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ENCÍCLICAS

DC

SUMARIO: I. Introducción.—II. León XIII: Divinum illud


munus.—III. Pío XII: Mystici Corporis.—IV. Pablo VI:
Ecclesiam suam.—V. Juan Pablo II: Trilogía trinitaria: 1.
Dios Padre; 2. Dios Hijo; 3. Dios Espíritu Santo; 4.
Conclusión.

I. Introducción

El magisterio pontificio ordinario se expresa en su valor más


alto y vinculante en las encíclicas. En este artículo
sistematizaremos la doctrina trinitaria de seis, que abarcan
el arco de los últimos cien años. Ciertamente se podrían
haber escogido otras más, pero el espacio disponible no
permite referirse a todo el magisterio de un siglo, si se
quiere decir algo más que vagas alusiones; así y todo
tendremos que contentarnos con ceñirnos en el estudio de
estas encíclicas a lo más específicamente trinitario. Por eso
hemos concedido una atención mayor a la 'trilogía
trinitaria' de Juan Pablo II, porque es el único pontífice que
ha abordado en sucesivas encíclicas expresa y
sistemáticamente el misterio del Dios uno y trino.

II. León XIII: 'Divinum illud munus'

A finales del siglo XIX, León XIII volvió a sorprender a los


cristianos (ya antes había sacudido la conciencia católica
mediante la Rerum Novarum) con una encíclica sobre el
Espíritu Santo cuyo título es 'Divinum illud munus (9-V-
1897)'. En este escrito, más que desarrollar una teología
sobre el Espíritu Santo, lo que León XIII intenta es "que en
las almas se reavive y se vigorice la fe en el augusto
misterio de la Trinidad, y especialmente crezca la devoción
al divino Espíritu, a quien de mucho son deudores todos
cuantos siguen el camino de la verdad y de la justicia" (n.2).
El 'éxito' de la encíclica hay que valorarlo al trasluz de la
teología de la época toda ella centrada, por deseo del
mismo papa', en el resurgimiento del tomismo bajo la forma
de la neoescolástica en vigor hasta las vísperas del Concilio
Vaticano II. Frente al discurso casi plano de la escolástica
triunfante, la encíclica supone un respiro que acerca el
misterio trinitario a través del Espíritu Santo a la vida y a la
piedad de los creyentes, al tiempo que estimula
saludablemente la acción pastoral de la iglesia abriéndola al
impulso del Espíritu de Jesús.

La encíclica, sin salirse del marco de la doctrina común


sobre el Espíritu Santo, acentúa, sin embargo, un aspecto
que será muy importante para la renovación de la
eclesiología: desde la obra del Espíritu Santo en la
encarnación a su presencia activa y configurante del cuerpo
de Cristo en la Iglesia. Ciertamente, ya a mediados del
mismo siglo XIX el gran teólogo de Tubinga, J.A. Móhler
(1796-1838) había puesto de relieve la acción del Espíritu
Santo en el nacimiento, configuración y desarrollo de la
Iglesia, pero la brecha abierta por él en dirección a los
Padres y en diálogo ecuménico con el protestantismo, no
fue seguida durante mucho tiempo. Por entonces se
impusieron otros vientos.

León XIII enfoca la presencia y acción del Espíritu Santo en


torno a cuatro puntos principales: a) El Espíritu es el que
completa y lleva a perfección la obra de la redención,
pues "como él mismo [Cristo] la había recibido del Padre [la
misión de realizar la obra de la salvación], así la entregó al
Espíritu Santo para que la llevara a perfecto término"(n.l) a
través de la iglesia; b) es el que actúa en la encarnación,
para que "la naturaleza humana fuese levantada a la
uniónpersonal con el Verbo"(n.6) y hace que "toda acción
suya [de Jesús] se realizara bajo el influjo del mismo
Espíritu, que también cooperó de modo especial a su
sacrificio (Heb 9,14)" (ib.); c) el Espíritu Santo continúa la
obra de Cristo en la Iglesia: a ella comunica toda la verdad
recibida del Padre y del Hijo,"asistiéndola para que
no yerre jamás, y fecundando los gérmenes de la revelación
hasta que, en el momento oportuno, lleguen a madurez para
la salud de los pueblos"(n.7). En la Iglesia está presente el
Espíritu Santo a través del ministerio de los obispos y
sacerdotes y por los dones y carismas que por todas partes
difunde; por eso ella es "medio de salvación" y "obra
enteramente divina". Remitiéndose a un texto de san
Agustín, la encíclica pone en relación a Cristo como cabeza
de la Iglesia con el Espíritu Santo como su alma: "se
compara al corazón el Espíritu Santo que invisiblemente
vivifica y une la Iglesia"(n. 19); d) finalmente, el Espíritu no
obra sólo en la Iglesia, en su ámbito visible o institucional,
sino también en el alma de cada creyente: como Cristo "fue
concebido eir santidad para ser hijo natural de Dios, [así] los
hombres son santificados [por la acción invisible del Espíritu]
para ser hijos adoptivos de Dios"(n.9). Esta acción
santificadora del Espíritu en el alma del justo acontece
principalmente en el sacramento del bautismo, por el que el
bautizado se hace semejante al Espíritu, pues 'lo que nace
del Espíritu es espíritu'Qn 3,7), y de la confirmación, en el
que "se da a sí mismo como don más abundante" (n.10),
pues "no sólo nos llena con divinos dones, sino que es autor
de los mismos, y aun él mismo es el don supremo porque, al
proceder del mutuo amor del Padre y del Hijo, con razón es
'don de Dios altísimo"'(ib.). Por esta presencia del Espíritu
en el alma del justo se realiza la inhabitación de la Trinidad
santa que es una anticipación de la unión con Dios que
gozan los bienaventurados en el cielo. Se atribuye al
Espíritu Santo porque esta unión se establece por el vínculo
de la caridad que es "la nota propia del Espíritu Santo"(n.11),
pues él "es el amor substancial eterno y primero"(n.13), el
"amor vivificante"(n.2).

La encíclica de León XIII sobre el Espíritu Santo sirvió de


contrapunto, más que en el ámbito teológico, en el de la
pastoral y en la piedad de los fieles, sobre todo al instituir
oficialmente en toda la iglesia la 'novena' de preparación a la
fiesta de pentecostés (cf. n.16). El Espíritu Santo comenzó
así a salir del marco estrecho y abstracto de las
'procesiones' intratrinitarias a la vida y oración de la Iglesia.

III. Pío XII: 'Mystici Corporis'

El movimiento litúrgico que inició en el siglo pasado Dom P.


Guéranger(1805-1875) en la abadía de Solesmes
(recuperación del canto gregoriano y de la liturgia romana
frente a las tendencias galicanistas imperantes) floreció en
Centroeuropa principalmente por obra del benedictino belga
de Mont-César Dom L. Beauduin (1873-1953) que destacó
la dimensión pastoral de la liturgia, alcanzando la mayoría
de edad teológica con la contribución de los monjes de
Maria-Laach, en especial de O. Case/ (1886-1948), y del
profesor R. Guardini (1885-1968). Este movimiento adquirió
carta de naturaleza en la Iglesia con la encíclica de Pío
XII 'Mediator Dei' (20-11-1947). Pero el redescubrimiento de
la liturgia como fuente de piedad y de oración para los fieles
llevó consigo una nueva visión del misterio de la iglesia.
Paralelamente al movimiento litúrgico y en contacto con las
fuentes bíblicas y patrísticas de las que también éste se
nutría, se fue abriendo paso una comprensión más profunda
del misterio de la iglesia como 'cuerpo de Cristo'. Es lo que
el mismo Pío XII puso de relieve con su encíclica 'Mystici
Corporis' (29-6-1943) . Aunque toda-vía estamos lejos de
la 'Lumen gentium', no cabe duda que la encíclica de Pío XII
es el paso anterior. El eco extraordinariamente positivo que
tuvo entre fieles y teólogos este documento, hacía presentir
la necesidad de cambiar la imagen de una Iglesia
excesivamente volcada en lo jurídico y piramidal. Para vivir
el misterio de la Iglesia o la Iglesia como misterio había que
ofrecer otra imagen más bíblica y teológica. Y Pío XII echó
mano de la noción paulina de 'cuerpo': "Para definir y
describir esta verdadera Iglesia de Cristo [...] nada hay más
noble, nada más excelente, nada más divino que aquella
frase con que se la llama el cuerpo místico de Cristo"(n.6) .

Ahora bien, la penetración en el misterio de la Iglesia no es


posible sin un acercamiento al misterio trinitario de Dios.
Porque es en la Iglesia donde el Dios uno y trino se ha
manifestado y donde comunica a los hombres su gracia y
amor. La comprensión del misterio de la Iglesia ha de partir
del amor del Padre que entrega a su Hijo único para que los
hombres tengan vida eterna (cf. Jn 3,16). La encarnación es,
pues, el punto de arranque de la Iglesia: "El Verbo del Padre
eterno con aquel mismo único divino amor asumió de la
descendencia de Adán la naturaleza humana, pero inocente
y exenta de toda mancha, para que del nuevo y celestial
Adán se derivase la gracia del Espíritu Santo a todos los
hijos del primer padre"(n.6). La encarnación es el
presupuesto de la redención cuyo fruto más precioso es la
Iglesia. Puestos los cimientos en su propia carne, "el divino
Redentor comenzó la edificación del místico templo de la
Iglesia cuando con su predicación expuso sus enseñanzas;
la consumó cuando pendió de la cruz glorificado; y,
finalmente, la manifestó y promulgó cuando de manera
visible envió el Espíritu Paráclito sobre sus discípulos"(n.11).
La acción del Espíritu Santo en la Iglesia brota de la sangre
redentora de Cristo. "Y así como en el primer momento de la
encarnación, el Hijo del Padre eterno adornó con la plenitud
del Espíritu Santo la naturaleza humana que había unido a
sí substancialmente, para que fuese apto instrumento de la
divinidad en la obracruenta de la redención, así en la hora
de su preciosa muerte quiso enriquecer a su iglesia con los
abundantes dones del Paráclito, para que fuese un medio
apto e indefectible del Verbo encarnado en la distribución de
los frutos de la redención"(n.13). La Iglesia, ella misma, es el
fruto de la redención y el instrumento elegido por Dios para
comunicar a los hombres la gracia de la reconciliación. El
misterio de la Iglesia está todo él vinculado al misterio
redentor de Cristo que culmina con la donación del Espíritu.
Pues "a esta Iglesia, fundada con su sangre, la fortaleció el
día de pentecostés con una fuerza especial bajada del cielo
[...]. Porque así como él mismo, al comenzar el ministerio de
su predicación, fue manifestado por su eterno Padre por
medio del Espíritu Santo [...], de la misma manera, cuando
los apóstoles habían de comenzar el sagrado ministerio de
la predicación, Cristo nuestro Señor envió del cielo a su
Espíritu, el cual [...] indicase a la Iglesia su misión
sublime"(n.14), que no es otra que la de reunir en ella a
todos los hombres, "para que todos cooperasen, con él y por
medio de aquélla, a comunicarse mutuamente los divinos
frutos de la redención"(n.6)". La imagen de 'cuerpo
místico' aplicada a la Iglesia quiere poner de relieve la
relación de la Iglesia con Cristo y la excelencia de Cristo, en
cuanto cabeza, sobre todo el cuerpo, en el cual todos los
miembros son necesarios pero no todos desempeñan el
mismo papel. El 'cuerpo' de la Iglesia vive de su cabeza,
pues Cristo "de tal modo sustenta a su Iglesia, y en cierta
manera vive en ella, que ésta subsiste casi como
un segundo Cristo" (n.24).

Por eso "es necesario que nos acostumbremos a ver en la


Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su
Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere
la santidad"(n.43). Ahora bien, no puede darse una
identificación plena entre Cristo y la Iglesia, por eso a la
imagen de 'cuerpo' hay que añadir la de 'esposa": Cristo está
en la' Iglesia formando una cosa con ella como cuerpo suyo
que es, pero a la vez está frente a la iglesia como su Señor.
Pero el influjo de Cristo sobre su cuerpo, influjo real pues él
es el que gobierna invisiblemente a la Iglesia y el que actúa
en los sacramentos como 'signos' de su salvación", lo quiere
realizar por medio del Espíritu Santo. Cristo "hace que la
Iglesia viva de su misma vida divina, da vida a todo el
cuerpo con su virtud infinita [...]. Y si consideramos
atentamente este principio de vida y de virtud dado por
Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y
de toda gracia creada, entenderemos fácilmente que no es
otro sino el Espíritu Santo"(n.25). El es la fuente de la unidad
en la Iglesia", de los miembros entre sí y con su cabeza. El
Espíritu Santo, "con su celestial hálito de vida, ha de ser
considerado como el principio de toda acción vital y
saludable en todas las partes del Cuerpo místico" (n.26). La
encíclica entrelaza fuertemente la dimensión cristológica y
pneumatológica de la Iglesia: "Cristo está en nosotros por su
Espíritu, el cual nos comunica, y por el que de tal suerte
obra en nosotros, que todas las cosas divinas, llevadas a
cabo por el Espíritu Santo en las almas, se han de decir
también realizadas por Cristo. [Por esta comunicación del
Espíritu] la Iglesiaviene a ser como la plenitud y el
complemento del Redentor; y Cristo viene en cierto modo a
completarse del todo en la iglesia"(n.34).

Así, pues, el misterio de la Iglesia, según este documento de


Pío XII, está enraizado en la Trinidad: en la voluntad
salvífica universal del Padre que se concreta en la misión
del Hijo sobre cuyo cuerpo se edifica la Iglesia, que es
presencia y vida suya por la acción del Espíritu Santo en
ella. Este trasfondo trinitario, que se desborda en el misterio
de la redención a cuyo servicio está la Iglesia como 'signo e
instrumento', alcanzará su plena madurez en la carta magna
de la eclesiología conciliar, en la 'Lumen gentium'.

IV. Pablo VI: 'Ecclesiam suam'

Al tiempo que se discutía la constitución LG, pieza vertebral


del Vaticano II, Pablo VI publicó su primera
encíclica 'Ecclesiam suam'(6-8-1964). Se trata de un
documento programático en el que el papa Montini delinea
las actitudes que debe seguir la iglesia en un momento
nuevo y crucial de su historia en relación con el mundo. La
Iglesia debe abrirse a todos en un diálogo franco y leal
desde la interiorización de su propio misterio. Para Pablo VI,
"es ésta la hora en que la Iglesia debe profundizar la
conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que
le es propio [...], sobre el propio origen, la propia naturaleza,
la propia misión, el propio destino final"(n.7). Esta idea
constituye uno de los hilos conductores de la encíclica'. No
es posible acercarse al 'mundo' para ofrecerle humildemente
la palabra de salvación que Cristo le confió, sin un
afianzamiento sólido de la propia identidad. Y "el primer fruto
de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma
es el renovado descubrimiento de su vital relación con
Cristo"(n.30). Esta intensa y personal relación de los
cristianos con Cristo sería, para Pablo VI, la adquisición más
importante de la encíclica 'Mystici Corporis', porque la Iglesia
"tiene necesidad de experimentar a Cristo en sí
misma" (n.20). Y esta experiencia se activa no tanto por el
camino del conocimiento teórico y descomprometido, sino
por el camino de la fe y de la obediencia a Cristo en el
esfuerzo constante por conocer y abrirse a su voluntad, por
la revitalización de la conciencia de la pertenencia a Cristo
desde el bautismo. Por eso, "es necesario devolver al hecho
de haber recibido el santo bautismo, es decir, de haber sido
injertados mediante tal sacramento en el cuerpo místico de
Cristo que es la Iglesia, toda su importancia"(n.34). La
conciencia del misterio de la Iglesia pasa, pues, por la
profundización en la espiritualidad bautismal. En la gracia
del bautismo se concentra la gracia que Cristo confió a la
Iglesia para que la dispensara a todas las gentes: la gracia
de la adopción, hijos adoptivos del Padre, de la fraternidad,
hermanos de Cristo y en Cristo, y de la inhabitación del
Espíritu Santo como prenda y garantía de la vida nueva, de
la ciudadanía nueva en la Iglesia del Señor.

Una vez que la Iglesia toma conciencia del misterio que la


constituye, el misterio de la Palabra encarnada como
principio y fundamento de su ser, ella misma quiere hacerse
palabraamable y cordial. El misterio de la Iglesia se realiza
cuando continúa y posibilita el diálogo de amor de Dios con
el hombre en Jesucristo. "La revelación [...] puede ser
representada como un diálogo en el cual el Verbo de Dios
se expresa en la encarnación y, por tanto, en el Evangelio
[...]. Es en esta conversación de Cristo entre los hombres
(cf. Bar 3,38) donde Dios deja entender algo de sí mismo, el
misterio de su vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las
personas"n.64)22. El punto de referencia y la finalidad última
del diálogo de la Iglesia con el mundo es el que Dios Padre
tiene con nosotros a través de Cristo en el Espíritu Santo.
Este "diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente
por la iniciativa divina [...]. Nos corresponderá a nosotros
tomar la iniciativa para extender a los hombres este mismo
diálogo, sin esperar a ser llamados. [Pues] no se salva el
mundo desde fuera. Es necesario, como el Verbo de Dios
que se ha hecho carne, hacerse una misma cosa, en cierta
medida, con las formas de vida de aquellos a quienes se
quiere llevar el mensaje de Cristo"(n.66).

Pablo VI fundamenta el diálogo (con sus características


propias) que la iglesia debe ofrecer a los hombres, porque
ella misma es depositaria de la palabra de salvación, desde
el misterio trinitario de Dios tal como se nos ha manifestado
en la historia de la salvación.

Este camino señalado por Pablo VI en su primera encíclica


marcará decisivamente la pauta que siguió la 'Lumen
gentium': desde.la profundización en la propia conciencia (el
misterio de la Iglesia a la luz de la Trinidad), la Iglesia
entablará un diálogo fecundo y sincero con todos los
hombres de buena voluntad, con los creyentes de otras
religiones y con los hermanos separados.

V. Juan Pablo II: Trilogía trinitaria

Quince años después de la 'Ecclesiam suam', con un


pontífice diferente 'venido de lejos' y con unas circunstancias
eclesiales y extraeclesiales distintas, otra encíclica
programática, a la que seguirán dos más, acentuará el
magisterio trinitario de la iglesia. El hilo conductor de las
encíclicas trinitarias de Juan Pablo II lo podríamos identificar
en estos dos conceptos principales: la "verdad sobre Dios"
y la "verdad sobre el hombre", entendidas desde la
revelación de Cristo que conoce al Padre (cf. Mt 11,27; Jn
7,29) y penetra en el interior del hombre (cf.Jn 2,24s). Para
Juan Pablo II, teología y antropología (cristología) van
íntimamente unidas y se esclarecen mutuamente. Esta es
quizás la aportación más importante del Vaticano II (cf.DM
1), y, como en el ánimo del papa, la realización de este
concilio, a través del cual el Espíritu ha hablado a la Iglesia
en nuestro tiempo (cf.RH 1.6; DV 26), en todas las
dimensiones y actividades de la vida eclesial constituye el
programa de su pontificado (cf.RH 7; DM 15), por eso se
explica su insistencia en iluminar el misterio del hombre y de
su vocación escatológica desde el misterio de Dios en Cristo
(cf. GS 22;RH 18; DM 1), y penetrar en éste desde la verdad
del hombre tal corno aparece en la creación y sobre todo, a
la luz de la redención. Teológicamente, estos dos extremos
'creación'y 'redención' sostienen el discurso tea
antropocéntrico de las encíclicas, así como su tensión
escatológica.

Aparentemente, cada una de las tres encíclicas está


centrada en una persona divina, por este orden: la
primera, 'Redemptor hominis' [=RH] (4-3-1979), dedicada al
Hijo; la segunda, 'Dives in misericordia' [=DM] (30-11-1980),
tiene por objeto el misterio del Padre; y la tercera 'Dominum
et vivificantem [=DV] (18-5-1986), aborda la teología del
Espíritu Santo. Pero esta división ha de entenderse como
programa metodológico, puesto que es absolutamente
imposible tratar del Padre sin atender a la revelación del
Hijo, o del Espíritu Santo sin prestar atención a su misión de
parte del Padre tras la 'partida' de Cristo, como tampoco se
puede hablar del Hijo sin referencia al Padre y al Espíritu
con que fue ungido. La Trinidad de personas en el seno de
Dios y en su manifestación en la economía de la salvación
no puede hacernos olvidar la absoluta unicidad de Dios.

1. DIOS PADRE. El acceso sistemático a la primera persona


de la Trinidad lo hace Juan Pablo II en su segunda encíclica
desde la historia de la salvación: el Padre es el 'Dios
rico en misericordia' (Ef 2,4). Al subrayar esta dimensión del
misterio de Dios, el papa pone delante lo que Dios ha
hecho y hace por el hombre y la respuesta (o falta de
respuesta) de éste al amor de Dios, tal como se perfila hoy
en el creciente alejamiento del hombre del fundamento que
lo hace ser, lo sostiene y lo salva. Cuanto más el hombre,
endurecido en su pecado, rehuye la misericordia y rechaza
ser objeto y sujeto de la misma, más la iglesia tiene que
predicar y practicar el misterio del amor misericordioso (cf.
DM 13.14). La misericordia es la forma que reviste el amor
divino, es decir, Dios, cuando se acerca al hombre pecador
para abrazar y reparar todas las miserias humanas. El Padre
se revela y se nos comunica en su misericordia. Toda la
historia de la salvación del AT gira en torno a esta
experiencia: Dios es amor misericordioso; el hombre puede
y debe acogerse siempre y en toda circunstancia al "Dios
clemente y compasivo, lento a la ira y rico en piedad"(Sal
86,15; 103,8; 145,8). Esta es la experiencia que está detrás
de la revelación que de sí mismo hizo Dios a Moisés en el
Sinaí (cf. Ex 34,6) y que marcará en adelante la vida del
pueblo de Dios. La misericordia describe, pues, a Dios en su
revelación-actuación salvífica en la historia, y al hombre
como receptáculo y destinatario del amor misericordioso',
como aquél que es movido e impulsado por la fuerza de este
amor. Por eso "la misericordia no pertenece sólo al concepto
de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el
pueblo de Israel...; es el contenido de su intimidad con su
Señor, el contenido de su diálogo con él"(DM 4).

Pero es Jesucristo quien revela y actúa en la historia de un


modo definitivo esta verdad de Dios y del hombre:
conocemos a Dios en su relación de amor-filantropía (cf. Tit
3,4); conocemos a Dios a partir de la 'oikonomía';
conocemos a Dios en Cristo como 'misericordia'. El es la
'encarnación de la misericordia'(cf. DM 2) y, por tanto, el
rostro del Padre que los hombres hanpodido contemplar (cf.
Jn 14,9; 1 Jn 1,lss). En su palabra, en sus obras y sobre
todo en su misterio pascual, Cristo revela y actúa el amor
misericordioso que es Dios. Todo su programa mesiánico
consiste en mostrar y hacer presente la misericordia del
Padre que abraza y rehabilita al hombre postrado,
marginado, doliente. Jesús no da más pruebas de ser el que
tenía que venir que la realización del programa anunciado
en Nazaret: estas obras son para él mismo la verificación de
su mesianidad (cf. Lc 4,17ss; 7,18ss). Especialmente, en su
relación con los pecadores, Jesús hace patente el rostro del
Padre rico en misericordia. Esto lo puso magistralmente de
relieve Jesús en la parábola del 'hijo pródigo' (cf. Lc 15, 11-
32). A esta luz, la encíclica 'Dives in misericordia' se
complace en describir con trazos vigorosos el rostro de Dios
(cf. DM 5-6). En el trasfondo de la explicación de Juan Pablo
II está el misterio de la paternidad divina y su expresión en
el misterio de la filiación adoptiva. Dios Padre no puede
dejar de ser fiel a lo que él mismo es, a su condición de
Padre; el hijo pródigo ha perdido y malgastado todo, toda la
herencia, menos su filiación: a pesar de todo, no puede
dejar de ser hijo. En el hecho de que el Padre es fiel a su
paternidad, es decir, a sí mismo, el hijo, aunque
absolutamente infiel a su condición filial, es consciente de
que la filiación, en su última raíz, permanece intacta, que no
puede ser borrada; aquí se da el encuentro que regenera al
hijo sin humillarlo devolviéndolo a su ser en el abrazo
misericordioso del Padre. En este abrazo, el que perdona y
el perdonado se encuentran en el valor del hombre que no
puede ser perdido. La conversión del hijo pródigo se da al
contacto con la misericordia del Padre. Esta es el 'lugar'
donde el hombre se encuentra de cerca y con frecuencia
con el Dios vivo, es por eso mismo el 'lugar' de la revelación
del Padre. El rostro del Dios rico en misericordia adquiere
aquí los contornos definidos del Padre, la misericordia
ahonda sus manantiales en la paternidad divina. A su vez,
la 'imagen y semejanza' divinas del hombre se revelan en
toda su hondura como filiación: el hombre es y está llamado
a ser en plenitud hijo de Dios.

Pero donde Jesús nos revela con mayor claridad el misterio


de Dios como amor misericordioso es en su misterio
pascual, centro y vértice de la redención. La redención es
obra y revelación de la 'santidad de Dios' (cf. DM 7). Este
concepto engloba y explica dos aspectos fundamentales del
misterio de Dios en relación con su verdad y la del hombre:
su amor y su justicia, o la justicia que es rebasada y
transformada por la misericordia. Así, el hombre es salvado
por el amor de Dios que lo justifica en Cristo. La auténtica
misericordia es la fuente más profunda de la justicia. Sólo el
amor es capaz de restituir al hombre a sí mismo. La
misericordia es la más perfecta encarnación de la justicia
(cf.DM 4.8.14).

En la cruz reaparece de nuevo la doble dimensión que


caracteriza la actividad mesiánica de Jesús: en ella se da la
revelación máxima de la paternidad divina que nos
comunica su misma vida en la muerte del Hijo; la cruz habla
de Dios Padre absolutamente fiel a su eterno amor por el
hombre; en ella Dios Padre se inclina sobre el hombre para
levantarlo de su postración, para curar todas sus heridas,
para arrancarlo de las raíces del mal que lo
mantienen esclavo del pecado y de la muerte (cf. DM 7).
Así la cruz se alza como signo y denuncia del mal que
arraiga en el corazón del hombre, pero al mismo tiempo es
signo e instrumento de su salvación por la acción del
Espíritu Santo que "convencerá al mundo en lo referente al
pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio"
Un 16,7s; cf. DV 27-28). Por eso, a las tinieblas de la cruz
sigue la luz de la resurrección, donde la misericordia del
Padre, que pareció abandonar a su Hijo clavado en la cruz,
se manifiesta ahora plenamente sobre él al resucitarlo de
entre los muertos. La resurrección es, pues, el gran signo de
la revelación del amor del Padre para con Cristo y en él para
con todos los hombres. Así "el Cristo pascual es la
encarnación definitiva de la misericordia, su signo
viviente"(DM 8).
2. DIOS HIJO. La visión de Jesucristo que domina el
pensamiento de Juan Pablo II, se expresa lapidariamente en
la frase que encabeza su primera encíclica'Redemptor
hominis : "El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro
del cosmos y de la historia". El acento se pone en lo que
Jesús es para el hombre: el Redentor. Por esta referencia al
hombre, a su puesto en el mundo y a lo que en él realiza,
Jesucristo es centro sobre el que gira y descansa toda la
realidad, el cosmos y la historia. Esta centralidad de Cristo
se funda en la encarnación que es "la verdad-clave de la
fe"(RH, 1). Los dos puntos de referencia en la comprensión
del misteriode Cristo de Juan Pablo II son, pues, la
encarnación y la redención. En la conciencia y actividad
mesiánicas de Jesús se unen y esclarecen ambos extremos
que son la llave que nos abre y nos introduce en el misterio
de Dios y del hombre. A través del misterio de la
encarnación, "Dios ha dado a la vida humana la dimensión
que quería dar al hombre desde sus comienzos"(RH 1). El
papa explica el sentido de la encarnación como rectificación
del camino errado seguido por el hombre desde los
orígenes. La encarnación sería el verdadero nuevo
comienzo de la historia del hombre sobre la tierra según el
plan de Dios. Por eso, el apóstol Pablo habla de el
' último Adán'(1 Cor 15,45), de 'nueva creación (2 Cor
5,17) y 'nueva criatura'(Gál 6,15), de 'hombre nuevo' (Ef
2,15; 4,24; Col 3,10). La encarnación, desde esta visión,
empalma con la creación del hombre; no es una irrupción
puramente vertical y caprichosa de la divinidad en la historia.
La presencia del pecado que quebró desde el principio el
plan de Dios sobre el hombre, hacía presentir la encarnación
(cf. Gén 3,15), porque Dios no puede ser infiel a sí mismo
(cf. 2 Tim 2,13) y a su proyecto creador. La encarnación no
es exigencia del pecado, sino que brota del mismo ser de
Dios como gracia, justicia, fidelidad (cf. DM 4, especialmente
la nota 52). Por medio de la encarnación, es decir, porque el
Verbo "ha entrado en la historia de la humanidad y en
cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los
millones y millones, y al mismo tiempo único"(RH 1), por
eso, en él, la humanidad ha sido devuelta a Dios
restableciéndose, en él, de manera absolutamente
insospechada el plan original del Creador sobre el hombre.
Así, "la humanidad, sometida al pecado en los
descendientes del primer Adán, en Jesucristo ha sido
sometida perfectamente a Dios y unida a él" (DV 40). Este
camino de 'vuelta' del hombre a Dios que párte de la
encarnación, se va iluminando en la actividad mesiánica de
Jesús hasta su plena realización en el misterio pascual. Es
aquí, en el misterio de la redención, donde "la historia del
hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de
Dios"(RH 1). Lo que Dios pretendió al principio de la
creación, se lleva a cabo con la encarnación y se consuma
en la redención (cf. DM 7; DV 52).

Juan Pablo II acentúa dos rasgos principales del misterio de


Cristo, su condición de revelador del Padre y de redentor del
hombre. En la realización de esta doble misión, Jesús
descubre al hombre quién es y a qué meta está llamado.
Así, "la verdad acerca del hombre y del mundo [está]
contenida en el misterio de la encarnación y de la
redención"(RH 13).

Hay además, en la comprensión del misterio de Cristo, otro


punto de referencia inolvidable: el Espíritu Santo, puesto
que "lo que [Jesús] dice del Padre y de sí como Hijo brota de
la plenitud del Espíritu que está en él" (DV 21). La misma
entrega de Jesús al Padre hasta la cruz por amor a los
hombres está sostenida y elevada por la acción del Espíritu
Santo (cf. DV 40). No extraña, pues, que Jesús, llegado el
momento de la consumación, nos entregara su 'espíritu'(Jn
19,30), el mismo Espíritu por el que fue concebido y del que
fue colmado, ungido, para realizar la obra de nuestra
salvación. Jesús vino por el Espíritu y ahora, al 'partir' de
este mundo al Padre, se hace portador y mediador del
Espíritu para todos los que creyeran en él, puesto que hasta
ahora "aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había
sido glorificado" Un 7,39).

3. DIOS ESPÍRITU SANTO. Juan Pablo II, al abordar el


misterio del Espíritu, parte de los dos 'atributos' que, en el
símbolo de la fe, quieren expresar su divinidad: Señor y
dador de vida. Quien es Señor, quien puede dar la vida es
Dios. Pues bien, el Espíritu Santo "en el misterio de la
creación da al hombre yal cosmos la vida en sus múltiples
formas visibles e invisibles, [y] la renueva mediante el
misterio de la encarnación" (DV 52; cf. 34). Por medio del
Espíritu, el Dios uno y trino se comunica, sale fuera de sí, es
expansión del amor. El Espíritu Santo es en sí mismo don,
don increado, persona-don. De esta condición suya de don
increado brota toda dádiva divina a las criaturas y toda
forma de autocomunicación de Dios a los hombres. La
creación es la dádiva primera, reflejo de la plenitud de Dios
que se desborda fuera de sí dando vida al caos
primitivo "mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la
superficie de las aguas" (Gén 1,2). La multiforme riqueza de
Dios se difunde en el Espíritu Santo desde la creación a la
encarnación. Pero como ésta es la 'nueva creación', la
acción del Espíritu Santo permanece en la Iglesia hasta la
consumación de la obra de Cristo en "los cielos nuevos y en
la tierra nueva" (Ap 21,1).

En la encíclica 'Dominum et Vivificantem', se insiste


una y otra vez en la 'partida' de Jesús, es decir, su pascua',
como causa de la misión de): Espíritu: "El Espíritu Santo
vendrá cuando Cristo se haya ido por medio de la cruz;
vendrá no sólo después, sino como causa de la redención
realizada por Cristo, por voluntad y obra del Pa dre"(DV 8).
La partida de Cristo a través de la cruz y la resurrección "es
condición indispensable del 'envío' y de la venida del Espíritu
Santo"(DV 11; cf. 24). Como en la misión de Cristo,. también
en la del Espíritu Santo es el Padre el que envía "con el
poder de su paternidad"(DV 8), es decir, por ser el origen y
fuente de la divinidad; pero en el caso de la misión del
Espíritu, el Padre une a su poder propio "la fuerza de la
redención realizada por Cristo"(ib.). La misión del Espíritu
procede del Padre por el Hijo, pues "yo pediré al Padre y os
dará otro Paráclito para que esté con vosotros para
siempre"(Jn 14,16). Esta 'petición' es la obra de la redención.
Por eso, "el Espíritu Santo viene después de él y gracias a
él, para continuar en el mundo, por medio de la iglesia, la
obra de la Buena Nueva de f salvación"(DV 3; cf. 27;31). La
misión del Espíritu está, pues, en estrecha correlación y
continuidad con la de Jesús, como él mismo lo indicó en el
discurso de despedida: El Espíritu Santo "os lo enseñará
todo y os recordará todo lo que yo he dicho"(Jn 14,26). Este
enseñar y recordar lo concreta el papa así: el Espíritu Santo
asegura la continuidad e identidad del mensaje de Jesús a
lo largo de la historia. Con su asistencia, en la iglesia se
mantendrá siempre "la misma verdad que los apóstoles
oyeron de su Maestro" (DV; 4). Pero la misión del Espíritu de
la verdad no es la mera conservación estática o congelada
del 'depositum', sino que ayuda a penetrar cada vez más en
su comprensión y actualización para cada circunstancia
concreta de la vida de los discípulos. Ciertamente, este
'progreso' en la comprensión de la verdad de Cristo no
implica ni añadiduras ni nuevas revelaciones, porque el
punto de referencia permanece inamovible e inalterable:
todo lo que Jesús dijo e hizo, y que los discípulos no
pudieron en vida del Maestro asimilar (cf. Jn 16,12).

Partiendo de la definición juánica de "Dios-amor"(1Jn 4,8.16),


Juan Pablo II pone el acento en la realidad personal del
Espíritu como 'amor' y 'don': "Puede decirse que en el
Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace
enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las
personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios 'existe'
como don. El Espíritu Santo es, pues, la expresión
personal de esta donación, de este ser-amor. Es Persona-
amor. Es Persona-don"(DV 10; cf. 22; 50). La entrega
recíproca, como expresión del amor mutuo, entre el Padre y
el Hijo es el Espíritu Santo. Por él "Dios 'existe' como don"
en su realidad íntima personal y en su comunicación a las
criaturas. El Espíritu Santo, "como amor, es el eterno don
increado. En él se encuentrala fuente y el principio de toda
dádiva a las criaturas"(DV 34; 50). Así, la realidad creada se
interpreta como don y expansión de Dios, como una efusión
del misterio de Dios que es amor-don, que se entrega, se
comunica, se da. La comunión en el amor que, en el seno
de la Trinidad, realiza la Persona-don, el Espíritu Santo, es
el fundamento y la razón de ser de la comunicación
extratrinitaria en la creación y en el hombre. Pero la
verdadera autocomunicación de Dios tiene lugar en el orden
de la gracia. Por eso, "el misterio de la encarnación de Dios
constituye el culmen de esta dádiva y de esta
autocomunicaciión divina" (DV 50). Y por eso es la obra del
Espíritu Santo, puesto que él, como Persona-don, es "el
sujeto de la autocomunicación de Dios"(ib.). El darse o
comunicarse de Dios en su íntima realidad personal, tal
como sucede en el orden de la gracia, cuyo resumen y
plenitud es la encarnación, acontece en el Espíritu Santo,
don increado y fuente de todo don en el orden de la creación
y de la salvación20. En el Espíritu Santo, el Dios uno y trino
se comunica al hombre, le comunica su propia vida, y por El
el hombre, renovado por la sangre de Cristo, se abre al
misterio de Dios. El Espíritu Santo envuelve, pues, a Dios y
al hombre en el ámbito del amor, de la comunión.
Finalmente, la acción del Espíritu Santo como memoria y
presencia de Cristo y de su obra salvífica se realiza en la
iglesia sobre todo en los sacramentos: El es el agente
invisible de los sacramentos de Cristo, el que hace de ellos
signos eficaces de la gracia en el gran sacramento de la
iglesia que vive y actúa animada por su fuerza y presencia.
"La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la
historia, se difunde de modo sacramental por el poder del
Espíritu Paradito" (ib.).

4. CONCLUSIÓN. El itinerario para llegar al misterio del


Dios uno y trino que sigue Juan Pablo II en su 'trilogía
trinitaria , es el señalado por la tradición patrística, por la
eucología litúrgica y por el magisterio del concilio Vaticano II:
al Padre por Cristo en el Espíritu Santo (cf. DV 2). En el
centro está Cristo, su obra redentora y su mensaje
mesiánico. El es el "mediador entre Dios y los hombres"
(ITim 2,5), punto de acceso del hombre a Dios, porque en él
Dios "se ha hecho carne" Un 1,14), porque Cristo une en sí
de manera indisoluble su condición divina y humana. El
acceso al Padre desde Cristo en la comunión del Espíritu
pasa por el misterio de la encarnación en el que se realiza
aquel 'admirabile commercium' entre Dios y el hombre, que
es fundamento y condición de la revelación escatológica de
Dios y de la salvación plena y definitiva del hombre. Pasa
también por la escucha de su palabra: él es el revelador del
Padre, de sí mismo como el Hijo, y del Espíritu como
expresión personal del amor del Padre y del Hijo. Pasa
finalmente por la obra de la redención, que es la suprema
revelación del misterio trinitario del Dios-amor. El acceso al
misterio del Dios uno y trino, así como al de la comunicación
salvífica de Dios al hombre, se encuadra, pues, en esa triple
coordenada cristológica, en la que Dios se nos revela
salvándonos y al salvarnos nos revela quién es él y quiénes
nosotros: la verdad de Dios y la verdad del hombre.

[ -> Bautismo; Comunión; Confirmación; Encarnación;


Espíritu Santo; Eucaristía; Hijo; Iglesia; Jesucristo; Padre;
Pascua; Pentecostés; Trinidad.]

José María de Miguel

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