedos de
la juventud de hoy, que nos revelan un enorme déficit de esperanza:
miedo de morir, en un momento en que la vida se está abriendo y busca
encontrar su propio camino de realización; miedo de fracasar, por no
descubrir el sentido de la vida; y miedo de quedar desconcertado ante la
impresionante rapidez de los acontecimientos y de las comunicaciones.
Constatamos el alto índice de muertes entre los jóvenes, la amenaza de la
violencia, la deplorable proliferación de las drogas, que sacude hasta la
raíz más profunda a la juventud de hoy. Por eso, a menudo se habla de una
juventud perdida.
Pero mirándoos a vosotros, jóvenes aquí presentes, que irradiáis
alegría y entusiasmo, asumo la mirada de Jesús: una mirada de amor y
confianza, con la certeza de que vosotros habéis encontrado el verdadero
camino. Sois los jóvenes de la Iglesia. Por eso yo os envío a la gran
misión de evangelizar a los muchachos y muchachas que andan errantes
por este mundo, como ovejas sin pastor. Sed los apóstoles de los jóvenes.
Invitadlos a caminar con vosotros, a hacer la misma experiencia de fe, de
esperanza y de amor; a encontrarse con Jesús, para que se sientan
realmente amados, acogidos, con plena posibilidad de realizarse. Que
también ellos descubran los caminos seguros de los Mandamientos y
recorriéndolos lleguen a Dios.
Podéis ser protagonistas de una sociedad nueva si os esforzáis por
poner en práctica una conducta concreta inspirada en los valores morales
universales, pero también un compromiso personal de formación humana
y espiritual de vital importancia. Un hombre o una mujer que no estén
preparados para afrontar los desafíos reales de una correcta interpretación
de la vida cristiana de su ambiente serán presa fácil de todos los asaltos
del materialismo y del laicismo, cada vez más activos en todos los niveles.
163
Sed hombres y mujeres libres y responsables; haced de la familia un
foco que irradie paz y alegría; sed promotores de la vida, desde el inicio
hasta su final natural; amparad a los ancianos, pues merecen respeto y
admiración por el bien que os han hecho. El Papa también espera que los
jóvenes traten de santificar su trabajo, haciéndolo con competencia técnica
y con diligencia, para contribuir al progreso de todos sus hermanos y para
iluminar con la luz del Verbo todas las actividades humanas (cf. Lumen
gentium, 36).
Pero el Papa espera, sobre todo, que sepan ser protagonistas de una
sociedad más justa y fraterna, cumpliendo sus obligaciones ante el
Estado: respetando sus leyes; no dejándose llevar por el odio y por la
violencia; siendo ejemplo de conducta cristiana en el ambiente profesional
y social, y distinguiéndose por la honradez en las relaciones sociales y
profesionales. Tengan en cuenta que la ambición desmedida de riqueza y
de poder lleva a la corrupción personal y ajena; no existen motivos que
justifiquen hacer prevalecer las propias aspiraciones humanas, tanto
económicas como políticas, con el fraude y el engaño.
En definitiva, existe un inmenso panorama de acción en el cual las
cuestiones de orden social, económico y político adquieren un relieve
particular, siempre que tengan su fuente de inspiración en el Evangelio y
en la doctrina social de la Iglesia: la construcción de una sociedad más
justa y solidaria, reconciliada y pacífica; el compromiso por frenar la
violencia; las iniciativas que promuevan la vida plena, el orden
democrático y el bien común y, especialmente, las que buscan eliminar
ciertas discriminaciones existentes en las sociedades latinoamericanas y
no son motivo de exclusión, sino de enriquecimiento recíproco.
Tened, sobre todo, un gran respeto por la institución del sacramento
del matrimonio. No podrá haber verdadera felicidad en los hogares si, al
mismo tiempo, no hay fidelidad entre los esposos. El matrimonio es una
institución de derecho natural, que fue elevado por Cristo a la dignidad de
sacramento; es un gran regalo que Dios ha hecho a la humanidad.
Respetadlo, veneradlo. Al mismo tiempo, Dios os llama a respetaros
también en el enamoramiento y en el noviazgo, pues la vida conyugal, que
por disposición divina está destinada a los casados, solamente será fuente
de felicidad y de paz en la medida en la que sepáis hacer de la castidad,
dentro y fuera del matrimonio, un baluarte de vuestras esperanzas futuras.
Os repito aquí a todos vosotros que "el eros quiere remontarnos (...)
hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente
por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y
recuperación" (Deus caritas est, 5). En pocas palabras, requiere espíritu de
sacrificio y de renuncia por un bien mayor, que es precisamente el amor de
Dios sobre todas las cosas. Tratad de resistir con fortaleza a las insidias del
mal existente en muchos ambientes, que os lleva a una vida disoluta,
paradójicamente vacía, al hacer que perdáis el bien precioso de vuestra
libertad y de vuestra verdadera felicidad. El amor verdadero "buscará cada
vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará
164
"ser para" el otro" (ib., 7) y, por eso, será cada vez más fiel, indisoluble y
fecundo.
Para ello contáis con la ayuda de Jesucristo que, con su gracia, lo hará
posible (cf. Mt 19, 26). La vida de fe y de oración os llevará por los
caminos de la intimidad con Dios y de la comprensión de la grandeza de
los planes que tiene para cada uno. "Por amor del reino de los cielos" (ib.,
12), algunos son llamados a una entrega total y definitiva, para
consagrarse a Dios en la vida religiosa, "eximio don de la gracia", como lo
definió el concilio Vaticano II (Perfectae caritatis, 12).
Los consagrados que se entregan totalmente a Dios, bajo la moción del
Espíritu Santo, participan en la misión de Iglesia, testimoniando ante todos
los hombres la esperanza en el reino de los cielos. Por eso, bendigo e
invoco la protección divina sobre todos los religiosos que dentro de la
mies del Señor se dedican a Cristo y a los hermanos. Las personas
consagradas merecen verdaderamente la gratitud de la comunidad
eclesial: monjes y monjas, contemplativos y contemplativas, religiosos y
religiosas dedicados a las obras de apostolado, miembros de institutos
seculares y de sociedades de vida apostólica, eremitas y vírgenes
consagradas. "Su existencia da testimonio del amor a Cristo cuando se
encaminan por su seguimiento, tal como se propone en el Evangelio y,
con íntima alegría, asumen el mismo estilo de vida que él escogió para sí"
(Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de
vida apostólica, instrucción Caminar desde Cristo, n. 5).
Espero que, en este momento de gracia y de profunda comunión en
Cristo, el Espíritu Santo despierte en el corazón de muchos jóvenes un
amor apasionado en el seguimiento e imitación de Jesucristo casto, pobre
y obediente, dirigido completamente a la gloria del Padre y al amor de los
hermanos y hermanas.
6. El Evangelio nos asegura que aquel joven, que salió al encuentro de
Jesús, era muy rico. No sólo entendemos esta riqueza en sentido material,
pues la misma juventud es una riqueza singular. Es necesario descubrirla y
valorarla. Jesús la apreciaba tanto, que invitó a este joven a participar en
su misión de salvación. Tenía todas las condiciones para una gran
realización y una gran obra.
Pero el Evangelio nos refiere que ese joven, al oír la invitación, se
entristeció. Se alejó abatido y triste. Este episodio nos hace reflexionar
una vez más sobre la riqueza de la juventud. No se trata, en primer lugar,
de bienes materiales, sino de la propia vida, con los valores inherentes a la
juventud. Proviene de una doble herencia: la vida, transmitida de
generación en generación, en cuyo origen primero está Dios, lleno de
sabiduría y de amor; y la educación que nos inserta en la cultura, hasta el
punto de que, en cierto sentido, podemos decir que somos más hijos de la
cultura, y por tanto de la fe, que de la naturaleza. De la vida brota la
libertad que, sobre todo en esta etapa se manifiesta como responsabilidad.
Es el gran momento de la decisión, en una doble opción: la del estado de
vida y la de la profesión. Responde a la pregunta: ¿qué hacer de la propia
vida?
165
En otras palabras, la juventud se presenta como una riqueza porque
lleva al redescubrimiento de la vida como un don y como una tarea. El
joven del Evangelio percibió la riqueza de su juventud. Acudió a Jesús, el
Maestro bueno, buscando una orientación. Pero a la hora de la gran opción
no tuvo valentía para apostar todo por Jesucristo. En consecuencia, se
marchó triste y abatido. Es lo que pasa cada vez que nuestras decisiones
vacilan y se vuelven mezquinas e interesadas. Sintió que le faltaba
generosidad, y eso no le permitió una realización plena. Se replegó sobre
su riqueza, convirtiéndola en egoísta.
A Jesús le dolió mucho la tristeza y la mezquindad del joven que
había acudido a él. Los Apóstoles, como todos vosotros hoy, llenaron el
vacío que dejó ese joven que se retiró triste y abatido. Ellos y nosotros
estamos felices porque sabemos en quién creemos (cf. 2 Tm 1, 12).
Sabemos y damos testimonio con nuestra propia vida de que solo él
tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). Por eso, como san Pablo,
podemos exclamar: "Estad siempre alegres en el Señor" (Flp 4, 4).
7. La invitación que os hago a vosotros, jóvenes que habéis venido a
este encuentro, es que no desaprovechéis vuestra juventud. No intentéis
huir de ella. Vividla intensamente. Consagradla a los elevados ideales de
la fe y de la solidaridad humana.
Vosotros, los jóvenes, no sólo sois el futuro de la Iglesia y de la
humanidad, como si fuera una especie de fuga del presente. Al contrario,
sois el presente joven de la Iglesia y de la humanidad. Sois su rostro joven.
La Iglesia necesita de vosotros, como jóvenes, para manifestar al mundo
el rostro de Jesucristo, que se dibuja en la comunidad cristiana. Sin este
rostro joven, la Iglesia se presentaría desfigurada.

CANONIZACIÓN DE FRAY ANTONIO GALVAO


070511. Homilía. Canonización de Fray Antonio Galvao. Sao Paulo
"Bendigo al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi
boca" (Sal 33, 2).
1. Alegrémonos en el Señor, en este día en el que contemplamos otra
de las maravillas de Dios que, por su admirable providencia, nos permite
gustar un vestigio de su presencia en este acto de entrega de Amor
representado en el santo sacrificio del altar.
Sí, no podemos menos de alabar a nuestro Dios. Alabémoslo todos,
pueblos de Brasil y de América; cantemos al Señor sus maravillas, porque
ha hecho grandes cosas en favor nuestro. Hoy, la divina Sabiduría permite
que nos encontremos alrededor de su altar en actitud de alabanza y de
acción de gracias por habernos concedido la gracia de la canonización de
fray Antonio de Santa Ana Galvão.
Tened la certeza de que el Papa os ama, y os ama porque Jesucristo os
ama.
En esta solemne celebración eucarística se ha proclamado el pasaje del
Evangelio en el que Jesús, en actitud de arrobamiento interior, proclama:
"Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste
166
estas cosas a los sabios y entendidos y las revelaste a los pequeños" (Mt
11, 25). Por eso, me siento feliz porque la elevación de fray Galvão a los
altares quedará para siempre enmarcada en la liturgia que hoy la Iglesia
nos ofrece.
2. Damos gracias a Dios por los continuos beneficios alcanzados por el
poderoso influjo evangelizador que el Espíritu Santo imprimió en tantas
almas a través de fray Galvão. El carisma franciscano, evangélicamente
vivido, ha producido frutos significativos a través de su testimonio de
ferviente adorador de la Eucaristía, de prudente y sabio guía de las almas
que lo buscaban y de gran devoto de la Inmaculada Concepción de María,
de la que se consideraba "hijo y esclavo perpetuo".
Dios sale a nuestro encuentro, "trata de atraernos, llegando hasta la
última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones
del Resucitado y las grandes obras mediante las cuales él, por la acción de
los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente" (Deus caritas
est, 17). Se revela a través de su Palabra, en los sacramentos,
especialmente en la Eucaristía. Por eso, la vida de la Iglesia es
esencialmente eucarística. El Señor, en su amorosa providencia, nos dejó
una señal visible de su presencia.
Cuando contemplamos en la santa misa al Señor, elevado por el
sacerdote, después de la consagración del pan y del vino, o cuando lo
adoramos con devoción expuesto en la Custodia, renovamos nuestra fe
con profunda humildad, como hacía fray Galvão en "laus perennis", en
actitud constante de adoración. En la sagrada Eucaristía está contenido
todo el bien espiritual de la Iglesia, o sea, Cristo mismo, nuestra Pascua, el
Pan vivo que bajó del cielo vivificado por el Espíritu Santo y vivificante
porque da la vida a los hombres.
Esta misteriosa e inefable manifestación del amor de Dios a la
humanidad ocupa un lugar privilegiado en el corazón de los cristianos.
Deben poder conocer la fe de la Iglesia, a través de sus ministros
ordenados, por la ejemplaridad con que estos cumplen los ritos prescritos,
que en la liturgia eucarística indican siempre el centro de toda la obra de
evangelización. Por su parte, los fieles deben tratar de recibir y venerar el
santísimo Sacramento con piedad y devoción, deseando acoger al Señor
Jesús con fe y recurriendo, cada vez que sea necesario, al sacramento de la
Reconciliación para purificar el alma de todo pecado grave.
3. Es significativo el ejemplo de fray Galvão por su disponibilidad
para servir al pueblo siempre que se le pedía. Tenía fama de consejero,
pacificador de las almas y de las familias, dispensador de caridad
especialmente en favor de los pobres y de los enfermos. Era muy buscado
para las confesiones, pues era celoso, sabio y prudente. Una característica
de quien ama de verdad es no querer que el Amado sea agraviado; por eso,
la conversión de los pecadores era la gran pasión de nuestro santo. La
hermana Helena Maria, que fue la primera "religiosa" destinada a iniciar
el "Recolhimento de Nossa Senhora da Conceição", testimonió lo que dijo
fray Galvão: "Rezad para que Dios nuestro Señor, con su poderoso brazo,
saque a los pecadores del abismo miserable de las culpas en que se
167
encuentran". Que esa delicada recomendación nos sirva de estímulo para
reconocer en la Misericordia divina el camino que lleva a la reconciliación
con Dios y con el prójimo y a la paz de nuestra conciencia.
4. Unidos al Señor en la comunión suprema de la Eucaristía y
reconciliados con él y con nuestro prójimo, seremos portadores de la paz
que el mundo no puede dar. ¿Podrán los hombres y mujeres de este mundo
encontrar la paz si no toman conciencia de la necesidad de reconciliarse
con Dios, con el prójimo y consigo mismos? En este sentido, fue muy
significativo lo que la cámara del Senado de São Paulo escribió al ministro
provincial de los franciscanos al final del siglo XVIII, definiendo a fray
Galvão un "hombre de paz y de caridad". ¿Qué nos pide el Señor?:
"Amaos unos a otros como yo os he amado". Pero inmediatamente añade:
"Dad fruto y que vuestro fruto permanezca" (cf. Jn 15, 12.16). ¿Y qué
fruto nos pide, sino el de saber amar, inspirándonos en el ejemplo del
santo de Guaratinguetá?
La fama de su inmensa caridad no tenía límites. Personas de toda la
nación iban a ver a fray Galvão, que a todos acogía paternalmente. Se
trataba de pobres, enfermos del cuerpo y del espíritu, que le imploraban
ayuda.
Jesús abre su corazón y nos revela el centro de todo su mensaje
redentor: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos"
(Jn 15, 13). Él mismo amó hasta dar su vida por nosotros en la cruz.
También la acción de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad debe
poseer esta misma inspiración. Las iniciativas de pastoral social, si se
orientan al bien de los pobres y de los enfermos, llevan en sí mismas este
sello divino. El Señor cuenta con nosotros y nos llama amigos, pues sólo a
los que amamos de esta manera somos capaces de darles la vida
proporcionada por Jesús con su gracia.
Como sabemos, la V Conferencia general del Episcopado
latinoamericano tendrá como tema fundamental: "Discípulos y misioneros
de Jesucristo, para que nuestros pueblos en él tengan vida". ¿Cómo no ver,
entonces, la necesidad de escuchar con renovado fervor la llamada, para
responder generosamente a los desafíos que debe afrontar la Iglesia en
Brasil y en América Latina?
5. "Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os daré
descanso", dice el Señor en el Evangelio, (Mt 11, 28). Esta es la
recomendación final que el Señor nos dirige. ¿Cómo no ver aquí el
sentimiento paterno y a la vez materno de Dios hacia todos sus hijos?
María, la Madre de Dios y Madre nuestra, se encuentra particularmente
unida a nosotros en este momento. Fray Galvão afirmó con voz profética
la verdad de la Inmaculada Concepción. Ella, la Tota Pulchra, la Virgen
purísima, que concibió en su seno al Redentor de los hombres y fue
preservada de toda mancha original, quiere ser el sello definitivo de
nuestro encuentro con Dios, nuestro Salvador. No hay fruto de la gracia en
la historia de la salvación que no tenga como instrumento necesario la
mediación de Nuestra Señora.
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De hecho, este santo se entregó de modo irrevocable a la Madre de
Jesús desde su juventud, deseando pertenecerle para siempre y escogiendo
a la Virgen María como Madre y Protectora de sus hijas espirituales.
Queridos amigos y amigas, ¡qué bello ejemplo nos dejó fray Galvão!
¡Cuán actuales son para nosotros, que vivimos en una época tan llena de
hedonismo, las palabras escritas en la fórmula de su consagración:
"Quítame la vida antes de que ofenda a tu bendito Hijo, mi Señor". Son
palabras fuertes, de un alma apasionada, que deberían formar parte de la
vida normal de todos los cristianos, tanto los consagrados como los no
consagrados, y que despiertan deseos de fidelidad a Dios tanto dentro
como fuera del matrimonio. El mundo necesita vidas límpidas, almas
claras, inteligencias sencillas, que rechacen ser consideradas criaturas
objeto de placer. Es necesario decir "no" a aquellos medios de
comunicación social que ridiculizan la santidad del matrimonio y la
virginidad antes del casamiento.
Precisamente ahora Nuestra Señora es la mejor defensa contra los
males que afligen la vida moderna; la devoción mariana es garantía segura
de protección maternal y de amparo en la hora de la tentación. Esta
misteriosa presencia de la Virgen purísima se hará realidad cuando
invoquemos la protección y el auxilio de la Virgen Aparecida. Pongamos
en sus manos santísimas la vida de los sacerdotes y de los laicos
consagrados, de los seminaristas y de todos los que han sido llamados a la
vida religiosa.
6. Queridos amigos, permitidme concluir evocando la Vigilia de
oración de Marienfeld en Alemania: ante una multitud de jóvenes,
presenté a los santos de nuestra época como verdaderos reformadores. Y
añadí: "Sólo de los santos, solo de Dios proviene la verdadera revolución,
el cambio decisivo del mundo" (Homilía, 20 de agosto de 2005:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005,
p. 11). Esta es la invitación que os hago hoy a todos vosotros, desde el
primero hasta el último, en esta inmensa Eucaristía. Dios dijo: "Sed
santos, como yo soy santo" (Lv 11, 44).
Demos gracias a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, de los
cuales nos vienen, por intercesión de la Virgen María, todas las
bendiciones del cielo; de los cuales nos viene este don que, juntamente
con la fe, es la mayor gracia que el Señor puede conceder a una criatura:
el firme deseo de alcanzar la plenitud de la caridad, con la convicción de
que la santidad no sólo es posible, sino también necesaria a cada uno en su
estado de vida, para revelar al mundo el verdadero rostro de Cristo,
nuestro amigo. Amén.

EL VERDADERO CAMINO DE SALVACIÓN


070511. Discurso. A los Obispos de Brasil. Catedral de Sao Paulo
«A pesar de ser Hijo de Dios, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y,
llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen
en autor de salvación eterna» (Hb 5, 8-9).
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1. El texto que acabamos de escuchar en la lectura breve de estas
Vísperas contiene una enseñanza profunda. También en este caso
constatamos cómo la palabra de Dios es viva y más penetrante que una
espada de doble filo, penetra hasta la juntura del alma, reconfortándola y
estimulando a sus servidores fieles (cf. Hb 4, 12).
2. Brasil acoge con su tradicional hospitalidad a los participantes en la
V Conferencia general del Episcopado latinoamericano. Es un gran
acontecimiento eclesial, que se sitúa en el ámbito del esfuerzo misionero
que América Latina deberá proponerse, precisamente a partir de aquí, de
la tierra brasileña. Por eso he querido dirigirme inicialmente a vosotros,
obispos de Brasil, evocando las palabras densas de contenido de la carta
a los Hebreos: "A pesar de ser Hijo de Dios, aprendió, sufriendo, a
obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los
que le obedecen en autor de salvación eterna" (Hb 5, 8-9). Exuberantes en
su significado, estos versículos hablan de la compasión de Dios hacia
nosotros, manifestada en la pasión de su Hijo; y hablan de su obediencia,
de su adhesión libre y consciente a los designios del Padre, explicitada
especialmente en la oración en el monte de los Olivos: "No se haga mi
voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).
Así, es Jesús mismo quien nos enseña que el verdadero camino de
salvación consiste en conformar nuestra voluntad a la de Dios. Es
exactamente lo que pedimos en la tercera invocación de la oración del
Padrenuestro: que se haga la voluntad de Dios, en la tierra como en el
cielo, porque donde reina la voluntad de Dios está presente el reino de
Dios. Jesús nos atrae con su voluntad, con la voluntad del Hijo, y de este
modo nos guía hacia la salvación. Saliendo al encuentro de la voluntad de
Dios, con Jesucristo, abrimos el mundo al reino de Dios.
Los obispos estamos llamados a manifestar esa verdad central, pues
estamos vinculados directamente a Cristo, buen Pastor. La misión que se
nos ha confiado, como maestros de la fe, consiste en recordar, como
escribía el mismo Apóstol de los gentiles, que nuestro Salvador "quiere
que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad"
(1 Tm 2, 4-6). Esta, y no otra, es la finalidad de la Iglesia: la salvación de
las almas, una a una. Por eso envió el Padre a su Hijo, y "como el Padre
me envió, también yo os envío", se dice en el evangelio según san Juan
(Jn 20, 21). De aquí, el mandato de evangelizar: "Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he
mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo" (Mt 28, 19-20).
Son palabras sencillas y sublimes, que indican el deber de predicar la
verdad de la fe, la urgencia de la vida sacramental, la promesa de la
asistencia continua de Cristo a su Iglesia. Se trata de realidades
fundamentales, que se refieren a la instrucción en la fe y en la moral
cristiana, así como a la práctica de los sacramentos. Donde no se conoce a
Dios y su voluntad, donde no existe la fe en Jesucristo y en su presencia
en las celebraciones sacramentales falta lo esencial también para la
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solución de los urgentes problemas sociales y políticos. La fidelidad al
primado de Dios y de su voluntad, conocida y vivida en comunión con
Jesucristo, es el don esencial que los obispos y los sacerdotes debemos
ofrecer a nuestro pueblo (cf. Populorum progressio, 21).
3. El ministerio episcopal nos impulsa al discernimiento de la voluntad
salvífica, a la búsqueda de una pastoral que ayude al pueblo de Dios a
reconocer y acoger los valores trascendentes, con fidelidad al Señor y al
Evangelio.
Es verdad que los tiempos actuales son difíciles para la Iglesia y
muchos de sus hijos están sufriendo. La vida social atraviesa momentos de
confusión desconcertante. Se ataca impunemente la santidad del
matrimonio y de la familia, comenzando por hacer concesiones ante
presiones capaces de influir negativamente en los procesos legislativos; se
justifican algunos crímenes contra la vida en nombre de los derechos de la
libertad individual; se atenta contra la dignidad del ser humano; se
extiende la herida del divorcio y de las uniones libres. Más aún, cuando en
el seno de la Iglesia se cuestiona el valor del compromiso sacerdotal como
entrega total a Dios a través del celibato apostólico y como disponibilidad
total para servir a las almas, y se da preferencia a las cuestiones
ideológicas y políticas, incluso partidarias, la estructura de la consagración
total a Dios comienza a perder su significado más profundo.
¿Cómo no sentir tristeza en nuestra alma? Pero tened confianza: la
Iglesia es santa e incorruptible (cf. Ef 5, 27). Decía san Agustín: "La
Iglesia vacilará si vacila su fundamento; pero ¿podrá vacilar Cristo? Dado
que Cristo no vacila, la Iglesia permanecerá intacta hasta el fin de los
tiempos" (Enarrationes in Psalmos, 103, 2, 5: PL 37, 1353).
Entre los problemas que os afligen en vuestra solicitud pastoral está,
sin duda, la cuestión de los católicos que abandonan la vida eclesial.
Parece claro que la causa principal de este problema, entre otras, se puede
atribuir a la falta de una evangelización en la que Cristo y su Iglesia estén
en el centro de toda explicación. Las personas más vulnerables al
proselitismo agresivo de las sectas -que con razón constituye motivo de
preocupación- e incapaces de resistir a las embestidas del agnosticismo,
del relativismo y del laicismo son generalmente los bautizados no
suficientemente evangelizados, fácilmente influenciables porque poseen
una fe frágil y, a veces, confusa, vacilante e ingenua, aunque conserven
una religiosidad innata.
En la encíclica Deus caritas est recordé que "no se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con
un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida
y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1). Por tanto, es necesario
emprender la actividad apostólica como una verdadera misión en el
ámbito del rebaño que constituye la Iglesia católica en Brasil,
promoviendo una evangelización metódica y capilar con vistas a una
adhesión personal y comunitaria a Cristo. En efecto, se trata de no
escatimar esfuerzos en la búsqueda de los católicos que se han alejado y
de los que conocen poco o nada a Jesucristo, a través de una pastoral de la
171
acogida que les ayude a sentir a la Iglesia como lugar privilegiado del
encuentro con Dios y mediante un itinerario catequético permanente.
En una palabra, se requiere una misión evangelizadora que movilice
todas las fuerzas vivas de este inmenso rebaño. Mi pensamiento se dirige,
por tanto, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos
que se prodigan, muchas veces con inmensas dificultades, en favor de la
difusión de la verdad evangélica. Muchos de ellos colaboran o participan
activamente en las asociaciones, en los movimientos y en las otras nuevas
realidades eclesiales que, en comunión con sus pastores y de acuerdo con
las orientaciones diocesanas, llevan su riqueza espiritual, educativa y
misionera al corazón de la Iglesia, como preciosa experiencia y propuesta
de vida cristiana.
En este esfuerzo evangelizador, la comunidad eclesial se distingue por
las iniciativas pastorales, al enviar, sobre todo a las casas de las periferias
urbanas y del interior, a sus misioneros, laicos o religiosos, tratando de
dialogar con todos con espíritu de comprensión y de caridad delicada. Sin
embargo, si las personas con quienes se encuentran viven en una situación
de pobreza, es necesario ayudarlas, como hacían las primeras
comunidades cristianas, practicando la solidaridad, para que se sientan
amadas de verdad. La gente pobre de las periferias urbanas o del campo
necesita sentir la cercanía de la Iglesia, tanto en la ayuda para sus
necesidades más urgentes, como en la defensa de sus derechos y en la
promoción común de una sociedad fundada en la justicia y en la paz.
Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio y el
obispo, formado a imagen del buen Pastor, debe estar particularmente
atento a ofrecer el bálsamo divino de la fe, sin descuidar el "pan material".
Como puse de relieve en la encíclica Deus caritas est, "la Iglesia no puede
descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los sacramentos
y la Palabra" (n. 22).
La vida sacramental, especialmente a través de la confesión y de la
Eucaristía, asume aquí una importancia de primera magnitud. Los pastores
tenéis la tarea principal de asegurar la participación de los fieles en la
vida eucarística y en el sacramento de la Reconciliación; debéis vigilar
para que la confesión y la absolución de los pecados sean ordinariamente
individuales, como el pecado constituye un hecho profundamente personal
(cf. Reconciliatio et paenitentia, 31, III). Solamente la imposibilidad física
o moral exime al fiel de esta forma de confesión, pudiendo en este caso
conseguir la reconciliación por otros medios (cf. Código de derecho
canónico, can. 960; Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, n.
311). Por eso, conviene inculcar en los sacerdotes la práctica de la
generosa disponibilidad para atender a los fieles que recurren al
sacramento de la misericordia de Dios
(cf. carta apostólica Misericordia Dei, 2).
4. Recomenzar desde Cristo en todos los ámbitos de la misión,
redescubrir en Jesús el amor y la salvación que el Padre nos da, por el
Espíritu Santo, es la substancia, la raíz de la misión episcopal, que hace
del obispo el primer responsable de la catequesis diocesana. A él le
172
corresponde la dirección superior de la catequesis, rodeándose de
colaboradores competentes y dignos de confianza. Por tanto, es obvio que
sus catequistas no son simples comunicadores de experiencias de fe, sino
que deben ser auténticos transmisores, bajo la guía de su pastor, de las
verdades reveladas.
La fe es un camino, dirigido por el Espíritu Santo, que se compendia
en dos palabras: conversión y seguimiento. Estas dos palabras clave de la
tradición cristiana indican con claridad que la fe en Cristo implica una
praxis de vida basada en el doble mandamiento del amor, a Dios y al
prójimo, y expresan también la dimensión social de la vida.
La verdad supone un conocimiento claro del mensaje de Jesús,
transmitido gracias a un lenguaje inculturado comprensible, pero
necesariamente fiel a la propuesta del Evangelio. En los tiempos actuales
es urgente un conocimiento adecuado de la fe, como está bien sintetizada
en el Catecismo de la Iglesia católica, con su Compendio. La educación
en las virtudes personales y sociales del cristiano, así como la educación
en la responsabilidad social, forman parte también de la catequesis
esencial. Precisamente porque la fe, la vida y la celebración de la sagrada
liturgia como fuente de fe y de vida son inseparables, es necesaria una
aplicación más correcta de los principios indicados por el concilio
Vaticano II en lo que respecta a la liturgia de la Iglesia, incluyendo las
disposiciones contenidas en el Directorio para los obispos (cf. nn. 145-
151), con el propósito de devolver a la liturgia su carácter sagrado.
Con esta finalidad mi venerable predecesor en la Cátedra de Pedro,
Juan Pablo II, renovó "una apremiante llamada de atención para que se
observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración
eucarística. (...) La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del
celebrante ni de la comunidad en que se celebran los sagrados misterios"
(Ecclesia de Eucharistia, 52). Redescubrir y valorar la obediencia a las
normas litúrgicas por parte de los obispos, como "moderadores de la vida
litúrgica de la Iglesia", significa dar testimonio de la Iglesia misma, una y
universal, que preside en la caridad.
5. Es necesario dar un salto de calidad en la vida cristiana del pueblo,
para que pueda testimoniar su fe de forma límpida y clara. Esta fe,
celebrada y participada en la liturgia y en la caridad, alimenta y fortifica a
la comunidad de los discípulos del Señor, y los edifica como Iglesia
misionera y profética. El Episcopado brasileño posee una estructura de
gran envergadura, cuyos Estatutos fueron revisados hace poco para su
mejor aplicación y para una dedicación más exclusiva al bien de la Iglesia.
El Papa ha venido a Brasil para pediros que, siguiendo la palabra de Dios,
todos los venerables hermanos en el episcopado sean portadores de eterna
salvación para todos los que obedecen a Cristo (cf. Hb 5, 9).
Nosotros, los pastores, en la línea del compromiso asumido como
sucesores de los Apóstoles, debemos ser fieles servidores de la Palabra,
sin visiones reductivas ni confusiones en la misión que se nos ha confiado.
No basta observar la realidad desde la fe personal; es necesario trabajar
con el Evangelio en las manos y arraigados en la auténtica herencia de la
173
Tradición apostólica, sin interpretaciones motivadas por ideologías
racionalistas.
Así, "en las Iglesias particulares corresponde al obispo custodiar e
interpretar la palabra de Dios y juzgar con autoridad lo que le es conforme
o no" (Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre la
vocación eclesial del teólogo, n. 19). El obispo, como maestro de fe y de
doctrina, podrá contar con la colaboración del teólogo que, "en su
compromiso al servicio de la verdad, para mantenerse fiel a su oficio,
deberá tener en cuenta la misión propia del Magisterio y colaborar con él"
(ib., n. 20). El deber de conservar el depósito de la fe y de mantener su
unidad exige una estrecha vigilancia "para que ese depósito se conserve y
se transmita fielmente, y para que las posiciones particulares se unifiquen
en la integridad del Evangelio de Cristo" (Directorio para el ministerio
pastoral de los obispos, n. 126).
He aquí, por tanto, la enorme responsabilidad que asumís como
formadores del pueblo, especialmente de vuestros sacerdotes y religiosos.
Son ellos vuestros fieles colaboradores. Conozco el empeño con que
tratáis de formar las nuevas vocaciones sacerdotales y religiosas. La
formación teológica y en las disciplinas eclesiásticas exige una
actualización constante, pero siempre de acuerdo con el Magisterio
auténtico de la Iglesia.
Apelo a vuestro celo sacerdotal y al sentido de discernimiento de las
vocaciones, también para saber completar la dimensión espiritual, psico-
afectiva, intelectual y pastoral en jóvenes maduros y disponibles al
servicio de la Iglesia. Un buen y asiduo acompañamiento espiritual es
indispensable para favorecer la maduración humana y evita el peligro de
desviaciones en el campo de la sexualidad. Tened siempre presente que el
celibato sacerdotal constituye un don "que la Iglesia ha recibido y que
quiere guardar, convencida de que es un bien para ella y para el mundo"
(Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n. 57).
Quiero encomendar a vuestra solicitud también a las comunidades
religiosas que se insertan en la vida de vuestra diócesis. Dan una valiosa
contribución pues, "hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el
mismo" (1 Co 12, 4). La Iglesia no puede menos de manifestar alegría y
aprecio por todo aquello que los religiosos están realizando mediante
universidades, escuelas, hospitales y otras obras e instituciones.
6. Conozco la dinámica de vuestras asambleas y el esfuerzo por definir
los diversos planes pastorales, para que den prioridad a la formación del
clero y de los agentes de la pastoral. Algunos de vosotros habéis
fomentado movimientos de evangelización para facilitar la agrupación de
los fieles en una línea determinada de acción. El Sucesor de Pedro cuenta
con vosotros para que vuestra preparación se apoye siempre en la
espiritualidad de comunión y de fidelidad a la Sede de Pedro, a fin de
garantizar que la acción del Espíritu no sea vana. En efecto, la integridad
de la fe, juntamente con la disciplina eclesial, es y será siempre un tema
que exigirá atención y compromiso por parte de todos vosotros,
174
especialmente cuando se trata de sacar las consecuencias del hecho de
que existe "una sola fe y un solo bautismo".
Como sabéis, entre los diversos documentos que se ocupan de la
unidad de los cristianos está el Directorio para el ecumenismo, publicado
por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.
En nuestro tiempo, en el que se está produciendo el encuentro de las
culturas y el desafío del secularismo, el ecumenismo, o sea, la búsqueda
de la unidad de los cristianos, se está convirtiendo en una tarea de la
Iglesia católica cada vez más urgente. Sin embargo, como consecuencia de
la continua multiplicación de denominaciones cristianas, y sobre todo ante
ciertas formas de proselitismo, frecuentemente agresivo, el compromiso
ecuménico resulta una tarea compleja. En ese contexto, es indispensable
una buena formación histórica y doctrinal, que posibilite el necesario
discernimiento y ayude a entender la identidad específica de cada una de
las comunidades, los elementos que dividen y los que ayudan en el
camino hacia la construcción de la unidad.
El gran campo común de colaboración debería ser la defensa de los
valores morales fundamentales, transmitidos por la tradición bíblica,
contra su destrucción en una cultura relativista y consumista; y también la
fe en Dios creador y en Jesucristo, su Hijo encarnado. Además, vale
siempre el principio del amor fraterno y de la búsqueda de comprensión y
de acercamiento mutuo; pero también la defensa de la fe de nuestro
pueblo, confirmándolo en la gozosa certeza de que la "unica Christi
Ecclesia... subsistit in Ecclesia catholica, a successore Petri et episcopis
in eius communione gubernata" ("la única Iglesia de Cristo... subsiste en
la Iglesia católica gobernada por el Sucesor de Pedro y por los obispos en
comunión con él") (Lumen gentium, 8).
En este sentido se procederá a un diálogo ecuménico franco, a través
del Consejo nacional de las Iglesias cristianas, comprometiéndose al pleno
respeto de las demás confesiones religiosas, deseosas de mantenerse en
contacto con la Iglesia católica que está en Brasil.
7. No es ninguna novedad la constatación de que vuestro país convive
con un déficit histórico de desarrollo social, cuyos rasgos extremos son el
inmenso contingente de brasileños que viven en situación de indigencia y
una desigualdad en la distribución de la renta que alcanza niveles muy
elevados. A vosotros, venerables hermanos, como jerarquía del pueblo de
Dios, os compete promover la búsqueda de soluciones nuevas y llenas de
espíritu cristiano.
Una visión de la economía y de los problemas sociales desde la
perspectiva de la doctrina social de la Iglesia lleva a considerar las cosas
siempre desde el punto de vista de la dignidad del hombre, que trasciende
el simple juego de los factores económicos. Por eso, es preciso trabajar
incansablemente en favor de la formación de los políticos, así como de
todos los brasileños que tienen algún poder de decisión, grande o pequeño,
y en general de todos los miembros de la sociedad, de modo que asuman
plenamente sus propias responsabilidades y sepan dar un rostro humano y
solidario a la economía.
175
Es necesario formar en las clases políticas y empresariales un auténtico
espíritu de veracidad y de honradez. Quienes asuman un papel de
liderazgo en la sociedad deben tratar de prever las consecuencias sociales,
directas e indirectas, a corto y a largo plazo, de sus propias decisiones,
actuando según criterios de maximización del bien común, en vez de
buscar ganancias personales.

NUNCA SE DEBE PERDER LA ESPERANZA


070512. Discurso. A las Clarisas de la Hacienda de la Esperanza
«Alabado seas, mi Señor, por todas tus criaturas». Con este saludo al
Omnipotente y Buen Señor, el santo "Poverello" de Asís reconocía la
bondad única de Dios Creador y la dulzura, la fuerza y la belleza que
serenamente se esparcen en todas las criaturas, haciendo de ellas espejo de
la omnipotencia del Creador.
Nuestro encuentro, queridas hermanas hijas de santa Clara, en esta
Hacienda de la Esperanza, quiere ser la manifestación de un gesto de
afecto del Sucesor de Pedro a las religiosas de clausura y también una
serena manifestación de amor que resuena en estas colinas y valles de la
Sierra de la Mantiqueira y se difunde por toda la tierra: «Sin que hablen,
sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su
pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje» (Sal 18, 4-5). Desde este
lugar las hijas de santa Clara proclaman; «¡Alabado seas, mi Señor, por
todas tus criaturas!».
Donde la sociedad no ve ya futuro o esperanza, los cristianos están
llamados a anunciar la fuerza de la Resurrección: precisamente aquí, en
esta Hacienda de la Esperanza, donde se encuentran tantas personas,
principalmente jóvenes, que tratan de superar el problema de la droga, del
alcohol y de la dependencia de sustancias químicas, se testimonia el
Evangelio de Cristo en medio de una sociedad consumista alejada de Dios.
¡Cuán diversa es la perspectiva del Creador en su obra! Las hermanas
Clarisas y los demás religiosos de clausura —que, en la vida
contemplativa, escrutan la grandeza de Dios y descubren también la
belleza de las criaturas— pueden contemplar, juntamente con el autor
sagrado, a Dios mismo, arrobado, maravillado ante su obra, ante su
criatura amada: «Dios contempló todo lo que había hecho y todo estaba
muy bien» (Gn 1, 31).
Cuando el pecado entró en el mundo, y con él la muerte, la criatura
amada de Dios —aun estando herida— no perdió totalmente su belleza; al
contrario, recibió un amor mayor: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció tan
gran Redentor!», proclama la Iglesia en la noche misteriosa y clara de la
Pascua (Exultet). Es Cristo resucitado quien cura las heridas y salva a los
hijos e hijas de Dios, salva a la humanidad de la muerte, del pecado y de la
esclavitud de las pasiones. La Pascua de Cristo une la tierra y el cielo. En
esta Hacienda de la Esperanza se unen las oraciones de las Clarisas y el
arduo trabajo de la medicina y de la laborterapia para vencer las prisiones
176
y romper las cadenas de las drogas que hacen sufrir a los hijos amados de
Dios.
Así se restaura la belleza de las criaturas, que encanta y maravilla a su
Creador, el Padre todopoderoso, el único cuya esencia es el amor y cuya
gloria es el hombre vivo, como dijo san Ireneo. «Tanto amó Dios al
mundo, que le dio a a su Hijo» (Jn 3, 16) para levantar al caído en el
camino, asaltado y herido por los ladrones en la senda de Jerusalén a
Jericó. En los caminos del mundo, Jesús es "la mano que el Padre tiende a
los pecadores; es el camino por el cual nos llega la paz" (anáfora
eucarística).
Sí, aquí descubrimos que la belleza de las criaturas y el amor de Dios
son inseparables. San Francisco y santa Clara de Asís también descubren
este secreto y proponen a sus hijos e hijas amados una sola cosa, y muy
simple: vivir el Evangelio. Esta es su norma de conducta y su regla de
vida. Santa Clara lo expresó muy bien, cuando dijo a sus hermanas:
«Tened entre vosotras, hijas mías, el mismo amor con el cual Cristo os
amó» (Testamento).
Con este amor fray Hans las invitó a ser garantes de todo el trabajo
realizado en la Hacienda de la Esperanza. Con la fuerza de la oración
silenciosa, con los ayunos y las penitencias, las hijas de santa Clara viven
el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, en el gesto supremo de
amar hasta el extremo.
Esto significa que nunca se debe perder la esperanza. De ahí el nombre
de esta obra de fray Hans: "Hacienda de la Esperanza". En efecto, es
necesario edificar, construir la esperanza, tejiendo el entramado de una
sociedad que, al extender los hilos de la vida, pierde el verdadero sentido
de la esperanza. Esta pérdida, como dijo san Pablo, es una maldición que
la persona humana se impone a sí misma: «Personas sin amor» (cf. Rm 1,
31).
Queridas hermanas, proclamad que «la esperanza no defrauda» (Rm 5,
5). El dolor de Cristo crucificado, que traspasó el alma de María al pie de
la cruz, consuela a muchos corazones maternos y paternos que lloran de
dolor por sus hijos aún dependientes de las drogas. Anunciad con el
silencio oblativo de la oración, silencio elocuente que el Padre escucha;
anunciad el mensaje del amor que vence el dolor, la droga y la muerte.
Anunciad a Jesucristo, hombre como nosotros, que sufrió como nosotros,
que cargó sobre sí nuestros pecados para librarnos de ellos.

JESUCRISTO ES LA LUZ DEL MUNDO


070512. Discurso. A los jóvenes de la Hacienda de la Esperanza
1. Con particular afecto saludo a fray Hans Stapel, fundador de la
Obra Social Nuestra Señora de la Gloria, también conocida como
Hacienda de la Esperanza.
2. La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de la tarea
de volver a proponer al mundo la voz de Aquel que dijo: "Yo soy la luz
del mundo. El que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la
177
luz de la vida" (Jn 8, 12). Por su parte, el Papa tiene la misión de renovar
en los corazones esa luz que no ofusca, pues quiere iluminar lo más íntimo
de las almas que buscan el verdadero bien y la paz, que el mundo no
puede dar. Una luz como esta sólo necesita un corazón abierto a los
anhelos divinos. Dios no fuerza, no oprime la libertad individual;
únicamente pide la apertura del sagrario de nuestra conciencia, por donde
pasan todas las aspiraciones más nobles, pero también los afectos y las
pasiones desordenadas que ofuscan el mensaje del Altísimo.
3. "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre
la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20). Son
palabras divinas que llegan al fondo del alma y que mueven hasta sus
raíces más profundas.
En un momento determinado de la vida, Jesús viene y llama, con
toques suaves, en el fondo de los corazones bien dispuestos. Con vosotros,
lo hizo a través de una persona amiga o de un sacerdote; quizá, su
providencia dispuso una serie de coincidencias para daros a entender que
sois objeto de predilección divina. Mediante la institución que os alberga,
el Señor os ha proporcionado esta experiencia de recuperación física y
espiritual de vital importancia para vosotros y vuestros familiares.
Además, la sociedad espera que sepáis divulgar entre vuestros amigos y
entre los miembros de toda la comunidad el bien precioso de la salud.
Debéis ser los embajadores de la esperanza. Brasil posee una de las
estadísticas más notables en lo que respecta a dependencia química de
drogas y estupefacientes. Y América Latina no se queda atrás. Por eso,
digo a los que comercian con la droga que piensen en el mal que están
provocando a una multitud de jóvenes y de adultos de todas las clases
sociales: Dios les pedirá cuentas de lo que han hecho. No se puede
pisotear de esta manera la dignidad humana. El mal provocado recibe el
mismo reproche que hizo Jesús a los que escandalizaban a los "más
pequeños", los preferidos de Dios (cf. Mt 18, 7-10).
4. Mediante una terapia, que incluye la asistencia médica, psicológica
y pedagógica, pero también mucha oración, trabajo manual y disciplina,
ya son numerosas las personas, sobre todo jóvenes, que han conseguido
librarse de la dependencia química y del alcohol, y recobrar el sentido de
la vida.
La reinserción en la sociedad constituye, sin duda, una prueba de la
eficacia de vuestra iniciativa. Pero lo que más llama la atención, y
confirma la validez del trabajo, son las conversiones, el reencuentro con
Dios y la participación activa en la vida de la Iglesia. No basta curar el
cuerpo; es necesario adornar el alma con los dones divinos más preciosos
recibidos en el bautismo.
Demos gracias a Dios por haber puesto tantas almas en el camino de
una esperanza renovada, con la ayuda del sacramento del perdón y de la
celebración de la Eucaristía.

PERMANECED EN LA ESCUELA DE MARÍA


178
070512. Discurso. A los sacerdotes, religiosos y seminaristas y
laicos de los movimientos eclesiales. Aparecida
1. Como los Apóstoles, juntamente con María, "subieron a la estancia
superior" y allí "perseveraban en la oración, con un mismo espíritu" (Hch
1, 13-14), así también nos reunimos hoy aquí, en el santuario de Nuestra
Señora de la Concepción Aparecida, que en este momento es para nosotros
"la estancia superior", donde María, la Madre del Señor, se encuentra en
medio de nosotros. Hoy es ella quien orienta nuestra meditación; ella nos
enseña a rezar. Es ella quien nos muestra el modo de abrir nuestra mente y
nuestro corazón a la fuerza del Espíritu Santo, que viene para ser
comunicado al mundo entero.
Acabamos de rezar el rosario. A través de sus ciclos de meditación, el
divino Consolador quiere introducirnos en el conocimiento de Cristo, que
brota de la fuente límpida del texto evangélico. Por su parte, la Iglesia del
tercer milenio se propone dar a los cristianos la capacidad de "conocer el
misterio de Dios, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría
y de la ciencia" (Col 2, 2-3). María santísima, la Virgen pura y sin
mancha, es para nosotros escuela de fe destinada a guiarnos y a
fortalecernos en el camino que lleva al encuentro con el Creador del cielo
y de la tierra. El Papa ha venido a Aparecida con gran alegría para deciros
en primer lugar: "Permaneced en la escuela de María". Inspiraos en sus
enseñanzas. Procurad acoger y guardar dentro del corazón las luces que
ella, por mandato divino, os envía desde lo alto.
¡Qué hermoso es estar aquí reunidos en nombre de Cristo, en la fe, en
la fraternidad, en la alegría, en la paz, "en la oración con María, la Madre
de Jesús"! (cf. Hch 1, 14).
3. Saludo a los estimados presbíteros aquí presentes; pienso y oro por
todos los sacerdotes diseminados por el mundo entero, de modo particular
por los de América Latina y del Caribe, incluyendo a los sacerdotes fidei
donum. ¡Cuántos desafíos, cuántas situaciones difíciles afrontáis! ¡Cuánta
generosidad, cuánta donación, sacrificios y renuncias! La fidelidad en el
ejercicio del ministerio y en la vida de oración, la búsqueda de la santidad,
la entrega total a Dios al servicio de los hermanos y hermanas, gastando
vuestra vida y vuestras energías, promoviendo la justicia, la fraternidad, la
solidaridad, el compartir: todo eso habla fuertemente a mi corazón de
pastor. El testimonio de un sacerdocio bien vivido ennoblece a la Iglesia,
suscita admiración en los fieles, es fuente de bendición para la
Comunidad, es la mejor promoción vocacional, es la más auténtica
invitación para que también otros jóvenes respondan positivamente a la
llamada del Señor. Es la verdadera colaboración para la construcción del
reino de Dios.
Os doy las gracias sinceramente y os exhorto a que continuéis viviendo
de modo digno la vocación que habéis recibido. Que el fervor misionero,
el entusiasmo por una evangelización cada vez más actualizada, el espíritu
apostólico auténtico y el celo por las almas estén siempre presentes en
vuestra vida. Mi afecto, mis oraciones y mi agradecimiento se dirigen
también a los sacerdotes ancianos y enfermos. Vuestra configuración con
179
Cristo doliente y resucitado es el apostolado más fecundo. ¡Muchas
gracias!
6. Hoy, en vísperas de la apertura de la V Conferencia general de los
obispos de América Latina y del Caribe, que tendré el gusto de presidir,
siento el deseo de deciros a todos vosotros cuán importante es el sentido
de nuestra pertenencia a la Iglesia, que hace a los cristianos crecer y
madurar como hermanos, hijos de un mismo Dios y Padre. Queridos
hombres y mujeres de América Latina sé que tenéis una gran sed de Dios.
Sé que seguís a aquel Jesús, que dijo: "Nadie va al Padre sino por mí" (Jn
14, 6). Por eso el Papa quiere deciros a todos: La Iglesia es nuestra casa.
Esta es nuestra casa. En la Iglesia católica tenemos todo lo que es bueno,
todo lo que es motivo de seguridad y de consuelo. Quien acepta a Cristo,
"camino, verdad y vida", en su totalidad, tiene garantizada la paz y la
felicidad, en esta y en la otra vida. Por eso, el Papa vino aquí para rezar y
confesar con todos vosotros: vale la pena ser fieles, vale la pena
perseverar en la propia fe. Pero la coherencia en la fe necesita también
una sólida formación doctrinal y espiritual, contribuyendo así a la
construcción de una sociedad más justa, más humana y cristiana. El
Catecismo de la Iglesia católica, incluso en su versión más reducida,
publicada con el título de Compendio, ayudará a tener nociones claras
sobre nuestra fe. Vamos a pedir, ya desde ahora, que la venida del Espíritu
Santo sea para todos como un nuevo Pentecostés, a fin de iluminar con la
luz de lo alto nuestros corazones y nuestra fe.

REUNIDOS EN EL ESPÍRITU PARA EL BIEN DE LA IGLESIA


070513. Homilía. Misa de inauguración. Aparecida
No hay palabras para expresar la alegría de encontrarme con vosotros
para celebrar esta solemne eucaristía con ocasión de la apertura de la V
Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe.
A todos les quiero decir: "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios,
Padre nuestro, y del Señor Jesucristo" (1 Co 1, 3).
Considero un don especial de la Providencia que esta santa misa se
celebre en este tiempo y en este lugar. El tiempo es el litúrgico del sexto
domingo de Pascua: ya está cerca la fiesta de Pentecostés y la Iglesia es
invitada a intensificar la invocación al Espíritu Santo. El lugar es el
santuario nacional de Nuestra Señora Aparecida, corazón mariano de
Brasil: María nos acoge en este cenáculo y, como Madre y Maestra, nos
ayuda a elevar a Dios una plegaria unánime y confiada.
Esta celebración litúrgica constituye el fundamento más sólido de la V
Conferencia, porque pone en su base la oración y la Eucaristía,
Sacramentum caritatis. En efecto, sólo la caridad de Cristo, derramada
por el Espíritu Santo, puede hacer de esta reunión un auténtico
acontecimiento eclesial, un momento de gracia para este continente y para
el mundo entero.
Esta tarde tendré la posibilidad de tratar sobre los contenidos sugeridos
por el tema de vuestra Conferencia. Ahora demos espacio a la palabra de
180
Dios, que con alegría acogemos, con el corazón abierto y dócil, a ejemplo
de María, Nuestra Señora de la Concepción, a fin de que, por la fuerza del
Espíritu Santo, Cristo pueda "hacerse carne" nuevamente en el hoy de
nuestra historia.
La primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, se refiere
al así llamado "Concilio de Jerusalén", que afrontó la cuestión de si a los
paganos convertidos al cristianismo se les debería imponer la observancia
de la ley mosaica. El texto, dejando de lado la discusión entre "los
Apóstoles y los ancianos" (Hch 15, 4-21), refiere la decisión final, que se
pone por escrito en una carta y se encomienda a dos delegados, a fin de
que la entreguen a la comunidad de Antioquía (cf. Hch 15, 22-29).
Esta página de los Hechos de los Apóstoles es muy apropiada para
nosotros, que hemos venido aquí para una reunión eclesial. Nos habla del
sentido del discernimiento comunitario en torno a los grandes problemas
que la Iglesia encuentra a lo largo de su camino y que son aclarados por
los "Apóstoles" y por los "ancianos" con la luz del Espíritu Santo, el cual,
como nos narra el evangelio de hoy, recuerda la enseñanza de Jesucristo
(cf. Jn 14, 26) y así ayuda a la comunidad cristiana a caminar en la caridad
hacia la verdad plena (cf. Jn 16, 13). Los jefes de la Iglesia discuten y se
confrontan, pero siempre con una actitud de religiosa escucha de la
palabra de Cristo en el Espíritu Santo. Por eso, al final pueden afirmar:
"Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Hch 15, 28).
Este es el "método" con que actuamos en la Iglesia, tanto en las
pequeñas asambleas como en las grandes. No es sólo una cuestión de
modo de proceder; es el resultado de la misma naturaleza de la Iglesia,
misterio de comunión con Cristo en el Espíritu Santo. En el caso de las
Conferencias generales del Episcopado latinoamericano y del Caribe, la
primera, realizada en Río de Janeiro en 1955, recurrió a una carta especial
enviada por el Papa Pío XII, de venerada memoria; en las demás, hasta la
actual, fue el Obispo de Roma quien se dirigió a la sede de la reunión
continental para presidir las fases iniciales.
Con sentimientos de devoción y agradecimiento dirigimos nuestro
pensamiento a los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II que, en las
Conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo, testimoniaron la
cercanía de la Iglesia universal a las Iglesias que están en América Latina
y que constituyen, en proporción, la mayor parte de la comunidad católica.
"Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...". Esta es la Iglesia:
nosotros, la comunidad de fieles, el pueblo de Dios, con sus pastores,
llamados a hacer de guías del camino; junto con el Espíritu Santo, Espíritu
del Padre enviado en nombre del Hijo Jesús, Espíritu de Aquel que es el
"mayor" de todos y que nos fue dado mediante Cristo, que se hizo el
"menor" por nuestra causa. Espíritu Paráclito, Ad-vocatus, Defensor y
Consolador. Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en la escucha de su
Palabra, sin inquietud ni temor, teniendo en el corazón la paz que Jesús
nos dejó y que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 26-27).
El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende
entre la primera y la segunda venida de Cristo: "Me voy y volveré a
181
vosotros" (Jn 14, 28), dijo Jesús a los Apóstoles. Entre la "ida" y la
"vuelta" de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo; están los
dos mil años transcurridos hasta ahora; están también estos poco más de
cinco siglos en los que la Iglesia se ha hecho peregrina en las Américas,
difundiendo en los fieles la vida de Cristo a través de los sacramentos y
sembrando en estas tierras la buena semilla del Evangelio, que ha
producido el treinta, el sesenta e incluso el ciento por uno. Tiempo de la
Iglesia, tiempo del Espíritu Santo: Él es el Maestro que forma a los
discípulos: los hace enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su
palabra, para que contemplen su rostro; los configura con su humanidad
bienaventurada, pobre de espíritu, afligida, mansa, sedienta de justicia,
misericordiosa, pura de corazón, pacífica, perseguida a causa de la justicia
(cf. Mt 5, 3-10).
Así, gracias a la acción del Espíritu Santo, Jesús se convierte en el
"camino" por donde avanza el discípulo. "El que me ama guardará mi
palabra", dice Jesús al inicio del pasaje evangélico de hoy. "La palabra que
escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado" (Jn 14, 23-24).
Como Jesús transmite las palabras del Padre, así el Espíritu recuerda a la
Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Y como el amor al Padre
llevaba a Jesús a alimentarse de su voluntad, así nuestro amor a Jesús se
demuestra en la obediencia a sus palabras. La fidelidad de Jesús a la
voluntad del Padre puede transmitirse a los discípulos gracias al Espíritu
Santo, que derrama el amor de Dios en sus corazones (cf. Rm 5, 5).
El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como misionero del Padre.
Especialmente en el evangelio de san Juan, Jesús habla muchas veces de sí
mismo en relación con el Padre que lo envió al mundo. Del mismo modo,
también en el texto de hoy. Jesús dice: "La palabra que escucháis no es
mía, sino del Padre que me ha enviado" (Jn 14, 24). En este momento,
queridos amigos, somos invitados a fijar nuestra mirada en él, porque la
misión de la Iglesia subsiste solamente en cuanto prolongación de la de
Cristo: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).
El evangelista pone de relieve, incluso de forma plástica, que esta
transmisión de consignas acontece en el Espíritu Santo: "Sopló sobre
ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo..."" (Jn 20, 22). La misión de
Cristo se realizó en el amor. Encendió en el mundo el fuego de la caridad
de Dios (cf. Lc 12, 49). El Amor es el que da la vida; por eso la Iglesia es
enviada a difundir en el mundo la caridad de Cristo, para que los hombres
y los pueblos "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).
También a vosotros, que representáis a la Iglesia en América Latina, tengo
la alegría de entregaros de nuevo idealmente mi encíclica Deus caritas est,
con la cual quise indicar a todos lo que es esencial en el mensaje cristiano.
La Iglesia se siente discípula y misionera de este Amor: misionera
sólo en cuanto discípula, es decir, capaz de dejarse atraer siempre, con
renovado asombro, por Dios que nos amó y nos ama primero (cf. 1 Jn 4,
10). La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por "atracción":
como Cristo "atrae a todos a sí" con la fuerza de su amor, que culminó en
el sacrificio de la cruz, así la Iglesia cumple su misión en la medida en
182
que, asociada a Cristo, realiza su obra conformándose en espíritu y
concretamente con la caridad de su Señor.
Queridos hermanos y hermanas, este es el rico tesoro del continente
latinoamericano; este es su patrimonio más valioso: la fe en Dios Amor,
que reveló su rostro en Jesucristo. Vosotros creéis en el Dios Amor: esta
es vuestra fuerza, que vence al mundo, la alegría que nada ni nadie os
podrá arrebatar, la paz que Cristo conquistó para vosotros con su cruz.
Esta es la fe que hizo de Latinoamérica el "continente de la esperanza".
No es una ideología política, ni un movimiento social, como tampoco
un sistema económico; es la fe en Dios Amor, encarnado, muerto y
resucitado en Jesucristo, el auténtico fundamento de esta esperanza que
produjo frutos tan magníficos desde la primera evangelización hasta hoy.
Así lo atestigua la serie de santos y beatos que el Espíritu suscitó a lo
largo y ancho de este continente. El Papa Juan Pablo II os convocó para
una nueva evangelización, y vosotros respondisteis a su llamado con la
generosidad y el compromiso que os caracterizan. Yo os lo confirmo y con
palabras de esta V Conferencia os digo: sed discípulos fieles, para ser
misioneros valientes y eficaces.
La segunda lectura nos ha presentado la grandiosa visión de la
Jerusalén celeste. Es una imagen de espléndida belleza, en la que nada es
simplemente decorativo, sino que todo contribuye a la perfecta armonía de
la ciudad santa. Escribe el vidente Juan que esta "bajaba del cielo, enviada
por Dios trayendo la gloria de Dios" (Ap 21, 10). Pero la gloria de Dios es
el Amor; por tanto, la Jerusalén celeste es icono de la Iglesia entera, santa
y gloriosa, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), iluminada en el centro y en
todas partes por la presencia de Dios-Caridad. Es llamada "novia", "la
esposa del Cordero" (Ap 20, 9), porque en ella se realiza la figura nupcial
que encontramos desde el principio hasta el fin en la revelación bíblica. La
Ciudad-Esposa es patria de la plena comunión de Dios con los hombres;
ella no necesita templo alguno ni ninguna fuente externa de luz, porque la
presencia de Dios y del Cordero es inmanente y la ilumina desde dentro.
Este icono estupendo tiene un valor escatológico: expresa el misterio
de belleza que ya constituye la forma de la Iglesia, aunque aún no haya
alcanzado su plenitud. Es la meta de nuestra peregrinación, la patria que
nos espera y por la cual suspiramos. Verla con los ojos de la fe,
contemplarla y desearla, no debe ser motivo de evasión de la realidad
histórica en que vive la Iglesia compartiendo las alegrías y las esperanzas,
los dolores y las angustias de la humanidad contemporánea, especialmente
de los más pobres y de los que sufren (cf. Gaudium et spes, 1).
Si la belleza de la Jerusalén celeste es la gloria de Dios, o sea, su amor,
es precisamente y solamente en la caridad como podemos acercarnos a
ella y, en cierto modo, habitar en ella. Quien ama al Señor Jesús y observa
su palabra experimenta ya en este mundo la misteriosa presencia de Dios
uno y trino, como hemos escuchado en el evangelio: "Vendremos a él y
haremos morada en él" (Jn 14, 23). Por eso, todo cristiano está llamado a
ser piedra viva de esta maravillosa "morada de Dios con los hombres".
¡Qué magnífica vocación!
183
Una Iglesia totalmente animada y movilizada por la caridad de Cristo,
Cordero inmolado por amor, es la imagen histórica de la Jerusalén celeste,
anticipación de la ciudad santa, resplandeciente de la gloria de Dios. De
ella brota una fuerza misionera irresistible, que es la fuerza de la
santidad.
Que la Virgen María alcance para América Latina y el Caribe la gracia
de revestirse de la fuerza de lo alto (cf. Lc 24, 49) para irradiar en el
continente y en todo el mundo la santidad de Cristo. A él sea dada gloria,
con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

DISCÍPULOS Y MISONEROS DE JESUCRISTO


070513. Discurso. Aparecida.
Inauguración V Conferencia general del episcopado
latinoamericano
Es motivo de gran alegría estar hoy aquí con vosotros para inaugurar la
V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que
se celebra junto al Santuario de Nuestra Señora Aparecida, Patrona del
Brasil. Quiero que mis primeras palabras sean de acción de gracias y de
alabanza a Dios por el gran don de la fe cristiana a las gentes de este
Continente.

1. La fe cristiana en América Latina


La fe en Dios ha animado la vida y la cultura de estos pueblos durante
más de cinco siglos. Del encuentro de esa fe con las etnias originarias ha
nacido la rica cultura cristiana de este Continente expresada en el arte, la
música, la literatura y, sobre todo, en las tradiciones religiosas y en la
idiosincrasia de sus gentes, unidas por una misma historia y un mismo
credo, y formando una gran sintonía en la diversidad de culturas y de
lenguas. En la actualidad, esa misma fe ha de afrontar serios retos, pues
están en juego el desarrollo armónico de la sociedad y la identidad católica
de sus pueblos. A este respecto, la V Conferencia General va a reflexionar
sobre esta situación para ayudar a los fieles cristianos a vivir su fe con
alegría y coherencia, a tomar conciencia de ser discípulos y misioneros de
Cristo, enviados por Él al mundo para anunciar y dar testimonio de
nuestra fe y amor.
Pero, ¿qué ha significado la aceptación de la fe cristiana para los
pueblos de América Latina y del Caribe? Para ellos ha significado conocer
y acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados, sin saberlo,
buscaban en sus ricas tradiciones religiosas. Cristo era el Salvador que
anhelaban silenciosamente. Ha significado también haber recibido, con las
aguas del bautismo, la vida divina que los hizo hijos de Dios por
adopción; haber recibido, además, el Espíritu Santo que ha venido a
fecundar sus culturas, purificándolas y desarrollando los numerosos
gérmenes y semillas que el Verbo encarnado había puesto en ellas,
orientándolas así por los caminos del Evangelio. En efecto, el anuncio de
Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de
184
las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña.
Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en
un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún,
buscan el encuentro con otras culturas, esperan alcanzar la universalidad
en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y con los elementos
que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre la
diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta.
En última instancia, sólo la verdad unifica y su prueba es el amor. Por
eso Cristo, siendo realmente el Logos encarnado, "el amor hasta el
extremo", no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna persona; por el
contrario, la respuesta anhelada en el corazón de las culturas es lo que les
da su identidad última, uniendo a la humanidad y respetando a la vez la
riqueza de las diversidades, abriendo a todos al crecimiento en la
verdadera humanización, en el auténtico progreso. El Verbo de Dios,
haciéndose carne en Jesucristo, se hizo también historia y cultura.
La utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas,
separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino
un retroceso. En realidad sería una involución hacia un momento histórico
anclado en el pasado.
La sabiduría de los pueblos originarios les llevó afortunadamente a
formar una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que los misioneros
les ofrecían. De allí ha nacido la rica y profunda religiosidad popular, en la
cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos:
— El amor a Cristo sufriente, el Dios de la compasión, del perdón y de
la reconciliación; el Dios que nos ha amado hasta entregarse por nosotros;
— El amor al Señor presente en la Eucaristía, el Dios encarnado,
muerto y resucitado para ser Pan de Vida;
— El Dios cercano a los pobres y a los que sufren;
— La profunda devoción a la Santísima Virgen de Guadalupe, de
Aparecida o de las diversas advocaciones nacionales y locales. Cuando la
Virgen de Guadalupe se apareció al indio san Juan Diego le dijo estas
significativas palabras: "¿No estoy yo aquí que soy tu madre?, ¿no estás
bajo mi sombra y resguardo?, ¿no soy yo la fuente de tu alegría?, ¿no
estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?" (Nican
Mopohua, nn. 118-119 ).
Esta religiosidad se expresa también en la devoción a los santos con
sus fiestas patronales, en el amor al Papa y a los demás Pastores, en el
amor a la Iglesia universal como gran familia de Dios que nunca puede ni
debe dejar solos o en la miseria a sus propios hijos. Todo ello forma el
gran mosaico de la religiosidad popular que es el precioso tesoro de la
Iglesia católica en América Latina, y que ella debe proteger, promover y,
en lo que fuera necesario, también purificar.

2. Continuidad con las otras Conferencias


Esta V Conferencia General se celebra en continuidad con las otras
cuatro que la precedieron en Río de Janeiro, Medellín, Puebla y Santo
Domingo. Con el mismo espíritu que las animó, los Pastores quieren dar
185
ahora un nuevo impulso a la evangelización, a fin de que estos pueblos
sigan creciendo y madurando en su fe, para ser luz del mundo y testigos
de Jesucristo con la propia vida.
Después de la IV Conferencia General, en Santo Domingo, muchas
cosas han cambiado en la sociedad. La Iglesia, que participa de los gozos
y esperanzas, de las penas y alegrías de sus hijos, quiere caminar a su lado
en este período de tantos desafíos, para infundirles siempre esperanza y
consuelo (cf. Gaudium et spes, 1).
En el mundo de hoy se da el fenómeno de la globalización como un
entramado de relaciones a nivel planetario. Aunque en ciertos aspectos es
un logro de la gran familia humana y una señal de su profunda aspiración
a la unidad, sin embargo comporta también el riesgo de los grandes
monopolios y de convertir el lucro en valor supremo. Como en todos los
campos de la actividad humana, la globalización debe regirse también por
la ética, poniendo todo al servicio de la persona humana, creada a imagen
y semejanza de Dios.
En América Latina y el Caribe, igual que en otras regiones, se ha
evolucionado hacia la democracia, aunque haya motivos de preocupación
ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías que se
creían superadas, y que no corresponden con la visión cristiana del
hombre y de la sociedad, como nos enseña la Doctrina social de la Iglesia.
Por otra parte, la economía liberal de algunos países latinoamericanos ha
de tener presente la equidad, pues siguen aumentando los sectores sociales
que se ven probados cada vez más por una enorme pobreza o incluso
expoliados de los propios bienes naturales.
En las Comunidades eclesiales de América Latina es notable la
madurez en la fe de muchos laicos y laicas activos y entregados al Señor,
junto con la presencia de muchos abnegados catequistas, de tantos
jóvenes, de nuevos movimientos eclesiales y de recientes Institutos de
vida consagrada. Se demuestran fundamentales muchas obras católicas
educativas, asistenciales y hospitalarias. Se percibe, sin embargo, un cierto
debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la
propia pertenencia a la Iglesia católica debido al secularismo, al
hedonismo, al indiferentismo y al proselitismo de numerosas sectas, de
religiones animistas y de nuevas expresiones seudoreligiosas.
Todo ello configura una situación nueva que será analizada aquí, en
Aparecida. Ante la nueva encrucijada, los fieles esperan de esta V
Conferencia una renovación y revitalización de su fe en Cristo, nuestro
único Maestro y Salvador, que nos ha revelado la experiencia única del
Amor infinito de Dios Padre a los hombres. De esta fuente podrán surgir
nuevos caminos y proyectos pastorales creativos, que infundan una firme
esperanza para vivir de manera responsable y gozosa la fe e irradiarla así
en el propio ambiente.

3. Discípulos y misioneros
Esta Conferencia General tiene como tema: "Discípulos y misioneros
de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida" (Jn 14, 6).
186
La Iglesia tiene la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del Pueblo
de Dios, y recordar también a los fieles de este Continente que, en virtud
de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo.
Esto conlleva seguirlo, vivir en intimidad con Él, imitar su ejemplo y dar
testimonio. Todo bautizado recibe de Cristo, como los Apóstoles, el
mandato de la misión: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva
a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará" (Mc 16,15).
Pues ser discípulos y misioneros de Jesucristo y buscar la vida "en Él"
supone estar profundamente enraizados en Él.
¿Qué nos da Cristo realmente?¿Por qué queremos ser discípulos de
Cristo? Porque esperamos encontrar en la comunión con Él la vida, la
verdadera vida digna de este nombre, y por esto queremos darlo a conocer
a los demás, comunicarles el don que hemos hallado en Él. Pero, ¿es esto
así? ¿Estamos realmente convencidos de que Cristo es el camino, la
verdad y la vida?
Ante la prioridad de la fe en Cristo y de la vida "en Él", formulada en
el título de esta V Conferencia, podría surgir también otra cuestión: Esta
prioridad, ¿no podría ser acaso una fuga hacia el intimismo, hacia el
individualismo religioso, un abandono de la realidad urgente de los
grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y
del mundo, y una fuga de la realidad hacia un mundo espiritual?
Como primer paso podemos responder a esta pregunta con otra: ¿Qué
es esta "realidad"? ¿Qué es lo real? ¿Son "realidad" sólo los bienes
materiales, los problemas sociales, económicos y políticos? Aquí está
precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último siglo,
error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los sistemas
marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de
realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que
es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de
"realidad" y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos
equivocados y con recetas destructivas.
La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: Sólo quien
reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo
adecuado y realmente humano. La verdad de esta tesis resulta evidente
ante el fracaso de todos los sistemas que ponen a Dios entre paréntesis.
Pero surge inmediatamente otra pregunta: ¿Quién conoce a Dios?
¿Cómo podemos conocerlo? No podemos entrar aquí en un complejo
debate sobre esta cuestión fundamental. Para el cristiano el núcleo de la
respuesta es simple: Sólo Dios conoce a Dios, sólo su Hijo que es Dios de
Dios, Dios verdadero, lo conoce. Y Él, "que está en el seno del Padre, lo
ha contado" (Jn 1,18). De aquí la importancia única e insustituible de
Cristo para nosotros, para la humanidad. Si no conocemos a Dios en
Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma
indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad.
Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético,
sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor
hasta la cruz. Cuando el discípulo llega a la comprensión de este amor de
187
Cristo "hasta el extremo", no puede dejar de responder a este amor sino es
con un amor semejante: "Te seguiré adondequiera que vayas" (Lc 9,57).
Todavía nos podemos hacer otra pregunta: ¿Qué nos da la fe en este
Dios? La primera respuesta es: nos da una familia, la familia universal de
Dios en la Iglesia católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque
nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal,
encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de
responsabilidad hacia el otro y hacia los demás. En este sentido, la opción
preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel
Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su
pobreza (cf. 2 Co 8,9).
Pero antes de afrontar lo que comporta el realismo de la fe en el Dios
hecho hombre, tenemos que profundizar en la pregunta: ¿cómo conocer
realmente a Cristo para poder seguirlo y vivir con Él, para encontrar la
vida en Él y para comunicar esta vida a los demás, a la sociedad y al
mundo? Ante todo, Cristo se nos da a conocer en su persona, en su vida y
en su doctrina por medio de la Palabra de Dios. Al iniciar la nueva etapa
que la Iglesia misionera de América Latina y del Caribe se dispone a
emprender, a partir de esta V Conferencia General en Aparecida, es
condición indispensable el conocimiento profundo de la Palabra de Dios.
Por esto, hay que educar al pueblo en la lectura y meditación de la
Palabra de Dios: que ella se convierta en su alimento para que, por propia
experiencia, vean que las palabras de Jesús son espíritu y vida (cf. Jn
6,63). De lo contrario, ¿cómo van a anunciar un mensaje cuyo contenido y
espíritu no conocen a fondo? Hemos de fundamentar nuestro compromiso
misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios. Para ello,
animo a los Pastores a esforzarse en darla a conocer.
Un gran medio para introducir al Pueblo de Dios en el misterio de
Cristo es la catequesis. En ella se trasmite de forma sencilla y substancial
el mensaje de Cristo. Convendrá por tanto intensificar la catequesis y la
formación en la fe, tanto de los niños como de los jóvenes y adultos. La
reflexión madura de la fe es luz para el camino de la vida y fuerza para ser
testigos de Cristo. Para ello se dispone de instrumentos muy valiosos
como son el Catecismo de la Iglesia Católica y su versión más breve, el
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.
En este campo no hay que limitarse sólo a las homilías, conferencias,
cursos de Biblia o teología, sino que se ha de recurrir también a los
medios de comunicación: prensa, radio y televisión, sitios de internet,
foros y tantos otros sistemas para comunicar eficazmente el mensaje de
Cristo a un gran número de personas.
En este esfuerzo por conocer el mensaje de Cristo y hacerlo guía de la
propia vida, hay que recordar que la evangelización ha ido unida siempre
a la promoción humana y a la auténtica liberación cristiana. "Amor a Dios
y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a
Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios" (Deus caritas est, 15). Por lo
mismo, será también necesaria una catequesis social y una adecuada
formación en la doctrina social de la Iglesia, siendo muy útil para ello el
188
"Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia". La vida cristiana no se
expresa solamente en las virtudes personales, sino también en las virtudes
sociales y políticas.
El discípulo, fundamentado así en la roca de la Palabra de Dios, se
siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos.
Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla:
cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar
al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4,12). En efecto, el discípulo sabe
que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro.

4. "Para que en Él tengan vida"


Los pueblos latinoamericanos y caribeños tienen derecho a una vida
plena, propia de los hijos de Dios, con unas condiciones más humanas:
libres de las amenazas del hambre y de toda forma de violencia. Para estos
pueblos, sus Pastores han de fomentar una cultura de la vida que permita,
como decía mi predecesor Pablo VI, "pasar de la miseria a la posesión de
lo necesario, a la adquisición de la cultura… a la cooperación en el bien
común… hasta el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores
supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin" (Populorum
progressio, 21).
En este contexto me es grato recordar la Encíclica "Populorum
progressio", cuyo 40 aniversario recordamos este año. Este documento
pontificio pone en evidencia que el desarrollo auténtico ha de ser integral,
es decir, orientado a la promoción de todo el hombre y de todos los
hombres (cf. n. 14), e invita a todos a suprimir las graves desigualdades
sociales y las enormes diferencias en el acceso a los bienes. Estos pueblos
anhelan, sobre todo, la plenitud de vida que Cristo nos ha traído: "Yo he
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Con
esta vida divina se desarrolla también en plenitud la existencia humana, en
su dimensión personal, familiar, social y cultural.
Para formar al discípulo y sostener al misionero en su gran tarea, la
Iglesia les ofrece, además del Pan de la Palabra, el Pan de la Eucaristía. A
este respecto nos inspira e ilumina la página del Evangelio sobre los
discípulos de Emaús. Cuando éstos se sientan a la mesa y reciben de
Jesucristo el pan bendecido y partido, se les abren los ojos, descubren el
rostro del Resucitado, sienten en su corazón que es verdad todo lo que Él
ha dicho y hecho, y que ya ha iniciado la redención del mundo. Cada
domingo y cada Eucaristía es un encuentro personal con Cristo. Al
escuchar la Palabra divina, el corazón arde porque es Él quien la explica y
proclama. Cuando en la Eucaristía se parte el pan, es a Él a quien se recibe
personalmente. La Eucaristía es el alimento indispensable para la vida del
discípulo y misionero de Cristo.

La Misa dominical, centro de la vida cristiana


De aquí la necesidad de dar prioridad, en los programas pastorales, a la
valorización de la Misa dominical. Hemos de motivar a los cristianos para
que participen en ella activamente y, si es posible, mejor con la familia. La
189
asistencia de los padres con sus hijos a la celebración eucarística
dominical es una pedagogía eficaz para comunicar la fe y un estrecho
vínculo que mantiene la unidad entre ellos. El domingo ha significado, a
lo largo de la vida de la Iglesia, el momento privilegiado del encuentro de
las comunidades con el Señor resucitado.
Es necesario que los cristianos experimenten que no siguen a un
personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en el hoy y el
ahora de sus vidas. Él es el Viviente que camina a nuestro lado,
descubriéndonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la
muerte, de la alegría y de la fiesta, entrando en nuestras casas y
permaneciendo en ellas, alimentándonos con el Pan que da la vida. Por eso
la celebración dominical de la Eucaristía ha de ser el centro de la vida
cristiana.
El encuentro con Cristo en la Eucaristía suscita el compromiso de la
evangelización y el impulso a la solidaridad; despierta en el cristiano el
fuerte deseo de anunciar el Evangelio y testimoniarlo en la sociedad para
que sea más justa y humana. De la Eucaristía ha brotado a lo largo de los
siglos un inmenso caudal de caridad, de participación en las dificultades
de los demás, de amor y de justicia. ¡Sólo de la Eucaristía brotará la
civilización del amor, que transformará Latinoamérica y el Caribe para
que, además de ser el Continente de la Esperanza, sea también el
Continente del Amor!

Los problemas sociales y políticos


Llegados a este punto podemos preguntarnos ¿cómo puede contribuir
la Iglesia a la solución de los urgentes problemas sociales y políticos, y
responder al gran desafío de la pobreza y de la miseria? Los problemas de
América Latina y del Caribe, así como del mundo de hoy, son múltiples y
complejos, y no se pueden afrontar con programas generales. Sin
embargo, la cuestión fundamental sobre el modo cómo la Iglesia,
iluminada por la fe en Cristo, deba reaccionar ante estos desafíos, nos
concierne a todos. En este contexto es inevitable hablar del problema de
las estructuras, sobre todo de las que crean injusticia. En realidad, las
estructuras justas son una condición sin la cual no es posible un orden
justo en la sociedad. Pero, ¿cómo nacen?, ¿cómo funcionan? Tanto el
capitalismo como el marxismo prometieron encontrar el camino para la
creación de estructuras justas y afirmaron que éstas, una vez establecidas,
funcionarían por sí mismas; afirmaron que no sólo no habrían tenido
necesidad de una precedente moralidad individual, sino que ellas
fomentarían la moralidad común. Y esta promesa ideológica se ha
demostrado que es falsa. Los hechos lo ponen de manifiesto. El sistema
marxista, donde ha gobernado, no sólo ha dejado una triste herencia de
destrucciones económicas y ecológicas, sino también una dolorosa
opresión de las almas. Y lo mismo vemos también en occidente, donde
crece constantemente la distancia entre pobres y ricos y se produce una
inquietante degradación de la dignidad personal con la droga, el alcohol y
los sutiles espejismos de felicidad.
190
Las estructuras justas son, como he dicho, una condición indispensable
para una sociedad justa, pero no nacen ni funcionan sin un consenso moral
de la sociedad sobre los valores fundamentales y sobre la necesidad de
vivir estos valores con las necesarias renuncias, incluso contra el interés
personal.
Donde Dios está ausente – el Dios del rostro humano de Jesucristo –
estos valores no se muestran con toda su fuerza, ni se produce un consenso
sobre ellos. No quiero decir que los no creyentes no puedan vivir una
moralidad elevada y ejemplar; digo solamente que una sociedad en la que
Dios está ausente no encuentra el consenso necesario sobre los valores
morales y la fuerza para vivir según la pauta de estos valores, aun contra
los propios intereses.
Por otro lado, las estructuras justas han de buscarse y elaborarse a la
luz de los valores fundamentales, con todo el empeño de la razón política,
económica y social. Son una cuestión de la recta ratio y no provienen de
ideologías ni de sus promesas. Ciertamente existe un tesoro de
experiencias políticas y de conocimientos sobre los problemas sociales y
económicos, que evidencian elementos fundamentales de un estado justo y
los caminos que se han de evitar. Pero en situaciones culturales y políticas
diversas, y en el cambio progresivo de las tecnologías y de la realidad
histórica mundial, se han de buscar de manera racional las respuestas
adecuadas y debe crearse –con los compromisos indispensables– el
consenso sobre las estructuras que se han de establecer.
Este trabajo político no es competencia inmediata de la Iglesia. El
respeto de una sana laicidad – incluso con la pluralidad de las posiciones
políticas – es esencial en la tradición cristiana. Si la Iglesia comenzara a
transformarse directamente en sujeto político, no haría más por los pobres
y por la justicia, sino que haría menos, porque perdería su independencia y
su autoridad moral, identificándose con una única vía política y con
posiciones parciales opinables. La Iglesia es abogada de la justicia y de los
pobres, precisamente al no identificarse con los políticos ni con los
intereses de partido. Sólo siendo independiente puede enseñar los grandes
criterios y los valores inderogables, orientar las conciencias y ofrecer una
opción de vida que va más allá del ámbito político. Formar las
conciencias, ser abogada de la justicia y de la verdad, educar en las
virtudes individuales y políticas, es la vocación fundamental de la Iglesia
en este sector. Y los laicos católicos deben ser concientes de su
responsabilidad en la vida pública; deben estar presentes en la formación
de los consensos necesarios y en la oposición contra las injusticias.
Las estructuras justas jamás serán completas de modo definitivo; por la
constante evolución de la historia, han de ser siempre renovadas y
actualizadas; han de estar animadas siempre por un "ethos" político y
humano, por cuya presencia y eficiencia se ha de trabajar siempre. Con
otras palabras, la presencia de Dios, la amistad con el Hijo de Dios
encarnado, la luz de su Palabra, son siempre condiciones fundamentales
para la presencia y eficiencia de la justicia y del amor en nuestras
sociedades.
191
Por tratarse de un Continente de bautizados, conviene colmar la
notable ausencia, en el ámbito político, comunicativo y universitario, de
voces e iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de
vocación abnegada, que sean coherentes con sus convicciones éticas y
religiosas. Los movimientos eclesiales tienen aquí un amplio campo para
recordar a los laicos su responsabilidad y su misión de llevar la luz del
Evangelio a la vida pública, cultural, económica y política.

5. Otros campos prioritarios


Para llevar a cabo la renovación de la Iglesia a vosotros confiada en
estas tierras, quisiera fijar la atención con vosotros sobre algunos campos
que considero prioritarios en esta nueva etapa.

La familia
La familia, "patrimonio de la humanidad", constituye uno de los
tesoros más importantes de los pueblos latinoamericanos. Ella ha sido y es
escuela de la fe, palestra de valores humanos y cívicos, hogar en el que la
vida humana nace y se acoge generosa y responsablemente. Sin embargo,
en la actualidad sufre situaciones adversas provocadas por el secularismo
y el relativismo ético, por los diversos flujos migratorios internos y
externos, por la pobreza, por la inestabilidad social y por legislaciones
civiles contrarias al matrimonio que, al favorecer los anticonceptivos y el
aborto, amenazan el futuro de los pueblos.
En algunas familias de América Latina persiste aún por desgracia una
mentalidad machista, ignorando la novedad del cristianismo que reconoce
y proclama la igual dignidad y responsabilidad de la mujer respecto al
hombre.
La familia es insustituible para la serenidad personal y para la
educación de los hijos. Las madres que quieren dedicarse plenamente a la
educación de sus hijos y al servicio de la familia han de gozar de las
condiciones necesarias para poderlo hacer, y para ello tienen derecho a
contar con el apoyo del Estado. En efecto, el papel de la madre es
fundamental para el futuro de la sociedad.
El padre, por su parte, tiene el deber de ser verdaderamente padre, que
ejerce su indispensable responsabilidad y colaboración en la educación de
sus hijos. Los hijos, para su crecimiento integral, tienen el derecho de
poder contar con el padre y la madre, para que cuiden de ellos y los
acompañen hacia la plenitud de su vida. Es necesaria, pues, una pastoral
familiar intensa y vigorosa. Es indispensable también promover políticas
familiares auténticas que respondan a los derechos de la familia como
sujeto social imprescindible. La familia forma parte del bien de los
pueblos y de la humanidad entera.

Los sacerdotes
Los primeros promotores del discipulado y de la misión son aquellos
que han sido llamados "para estar con Jesús y ser enviados a predicar" (cf.
Mc 3, 14), es decir, los sacerdotes. Ellos deben recibir, de manera
192
preferencial, la atención y el cuidado paterno de sus obispos, pues son los
primeros agentes de una auténtica renovación de la vida cristiana en el
pueblo de Dios. A ellos les quiero dirigir una palabra de afecto paterno,
deseando que el Señor sea el lote de su heredad y su copa (cf. Sal 16, 5).
Si el sacerdote tiene a Dios como fundamento y centro de su vida,
experimentará la alegría y la fecundidad de su vocación. El sacerdote debe
ser ante todo un "hombre de Dios" (1 Tm 6, 11) que conoce a Dios
directamente, que tiene una profunda amistad personal con Jesús, que
comparte con los demás los mismos sentimientos de Cristo (cf. Flp 2, 5).
Sólo así el sacerdote será capaz de llevar a los hombres a Dios, encarnado
en Jesucristo, y de ser representante de su amor.
Para cumplir su elevada tarea, el sacerdote debe tener una sólida
estructura espiritual y vivir toda su vida animado por la fe, la esperanza y
la caridad. Debe ser, como Jesús, un hombre que busque, a través de la
oración, el rostro y la voluntad de Dios, y que cuide también su
preparación cultural e intelectual.
Queridos sacerdotes de este continente y todos los que habéis venido
aquí como misioneros a trabajar, el Papa os acompaña en vuestra actividad
pastoral y desea que estéis llenos de alegría y esperanza, y sobre todo
reza por vosotros.

Religiosos, religiosas y consagrados


Quiero dirigirme también a los religiosos, a las religiosas y a los laicos
consagrados. La sociedad latinoamericana y caribeña necesita vuestro
testimonio: en un mundo que muchas veces busca ante todo el bienestar,
la riqueza y el placer como objetivo de la vida, y que exalta la libertad
prescindiendo de la verdad sobre el hombre creado por Dios, vosotros sois
testigos de que hay una manera diferente de vivir con sentido; recordad a
vuestros hermanos y hermanas que el reino de Dios ya ha llegado; que la
justicia y la verdad son posibles si nos abrimos a la presencia amorosa de
Dios nuestro Padre, de Cristo nuestro hermano y Señor, y del Espíritu
Santo nuestro Consolador.
Con generosidad, e incluso con heroísmo, seguid trabajando para que
en la sociedad reine el amor, la justicia, la bondad, el servicio y la
solidaridad, según el carisma de vuestros fundadores. Abrazad con
profunda alegría vuestra consagración, que es medio de santificación para
vosotros y de redención para vuestros hermanos.
La Iglesia de América Latina os da las gracias por el gran trabajo que
habéis realizado a lo largo de los siglos por el Evangelio de Cristo en
favor de vuestros hermanos, sobre todo de los más pobres y marginados.
Os invito a todos a colaborar siempre con los obispos, trabajando unidos a
ellos, que son los responsables de la pastoral. Os exhorto también a la
obediencia sincera a la autoridad de la Iglesia. Tened como único objetivo
la santidad, de acuerdo con las enseñanzas de vuestros fundadores.

Los laicos
193
En estos momentos en que la Iglesia de este continente se entrega
plenamente a su vocación misionera, recuerdo a los laicos que también
ellos son Iglesia, asamblea convocada por Cristo para llevar su testimonio
al mundo entero. Todos los bautizados deben tomar conciencia de que han
sido configurados con Cristo sacerdote, profeta y pastor, por el sacerdocio
común del pueblo de Dios. Deben sentirse corresponsables en la
edificación de la sociedad según los criterios del Evangelio, con
entusiasmo y audacia, en comunión con sus pastores.
Muchos de vosotros pertenecéis a movimientos eclesiales, en los que
podemos ver signos de la multiforme presencia y acción santificadora del
Espíritu Santo en la Iglesia y en la sociedad actual. Estáis llamados a
llevar al mundo el testimonio de Jesucristo y a ser fermento del amor de
Dios en la sociedad.

Los jóvenes y la pastoral vocacional


En América Latina, la mayoría de la población está formada por
jóvenes. A este respecto, debemos recordarles que su vocación consiste en
ser amigos de Cristo, sus discípulos, centinelas de la mañana, como solía
decir mi predecesor Juan Pablo II. Los jóvenes no tienen miedo del
sacrificio, sino de una vida sin sentido. Son sensibles a la llamada de
Cristo que les invita a seguirle. Pueden responder a esa llamada como
sacerdotes, como consagrados y consagradas, o como padres y madres de
familia, dedicados totalmente a servir a sus hermanos con todo su tiempo
y capacidad de entrega, con su vida entera. Los jóvenes afrontan la vida
como un descubrimiento continuo, sin dejarse llevar por las modas o las
mentalidades en boga, sino procediendo con una profunda curiosidad
sobre el sentido de la vida y sobre el misterio de Dios, Padre creador, y de
Dios Hijo, nuestro redentor dentro de la familia humana. Deben
comprometerse también en una continua renovación del mundo a la luz de
Dios. Más aún, deben oponerse a los fáciles espejismos de la felicidad
inmediata y de los paraísos engañosos de la droga, del placer, del alcohol,
así como a todo tipo de violencia.

6. "Quédate con nosotros"


Los trabajos de esta V Conferencia General nos llevan a hacer nuestra
la súplica de los discípulos de Emaús: "Quédate con nosotros, porque
atardece y el día ya ha declinado" (Lc 24, 29).
Quédate con nosotros, Señor, acompáñanos aunque no siempre
hayamos sabido reconocerte. Quédate con nosotros, porque en torno a
nosotros se van haciendo más densas las sombras, y tú eres la Luz; en
nuestros corazones se insinúa la desesperanza, y tú los haces arder con la
certeza de la Pascua. Estamos cansados del camino, pero tú nos confortas
en la fracción del pan para anunciar a nuestros hermanos que en verdad tú
has resucitado y que nos has dado la misión de ser testigos de tu
resurrección.
Quédate con nosotros, Señor, cuando en torno a nuestra fe católica
surgen las nieblas de la duda, del cansancio o de la dificultad: tú, que
194
eres la Verdad misma como revelador del Padre, ilumina nuestras mentes
con tu Palabra; ayúdanos a sentir la belleza de creer en ti.
Quédate en nuestras familias, ilumínalas en sus dudas, sosténlas en
sus dificultades, consuélalas en sus sufrimientos y en la fatiga de cada
día, cuando en torno a ellas se acumulan sombras que amenazan su
unidad y su naturaleza. Tú que eres la Vida, quédate en nuestros hogares,
para que sigan siendo nidos donde nazca la vida humana abundante y
generosamente, donde se acoja, se ame, se respete la vida desde su
concepción hasta su término natural.
Quédate, Señor, con aquéllos que en nuestras sociedades son más
vulnerables; quédate con los pobres y humildes, con los indígenas y
afroamericanos, que no siempre han encontrado espacios y apoyo para
expresar la riqueza de su cultura y la sabiduría de su identidad. Quédate,
Señor, con nuestros niños y con nuestros jóvenes, que son la esperanza y
la riqueza de nuestro Continente, protégelos de tantas insidias que
atentan contra su inocencia y contra sus legítimas esperanzas.¡Oh buen
Pastor, quédate con nuestros ancianos y con nuestros enfermos.
¡Fortalece a todos en su fe para que sean tus discípulos y misioneros!

Conclusión
Al concluir mi permanencia entre vosotros, deseo invocar la
protección de la Madre de Dios y Madre de la Iglesia sobre vuestras
personas y sobre toda América Latina y el Caribe. Imploro de modo
especial a Nuestra Señora ─bajo la advocación de Guadalupe, Patrona de
América, y de Aparecida, Patrona de Brasil─ que os acompañe en vuestra
hermosa y exigente labor pastoral. A ella confío el Pueblo de Dios en esta
etapa del tercer Milenio cristiano. A ella le pido también que guíe los
trabajos y reflexiones de esta Conferencia General, y que bendiga con
abundantes dones a los queridos pueblos de este Continente.
Antes de regresar a Roma, quiero dejar a la V Conferencia General del
Episcopado de Latinoamérica y el Caribe un recuerdo que la acompañe e
la inspire. Se trata de este hermoso tríptico que proviene del arte cuzqueño
del Perú. En él se representa al Señor poco antes de ascender a los cielos,
dando a quienes lo seguían la misión de hacer discípulos a todos los
pueblos. Las imágenes evocan la estrecha relación de Jesucristo con sus
discípulos y misioneros para la vida del mundo. El último cuadro
representa San Juan Diego evangelizando con la imagen de la Virgen
María en su tilma y con la Biblia en la mano. La historia de la Iglesia nos
enseña que la verdad del Evangelio, cuando se asume su belleza con
nuestros ojos y es acogida con fe por la inteligencia y el corazón, nos
ayuda a contemplar las dimensiones de misterio que provocan nuestro
asombro y nuestra adhesión.
Me despido muy cordialmente de todos vosotros con esta firme
esperanza en el Señor, ¡muchísimas gracias!

FORMACIÓN PARA EL USO DE LOS MEDIOS


070520. Regina Coeli.
195
Un motivo ulterior de reflexión y de oración nos lo brinda hoy la
celebración anual de la Jornada mundial de las comunicaciones sociales,
cuyo tema es: «Los niños y los medios de comunicación: un desafío para
la educación». Los desafíos educativos del mundo actual a menudo están
relacionados con la influencia de los medios de comunicación social, que
compiten con la escuela, con la Iglesia e, incluso, con la familia.
En este contexto, es esencial una adecuada formación en el uso
correcto de esos medios: los padres, los maestros y la comunidad eclesial
están llamados a colaborar para educar a los niños y a los muchachos a
saber seleccionar y a formar una actitud crítica, cultivando el gusto por lo
que es estética y moralmente válido. Pero también los medios de
comunicación deben contribuir a este compromiso educativo,
promoviendo la dignidad de la persona humana, el matrimonio y la
familia, las conquistas y las metas de la civilización.
Los programas que inculcan violencia y comportamientos antisociales
o vulgarizan la sexualidad humana son inaceptables, mucho más si se
proponen a los menores. Por tanto, renuevo mi llamamiento a los
responsables de la industria de los medios de comunicación y a los agentes
de la comunicación social, para que salvaguarden el bien común, respeten
la verdad y protejan la dignidad de la persona y de la familia.
196

VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL


070523. Audiencia General
Mi viaje tuvo ante todo el valor de un acto de alabanza a Dios por las
"maravillas" obradas en los pueblos de América Latina, por la fe que ha
animado su vida y su cultura durante más de quinientos años.
En este sentido, fue una peregrinación que tuvo su momento
culminante en el santuario de la Virgen Aparecida, Patrona principal de
Brasil. El tema de la relación entre fe y cultura fue siempre muy
importante para mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II.
Quise retomarlo confirmando a la Iglesia que está en América Latina y el
Caribe en el camino de una fe que se ha hecho y se hace historia vivida,
piedad popular, arte, en diálogo con las ricas tradiciones precolombinas así
como con las múltiples influencias europeas y de otros continentes.
Ciertamente el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las
sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente
latinoamericano: no es posible olvidar los sufrimientos y las injusticias
que infligieron los colonizadores a las poblaciones indígenas, a menudo
pisoteadas en sus derechos humanos fundamentales. Pero la obligatoria
mención de esos crímenes injustificables —por lo demás condenados ya
entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y por teólogos
como Francisco de Vitoria, de la Universidad de Salamanca— no debe
impedir reconocer con gratitud la admirable obra que ha llevado a cabo la
gracia divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos.
Así, en ese continente el Evangelio ha llegado a ser el elemento
fundamental de una síntesis dinámica que, con diversos matices según las
naciones, expresa de todas formas la identidad de los pueblos
latinoamericanos. Hoy, en la época de la globalización, esta identidad
católica sigue presentándose como la respuesta más adecuada, con tal de
que esté animada por una seria formación espiritual y por los principios de
la doctrina social de la Iglesia.
Brasil es un gran país que conserva valores cristianos profundamente
arraigados, pero también vive enormes problemas sociales y económicos.
Para contribuir a su solución, la Iglesia debe movilizar a todas las fuerzas
espirituales y morales de sus comunidades, buscando convergencias
oportunas con las demás energías sanas del país.
Ciertamente, entre los elementos positivos hay que indicar la
creatividad y la fecundidad de esa Iglesia, en la que nacen continuamente
nuevos Movimientos y nuevos institutos de vida consagrada. También es
de alabar la entrega generosa de tantos fieles laicos, muy activos en las
diferentes iniciativas promovidas por la Iglesia.
Brasil es también un país que puede proponer al mundo el testimonio
de un nuevo modelo de desarrollo: la cultura cristiana puede impulsar una
"reconciliación" entre los hombres y la creación,
a partir de la recuperación de la dignidad personal en la relación con Dios
Padre.
197
En este sentido, un ejemplo elocuente es la "Hacienda de la
Esperanza", una red de comunidades de recuperación para jóvenes que
quieren salir del túnel tenebroso de la droga. En la que visité, que me
impresionó profundamente y llevo fuertemente grabada en mi corazón, es
significativa la presencia de un monasterio de religiosas Clarisas. Esto me
pareció emblemático para el mundo de hoy, que necesita una
"recuperación" ciertamente psicológica y social, pero sobre todo
profundamente espiritual.
También fue emblemática la canonización, celebrada con alegría, del
primer santo nativo del país: fray Antonio de Santa Ana Galvão. Este
sacerdote franciscano del siglo XVIII, muy devoto de la Virgen María,
apóstol de la Eucaristía y de la Confesión, fue llamado ya en vida "hombre
de paz y de caridad". Su testimonio es una ulterior confirmación de que la
santidad es la verdadera revolución, que puede promover la auténtica
reforma de la Iglesia y de la sociedad.
En la catedral de São Paulo me encontré con los obispos de Brasil, la
Conferencia episcopal más numerosa del mundo. Testimoniarles el apoyo
del Sucesor de Pedro era uno de los objetivos principales de mi misión,
pues conozco los grandes desafíos que el anuncio del Evangelio tiene que
afrontar en ese país. Alenté a mis hermanos a proseguir y reforzar el
compromiso de la nueva evangelización, exhortándolos a desarrollar de
forma capilar y metódica la difusión de la palabra de Dios, para que la
religiosidad innata y generalizada de las poblaciones se haga más
profunda y se transforme en fe madura y en adhesión personal y
comunitaria al Dios de Jesucristo. Los animé a recuperar por doquier el
estilo de la primitiva comunidad cristiana, descrita en el libro de los
Hechos de los Apóstoles: asidua en la catequesis, en la vida sacramental y
en la caridad operante.
Conozco la entrega de estos fieles servidores del Evangelio, que lo
quieren presentar sin cortapisas ni confusiones, custodiando el depósito de
la fe con discernimiento; y conozco también su preocupación constante
por promover el desarrollo social, principalmente mediante la formación
de los laicos, llamados a asumir responsabilidades en el campo de la
política y la economía. Doy gracias a Dios por haberme permitido
profundizar en la comunión con los obispos brasileños, que siguen estando
siempre presentes en mi oración.
Otro momento destacado del viaje fue, sin duda, el encuentro con los
jóvenes, no sólo esperanza para el futuro, sino también fuerza vital para el
presente de la Iglesia y de la sociedad. Por eso, la vigilia que animaron en
São Paulo de Brasil fue una fiesta de esperanza, iluminada por las
palabras que Cristo dirigió al "joven rico", que le había preguntado:
"Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" (Mt
19, 16). Jesús le indicó, ante todo, "los mandamientos" como el camino de
la vida, y después lo invitó a dejarlo todo para seguirle.
Hoy la Iglesia sigue haciendo lo mismo: ante todo vuelve a proponer
los mandamientos, auténtico camino de educación de la libertad para el
bien personal y social, y sobre todo propone el "primer mandamiento", el
198
del amor, pues sin amor incluso los mandamientos no pueden dar pleno
sentido a la vida y proporcionar la verdadera felicidad. Sólo quien
encuentra en Jesús el amor de Dios y emprende este camino para
recorrerlo entre los hombres, se convierte en su discípulo y su misionero.
Invité a los jóvenes a ser apóstoles de sus coetáneos y, por eso, a cuidar
siempre su formación humana y espiritual; a tener gran estima del
matrimonio y del camino que conduce a él, con castidad y
responsabilidad; a estar abiertos también a la llamada a la vida consagrada
por el reino de Dios. En síntesis, los animé a aprovechar la gran "riqueza"
de su juventud, para ser el rostro joven de la Iglesia.
La cumbre del viaje fue la inauguración de la V Conferencia general
del Episcopado latinoamericano y del Caribe, en el santuario de Nuestra
Señora Aparecida. El tema de esta grande e importante asamblea, que se
concluirá a finales de mes, es "Discípulos y misioneros de Jesucristo para
que nuestros pueblos en él tengan vida. "Yo soy el camino, la verdad y la
vida"". El binomio "discípulos y misioneros" corresponde a lo que el
evangelio de san Marcos dice sobre la llamada de los Apóstoles: "(Jesús)
instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc
3, 14-15).
Por tanto, la palabra "discípulos" hace referencia a la dimensión
formativa y al seguimiento, a la comunión y a la amistad con Jesús; el
término "misionero" expresa el fruto del discipulado, es decir, el
testimonio y la comunicación de la experiencia vivida, de la verdad y del
amor conocidos y asimilados. Ser discípulos y misioneros implica un
vínculo íntimo con la palabra de Dios, con la Eucaristía y con los demás
sacramentos, vivir en la Iglesia en escucha obediente de sus enseñanzas.
Renovar con alegría la voluntad de ser discípulos de Jesús, de "estar con
él", es la condición fundamental para ser misioneros "recomenzando desde
Cristo", según la consigna del Papa Juan Pablo II a toda la Iglesia tras el
jubileo del año 2000.
Mi venerado predecesor siempre insistió en una evangelización "nueva
en su ardor, en sus métodos, en su expresión", como afirmó precisamente
hablando a la asamblea del Celam, el 9 de marzo de 1983, en Haití (cf.
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 1983,
p. 24). Con mi viaje apostólico, he querido exhortar a proseguir por este
camino, ofreciendo como perspectiva de unificación la de la encíclica
Deus caritas est, una perspectiva inseparablemente teológica y social, que
se resume en esta expresión: es el amor quien da la vida. "La presencia de
Dios, la amistad con el Hijo de Dios encarnado, la luz de su Palabra, son
siempre condiciones fundamentales para la presencia y eficiencia de la
justicia y del amor en nuestras sociedades" (Discurso inaugural de la V
Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, n. 4).

LA PASCUA CONSTITUYE EL CORAZÓN DEL CRISTIANISMO


070523. Discurso. Al final de un concierto ofrecido por la CEI
199
La Pascua constituye el corazón del cristianismo. Para cada creyente y
para cada comunidad eclesial es importante el encuentro con Jesucristo
crucificado y resucitado. Sin esta experiencia personal y comunitaria, sin
una íntima amistad con Jesús, la fe es superficial y estéril. Deseo
vivamente que también este oratorio, que hemos seguido con religiosa
atención y participación, nos ayude a madurar en nuestra fe. En la Pascua
de Cristo se anticipa la vida nueva del mundo resucitado: si estamos
firmemente convencidos de ello, nuestro testimonio evangélico será, en
consecuencia, más consciente y nuestro celo apostólico más ardiente.

JESUCRISTO, ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO


070524. Discurso. 57ª Asamblea General de la CEI
También sentimos la necesidad de fortalecer la formación cristiana
mediante una catequesis más sustanciosa, para la cual puede prestar un
gran servicio el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica.
Asimismo, hace falta el esfuerzo constante por poner a Dios cada vez más
en el centro de la vida de nuestras comunidades, dando el primado a la
oración, a la amistad personal con Jesús y, por tanto, a la llamada a la
santidad.
En particular, conviene prestar gran atención a las vocaciones al
sacerdocio y a la vida consagrada, y cuidar mucho la formación
permanente y las condiciones en que viven y trabajan los sacerdotes, pues,
de modo especial en algunas regiones, precisamente el número demasiado
escaso de sacerdotes jóvenes constituye ya ahora un grave problema para
la acción pastoral.
Juntamente con toda la comunidad cristiana, pidamos al Señor con
confianza y con humilde insistencia el don de nuevos y santos obreros
para su mies (cf. Mt 9, 37-38). Sabemos que alguna vez el Señor nos hace
esperar, pero también sabemos que quien llama no lo hace en vano. Por
tanto, sigamos orando al Señor, con confianza y con paciencia, para que
nos dé nuevos y santos "obreros".
Ahora, fundamentalmente, se trata de proseguir el camino, para hacer
cada vez más efectivo y concreto el "gran sí" que Dios, en Jesucristo, dio
al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra
inteligencia.
Partir de este hecho y hacer que todos lo perciban —es decir, hacer que
comprendan que el cristianismo es un gran "sí", un "sí" que viene de Dios
mismo y se concreta en la Encarnación del Hijo— me parece de suma
importancia. Sólo si situamos nuestra existencia cristiana dentro de este
"sí", si penetramos profundamente en la alegría de este "sí", podremos
luego realizar la vida cristiana en todas las fases de nuestra existencia,
incluso en las difíciles de la vida cristiana actual.
Así pues, me alegra que en esta asamblea hayáis aprobado la Nota
pastoral que recoge e impulsa de nuevo los frutos del trabajo llevado a
cabo en la Asamblea de Verona. Es muy importante que la esperanza en
Jesús resucitado, el espíritu de comunión y la voluntad de testimonio
200
misionero que animaron y sostuvieron el camino preparatorio y luego la
celebración de la Asamblea de Verona sigan alimentando la vida y el
compromiso multiforme de la Iglesia en Italia.
El tema principal de vuestra asamblea guarda relación estrecha, a su
vez, con los objetivos de la Asamblea de Verona. En efecto, estáis
reflexionando sobre "Jesucristo, único Salvador del mundo: la Iglesia en
misión, ad gentes y entre nosotros". Por tanto, en una perspectiva de
evangelización articulada, pero en fin de cuentas justamente unitaria,
porque siempre se trata de anunciar y testimoniar a Jesucristo mismo,
abrazáis sea a los hijos de los pueblos que se están abriendo por primera
vez a la fe, sea a los hijos de esos pueblos que vienen ahora a vivir y
trabajar en Italia, sea a nuestra gente, que a veces se ha alejado de la fe y
ciertamente está sometida a la presión de las tendencias secularizadoras
que quisieran dominar la sociedad y la cultura en este país y en toda
Europa. A todos y cada uno deben dirigirse la misión de la Iglesia y
nuestra solicitud de pastores: creo que debo recordarlo de modo particular
en este 50° aniversario de la encíclica Fidei donum de Pío XII.
Me alegra que hayáis decidido poner en la base del compromiso
misionero la verdad fundamental según la cual Jesucristo es el único
Salvador del mundo, pues la certeza de esta verdad proporcionó desde el
inicio el impulso decisivo para la misión cristiana. Como reafirmó la
declaración Dominus Iesus, también hoy debemos tener plena conciencia
de que del misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre,
vivo y presente en la Iglesia, brotan la unicidad y la universalidad salvífica
de la revelación cristiana y, por tanto, la tarea irrenunciable de anunciar a
todos, sin cansarse o resignarse, al mismo Jesucristo, que es el
camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).
Me parece que, si vemos el panorama de la situación del mundo de
hoy, se puede entender —incluso humanamente, casi sin necesidad de
recurrir a la fe— que el Dios que tomó un rostro humano, el Dios que se
encarnó, que tiene el nombre de Jesucristo y que sufrió por nosotros, este
Dios es necesario para todos, es la única respuesta a todos los desafíos de
este tiempo.
La estima y el respeto hacia las demás religiones y culturas, con las
semillas de verdad y de bondad que contienen y que constituyen una
preparación para el Evangelio, son particularmente necesarios hoy, en un
mundo que crece cada vez más interrelacionado. Pero no puede disminuir
la conciencia de la originalidad, plenitud y unicidad de la revelación del
verdadero Dios, que se nos dio definitivamente en Cristo, y tampoco
puede atenuarse o debilitarse la vocación misionera de la Iglesia.
El clima cultural relativista que nos rodea hace cada vez más
importante y urgente arraigar y hacer madurar en todo el cuerpo eclesial la
certeza de que Cristo, el Dios con rostro humano, es nuestro verdadero y
único Salvador. El libro "Jesús de Nazaret" —un libro personalísimo, no
del Papa, sino de este hombre— ha sido escrito con esta intención: que de
nuevo podamos ver, con el corazón y la razón, que Cristo es realmente
Aquel a quien espera el corazón humano.
201
Queridos hermanos, como obispos italianos, tenéis una responsabilidad
precisa no sólo con respecto a las Iglesias que se os han encomendado,
sino también con respecto a la nación entera. Con un pleno y cordial
respeto de la distinción entre Iglesia y política, entre lo que pertenece al
César y lo que pertenece a Dios (cf. Mt 22, 21), no podemos menos de
preocuparnos de lo que es bueno para el hombre, criatura e imagen de
Dios: en concreto, del bien común de Italia. Esta atención al bien común
la habéis demostrado claramente con la Nota, aprobada por el Consejo
episcopal permanente, sobre la familia fundada en el matrimonio y sobre
las iniciativas legislativas concernientes a las uniones de hecho, actuando
en plena consonancia con la enseñanza constante de la Sede apostólica.
En este contexto, la recientísima manifestación en favor de la familia,
que se realizó por iniciativa del laicado católico, pero en la que
participaron también muchos no católicos, fue una grande y extraordinaria
fiesta de pueblo, que confirmó que la familia misma está profundamente
arraigada en el corazón y en la vida de los italianos. Ciertamente, ese
acontecimiento ha contribuido a hacer visible a todos el significado y el
papel de la familia en la sociedad, que especialmente hoy necesita ser
comprendido y reconocido, ante una cultura que se engaña al querer
favorecer la felicidad de las personas insistiendo unilateralmente en la
libertad de los individuos. Por tanto, toda iniciativa del Estado en favor de
la familia como tal no puede por menos de ser apreciada y estimulada.
Esa misma atención a las auténticas necesidades de la gente se
manifiesta en el servicio diario a las múltiples formas de pobreza, tanto
antiguas como nuevas, tanto visibles como ocultas; es un servicio en el
que colaboran muchos organismos eclesiales, comenzando por vuestras
diócesis, las parroquias, la Cáritas, y muchas otras organizaciones de
voluntariado. Insistid, queridos hermanos en el episcopado, en promover y
animar este servicio, para que en él resplandezca siempre el auténtico
amor de Cristo y todos puedan constatar que no existe separación alguna
entre la Iglesia custodia de la ley moral, escrita por Dios en el corazón del
hombre, y la Iglesia que invita a los fieles a ser buenos samaritanos,
reconociendo a su prójimo en cada persona que sufre.
Sabemos bien que la formación cristiana de las nuevas generaciones es
tal vez la tarea más difícil que debe realizar la Iglesia, pero es sumamente
importante. Por eso, iremos a Loreto juntamente con nuestros jóvenes a
fin de que la Virgen María los ayude a enamorarse cada vez más de
Jesucristo, a estar dentro de la Iglesia, reconocida como compañía digna
de confianza, y a comunicar a los hermanos la gozosa certeza de que Dios
los ama.
Queridos obispos italianos, en el ejercicio de nuestro ministerio
encontramos hoy, como siempre, no pocas dificultades, pero también
mucho más abundantes consolaciones del Señor, transmitidas a través de
los testimonios de afecto de nuestro pueblo. Demos gracias a Dios por
todo esto y prosigamos nuestro camino fortificados por la comunión que
nos une y que hoy hemos experimentado nuevamente.
202

PENTECOSTÉS
070527. Regina caeli
Celebramos hoy la gran fiesta de Pentecostés, en la que la liturgia nos
hace revivir el nacimiento de la Iglesia, tal como lo relata san Lucas en
el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-13). Cincuenta días
después de la Pascua, el Espíritu Santo descendió sobre la comunidad de
los discípulos, que "perseveraban concordes en la oración en común" junto
con "María, la madre de Jesús", y con los doce Apóstoles (cf. Hch 1, 14; 2,
1). Por tanto, podemos decir que la Iglesia tuvo su inicio solemne con la
venida del Espíritu Santo.
En ese extraordinario acontecimiento encontramos las notas esenciales
y características de la Iglesia: la Iglesia es una, como la comunidad de
Pentecostés, que estaba unida en oración y era "concorde": "tenía un solo
corazón y una sola alma" (Hch 4, 32). La Iglesia es santa, no por sus
méritos, sino porque, animada por el Espíritu Santo, mantiene fija su
mirada en Cristo, para conformarse a él y a su amor. La Iglesia es católica,
porque el Evangelio está destinado a todos los pueblos y por eso, ya en el
comienzo, el Espíritu Santo hace que hable todas las lenguas. La
Iglesia es apostólica, porque, edificada sobre el fundamento de los
Apóstoles, custodia fielmente su enseñanza a través de la cadena
ininterrumpida de la sucesión episcopal.
La Iglesia, además, por su misma naturaleza, es misionera, y desde el
día de Pentecostés el Espíritu Santo no cesa de impulsarla por los caminos
del mundo, hasta los últimos confines de la tierra y hasta el fin de los
tiempos. Esta realidad, que podemos comprobar en todas las épocas, ya
está anticipada en el libro de los Hechos, donde se describe el paso del
Evangelio de los judíos a los paganos, de Jerusalén a Roma. Roma indica
el mundo de los paganos y así todos los pueblos que están fuera del
antiguo pueblo de Dios. Efectivamente, los Hechos concluyen con la
llegada del Evangelio a Roma. Por eso, se puede decir que Roma es el
nombre concreto de la catolicidad y de la misionariedad; expresa la
fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los tiempos, a una Iglesia que
habla todas las lenguas y sale al encuentro de todas las culturas.
Queridos hermanos y hermanas, el primer Pentecostés tuvo lugar
cuando María santísima estaba presente en medio de los discípulos en el
Cenáculo de Jerusalén y oraba. También hoy nos encomendamos a su
intercesión materna, para que el Espíritu Santo venga con abundancia
sobre la Iglesia de nuestro tiempo, llene el corazón de todos los fieles y
encienda en ellos, en nosotros, el fuego de su amor.

LAS OBRAS MAESTRAS DE DIOS SON LOS SANTOS


070603. Homilía. Canonización de cuatro santos
Celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad. Después del
tiempo pascual, después de haber revivido el acontecimiento de
Pentecostés, que renueva el bautismo de la Iglesia en el Espíritu Santo,
dirigimos la mirada, por decirlo así, "a los cielos abiertos" para entrar con
203
los ojos de la fe en las profundidades del misterio de Dios, uno en la
sustancia y trino en las personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Mientras
nos dejamos envolver por este supremo misterio, admiramos la gloria de
Dios, que se refleja en la vida de los santos; la contemplamos, ante todo,
en los que acabo de proponer a la veneración de la Iglesia universal: Jorge
Preca, Simón de Lipnica, Carlos de San Andrés Houben y María Eugenia
de Jesús Milleret.
En la primera lectura, tomada del libro de los Proverbios, entra en
escena la Sabiduría, que está junto a Dios como asistente, como
"arquitecto" (Pr 8, 30). La "panorámica" sobre el cosmos, observado con
sus ojos, es estupenda. La Sabiduría misma confiesa: "Jugaba con la bola
de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres" (Pr 8, 31). Le complace
habitar en medio de los seres humanos, porque en ellos reconoce la
imagen y la semejanza del Creador. Esta relación preferencial de la
Sabiduría con los hombres lleva a pensar en un célebre pasaje de otro libro
sapiencial, el libro de la Sabiduría: "La Sabiduría —leemos— es una
emanación pura de la gloria del Omnipotente (...); sin salir de sí misma,
renueva el universo; en todas las edades, entrando en las almas santas,
forma en ellas amigos de Dios y profetas" (Sb 7, 25-27). Esta última
expresión, sugestiva, invita a considerar la multiforme e inagotable
manifestación de la santidad en el pueblo de Dios a lo largo de los siglos.
La Sabiduría de Dios se manifiesta en el cosmos, en la variedad y belleza
de sus elementos, pero sus obras maestras, en las que realmente se
muestra mucho más su belleza y su grandeza, son los santos.
En el pasaje de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos
encontramos una imagen semejante: la del amor de Dios "derramado en
los corazones" de los santos, es decir, de los bautizados, "por medio del
Espíritu Santo", que les ha sido dado (cf. Rm 5, 5). Por Cristo pasa el don
del Espíritu, "Persona-amor, Persona-don", como lo definió el siervo de
Dios Juan Pablo II (Dominum et vivificantem, 10). Por Cristo el Espíritu
de Dios llega a nosotros como principio de vida nueva, "santa". El Espíritu
pone el amor de Dios en el corazón de los creyentes, en la forma concreta
que tenía en el hombre Jesús de Nazaret. Así se realiza lo que dice san
Pablo en la carta a los Colosenses: "Cristo entre vosotros, la esperanza de
la gloria" (Col 1, 27). Las "tribulaciones" no están en contraste con esta
esperanza; más aún, contribuyen a realizarla, a través de la "paciencia" y
la "virtud probada" (Rm 5, 3-4): es el camino de Jesús, el camino de la
cruz.
Desde esta misma perspectiva de la Sabiduría de Dios encarnada en
Cristo y comunicada por el Espíritu Santo, el Evangelio nos ha sugerido
que Dios Padre sigue manifestando su designio de amor mediante los
santos. También aquí sucede lo que ya hemos notado a propósito de la
Sabiduría: el Espíritu de verdad revela el designio de Dios en la
multiplicidad de los elementos del cosmos —agradezcamos esta
visibilidad de la belleza y de la bondad de Dios en los elementos del
cosmos—, y lo hace sobre todo mediante las personas humanas, de modo
204
especial mediante los santos y las santas, en los que se refleja con gran
fuerza su luz, su verdad y su amor.
En efecto, "la imagen de Dios invisible" (Col 1, 15) es precisamente
sólo Jesucristo, "el Santo y el Justo" (Hch 3, 14). Él es la Sabiduría
encarnada, el Logos creador que encuentra su alegría en habitar entre los
hijos del hombre, en medio de los cuales ha puesto su morada (cf. Jn 1,
14). En él Dios se complació en poner "toda la plenitud" (cf. Col 1, 19); o,
como dice él mismo en el pasaje evangélico de hoy: "Todo lo que tiene el
Padre es mío" (Jn 16, 15). Cada santo participa de la riqueza de Cristo
tomada del Padre y comunicada en el tiempo oportuno. Es siempre la
misma santidad de Jesús, es siempre él, el "Santo", a quien el Espíritu
plasma en las "almas santas", formando amigos de Jesús y testigos de su
santidad. Jesús nos quiere convertir también a nosotros en amigos suyos.
Precisamente este día abrimos nuestro corazón para que también en
nuestra vida crezca la amistad con Jesús, de forma que podamos
testimoniar su santidad, su bondad y su verdad.
Amigo de Jesús y testigo de la santidad que viene de él fue Jorge
Preca, nacido en La Valletta, en la isla de Malta. Fue un sacerdote
totalmente dedicado a la evangelización: con su predicación, con sus
escritos, con su guía espiritual y la administración de los sacramentos, y
ante todo con el ejemplo de su vida. La expresión del evangelio de san
Juan "Verbum caro factum est" orientó siempre su alma y su acción; así el
Señor pudo servirse de él para dar vida a una obra benemérita, la
"Sociedad de la Doctrina Cristiana", que tiene como finalidad garantizar a
las parroquias el servicio cualificado de catequistas bien preparados y
generosos. Alma profundamente sacerdotal y mística, se sentía
fuertemente impulsado a amar a Dios, a Jesús, a la Virgen María y a los
santos. Solía repetir: "Señor Dios, te estoy muy agradecido. ¡Gracias,
Señor Dios, y perdóname, Señor Dios!". Una oración que podríamos
repetir también nosotros, que podríamos hacer nuestra. Que san
Jorge Preca ayude a la Iglesia a ser siempre, en Malta y en el mundo, el
eco fiel de la voz de Cristo, Verbo encarnado.
El nuevo santo Simón de Lipnica, gran hijo de la tierra polaca, testigo
de Cristo y seguidor de la espiritualidad de san Francisco de Asís, vivió en
una época lejana, pero precisamente hoy es propuesto a la Iglesia como
modelo actual de un cristiano que, animado por el espíritu del Evangelio,
está dispuesto a dedicar su vida a los hermanos. Así, lleno de la
misericordia que recibía de la Eucaristía, no dudó en llevar ayuda a los
enfermos afectados por la peste, contrayendo esta enfermedad, que lo
llevó a la muerte también a él. Hoy, de modo particular, encomendamos a
su protección a quienes sufren a causa de la pobreza, la enfermedad, la
soledad y la injusticia social. Por su intercesión, pidamos para nosotros la
gracia del amor perseverante y activo a Cristo y a los hermanos.
"El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que se nos ha dado". Verdaderamente, en el caso del
sacerdote pasionista Carlos de San Andrés Houben vemos cómo ese amor
se derramó en una vida dedicada totalmente al cuidado de las almas.
205
Durante sus numerosos años de ministerio sacerdotal en Inglaterra e
Irlanda, la gente acudía en gran número a él para buscar su sabio consejo,
su atención compasiva y su contacto sanador. En los enfermos y en los que
sufrían reconocía el rostro de Cristo crucificado, por quien tuvo devoción
durante toda su vida. Bebió a fondo de los manantiales de agua viva que
brotan del costado traspasado de Cristo, y con la fuerza del Espíritu Santo
testimonió ante el mundo el amor del Padre. En el funeral de este
amadísimo sacerdote, conocido afectuosamente como el padre Carlos de
Mount Argus, su superior afirmó: "El pueblo ya lo ha declarado santo".
María Eugenia Milleret nos recuerda ante todo la importancia de la
Eucaristía en la vida cristiana y en el crecimiento espiritual. En efecto,
como afirmó ella misma, su primera Comunión fue un tiempo fuerte,
aunque no lo comprendió completamente en ese momento. Cristo,
presente en lo más profundo de su corazón, actuaba en ella, dándole
tiempo para caminar a su ritmo, para proseguir su búsqueda interior, que la
llevaría a entregarse totalmente al Señor en la vida religiosa, respondiendo
a las llamadas de su tiempo. Percibió particularmente la importancia de
proporcionar a las generaciones jóvenes, en especial a las muchachas, una
formación intelectual, moral y espiritual que las hiciera adultas capaces de
ocuparse de la vida de su familia, aportando su contribución a la Iglesia y
a la sociedad. Durante toda su vida encontró la fuerza para su misión en la
vida de oración, uniendo sin cesar contemplación y acción. Que el
ejemplo de santa María Eugenia invite a los hombres y a las mujeres de
hoy a transmitir a los jóvenes los valores que les ayuden a convertirse en
adultos fuertes y en testigos gozosos del Resucitado. Que los jóvenes no
tengan miedo de acoger esos valores morales y espirituales, y de vivirlos
con paciencia y fidelidad. Así construirán su personalidad y prepararán su
futuro.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios por las
maravillas que ha realizado en los santos, en los que resplandece su gloria.
Dejémonos atraer por sus ejemplos, dejémonos guiar por sus enseñanzas,
para que toda nuestra vida llegue a ser, como la suya, un cántico de
alabanza para gloria de la santísima Trinidad. Que nos obtenga esta gracia
María, la Reina de los santos, y la intercesión de estos cuatro nuevos
"hermanos mayores", a los que hoy veneramos con alegría. Amén.

TODAS LAS IGLESIAS PARA TODO EL MUNDO


070527. Mensaje Misiones.
Con ocasión de la próxima Jornada mundial de las misiones quisiera
invitar a todo el pueblo de Dios —pastores, sacerdotes, religiosos,
religiosas y laicos— a una reflexión común sobre la urgencia y la
importancia que tiene, también en nuestro tiempo, la acción misionera de
la Iglesia. En efecto, no dejan de resonar, como exhortación universal y
llamada apremiante, las palabras con las que Jesucristo, crucificado y
resucitado, antes de subir al cielo, encomendó a los Apóstoles el mandato
misionero: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas
206
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a
guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).
En la ardua labor de evangelización nos sostiene y acompaña la certeza
de que él, el Dueño de la mies, está con nosotros y guía sin cesar a su
pueblo. Cristo es la fuente inagotable de la misión de la Iglesia. Este año,
además, un nuevo motivo nos impulsa a un renovado compromiso
misionero: se celebra el 50° aniversario de la encíclica Fidei donum del
siervo de Dios Pío XII, con la que se promovió y estimuló la cooperación
entre las Iglesias para la misión ad gentes.
El tema elegido para la próxima Jornada mundial de las misiones
—«Todas las Iglesias para todo el mundo»— invita a las Iglesias locales
de los diversos continentes a tomar conciencia de la urgente necesidad de
impulsar nuevamente la acción misionera ante los múltiples y graves
desafíos de nuestro tiempo. Ciertamente, han cambiado las condiciones en
que vive la humanidad, y durante estos decenios, especialmente desde el
concilio Vaticano II, se ha realizado un gran esfuerzo con vistas a la
difusión del Evangelio.
Con todo, queda aún mucho por hacer para responder al llamamiento
misionero que el Señor no deja de dirigir a todos los bautizados. Sigue
llamando, en primer lugar, a las Iglesias de antigua tradición, que en el
pasado proporcionaron a las misiones, además de medios materiales,
también un número consistente de sacerdotes, religiosos, religiosas y
laicos, llevando a cabo una eficaz cooperación entre comunidades
cristianas. De esa cooperación han brotado abundantes frutos apostólicos
tanto para las Iglesias jóvenes en tierras de misión como para las
realidades eclesiales de donde procedían los misioneros.
Ante el avance de la cultura secularizada, que a veces parece penetrar
cada vez más en las sociedades occidentales, considerando además la
crisis de la familia, la disminución de las vocaciones y el progresivo
envejecimiento del clero, esas Iglesias corren el peligro de encerrarse en sí
mismas, de mirar con poca esperanza al futuro y de disminuir su esfuerzo
misionero. Pero este es precisamente el momento de abrirse con confianza
a la Providencia de Dios, que nunca abandona a su pueblo y que, con la
fuerza del Espíritu Santo, lo guía hacia el cumplimiento de su plan eterno
de salvación.
El buen Pastor invita también a las Iglesias de reciente evangelización
a dedicarse generosamente a la misión ad gentes. A pesar de encontrar no
pocas dificultades y obstáculos en su desarrollo, esas comunidades
aumentan sin cesar. Algunas, afortunadamente, cuentan con abundantes
sacerdotes y personas consagradas, no pocos de los cuales, aun siendo
numerosas las necesidades de sus diócesis, son enviados a desempeñar su
ministerio pastoral y su servicio apostólico a otras partes, incluso a tierras
de antigua evangelización.
De este modo, se asiste a un providencial «intercambio de dones», que
redunda en beneficio de todo el Cuerpo místico de Cristo. Deseo
vivamente que la cooperación misionera se intensifique, aprovechando las
207
potencialidades y los carismas de cada uno. Asimismo, deseo que la
Jornada mundial de las misiones contribuya a que todas las comunidades
cristianas y todos los bautizados tomen cada vez mayor conciencia de que
la llamada de Cristo a propagar su reino hasta los últimos confines de la
tierra es universal.
«La Iglesia es misionera por su propia naturaleza —escribe Juan Pablo
II en la encíclica Redemptoris missio—, ya que el mandato de Cristo no es
algo contingente y externo, sino que alcanza al corazón mismo de la
Iglesia. Por esto, toda la Iglesia y cada Iglesia es enviada a las gentes. Las
mismas Iglesias más jóvenes (...) deben participar cuanto antes y de hecho
en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros a
predicar por todas las partes del mundo el Evangelio, aunque sufran
escasez de clero» (n. 62).
A cincuenta años del histórico llamamiento de mi predecesor Pío XII
con la encíclica Fidei donum para una cooperación entre las Iglesias al
servicio de la misión, quisiera reafirmar que el anuncio del Evangelio
sigue teniendo suma actualidad y urgencia. En la citada encíclica
Redemptoris missio, el Papa Juan Pablo II, por su parte, reconocía que «la
misión de la Iglesia es más vasta que la “comunión entre las Iglesias”; esta
(...) debe tener sobre todo una orientación con miras a la específica
índole misionera» (n. 64).
Por consiguiente, como se ha reafirmado muchas veces, el
compromiso misionero sigue siendo el primer servicio que la Iglesia debe
prestar a la humanidad de hoy, para orientar y evangelizar los cambios
culturales, sociales y éticos; para ofrecer la salvación de Cristo al hombre
de nuestro tiempo, en muchas partes del mundo humillado y oprimido a
causa de pobrezas endémicas, de violencia, de negación sistemática de
derechos humanos.
La Iglesia no puede eximirse de esta misión universal; para ella
constituye una obligación. Dado que Cristo encomendó el mandato
misionero en primer lugar a Pedro y a los Apóstoles, ese mandato hoy
compete ante todo al Sucesor de Pedro, que la divina Providencia ha
elegido como fundamento visible de la unidad de la Iglesia, y a los
obispos, directamente responsables de la evangelización, sea como
miembros del Colegio episcopal, sea como pastores de las Iglesias
particulares (cf. ib., 63).
Por tanto, me dirijo a los pastores de todas las Iglesias, puestos por el
Señor como guías de su único rebaño, para que compartan el celo por el
anuncio y la difusión del Evangelio. Fue precisamente esta preocupación
la que impulsó, hace cincuenta años, al siervo de Dios Pío XII a procurar
que la cooperación misionera respondiera mejor a las exigencias de los
tiempos. Especialmente ante las perspectivas de la evangelización, pidió a
las comunidades de antigua evangelización que enviaran sacerdotes para
ayudar a las Iglesias de reciente fundación. Así dio vida a un nuevo
«sujeto misionero», que precisamente de las primeras palabras de la
encíclica tomó el nombre de “fidei donum”.
208
A este respecto, escribió: «Considerando, por un lado, las
innumerables legiones de hijos nuestros que, sobre todo en los países de
antigua tradición cristiana, participan del bien de la fe, y, por otro, la masa
aún más numerosa de los que todavía esperan el mensaje de la salvación,
sentimos el ardiente deseo de exhortaros, venerables hermanos, a que con
vuestro celo sostengáis la causa santa de la expansión de la Iglesia en el
mundo». Y añadió: «Quiera Dios que, como consecuencia de nuestro
llamamiento, el espíritu misionero penetre más a fondo en el corazón de
todos los sacerdotes y que, a través de su ministerio, inflame a todos los
fieles» (Fidei donum, 1: El Magisterio pontificio contemporáneo, II,
BAC, Madrid 1992, p. 57).
Con todo, no conviene olvidar que la primera y principal aportación
que debemos dar a la acción misionera de la Iglesia es la oración. «La
mies es mucha —dice el Señor— y los obreros pocos. Rogad, pues, al
Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10, 2). “Orad, pues
venerables hermanos y amados hijos —escribió hace cincuenta años el
Papa Pío XII de venerada memoria—: orad más y más, y sin cesar. No
dejéis de llevar vuestro pensamiento y vuestra preocupación hacia las
inmensas necesidades espirituales de tantos pueblos todavía tan alejados
de la verdadera fe, o bien tan privados de socorros para perseverar en
ella” (Fidei donum, 13: El Magisterio pontificio contemporáneo, II, BAC,
Madrid 1992, p. 64). Y exhortaba a multiplicar las misas celebradas por
las misiones, pues «son las intenciones mismas de nuestro Señor, que ama
a su Iglesia y que la quisiera ver extendida y floreciente por todos los
lugares de la tierra» (ib., p. 63).

TÚ DILATAS MI CORAZÓN
070531. Discurso. Visitación de María. Vaticano
Meditando los misterios luminosos del santo rosario, habéis subido a
esta colina donde habéis revivido espiritualmente, en el relato del
evangelista san Lucas, la experiencia de María, que desde Nazaret de
Galilea “se puso en camino hacia la montaña” (Lc 1, 39) para llegar a la
aldea de Judea donde vivía Isabel con su marido Zacarías.
¿Qué impulsó a María, una joven, a afrontar aquel viaje? Sobre todo,
¿qué la llevó a olvidarse de sí misma, para pasar los primeros tres meses
de su embarazo al servicio de su prima, necesitada de ayuda? La respuesta
está escrita en un Salmo: “Corro por el camino de tus mandamientos
(Señor), pues tú mi corazón dilatas” (Sal 118, 32). El Espíritu Santo, que
hizo presente al Hijo de Dios en la carne de María, ensanchó su corazón
hasta la dimensión del de Dios y la impulsó por la senda de la caridad.
La Visitación de María se comprende a la luz del acontecimiento que,
en el relato del evangelio de san Lucas, precede inmediatamente: el
anuncio del ángel y la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo. El
Espíritu Santo descendió sobre la Virgen, el poder del Altísimo la
cubrió con su sombra (cf. Lc 1, 35). Ese mismo Espíritu la impulsó a
209
“levantarse” y partir sin tardanza (cf. Lc 1, 39), para ayudar a su anciana
pariente.
Jesús acaba de comenzar a formarse en el seno de María, pero su
Espíritu ya ha llenado el corazón de ella, de forma que la Madre ya
empieza a seguir al Hijo divino: en el camino que lleva de Galilea a Judea
es el mismo Jesús quien “impulsa” a María, infundiéndole el ímpetu
generoso de salir al encuentro del prójimo que tiene necesidad, el valor de
no anteponer sus legítimas exigencias, las dificultades y los peligros para
su vida. Es Jesús quien la ayuda a superar todo, dejándose guiar por la fe
que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).
Meditando este misterio, comprendemos bien por qué la caridad
cristiana es una virtud “teologal”. Vemos que el corazón de María es
visitado por la gracia del Padre, es penetrado por la fuerza del Espíritu e
impulsado interiormente por el Hijo; o sea, vemos un corazón humano
perfectamente insertado en el dinamismo de la santísima Trinidad. Este
movimiento es la caridad, que en María es perfecta y se convierte en
modelo de la caridad de la Iglesia, como manifestación del amor trinitario
(cf. Deus caritas est, 19).
Todo gesto de amor genuino, incluso el más pequeño, contiene en sí un
destello del misterio infinito de Dios: la mirada de atención al hermano,
estar cerca de él, compartir su necesidad, curar sus heridas,
responsabilizarse de su futuro, todo, hasta en los más mínimos detalles, se
hace “teologal” cuando está animado por el Espíritu de Cristo.
Que María nos obtenga el don de saber amar como ella supo amar.

HACIA UNA VIDA SACERDOTAL EJEMPLAR


070601. A la Conferencia episcopal de la República Centroafricana
Vuestra misión al servicio del pueblo que el Señor os ha encomendado
la debéis cumplir en un contexto difícil. Por eso, para responder a los
desafíos que la Iglesia afronta en vuestro país, una colaboración efectiva
es garantía de mayor eficacia; pero es sobre todo una necesidad fundada
en una viva conciencia de la dimensión colegial de vuestro ministerio,
que os permite realizar “las diversas formas de fraternidad sacramental,
que van desde la acogida y estima recíprocas hasta las atenciones de
caridad y la colaboración concreta” (Pastores gregis, 59). Poniendo
vuestra esperanza y vuestra humilde confianza únicamente en el Señor,
encontraréis la valentía apostólica, tan necesaria en el ejercicio de vuestras
responsabilidades. Tened la seguridad de que nunca estáis solos en el
ejercicio de vuestro ministerio; el Señor está cerca de vosotros y os
acompaña con su presencia y con su gracia. Mediante una vida de
comunión cada vez más intensa y una existencia diaria ejemplar, sois
testigos en medio de vuestro pueblo.
Entre los desafíos más urgentes que la Iglesia en vuestro país debe
afrontar, se encuentran la paz y la concordia nacional. De modo especial
los más pobres son víctimas de situaciones dramáticas, que llevan
inevitablemente a profundas divisiones en la sociedad, así como al
210
desaliento. La II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos,
que se está preparando, será un tiempo fuerte de reflexión sobre el anuncio
del Evangelio en un contexto marcado por numerosos signos de
esperanza, pero también por situaciones preocupantes. Deseo vivamente
que ya no se olvide a África en este mundo que cambia profundamente, y
que surja una auténtica esperanza para los pueblos de ese continente.
La Iglesia tiene el deber de defender a los débiles y hacerse portavoz
de los que no tienen voz. Por tanto, quisiera alentar a las personas que se
esfuerzan por suscitar la esperanza mediante un compromiso decidido en
favor de la defensa de la dignidad de la persona humana y de sus derechos
inalienables. Entre esos derechos se encuentra el bien fundamental de la
paz y de una vida segura. La promoción de la paz, de la justicia y de la
reconciliación es una expresión de la fe cristiana en el amor que Dios
siente por cada ser humano. La Iglesia debe seguir anunciando
decididamente la paz de Cristo, fomentando, juntamente con todas las
personas de buena voluntad, la justicia y la reconciliación.
Invito también a todos los fieles a implorar del Señor este don tan
valioso, puesto que la oración abre los corazones e inspira a los
constructores de paz. Mediante sus obras sociales, especialmente en los
campos de la salud y de la educación de los jóvenes, la Iglesia contribuye
también, a su modo, a la edificación de la sociedad fraterna y solidaria a la
que aspira vuestro pueblo. Invito en particular a las comunidades
religiosas y a los laicos, que participan con competencia en este
compromiso esencial para el futuro del país, a proseguir sus esfuerzos, sin
desanimarse jamás, para que sean signos de la confianza que el Señor
deposita en toda persona humana.
Por otra parte, para que la sociedad pueda acceder a un desarrollo
humano y espiritual auténtico, hay que impulsar un cambio de mentalidad.
Esta obra de amplio alcance concierne especialmente a la familia y al
matrimonio. Comprometiéndose resueltamente a vivir en la fidelidad
conyugal y en la unidad de su pareja, los cristianos muestran a todos la
grandeza y la verdad del matrimonio. Mediante un “sí” libremente
pronunciado, para siempre, el hombre y la mujer expresan su humanidad
auténtica y su apertura a dar una vida nueva.
La preparación seria de los jóvenes para el matrimonio debe ayudarles
a superar la reticencia a fundar una familia estable, abierta al futuro. Os
invito también a seguir apoyando a las familias, sobre todo favoreciendo
su educación cristiana. Así, podrán dar con más vigor razón de la fe que
las anima, tanto ante sus hijos como ante la sociedad.
Por lo que respecta a vuestros sacerdotes, cuya generosidad y celo
alabo, ejercen, con vuestro solícito apoyo a su vida personal y pastoral,
una responsabilidad fundamental en la misión de vuestras diócesis. En
colaboración fraterna con todos los agentes pastorales, en primer lugar con
los misioneros y los catequistas, cuyo compromiso incansable al servicio
del Evangelio conozco, los invito encarecidamente a ser hombres
apasionados del anuncio del Evangelio. Para lograrlo, han de encontrar la
211
unidad de su persona y la fuente de su dinamismo apostólico en la amistad
personal con Cristo y en la contemplación, en él, del rostro del Padre.
Una vida sacerdotal ejemplar, fundada en una búsqueda constante de la
configuración con Cristo, es una exigencia de cada día. En la oración,
arraigada en la meditación de la palabra de Dios y en la Eucaristía, fuente
y cumbre de su ministerio, encontrarán fuerza y valentía para
servir al pueblo de Dios y guiarlo por los caminos de la fe.
Para dar a la Iglesia los sacerdotes que necesita, la formación de los
candidatos cobra una importancia que no se puede subestimar. Hoy, más
que nunca, es necesario ser exigentes con respecto a su formación humana
y espiritual. En efecto, puesto que los sacerdotes están llamados a asumir
grandes responsabilidades en el ejercicio de su ministerio, hay que exigir a
los candidatos un conjunto de cualidades humanas, para que sean capaces
de adquirir una verdadera disciplina de vida sacerdotal. Hay que verificar
con particular esmero el equilibrio afectivo de los seminaristas y formar su
sensibilidad, a fin de tener certeza de su aptitud para vivir las exigencias
del celibato sacerdotal.
Esta formación humana debe encontrar todo su sentido en una sólida
formación espiritual, ya que es indispensable que la vida y la actividad del
sacerdote estén arraigadas en una fe viva en Jesucristo. Por tanto, para que
se pueda realizar un discernimiento auténtico, los pastores deben tener
como prioridad pastoral un número suficiente de formadores y de
directores espirituales competentes que guíen a los candidatos al
sacerdocio. También quiero decirles a los jóvenes que da mucha alegría
responder generosamente a la llamada del Señor a seguirlo para anunciar
el Evangelio.
Por último, después de vivir un año que ha ayudado a los católicos a
dar un nuevo impulso y un nuevo fervor eucarístico, sigue siendo
fundamental una participación activa y fructuosa de los fieles en el
“Sacramento del amor”. Desde esta perspectiva, la prosecución de ciertas
adaptaciones adecuadas a los diversos contextos y a las diferentes culturas
debe apoyarse en una concepción auténtica de la inculturación, para que la
Eucaristía se convierta verdaderamente “en criterio de valorización de
todo lo que el cristiano encuentra en las diferentes expresiones culturales”
(Sacramentum caritatis, 78).
Mediante celebraciones entusiastas, vuestras comunidades quieren dar
una expresión gozosa de la gloria de Dios; que haya siempre un justo
equilibrio con una contemplación silenciosa del misterio que se celebra,
pues el silencio permite ponerse a la escucha del Salvador, que se da a la
comunidad que celebra. Así, una preparación interior antes de recibir el
Cuerpo de Cristo permite a cada uno acoger en la fe de la Iglesia el
misterio de la salvación.
Al final de este encuentro, queridos hermanos en el episcopado, quiero
reafirmar mi cercanía espiritual a vosotros y a vuestras diócesis. Proseguid
con valentía el arraigo de la fe en vuestro pueblo. Que todos sean
constructores incansables de paz y reconciliación. Encomiendo cada una
de vuestras diócesis a la Virgen María, Reina de África, para que sea
212
vuestra protectora y la estrella que os guíe a Jesús, su Hijo. A cada uno de
vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los
seminaristas, a los catequistas y a todos vuestros diocesanos imparto una
afectuosa bendición apostólica.

LA EUCARISTÍA ES LLAMADA A LA ENTREGA


070607. Homilía. Corpus Christi. Roma
Hace poco hemos cantado en la Secuencia: “Dogma datur christianis,
quod in carnem transit panis, et vinum in sanguinem”, “Es certeza para los
cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre”. Hoy
reafirmamos con gran gozo nuestra fe en la Eucaristía, el Misterio que
constituye el corazón de la Iglesia.
En la reciente exhortación postsinodal Sacramentum caritatis recordé
que el Misterio eucarístico “es el don que Jesucristo hace de sí mismo,
revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre” (n. 1). Por tanto,
la fiesta del Corpus Christi es singular y constituye una importante cita de
fe y de alabanza para toda comunidad cristiana. Es una fiesta que tuvo su
origen en un contexto histórico y cultural determinado: nació con la
finalidad precisa de reafirmar abiertamente la fe del pueblo de Dios en
Jesucristo vivo y realmente presente en el santísimo sacramento de la
Eucaristía. Es una fiesta instituida para adorar, alabar y dar públicamente
las gracias al Señor, que “en el Sacramento eucarístico Jesús sigue
amándonos “hasta el extremo”, hasta el don de su cuerpo y de su sangre”
(ib., 1).
La celebración eucarística de esta tarde nos remonta al clima espiritual
del Jueves santo, el día en que Cristo, en la víspera de su pasión, instituyó
en el Cenáculo la santísima Eucaristía. Así, el Corpus Christi constituye
una renovación del misterio del Jueves santo, para obedecer a la invitación
de Jesús de “proclamar desde los terrados” lo que él dijo en lo secreto (cf.
Mt 10, 27).
El don de la Eucaristía los Apóstoles lo recibieron en la intimidad de la
última Cena, pero estaba destinado a todos, al mundo entero. Precisamente
por eso hay que proclamarlo y exponerlo abiertamente, para que cada uno
pueda encontrarse con “Jesús que pasa”, como acontecía en los caminos
de Galilea, de Samaria y de Judea; para que cada uno, recibiéndolo, pueda
quedar curado y renovado por la fuerza de su amor.
Queridos amigos, esta es la herencia perpetua y viva que Jesús nos ha
dejado en el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. Es necesario
reconsiderar, revivir constantemente esta herencia, para que, como dijo el
venerado Papa Pablo VI, pueda ejercer “su inagotable eficacia en todos los
días de nuestra vida mortal” (Audiencia general del miércoles 24 de mayo
de 1967).
En la misma exhortación postsinodal, comentando la exclamación del
sacerdote después de la consagración: “Este es el misterio de la fe”,
afirmé: “Proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante
la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la
213
sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión
humana” (n. 6).
Precisamente porque se trata de una realidad misteriosa que rebasa
nuestra comprensión, no nos ha de sorprender que también hoy a muchos
les cueste aceptar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No puede ser
de otra manera. Así ha sucedido desde el día en que, en la sinagoga de
Cafarnaúm, Jesús declaró abiertamente que había venido para darnos en
alimento su carne y su sangre (cf. Jn 6, 26-58).
Ese lenguaje pareció “duro” y muchos se volvieron atrás. Ahora, como
entonces, la Eucaristía sigue siendo “signo de contradicción” y no puede
menos de serlo, porque un Dios que se hace carne y se sacrifica por la vida
del mundo pone en crisis la sabiduría de los hombres. Pero con humilde
confianza la Iglesia hace suya la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, y
con ellos proclama, y proclamamos nosotros: “Señor, ¿a quién vamos a ir?
Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Renovemos también
nosotros esta tarde la profesión de fe en Cristo vivo y presente en la
Eucaristía. Sí, “es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne,
y el vino en sangre”.
La Secuencia, en su punto culminante, nos ha hecho cantar: “Ecce
panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum”, “He aquí el
pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos”. La
Eucaristía es el alimento reservado a los que en el bautismo han sido
liberados de la esclavitud y han llegado a ser hijos, y por la gracia de Dios
nosotros somos hijos; es el alimento que los sostiene en el largo camino
del éxodo a través del desierto de la existencia humana.
Como el maná para el pueblo de Israel, así para toda generación
cristiana la Eucaristía es el alimento indispensable que la sostiene mientras
atraviesa el desierto de este mundo, aridecido por sistemas ideológicos y
económicos que no promueven la vida, sino que más bien la mortifican;
un mundo donde domina la lógica del poder y del tener, más que la del
servicio y del amor; un mundo donde no raramente triunfa la cultura de la
violencia y de la muerte. Pero Jesús sale a nuestro encuentro y nos infunde
seguridad: él mismo es “el pan de vida” (Jn 6, 35.48). Nos lo ha repetido
en las palabras del Aleluya: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien
come de este pan, vivirá para siempre” (cf. Jn 6, 51).
En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas,
narrándonos el milagro de la multiplicación de los cinco panes y dos peces
con los que Jesús sació a la muchedumbre “en un lugar desierto”,
concluye diciendo: “Comieron todos hasta saciarse (cf. Lc 9, 11-17).
En primer lugar, quiero subrayar la palabra “todos”. En efecto, el
Señor desea que todos los seres humanos se alimenten de la Eucaristía,
porque la Eucaristía es para todos. Si en el Jueves santo se pone de relieve
la estrecha relación que existe entre la última Cena y el misterio de la
muerte de Jesús en la cruz, hoy, fiesta del Corpus Christi, con la procesión
y la adoración común de la Eucaristía se llama la atención hacia el hecho
de que Cristo se inmoló por la humanidad entera. Su paso por las casas y
214
las calles de nuestra ciudad será para sus habitantes un ofrecimiento de
alegría, de vida inmortal, de paz y de amor.
En el pasaje evangélico salta a la vista un segundo elemento: el
milagro realizado por el Señor contiene una invitación explícita a cada
uno para dar su contribución. Los cinco panes y dos peces indican nuestra
aportación, pobre pero necesaria, que él transforma en don de amor para
todos. “Cristo —escribí en la citada exhortación postsinodal— sigue
exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera
persona” (n. 88). Por consiguiente, la Eucaristía es una llamada a la
santidad y a la entrega de sí a los hermanos, pues “la vocación de cada uno
de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del
mundo” (ib.).
Al final de la celebración eucarística nos uniremos en procesión, como
para llevar idealmente al Señor Jesús por todas las calles y barrios de
Roma. Por decirlo así, lo sumergiremos en la cotidianidad de nuestra vida,
para que camine donde nosotros caminamos, para que viva donde
vivimos. En efecto, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la
carta a los Corintios, sabemos que en toda Eucaristía, también en la de
esta tarde, “anunciamos la muerte del Señor hasta que venga” (cf. 1 Co 11,
26). Caminamos por las calles del mundo sabiendo que lo tenemos a él a
nuestro lado, sostenidos por la esperanza de poderlo ver un día cara a cara
en el encuentro definitivo.
Mientras tanto, ya ahora escuchamos su voz, que repite, como leemos
en el libro del Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno
oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él
conmigo” (Ap 3, 20).
La fiesta del Corpus Christi quiere hacer perceptible, a pesar de la
dureza de nuestro oído interior, esta llamada del Señor. Jesús llama a la
puerta de nuestro corazón y nos pide entrar no sólo por un día, sino para
siempre. Lo acogemos con alegría elevando a él la invocación coral de la
liturgia: “Buen pastor, verdadero pan, oh Jesús, ten piedad de nosotros
(...). Tú que todo lo sabes y lo puedes, que nos alimentas en la tierra, lleva
a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos”. Amén.

DOS IMPLICACIONES DE LA CARIDAD.


070608. Discurso. A Cáritas Internacional
La caridad se debe entender a la luz de Dios, que es caritas: tanto amó
Dios al mundo, que le dio a su Hijo único (cf. Jn 3, 16). De este modo,
vemos que el amor encuentra su mayor realización en la entrega de sí.
Esto es lo que “Caritas internationalis” trata de lograr en el mundo. El
corazón de Cáritas es el amor sacrificial de Cristo, y toda forma de
caridad individual y organizada en la Iglesia debe tener siempre su punto
de referencia en él, la fuente de la caridad.
Esta visión teológica tiene implicaciones prácticas para la labor de las
organizaciones caritativas, y hoy quiero referirme a dos de ellas.
215
La primera es que todo acto de caridad debe inspirarse en la
experiencia personal de fe que lleva al descubrimiento de que Dios es
amor. Quien trabaja para Cáritas está llamado a dar testimonio de ese
amor ante el mundo. La caridad cristiana rebasa nuestra capacidad natural
de amar: es una virtud teologal, como nos enseña san Pablo en su famoso
himno a la caridad (cf. 1 Co 13). Por tanto, exige que el bienhechor sitúe
la ayuda humanitaria en el contexto de un testimonio personal de fe, que
luego se convierte en parte del don ofrecido a los pobres. Sólo cuando la
actividad caritativa asume la forma de la entrega de sí de Cristo se
convierte en un gesto verdaderamente digno de la persona humana creada
a imagen y semejanza de Dios. La caridad vivida fomenta el crecimiento
en la santidad, según el ejemplo de los numerosos servidores de los
pobres a quienes la Iglesia ha elevado al honor de los altares.
La segunda implicación deriva directamente de la primera. El amor de
Dios se ofrece a todos; por eso la caridad de la Iglesia tiene también un
alcance universal, y así debe incluir un compromiso en favor de la justicia
social. Sin embargo, cambiar las estructuras sociales injustas no es
suficiente para garantizar la felicidad de la persona humana.
Por otra parte, como dije recientemente a los obispos reunidos en
Aparecida, Brasil, el trabajo político “no es competencia inmediata de la
Iglesia” (Discurso a la V Conferencia general del Episcopado
latinoamericano y del Caribe, 13 de mayo de 2007: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 10). Más
bien, su misión es promover el desarrollo integral de la persona humana.
Por esta razón, los grandes desafíos que se plantean en el mundo en este
momento, como la globalización, los abusos de los derechos humanos y
las estructuras sociales injustas, no se pueden afrontar y superar sin centrar
la atención en las necesidades más profundas de la persona humana: la
promoción de la dignidad humana, el bienestar y, en último análisis, la
salvación eterna.
Confío en que la labor de “Caritas internationalis” se inspire en los
principios que acabo de exponer. En todo el mundo hay innumerables
hombres y mujeres cuyo corazón está lleno de alegría y gratitud por el
servicio que les prestáis. Deseo animaros a cada uno a perseverar en
vuestra misión especial de difundir el amor de Cristo, que vino para que
todos tengan vida en abundancia.

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI


070610. Ángelus
La actual solemnidad del Corpus Christi, que en el Vaticano y en
varias naciones ya se celebró el jueves pasado, nos invita a contemplar el
misterio supremo de nuestra fe: la santísima Eucaristía, presencia real de
nuestro Señor Jesucristo en el Sacramento del altar. Cada vez que el
sacerdote renueva el sacrificio eucarístico, en la oración de consagración
repite: “Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre”. Lo dice prestando la voz,
216
las manos y el corazón a Cristo, que ha querido quedarse con nosotros y
ser el corazón latente de la Iglesia.
Pero también después de la celebración de los divinos misterios el
Señor Jesús sigue vivo en el sagrario; por eso lo alabamos especialmente
con la adoración eucarística, como recordé en la reciente exhortación
apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (cf. nn. 66-69). Más aún,
existe un vínculo intrínseco entre la celebración y la adoración. En efecto,
la santa misa es en sí misma el mayor acto de adoración de la Iglesia:
“Nadie come de esta carne —escribe san Agustín—, sin antes adorarla”
(Enarr. in Ps. 98, 9: CCL XXXIX, 1385). La adoración fuera de la santa
misa prolonga e intensifica lo que ha acontecido en la celebración
litúrgica, y hace posible una acogida verdadera y profunda de Cristo.
Hoy, además, en las comunidades cristianas de todas las partes del
mundo se tiene la procesión eucarística, singular forma de adoración
pública de la Eucaristía, enriquecida con hermosas y tradicionales
manifestaciones de devoción popular. Quisiera aprovechar la oportunidad
que me ofrece esta solemnidad para recomendar vivamente a los pastores
y a todos los fieles la práctica de la adoración eucarística. Expreso mi
aprecio a los institutos de vida consagrada, así como a las asociaciones y
cofradías que se dedican de modo especial a la adoración eucarística:
invitan a todos a poner a Cristo en el centro de nuestra vida personal y
eclesial.
Asimismo, me alegra constatar que muchos jóvenes están
descubriendo la belleza de la adoración, tanto personal como comunitaria.
Invito a los sacerdotes a estimular a los grupos juveniles, y también a
seguirlos, para que las formas de adoración comunitaria sean siempre
apropiadas y dignas, con tiempos adecuados de silencio y de escucha de la
palabra de Dios. En la vida actual, a menudo ruidosa y dispersiva, es más
importante que nunca recuperar la capacidad de silencio interior y de
recogimiento: la adoración eucarística permite hacerlo no sólo en torno al
“yo”, sino también en compañía del “Tú” lleno de amor que es Jesucristo,
“el Dios cercano a nosotros”.
Que la Virgen María, Mujer eucarística, nos introduzca en el secreto de
la verdadera adoración. Su corazón, humilde y sencillo, estaba siempre
centrado en el misterio de Jesús, en el que adoraba la presencia de Dios y
de su Amor redentor. Que por su intercesión aumente en toda la Iglesia la
fe en el Misterio eucarístico, la alegría de participar en la santa misa,
especialmente en la del domingo, y el deseo de testimoniar la inmensa
caridad de Cristo.

EDUCAR EN LA FE, EN EL SEGUIMIENTO Y EL TESTIMONIO


070611. Discurso. A la Asamblea diocesana de Roma.
El tema de la asamblea es “Jesús es el Señor. Educar en la fe, en el
seguimiento y en el testimonio”. Se trata de un tema que nos atañe a todos,
porque cada discípulo confiesa que Jesús es el Señor y está llamado a
crecer en la adhesión a él, dando y recibiendo ayuda de la gran compañía
217
de los hermanos en la fe. Ahora bien, el verbo “educar”, puesto en el título
de la asamblea, implica una atención especial a los niños, a los muchachos
y a los jóvenes, y pone de relieve la tarea que corresponde ante todo a la
familia: así permanecemos dentro del itinerario que ha caracterizado
durante los últimos años la pastoral de nuestra diócesis.
Es importante considerar ante todo la afirmación inicial, que da el tono
y el sentido de nuestra asamblea: “Jesús es el Señor”. Ya la encontramos
en la solemne declaración con la que concluye el discurso de san Pedro en
Pentecostés, donde el primero de los Apóstoles dijo: “Sepa, pues, con
certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este
Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 36). Es análoga la
conclusión del gran himno a Cristo contenido en la carta de san Pablo a
los Filipenses: “Toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para
gloria de Dios Padre” (Flp 2, 11). También san Pablo, en el saludo final de
la primera carta a los Corintios, exclama: “El que no quiera al Señor, sea
anatema. Marana tha, Ven, Señor” (1 Co 16, 22), transmitiéndonos así la
antiquísima invocación, en lengua aramea, de Jesús como Señor.
Se podrían añadir otras citas: pienso en el capítulo 12 de la misma
carta a los Corintios, donde san Pablo dice: “Nadie puede decir “Jesús es
Señor” sino con el Espíritu Santo” (1 Co 12, 3). Así declara que esta es la
confesión fundamental de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo.
Podríamos pensar también en el capítulo 10 de la carta a los Romanos,
donde el Apóstol dice: “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor...”
(Rm 10, 9), recordando también a los cristianos de Roma que las palabras
“Jesús es el Señor” constituyen la confesión común de la Iglesia, el
fundamento seguro de toda la vida de la Iglesia. A partir de esas palabras
se ha desarrollado toda la confesión del Credo apostólico, del Credo
niceno. En otro pasaje de la primera carta a los Corintios san Pablo
afirma también: “Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en
el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores,
para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden
todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien
son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Co 8, 5-6).
Así, desde el inicio, los discípulos reconocieron que Jesús resucitado
es nuestro hermano en la humanidad y que también es totalmente uno con
Dios; que con su venida al mundo, con toda su vida, con su muerte y su
resurrección, nos trajo a Dios, hizo presente a Dios en el mundo de modo
nuevo y único; y que, por tanto, da sentido y esperanza a nuestra vida: en
él encontramos el verdadero rostro de Dios, que realmente necesitamos
para vivir.
Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio quiere decir
ayudar a nuestros hermanos, o mejor, ayudarnos mutuamente a entablar
una relación viva con Cristo y con el Padre. Esta ha sido desde el inicio la
tarea fundamental de la Iglesia, como comunidad de los creyentes, de los
discípulos y de los amigos de Jesús. La Iglesia, cuerpo de Cristo y templo
del Espíritu Santo, es la compañía fiable en la que hemos sido
engendrados y educados para llegar a ser, en Cristo, hijos y herederos de
218
Dios. En ella recibimos al Espíritu, “que nos hace exclamar: ¡Abbá,
Padre!” (cf. Rm 8, 14-17).
En la homilía de san Agustín hemos escuchado que Dios no está lejos,
que se ha hecho “camino” y que el “camino” mismo vino a nosotros.
Dice: “Levántate, perezoso, y comienza a caminar”. Comenzar a caminar
quiere decir emprender el “camino” que es Cristo mismo, en compañía de
los creyentes; quiere decir caminar ayudándonos los unos a los otros a ser
realmente amigos de Jesucristo e hijos de Dios.
Como nos enseña la experiencia diaria —lo sabemos todos—, educar
en la fe hoy no es una empresa fácil. En realidad, hoy cualquier labor de
educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una
gran “emergencia educativa”, de la creciente dificultad que se encuentra
para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la
existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en
la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás
organismos que tienen finalidades educativas.
Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable: en una
sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el
relativismo como su propio credo —el relativismo se ha convertido en una
especie de dogma—, falta la luz de la verdad, más aún, se considera
peligroso hablar de verdad, se considera “autoritario”, y se acaba por
dudar de la bondad de la vida —¿es un bien ser hombre?, ¿es un bien
vivir?— y de la validez de las relaciones y de los compromisos que
constituyen la vida.
Entonces, ¿cómo proponer a los más jóvenes y transmitir de
generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida, un auténtico
sentido y objetivos convincentes para la existencia humana, sea como
personas sea como comunidades? Por eso, por lo general, la educación
tiende a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades o
capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de
las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de
gratificaciones efímeras.
Así, tanto los padres como los profesores sienten fácilmente la
tentación de abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya ni
siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que les ha sido encomendada.
Pero precisamente así no ofrecemos a los jóvenes, a las nuevas
generaciones, lo que tenemos obligación de transmitirles. Con respecto a
ellos somos deudores también de los verdaderos valores que dan
fundamento a la vida.
Pero esta situación evidentemente no satisface, no puede satisfacer,
porque deja de lado la finalidad esencial de la educación, que es la
formación de la persona a fin de capacitarla para vivir con plenitud y
aportar su contribución al bien de la comunidad. Por eso, en muchas partes
se plantea la exigencia de una educación auténtica y el redescubrimiento
de la necesidad de educadores que lo sean realmente. Lo reclaman los
padres, preocupados y a menudo angustiados por el futuro de sus hijos; lo
reclaman tantos profesores que viven la triste experiencia de la
219
degradación de sus escuelas; lo reclama la sociedad en su conjunto, en
Italia y en muchas otras naciones, porque ve cómo a causa de la crisis de
la educación se ponen en peligro las bases mismas de la convivencia.
En ese contexto, el compromiso de la Iglesia de educar en la fe, en el
seguimiento y en el testimonio del Señor Jesús asume, más que nunca,
también el valor de una contribución para hacer que la sociedad en que
vivimos salga de la crisis educativa que la aflige, poniendo un dique a la
desconfianza y al extraño “odio de sí misma” que parece haberse
convertido en una característica de nuestra civilización.
Ahora bien, todo esto no disminuye la dificultad que encontramos para
llevar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes a encontrarse con
Cristo y a entablar con él una relación duradera y profunda. Sin embargo,
precisamente este es el desafío decisivo para el futuro de la fe, de la
Iglesia y del cristianismo, y por tanto es una prioridad esencial de nuestro
trabajo pastoral: acercar a Cristo y al Padre a la nueva generación, que
vive en un mundo en gran parte alejado de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, debemos ser siempre conscientes de
que no podemos realizar esa obra con nuestras fuerzas, sino sólo con el
poder del Espíritu Santo. Son necesarias la luz y la gracia que proceden de
Dios y actúan en lo más íntimo de los corazones y de las conciencias. Así
pues, para la educación y la formación cristiana son decisivas ante todo la
oración y nuestra amistad personal con Jesús, pues sólo quien conoce y
ama a Jesucristo puede introducir a sus hermanos en una relación vital con
él.
Impulsado precisamente por esta necesidad pensé: sería útil escribir un
libro que ayude a conocer a Jesús. No olvidemos nunca las palabras de
Jesús: “A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi
Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino
que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis
fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 15-16). Por eso, nuestras
comunidades sólo podrán trabajar con fruto y educar en la fe y en el
seguimiento de Cristo si son ellas mismas auténticas “escuelas” de oración
(cf. Novo millennio ineunte, 33), en las que se viva el primado de Dios.
Además, la educación, y especialmente la educación cristiana, es decir,
la educación para forjar la propia vida según el modelo de Dios, que es
amor (cf. 1 Jn 4, 8. 16), necesita la cercanía propia del amor. Sobre todo
hoy, cuando el aislamiento y la soledad son una condición generalizada, a
la que en realidad no ponen remedio el ruido y el conformismo de grupo,
resulta decisivo el acompañamiento personal, que da a quien crece la
certeza de ser amado, comprendido y acogido.
En concreto, este acompañamiento debe llevar a palpar que nuestra fe
no es algo del pasado, sino que puede vivirse hoy y que viviéndola
encontramos realmente nuestro bien. Así, a los muchachos y los jóvenes
se les puede ayudar a librarse de prejuicios generalizados y a darse cuenta
de que el modo cristiano de vivir es realizable y razonable, más aún, el
más razonable, con mucho.
220
Toda la comunidad cristiana, en sus múltiples articulaciones y
componentes, está llamada a cumplir la gran tarea de llevar a las nuevas
generaciones al encuentro con Cristo; por tanto, en este ámbito debe
expresarse y manifestarse con particular evidencia nuestra comunión con
el Señor y entre nosotros, nuestra disponibilidad y voluntad de trabajar
juntos, de “formar una red”, de colaborar todos con espíritu abierto y
sincero, comenzando por la valiosa contribución de las mujeres y los
hombres que han consagrado su vida a la adoración de Dios y a la
intercesión por los hermanos.
Sin embargo, es evidente que, en la educación y en la formación en la
fe, a la familia compete una misión propia y fundamental y una
responsabilidad primaria. En efecto, el niño que se asoma a la vida hace a
través de sus padres la primera y decisiva experiencia del amor, de un
amor que en realidad no es sólo humano, sino también un reflejo del amor
que Dios siente por él. Por eso, entre la familia cristiana, pequeña “iglesia
doméstica” (cf. Lumen gentium, 11), y la gran familia de la Iglesia debe
desarrollarse la colaboración más estrecha, ante todo en lo que atañe a la
educación de los hijos.
Así pues, todo lo realizado a lo largo de los tres años que nuestra
pastoral diocesana ha dedicado específicamente a la familia, no sólo se ha
de considerar como un fruto, sino que se ha de incrementar ulteriormente.
Por ejemplo, los intentos de implicar más a los padres e incluso a los
padrinos y madrinas antes y después del bautismo, para ayudarles a
entender y a cumplir su misión de educadores de la fe, ya han dado
resultados apreciables, y es preciso proseguirlos, convirtiéndolos en
patrimonio común de cada parroquia. Lo mismo vale para la participación
de las familias en la catequesis y en todo el itinerario de iniciación
cristiana de los niños y los adolescentes.
Desde luego, son muchas las familias que no están preparadas para
cumplir esa tarea; y algunas parecen poco interesadas en la educación
cristiana de sus hijos, o incluso son contrarias a ella: aquí se notan también
las consecuencias de la crisis de tantos matrimonios. Con todo, raramente
se encuentran padres totalmente indiferentes con respecto a la formación
humana y moral de sus hijos, y, por tanto, no dispuestos a dejarse ayudar
en una labor educativa que consideran cada vez más difícil.
Por consiguiente, se abre un espacio de compromiso y de servicio para
nuestras parroquias, oratorios, grupos juveniles y, ante todo, para las
mismas familias cristianas, llamadas a hacerse prójimo de otras familias a
fin de sostenerlas y asistirlas en la educación de los hijos, ayudándoles así
a recuperar el sentido y la finalidad de la vida de matrimonio. Pasemos
ahora a otros sujetos de la educación en la fe.
A medida que los muchachos crecen, aumenta naturalmente en ellos el
deseo de autonomía personal, que fácilmente, sobre todo en la
adolescencia, se transforma en un alejamiento crítico de la propia familia.
Entonces resulta especialmente importante la cercanía que pueden
garantizar el sacerdote, la religiosa, el catequista u otros educadores
221
capaces de hacer concreto para el joven el rostro amigo de la Iglesia y el
amor de Cristo.
Para que produzca efectos positivos duraderos, nuestra cercanía debe
ser consciente de que la relación educativa es un encuentro de libertades y
que la misma educación cristiana es formación en la auténtica libertad. De
hecho, no hay verdadera propuesta educativa que no conduzca, de modo
respetuoso y amoroso, a una decisión, y precisamente la propuesta
cristiana interpela a fondo la libertad, invitándola a la fe y a la conversión.
Como afirmé en la Asamblea eclesial de Verona, “una educación
verdadera debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy
se consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad
son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida,
especialmente para que madure el amor en toda su belleza; por
consiguiente, para dar consistencia y significado a nuestra libertad”
(Discurso del 19 de octubre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 10).
Los adolescentes y los jóvenes, cuando se sienten respetados y
tomados en serio en su libertad, a pesar de su inconstancia y fragilidad, se
muestran dispuestos a dejarse interpelar por propuestas exigentes; más
aún, se sienten atraídos y a menudo fascinados por ellas. También quieren
mostrar su generosidad en la entrega a los grandes valores perennes, que
constituyen el fundamento de la vida.
El auténtico educador también toma en serio la curiosidad intelectual
que existe ya en los niños y con el paso de los años asume formas más
conscientes. Con todo, el joven de hoy, estimulado y a menudo
confundido por la multiplicidad de informaciones y por el contraste de
ideas y de interpretaciones que se le proponen continuamente, conserva
dentro de sí una gran necesidad de verdad; por tanto, está abierto a
Jesucristo, que, como nos recuerda Tertuliano (De virginibus velandis, I,
1), “afirmó que es la verdad, no la costumbre”.
Debemos esforzarnos por responder a la demanda de verdad poniendo
sin miedo la propuesta de la fe en confrontación con la razón de nuestro
tiempo. Así ayudaremos a los jóvenes a ensanchar los horizontes de su
inteligencia, abriéndose al misterio de Dios, en el cual se encuentra el
sentido y la dirección de nuestra existencia, y superando los
condicionamientos de una racionalidad que sólo se fía de lo que puede ser
objeto de experimento y de cálculo. Por tanto, es muy importante
desarrollar lo que ya el año pasado llamamos la “pastoral de la
inteligencia”.
La labor educativa implica la libertad, pero también necesita autoridad.
Por eso, especialmente cuando se trata de educar en la fe, es central la
figura del testigo y el papel del testimonio. El testigo de Cristo no
transmite sólo informaciones, sino que está comprometido personalmente
con la verdad que propone, y con la coherencia de su vida resulta punto de
referencia digno de confianza. Pero no remite a sí mismo, sino a Alguien
que es infinitamente más grande que él, en quien ha puesto su confianza y
cuya bondad fiable ha experimentado.
222
Por consiguiente, el auténtico educador cristiano es un testigo cuyo
modelo es Jesucristo, el testigo del Padre que no decía nada de sí mismo,
sino que hablaba tal como el Padre le había enseñado (cf. Jn 8, 28). Esta
relación con Cristo y con el Padre es para cada uno de nosotros, queridos
hermanos y hermanas, la condición fundamental para ser educadores
eficaces en la fe.
Acertadamente, nuestra asamblea habla de educación no sólo en la fe y
en el seguimiento, sino también en el testimonio del Señor Jesús. Por
tanto, el testimonio activo de Cristo que se debe dar no sólo atañe a los
sacerdotes, a las religiosas y a los laicos que en nuestras comunidades
desempeñan tareas educativas, sino también a los mismos muchachos y
jóvenes, y a todos los que son educados en la fe.
La conciencia de estar llamados a ser testigos de Cristo no es, por
tanto, algo que se añade después, una consecuencia de algún modo externa
a la formación cristiana, como por desgracia se ha pensado a menudo y
también hoy se sigue pensando, sino, al contrario, es una dimensión
intrínseca y esencial de la educación en la fe y en el seguimiento, del
mismo modo que la Iglesia es misionera por su misma naturaleza (cf. Ad
gentes, 2).
Así pues, desde el inicio de la formación de los niños, para llegar, con
un itinerario progresivo, a la formación permanente de los cristianos
adultos, es necesario que arraiguen en el alma de los creyentes la voluntad
y la convicción de que participan en la vocación misionera de la Iglesia,
en todas las situaciones y circunstancias de su vida. No podemos guardar
para nosotros la alegría de la fe; debemos difundirla y transmitirla,
fortaleciéndola así en nuestro corazón.
Si la fe se transforma realmente en alegría por haber encontrado la
verdad y el amor, es inevitable sentir el deseo de transmitirla, de
comunicarla a los demás. Por aquí pasa, en gran medida, la nueva
evangelización a la que nos llamó nuestro amado Papa Juan Pablo II. Una
experiencia concreta, que podrá hacer crecer en los jóvenes de las
parroquias y de las diversas asociaciones eclesiales la voluntad de
testimoniar su fe, es la “Misión de los jóvenes” que estáis proyectando,
después del feliz resultado de la gran “Misión ciudadana”.
A la escuela católica corresponde una tarea muy importante en la
educación en la fe. En efecto, cumple su misión basándose en un proyecto
educativo que pone en el centro el Evangelio y lo tiene como punto de
referencia decisivo para la formación de la persona y para toda la
propuesta cultural. Por tanto, la escuela católica, en convencida
colaboración con las familias y con la comunidad eclesial, trata de
promover la unidad entre la fe, la cultura y la vida, que es objetivo
fundamental de la educación cristiana.
También las escuelas del Estado, de formas y modos diversos, pueden
ser sostenidas en su tarea educativa por la presencia de profesores
creyentes —en primer lugar, pero no exclusivamente, los profesores de
religión católica— y de alumnos cristianamente formados, así como por
la colaboración de muchas familias y por la misma comunidad cristiana.
223
La sana laicidad de la escuela, como de las demás instituciones del
Estado, no implica cerrarse a la Trascendencia y mantener una falsa
neutralidad respecto de los valores morales que están en la base de una
auténtica formación de la persona. Lo mismo se puede decir,
naturalmente, de las universidades; y es un signo positivo que en Roma la
pastoral universitaria haya podido desarrollarse en todos los ateneos, tanto
entre los profesores como entre los alumnos, y se esté llevando a cabo una
fecunda colaboración entre las instituciones académicas civiles y
pontificias.
Hoy, más que en el pasado, la educación y la formación de la persona
sufren la influencia de los mensajes y del clima generalizado que
transmiten los grandes medios de comunicación y que se inspiran en una
mentalidad y cultura caracterizadas por el relativismo, el consumismo y
una falsa y destructora exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y de la
sexualidad. Por eso, precisamente por el gran “sí” que como creyentes en
Cristo decimos al hombre amado por Dios, no podemos desinteresarnos de
la orientación conjunta de la sociedad a la que pertenecemos, de las
tendencias que la impulsan y de las influencias positivas o negativas que
ejerce en la formación de las nuevas generaciones.
La presencia misma de la comunidad de los creyentes, su compromiso
educativo y cultural, el mensaje de fe, de confianza y de amor que
transmite, son en realidad un servicio inestimable al bien común y
especialmente a los muchachos y jóvenes que se están formando y
preparando para la vida.
Queridos hermanos y hermanas, hay un último punto sobre el que
quiero atraer vuestra atención: es sumamente importante para la misión
de la Iglesia y exige nuestro compromiso y ante todo nuestra oración. Me
refiero a las vocaciones a seguir más de cerca al Señor Jesús en el
sacerdocio ministerial y en la vida consagrada. En los últimos decenios la
diócesis de Roma ha recibido el don de muchas ordenaciones sacerdotales,
que han permitido colmar las lagunas del período anterior y también salir
al encuentro de las solicitudes de no pocas Iglesias hermanas
necesitadas de clero; pero las señales más recientes parecen menos
favorables y estimulan a toda nuestra comunidad diocesana a seguir
pidiendo al Señor, con humildad y confianza, obreros para su mies (cf.
Mt 9, 37-38, Lc 10, 2).
De manera siempre delicada y respetuosa, pero también clara y
valiente, debemos dirigir una peculiar invitación al seguimiento de Jesús a
los chicos y chicas que parecen más atraídos y fascinados por la amistad
con él. Desde esta perspectiva, la diócesis destinará a algunos nuevos
sacerdotes específicamente al servicio de las vocaciones, pero sabemos
bien que en este campo son decisivas la oración y la calidad del conjunto
de nuestro testimonio cristiano, el ejemplo de vida de los sacerdotes y de
las almas consagradas, y la generosidad de las personas llamadas y de las
familias de las que proceden.
Queridos hermanos y hermanas, os dejo estas reflexiones como
contribución para el diálogo de estas tardes y para el trabajo del próximo
224
año pastoral. Que el Señor nos conceda siempre la alegría de creer en él,
de crecer en su amistad, de seguirlo en el camino de la vida y de dar
testimonio de él en todas las situaciones, de forma que podamos transmitir
a quienes vengan después de nosotros la inmensa riqueza y belleza de la fe
en Jesucristo.

ENCUENTRO ENTRE FE Y CULTURA


070615. Discurso. Pontificio Consejo para la Cultura
Queridos hermanos y hermanas, la historia de la Iglesia es también
inseparablemente historia de la cultura y del arte. Obras como la Summa
Theologiae, de santo Tomás de Aquino, la Divina Comedia, la catedral de
Chartres, la Capilla Sixtina o las cantatas de Juan Sebastián Bach,
constituyen síntesis, a su modo inigualables, entre fe cristiana y expresión
humana. Pero si bien estas son, por decirlo así, las cumbres de dicha
síntesis entre fe y cultura, su encuentro se realiza diariamente en la vida y
en el trabajo de todos los bautizados, en esa obra de arte oculta que es la
historia de amor de cada uno con el Dios vivo y con los hermanos, en la
alegría y en el empeño de seguir a Jesucristo en la cotidianidad de la
existencia.
Hoy, más que nunca, la apertura recíproca entre las culturas es un
terreno privilegiado para el diálogo entre hombres comprometidos en la
búsqueda de un humanismo auténtico, por encima de las divergencias que
los separan. También en el campo cultural el cristianismo ha de ofrecer a
todos la fuerza de renovación y de elevación más poderosa, es decir, el
amor de Dios que se hace amor humano.
En la carta de creación del Consejo pontificio para la cultura, el Papa
Juan Pablo II escribió precisamente: “El amor es como una fuerza
escondida en el corazón de las culturas, para estimularlas a superar su
finitud irremediable, abriéndose a Aquel que es su fuente y su término, y
para enriquecerlas de plenitud, cuando se abren a su gracia” (Carta al
cardenal secretario de Estado Agostino Casaroli, 20 de mayo de 1982:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de junio de 1982, p.
19).

CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO


070617. Homilía. VIII Centenario de Conversión. Asís
¿Qué nos dice hoy el Señor, mientras celebramos la Eucaristía en el
sugestivo escenario de esta plaza, en la que convergen ocho siglos de
santidad, de devoción, de arte y de cultura, vinculados al nombre de san
Francisco de Asís? Hoy aquí todo habla de conversión.
Hablar de conversión significa penetrar en el núcleo del mensaje
cristiano y a la vez en las raíces de la existencia humana. La palabra de
Dios que se acaba de proclamar nos ilumina, poniéndonos ante los ojos
tres figuras de convertidos.
225
La primera es la de David. El pasaje que se refiere a él, tomado del
segundo libro de Samuel, nos presenta uno de los diálogos más dramáticos
del Antiguo Testamento. En el centro de este diálogo está un veredicto
tajante, con el que la palabra de Dios, proferida por el profeta Natán, pone
al descubierto a un rey que había alcanzado la cumbre de su éxito político,
pero que había caído también en lo más bajo de su vida moral.
Para captar la tensión dramática de este diálogo, es preciso tener
presente el horizonte histórico y teológico en el que se sitúa. Se trata de un
horizonte marcado por la historia de amor con la que Dios elige a Israel
como su pueblo, entablando con él una alianza y preocupándose de
asegurarle tierra y libertad. David es un eslabón de esta historia de
solicitud constante de Dios por su pueblo. Es elegido en un momento
difícil y es puesto al lado del rey Saúl, para convertirse en su sucesor. El
plan de Dios atañe también a su descendencia, vinculada al proyecto
mesiánico, que tendrá en Cristo, “hijo de David”, su plena realización.
De este modo, la figura de David es imagen de grandeza histórica y a
la vez religiosa. Por eso, con esa grandeza contrasta mucho más la bajeza
en la que cae cuando, cegado de pasión por Betsabé, se la arrebata a su
esposo, uno de sus más fieles guerreros, y ordena fríamente que sea
asesinado. Es un acto estremecedor: ¿cómo puede un elegido de Dios caer
tan bajo? Realmente, el hombre es grandeza y miseria. Es grandeza,
porque lleva en sí la imagen de Dios y es objeto de su amor; y es miseria,
porque puede hacer mal uso de la libertad, su gran privilegio, acabando
por volverse contra su Creador.
El veredicto de Dios sobre David, pronunciado por Natán, ilumina las
fibras íntimas de la conciencia, donde no cuentan los ejércitos, el poder, la
opinión pública, sino donde estamos a solas con Dios. “Tú eres ese
hombre”. Estas palabras desvelan a David su culpabilidad. Profundamente
afectado por estas palabras, el rey siente un arrepentimiento sincero y se
abre al ofrecimiento de la misericordia. Es el camino de la conversión.
Hoy es san Francisco quien nos invita a seguir este camino, como
David. Por lo que narran sus biógrafos, en sus años juveniles nada permite
pensar en caídas tan graves como la del antiguo rey de Israel. Pero el
mismo Francisco, en el Testamento redactado en los últimos meses de su
vida, considera sus primeros veinticinco años como un tiempo en que
“vivía en los pecados” (cf. 2 Test 1: FF 110). Más allá de las expresiones
concretas, consideraba pecado concebir su vida y organizarla totalmente
centrada en él mismo, siguiendo vanos sueños de gloria terrena. Cuando
era el “rey de las fiestas” entre los jóvenes de Asís (cf. 2 Cel I, 3, 7: FF
588), no le faltaba una natural generosidad de espíritu. Pero esa
generosidad estaba muy lejos del amor cristiano que se entrega sin
reservas a los demás.
Como él mismo recuerda, le resultaba amargo ver a los leprosos. El
pecado le impedía vencer la repugnancia física para reconocer en ellos a
hermanos que era preciso amar. La conversión lo llevó a practicar la
misericordia y a la vez le alcanzó misericordia. Servir a los leprosos,
llegando incluso a besarlos, no sólo fue un gesto de filantropía, una
226
conversión —por decirlo así— “social”, sino una auténtica experiencia
religiosa, nacida de la iniciativa de la gracia y del amor de Dios: “El Señor
—dice— me llevó hasta ellos” (2 Test 2: FF 110). Fue entonces cuando la
amargura se transformó en “dulzura de alma y de cuerpo” (2 Test 3: FF
110).
Sí, mis queridos hermanos y hermanas, convertirnos al amor es pasar
de la amargura a la “dulzura”, de la tristeza a la alegría verdadera. El
hombre es realmente él mismo, y se realiza plenamente, en la medida en
que vive con Dios y de Dios, reconociéndolo y amándolo en sus
hermanos. En el pasaje de la carta a los Gálatas destaca otro aspecto del
camino de conversión. Nos lo explica otro gran convertido, el apóstol san
Pablo. El contexto de sus palabras es el debate que surgió en la comunidad
primitiva: en ella muchos cristianos procedentes del judaísmo tendían a
unir la salvación a la realización de las obras de la antigua Ley,
desvirtuando así la novedad de Cristo y la universalidad de su mensaje.
San Pablo se sitúa como testigo y pregonero de la gracia. En el camino
de Damasco, el rostro resplandeciente y la voz fuerte de Cristo lo habían
arrancado de su celo violento de perseguidor y habían encendido en él un
nuevo celo por el Crucificado, que reconcilia en su cruz a los que están
cerca y a los que están lejos (cf. Ef 2, 11-22). San Pablo había
comprendido que en Cristo toda la ley está cumplida y que quien sigue a
Cristo se une a él y cumple la ley. Llevar a Cristo, y con Cristo al único
Dios, a todas las naciones se había convertido en su misión. En efecto,
Cristo “es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el
muro que los separaba...” (Ef 2, 14)
Su personalísima confesión de amor expresa al mismo tiempo la
esencia común de la vida cristiana: “La vida que vivo al presente en la
carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Ga 2, 20). Y ¿cómo se puede responder a este amor sino
abrazando a Cristo crucificado, hasta vivir de su misma vida? “Estoy
crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en
mí” (Ga 2, 19-20).
Al decir que está crucificado con Cristo, san Pablo no sólo alude a su
nuevo nacimiento en el bautismo, sino a toda su vida al servicio de Cristo.
Este nexo con su vida apostólica se pone claramente de manifiesto en las
palabras conclusivas de su defensa de la libertad cristiana al final de la
carta a los Gálatas: “En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi
cuerpo los estigmas de Jesús” (Ga 6, 17).
Es la primera vez, en la historia del cristianismo, que aparecen las
palabras “estigmas de Jesús”. En la disputa sobre el modo correcto de ver
y de vivir el Evangelio, al final, no deciden los argumentos de nuestro
pensamiento; lo que decide es la realidad de la vida, la comunión vivida y
sufrida con Jesús, no sólo en las ideas o en las palabras, sino hasta en lo
más profundo de la existencia, implicando también el cuerpo, la carne.
Los cardenales recibidos en una larga historia de pasión son el
testimonio de la presencia de la cruz de Jesús en el cuerpo de san Pablo,
son sus estigmas. Así puede decir que no es la circuncisión la que lo
227
salva: los estigmas son la consecuencia de su bautismo, la expresión de su
morir con Jesús día a día, la señal segura de ser una nueva criatura (cf. Ga
6, 15).
Por lo demás, al utilizar la palabra “estigmas”, san Pablo alude a la
costumbre antigua de grabar en la piel del esclavo el sello de su
propietario. Así el esclavo era “estigmatizado” como propiedad de su amo
y quedaba bajo su protección. La señal de la cruz, grabada en largas
pasiones en la piel de san Pablo, es su orgullo: lo legitima como verdadero
esclavo de Jesús, protegido por el amor del Señor.
Queridos amigos, san Francisco de Asís nos repite hoy todas estas
palabras de san Pablo con la fuerza de su testimonio. Desde que el rostro
de los leprosos, amados por amor a Dios, le hizo intuir de algún modo el
misterio de la “kénosis” (cf. Flp 2, 7), el abajamiento de Dios en la carne
del Hijo del hombre, y desde que la voz del Crucifijo de San Damián le
puso en su corazón el programa de su vida: “Ve, Francisco, y repara mi
casa” (2 Cel I, 6, 10: FF 593), su camino no fue más que el esfuerzo
diario de configurarse con Cristo. Se enamoró de Cristo. Las llagas del
Crucificado hirieron su corazón, antes de marcar su cuerpo en la Verna.
Por eso pudo decir con san Pablo: ”Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien
vive en mí” (Ga 2, 20).
Llegamos ahora al corazón evangélico de la palabra de Dios de hoy.
Jesús mismo, en el pasaje del evangelio de san Lucas que se acaba de leer,
nos explica el dinamismo de la auténtica conversión, señalándonos como
modelo a la mujer pecadora rescatada por el amor. Se debe reconocer que
esta mujer actuó con gran osadía. Su modo de comportarse ante Jesús,
bañando con lágrimas sus pies y secándolos con sus cabellos, besándolos
y ungiéndolos con perfume, tenía que escandalizar a quienes
contemplaban a personas de su condición con la mirada despiadada de un
juez.
Impresiona, por el contrario, la ternura con que Jesús trata a esta mujer,
a la que tantos explotaban y todos juzgaban. Ella encontró, por fin, en
Jesús unos ojos puros, un corazón capaz de amar sin explotar. En la
mirada y en el corazón de Jesús recibió la revelación de Dios Amor.
Para evitar equívocos, conviene notar que la misericordia de Jesús no
se manifiesta poniendo entre paréntesis la ley moral. Para Jesús el bien es
bien y el mal es mal. La misericordia no cambia la naturaleza del pecado,
pero lo quema en un fuego de amor. Este efecto purificador y sanador se
realiza si hay en el hombre una correspondencia de amor, que implica el
reconocimiento de la ley de Dios, el arrepentimiento sincero, el propósito
de una vida nueva. A la pecadora del Evangelio se le perdonó mucho
porque amó mucho. En Jesús Dios viene a darnos amor y a pedirnos amor.
Queridos hermanos y hermanas, ¿qué fue la vida de Francisco
convertido sino un gran acto de amor? Lo manifiestan sus fervientes
oraciones, llenas de contemplación y de alabanza, su tierno abrazo al Niño
divino en Greccio, su contemplación de la pasión en la Verna, su “vivir
según la forma del santo Evangelio” (2 Test 14: FF 116), su elección de la
pobreza y su búsqueda de Cristo en el rostro de los pobres.
228
Esta es su conversión a Cristo, hasta el deseo de “transformarse” en él,
llegando a ser su imagen acabada, que explica su manera típica de vivir,
en virtud de la cual se nos presenta tan actual, incluso respecto de los
grandes temas de nuestro tiempo, como la búsqueda de la paz, la
salvaguardia de la naturaleza y la promoción del diálogo entre todos los
hombres. San Francisco es un auténtico maestro en estas cosas. Pero lo es
a partir de Cristo, pues Cristo es “nuestra paz” (cf. Ef 2, 14). Cristo es el
principio mismo del cosmos, porque en él todo ha sido hecho (cf. Jn 1, 3).
Cristo es la verdad divina, el “Logos” eterno, en el que todo “dia-logos”
en el tiempo tiene su último fundamento. San Francisco encarna
profundamente esta verdad “cristológica” que está en la raíz de la
existencia humana, del cosmos y de la historia.
No puedo olvidar, en este contexto, la iniciativa de mi predecesor, de
santa memoria, Juan Pablo II, el cual quiso reunir aquí, en 1986, a los
representantes de las confesiones cristianas y de las diversas religiones del
mundo, para un encuentro de oración por la paz. Fue una intuición
profética y un momento de gracia, como reafirmé hace algunos meses en
mi carta al obispo de esta ciudad con ocasión del vigésimo aniversario de
ese acontecimiento.
La decisión de celebrar ese encuentro en Asís estaba sugerida
precisamente por el testimonio de san Francisco como hombre de paz, al
que tantos miran con simpatía incluso desde otras posiciones culturales y
religiosas. Al mismo tiempo, la luz del Poverello sobre esa iniciativa era
una garantía de autenticidad cristiana, ya que su vida y su mensaje se
apoyan tan visiblemente en la opción de Cristo, que rechazan a priori
cualquier tentación de indiferentismo religioso, que no tiene nada que ver
con el auténtico diálogo interreligioso.
El “espíritu de Asís”, que desde ese acontecimiento se sigue
difundiendo por el mundo, se opone al espíritu de violencia, al abuso de la
religión como pretexto para la violencia. Asís nos dice que la fidelidad a la
propia convicción religiosa, sobre todo la fidelidad a Cristo crucificado y
resucitado, no se manifiesta con violencia e intolerancia, sino con un
sincero respeto a los demás, con el diálogo, con un anuncio que apela a la
libertad y a la razón, con el compromiso por la paz y la reconciliación.
No podría ser actitud evangélica ni franciscana no lograr conjugar la
acogida, el diálogo y el respeto a todos con la certeza de fe que todo
cristiano, al igual que el santo de Asís, debe cultivar, anunciando a Cristo
como camino, verdad y vida del hombre (cf. Jn 14, 6), único Salvador del
mundo.
Que san Francisco de Asís obtenga a esta Iglesia particular, a las
Iglesias que están en Umbría, a toda la Iglesia que está en Italia, de la que
él, juntamente con santa Catalina de Siena, es patrono, y a todos los que
en el mundo se remiten a él, la gracia de una auténtica y plena conversión
al amor de Cristo.

LA VIDA ES UNA ASCENSIÓN DE SUCESIVAS


CONVERSIONES
229
070527. A las clarisas capuchinas alemanas de Asís
Agradezco y me alegra mucho que la Providencia haya querido que,
hace siglos, se fundara este convento, que siga viviendo, que de Alemania,
y especialmente de Baviera, sigan llegando muchachas jóvenes para
recorrer, en comunión con san Francisco, el camino del Señor: un camino
de pobreza, castidad, obediencia, y sobre todo un camino de amor a Cristo
y a su Iglesia.
Sé que oráis mucho por mí y por toda la Iglesia. Saber que detrás de
mí hay muchas personas que oran, muchas queridas religiosas que oran y
sostienen mi actividad desde dentro, constituye para mí un consuelo
constante. Por eso, siento la necesidad de agradecer su oración.
Este año celebramos la conversión de san Francisco. Sabemos que
siempre tenemos necesidad de conversión. Sabemos que toda la vida es
una ascensión, a menudo fatigosa pero siempre hermosa, de sucesivas
conversiones. Sabemos que, de este modo, día tras día, nos acercamos
cada vez más al Señor.
San Francisco nos muestra también que en su vida, desde su primer
encuentro profundo con el Crucifijo de San Damián, progresó cada vez
más en la comunión con Cristo, hasta llegar a ser uno con él recibiendo los
estigmas. Por eso buscamos, por eso luchamos: para escuchar cada vez
mejor su voz, para que su voz penetre cada vez más en nuestro corazón,
para que modele cada vez más nuestra vida, de forma que lleguemos a ser
desde dentro semejantes a él y la Iglesia sea viva en nosotros.
Del mismo modo que María era una Iglesia viva, así vosotras, orando,
creyendo, esperando y amando os transformáis en Iglesia viva y de este
modo llegáis a ser una sola cosa con el único Señor.

LA CONVERSIÓN DEL JOVEN FRANCISCO


070617. Angelus
Hace ocho siglos, la ciudad de Asís difícilmente habría podido
imaginar el papel que la Providencia le asignaba, un papel que hoy la
convierte en una ciudad tan famosa en el mundo, un verdadero “lugar del
alma”. Le dio este carácter el acontecimiento que tuvo lugar aquí y que le
imprimió un signo indeleble. Me refiero a la conversión del joven
Francisco, que después de veinticinco años de vida mediocre y soñadora,
centrada en la búsqueda de alegrías y éxitos mundanos, se abrió a la
gracia, volvió a entrar en sí mismo y gradualmente reconoció en Cristo el
ideal de su vida. Mi peregrinación de hoy a Asís quiere recordar aquel
acontecimiento, para revivir su significado y su alcance.
Me he detenido con particular emoción en la iglesita de San Damián,
en la que san Francisco escuchó del Crucifijo estas palabras
programáticas: “Ve, Francisco, y repara mi casa (2 Cel I, 6, 10: FF 593).
Era una misión que comenzaba con la plena conversión de su corazón,
para transformarse después en levadura evangélica distribuida a manos
llenas en la Iglesia y en la sociedad.
230
En Rivotorto he visto el lugar donde, según la tradición, estaban
relegados aquellos leprosos a quienes el santo se acercó con misericordia,
iniciando así su vida de penitente, y también el santuario donde se evoca
la pobre morada de san Francisco y de sus primeros hermanos. He pasado
por la basílica de Santa Clara, la “plantita” de san Francisco, y esta tarde,
después de la visita a la catedral de Asís, iré a la Porciúncula, desde donde
san Francisco guió, a la sombra de María, los pasos de su fraternidad en
expansión, y donde exhaló su último suspiro. Allí me encontraré con los
jóvenes, para que el joven Francisco, convertido a Cristo, hable a su
corazón.
En este momento, desde la basílica de San Francisco, donde descansan
sus restos mortales, deseo hacer mías sobre todo sus palabras de alabanza:
“Altísimo, Omnipotente, buen Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el
honor y toda bendición” (Cántico del hermano sol 1: FF 263). San
Francisco de Asís es un gran educador de nuestra fe y de nuestra alabanza.
Al enamorarse de Jesucristo, encontró el rostro de Dios-Amor, y se
convirtió en su cantor apasionado, como verdadero “juglar de Dios”. A la
luz de las bienaventuranzas evangélicas se comprende la bondad con que
supo vivir las relaciones con los demás, presentándose a todos con
humildad y haciéndose testigo y constructor de paz.

FRANCISCO: LA DIMENSIÓN BAUTISMAL DE LA SANTIDAD


070617. A Sacerdotes y religiosos. Asís
Dado que he venido tras las huellas del Poverello, al hablar, mi punto
de partida será él. Pero, precisamente en el contexto de esta catedral, no
puedo menos de recordar a los demás santos que han ilustrado la vida de
esta Iglesia, desde su patrono san Rufino, a quien se añaden san Rinaldo y
el beato Ángel. Es evidente que junto a san Francisco se encuentra santa
Clara, cuya casa estaba precisamente al lado de esta catedral. Hace poco
he podido ver el baptisterio en el que, según la tradición, recibieron el
bautismo tanto san Francisco como santa Clara, y después san Gabriel de
la Dolorosa.
Este hecho me brinda la ocasión para hacer una primera reflexión. Hoy
hablamos de la conversión de san Francisco, pensando en la opción radical
de vida que hizo desde su juventud; sin embargo, no podemos olvidar que
su primera "conversión" tuvo lugar con el don del bautismo. La respuesta
plena que dio siendo adulto no fue más que la maduración del germen de
santidad que recibió entonces.
Es importante que en nuestra vida y en la propuesta pastoral tomemos
cada vez mayor conciencia de la dimensión bautismal de la santidad. Es
don y tarea para todos los bautizados. A esta dimensión hacía referencia
mi venerado y amado predecesor en la carta apostólica Novo millennio
ineunte cuando escribió: "Preguntar a un catecúmeno, "¿quieres recibir el
bautismo?", significa al mismo tiempo preguntarle: "¿quieres ser santo?""
(n. 31).
231
A los millones de peregrinos que pasan por estas calles atraídos por el
carisma de san Francisco es necesario ayudarles a captar el núcleo
esencial de la vida cristiana y a tender a su "alto grado", que es
precisamente la santidad. No basta que admiren a san Francisco: a través
de él deben encontrar a Cristo, para confesarlo y amarlo con "fe firme,
esperanza cierta y caridad perfecta" (Oración de san Francisco ante el
Crucifijo, 1: FF 276).
Los cristianos de nuestro tiempo tienen que afrontar cada vez con
mayor frecuencia la tendencia a aceptar un Cristo disminuido, admirado
en su humanidad extraordinaria, pero rechazado en el misterio profundo
de su divinidad. El mismo san Francisco sufre una especie de mutilación
cuando se lo cita como testigo de valores, ciertamente importantes,
apreciados por la cultura moderna, pero olvidando que la opción profunda,
podríamos decir el corazón de su vida, es la opción por Cristo.
En Asís es necesaria, hoy más que nunca, una línea pastoral de alto
perfil. Con este fin hace falta que vosotros, sacerdotes y diáconos, y
vosotras, personas de vida consagrada, sintáis fuertemente el privilegio y
la responsabilidad de vivir en este territorio de gracia. Es verdad que todos
los que pasan por esta ciudad reciben un mensaje benéfico incluso sólo de
sus "piedras" y de su historia. Hablan radicalmente las piedras, pero eso
no os exime de una propuesta espiritual fuerte, que ayude también a
afrontar las numerosas seducciones del relativismo, que caracteriza a la
cultura de nuestro tiempo.
Asís tiene el don de atraer a personas de muchas culturas y religiones,
en nombre de un diálogo que constituye un valor irrenunciable. Juan Pablo
II unió su nombre a esta imagen de Asís como ciudad del diálogo y de la
paz. A este respecto, me complace que hayáis querido honrar la memoria
de su relación especial con esta ciudad también dedicándole una sala con
cuadros que lo representan precisamente al lado de esta catedral. Para Juan
Pablo II era claro que la vocación de Asís al diálogo está vinculada al
mensaje de san Francisco, y debe seguir estando muy arraigada en los
pilares de su espiritualidad.
En san Francisco todo parte de Dios y vuelve a Dios. Sus Alabanzas al
Dios altísimo manifiestan un alma en diálogo constante con la Trinidad.
Su relación con Cristo encuentra en la Eucaristía su lugar más
significativo. Incluso el amor al prójimo se desarrolla a partir de la
experiencia y del amor a Dios. Cuando, en el Testamento, recuerda cómo
su acercamiento a los leprosos fue el inicio de su conversión, subraya que
a ese abrazo de misericordia fue llevado por Dios mismo (cf. 2 Test 2: FF
110).
Los diversos testimonios biográficos concuerdan en describir su
conversión como un progresivo abrirse a la Palabra que viene de lo alto.
Aplica la misma lógica cuando pide y da limosna con la motivación del
amor a Dios (cf. 2 Cel 47, 77: FF 665). Su mirada a la naturaleza es, en
realidad, una contemplación del Creador en la belleza de las criaturas.
Incluso su deseo de paz toma forma de oración, ya que le fue revelado el
modo como debía formularlo: "El Señor te dé la paz" (2 Test: FF 121).
232
San Francisco es un hombre para los demás, porque en el fondo es un
hombre de Dios. Querer separar, en su mensaje, la dimensión "horizontal"
de la "vertical" significa hacer irreconocible a san Francisco.
A vosotros, ministros del Evangelio y del altar; a vosotros, religiosos y
religiosas, os corresponde la tarea de llevar a cabo un anuncio de la fe
cristiana a la altura de los desafíos actuales. Tenéis una gran historia y
deseo expresar mi aprecio por lo que ya hacéis. Aunque hoy vuelvo a Asís
como Papa, vosotros sabéis que no es la primera vez que visito esta
ciudad, y que siempre me he llevado una buena impresión de ella. Es
necesario que vuestra tradición espiritual y pastoral siga arraigada en sus
valores perennes y al mismo tiempo se renueve para dar una respuesta
auténtica a los nuevos interrogantes.
Por eso, deseo animaros a seguir con confianza el plan pastoral que
vuestro obispo os ha propuesto. En él se señalan las grandes y exigentes
perspectivas de la comunión, la caridad, la misión, subrayando que
hunden sus raíces en una auténtica conversión a Cristo. La lectio divina, el
carácter central de la Eucaristía, la liturgia de las Horas y la adoración
eucarística, la contemplación de los misterios de Cristo desde la
perspectiva mariana del rosario, aseguran el clima y la tensión espiritual
sin los cuales todos los compromisos pastorales, la vida fraterna, incluso
el compromiso en favor de los pobres, correrían el peligro de naufragar a
causa de nuestras fragilidades y de nuestro cansancio.
¡Ánimo, queridos hermanos! A esta ciudad, a esta comunidad eclesial,
mira con particular simpatía la Iglesia desde todas las regiones del mundo.
El nombre de san Francisco, acompañado por el de santa Clara, requiere
que esta ciudad se distinga por un particular impulso misionero. Pero,
precisamente por esto, también es necesario que esta Iglesia viva de una
intensa experiencia de comunión.
En esta perspectiva se sitúa el motu proprio Totius orbis con el que,
como ha mencionado vuestro obispo, establecí que las dos grandes
basílicas papales, la de San Francisco y la de Santa María de los Ángeles,
aunque sigan gozando de una atención especial de la Santa Sede a través
del legado pontificio, desde el punto de vista pastoral entren en la
jurisdicción del obispo de esta Iglesia. Me alegra mucho saber que el
nuevo camino se comenzó con una gran disponibilidad y colaboración, y
estoy seguro de que producirá abundantes frutos.
En realidad, era un camino ya maduro por varias razones. Lo sugería el
nuevo impulso que el concilio Vaticano II dio a la teología de la Iglesia
particular, mostrando cómo en ella se expresa el misterio de la Iglesia
universal. En efecto, las Iglesias particulares "están formadas a imagen de
la Iglesia universal: en ellas y a partir de ellas (in quibus et ex quibus)
existe la Iglesia católica, una y única" (Lumen gentium, 23). Hay una
relación mutua interior entre lo universal y lo particular. Las Iglesias
particulares, precisamente mientras viven su identidad de "porciones" del
pueblo de Dios, expresan también una comunión y una "diaconía" con
respecto a la Iglesia universal esparcida por el mundo, animada por el
Espíritu y servida por el ministerio de unidad del Sucesor de Pedro.
233
Esta apertura "católica" es propia de cada diócesis y marca, de algún
modo, todas las dimensiones de su vida, pero se acentúa cuando una
Iglesia dispone de un carisma que atrae y actúa más allá de sus confines. Y
¿cómo negar que ese es el carisma de san Francisco y de su mensaje? Los
numerosos peregrinos que vienen a Asís estimulan a esta Iglesia a ir más
allá de sí misma. Por otra parte, es indiscutible que san Francisco tiene
una relación especial con su ciudad. En cierto modo, Asís forma un cuerpo
con el camino de santidad de este gran hijo suyo. Lo demuestra la misma
peregrinación que estoy realizando, en la que estoy recorriendo muchos
lugares —ciertamente no todos— de la vida de san Francisco en esta
ciudad.
Asimismo, quiero subrayar que la espiritualidad de san Francisco de
Asís ayuda mucho, tanto para captar la universalidad de la Iglesia, que él
expresó en una particular devoción al Vicario de Cristo, como para
comprender el valor de la Iglesia particular, dado que fue fuerte y filial su
vínculo con el obispo de Asís. Es preciso redescubrir el valor no sólo
biográfico, sino también "eclesiológico", del encuentro del joven
Francisco con el obispo Guido, a cuyo discernimiento y en cuyas manos
entregó su opción de vida por Cristo, despojándose de todo (cf. 1 Cel I, 6,
14-15: FF 343-344).
La conveniencia de una gestión unitaria, como quedó establecida por
el motu proprio, se apoyaba también en la necesidad de una acción
pastoral más coordinada y eficaz. El concilio Vaticano II y el Magisterio
sucesivo subrayaron la necesidad de que las personas y las comunidades
de vida consagrada, incluso las de derecho pontificio, se inserten de modo
orgánico, de acuerdo con sus Constituciones y con las leyes de la Iglesia,
en la vida de la Iglesia particular (cf. Christus Dominus, 33-35; Código de
derecho canónico, cc. 678-680). Esas comunidades, aunque tienen
derecho a esperar que se acoja y respete su carisma, han de evitar vivir
como "islas"; deben integrarse con convicción y generosidad en el servicio
y en el plan pastoral adoptado por el obispo para toda la comunidad
diocesana.
Pienso en particular en vosotros, amadísimos sacerdotes,
comprometidos cada día, juntamente con los diáconos, al servicio del
pueblo de Dios. Vuestro entusiasmo, vuestra comunión, vuestra vida de
oración y vuestro generoso ministerio son indispensables. Puede suceder
que sintáis cansancio o miedo ante las nuevas exigencias y las nuevas
dificultades, pero debemos confiar en que el Señor nos dará la fuerza
necesaria para realizar lo que nos pide. Él —oramos y estamos seguros—
no permitirá que falten vocaciones, si las imploramos con la oración y a la
vez nos preocupamos de buscarlas y conservarlas con una pastoral juvenil
y vocacional llena de ardor e inventiva, capaz de mostrar la belleza del
ministerio sacerdotal.
Vosotras, personas consagradas, con vuestra vida dad razón de la
esperanza que habéis puesto en Cristo. Para esta Iglesia constituís una
gran riqueza, tanto en el ámbito de la pastoral parroquial como en
234
beneficio de tantos peregrinos que vienen a menudo a pediros
hospitalidad, esperando también un testimonio espiritual.
En particular vosotras, las monjas de clausura, mantened elevada la
antorcha de la contemplación. A cada una de vosotras deseo repetir las
palabras que santa Clara escribió en una carta a santa Inés de Bohemia,
pidiéndole que hiciera de Cristo su "espejo": "Mira cada día este espejo,
oh reina esposa de Jesucristo, y en él contempla continuamente tu
rostro..." (4 Lag 15: FF 2902).
Vuestra vida de ocultamiento y oración no os aleja del dinamismo
misionero de la Iglesia; al contrario, os sitúa en su corazón. Cuanto más
grandes son los desafíos apostólicos, tanto mayor es la necesidad de
vuestro carisma. Sed signos del amor de Cristo, al que puedan mirar todos
los demás hermanos y hermanas expuestos a las fatigas de la vida
apostólica y del compromiso laical en el mundo.

FRANCISCO: JESÚS ES SU TODO, Y LE BASTA


070617. Discurso. Jóvenes. Asís
Nos acoge aquí, con san Francisco, el corazón de la Madre, la "Virgen
hecha Iglesia", como él solía invocarla (cf. Saludo a la santísima Virgen
María, 1: FF 259). San Francisco sentía un cariño especial por la iglesita
de la Porciúncula, que se conserva en esta basílica de Santa María de los
Ángeles. Fue una de las iglesias que él se encargó de reparar en los
primeros años de su conversión y donde escuchó y meditó el Evangelio de
la misión (cf. 1 Cel I, 9, 22: FF 356). Después de los primeros pasos de
Rivotorto, puso aquí el "cuartel general" de la Orden, donde los frailes
pudieran resguardarse casi como en el seno materno, para renovarse y
volver a partir llenos de impulso apostólico. Aquí obtuvo para todos un
manantial de misericordia en la experiencia del "gran perdón", que todos
necesitamos. Por último, aquí vivió su encuentro con la "hermana muerte".
Queridos jóvenes, ya sabéis que el motivo que me ha traído a Asís ha
sido el deseo de revivir el camino interior de san Francisco, con ocasión
del VIII centenario de su conversión. Este momento de mi peregrinación
tiene un significado particular y he pensado en él como en la cumbre de
mi jornada. San Francisco habla a todos, pero sé que para vosotros, los
jóvenes, tiene un atractivo especial. Me lo confirma vuestra presencia tan
numerosa, así como las preguntas que habéis formulado. Su conversión
sucedió cuando estaba en la plenitud de su vitalidad, de sus experiencias,
de sus sueños. Había pasado veinticinco años sin encontrar el sentido de
su vida. Pocos meses antes de morir recordará ese período como el tiempo
en que "vivía en los pecados" (cf. 2 Test 1: FF 110).
¿En qué pensaba san Francisco al hablar de "pecado"? Con los datos
que nos dan las biografías, todas ellas con matices diferentes, no es fácil
determinarlo. Un buen retrato de su estilo de vida se encuentra en la
Leyenda de los tres compañeros, donde se lee: "Francisco era muy alegre
y generoso, dedicado a los juegos y a los cantos; vagaba por la ciudad de
Asís día y noche con amigos de su mismo estilo; era tan generoso en los
235
gastos, que en comidas y otras cosas dilapidaba todo lo que podía tener o
ganar" (3 Comp 1, 2: FF 1396).
¿De cuántos muchachos de nuestro tiempo no se podría decir algo
semejante? Además, hoy existe la posibilidad de ir a divertirse lejos de la
propia ciudad. En las iniciativas de diversión durante los fines de semana
participan numerosos jóvenes. Se puede "vagar" también virtualmente
"navegando" en internet, buscando informaciones o contactos de todo tipo.
Por desgracia, no faltan —más aún, son muchos, demasiados— los
jóvenes que buscan paisajes mentales tan fatuos como destructores en los
paraísos artificiales de la droga.
¿Cómo negar que son muchos los jóvenes, y no jóvenes, que sienten la
tentación de seguir de cerca la vida del joven Francisco antes de su
conversión? En ese estilo de vida se esconde el deseo de felicidad que
existe en el corazón humano. Pero, esa vida ¿podía dar la alegría
verdadera? Ciertamente, Francisco no la encontró. Vosotros mismos,
queridos jóvenes, podéis comprobarlo por propia experiencia. La verdad
es que las cosas finitas pueden dar briznas de alegría, pero sólo lo Infinito
puede llenar el corazón. Lo dijo otro gran convertido, san Agustín. "Nos
hiciste, Señor, para ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse
en ti" (Confesiones I, 1).
El mismo texto biográfico nos refiere que Francisco era más bien
vanidoso. Le gustaba vestir con elegancia y buscaba la originalidad (cf. 3
Comp 1, 2: FF 1396). En cierto modo, todos nos sentimos atraídos hacia
la vanidad, hacia la búsqueda de originalidad. Hoy se suele hablar de
"cuidar la imagen" o de "tratar de dar buena imagen". Para poder tener
éxito, aunque sea mínimo, necesitamos ganar crédito a los ojos de los
demás con algo inédito, original. En cierto aspecto, esto puede poner de
manifiesto un inocente deseo de ser bien acogidos. Pero a menudo se
infiltra el orgullo, la búsqueda desmesurada de nosotros mismos, el
egoísmo y el afán de dominio. En realidad, centrar la vida en nosotros
mismos es una trampa mortal: sólo podemos ser nosotros mismos si nos
abrimos en el amor, amando a Dios y a nuestros hermanos.
Un aspecto que impresionaba a los contemporáneos de Francisco era
también su ambición, su sed de gloria y de aventura. Esto fue lo que lo
llevó al campo de batalla, acabando prisionero durante un año en Perusa.
Una vez libre, esa misma sed de gloria lo habría llevado a Pulla, en una
nueva expedición militar, pero precisamente en esa circunstancia, en
Espoleto, el Señor se hizo presente en su corazón, lo indujo a volver sobre
sus pasos, y a ponerse seriamente a la escucha de su Palabra.
Es interesante observar cómo el Señor conquistó a Francisco
cogiéndole las vueltas, su deseo de afirmación, para señalarle el camino de
una santa ambición, proyectada hacia el infinito: "¿Quién puede serte más
útil, el señor o el siervo?" (3 Comp 2, 6: FF 1401), fue la pregunta que
sintió resonar en su corazón. Equivale a decir: ¿por qué contentarse con
depender de los hombres, cuando hay un Dios dispuesto a acogerte en su
casa, a su servicio regio?
236
Queridos jóvenes, me habéis hablado de algunos problemas de la
condición juvenil, de lo difícil que os resulta construiros un futuro, y sobre
todo de la dificultad que encontráis para discernir la verdad.
En el relato de la pasión de Cristo encontramos la pregunta de Pilato:
"¿Qué es la verdad?" (Jn 18, 38). Es la pregunta de un escéptico, que
dice: "Tú afirmas que eres la verdad, pero ¿qué es la verdad?". Así,
suponiendo que la verdad no se puede reconocer, Pilato da a entender:
"hagamos lo que sea más práctico, lo que tenga más éxito, en vez de
buscar la verdad". Luego condena a muerte a Jesús, porque actúa con
pragmatismo, buscando el éxito, su propia fortuna.
También hoy muchos dicen: "¿Qué es la verdad? Podemos encontrar
sus fragmentos, pero ¿cómo podemos encontrar la verdad?". Resulta
realmente arduo creer que Jesucristo es la verdad, la verdadera Vida, la
brújula de nuestra vida. Y, sin embargo, si caemos en la gran tentación de
comenzar a vivir únicamente según las posibilidades del momento, sin la
verdad, realmente perdemos el criterio y también el fundamento de la paz
común, que sólo puede ser la verdad. Y esta verdad es Cristo. La verdad
de Cristo se ha verificado en la vida de los santos de todos los siglos. Los
santos son la gran estela de luz que en la historia atestigua: esta es la vida,
este es el camino, esta es la verdad. Por eso, tengamos el valor de decir sí
a Jesucristo: "Tu verdad se ha verificado en la vida de tantos santos. Te
seguimos".
San Francisco escuchó la voz de Cristo en su corazón. Y ¿qué sucede?
Sucede que comprende que debe ponerse al servicio de los hermanos,
sobre todo de los que más sufren. Esta es la consecuencia de su primer
encuentro con la voz de Cristo.
Esta mañana, al pasar por Rivotorto, contemplé el lugar en donde,
según la tradición, se hallaban segregados los leprosos —los últimos, los
marginados—, con respecto a los cuales Francisco sentía una repugnancia
irresistible. Tocado por la gracia, les abrió su corazón. Y no sólo lo hizo
con un gesto piadoso de limosna, pues hubiera sido demasiado poco, sino
también besándolos y sirviéndolos. Él mismo confiesa que lo que antes le
resultaba amargo, se transformó para él en "dulzura de alma y de cuerpo"
(2 Test 3: FF 110).
Así pues, la gracia comienza a modelar a Francisco. Se fue haciendo
cada vez más capaz de fijar su mirada en el rostro de Cristo y de escuchar
su voz. Fue entonces cuando el Crucifijo de San Damián le dirigió la
palabra, invitándolo a una valiente misión: "Ve, Francisco, repara mi
casa, que, como ves, está totalmente en ruinas" (2 Cel I, 6, 10: FF 593).
Al visitar esta mañana San Damián, y luego la basílica de Santa Clara,
donde se conserva el Crucifijo original que habló a san Francisco, también
yo fijé mi mirada en los ojos de Cristo. Es la imagen de Cristo crucificado
y resucitado, vida de la Iglesia, que, si estamos atentos, nos habla también
a nosotros, como habló hace dos mil años a sus Apóstoles y hace
ochocientos años a san Francisco. La Iglesia vive continuamente de este
encuentro.
237
Sí, queridos jóvenes: dejemos que Cristo se encuentre con nosotros.
Fiémonos de él, escuchemos su palabra. Él no sólo es un ser humano
fascinante. Desde luego, es plenamente hombre, en todo semejante a
nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15). Pero también es mucho
más: Dios se hizo hombre en él y, por tanto, es el único Salvador, como
dice su nombre mismo: Jesús, o sea, "Dios salva".
A Asís se viene para aprender de san Francisco el secreto para
reconocer a Jesucristo y hacer experiencia de él. Según lo que narra su
primer biógrafo, esto es lo que sentía Francisco por Jesús: "Siempre
llevaba a Jesús en el corazón. Llevaba a Jesús en los labios, llevaba a
Jesús en los oídos, llevaba a Jesús en las manos, llevaba a Jesús en todos
los demás miembros... Más aún, muchas veces, encontrándose de viaje, al
meditar o cantar a Jesús, se olvidaba que estaba de viaje y se detenía a
invitar a todas las criaturas a alabar a Jesús" (1 Cel II, 9, 115: FF 115).
Así vemos cómo la comunión con Jesús abre también el corazón y los ojos
a la creación.
En definitiva, san Francisco era un auténtico enamorado de Jesús. Lo
encontraba en la palabra de Dios, en los hermanos, en la naturaleza, pero
sobre todo en su presencia eucarística. A este propósito, escribe en su
Testamento: "Del mismo altísimo Hijo de Dios no veo corporalmente
nada más que su santísimo Cuerpo y su santísima Sangre" (2 Test 10: FF
113). La Navidad de Greccio manifiesta la necesidad de contemplarlo en
su tierna humanidad de niño (cf. 1 Cel I, 30, 85-86: FF 469-470). La
experiencia de la Verna, donde recibió los estigmas, muestra hasta qué
grado de intimidad había llegado en su relación con Cristo crucificado.
Realmente pudo decir con san Pablo: "Para mí vivir es Cristo" (Flp 1,
21). Si se desprende de todo y elige la pobreza, el motivo de todo esto es
Cristo, y sólo Cristo. Jesús es su todo, y le basta.
Precisamente porque es de Cristo, san Francisco es también hombre de
Iglesia. El Crucifijo de San Damián le había pedido que reparara la casa
de Cristo, es decir, la Iglesia. Entre Cristo y la Iglesia existe una relación
íntima e indisoluble. Ciertamente, en la misión de Francisco, ser llamado a
repararla implicaba algo propio y original.
Al mismo tiempo, en el fondo, esa tarea no era más que la
responsabilidad que Cristo atribuye a todo bautizado. También a cada uno
de nosotros nos dice: "Ve y repara mi casa". Todos estamos llamados a
reparar, en cada generación, la casa de Cristo, la Iglesia. Y sólo actuando
así, la Iglesia vive y se embellece. Como sabemos, hay muchas maneras
de reparar, de edificar, de construir la casa de Dios, la Iglesia. Se edifica
con las diferentes vocaciones, desde la laical y familiar hasta la vida de
especial consagración y la vocación sacerdotal.
En este punto, quiero decir algo precisamente sobre esta última
vocación. San Francisco, que fue diácono, no sacerdote (cf. 1 Cel I, 30,
86: FF 470), sentía gran veneración por los sacerdotes. Aun sabiendo que
incluso en los ministros de Dios hay mucha pobreza y fragilidad, los veía
como ministros del Cuerpo de Cristo, y eso le bastaba para despertar en sí
mismo un sentido de amor, de reverencia y de obediencia (cf. 2 Test 6-
238
10: FF 112-113). Su amor a los sacerdotes es una invitación a redescubrir
la belleza de esta vocación, vital para el pueblo de Dios.
Queridos jóvenes, rodead de amor y gratitud a vuestros sacerdotes. Si
el Señor llamara a alguno de vosotros a este gran ministerio, o a alguna
forma de vida consagrada, no dudéis en decirle "sí". No es fácil, pero es
hermoso ser ministros del Señor, es hermoso gastar la vida por él.
El joven Francisco sintió un afecto realmente filial hacia su obispo, y
en sus manos, despojándose de todo, hizo la profesión de una vida ya
totalmente consagrada al Señor (cf. 1 Cel I, 6, 15: FF 344). Sintió de
modo especial la misión del Vicario de Cristo, al que sometió su Regla y
encomendó su Orden. En cierto sentido, el gran afecto que los Papas han
manifestado a Asís a lo largo de la historia es una respuesta al afecto que
san Francisco sintió por el Papa. Queridos jóvenes, a mí me alegra estar
aquí, siguiendo las huellas de mis predecesores, y en particular del amigo,
del amado Papa Juan Pablo II.
Como en círculos concéntricos, el amor de san Francisco a Jesús no
sólo se extiende a la Iglesia sino también a todas las cosas, vistas en Cristo
y por Cristo. De aquí nace el Cántico de las criaturas, en el que los ojos
descansan en el esplendor de la creación: desde el hermano sol hasta la
hermana luna, desde la hermana agua hasta el hermano fuego. Su mirada
interior se hizo tan pura y penetrante, que descubrió la belleza del Creador
en la hermosura de las criaturas. El Cántico del hermano sol, antes de ser
una altísima página de poesía y una invitación implícita a respetar la
creación, es una oración, una alabanza dirigida al Señor, al Creador de
todo.
A la luz de la oración se ha de ver también el compromiso de san
Francisco en favor de la paz. Este aspecto de su vida es de gran actualidad
en un mundo que tiene tanta necesidad de paz y no logra encontrar el
camino para alcanzarla. San Francisco fue un hombre de paz y un
constructor de paz. Lo pone de manifiesto también mediante la bondad
con que trató, aunque sin ocultar nunca su fe, con hombres de otras
creencias, como lo atestigua su encuentro con el Sultán (cf. 1 Cel I, 20,
57: FF 422).
Si hoy el diálogo interreligioso, especialmente después del concilio
Vaticano II, ha llegado a ser patrimonio común e irrenunciable de la
sensibilidad cristiana, san Francisco nos puede ayudar a dialogar
auténticamente, sin caer en una actitud de indiferencia ante la verdad o en
el debilitamiento de nuestro anuncio cristiano. Su actitud de hombre de
paz, de tolerancia, de diálogo, nacía siempre de la experiencia de Dios-
Amor. No es casualidad que su saludo de paz fuera una oración: "El
Señor te dé la paz" (2 Test 23: FF 121).
Queridos jóvenes, vuestra presencia aquí en tan gran número
demuestra que la figura de san Francisco habla a vuestro corazón. De buen
grado os vuelvo a presentar su mensaje, pero sobre todo su vida y su
testimonio. Es tiempo de jóvenes que, como Francisco, se lo tomen en
serio y sepan entrar en una relación personal con Jesús. Es tiempo de
239
mirar a la historia de este tercer milenio, recién comenzado, como a una
historia que necesita más que nunca ser fermentada por el Evangelio.
Hago mía, una vez más, la invitación que mi amado predecesor Juan
Pablo II solía dirigir, especialmente a los jóvenes: "Abrid las puertas a
Cristo". Abridlas como hizo san Francisco, sin miedo, sin cálculos, sin
medida. Queridos jóvenes, sed mi alegría, como lo habéis sido para Juan
Pablo II.

LAS ALMAS DE LOS JUSTOS ESTÁN EN LAS MANOS DE DIOS


070619. Homilía. Exequias del cardenal Angelo Felici
Así pues, mientras nos disponemos a despedir a este venerado
hermano nuestro, las palabras del libro de la Sabiduría que se acaban de
proclamar deben reavivar en nuestro corazón la luz de la confianza en el
Dios de la vida: “Las almas de los justos están en las manos de Dios” (Sb
3, 1). Sí, las almas de los amigos de Dios descansan en la paz de su
corazón. Esta certeza, que hemos de alimentar siempre, nos debe servir de
aviso constante para permanecer vigilantes en la oración y para perseverar
con humildad y fidelidad en el trabajo al servicio de la Iglesia. Sólo en
Dios encuentra descanso el alma del justo; sólo quien confía en él no
quedará confundido para siempre. “In te, Domine, speravi, non confundar
in aeternum”.
Seguramente el cardenal Angelo Felici esperó la muerte y se preparó
para ella con este espíritu y con esta conciencia. Entre sus objetos
personales se encontró un conmovedor testimonio. Una imagencita, que
representa a la Mater Salvatoris, venerada en la capilla del Pontificio
Colegio Leoniano —donde estudió en su juventud—, tiene en la parte
posterior esta invocación: “En ti, Señor, espero, y en tu santísima Madre;
que no quede confundido para siempre”.
¡Cuántas veces habrá repetido las palabras de esta oración, escrita de
su puño y letra en previsión de su muerte! Podemos considerarlas como el
testamento espiritual que nos deja: palabras que, mejor que cualquier otra
consideración, nos ayudan hoy a reflexionar y a orar.
El cardenal Angelo Felici consagró su vida y su muerte a la Madre del
Salvador y precisamente a ella queremos entregar su alma. Que María, a
quien este hermano nuestro amó e invocó como Madre tierna y solícita, lo
reciba ahora entre sus brazos como hijo amadísimo y lo acompañe al
encuentro con Cristo, que “con su victoria nos redime de la muerte y nos
llama consigo a una vida nueva” (cf. V Prefacio de difuntos). Amén.

UN NUEVO HUMANISMO PARA EUROPA


070623. Discurso. Encuentro Europeo de Profesores Universitarios
Me complace particularmente recibiros durante el primer Encuentro
europeo de profesores universitarios. Tiene lugar con ocasión del 50°
aniversario del Tratado de Roma, que dio vida a la actual Unión europea,
y entre sus participantes se cuentan profesores universitarios de todos los
240
países del continente, incluidos los del Cáucaso: Armenia, Georgia y
Azerbayán.
El tema de vuestro encuentro -"Un nuevo humanismo para Europa. El
papel de las Universidades"- invita a una atenta valoración de la cultura
contemporánea en el continente. En la actualidad, Europa está
experimentando cierta inestabilidad social y desconfianza ante los valores
tradicionales, pero su notable historia y sus sólidas instituciones
académicas pueden contribuir en gran medida a forjar un futuro de
esperanza. La "cuestión del hombre", que es central en vuestras
discusiones, es esencial para una comprensión correcta de los procesos
culturales actuales. También proporciona un sólido punto de partida para
el esfuerzo de las universidades por crear una nueva presencia cultural y
una actividad al servicio de una Europa más unida.
De hecho, promover un nuevo humanismo requiere una clara
comprensión de lo que esta "novedad" encarna actualmente. Lejos de ser
fruto de un deseo superficial de novedad, la búsqueda de un nuevo
humanismo debe tomar seriamente en cuenta el hecho de que Europa está
experimentado hoy un cambio cultural masivo, en el que los hombres y las
mujeres son cada vez más conscientes de que están llamados a
comprometerse activamente a forjar su historia. Históricamente, el
humanismo se desarrolló en Europa gracias a la interacción fructuosa
entre las diversas culturas de sus pueblos y la fe cristiana. Hoy Europa
debe conservar y recuperar su auténtica tradición, si quiere permanecer
fiel a su vocación de cuna del humanismo.
El actual cambio cultural se considera a menudo un "desafío" a la
cultura de la universidad y al cristianismo mismo, más que un "horizonte"
en el que se pueden y deben encontrar soluciones creativas. Vosotros,
como hombres y mujeres de educación superior, estáis llamados a
participar en esta ardua tarea, que requiere una reflexión continua sobre
una serie de cuestiones fundamentales.
Entre estas, quiero mencionar en primer lugar la necesidad de un
estudio exhaustivo de la crisis de la modernidad. Durante los últimos
siglos, la cultura europea ha estado condicionada fuertemente por la
noción de modernidad. Sin embargo, la crisis actual tiene menos que ver
con la insistencia de la modernidad en la centralidad del hombre y de sus
preocupaciones, que con los problemas planteados por un "humanismo"
que pretende construir un regnum hominis separado de su necesario
fundamento ontológico. Una falsa dicotomía entre teísmo y humanismo
auténtico, llevada al extremo de crear un conflicto irreconciliable entre la
ley divina y la libertad humana, ha conducido a una situación en la que la
humanidad, por todos sus progresos económicos y técnicos, se siente
profundamente amenazada.
Como afirmó mi predecesor el Papa Juan Pablo II, tenemos que
preguntarnos "si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este
progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente,
más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más
abierto a los demás" (Redemptor hominis, 15). El antropocentrismo que
241
caracteriza a la modernidad no puede separarse jamás de un
reconocimiento de la plena verdad sobre el hombre, que incluye su
vocación trascendente.
Una segunda cuestión implica el ensanchamiento de nuestra
comprensión de la racionalidad. Una correcta comprensión de los desafíos
planteados por la cultura contemporánea, y la formulación de respuestas
significativas a esos desafíos, debe adoptar un enfoque crítico de los
intentos estrechos y fundamentalmente irracionales de limitar el alcance
de la razón. El concepto de razón, en cambio, tiene que "ensancharse" para
ser capaz de explorar y abarcar los aspectos de la realidad que van más
allá de lo puramente empírico. Esto permitirá un enfoque más fecundo y
complementario de la relación entre fe y razón. El nacimiento de las
universidades europeas fue fomentado por la convicción de que la fe y la
razón están destinadas a cooperar en la búsqueda de la verdad, respetando
cada una la naturaleza y la legítima autonomía de la otra, pero trabajando
juntas de forma armoniosa y creativa al servicio de la realización de la
persona humana en la verdad y en el amor.
Una tercera cuestión que es necesario investigar concierne a la
naturaleza de la contribución que el cristianismo puede dar al humanismo
del futuro. La cuestión del hombre, y por consiguiente de la modernidad,
desafía a la Iglesia a idear medios eficaces para anunciar a la cultura
contemporánea el "realismo" de su fe en la obra salvífica de Cristo. El
cristianismo no debe ser relegado al mundo del mito y la emoción, sino
que debe ser respetado por su deseo de iluminar la verdad sobre el
hombre, de transformar espiritualmente a hombres y mujeres,
permitiéndoles así realizar su vocación en la historia.
Durante mi reciente viaje a Brasil expresé mi convicción de que "si no
conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en
un enigma indescifrable" (Discurso en la inauguración de la V
Conferencia general del Episcopado latinoamericano, 13 de mayo de
2007, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de
mayo de 2007, p. 9). El conocimiento no puede limitarse nunca al ámbito
puramente intelectual; también incluye una renovada habilidad para ver
las cosas sin prejuicios e ideas preconcebidas, y para poder "asombrarnos"
también nosotros ante la realidad, cuya verdad puede descubrirse uniendo
comprensión y amor. Sólo el Dios que tiene un rostro humano, revelado en
Jesucristo, puede impedirnos limitar la realidad en el mismo momento en
que exige niveles de comprensión siempre nuevos y más complejos. La
Iglesia es consciente de su responsabilidad de dar esta contribución a la
cultura contemporánea.
En Europa, como en todas partes, la sociedad necesita con urgencia el
servicio a la sabiduría que la comunidad universitaria proporciona. Este
servicio se extiende también a los aspectos prácticos de orientar la
investigación y la actividad a la promoción de la dignidad humana y a la
ardua tarea de construir la civilización del amor. Los profesores
universitarios, en particular, están llamados a encarnar la virtud de la
caridad intelectual, redescubriendo su vocación primordial a formar a las
242
generaciones futuras, no sólo con la enseñanza, sino también con el
testimonio profético de su vida.
La universidad, por su parte, jamás debe perder de vista su vocación
particular a ser una "universitas", en la que las diversas disciplinas, cada
una a su modo, se vean como parte de un unum más grande. ¡Cuán urgente
es la necesidad de redescubrir la unidad del saber y oponerse a la
tendencia a la fragmentación y a la falta de comunicabilidad que se da con
demasiada frecuencia en nuestros centros educativos! El esfuerzo por
reconciliar el impulso a la especialización con la necesidad de preservar la
unidad del saber puede estimular el crecimiento de la unidad europea y
ayudar al continente a redescubrir su "vocación" cultural específica en el
mundo de hoy. Sólo una Europa consciente de su propia identidad cultural
puede dar una contribución específica a otras culturas, permaneciendo
abierta a la contribución de otros pueblos.
Queridos amigos, espero que las universidades se conviertan cada vez
más en comunidades comprometidas en la búsqueda incansable de la
verdad, en "laboratorios de cultura", donde profesores y alumnos se unan
para investigar cuestiones de particular importancia para la sociedad,
empleando métodos interdisciplinarios y contando con la colaboración de
los teólogos. Esto puede realizarse fácilmente en Europa, dada la
presencia de tantas prestigiosas instituciones y facultades de teología
católicas. Estoy convencido de que una mayor cooperación y nuevas
formas de colaboración entre las diversas comunidades académicas
permitirán a las universidades católicas dar testimonio de la fecundidad
histórica del encuentro entre fe y razón. El resultado será una contribución
concreta a la consecución de los objetivos del Proceso de Bolonia, y un
incentivo a desarrollar un apostolado universitario adecuado en las
Iglesias locales. Las asociaciones y los movimientos eclesiales ya
comprometidos en el apostolado universitario pueden prestar un apoyo
eficaz a esos esfuerzos, que se han convertido cada vez más en una
preocupación de las Conferencias episcopales europeas (cf. Ecclesia in
Europa, 58-59).
Queridos amigos, ojalá que vuestras deliberaciones de estos días
resulten fructuosas y ayuden a construir una red activa de profesores
universitarios comprometidos a llevar la luz del Evangelio a la cultura
contemporánea.

SOLEMNIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA


070624. Ángelus
Hoy, 24 de junio, la liturgia nos invita a celebrar la solemnidad de la
Natividad de San Juan Bautista, cuya vida estuvo totalmente orientada a
Cristo, como la de su madre, María. San Juan Bautista fue el precursor, la
“voz” enviada a anunciar al Verbo encarnado. Por eso, conmemorar su
nacimiento significa en realidad celebrar a Cristo, cumplimiento de las
promesas de todos los profetas, entre los cuales el mayor fue el Bautista,
llamado a “preparar el camino” delante del Mesías (cf. Mt 11, 9-10).
243
Todos los Evangelios comienzan la narración de la vida pública de
Jesús con el relato de su bautismo en el río Jordán por obra de san Juan.
San Lucas encuadra la entrada en escena del Bautista en un marco
histórico solemne. También mi libro Jesús de Nazaret empieza con el
bautismo de Jesús en el Jordán, acontecimiento que tuvo enorme
resonancia en su tiempo.
De Jerusalén y de todas las partes de Judea la gente acudía para
escuchar a Juan Bautista y para hacerse bautizar por él en el río,
confesando sus pecados (cf. Mc 1, 5). La fama del profeta que bautizaba
creció hasta el punto de que muchos se preguntaban si él era el Mesías.
Pero él —subraya el evangelista— lo negó decididamente: “Yo no soy el
Cristo” (Jn 1, 20). En cualquier caso, es el primer “testigo” de Jesús,
habiendo recibido del cielo la indicación: “Aquel sobre quien veas que
baja el Espíritu y se queda sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu
Santo” (Jn 1, 33). Esto aconteció precisamente cuando Jesús, después de
recibir el bautismo, salió del agua: Juan vio bajar sobre él al Espíritu
como una paloma. Fue entonces cuando “conoció” la plena realidad de
Jesús de Nazaret, y comenzó a “manifestarlo a Israel” (Jn 1, 31),
señalándolo como Hijo de Dios y redentor del hombre: “Este es el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).
Como auténtico profeta, Juan dio testimonio de la verdad sin
componendas. Denunció las transgresiones de los mandamientos de Dios,
incluso cuando los protagonistas eran los poderosos. Así, cuando acusó de
adulterio a Herodes y Herodías, pagó con su vida, coronando con el
martirio su servicio a Cristo, que es la verdad en persona.
Invoquemos su intercesión, junto con la de María santísima, para que
también en nuestros días la Iglesia se mantenga siempre fiel a Cristo y
testimonie con valentía su verdad y su amor a todos.

PABLO: ¿CUÁNDO ES CREÍBLE LA ACCIÓN DE LA IGLESIA?


070628. Homilía. Vísperas en San Pablo Extramuros
En estas primeras Vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo
recordamos con gratitud a estos dos Apóstoles, cuya sangre, junto con la
de tantos otros testigos del Evangelio, ha fecundado la Iglesia de Roma.
Una antiquísima tradición, que se remonta a los tiempos apostólicos,
narra que precisamente a poca distancia de este lugar tuvo lugar su último
encuentro antes del martirio: los dos se habrían abrazado, bendiciéndose
recíprocamente. Y en el portal mayor de esta basílica están representados
juntos, con las escenas del martirio de ambos. Por tanto, desde el inicio, la
tradición cristiana ha considerado a san Pedro y san Pablo inseparables
uno del otro, aunque cada uno tuvo una misión diversa que cumplir: san
Pedro fue el primero en confesar la fe en Cristo; san Pablo obtuvo el don
de poder profundizar su riqueza. San Pedro fundó la primera comunidad
de cristianos provenientes del pueblo elegido; san Pablo se convirtió en el
apóstol de los gentiles. Con carismas diversos trabajaron por una única
causa: la construcción de la Iglesia de Cristo.
244
En el Oficio divino, la liturgia ofrece a nuestra meditación este
conocido texto de san Agustín: “En un solo día se celebra la fiesta de dos
apóstoles. Pero también ellos eran uno. Aunque fueron martirizados en
días diversos, eran uno. San Pedro fue el primero; lo siguió san Pablo. (...)
Por eso, celebramos este día de fiesta, consagrado para nosotros por la
sangre de los Apóstoles” (Disc. 295, 7. 8). Y san León Magno comenta:
“Con respecto a sus méritos y sus virtudes, mayores de lo que se pueda
decir, nada debemos pensar que los oponga, nada que los divida, porque la
elección los hizo similares, la prueba semejantes y la muerte iguales” (In
natali apostol., 69, 6-7).
En Roma, desde los primeros siglos, el vínculo que une a san Pedro y
san Pablo en la misión asumió un significado muy específico. Como la
mítica pareja de hermanos Rómulo y Remo, a los que se remontaba el
nacimiento de Roma, así san Pedro y san Pablo fueron considerados los
fundadores de la Iglesia de Roma. A este propósito, dirigiéndose a la
ciudad, san León Magno dice: “Estos son tus santos padres, tus
verdaderos pastores, que para hacerte digna del reino de los cielos,
edificaron mucho mejor y más felizmente que los que pusieron los
primeros cimientos de tus murallas” (Homilías 82, 7).
Por tanto, aunque humanamente eran diversos, y aunque la relación
entre ellos no estuviera exenta de tensiones, san Pedro y san Pablo
aparecen como los iniciadores de una nueva ciudad, como concreción de
un modo nuevo y auténtico de ser hermanos, hecho posible por el
Evangelio de Jesucristo. Por eso, se podría decir que hoy la Iglesia de
Roma celebra el día de su nacimiento, ya que los dos Apóstoles pusieron
sus cimientos. Y, además, Roma comprende hoy con mayor claridad cuál
es su misión y su grandeza. San Juan Crisóstomo escribe: “El cielo no es
tan espléndido cuando el sol difunde sus rayos como la ciudad de
Roma, que irradia el esplendor de aquellas antorchas ardientes (san Pedro
y san Pablo) por todo el mundo... Este es el motivo por el que amamos a
esta ciudad... por estas dos columnas de la Iglesia” (Comm. a Rm 32).
Al apóstol san Pedro lo recordaremos particularmente mañana,
celebrando el divino sacrificio en la basílica vaticana, edificada en el lugar
donde sufrió el martirio. Esta tarde nuestra mirada se dirige a san Pablo,
cuyas reliquias se custodian con gran veneración en esta basílica. Al inicio
de la carta a los Romanos, como acabamos de escuchar, saluda a la
comunidad de Roma presentándose como “siervo de Cristo Jesús, apóstol
por vocación” (Rm 1, 1). Utiliza el término siervo, en griego doulos, que
indica una relación de pertenencia total e incondicional a Jesús, el Señor, y
que traduce el hebreo 'ebed, aludiendo así a los grandes siervos que Dios
eligió y llamó para una misión importante y específica.
San Pablo tiene conciencia de que es “apóstol por vocación”, es decir,
no por auto-candidatura ni por encargo humano, sino solamente por
llamada y elección divina. En su epistolario, el Apóstol de los gentiles
repite muchas veces que todo en su vida es fruto de la iniciativa gratuita y
misericordiosa de Dios (cf. 1 Co 15, 9-10; 2 Co 4, 1; Ga 1, 15). Fue
escogido “para anunciar el Evangelio de Dios” (Rm 1, 1), para propagar el
245
anuncio de la gracia divina que reconcilia en Cristo al hombre con Dios,
consigo mismo y con los demás.
Por sus cartas sabemos que san Pablo no sabía hablar muy bien; más
aún, compartía con Moisés y Jeremías la falta de talento oratorio. “Su
presencia física es pobre y su palabra despreciable” (2 Co 10, 10), decían
de él sus adversarios. Por tanto, los extraordinarios resultados apostólicos
que pudo conseguir no se deben atribuir a una brillante retórica o a
refinadas estrategias apologéticas y misioneras. El éxito de su apostolado
depende, sobre todo, de su compromiso personal al anunciar el Evangelio
con total entrega a Cristo; entrega que no temía peligros, dificultades ni
persecuciones: “Ni la muerte ni la vida —escribió a los Romanos— ni los
ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la
altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor
de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 38-39).
De aquí podemos sacar una lección muy importante para todos los
cristianos. La acción de la Iglesia sólo es creíble y eficaz en la medida en
que quienes forman parte de ella están dispuestos a pagar personalmente
su fidelidad a Cristo, en cualquier circunstancia. Donde falta esta
disponibilidad, falta el argumento decisivo de la verdad, del que la Iglesia
misma depende.
Queridos hermanos y hermanas, como en los inicios, también hoy
Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y
mártires como san Pablo: un tiempo perseguidor violento de los cristianos,
cuando en el camino de Damasco cayó en tierra, cegado por la luz divina,
se pasó sin vacilaciones al Crucificado y lo siguió sin volverse atrás. Vivió
y trabajó por Cristo; por él sufrió y murió. ¡Qué actual es su ejemplo!
Precisamente por eso, me alegra anunciar oficialmente que al apóstol
san Pablo dedicaremos un año jubilar especial, del 28 de junio de 2008 al
29 de junio de 2009, con ocasión del bimilenario de su nacimiento, que los
historiadores sitúan entre los años 7 y 10 d.C.

LA CONFESIÓN DE SAN PEDRO


070629. Homilía.
La fiesta de hoy me brinda la oportunidad de volver a meditar una vez
más en la confesión de san Pedro, momento decisivo del camino de los
discípulos con Jesús. Los evangelios sinópticos la sitúan en las cercanías
de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 13-20; Mc 8, 27-30; Lc 9, 18-22). San
Juan, por su parte, nos conserva otra significativa confesión de san Pedro,
después del milagro de los panes y del discurso de Jesús en la sinagoga de
Cafarnaúm (cf. Jn 6, 66-70). San Mateo, en el texto que se acaba de
proclamar, recuerda que Jesús atribuyó a Simón el sobrenombre de Cefas,
“Piedra”. Jesús afirma que quiere edificar “sobre esta piedra” su Iglesia y,
desde esta perspectiva, confiere a san Pedro el poder de las llaves (cf. Mt
16, 17-19). De estos relatos se deduce claramente que la confesión de san
Pedro es inseparable del encargo pastoral que se le encomendó con
respecto al rebaño de Cristo.
246
Según todos los evangelistas, la confesión de Simón sucedió en un
momento decisivo de la vida de Jesús, cuando, después de la predicación
en Galilea, se dirige decididamente a Jerusalén para cumplir, con la
muerte en la cruz y la resurrección, su misión salvífica. Los discípulos se
ven implicados en esta decisión: Jesús los invita a hacer una opción que
los llevará a distinguirse de la multitud, para convertirse en la comunidad
de los creyentes en él, en su “familia”, el inicio de la Iglesia.
Hay dos modos de “ver” y de “conocer” a Jesús: uno, el de la multitud,
más superficial; el otro, el de los discípulos, más penetrante y auténtico.
Con la doble pregunta: “¿Qué dice la gente?”, “¿qué decís vosotros de
mí?, Jesús invita a los discípulos a tomar conciencia de esta perspectiva
diversa. La gente piensa que Jesús es un profeta. Esto no es falso, pero no
basta; es inadecuado. En efecto, hay que ir hasta el fondo; es preciso
reconocer la singularidad de la persona de Jesús de Nazaret, su novedad.
También hoy sucede lo mismo: muchos se acercan a Jesús, por decirlo
así, desde fuera. Grandes estudiosos reconocen su talla espiritual y moral
y su influjo en la historia de la humanidad, comparándolo a Buda,
Confucio, Sócrates y a otros sabios y grandes personajes de la historia.
Pero no llegan a reconocerlo en su unicidad. Viene a la memoria lo que
Jesús dijo a Felipe durante la última Cena: “¿Tanto tiempo hace que estoy
con vosotros y no me conoces Felipe? (Jn 14, 9).
A menudo Jesús es considerado también como uno de los grandes
fundadores de religiones, de los que cada uno puede tomar algo para
formarse una convicción propia. Por tanto, como entonces, también hoy la
“gente” tiene opiniones diversas sobre Jesús. Y como entonces, también a
nosotros, discípulos de hoy, Jesús nos repite su pregunta: “Y vosotros
¿quién decís que soy yo?”. Queremos hacer nuestra la respuesta de san
Pedro. Según el evangelio de san Marcos, dijo: “Tú eres el Cristo” (Mc 8,
29); en san Lucas, la afirmación es: “El Cristo de Dios” (Lc 9, 20); en san
Mateo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16); por último,
en san Juan: “Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 69). Todas esas respuestas
son exactas y valen también para nosotros.
Consideremos, en particular, el texto de san Mateo, recogido en la
liturgia de hoy. Según algunos estudiosos, la fórmula que aparece en él
presupone el contexto post-pascual e incluso estaría vinculada a una
aparición personal de Jesús resucitado a san Pedro; una aparición análoga
a la que tuvo san Pablo en el camino de Damasco.
En realidad, el encargo conferido por el Señor a san Pedro está
arraigado en la relación personal que el Jesús histórico tuvo con el
pescador Simón, desde el primer encuentro con él, cuando le dijo: “Tú
eres Simón, (...) te llamarás Cefas (que quiere decir Piedra)” (Jn 1, 42). Lo
subraya el evangelista san Juan, también él pescador y socio, con su
hermano Santiago, de los dos hermanos Simón y Andrés. El Jesús que
después de la resurrección llamó a Saulo es el mismo que —aún inmerso
en la historia— se acercó, después del bautismo en el Jordán, a los cuatro
hermanos pescadores, entonces discípulos del Bautista (cf. Jn 1, 35-42).
247
Fue a buscarlos a la orilla del lago de Galilea y los invitó a seguirlo para
ser “pescadores de hombres” (cf. Mc 1, 16-20).
Además, a Pedro le encomendó una tarea particular, reconociendo así
en él un don especial de fe concedido por el Padre celestial.
Evidentemente, todo esto fue iluminado después por la experiencia
pascual, pero permaneció siempre firmemente anclado en los
acontecimientos históricos precedentes a la Pascua. El paralelismo entre
san Pedro y san Pablo no puede disminuir el alcance del camino histórico
de Simón con su Maestro y Señor, que desde el inicio le atribuyó la
característica de “roca” sobre la que edificaría su nueva comunidad, la
Iglesia.
En los evangelios sinópticos, a la confesión de san Pedro sigue
siempre el anuncio por parte de Jesús de su próxima pasión. Un anuncio
ante el cual Pedro reacciona, porque aún no logra comprender. Sin
embargo, se trata de un elemento fundamental; por eso Jesús insiste con
fuerza. En efecto, los títulos que le atribuye san Pedro —tú eres “el
Cristo”, “el Cristo de Dios”, “el Hijo de Dios vivo”— sólo se comprenden
auténticamente a la luz del misterio de su muerte y resurrección. Y es
verdad también lo contrario: el acontecimiento de la cruz sólo revela su
sentido pleno si “este hombre”, que sufrió y murió en la cruz, “era
verdaderamente Hijo de Dios”, por usar las palabras pronunciadas por el
centurión ante el Crucificado (cf. Mc 15, 39).
Estos textos dicen claramente que la integridad de la fe cristiana se da
en la confesión de san Pedro, iluminada por la enseñanza de Jesús sobre su
“camino” hacia la gloria, es decir, sobre su modo absolutamente singular
de ser el Mesías y el Hijo de Dios. Un “camino” estrecho, un “modo”
escandaloso para los discípulos de todos los tiempos, que inevitablemente
se inclinan a pensar según los hombres y no según Dios (cf. Mt 16, 23).
También hoy, como en tiempos de Jesús, no basta poseer la correcta
confesión de fe: es necesario aprender siempre de nuevo del Señor el
modo propio como él es el Salvador y el camino por el que debemos
seguirlo.
En efecto, debemos reconocer que, también para el creyente, la cruz es
siempre difícil de aceptar. El instinto impulsa a evitarla, y el tentador
induce a pensar que es más sabio tratar de salvarse a sí mismos, más bien
que perder la propia vida por fidelidad al amor, por fidelidad al Hijo de
Dios que se hizo hombre.
¿Qué era difícil de aceptar para la gente a la que Jesús hablaba? ¿Qué
sigue siéndolo también para mucha gente hoy en día? Es difícil de aceptar
el hecho de que pretende ser no sólo uno de los profetas, sino el Hijo de
Dios, y reivindica la autoridad misma de Dios. Escuchándolo predicar,
viéndolo sanar a los enfermos, evangelizar a los pequeños y a los pobres,
y reconciliar a los pecadores, los discípulos llegaron poco a poco a
comprender que era el Mesías en el sentido más alto del término, es decir,
no sólo un hombre enviado por Dios, sino Dios mismo hecho hombre.
Claramente, todo esto era más grande que ellos, superaba su capacidad
de comprender. Podían expresar su fe con los títulos de la tradición judía:
248
“Cristo”, “Hijo de Dios”, “Señor”. Pero para aceptar verdaderamente la
realidad, en cierto modo debían redescubrir esos títulos en su verdad más
profunda: Jesús mismo con su vida nos reveló su sentido pleno, siempre
sorprendente, incluso paradójico con respecto a las concepciones
corrientes. Y la fe de los discípulos debió adecuarse progresivamente. Esta
fe se nos presenta como una peregrinación que tiene su origen en la
experiencia del Jesús histórico y encuentra su fundamento en el misterio
pascual, pero después debe seguir avanzando gracias a la acción del
Espíritu Santo. Esta ha sido también la fe de la Iglesia a lo largo de la
historia; y esta es también nuestra fe, la fe de los cristianos de hoy.
Sólidamente fundada en la “roca” de Pedro, es una peregrinación hacia la
plenitud de la verdad que el pescador de Galilea profesó con convicción
apasionada: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).
En la profesión de fe de Pedro, queridos hermanos y hermanas,
podemos sentir que todos somos uno, a pesar de las divisiones que a lo
largo de los siglos han lacerado la unidad de la Iglesia, con consecuencias
que perduran todavía. En nombre de san Pedro y san Pablo renovemos
hoy, junto con nuestros hermanos venidos de Constantinopla, el
compromiso de acoger a fondo el deseo de Cristo, que quiere que estemos
plenamente unidos.
Con los arzobispos concelebrantes acojamos el don y la
responsabilidad de la comunión entre la Sede de Pedro y las Iglesias
metropolitanas encomendadas a su solicitud pastoral.
Que nos guíe y acompañe siempre con su intercesión la santísima
Madre de Dios: su fe indefectible, que sostuvo la fe de Pedro y de los
demás Apóstoles, siga sosteniendo la de las generaciones cristianas,
nuestra misma fe: Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros. Amén.

SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO


070629. Angelus
Acaba de concluir en la basílica vaticana la celebración eucarística en
honor de los apóstoles san Pedro y san Pablo, patronos de Roma y
«columnas» de la Iglesia universal. Como todos los años, para esta
solemne circunstancia han venido a Roma los arzobispos metropolitanos
que he nombrado durante el último año y a los que he impuesto el palio,
insignia litúrgica que expresa el vínculo de comunión que los une al
Sucesor de Pedro. A los queridos hermanos metropolitanos les renuevo mi
saludo más cordial, invitando a todos a rezar por ellos y por las
comunidades encomendadas a su solicitud pastoral. Además, también este
año, con ocasión de esta solemnidad, la Iglesia de Roma y su Obispo
tienen la alegría de acoger a la delegación enviada por el Patriarcado
ecuménico de Constantinopla. A los venerados hermanos que componen la
delegación les renuevo mi más cordial saludo, saludo que, a través de
ellos, dirijo con afecto a Su Santidad Bartolomé I.
La fiesta de los apóstoles san Pedro y san Pablo nos invita, de modo
muy particular, a orar intensamente y a trabajar con convicción por la
249
causa de la unidad de todos los discípulos de Cristo. El Oriente y el
Occidente cristianos son muy cercanos entre sí, y ya pueden contar con
una comunión casi plena, como recordó el concilio Vaticano II, faro que
guía los pasos del camino ecuménico. Por tanto, nuestros encuentros, las
visitas recíprocas y los diálogos que se están manteniendo no son sólo
gestos de cortesía, o intentos para llegar a compromisos, sino el signo de
una voluntad común de hacer todo lo posible para llegar cuanto antes a la
plena comunión implorada por Cristo en su oración al Padre después de la
última Cena: “ut unum sint”.
Entre estas iniciativas se encuentra también el “Año paulino”, que
anuncié ayer por la tarde, en la basílica de San Pablo extramuros,
precisamente junto a la tumba del apóstol san Pablo. Se trata de un año
jubilar dedicado a él, que comenzará el 28 de junio de 2008 y se concluirá
el 29 de junio de 2009, en coincidencia con el bimilenario de su
nacimiento. Deseo que las diversas manifestaciones que se organicen
contribuyan a renovar nuestro entusiasmo misionero y a intensificar las
relaciones con nuestros hermanos de Oriente y con los demás cristianos
que, como nosotros, veneran al Apóstol de los gentiles.
Nos dirigimos ahora a la Virgen María, Reina de los Apóstoles. Que
por su intercesión materna el Señor ayude a la Iglesia que está en Roma y
en todo el mundo a ser siempre fiel al Evangelio, a cuyo servicio san
Pedro y san Pablo consagraron su vida.

LA LIBERTAD CRISTIANA NO ES EN ABSOLUTO


ARBITRARIEDAD
070701. Angelus
Las lecturas bíblicas de la misa de este domingo nos invitan a meditar
en un tema fascinante, que se puede resumir así: libertad y seguimiento de
Cristo. El evangelista san Lucas relata que Jesús, «cuando se iba
cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, se dirigió decididamente a
Jerusalén» (Lc 9, 51). En la palabra «decididamente» podemos vislumbrar
la libertad de Cristo, pues sabe que en Jerusalén lo espera la muerte de
cruz, pero en obediencia a la voluntad del Padre se entrega a sí mismo por
amor.
En su obediencia al Padre Jesús realiza su libertad como elección
consciente motivada por el amor. ¿Quién es más libre que él, que es el
Todopoderoso? Pero no vivió su libertad como arbitrio o dominio. La
vivió como servicio. De este modo «llenó» de contenido la libertad, que
de lo contrario sería sólo la posibilidad “vacía” de hacer o no hacer algo.
La libertad, como la vida misma del hombre, cobra sentido por el amor.
En efecto, ¿quién es más libre? ¿Quien se reserva todas las posibilidades
por temor a perderlas, o quien se dedica «decididamente» a servir y así se
encuentra lleno de vida por el amor que ha dado y recibido?
El apóstol san Pablo, escribiendo a los cristianos de Galacia, en la
actual Turquía, dice: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo
que no toméis de esa libertad pretexto para vivir según la carne; antes al
250
contrario, servíos por amor los unos a los otros» (Ga 5, 13). Vivir según la
carne significa seguir la tendencia egoísta de la naturaleza humana. En
cambio, vivir según el Espíritu significa dejarse guiar en las intenciones y
en las obras por el amor de Dios, que Cristo nos ha dado.
Por tanto, la libertad cristiana no es en absoluto arbitrariedad; es
seguimiento de Cristo en la entrega de sí hasta el sacrificio de la cruz.
Puede parecer una paradoja, pero el Señor vivió el culmen de su libertad
en la cruz, como cumbre del amor. Cuando en el Calvario le gritaban: «Si
eres Hijo de Dios, baja de la cruz», demostró su libertad de Hijo
precisamente permaneciendo en aquel patíbulo para cumplir a fondo la
voluntad misericordiosa del Padre.
Muchos otros testigos de la verdad han compartido esta experiencia:
hombres y mujeres que demostraron que seguían siendo libres incluso en
la celda de una cárcel, a pesar de las amenazas de tortura. «La verdad os
hará libres». Quien pertenece a la verdad, jamás será esclavo
de algún poder, sino que siempre sabrá servir libremente a los hermanos.
Contemplemos a María santísima. La Virgen, humilde esclava del
Señor, es modelo de persona espiritual, plenamente libre por ser
inmaculada, inmune de pecado y toda santa, dedicada al servicio de Dios y
del prójimo. Que ella, con su solicitud materna, nos ayude a seguir a
Jesús, para conocer la verdad y vivir la libertad en el amor.

MISIONEROS DE CRISTO
070708. Angelus
El evangelio de hoy (cf. Lc 10, 1-12. 17-20) presenta a Jesús que envía
a setenta y dos discípulos a las aldeas a donde está a punto de ir, para que
preparen el ambiente. Esta es una particularidad del evangelista san Lucas,
el cual subraya que la misión no está reservada a los doce Apóstoles, sino
que se extiende también a otros discípulos.
En efecto, Jesús dice que “la mies es mucha, y los obreros pocos” (Lc
10, 2). En el campo de Dios hay trabajo para todos. Pero Cristo no se
limita a enviar: da también a los misioneros reglas de comportamiento
claras y precisas. Ante todo, los envía “de dos en dos” para que se ayuden
mutuamente y den testimonio de amor fraterno. Les advierte que serán
“como corderos en medio de lobos”, es decir, deberán ser pacíficos a pesar
de todo y llevar en todas las situaciones un mensaje de paz; no llevarán
consigo ni alforja ni dinero, para vivir de lo que la Providencia les
proporcione; curarán a los enfermos, como signo de la misericordia de
Dios; se irán de donde sean rechazados, limitándose a poner en guardia
sobre la responsabilidad de rechazar el reino de Dios.
San Lucas pone de relieve el entusiasmo de los discípulos por los
frutos de la misión, y cita estas hermosas palabras de Jesús: “No os
alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos, más bien, de que
vuestros nombres estén escritos en los cielos” (Lc 10, 20). Ojalá que este
evangelio despierte en todos los bautizados la conciencia de que son
251
misioneros de Cristo, llamados a prepararle el camino con sus palabras y
con el testimonio de su vida.
Es tiempo de vacaciones y mañana partiré para Lorenzago di Cadore,
donde seré huésped del obispo de Treviso en la casa que ya acogió al
venerado Juan Pablo II. El aire de montaña me hará bien —así lo espero—
y podré dedicarme más libremente a la reflexión y a la oración.
Deseo a todos, especialmente a los que sienten mayor necesidad, que
puedan tomar vacaciones, para reponer las energías físicas y espirituales, y
renovar un contacto saludable con la naturaleza. La montaña, en
particular, evoca la elevación del espíritu hacia las alturas, hacia el “grado
alto” de nuestra humanidad que, por desgracia, la vida diaria tiende a
rebajar.
A este propósito, quiero recordar la V Peregrinación de los jóvenes a
la cruz del Adamello, a donde el Santo Padre Juan Pablo II fue dos veces.
La peregrinación se realizó durante estos días, y acaba de culminar con la
santa misa, celebrada aproximadamente a tres mil metros de altura. A la
vez que saludo al arzobispo de Trento y al secretario general de la
Conferencia episcopal italiana, así como a las autoridades trentinas,
renuevo la cita a todos los jóvenes italianos para los días 1 y 2 de
septiembre en Loreto.
Que la Virgen María nos proteja siempre, tanto en la misión como en
el merecido descanso, para que podamos realizar con alegría y con fruto
nuestro trabajo en la viña del Señor.

SÓLO EL AMOR NOS CONVIERTE EN TESTIGOS DE CRISTO


070715. Angelus
Doy gracias al Señor porque también este año me brinda la posibilidad
de pasar algunos días de descanso en la montaña, y expreso mi
agradecimiento a cuantos me han acogido aquí, en Lorenzago, en este
panorama encantador, que tiene como telón de fondo las cumbres del
Cadore y a donde vino también muchas veces mi amado predecesor el
Papa Juan Pablo II. Manifiesto mi agradecimiento en especial al obispo de
Treviso y al de Belluno-Feltre, así como a todos los que, de diferentes
maneras, contribuyen a garantizarme una estancia serena y beneficiosa.
Ante este panorama de prados, bosques y cumbres que tienden hacia el
cielo, brota espontáneo en el corazón el deseo de alabar a Dios por las
maravillas de sus obras; y nuestra admiración por estas bellezas naturales
se transforma fácilmente en oración.
Todo buen cristiano sabe que las vacaciones son un tiempo oportuno
para que el cuerpo se relaje y también para alimentar el espíritu con
tiempos más largos de oración y de meditación, para crecer en la relación
personal con Cristo y conformarse cada vez más a sus enseñanzas. Hoy,
por ejemplo, la liturgia nos invita a reflexionar sobre la célebre parábola
del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37), que introduce en el corazón del
mensaje evangélico: el amor a Dios y el amor al prójimo.
252
Pero, ¿quién es mi prójimo?, pregunta el interlocutor a Jesús. Y el
Señor responde invirtiendo la pregunta, mostrando, con el relato del buen
samaritano, que cada uno de nosotros debe convertirse en prójimo de toda
persona con quien se encuentra. “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37).
Amar, dice Jesús, es comportarse como el buen samaritano. Por lo demás,
sabemos que el buen samaritano por excelencia es precisamente él:
aunque era Dios, no dudó en rebajarse hasta hacerse hombre y dar la vida
por nosotros.
Por tanto, el amor es “el corazón” de la vida cristiana; en efecto, sólo
el amor, suscitado en nosotros por el Espíritu Santo, nos convierte en
testigos de Cristo. He querido proponer de nuevo esta importante verdad
espiritual en el Mensaje para la XXIII Jornada mundial de la juventud, que
se hará público el próximo viernes 20 de julio: “Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos” (Hch 1,
8). Queridos jóvenes, este es el tema sobre el que os invito a reflexionar en
los próximos meses, para prepararos a la gran cita que tendrá lugar en
Sydney, Australia, dentro de un año, precisamente en estos días de julio.
Las comunidades cristianas de esa amada nación están trabajando
activamente para acogeros, y les agradezco los esfuerzos de organización
que están realizando.
Encomendemos a María, a quien mañana invocaremos como Virgen
del Carmen, el camino de preparación y el desarrollo del próximo
encuentro de la juventud del mundo entero. Queridos amigos de todos los
continentes, os invito a participar en gran número.

RECIBIRÉIS EL ESPÍRITU SANTO Y SERÉIS MIS TESTIGOS.


070720. Mensaje. XXIII Jornada Mundial de la Juventud
1. La XXIII Jornada Mundial de la Juventud
Recuerdo siempre con gran alegría los diversos momentos
transcurridos juntos en Colonia, en el mes de agosto de 2005. Al final de
aquella inolvidable manifestación de fe y entusiasmo, que permanece
impresa en mi espíritu y en mi corazón, os di cita para el próximo
encuentro que tendrá lugar en Sydney, en 2008. Será la XXIII Jornada
Mundial de la Juventud y tendrá como tema: «Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1,
8). El hilo conductor de la preparación espiritual para el encuentro en
Sydney es el Espíritu Santo y la misión. En 2006 nos habíamos detenido a
meditar sobre el Espíritu Santo como Espíritu de verdad, en 2007
quisimos descubrirlo más profundamente como Espíritu de amor, para
encaminarnos después hacia la Jornada Mundial de la Juventud 2008
reflexionando sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio, que nos da el
valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Por ello es
fundamental que cada uno de vosotros, jóvenes, en la propia comunidad y
con los educadores, reflexione sobre este Protagonista de la historia de la
salvación que es el Espíritu Santo o Espíritu de Jesús, para alcanzar estas
altas metas: reconocer la verdadera identidad del Espíritu, escuchando
253
sobre todo la Palabra de Dios en la Revelación de la Biblia; tomar una
lúcida conciencia de su presencia viva y constante en la vida de la Iglesia,
redescubrir en particular que el Espíritu Santo es como el “alma”, el
respiro vital de la propia vida cristiana gracias a los sacramentos de la
iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía; hacerse capaces
así de ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y
gozosa y, al mismo tiempo, hacer una aplicación eficaz del Evangelio en
el alba del tercer milenio. Con mucho gusto os ofrezco con este mensaje
un motivo de meditación ir profundizándolo a lo largo de este año de
preparación y ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el Espíritu
Santo, de volver a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se ha
debilitado, de gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo,
gracias precisamente a la obra indispensable del Espíritu Santo. No
olvidéis nunca que la Iglesia, más aún la humanidad misma, la que está en
torno a vosotros y que os aguarda en vuestro futuro, espera mucho de
vosotros, jóvenes, porque tenéis en vosotros el don supremo del Padre, el
Espíritu de Jesús.
2. La promesa del Espíritu Santo en la Biblia
La escucha atenta de la Palabra de Dios respecto al misterio y a la obra
del Espíritu Santo nos abre al conocimiento cosas grandes y estimulantes
que resumo en los siguientes puntos.
Poco antes de su ascensión, Jesús dijo a los discípulos: «Yo os enviaré
lo que mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Esto se cumplió el día de
Pentecostés, cuando estaban reunidos en oración en el Cenáculo con la
Virgen María. La efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente fue el
cumplimiento de una promesa de Dios más antigua aún, anunciada y
preparada en todo el Antiguo Testamento.
En efecto, ya desde las primeras páginas, la Biblia evoca el espíritu de
Dios como un viento que «aleteaba por encima de las aguas» (cf. Gn 1, 2)
y precisa que Dios insufló en las narices del hombre un aliento de vida,
(cf. Gn 2, 7), infundiéndole así la vida misma. Después del pecado
original, el espíritu vivificante de Dios se ha ido manifestando en diversas
ocasiones en la historia de los hombres, suscitando profetas para incitar al
pueblo elegido a volver a Dios y a observar fielmente los mandamientos.
En la célebre visión del profeta Ezequiel, Dios hace revivir con su espíritu
al pueblo de Israel, representado en «huesos secos» (cf. 37, 1-14). Joel
profetiza una «efusión del espíritu» sobre todo el pueblo, sin excluir a
nadie: «Después de esto –escribe el Autor sagrado– yo derramaré mi
Espíritu en toda carne... Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi
Espíritu en aquellos días» (3, 1-2).
En la «plenitud del tiempo» (cf. Ga 4, 4), el ángel del Señor anuncia a
la Virgen de Nazaret que el Espíritu Santo, «poder del Altísimo»,
descenderá sobre Ella y la cubrirá con su sombra. El que nacerá de Ella
será santo y será llamado Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Según la expresión
del profeta Isaías, sobre el Mesías se posará el Espíritu del Señor (cf. 11,
1-2; 42, 1). Jesús retoma precisamente esta profecía al inicio de su
ministerio público en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está
254
sobre mí –dijo ante el asombro de los presentes–, porque él me ha ungido.
Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres. Para anunciar a los
cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los
oprimidos; y para anunciar un año un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-
19; cf. Is 61, 1-2). Dirigiéndose a los presentes, se atribuye a sí mismo
estas palabras proféticas afirmando: «Hoy se cumple esta Escritura que
acabáis de oír » (Lc 4, 21). Y una vez más, antes de su muerte en la cruz,
anuncia varias veces a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, el
«Consolador», cuya misión será la de dar testimonio de Él y asistir a los
creyentes, enseñándoles y guiándoles hasta la Verdad completa (cf. Jn 14,
16-17.25-26; 15, 26; 16, 13).
3. Pentecostés, punto de partida de la misión de la Iglesia
La tarde del día de su resurrección, Jesús, apareciéndose a los
discípulos, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn
20, 22). El Espíritu Santo se posó sobre los Apóstoles con mayor fuerza
aún el día de Pentecostés: «De repente un ruido del cielo –se lee en los
Hechos de los Apóstoles–, como el de un viento recio, resonó en toda la
casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como
llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (2, 2-3).
El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos
de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha
muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con
franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se
convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos
lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4,
13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las
contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada
podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían:
«Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4,
20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de
extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión
Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al
Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando
con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda
comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de
la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado
principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados
y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo
VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 75). La eficacia de la misión
presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un
solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar
testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los
corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo II
escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e
irradiación (cf. Enc. Redemptoris missio, 26). Así sucedía al inicio del
cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían
255
viendo el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se
aman entre ellos» (cf. Apologético, 39, 7).
Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os
invito a notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al
hombre, el testimonio supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor
que se expresa concretamente como «sí a la vida» que Dios quiere para
cada una de sus criaturas. Este «sí a la vida» tiene su forma plena en Jesús
de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este
respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en
virtud del Espíritu, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere
ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para
los ciegos...». Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés,
convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su
misión prioritaria.
Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del
Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre
en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el
Espíritu del Señor se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular
mediante vosotros, jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de
un nuevo Pentecostés.
5. El Espíritu Santo «Maestro interior»
Queridos jóvenes, el Espíritu Santo sigue actuando con poder en la
Iglesia también hoy y sus frutos son abundantes en la medida en que
estamos dispuestos a abrirnos a su fuerza renovadora. Para esto es
importante que cada uno de nosotros lo conozca, entre en relación con Él
y se deje guiar por Él. Pero aquí surge naturalmente una pregunta: ¿Quién
es para mí el Espíritu Santo? Para muchos cristianos sigue siendo el «gran
desconocido». Por eso, como preparación a la próxima Jornada Mundial
de la Juventud, he querido invitaros a profundizar en el conocimiento
personal del Espíritu Santo. En nuestra profesión de de fe proclamamos:
«Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y
del Hijo» (Credo Niceno-Constantinopolitano). Sí, el Espíritu Santo,
Espíritu de amor del Padre y del Hijo, es Fuente de vida que nos santifica,
«porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Pero no basta
conocerlo; es necesario acogerlo como guía de nuestras almas, como el
«Maestro interior» que nos introduce en el Misterio trinitario, porque sólo
Él puede abrirnos a la fe y permitirnos vivirla cada día en plenitud. Él nos
impulsa hacia los demás, enciende en nosotros el fuego del amor, nos hace
misioneros de la caridad de Dios.
Sé bien que vosotros, jóvenes, lleváis en el corazón una gran estima y
amor hacia Jesús, cómo deseáis encontrarlo y hablar con Él. Pues bien,
recordad que precisamente la presencia del Espíritu en nosotros atestigua,
constituye y construye nuestra persona sobre la Persona misma de Jesús
crucificado y resucitado. Por tanto, tengamos familiaridad con el Espíritu
Santo, para tenerla con Jesús.
6. Los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía
256
Pero –diréis– ¿Cómo podemos dejarnos renovar por el Espíritu Santo y
crecer en nuestra vida espiritual? La respuesta ya la sabéis: se puede
mediante los Sacramentos, porque la fe nace y se robustece en nosotros
gracias a los Sacramentos, sobre todo los de la iniciación cristiana: el
Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, que son complementarios e
inseparables (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1285). Esta verdad
sobre los tres Sacramentos que están al inicio de nuestro ser cristianos se
encuentra quizás desatendida en la vida de fe de no pocos cristianos, para
los que estos son gestos del pasado, pero sin repercusión real en la
actualidad, como raíces sin savia vital. Resulta que, una vez recibida la
Confirmación, muchos jóvenes se alejan de la vida de fe. Y también hay
jóvenes que ni siquiera reciben este sacramento. Sin embargo, con los
sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y después, de modo
constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del
Padre, hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un
verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la alegría de la fe.
Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es
especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y
reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido
los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha
convertido en «templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre
consciente de ello y haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de
santidad. Quien está bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de
la Confirmación, que se prepare para recibirlo sabiendo que así se
convertirá en un cristiano «pleno», porque la Confirmación perfecciona la
gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).
La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y
glorificar a Dios con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace
íntimamente conscientes de nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de
Cristo», del cual todos somos miembros vivos, solidarios los unos con los
otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo bautizado, dejándose guiar por el Espíritu,
puede dar su propia aportación a la edificación de la Iglesia gracias a los
carismas que Él nos da, porque «en cada uno se manifiesta el Espíritu
para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el Espíritu actúa produce en
el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia,
bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). A cuantos,
jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les invito
cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda de
sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece:
¡no la dejéis escapar!
Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la
vida cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de
Cristo. En efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la
Eucaristía (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost.
Sacramentum caritatis, 17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial,
la Eucaristía es un «Pentecostés perpetuo», porque cada vez que
celebramos la Santa Misa recibimos el Espíritu Santo que nos une más
257
profundamente a Cristo y nos transforma en Él. Queridos jóvenes, si
participáis frecuentemente en la Celebración eucarística, si consagráis un
poco de vuestro tiempo a la adoración del Santísimo Sacramento, a la
Fuente del amor, que es la Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación
de dedicar la vida a seguir las pautas del Evangelio. Al mismo tiempo,
experimentaréis que donde no llegan nuestras fuerzas, el Espíritu Santo
nos transforma, nos colma de su fuerza y nos hace testigos plenos del
ardor misionero de Cristo resucitado.
7. La necesidad y la urgencia de la misión
Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos
interrogantes sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo
insertarse en un mundo marcado por numerosas y graves injusticias y
sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia que a
veces parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida? ¿Cómo
contribuir para que los frutos del Espíritu que hemos recordado
precedentemente, «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad,
fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo
herido y frágil, el mundo de los jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones
el Espíritu vivificante de la primera creación, y sobre todo de la segunda
creación o redención, puede convertirse en el alma nueva de la
humanidad? No olvidemos que cuanto más grande es el don de Dios –y el
del Espíritu de Jesús es el máximo– tanto más lo es la necesidad del
mundo de recibirlo y, en consecuencia, más grande y apasionante es la
misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de él. Y vosotros,
jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto modo
testimonio de querer participar en dicha misión. A este propósito, queridos
amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las
cuales meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las
aspiraciones más íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de
humanizar la humanidad y conducirla a su «divinización». Con la fuerza
de su Espíritu, Él infunde en nosotros la caridad divina, que nos hace
capaces de amar al prójimo y prontos para a ponernos a su servicio. El
Espíritu Santo ilumina, revelando a Cristo crucificado y resucitado, y nos
indica el camino para asemejarnos más a Él, para ser precisamente
«expresión e instrumento del amor que de Él emana» (Enc. Deus caritas
est, 33). Y quien se deja guiar por el Espíritu comprende que ponerse al
servicio del Evangelio no es una opción facultativa, porque advierte la
urgencia de transmitir a los demás esta Buena Noticia. Sin embargo, es
necesario recordarlo una vez más, sólo podemos ser testigos de Cristo si
nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, que es «el agente principal de la
evangelización» (cf. Evangelii nuntiandi, 75) y «el protagonista de la
misión» (cf. Redemptoris missio, 21). Queridos jóvenes, como han
reiterado tantas veces mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo
II, anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más necesario que
nunca (cf. Redemptoris missio, 1). Alguno puede pensar que presentar el
tesoro precioso de la fe a las personas que no la comparten significa ser
intolerantes con ellos, pero no es así, porque proponer a Cristo no significa
258
imponerlo (cf. Evangelii nuntiandi, 80). Además, doce Apóstoles, hace ya
dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado.
Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos
gracias a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misionero. Por
lo tanto, también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen
tiempo ni energía para servir al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen
arder dentro de sí el amor de Dios y respondan generosamente a su
llamamiento apremiante, como lo han hecho tantos jóvenes beatos y
santos del pasado y también de tiempos cercanos al nuestro. En particular,
os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a vosotros, jóvenes, a ser
portadores de la buena noticia de Jesús a vuestros coetáneos. La indudable
dificultad de los adultos de tratar de manera comprensible y convincente
con el ámbito juvenil puede ser un signo con el cual el Espíritu quiere
impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de ello. Vosotros
conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las expectativas y,
al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos. Tenéis ante
vosotros el vasto mundo de los afectos, del trabajo, de la formación, de la
expectativa, del sufrimiento juvenil... Que cada uno de vosotros tenga la
valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a Jesucristo, como
mejor lo considere, sabiendo «dar razón de vuestra esperanza, pero con
mansedumbre » (cf. 1 P 3, 15).
Pero para lograr este objetivo, queridos amigos, sed santos, sed
misioneros, porque nunca se puede separar la santidad de la misión (cf.
Redemptoris missio, 90). Non tengáis miedo de convertiros en santos
misioneros como San Francisco Javier, que recorrió el Extremo Oriente
anunciando la Buena Noticia hasta el límite de sus fuerzas, o como Santa
Teresa del Niño Jesús, que fue misionera aún sin haber dejado el Carmelo:
tanto el uno como la otra son «Patronos de las Misiones». Estad listos a
poner en juego vuestra vida para iluminar el mundo con la verdad de
Cristo; para responder con amor al odio y al desprecio de la vida; para
proclamar la esperanza de Cristo resucitado en cada rincón de la tierra.
8. Invocar un «nuevo Pentecostés» sobre el mundo
Queridos jóvenes, os espero en gran número en julio de 2008 en
Sydney. Será una ocasión providencial para experimentar plenamente el
poder del Espíritu Santo. Venid muchos, para ser signo de esperanza y
sustento precioso para las comunidades de la Iglesia en Australia que se
preparan para acogeros. Para los jóvenes del país que nos hospedará será
una ocasión excepcional de anunciar la belleza y el gozo del Evangelio a
una sociedad secularizada de muchas maneras. Australia, como toda
Oceanía, tiene necesidad de redescubrir sus raíces cristianas. En la
Exhortación postsinodal Ecclesia in Oceania Juan Pablo II escribía: «Con
la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está preparando para
una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de Cristo...
La nueva evangelización es una prioridad para la Iglesia en Oceanía» (n.
18).
Os invito a dedicar tiempo a la oración y a vuestra formación espiritual
en este último tramo del camino que nos conduce a la XXIII Jornada
259
Mundial de la Juventud, para que en Sydney podáis renovar las promesas
de vuestro Bautismo y de vuestra Confirmación. Juntos invocaremos al
Espíritu Santo, pidiendo con confianza a Dios el don de un nuevo
Pentecostés para la Iglesia y para la humanidad del tercer milenio.
María, unida en oración a los Apóstoles en el Cenáculo, os acompañe
durante estos meses y obtenga para todos los jóvenes cristianos una nueva
efusión del Espíritu Santo que inflame los corazones. Recordad: ¡la Iglesia
confía en vosotros! Nosotros, los Pastores, en particular, oramos para que
améis y hagáis amar siempre más a Jesús y lo sigáis fielmente. Con estos
sentimientos os bendigo a todos con gran afecto.

NUNCA MÁS LA GUERRA


070722. Angelus
En estos días de descanso que, gracias a Dios, estoy pasando aquí, en
Cadore, siento aún más intensamente el impacto doloroso de las noticias
que me llegan sobre los enfrentamientos sangrientos y los episodios de
violencia que se están produciendo en muchas partes del mundo. Esto me
induce a reflexionar hoy una vez más sobre el drama de la libertad
humana en el mundo.
La belleza de la naturaleza nos recuerda que Dios nos ha encomendado
la misión de “labrar y cuidar” este “jardín” que es la tierra (cf. Gn 2, 8-
17). Veo cómo de verdad cultiváis y cuidáis este hermoso jardín de Dios,
un verdadero paraíso. Cuando los hombres viven en paz con Dios y entre
sí, la tierra se asemeja verdaderamente a un “paraíso”. Por desgracia, el
pecado arruina continuamente este proyecto divino, engendrando
divisiones e introduciendo la muerte en el mundo. Así sucede que los
hombres ceden a las tentaciones del maligno y se hacen la guerra unos a
otros. La consecuencia es que, en este estupendo “jardín”, que es el
mundo, se abren espacios de “infierno”. En medio de esta belleza no
debemos olvidar las situaciones en las que se encuentran a veces muchos
hermanos y hermanas nuestros.
La guerra, con su estela de lutos y destrucciones, desde siempre se
considera con razón una calamidad que contradice el proyecto de Dios, el
cual ha creado todo para la existencia y, en particular, quiere hacer del
género humano una familia. En este momento no puedo por menos de
remontarme con el pensamiento a una fecha significativa: el 1 de agosto
de 1917, hace exactamente 90 años, mi venerado predecesor el Papa
Benedicto XV dirigió su celebre ”Nota a las potencias beligerantes”,
solicitándoles que pusieran fin a la primera guerra mundial (cf. AAS 9
[1917] 417-420).
Mientras se desarrollaba aquel terrible conflicto, el Papa tuvo la
valentía de afirmar que se trataba de una “matanza inútil”. Esta expresión
ha quedado grabada en la historia. Se justificaba en la situación concreta
de aquel verano de 1917, especialmente en este frente véneto. Pero las
palabras “matanza inútil” encierran también un valor más amplio,
260
profético, y se pueden aplicar a muchos otros conflictos que han segado
innumerables vidas humanas.
Precisamente las tierras donde nos encontramos, que de por sí hablan
de paz, de armonía, de la bondad del Creador, fueron escenario de la
primera guerra mundial, como aún evocan tantos testimonios y algunos
conmovedores cantos de los alpinos. No hay que olvidar esos
acontecimientos. Es necesario aprender de las experiencias negativas, que
por desgracia vivieron nuestros padres, para no repetirlas.
La “Nota” del Papa Benedicto XV no se limitaba a condenar la guerra;
indicaba, en un plano jurídico, los caminos para construir una paz justa y
duradera: la fuerza moral del derecho, el desarme equilibrado y
controlado, el arbitraje en las controversias, la libertad de los mares, la
condonación recíproca de los gastos bélicos, la restitución de los
territorios ocupados y negociaciones justas para dirimir las cuestiones.
La propuesta de la Santa Sede se orientaba al futuro de Europa y del
mundo, según un proyecto de inspiración cristiana, pero que todos pueden
compartir, porque se funda en el derecho de gentes. Es la misma línea que
siguieron los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II en sus memorables
discursos a la Asamblea de las Naciones Unidas, repitiendo, en nombre de
la Iglesia: “¡Nunca más la guerra!”. Desde este lugar de paz, en el que se
sienten más vivamente aún como inaceptables los horrores de las
“matanzas inútiles”, renuevo el llamamiento a emprender con tenacidad el
camino del derecho, a rechazar con determinación la carrera de
armamentos y, más en general, a evitar la tentación de afrontar situaciones
nuevas con sistemas antiguos.

ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES DE BELLUNO-FELTRE


Y TREVISO
070724. Discurso. Auronzo di Cadore
Formación de la conciencia
Santidad, soy don Claudio y quiero hacerle una pregunta sobre la
formación de la conciencia, de modo especial en las nuevas generaciones,
porque hoy parece cada vez más difícil formar una conciencia coherente,
una conciencia recta. Se confunde el bien y el mal con sentirse bien y
sentirse mal, el aspecto más emotivo. Por eso, quisiera que nos diera
usted algún consejo. Muchas gracias.

Excelencias, queridos hermanos, ante todo quisiera expresaros mi


alegría y mi gratitud por este encuentro. Doy las gracias a los dos obispos,
su excelencia Andrich y su excelencia Mazzocato, por esta invitación. A
vosotros, que habéis venido en tan gran número durante el período de
vacaciones, os manifiesto mi agradecimiento. Ver una iglesia llena de
sacerdotes es alentador, porque demuestra que sí hay sacerdotes. La
Iglesia está viva, aunque aumenten los problemas en nuestro tiempo y
precisamente en nuestro Occidente. La Iglesia sigue siempre viva y, con
261
sacerdotes que realmente desean anunciar el reino de Dios, crece y resiste
a las complicaciones que vemos hoy en nuestra situación cultural.
La primera pregunta refleja en cierto modo un problema de la situación
cultural de Occidente, porque en los últimos dos siglos el concepto de
conciencia ha cambiado profundamente. Hoy prevalece la idea de que sólo
sería racional -parte de la razón-, lo que es cuantificable. Las otras cosas,
es decir, las materias de la religión y la moral, no entrarían en la razón
común, porque no son comprobables o, como se dice, no son
«falsificables» con experimentos.
En esta situación, donde la moral y la religión son expulsadas por la
razón, el único criterio último de la moralidad y también de la religión es
el sujeto, la conciencia subjetiva, que no conoce otras instancias. En
definitiva, sólo decide el sujeto, con su sentimiento, con sus experiencias,
con los criterios que puede haber encontrado. Pero de esta forma el sujeto
se convierte en una realidad aislada. Como usted ha dicho, así cambian los
parámetros de día en día.
En la tradición cristiana «conciencia» quiere decir «cum-scientia»; o
sea: nosotros, nuestro ser está abierto, puede escuchar la voz del ser
mismo, la voz de Dios. Por tanto, la voz de los grandes valores está
inscrita en nuestro ser y la grandeza del hombre consiste precisamente en
que no está cerrado en sí mismo, no se reduce a las cosas materiales,
cuantificables, sino que tiene una apertura interior a las cosas esenciales; y
también la posibilidad de una escucha.
En la profundidad de nuestro ser no sólo podemos escuchar las
necesidades del momento, las cosas materiales, sino también la voz del
Creador mismo; así se conoce lo que es bien y lo que es mal. Pero,
naturalmente, esta capacidad de escucha debe ser educada y desarrollada.
Y precisamente este es el compromiso del anuncio que nosotros hacemos
en la Iglesia: desarrollar esta importantísima capacidad, dada por Dios al
hombre, de escuchar la voz de la verdad y así la voz de los valores.
Por consiguiente, un primer paso consiste en hacer que las personas
perciban que nuestra misma naturaleza lleva en sí un mensaje moral, un
mensaje divino, que debe ser descifrado y que nosotros poco a poco
podemos conocer y escuchar mejor si desarrollamos en nosotros una
escucha interior. Ahora bien, el problema concreto consiste en cómo
educar para la escucha, en cómo lograr que el hombre sea capaz de
escuchar, a pesar de todas las sorderas modernas, en cómo hacer que se
vuelva a escuchar, en cómo conseguir que se haga realidad el effeta del
bautismo, la apertura de los sentidos interiores.
Viendo la situación en la que nos encontramos; yo propondría una
combinación entre un camino laico y un camino religioso: el camino de la
fe. Hoy todos vemos que el hombre podría destruir el fundamento de su
existencia, su tierra, y, por tanto, que ya no podemos hacer con nuestra
tierra, con la realidad que nos ha sido encomendada, lo que queramos y lo
que en cada momento parezca útil o conveniente; si queremos sobrevivir;
debemos respetar las leyes interiores de la creación, de esta tierra,
aprender estas leyes y obedecer también a estas leyes.
262
Así pues, esta obediencia a la voz de la tierra, del ser, es más
importante para nuestra felicidad futura que las voces y los deseos del
momento. En otras palabras, este es un primer criterio que conviene
aprender: el ser mismo, nuestra tierra, habla con nosotros y nosotros
debemos escuchar si queremos sobrevivir y descifrar este mensaje de la
tierra. Y si debemos ser obedientes a la voz de la tierra, esto vale aún más
para la voz de la vida humana. No sólo debemos cuidar la tierra; también
debemos respetar al otro, a los otros: al otro en su singularidad como
persona, como mi prójimo, y a los otros como comunidad que vive en el
mundo y en la que debemos vivir juntos. Y vemos que sólo podemos ir
adelante si guardamos un respeto absoluto a esta criatura de Dios, a esta
imagen de Dios que es el hombre, sólo si respetamos la convivencia en la
tierra.
De este modo, llegamos a la conclusión de que necesitamos las
grandes experiencias morales de la humanidad, que son experiencias
surgidas del encuentro con el otro, con la comunidad; la experiencia de
que la libertad humana es siempre una libertad compartida y sólo puede
funcionar si compartimos nuestras libertades respetando valores que son
comunes a todos.
Me parece que con estos pasos podemos hacer ver la necesidad de
obedecer a la voz del ser, de respetar la dignidad del otro, de respetar la
necesidad de vivir juntos nuestras libertades como una libertad, y para
todo esto es preciso conocer el valor que implica promover una digna
comunión de vida entre los hombres. Así llegamos, como ya he dicho, a
las grandes experiencias de la humanidad, en las que se manifiesta la voz
del ser, y sobre todo a las experiencias de la gran peregrinación histórica
del pueblo de Dios, que comenzó con Abraham, en el que no sólo
encontramos las experiencias humanas fundamentales, sino que también, a
través de esas experiencias, podemos escuchar la voz del Creador mismo,
que nos ama y ha hablado con nosotros.
Aquí, en este contexto, respetando las experiencias humanas que nos
indican el camino hoy y mañana, me parece que los diez Mandamientos
tienen siempre un valor prioritario, en el que vemos las grandes señales
que nos indican el camino. Los diez Mandamientos releídos, revividos a la
luz de Cristo, a la luz de la vida de la Iglesia y de sus experiencias, indican
algunos valores fundamentales y esenciales: los mandamientos cuarto y
sexto, juntos, indican la importancia de nuestro cuerpo, de respetar las
leyes del cuerpo, de la sexualidad y del amor, el valor del amor fiel, la
familia. El quinto mandamiento indica el valor de la vida y también el
valor de la vida común. El séptimo mandamiento indica el valor de
compartir los bienes de la tierra, la justa distribución de estos bienes, la
administración de la creación de Dios. El octavo mandamiento indica el
gran valor de la verdad.
Por tanto, si los mandamientos cuarto, quinto y sexto indican el amor
al prójimo, el octavo señala la verdad. Todo esto no funciona si falta la
comunión con Dios, el respeto de Dios y la presencia de Dios en el
mundo. Un mundo sin Dios será siempre un mundo de arbitrariedad y de
263
egoísmo. Sólo si aparece Dios hay luz, hay esperanza. Nuestra vida tiene
un sentido que no surge de nosotros, sino que nos precede, nos dirige. Por
consiguiente, en este sentido tomamos juntos los caminos obvios que hoy
también la conciencia laica puede ver fácilmente, y así tratamos de guiar
las voces más profundas, la voz verdadera de la conciencia, que se
comunica en la gran tradición de la oración, de la vida moral de la Iglesia.
Yo creo que, con un camino de paciente educación, todos podemos
aprender a vivir y a encontrar la verdadera vida.
264
Prioridades del ministerio sacerdotal
Soy don Mauro. Santidad, al desempeñar nuestro ministerio pastoral,
cada vez nos vemos más agobiados por muchos afanes. Aumentan los
compromisos de gestión administrativa de las parroquias, de
organización pastoral y de acogida de las personas que atraviesan
situaciones difíciles. ¿Hacia qué prioridades debemos orientar hoy
nuestro ministerio de sacerdotes y párrocos, para evitar, por un lado, la
fragmentación y, por otro, la dispersión? Muchas gracias.

Es una pregunta muy realista; es verdad. También yo experimento un


poco este problema, pues cada día tengo que resolver muchos asuntos, con
numerosas audiencias necesarias, con tanto que hacer. Sin embargo, es
preciso encontrar las debidas prioridades y no olvidar lo esencial: el
anuncio del reino de Dios. Al escuchar esta pregunta, me vino a la mente
el evangelio de hace dos semanas sobre la misión de los setenta y dos dis -
cípulos. Para esta primera gran misión que Jesús encomendó a esos setenta
y dos discípulos, les dio tres imperativos, que a mi parecer expresan
también hoy sustancialmente las grandes prioridades del trabajo de un
discípulo de Cristo, de un sacerdote. Los tres imperativos son: orad, curad
y anunciad.
Creo que debemos encontrar el equilibrio entre estos tres imperativos
esenciales, tenerlos siempre presentes como centro de nuestro trabajo.
Orad, es decir: sin una relación personal con Dios todo el resto no
puede funcionar, porque realmente no podemos llevar a Dios, la realidad
divina y la verdadera vida humana a las personas, si nosotros mismos no
vivimos una relación profunda, verdadera, de amistad con Dios en Cristo
Jesús.
Por eso cada día celebramos la santa Eucaristía como encuentro
fundamental, donde el Señor habla con nosotros y nosotros con el Señor,
que se entrega en nuestras manos. Sin la oración de las Horas, por la que
entramos en la gran plegaria de todo el pueblo de Dios, comenzando por
los Salmos del pueblo antiguo renovado en la fe de la Iglesia, y sin la
oración personal, no podemos ser buenos sacerdotes, pues se pierde la
sustancia de nuestro ministerio. Por eso, el primer imperativo es ser
hombres de Dios, es decir, hombres que tienen amistad con Cristo y con
sus santos.
Viene luego el segundo imperativo. Jesús dijo: curad a los enfermos, a
los abandonados, a los necesitados. Es el amor de la Iglesia a los
marginados, a los que sufren. Incluso las personas ricas pueden estar
interiormente marginadas y sufrir. «Curar» se, refiere a todas las
necesidades humanas, que son siempre necesidades que van en
profundidad hacia Dios. Por tanto, como se dice, es preciso conocer a las
ovejas, tener relaciones humanas con las personas que nos han sido
encomendadas, mantener un contacto humano y no perder la humanidad,
porque Dios se hizo hombre y así confirmó todas las dimensiones de
nuestro ser humano.
265
Pero, como he aludido, lo humano y lo divino siempre van juntos. A mi
parecer, a este «curar», en sus múltiples formas, pertenece también el
ministerio sacramental. El ministerio de la Reconciliación es un acto de
curación extraordinario, que el hombre necesita para estar totalmente
sano. Por tanto, estas curaciones sacramentales comienzan por el
Bautismo, que es la renovación fundamental de nuestra existencia, y pasan
por el sacramento de la Reconciliación, y la Unción de los enfermos.
Naturalmente, en todos los demás sacramentos, también en la Eucaristía,
se realiza una gran curación de las almas. Debemos curar los cuerpos, pero
sobre todo -este es nuestro mandato- las almas. Debemos pensar en las
numerosas enfermedades, en las necesidades morales, espirituales, que
existen hoy y que debemos afrontar, guiando a las personas al encuentro
con Cristo en el sacramento, ayudándoles a descubrir la oración, la
meditación, el estar en la iglesia silenciosamente en presencia de Dios.
Luego viene el tercer imperativo: anunciad. ¿Qué anunciamos
nosotros? Anunciamos el reino de Dios. Pero el reino de Dios no es una
utopía lejana de un mundo mejor, que tal vez se realizará dentro de
cincuenta años o quién sabe cuándo. El reino de Dios es Dios mismo, Dios
que se ha acercado y se ha hecho cercanísimo en Cristo. Este es el reino de
Dios: Dios mismo está cerca y nosotros debemos acercarnos a este Dios
tan cercano porque se ha hecho hombre, sigue siendo hombre y está
siempre con nosotros en su Palabra, en la santísima Eucaristía y en todos
los creyentes.
Por consiguiente, anunciar el reino de Dios quiere decir hablar de Dios
hoy, hacer presente la palabra de Dios, el Evangelio, que es presencia de
Dios y, naturalmente, hacer presente al Dios que se ha hecho presente en
la sagrada Eucaristía.
Uniendo estas tres prioridades, y teniendo en cuenta todos los aspectos
humanos, nuestros limites, que debemos reconocer, podemos realizar bien
nuestro sacerdocio. También es importante esta humildad, que nos hace
reconocer los limites de nuestras fuerzas. Lo que no podemos hacer
nosotros, lo debe hacer el Señor. Y está también la capacidad de delegar,
de colaborar. Todo esto siempre con los imperativos fundamentales de
orar, curar y anunciar.

El anuncio del Evangelio a los inmigrantes


Me llamo don Daniele. Santidad, el Véneto es tierra de fuerte inmigra-
ción, con una presencia consistente de personas no cristianas. Esta
situación obliga a nuestras diócesis a llevar a cabo una nueva tarea de
evangelización en su interior. Sin embargo, resulta ardua, porque
debemos conciliar las exigencias del anuncio del Evangelio con las de un
diálogo respetuoso con las demás religiones. ¿Qué indicaciones
pastorales nos puede dar? Muchas gracias.

Naturalmente, vosotros vivís más de cerca esta situación. En este


sentido, no puedo dar muchos consejos prácticos, pero puedo decir que en
todas las visitas ad limina, tanto de los obispos asiáticos, africanos y
266
latinoamericanos, como de toda Italia, siempre se afrontan estas
situaciones. Ya no existe un mundo uniforme. Sobre todo en nuestro
Occidente están presentes todos los demás continentes, las demás
religiones, los demás modos de vivir la vida humana. Vivimos en un
encuentro permanente, que tal vez nos asemeja a la Iglesia antigua, donde
se vivía la misma situación. Los cristianos eran una pequeñísima minoría,
un grano de mostaza que comenzaba a crecer, rodeado de religiones y
condiciones de -vida muy diversas.
Por consiguiente, debemos aprender nuevamente lo que vivieron los
cristianos de las primeras generaciones. San Pedro, en su primera carta, en
el capítulo tercero, dijo: «Debéis estar siempre dispuestos a dar respuesta a
todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (cf. 1 P 3, 15). Así
formuló san Pedro la necesidad de combinar el anuncio y el diálogo,
dirigiéndose al hombre normal de aquel tiempo, al cristiano normal. No
dijo formalmente: «Anunciad a cada uno el Evangelio». Dijo: «Debéis ser
capaces, debéis estar dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón
de vuestra esperanza». Me parece que esta es la síntesis necesaria entre el
diálogo y el anuncio.
El primer punto es que en nosotros mismos siempre debe estar
presente la razón de nuestra esperanza. Debemos vivir la fe y pensar la fe,
conocerla interiormente. Así, en nosotros mismos la fe se convierte en
razón, se hace razonable. La meditación del Evangelio, y aquí el anuncio,
la homilía, la catequesis, para hacer que las personas sean capaces de
pensar la fe, son ya elementos fundamentales en esta unión de diálogo y
anuncio. Nosotros mismos debemos pensar la fe, vivir la fe, y como
sacerdotes encontrar maneras diversas de hacerla presente, a fin de que
nuestros católicos puedan encontrar la convicción, la prontitud y la
capacidad de dar razón de su fe.
El anuncio que transmite la fe en la conciencia de hoy debe tener
múltiples formas. Sin duda, la homilía y la catequesis son dos formas
principales, pero luego hay otros muchos modos de encontrarse
-seminarios sobre la fe, movimientos laicales, etc.-, donde se habla de la fe
y se aprende la fe. Todo esto nos hace capaces, ante todo, de vivir
realmente como prójimos de los no cristianos; aquí prevalecen los
cristianos ortodoxos y los protestantes; luego vienen los seguidores de
otras religiones, musulmanes, y otros.
El primer aspecto es vivir con ellos, reconociendo qué son el prójimo,
nuestro prójimo. Por tanto, vivir en primera línea el amor al prójimo como
manifestación de nuestra fe. Yo creo que esto constituye ya un testimonio
muy fuerte y también una forma de anuncio: vivir realmente con estos
«otros» el amor al prójimo reconocer en ellos á nuestro prójimo, de forma
que puedan constatar que este «amor al prójimo» está dirigido a ellos. Si
sucede esto, podremos presentar más fácilmente la fuente de este
comportamiento nuestro, es decir, explicar que el amor al prójimo es
manifestación de nuestra fe.
En el diálogo no se puede pasar inmediatamente a los grandes
misterios de la fe, aunque los musulmanes tengan ya cierto conocimiento
267
de Cristo; niegan su divinidad, pero al menos lo reconocen como un gran
profeta. Aman a la Virgen María. Por eso, también hay elementos
comunes en la fe, que pueden servir de punto de partida para el diálogo.
Algo práctico y realizable, necesario, es sobre todo buscar un
entendimiento fundamental sobre los valores que es preciso vivir. También
aquí tenemos un tesoro común, porque vienen de la religión de Abraham,
interpretada revivida de una manera que hay que estudiar, a la que en
última instancia debemos responder. Pero está presente la gran experiencia
sustancial, la de los diez Mandamientos, y creo que este es el punto que
debemos profundizar.
Pasar a los grandes misterios me parece un nivel difícil, que no sé
realiza en los grandes encuentros. Tal vez la semilla debe entrar en el
corazón, a fin de que en algunos pueda madurar una respuesta de fe a
través de diálogos más específicos. Pero lo que podemos y debemos hacer
es buscar el consenso en torno a los valores fundamentales, expresados en
los diez Mandamientos, resumidos en el amor al prójimo y en el amor a
Dios, y que se pueden interpretar en las diversas dimensiones de la vida.
A1 menos seguimos un camino común hacia el Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob, el Dios que es finalmente el Dios de rostro humano, el
Dios presente en Jesucristo. Este último paso sólo se ha de dar en
encuentros íntimos, personales o de pequeños grupos; en cambio, el
camino hacia este Dios, del que vienen estos valores que hacen posible la
vida común, me parece realizable también en encuentros más amplios.
Así pues, a mi parecer, aquí se realiza una forma de anuncio humilde,
paciente, que espera, pero que también ya hace concreto nuestro vivir
según la conciencia iluminada por Dios.

Pastoral de los divorciados que se han vuelto a casar


Soy don Samuele. Hemos escuchado su invitación a orar, a curar y a
anunciar. Lo hemos tomado en serio, preocupándonos de su persona y,
para manifestarle nuestro afecto, le hemos traído algunas botellas de
buen vino de nuestra tierra, que le entregaremos por medio de nuestro
obispo. Paso a la pregunta. Cada vez aumentan más los casos de
personas divorciadas que se vuelven a casar, conviviendo, y nos piden a
los sacerdotes una ayuda para su vida espiritual. Estas personas con
frecuencia sufren por no poder acceder a los sacramentos. Es necesario
afrontar esas situaciones, compartiendo los sufrimientos que implican.
Santo Padre, ¿con qué actitudes humanas, espirituales y pastorales
podemos conjugar la misericordia y la verdad? Muchas gracias.

Sí, se trata de un problema doloroso, y ciertamente no existe una receta


sencilla para resolverlo. Todos sufrimos por este problema, pues todos
tenemos cerca a personas que se encuentran en esa situación y sabemos
que para ellos es un dolor y un sufrimiento, porque quieren estar en plena
comunión con la Iglesia. El vínculo de su matrimonio anterior reduce su
participación en la vida de la Iglesia. ¿Qué hacer?
268
Un primer punto sería, naturalmente, la prevención, en la medida de lo
posible. Por eso, resulta cada vez más fundamental y necesaria la
preparación para' el matrimonio. El Derecho canónico supone que el
hombre como tal, incluso el que no tiene una gran instrucción, quiere
formar un matrimonio según la naturaleza humana, como se indica en los
primeros capítulos del Génesis. Es hombre, tiene una naturaleza humana y,
por consiguiente, sabe lo que es el matrimonio. Quiere hacer lo que dice
su naturaleza humana. Esto es lo que da por supuesto el Derecho
canónico. Es algo que se impone: el hombre es hombre, la naturaleza es
así, y le dice eso.
Pero hoy ese axioma, según el cual el hombre quiere hacer lo que está
en su naturaleza: un matrimonio único y fiel, se transforma en un axioma
un poco diverso. «Volunt contrahere matrimonium sicut ceteri homines».
Ya no sólo habla la naturaleza, sino los «ceteri homines»: lo que hacen
todos. Y lo que hoy hacen todos no es sólo el matrimonio natural, según el
Creador, según la creación. Lo que hacen los «ceteri homines» es casarse
con la idea de que un día el matrimonio puede fracasar y luego se puede
pasar a un segundo, a un tercero y a un cuarto matrimonio. Este modelo,
«como hacen todos», se convierte en un modelo opuesto a lo que dice la
naturaleza. Así resulta normal casarse, divorciarse y volverse a casar; y
nadie piensa que es algo que va contra la naturaleza humana, o al menos
es difícil encontrar a una persona que piense así.
Por eso, para ayudar a las personas a llegar realmente al matrimonio,
no sólo en el sentido de la Iglesia, sino también en el del Creador,
debemos reparar la capacidad de escuchar a la naturaleza. Así volvemos a
la primera cuestión, a la primera pregunta. Es necesario redescubrir en «lo
que hacen todos» lo que nos dice la naturaleza misma, que habla de modo
diferente al de esa costumbre moderna. En efecto, nos invita al matrimo-
nio para toda la vida, con una fidelidad que dure toda la vida, a pesar de
los sufrimientos que implica crecer juntos en el amor.
Así pues, los cursos de preparación para el matrimonio deben ayudar a
reparar en nosotros la voz de la naturaleza, del Creador, para redescubrir
en la que hacen todos los «ceteri homines» la que nos dice íntimamente
nuestro ser mismo. En esta situación, entre lo que hacen todos y lo que
dice nuestro ser, los cursos de preparación para el matrimonio deben ser
un camino de redescubrimiento, para volver a aprender lo que nos dice
nuestro ser; deben ayudar a llegar a una verdadera decisión con respecto al
matrimonio según el Creador y según el Redentor.
Esos cursos de preparación son muy importantes para «conocerse a sí
mismos», para descubrir la verdadera voluntad matrimonial. No basta la
preparación, pues las grandes crisis vienen después. Por eso, es muy
importante el acompañamiento durante los primeros diez años de
matrimonio. En la parroquia no sólo hay que promover los cursos de
preparación, sino también la comunión en el camino que viene después:
acompañarse y ayudarse recíprocamente. Los sacerdotes, y también las
familias que ya han hecho esas experiencias, que conocen esos
sufrimientos, esas tentaciones, deben ayudarles en sus momentos de crisis.
269
Es importante la presencia de una red de familias que se ayuden
mutuamente. También los Movimientos pueden prestar una gran ayuda.
La primera parte de mi respuesta sugiere la prevención, no sólo en el
sentido de preparar, sino también de acompañar, es decir, la presencia de
una red de familias que ayude a afrontar esta situación moderna, donde
todo habla contra una fidelidad de por vida. Es necesario ayudar a
encontrar esta fidelidad, a aprenderla incluso en medio del sufrimiento.
Sin embargo, en caso de fracaso, es decir, cuando los esposos no se
sienten capaces de cumplir su primera voluntad, queda siempre la
pregunta de si realmente fue una voluntad, en el sentido del sacramento.
Por tanto, se puede abrir un proceso para la declaración de nulidad. Si fue
un verdadero matrimonio, y en consecuencia no pueden volver a casarse,
la presencia permanente de la Iglesia ayuda a estas personas a soportar
otro sufrimiento. En el primer caso tenemos el sufrimiento de superar esa
crisis, de aprender una fidelidad ardua y madura. En el segundo, tenemos
el sufrimiento de encontrarse en un vínculo nuevo, que no es el
sacramental y que por tanto no permite la comunión plena en los
sacramentos de la Iglesia. Aquí se trata de enseñar y aprender a vivir con
este sufrimiento. Volveremos a este punto en la primera pregunta de la otra
diócesis.
Por lo general, en nuestra generación, en nuestra cultura, debemos
redescubrir el valor del sufrimiento, aprender que el sufrimiento puede ser
algo muy positivo, pues nos ayuda a madurar, a ser lo que debemos ser, a
estar más cerca del Señor, que sufrió por nosotros y sufre con nosotros.
Así pues, también en esta segunda situación es de suma importancia la
presencia del sacerdote, de las familias, de los Movimientos, la comunión
personal y comunitaria, la ayuda del amor al prójimo, un amor muy
específico. Sólo este amor profundo de la Iglesia, que se realiza con un
acompañamiento múltiple, puede ayudar a estas personas a sentirse
amadas por Cristo, miembros de la Iglesia, incluso en una situación difícil,
y a vivir la fe.

Las misiones y la escasez de sacerdotes


Santidad, me llamo don Saverio. Mi pregunta se refiere a las misiones.
Este año se cumple el 50° aniversario de la encíclica Fidei donum.
Aceptando la invitación del Papa, muchos sacerdotes, también de nuestra
diócesis, incluido yo, hemos vivido -otros siguen viviendo- la experiencia
de la misión ad gentes. Sin duda se trata de una experiencia
extraordinaria que, en mi modesta opinión, podrían vivir numerosos
sacerdotes en el ámbito del intercambio entre Iglesias hermanas. Sin
embargo, teniendo en cuenta la disminución del número de sacerdotes en
nuestros países, ¿cómo se puede llevar hoy a la práctica la indicación de
esa encíclica y con qué espíritu deben acogerla y vivirla los sacerdotes
enviados y toda la diócesis? Muchas gracias.

Gracias. Ante todo, quisiera expresar mi agradecimiento a todos estos


sacerdotes fidei donum y a las diócesis. Como ya he dicho, recientemente
270
he tenido numerosas visitas ad limina tanto de obispos de Asia como de
África y América Latina, y todos me dicen: «Tenemos gran necesidad de
sacerdotes fidei donum y estamos muy agradecidos por el trabajo que
realizan, pues hacen presente, en situaciones a menudo dificilísimas, la
catolicidad de la Iglesia; demuestran que somos una gran comunión
universal. Para los sacerdotes fidei donum el hombre lejano se transforma
en próximo, en prójimo; así viven el amor al prójimo. Este gran don, que
realmente se ha hecho durante los últimos cincuenta años, lo he percibido
y visto casi de modo palpable en todos mis diálogos con los sacerdotes,
que dicen: "No penséis que los africanos ahora ya somos autosuficientes;
seguimos teniendo necesidad de que se haga visible la gran comunión de
la Iglesia universal". Todos necesitamos que se demuestre la comunión de
los católicos, un amor al prójimo vivido por personas que llegan de lejos y
así van al encuentro de su prójimo».
Hoy la situación ha cambiado, en el sentido de que también nosotros
en Europa recibimos a sacerdotes procedentes de África, de América
Latina e incluso de otras partes de la misma Europa, y eso nos permite ver
la belleza de este intercambio de dones, de este don recíproco, porque
todos tenemos necesidad de todos. Precisamente así crece el Cuerpo de
Cristo.
Para resumir, quisiera decir que este don era y es un gran don y que así
lo percibe la Iglesia. En muchas situaciones -que ahora no puedo
describir-, en las que existen problemas sociales, problemas de desarrollo,
problemas de anuncio de la fe, problemas de aislamiento, de necesidad de
la presencia de otros, estos sacerdotes son un don en el que las diócesis y
las Iglesias particulares reconocen la presencia de Cristo que se entrega
por nosotros y, al mismo tiempo, reconocen que la Comunión eucarística
no es sólo comunión sobrenatural: también se convierte en comunión
concreta a través de este don de sacerdotes diocesanos, que van a otras
diócesis; y la red de las Iglesias particulares se transforma realmente en
una red de amor.
Gracias a todos los que han hecho este don. Animo a los obispos y a
los sacerdotes a seguir otorgando este don. Sé que ahora en Europa, con la
escasez de vocaciones, resulta cada vez más difícil hacer este don, pero ya
tenemos la experiencia de que también otros continentes, como Asia -en
concreto, la India- y sobre todo África, nos están dando sacerdotes. La
reciprocidad sigue siendo muy importante; precisamente por eso es muy
necesaria la experiencia de que somos Iglesia enviada al mundo y que
todos conocen á todos y aman a todos; esa es también la fuerza del
anuncio. Así se pone de manifiesto que el grano de mostaza da fruto y se
hace un árbol cada vez más grande, en el que las aves del cielo pueden
descansar. Gracias y ¡ánimo!

Los jóvenes y el sentido de la vida


Soy don Alberto. Santo Padre, los jóvenes son nuestro futuro y nuestra
esperanza, pero a veces no ven en la vida una oportunidad, sino una difi-
cultad; no un don para sí mismos y para los demás, sino un objeto de
271
consumo inmediato; no un proyecto por construir, sino un vagabundeo sin
meta fija. La mentalidad de hoy impone a los jóvenes ser siempre felices y
perfectos y eso implica como consecuencia que cualquier pequeño fraca-
so y la mínima dificultad ya no se ven como un motivo de crecimiento,
sino como una derrota. Todo esto los lleva con frecuencia a gestos
irremediables como el suicidio, que provocan una laceración en el
corazón de quienes los aman y de la sociedad entera. ¿Qué nos puede
decir a los educadores, que a menudo nos sentimos con las manos atadas
y sin respuestas? Muchas gracias.

Creo que ha descrito con acierto una vida en la que Dios no está
presente. En un primer momento parece que no tenemos necesidad de
Dios; más aún, que sin Dios seríamos más libres y tendríamos más espacio
en el mundo. Pero, después de cierto tiempo, se ve lo que sucede en las
nuevas generaciones cuando no se tiene a Dios. Como dijo Nietzsche, «la
gran luz se ha apagado, el sol se ha apagado». Entonces la vida es algo
ocasional, se convierte en un objeto y las personas tratan de explotarla lo
mejor posible, usándola como si fuera un medio para una felicidad
inmediata, palpable y realizable. Pero el gran problema es que si Dios no
está presente y no es también el Creador de nuestra vida, en realidad la
vida es una simple pieza de la evolución y nada más; no tiene sentido por
sí misma. A1 contrario, debemos tratar de infundir sentido en esta parte
del ser.
Actualmente, en Alemania, pero también en Estados Unidos, se está
asistiendo a un debate bastante encendido entre el así llamado
«creacionismo» y el evolucionismo, presentados como si fueran
alternativas que se excluyen: quien cree en el Creador no podría admitir la
evolución y, por el contrario, quien afirma la evolución debería excluir a
Dios. Esta contraposición es absurda, porque, por una parte, existen
muchas pruebas científicas en favor de la evolución, que se presenta como
una realidad que debemos ver y que enriquece nuestro conocimiento de la
vida y del ser como tal.
Pero la doctrina de la evolución no responde a todos los interrogantes
y sobre todo no responde al gran interrogante filosófico: ¿de dónde viene
todo esto y cómo todo toma un camino que desemboca finalmente en el
hombre? Eso me parece muy importante. En mi lección de Ratisbona
quise decir también que la razón debe abrirse más: ciertamente debe ver
esos datos, pero también debe ver que no bastan para explicar toda la
realidad. Nuestra razón ve más ampliamente. En el fondo no es algo
irracional, un producto de la irracionalidad; hay una razón anterior a todo,
la Razón creadora, y en realidad nosotros somos un reflejo de la Razón
creadora. Somos pensados y queridos; por tanto, hay una idea que nos
precede, un sentido que nos precede y que debemos descubrir y seguir, y
que en definitiva da significado a nuestra vida.
Así pues, el primer punto es: descubrir que realmente nuestro ser es
razonable, ha sido pensado, tiene un sentido; y nuestra gran misión es
descubrir ese sentido, vivirlo y dar así un nuevo elemento a la gran
272
armonía cósmica pensada por el Creador. Si es así, entonces los elementos
de dificultad se transforman en momentos de madurez, de proceso y de
progreso de nuestro ser, que tiene sentido desde su concepción hasta su
último momento de vida.
Podemos conocer esta realidad del sentido que nos precede a todos
nosotros; y también podemos redescubrir el sentido del sufrimiento y del
dolor. Ciertamente, hay un dolor que debemos evitar y eliminar del
mundo: muchos dolores inútiles provocados por las dictaduras, por los
sistemas equivocados, por el odio y la violencia. Pero en el dolor hay
también un sentido profundo y nuestra vida sólo puede madurar si
podemos dar sentido a ese dolor y sufrimiento.
Sobre todo, no es posible amar sin dolor, porque el amor implica
siempre renunciar a nosotros mismos, salir de nosotros mismos, aceptar a
los demás con su diferente manera de ser; implica una entrega de nosotros
mismos y, por tanto, salir de nosotros mismos. Todo esto es dolor,
sufrimiento, pero precisamente en el sufrimiento de perdernos por los
otros, por las personas que amamos y también por Dios, llegarnos a ser
grandes y nuestra vida encuentra el amor, y en el amor su sentido.
Para ayudarnos a vivir, la mentalidad moderna debe convencerse de
que amor y dolor, amor y Dios, son inseparables. En este sentido, es
importante hacer que los jóvenes descubran a Dios, que descubran el amor
verdadero, el cual llega a ser grande precisamente con la renuncia; así
podrán descubrir también la bondad interior del sufrimiento, que nos hace
libres y más grandes. Naturalmente, para ayudar a los jóvenes a encontrar
estos elementos, siempre hace falta acompañarlos en su camino, tanto en
la parroquia como en la Acción católica y en los Movimientos, pues las
nuevas generaciones sólo en compañía de otros podrán descubrir esta gran
dimensión de nuestro ser.

La nueva evangelización
Soy don Francesco. Santo Padre, me ha impresionado una frase que
escribió usted en su libro «Jesús de Nazaret»: «¿Qué ha traído en verdad
Jesús al mundo, si no ha traído la paz, el bienestar para todos o un
mundo mejor? ¿Qué es lo que ha traído? La respuesta es muy sencilla: “a
Dios. Ha traído a Dios”». Hasta aquí la cita, que me parece llena de
claridad y verdad. Mi pregunta es: se habla de nueva evangelización, de
nuevo anuncio del Evangelio -esta ha sido también la decisión principal
del Sínodo de nuestra diócesis de Belluno-Feltre-, pero ¿qué hacer para
que este Dios, única riqueza traída por Jesús y que a menudo se presenta
a muchos envuelto en niebla, resplandezca aún en nuestros hogares y sea
agua que apague la sed también de las numerosas personas que parecen
ya no tener sed? Muchas gracias.

Gracias. Es una pregunta fundamental. La pregunta fundamental de


nuestro trabajo pastoral es cómo llevar a Dios al mundo, a nuestros
contemporáneos. Evidentemente, el llevar a Dios abarca muchos aspectos:
el anuncio, la vida y muerte de Jesús se desarrollaron en varias
273
dimensiones, que forman una unidad. Debemos mantener las dos cosas.
Por una parte, el anuncio cristiano, el cristianismo, no es un paquete
complicadísimo de muchos dogmas, que nadie podría conocer en su
totalidad. No es algo sólo para académicos, que pueden estudiar estas
cosas. Es algo sencillo: Dios existe, Dios es cercano en Jesucristo. El
mismo Jesucristo, resumiendo, dijo: «Ha llegado el reino de Dios». Esto
es lo que anunciamos, algo muy sencillo en el fondo. Todos los otros
aspectos son sólo dimensiones de esa única realidad; no todas las personas
deben conocer todo, pero ciertamente todas deben entrar en lo íntimo, en
lo esencial; así se abordan con alegría cada vez mayor también las
diversas dimensiones.
Pero, en concreto, ¿qué se ha de hacer? Hablando del trabajo pastoral
actual ya tocamos los puntos esenciales. Pero continuando en este sentido,
llevar a Dios implica sobre todo, por una parte, ,el amor y, por otra, la
esperanza y la fe. es decir, la dimension de la vida: el mejor testimonio de
Cristo, el mejor anuncio, es siempre la vida auténtica de los cristianos.
Hoy el anuncio más hermoso lo realizan las familias que, alimentándose
de fe, viven con una alegría profunda y fundamental, incluso en ,medio del
sufrimiento, y ayudan a los demás, amando a Dios y al prójimo. También
para mí el anuncio más consolador es siempre ver a familias católicas o a
personalidades católicas impregnadas de fe. En ellas resplandece
realmente la presencia de Dios y a través de ellas llega el «agua viva» de
la que usted ha hablado. Así pues, el anuncio fundamental es precisamente
el de la vida misma dé los cristianos.
Naturalmente, después viene el anuncio de la Palabra. Debemos hacer
todo lo posible para que se escuche y se conozca la Palabra. Hoy existen
muchas escuelas de la Palabra y del diálogo con Dios en la sagrada
Escritura, diálogo que también se transforma necesariamente en oración,
porque un estudio meramente teórico de la sagrada Escritura es sólo una
escucha intelectual y no sería un verdadero y suficiente encuentro con la
palabra de Dios.
Si es verdad que en la Escritura y en la palabra de Dios es el Señor, el
Dios vivo, quien nos habla, suscita nuestra respuesta y nuestra oración,
entonces las escuelas de la Escritura deben ser también escuelas de
oración, de diálogo con Dios, de acercamiento íntimo a Dios.
A continuación vienen todas las formas de anuncio. Naturalmente, los
sacramentos. Con Dios siempre vienen también todos los santos. Como
nos dice la sagrada Escritura desde el inicio, Dios nunca viene solo, viene
acompañado y rodeado de los ángeles y de los santos. En la gran vidriera
de San Pedro que representa al Espíritu Santo me agrada mucho que Dios
se encuentre rodeado de una multitud de ángeles y de seres vivos, que son
expresión y, por decirlo así, emanación del amor de Dios.
Con Dios, con Cristo, con el hombre que es Dios y con Dios que es
hombre, viene la Virgen. Esto es muy importante. Dios, el Señor, tiene una
Madre y en esa Madre reconocemos realmente la bondad materna de Dios.
La Virgen, la Madre de Dios, es el auxilio de los cristianos, es nuestra
consolación permanente, es nuestra gran ayuda. Esto lo veo también en el
274
diálogo con los obispos del mundo, de África y últimamente de América
Latina. El amor a la Virgen es la gran fuerza de la catolicidad. En la
Virgen reconocemos toda la ternura de Dios; por eso, cultivar y vivir este
gozoso amor a la Virgen, a María, es un don muy grande de la catolicidad.
Luego vienen los santos. Cada lugar tiene su santo: Eso está bien,
porque así vemos los múltiples colores de la única luz de Dios y dé su
amor, que se acerca a nosotros. Debemos descubrir a los santos en su
belleza, en su acercarse a nosotros en la Palabra, pues en un santo
determinado podemos encontrar traducida precisamente para nosotros la
Palabra inagotable de Dios. Asimismo, todos los aspectos de la vida
parroquial, incluso los humanos. No debemos andar siempre por las
nubes, por las altísimas nubes del Misterio; también debemos estar con los
pies en la tierra y vivir juntos 1a alegría de ser una gran familia: la
pequeña gran familia de la parroquia, la gran familia de la diócesis, la gran
familia de la Iglesia universal.
En Roma puedo ver todo esto; puedo ver cómo personas procedentes
de todas las partes de la tierra y que no se conocen, en realidad se
conocen, porque todos forman parte de la familia de Dios; se sienten una
familia porque lo tienen todo: amor al Señor, amor a la Virgen, amor a los
santos; tienen la sucesión apostólica, a1 Sucesor de Pedro, a los obispos.
Esta alegría de la catolicidad, con sus múltiples colores, es también la
alegría de la belleza. Aquí tenemos la belleza de un hermoso órgano; la
belleza de una hermosísima iglesia; la belleza que se ha desarrollado en la
Iglesia. Me parece un testimonio maravilloso de la presencia y de la
verdad de Dios. La Verdad se manifiesta en la belleza y debemos agrade-
cer esta belleza y hacer todo lo posible para que permanezca, se desarrolle
y crezca aún más. De esta forma, llega Dios hasta nosotros de un modo
muy concreto.

El deporte y la vida espiritual


Soy don Lorenzo, párroco. Santo Padre, los fieles esperan sólo una co-
sa de los sacerdotes: que seamos especialistas en promover el encuentro
del hombre con Dios. No son palabras mías, sino de Su Santidad en un
discurso al clero. Mi padre espiritual en el seminario, durante aquellas
arduas sesiones de dirección espiritual, me decía: «Lorenzino,
humanamente vas bien, pero...», y cuando decía «pero» quería decir que
a mí me gustaba más jugar al fútbol que hacer la adoración eucarística. Y
decía que eso no se correspondía con mi vocación; que yo no debía
contradecir a mis profesores en las clases de moral y de derecho, porque
los profesores sabían más que yo. Y no sé qué otras cosas quería insinuar
con aquel «pero». De todos modos, ahora que está en el cielo rezo por él
alguna vez el requiem. A pesar de todo eso, soy sacerdote desde hace 34
años y me siento muy feliz. No he hecho milagros, ni desastres conocidos;
tal vez pueda haber hecho algunos que desconozco. Para mí
«Humanamente vas bien» es una felicitación. Acercar el hombre a Dios y
Dios al hombre, ¿no se realiza sobre todo a través de lo que llamamos hu-
manidad, que es irrenunciable también para nosotros, los sacerdotes?
275

Gracias. Creo que es exacto lo que ha dicho usted al final. El


catolicismo, de una forma un poco simplista, ha sido considerado siempre
la religión del gran et... et..., es decir, la religión de la síntesis, no de
grandes exclusivismos. Católico quiere decir precisamente «síntesis». Por
eso, yo no soy partidario de una alternativa: o jugar al fútbol o estudiar sa-
grada Escritura o derecho canónico. Hay que hacer las dos cosas. Es
bueno hacer deporte. Yo no soy un gran deportista, pero cuando era más
joven me agradaba ir a la montaña de vez en cuando; ahora sólo hago
algunas caminatas muy fáciles, pero siempre me gusta pasear aquí en esta
hermosa tierra que el Señor nos ha dado.
Ciertamente, no podemos vivir siempre en una profunda meditación.
Tal vez un santo, en la última fase de su camino terrestre, puede llegar a
ese punto, pero normalmente vivimos con los pies en la tierra y los ojos
dirigidos al cielo. Ambas cosas nos las ha dado el Señor. Por eso, amar las
cosas humanas, amar las bellezas de su tierra, no sólo es muy humano,
sino que además es muy cristiano y precisamente católico.
Como ya he dicho antes, una pastoral buena y realmente católica
incluye también este aspecto: vivir en el et... et...; vivir la humanidad y el
humanismo del hombre, todos los dones que el Señor nos ha dado y que
hemos desarrollado; y, al mismo tiempo, no olvidar a Dios, porque al final
la gran luz viene de Dios; sólo de él viene la luz que da alegría a todos
estos aspectos de las cosas que existen.
Así pues, simplemente quiero poner de relieve la gran síntesis católica,
el et... et...: ser verdaderamente hombre y, cada uno según sus dones y
según su carisma, amar la tierra y las cosas hermosas que el Señor nos ha
dado, pero también agradecer el hecho de que en la tierra resplandece la
luz de Dios, que da esplendor y belleza a todo lo demás. En este sentido,
vivamos gozosamente la catolicidad. Esta sería mi respuesta.

Prioridades de un párroco
Me llamo don Arnaldo. Santo Padre, debido a las exigencias
pastorales y del ministerio, juntamente con el número cada vez menor de
sacerdotes, nuestros obispos se ven obligados a redistribuir el clero, a
menudo acumulando compromisos y encomendando varias parroquias a
la misma persona. Eso afecta a la sensibilidad de numerosas
comunidades de bautizados y a la disponibilidad de nosotros, los
sacerdotes, para vivir juntos -sacerdotes y laicos- el ministerio pastoral.
¿Cómo vivir este cambio de organización pastoral, privilegiando la
espiritualidad del buen Pastor? Muchas gracias, Santidad.

Sí, con su pregunta volvemos a la cuestión de las prioridades


pastorales, de cómo debe actuar un párroco. Hace poco tiempo, un obispo
francés, que era religioso y por tanto nunca había sido párroco, me decía:
«Santidad, quisiera que me explicara lo que es un párroco. Nosotros, en
Francia, tenemos grandes unidades pastorales, con cinco, seis o siete
parroquias, y el párroco se transforma en un coordinador de organismos,
276
de trabajos diversos». Y le parecía que el párroco, al estar así ocupado en
la coordinación de esos diversos organismos, ya no tenía la posibilidad de
un encuentro personal con sus ovejas; y él, al ser obispo -y, por tanto, un
gran párroco-, se preguntaba si es bueno ese sistema o si se debería buscar
la manera de hacer que el párroco sea realmente párroco; es decir, pastor
de su grey.
Naturalmente, yo no podía dar una receta para resolver esa situación
de Francia, pero el problema hay que plantearlo en general. El párroco, a
pesar de las nuevas situaciones y las nuevas formas de responsabilidad, no
debe perder la cercanía con la gente; debe ser realmente el pastor de esa
grey que le ha encomendado el Señor. Hay situaciones diversas; pienso en
los obispos que en sus diócesis afrontan situaciones muy distintas; deben
tratar de lograr que el párroco siga siendo pastor y no se convierta en un
burócrata sagrado.
En cualquier caso, creo que la primera manera de estar cerca de las
personas que nos han sido confiadas es precisamente la vida sacramental:
en la Eucaristía estamos juntos y podemos y debemos encontrarnos. El
sacramento de la Reconciliación es un encuentro personalísimo. También
el Bautismo es un encuentro personal; y no sólo el momento de
administrar el sacramento.
Todos estos sacramentos tienen un contexto: bautizar implica primero
catequizar de algún modo a esta joven familia, hablar con ellos, a fin de
que el Bautismo sea también un encuentro personal y una ocasión para
una catequesis muy concreta. Lo mismo se puede decir de la preparación
para la primera Comunión, para la Confirmación y para el Matrimonio:
siempre son ocasiones donde en realidad el párroco, el sacerdote, se
encuentra directamente con las personas; él es el predicador, el
administrador de los sacramentos, en un sentido que implica siempre la
dimensión humana. El sacramento nunca es sólo un acto ritual; el acto
ritual y sacramental es la condensación de un contexto humano en el que
se mueve el sacerdote, el párroco.
Además; me parece muy importante encontrar el modo correcto de
delegar. El párroco no se debe limitar a ser el coordinador de organismos.
Más bien, debe delegar de diferentes maneras. Ciertamente, en los
Sínodos -y aquí, en vuestra diócesis, habéis tenido un Sínodo- se
encuentra el modo de librar suficientemente al párroco para que, por una
parte, conserve la responsabilidad de toda la unidad pastoral que se le ha
encomendado, pero, por otra, no se reduzca sustancialmente y sobre todo a
ser un burócrata que coordina. Debe tener en su mano los hilos esenciales,
contando luego con colaboradores.
Creo que uno de los frutos importantes y positivos del Concilio ha sido
la corresponsabilidad de toda la parroquia. Ya no es sólo el párroco quien
debe vivificar todo, sino que, dado que todos formamos la parroquia,
todos debemos colaborar y ayudar, a fin de que el párroco no quede
aislado arriba como coordinador. Debe ser realmente un pastor, con la
ayuda de colaboradores en los trabajos comunes que se realizan en la vida
de la parroquia.
277
Así pues, esta coordinación y esta responsabilidad vital de toda la
parroquia, por una parte, y la vida sacramental y de anuncio, como centro
de la vida parroquial, por otra, podrían permitir también hoy, en
circunstancias ciertamente muy difíciles, que el párroco conozca
efectivamente a sus ovejas y sea el pastor que de verdad las llame y las
guíe, aunque tal vez no las conozca a todas por su nombre, como el Señor
nos dice refiriéndose al buen pastor.

La gran herencia del Concilio


A mí me corresponde la última pregunta, y tengo la tentación de no
formularla, pues se trata de una pregunta trivial y, al ver cómo Su
Santidad en las nueve respuestas anteriores nos ha hablado de Dios
elevándonos a grandes alturas, me parece casi insignificante lo que voy a
preguntarle. Sin embargo, lo voy a hacer. Se trata del tema de los de mi
generación, los que nos preparamos al sacerdocio durante los años del
Concilio, y luego salimos con entusiasmo y tal vez también con la
pretensión de cambiar el mundo; hemos trabajado mucho y hoy tenemos
dificultades: estamos cansados, porque no se han realizado muchos de
nuestros sueños y también porque nos sentimos un poco aislados. Los de
más edad nos dicen: «¿Veis cómo teníamos razón nosotros al ser más
prudentes?»; y los jóvenes algunas veces nos tachan de «nostálgicos del
Concilio». Nuestra pregunta es esta: ¿Podemos aportar aún algo a
nuestra Iglesia, especialmente con la cercanía a la gente que, a nuestro
parecer, nos ha caracterizado? Ayúdenos a recobrar la esperanza, la
serenidad...

Gracias. Es una pregunta importante y yo conozco muy bien la


situación. También yo viví los tiempos del Concilio; estuve en la basílica
de San Pedro con gran entusiasmo, viendo cómo se abrían nuevas puertas;
parecía realmente un nuevo Pentecostés, con el que la Iglesia podía
convencer de nuevo a la humanidad, después de que el mundo se hubiera
alejado de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Parecía que la Iglesia y el
mundo se volvían a encontrar, y que renacía un mundo cristiano y una
Iglesia del mundo y realmente abierta al mundo. Esperábamos mucho,
pero las cosas han resultado más difíciles en la realidad. Con todo, queda
la gran herencia del Concilio, que abrió un camino nuevo. Es siempre una
charta magna del camino de la Iglesia, muy esencial y fundamental. Pero,
¿por qué ha sucedido así?
En primer lugar, quisiera hacer una anotación histórica. Los tiempos de
un posconcilio casi siempre son muy difíciles. Después del gran concilio
de Nicea, que para nosotros es realmente el fundamento de nuestra fe,
pues de hecho profesamos la fe formulada en Nicea, no se produjo una
situación de reconciliación y de unidad, como esperaba Constantino,
promotor de ese gran concilio, sino una situación realmente caótica, en la
que todos luchaban contra todos.
San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación
de la Iglesia después del concilio de Nicea con una batalla naval nocturna,
278
donde nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos.
Realmente era una situación de caos total. Así describe san Basilio con
gran plasticidad el drama del posconcilio, del tiempo que siguió al
concilio de Nicea. Cincuenta años más tarde, el emperador invitó a san
Gregorio Nacianceno a participar en el primer concilio de Constantinopla.
El santo respondió: «No voy, porque conozco muy bien estas cosas; sé que
los concilios sólo generan confusión y enfrentamientos; por eso no voy».
Y no fue.
Por tanto, con una visión retrospectiva, ahora para todos nosotros no
constituye una gran sorpresa, como lo fue en un primer momento, digerir
el Concilio y su gran mensaje. Introducirlo y recibirlo para que se
convierta en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la
Iglesia, es un sufrimiento, y el crecimiento sólo se realiza con sufrimiento.
Crecer siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.
En concreto, debemos constatar que durante el posconcilio se
produjeron dos grandes rupturas históricas. La ruptura de 1968, es decir, el
inicio o -me atrevería a decir- la explosión de la gran crisis cultural de
Occidente. Había desaparecido la generación del período posterior a la
guerra, una generación que después de todas las destrucciones y viendo el
horror de la guerra, del combatirse unos a otros, y constatando el drama de
las grandes ideologías que realmente habían llevado a la gente al abismo
de la guerra, habían redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían
comenzado a reconstruirla con estas grandes inspiraciones.
A1 desaparecer esa generación, se veían también todos los fracasos,
las lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo.
Así comienza, explota la crisis de la cultura occidental: una revolución
cultural que quiere cambiar todo radicalmente. Afirma: en dos mil años de
cristianismo no hemos creado el mundo mejor. Por tanto, debemos volver
a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la
receta científica para crear por fin el mundo nuevo.
En este grave y gran enfrentamiento entre la nueva -sana- modernidad
querida por el Concilio y la crisis de la modernidad, todo resulta tan difícil
como después del primer concilio de Nicea. Una parte opinaba que esta
revolución cultural era lo que había querido el Concilio; identificaba esta
nueva revolución cultural marxista con la voluntad del Concilio. Decía:
«Esto es el Concilio. Según la letra, los textos son aún un poco anticuados,
pero tras las palabras escritas está este espíritu; esta es la voluntad del
Concilio. Así debemos actuar».
Y, por otra parte, naturalmente viene la reacción: «así destruís la
Iglesia». Una reacción absoluta contra el Concilio, el anticonciliarismo, y
también el tímido, humilde intento de realizar el verdadero espíritu del
Concilio. Dice un proverbio: «Hace más ruido un árbol que cae que un
bosque que crece». E1 bosque que crece no se escucha, porque lo hace sin
ruido, en su proceso de desarrollo. Así, mientras se escuchaban los
grandes ruidos del progresismo equivocado, del anticonciliarismo, ha ido
creciendo silenciosamente el camino de la Iglesia, aunque con muchos
279
sufrimientos e incluso con muchas pérdidas en la construcción de un
nuevo paso cultural.
La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes
comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se
redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había
dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la
llamada «posmodernidad». Según esta, nada es verdad, cada uno debe
buscarse la. forma de vivir; se afirma un materialismo, un escepticismo
pseudo-racionalista ciego que desemboca en la droga, en todos los
problemas que conocemos, y de nuevo cierra los caminos a la fe, porque
es muy sencilla, muy evidente. No, no existe nada verdadero. La verdad es
intolerante; no podemos seguir ese camino.
Pues bien, en esos dos contextos de rupturas culturales -la primera, la
revolución cultural de 1968; la segunda, la caída en el nihilismo después
de 1989-, la Iglesia ha seguido con humildad su camino entre las pasiones
del mundo y la gloria del Señor. En ese camino debemos crecer con
paciencia, aprendiendo nuevamente lo que significa renunciar al
triunfalismo. El Concilio dijo que era preciso renunciar al triunfalismo,
pensando en el barroco, en todas las grandes culturas de la Iglesia. Se dijo:
comencemos de modo moderno, de modo nuevo. Pero surgió otro
triunfalismo, el de pensar: nosotros ahora hacemos las cosas; nosotros
hemos encontrado el camino, así construimos el mundo nuevo. La
humildad de la cruz, de Cristo crucificado, también excluye este triunfalis-
mo. Debemos renunciar al triunfalismo según el cual ahora nace realmente
la gran Iglesia del futuro. La Iglesia de Cristo siempre es humilde y
precisamente así es grande y gozosa.
Me parece muy importante que ahora podamos ver claramente todo lo
positivo que ha habido en el posconcilio: en la renovación de la liturgia,
en los Sínodos -Sínodos romanos, Sínodos universales, Sínodos
diocesanos-, en las estructuras parroquiales, en la colaboración, en la
nueva responsabilidad de los laicos, en la gran corresponsabilidad in-
tercultural e intercontinental, en una nueva experiencia de la catolicidad
de la Iglesia, de la unanimidad que crece en humildad y sin embargo es la
verdadera esperanza del mundo.
Así pues, debemos redescubrir la gran herencia del Concilio, que no es
un espíritu reconstruido tras los textos, sino que son precisamente los
grandes textos conciliares releídos ahora con las experiencias que hemos
tenido y que han dado fruto en tantos Movimientos, en tantas nuevas
comunidades religiosas. Antes de mi viaje a Brasil tenía yo la idea de que
las sectas estaban creciendo y que la Iglesia católica era un poco estática;
sin embargo, ya estando allá, comprobé que casi todos los días nace en
Brasil una nueva comunidad religiosa, un nuevo Movimiento. No sólo
crecen las sectas; también crece la Iglesia con nuevas realidades, llenas de
vitalidad, que, aunque no llenan las estadísticas -esta es una esperanza
falsa, pues no debemos divinizar las estadísticas-, crecen en las almas y
suscitan la alegría de la fe, hacen presente el Evangelio, promoviendo así
también un verdadero desarrollo del mundo y de la sociedad.
280
Por tanto, me parece que debemos combinar la gran humildad de
Cristo crucificado, de una Iglesia que es siempre humilde y siempre
atacada por los grandes poderes económicos, militares, etc., pero,
juntamente con esta humildad, debemos aprender también el verdadero
triunfalismo de la catolicidad, que crece en todos los siglos. También hoy
crece la presencia de Cristo crucificado y resucitado, el cual tiene y con-
serva sus heridas; está herido, pero precisamente así renueva el mundo; da
su Espíritu, que renueva también a la Iglesia, a pesar de toda nuestra
pobreza. Con este conjunto de humildad de la cruz y de alegría del Señor
resucitado, el Concilio nos dio una gran señal para indicarnos el camino, a
fin de que podamos avanzar con alegría y llenos de esperanza.

RELACIÓN CON LOS BIENES MATERIALES


070805. Angelus. Castelgandolfo
En este XVIII domingo del tiempo ordinario, la palabra de Dios nos
estimula a reflexionar sobre cómo debe ser nuestra relación con los bienes
materiales. La riqueza, aun siendo en sí un bien, no se debe considerar un
bien absoluto. Sobre todo, no garantiza la salvación; más aún, podría
incluso ponerla seriamente en peligro. En la página evangélica de hoy,
Jesús pone en guardia a sus discípulos precisamente contra este riesgo. Es
sabiduría y virtud no apegar el corazón a los bienes de este mundo, porque
todo pasa, todo puede terminar bruscamente. Para los cristianos, el
verdadero tesoro que debemos buscar sin cesar se halla en las "cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios". Nos lo recuerda
hoy san Pablo en la carta a los Colosenses, añadiendo que nuestra vida
"está oculta con Cristo en Dios" (Col 3, 1-3).
La solemnidad de la Transfiguración del Señor, que celebraremos
mañana, nos invita a dirigir la mirada "a las alturas", al cielo. En la
narración evangélica de la Transfiguración en el monte, se nos da un signo
premonitorio, que nos permite vislumbrar de modo fugaz el reino de los
santos, donde también nosotros, al final de nuestra existencia terrena,
podremos ser partícipes de la gloria de Cristo, que será completa, total y
definitiva. Entonces todo el universo quedará transfigurado y se cumplirá
finalmente el designio divino de la salvación.
El día de la solemnidad de la Transfiguración está unido al recuerdo de
mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, que precisamente
aquí, en Castelgandolfo, en 1978, completó su misión y fue llamado a
entrar en la casa del Padre celestial. Que su recuerdo sea una invitación a
mirar hacia lo alto y a servir fielmente al Señor y a la Iglesia, como hizo él
en años difíciles del siglo pasado.
Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, a quien hoy recordamos
particularmente celebrando la memoria litúrgica de la Dedicación de la
basílica de Santa María la Mayor. Como es sabido, esta es la primera
basílica de Occidente construida en honor de María y reedificada en el año
432 por el Papa Sixto III para celebrar la maternidad divina de la Virgen,
dogma que había sido proclamado solemnemente por el concilio
281
ecuménico de Éfeso el año precedente. La Virgen, que participó en el
misterio de Cristo más que ninguna otra criatura, nos sostenga en nuestro
camino de fe para que, como la liturgia nos invita a orar hoy, "al trabajar
con nuestras fuerzas para subyugar la tierra, no nos dejemos dominar por
la avaricia y el egoísmo, sino que busquemos siempre lo que vale delante
de Dios" (cf. Oración colecta).
282

TENSIÓN HACIA EL CIELO, HACIA JESÚS, HACIA DIOS


070812. Angelus. Castelgandolfo
La liturgia de este XIX domingo del tiempo ordinario nos prepara, de
algún modo, a la solemnidad de la Asunción de María al cielo, que
celebraremos el próximo 15 de agosto. En efecto, está totalmente
orientada al futuro, al cielo, donde la Virgen santísima nos ha precedido en
la alegría del paraíso. En particular, la página evangélica, prosiguiendo el
mensaje del domingo pasado, invita a los cristianos a desapegarse de los
bienes materiales, en gran parte ilusorios, y a cumplir fielmente su deber
tendiendo siempre hacia lo alto. El creyente permanece despierto y
vigilante a fin de estar preparado para acoger a Jesús cuando venga en su
gloria. Con ejemplos tomados de la vida diaria, el Señor exhorta a sus
discípulos, es decir, a nosotros, a vivir con esta disposición interior, como
los criados de la parábola, que esperan la vuelta de su señor. "Dichosos los
criados —dice— a quienes el Señor, al llegar, encuentre en vela" (Lc 12,
37). Por tanto, debemos velar, orando y haciendo el bien.
Es verdad, en la tierra todos estamos de paso, como oportunamente nos
lo recuerda la segunda lectura de la liturgia de hoy, tomada de la carta a
los Hebreos. Nos presenta a Abraham, vestido de peregrino, como un
nómada que vive en una tienda y habita en una región extranjera. Lo guía
la fe. "Por fe —escribe el autor sagrado— obedeció Abraham a la llamada
y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde
iba" (Hb 11, 8). En efecto, su verdadera meta era "la ciudad de sólidos
cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios" (Hb 11, 10). La ciudad a
la que se alude no está en este mundo, sino que es la Jerusalén celestial, el
paraíso. Era muy consciente de ello la comunidad cristiana primitiva, que
se consideraba "forastera" en la tierra y llamaba a sus núcleos residentes
en las ciudades "parroquias", que significa precisamente colonias de
extranjeros (en griego, pàroikoi) (cf. 1 P 2, 11). De este modo, los
primeros cristianos expresaban la característica más importante de la
Iglesia, que es precisamente la tensión hacia el cielo.
Por tanto, la liturgia de la Palabra de hoy quiere invitarnos a pensar "en
la vida del mundo futuro", como repetimos cada vez que con el Credo
hacemos nuestra profesión de fe. Una invitación a gastar nuestra
existencia de modo sabio y previdente, a considerar atentamente nuestro
destino, es decir, las realidades que llamamos últimas: la muerte, el juicio
final, la eternidad, el infierno y el paraíso. Precisamente así asumimos
nuestra responsabilidad ante el mundo y construimos un mundo mejor.
La Virgen María, que desde el cielo vela sobre nosotros, nos ayude a
no olvidar que aquí, en la tierra, estamos sólo de paso, y nos enseñe a
prepararnos para encontrar a Jesús, que "está sentado a la derecha de Dios
Padre todopoderoso y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos".
283

ASUNCIÓN DE MARÍA
070815. Homilía. Castelgandolfo
En su gran obra "La ciudad de Dios", san Agustín dice una vez que
toda la historia humana, la historia del mundo, es una lucha entre dos
amores: el amor a Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí
mismo, y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio a los
demás. Esta misma interpretación de la historia como lucha entre dos
amores, entre el amor y el egoísmo, aparece también en la lectura tomada
del Apocalipsis, que acabamos de escuchar. Aquí estos dos amores se
presentan en dos grandes figuras. Ante todo, está el dragón rojo fortísimo,
con una manifestación impresionante e inquietante del poder sin gracia,
sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la violencia.
Cuando san Juan escribió el Apocalipsis, para él este dragón
personificaba el poder de los emperadores romanos anticristianos, desde
Nerón hasta Domiciano. Este poder parecía ilimitado; el poder militar,
político y propagandístico del Imperio romano era tan grande que ante él
la fe, la Iglesia, parecía una mujer inerme, sin posibilidad de sobrevivir, y
mucho menos de vencer. ¿Quién podía oponerse a este poder
omnipresente, que aparentemente era capaz de hacer todo? Y, sin embargo,
sabemos que al final venció la mujer inerme; no venció el egoísmo ni el
odio, sino el amor de Dios, y el Imperio romano se abrió a la fe cristiana.
Las palabras de la sagrada Escritura trascienden siempre el momento
histórico. Así, este dragón no sólo indica el poder anticristiano de los
perseguidores de la Iglesia de aquel tiempo, sino también las dictaduras
materialistas anticristianas de todos los tiempos. Vemos de nuevo que este
poder, esta fuerza del dragón rojo, se personifica en las grandes dictaduras
del siglo pasado: la dictadura del nazismo y la dictadura de Stalin tenían
todo el poder, penetraban en todos los lugares, hasta los últimos rincones.
Parecía imposible que, a largo plazo, la fe pudiera sobrevivir ante ese
dragón tan fuerte, que quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, a la
Iglesia. Pero en realidad, también en este caso, al final el amor fue más
fuerte que el odio.
También hoy el dragón existe con formas nuevas, diversas. Existe en la
forma de ideologías materialistas, que nos dicen: es absurdo pensar en
Dios; es absurdo cumplir los mandamientos de Dios; es algo del pasado.
Lo único que importa es vivir la vida para sí mismo, tomar en este breve
momento de la vida todo lo que nos es posible tomar. Sólo importa el
consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la vida. Así debemos vivir. Y,
de nuevo, parece absurdo, parece imposible oponerse a esta mentalidad
dominante, con toda su fuerza mediática, propagandística. Parece
imposible aún hoy pensar en un Dios que ha creado al hombre, que se ha
hecho niño y que sería el verdadero dominador del mundo.
También ahora este dragón parece invencible, pero también ahora
sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón, que triunfa el
amor y no el egoísmo. Habiendo considerado así las diversas
284
representaciones históricas del dragón, veamos ahora la otra imagen: la
mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, coronada por doce estrellas.
También esta imagen presenta varios aspectos. Sin duda, un primer
significado es que se trata de la Virgen María vestida totalmente de sol, es
decir, de Dios; es María, que vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada
por la luz de Dios. Está coronada por doce estrellas, es decir, por las doce
tribus de Israel, por todo el pueblo de Dios, por toda la comunión de los
santos, y tiene bajo sus pies la luna, imagen de la muerte y de la
mortalidad. María superó la muerte; está totalmente vestida de vida,
elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios; así, en la gloria, habiendo
superado la muerte, nos dice: "¡Ánimo, al final vence el amor! En mi vida
dije: "¡He aquí la esclava del Señor!". En mi vida me entregué a Dios y al
prójimo. Y esta vida de servicio llega ahora a la vida verdadera. Tened
confianza; tened también vosotros la valentía de vivir así contra todas las
amenazas del dragón".
Este es el primer significado de la mujer, es decir, María. La "mujer
vestida de sol" es el gran signo de la victoria del amor, de la victoria del
bien, de la victoria de Dios. Un gran signo de consolación. Pero esta mujer
que sufre, que debe huir, que da a luz con gritos de dolor, también es la
Iglesia, la Iglesia peregrina de todos los tiempos. En todas las
generaciones debe dar a luz de nuevo a Cristo, darlo al mundo con gran
dolor, con gran sufrimiento. Perseguida en todos los tiempos, vive casi en
el desierto perseguida por el dragón. Pero en todos los tiempos la Iglesia,
el pueblo de Dios, también vive de la luz de Dios y —como dice el
Evangelio— se alimenta de Dios, se alimenta con el pan de la sagrada
Eucaristía. Así, la Iglesia, sufriendo, en todas las tribulaciones, en todas
las situaciones de las diversas épocas, en las diferentes partes del mundo,
vence. Es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las
ideologías del odio y del egoísmo.
Ciertamente, vemos cómo también hoy el dragón quiere devorar al
Dios que se hizo niño. No temáis por este Dios aparentemente débil. La
lucha es algo ya superado. También hoy este Dios débil es fuerte: es la
verdadera fuerza. Así, la fiesta de la Asunción de María es una invitación a
tener confianza en Dios y también una invitación a imitar a María en lo
que ella misma dijo: "¡He aquí la esclava del Señor!, me pongo a
disposición del Señor". Esta es la lección: seguir su camino; dar nuestra
vida y no tomar la vida. Precisamente así estamos en el camino del amor,
que consiste en perderse, pero en realidad este perderse es el único camino
para encontrarse verdaderamente, para encontrar la verdadera vida.
Contemplemos a María elevada al cielo. Renovemos nuestra fe y
celebremos la fiesta de la alegría: Dios vence. La fe, aparentemente débil,
es la verdadera fuerza del mundo. El amor es más fuerte que el odio. Y
digamos con Isabel: "Bendita tú eres entre todas las mujeres". Te
invocamos con toda la Iglesia: Santa María, ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
285

SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA


070815. Angelus. Castelgandolfo
Celebramos hoy la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen
María. Se trata de una fiesta antigua, que tiene su fundamento último en la
sagrada Escritura. En efecto, la sagrada Escritura presenta a la Virgen
María íntimamente unida a su Hijo divino y siempre solidaria con él.
Madre e Hijo aparecen estrechamente asociados en la lucha contra el
enemigo infernal hasta la plena victoria sobre él. Esta victoria se
manifiesta, en particular, con la derrota del pecado y de la muerte, es decir,
con la derrota de aquellos enemigos que san Pablo presenta siempre
unidos (cf. Rm 5, 12. 15-21; 1 Co 15, 21-26). Por eso, como la
resurrección gloriosa de Cristo fue el signo definitivo de esta victoria, así
la glorificación de María, también en su cuerpo virginal, constituye la
confirmación final de su plena solidaridad con su Hijo, tanto en la lucha
como en la victoria.
De este profundo significado teológico del misterio se hizo intérprete
el siervo de Dios Papa Pío XII, al pronunciar, el 1 de noviembre de 1950,
la solemne definición dogmática de este privilegio mariano. Declaró: "Por
eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde
toda la eternidad, "por un solo y mismo decreto" de predestinación,
inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad,
generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo
sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió, al fin, como corona
suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del
sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser
levantada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría
como Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos"
(const. Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 768-769).
Queridos hermanos y hermanas, María, al ser elevada a los cielos, no
se alejó de nosotros, sino que está aún más cercana, y su luz se proyecta
sobre nuestra vida y sobre la historia de la humanidad entera. Atraídos por
el esplendor celestial de la Madre del Redentor, acudimos con confianza a
ella, que desde el cielo nos mira y nos protege.
Todos necesitamos su ayuda y su consuelo para afrontar las pruebas y
los desafíos de cada día. Necesitamos sentirla madre y hermana en las
situaciones concretas de nuestra existencia. Y para poder compartir, un
día, también nosotros para siempre su mismo destino, imitémosla ahora en
el dócil seguimiento de Cristo y en el generoso servicio a los hermanos.
Este es el único modo de gustar, ya durante nuestra peregrinación terrena,
la alegría y la paz que vive en plenitud quien llega a la meta inmortal del
paraíso.

NO HE VENIDO A TRAER AL MUNDO PAZ, SINO DIVISIÓN


070819. Angelus. Castelgandolfo
286
En el evangelio de este domingo hay una expresión de Jesús que
siempre atrae nuestra atención y hace falta comprenderla bien. Mientras
va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo
dice a sus discípulos: "¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No,
sino división". Y añade: "En adelante, una familia de cinco estará dividida:
tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo
y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre,
la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra" (Lc 12, 51-53). Quien
conozca, aunque sea mínimamente, el evangelio de Cristo, sabe que es un
mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, "es
nuestra paz" (Ef 2, 14), muerto y resucitado para derribar el muro de la
enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo
se explican, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor
cuando dice —según la redacción de san Lucas— que ha venido a traer la
"división", o —según la redacción de san Mateo— la "espada"? (Mt 10,
34).
Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es
sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es
fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está
decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el
enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este
enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar
necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.
Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin
componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán
oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre las
personas, incluso en el seno de sus mismas familias. En efecto, el amor a
los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo
auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este
modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en
"instrumentos de su paz", según la célebre expresión de san Francisco de
Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con
valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf.
Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma
la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta
el fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión materna para que nos
ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a
componendas con el mal.

¿SERÁN POCOS LOS QUE SE SALVEN?


070826. Angelus. Castelgandolfo
También la liturgia de hoy nos propone unas palabras de Cristo
iluminadoras y al mismo tiempo desconcertantes. Durante su última
subida a Jerusalén, uno le pregunta: "Señor, ¿serán pocos los que se
salven?". Y Jesús le responde: "Esforzaos en entrar por la puerta estrecha.
287
Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán" (Lc 13, 23-24). ¿Qué
significa esta "puerta estrecha"? ¿Por qué muchos no logran entrar por
ella? ¿Acaso se trata de un paso reservado sólo a algunos elegidos?
Si se observa bien, este modo de razonar de los interlocutores de Jesús
es siempre actual: nos acecha continuamente la tentación de interpretar la
práctica religiosa como fuente de privilegios o seguridades. En realidad, el
mensaje de Cristo va precisamente en la dirección opuesta: todos pueden
entrar en la vida, pero para todos la puerta es "estrecha". No hay
privilegiados. El paso a la vida eterna está abierto para todos, pero es
"estrecho" porque es exigente, requiere esfuerzo, abnegación,
mortificación del propio egoísmo.
Una vez más, como en los domingos pasados, el evangelio nos invita a
considerar el futuro que nos espera y al que nos debemos preparar durante
nuestra peregrinación en la tierra. La salvación, que Jesús realizó con su
muerte y resurrección, es universal. Él es el único Redentor, e invita a
todos al banquete de la vida inmortal. Pero con una sola condición, igual
para todos: la de esforzarse por seguirlo e imitarlo, tomando sobre sí,
como hizo él, la propia cruz y dedicando la vida al servicio de los
hermanos. Así pues, esta condición para entrar en la vida celestial es única
y universal.
En el último día —recuerda también Jesús en el evangelio— no
seremos juzgados según presuntos privilegios, sino según nuestras obras.
Los "obradores de iniquidad" serán excluidos y, en cambio, serán acogidos
todos los que hayan obrado el bien y buscado la justicia, a costa de
sacrificios. Por tanto, no bastará declararse "amigos" de Cristo, jactándose
de falsos méritos: "Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en
nuestras plazas" (Lc 13, 26). La verdadera amistad con Jesús se manifiesta
en el modo de vivir: se expresa con la bondad del corazón, con la
humildad, con la mansedumbre y la misericordia, con el amor por la
justicia y la verdad, con el compromiso sincero y honrado en favor de la
paz y la reconciliación. Podríamos decir que este es el "carné de
identidad" que nos distingue como sus "amigos" auténticos; es el
"pasaporte" que nos permitirá entrar en la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, si también nosotros queremos pasar
por la puerta estrecha, debemos esforzarnos por ser pequeños, es decir,
humildes de corazón como Jesús, como María, Madre suya y nuestra. Ella
fue la primera que, siguiendo a su Hijo, recorrió el camino de la cruz y fue
elevada a la gloria del cielo, como recordamos hace algunos días. El
pueblo cristiano la invoca como Ianua caeli, Puerta del cielo. Pidámosle
que, en nuestras opciones diarias, nos guíe por el camino que conduce a la
"puerta del cielo".
288

CRISTO ES EL CENTRO DEL MUNDO


070901. Diálogo y discurso. Ágora de los jóvenes italianos. Loreto

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE


Pregunta formulada por los jóvenes Piero Tisti y Giovanna Di
Mucci:
A muchos de los jóvenes de la periferia nos falta un centro, un lugar o
personas capaces de dar identidad. A menudo no tenemos historia ni
perspectivas; por eso, no tenemos futuro. Parece que lo que esperamos
nunca se hace realidad. De aquí la experiencia de la soledad y, a veces,
de dependencias. Santidad, ¿hay alguien —o algo— para quien podamos
llegar a ser importante? ¿Es posible esperar cuando la realidad nos
niega cualquier sueño de felicidad, cualquier proyecto de vida?.

Gracias por esta pregunta y por la presentación tan realista de la


situación.
Con respecto a las periferias de este mundo, en las que existen grandes
problemas, no es fácil ahora responder. No queremos vivir en un fácil
optimismo, pero, por otra parte, debemos ser valientes y seguir adelante.
Podría anticipar así el núcleo de mi respuesta: "Sí, hay esperanza también
hoy; cada uno de vosotros es importante, porque cada uno es conocido y
querido por Dios; y Dios tiene un proyecto para cada uno. Debemos
descubrirlo y corresponder a él, para que, a pesar de estas situaciones de
precariedad y marginalidad, sea posible realizar el proyecto de Dios sobre
nosotros".
Pero, entrando en detalles, usted nos ha presentado de forma realista la
situación de una sociedad: en las periferias parece difícil salir adelante,
cambiar el mundo mejorándolo. Todo parece concentrado en los grandes
centros del poder económico y político; las grandes burocracias dominan y
quienes se encuentran en las periferias, realmente parecen quedar
excluidos de esta vida.
Un aspecto de esta situación de marginación de muchos es que las
grandes células de la vida de la sociedad, que pueden construir centros
también en la periferia, están desintegradas: la familia, que debería ser el
lugar de encuentro de las generaciones —desde los bisabuelos hasta los
nietos—; que no sólo debería ser un lugar donde se encuentren las
generaciones, sino también donde se aprenda a vivir, donde se aprendan
las virtudes esenciales para la vida, está desintegrada, se encuentra en
peligro. Por eso, debemos hacer todo lo posible para que la familia sea
viva, para que sea también hoy la célula vital, el centro en la periferia.
Del mismo modo, también la parroquia, célula viva de la Iglesia, debe
ser realmente un lugar de inspiración, de vida, de solidaridad, que ayude a
construir juntamente los centros en la periferia. En la Iglesia se habla a
menudo de periferia y de centro, que sería Roma, pero de hecho en la
Iglesia no hay periferia, porque donde está Cristo allí está todo el centro.
289
Donde se celebra la Eucaristía, donde está el sagrario, allí está Cristo y,
por consiguiente, allí está el centro, y debemos hacer todo lo posible para
que estos centros vivos sean eficaces, para que estén presentes y sean
realmente una fuerza que se oponga a esa marginación.
La Iglesia viva, la Iglesia de las pequeñas comunidades, la Iglesia
parroquial, los movimientos, deberían formar también centros en la
periferia, para ayudar así a superar las dificultades que la gran política
obviamente no supera. Al mismo tiempo, también debemos pensar que, a
pesar de las grandes concentraciones de poder, precisamente la sociedad
actual necesita la solidaridad, el sentido de la legalidad, la iniciativa y la
creatividad de todos.
Sé que es más fácil decirlo que realizarlo, pero veo aquí personas que
se comprometen para que surjan también centros en las periferias, para
que crezca la esperanza. Por tanto, me parece que precisamente en las
periferias debemos tomar la iniciativa. Es necesario que la Iglesia esté
presente; que Cristo, el centro del mundo, esté presente.
Hemos visto, y vemos hoy en el evangelio, que para Dios no hay
periferias. La Tierra Santa, en el vasto contexto del Imperio romano, era
periferia; Nazaret era periferia, una aldea desconocida. Y, sin embargo,
precisamente esa realidad fue de hecho el centro que cambió el mundo.
Así, también nosotros debemos formar centros de fe, de esperanza, de
amor y de solidaridad, de sentido de la justicia y de la legalidad, de
cooperación.
Sólo así puede sobrevivir la sociedad moderna. Necesita esta valentía
de crear centros, aunque aparentemente no parece existir esperanza.
Debemos oponernos a esta desesperación; debemos colaborar con gran
solidaridad y hacer todo lo posible para que aumente la esperanza, para
que los hombres colaboren y vivan. Como vemos, es necesario cambiar el
mundo; pero es precisamente la juventud la que tiene la misión de
cambiarlo. No lo podemos hacer sólo con nuestras fuerzas, sino en
comunión de fe y de camino. En comunión con María, con todos los
santos; en comunión con Cristo, podemos hacer algo esencial.
Os estimulo y os invito a tener confianza en Cristo, a tener confianza
en Dios. Estar en la gran compañía de los santos y avanzar con ellos puede
cambiar el mundo, creando centros en la periferia, para que esa compañía
sea realmente visible y así se haga realidad la esperanza de todos, de modo
que cada uno pueda decir: "Yo soy importante en la totalidad de la
historia. El Señor nos ayudará". Gracias.
290
Pregunta formulada por la joven Sara Simonetta:
Yo creo en el Dios que ha tocado mi corazón, pero son muchas las
inseguridades, los interrogantes, los miedos que llevo en mi interior. No
es fácil hablar de Dios con mis amigos; muchos de ellos ven a la Iglesia
como una realidad que juzga a los jóvenes, que se opone a sus deseos de
felicidad y de amor. Ante este rechazo siento fuertemente la soledad
humana y quisiera sentir la cercanía de Dios. Santidad, ¿en este silencio
dónde está Dios?

Sí, todos nosotros, aunque seamos creyentes, experimentamos el


silencio de Dios. En el Salmo que acabamos de rezar se encuentra este
grito casi desesperado: "Habla, Señor; no te escondas". Hace poco se
publicó un libro con las experiencias espirituales de la madre Teresa. En él
se pone de manifiesto aún más claramente lo que ya sabíamos: con toda
su caridad, su fuerza de fe, la madre Teresa sufría el silencio de Dios.
Por una parte, debemos soportar este silencio de Dios también para
poder comprender a nuestros hermanos que no conocen a Dios. Por otra,
con el Salmo, podemos gritar continuamente a Dios: "Habla, muéstrate".
Sin duda, en nuestra vida, si tenemos el corazón abierto, podemos
encontrar los grandes momentos en los que realmente la presencia de Dios
se hace sensible también para nosotros.
Me viene a la mente en este momento una anécdota que refirió Juan
Pablo II en los ejercicios espirituales que predicó en el Vaticano cuando
aún no era Papa. Contó que después de la guerra lo visitó un oficial ruso,
que era científico, el cual le dijo: "Como científico, estoy seguro de que
Dios no existe; pero cuando me encuentro en una montaña, ante su
majestuosa belleza, ante su grandeza, también estoy seguro de que el
Creador existe y de que Dios existe".
La belleza de la creación es una de las fuentes donde realmente
podemos descubrir la belleza de Dios, donde podemos ver que el Creador
existe y es bueno, que es verdad lo que dice la sagrada Escritura en el
relato de la creación, o sea, que Dios pensó e hizo este mundo con su
corazón, con su voluntad, con su razón, y vio que era bueno. También
nosotros debemos ser buenos, teniendo el corazón abierto a percibir
realmente la presencia de Dios.
Asimismo, al escuchar la palabra de Dios en las grandes celebraciones
litúrgicas, en las fiestas de la fe, en la gran música de la fe, percibimos
esta presencia.
Recuerdo en este momento otra anécdota que me contó hace poco
tiempo un obispo en visita "ad limina": una mujer no cristiana muy
inteligente comenzó a escuchar la gran música de Bach, Händel, Mozart.
Estaba fascinada y un día dijo: "Debo encontrar la fuente de donde pudo
brotar esta belleza". Esa mujer se convirtió al cristianismo, a la fe católica,
porque había descubierto que esa belleza tiene una fuente, y la fuente es
precisamente la presencia de Cristo en los corazones, es la revelación de
Cristo en este mundo.
291
Por consiguiente, las grandes fiestas de la fe, de la celebración
litúrgica, pero también el diálogo personal con Cristo: él no siempre
responde, pero hay momentos en que realmente responde.
Luego viene la amistad, la compañía de la fe. Ahora, reunidos aquí en
Loreto, vemos cómo la fe une, la amistad crea una compañía de personas
en camino. Y sentimos que todo esto no viene de la nada, sino que
realmente tiene una fuente, que el Dios silencioso es también un Dios que
habla, que se revela, y sobre todo que nosotros mismos podemos ser
testigos de su presencia, que nuestra fe proyecta realmente una luz
también para los demás.
Así pues, por una parte, debemos aceptar que en este mundo Dios es
silencioso, pero no debemos ser sordos cuando habla, cuando se nos
muestra en muchas ocasiones; vemos la presencia del Señor sobre todo en
la creación, en una hermosa liturgia, en la amistad dentro de la Iglesia; y,
llenos de su presencia, también nosotros podemos iluminar a los demás.
Paso a la segunda parte de su pregunta: hoy es difícil hablar de Dios a
los amigos y tal vez resulta aún más difícil hablar de la Iglesia, porque ven
a Dios sólo como el límite de nuestra libertad, un Dios de mandamientos,
de prohibiciones, y a la Iglesia como una institución que limita nuestra
libertad, que nos impone prohibiciones.
Pero debemos tratar de presentarles la Iglesia viva, no esa idea de un
centro de poder en la Iglesia con estas etiquetas, sino las comunidades de
compañía en las que, a pesar de todos los problemas de la vida, que todos
tenemos, nace la alegría de vivir.
Aquí me viene a la mente un tercer recuerdo. En Brasil estuve en la
"Hacienda de la Esperanza", una gran realidad donde los drogadictos se
curan y recobran la esperanza, recobran la alegría de vivir. Los
drogadictos testimoniaron que precisamente descubrir que Dios existe
significó para ellos la curación de la desesperación. Así comprendieron
que su vida tiene un sentido y recobraron la alegría de estar en este
mundo, la alegría de afrontar los problemas de la vida humana.
Por tanto, en todo corazón humano, a pesar de los problemas que
existen, hay sed de Dios; y donde Dios desaparece, desaparece también el
sol que da luz y alegría. Esta sed de infinito que hay en nuestro corazón se
demuestra también en la realidad de la droga: el hombre quiere ensanchar
su vida, quiere obtener más de la vida, quiere alcanzar el infinito, pero la
droga es una mentira, una estafa, porque no ensancha la vida, sino que la
destruye.
Realmente, tenemos una gran sed, que nos habla de Dios y nos pone en
camino hacia Dios, pero debemos ayudarnos mutuamente. Cristo vino
precisamente para crear una red de comunión en el mundo, donde todos
podemos apoyarnos unos a otros, ayudándonos a encontrar juntos el
camino de la vida y a comprender que los mandamientos de Dios no son
limitaciones de nuestra libertad, sino las señales de carretera que nos
orientan hacia Dios, hacia la plenitud de la vida.
Pidamos a Dios que nos ayude a descubrir su presencia, a estar llenos
de su Revelación, de su alegría, a ayudarnos unos a otros en la compañía
292
de la fe para avanzar y encontrar cada vez más, con Cristo, el verdadero
rostro de Dios, y así la vida verdadera.
* **
DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Queridos jóvenes, que constituís la esperanza de la Iglesia en Italia:
Me alegra encontrarme con vosotros en este lugar tan singular, en esta
velada especial, en la que se entrelazan oraciones, cantos y silencios, una
velada llena de esperanzas y profundas emociones. Este valle, donde en el
pasado también mi amado predecesor Juan Pablo II se encontró con
muchos de vosotros, ya se ha convertido en vuestra "ágora", en vuestra
plaza sin muros y sin barreras, donde convergen y parten mil caminos.
He escuchado con atención al que ha hablado en nombre de todos
vosotros. A este lugar de encuentro pacífico, auténtico y jubiloso, habéis
llegado impulsados por mil motivos diversos: unos por pertenecer a un
grupo; otros, invitados por algún amigo; otros, por íntima convicción;
otros, con alguna duda en el corazón; y otros, por simple curiosidad...
Cualquiera que sea el motivo que os ha traído aquí, quiero deciros que
quien nos ha reunido aquí, aunque hace falta valentía para decirlo, es el
Espíritu Santo. Sí, esto es lo que ha sucedido. Quien os ha guiado hasta
aquí es el Espíritu. Habéis venido con vuestras dudas y vuestras certezas,
con vuestras alegrías y vuestras preocupaciones. Ahora nos toca a todos
nosotros, a todos vosotros, abrir el corazón y ofrecer todo a Jesús.
Decidle: "Heme aquí. Ciertamente no soy todavía como tú quisieras
que fuera; ni siquiera logro entenderme a fondo a mí mismo, pero con tu
ayuda estoy dispuesto a seguirte. Señor Jesús, esta tarde quisiera hablarte,
haciendo mía la actitud interior y el abandono confiado de aquella joven
que hace dos mil años pronunció su "sí" al Padre, que la escogía para ser
tu Madre. El Padre la eligió porque era dócil y obediente a su voluntad".
Como ella, como la pequeña María, cada uno de vosotros, queridos
jóvenes amigos, diga con fe a Dios: "Heme aquí, hágase en mí según tu
palabra".
¡Qué espectáculo tan admirable de fe joven y comprometedora
estamos viviendo esta tarde! Esta tarde, gracias a vosotros, Loreto se ha
convertido en la capital espiritual de los jóvenes, en el centro hacia el que
convergen idealmente las multitudes de jóvenes que pueblan los cinco
continentes.
En este momento nos sentimos, en cierto modo, rodeados por las
expectativas y las esperanzas de millones de jóvenes del mundo entero:
en esta misma hora unos están en vela, otros se encuentran durmiendo y
otros están estudiando o trabajando; unos esperan y otros desesperan; unos
creen y otros no logran creer; unos aman la vida y otros, en cambio, la
están desperdiciando.
Quisiera que a todos llegaran mis palabras: el Papa está cerca de
vosotros, comparte vuestras alegrías y vuestras tristezas; y comparte sobre
todo las esperanzas más íntimas que lleváis en vuestro corazón. Para cada
293
uno pide al Señor el don de una vida plena y feliz, una vida llena de
sentido, una vida verdadera.
Por desgracia, hoy, con frecuencia, muchos jóvenes creen que una
existencia plena y feliz es un sueño difícil —hemos escuchado muchos
testimonios—, a veces casi irrealizable. Muchos coetáneos vuestros
piensan en el futuro con miedo y se plantean no pocos interrogantes. Se
preguntan, preocupados: ¿Cómo integrarse en una sociedad marcada por
numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el
egoísmo y la violencia, que a menudo parecen prevalecer? ¿Cómo dar
sentido pleno a la vida?
Con amor y convicción os repito a vosotros, jóvenes aquí presentes, y
a través de vosotros a vuestros coetáneos del mundo entero: ¡No tengáis
miedo! Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas de vuestro
corazón. ¿Acaso existen sueños irrealizables cuando es el Espíritu de Dios
quien los suscita y cultiva en el corazón? ¿Hay algo que pueda frenar
nuestro entusiasmo cuando estamos unidos a Cristo? Nada ni nadie, diría
el apóstol san Pablo, podrá separarnos del amor de Dios, en Cristo Jesús,
Señor nuestro (cf. Rm 8, 35-39).
Permitidme que os repita esta tarde: cada uno de vosotros, si
permanece unido a Cristo, puede realizar grandes cosas. Por eso, queridos
amigos, no debéis tener miedo de soñar, con los ojos abiertos, en grandes
proyectos de bien y no debéis desalentaros ante las dificultades. Cristo
confía en vosotros y desea que realicéis todos vuestros sueños más nobles
y elevados de auténtica felicidad.
Nada es imposible para quien se fía de Dios y se entrega a Dios. Mirad
a la joven María. El ángel le propuso algo realmente inconcebible:
participar del modo más comprometedor posible en el más grandioso de
los planes de Dios, la salvación de la humanidad. Como hemos escuchado
en el evangelio, ante esa propuesta María se turbó, pues era consciente de
la pequeñez de su ser frente a la omnipotencia de Dios, y se preguntó:
¿Cómo es posible? ¿Por qué precisamente yo? Sin embargo, dispuesta a
cumplir la voluntad divina, pronunció prontamente su "sí", que cambió su
vida y la historia de la humanidad entera. Gracias a su "sí" hoy también
nosotros nos encontramos reunidos esta tarde.
Me pregunto y os pregunto: lo que Dios nos pide, por más arduo que
pueda parecernos, ¿podrá equipararse a lo que pidió a la joven María?
Queridos muchachos y muchachas, aprendamos de María a pronunciar
nuestro "sí", porque ella sabe de verdad lo que significa responder con
generosidad a lo que pide el Señor. María, queridos jóvenes, conoce
vuestras aspiraciones más nobles y profundas. Conoce bien, sobre todo,
vuestro gran anhelo de amor, vuestra necesidad de amar y ser amados.
Mirándola a ella, siguiéndola dócilmente, descubriréis la belleza del amor,
pero no de un amor que se usa y se tira, pasajero y engañoso, prisionero de
una mentalidad egoísta y materialista, sino del amor verdadero y
profundo.
En lo más íntimo del corazón, todo muchacho y toda muchacha que se
abre a la vida cultiva el sueño de un amor que dé pleno sentido a su futuro.
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Para muchos este sueño se realiza en la opción del matrimonio y en la
formación de una familia, donde el amor entre un hombre y una mujer se
vive como don recíproco y fiel, como entrega definitiva, sellada por el "sí"
pronunciado ante Dios el día del matrimonio, un "sí" para toda la vida.
Sé bien que este sueño hoy es cada vez más difícil de realizar.
¡Cuántos fracasos del amor contempláis en vuestro entorno! ¡Cuántas
parejas inclinan la cabeza, rindiéndose, y se separan! ¡Cuántas familias se
desintegran! ¡Cuántos muchachos, incluso entre vosotros, han visto la
separación y el divorcio de sus padres!
A quienes se encuentran en situaciones tan delicadas y complejas
quisiera decirles esta tarde: la Madre de Dios, la comunidad de los
creyentes, el Papa están cerca de vosotros y oran para que la crisis que
afecta a las familias de nuestro tiempo no se transforme en un fracaso
irreversible. Ojalá que las familias cristianas, con la ayuda de la gracia
divina, se mantengan fieles al solemne compromiso de amor asumido con
alegría ante el sacerdote y ante la comunidad cristiana el día solemne del
matrimonio.
Frente a tantos fracasos con frecuencia se formula esta pregunta:
"¿Soy yo mejor que mis amigos y que mis parientes, que lo han intentado
y han fracasado? ¿Por qué yo, precisamente yo, debería triunfar donde
tantos otros se rinden?". Este temor humano puede frenar incluso a los
corazones más valientes, pero en esta noche que nos espera, a los pies de
su Santa Casa, María os repetirá a cada uno de vosotros, queridos jóvenes
amigos, las palabras que el ángel le dirigió a ella: "¡No temáis! ¡No
tengáis miedo! El Espíritu Santo está con vosotros y no os abandona
jamás. Nada es imposible para quien confía en Dios".
Eso vale para quien está llamado a la vida matrimonial, y mucho más
para aquellos a quienes Dios propone una vida de total desprendimiento
de los bienes de la tierra a fin de entregarse a tiempo completo a su reino.
Algunos de entre vosotros habéis emprendido el camino del sacerdocio, de
la vida consagrada; algunos aspiráis a ser misioneros, conscientes de
cuántos y cuáles peligros implica. Pienso en los sacerdotes, en las
religiosas y en los laicos misioneros que han caído en la trinchera del
amor al servicio del Evangelio.
Nos podría decir muchas cosas al respecto el padre Giancarlo Bossi,
por el que oramos durante el tiempo de su secuestro en Filipinas, y hoy
nos alegramos de que esté aquí con nosotros. A través de él quisiera
saludar y dar las gracias a todos los que consagran su vida a Cristo en las
fronteras de la evangelización. Queridos jóvenes, si el Señor os llama a
vivir más íntimamente a su servicio, responded con generosidad. Tened la
certeza de que la vida dedicada a Dios nunca se gasta en vano.
Queridos jóvenes, antes de concluir estas palabras, quiero abrazaros
con corazón de padre. Os abrazo a cada uno, y os saludo cordialmente.
Nos uniremos "virtualmente" más tarde y nos volveremos a ver
mañana por la mañana, al terminar esta noche de vela, para el momento
más importante de nuestro encuentro, cuando Jesús mismo se haga
realmente presente en su Palabra y en el misterio de la Eucaristía.
295
Oremos para que el Señor, que realiza todo prodigio, conceda a
muchos de vosotros estar allí; para que me lo conceda a mí y os lo
conceda a vosotros. Este es uno de los muchos sueños que esta noche,
orando juntos, encomendamos a María. Amén.

DIOS, MARÍA Y JESÚS: ENCUENTRO DE HUMILDADES


070902. Homilía. Ágora de los jóvenes italianos. Loreto
Este es realmente un día de gracia. Las lecturas que acabamos de
escuchar nos ayudan a comprender cuán maravillosa es la obra que ha
realizado el Señor al reunirnos aquí, en Loreto, en tan gran número y en
un clima jubiloso de oración y de fiesta. Con nuestro encuentro en el
santuario de la Virgen se hacen realidad, en cierto sentido, las palabras de
la carta a los Hebreos: "Os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de
Dios vivo" (Hb 12, 22).
Al celebrar la Eucaristía a la sombra de la Santa Casa, también
nosotros nos hemos acercado a la "reunión solemne y asamblea de los
primogénitos inscritos en los cielos" (Hb 12, 23). Así podemos
experimentar la alegría de encontrarnos ante "Dios, juez universal, y los
espíritus de los justos llegados ya a su consumación" (Hb 12, 23). Con
María, Madre del Redentor y Madre nuestra, vamos sobre todo al
encuentro del "mediador de la nueva Alianza" (Hb 12, 24).
El Padre celestial, que muchas veces y de muchos modos habló a los
hombres (cf. Hb 1, 1), ofreciendo su alianza y encontrando a menudo
resistencias y rechazos, en la plenitud de los tiempos quiso establecer con
los hombres un pacto nuevo, definitivo e irrevocable, sellándolo con la
sangre de su Hijo unigénito, muerto y resucitado para la salvación de la
humanidad entera.
Jesucristo, Dios hecho hombre, asumió en María nuestra misma carne,
tomó parte en nuestra vida y quiso compartir nuestra historia. Para realizar
su alianza, Dios buscó un corazón joven y lo encontró en María, "una
joven".
También hoy Dios busca corazones jóvenes, busca jóvenes de corazón
grande, capaces de hacerle espacio a él en su vida para ser protagonistas
de la nueva Alianza. Para acoger una propuesta fascinante como la que
nos hace Jesús, para establecer una alianza con él, hace falta ser jóvenes
interiormente, capaces de dejarse interpelar por su novedad, para
emprender con él caminos nuevos.
Jesús tiene predilección por los jóvenes, como lo pone de manifiesto el
diálogo con el joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22); respeta su
libertad, pero nunca se cansa de proponerles metas más altas para su vida:
la novedad del Evangelio y la belleza de una conducta santa. Siguiendo el
ejemplo de su Señor, la Iglesia tiene esa misma actitud. Por eso, queridos
jóvenes, os mira con inmenso afecto; está cerca de vosotros en los
momentos de alegría y de fiesta, al igual que en los de prueba y desvarío;
os sostiene con los dones de la gracia sacramental y os acompaña en el
discernimiento de vuestra vocación.
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Queridos jóvenes, dejaos implicar en la vida nueva que brota del
encuentro con Cristo y podréis ser apóstoles de su paz en vuestras
familias, entre vuestros amigos, en el seno de vuestras comunidades
eclesiales y en los diversos ambientes en los que vivís y actuáis.
Pero, ¿qué es lo que hace realmente "jóvenes" en sentido evangélico?
Este encuentro, que tiene lugar a la sombra de un santuario mariano, nos
invita a contemplar a la Virgen. Por eso, nos preguntamos: ¿Cómo vivió
María su juventud? ¿Por qué en ella se hizo posible lo imposible? Nos lo
revela ella misma en el cántico del Magníficat: Dios "ha puesto los ojos
en la humildad de su esclava" (Lc 1, 48).
Dios aprecia en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Y
precisamente de la humildad nos hablan las otras dos lecturas de la liturgia
de hoy. ¿No es una feliz coincidencia que se nos dirija este mensaje
precisamente aquí, en Loreto? Aquí, nuestro pensamiento va naturalmente
a la Santa Casa de Nazaret, que es el santuario de la humildad: la
humildad de Dios, que se hizo carne, se hizo pequeño; y la humildad de
María, que lo acogió en su seno. La humildad del Creador y la humildad
de la criatura.
De ese encuentro de humildades nació Jesús, Hijo de Dios e Hijo del
hombre. "Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte, y ante el
Señor hallarás gracia, pues grande es el poderío del Señor, y por los
humildes es glorificado", nos dice el pasaje del Sirácida (Si 3, 18-20); y
Jesús, en el evangelio, después de la parábola de los invitados a las bodas,
concluye: "Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille,
será ensalzado" (Lc 14, 11).
Esta perspectiva que nos indican las Escrituras choca fuertemente hoy
con la cultura y la sensibilidad del hombre contemporáneo. Al humilde se
le considera un abandonista, un derrotado, uno que no tiene nada que decir
al mundo. Y, en cambio, este es el camino real, y no sólo porque la
humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque
constituye el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió
Cristo, el mediador de la nueva Alianza, el cual, "actuando como un
hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una
muerte de cruz" (Flp 2, 8).
Queridos jóvenes, me parece que en estas palabras de Dios sobre la
humildad se encierra un mensaje importante y muy actual para vosotros,
que queréis seguir a Cristo y formar parte de su Iglesia. El mensaje es
este: no sigáis el camino del orgullo, sino el de la humildad. Id contra
corriente: no escuchéis las voces interesadas y persuasivas que hoy, desde
muchas partes, proponen modelos de vida marcados por la arrogancia y la
violencia, por la prepotencia y el éxito a toda costa, por el aparecer y el
tener, en detrimento del ser.
Vosotros sois los destinatarios de numerosos mensajes, que os llegan
sobre todo a través de los medios de comunicación social. Estad
vigilantes. Sed críticos. No vayáis tras la ola producida por esa poderosa
acción de persuasión. No tengáis miedo, queridos amigos, de preferir los
caminos "alternativos" indicados por el amor verdadero: un estilo de vida
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sobrio y solidario; relaciones afectivas sinceras y puras; un empeño
honrado en el estudio y en el trabajo; un interés profundo por el bien
común.
No tengáis miedo de ser considerados diferentes y de ser criticados por
lo que puede parecer perdedor o pasado de moda: vuestros coetáneos, y
también los adultos, especialmente los que parecen más alejados de la
mentalidad y de los valores del Evangelio, tienen profunda necesidad de
ver a alguien que se atreva a vivir de acuerdo con la plenitud de
humanidad manifestada por Jesucristo.
Así pues, queridos jóvenes, el camino de la humildad no es un camino
de renuncia, sino de valentía. No es resultado de una derrota, sino de una
victoria del amor sobre el egoísmo y de la gracia sobre el pecado.
Siguiendo a Cristo e imitando a María, debemos tener la valentía de la
humildad; debemos encomendarnos humildemente al Señor, porque
sólo así podremos llegar a ser instrumentos dóciles en sus manos, y le
permitiremos hacer en nosotros grandes cosas.
En María y en los santos el Señor obró grandes prodigios. Pienso, por
ejemplo, en san Francisco de Asís y santa Catalina de Siena, patronos de
Italia. Pienso también en jóvenes espléndidos, como santa Gema Galgani,
san Gabriel de la Dolorosa, san Luis Gonzaga, santo Domingo Savio,
santa María Goretti, que nació cerca de aquí, y los beatos Piergiorgio
Frassati y Alberto Marvelli. Y pienso también en numerosos muchachos y
muchachas que pertenecen a la legión de santos "anónimos", pero que no
son anónimos para Dios. Para él cada persona es única, con su nombre y
su rostro. Como sabéis bien, todos estamos llamados a ser santos.
Como veis, queridos jóvenes, la humildad que el Señor nos ha
enseñado y que los santos han testimoniado, cada uno según la
originalidad de su vocación, no es ni mucho menos un modo de vivir
abandonista. Contemplemos sobre todo a María: en su escuela, también
nosotros podemos experimentar, como ella, el "sí" de Dios a la humanidad
del que brotan todos los "sí" de nuestra vida.
En verdad, son numerosos y grandes los desafíos que debéis afrontar.
Pero el primero sigue siendo siempre seguir a Cristo a fondo, sin reservas
ni componendas. Y seguir a Cristo significa sentirse parte viva de su
cuerpo, que es la Iglesia. No podemos llamarnos discípulos de Jesús si no
amamos y no seguimos a su Iglesia. La Iglesia es nuestra familia, en la
que el amor al Señor y a los hermanos, sobre todo en la participación en la
Eucaristía, nos hace experimentar la alegría de poder gustar ya desde
ahora la vida futura, que estará totalmente iluminada por el Amor.
Nuestro compromiso diario debe consistir en vivir aquí abajo como si
estuviéramos allá arriba. Por tanto, sentirse Iglesia es para todos una
vocación a la santidad; es compromiso diario de construir la comunión y
la unidad venciendo toda resistencia y superando toda incomprensión. En
la Iglesia aprendemos a amar educándonos en la acogida gratuita del
prójimo, en la atención solícita a quienes atraviesan dificultades, a los
pobres y a los últimos.
298
La motivación fundamental de todos los creyentes en Cristo no es el
éxito, sino el bien, un bien que es tanto más auténtico cuanto más se
comparte, y que no consiste principalmente en el tener o en el poder, sino
en el ser. Así se edifica la ciudad de Dios con los hombres, una ciudad que
crece desde la tierra y a la vez desciende del cielo, porque se desarrolla
con el encuentro y la colaboración entre los hombres y Dios (cf. Ap 21, 2-
3).
Seguir a Cristo, queridos jóvenes, implica además un esfuerzo
constante por contribuir a la edificación de una sociedad más justa y
solidaria, donde todos puedan gozar de los bienes de la tierra. Sé que
muchos de vosotros os dedicáis con generosidad a testimoniar vuestra fe
en varios ámbitos sociales, colaborando en el voluntariado, trabajando por
la promoción del bien común, de la paz y de la justicia en cada
comunidad. Uno de los campos en los que parece urgente actuar es, sin
duda, el de la conservación de la creación.
A las nuevas generaciones está encomendado el futuro del planeta, en
el que son evidentes los signos de un desarrollo que no siempre ha sabido
tutelar los delicados equilibrios de la naturaleza. Antes de que sea
demasiado tarde, es preciso tomar medidas valientes, que puedan
restablecer una fuerte alianza entre el hombre y la tierra. Es necesario un
"sí" decisivo a la tutela de la creación y un compromiso fuerte para
invertir las tendencias que pueden llevar a situaciones de degradación
irreversible.
Por eso, he apreciado la iniciativa de la Iglesia italiana de promover la
sensibilidad frente a los problemas de la conservación de la creación
estableciendo una Jornada nacional, que se celebra precisamente el 1 de
septiembre. Este año la atención se centra sobre todo en el agua, un bien
preciosísimo que, si no se comparte de modo equitativo y pacífico, se
convertirá por desgracia en motivo de duras tensiones y ásperos
conflictos.
Queridos jóvenes amigos, después de escuchar vuestras reflexiones de
ayer por la tarde y de esta noche, dejándome guiar por la palabra de Dios,
he querido comunicaros ahora estas consideraciones, que pretenden ser un
estímulo paterno a seguir a Cristo para ser testigos de su esperanza y de su
amor. Por mi parte, seguiré acompañándoos con mi oración y con mi
afecto, para que prosigáis con entusiasmo el camino del Ágora, este
singular itinerario trienal de escucha, diálogo y misión. Al concluir hoy el
primer año con este estupendo encuentro, no puedo por menos de invitaros
a mirar ya a la gran cita de la Jornada mundial de la juventud, que se
celebrará en julio del año próximo en Sydney.
Os invito a prepararos para esa gran manifestación de fe juvenil
meditando en mi Mensaje, que profundiza el tema del Espíritu Santo, para
vivir juntos una nueva primavera del Espíritu. Os espero, por tanto, en
gran número también en Australia, al concluir vuestro segundo año del
Ágora.
Por último, volvamos una vez más nuestra mirada a María, modelo de
humildad y de valentía. Ayúdanos, Virgen de Nazaret, a ser dóciles a la
299
obra del Espíritu Santo, como lo fuiste tú. Ayúdanos a ser cada vez más
santos, discípulos enamorados de tu Hijo Jesús. Sostén y acompaña a estos
jóvenes, para que sean misioneros alegres e incansables del Evangelio
entre sus coetáneos, en todos los lugares de Italia. Amén.

***
300
El Papa pronunció las siguientes palabras antes de impartir la
bendición apostólica:
Queridos hermanos y hermanas, estamos para despedirnos de este
lugar en el que hemos celebrado los santos misterios, lugar donde se hace
memoria de la encarnación del Verbo. El santuario lauretano nos recuerda
también hoy que para acoger plenamente la Palabra de vida no basta
conservar el don recibido: también hay que ir, con solicitud, por otros
caminos y a otras ciudades, a comunicarlo con gozo y agradecimiento,
como la joven María de Nazaret. Queridos jóvenes, conservad en el
corazón el recuerdo de este lugar y, como los setenta y dos discípulos
designados por Jesús, id con determinación y libertad de espíritu:
comunicad la paz, sostened al débil, preparad los corazones a la novedad
de Cristo. Anunciad que el reino de Dios está cerca.

FRANCISCO: LA REGLA ES OBSERVAR EL EVANGELIO


070617.Mensaje. Asís. A los franciscanos conventuales
Considero providencial que este encuentro tenga lugar en el contexto
del VIII centenario de la conversión de san Francisco. Con esta visita he
querido poner de relieve el significado de ese acontecimiento, al que es
preciso volver siempre, para comprender a san Francisco y su mensaje. Él
mismo, sintetizando en una sola palabra toda su vivencia interior, no
encontró un concepto más denso que el de "penitencia": "El Señor me
concedió a mí, fray Francisco, comenzar a hacer penitencia así"
(Testamento, 1: FF 110). Por tanto, se sintió esencialmente como un
"penitente", por decirlo así, en estado de conversión permanente.
Abandonándose a la acción del Espíritu, san Francisco se convirtió cada
vez más a Cristo, transformándose en imagen viva de él, por el camino de
la pobreza, la caridad y la misión.
Por tanto, deseo que los religiosos capitulares aprovechen esta ocasión
para interrogarse sobre lo que el Espíritu les pide para seguir anunciando
con pasión, tras las huellas del Seráfico Padre, el reino de Dios en este
tramo inicial del tercer milenio cristiano.
Me ha complacido saber que, como tema central de reflexión durante
los días de la asamblea capitular, se ha elegido la formación para la
misión, subrayando que esa formación no se da de una vez para siempre,
sino que se debe considerar más bien como un camino permanente. En
efecto, se trata de un itinerario con múltiples dimensiones, pero centrado
en la capacidad de dejarse modelar por el Espíritu, a fin de estar
dispuestos a ir a cualquier lugar a donde él llame. En la base no puede por
menos de estar la escucha de la Palabra en un clima de intensa y continua
oración. Sólo con esta condición se pueden captar las verdaderas
necesidades de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, dándoles
respuestas basadas en la sabiduría de Dios y anunciando lo que se ha
experimentado profundamente en la propia vida.
Es necesario que la gran familia de los Frailes Menores Conventuales
se deje impulsar por las palabras que el Crucifijo de San Damián dirigió a
301
san Francisco: "Ve y repara mi casa" (2 Cel I, 6, 10: FF 593). Por tanto,
cada fraile ha de ser un auténtico contemplativo, con la mirada fija en los
ojos de Cristo. Cada uno ha de ser capaz de ver, como san Francisco en el
leproso, el rostro de Cristo en los hermanos que sufren, llevando a todos el
anuncio de la paz. Con este fin, deberá hacer suyo el camino de
configuración con el Señor Jesús que san Francisco vivió en los diversos
lugares-símbolo de su itinerario de santidad: desde San Damián hasta
Rivotorto, desde Santa María de los Ángeles hasta la Verna.
Por consiguiente, cada hijo de san Francisco ha de tener como
principio firme el que el Poverello expresó con las sencillas palabras: "la
Regla y vida de los frailes menores es observar el santo Evangelio de
nuestro Señor Jesucristo" (Rb I, 1: FF 75).
El Poverello, llamado a vivir "según la forma del santo Evangelio"
(Testamento, 14: FF 116), se comprendió a sí mismo a la luz del
Evangelio. Precisamente de aquí nace la perenne actualidad de su
testimonio. Su "profecía" enseña a hacer del Evangelio el criterio para
afrontar los desafíos de todos los tiempos, incluido el nuestro, resistiendo
a la engañosa fascinación de modas pasajeras, para arraigarse en el plan de
Dios y discernir así las auténticas necesidades de los hombres. Mi deseo
es que los frailes sepan acoger con renovado impulso y con valentía este
"programa", confiando en la fuerza que viene de lo alto.
A los Frailes Menores Conventuales se les pide, ante todo, que
anuncien a Cristo: que se acerquen a todos con mansedumbre y
confianza, con una actitud de diálogo, pero dando siempre un testimonio
ardiente del único Salvador. Que sean testigos de la "belleza" de Dios, que
san Francisco supo cantar contemplando las maravillas de la creación:
entre los estupendos ciclos pictóricos que adornan esta basílica y en todos
los demás lugares del maravilloso templo que es la naturaleza, se debe
elevar de sus labios la oración que san Francisco pronunció después del
éxtasis místico de la Verna, y que le hizo exclamar dos veces: "Tú eres la
belleza" (Alabanzas a Dios altísimo, 4. 6: FF 261).
Sí, san Francisco es un gran maestro de la "via pulchritudinis". Los
frailes deben imitarlo irradiando la belleza que salva; y lo deben hacer de
modo especial en esta estupenda basílica, no sólo con el gozo de los
tesoros de arte que se conservan en ella, sino también y sobre todo con la
intensidad y el decoro de la liturgia, y con el ferviente anuncio del
misterio cristiano.

PEREGRINACIÓN A MARIAZELL EN AUSTRIA


070907. Entrevista durante el vuelo a Austria.
Santo Padre, en este viaje vuelve usted a un país que conoce desde su
infancia. ¿Qué importancia concede a este regreso a Austria?

Papa: Mi viaje quiere ser sobre todo una peregrinación. Quiero


insertarme en la larga fila de los peregrinos a lo largo de los siglos —son
850 años— y así, como peregrino con los peregrinos, orar con los que
302
oran. Me parece importante este signo de la unidad que crea la fe: unidad
entre los pueblos, porque es una peregrinación de muchos pueblos, y
unidad entre los tiempos; por tanto, es un signo de la fuerza unificadora,
de la fuerza de reconciliación que entraña la fe. En este sentido, quiere ser
un signo de la universalidad de la comunidad de fe de la Iglesia y también
un signo de humildad y, sobre todo, de la confianza que tenemos en Dios,
de la prioridad de Dios; Dios existe, necesitamos la ayuda de Dios. Y,
naturalmente, también es expresión de amor a la Virgen. Así pues,
solamente quiero confirmar estos elementos esenciales de la fe en este
momento de la historia.

La Iglesia austriaca en los años 90 atravesó un período difícil e


inquieto, con tensiones pastorales y contestaciones. Santo Padre, ¿cree
usted que estas dificultades ya se han superado? ¿Piensa ayudar con esta
visita a sanar las heridas y a promover la unidad en la Iglesia, también
entre los que se sienten al margen de la Iglesia?

Papa: Ante todo quisiera dar las gracias a todos los que han sufrido en
estos últimos años. Sé que la Iglesia en Austria ha vivido tiempos difíciles;
por eso, expreso mi agradecimiento a todos —laicos, religiosos y
sacerdotes— los que en medio de esas dificultades han permanecido fieles
a la Iglesia, dando testimonio de Jesús, y han sabido reconocer el rostro de
Cristo en una Iglesia de pecadores. No creo que hayan quedado totalmente
superadas esas dificultades. La vida en este siglo —aunque esto vale en
cierto sentido para todos los siglos— sigue siendo difícil. También la fe se
vive siempre en contextos difíciles. Pero espero ayudar un poco a la
curación de esas heridas, y veo que hay una nueva alegría de la fe, hay un
nuevo impulso en la Iglesia. En la medida de mis posibilidades quiero
confirmar esta disponibilidad a seguir adelante con el Señor, a confiar en
que el Señor permanece presente en su Iglesia y que así, precisamente
viviendo la fe en la Iglesia, podemos llegar también nosotros a la meta de
nuestra vida y contribuir a un mundo mejor.

Austria es un país de tradición profundamente católica y, a pesar de


ello, también muestra signos de secularización. Santo Padre, ¿con qué
mensaje de estímulo espiritual se va a dirigir a la sociedad austriaca?

Papa: Yo sólo quiero confirmar a la gente en la fe, pues precisamente


también hoy necesitamos a Dios, necesitamos una orientación que dé una
dirección a nuestra vida. Una vida sin orientación, sin Dios, no tiene
sentido; queda vacía. El relativismo lo relativiza todo y, al final, ya no se
puede distinguir el bien del mal. Por tanto, sólo quiero confirmar en esta
convicción, que resulta cada vez más evidente, de nuestra necesidad de
Dios, de Cristo, y de la gran comunión de la Iglesia, que une a los pueblos
y los reconcilia.
303
Viena es sede de muchas organizaciones internacionales, entre las que
se halla la Agencia internacional de la energía atómica, y es lugar
tradicional de encuentro entre Oriente y Occidente. Santo Padre, ¿piensa
enviar mensajes también sobre la política internacional, sobre la paz o
sobre las relaciones con la ortodoxia y con el islam, para superar
divergencias y polémicas?

Papa: Mi viaje no es político; como he dicho, es una peregrinación.


Son sólo dos días. Al principio sólo estaba prevista la peregrinación a
Mariazell; ahora, justamente, tenemos más tiempo para estar también en
Viena, para estar con diversos componentes de la sociedad austriaca. En
este tiempo tan breve no están previstos inmediatamente encuentros con
otras confesiones o religiones: sólo un momento ante el monumento de la
Shoah, para mostrar nuestra tristeza, nuestro arrepentimiento y también
nuestra amistad con nuestros hermanos judíos, para seguir adelante en esta
gran unión que Dios ha creado con su pueblo. Así pues, inmediatamente
no están previstos esos mensajes. Sólo al inicio, en el encuentro con el
mundo político, quiero hablar un poco de esta realidad que es Europa, de
las raíces cristianas de Europa, del camino que conviene tomar. Pero es
obvio que hacemos todo siempre basándonos en el diálogo tanto con los
demás cristianos como con los musulmanes y con las demás religiones. El
diálogo está siempre presente: es una dimensión de nuestra actividad,
aunque en esta circunstancia no se hará tan explícito a causa del carácter
específico de esta peregrinación.

MARÍA: MUÉSTRANOS A JESÚS


070908. Homilía. Austria. Santuario de Mariazell
Con nuestra gran peregrinación a Mariazell celebramos la fiesta
patronal de este santuario, la fiesta de la Natividad de María. Desde hace
850 años vienen aquí personas de diferentes pueblos y naciones, que oran
trayendo consigo los deseos de su corazón y de sus países, así como sus
preocupaciones y esperanzas más íntimas. De este modo, Mariazell se ha
convertido para Austria, y mucho más allá de sus fronteras, en un lugar de
paz y de unidad reconciliada.
Aquí experimentamos la bondad consoladora de la Madre; aquí
encontramos a Jesucristo, en quien Dios está con nosotros como afirma el
pasaje evangélico de hoy. Refiriéndose a Jesús, la lectura del profeta
Miqueas dice: "él será la paz" (cf. Mi 5, 4). Hoy nos insertamos en esta
gran peregrinación de muchos siglos. Nos detenemos ante la Madre del
Señor y le imploramos: "Muéstranos a Jesús". Muéstranos a nosotros,
peregrinos, a Aquel que es al mismo tiempo el camino y la meta: la
verdad y la vida.
El pasaje evangélico que acabamos de escuchar amplía nuestros
horizontes. Presenta la historia de Israel desde Abraham como una
peregrinación que, con subidas y bajadas, por caminos cortos y por
caminos largos, conduce en definitiva a Cristo. La genealogía con sus
304
figuras luminosas y oscuras, con sus éxitos y sus fracasos, nos demuestra
que Dios también escribe recto en los renglones torcidos de nuestra
historia. Dios nos deja nuestra libertad y, sin embargo, sabe encontrar en
nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa. Así esta
genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios, una garantía de que
Dios no nos deja caer y una invitación a orientar siempre de nuevo nuestra
vida hacia él, a caminar siempre nuevamente hacia Cristo.
Peregrinar significa estar orientados en cierta dirección, caminar hacia
una meta. Esto confiere una belleza propia también al camino y al
cansancio que implica. Entre los peregrinos de la genealogía de Jesús
algunos habían olvidado la meta y querían ponerse a sí mismos como
meta. Pero el Señor había suscitado siempre de nuevo personas que se
habían dejado impulsar por la nostalgia de la meta, orientando hacia ella
su vida. El impulso hacia la fe cristiana, el inicio de la Iglesia de Jesucristo
fue posible porque existían en Israel personas con un corazón en
búsqueda, personas que no se acomodaron en la rutina, sino que
escrutaron a lo lejos en búsqueda de algo más grande: Zacarías, Isabel,
Simeón, Ana, María y José, los Doce y muchos otros. Al tener su corazón
en actitud de espera, podían reconocer en Jesucristo a Aquel que Dios
había mandado, llegando a ser así el inicio de su familia universal. La
Iglesia de los gentiles pudo hacerse realidad porque tanto en el área del
Mediterráneo como en las zonas de Asia más cercanas, a donde llegaban
los mensajeros de Jesucristo, había personas en actitud de espera que no se
conformaban con lo que todos hacían y pensaban, sino que buscaban la
estrella que podía indicarles el camino hacia la Verdad misma, hacia el
Dios vivo.
Necesitamos este corazón inquieto y abierto. Es el núcleo de la
peregrinación. Tampoco hoy basta ser y pensar, en cierto modo, como
todos los demás. El proyecto de nuestra vida va más allá. Tenemos
necesidad de Dios, del Dios que nos ha mostrado su rostro y abierto su
corazón: Jesucristo. San Juan, con razón, afirma que "él es el Hijo único,
que está en el seno del Padre" (Jn 1, 18); así sólo él, desde la intimidad de
Dios mismo, podía revelarnos a Dios y también revelarnos quiénes somos
nosotros, de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Ciertamente ha habido en la historia muchas grandes personalidades
que han hecho bellas y conmovedoras experiencias de Dios. Sin embargo,
son sólo experiencias humanas, con su límite humano. Sólo él es Dios y
por eso sólo él es el puente que pone realmente en contacto inmediato a
Dios y al hombre. Así pues, aunque nosotros lo consideramos el único
Mediador de la salvación válido para todos, que afecta a todos y del cual,
en definitiva, todos tienen necesidad, esto no significa de ninguna manera
que despreciemos a las otras religiones ni que radicalicemos con soberbia
nuestro pensamiento, sino únicamente que hemos sido conquistados por
Aquel que nos ha tocado interiormente y nos ha colmado de dones, para
que podamos compartirlos con los demás.
De hecho, nuestra fe se opone decididamente a la resignación que
considera al hombre incapaz de la verdad, como si esta fuera demasiado
305
grande para él. Estoy convencido de que esta resignación ante la verdad es
el núcleo de la crisis de occidente, de Europa. Si para el hombre no existe
una verdad, en el fondo no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el
mal. Entonces los grandes y maravillosos conocimientos de la ciencia se
hacen ambiguos: pueden abrir perspectivas importantes para el bien, para
la salvación del hombre, pero también, como vemos, pueden convertirse
en una terrible amenaza, en la destrucción del hombre y del mundo.
Necesitamos la verdad. Pero ciertamente, a causa de nuestra historia,
tenemos miedo de que la fe en la verdad conlleve intolerancia. Si nos
asalta este miedo, que tiene sus buenas razones históricas, debemos
contemplar a Jesús como lo vemos aquí, en el santuario de Mariazell. Lo
vemos en dos imágenes: como niño en brazos de su Madre y, sobre el
altar principal de la basílica, crucificado. Estas dos imágenes de la basílica
nos dicen: la verdad no se afirma mediante un poder externo, sino que es
humilde y sólo se da al hombre por su fuerza interior: por el hecho de ser
verdadera. La verdad se demuestra a sí misma en el amor. No es nunca
propiedad nuestra, un producto nuestro, del mismo modo que el amor no
se puede producir, sino que sólo se puede recibir y transmitir como don.
Necesitamos esta fuerza interior de la verdad. Como cristianos, nos fiamos
de esta fuerza de la verdad. Somos testigos de ella. Tenemos que transmitir
este don de la misma manera que lo hemos recibido, tal como nos ha sido
entregado.
"Mirar a Cristo" es el lema de este día. Para el hombre que busca, esta
invitación se transforma siempre en una petición espontánea, una petición
dirigida en particular a María, que nos dio a Cristo como Hijo suyo:
"Muéstranos a Jesús". Rezamos hoy así de todo corazón; y rezamos, más
allá de este momento, interiormente, buscando el rostro del Redentor.
"Muéstranos a Jesús". María responde, presentándonoslo ante todo como
niño. Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Dios no viene con la fuerza
exterior, sino con la impotencia de su amor, que constituye su fuerza. Se
pone en nuestras manos. Pide nuestro amor. Nos invita a hacernos
pequeños, a bajar de nuestros altos tronos y aprender a ser niños ante
Dios. Nos ofrece el Tú. Nos pide que nos fiemos de él y que así
aprendamos a vivir en la verdad y en el amor.
Naturalmente, el niño Jesús nos recuerda también a todos los niños del
mundo, en los cuales quiere salir a nuestro encuentro: los niños que viven
en la pobreza; los que son explotados como soldados; los que no han
podido experimentar nunca el amor de sus padres; los niños enfermos y
los que sufren, pero también los alegres y sanos. Europa se ha
empobrecido de niños: lo queremos todo para nosotros mismos, y tal vez
no confiamos demasiado en el futuro. Pero la tierra carecerá de futuro si se
apagan las fuerzas del corazón humano y de la razón iluminada por el
corazón, si el rostro de Dios deja de brillar sobre la tierra. Donde está
Dios, hay futuro.
"Mirar a Cristo": volvamos a dirigir brevemente la mirada al Crucifijo
situado sobre el altar mayor. Dios no ha redimido al mundo con la espada,
sino con la cruz. Al morir, Jesús extiende los brazos. Este es ante todo el
306
gesto de la Pasión: se deja clavar por nosotros, para darnos su vida. Pero
los brazos extendidos son al mismo tiempo la actitud del orante, una
postura que el sacerdote asume cuando, en la oración, extiende los brazos:
Jesús transformó la pasión, su sufrimiento y su muerte, en oración, en un
acto de amor a Dios y a los hombres. Por eso, los brazos extendidos de
Cristo crucificado son también un gesto de abrazo, con el que nos atrae
hacia sí, con el que quiere estrecharnos entre sus brazos con amor. De este
modo, es imagen del Dios vivo, es Dios mismo, y podemos ponernos en
sus manos.
"Mirar a Cristo". Si lo hacemos, nos damos cuenta de que el
cristianismo es algo más, algo distinto de un sistema moral, una serie de
preceptos y leyes. Es el don de una amistad que perdura en la vida y en la
muerte: "Ya no os llamo siervos, sino amigos" (Jn 15, 15) dice el Señor a
los suyos. Nos fiamos de esta amistad. Pero, precisamente por el hecho de
que el cristianismo es más que una moral, de que es el don de la amistad,
implica una gran fuerza moral, que necesitamos tanto ante los desafíos de
nuestro tiempo. Si con Jesucristo y con su Iglesia volvemos a leer de
manera siempre nueva el Decálogo del Sinaí, penetrando en sus
profundidades, entonces se nos revela como una gran enseñanza, siempre
válida.
El Decálogo es ante todo un "sí" a Dios, a un Dios que nos ama y nos
guía, que nos sostiene y que, sin embargo, nos deja nuestra libertad, más
aún, la transforma en verdadera libertad (los primeros tres mandamientos).
Es un "sí" a la familia (cuarto mandamiento); un "sí" a la vida (quinto
mandamiento); un "sí" a un amor responsable (sexto mandamiento); un
"sí" a la solidaridad, a la responsabilidad social y a la justicia (séptimo
mandamiento); un "sí" a la verdad (octavo mandamiento); y un "sí" al
respeto del prójimo y a lo que le pertenece (noveno y décimo
mandamientos). En virtud de la fuerza de nuestra amistad con el Dios
vivo, vivimos este múltiple "sí" y, al mismo tiempo, lo llevamos como
señal del camino en esta hora del mundo.
"Muéstranos a Jesús". Con esta petición a la Madre del Señor nos
hemos puesto en camino hacia este lugar. Esta misma petición nos
acompañará en nuestra vida cotidiana. Y sabemos que María escucha
nuestra oración: sí, en cualquier momento, cuando miramos a María, ella
nos muestra a Jesús. Así podemos encontrar el camino recto, seguirlo paso
a paso, con la alegre confianza de que ese camino lleva a la luz, al gozo
del Amor eterno. Amén.

MIRAR A CRISTO POBRE, CASTO Y OBEDIENTE


070908. Discurso. Sacerdotes, seminaristas y religiosos. Austria
Queridos amigos, como sacerdotes, religiosos y religiosas, sois
servidores y servidoras de la misión de Jesucristo. Del mismo modo que
hace dos mil años Jesús llamó a personas para que lo siguieran, también
hoy muchos jóvenes, chicos y chicas, tras escuchar su llamada, se ponen
en camino, fascinados por él e impulsados por el deseo de dedicar su vida
307
al servicio de la Iglesia, entregándola para ayudar a los hombres. Tienen la
valentía de seguir a Cristo y quieren ser sus testigos.
De hecho, la vida en el seguimiento de Cristo es una empresa
arriesgada, porque siempre nos acecha la amenaza del pecado, de la falta
de libertad y de la defección. Por eso, todos necesitamos su gracia, que
María recibió en plenitud. Aprendamos a mirar siempre, como María, a
Cristo, tomándolo a él como criterio de medida; así podremos participar
en la misión universal de salvación de la Iglesia, cuya Cabeza es él.
El Señor llama a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los
laicos a entrar en el mundo, en su realidad compleja, para cooperar allí a la
edificación del reino de Dios. Lo hacen de muchas y muy diferentes
maneras: con el anuncio, con la edificación de la comunidad, con los
diversos ministerios pastorales, con el amor concreto y con la caridad
vivida, con la investigación y con la ciencia realizadas con espíritu
apostólico, con el diálogo con la cultura de su entorno, con la promoción
de la justicia querida por Dios y, en no menor medida, con la
contemplación silenciosa del Dios trino y rindiéndole una alabanza
comunitaria.
El Señor os invita a la peregrinación que la Iglesia lleva a cabo "a lo
largo de los tiempos". Os invita a haceros peregrinos con él y a participar
en su vida, que también hoy es vía crucis y camino del Resucitado a través
de la Galilea de nuestra existencia. Sin embargo, es siempre el mismo e
idéntico Señor quien, mediante el mismo y único bautismo, nos llama a la
única fe. Por tanto, compartir su camino significa ambas cosas. La
dimensión de la cruz, con fracasos, sufrimientos, incomprensiones, más
aún, incluso con desprecio y persecución; pero también la experiencia de
una profunda alegría en el servicio y la experiencia de la gran consolación
que deriva del encuentro con él. La misión de las parroquias, de las
comunidades y de cada uno de los cristianos bautizados, como la de la
Iglesia, tiene su origen en la experiencia de Cristo crucificado y
resucitado.
El centro de la misión de Jesucristo y de todos los cristianos es el
anuncio del reino de Dios. Para la Iglesia, para los sacerdotes, para los
religiosos, para las religiosas, al igual que para todos los bautizados, este
anuncio en el nombre de Cristo implica el compromiso de estar presentes
en el mundo como sus testigos. En efecto, el reino de Dios es Dios mismo
que se hace presente en medio de nosotros y reina por medio de nosotros.
Por tanto, la edificación del reino de Dios se hace realidad cuando
Dios vive en nosotros y nosotros llevamos a Dios al mundo. Vosotros lo
hacéis dando testimonio de un "sentido" que hunde sus raíces en el amor
creador de Dios y se opone a toda insensatez y a toda desesperación.
Vosotros estáis de parte de los que buscan con gran esfuerzo este sentido,
de todos los que quieren dar a la vida una forma positiva. Orando e
intercediendo, sois los abogados de quienes buscan a Dios, de quienes
están en camino hacia Dios. Vosotros dais testimonio de una esperanza
que, contra toda desesperación silenciosa o manifiesta, remite a la
fidelidad y a la solicitud amorosa de Dios.
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Al hacerlo, estáis de parte de los que llevan la carga de un destino
pesado y no logran librarse de él. Dais testimonio del Amor que se entrega
a los hombres y así ha vencido la muerte. Estáis de parte de quienes nunca
han experimentado el amor, de quienes ya no logran creer en la vida. Así
os oponéis a los numerosos tipos de injusticia, oculta o manifiesta, al igual
que al desprecio de los hombres, cada vez más generalizado.
De este modo, queridos hermanos y hermanas, toda vuestra existencia
debe ser, como la de san Juan Bautista, un gran reclamo vivo, que lleve a
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Jesús afirmó que Juan era "una
lámpara que arde y alumbra" (Jn 5, 35). También vosotros debéis ser
lámparas como él. Haced que brille vuestra luz en nuestra sociedad, en la
política, en el mundo de la economía, en el mundo de la cultura y de la
investigación. Aunque sea una lucecita en medio de tantos fuegos
artificiales, recibe su fuerza y su esplendor de la gran Estrella de la
mañana, Cristo resucitado, cuya luz brilla —quiere brillar a través de
nosotros— y no tendrá nunca ocaso.
Seguir a Cristo —y nosotros queremos seguirlo— significa asimilar
cada vez más los sentimientos y el estilo de vida de Jesús. Es lo que nos
dice la carta a los Filipenses: "Tened los mismos sentimientos de Cristo"
(Flp 2, 5). "Mirar a Cristo" es el lema de estos días. Mirándolo a él, el
gran Maestro de vida, la Iglesia ha descubierto tres características que
destacan en la actitud fundamental de Jesús. Estas tres características, que
con la Tradición llamamos "consejos evangélicos", han llegado a ser los
componentes determinantes de una vida dedicada al seguimiento radical
de Cristo: pobreza, castidad y obediencia. Reflexionemos ahora un poco
sobre estas características.
Jesucristo, que poseía toda la riqueza de Dios, se hizo pobre por
nosotros, nos dice san Pablo en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co
8, 9). Se trata de una palabra inagotable, sobre la que deberíamos volver a
reflexionar siempre. Y la carta a los Filipenses dice: "Se despojó de su
rango y se rebajó haciéndose obediente hasta la muerte de cruz" (cf. Flp 2,
7-8). Él, que se hizo pobre, llamó "bienaventurados" a los pobres.
San Lucas, en su versión de las Bienaventuranzas, nos ayuda a
comprender que esta afirmación —el proclamar bienaventurados a los
pobres— se refiere sin duda a la gente pobre, realmente pobre, en el Israel
de su tiempo, donde existía una vergonzosa diferencia entre ricos y
pobres.
Sin embargo, san Mateo, en su versión de las Bienaventuranzas, nos
explica que la sola pobreza material, como tal, no garantiza
necesariamente la cercanía a Dios, porque el corazón puede ser duro y
estar lleno de afán de riqueza. Pero san Mateo, como toda la sagrada
Escritura, nos da a entender que, en cualquier caso, Dios está cercano a los
pobres de un modo especial.
Así, resulta claro que el cristiano ve en ellos al Cristo que lo espera,
esperando su compromiso. Quien quiera seguir a Cristo de un modo
radical, debe renunciar a los bienes materiales. Pero debe vivir esta
309
pobreza a partir de Cristo, como un modo de llegar a ser interiormente
libre para el prójimo.
Para todos los cristianos, y especialmente para nosotros los sacerdotes,
para los religiosos y las religiosas, tanto para las personas individualmente
como para las comunidades, la cuestión de la pobreza y de los pobres debe
ser continuamente objeto de un atento examen de conciencia.
Precisamente en nuestra situación, en la que no estamos mal, no somos
pobres, creo que debemos reflexionar de modo particular en cómo
podemos vivir esta llamada de modo sincero. Quisiera recomendarlo para
vuestro —nuestro— examen de conciencia.
Para comprender bien lo que significa la castidad, debemos partir de su
contenido positivo. Sólo lo encontramos una vez más mirando a
Jesucristo. Jesús vivió con una doble orientación: hacia el Padre y hacia
los hombres. En la sagrada Escritura lo conocemos como persona que ora,
que pasa noches enteras en diálogo con el Padre. Al orar insertaba su
humanidad, y la de todos nosotros, en la relación filial con el Padre. Este
diálogo siempre se transformaba después en misión hacia el mundo, hacia
nosotros. Su misión lo llevaba a una entrega pura e indivisa a los hombres.
En los testimonios de las sagradas Escrituras no hay ningún momento
de su existencia en que se pueda descubrir, en su comportamiento con los
hombres, ningún rastro de interés personal o de egoísmo. Jesús amó a los
hombres en el Padre, a partir del Padre; así, los amó en su verdadero ser,
en su realidad.
Tener los mismos sentimientos de Jesucristo, es decir, estar en total
comunión con el Dios vivo y, en esta comunión totalmente pura con los
hombres, estar a su disposición sin reservas, inspiró a san Pablo una
teología y una praxis de vida que responde a las palabras de Jesús sobre el
celibato por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12). Los sacerdotes, los
religiosos y las religiosas no viven sin relaciones interpersonales. Al
contrario, la castidad significa —de aquí quería yo partir— una intensa
relación. Se trata de una relación positiva con Cristo vivo y, a través de él,
con el Padre.
Por eso, con el voto de castidad en el celibato no nos consagramos al
individualismo o a una vida aislada, sino que prometemos de modo
solemne poner totalmente y sin reservas al servicio del reino de Dios —y
así al servicio de los hombres— las intensas relaciones de que somos
capaces y que recibimos como un don. De este modo, los sacerdotes, las
religiosas y los religiosos mismos se convierten en hombres y mujeres de
la esperanza: contando totalmente con Dios y demostrando así que Dios
para ellos es una realidad, crean en el mundo espacio para su presencia,
para la presencia del reino de Dios.
Vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, dais una
contribución importante: en medio de la avaricia, del egoísmo de no saber
esperar, del afán de consumo, del culto al individualismo, os esforzáis por
vivir un amor desinteresado a los hombres. Vivís una esperanza que deja a
Dios la tarea de la realización, porque creéis que es él quien la llevará a
cabo.
310
¿Qué habría sucedido si en la historia del cristianismo no hubieran
existido estas figuras orientadoras para el pueblo? ¿Qué sería de nuestro
mundo si no existieran los sacerdotes, si no existieran las mujeres y los
hombres de las Órdenes religiosas, de las comunidades de vida
consagrada, personas que con su vida testimonian la esperanza de una
satisfacción superior de los deseos humanos y la experiencia del amor de
Dios, que supera todo amor humano? Precisamente hoy el mundo necesita
nuestro testimonio.
Pasemos a la obediencia. Jesús vivió toda su vida, desde los años
ocultos de Nazaret hasta el momento de la muerte en la cruz, en la escucha
del Padre, en la obediencia al Padre. Por ejemplo, en la noche del monte
de los Olivos, oró así: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).
Con esta oración Jesús asume, en su voluntad de Hijo, la terca resistencia
de todos nosotros, transforma nuestra rebelión en su obediencia. Jesús era
un orante. Pero sabía escuchar y obedecer: se hizo "obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 8).
Los cristianos han experimentado siempre que, abandonándose a la
voluntad del Padre, no se pierden, sino que de este modo encuentran el
camino hacia una profunda identidad y libertad interior. En Jesús han
descubierto que quien se entrega, se encuentra a sí mismo; y quien se
vincula con una obediencia fundamentada en Dios y animada por la
búsqueda de Dios, llega a ser libre.
Escuchar a Dios y obedecerle no tiene nada que ver con una
constricción desde el exterior y con una pérdida de sí mismo. Sólo
entrando en la voluntad de Dios alcanzamos nuestra verdadera identidad.
Hoy el mundo, precisamente por su deseo de "autorrealización" y
"autodeterminación", tiene gran necesidad del testimonio de esta
experiencia.
Romano Guardini narra en su autobiografía que, en un momento
crítico de su itinerario, cuando la fe de su infancia se tambaleaba, le fue
concedida la decisión fundamental de toda su vida —la conversión— en el
encuentro con las palabras de Jesús en las que afirma que sólo quien se
pierde se encuentra a sí mismo (cf. Mc 8, 34 ss; Jn 12, 25). Sin
abandonarse, sin perderse, el hombre no puede encontrarse, no puede
autorrealizarse.
Pero luego se planteó la pregunta: ¿En qué dirección debo perderme?
¿A quién puedo entregarme? Le pareció evidente que sólo podemos
entregarnos totalmente si al hacerlo caemos en las manos de Dios. En
definitiva, sólo en él podemos perdernos y sólo en él podemos
encontrarnos a nosotros mismos. Sucesivamente, se planteó otra
pregunta: ¿Quién es Dios? ¿Dónde está Dios? Entonces comprendió que
el Dios al que podemos abandonarnos es únicamente el Dios que se hizo
concreto y cercano en Jesucristo. Pero de nuevo se preguntó: ¿Dónde
encuentro a Jesucristo? ¿Cómo puedo entregarme a él de verdad?
La respuesta que encontró Guardini en su ardua búsqueda fue la
siguiente: Jesús únicamente está presente entre nosotros de modo
concreto en su cuerpo, la Iglesia. Por eso, en la práctica, la obediencia a la
311
voluntad de Dios, la obediencia a Jesucristo, debe transformarse muy
concretamente en una humilde obediencia a la Iglesia. Creo que también
esto debe ser siempre objeto de un profundo examen de conciencia.
Todo ello se encuentra resumido en la oración de san Ignacio de
Loyola, una oración que siempre me ha parecido demasiado grande, hasta
el punto de que casi no me atrevo a rezarla. Sin embargo, aunque nos
cueste, deberíamos repetirla siempre: "Tomad, Señor, y recibid toda mi
libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber
y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro,
disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta
me basta" (Ejercicios Espirituales, 234).
Queridos hermanos y hermanas, ahora vais a volver a vuestro ambiente
de vida, a los lugares de vuestro compromiso eclesial, pastoral, espiritual y
humano. Que nuestra gran Abogada y Madre, María, extienda su mano
protectora sobre vosotros y sobre vuestra actividad. Que interceda por
vosotros ante su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

SIN EL SEÑOR NO PODEMOS VIVIR


070909. Homilía. Austria. Viena. Catedral de San Esteban
"Sine dominico non possumus!" Sin el don del Señor, sin el Día del
Señor no podemos vivir: así respondieron en el año 304 algunos
cristianos de Abitina, en la actual Túnez, cuando, sorprendidos en la
celebración eucarística dominical, que estaba prohibida, fueron
conducidos ante el juez y se les preguntó por qué habían celebrado en
domingo la función religiosa cristiana, sabiendo que esto se castigaba con
la muerte. "Sine dominico non possumus".
En la palabra dominicum / dominico se encuentran entrelazados
indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos aprender de
nuevo a percibir. Está ante todo el don del Señor. Este don es él mismo, el
Resucitado, cuyo contacto y cercanía los cristianos necesitan para ser de
verdad cristianos. Sin embargo, no se trata sólo de un contacto espiritual,
interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se inscribe en el tiempo a
través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en nuestra existencia
concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da un centro, un
orden interior a nuestro tiempo y, por tanto, a nuestra vida en su conjunto.
Para aquellos cristianos la celebración eucarística dominical no era un
precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida,
la vida misma queda vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la
vida misma su fundamento, su dignidad interior y su belleza.
Esa actitud de los cristianos de entonces, ¿tiene importancia también
para nosotros, los cristianos de hoy? Sí, es válida también para nosotros,
que necesitamos una relación que nos sostenga y dé orientación y
contenido a nuestra vida. También nosotros necesitamos el contacto con el
Resucitado, que nos sostiene más allá de la muerte. Necesitamos este
encuentro que nos reúne, que nos da un espacio de libertad, que nos hace
312
mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor creador de
Dios, del cual provenimos y hacia el cual vamos en camino.
Si reflexionamos en el pasaje evangélico de hoy y escuchamos al
Señor, que en él nos habla, nos asustamos. "Quien no renuncia a todas sus
propiedades y no deja también todos sus lazos familiares, no puede ser mi
discípulo". Quisiéramos objetar: pero, ¿qué dices, Señor? ¿Acaso el
mundo no tiene precisamente necesidad de la familia? ¿Acaso no tiene
necesidad del amor paterno y materno, del amor entre padres e hijos, entre
el hombre y la mujer? ¿Acaso no tenemos necesidad del amor de la vida,
de la alegría de vivir? ¿Acaso no hacen falta también personas que
inviertan en los bienes de este mundo y construyan la tierra que nos ha
sido dada, de modo que todos puedan participar de sus dones? ¿Acaso no
nos ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo de la tierra y
de sus bienes?
Si escuchamos mejor al Señor y, sobre todo, si lo escuchamos en el
conjunto de todo lo que nos dice, entonces comprendemos que Jesús no
exige a todos lo mismo. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de
seguimiento proyectado para él. En el evangelio de hoy Jesús habla
directamente de algo que no es tarea de las numerosas personas que se
habían unido a él durante la peregrinación hacia Jerusalén, sino que es una
llamada particular para los Doce. Estos, ante todo, deben superar el
escándalo de la cruz; luego deben estar dispuestos a dejar verdaderamente
todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los confines de
la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de presunta
erudición y de formación ficticia o verdadera, y ciertamente de modo
especial a los pobres y a los sencillos, el Evangelio de Jesucristo. En su
camino a lo largo del mundo, deben estar dispuestos a sufrir en primera
persona el martirio, para dar así testimonio del Evangelio del Señor
crucificado y resucitado.
Aunque, en esa peregrinación hacia Jerusalén, en la que va
acompañado por una gran muchedumbre, la palabra de Jesús se dirige ante
todo a los Doce, su llamada naturalmente alcanza, más allá del momento
histórico, todos los siglos. En todos los tiempos llama a las personas a
contar exclusivamente con él, a dejar todo lo demás y a estar totalmente a
su disposición, para estar así a disposición de los otros; a crear oasis de
amor desinteresado en un mundo en el que tantas veces parecen contar
solamente el poder y el dinero. Demos gracias al Señor porque en todos
los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor a él han dejado
todo lo demás, convirtiéndose en signos luminosos de su amor. Basta
pensar en personas como Benito y Escolástica, como Francisco y Clara de
Asís, como Isabel de Hungría y Eduviges de Polonia, como Ignacio de
Loyola y Teresa de Ávila, hasta la madre Teresa de Calcuta y el padre Pío.
Estas personas, con toda su vida, han sido una interpretación de la palabra
de Jesús, que en ellos se hace cercana y comprensiva para nosotros.
Oremos al Señor para que también en nuestro tiempo conceda a muchas
personas la valentía para dejarlo todo, a fin de estar así a disposición de
todos.
313
Pero si volvemos al Evangelio, podemos observar que el Señor no
habla solamente de unos pocos y de su tarea particular; el núcleo de lo que
dice vale para todos. En otra ocasión aclara así de qué cosa se trata, en
definitiva: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su
vida por mí, ese la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber
ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?" (Lc 9, 24-
25). Quien quiere sólo poseer su vida, tomarla sólo para sí mismo, la
perderá. Sólo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras: sólo
quien ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre salir de sí mismo,
requiere olvidarse de sí mismo.
Quien mira hacia atrás para buscarse a sí mismo y quiere tener al otro
solamente para sí, precisamente de este modo se pierde a sí mismo y
pierde al otro. Sin este más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El
inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío
de la vida perdida. "Quien pierda su vida por mí...", dice el Señor.
Renunciar a nosotros mismos de modo más radical sólo es posible si con
ello al final no caemos en el vacío, sino en las manos del Amor eterno.
Sólo el amor de Dios, que se perdió a sí mismo entregándose
a nosotros, nos permite ser libres también nosotros, perdernos, para así
encontrar verdaderamente la vida.
Este es el núcleo del mensaje que el Señor quiere comunicarnos en el
pasaje evangélico, aparentemente tan duro, de este domingo. Con su
palabra nos da la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor
del Dios hecho hombre. Reconocer esto es la sabiduría de la que habla la
primera lectura de hoy. También vale aquí aquello de que de nada sirve
todo el saber del mundo si no aprendemos a vivir, si no aprendemos qué es
lo que cuenta verdaderamente en la vida.
"Sine dominico non possumus!" Sin el Señor y el día que le pertenece
no se realiza una vida plena. En nuestras sociedades occidentales el
domingo se ha transformado en un fin de semana, en tiempo libre.
Ciertamente, el tiempo libre, especialmente con la prisa del mundo
moderno, es algo bello y necesario, como lo sabemos todos. Pero si el
tiempo libre no tiene un centro interior, del que provenga una orientación
para el conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece ni nos
recrea. El tiempo libre necesita un centro: el encuentro con Aquel que es
nuestro origen y nuestra meta. Mi gran predecesor en la sede episcopal de
Munich y Freising, el cardenal Faulhaber, lo expresó en cierta ocasión de
la siguiente manera: "Da al alma su domingo, da al domingo su alma".
Precisamente porque, en su sentido profundo, en el domingo se trata
del encuentro, en la Palabra y en el Sacramento, con Cristo resucitado, el
rayo de este día abarca toda la realidad. Los primeros cristianos
celebraban el primer día de la semana como día del Señor porque era el
día de la Resurrección. Sin embargo, muy pronto la Iglesia tomó
conciencia también del hecho de que el primer día de la semana es el día
de la mañana de la creación, el día en que Dios dijo: "Hágase la luz" (Gn
1, 3). Por eso, en la Iglesia el domingo es también la fiesta semanal de la
314
creación, la fiesta de la acción de gracias y de la alegría por la creación de
Dios.
En una época, en la que, a causa de nuestras intervenciones humanas,
la creación parece expuesta a múltiples peligros, deberíamos acoger
conscientemente también esta dimensión del domingo. Más tarde, para la
Iglesia primitiva, el primer día asimiló progresivamente también la
herencia del séptimo día, del sabbat. Participamos en el descanso de Dios,
un descanso que abraza a todos los hombres. Así percibimos en este día
algo de la libertad y de la igualdad de todas las criaturas de Dios.
En la oración de este domingo recordamos ante todo que Dios,
mediante su Hijo, nos ha redimido y adoptado como hijos amados. Luego
le pedimos que mire con benevolencia a los creyentes en Cristo y que nos
conceda la verdadera libertad y la vida eterna. Pedimos a Dios que nos
mire con bondad. Nosotros mismos necesitamos esa mirada de bondad, no
sólo el domingo, sino también en la vida de cada día. Al orar sabemos que
esa mirada ya nos ha sido donada; más aún, sabemos que Dios nos ha
adoptado como hijos, nos ha acogido verdaderamente en la comunión con
él mismo.
Ser hijo significa —lo sabía muy bien la Iglesia primitiva— ser una
persona libre; no un esclavo, sino un miembro de la familia. Y significa
ser heredero. Si pertenecemos al Dios que es el poder sobre todo poder,
entonces no tenemos miedo y somos libres; entonces somos herederos. La
herencia que él nos ha dejado es él mismo, su amor.
¡Sí, Señor, haz que este conocimiento penetre profundamente en
nuestra alma, para que así aprendamos el gozo de los redimidos! Amén.

MARÍA Y EUCARISTÍA
070909. Angelus. Viena. Austria
Esta mañana, ha sido para mí una experiencia particularmente hermosa
poder celebrar con todos vosotros el día del Señor de modo tan digno en la
magnífica catedral de San Esteban. El rito eucarístico, celebrado con el
debido decoro, nos ayuda a tomar conciencia de la inmensa grandeza del
don que Dios nos hace en la santa misa. Precisamente así nos acercamos
también unos a otros y experimentamos la alegría de Dios. Por tanto,
expreso mi gratitud a todos los que, mediante su contribución activa en la
preparación y en el desarrollo de la liturgia o también mediante su
fervorosa participación en los sagrados misterios, han creado un clima en
el que la presencia de Dios era verdaderamente perceptible. Gracias de
corazón y que Dios os lo pague.
En la homilía he tratado de decir algo sobre el sentido del domingo y
sobre el pasaje evangélico de hoy, y creo que esto nos ha llevado a
descubrir que el amor de Dios, que "se perdió a sí mismo" por nosotros
entregándose a nosotros, nos da la libertad interior para "perder" nuestra
vida, para encontrar de este modo la vida verdadera.
La participación en este amor dio a María la fuerza para su "sí" sin
reservas. Ante el amor respetuoso y delicado de Dios, que para la
315
realización de su proyecto de salvación espera la colaboración libre de su
criatura, la Virgen superó toda vacilación y, con vistas a ese proyecto
grande e inaudito, se puso confiadamente en sus manos. Plenamente
disponible, totalmente abierta en lo íntimo de su alma y libre de sí,
permitió a Dios colmarla con su Amor, con el Espíritu Santo. Así María, la
mujer sencilla, pudo recibir en sí misma al Hijo de Dios y dar al mundo el
Salvador que se había donado a ella.
También a nosotros, en la celebración eucarística, se nos ha donado
hoy el Hijo de Dios. Quien ha recibido la Comunión lleva ahora en sí de
un modo particular al Señor resucitado. Como María lo llevó en su seno
—un ser humano pequeño, inerme y totalmente dependiente del amor de
la madre—, así Jesucristo, bajo la especie del pan, se ha entregado a
nosotros, queridos hermanos y hermanas. Amemos a este Jesús que se
pone totalmente en nuestras manos. Amémoslo como lo amó María. Y
llevémoslo a los hombres como María lo llevó a Isabel, suscitando alegría
y gozo. La Virgen dio al Verbo de Dios un cuerpo humano, para que
pudiera entrar en el mundo. Demos también nosotros nuestro cuerpo al
Señor, hagamos que nuestro cuerpo sea cada vez más un instrumento del
amor de Dios, un templo del Espíritu Santo. Llevemos el domingo con su
Don inmenso al mundo.
Pidamos a María que nos enseñe a ser, como ella, libres de nosotros
mismos, para encontrar en la disponibilidad a Dios nuestra verdadera
libertad, la verdadera vida y la alegría auténtica y duradera

NO ANTEPONER NADA AL OFICIO DIVINO


070909. Discurso. Cistercienses. Abadía de Heiligenkreuz. Viena
He querido venir a este lugar rico en historia, para atraer la atención
hacia la directriz fundamental de san Benito, según cuya Regla viven
también los cistercienses. San Benito dispone concisamente que "no se
anteponga nada al Oficio divino" (Regula Benedicti 43, 3).
Por eso, en un monasterio de inspiración benedictina, las alabanzas a
Dios, que los monjes celebran como solemne plegaria coral, tienen
siempre la prioridad. Ciertamente, gracias a Dios, no sólo los monjes oran;
también lo hacen otras personas: niños, jóvenes y ancianos, hombres y
mujeres, personas casadas y solteras; todos los cristianos oran o, al menos,
deberían hacerlo.
En la vida de los monjes, sin embargo, la oración tiene una
importancia especial: es el centro de su tarea profesional. En efecto,
ejercen la profesión de orante. En la época de los Padres de la Iglesia, la
vida monástica se definía como vida al estilo de los ángeles, pues se
consideraba que la característica esencial de los ángeles era ser
adoradores. Su vida es adoración. Esto debería valer también para los
monjes. Ante todo, no oran por una finalidad específica, sino simplemente
porque Dios merece ser adorado. "Confitemini Domino, quoniam bonus!",
"Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia",
exhortan varios Salmos (por ejemplo, Sal 106, 1). Por eso, esta oración sin
316
finalidad específica, que quiere ser puro servicio divino, se llama con
razón officium. Es el "servicio" por excelencia, el "servicio sagrado" de los
monjes. Se ofrece al Dios trino que, por encima de todo, es digno "de
recibir la gloria, el honor y el poder" (Ap 4, 11), porque ha creado el
mundo de modo maravilloso y de modo aún más maravilloso lo ha
renovado.
Al mismo tiempo, el officium de los consagrados es también un
servicio sagrado a los hombres y un testimonio para ellos. Todo hombre
lleva en lo más íntimo de su corazón, de modo consciente o inconsciente,
la nostalgia de una satisfacción definitiva, de la máxima felicidad; por
tanto, en el fondo, de Dios. Un monasterio en el que la comunidad se
reúne varias veces al día para alabar a Dios testimonia que este deseo
humano originario no cae en el vacío: Dios creador no nos ha puesto a los
hombres en medio de tinieblas espantosas donde, andando a ciegas,
deberíamos buscar desesperadamente un sentido último fundamental (cf.
Hch 17, 27); Dios no nos ha abandonado en un desierto de la nada, sin
sentido, donde, en definitiva, nos espera sólo la muerte. No. Dios ha
iluminado nuestras tinieblas con su luz, por obra de su Hijo Jesucristo. En
él Dios ha entrado en nuestro mundo con toda su "plenitud" (cf. Col 1,
19); en él, toda verdad, de la que sentimos nostalgia, tiene su origen y su
culmen (cf. Gaudium et spes, 22).
Nuestra luz, nuestra verdad, nuestra meta, nuestra satisfacción, nuestra
vida no es una doctrina religiosa, sino una Persona: Jesucristo. Mucho
más allá de nuestra capacidad de buscar y desear a Dios, ya antes hemos
sido buscados y deseados, más aún, encontrados y redimidos por él. La
mirada de los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, de
todas las filosofías, religiones y culturas, encuentra finalmente los ojos
abiertos del Hijo de Dios crucificado y resucitado; su corazón abierto es la
plenitud del amor. Los ojos de Cristo son la mirada del Dios que ama. La
imagen del Crucificado sobre el altar, cuyo original romano se encuentra
en la catedral de Sarzana, muestra que esta mirada se dirige a todo
hombre. En efecto, el Señor mira el corazón de cada uno de nosotros.
El alma del monaquismo es la adoración, vivir al estilo de los ángeles.
Sin embargo, al ser los monjes hombres de carne y sangre en esta tierra, al
imperativo central "ora", san Benito añadió un segundo: "labora". Según
el concepto de san Benito, así como de san Bernardo, no sólo la oración
forma parte de la vida monástica, sino también el trabajo, el cultivo de la
tierra de acuerdo con la voluntad del Creador. Así, a lo largo de los siglos,
los monjes, partiendo de su mirada dirigida a Dios, han hecho que la tierra
fuera acogedora y hermosa. Su labor de salvaguardia y desarrollo de la
creación provenía precisamente de su mirada puesta en Dios. En el ritmo
del ora et labora la comunidad de los consagrados da testimonio del Dios
que en Jesucristo nos mira; y el hombre y el mundo, mirados por él, se
convierten en buenos.
No sólo los monjes rezan el officium; siguiendo la tradición monástica,
la Iglesia ha establecido para todos los religiosos, y también para los
sacerdotes y los diáconos, el rezo del Breviario. Es importante que
317
también las religiosas y los religiosos, los sacerdotes y los diáconos —y,
naturalmente, los obispos— en la oración diaria "oficial" se presenten ante
Dios con himnos y salmos, con acción de gracias y plegarias sin
finalidades específicas.
Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal y diaconal; queridos
hermanos y hermanas en la vida consagrada, sé que se requiere disciplina;
más aún, a veces también es preciso superarse a sí mismo para rezar
fielmente el Breviario; pero mediante este officium recibimos al mismo
tiempo muchas riquezas: ¡cuántas veces, al rezarlo, el cansancio y el
abatimiento desaparecen! Y donde se alaba y se adora con fidelidad a
Dios, no falta su bendición. Con razón se dice en Austria: "Todo depende
de la bendición de Dios".
Por consiguiente, vuestro servicio principal a este mundo debe ser
vuestra oración y la celebración del Oficio divino. Todo sacerdote, toda
persona consagrada, debe tener como disposición interior "no anteponer
nada al Oficio divino". La belleza de esta disposición interior se
manifestará en la belleza de la liturgia, hasta tal punto que donde
cantamos, alabamos, exaltamos y adoramos juntos a Dios, se hace
presente en la tierra un trocito de cielo. No es temerario afirmar que en
una liturgia totalmente centrada en Dios, en los ritos y en los cantos, se ve
una imagen de la eternidad. De lo contrario, ¿cómo habrían podido
nuestros antepasados construir, hace cientos de años, un edificio sagrado
tan solemne como este? Aquí ya la sola arquitectura eleva nuestros
sentidos hacia "lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del
hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9).
En toda forma de esmero por la liturgia, el criterio determinante debe
ser siempre la mirada puesta en Dios. Estamos en presencia de Dios; él
nos habla y nosotros le hablamos a él. Cuando, en las reflexiones sobre la
liturgia, nos preguntamos cómo hacerla atrayente, interesante y hermosa,
ya vamos por mal camino. O la liturgia es opus Dei, con Dios como sujeto
específico, o no lo es. En este contexto os pido: celebrad la sagrada
liturgia dirigiendo la mirada a Dios en la comunión de los santos, de la
Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se
transforme en expresión de la belleza y de la sublimidad del Dios amigo
de los hombres.
Por último, el alma de la oración es el Espíritu Santo. En verdad,
cuando oramos, siempre es él quien "viene en ayuda de nuestra flaqueza,
intercediendo por nosotros con gemidos inefables" (cf. Rm 8, 26).
Confiando en estas palabras del apóstol san Pablo os aseguro, queridos
hermanos y hermanas, que la oración surtirá en vosotros el efecto que una
vez se expresaba llamando a los sacerdotes y a las personas consagradas
simplemente Geistliche (personas espirituales). Mons. Sailer, obispo de
Ratisbona, dijo en cierta ocasión que los sacerdotes deberían ser antes que
nada personas espirituales. Me agradaría que volviera a usarse la
expresión Geistliche. Pero, sobre todo, es importante que se haga realidad
en nosotros lo que significa esa palabra: que en el seguimiento del Señor,
en virtud de la fuerza del Espíritu, seamos personas "espirituales".
318
Queridos hermanos, manifestad claramente a los hombres esta
prioridad de Dios. Como oasis espiritual, un monasterio indica al mundo
de hoy lo más importante, más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe
una razón última por la que vale la pena vivir, es decir, Dios y su amor
inescrutable.
Queridos fieles, os pido que consideréis vuestras abadías y vuestros
monasterios como lo que son y quieren ser siempre: no solamente lugares
de cultura y de tradición, o incluso simples empresas económicas.
Estructura, organización y economía son necesarias también para la
Iglesia, pero no son lo esencial. Un monasterio es sobre todo un lugar de
fuerza espiritual. Al llegar a uno de vuestros monasterios aquí, en Austria,
se tiene la misma impresión de cuando, después de una caminata por los
Alpes, que ha costado sudor, finalmente se puede uno refrescar en un
arroyo que viene de un manantial. Aprovechad, pues, estos manantiales de
la cercanía de Dios en vuestro país, apreciad las comunidades religiosas,
los monasterios y las abadías, y recurrid al servicio espiritual que los
consagrados están dispuestos a prestaros.
Por último, mi visita se dirige a la Academia, ya pontificia, que celebra
el 205° aniversario de su fundación y a la que, en su nueva condición, el
abad ha añadido el nombre del actual Sucesor de san Pedro. Aunque es
importante la integración de la disciplina teológica en la universitas del
saber mediante las facultades teológicas católicas en las universidades
estatales, es igualmente importante que haya lugares de estudio tan
específicos como el vuestro, donde es posible un vínculo profundo entre
teología científica y espiritualidad vivida.
En efecto, Dios no es jamás simplemente el objeto de la teología; al
mismo tiempo, también es siempre su sujeto vivo. Por lo demás, la
teología cristiana no es jamás solamente un discurso humano sobre Dios,
sino que al mismo tiempo es siempre el Logos y la lógica en la que Dios
se revela. Por eso la intelectualidad científica y la devoción vivida son dos
elementos del estudio que, en una complementariedad irrenunciable,
dependen una de otra.
El padre de la Orden cisterciense, san Bernardo, luchó en su tiempo
contra la separación de una racionalidad objetivante de la corriente de
espiritualidad eclesial. Nuestra situación actual, aun siendo diversa, tiene
notables semejanzas. En su anhelo de obtener el reconocimiento de un
riguroso carácter científico en el sentido moderno, la teología puede
perder el aliento de la fe. Pero así como una liturgia que olvida dirigir la
mirada a Dios es, como tal, casi insignificante, de igual modo una teología
que ya no está animada por la fe, deja de ser teología; acaba por reducirse
a una serie de disciplinas más o menos relacionadas entre sí. En cambio,
donde se practica una "teología de rodillas", como pedía Hans Urs von
Balthasar (cf. Theologie und Heiligkeit, Aufsatz von 1948, en: Verbum
Caro. Schriften zur Theologie I, Einsiedeln 1960, 195-224), no faltará la
fecundidad para la Iglesia en Austria y también más allá.
Esta fecundidad se muestra en el apoyo y en la formación de personas
que han recibido una llamada espiritual. Para que hoy una llamada al
319
sacerdocio o al estado religioso pueda sostenerse fielmente durante toda la
vida, hace falta una formación que integre fe y razón, corazón y mente,
vida y pensamiento. Una vida en el seguimiento de Cristo necesita la
integración de toda la personalidad. Donde se descuida la dimensión
intelectual, nace muy fácilmente una forma de infatuación piadosa que
vive casi exclusivamente de emociones y de estados de ánimo que no
pueden sostenerse durante toda la vida. Y donde se descuida la dimensión
espiritual, se crea un racionalismo enrarecido que, a causa de su frialdad y
de su desapego, ya no puede desembocar en una entrega entusiasta de sí a
Dios.
Una vida en el seguimiento de Cristo no se puede fundar en esos
criterios unilaterales; con entregas a medias, una persona quedaría
insatisfecha y, en consecuencia, quizá también espiritualmente estéril.
Toda llamada a la vida religiosa o al sacerdocio es un tesoro tan precioso,
que los responsables deben hacer todo lo posible a fin de encontrar los
caminos de formación idóneos para promover en unidad fides et ratio, la
fe y la razón, el corazón y la mente.
Como acabamos de escuchar, san Leopoldo de Austria, siguiendo el
consejo de su hijo, el beato obispo Otón de Freising, que fue mi
predecesor en la sede episcopal de Freising (en Freising se celebra hoy su
fiesta), fundó en 1133 vuestra abadía, dándole el nombre de "Unsere Liebe
Frau zum Heiligen Kreuz" (Nuestra Señora de la Santa Cruz). Este
monasterio no sólo tradicionalmente está dedicado a la Virgen —como
todos los monasterios cistercienses—, sino que aquí arde el fuego mariano
de san Bernardo de Claraval. San Bernardo, que entró en el monasterio
junto con treinta compañeros, es una especie de patrono de las llamadas
espirituales. Si ejercía un ascendiente tan entusiasta y alentador en muchos
jóvenes de su tiempo llamados por Dios, era quizá porque estaba animado
por una particular devoción mariana. Donde está María, allí está la imagen
primigenia de la entrega total y del seguimiento de Cristo. Donde está
María, allí está el viento de Pentecostés del Espíritu Santo, allí está el
inicio y una renovación auténtica.
Desde este lugar mariano en la via sacra deseo a todos los lugares
espirituales en Austria fecundidad y capacidad de irradiación. Antes de
partir, quiero pedir una vez más a la Madre de Dios, como hice ya en
Mariazell, que interceda por toda Austria. Con palabras de san Bernardo,
invito a cada uno a hacerse confiadamente "niño" ante María, como lo
hizo el mismo Hijo de Dios. San Bernardo dice, y nosotros decimos con
él: "Mira la estrella, invoca a María. (...) En los peligros, en las angustias,
en las incertidumbres, piensa en María, invoca a María. Que su nombre no
se aleje de tu boca, que no se aleje de tu corazón. (...) Siguiéndola, no te
pierdes; invocándola, no te desesperas; pensando en ella, no te equivocas.
Si ella te tiene de la mano, no caes; si ella te protege, no temes; si ella te
guía, no te cansas; si ella te concede su favor, llegas a tu meta" (In
laudibus Virginis Matris, Homilía 2, 17).

LA ESCUELA DE LOS OJOS DE JESÚS


320
070909. Discurso. Voluntarios de los organismos de ayuda. Viena
Los voluntarios quieren ser interpelados personalmente: "Te necesito",
"tú eres capaz". ¡Cuánto bien nos hace una petición de este tipo!
Precisamente en su sencillez humana, nos remite de modo indirecto al
Dios que nos ha querido a cada uno de nosotros y que a cada uno ha dado
su tarea personal, más aún, que necesita de cada uno de nosotros y espera
nuestro compromiso.
Así, Jesús ha llamado a los hombres y les ha dado la valentía para
llevar a cabo cosas grandes, que por sí mismos no se sentirían capaces de
hacer. Dejarse llamar, decidirse y después emprender un camino sin la
acostumbrada pregunta sobre la utilidad y los beneficios: esta actitud
dejará huellas sanadoras. Los santos han indicado este camino con su vida.
Es un camino interesante y apasionante, un camino generoso y muy
actual. El "sí" a un compromiso de voluntariado y solidaridad es una
decisión que nos hace libres y nos abre a las necesidades de los demás; a
las exigencias de la justicia, de la defensa de la vida y de la salvaguardia
de la creación. En los compromisos de voluntariado entra en juego la
dimensión clave de la imagen cristiana de Dios y del hombre: el amor a
Dios y el amor al prójimo.
Queridos voluntarios, señoras y señores, comprometerse en el
voluntariado constituye un eco de la gratitud y es la transmisión del amor
recibido. "Deus vult condiligentes", "Dios quiere personas que amen con
él", afirmó el teólogo Duns Escoto en el siglo XIV (Opus Oxoniense III, d.
32, q. 1, n. 6). Visto así, el compromiso gratuito tiene mucho que ver con
la gracia. Una cultura que quiere contabilizarlo todo y pagarlo todo, que
sitúa la relación entre los hombres en una especie de corsé de derechos y
deberes, experimenta gracias a las innumerables personas comprometidas
gratuitamente que la vida misma es un don inmerecido.
Aunque las motivaciones y también los caminos del compromiso del
voluntariado puedan ser diversos, múltiples e incluso contradictorios, en
resumidas cuentas todos se basan en la profunda comunión que brota de la
"gratuidad". Hemos recibido gratuitamente de nuestro Creador la vida;
hemos sido liberados gratuitamente del callejón sin salida del pecado y del
mal; nos ha sido dado gratuitamente el Espíritu, con sus múltiples dones.
En mi encíclica escribí: "El amor es gratuito; no se practica para obtener
otros objetivos" (Deus caritas est, 31). "Quien es capaz de ayudar
reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder
ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Es gracia" (ib., 35).
Transmitamos gratuitamente, con nuestro compromiso, con nuestra
actividad de voluntariado, lo que hemos recibido. Esta lógica de la
gratuidad está por encima del simple deber y poder moral.
Sin el compromiso del voluntariado, el bien común y la sociedad no
podían, no pueden y no podrán perdurar. La disponibilidad espontánea
vive y se demuestra más allá del cálculo y de la compensación esperada;
rompe las reglas de la economía de mercado. En efecto, el hombre es
mucho más que un simple factor económico, que se valora según criterios
económicos. El progreso y la dignidad de una sociedad dependen siempre
321
precisamente de las personas que hacen más de lo que constituye su deber
estricto.
Señoras y señores, el compromiso del voluntariado es un servicio a la
dignidad del hombre, que se fundamenta en el hecho de haber sido creado
a imagen y semejanza de Dios. San Ireneo de Lyon, en el siglo II, dijo:
"La gloria de Dios es el hombre que vive, y la vida del hombre es la visión
de Dios" (Adversus haereses IV, 20, 7). Y Nicolás de Cusa, en su obra
sobre la visión de Dios, desarrolló este pensamiento así: "Puesto que el
ojo está allí donde se encuentra el amor, siento que tú me amas. (...) Tu
mirar, Señor, es amar. (...) Al mirarme, tú, Dios escondido, me permites
descubrirte. (...) Tu mirar vivifica. (...) Tu mirar significa obrar" (De
visione Dei, Die Gottesschau, en: Philosophisch-Theologische Schriften,
hg. und eingef. von Leo Gabriel, übersetzt von Dietlind und Wilhelm
Dupré, Viena 1967, Bd. III, 105-111). La mirada de Dios, la mirada de
Jesús, nos trasmite el amor de Dios. Hay miradas que pueden caer en el
vacío o incluso despreciar. Y miradas que pueden conferir aprecio y
expresar amor. Las personas comprometidas gratuitamente confieren
aprecio al prójimo, recuerdan la dignidad del hombre y suscitan alegría de
vida y esperanza. Los exponentes del voluntariado son custodios y
abogados de los derechos del hombre y de su dignidad.
Con la mirada de Jesús va unida también otra forma de mirar. "Lo vio
y dio un rodeo", se lee en el evangelio acerca del sacerdote y del levita
que ven al hombre medio muerto a la vera del camino, pero no intervienen
(cf. Lc 10, 31-32). Hay quien ve y finge no ver; tiene la necesidad ante los
ojos y, sin embargo, permanece indiferente; esto forma parte de las
corrientes frías de nuestro tiempo. En la mirada de los demás,
precisamente en la mirada de quien necesita nuestra ayuda,
experimentamos la exigencia concreta del amor cristiano.
Jesucristo no nos enseña una mística "de ojos cerrados", sino una
mística "de mirada abierta", es decir, del deber absoluto de percibir la
condición de los demás, la situación en la que se encuentra el hombre que,
según el evangelio, es nuestro prójimo. La mirada de Jesús, la escuela de
los ojos de Jesús, nos lleva a una cercanía humana, a la solidaridad, a
compartir nuestro tiempo, a compartir nuestras cualidades y también
nuestros bienes materiales. Por eso, "cuantos trabajan en las instituciones
caritativas de la Iglesia deben distinguirse por el hecho de que no se
limitan a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento —
también esto es importante—, sino por su dedicación al otro con
atenciones que brotan del corazón. (...) Este corazón ve dónde se necesita
amor y actúa en consecuencia" (Deus caritas est, 31). Sí, "tengo que llegar
a ser una persona que ama, una persona de corazón abierto, que se
conmueve ante la necesidad del otro. Entonces encontraré a mi prójimo, o
mejor dicho, será él quien me encuentre" (Joseph Ratzinger, Benedicto
XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 238).
Por último, el mandamiento del amor a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,
37-40; Lc 10, 27) nos recuerda que es a Dios mismo, mediante el amor al
prójimo, a quien los cristianos honramos. El arzobispo Kothgasser ha
322
citado ya las palabras de Jesús: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos
míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Si en el hombre
concreto que encontramos está presente Jesús, entonces la actividad
gratuita puede convertirse en una experiencia de Dios. La participación en
las situaciones y en las necesidades de los hombres lleva a un "nuevo"
estar juntos y actúa "dando sentido". Así, el servicio gratuito puede ayudar
a sacar a las personas del aislamiento e integrarlas en la comunidad.
Por último, quisiera recordar la fuerza y la importancia de la oración
para quienes están comprometidos en la actividad caritativa. La oración a
Dios es camino para salir de la ideología o de la resignación ante la
magnitud de la necesidad. "Los cristianos, a pesar de todas las
incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, siguen creyendo
en la "bondad de Dios y su amor al hombre" (Tt 3, 4). Aunque estén
inmersos, como los demás hombres, en las dramáticas y complejas
vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es
Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para
nosotros" (Deus caritas est, 38).
Queridos colaboradores voluntarios y honorarios de las obras de ayuda
en Austria, señoras y señores, cuando uno no sólo cumple su deber en la
profesión o en la familia —y para cumplirlo bien se requiere ya mucha
fuerza y un gran amor—, sino que también se compromete en favor de los
demás, poniendo su valioso tiempo libre al servicio del hombre y de su
dignidad, su corazón se dilata. Los voluntarios no comprenden de modo
estrecho el concepto de prójimo; reconocen también en el "lejano" al
prójimo que es aceptado por Dios y al que, con nuestra ayuda, debe llegar
la obra de redención realizada por Cristo. El otro, el prójimo en el sentido
del Evangelio, se convierte para nosotros en un interlocutor privilegiado
ante las presiones y las constricciones del mundo en el que vivimos. Quien
respeta la "prioridad del prójimo" vive y actúa según el Evangelio y
participa también en la misión de la Iglesia, que siempre mira a todo el
hombre y quiere hacerle sentir el amor de Dios.

LA PARÁBOLA DEL PADRE MISERICORDIOSO


070916. Angelus.
Hoy la liturgia vuelve a proponer a nuestra meditación el capítulo XV
del evangelio de san Lucas, una de las páginas más elevadas y
conmovedoras de toda la sagrada Escritura. Es hermoso pensar que en
todo el mundo, dondequiera que la comunidad cristiana se reúne para
celebrar la Eucaristía dominical, resuena hoy esta buena nueva de verdad
y de salvación: Dios es amor misericordioso. El evangelista san Lucas
recogió en este capítulo tres parábolas sobre la misericordia divina: las dos
más breves, que tiene en común con san Mateo y san Marcos, son las de la
oveja perdida y la moneda perdida; la tercera, larga, articulada y sólo
recogida por él, es la célebre parábola del Padre misericordioso, llamada
habitualmente del "hijo pródigo".
323
En esta página evangélica nos parece escuchar la voz de Jesús, que nos
revela el rostro del Padre suyo y Padre nuestro. En el fondo, vino al
mundo para hablarnos del Padre, para dárnoslo a conocer a nosotros, hijos
perdidos, y para suscitar en nuestro corazón la alegría de pertenecerle, la
esperanza de ser perdonados y de recuperar nuestra plena dignidad, y el
deseo de habitar para siempre en su casa, que es también nuestra casa.
Jesús narró las tres parábolas de la misericordia porque los fariseos y
los escribas hablaban mal de él, al ver que permitía que los pecadores se le
acercaran, e incluso comía con ellos (cf. Lc 15, 1-3). Entonces explicó,
con su lenguaje típico, que Dios no quiere que se pierda ni siquiera uno de
sus hijos y que su corazón rebosa de alegría cuando un pecador se
convierte.
La verdadera religión consiste, por tanto, en entrar en sintonía con este
Corazón "rico en misericordia", que nos pide amar a todos, incluso a los
lejanos y a los enemigos, imitando al Padre celestial, que respeta la
libertad de cada uno y atrae a todos hacia sí con la fuerza invencible de su
fidelidad. El camino que Jesús muestra a los que quieren ser sus discípulos
es este: "No juzguéis..., no condenéis...; perdonad y seréis perdonados...;
dad y se os dará; sed misericordiosos, como vuestro Padre es
misericordioso" (Lc 6, 36-38). En estas palabras encontramos indicaciones
muy concretas para nuestro comportamiento diario de creyentes.
En nuestro tiempo, la humanidad necesita que se proclame y
testimonie con vigor la misericordia de Dios. El amado Juan Pablo II, que
fue un gran apóstol de la Misericordia divina, intuyó de modo profético
esta urgencia pastoral. Dedicó al Padre misericordioso su segunda
encíclica, y durante todo su pontificado se hizo misionero del amor de
Dios a todos los pueblos. Después de los trágicos acontecimientos del 11
de septiembre de 2001, que oscurecieron el alba del tercer milenio, invitó
a los cristianos y a los hombres de buena voluntad a creer que la
misericordia de Dios es más fuerte que cualquier mal, y que sólo en la
cruz de Cristo se encuentra la salvación del mundo.
La Virgen María, Madre de la Misericordia, a quien ayer
contemplamos como Virgen de los Dolores al pie de la cruz, nos obtenga
el don de confiar siempre en el amor de Dios y nos ayude a ser
misericordiosos como nuestro Padre que está en los cielos.

EL CARÁCTER APOSTÓLICO Y PASTORAL DE LA ORACIÓN


070922. Discurso. A los obispos nombrados en los últimos meses
El día de la ordenación episcopal, antes de la imposición de las manos,
la Iglesia pide al candidato que asuma algunos compromisos, entre los
cuales, además del de anunciar con fidelidad el Evangelio y custodiar la
fe, se encuentra el de "perseverar en la oración a Dios todopoderoso por el
bien de su pueblo santo". Hoy quiero reflexionar con vosotros
precisamente sobre el carácter apostólico y pastoral de la oración del
obispo.
324
El evangelista san Lucas escribe que Jesucristo escogió a los doce
Apóstoles después de pasar toda la noche orando en el monte (cf. Lc 6,
12); y el evangelista san Marcos precisa que los Doce fueron elegidos para
que "estuvieran con él y para enviarlos" (Mc 3, 14).
Al igual que los Apóstoles, también nosotros, queridos hermanos en el
episcopado, en cuanto sus sucesores, estamos llamados ante todo a estar
con Cristo, para conocerlo más profundamente y participar de su misterio
de amor y de su relación llena de confianza con el Padre. En la oración
íntima y personal, el obispo, como todos los fieles y más que ellos, está
llamado a crecer en el espíritu filial con respecto a Dios, aprendiendo de
Jesús mismo la familiaridad, la confianza y la fidelidad, actitudes propias
de él en su relación con el Padre.
Y los Apóstoles comprendieron muy bien que la escucha en la oración
y el anuncio de lo que habían escuchado debían tener el primado sobre las
muchas cosas que es preciso hacer, porque decidieron: "Nosotros nos
dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch 6, 4). Este
programa apostólico es sumamente actual. Hoy, en el ministerio de un
obispo, los aspectos organizativos son absorbentes; los compromisos,
múltiples; las necesidades, numerosas; pero en la vida de un sucesor de los
Apóstoles el primer lugar debe estar reservado para Dios. Especialmente
de este modo ayudamos a nuestros fieles.
Ya san Gregorio Magno, en la Regla pastoral afirmaba que el pastor
"de modo singular debe destacar sobre todos los demás por la oración y la
contemplación" (II, 5). Es lo que la tradición formuló después con la
conocida expresión: "Contemplata aliis tradere" (cf. santo Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 188, a. 6).
En la encíclica Deus caritas est, refiriéndome a la narración del
episodio bíblico de la escala de Jacob, quise poner de relieve que
precisamente a través de la oración el pastor se hace sensible a las
necesidades de los demás y misericordioso con todos (cf. n. 7). Y recordé
el pensamiento de san Gregorio Magno, según el cual el pastor arraigado
en la contemplación sabe acoger las necesidades de los demás, que en la
oración hace suyas: "per pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum
transferat" (Regla pastoral, ib.).
La oración educa en el amor y abre el corazón a la caridad pastoral
para acoger a todos los que recurren al obispo. Este, modelado en su
interior por el Espíritu Santo, consuela con el bálsamo de la gracia divina,
ilumina con la luz de la Palabra, reconcilia y edifica en la comunión
fraterna.
En vuestra oración, queridos hermanos, deben ocupar un lugar
particular vuestros sacerdotes, para que perseveren siempre en su vocación
y sean fieles a la misión presbiteral que se les ha encomendado. Para todo
sacerdote es muy edificante saber que el obispo, del que ha recibido el don
del sacerdocio o que, en cualquier caso, es su padre y su amigo, lo tiene
presente en la oración, con afecto, y que está siempre dispuesto a
acogerlo, escucharlo, sostenerlo y animarlo.
325
Además, en la oración del obispo nunca debe faltar la súplica por
nuevas vocaciones. Debe pedirlas con insistencia a Dios, para que llame
"a los que quiera" para su sagrado ministerio.
El munus sanctificandi que habéis recibido os compromete, asimismo,
a ser animadores de oración en la sociedad. En las ciudades en las que
vivís y actuáis, a menudo agitadas y ruidosas, donde el hombre corre y se
extravía, donde se vive como si Dios no existiera, debéis crear espacios y
ocasiones de oración, donde en el silencio, en la escucha de Dios mediante
la lectio divina, en la oración personal y comunitaria, el hombre pueda
encontrar a Dios y hacer una experiencia viva de Jesucristo que revela el
auténtico rostro del Padre.
No os canséis de procurar que las parroquias y los santuarios, los
ambientes de educación y de sufrimiento, pero también las familias, se
conviertan en lugares de comunión con el Señor. De modo especial, os
exhorto a hacer de la catedral una casa ejemplar de oración, sobre todo
litúrgica, donde la comunidad diocesana reunida con su obispo pueda
alabar y dar gracias a Dios por la obra de la salvación e interceder por
todos los hombres.
San Ignacio de Antioquía nos recuerda la fuerza de la oración
comunitaria: "Si la oración de uno o de dos tiene tanta fuerza, ¡cuánto
más la del obispo y de toda la Iglesia!" (Carta a los Efesios, 5). En pocas
palabras, queridos hermanos en el episcopado, sed hombres de oración.
"La fecundidad espiritual del ministerio del obispo depende de la
intensidad de su unión con el Señor. Un obispo debe sacar de la oración
luz, fuerza y consuelo para su actividad pastoral", como escribe el
Directorio para el ministerio pastoral de los obispos (Apostolorum
successores, 36).
Al orar a Dios por vosotros mismos y por vuestros fieles, tened la
confianza de los hijos, la audacia del amigo, la perseverancia de Abraham,
que fue incansable en la intercesión. Como Moisés, tened las manos
elevadas hacia el cielo, mientras vuestros fieles libran el buen combate de
la fe. Como María, alabad cada día a Dios por la salvación que realiza en
la Iglesia y en el mundo, convencidos de que para Dios nada es imposible
(cf. Lc 1, 37).

LA PARÁBOLA DEL ADMINISTRADOR INJUSTO


070923. Homilía. Visita a la diócesis de Velletri-Segni
Queridos hermanos y hermanas, sé que os habéis preparado para mi
visita con un intenso camino espiritual, adoptando como lema un versículo
muy significativo de la primera carta de san Juan: "Nosotros hemos
conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él" (1 Jn 4, 16).
Deus caritas est, Dios es amor: con estas palabras comienza mi primera
encíclica, que atañe al centro de nuestra fe: la imagen cristiana de Dios y
la consiguiente imagen del hombre y de su camino.
Me alegra que, como guía del itinerario espiritual y pastoral de la
diócesis, hayáis escogido precisamente esta expresión: "Nosotros hemos
326
conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él". Hemos creído
en el amor: esta es la esencia del cristianismo. Por tanto, nuestra asamblea
litúrgica de hoy no puede por menos de centrarse en esta verdad esencial,
en el amor de Dios, capaz de dar a la existencia humana una orientación y
un valor absolutamente nuevos.
El amor es la esencia del cristianismo; hace que el creyente y la
comunidad cristiana sean fermento de esperanza y de paz en todas partes,
prestando atención en especial a las necesidades de los pobres y los
desamparados. Esta es nuestra misión común: ser fermento de esperanza
y de paz porque creemos en el amor. El amor hace vivir a la Iglesia, y
puesto que es eterno, la hace vivir siempre, hasta el final de los tiempos.
En los domingos pasados, san Lucas, el evangelista que más se
preocupa de mostrar el amor que Jesús siente por los pobres, nos ha
ofrecido varios puntos de reflexión sobre los peligros de un apego
excesivo al dinero, a los bienes materiales y a todo lo que impide vivir en
plenitud nuestra vocación y amar a Dios y a los hermanos.
También hoy, con una parábola que suscita en nosotros cierta sorpresa
porque en ella se habla de un administrador injusto, al que se alaba (cf. Lc
16, 1-13), analizando a fondo, el Señor nos da una enseñanza seria y muy
saludable. Como siempre, el Señor toma como punto de partida sucesos de
la crónica diaria: habla de un administrador que está a punto de ser
despedido por gestión fraudulenta de los negocios de su amo y, para
asegurarse su futuro, con astucia trata de negociar con los deudores.
Ciertamente es injusto, pero astuto: el evangelio no nos lo presenta como
modelo a seguir en su injusticia, sino como ejemplo a imitar por su astucia
previsora. En efecto, la breve parábola concluye con estas palabras: "El
amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había
procedido" (Lc 16, 8).
Pero, ¿qué es lo que quiere decirnos Jesús con esta parábola, con esta
conclusión sorprendente? Inmediatamente después de esta parábola del
administrador injusto el evangelista nos presenta una serie de dichos y
advertencias sobre la relación que debemos tener con el dinero y con los
bienes de esta tierra. Son pequeñas frases que invitan a una opción que
supone una decisión radical, una tensión interior constante.
En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia,
entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal.
Es incisiva y perentoria la conclusión del pasaje evangélico: "Ningún
siervo puede servir a dos amos: porque, o bien aborrecerá a uno y amará
al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo". En
definitiva —dice Jesús— hay que decidirse: "No podéis servir a Dios y al
dinero" (Lc 16, 13). La palabra que usa para decir dinero
—"mammona"— es de origen fenicio y evoca seguridad económica y
éxito en los negocios. Podríamos decir que la riqueza se presenta como el
ídolo al que se sacrifica todo con tal de lograr el éxito material; así, este
éxito económico se convierte en el verdadero dios de una persona.
Por consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir
entre Dios y "mammona"; es preciso elegir entre la lógica del lucro como
327
criterio último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la
solidaridad. Cuando prevalece la lógica del lucro, aumenta la
desproporción entre pobres y ricos, así como una explotación dañina del
planeta. Por el contrario, cuando prevalece la lógica del compartir y de la
solidaridad, se puede corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo
equitativo, para el bien común de todos.
En el fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la
justicia y la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo
y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más
bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario
saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias
radicales, si es preciso hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del
cristiano exige valentía para ir contra corriente, para amar como Jesús, que
llegó incluso al sacrificio de sí mismo en la cruz.
Así pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, podríamos decir
que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas
y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de
injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio,
¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer
a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Discursos 359,
10).
Ahora bien, la única manera de hacer que fructifiquen para la eternidad
nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que
poseemos, es compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo
buenos administradores de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús: "El
que es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo
poco, también lo es en lo mucho" (Lc 16, 10).
De esa opción fundamental, que es preciso realizar cada día, también
habla hoy el profeta Amós en la primera lectura. Con palabras fuertes
critica un estilo de vida típico de quienes se dejan absorber por una
búsqueda egoísta del lucro de todas las maneras posibles y que se traduce
en afán de ganancias, en desprecio a los pobres y en explotación de su
situación en beneficio propio (cf. Am 4, 5).
El cristiano debe rechazar con energía todo esto, abriendo el corazón,
por el contrario, a sentimientos de auténtica generosidad. Una generosidad
que, como exhorta el apóstol san Pablo en la segunda lectura, se
manifiesta en un amor sincero a todos y en la oración.
En realidad, orar por los demás es un gran gesto de caridad. El Apóstol
invita, en primer lugar, a orar por los que tienen cargos de responsabilidad
en la comunidad civil, porque —explica— de sus decisiones, si se
encaminan a realizar el bien, derivan consecuencias positivas, asegurando
la paz y "una vida tranquila y apacible, con toda piedad y dignidad" para
todos (1 Tm 2, 2). Por consiguiente, no debe faltar nunca nuestra oración,
que es nuestra aportación espiritual a la edificación de una comunidad
eclesial fiel a Cristo y a la construcción de una sociedad más justa y
solidaria.
328
Que María nos libre de la codicia de las riquezas, y haga que, elevando
al cielo manos libres y puras, demos gloria a Dios con toda nuestra vida
(cf. Colecta). Amén.

EL MEJOR MODO DE UTILIZAR EL DINERO


070923. Angelus.
Durante la solemne celebración eucarística, comentando los textos
litúrgicos, he reflexionado sobre el uso correcto de los bienes terrenos, un
tema que en estos domingos el evangelista san Lucas ha vuelto a proponer
de diversos modos a nuestra atención.
Narrando la parábola de un administrador injusto, pero muy astuto,
Cristo enseña a sus discípulos cuál es el mejor modo de utilizar el dinero y
las riquezas materiales, es decir, compartirlos con los pobres, granjeándose
así su amistad con vistas al reino de los cielos. "Haceos amigos con el
dinero injusto —dice Jesús—, para que cuando os falte, os reciban en las
moradas eternas" (Lc 16, 9). El dinero no es "injusto" en sí mismo, pero
más que cualquier otra cosa puede encerrar al hombre en un egoísmo
ciego. Se trata, pues, de realizar una especie de "conversión" de los bienes
económicos en vez de usarlos sólo para el propio interés, es preciso pensar
también en las necesidades de los pobres, imitando a Cristo mismo, el
cual, como escribe san Pablo, "siendo rico, por vosotros se hizo pobre,
a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2 Co 8, 9). Parece una
paradoja Cristo no nos ha enriquecido con su riqueza, sino con su pobreza,
es decir, con su amor, que lo impulsó a entregarse totalmente a nosotros.
Aquí podría abrirse un vasto y complejo campo de reflexión sobre el
tema de la riqueza y de la pobreza, incluso a escala mundial, en el que se
confrontan dos lógicas económicas la lógica del lucro y la lógica de la
distribución equitativa de los bienes, que no están en contradicción entre
sí, con tal de que su relación esté bien ordenada. La doctrina social
católica ha sostenido siempre que la distribución equitativa de los bienes
es prioritaria. El lucro es naturalmente legítimo y, en una medida justa,
necesario para el desarrollo económico.
En la encíclica Centesimus annus escribió Juan Pablo II "La moderna
economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad
de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos"
(n. 32). Sin embargo —añadió—, no se ha de considerar el capitalismo
como el único modelo válido de organización económica (cf. ib., 35). La
emergencia del hambre y la emergencia ecológica muestran cada vez con
más evidencia que cuando predomina la lógica del lucro aumenta la
desproporción entre ricos y pobres y una dañosa explotación del planeta.
En cambio, cuando predomina la lógica del compartir y de la solidaridad,
es posible corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo y
sostenible.
María santísima, que en el Magníficat proclama el Señor "a los
hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos" (Lc 1,
53), ayude a los cristianos a usar con sabiduría evangélica, es decir, con
329
generosa solidaridad, los bienes terrenos, e inspire a los gobernantes y a
los economistas estrategias clarividentes que favorezcan el auténtico
progreso de todos los pueblos.

LA MISIÓN DEL ÁNGEL Y EL SERVICIO DEL OBISPO


070929. Homilía. Ordenación episcopal de seis presbíteros.
Celebramos esta ordenación episcopal en la fiesta de los tres
Arcángeles que la sagrada Escritura menciona por su propio nombre:
Miguel, Gabriel y Rafael. Esto nos trae a la mente que en la Iglesia
antigua, ya en el Apocalipsis, a los obispos se les llamaba "ángeles" de su
Iglesia, expresando así una íntima correspondencia entre el ministerio del
obispo y la misión del ángel.
A partir de la tarea del ángel se puede comprender el servicio del
obispo. Pero, ¿qué es un ángel? La sagrada Escritura y la tradición de la
Iglesia nos hacen descubrir dos aspectos. Por una parte, el ángel es una
criatura que está en la presencia de Dios, orientada con todo su ser hacia
Dios. Los tres nombres de los Arcángeles acaban con la palabra "El", que
significa "Dios". Dios está inscrito en sus nombres, en su naturaleza.
Su verdadera naturaleza es estar en él y para él.
Precisamente así se explica también el segundo aspecto que caracteriza
a los ángeles: son mensajeros de Dios. Llevan a Dios a los hombres, abren
el cielo y así abren la tierra. Precisamente porque están en la presencia de
Dios, pueden estar también muy cerca del hombre. En efecto, Dios es más
íntimo a cada uno de nosotros de lo que somos nosotros mismos.
Los ángeles hablan al hombre de lo que constituye su verdadero ser, de
lo que en su vida con mucha frecuencia está encubierto y sepultado. Lo
invitan a volver a entrar en sí mismo, tocándolo de parte de Dios. En este
sentido, también nosotros, los seres humanos, deberíamos convertirnos
continuamente en ángeles los unos para los otros, ángeles que nos apartan
de los caminos equivocados y nos orientan siempre de nuevo hacia Dios.
Cuando la Iglesia antigua llama a los obispos "ángeles" de su Iglesia,
quiere decir precisamente que los obispos mismos deben ser hombres de
Dios, deben vivir orientados hacia Dios. "Multum orat pro populo", "Ora
mucho por el pueblo", dice el Breviario de la Iglesia a propósito de los
obispos santos. El obispo debe ser un orante, uno que intercede por los
hombres ante Dios. Cuanto más lo hace, tanto más comprende también a
las personas que le han sido encomendadas y puede convertirse para ellas
en un ángel, un mensajero de Dios, que les ayuda a encontrar su verdadera
naturaleza, a encontrarse a sí mismas, y a vivir la idea que Dios tiene de
ellas.
Todo esto resulta aún más claro si contemplamos las figuras de los tres
Arcángeles cuya fiesta celebra hoy la Iglesia. Ante todo, san Miguel. En la
sagrada Escritura lo encontramos sobre todo en el libro de Daniel, en la
carta del apóstol san Judas Tadeo y en el Apocalipsis. En esos textos se
ponen de manifiesto dos funciones de este Arcángel. Defiende la causa de
la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, de la "serpiente
330
antigua", como dice san Juan. La serpiente intenta continuamente hacer
creer a los hombres que Dios debe desaparecer, para que ellos puedan
llegar a ser grandes; que Dios obstaculiza nuestra libertad y que por eso
debemos desembarazarnos de él.
Pero el dragón no sólo acusa a Dios. El Apocalipsis lo llama también
"el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa día y noche delante de
nuestro Dios" (Ap 12, 10). Quien aparta a Dios, no hace grande al hombre,
sino que le quita su dignidad. Entonces el hombre se transforma en un
producto defectuoso de la evolución. Quien acusa a Dios, acusa también al
hombre. La fe en Dios defiende al hombre en todas sus debilidades e
insuficiencias: el esplendor de Dios brilla en cada persona.
El obispo, en cuanto hombre de Dios, tiene por misión hacer espacio a
Dios en el mundo contra las negaciones y defender así la grandeza del
hombre. Y ¿qué cosa más grande se podría decir y pensar sobre el hombre
que el hecho de que Dios mismo se ha hecho hombre?
La otra función del arcángel Miguel, según la Escritura, es la de
protector del pueblo de Dios (cf. Dn 10, 21; 12, 1). Queridos amigos, sed
de verdad "ángeles custodios" de las Iglesias que se os encomendarán.
Ayudad al pueblo de Dios, al que debéis preceder en su peregrinación, a
encontrar la alegría en la fe y a aprender el discernimiento de espíritus: a
acoger el bien y rechazar el mal, a seguir siendo y a ser cada vez más, en
virtud de la esperanza de la fe, personas que aman en comunión con el
Dios-Amor.
Al Arcángel Gabriel lo encontramos sobre todo en el magnífico relato
del anuncio de la encarnación de Dios a María, como nos lo refiere san
Lucas (cf. Lc 1, 26-38). Gabriel es el mensajero de la encarnación de Dios.
Llama a la puerta de María y, a través de él, Dios mismo pide a María su
"sí" a la propuesta de convertirse en la Madre del Redentor: de dar su
carne humana al Verbo eterno de Dios, al Hijo de Dios.
En repetidas ocasiones el Señor llama a las puertas del corazón
humano. En el Apocalipsis dice al "ángel" de la Iglesia de Laodicea y, a
través de él, a los hombres de todos los tiempos: "Mira que estoy a la
puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su
casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20). El Señor está a la puerta, a
la puerta del mundo y a la puerta de cada corazón. Llama para que le
permitamos entrar: la encarnación de Dios, su hacerse carne, debe
continuar hasta el final de los tiempos.
Todos deben estar reunidos en Cristo en un solo cuerpo: esto nos lo
dicen los grandes himnos sobre Cristo en la carta a los Efesios y en la
carta a los Colosenses. Cristo llama. También hoy necesita personas que,
por decirlo así, le ponen a disposición su carne, le proporcionan la materia
del mundo y de su vida, contribuyendo así a la unificación entre Dios y el
mundo, a la reconciliación del universo.
Queridos amigos, vosotros tenéis la misión de llamar en nombre de
Cristo a los corazones de los hombres. Entrando vosotros mismos en
unión con Cristo, podréis también asumir la función de Gabriel: llevar la
llamada de Cristo a los hombres.
331
San Rafael se nos presenta, sobre todo en el libro de Tobías, como el
ángel a quien está encomendada la misión de curar. Cuando Jesús envía a
sus discípulos en misión, además de la tarea de anunciar el Evangelio, les
encomienda siempre también la de curar. El buen samaritano, al recoger y
curar a la persona herida que yacía a la vera del camino, se convierte sin
palabras en un testigo del amor de Dios. Este hombre herido, necesitado
de curación, somos todos nosotros. Anunciar el Evangelio significa ya de
por sí curar, porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor.
El libro de Tobías refiere dos tareas emblemáticas de curación que
realiza el Arcángel Rafael. Cura la comunión perturbada entre el hombre y
la mujer. Cura su amor. Expulsa los demonios que, siempre de nuevo,
desgarran y destruyen su amor. Purifica el clima entre los dos y les da la
capacidad de acogerse mutuamente para siempre. El relato de Tobías
presenta esta curación con imágenes legendarias.
En el Nuevo Testamento, el orden del matrimonio, establecido en la
creación y amenazado de muchas maneras por el pecado, es curado por el
hecho de que Cristo lo acoge en su amor redentor. Cristo hace del
matrimonio un sacramento: su amor, al subir por nosotros a la cruz, es la
fuerza sanadora que, en todas las confusiones, capacita para la
reconciliación, purifica el clima y cura las heridas.
Al sacerdote está confiada la misión de llevar a los hombres
continuamente al encuentro de la fuerza reconciliadora del amor de Cristo.
Debe ser el "ángel" sanador que les ayude a fundamentar su amor en el
sacramento y a vivirlo con empeño siempre renovado a partir de él.
En segundo lugar, el libro de Tobías habla de la curación de la ceguera.
Todos sabemos que hoy nos amenaza seriamente la ceguera con respecto a
Dios. Hoy es muy grande el peligro de que, ante todo lo que sabemos
sobre las cosas materiales y lo que con ellas podemos hacer, nos hagamos
ciegos con respecto a la luz de Dios.
Curar esta ceguera mediante el mensaje de la fe y el testimonio del
amor es el servicio de Rafael, encomendado cada día al sacerdote y de
modo especial al obispo. Así, nos viene espontáneamente también el
pensamiento del sacramento de la Reconciliación, del sacramento de la
Penitencia, que, en el sentido más profundo de la palabra, es un
sacramento de curación. En efecto, la verdadera herida del alma, el motivo
de todas nuestras demás heridas, es el pecado. Y sólo podemos ser
curados, sólo podemos ser redimidos, si existe un perdón en virtud del
poder de Dios, en virtud del poder del amor de Cristo.
"Permaneced en mi amor", nos dice hoy el Señor en el evangelio (Jn
15, 9). En el momento de la ordenación episcopal lo dice de modo
particular a vosotros, queridos amigos. Permaneced en su amor.
Permaneced en la amistad con él, llena del amor que él os regala de nuevo
en este momento. Entonces vuestra vida dará fruto, un fruto que
permanece (cf. Jn 15, 16). Todos oramos en este momento por vosotros,
queridos hermanos, para que Dios os conceda este regalo. Amén

LA PARÁBOLA DEL HOMBRE RICO Y DEL POBRE LÁZARO


332
070930. Angelus.
Hoy el evangelio de san Lucas presenta la parábola del hombre rico y
del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). El rico personifica el uso injusto de
las riquezas por parte de quien las utiliza para un lujo desenfrenado y
egoísta, pensando solamente en satisfacerse a sí mismo, sin tener en
cuenta de ningún modo al mendigo que está a su puerta. El pobre, al
contrario, representa a la persona de la que solamente Dios se cuida: a
diferencia del rico, tiene un nombre, Lázaro, abreviatura de Eleázaro
(Eleazar), que significa precisamente "Dios le ayuda". A quien está
olvidado de todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada a los ojos de los
hombres, es valioso a los del Señor. La narración muestra cómo la
iniquidad terrena es vencida por la justicia divina: después de la muerte,
Lázaro es acogido "en el seno de Abraham", es decir, en la
bienaventuranza eterna, mientras que el rico acaba "en el infierno, en
medio de los tormentos". Se trata de una nueva situación inapelable y
definitiva, por lo cual es necesario arrepentirse durante la vida; hacerlo
después de la muerte no sirve para nada.
Esta parábola se presta también a una lectura en clave social. Sigue
siendo memorable la que hizo hace precisamente cuarenta años el Papa
Pablo VI en la encíclica Populorum progressio. Hablando de la lucha
contra el hambre, escribió: "Se trata de construir un mundo donde todo
hombre (...) pueda vivir una vida plenamente humana, (...) donde el pobre
Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el rico" (n. 47). Las causas de
las numerosas situaciones de miseria son —recuerda la encíclica—, por
una parte, "las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres" y,
por otra, "una naturaleza insuficientemente dominada" (ib.). Por desgracia,
ciertas poblaciones sufren por ambos factores a la vez. ¿Cómo no pensar,
en este momento, especialmente en los países de África subsahariana,
afectados durante los días pasados por graves inundaciones? Pero no
podemos olvidar otras muchas situaciones de emergencia humanitaria en
diversas regiones del planeta, en las que los conflictos por el poder
político y económico contribuyen a agravar problemas ambientales ya
serios. El llamamiento que en aquel entonces hizo Pablo VI: "Los pueblos
hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos
opulentos" (Populorum progressio, 3), conserva hoy toda su urgencia. No
podemos decir que no conocemos el camino que hay que recorrer:
Tenemos la ley y los profetas, nos dice Jesús en el Evangelio. Quien no
quiere escucharlos, no cambiará ni siquiera si alguien de entre los muertos
vuelve para amonestarlo.
La Virgen María nos ayude a aprovechar el tiempo presente para
escuchar y poner en práctica esta palabra de Dios. Nos obtenga que
estemos más atentos a los hermanos necesitados, para compartir con ellos
lo mucho o lo poco que tenemos, y contribuir, comenzando por nosotros
mismos, a difundir la lógica y el estilo de la auténtica solidaridad.

LA LEY MORAL NATURAL


333
071005. Discurso. Comisión Teológica Internacional
Ahora quiero hablar en particular sobre el tema de la ley moral natural.
Como probablemente es sabido, por invitación de la Congregación
para la doctrina de la fe, varios centros universitarios y asociaciones han
celebrado o están organizando simposios o jornadas de estudio para
encontrar líneas y convergencias útiles para profundizar de forma
constructiva y eficaz en la doctrina sobre la ley moral natural. Esta
invitación ha encontrado hasta ahora una acogida positiva y un gran eco.
Por tanto, se espera con mucho interés la contribución de la Comisión
teológica internacional, orientada sobre todo a justificar e ilustrar los
fundamentos de una ética universal, perteneciente al gran patrimonio de la
sabiduría humana, que de algún modo constituye una participación de la
criatura racional en la ley eterna de Dios.
Así pues, no se trata de un tema de índole exclusiva o principalmente
"confesional", aunque la doctrina sobre la ley moral natural esté iluminada
y se desarrolle en plenitud a la luz de la Revelación cristiana y de la
realización del hombre en el misterio de Cristo.
El Catecismo de la Iglesia católica resume bien el contenido central de
la doctrina sobre la ley natural, revelando que indica "los preceptos
primeros y esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración
y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del
prójimo en cuanto igual a sí mismo. Está expuesta, en sus principales
preceptos, en el Decálogo. Esta ley se llama natural no por referencia a la
naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama
pertenece propiamente a la naturaleza humana" (n. 1955).
Con esta doctrina se logran dos objetivos esenciales: por una parte, se
comprende que el contenido ético de la fe cristiana no constituye una
imposición dictada a la conciencia del hombre desde el exterior, sino una
norma que tiene su fundamento en la misma naturaleza humana; por otra,
partiendo de la ley natural, que puede ser descubierta por toda criatura
racional, con ella se pone la base para entablar el diálogo con todos los
hombres de buena voluntad y, más en general, con la sociedad civil y
secular.
Precisamente a causa de la influencia de factores de orden cultural e
ideológico, la sociedad civil y secular se encuentra hoy en una situación
de desvarío y confusión: se ha perdido la evidencia originaria de los
fundamentos del ser humano y de su obrar ético, y la doctrina de la ley
moral natural se enfrenta con otras concepciones que constituyen su
negación directa.
Todo esto tiene enormes y graves consecuencias en el orden civil y
social. En muchos pensadores parece dominar hoy una concepción
positivista del derecho. Según ellos, la humanidad, o la sociedad, o de
hecho la mayoría de los ciudadanos, se convierte en la fuente última de la
ley civil. El problema que se plantea no es, por tanto, la búsqueda del bien,
sino del poder, o más bien, del equilibrio de poderes.
En la raíz de esta tendencia se encuentra el relativismo ético, en el que
algunos ven incluso una de las condiciones principales de la democracia,
334
porque el relativismo garantizaría la tolerancia y el respeto recíproco de
las personas. Pero, si fuera así, la mayoría que existe en un momento
determinado se convertiría en la última fuente del derecho. La historia
demuestra con gran claridad que las mayorías pueden equivocarse. La
verdadera racionalidad no queda garantizada por el consenso de un gran
número de personas, sino sólo por la transparencia de la razón humana a la
Razón creadora y por la escucha común de esta Fuente de nuestra
racionalidad.
Cuando están en juego las exigencias fundamentales de la dignidad de
la persona humana, de su vida, de la institución familiar, de la equidad del
ordenamiento social, es decir, los derechos fundamentales del hombre,
ninguna ley hecha por los hombres puede trastocar la norma escrita por el
Creador en el corazón del hombre, sin que la sociedad misma quede
herida dramáticamente en lo que constituye su fundamento irrenunciable.
Así, la ley natural se convierte en la verdadera garantía ofrecida a cada
persona para vivir libre, respetada en su dignidad y protegida de toda
manipulación ideológica y de todo arbitrio o abuso del más fuerte.
Nadie puede sustraerse a esta exigencia. Si, por un trágico
oscurecimiento de la conciencia colectiva, el escepticismo y el relativismo
ético llegaran a cancelar los principios fundamentales de la ley moral
natural, el mismo ordenamiento democrático quedaría radicalmente herido
en sus fundamentos. Contra este oscurecimiento, que es crisis de la
civilización humana, antes incluso que cristiana, es necesario movilizar la
conciencia de todos los hombres de buena voluntad, tanto laicos como
pertenecientes a religiones diferentes del cristianismo, para que juntos y
de manera efectiva se comprometan a crear, en la cultura y en la sociedad
civil y política, las condiciones necesarias para una plena conciencia del
valor inalienable de la ley moral natural. Del respeto de esta ley depende,
de hecho, que las personas y la sociedad avancen por el camino del
auténtico progreso, en conformidad con la recta razón, que es
participación en la Razón eterna de Dios.

EL BIEN COMÚN, UN COMPROMISO QUE VIENE DE LEJOS


071012. Mensaje. 45ª semana social de los católicos italianos
El tema elegido —"El bien común hoy: un compromiso que viene de
lejos"—, aunque ya se ha abordado en algunas ediciones anteriores,
conserva plena actualidad; más aún, conviene profundizarlo y precisarlo
particularmente ahora, para evitar un uso genérico y a veces impropio del
término "bien común".
El Compendio de la doctrina social de la Iglesia, remitiéndose a la
enseñanza del concilio ecuménico Vaticano II (cf. Gaudium et spes, 26),
especifica que "el bien común no consiste en la simple suma de los bienes
particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada
uno es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo juntos es
posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también con vistas al
futuro" (n. 164).
335
Ya el teólogo Francisco Suárez hablaba de un bonum commune
omnium nationum, entendido como "bien común del género humano". En
el pasado, y mucho más hoy, en este tiempo de globalización, el bien
común se ha de considerar y promover también en el contexto de las
relaciones internacionales; y resulta evidente que, precisamente por el
fundamento social de la existencia humana, el bien de cada persona está
naturalmente interconectado con el bien de la humanidad entera.
A este respecto, el amado siervo de Dios Juan Pablo II, en la encíclica
Sollicitudo rei socialis, afirmaba que "se trata de la interdependencia,
percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en
sus aspectos económico, cultural, político y religioso, y asumida como
categoría moral" (n. 38). Y añadía: "Cuando la interdependencia es
reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social,
y como "virtud", es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento de
vaga compasión o de superficial enternecimiento por los males de tantas
personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y
perseverante de comprometerse por el bien común; es decir, por el bien de
todos y cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de
todos" (ib.).
En la encíclica Deus caritas est recordé que "el establecimiento de
estructuras justas no es un cometido inmediato de la Iglesia, sino que
pertenece a la esfera de la política, es decir, de la razón auto-responsable"
(n. 29). Y a continuación expliqué que "en esto, la tarea de la Iglesia es
mediata, ya que le corresponde contribuir a la purificación de la razón y
reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas,
ni estas pueden ser operativas a largo plazo" (ib.).
¿Qué ocasión mejor que esta para reafirmar que comprometerse en
favor de un orden justo en la sociedad es tarea inmediatamente propia de
los fieles laicos? Como ciudadanos del Estado les corresponde a ellos
participar en primera persona en la vida pública y, respetando las legítimas
autonomías, cooperar a configurar rectamente la vida social, juntamente
con todos los demás ciudadanos, según las competencias de cada uno y
bajo su responsabilidad autónoma.
En mi discurso durante la Asamblea eclesial nacional de Verona, el año
pasado, reafirmé que actuar en el ámbito político para construir un orden
justo en la sociedad italiana no es tarea inmediata de la Iglesia como tal,
sino de los fieles laicos. A esta tarea, de la máxima importancia, deben
dedicarse con generosidad y valentía, iluminados por la fe y por el
magisterio de la Iglesia y animados por la caridad de Cristo.
Por esto, sabiamente se instituyeron las Semanas sociales de los
católicos italianos, y esta providencial iniciativa también en el futuro
podrá dar una contribución decisiva a la formación y la animación de los
ciudadanos cristianamente inspirados.
La crónica diaria muestra que la sociedad de nuestro tiempo afronta
múltiples emergencias éticas y sociales que pueden minar su estabilidad y
poner seriamente en peligro su futuro. Es especialmente actual la cuestión
antropológica, que abarca el respeto de la vida humana y la atención que
336
se debe prestar a las exigencias de la familia fundada en el matrimonio
entre un hombre y una mujer. Como se ha reafirmado en repetidas
ocasiones, no se trata de valores y principios sólo "católicos", sino de
valores humanos comunes que es preciso defender y tutelar, como la
justicia, la paz y la salvaguardia de la creación.
Y ¿qué decir de los problemas que atañen al trabajo en relación con la
familia y los jóvenes? Cuando la precariedad del trabajo no permite a los
jóvenes construir una familia, el desarrollo auténtico y completo de la
sociedad queda seriamente perjudicado.
Renuevo aquí la invitación que hice durante la Asamblea eclesial de
Verona a los católicos italianos, para que sepan aprovechar con conciencia
la gran oportunidad que brindan estos desafíos y no reaccionen con un
comportamiento abandonista, encerrándose en sí mismos, sino, al
contrario, que se abran con confianza a nuevas relaciones, sin descuidar
ninguna de las energías capaces de contribuir al crecimiento cultural y
moral de Italia.
Por último, no puedo por menos de aludir a un ámbito específico, que
también en Italia estimula a los católicos a interrogarse: es el ámbito de
las relaciones entre religión y política. La novedad sustancial que trajo
Jesús es que él abrió el camino hacia un mundo más humano y más
libre, en el pleno respeto de la distinción y de la autonomía que existe
entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21).
Así pues, la Iglesia, por una parte, reconoce que no es un agente
político; y, por otra, no puede por menos de interesarse del bien de toda la
comunidad civil, en la que vive y actúa, y a la que da su peculiar
contribución, formando en las clases políticas y empresariales un auténtico
espíritu de verdad y de honradez, encaminado a la búsqueda del bien
común y no del beneficio personal.

SALVACIÓN Y GRATITUD
071014. Angelus.
El evangelio de este domingo presenta a Jesús que cura a diez
leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero,
vuelve a darle las gracias (cf. Lc 17, 11-19). El Señor le dice:
"Levántate, vete: tu fe te ha salvado" (Lc 17, 19). Esta página evangélica
nos invita a una doble reflexión.
Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más
superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más
íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el "corazón", y desde allí se
irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la
"salvación". Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre "salud" y
"salvación", nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que
la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.
Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la
expresión: "Tu fe te ha salvado". Es la fe la que salva al hombre,
restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los
337
demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer,
como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo
debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los
hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe
requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que
todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña
palabra: "gracias"!
Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en aquel tiempo
considerada una "impureza contagiosa" que exigía una purificación ritual
(cf. Lv 14, 1-37). En verdad, la lepra que realmente desfigura al hombre y
a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran
en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del
espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino
Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se
convierte es curada interiormente del mal.

LA FE, SIN HACER RUIDO, CAMBIA EL MUNDO


071021. Homilía. Nápoles
Al meditar en las lecturas bíblicas de este domingo y al pensar en la
realidad de Nápoles, me ha impresionado el hecho de que hoy la palabra
de Dios tiene como tema principal la oración, más aún, "la necesidad de
orar siempre sin desfallecer" (cf. Lc 18, 1), como dice el Evangelio. A
primera vista, podría parecer un mensaje poco pertinente, poco realista,
poco incisivo con respecto a una realidad social con tantos problemas
como la vuestra. Pero, si se reflexiona bien, se comprende que esta
Palabra contiene un mensaje que ciertamente va contra corriente, pero está
destinado a iluminar en profundidad la conciencia de vuestra Iglesia y de
vuestra ciudad.
Se puede resumir así: la fe es la fuerza que en silencio, sin hacer
ruido, cambia el mundo y lo transforma en el reino de Dios, y la oración
es expresión de la fe. Cuando la fe se colma de amor a Dios, reconocido
como Padre bueno y justo, la oración se hace perseverante, insistente; se
convierte en un gemido del espíritu, un grito del alma que penetra en el
corazón de Dios. De este modo, la oración se convierte en la mayor fuerza
de transformación del mundo.
Ante realidades sociales difíciles y complejas, como seguramente es
también la vuestra, es preciso reforzar la esperanza, que se funda en la fe y
se expresa en una oración incansable. La oración es la que mantiene
encendida la llama de la fe. Como hemos escuchado, al final del
evangelio, Jesús pregunta: "Cuando venga el Hijo del hombre,
¿encontrará fe en la tierra?" (Lc 18, 8). Es una pregunta que nos hace
pensar. ¿Cuál será nuestra respuesta a este inquietante interrogante? Hoy
queremos repetir juntos con humilde valentía: Señor, tu venida a nosotros
en esta celebración dominical nos encuentra reunidos con la lámpara de la
fe encendida. Creemos y confiamos en ti. Aumenta nuestra fe.
338
Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos presentan algunos
modelos en los que podemos inspirarnos para hacer nuestra profesión de
fe, que es siempre también profesión de esperanza, porque la fe es
esperanza, abre la tierra a la fuerza divina, a la fuerza del bien. Son las
figuras de la viuda, que encontramos en la parábola evangélica, y la de
Moisés, de la que habla el libro del Éxodo. La viuda del evangelio (cf. Lc
18, 1-8) nos impulsa a pensar en los "pequeños", en los últimos, pero
también en tantas personas sencillas y rectas que sufren por los atropellos,
se sienten impotentes ante la persistencia del malestar social y tienen la
tentación de desalentarse. A ellos Jesús les repite: observad con qué
tenacidad esta pobre viuda insiste y al final logra que un juez injusto la
escuche. ¿Cómo podríais pensar que vuestro Padre celestial, bueno, fiel y
poderoso, que sólo desea el bien de sus hijos, no os haga justicia a su
tiempo?
La fe nos asegura que Dios escucha nuestra oración y nos ayuda en el
momento oportuno, aunque la experiencia diaria parezca desmentir esta
certeza. En efecto, ante ciertos hechos de crónica, o ante tantas
dificultades diarias de la vida, de las que los periódicos ni siquiera hablan,
surge espontáneamente en el corazón la súplica del antiguo profeta:
"¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que tú me escuches, clamaré a
ti: "¡Violencia!" sin que tú me salves?" (Ha 1, 2).
La respuesta a esta apremiante invocación es una sola: Dios no puede
cambiar las cosas sin nuestra conversión, y nuestra verdadera conversión
comienza con el "grito" del alma, que implora perdón y salvación. Por
tanto, la oración cristiana no es expresión de fatalismo o de inercia; más
bien, es lo opuesto a la evasión de la realidad, al intimismo consolador: es
fuerza de esperanza, expresión máxima de la fe en el poder de Dios, que
es Amor y no nos abandona.
La oración que Jesús nos enseñó y que culminó en Getsemaní, tiene el
carácter de "combatividad", es decir, de lucha, porque nos pone
decididamente del lado del Señor para combatir la injusticia y vencer el
mal con el bien; es el arma de los pequeños y de los pobres de espíritu,
que repudian todo tipo de violencia. Más aún, responden a ella con la no
violencia evangélica, testimoniando así que la verdad del Amor es más
fuerte que el odio y la muerte.
Esto se puede ver también en la primera lectura, la célebre narración
de la batalla entre los israelitas y los amalecitas (cf. Ex 17, 8-13). Fue
precisamente la oración elevada con fe al verdadero Dios lo que determinó
el desenlace de aquella dura batalla. Mientras Josué y sus hombres
afrontaban en el campo a sus adversarios, en la cima del monte Moisés
tenía levantadas las manos, en la posición de la persona en oración. Las
manos levantadas del gran caudillo garantizaron la victoria de Israel. Dios
estaba con su pueblo, quería su victoria, pero condicionaba su
intervención a que Moisés tuviera en alto las manos.
Parece increíble, pero es así: Dios necesita las manos levantadas de su
siervo. Los brazos elevados de Moisés hacen pensar en los de Jesús en la
cruz: brazos extendidos y clavados con los que el Redentor venció la
339
batalla decisiva contra el enemigo infernal. Su lucha, sus manos alzadas
hacia el Padre y extendidas sobre el mundo piden otros brazos, otros
corazones que sigan ofreciéndose con su mismo amor, hasta el fin del
mundo.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos pastores de la Iglesia que
está en Nápoles, haciendo mías las palabras que san Pablo dirige a
Timoteo y hemos escuchado en la segunda lectura: permaneced firmes en
lo que habéis aprendido y en lo que creéis. Proclamad la palabra, insistid
en toda ocasión, a tiempo y a destiempo, reprended, reprochad, exhortad
con toda paciencia y doctrina (cf. 2 Tm 3, 14. 16; 4, 2). Y, como Moisés en
el monte, perseverad en la oración por y con los fieles encomendados a
vuestro cuidado pastoral, para que juntos podáis afrontar cada día el buen
combate del Evangelio.
Y ahora, iluminados interiormente por la palabra de Dios, volvamos a
mirar la realidad de vuestra ciudad, donde no faltan energías sanas, gente
buena, culturalmente preparada y con un vivo sentido de la familia. Pero
para muchos vivir no es sencillo: son numerosas las situaciones de
pobreza, de carencia de viviendas, de desempleo o subempleo, de falta de
perspectivas de futuro. Además, está el triste fenómeno de la violencia. No
se trata sólo del deplorable número de delitos de la camorra, sino también
de que, por desgracia, la violencia tiende a convertirse en una mentalidad
generalizada, insinuándose en los entresijos de la vida social, en los
barrios históricos del centro y en las periferias nuevas y anónimas, y corre
el riesgo de atraer especialmente a la juventud, que crece en ambientes en
los que prospera la ilegalidad, la economía sumergida y la cultura del
"apañarse".
¡Cuán importante es, por tanto, intensificar los esfuerzos con vistas a
una seria estrategia de prevención, que se oriente a la escuela, al trabajo y
a ayudar a los jóvenes a aprovechar el tiempo libre. Es necesaria una
intervención que implique a todos en la lucha contra cualquier forma de
violencia, partiendo de la formación de las conciencias y transformando
las mentalidades, las actitudes y los comportamientos de todos los días.
La Iglesia tiene la misión de alimentar siempre la fe y la esperanza del
pueblo cristiano. Eso es lo que está haciendo con celo apostólico también
vuestro arzobispo, que escribió recientemente una carta pastoral con el
significativo título: "La sangre y la esperanza". Sí, la verdadera esperanza
nace sólo de la sangre de Cristo y de la sangre derramada por él. Hay
sangre que es signo de muerte; pero hay sangre que expresa amor y vida:
la sangre de Jesús y de los mártires, como la de vuestro amado patrono san
Jenaro, es manantial de vida nueva.
Concluyo haciendo mía una expresión contenida en la carta pastoral de
vuestro arzobispo, que reza así: "La semilla de la esperanza es quizá la
más pequeña, pero de ella puede surgir un árbol lozano y producir muchos
frutos". Esta semilla existe y actúa en Nápoles, a pesar de los problemas y
las dificultades. Oremos al Señor para que haga crecer en la comunidad
cristiana una fe auténtica y una esperanza firme, capaz de contrastar
eficazmente el desaliento y la violencia.
340
Ciertamente, Nápoles necesita intervenciones políticas adecuadas, pero
antes aún necesita una profunda renovación espiritual; necesita creyentes
que pongan plenamente su confianza en Dios y que, con su ayuda, se
comprometan a difundir en la sociedad los valores del Evangelio. Para ello
pidamos la ayuda de María y de vuestros santos protectores, en particular
de san Jenaro. Amén.

SENTIDO DEL ESTUDIO EN ROMA


071025. Discurso. Inauguración del curso universidades pontificias
La cita anual, en la que se reúne idealmente aquí, en la basílica
vaticana, toda la familia académica de las universidades eclesiásticas
romanas, os permite, queridos amigos, percibir mejor la singular
experiencia de comunión y fraternidad que podéis hacer durante estos
años: una experiencia que, para ser fructuosa, necesita la aportación de
todos y cada uno.
Tratad de crear entre vosotros un clima donde el esfuerzo del estudio y
la cooperación fraterna os lleven a un enriquecimiento común, no sólo por
lo que atañe al aspecto cultural, científico y doctrinal, sino también al
aspecto humano y espiritual.
En efecto, el período de permanencia en Roma puede y debe servir
para prepararos a cumplir del mejor modo posible la tarea que os espera
en diversos campos de acción apostólica. La misión evangelizadora propia
de la Iglesia exige, en nuestro tiempo, no sólo que se propague por
doquier el mensaje evangélico, sino también que penetre a fondo en los
modos de pensar, en los criterios de juicio y en los comportamientos de la
gente.
En una palabra, es preciso que toda la cultura del hombre
contemporáneo sea penetrada por el Evangelio. Todas las enseñanzas que
os imparten en los ateneos y centros de estudio que frecuentáis quieren
contribuir a responder a este amplio y urgente desafío cultural y espiritual.
La posibilidad de estudiar en Roma, sede del Sucesor de Pedro y por
tanto del ministerio petrino, os ayuda a reforzar el sentido de pertenencia a
la Iglesia y el compromiso de fidelidad al magisterio universal del Papa.
Además, la presencia en las instituciones académicas y en los colegios y
seminarios de profesores y alumnos procedentes de todos los continentes,
os brinda una oportunidad ulterior de conoceros y de experimentar cuán
hermoso es formar parte de la única gran familia de Dios. Aprovechadla
plenamente.
Sin embargo, queridos hermanos y hermanas, es indispensable que el
estudio de las ciencias humanísticas y teológicas vaya siempre
acompañado de un conocimiento íntimo y profundo, cada vez mayor, de
Cristo. Eso implica que, juntamente con el interés necesario por el estudio
y la investigación, tengáis un deseo sincero de santidad. Por eso, estos
años de formación en Roma, además de ser tiempo de un serio y asiduo
compromiso intelectual, han de ser en primer lugar tiempo de intensa
341
oración, en constante sintonía con el Maestro divino que os ha elegido
para su servicio.
Invoquemos la intercesión de María, Madre dócil y sabia, a fin de que
os ayude a estar atentos en toda circunstancia para reconocer la voz del
Señor, que os protege y acompaña en vuestro itinerario de formación y en
todos los momentos de vuestra vida.

MARTIRIO, POSIBILIDAD REAL PARA EL PUEBLO CRISTIANO


071028. Angelus. Beatificación de 498 mártires de España
Esta mañana, aquí, en la plaza de San Pedro, han sido proclamados
beatos 498 mártires asesinados en España en la década de 1930 del siglo
pasado.
La inscripción simultánea en el catálogo de los beatos de un número
tan grande de mártires demuestra que el testimonio supremo de la sangre
no es una excepción reservada solamente a algunas personas, sino una
posibilidad real para todo el pueblo cristiano. En efecto, se trata de
hombres y mujeres diversos por edad, vocación y condición social, que
pagaron con la vida su fidelidad a Cristo y a su Iglesia. A ellos se aplican
bien las palabras de san Pablo que resuenan en la liturgia de este
domingo: "Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi
partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la
meta, he mantenido la fe" (2 Tm 4, 6-7). San Pablo, detenido en Roma, ve
aproximarse su muerte y hace un balance lleno de agradecimiento y de
esperanza. Está en paz con Dios y consigo mismo, y afronta serenamente
la muerte, con la certeza de haber gastado toda su vida, sin escatimar nada,
al servicio del Evangelio.
El mes de octubre, dedicado de modo particular al compromiso
misionero, se concluye así con el luminoso testimonio de los mártires de
España, que van a sumarse a los mártires Albertina Berkenbrock, Manuel
Gómez González y Adílio Daronch, y a Francisco Jägerstätter,
proclamados beatos durante los días pasados en Brasil y en Austria. Su
ejemplo testimonia que el bautismo compromete a los cristianos a
participar con valentía en la difusión del reino de Dios, cooperando a él, si
fuera necesario, incluso con el sacrificio de la vida.
Desde luego, no todos están llamados al martirio cruento. Pero hay un
"martirio" incruento, que no es menos significativo, como el de Celina
Chludzinska Borzecka, esposa, madre de familia, viuda y religiosa,
beatificada ayer en Roma: es el testimonio silencioso y heroico de tantos
cristianos que viven el Evangelio sin componendas, cumpliendo su deber
y dedicándose generosamente al servicio de los pobres.

Este martirio de la vida ordinaria es un testimonio muy importante en


las sociedades secularizadas de nuestro tiempo. Es la batalla pacífica del
amor que todo cristiano, como san Pablo, debe librar incansablemente; la
carrera para difundir el Evangelio que nos compromete hasta la muerte.
342
Que en nuestro testimonio diario nos ayude y nos proteja la Virgen María,
Reina de los mártires y Estrella de la evangelización.
Saludo con afecto a los fieles de lengua española (…), que habéis
tenido el gozo de participar en la beatificación de un numeroso grupo de
mártires del pasado siglo en vuestra nación… Damos gracias a Dios por el
gran don de estos testigos heroicos de la fe que, movidos exclusivamente
por su amor a Cristo, pagaron con su sangre su fidelidad a él y a su Iglesia.
Con su testimonio iluminan nuestro camino espiritual hacia la santidad, y
nos alientan a entregar nuestras vidas como ofrenda de amor a Dios y a los
hermanos. Al mismo tiempo, con sus palabras y gestos de perdón hacia
sus perseguidores, nos impulsan a trabajar incansablemente por la
misericordia, la reconciliación y la convivencia pacífica. Os invito de
corazón a fortalecer cada día más la comunión eclesial, a ser testigos fieles
del Evangelio en el mundo, sintiendo la dicha de ser miembros vivos de la
Iglesia, verdadera esposa de Cristo. Pidamos a los nuevos beatos, por
medio de la Virgen María, Reina de los mártires, que intercedan por la
Iglesia en España y en el mundo; que la fecundidad de su martirio
produzca abundantes frutos de vida cristiana en los fieles y en las familias;
que su sangre derramada sea semilla de santas y numerosas vocaciones
sacerdotales, religiosas y misioneras. ¡Que Dios os bendiga!

NO ANESTESIAR LAS CONCIENCIAS


071029. Discurso. Congreso de farmacéuticos católicos
"Las nuevas fronteras de la farmacia". El desarrollo actual del arsenal
de medicinas, y las posibilidades terapéuticas que de él se derivan, exigen
que los farmacéuticos reflexionen sobre las funciones cada vez más
amplias que están llamados a ejercer, en particular como intermediarios
entre el médico y el paciente.
Desempeñan un papel educativo con respecto a los pacientes con
vistas al uso correcto de los medicamentos y, sobre todo, para dar a
conocer las implicaciones éticas de la utilización de ciertos medicamentos.
En este campo no es posible anestesiar las conciencias, por ejemplo, sobre
los efectos de moléculas que tienen como finalidad evitar la implantación
de un embrión o abreviar la vida de una persona. El farmacéutico debe
invitar a cada uno a un impulso de humanidad, para que todo ser humano
sea protegido desde su concepción hasta su muerte natural, y para que los
medicamentos cumplan verdaderamente su función terapéutica.
Por otra parte, ninguna persona puede ser utilizada, de manera
desconsiderada, como un objeto, para realizar experimentos terapéuticos.
Estos deben realizarse según protocolos que respeten las normas éticas
fundamentales. Todo tratamiento o experimento debe tener como
perspectiva una posible mejoría de la persona, y no solamente la búsqueda
de avances científicos. No se puede buscar un bien para la humanidad en
detrimento del bien de los pacientes.
En el campo moral, vuestra federación está invitada a afrontar la
cuestión de la objeción de conciencia, que es un derecho que debe
343
reconocerse a vuestra profesión, permitiéndoos no colaborar, directa o
indirectamente, en la suministración de productos que tengan como
finalidad opciones claramente inmorales, como por ejemplo el aborto y la
eutanasia.
Conviene también que las diferentes estructuras farmacéuticas, desde
los laboratorios hasta los centros hospitalarios y las oficinas, así como
todos nuestros contemporáneos, se preocupen por ser solidarios en el
campo terapéutico, para permitir el acceso a la asistencia y a los
medicamentos de primera necesidad a todos los sectores de la población y
en todos los países, sobre todo a las personas más pobres.
Ojalá que, en calidad de farmacéuticos católicos, bajo la guía del
Espíritu Santo, toméis de la vida de fe y de la enseñanza de la Iglesia los
elementos que os guíen en vuestra actividad profesional con los enfermos,
que necesitan un apoyo humano y moral para vivir con esperanza y para
encontrar la fuerza interior que les ayude cada día.
A vosotros os corresponde también ayudar a los jóvenes que entran en
las diferentes profesiones farmacéuticas a reflexionar sobre las
implicaciones éticas cada vez más delicadas de sus actividades y de sus
decisiones. Con este fin es importante que se movilicen y se unan todos
los profesionales católicos del ámbito de la salud y las personas de buena
voluntad, para profundizar su formación no sólo en el campo técnico sino
también en lo que concierne a las cuestiones de bioética, y para proponer
dicha formación a todos los que ejercen esa profesión.
El ser humano, por ser imagen de Dios, debe ocupar siempre el centro
de las investigaciones y de las opciones en materia biomédica. Al mismo
tiempo, es fundamental el principio natural del deber de proporcionar
asistencia al enfermo. Las ciencias biomédicas están al servicio del
hombre; si no fuera así, tendrían un carácter frío e inhumano. Todo
conocimiento científico en el campo de la salud y toda actividad
terapéutica están al servicio del hombre enfermo, considerado en su ser
integral, que debe participar activamente en los cuidados que se le
suministran y debe ser respetado en su autonomía.

TODOS LOS SANTOS


071101. Angelus
En esta solemnidad de Todos los Santos, nuestro corazón, superando
los confines del tiempo y del espacio, se ensancha con las dimensiones del
cielo. En los inicios del cristianismo, a los miembros de la Iglesia también
se les solía llamar "los santos". Por ejemplo, san Pablo, en la primera carta
a los Corintios, se dirige "a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser
santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo,
Señor nuestro" (1 Co 1, 2).
En efecto, el cristiano ya es santo, pues el bautismo lo une a Jesús y a
su misterio pascual, pero al mismo tiempo debe llegar a serlo,
conformándose a él cada vez más íntimamente. A veces se piensa que la
santidad es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. En realidad,
344
llegar a ser santo es la tarea de todo cristiano, más aún, podríamos decir,
de todo hombre.
El apóstol san Pablo escribe que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha
elegido en Cristo "para ser santos e inmaculados en su presencia, en el
amor" (Ef 1, 4). Por tanto, todos los seres humanos están llamados a la
santidad que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en
la "semejanza" a él según la cual han sido creados.
Todos los seres humanos son hijos de Dios, y todos deben llegar a ser
lo que son, a través del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos
a formar parte de su pueblo santo. El "camino" es Cristo, el Hijo, el Santo
de Dios: nadie puede llegar al Padre sino por él (cf. Jn 14, 6).
La Iglesia ha establecido sabiamente que a la fiesta de Todos los Santos suceda
inmediatamente la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. A nuestra
oración de alabanza a Dios y de veneración a los espíritus
bienaventurados, que nos presenta hoy la liturgia como "una
muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones,
razas, pueblos y lenguas" (Ap 7, 9), se une la oración de sufragio por
quienes nos han precedido en el paso de este mundo a la vida eterna.
Mañana les dedicaremos a ellos de manera especial nuestra oración y por
ellos celebraremos el sacrificio eucarístico. En verdad, cada día la Iglesia
nos invita a rezar por ellos, ofreciendo también los sufrimientos y los
esfuerzos diarios para que, completamente purificados, sean admitidos a
gozar para siempre de la luz y la paz del Señor.
En el centro de la asamblea de los santos resplandece la Virgen
María, "la más humilde y excelsa de las criaturas" (Dante, Paraíso,
XXXIII, 2). Al darle la mano, nos sentimos animados a caminar con
mayor impulso por el camino de la santidad. A ella le encomendamos hoy
nuestro compromiso diario y le pedimos también por nuestros queridos
difuntos, con la profunda esperanza de volvernos a encontrar un día todos
juntos en la comunión gloriosa de los santos.

ZAQUEO Y SAN CARLOS BORROMEO


071104. Angelus
Hoy la liturgia presenta a nuestra meditación el conocido episodio
evangélico del encuentro de Jesús con Zaqueo en la ciudad de Jericó.
¿Quién era Zaqueo? Un hombre rico, que ejercía el oficio de "publicano",
es decir, de recaudador de impuestos por cuenta de la autoridad romana, y
precisamente por eso era considerado un pecador público. Al saber que
Jesús pasaría por Jericó, aquel hombre sintió un gran deseo de verlo, pero,
como era bajo de estatura, se subió a un árbol. Jesús se detuvo
precisamente bajo ese árbol y se dirigió a él llamándolo por su nombre:
"Zaqueo, baja en seguida, porque hoy debo alojarme en tu casa" (Lc 19,
5). ¡Qué mensaje en esta sencilla frase!
"Zaqueo": Jesús llama por su nombre a un hombre despreciado por
todos. "Hoy": sí, precisamente ahora ha llegado para él el momento de la
salvación. "Tengo que alojarme": ¿por qué "debo"? Porque el Padre, rico
345
en misericordia, quiere que Jesús vaya a "buscar y a salvar lo que estaba
perdido" (Lc 19, 10). La gracia de aquel encuentro imprevisible fue tal que
cambió completamente la vida de Zaqueo: "Mira —le dijo a Jesús—, la
mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si de alguno me he
aprovechado, le restituiré cuatro veces más" (Lc 19, 8). Una vez más el
Evangelio nos dice que el amor, partiendo del corazón de Dios y actuando
a través del corazón del hombre, es la fuerza que renueva el mundo.
Esta verdad resplandece de modo singular en el testimonio del santo
cuya memoria se celebra hoy: san Carlos Borromeo, arzobispo de Milán.
Su figura destaca en el siglo XVI como modelo de pastor ejemplar por su
caridad, por su doctrina, por su celo apostólico y, sobre todo, por su
oración: "Las almas —decía— se conquistan de rodillas". Consagrado
obispo con tan sólo 25 años, puso en práctica las indicaciones del concilio
de Trento, que imponía a los pastores residir en sus respectivas diócesis, y
se dedicó totalmente a la Iglesia ambrosiana: la visitó en su totalidad tres
veces; convocó seis sínodos provinciales y once diocesanos; fundó
seminarios para formar una nueva generación de sacerdotes; construyó
hospitales y destinó las riquezas de su familia al servicio de los pobres;
defendió los derechos de la Iglesia contra los poderosos; renovó la vida
religiosa e instituyó una nueva congregación de sacerdotes seculares: los
Oblatos. En 1576, cuando en Milán se propagó la peste, visitó, confortó y
gastó todos sus bienes por los enfermos. Su lema consistía en una sola
palabra: "Humilitas". La humildad lo impulsó, como al Señor Jesús, a
renunciar a sí mismo para convertirse en servidor de todos.

LOS QUE TÚ ME HAS DADO


071105. Homilía. Por los cardenales fallecidos en el año
La oración de sufragio de la Iglesia se "apoya", por decirlo así, en la
oración de Jesús mismo, que acabamos de escuchar en el pasaje
evangélico: "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté
estén también conmigo" (Jn 17, 24). Jesús se refiere a sus discípulos, en
particular a los Apóstoles, que están junto a él durante la última Cena.
Pero la oración del Señor se extiende a todos los discípulos de todos los
tiempos.
En efecto, poco antes había dicho: "No ruego sólo por estos, sino
también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí" (Jn 17,
20). Y si allí pedía que fueran "uno... para que el mundo crea" (v. 21), aquí
podemos entender igualmente que pide al Padre tener consigo, en la
morada de su gloria eterna, a todos los discípulos muertos con el signo de
la fe.
"Los que tú me has dado": esta es una hermosa definición del cristiano
como tal, pero obviamente se puede aplicar de modo particular a los que
Dios Padre ha elegido entre los fieles para destinarlos a seguir más de
cerca a su Hijo. A la luz de estas palabras del Señor, nuestro pensamiento
va en este momento, de modo particular, a los venerados hermanos por los
que ofrecemos esta Eucaristía. Son hombres que el Padre "dio" a Cristo.
346
Los separó del mundo, del "mundo" que "no lo conoció a él" (Jn 17, 25), y
los llamó a ser amigos de Jesús. Esta fue la gracia más valiosa de toda su
vida.
Ciertamente, fueron hombres con características diversas, tanto por sus
vicisitudes personales como por el ministerio que desempeñaron, pero
todos tuvieron en común lo más grande: la amistad con el Señor Jesús. La
recibieron por gracia en la tierra, como sacerdotes, y ahora, más allá de la
muerte, comparten en los cielos esta "herencia incorruptible, inmaculada e
inmarcesible" (1 P 1, 4). Durante su vida temporal, Jesús les dio a conocer
el nombre de Dios, admitiéndolos a participar en el amor de la santísima
Trinidad. El amor del Padre por el Hijo entró en ellos, y así la Persona
misma del Hijo, en virtud del Espíritu Santo, habitó en cada uno de ellos
(cf. Jn 17, 26): una experiencia de comunión divina que por naturaleza
tiende a ocupar toda la existencia, para transfigurarla y prepararla a la
gloria de la vida eterna.
En la oración por los difuntos, es consolador y saludable meditar en la
confianza de Jesús con su Padre y así dejarse envolver por la luz serena de
este abandono total del Hijo a la voluntad de su "Abbá". Jesús sabe que el
Padre está siempre con él (cf. Jn 8, 29); que ambos son uno (cf. Jn 10, 30).
Sabe que su propia muerte debe ser un "bautismo", es decir, una
"inmersión" en el amor de Dios (cf. Lc 12, 50) y sale a su encuentro
seguro de que el Padre realizará en él la antigua profecía que hemos
escuchado hoy en la primera lectura bíblica: "Dentro de dos días nos dará
la vida, al tercer día nos hará resurgir y en su presencia viviremos" (Os 6,
2). Este oráculo del profeta Oseas se refiere al pueblo de Israel y expresa
la confianza en la ayuda del Señor: una confianza que a veces el pueblo,
por desgracia, desmintió por inconstancia y superficialidad, llegando
incluso a abusar de la benevolencia divina.
En cambio, en la Persona de Jesús, el amor a Dios Padre se hace
plenamente sincero, auténtico y fiel. Él asume en sí la realidad del antiguo
Israel y la lleva a su pleno cumplimiento. El "nosotros" del pueblo se
concentra en el "yo" de Jesús, especialmente en sus repetidos anuncios de
la pasión, muerte y resurrección, cuando revela abiertamente a los
discípulos lo que le espera en Jerusalén: deberá ser rechazado por los
jefes, arrestado, condenado a muerte y crucificado, y al tercer día
resucitar (cf. Mt 16, 21).
Esta singular confianza de Cristo pasó a nosotros mediante el don del
Espíritu Santo a la Iglesia, del que hemos participado con el sacramento
del bautismo. El "yo" de Jesús se convierte en un nuevo "nosotros", el
"nosotros" de su Iglesia, cuando se comunica a los que son incorporados a
él en el bautismo. Y esa identificación se refuerza en los que, por una
especial llamada del Señor, han sido configurados a él en el Orden
sagrado.
El salmo responsorial ha puesto en nuestros labios el anhelo
apremiante de un levita que, lejos de Jerusalén y del templo, desea volver
a él para estar de nuevo en la presencia del Señor (cf. Sal 41, 1-3). "Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de
347
Dios?" (Sal 41, 3). Esta sed contiene una verdad que no traiciona, una
esperanza que no defrauda. Es una sed que, incluso en medio de la noche
más oscura, ilumina el camino hacia el manantial de la vida, como cantó
con frases admirables san Juan de la Cruz.
El salmista manifiesta las lamentaciones del alma, pero en el centro y
al final de su admirable himno pone un estribillo lleno de confianza:
"¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios,
que volverás a alabarlo: "Salud de mi rostro, Dios mío"" (Sal 41, 6). A la
luz de Cristo y de su misterio pascual, estas palabras revelan toda su
maravillosa verdad: ni siquiera la muerte puede hacer vana la esperanza
del creyente, porque Cristo ha penetrado por nosotros en el santuario del
cielo, y al cielo quiere llevarnos después de habernos preparado un lugar
(cf. Jn 14, 1-3).
Con esta fe y esta esperanza, nuestros queridos hermanos difuntos
rezaron innumerables veces ese salmo. Como sacerdotes experimentaron
toda su resonancia existencial, tomando también sobre sí las acusaciones y
las burlas de quienes dicen a los creyentes durante la prueba: "¿Dónde
está tu Dios?". Ahora, al final de su destierro terreno, han llegado a la
patria. Siguiendo el camino que les abrió su Señor resucitado, no
penetraron en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el cielo
mismo (cf. Hb 9, 24).
En nuestra oración pedimos que allí, juntamente con la santísima
Virgen María y con todos los santos, puedan contemplar finalmente el
rostro de Dios y cantar por toda la eternidad sus alabanzas. Amén.

UNIVERSITARIOS: CREER EN EL ESTUDIO


071109. Discurso. A la FUCI
¿Cómo no reconocer que la FUCI ha contribuido a la formación de
generaciones enteras de cristianos ejemplares, que han sabido traducir en
su vida y con su vida el Evangelio, comprometiéndose en el ámbito
cultural, civil, social y eclesial? En primer lugar, pienso en los beatos
Piergiorgio Frassati y Alberto Marvelli, vuestros coetáneos; recuerdo a
personalidades ilustres, como Aldo Moro y Vittorio Bachelet, ambos
asesinados bárbaramente. No puedo olvidar tampoco a mi venerado
predecesor Pablo VI, que fue atento y valiente consiliario central de la
FUCI durante los difíciles años del fascismo, y a monseñor Emilio Guano
y a monseñor Franco Costa.
Además, los últimos diez años se han caracterizado por el decisivo
empeño de la FUCI por redescubrir su dimensión universitaria.
Precisamente en este ámbito la FUCI puede expresar plenamente
también hoy su carisma antiguo y siempre actual, es decir, el testimonio
convencido de la "posible amistad" entre inteligencia y fe, que implica el
esfuerzo incesante por conjugar la maduración en la fe con el crecimiento
en el estudio y en la adquisición del saber científico. En este contexto,
cobra un valor significativo la expresión tan arraigada entre vosotros:
"Creer en el estudio". En efecto, ¿por qué considerar que quien tiene fe
348
debe renunciar a la búsqueda libre de la verdad, y que quien busca
libremente la verdad debe renunciar a la fe?
En cambio, precisamente durante los estudios universitarios y gracias a
ellos, es posible realizar una auténtica maduración humana, científica y
espiritual. "Creer en el estudio" quiere decir reconocer que el estudio y la
investigación —especialmente durante los años de universidad— poseen
una fuerza intrínseca de ampliación de los horizontes de la inteligencia
humana, con tal de que el estudio académico conserve un perfil exigente,
riguroso, serio, metódico y progresivo.
Más aún, en estas condiciones representa una ventaja para la
formación global de la persona humana, como solía decir el beato
Giuseppe Tovini, observando que con el estudio los jóvenes jamás habrían
sido pobres, mientras que sin el estudio jamás habrían sido ricos.
El estudio constituye, al mismo tiempo, una oportunidad providencial
para avanzar en el camino de la fe, porque la inteligencia bien cultivada
abre el corazón del hombre a la escucha de la voz de Dios, mostrando la
importancia del discernimiento y de la humildad. Precisamente al valor de
la humildad me referí en la reciente Ágora de Loreto, cuando exhorté a los
jóvenes italianos a no seguir el camino del orgullo, sino el de un sentido
realista de la vida abierto a la dimensión trascendente.
Hoy, como en el pasado, quien quiera ser discípulo de Cristo está
llamado a ir contracorriente, a no dejarse atraer por reclamos interesados y
persuasivos que provienen de diversos púlpitos, desde donde se
promueven comportamientos marcados por la arrogancia y la violencia, la
prepotencia y la conquista del éxito a toda costa. En la sociedad actual se
registra una carrera, a veces desenfrenada, al aparecer y al tener, por
desgracia en detrimento del ser; y la Iglesia, maestra de humanidad, no se
cansa de exhortar especialmente a las nuevas generaciones, a las que
vosotros pertenecéis, a permanecer vigilantes y a no temer elegir caminos
"alternativos", que sólo Cristo sabe indicar.
Sí, queridos amigos, Jesús llama a todos sus amigos a fundamentar su
existencia en un estilo de vida sobrio y solidario, a entablar relaciones
afectivas sinceras y desinteresadas con los demás. A vosotros, queridos
jóvenes estudiantes, os pide que os comprometáis honradamente en el
estudio, cultivando un sentido maduro de responsabilidad y un interés
compartido por el bien común.
Por tanto, los años de universidad han de ser un gimnasio de
convencido y valiente testimonio evangélico. Y para realizar esta misión,
tratad de cultivar una amistad íntima con el divino Maestro, imitando a
María, Sede de la Sabiduría.

LA ECLESIOLOGÍA DE COMUNIÓN ES EL CAMINO


071110. Discurso. A los obispos de Portugal. Visita ad limina
Siento gran alegría al recibiros hoy en la Casa de Pedro, por la fuerza
de Dios sólido pilar del puente que estáis llamados a ser y a crear entre la
humanidad y su destino supremo, la santísima Trinidad. Ocho años
349
después de vuestra última visita ad limina, encontráis cambiado el rostro
de Pedro, pero no su corazón ni sus brazos, que os acogen y confirman
con la fuerza de Dios que nos sostiene y nos hace hermanos en Cristo
Señor: "A vosotros gracia y paz abundantes" (1 P 1, 2).
Amados obispos de Portugal, cruzasteis la Puerta santa del jubileo del
año 2000 a la cabeza de la peregrinación de vuestros diocesanos,
invitándolos a entrar y a permanecer en Cristo como en la casa de sus
deseos más profundos y auténticos, o sea, la casa de Dios, y a medir hasta
qué punto ya se habían hecho realidad tales deseos, esto es, hasta qué
punto la vida y el ser de cada uno encarna al Verbo de Dios, a semejanza
de san Pablo, que decía: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en
mí" (Ga 2, 20).
Signo concreto de esta encarnación es comunicar a los demás la vida
de Cristo que irrumpe en mí. Porque "no puedo tener a Cristo sólo para
mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o
lo serán. (...) Nos hacemos "un solo cuerpo", aunados en una única
existencia" (Deus caritas est, 14). Este "cuerpo" de Cristo que abarca a la
humanidad de todos los tiempos y lugares es la Iglesia. San Ambrosio vio
su prefiguración en la "tierra santa" indicada por Dios a Moisés: "Quita
las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra santa" (Ex
3, 5); y allí, más tarde, se le ordenó: "Y tú quédate aquí junto a mí" (Dt 5,
31), orden que el santo obispo de Milán actualiza para los fieles en estos
términos: "Tú permaneces conmigo (con Dios), si permaneces en la
Iglesia. (...) Permanece, pues, en la Iglesia; permanece donde me he
aparecido a ti; ahí estoy yo contigo. Donde está la Iglesia, ahí encontrarás
el punto de apoyo más firme para tu mente; donde me he aparecido a ti, en
la zarza ardiente, ahí está el fundamento de tu alma. De hecho, me he
aparecido en la Iglesia, como en otro tiempo en la zarza ardiente. Tú eres
la zarza, yo el fuego; fuego en la zarza, soy yo en tu carne. Por eso, yo soy
fuego: para iluminarte, para destruir tus espinas, tus pecados, y para
manifestarte mi benevolencia (Epistulae extra collectionem: Ep. 14, 41-
42). Estas palabras traducen bien la vivencia y la exhortación hecha por
Dios a los peregrinos del gran jubileo.
Durante esta larga peregrinación, la confesión más frecuente en los
labios de los cristianos ha sido la falta de participación en la vida
comunitaria, proponiéndose encontrar nuevas formas de integración en la
comunidad. La palabra de orden era, y es, construir caminos de comunión.
Es preciso cambiar el estilo de organización de la comunidad eclesial
portuguesa y la mentalidad de sus miembros, para tener una Iglesia en
armonía con el concilio Vaticano II, en la que esté bien definida la función
del clero y del laicado, teniendo en cuenta que, desde que hemos sido
bautizados e integrados en la familia de los hijos de Dios, todos somos
uno y todos somos corresponsables del crecimiento de la Iglesia.
Esta eclesiología de comunión en el camino abierto por el Concilio,
por la que la Iglesia portuguesa se siente particularmente interpelada en
continuidad con el gran jubileo, es, mis amados hermanos, el camino
cierto que hay que seguir, sin perder de vista posibles escollos, como el
350
horizontalismo en su fuente, la democratización en la atribución de los
ministerios sacramentales, la equiparación entre el Orden conferido y los
servicios emergentes, la discusión sobre cuál de los miembros de la
comunidad es el primero (inútil discutir, porque el Señor Jesús ya decidió
que es el último). Con esto no quiero decir que no se debe discutir acerca
del recto ordenamiento en la Iglesia y sobre la atribución de las
responsabilidades; siempre habrá desequilibrios, que exigen corrección.
Pero esas cuestiones no pueden distraernos de la verdadera misión de la
Iglesia: esta no debe hablar primariamente de sí misma, sino de Dios.
Los elementos esenciales del concepto cristiano de "comunión" se
encuentran en el texto de la primera carta de san Juan: "Lo que hemos
visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y
con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1, 3). Sobresale aquí el punto de partida de la
comunión: está en la unión de Dios con el hombre, que es Cristo en
persona; el encuentro con Cristo crea la comunión con él y, en él, con el
Padre en el Espíritu Santo.
Como escribí en mi primera encíclica, así vemos que "no se comienza
a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro
con un acontecimiento, con una Persona (Jesucristo), que da un nuevo
horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus caritas est,
1); la evangelización de la persona y de las comunidades humanas
depende totalmente de si existe, o no, este encuentro con Jesucristo.
Sabemos que el primer encuentro puede tener muchas formas, como lo
demuestran innumerables vidas de santos (su presentación forma parte de
la evangelización, que debe ir acompañada por modelos de pensamiento y
de conducta); pero la iniciación cristiana de la persona pasa, normalmente,
a través de la Iglesia: la actual economía divina de la salvación requiere la
Iglesia. Teniendo en cuenta el número cada vez mayor de cristianos no
practicantes en vuestras diócesis, tal vez valga la pena verificar "la
eficacia de los actuales procesos de iniciación, para ayudar cada vez más
al cristiano a madurar con la acción educadora de nuestras comunidades y
a asumir en su vida una impronta auténticamente eucarística, que le haga
capaz de dar razón de su propia esperanza de modo adecuado en nuestra
época" (Sacramentum caritatis, 18).

EL CUIDADO PASTORAL DE LOS ENFERMOS ANCIANOS


071117. Discurso. Conferencia internacional sobre pastoral salud
El cuidado pastoral de los enfermos ancianos. Se trata de un aspecto
hoy central de la pastoral de la salud que, debido al aumento de la edad
media, afecta a una población cada vez más numerosa, que tiene muchas
necesidades pero, al mismo tiempo, cuenta con indudables recursos
humanos y espirituales.
Aunque es verdad que la vida humana en cada una de sus fases es
digna del máximo respeto, en ciertos aspectos lo es más aún cuando está
marcada por la ancianidad y la enfermedad. La ancianidad constituye la
351
última etapa de nuestra peregrinación terrena, que tiene distintas fases,
cada una con sus luces y sombras. Podríamos preguntarnos: ¿tiene aún
sentido la existencia de un ser humano que se encuentra en condiciones
muy precarias, por ser anciano y estar enfermo? ¿Por qué seguir
defendiendo la vida cuando el desafío de la enfermedad se vuelve
dramático, sin aceptar más bien la eutanasia como una liberación? ¿Es
posible vivir la enfermedad como una experiencia humana que se ha de
asumir con paciencia y valentía?
Con estas preguntas debe confrontarse quien está llamado a acompañar
a los ancianos enfermos, especialmente cuando parece que no tienen
ninguna posibilidad de curación. La actual mentalidad eficientista a
menudo tiende a marginar a estos hermanos y hermanas nuestros que
sufren, como si sólo fueran una "carga" y un "problema" para la sociedad.
Al contrario, quien tiene el sentido de la dignidad humana sabe que se les
ha de respetar y sostener mientras afrontan serias dificultades relacionadas
con su estado. Más aún, es justo que se recurra también, cuando sea
necesario, a la utilización de cuidados paliativos que, aunque no pueden
curar, permiten aliviar los dolores que derivan de la enfermedad.
Sin embargo, junto a los cuidados clínicos indispensables, es preciso
mostrar siempre una capacidad concreta de amar, porque los enfermos
necesitan comprensión, consuelo, aliento y acompañamiento constante. En
particular, hay que ayudar a los ancianos a recorrer de modo consciente y
humano el último tramo de la existencia terrena, para prepararse
serenamente a la muerte, que —como sabemos los cristianos— es
tránsito hacia el abrazo del Padre celestial, lleno de ternura y de
misericordia.
Quisiera añadir que esta necesaria solicitud pastoral hacia los ancianos
enfermos no puede menos de implicar a las familias. En general, conviene
hacer todo lo posible para que las familias mismas los acojan y se hagan
cargo de ellos con afecto y gratitud, de modo que los ancianos enfermos
puedan pasar el último período de su vida en su casa y prepararse para la
muerte en un clima de calor familiar.
Aunque fuera necesario internarlos en centros sanitarios, es importante
que no se pierda el vínculo del paciente con sus seres queridos y con su
propio ambiente. Conviene que en los momentos más difíciles el enfermo,
sostenido por el cuidado pastoral, se sienta animado a encontrar la fuerza
de afrontar su dura prueba en la oración y en el consuelo de los
sacramentos. Que se sienta rodeado por sus hermanos en la fe, dispuestos
a escucharlo y compartir sus sentimientos. En verdad, este es el verdadero
objetivo del cuidado "pastoral" de las personas ancianas, especialmente
cuando están enfermas, y más aún si están gravemente enfermas.
En diversas ocasiones mi venerado predecesor Juan Pablo II, que
especialmente durante su enfermedad dio un testimonio ejemplar de fe y
de valentía, exhortó a los científicos y a los médicos a comprometerse en
la investigación para prevenir y curar las enfermedades vinculadas al
envejecimiento, sin caer jamás en la tentación de recurrir a prácticas de
352
abreviación de la vida anciana y enferma, prácticas que de hecho serían
formas de eutanasia.
Los científicos, los investigadores, los médicos y los enfermeros, así
como los políticos, los administradores y los agentes pastorales no
deberían olvidar nunca que "la tentación de la eutanasia (...) es uno de los
síntomas más alarmantes de la cultura de la muerte, que avanza sobre todo
en las sociedades del bienestar" (Evangelium vitae, 64). La vida del
hombre es don de Dios, que todos están llamados a custodiar siempre.
Este deber también corresponde a los agentes sanitarios, que tienen la
misión específica de ser "ministros de la vida" en todas sus fases,
particularmente en las marcadas por la fragilidad propia de la enfermedad.
Hace falta un compromiso general para que se respete la vida humana no
sólo en los hospitales católicos, sino también en todos los centros
sanitarios.
Para los cristianos es la fe en Cristo la que ilumina la enfermedad y la
condición de la persona anciana, al igual que cualquier otro
acontecimiento y fase de la existencia. Jesús, al morir en la cruz, dio al
sufrimiento humano un valor y un significado trascendentes. Ante el
sufrimiento y la enfermedad los creyentes están invitados a no perder la
serenidad, porque nada, ni siquiera la muerte, puede separarnos del amor
de Cristo. En él y con él es posible afrontar y superar cualquier prueba
física y espiritual y, precisamente en el momento de mayor debilidad,
experimentar los frutos de la Redención. El Señor resucitado se
manifiesta, en quienes creen en él, como el viviente que transforma la
existencia, dando sentido salvífico también a la enfermedad y a la muerte.

LA VERDADERA GRANDEZA CRISTIANA ES SERVIR


071124. Homilía. Consistorio para nuevos cardenales
Hemos escuchado hace poco la palabra de Dios que nos ayuda a
comprender mejor el momento solemne que estamos viviendo. En el
pasaje evangélico, Jesús nos acaba de recordar por tercera vez el destino
que le espera en Jerusalén, pero la ambición de los discípulos prevalece
sobre el miedo que se había apoderado de ellos durante unos instantes.
Después de la confesión de Pedro en Cesarea y de la discusión a lo
largo del camino sobre quién de ellos era el mayor, la ambición impulsa a
los hijos de Zebedeo a reivindicar para sí los mejores puestos en el reino
mesiánico, al final de los tiempos. En la carrera hacia los privilegios, los
dos saben bien lo que quieren, al igual que los otros diez, a pesar de su
"virtuosa" indignación. Pero, en realidad, no saben lo que piden. Es Jesús
quien se lo hace comprender, hablando en términos muy diversos del
"ministerio" que les espera. Corrige la burda concepción que tienen del
mérito, según la cual el hombre puede adquirir derechos con respecto a
Dios.
El evangelista san Marcos nos recuerda, queridos y venerados
hermanos, que todo verdadero discípulo de Cristo sólo puede aspirar a una
cosa: a compartir su pasión, sin reivindicar recompensa alguna. El
353
cristiano está llamado a asumir la condición de "siervo" siguiendo las
huellas de Jesús, es decir, gastando su vida por los demás de modo
gratuito y desinteresado. Lo que debe caracterizar todos nuestros gestos y
nuestras palabras no es la búsqueda del poder y del éxito, sino la humilde
entrega de sí mismo por el bien de la Iglesia.
En efecto, la verdadera grandeza cristiana no consiste en dominar, sino
en servir. Jesús nos repite hoy a cada uno que él "no ha venido para ser
servido sino para servir y dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,
45). Este es el ideal que debe orientar vuestro servicio. Queridos
hermanos, al entrar a formar parte del Colegio de los cardenales, el Señor
os pide y os encomienda el servicio del amor: amor a Dios, amor a su
Iglesia, amor a los hermanos con una entrega máxima e incondicional,
usque ad sanguinis effusionem, como reza la fórmula de la imposición de
la birreta y como lo muestra el color púrpura del vestido que lleváis.
Sed apóstoles de Dios, que es Amor, y testigos de la esperanza
evangélica: esto es lo que espera de vosotros el pueblo cristiano. Esta
ceremonia subraya la gran responsabilidad que tenéis cada uno de
vosotros, venerados y queridos hermanos, y que encuentra confirmación
en las palabras del apóstol san Pedro que acabamos de escuchar: "Dad
culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar
respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15).
Esa responsabilidad no libra de los peligros, pero, como recuerda también
san Pedro, "más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de
Dios, que por obrar el mal" (1 P 3, 17). Cristo os pide que confeséis ante
los hombres su verdad, que abracéis y compartáis su causa, y que realicéis
todo esto "con dulzura y respeto, con buena conciencia" (1 P 3, 15-16), es
decir, con la humildad interior que es fruto de la cooperación con la gracia
de Dios.

JESUCRISTO CRUCIFICADO, REVELACIÓN DE DIOS


071125. Homilía. Cristo Rey. Nuevos cardenales
La solemnidad litúrgica de Cristo Rey da a nuestra celebración una
perspectiva muy significativa, delineada e iluminada por las lecturas
bíblicas. Nos encontramos como ante un imponente fresco con tres
grandes escenas: en el centro, la crucifixión, según el relato del
evangelista san Lucas; a un lado, la unción real de David por parte de los
ancianos de Israel; al otro, el himno cristológico con el que san Pablo
introduce la carta a los Colosenses. En el conjunto destaca la figura de
Cristo, el único Señor, ante el cual todos somos hermanos. Toda la
jerarquía de la Iglesia, todo carisma y todo ministerio, todo y todos
estamos al servicio de su señorío.
Debemos partir del acontecimiento central: la cruz. En ella Cristo
manifiesta su realeza singular. En el Calvario se confrontan dos actitudes
opuestas. Algunos personajes que están al pie de la cruz, y también uno de
los dos ladrones, se dirigen con desprecio al Crucificado: "Si eres tú el
Cristo, el Rey Mesías —dicen—, sálvate a ti mismo, bajando del
354
patíbulo". Jesús, en cambio, revela su gloria permaneciendo allí, en la
cruz, como Cordero inmolado.
Con él se solidariza inesperadamente el otro ladrón, que confiesa
implícitamente la realeza del justo inocente e implora: "Acuérdate de mí
cuando llegues a tu reino" (Lc 23, 42). San Cirilo de Alejandría comenta:
"Lo ves crucificado y lo llamas rey. Crees que el que soporta la burla y el
sufrimiento llegará a la gloria divina" (Comentario a san Lucas, homilía
153). Según el evangelista san Juan, la gloria divina ya está presente,
aunque escondida por la desfiguración de la cruz. Pero también en el
lenguaje de san Lucas el futuro se anticipa al presente cuando Jesús
promete al buen ladrón: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43).
San Ambrosio observa: "Este rogaba que el Señor se acordara de él
cuando llegara a su reino, pero el Señor le respondió: "En verdad, en
verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso". La vida es estar con
Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino" (Exposición sobre el
evangelio según san Lucas 10, 121). Así, la acusación: "Este es el rey de
los judíos", escrita en un letrero clavado sobre la cabeza de Jesús, se
convierte en la proclamación de la verdad. San Ambrosio afirma también:
"Justamente la inscripción está sobre la cruz, porque el Señor Jesús,
aunque estuviera en la cruz, resplandecía desde lo alto de la cruz con una
majestad real" (ib., 10, 113).
La escena de la crucifixión en los cuatro evangelios constituye el
momento de la verdad, en el que se rasga el "velo del templo" y aparece el
Santo de los santos. En Jesús crucificado se realiza la máxima revelación
posible de Dios en este mundo, porque Dios es amor, y la muerte de Jesús
en la cruz es el acto de amor más grande de toda la historia.
Pues bien, en el anillo cardenalicio que dentro de poco entregaré a los
nuevos miembros del sagrado Colegio está representada precisamente la
crucifixión. Queridos hermanos neo-cardenales, para vosotros será
siempre una invitación a recordar de qué Rey sois servidores, a qué trono
fue elevado y cómo fue fiel hasta el final para vencer el pecado y la
muerte con la fuerza de la misericordia divina. La madre Iglesia, esposa
de Cristo, os da esta insignia como recuerdo de su Esposo, que la amó y se
entregó a sí mismo por ella (cf. Ef 5, 25). Así, al llevar el anillo
cardenalicio, recordáis constantemente que debéis dar la vida por la
Iglesia.
Si dirigimos ahora la mirada a la escena de la unción real de David,
presentada por la primera lectura, nos impresiona un aspecto importante
de la realeza, es decir, su dimensión "corporativa". Los ancianos de Israel
van a Hebrón y sellan una alianza con David, declarando que se
consideran unidos a él y quieren ser uno con él. Si referimos esta figura a
Cristo, me parece que vosotros, queridos hermanos cardenales, podéis
muy bien hacer vuestra esta profesión de alianza. También vosotros, que
formáis el "senado" de la Iglesia, podéis decir a Jesús: "Nos consideramos
como tus huesos y tu carne" (2 S 5, 1). Pertenecemos a ti, y contigo
queremos ser uno. Tú eres el pastor del pueblo de Dios; tú eres el jefe
de la Iglesia (cf. 2 S 5, 2). En esta solemne celebración eucarística
355
queremos renovar nuestro pacto contigo, nuestra amistad, porque sólo en
esta relación íntima y profunda contigo, Jesús, nuestro Rey y Señor,
asumen sentido y valor la dignidad que nos ha sido conferida y la
responsabilidad que implica.
Ahora nos queda por admirar la tercera parte del "tríptico" que la
palabra de Dios pone ante nosotros: el himno cristológico de la carta a
los Colosenses. Ante todo, hagamos nuestro el sentimiento de alegría y de
gratitud del que brota, porque el reino de Cristo, la "herencia del pueblo
santo en la luz", no es algo que sólo se vislumbre a lo lejos, sino que es
una realidad de la que hemos sido llamados a formar parte, a la que
hemos sido "trasladados", gracias a la obra redentora del Hijo de Dios (cf.
Col 1, 12-14).
Esta acción de gracias impulsa el alma de san Pablo a la
contemplación de Cristo y de su misterio en sus dos dimensiones
principales: la creación de todas las cosas y su reconciliación. En el
primer aspecto, el señorío de Cristo consiste en que "todo fue creado por
él y para él (...) y todo se mantiene en él" (Col 1, 16). La segunda
dimensión se centra en el misterio pascual: mediante la muerte en la cruz
del Hijo, Dios ha reconciliado consigo a todas las criaturas y ha pacificado
el cielo y la tierra; al resucitarlo de entre los muertos, lo ha hecho primicia
de la nueva creación, "plenitud" de toda realidad y "cabeza del Cuerpo"
místico que es la Iglesia (cf. Col 1, 18-20). Estamos nuevamente ante la
cruz, acontecimiento central del misterio de Cristo. En la visión paulina, la
cruz se enmarca en el conjunto de la economía de la salvación, donde la
realeza de Jesús se manifiesta en toda su amplitud cósmica.
Este texto del Apóstol expresa una síntesis de verdad y de fe tan fuerte
que no podemos menos de admirarnos profundamente. La Iglesia es
depositaria del misterio de Cristo: lo es con toda humildad y sin sombra
de orgullo o arrogancia, porque se trata del máximo don que ha recibido
sin mérito alguno y que está llamada a ofrecer gratuitamente a la
humanidad de todas las épocas, como horizonte de significado y de
salvación. No es una filosofía, no es una gnosis, aunque incluya también
la sabiduría y el conocimiento. Es el misterio de Cristo; es Cristo mismo,
Logos encarnado, muerto y resucitado, constituido Rey del universo.
¿Cómo no experimentar un intenso entusiasmo, lleno de gratitud, por
haber sido admitidos a contemplar el esplendor de esta revelación? ¿Cómo
no sentir al mismo tiempo la alegría y la responsabilidad de servir a este
Rey, de testimoniar con la vida y con la palabra su señorío?
Venerados hermanos cardenales, esta es, de modo particular, nuestra
misión: anunciar al mundo la verdad de Cristo, esperanza para todo
hombre y para toda la familia humana. En la misma línea del concilio
ecuménico Vaticano II, mis venerados predecesores los siervos de Dios
Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II fueron auténticos heraldos de la
realeza de Cristo en el mundo contemporáneo. Y es para mí motivo de
consuelo poder contar siempre con vosotros, sea colegialmente, sea de
modo individual, para cumplir también yo esta misión fundamental del
ministerio petrino.
356
Hay un aspecto, unido estrechamente a esta misión, que quiero tratar
al final y encomendar a vuestra oración: la paz entre todos los
discípulos de Cristo, como signo de la paz que Jesús vino a establecer en
el mundo. Hemos escuchado en el himno cristológico la gran noticia:
Dios quiso "pacificar" el universo mediante la cruz de Cristo (cf. Col 1,
20). Pues bien, la Iglesia es la porción de humanidad en la que ya se
manifiesta la realeza de Cristo, que tiene como expresión privilegiada la
paz. Es la nueva Jerusalén, aún imperfecta porque peregrina en la historia,
pero capaz de anticipar, en cierto modo, la Jerusalén celestial.
Por último, podemos referirnos aquí al texto del salmo responsorial, el
121: pertenece a los así llamados "cantos de las subidas", y es el himno de
alegría de los peregrinos que suben hacia la ciudad santa y, al llegar a sus
puertas, le dirigen el saludo de paz: shalom. Según una etimología
popular, Jerusalén significaba precisamente "ciudad de la paz", la paz que
el Mesías, hijo de David, establecería en la plenitud de los tiempos. En
Jerusalén reconocemos la figura de la Iglesia, sacramento de Cristo y de
su reino.
Queridos hermanos cardenales, este salmo expresa bien el ardiente
canto de amor a la Iglesia que vosotros ciertamente lleváis en el corazón.
Habéis dedicado vuestra vida al servicio de la Iglesia, y ahora estáis
llamados a asumir en ella una tarea de mayor responsabilidad. Debéis
hacer plenamente vuestras las palabras del salmo: "Desead la paz a
Jerusalén" (v. 6). Que la oración por la paz y la unidad constituya vuestra
primera y principal misión, para que la Iglesia sea "segura y compacta" (v.
3), signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen
gentium, 1).
Pongo, más bien, pongamos todos juntos esta misión bajo la
protección solícita de la Madre de la Iglesia, María santísima.

EL ADVIENTO ES EL TIEMPO DE LA ESPERANZA


071201. Homilía. Vísperas del I domingo de adviento.
El Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada año,
esta actitud fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los
cristianos que, mientras se preparan para celebrar la gran fiesta del
nacimiento de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa
al final de los tiempos. La primera parte del Adviento insiste precisamente
en la parusía, la última venida del Señor. Las antífonas de estas primeras
Vísperas, con diversos matices, están orientadas hacia esa perspectiva. La
lectura breve, tomada de la primera carta de san Pablo a los
Tesalonicenses (1 Ts 5, 23-24) hace referencia explícita a la venida final
de Cristo, usando precisamente el término griego parusía (v. 23). El
Apóstol exhorta a los cristianos a ser irreprensibles, pero sobre todo los
anima a confiar en Dios, que es «fiel» (v. 24) y no dejará de realizar la
santificación en quienes correspondan a su gracia.
Toda esta liturgia vespertina invita a la esperanza, indicando en el
horizonte de la historia la luz del Salvador que viene: «Aquel día brillará
357
una gran luz» (segunda antífona); «vendrá el Señor con toda su gloria»
(tercera antífona); «su resplandor ilumina toda la tierra» (antífona del
Magníficat). Esta luz, que proviene del futuro de Dios, ya se ha
manifestado en la plenitud de los tiempos. Por eso nuestra esperanza no
carece de fundamento, sino que se apoya en un acontecimiento que se
sitúa en la historia y, al mismo tiempo, supera la historia: el
acontecimiento constituido por Jesús de Nazaret. El evangelista san Juan
aplica a Jesús el título de «luz»: es un título que pertenece a Dios. En
efecto, en el Credo profesamos que Jesucristo es «Dios de Dios, Luz de
Luz».
Al tema de la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, publicada
ayer. Me alegra entregarla idealmente a toda la Iglesia en este primer
domingo de Adviento a fin de que, durante la preparación para la santa
Navidad, tanto las comunidades como los fieles individualmente puedan
leerla y meditarla, de modo que redescubran la belleza y la profundidad
de la esperanza cristiana. En efecto, la esperanza cristiana está
inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que
Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida
terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.
La esperanza verdadera y segura está fundamentada en la fe en Dios
Amor, Padre misericordioso, que «tanto amó al mundo que le dio a su
Hijo unigénito» (Jn 3, 16), para que los hombres, y con ellos todas las
criaturas, puedan tener vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Por tanto, el
Adviento es tiempo favorable para redescubrir una esperanza no vaga e
ilusoria, sino cierta y fiable, por estar «anclada» en Cristo, Dios hecho
hombre, roca de nuestra salvación.
Como se puede apreciar en el Nuevo Testamento y en especial en las
cartas de los Apóstoles, desde el inicio una nueva esperanza distinguió a
los cristianos de las personas que vivían la religiosidad pagana. San Pablo,
en su carta a los Efesios, les recuerda que, antes de abrazar la fe en Cristo,
estaban «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2, 12). Esta
expresión resulta sumamente actual para el paganismo de nuestros días:
podemos referirla en particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la
esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de
él y en torno a él reina la nada: nada antes del nacimiento y nada después
de la muerte.
En realidad, si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es
como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se
oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no «destacaran» de
la mera materialidad. Está en juego la relación entre la existencia aquí y
ahora y lo que llamamos el «más allá». El más allá no es un lugar donde
acabaremos después de la muerte, sino la realidad de Dios, la plenitud de
vida a la que todo ser humano, por decirlo así, tiende. A esta espera del
hombre Dios ha respondido en Cristo con el don de la esperanza.
El hombre es la única criatura libre de decir sí o no a la eternidad, o
sea, a Dios. El ser humano puede apagar en sí mismo la esperanza
eliminando a Dios de su vida. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede
358
acontecer que la criatura «hecha para Dios», íntimamente orientada a él, la
más cercana al Eterno, pueda privarse de esta riqueza?
Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha
conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta,
como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo
tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a
conocerlo. Este es también el sentido de un nuevo año litúrgico que
comienza: es un don de Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el
misterio de Cristo, mediante la Palabra y los sacramentos.
Mediante la Iglesia quiere hablar a la humanidad y salvar a los
hombres de hoy. Y lo hace saliendo a su encuentro, para «buscar y salvar
lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Desde esta perspectiva, la celebración
del Adviento es la respuesta de la Iglesia Esposa a la iniciativa continua de
Dios Esposo, «que es, que era y que viene» (Ap 1, 8). A la humanidad, que
ya no tiene tiempo para él, Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio
para volver a entrar en sí misma, para ponerse de nuevo en camino, para
volver a encontrar el sentido de la esperanza.
He aquí el descubrimiento sorprendente: mi esperanza, nuestra
esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a
nosotros. Sí, Dios nos ama y precisamente por eso espera que volvamos a
él, que abramos nuestro corazón a su amor, que pongamos nuestra mano
en la suya y recordemos que somos sus hijos.
Esta espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente
como su amor nos abraza siempre primero (cf. 1 Jn 4, 10). En este sentido,
la esperanza cristiana se llama «teologal»: Dios es su fuente, su apoyo y su
término. ¡Qué gran consuelo nos da este misterio! Mi Creador ha puesto
en mi espíritu un reflejo de su deseo de vida para todos. Cada hombre está
llamado a esperar correspondiendo a lo que Dios espera de él. Por lo
demás, la experiencia nos demuestra que eso es precisamente así. ¿Qué es
lo que impulsa al mundo sino la confianza que Dios tiene en el hombre?
Es una confianza que se refleja en el corazón de los pequeños, de los
humildes, cuando a través de las dificultades y las pruebas se esfuerzan
cada día por obrar de la mejor forma posible, por realizar un bien que
parece pequeño, pero que a los ojos de Dios es muy grande: en la familia,
en el lugar de trabajo, en la escuela, en los diversos ámbitos de la
sociedad. La esperanza está indeleblemente escrita en el corazón del
hombre, porque Dios nuestro Padre es vida, y estamos hechos para la vida
eterna y bienaventurada.
Todo niño que nace es signo de la confianza de Dios en el hombre y es
una confirmación, al menos implícita, de la esperanza que el hombre
alberga en un futuro abierto a la eternidad de Dios. A esta esperanza del
hombre respondió Dios naciendo en el tiempo como un ser humano
pequeño. San Agustín escribió: «De no haberse tu Verbo hecho carne y
habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la
naturaleza humana y desesperar de nosotros» (Confesiones X, 43, 69,
citado en Spe salvi, 29).
359
Dejémonos guiar ahora por Aquella que llevó en su corazón y en su
seno al Verbo encarnado. ¡Oh María, Virgen de la espera y Madre de la
esperanza, reaviva en toda la Iglesia el espíritu del Adviento, para que la
humanidad entera se vuelva a poner en camino hacia Belén, donde vino y
de nuevo vendrá a visitarnos el Sol que nace de lo alto (cf. Lc 1, 78),
Cristo nuestro Dios! Amén.
360

LA GRAN ESPERANZA ES DIOS


071202. Homilía. Visita al hospital San Juan Bautista de Roma.
«Vamos alegres al encuentro del Señor». Estas palabras, que hemos
repetido en el estribillo del salmo responsorial, interpretan bien los
sentimientos que alberga nuestro corazón hoy, primer domingo de
Adviento. La razón por la cual podemos caminar con alegría, como nos ha
exhortado el apóstol san Pablo, es que ya está cerca nuestra salvación. El
Señor viene. Con esta certeza emprendemos el itinerario del Adviento,
preparándonos para celebrar con fe el acontecimiento extraordinario del
Nacimiento del Señor. Durante las próximas semanas, día tras día, la
liturgia propondrá a nuestra reflexión textos del Antiguo Testamento, que
recuerdan el vivo y constante deseo que animó en el pueblo judío la espera
de la venida del Mesías. También nosotros, vigilantes en la oración,
tratemos de preparar nuestro corazón para acoger al Salvador, que vendrá
a mostrarnos su misericordia y a darnos su salvación.
Precisamente porque es tiempo de espera, el Adviento es tiempo de
esperanza, y a la esperanza cristiana he querido dedicar mi segunda
encíclica, presentada oficialmente anteayer: comienza con las palabras
que san Pablo dirigió a los cristianos de Roma: «Spe salvi facti sumus»,
«En esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). En la encíclica escribí, entre
otras cosas, que «nosotros necesitamos tener esperanzas —más grandes o
más pequeñas—, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran
esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran
esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede
proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar» (n. 31).
Que la certeza de que sólo Dios puede ser nuestra firme esperanza nos
anime a todos los que esta mañana nos hemos reunido en esta casa, en la
que se lucha contra la enfermedad, sostenidos por la solidaridad.
Precisamente sufriendo como enfermos tenemos necesidad de la
esperanza, de la certeza que hay en un Dios que no nos abandona, que nos
tiene de la mano y nos acompaña con amor. Es un texto que os invito a
profundizar, para encontrar en él las razones de la «esperanza fiable,
gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente (...), aunque sea un
presente fatigoso» (n. 1).
Queridos hermanos y hermanas, «que el Dios de la esperanza, que nos
colma de todo gozo y paz en la fe por la fuerza del Espíritu Santo, esté
con todos vosotros». Con este deseo, que el sacerdote dirige a la
asamblea al inicio de la santa misa, os saludo cordialmente.
El Papa está espiritualmente cerca de vosotros y os asegura su oración
diaria; os invita a encontrar en Jesús apoyo y consuelo, y a no perder
jamás la confianza. La liturgia de Adviento nos repetirá durante las
próximas semanas que no nos cansemos de invocarlo; nos exhortará a salir
a su encuentro, sabiendo que él mismo viene continuamente a visitarnos.
En la prueba y en la enfermedad Dios nos visita misteriosamente y, si nos
abandonamos a su voluntad, podemos experimentar la fuerza de su amor.
361
En la oración colecta hemos rezado así: «Dios todopoderoso, aviva en
tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de
Cristo, acompañados por las buenas obras». Sí. Abramos el corazón a
todas las personas, especialmente a las que atraviesan dificultades, para
que, haciendo el bien a cuantos se encuentran en necesidad, nos
dispongamos a acoger a Jesús que en ellos viene a visitarnos.
En cada enfermo, cualquiera que sea, reconoced y servid a Cristo
mismo; haced que en vuestros gestos y en vuestras palabras perciba los
signos de su amor misericordioso.
Para cumplir bien esta «misión», como nos recuerda san Pablo en la
segunda lectura, tratad de «pertrecharos con las armas de la luz» (Rm 13,
12), que son la palabra de Dios, los dones del Espíritu, la gracia de los
sacramentos, y las virtudes teologales y cardinales; luchad contra el mal y
abandonad el pecado, que entenebrece nuestra existencia. Al inicio de un
nuevo año litúrgico, renovemos nuestros buenos propósitos de vida
evangélica. «Ya es hora de espabilarse» (Rm 13, 11), exhorta el Apóstol;
es decir, es hora de convertirse, de despertar del letargo del pecado para
disponerse con confianza a acoger al «Señor que viene». Por eso, el
Adviento es tiempo de oración y de espera vigilante.
A la «vigilancia», que por lo demás es la palabra clave de todo este
período litúrgico, nos exhorta la página evangélica que acabamos de
proclamar: «Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro
Señor» (Mt 24, 42). Jesús, que en la Navidad vino a nosotros y volverá
glorioso al final de los tiempos, no se cansa de visitarnos continuamente
en los acontecimientos de cada día. Nos pide estar atentos para percibir su
presencia, su adviento, y nos advierte que lo esperemos vigilando, puesto
que su venida no se puede programar o pronosticar, sino que será
repentina e imprevisible. Sólo quien está despierto no será tomado de
sorpresa. Que no os suceda —advierte— lo que pasó en tiempo de Noé,
cuando los hombres comían y bebían despreocupadamente, y el diluvio
los encontró desprevenidos (cf. Mt 24, 37-38). Lo que quiere darnos a
entender el Señor con esta recomendación es que no debemos dejarnos
absorber por las realidades y preocupaciones materiales hasta el punto de
quedar atrapados en ellas. Debemos vivir ante los ojos del Señor con la
convicción de que cada día puede hacerse presente. Si vivimos así, el
mundo será mejor.
«Estad, pues, en vela...». Escuchemos la invitación de Jesús en el
Evangelio y preparémonos para revivir con fe el misterio del nacimiento
del Redentor, que ha llenado de alegría el universo; preparémonos para
acoger al Señor que viene continuamente a nuestro encuentro en los
acontecimientos de la vida, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la
enfermedad; preparémonos para encontrarlo en su venida última y
definitiva.
Su paso es siempre fuente de paz y, si el sufrimiento, herencia de la
naturaleza humana, a veces resulta casi insoportable, con la venida del
Salvador «el sufrimiento —sin dejar de ser sufrimiento— se convierte a
pesar de todo en canto de alabanza» (Spe salvi, 37). Confortados por estas
362
palabras, prosigamos la celebración eucarística, invocando sobre los
enfermos, sobre sus familiares y sobre cuantos trabajan en este hospital la
protección materna de María, Virgen de la espera y de la esperanza, así
como de la alegría, ya presente en este mundo, porque cuando sentimos la
cercanía de Cristo vivo tenemos ya el remedio para el sufrimiento,
tenemos ya su alegría. Amén.

SEGUNDA ENCÍCLICA: SPE SALVI


071202. Ángelus
Con este primer domingo de Adviento comienza un nuevo año
litúrgico: el pueblo de Dios vuelve a ponerse en camino para vivir el
misterio de Cristo en la historia. Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre
(cf. Hb 13, 8); en cambio, la historia cambia y necesita ser evangelizada
constantemente; necesita renovarse desde dentro, y la única verdadera
novedad es Cristo: él es su realización plena, el futuro luminoso del
hombre y del mundo. Jesús, resucitado de entre los muertos, es el Señor al
que Dios someterá todos sus enemigos, incluida la misma muerte (cf. 1
Co 15, 25-28).
Por tanto, el Adviento es el tiempo propicio para reavivar en nuestro
corazón la espera de Aquel «que es, que era y que va a venir» (Ap 1, 8). El
Hijo de Dios ya vino en Belén hace veinte siglos, viene en cada momento
al alma y a la comunidad dispuestas a recibirlo, y de nuevo vendrá al final
de los tiempos para «juzgar a vivos y muertos». Por eso, el creyente está
siempre vigilante, animado por la íntima esperanza de encontrar al Señor,
como dice el Salmo: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora» (Sal 130, 5-6).
Por consiguiente, este domingo es un día muy adecuado para ofrecer a
la Iglesia entera y a todos los hombres de buena voluntad mi segunda
encíclica, que quise dedicar precisamente al tema de la esperanza
cristiana. Se titula Spe salvi, porque comienza con la expresión de san
Pablo: «Spe salvi factum sumus», «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8,
24). En este, como en otros pasajes del Nuevo Testamento, la palabra
«esperanza» está íntimamente relacionada con la palabra «fe». Es un don
que cambia la vida de quien lo recibe, como lo muestra la experiencia de
tantos santos y santas.
¿En qué consiste esta esperanza, tan grande y tan «fiable» que nos
hace decir que en ella encontramos la «salvación»? Esencialmente,
consiste en el conocimiento de Dios, en el descubrimiento de su corazón
de Padre bueno y misericordioso. Jesús, con su muerte en la cruz y su
resurrección, nos reveló su rostro, el rostro de un Dios con un amor tan
grande que comunica una esperanza inquebrantable, que ni siquiera la
muerte puede destruir, porque la vida de quien se pone en manos de este
Padre se abre a la perspectiva de la bienaventuranza eterna.
El desarrollo de la ciencia moderna ha marginado cada vez más la fe y
la esperanza en la esfera privada y personal, hasta el punto de que hoy se
percibe de modo evidente, y a veces dramático, que el hombre y el mundo
363
necesitan a Dios —¡al verdadero Dios!—; de lo contrario, no tienen
esperanza.
No cabe duda de que la ciencia contribuye en gran medida al bien de la
humanidad, pero no es capaz de redimirla. El hombre es redimido por el
amor, que hace buena y hermosa la vida personal y social. Por eso la gran
esperanza, la esperanza plena y definitiva, es garantizada por Dios que es
amor, por Dios que en Jesús nos visitó y nos dio la vida, y en él volverá al
final de los tiempos.
En Cristo esperamos; es a él a quien aguardamos. Con María, su
Madre, la Iglesia va al encuentro del Esposo: lo hace con las obra de
caridad, porque la esperanza, como la fe, se manifiesta en el amor. ¡Buen
Adviento a todos!

INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA


071208. Ángelus
En el camino del Adviento brilla la estrella de María Inmaculada,
«señal de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen gentium, 68). Para
llegar a Jesús, luz verdadera, sol que disipó todas las tinieblas de la
historia, necesitamos luces cercanas a nosotros, personas humanas que
reflejen la luz de Cristo e iluminen así el camino por recorrer. ¿Y qué
persona es más luminosa que María? ¿Quién mejor que ella, aurora que
anunció el día de la salvación (cf. Spe salvi, 49), puede ser para nosotros
estrella de esperanza?
Por eso la liturgia nos hace celebrar hoy, cerca de la Navidad, la fiesta
solemne de la Inmaculada Concepción de María: el misterio de la gracia
de Dios que envolvió desde el primer instante de su existencia a la criatura
destinada a convertirse en la Madre del Redentor, preservándola del
contagio del pecado original. Al contemplarla, reconocemos la altura y la
belleza del proyecto de Dios para todo hombre: ser santos e inmaculados
en el amor (cf. Ef 1, 4), a imagen de nuestro Creador.
¡Qué gran don tener por madre a María Inmaculada! Una madre
resplandeciente de belleza, transparente al amor de Dios. Pienso en los
jóvenes de hoy, que han crecido en un ambiente saturado de mensajes que
proponen falsos modelos de felicidad. Estos muchachos y muchachas
corren el peligro de perder la esperanza, porque a menudo parecen
huérfanos del verdadero amor, que colma de significado y alegría la vida.
Este era uno de los temas preferidos de mi venerado predecesor Juan
Pablo II, el cual propuso en repetidas ocasiones a la juventud de nuestro
tiempo a María como «Madre del amor hermoso». Por desgracia, muchas
experiencias nos demuestran que los adolescentes, los jóvenes e incluso
los niños son víctimas fáciles de la corrupción del amor, engañados por
adultos sin escrúpulos que, mintiéndose a sí mismos y a ellos, los atraen a
los callejones sin salida del consumismo. Incluso las realidades más
sagradas, como el cuerpo humano, templo del Dios del amor y de la vida,
se convierten así en objetos de consumo; y esto cada vez más pronto, ya
en la pre-adolescencia. ¡Qué tristeza cuando los muchachos pierden el
364
asombro, el encanto de los sentimientos más hermosos, el valor del
respeto del cuerpo, manifestación de la persona y de su misterio
insondable!
A todo esto nos exhorta María, la Inmaculada, a la que contemplamos
en toda su hermosura y santidad. Desde la cruz, Jesús la encomendó a
Juan y a todos los discípulos (cf. Jn 19, 27), y desde entonces se ha
convertido para toda la humanidad en Madre, Madre de la esperanza.

LAS ENSEÑANZAS MATERNAS DE MARÍA


071208. Homenaje. Inmaculada Concepción. Roma
Se trata de una madre del todo singular, elegida por Dios para una
misión única y misteriosa, la de engendrar para la vida terrena al Verbo
eterno del Padre, que vino al mundo para la salvación de todos los
hombres. Y María, Inmaculada en su concepción virginal -así la
veneramos hoy con devoción y gratitud-, realizó su peregrinación terrena
sostenida por una fe intrépida, una esperanza inquebrantable y un amor
humilde e ilimitado, siguiendo las huellas de su hijo Jesús. Estuvo a su
lado con solicitud materna desde el nacimiento hasta el Calvario, donde
asistió a su crucifixión agobiada por el dolor, pero inquebrantable en la
esperanza. Luego experimentó la alegría de la resurrección, al alba del
tercer día, del nuevo día, cuando el Crucificado dejó el sepulcro venciendo
para siempre y de modo definitivo el poder del pecado y de la muerte.
María, en cuyo seno virginal Dios se hizo hombre, es nuestra Madre.
En efecto, desde lo alto de la cruz Jesús, antes de consumar su sacrificio,
nos la dio como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio
de misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda
maternidad espiritual.
Queridos hermanos y hermanas, sobre todo hoy, dirijamos nuestra
mirada a ella e, implorando su ayuda, dispongámonos a atesorar todas sus
enseñanzas maternas. ¿No nos invita nuestra Madre celestial a evitar el
mal y a hacer el bien, siguiendo dócilmente la ley divina inscrita en el
corazón de todo hombre, de todo cristiano? Ella, que conservó la
esperanza aun en la prueba extrema, ¿no nos pide que no nos
desanimemos cuando el sufrimiento y la muerte llaman a la puerta de
nuestra casa? ¿No nos pide que miremos con confianza a nuestro futuro?
¿No nos exhorta la Virgen Inmaculada a ser hermanos unos de otros, todos
unidos por el compromiso de construir juntos un mundo más justo,
solidario y pacífico?
Sí, queridos amigos. Una vez más, en este día solemne, la Iglesia
señala al mundo a María como signo de esperanza cierta y de victoria
definitiva del bien sobre el mal. Aquella a quien invocamos como "llena
de gracia" nos recuerda que todos somos hermanos y que Dios es nuestro
Creador y nuestro Padre. Sin él, o peor aún, contra él, los hombres no
podremos encontrar jamás el camino que conduce al amor, no podremos
derrotar jamás el poder del odio y de la violencia, no podremos construir
jamás una paz estable.
365
Es necesario que los hombres de todas las naciones y culturas acojan
este mensaje de luz y de esperanza: que lo acojan como don de las manos
de María, Madre de toda la humanidad. Si la vida es un camino, y este
camino a menudo resulta oscuro, duro y fatigoso, ¿qué estrella podrá
iluminarlo? En mi encíclica Spe salvi, publicada al inicio del Adviento,
escribí que la Iglesia mira a María y la invoca como «Estrella de
esperanza» (n. 49).
Durante nuestro viaje común por el mar de la historia necesitamos
«luces de esperanza», es decir, personas que reflejen la luz de Cristo,
«ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (ib.). ¿Y quién mejor
que María puede ser para nosotros «Estrella de esperanza»? Ella, con su
«sí», con la ofrenda generosa de la libertad recibida del Creador, permitió
que la esperanza de milenios se hiciera realidad, que entrara en este
mundo y en su historia. Por medio de ella, Dios se hizo carne, se convirtió
en uno de nosotros, puso su tienda en medio de nosotros.
Por eso, animados por una confianza filial, le decimos: «Enséñanos,
María, a creer, a esperar y a amar contigo; indícanos el camino que
conduce a la paz, el camino hacia el reino de Jesús. Tú, Estrella de
esperanza, que con conmoción nos esperas en la luz sin ocaso de la patria
eterna, brilla sobre nosotros y guíanos en los acontecimientos de cada día,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

FAMILIA HUMANA, COMUNIDAD DE PAZ


071208. Mensaje para Jornada mundial de la paz:1 enero 2008
1. Familia humana, comunidad de paz. De hecho, la primera forma de
comunión entre las personas es la que el amor suscita entre un hombre y
una mujer decididos a unirse establemente para construir juntos una nueva
familia. Pero también los pueblos de la tierra están llamados a establecer
entre sí relaciones de solidaridad y colaboración, como corresponde a los
miembros de la única familia humana: «Todos los pueblos —dice el
Concilio Vaticano II— forman una única comunidad y tienen un mismo
origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la
entera faz de la tierra (cf. Hch 17,26); también tienen un único fin último,
Dios».

Familia, sociedad y paz


2. La familia natural, en cuanto comunión íntima de vida y amor,
fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es el «lugar
primario de ‘‘humanización'' de la persona y de la sociedad», la «cuna de
la vida y del amor». Con razón, pues, se ha calificado a la familia como la
primera sociedad natural, «una institución divina, fundamento de la vida
de las personas y prototipo de toda organización social».
3. En efecto, en una vida familiar «sana» se experimentan algunos
elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos y
hermanas, la función de la autoridad manifestada por los padres, el
servicio afectuoso a los miembros más débiles, porque son pequeños,
366
ancianos o están enfermos, la ayuda mutua en las necesidades de la vida,
la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo.
Por eso, la familia es la primera e insustituible educadora de la paz. No
ha de sorprender, pues, que se considere particularmente intolerable la
violencia cometida dentro de la familia. Por tanto, cuando se afirma que la
familia es «la célula primera y vital de la sociedad», se dice algo esencial.
La familia es también fundamento de la sociedad porque permite tener
experiencias determinantes de paz. Por consiguiente, la comunidad
humana no puede prescindir del servicio que presta la familia. El ser
humano en formación, ¿dónde podría aprender a gustar mejor el «sabor»
genuino de la paz sino en el «nido» que le prepara la naturaleza? El
lenguaje familiar es un lenguaje de paz; a él es necesario recurrir siempre
para no perder el uso del vocabulario de la paz. En la inflación de
lenguajes, la sociedad no puede perder la referencia a esa «gramática» que
todo niño aprende de los gestos y miradas de mamá y papá, antes incluso
que de sus palabras.
4. La familia, al tener el deber de educar a sus miembros, es titular de
unos derechos específicos. La misma Declaración universal de los
derechos humanos, que constituye una conquista de civilización jurídica
de valor realmente universal, afirma que «la familia es el núcleo natural y
fundamental de la sociedad y tiene derecho a ser protegida por la sociedad
y el Estado». Por su parte, la Santa Sede ha querido reconocer una
especial dignidad jurídica a la familia publicando la Carta de los
derechos de la familia. En el Preámbulo se dice: «Los derechos de la
persona, aunque expresados como derechos del individuo, tienen una
dimensión fundamentalmente social que halla su expresión innata y vital
en la familia». Los derechos enunciados en la Carta manifiestan y
explicitan la ley natural, inscrita en el corazón del ser humano y que la
razón le manifiesta. La negación o restricción de los derechos de la
familia, al oscurecer la verdad sobre el hombre, amenaza los fundamentos
mismos de la paz.
5. Por tanto, quien obstaculiza la institución familiar, aunque sea
inconscientemente, hace que la paz de toda la comunidad, nacional e
internacional, sea frágil, porque debilita lo que, de hecho, es la principal
«agencia» de paz. Éste es un punto que merece una reflexión especial:
todo lo que contribuye a debilitar la familia fundada en el matrimonio de
un hombre y una mujer, lo que directa o indirectamente dificulta su
disponibilidad para la acogida responsable de una nueva vida, lo que se
opone a su derecho de ser la primera responsable de la educación de los
hijos, es un impedimento objetivo para el camino de la paz. La familia
tiene necesidad de una casa, del trabajo y del debido reconocimiento de la
actividad doméstica de los padres; de escuela para los hijos, de asistencia
sanitaria básica para todos. Cuando la sociedad y la política no se
esfuerzan en ayudar a la familia en estos campos, se privan de un recurso
esencial para el servicio de la paz. Concretamente, los medios de
comunicación social, por las potencialidades educativas de que disponen,
367
tienen una responsabilidad especial en la promoción del respeto por la
familia, en ilustrar sus esperanzas y derechos, en resaltar su belleza.

La humanidad es una gran familia


6. La comunidad social, para vivir en paz, está llamada a inspirarse
también en los valores sobre los que se rige la comunidad familiar. Esto es
válido tanto para las comunidades locales como nacionales; más aún, es
válido para la comunidad misma de los pueblos, para la familia humana,
que vive en esa casa común que es la tierra. Sin embargo, en esta
perspectiva no se ha de olvidar que la familia nace del «sí» responsable y
definitivo de un hombre y de una mujer, y vive del «sí» consciente de los
hijos que poco a poco van formando parte de ella. Para prosperar, la
comunidad familiar necesita el consenso generoso de todos sus miembros.
Es preciso que esta toma de conciencia llegue a ser también una
convicción compartida por cuantos están llamados a formar la común
familia humana. Hay que saber decir el propio «sí» a esta vocación que
Dios ha inscrito en nuestra misma naturaleza. No vivimos unos al lado de
otros por casualidad; todos estamos recorriendo un mismo camino como
hombres y, por tanto, como hermanos y hermanas. Por eso es esencial que
cada uno se esfuerce en vivir la propia vida con una actitud responsable
ante Dios, reconociendo en Él la fuente de la propia existencia y la de los
demás. Sobre la base de este principio supremo se puede percibir el valor
incondicionado de todo ser humano y, así, poner las premisas para la
construcción de una humanidad pacificada. Sin este fundamento
trascendente, la sociedad es sólo una agrupación de ciudadanos, y no una
comunidad de hermanos y hermanas, llamados a formar una gran familia.

Familia, comunidad humana y medio ambiente


7. La familia necesita una casa a su medida, un ambiente donde vivir
sus propias relaciones. Para la familia humana, esta casa es la tierra, el
ambiente que Dios Creador nos ha dado para que lo habitemos con
creatividad y responsabilidad. Hemos de cuidar el medio ambiente: éste ha
sido confiado al hombre para que lo cuide y lo cultive con libertad
responsable, teniendo siempre como criterio orientador el bien de todos.
Obviamente, el valor del ser humano está por encima de toda la creación.
Respetar el medio ambiente no quiere decir que la naturaleza material o
animal sea más importante que el hombre. Quiere decir más bien que no
se la considera de manera egoísta, a plena disposición de los propios
intereses, porque las generaciones futuras tienen también el derecho a
obtener beneficio de la creación, ejerciendo en ella la misma libertad
responsable que reivindicamos para nosotros. Y tampoco se ha de olvidar
a los pobres, excluidos en muchos casos del destino universal de los
bienes de la creación. Hoy la humanidad teme por el futuro equilibrio
ecológico. Sería bueno que las valoraciones a este respecto se hicieran con
prudencia, en diálogo entre expertos y entendidos, sin apremios
ideológicos hacia conclusiones apresuradas y, sobre todo, concordando
juntos un modelo de desarrollo sostenible, que asegure el bienestar de
368
todos respetando el equilibrio ecológico. Si la tutela del medio ambiente
tiene sus costes, éstos han de ser distribuidos con justicia, teniendo en
cuenta el desarrollo de los diversos países y la solidaridad con las futuras
generaciones. Prudencia no significa eximirse de las propias
responsabilidades y posponer las decisiones; significa más bien asumir el
compromiso de decidir juntos después de haber ponderado
responsablemente la vía a seguir, con el objetivo de fortalecer esa alianza
entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador
de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos.
8. A este respecto, es fundamental «sentir» la tierra como «nuestra casa
común» y, para ponerla al servicio de todos, adoptar la vía del diálogo en
vez de tomar decisiones unilaterales. Si fuera necesario, se pueden
aumentar los ámbitos institucionales en el plano internacional para
afrontar juntos el gobierno de esta «casa» nuestra; sin embargo, lo que
más cuenta es lograr que madure en las conciencias la convicción de que
es necesario colaborar responsablemente. Los problemas que aparecen en
el horizonte son complejos y el tiempo apremia. Para hacer frente a la
situación de manera eficaz es preciso actuar de común acuerdo. Un ámbito
en el que sería particularmente necesario intensificar el diálogo entre las
Naciones es el de la gestión de los recursos energéticos del planeta. A este
respecto, se plantea una doble urgencia para los países tecnológicamente
avanzados: por un lado, hay que revisar los elevados niveles de consumo
debidos al modelo actual de desarrollo y, por otro, predisponer inversiones
adecuadas para diversificar las fuentes de energía y mejorar la eficiencia
energética. Los países emergentes tienen hambre de energía, pero a veces
este hambre se sacia a costa de los países pobres que, por la insuficiencia
de sus infraestructuras y tecnología, se ven obligados a malvender los
recursos energéticos que tienen. A veces, su misma libertad política queda
en entredicho con formas de protectorado o, en todo caso, de
condicionamiento que se muestran claramente humillantes.

Familia, comunidad humana y economía


9. Una condición esencial para la paz en cada familia es que se apoye
sobre el sólido fundamento de valores espirituales y éticos compartidos.
Pero se ha de añadir que se tiene una auténtica experiencia de paz en la
familia cuando a nadie le falta lo necesario, y el patrimonio familiar —
fruto del trabajo de unos, del ahorro de otros y de la colaboración activa
de todos— se administra correctamente con solidaridad, sin excesos ni
despilfarro. Por tanto, para la paz familiar se necesita, por una parte, la
apertura a un patrimonio trascendente de valores, pero al mismo tiempo
no deja de tener su importancia un sabio cuidado tanto de los bienes
materiales como de las relaciones personales. Cuando falta este elemento
se deteriora la confianza mutua por las perspectivas inciertas que
amenazan el futuro del núcleo familiar.
10. Una consideración parecida puede hacerse respecto a esa otra gran
familia que es la humanidad en su conjunto. También la familia humana,
hoy más unida por el fenómeno de la globalización, necesita además un
369
fundamento de valores compartidos, una economía que responda
realmente a las exigencias de un bien común de dimensiones planetarias.
Desde este punto de vista, la referencia a la familia natural se revela
también singularmente sugestiva. Hay que fomentar relaciones correctas y
sinceras entre los individuos y entre los pueblos, que permitan a todos
colaborar en plan de igualdad y justicia. Al mismo tiempo, es preciso
comprometerse en emplear acertadamente los recursos y en distribuir la
riqueza con equidad. En particular, las ayudas que se dan a los países
pobres han de responder a criterios de una sana lógica económica,
evitando derroches que, en definitiva, sirven sobre todo para el
mantenimiento de un costoso aparato burocrático. Se ha de tener también
debidamente en cuenta la exigencia moral de procurar que la organización
económica no responda sólo a las leyes implacables de los beneficios
inmediatos, que pueden resultar inhumanas.
370
Familia, comunidad humana y ley moral
11. Una familia vive en paz cuando todos sus miembros se ajustan a
una norma común: esto es lo que impide el individualismo egoísta y lo
que mantiene unidos a todos, favoreciendo su coexistencia armoniosa y la
laboriosidad orgánica. Este criterio, de por sí obvio, vale también para las
comunidades más amplias: desde las locales a la nacionales, e incluso a la
comunidad internacional. Para alcanzar la paz se necesita una ley común,
que ayude a la libertad a ser realmente ella misma, en lugar de ciega
arbitrariedad, y que proteja al débil del abuso del más fuerte. En la familia
de los pueblos se dan muchos comportamientos arbitrarios, tanto dentro de
cada Estado como en las relaciones de los Estados entre sí. Tampoco
faltan tantas situaciones en las que el débil tiene que doblegarse, no a las
exigencias de la justicia, sino a la fuerza bruta de quien tiene más recursos
que él. Hay que reiterarlo: la fuerza ha de estar moderada por la ley, y esto
tiene que ocurrir también en las relaciones entre Estados soberanos.
12. La Iglesia se ha pronunciado muchas veces sobre la naturaleza y la
función de la ley: la norma jurídica que regula las relaciones de las
personas entre sí, encauzando los comportamientos externos y previendo
también sanciones para los transgresores, tiene como criterio la norma
moral basada en la naturaleza de las cosas. Por lo demás, la razón humana
es capaz de discernirla al menos en sus exigencias fundamentales,
llegando así hasta la Razón creadora de Dios que es el origen de todas las
cosas. Esta norma moral debe regular las opciones de la conciencia y guiar
todo el comportamiento del ser humano. ¿Existen normas jurídicas para
las relaciones entre las Naciones que componen la familia humana? Y si
existen, ¿son eficaces? La respuesta es sí; las normas existen, pero para
lograr que sean verdaderamente eficaces es preciso remontarse a la
norma moral natural como base de la norma jurídica, de lo contrario ésta
queda a merced de consensos frágiles y provisionales.
13. El conocimiento de la norma moral natural no es imposible para el
hombre que entra en sí mismo y, situándose frente a su propio destino, se
interroga sobre la lógica interna de las inclinaciones más profundas que
hay en su ser. Aunque sea con perplejidades e incertidumbres, puede llegar
a descubrir, al menos en sus líneas esenciales, esta ley moral común que,
por encima de las diferencias culturales, permite que los seres humanos se
entiendan entre ellos sobre los aspectos más importantes del bien y del
mal, de lo que es justo o injusto. Es indispensable remontarse hasta esta
ley fundamental empleando en esta búsqueda nuestras mejores energías
intelectuales, sin dejarnos desanimar por los equívocos o las
tergiversaciones. De hecho, los valores contenidos en la ley natural están
presentes, aunque de manera fragmentada y no siempre coherente, en los
acuerdos internacionales, en las formas de autoridad reconocidas
universalmente, en los principios del derecho humanitario recogido en las
legislaciones de cada Estado o en los estatutos de los Organismos
internacionales. La humanidad no está «sin ley». Sin embargo, es urgente
continuar el diálogo sobre estos temas, favoreciendo también la
convergencia de las legislaciones de cada Estado hacia el reconocimiento
371
de los derechos humanos fundamentales. El crecimiento de la cultura
jurídica en el mundo depende además del esfuerzo por dar siempre
consistencia a las normas internacionales con un contenido profundamente
humano, evitando rebajarlas a meros procedimientos que se pueden eludir
fácilmente por motivos egoístas o ideológicos.

ADVIENTO, LLAMADA A LA CONVERSIÓN


071209. Ángelus
Ayer, solemnidad de la Inmaculada Concepción, la liturgia nos invitó a
dirigir la mirada a María, Madre de Jesús y Madre nuestra, Estrella de
esperanza para todo hombre. Hoy, segundo domingo de Adviento, nos
presenta la figura austera del Precursor, que el evangelista san Mateo
introduce así: «Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto
de Judea predicando: "Convertíos, porque está cerca el reino de los
cielos"» (Mt 3, 1-2). Tenía la misión de preparar y allanar el sendero al
Mesías, exhortando al pueblo de Israel a arrepentirse de sus pecados y
corregir toda injusticia. Con palabras exigentes, Juan Bautista anunciaba
el juicio inminente: «El árbol que no da fruto será talado y echado al
fuego» (Mt 3, 10). Sobre todo ponía en guardia contra la hipocresía de
quien se sentía seguro por el mero hecho de pertenecer al pueblo
elegido: ante Dios —decía— nadie tiene títulos para enorgullecerse, sino
que debe dar "frutos dignos de conversión" (Mt 3, 8).
Mientras prosigue el camino del Adviento, mientras nos preparamos
para celebrar el Nacimiento de Cristo, resuena en nuestras comunidades
esta exhortación de Juan Bautista a la conversión. Es una invitación
apremiante a abrir el corazón y acoger al Hijo de Dios que viene a
nosotros para manifestar el juicio divino. El Padre —escribe el
evangelista san Juan— no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo el poder
de juzgar, porque es Hijo del hombre (cf. Jn 5, 22. 27). Hoy, en el
presente, es cuando se juega nuestro destino futuro; con el
comportamiento concreto que tenemos en esta vida decidimos nuestro
destino eterno. En el ocaso de nuestros días en la tierra, en el momento de
la muerte, seremos juzgados según nuestra semejanza o desemejanza con
el Niño que está a punto de nacer en la pobre cueva de Belén, puesto que
él es el criterio de medida que Dios ha dado a la humanidad.
El Padre celestial, que en el nacimiento de su Hijo unigénito nos
manifestó su amor misericordioso, nos llama a seguir sus pasos
convirtiendo, como él, nuestra existencia en un don de amor. Y los frutos
del amor son los «frutos dignos de conversión» a los que hacía referencia
san Juan Bautista cuando, con palabras tajantes, se dirigía a los fariseos y
a los saduceos que acudían entre la multitud a su bautismo.
Mediante el Evangelio, Juan Bautista sigue hablando a lo largo de los
siglos a todas las generaciones. Sus palabras claras y duras resultan muy
saludables para nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, en el que,
por desgracia, también el modo de vivir y percibir la Navidad muy a
menudo sufre las consecuencias de una mentalidad materialista. La "voz"
372
del gran profeta nos pide que preparemos el camino del Señor que viene,
en los desiertos de hoy, desiertos exteriores e interiores, sedientos del agua
viva que es Cristo. Que la Virgen María nos guíe a una auténtica
conversión del corazón, a fin de que podamos realizar las opciones
necesarias para sintonizar nuestra mentalidad con el Evangelio.
373
374
ÍNDICE

María, Madre de Dios..................................................................................1


Maternidad divina y paz..............................................................................2
Acoger a Cristo en el corazón......................................................................3
Epifanía: Cristo, luz de los pueblos.............................................................5
¿Por qué es tan importante la epifanía?.......................................................8
El bautismo: el agua y el fuego...................................................................9
Significado del bautismo de Jesús.............................................................12
La calidad del clero depende de la seriedad de su formación...................13
Hace oír a los sordos y hablar a los mudos................................................14
Cuaresma 2007: Mirarán al que traspasaron.............................................16
JMJ 2007: Amaos unos a otros como Yo os he amado..............................18
Los niños y los MCS: un reto para la educación.......................................22
La verdad del matrimonio..........................................................................24
Santo Tomás de Aquino.............................................................................28
Una respuesta total a Dios.........................................................................29
Al que vive en Cristo la muerte no le asusta.............................................30
Así se realiza la encarnación.....................................................................32
Respeto al hombre y búsqueda del bien común........................................35
Todo bautizado debería ser un evangelio viviente.....................................37
La ley moral natural...................................................................................37
Encuentro con los seminaristas de Roma..................................................39
Desafíos de la Iglesia en América Latina..................................................48
La revolución del amor: Amad a vuestros enemigos.................................50
El ministerio de la confesión sacramental.................................................51
San Pedro Damián.....................................................................................52
Cuaresma: preparación al bautismo...........................................................54
La puerta de la cuaresma...........................................................................56
Encuentro con el clero de Roma................................................................59
La conciencia cristiana apoya el derecho a la vida....................................73
Mirar al que traspasaron............................................................................76
El secreto de la acción pastoral de Pablo VI.............................................77
La oración es cuestión de vida o muerte....................................................78
Necesidad de la conversión.......................................................................79
Importancia del sacramento de la penitencia.............................................80
El hijo pródigo...........................................................................................82
El secreto de la alegría: Dios nos ama.......................................................85
Sacramentum caritatis: presentación del Papa...........................................85
Teología y universidad: preguntas y respuestas........................................86
Pastoral de la salud: competencia y caridad..............................................89
Edificar una nueva Europa........................................................................89
La mujer adúltera.......................................................................................92
Todo hombre lleva en sí una vocación personal........................................95
El misterio de la Anunciación....................................................................95
Testimoniar a Cristo en el mundo del trabajo............................................96
Experimentar y comunicar el amor de Dios..............................................97
375
La procesión de Ramos: seguir a Jesús...................................................100
Juan Pablo II: su “perfume” llenó la casa, la Iglesia...............................102
El triduo sacro..........................................................................................105
Misa crismal: ser sacerdote es revestirse de Cristo.................................107
Jesús fue el cordero de la última Cena.....................................................111
Vía crucis en el Coliseo...........................................................................113
Vigilia pascual: He resucitado y siempre estoy contigo..............................113
Cristo resucitado está vivo entre nosotros...............................................116
No tengamos miedo.................................................................................118
La octava de pascua.................................................................................119
He experimentado la misericordia de Dios..............................................121
Paz a vosotros. Señor Jesús, confío en Ti................................................124
En tus manos están mis días....................................................................125
La música, lenguaje universal de la belleza............................................125
La vocación al servicio de la Iglesia comunión.......................................125
Echad la red… y encontraréis..................................................................128
El anuncio que renueva la vida................................................................130
Las tres conversiones de San Agustín......................................................131
El núcleo central del cristianismo y del Evangelio..................................135
San Agustín, modelo de diálogo entre fe y razón....................................137
Caridad y justicia: Tres desafíos..............................................................139
Jesús es el Buen Pastor............................................................................142
Mes de mayo............................................................................................144
Entrevista en el viaje a Brasil..................................................................145
El joven rico.............................................................................................151
Canonización de Fray Antonio Galvao....................................................156
El verdadero camino de salvación...........................................................159
Nunca se debe perder la esperanza..........................................................165
Jesucristo es la luz del mundo.................................................................167
Permaneced en la escuela de María.........................................................168
Reunidos en el Espíritu para el bien de la Iglesia....................................170
Discípulos y misoneros de Jesucristo......................................................173
Formación para el uso de los medios.......................................................185
Viaje apostólico a Brasil..........................................................................186
La pascua constituye el corazón del cristianismo....................................188
Jesucristo, único Salvador del mundo.....................................................189
Pentecostés...............................................................................................191
Las obras maestras de Dios son los santos..............................................192
Todas las Iglesias para todo el mundo.....................................................195
Tú dilatas mi corazón..............................................................................198
Hacia una vida sacerdotal ejemplar.........................................................199
La Eucaristía es llamada a la entrega.......................................................201
Dos implicaciones de la caridad..............................................................204
Solemnidad del Corpus Christi................................................................205
Educar en la fe, en el seguimiento y el testimonio..................................206
Encuentro entre fe y cultura.....................................................................213
Conversión de San Francisco..................................................................214
376
La vida es una ascensión de sucesivas conversiones..............................218
Francisco: La dimensión bautismal de la santidad..................................219
Francisco: Jesús es su todo, y le basta.....................................................223
Las almas de los justos están en las manos de Dios................................228
Un nuevo humanismo para Europa.........................................................228
Solemnidad de san Juan Bautista.............................................................231
Pablo: ¿Cuándo es creíble la acción de la Iglesia?..................................232
La confesión de san Pedro.......................................................................234
Solemnidad de san Pedro y san Pablo.....................................................237
La libertad cristiana no es en absoluto arbitrariedad...............................238
Misioneros de Cristo................................................................................239
Sólo el amor nos convierte en testigos de Cristo.....................................240
Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos....................................241
Nunca más la guerra................................................................................247
Encuentro con los sacerdotes de Belluno-Feltre y Treviso......................249
Relación con los bienes materiales..........................................................268
Tensión hacia el cielo, hacia Jesús, hacia Dios........................................269
Asunción de María...................................................................................270
Significado teológico de la Asunción de María.......................................272
No he venido a traer al mundo paz, sino división...................................272
¿Serán pocos los que se salven?..............................................................273
Cristo es el centro del mundo..................................................................275
Dios, María y Jesús: encuentro de humildades........................................282
Francisco: La regla es observar el Evangelio..........................................286
Peregrinación a Mariazell en Austria.......................................................287
María: Muéstranos a Jesús......................................................................289
Mirar a Cristo pobre, casto y obediente...................................................292
Sin el Señor no podemos vivir.................................................................297
María y Eucaristía....................................................................................300
No anteponer nada al oficio divino..........................................................301
La escuela de los ojos de Jesús................................................................305
La parábola del Padre misericordioso.....................................................308
El carácter apostólico y pastoral de la oración........................................309
La parábola del administrador injusto.....................................................311
El mejor modo de utilizar el dinero.........................................................313
La misión del ángel y el servicio del obispo...........................................314
La parábola del hombre rico y del pobre Lázaro.....................................317
La ley moral natural.................................................................................318
El bien común, un compromiso que viene de lejos.................................320
Salvación y gratitud.................................................................................321
La fe, sin hacer ruido, cambia el mundo..................................................322
Sentido del estudio en Roma...................................................................325
Martirio, posibilidad real para el pueblo cristiano...................................326
No anestesiar las conciencias..................................................................327
Todos los santos.......................................................................................328
Zaqueo y San Carlos Borromeo...............................................................329
Los que Tú me has dado..........................................................................330
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Universitarios: creer en el estudio...........................................................332
La eclesiología de comunión es el camino..............................................333
El cuidado pastoral de los enfermos ancianos.........................................335
La verdadera grandeza cristiana es servir................................................337
Jesucristo crucificado, revelación de Dios..............................................338
El adviento es el tiempo de la esperanza.................................................341
La gran esperanza es Dios.......................................................................344
Segunda encíclica: Spe salvi....................................................................346
Inmaculada Concepción de María...........................................................347
Las enseñanzas maternas de María..........................................................348
Familia humana, comunidad de paz........................................................349
Adviento, llamada a la Conversión..........................................................354

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