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ESCRITURA Y GENÉTICA TEXTUAL 273

Caries Besa Camprubí


Universität Pompeu Fabra

Hasta no hace mucho, los manuscritos de los escritores eran reconocidos


fundamentalmente como piezas del acervo cultural, como monumentos de papel que
podían alimentar a lo sumo el fetichismo o el voyeurismo del espectador cuando no del
coleccionista. En efecto, en calidad de materia de contemplación y de goce estético, los
borradores de una obra literaria pueden estimular en su observador o su propietario la
creencia en la posibilidad de acceder a una parte del alma y de la personalidad del autor
a través de las vacilaciones y los titubeos de su pluma, a la vez que contribuyen a
fomentar el espejismo de una participación mágica y fugaz en el gesto de la creación
artística. Para muchos, y no sólo entre el gran público sino también entre algunos
especialistas de la literatura, un borrador es algo así como la "caja negra" de las
operaciones mentales realizadas por el autor, una suerte de sésamo que abrirá la puerta
de los misterios y los entresijos de la escritura.
No es hasta a partir de los años setenta cuando los escritos conservados de una
obra o de un proyecto de escritura - es decir, los borradores, pruebas y variantes que
atestiguan su génesis - dejan de ser exclusivamente monumentos o bienes patrimoniales
para convertirse en documentos, es decir, en objetos intelectuales susceptibles de ser
interrogados científicamente. Es éste y no otro el terreno de acción de la genética
textual o crítica genética, cuya singularidad radica en el hecho de que tiene como
objetivo el análisis de lo que Jean Bellemin-Noèl bautizó en 1972 con el término de
"antetexto" para designar una parte específica de la dimensión diacronica de una obra:
la que va del primer borrador a su publicación. A nadie se le escapa que los factores
que han contribuido a la génesis de la genética, así como al desarrollo espectacular y
los logros que siguen obteniendo sus investigaciones, son en gran parte coyunturales.
En este sentido, el dato de base lo constituye sin duda la abundancia de los fondos
manuscritos de autores modernos, cuya gestión y organización planteaba un problema
al que había que dar respuesta; por lo que se refiere a las determinaciones más
estrictamente culturales, la genética se ha beneficiado de la curiosidad intelectual de
nuestro tiempo por lo inacabado y lo interrumpido, lo preparatorio y lo precario, el
fragmento y la variante, y ello no sólo dentro del campo literario sino también en el
terreno musical, pictórico o arquitectónico; este movimiento general de la sensibilidad
de nuestros días se explica seguramente por una evolución del gusto estético,
actualmente muy determinado por el interés que suscita la dimensión artesanal de las
obras de arte y los secretos y condiciones de su fabricación.
En nombre de la filología, se ha objetado que numerosos medievalistas y
especialistas en el clasicismo habían demostrado ya desde principios de siglo que el
estudio de los manuscritos literarios no es un campo de análisis virgen o inexplorado
hasta hace poco más de veinte años, como pretenden la mayoría de los genetistas. De
hecho, son muchas las voces que defienden la tesis de que la genética textual no es una
disciplina autónoma, sino una prolongación o un avatar moderno y sofisticado de la
filología, armada y equipada, eso sí, con un arsenal analítico afinado y costosos
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aparatos especialmente diseñados para el estudio de corpus de una amplitud que los
eruditos de antes, con sus fichas, no podían ni soñar con abrazar. Se ha insistido
también que las operaciones mismas que caracterizan el trabajo genético —constitución
del dossier, su organización, clasificación, transcripción y edición-- no se distinguen
mucho de las formas clásicas de la actividad del filólogo. Es lo que opinan, por
ejemplo, especialistas de la talla de André Guyaux (1990) o Michel Espagne (1992),
según quienes las posibilidades de avance de la genética pueden verse sumamente
mermadas si la disciplina sigue obstinándose en no asumir su filiación filológica.
Contra este juicio, la respuesta de la genética ha sido contundente - léase el profuso y
no menos convincente artículo publicado en Genesis por Jean-Louis Lebrave (1992).
Los genetistas arguyen en efecto que el objeto de la filología es el texto o la obra,
mientras que lo que a ellos les atañe es la textualidad y la escritura, y que esta
discrepancia teórica se ve reflejada, en la práctica, en lo que separa una edición crítica
y una edición genética. La primera, en efecto, es un trabajo en el que todo gravita en
torno al (mejor) texto, el texto final que hay que reconstruir o restituir como garantía de
estabilidad; la edición genética, en cambio, se debe de reproducir todos los manuscritos
clasificados en el orden de su redacción; claro está que ese despliegue de las fases
preparatorias de la obra da lugar a una presentación cuya autenticidad compromete en
gran medida el uso del producto: al ser escritos no destinados originariamente al
público, los documentos genéticos son en general de lectura ingrata o árida, por lo que
el umbral de legibilidad corre el riesgo de ser fácilmente rebasado - hay que tener en
cuenta que la edición de un relato de diez páginas puede ocupar más de cien.
Pero la cuestión de la recepción es en cierto modo lateral, por cuanto lo que
pretende el análisis genético es promover una estética de la producción y las prácticas
de escritura. No en vano, el discurso de la disciplina se encuentra informado por dos
series metafóricas que, si algo ponen de relieve, es el acto creador y su naturaleza, ya
sea pulsional o artificial. La primera serie es de índole biológica, pues asimila el
escritor al parturiente y su obra a la criatura, que se desarrollará a imagen y semblanza
del mundo natural; la segunda, más moderna, es de carácter artificial, e insiste en la
idea de la literatura como construcción calculada. Como se ve, el sentido de la palabra
"génesis" está aquí muy alejado del que podía tener, por ejemplo, para un Bourget
(1878), quien utiliza el término como sinónimo de fuente de inspiración, pues su interés
se centra en la búsqueda de los ecos y las huellas de la obra de Balzac y Stendhal en la
posteridad literaria. Y cuando al cabo de casi medio siglo Gustave Rudler (1923)
piensa en la posibilidad de una "critique de genèse", su foco de atención no son
tampoco los manuscritos, sino el trabajo mental del que saldrá la obra, y para cuyo
rastreo propone el establecimiento de un inventario de elementos sensoriales,
sentimientos e ideas elaborados por asociación o analogía; "génesis" es pues concebida
en este caso no ya en el sentido externo de fuente de influencia, origen o herencia, sino
como fuente interna y secreta de la creación, y por tanto desde un punto de vista
psicológico muy antiguo según el cual la escritura es la manifestación de un espíritu en
el momento de pensar. Por oposición a esta doble tradición genealógica y psicologista,
los estudios genéticos parten de una realidad ciertamente más empírica, pues sustentan
en el objeto único y singular que es el manuscrito las hipótesis que a su entender
pueden formularse acerca de los senderos recorridos por la escritura.
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La escritura, he aquí sin duda alguna la noción clave de la genética, en


contraposición a la noción de texto encumbrada entre finales de los años cincuenta y
comienzos de los setenta por el estructuralismo, con el que, por otra parte, los
genetistas se han mostrado exageradamente severos. Frente al texto entendido como
producto se eleva pues la escritura entendida como actividad y extensiva al concepto
mismo de literatura: una y otro se oponen como la enunciación al enunciado, lo cinético
a lo estático, o lo virtual y posible a lo único y estable. La escritura es interpretada, para
empezar, desde una perspectiva estrictamente material, pues la primera aproximación
que exige un manuscrito es de índole visual: leemos la página del mismo modo a como
observamos un paisage, interrogando su soporte y su grafismo, por no hablar de los
instrumentos de que se sirve el autor para inscribir en ella su mensaje. Y junto a las
palabras y las frases se yergue a menudo una profusión de signos capaces de engendrar
hipótesis indispensables para la reconstrucción de la génesis. Garabatos, dibujos,
planos y esquemas saturan la hoja, que aparece así como una encrucijada de fuerzas
heterogéneas y a menudo conflictivas, pero que no por ello dejan de participar de la
producción del sentido. Naturalmente, en comparación con el polimorfismo y la
energía del manuscrito, la fisonomía del texto impreso es lineal y superficial, pues sólo
da cabida a elementos pertenecientes al código del lenguaje verbal, un código general y
arbitrario, colectivo y constante, y que, con su alfabeto y sus signos de puntuación
reconocibles para todo el mundo, se contrapone a los grafismos individuales
manuscritos de la misma forma que lo público a lo privado y lo mecánico a lo personal.
Es precisamente a causa de la doble naturaleza del manuscrito su calidad visual y
legible al mismo tiempo - que los genetistas hablan ya de su "vilegibilidad" Haciendo
un símil con una de las parejas operatorias que más rentables han sido en el discurso de
la crítica y la teoría literarias, podríamos asimilar a grandes rasgos la escritura al geno-
texto y la obra pública al feno-texto. Kristeva define el geno-texto como un proceso, un
recorrido que no se ve circunscrito por los dos polos del sujeto de la enunciación y del
destinatario, mientras que el feno-texto sería una estructura, y como tal sometida a las
reglas de la comunicación social, deteniendo en algún lugar el progreso de la
"signifiance" Dicho de otro modo, el geno-texto tiene que ver con la topología,
mientras que el feno-texto con el álgebra.
Sugería precisamente hace un momento que si existe una metodología
respecto a la cual la genética se haya desmarcado con cierta afectación, esta
metodología es el estructuralismo, principalmente a causa de la ideología subyacente a
la atención casi exclusiva que esta escuela dedicó al texto. Es decir, por la pretensión
de encerrarlo dentro de los estrechos límites que le marcan tres postulados teóricos. Se
trata en concreto de las nociones conocidas de final, acabado y finalidad ("finitude",
"finition" y "finalité": en francés el vocabulario es mucho más elocuente), nociones que
supuestamente definirían y sacralizarían el texto, convirtiéndolo en una especie de
mónada o sistema hermético inmanente y autosuficiente, y que además convergirían en
el concepto de obra, basado a su vez en el principio de la "clóture" -término y cierre a
la vez - como exigencia epistemológica. En tanto que poética de la escritura, la genética
considera el texto bajo una perspectiva completamente diferente. No ya como
monumento cerrado o como punto de perfección, ni tan siquiera como final feliz o
culminación de un proceso, sino más bien como muerte de la escritura misma, en el
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sentido de que, en relación con el antetexto, el texto no es más que el resultado


empírico de la interrupción fortuita de la génesis, el último estado de una elaboración -
es decir, el término, pero no la meta o el objetivo de la escritura, por definición
inacabada o interminable.
Desde el prisma de la genética, pues, la obra es una especie de excedente
intempestivo, cuando no una quimera que obstaculiza la aprehensión de la realidad
verdadera, el trabajo productor de la escritura visible en la extraordinaria mobilidad del
manuscrito, y en especial en sus tachaduras. "La littérature commence avec la rature",
había dejado escrito en 1972 Jean Bellemin-Noél desde la primera página de su ensayo
programático; y no por simple juego de palabras, pues lo tachado, desde el punto de
vista psicoanalítico al que nos tiene acostumbrados el autor, permite leer el sistema de
las exclusiones, confiriendo presencia y sentido a lo reprimido y lo rechazado, dando a
ver en definitiva la violencia de los conflictos y todo lo que el ser escribe a través de lo
que censura. Otra de las más fervientes militantes de la genética, Raymonde Debray-
Genette, en la rica "Esquisse de méthode" con que introduce sus Métamorphoses du
récit, resume el proyecto de una poética de la escritura con la fórmula "dé-finir le fini"
(p. 19), dando al prefijo un valor negativo. Cuatro años antes, en 1975, Jacques Petit
clausuraba un debate sobre la producción del texto y los manuscritos literarios con la
provocadora declaración de principios "le texte n'existe pas", una frase que retoma
Louis Hay diez años después en el título mismo de un artículo publicado en Poétique,
aunque para concluir, sin duda más matizadamente, que el texto sí existe, pero sólo
como un posible necesario, como la realización de un proceso siempre virtualmente
presente. Devorado por el torbellino del antetexto, el texto se ve desmantelado hasta
perder su autoridad y su poder de legitimación, convirtiéndose a su vez en una de las
interpretaciones del manuscrito - es decir, en antetexto él mismo.
Diríase, en definitiva, que la reconstitución del antetexto implica la
destrucción del texto, y he aquí la primera protesta que puede suscitar la genética, cuya
postulación al estatuto de ciencia - es decir, a convertirse en modelo teórico - no está a
salvo de ciertas reservas. Para empezar, pues, la cuestión fundamental del rango o la
posición que debe darse a la obra en la que confluyen los diferentes estados del
antetexto; pues, incluso en el caso de que se encontrara sólo provisionalmente acabada
- a causa de su interrupción por parte del autor, voluntariamente o no - es difícl sostener
que este último estado no posee una autonomía que lo distingue radicalmente de los
documentos inestables y lacunares del antetexto. ¿Hasta qué punto es legítimo situar en
el mismo plano, sin jerarquía alguna, la obra y los diversos estados que han conducido
a ella, desde la primera anotación fugaz hasta las últimas versiones abandonadas? Es la
pregunta que se formulan diferentes críticos de la crítica genética, entre ellos Robert
Melaron (1992) y Gérard Genette (1994), quienes subrayan las consecuencias
derivadas de una constatación muy simple: el hecho de que los estados preparatorios de
un texto no son para sus autores más que eso, estados preparatorios, y por tanto, por
mucho que puedan ser considerados como objetos estéticos, de ninguna manera se les
debe atribuir el valor de obra de arte, ya que lo que define a ésta es la intención
instaurativa o habilitadora del autor. Puede parecer una banalidad, pero no es del todo
superfluo recordar que el visto bueno con que la firma del autor certifica como tal el
último estado es lo que separa la escritura del texto, la libertad del derecho; y por muy
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plausible que sea la idea de que toda obra es interrumpida o abandonada por fatiga o
saturación más que propiamente acabada o concluida, el caso es que la soberanía que
se desprende del gesto de dar conformidad a las pruebas de imprenta tiene fuerza de
ley, por contestada o contestable que pueda ser esta fuerza. En este sentido, los
genetistas piensan que lo que se considera como la última voluntad de un autor no es
más que la última voluntad fechada, y que la decisión de cortar el cordón umbilical de
la génesis para hacer bascular el antetexto en el texto es un criterio falible por
definición; de esta idea se desprende que para gran parte de los especialistas el autor no
es tanto firmante de un texto como potencia que se gasta infinitamente sin consumirse
en ninguna obra en concreto, argumento en el que confluyen también la psicología de la
creación y las ciencias cognitivas de las que participa en gran medida la genética
textual. No es menos cierto sin embargo que la historia de la literatura, especialmente
desde finales del siglo XVIII (época a partir de la cual los escritores empiezan a
conservar sus manuscritos), ha registrado no pocas quejas de autores indignados ante el
interés demostrado por muchos editores por borradores que habían sido desechados y
sustituidos por una versión ulterior. Dicho brevemente: para el autor, en contra de lo
que piensa el historiador, los papeles que la génesis deja tras de sí no pertenecen al
mismo espacio que el del texto; al no ser objetos de comunicación, no tienen verdadera
eficacia cultural.
El hecho de conceder el estatuto de obra a las variantes de la génesis - ya sea
presentándolas bajo forma de facsímiles o reproduciéndolas por medio de
transcripciones exhibe una clara tendencia a la mitificación de la escritura y, por
contacto metonímico, de la figura del autor. La primera es consecuencia, en parte, de la
impresión de autenticidad e inmediatez que se deriva del objeto real, único e
incontestable que es el manuscrito, y que consagra una aproximación que
"individualiza" en extremo el hecho literario; así, no es extraño que cada genetista se
convierta con el tiempo en el especialista de "su" autor, gracias a la alta competencia
adquirida a fuerza de estudiar miles de folios pertenecientes a un único dossier. Por su
parte, la mitificación del autor deriva mayormente de la "fetichización" de la escritura
misma, pues la importancia dada a la escenificación viva y en acto de la fabricación del
producto desencadena automáticamente el interés por su genitor. Precisamente, uno de
los retos de la genética - y del que por otra parte parece muy consciente - es ir más allá
de esta fijación por lo individual y dirigir sus investigaciones a un terreno más general,
a la búsqueda de tipos y prácticas de escritura, o, como dice Almuth Grésillon (1994),
"universales" de la producción escrita. Se trataría, por ejemplo, no sólo de explorar el
conjunto de la obra de un escritor para constatar si ha habido evolución de un texto a
otro, sino de comparar la génesis textual de obras de escritores, épocas, géneros y
lenguas diferentes.
Acabaré con un ejemplo con el que quisiera ilustrar uno de los peligros que
conlleva la aplicación indiscriminada del presupuesto inicial de la genética según el
cual las huellas de la evolución de una obra explican dicha obra, que debe ser releída si
cabe a la luz de lo que nos dicen los borradores. El ejemplo es la reinterpretación
misma que, una vez consultado el antetexto, podría hacerse de Los papeles de Aspern,
el extraordinario relato de Henry James, que no puede dejar indiferente a ningún
genetista. El tema de la obra es precisamente la búsqueda de los manuscritos inéditos
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de Aspern por parte del crítico narrador, quien intenta primero conseguirlos a través de
Juliana, la antigua amante del poeta desaparecido, y después, a su muerte, por medio de
Tina, su sobrina heredera. La cuestión clave a lo largo de toda la historia son las dudas
que se abaten sobre la existencia misma de los papeles, tema perfecto para el
despliegue de la ambigüedad del autor. Al final, como era de esperar, el texto opta por
no despejar la incógnita. En los apuntes personales de James se encuentra sin embargo
la solución al enigma, la declaración de Tina al narrador: "le daré todos los papeles si
se casa conmigo" ("I will give you all papers il fou marry me"). La frase explicita pues
lo que el texto no dice, el chantage matrimonial como eje de toda la historia.
No queda claro al leer la obra que el precio que tiene que pagar el narrador
para poseer los papeles es unirse a Tina. Me parece que al leer los borradores queda
precisamente demasiado claro todo lo contrario. En algún momento de la historia del
texto James decidió modificar su intención primera; creer que el texto definitivo se
buscaba ya a sí mismo desde el primer momento es pues un abuso, una ilusión
retrospectiva ciertamente muy gratificadora, pero que escapa a toda verificación
científica en el sentido propio de la expresión. Me parece claro el peligro al que aludía
hace un momento: creer que el antetexto es tanto o más verdadero que el texto, cuando
lo que dice, muchas veces, es otra cosa.

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