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A mí me funcionó a la primera. Ya os
digo, hacía un frío del carajo, eran las
dos de la madrugada, estaba oscuro, sólo
la tenue luz de la vela encendida para
reclamar la presencia de mis tres mujeres
de apoyo. Me hallaba desnuda, sentada en
el cojín. Envuelta en la manta, había
dejado al aire la parte delantera del
torso, a escaso metro de la estufa de gas.
Atendiendo a la indicación, pegué mi
talón derecho a la entrada de mi vagina,
en ligero contacto con la punta externa
de mi clítoris. Enseguida, éste se despertó,
risueño. Todo mi cuerpo le respondió, con
una ligera vibración liberadora.
Seguí con las instrucciones. Al principio,
con mucha disciplina, contando en voz
baja… Cuando llegué a 24 vueltas, mi mente
empezó a soliviantar. Apareció el
vigilante jurado del Guggenheim, mi
cerebro empezaba a recibir respuestas
fisiológicas que le resultaban
desconcertantes y por ello intentaba
mandar sin ton ni son. Calculo que
aparecieron unas tres mil justificaciones
posibles que me animaban a abandonar la
práctica. Visualizaba cada una de ellas
como cuerdas que se querían apretar
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