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1.

El ingreso de algunos bienes industriales norteamericanos a nuestro mercado frente a los

cuales tendríamos una competitividad nula (aunque vale la pena aclarar que existe un alto

grado de complementariedad entre los 2 países y por ello no mas de un 3 o un 4 por ciento

de la estructura productiva nacional sufriría de este problema)

2. El acceso de las empresas norteamericanas a las compras de nuestro sector público. Este

punto puede sonar algo negativo debido a que las empresas de EEUU son mucho mayores

a las colombianas y son capaces de generar grandes economías de escala, por lo cual, en

una licitación abierta, difícilmente se les podría competir en precio y en muchos casos en

calidad.

3. El eventualmente someternos a fuertes sanciones económicas y comerciales por incumplir

la legislación laboral y generar dumping social. (Este punto puede ser positivo ya que va a

forzar a las empresas del país a respetar los derechos de sindicalización y los derechos

humanos y laborales en general).

4. La posibilidad de comprar varios tipos de seguros a compañías norteamericanas se puede

convertir en un problema para las instituciones financieras y compañías del sector y en un

factor de inestabilidad para el país. En este tema han expresado sus reservas personas

como Juan Camilo Ochoa de Suramericana y recientemente el ex presidente Ernesto

Samper en la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores.

5. El endurecimiento de las normas de propiedad intelectual sin duda representaran el mayor

costo económico en este Tratado. En un reciente estudio de la OPS –descalificado por el

Gobierno Nacional- se estimó en 400 millones de dólares el costo económico de prolongar

la protección de las patentes en solo el sector farmacéutico. Además, se estimo que el

aumentar el espectro de patentabilidad generaría un costo para la población de 1200

millones de dólares. A todo eso tendríamos que sumarle el costo de la prolongación de la

protección de las patentes, derechos de autor y similares, en los otros sectores

productivos. La cifra, si bien es muy difícil de cuantificar, no debe generarnos dudas sobre

el alto impacto que tendrá en la población colombiana.


6. En el tema de las telecomunicaciones, Eduardo Pizano, como vocero de las compañías del

sector, ha expresado múltiples reservas en temas como el uso de las redes por parte de

privados, el tráfico de llamadas internacionales y la prestación transfronteriza del servicio,

entre otros, los cuales pueden conllevar problemas para compañías como EPM, ETB y

Telecom, de las cuales los colombianos somos dueños y posibles damnificados.

7. Finalmente, por el lado de los ingresos tributarios aun no se tiene claridad sobre que podría

suceder. El DNP estima que con la disminución de los aranceles el fisco nacional tendría

una perdida de 600 millones de dólares lo cual parecería a todas luces negativo dada la

actual situación de déficit fiscal, pero el CIDE estima que lo que se perdería por concepto

arancelario se recuperaría vía IVA e impuesto de renta –sin necesidad de aumentar la tasa

impositiva- como producto de un mayor dinamismo en la economía, un creciente

intercambio comercial y unas mayores tasas de crecimiento.

Así como dentro de un país tiene sentido que haya unas personas que se
dediquen -por ejemplo- a la medicina, otras a los deportes y otras al periodismo,
así mismo, tiene sentido que entre países unos se dediquen -por ejemplo- al
petróleo, otros al cine, y otros a la alta costura. Las ventajas de la especialización
hacen que el comercio internacional no sea un juego de suma cero, es decir, que
todos los países participantes puedan ganar con el comercio, como lo enseñó
Adam Smith hace más de 200 años.

Más sorprendente aún es el hecho de que todos los países puedan ganar con el
comercio -incluso cuando un país es más pequeño, y menos productivo que otro
país en todos los bienes y servicios-, en la medida en que cada país tiene
incentivos para dedicarse a hacer aquellas cosas en las que es relativamente
mejor, como lo enseñó David Ricardo hace casi 200 años.

En la terminología del comercio internacional, Colombia es un país pequeño, ya


que su capacidad para afectar los precios internacionales de los bienes y
servicios, se limita a unos cuantos productos de exportación. Eso hace que las
barreras a las importaciones que impone Colombia, suban los precios domésticos
de los bienes y servicios afectados, sin que cambien los precios internacionales de
los productos que se importan. Desde hace muchos años los economistas han
sabido que ello genera unos costos a los consumidores, que superan los
beneficios -es decir, las rentas que ganan algunos productores, mas los ingresos
que recibe el gobierno por recaudos arancelarios-.
De otro lado, las exportaciones se han vuelto el foco de atención de gobernantes y
empresarios, pues su éxito en un mercado internacional es sinónimo de calidad,
productividad y de una gestión empresarial eficiente. No es de extrañarse
entonces que las exportaciones sean anunciadas con frecuencia como motores
del crecimiento y del desarrollo.

Sin embargo, una exportación es básicamente la utilización de mano de obra,


capital, tierra, energía y demás recursos escasos de un país, para generar bienes
que se consumen en otro país, es decir, para generar bienestar en otra nación. Si
eso es así, entonces, ¿para qué exportar?

La respuesta es que la única razón de fondo por la cual un país exporta, es para
poder importar. Una mirada cuidadosa permite ver que las divisas generadas por
las exportaciones de un país sirven básicamente para tres cosas. Para pagar
importaciones directamente; para pagar deudas externas (es decir, para pagar
importaciones del pasado), o para ahorrar divisas (es decir, para pagar
importaciones del futuro). Lo que sucede detrás de este proceso, es que el
comercio internacional beneficia a un país gracias a sus propias fortalezas -es
decir, a sus exportaciones- y gracias a las fortalezas de sus socios comerciales -
es decir, a sus importaciones-.

Es en parte por todo lo anterior, que el libre comercio es una política óptima desde
el punto de la teoría, para un país pequeño -como Colombia, y como la gran
mayoría de los países del planeta-. También es una política óptima desde el punto
de vista práctico, ya que evita el desperdicio de recursos en actividades de lobby y
de manipulación de la política por parte de grupos de interés, elimina de raíz el
contrabando y reduce la carga administrativa y fiscalizadora en aduanas.

Desafortunadamente, para llegar al libre comercio, un país pequeño -como


Colombia- no tiene muchas opciones. Puede liberar el comercio unilateralmente,
como a principios de los años 90, pero eso no mejora el acceso de los productores
nacionales a los mercados internacionales. Puede acudir a las rondas
multilaterales de la OMC -como la ronda de Doha-, pero en dichas rondas los
países pequeños no tienen capacidad para fijar agenda y ritmo de negociación, y
dado que poner de acuerdo a más de cien países es prácticamente imposible,
dichas rondas suelen demorarse muchos años en producir resultados tangibles.

Por lo tanto, el camino que queda es el camino de los acuerdos preferenciales de


comercio, como el TLC con Estados Unidos y el ALCA. Dichos acuerdos tienen la
ventaja de que como se hacen entre menos países, consolidarlos es mucho más
sencillo que terminar una ronda multilateral, y como son de doble vía, dan mejor
acceso a los mercados externos, que las aperturas unilaterales. Es en este
contexto que el anuncio hecho el 18 de noviembre sobre el inicio oficial de
negociaciones para la firma de un TLC entre la mayoría de los países andinos y
Estados Unidos, debe ser más que bienvenido.

Después de muchos años de protestar por la falta de acceso a los mercados de


los países más avanzados, nos encontramos con que nuestro principal socio
comercial tiene ahora una Autoridad de Promoción de Comercio (Trade Promotion
Authority) y ha hecho explícita su voluntad para negociar un acuerdo que
establezca unas reglas claras y estables para el libre acceso de bienes y servicios.
Eso es, en pocas palabras, una oportunidad que un país como Colombia no puede
darse el lujo de desperdiciar.

Es importante adelantar diligentemente esas negociaciones y dentro de un plazo


prudencial, pues nada garantiza que la voluntad que han formalizado esta semana
los gobiernos de Estados Unidos, Colombia y otros países andinos, se mantenga
indefinidamente; ya que para nadie es un secreto que el clima y las prioridades
políticas de cualquier país democrático pueden cambiar -por ejemplo- después de
cada elección. Es decir, la coyuntura y la oportunidad que se presentan hoy, no
necesariamente se van a presentar en el futuro.

Ahora, como todo en la vida -y particularmente en la economía-, dichos acuerdos


también tienen costos. Es común que se argumente que los costos de un TLC son
las concesiones que se le hacen a la contraparte. Pero esas concesiones tienen
que ver básicamente con dar mejor acceso, es decir, facilitar las importaciones -
que son la razón de ser de las exportaciones-, y poner unas reglas de juego claras
y creíbles para que los agentes privados puedan tomar mejores decisiones.
Contrario a la creencia popular, estas medidas o concesiones son parte
fundamental de los beneficios de los TLC.

Los costos de un TLC tienen que ver, por un lado, con el hecho de que los TLC
son discriminatorios. Es decir, estos tratados ponen condiciones de acceso
diferenciales entre socios comerciales miembros y socios comerciales no
miembros del TLC. Ello puede hacer que un país termine importando bienes más
costosos -en términos de divisas- desde los países miembros del acuerdo,
simplemente porque esos bienes no pagan aranceles. La magnitud del costo
dependerá, por supuesto, de qué tan ineficientes sean los miembros del TLC, y de
qué tan altas sean las barreras hacia los países no miembros.

El antídoto para este tipo de costos es tener claro que si un país se embarca en
una estrategia de acuerdos preferenciales para liberar su comercio, no se puede
quedar en la mitad del camino. Hoy está sobre la mesa la oportunidad de
garantizar el acceso de largo plazo a Estados Unidos, y esa oportunidad hay que
tomarla. Pero simultánea y complementariamente, se está negociando el ALCA
que nos da acceso a un mercado más grande que el de Estados Unidos, y por lo
tanto representa otra oportunidad que no se puede desperdiciar.

Es más, los TLC de Estados Unidos con México, Chile, Centro América y los
países andinos, van a dejar pavimentado el camino para el ALCA, siempre y
cuando los gobernantes de América Latina tengan la claridad y la visión necesaria
para terminar esa tarea, y para no dejar que sus agentes privados queden en
desventaja en los mercados que se están consolidando entre sus países vecinos.

El trabajo por supuesto, no termina allí. Como pasó con México y Chile al firmar el
TLC con Estados Unidos, una vez se configure el mercado de bienes y servicios
más grande del mundo en el continente americano, la Unión Europea va a tener
incentivos muy fuertes para no perder participación en esos mercados. En ese
escenario, firmar a un acuerdo comercial con la Unión Europea va a ser mucho
más factible de lo que ha sido hasta ahora. Llegado ese momento, también será
necesario consolidar esa opción. Entonces, ya no podremos quejarnos más de la
falta de acceso a los mercados de los países desarrollados.

Aunque en el futuro seguirá habiendo otras cosas para mejorar, la calidad y


credibilidad de las instituciones, y la estabilidad en las reglas de movimientos de
bienes y servicios, mejorarían sustancialmente con acuerdos como el TLC con
Estados Unidos y el ALCA.

Los costos de un TLC también tienen que ver con el hecho de que entre más
grandes son, más grandes pueden ser los impactos sobre la estructura productiva
de un país. Es decir, unos sectores prosperarán, y otros sectores se contraerán. A
largo plazo, es ese cambio en la estructura productiva el que lleva a una
asignación más eficiente de recursos. Pero a corto plazo, ello puede implicar el
desempleo de parte de los trabajadores, la tierra y el capital.

Es por esto que es necesario emprender una tarea de minimización de costos de


ajuste. Con ese fin, se necesita diseñar un cronograma gradual -y sensato- de
desgravación. De igual forma, se necesita hacer un análisis juicioso del estado de
las instituciones y la infraestructura del país, para facilitar el movimiento de
factores, desde sectores ineficientes, hacia sectores eficientes. En particular, sería
bueno dar respuesta a las siguientes preguntas:

- ¿Está preparado el sistema educativo público y privado para actualizar la


capacitación de los trabajadores en transición?

- ¿Está el sector financiero en condiciones de apoyar la transformación del campo


y la movilidad del capital?
- ¿Pueden los acuerdos sobre el sector financiero y de servicios, incorporados en
el TLC con Estados Unidos y el ALCA, facilitar esa transición?

- ¿Qué pueden hacer Estados Unidos y la banca multilateral para facilitar la


movilidad de factores en los países que firman un TLC con países desarrollados?

Sobra decir que un TLC como el que se va a negociar con Estados Unidos es una
buena oportunidad para afinar esos instrumentos, que de por sí son importantes
para un país en desarrollo, con o sin TLC.

Finalmente, y relacionado con los costos de ajuste, hay que recalcar que los TLC
tienen impactos distributivos. Independientemente de los efectos de un TLC
grande sobre la distribución del ingreso -algo sobre lo cual es difícil poner de
acuerdo a los economistas-, es necesario que los países que se embarcan en
esos procesos, hagan un esfuerzo consciente por mejorar la cantidad y la calidad
del gasto público que le llega a los sectores más pobres de la población, como
instrumentos para dar legitimidad a los acuerdos. De lo contrario, corren el riesgo
de que las reformas hechas con gran esfuerzo se reversen -así sean positivas- y
que se desperdicie una oportunidad que puede ser difícil volver a encontrar.

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