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“Siéntate desnuda, o con las bragas


puestas - para mí es más cómodo con las
bragas -, en el suelo o en la cama en la
posición del loto.

Mira en la red si no conoces esta posición


y hazla sencilla y fácil, con las piernas
simplemente cruzadas delante de ti y sin
forzar nada. Olvida lo de poner cada pie
encima del muslo contrario…
probablemente no eres una yoguini que
lleva treinta años ejercitándose ni falta
que hace. Ponlos en el suelo.

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Mantén la espalda todo lo recta que


puedas sin tensarte, relaja los hombros .
Si no puedes hacerlo, deja una pierna
estirada y dobla la otra hacia ti.

Siéntate parcialmente sobre un cojín si


ello te facilita la postura.

Roza con el talón del pie que más te


convenga la abertura vaginal junto con
el clítoris y mantén algo de presión
durante todo el ejercicio.

Respira tranquilamente y sonríe.

Pon cada mano sobre la parte superior del


seno correspondiente y comienza con cada
mano un movimiento de rotación hacia
fuera, cuenta tranquilamente entre 40 y
100 círculos completos rodeando tus senos
– sin rozar el pezón.

Siente tu pecho, su suavidad, su ternura.


Puede estar dolorido y tenso, trátalo con
mimo. Puedes sentir otras cosas porque,
aunque no lo notes, vas a empezar a mover
energía desde tu perineo hacia arriba,
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simplemente acepta lo que tu cuerpo te


muestra o no te muestra. No hay prisa.
Sonríe.

40 y 100 son cifras factibles. Según el Tao


de la sexualidad 36 círculos sería el
mínimo y 360 el máximo. Haz lo que te
parezca y apetezca entre estos dos
extremos.

Tienes que hacerlo dos veces diarias, al


levantarte y al acostarte. Si encuentras
otras horas que te vengan mejor puedes
intentarlo, pero si no lo haces o sólo
cuando te acuerdes, no te funcionará.”

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Me encontré con este blog1 una noche,


navegando un tanto a la deriva, la red en
calma chicha, arreciando. Buscaba
información sobre menopausia. Por aquel
entonces no sabía realmente qué
necesitaba. Un no se qué, algo que me
contara un cuento diferente al que
prevalecía ahí fuera. Distinto a ese
aterrador mensaje que me decía que mi
vida y mi cuerpo iban a ir en declive a
partir de ahora, pero que no me
preocupara, pues tenían de todo para mí.
Empezaron mostrándome cremas anti-
                                                                                                                       
1
 http://menobl.blogspot.com.es, blog de Rosa María Benito Moreno  

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arrugas, anti-estrías, anti-grasa y


siguieron con mini pañales, utilizando
para ello a una bella, canosa y sonriente
mujer de edad indefinida, pero madura. Así
me mostraban el camino hacia mi destino
natural, por si acaso me daba por
perderme…
Aunque estas mujeres me parecen
bellísimas, - un poco photochopeadas, pero
exquisitas, - ya sabemos lo lista que es
la publicidad -, yo no me identifico para
nada. Ni en su forma de vestir, ni en los
lugares que ocupan, ni la gente que le
rodea, todo eso tiene muy poco que ver
conmigo. Así todo, dos años atrás,
seguramente cautivada por alguna de
estas imágenes coladas en mi
subconsciente, me dejé crecer la melena y
prometí devenir una mujer orgullosamente
mayor, de pelo largo, canoso, brillante y
terso… Sin embargo cuando mi cabellera
llegó a cubrir mis hombros, las canas me
devolvían una imagen que yo todavía no
quería ver. Mi sentido de la estética se
acerca mucho más a Gioconda Belli que a
Simone de Beauvoir, qué le vamos a hacer…
Además soy blanca, europea y de educación
francamente aburguesada, en definitiva,
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tremendamente influenciable por todo tipo


de basura publicitaria. Así que una
mañana me teñí el pelo. Así volvió el
fuego. Eso sí: yo, mucho más dueña de aquel
hogar caliente, donde fácilmente habían
ardido troncos, con llamas, a veces,
demasiado altas. Quemé muchas praderas...
Esta vez se trataba, y sigue siendo, como
un fondo de buena barbacoa. Brasas
enormes, al rojo vivo, mantienen toda la
energía bien concentrada en el centro de
mi útero, así lo noto. Puro entusiasmo,
pero poca euforia. Bien por mí. Estando en
ese trance, navegaba yo por la red, como
ya dije antes, cuando apareció ante mis
ojos el “ejercicio del ciervo”. Tan fácil,
tan bien explicado, que era imposible no
probarlo. Esta vez no se trataba de nada
rarito, este me parecía un ejercicio que
rozaba, nunca mejor dicho, el sentido
común, era pura piel, cercano...Estaba
harta de tanta autodisciplina, empezaba a
rozar la escuela espartana pero yo vengo
de otra estirpe, mucho más… lujuriosa. Que
si yoga, que si Chi Kun, a nadar, a correr,
todo está bien, sigo con todo ello, pero lo
que de verdad me pasaba a mí en ese
momento, es que llevaba un tiempo sin una
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rutina amorosa, del tema carnal para ser


más precisa. Tenía algún que otro amante
anecdótico, pero a mí me gusta mucho el
disfrute del cuerpo compartido, y haría de
él, si pudiera, un cotidiano. Necesitaba
colmar algo que ninguna de las
disciplinas antes mencionadas me
proporcionaban. Al fin aparecía un
ejercicio que proponía explícitamente:
“Tócate”. Y encima los pechos, mi pasión…
Uauuu…

Mi primera vez fue aquella misma


noche.

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Era invierno y la reinante


precariedad económica impedía encender
las hermosas estufas que colgaban en las
paredes de mi casa. Tras leer el ejercicio,
decidí probarlo de inmediato. Arrimé la
estufa de gas a la zona de la alfombra de
mi dormitorio, coloqué ante la catalítica
al rojo vivo el cojín de meditación y dejé
a mano una gran manta que siempre
acompaña mis noches frías.

Preparé el ambiente. Puse una vela a


las grandes amistades que hoy siguen
guiándome. Mi buda sonriente de tienda de

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chinos tiene cuerpo hermafrodita, me


encanta. La veo cómoda, con una rodilla a
tierra y la otra al cielo, la postura de
descanso del guerrero según el Tao. Su
codo está apoyado en la pierna, su mano
sosteniendo la cabeza ligeramente
inclinada, en estado de plenitud. Verla a
diario me ayuda a recordar la necesidad
de respirar, de soltar tonterías, de
sonreír a la vida pase lo que pase. Lo
logro. A veces. Me gustan estos budistas y
sus cosas, me inspiran. También me encanta
todo esto del Tao. Descubrí, tiempo atrás,
la meditación de la Sonrisa Interior.
Practicarla me ayudó a conseguir cierta
paz en mi mundo interno bastante
refunfuñón por inercia.

La segunda presencia es mi gran


guardiana Ishtar, con sus serpientes
entre las manos. Ésta volvió conmigo
desde Atenas el verano pasado. La compré
en una tienda de souvenirs en
Monastiraki. En principio la compra
estaba pensada para mi hijo, apasionado
por la mitología griega, pero la diminuta
estatuilla acabó como parte de mi recién

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estrenado altar. En el pequeño pedestal


del cual la estatuilla se despegó muy
rápido, una inscripción decía “Goddess of
the Snakes”. Brutal. Justo lo que
necesitaba en ese momento, una Ishtar.
Aunque viniera de Grecia, a mí me servía.
Me pone las pilas. A través de su poderosa
postura, con su falda larga, me muestra
cómo mantener los brazos abiertos, los
pechos desnudos, entregando siempre el
corazón, y sin embargo sujetar, ser dueña
de mis actos, de mis serpientes, pues
afirmo aquí y ahora que la vida es igual
que aquellas culebras. A veces se te
enroscan en las manos, te suben por los
brazos y no puedes deshacer el nudo
hasta que ellas ponen de su parte. Sin
embargo toca resistirse a la idea de
cerrar los brazos y con ellos, el órgano
emperador. Que no se me vaya la olla, en
pocas palabras…

La tercera en mi altar es la Virgen


Negra. Tengo una pequeña réplica de la
Virgen de Montserrat, que me regaló Laia,
los ojos negros más iluminados que he
conocido. Esta mujer, negra como un buen
abono para la tierra, sentada con una

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criatura en su regazo es, para mí, el


símbolo de la díada amorosa más
sensacional que una puede imaginar, un
cuerpo a cuerpo que genera sin parar
oxitocina… Yo, como buena adicta al placer
que soy, me enganché a la sensualidad que
me proporcionó dicha hormona. Disfruté
“como una loca” de la crianza cuando me
tocó. Tampoco fue perfecto en otros
aspectos, claro, pero una cosa es segura:
sentía altas dosis de gozo en mi cuerpo
al dar de mamar. Algo muy parecido a un
buen polvo. Me encantaba que mi bebé me
chupara el pezón. Mostrar mis enormes y
abundantes pechos y dar la teta en
público tenía algo de prohibido, y como
todo lo proscrito, me excitaba sobre
manera, y desconcertaba a cualquier
representante de la Ley, cosa que, por
supuesto, me ponía todavía más. Tan
abundantes eran mis pechos, tan absoluta
nuestra entrega en cada mamada que, una
vez, me quisieron echar de una sala del
Guggenheim de Bilbao, con la excusa de
que en el museo no se puede comer. El
pobre vigilante, extasiado ante nuestra
visión, debió quedar absolutamente
bloqueado, sin pensamientos propios. Tuvo
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que recurrir a su fichero cerebral


llamado “leyes absurdas” para frenar la
caótica excitación que le iba invadiendo
y desbordando ante tal imagen. No se
puede luchar contra los arquetipos… En
vez de admirar aquella escena de Madonna,
la verdadera obra de arte de esa sala, él
quería que me fuera porque, decía, mi bebé
estaba comiendo. Hay cosas que sólo
pueden provocar risotada. Después de
entregarme a ella, allí me quedé. No me
levanté hasta que mi hija se hubo saciado
de la tibia y grasa leche que manaba de
mi pezón, acto que no iba a parar por
ninguna cosa en el mundo, pues como ya
dije, nos llenaba a ambas de sumo placer.
Por eso tengo una Virgen Negra en mi
altar, para recordar los maravillosos
momentos de mi sexualizada maternidad, y
mantener la oxitocina activa en mi
cuerpo.

Desde que cuento esto, que tengo un


altar en mi casa, dicen que me he vuelto
espiritual. A mí me suena como si me
estuvieran insultando, pero ya me da
igual. Aquellos amigos que me conocieron
en tiempos remotos dicen que he cambiado.

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Yo, socarrona y cada día más coqueta,


sonrío para mis adentros: mi adolescente
rebelde y reñida con su vena espiritual
ya ha entendido de qué va todo esto y le
encanta.

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Mi falta de pareja estable me llevó


durante dos largos años a una situación
ansiosa en la que cualquier persona
entre 40 y 50 años, mujer u hombre que se
cruzara en mi camino, se convertía para
mis adentros en una posibilidad de
compartir juegos eróticos. Estaba
realmente necesitada, o eso creía yo. Caí
en una extraña depresión que quise
tratar a mi manera, sin ayuda de la
farmacopea industrial. Elaboraba
pensamientos turbios, cóckteles de
ingredientes venenosos. Me sentía “sola en
la vida”, me imaginaba envejecer sin

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apoyos, no terminaba de separar el grano


de la paja.

Tras un viaje largo y muy sinuoso,


cuando aparecieron la meditación, Buda,
Ishtar y la Virgen Negra, a la par que
cultivaba amistades, y ponía atención en
mi cuerpo, fui olvidando. Ya no sentía
carencia angustiosa. Lo que tanto me
habían mencionado una y otra vez se
empezó a materializar: me amaba a mí
misma; de una forma corpórea, ya no tenía
esa idea exigente y desatendida flotando
en mi cabeza. Era algo que ocurría en mi
cotidiano, y por ello iba encontrando día
a día lo que necesitaba realmente en cada
momento. Un día, danzando desnuda en mi
habitación al son de UrsulaRucker, la luz
tenue del atardecer formando extrañas
sombras sobre mi vientre y mis pechos,
dije en voz alta: “¿Con quién mejor que
conmigo?” Pensé en Santa Teresa de Jesús,
me sentí mística, después me reí, como
poseída.

Pero volvamos a esa noche gélida en


la que apareció el ejercicio del ciervo…

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A mí me funcionó a la primera. Ya os
digo, hacía un frío del carajo, eran las
dos de la madrugada, estaba oscuro, sólo
la tenue luz de la vela encendida para
reclamar la presencia de mis tres mujeres
de apoyo. Me hallaba desnuda, sentada en
el cojín. Envuelta en la manta, había
dejado al aire la parte delantera del
torso, a escaso metro de la estufa de gas.
Atendiendo a la indicación, pegué mi
talón derecho a la entrada de mi vagina,
en ligero contacto con la punta externa
de mi clítoris. Enseguida, éste se despertó,
risueño. Todo mi cuerpo le respondió, con
una ligera vibración liberadora.
Seguí con las instrucciones. Al principio,
con mucha disciplina, contando en voz
baja… Cuando llegué a 24 vueltas, mi mente
empezó a soliviantar. Apareció el
vigilante jurado del Guggenheim, mi
cerebro empezaba a recibir respuestas
fisiológicas que le resultaban
desconcertantes y por ello intentaba
mandar sin ton ni son. Calculo que
aparecieron unas tres mil justificaciones
posibles que me animaban a abandonar la
práctica. Visualizaba cada una de ellas
como cuerdas que se querían apretar
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alrededor de mi vientre. Pero ya hace un


tiempo que tengo a mi abuela materna
tranquilita, así que ya no me castro a mí
misma. Seguí acariciando mis pechos
enérgicamente, pues era lo que ellos me
pedían en ese momento. Me permití
entregarme a la apertura que aquello
traía a mi cuerpo, algo nuevo. Me
fastidiaba el detalle limitador de no
poder rozar los pezones porque, por la
vuelta 56, me entraron unas ganas de
atraparlos entre mis dedos pulgares y
todo el resto de la mano por debajo, de
darles un suave pellizco, un poco más de
presión sobre la tetilla endurecida. Hoy
sigo practicando a diario, y a veces, me
dejo llevar… Soy muy poco disciplinada…

Me propuse mantener la práctica al


menos durante un mes. Ciertos días al
levantarme o acostarme, quería escapar
hacia otras acciones, pero ahí estaban mis
tres mujeres, acudiendo a mi rescate
cuando la pereza y la desidia me
invadían. Debo dar las gracias a estas
damas, pues a veces me empujaban o me
cogían de la coleta para sentarme en el
cojín y practicar, sí o sí, al menos dos

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veces al día. Ya no hace falta, pues lo que


empezó siendo una obligación se convirtió
en puro placer y también en pequeña
dependencia.

Me encanta tocarme los pechos, me


pone a cien. Tener tantas vueltas para
acariciar, masajear, rascar, de las mil
maneras posibles es sencillamente un
regalo, yo empiezo y termino el día mucho
más en mi sitio. Déjate de spinning…

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Recuperé el placer por vestir.


Llevaba muchos años sin prestar
demasiado atención a mi atuendo,
simplemente cogía lo primero que me
parecía cómodo, sin atender a nada más.
Volví entonces a fijarme en mi armario y
me sentí por un momento desolada al ver
las camisetas, los pantalones, todo
demasiado gastado, los jerseys con tantas
bolitas y puntos sueltos, los escasos
vestidos… Esa tarde la pasé tirando cosas,
quedándome con aquello que me pareció
salvable, prendas emocionalmente

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vinculadas a momentos importantes. Tras


la limpieza, fui a la tienda de segunda
mano que tanto me gustaba. Sin
atiborrarlo en demasía, repuse mi armario
con prendas agradables al tacto y a la
vista que, además, me sentaban
perfectamente.

La comida empezó a ser importante y


cocinar se volvió ritual. Miraba y
palpaba cada ingrediente con ternura, mis
dedos recorriendo la piel de aquellos
puerros antes de dedicarme con suma
delicadeza al corte fino… Al comer,
masticaba con lentitud y saboreaba,
utilizando mi lengua sin prisa antes de
tragar. Me di cuenta de que esto no había
ocurrido apenas antes, al menos hasta
donde mi memoria alcanzaba.

Pasaban los días y yo cada vez más


tranquila y risueña, con cierto aire de
pánfila, no me reconocía. Al principio
aquello me inquietó, tenía cierta
sensación de estar volviéndome un tanto
estúpida, todo me parecía demasiado
simple… ¿Sería aquello la famosa
destrucción del ego? ¿Y quién pasaba a ser

26  
 
 

yo entonces?... Lo único que sabía es que me


sentía cada día mejor, mis gestos eran más
armoniosos y delicados. Un día me
sorprendí acariciando el volante de mi
coche con una sensualidad que mantenía
mi útero ronroneante, igual que el motor
de mi coche que por cierto apenas acelero
ya más de lo necesario.

Durante uno de mis paseos


cotidianos, contemplé, asombrada, un
hermoso árbol. Se hallaba en un lugar
que, de súbito, califiqué como especial.
Había pasado cientos de veces por ahí,
pero aquel día lo veía totalmente
distinto. Me pareció un olmo aunque luego
descubrí que no lo era. Sigo sin saber con
certeza cómo se llama, sin embargo ya no
tiene importancia. Era la figura central
de una pequeña pradera. De tronco corto y
ancho, su copa circular se desplegaba,
llenando el espacio de una dignidad
contagiosa. Estaba rodeado por algunos
frutales entre los cuales un caqui, con
sus bolas anaranjadas, como adornos de
Navidad. Fueron delicias para mi paladar
durante aquel invierno soleado. Aquellos
frutos, pedidos al árbol, tiernos, tibios

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por el sol, entraban en mi boca


absolutamente exquisitos. Mi lengua los
acogía con ternura, respondiendo de buen
grado a la blandura recibida por aquel
manjar. Su sabor inundaba mis papilas
gustativas y me tragaba todo aquello con
inmensa glotonería…

En esa misma época aparecieron a


través de mensajes que recibe una a saber
porqué, varias ilustraciones magníficas
de mujeres árbol. Me entró la curiosidad:
¿Tendremos realmente conexión?

Introduje en mi paseo cotidiano la


visita a aquel lugar que en otros tiempos,
cuando todavía existían los rituales
colectivos prohibidos, había sido sin duda
un punto de encuentro. Quizás algo
referido a la magia, de la que,
actualmente, no tenemos apenas
conocimiento, así latía mi intuición.

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Al principio sólo lo miraba,


buscando mentalmente cuál era el vínculo.
Luego me fui acercando, tímida, presa de
cierta vergüenza por la que tuve que
transitar. Empecé a susurrarle
banalidades hasta que, el tercer día, lo
toqué. Mis manos sobre su tronco avivaron
recuerdos táctiles de caricias miles. Allí
estaban todas, las fui redescubriendo y
rememorando a través del simple contacto
de mis dedos con aquel ser vivo: las de mi
madre y mi padre sobre mi cuerpo pequeño,

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tan remotas; las de mis primeros amantes,


torpes pero vivísimas; las de los largos
amores, que fueron decreciendo hasta
volverse invisibles, momento en el que la
ruptura se hizo inevitable, pues no
supieron transmutar; las de las amistades
que nunca mueren, tan escasas… Las de mis
hijos, que según crecen, se van escapando,
aunque yo me empeñe en seguir
reclamándolas…

Lloré. Lloré serenamente ante aquel


árbol, apoyada en su tronco. Lloré por
todas las caricias dadas, las recibidas;
por las que no se materializaron,
agazapadas tras el miedo a mostrar lo
profundo de una misma. Me abracé a su
contorno inabarcable y sentí cómo ese
gesto de entrega me era devuelto desde
cada vena cargada de savia. Me apoyé en
él como quién se entrega a un cuerpo que
consuela, que no juzga, que acepta ese
momento tal cual, con todas mis lágrimas.
Empecé a sentir su calor. Me invadió, me
llenó, me colmó. Aunque no oía su voz, él
me susurraba: “Estoy contigo, siempre…” tUn
movimiento ondulante subió desde las

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plantas de mis pies, llenando mi sacro,


despertando a la pitón acurrucada en él.
La sinuosa presencia empezó a recorrer mi
columna vertebral, en un movimiento
ascendente y circular, en una espiral
infinita. Mi pelvis se ablandó en ese
preciso momento, de a una, mi útero se
volvió lapa y se colocó justo detrás de la
capa de tejido que mantenía caliente mi
bajo vientre. Mi cuello giró hacia la
derecha y así mi mejilla izquierda pudo
posarse sobre la corteza que empezó a
recordarme el roce de la barba de mi
padre. Mis brazos también se llenaron de
aquel movimiento reptil y empezaron a
acariciar al tronco. Pegué todo mi cuerpo.
Su tacto, al principio seco, fue tornándose
suave. Yo disfrutaba con aquella
penetrante comunicación. Observaba mi
mente, molesta. Intentaba mantenerse
alerta, despertando mi sentido del oído,
queriendo que mirara hacia atrás, por si
venía alguien, el vigilante del Guggen, y
me veía en aquella situación, una vez más
queriendo arrancarme de un momento
sublime. Pero mi boca ya se había
encontrado con una rendija del tronco y

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me abandoné al sabor, al olor de aquella


madera.

Llegaron de nuevo los recuerdos en


una gran oleada. A mí, niña de campo, con
faldas y braguita de lacitos rosas que
tejía a ganchillo mi tía Maria Eugenia, me
encantaba subir a los árboles. Siempre
había recordado lo que veía desde su cima,
el correr de las nubes en el cielo, la
extensa y verde pradera, el viento que
agitaba las hojas, algunos de sus
habitantes, ardillas, insectos y pájaros.
Reproduje entonces un gesto que se me
hizo muy familiar, propio: mis muslos se
contrajeron suavemente el uno contra el
otro, emulando aquellos tiempos de niñez,
encaramada a una ancha rama, cual
montura, una sonrisa de éxtasis y el
gustito que subía desde mi entonces
pocholina, llenando mi vientre,
esparciéndose desde ahí hacia el resto
del cuerpo, atendiendo los lugares más
recónditos de mi anatomía, hasta los
pequeños e insignificantes meñiques de
cada pie.

Llegaron, pues, los recuerdos, las

32  
 
 

lágrimas y los efluvios al mismo tiempo.


Al pie de ese árbol centenario, tuve un
orgasmo mientras lloraba tiernamente,
consolada. Lento, suave, delicado, fui
absolutamente dueña de su ir y venir. Me
mantuve ahí, gozando, perdida la noción
del tiempo. Pudieron pasar 20 segundos así
como tres horas.
Cuando muy despacio empecé a despedirme
del contacto de aquel árbol, todo me daba
absolutamente igual. Me reí, sola, de buena
gana, nunca me había sentido tan
acompañada.

Visité a aquel amante durante todo


el invierno, casi cada día. Le hablaba ya
desde lejos, le avisaba de mi llegada y él
se preparaba, hermoso, desnudo de sus
hojas, sus ramas secas y gastadas, regio,
paciente. Verle, a 20 metros me colmaba de
amor, me ablandaba la boca, dulcificaba mi
mirada, soltaba mi caminar. Iba a su
encuentro tranquila.

Cuando llegó la primavera, él se


llenó de brotes verdes que se
convirtieron en diminutas hojas, perfectas
ya su forma, la misma sensación que sentí

33  
 
 

cuando nacieron mis perfectos bebés. Algo


empezó a manifestarse con mucha fuerza.
Quería compartir todo ese placer que
fluía por mí con otros cuerpos. Se lo dije
a mi amante. Él estaba hermoso. Sentí que
aceptaba tranquilo mi decisión, le prometí
volver y contárselo todo.

Algunas de mis amigas siguen


empeñadas en que me abra un perfil en
una aplicación de contactos. Yo no le veo
la gracia. A algunas les ha ido bien.
Disfrutan del constante intrusismo del
wasup, mandando corazoncitos que
anuncian la posibilidad de encuentro. A
mí no me pone nada, o sí. Me pone muy
nerviosa, ansiosa, y es exactamente lo
contrario a mi actual búsqueda personal.
Me he vuelto una rara en este mundo de
inmediatez. Sigo prefiriendo el latente
erotismo de la paciencia. Éste árbol, el
ejercicio del ciervo, los aromas de los
aceites con los que me unto, mi caminar
que mece las caderas, han puesto el listón
muy alto. Me entra pereza cuando las veo
deslizar el dedo por la pantalla de su
teléfono, encendidas por la interminable
lista de posibles amantes. Tantas fotos

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que mirar, elegir un rostro, un cuerpo, sin


olerlo, sin antes rozarlo, sin escuchar la
voz… No sé, seguro que es mi abuela
materna tirando de mi falda, pero esta vez
me convence.

Sin embargo esa primavera, quise


abrirme a lo que tanto tiempo había
mantenido bajo candado. Deseaba compartir
cuerpo con una mujer. Si aquello debía
suceder, sería acompañada por una de mi
confianza y que, además, me deseara.
Llamé a Nieves.

35  
 
 

No había tenido una relación sexual


con ninguna mujer, salvo en los inicios de
mi adolescencia, cuando mis pechos
empezaron a asomar, hinchándose mis
pezones. Durante las vacaciones de verano,
dormía con mi prima y nos acariciábamos
amorosamente hasta que nos dormíamos. Nos
pilló su madre y se montó un pollo. “Esas
cosas son de mayores y además no se hacen
entre chicas, es pecado. Ya encontraréis
un hombre guapo cuando seáis más
grandes.”…

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No sé qué le pasó a mi prima, pero en


mí algo debió quedarse escrito, como en la
piedra de Moisés, un gran mandamiento,
pues me quitó las ganas de seguir por ese
camino vetado que me parecía sin embargo
tan alentador. Creo que ese incidente hizo
de mí una heterosexual normalizada. Por
supuesto, en aquel entonces, no sabía nada
de estos términos políticos y de la fuerza
del pensamiento hegemónico. Hoy sí. No me
quedaba otra que remediar esa terrible
confusión que experimentaba en mi cuerpo
como una enorme resistencia y que había
transformado algunas de sus hermosas
partes en roca. Llevaba un tiempo
sometiendo a aquella dura masa a una
terapia de amor, ejerciendo un suave y
constante pulido, y por fin estaba
preparada sin que nadie me frenara ni
tampoco me empujara a ello.

Nieves se mostró absolutamente feliz


de desvirgar a una mujer madura tan
hermosa como yo, esas fueron sus palabras.
Quedamos en encontrarnos un fin de
semana lejos de casa, en un ambiente de
costa: playa, arena fina, aguas
transparentes, pescado fresco a la

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plancha y cielo estrellado, parecían


ingredientes sublimes para aderezar el
plato fuerte.
Llegamos al lugar acordado por separado,
pues ella estaba trabajando en Madrid, yo
seguía en nuestro pequeño pueblo de
montaña, en el Sur.

Desde el viernes por la tarde,


cuando cogí la furgoneta que iba a ser
nuestro nido de amor, utilizamos los
teléfonos para llenar de flujo abundante
nuestras vulvas. A través de aquellos
inofensivos aparatos, corrieron ríos de
palabras que nos encendieron a ambas,
fabricando frases llenas de deseos,
imágenes y metáforas. Para una persona
ajena al embrujo, todo ese lenguaje
parecerá simplón, a veces vulgar, otras
demasiado endulzado, quizás provocador.
Sin embargo, para nosotras, era un previo
delicioso que mantenía mis pezones
visiblemente erectos a través de mi ceñida
camiseta…

Nieves tuvo muy clara desde la


adolescencia la gran necesidad de
experimentar con su sexualidad. Descubrió

38  
 
 

a través de la sana promiscuidad lo que


más le gustaba: el sexo con dosis altas de
ternura y eso, decía, se da sobre todo en
el sexo compartido entre mujeres. Aunque
nunca sacó definitivamente a los hombres
de su alcoba, mantenía relaciones sobre
todo en un entorno femenino. Era una
poliamorosa. Se negaba a tener pareja
estable desde que un tipo por poco le
rompió el corazón. Ella decía que al fin y
al cabo agradecía a ese capullo el
haberle abierto los ojos sobre algunos
aspectos entorno al amor romántico. Yo la
envidiaba, me parecía que su postura era
la más coherente con mi manera de pensar,
pero en la práctica estaba a años luz.
Aunque era para mí un modelo a seguir,
sabía también que mi vida había seguido
otro camino y que en todo caso podía
sonsacar de su experiencia para crear la
mía propia. Ser Nieves era imposible.
Me decía que yo era una lesbiana
reprimida y que de buen grado me
enseñaría las delicias de compartir
cuerpo con otra. También me decía que
leyera a Monique Wittig para entender lo
que era ser una lesbiana. Yo sonreía,
todavía tan tímida y conquistada por las
39  
 
 

palabras de mi tía. Pero, aquella


primavera, el árbol había derretido cual
mantequilla aquella sentencia
petrificada en mi cuerpo y yo, por fin,
estaba más que dispuesta a atrapar al
vuelo ese mensaje insinuante tantas veces
lanzado por una mujer que sin duda me
atraía también físicamente. Y también
había leído a la Wittig.

Nieves medía 1,70 m., unos centímetros


más que yo, morena de pelo y de tez, su
cabello ondulado, cortado a media melena,
el flequillo siempre revuelto. Teníamos
casi la misma edad, ella ligeramente más
joven. Gustábamos de hacer muchas cosas
juntas, desde arreglar su cuarto de baño,
poner una estantería para mis libros,
recorrer la montaña o contarnos las
intimidades que sabíamos guardadas a
buen recaudo entre los labios suavemente
sellados de la amistad. Ella siempre decía
que nos faltaba el toque final, no
hablaba de ser novias, ni de vivir juntas,
ni nada de esto que ella llamaba
relaciones heterosexuales normalizadas.
Sólo hablaba de ampliar más nuestro

40  
 
 

campo de relación, poniendo en juego


nuestros cuerpos tal y cómo sentíamos.
Pero respetaba mi represora cobardía y
nunca me presionó.
La confianza absoluta y su cuidado me
animaron a darle la autoridad y decidí
que sería mi maestra en este camino que
deseaba recorrer.

41  
 
 

Así llegué hasta aquel destino


playero. Empapada mi vulva, iba a recoger
a Nieves, un tanto nerviosa. Aparqué la
furgoneta, cogí la mochila del asiento del
co-piloto y me dirigí hacia los baños de
la pequeña estación de autobuses.

Cerré a cal y canto y tras colgar la


bolsa en el gancho de la puerta, mandé el
último mensaje: -“Me encantaría entrar a
un bar, no verte pero saber que ya estás…”
Nieves devolvió un escaso -“Así sea”-. Me
había aconsejado dar rienda suelta al
nombramiento de mis deseos fantasiosos.

42  
 
 

Me quité la sudadera, las deportivas,


los vaqueros, las bragas y la camiseta.
Abrí la mochila y saqué un vestido
primaveral, de floreado estampado que
deslicé por mi cabeza . Me quedaba
ajustado en la cintura, resaltando mi
curvado contorno, y terminaba con cierto
vuelo por encima de la rodilla. Me gustan
los vestidos para los encuentros
amorosos. Imaginaba las manos de Nieves
deslizándose sin problemas hacia mis
piernas, mi culo y mi vulva. Me excitaba
pensar en ese momento. Cambié las
zapatillas de deporte demasiado gastadas
por unas sandalias todo terreno. Guardé
sin cuidado la ropa que me había quitado
y salí. Delante del espejo de la zona de
lavabos, saqué el neceser. Me limpié los
dientes, retoqué el contorno de mis ojos y
me perfumé las muñecas y ambos lados del
cuello con 4 gotas de aceite esencial
especialmente preparado para activar la
zona del sacro. Mi amiga Lila, una bruja
moderna, recuperadora del alambique, nos
lo prepara de forma artesanal. Aquel era
un aroma embriagador. Deposité, en un
gesto intuitivamente ritualizado, mi dedo

43  
 
 

corazón izquierdo sobre la apertura de mi


vagina, atrás, y lo deslicé hacia arriba,
recorriendo el entre nalgas. Mi yema iba
dejando a su paso un rastro ínfimo de
aceite, así todo, el olor que me llegó era
penetrante. Solté mi melena y entre las
mechas pasé mis dedos, en un intento de
poner orden a esa indómita selva, a la
par que masajeaba mi cuero cabelludo, un
tanto tenso por la coleta.

Miré el teléfono silenciado y leí el


mensaje de Nieves. “Estoy en el bar El
Encuentro, justo enfrente de la estación.
Un nombre muy acertado para nosotras.
Ven…”
Coloqué la mochila en el hombro
izquierdo, salí por las puertas
acristaladas y me encontré en la pequeña
plaza de aquel lugar de clima
mediterráneo. La brisa marina traía el
aroma característico de los puertos de
pesca. Inspiré despacio y ese gesto alzó
mi mirada. Por la gran mancha azul
cruzaron dos gaviotas. Seguí sus
recorridos y me llevaron hasta el mar.
Turquesas eran sus calmadas aguas. No
cabía en mí, por tanta belleza

44  
 
 

circundante, por lo que llegaba.. Volví la


vista hacia la plaza y apareció ante mis
ojos el azul toldo del bar “El Encuentro”,
en letras cursivas blancas.

Entré. La mitad de las mesas estaban


ocupadas por charlas que parecían
amenas. El camarero estaba dejando un
zumo de naranja sobre la barra, ante
nadie, así presentí que Nieves había
cumplido su parte. “Otro igual que éste”,
dije señalando el vaso lleno de líquido
naranja. Dejé, confiada y distraída, mi
mochila en una silla alta junto al
mostrador y me dirigí hacia los baños.
Lento, lento, rápido, rápido: cuatro toques
discretos con el nudillo de mi índice
derecho. Mi cuerpo palpitaba de arriba a
abajo… La puerta se abrió, la luz estaba
apagada. Entré e inmediatamente reconocí
el olor de Nieves. Sentí como me derretía
lentamente, era líquida, viscosa, de
repente la serpiente se deslizaba de
nuevo. Sentí la lenta aproximación que
tanto me excitaba: un metro, centímetros,
después milímetros. Percibí el calor que
desprendían nuestros cuerpos. Las
respiraciones iban adaptándose la una a

45  
 
 

la otra, sexos y corazones que latían al


unísono, todavía sin tocarse, permitiendo
que ese tiempo se dilatara al máximo,
disfrutando del deseo y de la paciencia. Y
suavemente, la llegada del abrazo, las
manos que empiezan a recorrer
acariciando, palpando, presionando, los
labios rozando la piel del cuello, un
ligero mordisco, un atisbo de lamido, y las
bocas que al fin se encuentran
licuándose, una en otra, lenguas vivas
que se enroscaban, pelvis imantadas, ya no
hay gravedad, el agua nos mantiene
fluyendo… Todo desapareció. La sensación
más intensa la provocaba su útero
enredándose al mío. El presente se apoderó
de nosotras.

Entonces la energía cambia. Los


gestos precisos piden con claridad, con
más urgencia. Me levanto el vestido, los
labios de Nieves van besándome el cuerpo,
hasta llegar a mi bajo vientre. Yo masajeo
su cabeza, dirigiéndola con suavidad
hacia los lugares que elijo. Abajo, sus
manos separan el vello de mi pubis, los
dedos delicadamente sabios. Besa la vulva
ardiente con su lengua blanda. Yo

46  
 
 

ronroneo, y de súbito río, entregada.


Nieves también. Tras unos minutos de
deleite, separo mi clítoris de su boca y
ella se pone en pie ante mí. Termina de
quitarme el vestido y saca mis pechos del
sujetador. Yo agarro de nuevo su cabellera
y la guío hacia el pezón izquierdo que
mordisquea con la sapiencia de los
cuerpos que conocen sus leyes, la presión
ideal, seguida de unos lamidos que se
extienden hacia todo el pecho, buscando
la axila. Su mano derecha masajea suave
el otro pecho mientras que los dedos de la
otra mano hurgan deliciosamente en mi
sexo, lo recorren hasta dejar todos sus
pliegues impregnados del néctar que
emana sin parar. Me dejo llevar.

Siento el orgasmo, subiendo la


intensidad segundo a segundo. Desabrocho
el cinturón de Nieves, suelto un tanto
torpe el botón del vaquero, bajo la
cremallera y ella me ayuda a completar
la operación, bajando las perneras hasta
los tobillos y sacando rápidamente sus
pies. Mis dedos se empapan al contacto con
su sexo. Hurgo, introduzco con toda
delicadeza el índice y el corazón. Gime.

47  
 
 

Continúo entrando y saliendo de esa


cueva, recorriendo sus paredes con las
yemas, hasta que Nieves me para,
dirigiendo mi mano hacia su boca, chupa
cada dedo. Nos enroscamos, acariciando,
besando, rozando, arañando, presionando,
imantados nuestros vientres calientes,
latiendo al unísono, frotando los pubis el
uno contra otro. Ondulamos, empujamos
hasta que los clítoris totalmente
excitados estallan lanzando una enorme
ola de placer, un tsunami, que nos recorre
enteras. Yo gimo a su oído, muy bajito:
“Diooossss”… Siempre nombro a dios en
pleno orgasmo.
Tras el momento de éxtasis
compartido, en el silencio de la
respiración profunda, nos besamos
lentamente.
“Uauu”, me dice, “Uauu”, le respondo.
Después de las risas aniñadas, Nieves
exclama: “¡Vámonos a la playa!” Luego me
muerde el labio inferior y nos enredamos
un poquito más…

Ella sale primero, tosiendo


brevemente. Enciendo la luz y cierro la
puerta tras ella. Me visto tranquilamente,

48  
 
 

admirando la imagen que se refleja en el


espejo. Me siento exultante. Estoy
rebosante, la cara muy relajada, la famosa
sonrisa interior activada al 100 . En la
barra decido jugar a ser dos desconocidas
que coinciden en la elección de la bebida,
cada una en una punta, observando con
descaro a la otra, tomando nuestra dosis
de vitamina C. Nieves me sigue el juego, la
mirada cómplice y divertida. Tras unos
minutos, pido la cuenta y salgo avanzando
con el armonioso movimiento de mis
caderas, aposentada en mi pelvis, el sexo
vibrante, sin bragas.

Nieves me sigue a unos diez metros,


yo la guío hacia el parking. Cuando llego
a la furgoneta, me apoyo en el capó,
riendo. Llega mi amante y me besa, siento
a mi adolescente rebosante de alegría,
cumplido por fin un deseo. No puedo parar
de reír. Pero no me importa, ya tengo a mi
madre tranquila y, juntas, estamos
aprendiendo a desternillarnos..

A partir de ahí, la charla amistosa,


la ternura, las noticias mientras
conduzco hacia la playa. Ya no hay prisa,

49  
 
 

el tiempo Cronos se ha parado, la


eternidad de Kairos se instala…

50  
 
 

Tras la comida y el vino, otra buena


dosis de sexo y un largo baño… reposamos
tumbadas en la arena de una cala
desierta, calientes los cuerpos,
absolutamente relajadas.

- Gracias amiga… pronuncio estas


palabras con un ligero tufillo de hiper
solemnidad que intento dominar, mientras
poso mi mano sobre su nalga, de hecho ese
gesto me ayuda.
- ¿Y eso? ¡Si esto es un auténtico
subidón para mí!
- Lo sé, bueno, eso parece al menos.

51  
 
 

Las gracias no vienen tanto de este


momento, sino por estos últimos dos años.
Vengo pensando cómo decir esto. Me has ido
acompañando sin decir ni una palabra
sobre lo que tenía que hacer con mi vida,
sin paternalismos, pero sosteniéndome, me
ha costado entenderlo. A veces sentía que
me dejabas tirada, pero nada de eso, me
dejabas espacio… Te alejabas lo suficiente
porque el trabajo era mío, ahora lo veo, y
no te diré que hubo momentos en que te
medio odié, aunque a la vez debo de
reconocer que siempre te sentí cerca, un
cerca lejos al que no estaba acostumbrada.
- Bueno no te voy a decir que no me
dieron ganas de cantarte las cuarenta
alguna que otra vez, pero yo también
estoy en proceso querida, proceso de
callarme un poco, que me ha gustado mucho
el papel de maestrilla a lo largo de la
vida. Pero ahora es más divertido
escuchar para mí, mucho más… y que
quieres que te diga, me encantó
escucharte. – se ríe - Hubo de todo,
victimismo, rabiísmo, pereza, y luego
lloros y después más rabiísmo y luego más
lloreras… Un duelo, amiga, un duelo… Y un
día apareció tu sabiduría que empezó a
52  
 
 

contarnos cosas chulísimas y luego las


risas, tu cuerpo que se iba soltando… Así
es, el trabajo es nuestro, personal, ya
sabes que para mí es un asunto político.
Elegir, decidir, caerte, levantarte, y que
tu entorno te apoye, en vez de decirte lo
que es bueno para ti. Y tú empezar a
corresponder. Entender la vida más allá
de la eterna búsqueda de la media
naranja. Yo no sé, sin pareja puedo vivir y
muy feliz, pero sin mi peñita, los
cariñitos, los cuidados, los proyectos
colectivos que luego se caen, los que se
van haciendo… Todo eso sí que me jodería
perderlo.

Miré al cielo, azul, sin manchas.


Escuché el fondo sonoro del lento oleaje.
- Me sentí alguna vez como la tipa
de V for Vendetta, metida en una celda, la
celda de mi propia mente …
- Ya, lo sé, te va el drama de la
heroína atormentada, se te da de perlas…,
yo soy más ligera de cascos, a mí dame un
barco, un caballo, una furgo y me largo a
por otra cosa, me encanta el continuum...

Nieves giró sobre sí misma. Tras

53  
 
 

mirarme maliciosamente, relajó su cuello


sobre la arena y cerró los ojos. Sonreía.
Tenía a mi lado a una mujer ofreciéndome
su compañía y yo me sentía como nunca:
absolutamente relajada, presente, sin que
el hecho de amarnos también físicamente
supusiera grandes quebraderos en mi
cabeza. Me cautivó la visión de sus pechos
que yacían ahora a los laterales de su
cuerpo, blandos. Agarré el derecho, que me
pillaba más cerca, apenas tuve que
modificar mi postura. Pensé en las veces
que un hombre había hecho ese gesto con
los míos y en ese momento me di cuenta de
cuánto les había envidiado. Estaba tan a
gusto, con mi vientre pegado a la arena
caliente y mi mano iniciando un suave
masaje, pellizcando suavemente el pezón
entre pulgar y dedo corazón. Nieves se
inclinó hacia mí, besando mi boca
mientras nuestros muslos se entrelazaban.
Los cuerpos empezaron de nuevo a ondular,
los labios húmedos y los brazos
tentáculos volvían a ocupar todo el
espacio tiempo.

Unos veinte minutos después,


mientras buscaba el mechero en el bolso

54  
 
 

de Nieves, me fijé en un libro al fondo. Lo


cogí para ver la portada y lo abrí al
azar para echar un vistazo al estilo.

“Los usos de lo erótico: la erótica como


poder”, 1978“
“Existen muchos tipos de poder, usados y
desusados, reconocidos o no. Lo erótico es
un recurso en nuestro interior que se
emplaza en un plano profundamente
femenino y espiritual, arraigado
firmemente en el poder de nuestro
sentimiento no expresado o desconocido.
Para perpetuarse, toda opresión debe
corromper o distorsionar las diversas
fuentes de poder de la cultura de los
oprimidos, aquellas que les pueden
proporcionar energía para cambiar. Para
las mujeres esto ha supuesto la supresión
de lo erótico como valiosa fuente de poder
e información en nuestras vidas. Nos han
enseñado a desconfiar de este recurso, que
ha sido vilipendiado, infamado, devaluado
en la sociedad occidental. Por una parte,
se ha promovido la idea de que lo
superficialmente erótico es un signo de
la inferioridad femenina; por otra parte,

55  
 
 

las mujeres hemos tenido que sufrir y


sentirnos despreciables y sospechosas en
virtud de su existencia. Existe una
distancia muy corta entre esto y la falsa
creencia de que sólo la supresión de lo
erótico en nuestras vidas y conciencias
podrá hacer verdaderamente fuertes a las
mujeres. Pero tal fuerza es ilusoria,
porque está modelada dentro de un
contexto de modelos masculinos de poder…”

Cada frase me estremecía, me sentía


tan representada, tan afín, era cómo si
alguien hubiera escrito por mí, cómo si mi
propia mente se expresara con la máxima
claridad. Devoraba el texto, volteando en
la arena, sonriendo satisfecha y
frunciendo el ceño a veces, llena de una
gran emoción…

“Lo erótico es un punto medio entre el


principio de nuestro sentido del yo y el
caos de nuestros sentimientos más fuertes.
Es un sentido interior de satisfacción al
que, una vez lo hemos experimentado,
sabemos que podemos aspirar. Pues después
de haber experimentado la plenitud de

56  
 
 

este profundo sentimiento y haber


reconocido su poder, no podemos exigirnos
menos de nosotras mismas en lo que
concierne a nuestro honor y a nuestro
propio respeto. Nunca es fácil exigir el
máximo de nosotras mismas, de nuestras
vidas, de nuestro trabajo. Fomentar la
excelencia es ir más allá de la
mediocridad que nuestra sociedad fomenta
como excelencia. Pero ceder al miedo de
sentir y trabajar al máximo es un lujo
que sólo los conformistas pueden
permitirse, y los conformistas son
aquellos que no desean dirigir sus
propios destinos…”

Me incorporé mirando hacia el mar,


las olas rompiendo suave en la orilla,
emitiendo un sonido rodante, al
entrelazarse con los guijarros. Me sentí
desafiada por esta mujer a la que todavía
no conocía apenas y me invadió una gran
onda de poder, mejor dicho de potencial, y
a su vez el estremecimiento del miedo que
parecía decirme ¿Adonde quieres ir tú?,
mientras yo, impulsiva, tiraba de la
cadena atada a mi espalda, para salir
hacia mi futuro.

57  
 
 

Seguí leyendo…

“Este requerimiento interior hacia la


excelencia que aprendemos de lo erótico
no debe ser mal entendido, como si
consistiera en pedir lo imposible a
nosotras mismas y a los demás. Tal
exigencia incapacita a todo el mundo
durante el proceso. Porque lo erótico no
tiene que ver sólo con lo que hacemos;
tiene que ver con cuan intensa y
plenamente sentimos mientras lo hacemos.
Una vez conocemos el alcance de nuestra
capacidad de sentir ese modo de
satisfacción y de realización, podemos
observar cuál de nuestros diversos
cometidos vitales nos acerca más a esa
plenitud. El propósito de todo lo que
hacemos es hacer de nuestras vidas y de
las de nuestros hijos algo más rico y más
aceptable. Celebrando lo erótico en todos
nuestros cometidos, mi trabajo se
convierte en una decisión consciente: un
anhelado lecho en el que entró
agradecida y del que me levanto llena de
poder…”

58  
 
 

Me puse en pie, la fuerza de


aquellas palabras no cabían en mi cuerpo
tumbado y relajado, tenía que moverlo, así
que me dirigí hacia la orilla y me
entregué a unas hondas respiraciones
para intentar calmar mi galopante
corazón. Así que era erotismo lo que yo
sentía… Por fin entendía su significado,
por fin me sentía en paz con el placer,
por fin entendía que no era una cosa
externa a mí, algo que debía encontrar en
otros, sino que era yo mi propia fuente y
a partir de ahí relacionarme con lo
externo, gentes, paisajes, objetos…
59  
 
 

¡Qué capulla!, tanto tiempo para llegar


hasta aquí. Cuanto tiempo negando el
placer…

Empecé a caminar mar adentro,


haciéndome a su temperatura, hasta que me
zambullí, y en aquel instante se abrieron
cada poro de mi piel, salí a la superficie
y me llené del azul del cielo. Nadé
primero con intención de soltar aquello
que vibraba tan intensamente en mis
adentros, y poco a poco fui calmando mi
pulso, hasta quedarme en paz. Adopté la
posición de estrella, flotando ingrávida,
en aquel poderoso volumen acuático que
sentía tan acogedor. No cabía en mí.
Kapulla asimilaba algo nuevo, con la
inocencia a flor de piel, feliz.

Tras un largo baño, volví hacia la


sombrilla. De pie, goteando, saboreando el
salitre en mis labios, miré a Nieves sin
decir nada. Me sonrío, le devolví la
ternura que sentía en aquel gesto y
después me tumbé. Me hundí gozosamente en
aquella arena, absolutamente en paz y
llena de una determinación brutal: en esa
cala almeriense, decidí que pasara lo que

60  
 
 

pasara, el erotismo guiaría la vida de mi


recién estrenada Kapulla. Iba a poner
toda la atención en no olvidarlo.

61  
 

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