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Columna: En carne propia.

Año: 2019
Entrega: Enero.
Título: La línea serpenteante.
Autor: Martín Mercado
La línea serpenteante
Como miembros de cualquier sociedad, a los bolivianos les gusta tener imágenes que los
representen. Entre estas imágenes resalta la de bailarín. A los bolivianos les gusta bailar. El paso del
moreno y los saltos del caporal cuentan entre los bailes más comunes en el extranjero y, dentro del
territorio nacional, el colorido repertorio de las cadencias parece no agotarse, pese al incuestionable
monopolio de los bailes pesados en las entradas folclóricas. El fervor por el baile es el único que
podría superar el amor por el fútbol; no obstante, ni el amor por el fútbol ni el fervor por el baile nos
han permitido desarrollar suficientemente nuestras aptitudes en estas faenas. Nuestro lenguaje
sobre estas actividades tampoco parece haber creado una forma propia. El comentario futbolístico y
las amaneradas expresiones argentinas y mexicanas demuestran la desnutrida creatividad de
nuestros periodistas deportivos. Por su parte, el comentario sobre el baile, la danza y el teatro
tampoco parece haber llegado muy lejos. Si nuestro lenguaje para el baile y la danza es pobre, pobre
será también nuestra comprensión de ellos. Dirijámonos, en esta y las siguientes entregas, a la
historia de la danza y del teatro para conocer brevemente algunos de sus aportes, el modo en que
han llegado a transformar tanto una práctica que parecería solo oscilar entre las capacidades
anatómicas y los significados rituales de la religión y el apareamiento. Así, en entregas sucedáneas
de esta columna buscaremos acercarnos de mejor modo a la historia de la danza y de la actuación
en Bolivia. Centrémonos ahora en la línea serpenteante de Loïs Fuller.
A causa de la transformación de su cuerpo perceptivo y de las experimentaciones en la puesta en
escena, o del espectáculo, la estadounidense Loïe Fuller (1862-1928) fue una de las responsables de
la transformación de la danza moderna, en especial con La danza serpentina y Danzas luminosas, con
su versión pantomímica de La tragedia de Salomé. Fue la irrupción de un cuerpo extraño y de los
proyectores eléctricos con los matices de su paleta cromática proveniente de filtros coloreados y su
mecanismo móvil, lo que maravilló al auditorio ya en 1892. Como en toda buena representación, la
potencia del espectáculo, de las herramientas del escenógrafo, fueron un apoyo para la ejecución
perfeccionada por los años de disciplinado entrenamiento. Se sabe que los velos de la bailarina
permitía transformar el modo en que aparecía su cuerpo, su cuerpo era menos una imagen que un
movimiento. Bailar es menos el movimiento frenético o cansino de las extremidades que saber
manejar el tiempo perceptivo mediante el ritmo corporal. Fuller le dio un lugar especial a la línea
serpentina, siendo esta una ondulación en espiral que es capaz de unir los momentos de la danza en
una circulación continua. Fuller experimentaría la presentación de un movimiento sin cuerpo. De
ella se ha dicho que ha sido capaz de proponer una melodía cinética. La historiadora Annie Suquet
comprende la danza y la línea serpentinas como la creación de “una ilusión de un
desencadenamiento metamórfico en el que cada forma nace de la desaparición de la que precede”.
Por nuestra parte, podemos decir que la línea serpentina tiene la fuerza de la metonimia, ella nos
toma por sorpresa cuando descubrimos que el todo se comprende por la ondulación del movimiento
de la parte. No tenemos ya un cuerpo delante nuestro, sino la fuerza del ondeante momento.
La danza de Fuller no se apoya en el cuerpo anatómico, en el cuerpo como un conjunto de órganos,
su cuerpo es un cuerpo perceptivo; por ello, sus principales componentes son la velocidad, la luz y
el color. El cuerpo de la bailarina se convertiría en un cuerpo vibrátil, en ella se produciría una
transformación de lo cromático y lo lumínico en cadencia. Los cuerpos inanimados suelen ser
pasivos, en ellos los colores se asientan esperando ser delatados por la luz. Por su parte, el cuerpo
de la bailarina es un cuerpo animado, la iluminación que busca mostrar el movimiento sin cuerpo.
La línea serpenteante debe ser capaz de delatar el modo en que la luz hace visible determinados
colores en el movimiento del cuerpo que los sostiene. Fuller apuesta, por el contrario, por la ruptura
de la concepción antigua del color asentado en el cuerpo, ahora se delata que la coloración solo es
posible en determinadas condiciones de luminosidad y vibración. Toda renovación de la danza
implica la experimentación de la percepción.
1892 y 1899, ella se para frente a su público en París, con vestimenta clara, palos de bambú que
alargan y deforman sus extremidades superiores, corrompiendo la forma del cuerpo anatómico, de
las que caen —como alas— telas blancas. De esta mujer considerada informe, eventualmente algo
exagerada, surgió una de las más intensas rupturas con el ballet clásico. Ella se encargaba de la
organización de su escenografía para adecuarla a los intereses de su baile. Esto significó que el
escenario pasaba a articularse con la danza, dejando de ser solo telón y cartón por detrás de escena.
Ella se apoyó en los aportes de científicos y de las conversaciones con otros artistas y filósofos. De
ahí que el uso de la luminosidad haya cambiado radicalmente desde su propuesta, al punto de
considerarla no solo una de las más interesantes representantes del Jugendstil, sino también una de
las pioneras del arte multimedia en la danza. No obstante, esa luminosidad no se comprende sin la
transformación de un cuerpo anatómico en un cuerpo perceptivo. Su cuerpo fue una construcción
que se nutrió de la pantomima, del arte del vodevil estadounidense, de la presentación circense y
artística de los cuerpos de la Belle Époque. Sobre una plataforma giratoria, ella también giraba
botando sobre sí volutas de telas vibrantes por el aire que se volvían a arremolinar en su cuerpo.
Su línea serpenteante es uno de los aportes que todavía brota silenciosamente en las técnicas
contemporáneas de baile. También nos queda su autobiografía titulada Quince años de mi vida y la
película La bailarina (2016) de la directora Stéphanie Di Giusto. Con Fuller, la danza moderna se
esfuerza silenciosamente por alejarse del baile ritual y de apareamiento, aunque no deja por ello de
transmitir una potente energía sensual y unificadora a su público.

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